El honor castellano,

Novela histórica original

de

José María Amado Salazar,

Autor de la historia crítica del reinado de don Pedro de Castilla y su completa vindicación, de la historia del influjo que ha tenido el descubrimiento del Nuevo-Mundo en la civilización de España, de la familia errante, etc., etc.

Madrid - 1855

Imprenta y estereotipia de don José María Alonso,

Calle de Valverde, número 5.

- I -

Una noche tempestuosa del mes de enero de 1366, dos caballeros cruzaban el extrecho sendero que separa el valle de Altamira de, la antigua villa de Cabezon, para dirijirse al castillo de este nombre, que la oscuridad no les permitia distinguir todavia. La lluvia caia á torrentes, el viento silbaba con furor, y el cielo cubierto de negros nubarrones, tan lejos de tranquilizar á los fatigados viajeros, parecia anunciar una nueva borrasca, mas terrible que la que acababa de ofrecerse á su vista. Envueltos en largas capas que solo descubrian la punta de una ligera espada, y montados en dos soberbios caballos, cuyo paso firme y seguro en medio de los rigores de la noche, manifestaba una raza privilegiada; ambos viajeros caminaban silenciosos entregados á sus pensamientos, y sin cuidarse al parecer de los peligros que aun les amenazaban. Solo de vez en cuando al débil resplandor de un relámpago, dirijian la vista al rededor para asegurarse del camino que cruzaban, y separar los caballos de algun barranco para no tropezar con alguna do las robustas encinas que cercaban el camino.

El cielo, tan lejos de despejarse, se iba cada vez oscureciendo de tal modo, que uno de los viajeros, detenido á su pesar por haberse enterrado su caballo en un lodazal, apenas pudo distinguir á su compañero á pesar de no haberse adelantado mas que algunos pasos.

-D. Fernando, dijo de repente al ver que su caballo se encabritaba para vencer aquel contratiempo.

El caballero al oir esta voz, se detuvo.

-Qué sucede? preguntó deteniéndose, y aflojando las riendas á su caballo. No veis el camino?

-Detenéos un instante, si no quereis que nos extraviemos ahora que llegamos al término de nuestro viaje.

Y empuñando con mano robusta las riendas, apretó los hijares de su caballo con tal vigor, que el generoso animal despidiendo un espantoso ronquido, dió un bote terrible que hubiera hecho saltar de la silla á otro jinete menos diestro, logrando salir del lodazal en que yacia sepultado, no sin hacer abandonar los estribos al caballero.

-Podeis seguir, dijo este á su compañero; creí por un momento que mi Bayardo se iba á enterrar en esto sendero maldito; pero ya vuelve á caminar con libertad.

-Qué noche, vive Dios! respondió el otro levantando la visera de su casco para dirijir la vista al cielo: parece que todos los elementos se desencadenaron hoy contra nosotros.

-Nada de blasfemias, D. Fernando, porque el peligro aun amenaza. ¿No veis que las sombras nos ocultan, á pesar de la corta distancia que nos separa?

-Sí, y el trueno resuena aun á lo lejos. ¿Volverá la tormenta?

-Antes espero descansar bajo los muros de Cabezon.

-Desconfiad, señor, que aun está lejos ese castillo, y la tormenta ruge ya sobre nuestras cabezas.

-No lo creais; el castillo debe hallarse á la vuelta de este sendero.

-Vos medís la distancia que de él nos separa por las horas que llevamos de viaje, y este cálculo no puede ser exacto, porque durante la borrasca hemos caminado á ciegas y desalentados.

-Sí, pero ya hace mas de cuatro horas que no cesamos de andar, y para llegar á Cabezon desde Valladolid, no se necesitan mas que dos.

-Eso prueba que nos hemos extraviado.

-No es posible; en este momento acabamos de dejar la villa de Cabezon, y el castillo de su señor debe hallarse en la cima de la montaña que ahora vamos atravesando. Pero extraño, amigo D. Fernando, que desconozcais estos lugares, cuando en ellos debe habitar la hermosa doña Blanca de Cabezon.

-Señor, jamás la he visto en el castillo de su familia, y esta es la primera vez que voy á visitarlo.

-Luego dónde diablos la conocisteis?

-En Valladolid, señor, cuando se hallaba en el convento.

-Ola, ola, dijo el caballero con irónico acento; parece que en estos tiempos de revueltas no se hallan tan seguras las vírgenes del Señor como debian estarlo en sus templos.

-Me acusais, señor, porque he osado?...

-Sí por cierto; á vos, D. Fernando, que vais en pos del amor á un lugar que os está vedado por la Iglesia.

-Señor, siempre lo he respetado.

-Veamos; cuántas veces habeis acudido á la reja para hablar á doña Blanca?

-Ninguna.

-La respuesta no admite réplica. Os creo, D. Fernando, porque siempre decis la verdad; pero perdonad si manifiesto mi extrañeza al veros tan discreto. Sin duda no habreis hablado nunca á vuestra amada.

-Nunca, señor.

-Y luego, cómo esperas obtener su mano? para qué obligarme á abandonar mis proyectos por un dia, si no estais seguro del amor de doña Blanca?

-Os diré, señor; muchas veces una mirada es mas elocuente que la mejor declaracion. Yo jamás hablé á doña Blanca, pero solo una vez la he visto á través de la reja de su convento y fué bastante para que nuestras miradas se cruzasen y para que nuestros corazones se compren diesen. Vos tal vez no conocereis este mudo lenguage, ó esta elocuente correspondencia, y es porque no habeis amado con todo el fuego de los primeros años, como yo amo ahora.

-Os sobra razon, á fé mia, porque nunca cometí la locura de enamorarme de un objeto que solo podia ver á través de una espesa reja.

-No tan espesa, señor, cuando dejó vislumbrar un semblante peregrino, y el rostro de un ángel.

-Pero lo habeis contemplado á vuestro antojo?

-Sí Señor, y mas de una vez.

-Y la dama correspondia á vuestras miradas?

-No puedo dudarlo.

-Cuando se ama, D. Fernando, la imaginacion forja mil risueñas esperanzas que mas tarde preparan un funesto desengaño.

-Teneis razon, y siento haberos escuchado...

-Sin duda ha cambiado ya el curso de vuestros pensamientos halagüeños.

-No puedo negarlo, señor; y vos de ello teneis la culpa.

-Es que con la misma facilidad volverán á renacer, si yo quiero.

-Pues hacedlo, y si es posible muy presto, porque ahora empiezo á sentir los rigores de la noche, y solo porque me haceis dudar del amor de doña Blanca.

-Pobre galan! Apuesto cien doblas castellanas á que en este instante veis ya con ojos mas serenos los diferentes objetos que nos rodean. Ved ahí lo que es ese fantasma que vosotros llamais amor.

-Fantasma á quien vos pagásteis tambien un tributo.

-Razon teneis, D. Fernando; pero ha sido en una edad en que la razon no habia llegado á un completo desarrollo.

-Es decir que la mia....

-No prosigais, en medio de una noche tempestuosa, y cuando por todas partes nos amenaza el peligro, seria un delito ventilar tales cuestiones. Continuad, noble paladin, continuad sosegado; no quiero distraeros de tan hermosos pensamientos; pero no olvideis las sombras que nos rodean y los riesgos que ofrece todavia este camino maldito. Fácil seria que tropezáseis con un obstáculo como el que acaba de salvar mi caballo, y sentiria que os despertase de vuestros sueños con mas rigor del que mereceis.

-Descuidad, señor, no echaré en olvido el consejo.

La calma habia ya renacido en el solitario camino que atravesaban los dos viajeros, pero la oscuridad era cada vez mas profunda, y algunas gotas de rocio que destilaban sus almetes, venian á indicarles, que si la tempestad se habia alejado, haciendo renacer la calma á su alrededor, en cambio experimentarian los rigores de una de esas noches de hielo en que el soldado mas valeroso vé agotado todo su valor.

-D. Fernando, dijo de repente el caballero que iba reconociendo el camino. Descubrís un sendero á vuestra izquierda?

-Mi vista solo alcanza sombras espesas y por cierto nada risueñas, y la vuestra no creo que sea mas diestra.

-Precipitad el paso de vuestro caballo porque, si no me engaño, este bosque que ahora dejamos á nuestro lado debe, hallarse muy próximo al sendero que conduce á la ermita de Cabezon.

-Quereis ver al ermitaño?

-Le pediremos hospitalidad por esta noche, y mañana pasaremos al Castillo. El viejo señor de Cabezon no nos recibiria de buen grado á una hora tan adelantada de la noche.

-Como gusteis.

D. Fernando, despues de esta lacónica respuesta, dió un espolazo al caballo, que partió al trote, y á poco rato se detuvo al descubrir tres senderos que cruzaban el camino que iban siguiendo.

-Coged á la izquierda, dijo el caballero acercándose.

-Y dista mucho la ermita?

-Si la luna quisiese ahora mostrarnos sus brillantes fulgores, os enseñaria desde aquí la morada del anciano ermitaño.

-Le conoceis, señor?

-Una vez le he visto al pasar por esta villa, y su semblante venerable no se ha borrado de mi memoria. Me ha interesado su piedad, y quisiera preguntarle si continúa tranquilo en su soledad. Ahora, con motivo de nuestras discordias, no se respeta el asilo del desgraciado; y por eso quiero saber si le han molestado algunos de los muchos desalmados que recorren este pais.

-Muy noble es vuestro deseo, señor; y me place que os hayais resuelto á no entrar esta noche en el castillo.

-Pues andad, y no os detengais; dentro de un instante hallareis una cruz al lado del sendero que seguimos, y ella os mostrará la ermita conocida en estos lugares por el Cristo de las batallas.

El caballero, sin responder, aligeró el paso de su caballo, sin dirigir una mirada penetrante á lo lejos para juzgar del estado del camino. Algunos vestigios de la tempestad se descubrian todavia, mostrando de vez en cuando algun obstáculo, que el caballero procuraba vencer, trepando por algun vallado, ó acortando el paso de su caballo. El camino áspero y montañoso que seguian hacia dos horas, acababa de desaparecer, mostrando en su lugar un ancho sendero rodeado de espesos árboles, que venian á aumentar las tinieblas en que caminaban envueltos. A poco rato, el caballero que iba delante descubrió una forma negra y gigantesca que creyó reconocer por la cruz que le habia indicado su compañero, y dudando si seria la misma, oprimió los hijares de su caballo, dispuesto á salvar de pronto la distancia que aun le separaba; pero no bien habia dado algunos pasos, cuando el caballo retrocedió de repente, dando un espantoso relincho que hizo estremecer á su dueño sobre la silla.

-Adelante, D. Fernando, dijo el caballero que venia detrás, al notar que su compañero yacia inmóvil.

-Decís bien, señor, respondió; pero antes necesito el permiso de mi caballo, y al parecer no quiere otorgármelo.

-Se habrá asustado al descubrir la cruz del ermitaño.

-Será acaso esa especie de fantasma que parece cruzarse ahora en el camino?

-La misma es.

-Y la ermita...

-Está á vuestra derecha.

El caballero se disponia ya á luchar con la resistencia que oponia su caballo á seguir adelante, cuando un gemido lastimero vino de repente á herir su oído.

-Escuchad... dijo volviéndose á su compañero; cerca de nosotros gime sin duda algun desgraciado.

-Será algun viajero extraviado, á quien la tempestad no quiso respetar, como á nosotros.

-Nos adelantaremos, porque sin dada reclama auxilio.

-Extraño en verdad que el ermitaño no le haya socorrido estando tan próximo su albergue.

Los dos caballeros poco tardaron en llegar á la vuelta del sendero donde se hallaba la cruz que en aquella época guiaba al viajero á la ermita del Cristo de las batallas. La oscuridad, aunque profunda, les permitió distinguir el cuerpo de un hombre medio arrodillado en el primer escalon de la cruz, despidiendo gemidos ahogados, y luchando al parecer con las agonias de la muerte.

-Apeaos, D. Fernando, dijo el caballero, y reconoced á ese hombre.

D. Fernando, á pesar de la complicada armadura que cubria su cuerpo, abandonó el caballo con una ligereza que manifestaba todo el vigor de un jóven en la flor de su edad. Con paso firme se dirijió al momento á la escalinata de la cruz en que se hallaba el desconocido, que ageno á lo que pasaba alrededor, seguia despidiendo mil exclamaciones dolorosas.

-Quién sois? dijo poniendo una mano en su espalda y procurando descubrirle el rostro.

El desconocido, herido por esta voz que sin duda no esperaba oir en aquella soledad, se levantó penosamente, y separando los cabellos que cubrian sus ojos, descubrió un rostro que sin duda debió sorprender al caballero, porque al momento llamó á su compañero con toda la fuerza de sus pulmones. El caballero no tardó en acercarse.

-Señor, señor, dijo vivamente, este desgraciado es el escudero del señor de Cabezon.

-El mismo soy, añadió el desconocido haciendo un esfuerzo para ponerse en pie.

-Qué haceis aquí? Por qué os quejais? De dónde venís?

D. Fernando, al dirigir estas preguntas al escudero, parecia hallarse agitado de un cruel presentimiento.

-Estoy herido en un pie, y vengo de Valladolid.

-Hablad presto. Quién os hirió? Algun bandido tal vez...

-No señor, ha sido un caballero.

-Su nombre?

-D. Lope Alvar de Rojas.

-Explicaos y sed breve, porque la paciencia se agota, y la tormenta amenaza.

-D. Fernando, sin duda delirais, dijo el caballero ¿por qué esa impaciencia?

-Señor, vos ignorais que ese D. Lope Alvar de Rojas quiere ser mi rival.

-Calle! Con que teneis tambien rival?

-Perdonad, señor, ahora no puedo explicarme.

Y volviéndose al escudero que parecia haber olvidado sus lamentos para contemplar con asombro á los dos caballeros, le dijo.

-Por qué os hirió D. Lope?

-Señor, ayer de órden de D. Rodrigo pasé á Valladolid para acompañar á doña Blanca al convento.

-Al convento! repitió D. Fernando con trémulo acento.

-Sí señor, al convento de santa Clara de Valladolid para visitar á su amiga la abadesa.

-Proseguid, dijo el caballero, respirando al parecer con mas libertad.

-Esta tarde resolvió volver al castillo, y como el camino no ofrecia el menor riesgo, mandó á los pages y á sus doncellas que se adelantasen mientras ella seguia á pie para disfrutar de la frescura de la tarde, y de la belleza de los campos. El tiempo estaba sereno; y como nuestro paseo se habia prolongado mas de lo regular, dispuso doña Blanca que descansásemos un momento para recordar la época venturosa en que sentada sobre mis rodillas jugueteaba con mis cabellos blancos...

El escudero hizo una pausa, y D. Fernando al advertirlo, se disponia ya á mandarle proseguir, pero el caballero le detuvo con un gesto.

-Ved si ese hombre está herido, y cuidad de socorrerle antes de saber lo que tan penoso le es referir ahora.

-Teneis razon, señor; perdonad mi impaciencia, pero es tan interesante para mí la relacion de ese hombre...

-Olvidadlo ahora, y ved si puede ser trasladado á la ermita.

-El cielo premiará vuestros generosos esfuerzos, exclamó el escudero conmovido; no os cuideis de mí, porque la herida que he recibido debe ser muy leve. Solo me molesta un pié que me he fracturado al correr cuando quise socorrer á mi señora.

-Luego, estuvo en peligro? preguntó vivamente D. Fernando.

-Sí señor; una hora despues de habernos sentado á la sombra de ese bosque que veis á vuestra espalda, fuimos sorprendidos por cuatro hombres armados que se apoderaron de doña Blanca, y la llevaron con direccion á la ermita del Cristo de las batallas.

-Y conocisteis á los raptores?

-Era D. Lope Alvar de Rojas y sus escuderos.

-Miserable! Toda su sangre no podrá lavar esta afrenta! Y decís que se dirigieron á la ermita?

-Sí señor, porque la tempestad rugia á lo lejos, y sin duda queria ponerse á cubierto de sus rigores.

-Señor, dijo D. Fernando, volviéndose al caballero; ya que tan próxima se halla la ermita, quereis que me adelante para interrogar al ermitaño?

-No; las sombras de la noche son cada vez mas espesas, y podrian muy bien extraviar vuestro paso. Seguidme; yo os guiaré, pero antes colocad á ese hombre en la grupa de ese caballo.

D. Fernando, despues de penosos esfuerzos, pudo acomodarse en su caballo, con el escudero, que en medio de su gratitud no cesaba de llamar sobre el caballero todas las bendiciones del cielo. Su compañero se adelantó, y D. Fernando, le siguió interrogando de paso al escudero. Las densas sombras que hasta entonces rodearan á los dos viajeros, empezaban á descorrerse con la aparicion de la luna, cuya luz sombria vino á dibujar confusamente el camino que cruzaban. A un lado corrian las aguas del Pisuerga despidiendo un ruido sordo y monótono que interrumpia el silencio de la noche, y á la orilla se descubria el negro grupo de los árboles que se perfilaban ante un cielo tempestuoso cubierto de densas nubes que formaban una especie de crepúsculo en medio de la noche. De trecho en trecho en la llanura, y á los lados del camino, se divisaban algunos árboles corpulentos, y á lo lejos, en la cima mas alta de la montaña, un castillo feudal que aparecia en aquel momento á la vista de los viajeros como una forma negra y vaporosa. Ni una ráfaga de viento se advertia en la atmósfera; un silencio sepulcral reinaba en aquella inmensa soledad; el camino estaba húmedo y resvaladizo, y los viajeros reanimados con la aparicion de la luna, volvieron á continuar su viaje con mas celeridad. A poco rato el caballero que iba delante se detuvo al descubrir el robusto roble que ocultaba la triste vivienda del ermitaño, y apeándose del caballo mandó á D. Fernando, que imitase su ejemplo, cuidando de bajar al escudero, mientras llamaba á la puerta de la ermita.

-¿Quién llama? preguntó una voz al oir el robusto golpe que el caballero descargó sobre la puerta.

-Un herido, y dos viajeros extraviados por la tormenta.

-¡Que el cielo os guie, hermanos! Aquí no hallareis hospitalidad, porque el P. Anselmo volvió hoy á su convento.

-Abrid quien quiera que seais, dijo el caballero con imperioso acento; la tormenta puede empezar de nuevo, y necesitamos un asilo para el resto de la noche.

-Seguid un poco adelante, y hallareis un castillo. El señor de Cabezon es hospitalario, y no os negará por esta noche una buena cena y mejor lecho del que yo pudiera ofreceros.

-Señor, dijo D. Fernando acercándose; la negativa del hombre que se halla dentro, encierra algun misterio. Sin duda es uno de los raptores de doña Blanca.

-Tambien yo abrigo la misma sospecha, y por quien soy, que he de entrar. Villano, prosiguió acercándose á la puerta ¿quereis dejarnos á la intempérie?

-Señor caballero, no desprecieis mi consejo. El señor de Cabezon os recibirá de buen grado, mientras que yo no podré perdonaros que vengais á interrumpir mi sueño.

-Me place la respuesta, dijo el caballero dando un nuevo golpe á la puerta. ¿Quereis que os rompa la mollera, seor villano? Pues os juro por quién soy, que si no abrís pronto, me veré obligado á colgaros como un perro, para escarmiento de gentes de vuestra ralea.

-Muy larga teneis la lengua, señor caballero andante, y sabeis que puedo cortárosla si me decido á saltar del lecho.

-¡Miserable! exclamó el caballero rugiendo con furor, y dando violentos golpes á la puerta. ¿Quieres provocar mi saña? Pues bien; espera un instante, y verás si en vano te amenazo...

Y diciendo esto, sacudió un golpe tan terrible sobre la puerta, que esta vino al suelo hecha pedazos.

-Atrás, mal caballero, atrás. ¿Con qué derecho venís á asaltar esta morada?... dijo una voz que D. Fernando creyó conocer.

Y de repente aparecieron en el umbral de la puerta derribada cuatro hombres armados de largas espadas, cuyas puntas amenazaban el pecho de los indefensos viajeros.

-Señor, señor, dijo D. Fernando retrocediendo el hombre que acaba de dirigirnos la palabra no me es desconocido.

El caballero al ver aquella muralla de hierro habia retrocedido un paso. Dirigiéndose despues al que capitaneaba á aquella gente, le dijo:

-¡Miserable! ¿me conoces?...

Y levantando la visera de su casco, descubrió su rostro tan terrible, como amenazador... El que parecia jefe, al reconocerlo, se adelantó vivamente, y arrojando su espada á los pies del caballero, dijo con sumiso acento.

-Perdonad, señor, no sabia que érais vos...

-¿Qué haceis en esta ermita?

El desconocido -vaciló un instante antes de responder.

-Señor, una aventura de amor...

-¿Qué osais decir? ¿Sereis vos acaso el raptor de doña Blanca de Cabezon?

-¿Qué?... Vos sabeis...

-La presencia de este hombre os le explicará.

Y cogiendo de una mano al escudero que seguia á D. Fernando lo presentó al desconocido preguntándole con furioso acento.

-¿Qué habeis hecho del sagrado depósito que el señor de Cabezon confió á la lealtad de este escudero?

-Señor...

-Responded pronto.

-Doña Blanca, se halla dentro entregada á un profundo desmayo. Un momento despues de haberla arrebatado de los brazos de su escudero, perdió el conocimiento, y hasta ahora no lo ha recobrado.

D. Fernando, al oir estas palabras, despidió una exclamacion de cólera que hizo estremecer por un instante al desconocido.

-¿Y cuál era vuestro objeto al arrebatarla?

-Hacerla mi esposa.

-¡Miente el villano! dijo D. Fernando no pudiendo contener la esplosion de su cólera.

-Caballero, respondió el desconocido, haciendo un violento esfuerzo para refrenar su cólera, ved que en este momento no puedo contestaros... Sed mas generoso y esperad...

-¡Silencio! Aquí no debe resonar mas voz que la mia, dijo el caballero volviéndose á D. Fernando, y luego dirigiéndose al desconocido, añadió. Dejad libre el paso, y tratemos de socorrer á doña Blanca. Despues me ocuparé de vuestro atentado...

El desconocido caminando delante siguió al caballero por un extrecho corredor alumbrado escasamente por el débil resplandor de una lámpara de hierro que se descubria en el fondo de la cueva. El pavimento era de dura piedra, y estaba sembrado de yerba y hojas secas sin duda para preservar al anacoreta de los rigores de la intempérie. A un extremo se descubria un modesto oratorio en que descollaba un crucifijo de forma regular, cubierto con una ligera cortina de seda á través de la que se traslucia toda su magnificencia. En el rincon mas apartado, y en una forma de nicho que servia de lecho al ermitaño, se hallaba recostada una muger, cuyo rostro angelical dibujaba confusamente la luz opaca que reinaba en la cueva. Su actitud doliente, sus cabellos en desórden, y su mirar inquieto y vacilante, manifestaba el estado de insensibilidad de que acababa de salir. D. Fernando al verla, se arrojó al momento á sus pies, y apoderándose de sus manos murmuró sordamente.

-¡Blanca! ¡Blanca! ¡El cielo me envia para salvaros!

La jóven por única respuesta dirigió al caballero una mirada triste y apagada, y luego haciendo un esfuerzo violento para despejar sus sentidos entorpecidos todavia, se sentó en el lecho cubriéndose el rostro con las manos.

-¡Recobraos, Blanca mia! añadió el apasionado jóven volviendo á apoderarse de sus manos y apretándolas dulcemente en la mas viva espansion. ¿No reconoceis á vuestros amigos? Ved que os hayais al lado de D. Fernando Alfonso de Zamora.

-¡D. Fernando!! repitió la jóven con trémulo acento.

Y su mirada penetrante, se fijó en el caballero con una expresion de ternura indefinible.

-Sí, soy yo, Blanca mia. ¿No me conoceis?

-Oh! Salvadme, salvadme por el cielo, exclamó de repente saltando del lecho, y tendiendo sus brazos al caballero en una actitud suplicante.

-Tranquilizaos por el cielo, ved que ya no son enemigos los que nos rodean.

-Sí, pero ese hombre, aun se halla á mi lado.

Y con mano temblorosa señaló á su raptor, que inmóvil y con los brazos cruzados sobre el pecho, contemplaba esta escena esforzándose en ocultar el ódio que germinaba en su alma.

-Señora, podeis estar tranquila, dijo el caballero adelantándose, y levantando la visera de su casco, os hallais bajo la proteccion de un castellano honrado, que sabrá devolveros á los brazos de vuestra madre.

Doña Blanca separando los negros rizos de su cabellera, examinó al desconocido con una mezcla de temor y respeto que le hizo sonreir.

-Ignoro quién sois, respondió despues de un momento de silencio; pero confio, en vuestra lealtad, y en la de este generoso caballero, añadió dirigiendo una tímida mirada á D. Fernando.

-D. Lope Alvar de Rojas, prosiguió el caballero dirigiéndose al raptor, esta dama será conducida ahora por vos al castillo de su padre ¿lo entendeis?

D. Lope se inclinó profundamente, y con sumiso acento respondió.

-Señor, mandad y... obedeceré,

-Podeis ya partir.

-¿Y vos? preguntó D. Fernando.

-¿Me esperais aquí ó nos acompañais al castillo?

-Os aguardaré, y mientras escribiré nuestra llegada al P. Anselmo.

-No tardaré en volver, dijo D. Lope.

-¿No habeis dicho que se hallaba en su convento?

-Perdonad, eso he dicho, pero os engañé juzgando que era un importuno el que me interrogaba á la puerta.

-¿Qué ha sido pues del ermitaño?

-Huyó tan presto como nos vió entrar.

-¿Antes de la tormenta?

-Sí señor.

-¡Desgraciado! ¿qué habrá sido de él? D. Lope, prosiguió el caballero con airado acento; sois responsable de la vida de ese anciano ¡Ay de vos si ha muerto en la montaña!

-Se habrá alejado de la ermita para proporcionar auxilios á doña Blanca, dijo don Fernando.

-D. Lope, añadió el caballero dirigiéndose á este, tan pronto como esta dama se halle tranquila bajo los muros de Cabezon, buscareis al ermitaño, y lo conducireis aquí ¿entendeis?

D. Lope sin responder, se inclinó profundamente, en ademan de obediencia.

-Partid, y volved al punto.

Y con una mano le señaló la puerta. D. Lope se inclinó ligeramente para ocultar su agitacion, y despues, haciendo un gato á sus escuderos, se dispuso á emprender el viaje al castillo de Cabezon. D. Fernando llevando de la mano á doña Blanca; se preparó tambien á seguirlo, mientras que el caballero inmóvil, y con los brazos descansando sobre el pecho, examinaba con una curiosa atencion el semblante de la dama para juzgar del grado de intimidad á que habia llegado en tan cortos instantes la relacion de los dos jóvenes.

-Señor, dijo esta despidiéndose, que el cielo premie vuestra generosa ayuda.

-Adios, noble dama, adios, repuso el caballero, presto volveré á veros en el castillo de vuestro padre.

-Ya rogaré al cielo para que no olvideis esta promesa.

-Yo uniré mi ruego al vuestro, repuso D. Fernando dirigiendo al caballero una espresiva mirada.

- II -

D. Lope se hallaba ya á la puerta rodeado de sus escuderos, esperando á don Fernando y á la que pocos minutos antes habia sido su prisionera. La alteracion de su semblante revelaba una agitacion interior, cuya terrible explosion solo podia contener la presencia del caballero. Dispuesto á cumplir sus órdenes, esperaba con ansiedad el momento en que tranquila doña Blanca en su castillo, pudiera vengar las ofensas que habia recibido de don Fernando Alfonso de Zamora. El placer de verle vencido á sus pies, á que se entregaba en aquel instante, le hacia olvidar la humillacion por que acababa de pasar delante de la muger que amaba, y el castigo que á la vuelta debia imponerle el caballero desconocido. Hallábase preocupado con la venganza, cuando de repente sintió el galope de algunos caballos que le hizo aplicar el oido, y olvidar por un momento á don Fernando, y á su amada doña Blanca. Con la vista fija en el camino por donde suponia venian los caballos, permaneció inmóvil procurando rasgar el espeso velo que las tinieblas de la noche habian impuesto á todos los objetos que le rodeaban. Despues de un momento de ansiedad, durante el que su vista centelleante se fijó con ardoroso afan en el camino que guiaba á la ermita, se adelantó algunos pasos para salir al encuentro de los caballos, cuyo paso resonaba ya á su lado. Los rayos de la aurora empezaban ya á asomar en el horizonte, pero su brillo opaco y nevuloso no permitia distinguir todavia los objetos, si no á través de negras y espesas sombras. D. Lope, agitado y confuso, sin poder explicarse á símismo la causa de la estraña turbacion que sentia, dió algunos pasos; pero de repente retrocedió como espantado al reconocer á los nuevos viajeros. El primero que caminaba delante, era un caballero de edad madura, de talla colosal, mirada viva y penetrante, y enjuto de carnes; la dureza de su expresion era habitual; su cuerpo, aunque algo encorbado, parecia tener mas animacion de la que su edad podia permitir. A su lado caminaba un anciano de larga y espesa barba, envuelto en un hábito ceniciento y con la cabeza descubierta, siguiendo en pos diez ó doce hombres de armas, montados en briosos caballos.

D. Lope, tan presto descubrió al anciano, retrocedió vivamente yendo á ocultarse á un lado de la puerta de la ermita, bajo las espesas ramas del árbol que la ocultaba. La comitiva al llegar á este punto se detuvo, á tiempo que doña Blanca y su amante, seguidos del caballero disponian la vuelta al castillo de Cabezon. Sorprendidos al ver aquella gente, se detuvieron, y el caballero desconocido iba ya á interrogarles, cuando el anciano que venia delante apeándose precipitadamente de su caballo se dirigió á él con presteza.

-Traidor, dijo con furioso acento, ¿qué has hecho de mi hija.? ¿dónde se halla? Responde, villano, ó quieres, que te arranque la lengua? Venid vasallos, prosiguió llamando á su comitiva, sujetad á este bandido, y cortarle al punto la lengua ya que se niega á responderme.

El caballero, tranquilo en medio de aquel ciego arrebato contempló en silencio por algunos instantes al anciano, y despues dando á su voz una entonacion altanera é imperiosa, le dijo.

-Callad, desventurado, y no provoqueis á quien puede sepultaros con un solo gesto. Os perdono porque el justo furor que abrigais, perturba ahora vuestra razon ¿No veis á vuestra hija?...

Y cogiendo de la mano á doña Blanca, que aterrada de la actitud de su padre, no se atrevia á dar un solo paso, prosiguió con tranquilo acento.

-Hé aquí vuestro tesoro, noble anciano; os lo devuelvo para que veais cómo respondo á vuestras injurias.

-Eso no basta; villano, es preciso que antes quede vengado mi ultrage.

Y desnudando la espada hizo ademan de arremeter al caballero.

-Deteneos, padre mio, deteneos, exclamó doña Blanca arrojándose en los brazos del anciano. ¿No sabeis que este caballero es el que me ha salvado? Sin su generoso esfuerzo, vuestra hija se hallaria en poder de un miserable raptor.

-¡Es posible! ¡Y yo desventurado le provocaba! ¡Oh! perdonad, caballero, dijo acercándose al desconocido y apoderándose de sus manos; el furor habia extraviado mi razon.

-Comprendo lo que debisteis sufrir al veros separado del objeto de vuestro cariño, y por eso os perdono.

-¿Y no tendré el placer de ver el rostro del generoso caballero á quien soy deudor del honor de mi hija?

-Sí, con tal de que respondais con lealtad y franqueza á una pregunta que voy á dirigiros.

-Hablad, señor, hablad; en este momento soy vuestro siervo. Habeis salvado á mi hija de la infamia, y esta generosa accion os hace dueño de mi persona. Mandad, pues; D. Rodrigo de Cabezon os pertenece.

El caballero pareció vacilar un instante; con una mirada escrutadora examinó ligeramente á los que le rodeaban, y luego bajando la voz dijo al anciano.

-¿Conoceis el triste estado en que yace la infortunada Castilla?

-Sí, señor.

-¿Sabeis la causa?

-¿Quién la ignora? Sin la funesta division de la nobleza, Castilla seria poderosa y feliz.

-¿Tomais parte en esta division?

-No he podido evitarlo.

El caballero guardó silencio un instante. Luego con voz resuelta preguntó:

-¿Cuál es vuestro partido?

-El de D. Enrique, conde de Trastamara.

-¿Le servís fielmente?

-Como un leal vasallo á su dueño.

-¿Le abandonareis?

-Un castellano honrado jamás falta á sus deberes.

-¿Olvidais que es ya crecido el número de los que desconocen los suyos?

-No pertenece á ese número don Rodrigo Cabezon.

-¿Lo jurais?

-D. Rodrigo no jura jamás; ofrece su palabra de caballero y todo el poder de los elementos no es bastante para hacérsela olvidar.

-Es decir que nada en el mundo os separará de la causa del bastardo.

-Solo la muerte.

El caballero volvió á guardar silencio, sin advertir que sus preguntas habian dejado absortos de admiracion á todos los que lo rodeaban.

-Puesto que ya he averiguado lo que deseaba, podeis partir, caballero, dijo el desconocido con una expresion singular.

-No, no, repuso el anciano; antes debo conocer á quien tanto bien acaba de prodigarme.

-¡Inútil empeño! vuestra curiosidad no será satisfecha.

-Os lo ruego, señor, dijo don Rodrigo con acento suplicante.

-Anciano, habeis abrazado una causa que no es la mia. No podemos ser aliados. Un abismo nos separa. Id tranquilo, y que el cielo os bendiga.

El caballero diciendo esto iba á retirarse; pero el desconocido le detuvo apoderándose de una de sus manos.

-Si las calamidades de Castilla nos separan, le dijo, el encuentro de esta noche nos une con un vínculo poderoso que por mi parte solo se desatará en la tumba. No os negueis, pues, á mi súplica. ¿Qué importa que sigáis el pendon del rey don Pedro? ¿Habeis por eso de negarme la gracia que se otorga al mas oscuro pechero? ¿Por qué no he de saber vuestro nombre? ¿Es acaso un secreto? Si habeis hecho voto de ocultarle, lo respetaré; pero habeis de otorgarme la promesa de revelármelo cuando os lo permita vuestra conciencia. Todo os lo concederé menos que me priveis de la esperanza de poder gravar algun dia vuestro nombre en mi corazon. Vos no conoceis á Rodrigo de Cabezon. Vos no sabeis que el que defiende su honor, como vos lo habeis hecho, es dueño de su vida. Así como será inexorable en el castigo del miserable que ha querido mancillarlo, inexorable será tambien en conservar eternamente el recuerdo del que acaba de defenderlo. Ahora, si me negais lo que os pido, me resignaré, pero juro no albergarme en techo cubierto hasta descubrir vuestro nombre.

-Esa curiosidad pudiera seros funesta, dijo el caballero gravemente. Ningun voto me impide revelaros mi nombre. Si lo oculto, es porque conozco que esta revelacion os causará una dolorosa impresion.

-No importa; quiero conocerlo.

-No, no; es inútil que lo sepais. No necesito vuestro reconocimiento, aunque tal vez llegue á recordároslo algun dia.

-Es decir, que estoy condenado á no conocer al generoso caballero que socorrió á mi hija.

-¿Os empeñais en saberlo? dijo el caballero ya impaciente.

-Os lo suplico, señor.

El caballero reflexionó un momento, y despues, cogiendo de una mano al anciano, fué á ocultarse debajo de las ramas del árbol que defendia la ermita. D. Lope Alvar de Rojas permanecia aun allí escondido, esperando el resultado de aquella escena. El ermitaño, doña Blanca, y los vasallos de su padre, continuaron inmóviles á la puerta de la ermita, admirados al ver el misterio que parecia encubrir al caballero. Este, hallándose ya solo con el anciano, le dijo:

-D. Rodrigo, vuestra curiosidad abrirá una herida en vuestro pecho, porque sois un leal caballero. Reflexionad, pues, un instante, y os lo repito, seguid mi consejo. Si quereis que me descubra, lo haré aquí, en esta soledad, á la vista de ese rayo luminoso que brilla ahora sobre mi cabeza, pero temo que os arrepintais, y que con el nuevo dia que ahora luce, empiece para vos una epoca de amargura.

-No importa, respondió el anciano con voz resuelta; vuestra reserva excita mi curiosidad. Hablad, pues, y calmad mi impaciencia.

El caballero guardó silencio por algunos instantes, como si necesitase esta tregua para resolverse á acceder á la demanda de don Rodrigo; pero al ver que la ansiedad de éste iba en aumento, levantó la visera de su casco, y con acento conmovido, le dijo acercándose:

-¿Vuestra curiosidad está satisfecha?

-¡Cielo santo! exclamó D. Rodrigo postrándose á los pies del caballero.

-¿Me conoceis?

-Perdon, señor, perdon... murmuró sordamente el anciano.

-Alzad, noble caballero, estais perdonado.

-¡Oh! ¡ese perdon es funesto para mí! Teniais razon, señor; de hoy en adelante el recuerdo de esta noche será un cruel remordimiento que desgarrará mi pecho.

-Luego comprendeis...

-Sí, conozco que soy deudor de mi honra á un hombre á quien juré inmolar. ¡Fatal destino es el mio, señor! ¿Cómo podré ser fiel ahora á mi bando? ¡Oh! Matadme señor, matadme; sed generoso, añadió el anciano arrojándose á los pies de caballero. Salvadme del remordimiento que debe atormentarme desde esta noche. ¿No veis que he jurado defender la causa de vuestro enemigo y que no puedo separarme de ella? Ya veis, soy un traidor, un rebelde y merezco la muerte...

-Levantaos, don Rodrigo, dijo el caballero con emocion, no me engañé cuando creí ver en vos el último vástago de una raza que ya no existe. No, no privaré á Castilla de un caballero, cuyo nombre puede recordar con gloria algun dia. Seguid la senda que os habeis trazado, y no temais que intente separaros de ella. Un noble como vos, no puede abrazar en la vida mas que una sola causa. ¡Oh! Si todos hubieran seguido vuestras huellas, no seria hoy Castilla víctima de la guerra sangrienta que devora á sus hijos mas ilustres. ¿Qué importa que seais mi enemigo? ¿He de olvidar por eso la nobleza y la lealtad de vuestros sentimientos? Aprended á juzgarme, y no olvideis que el hombre á quien concede vuestro bando los instintos de la fiera, es mas noble, mas generoso que los que así le juzgan.

D Rodrigo, con una mirada triste y vacilante contempló por un instante el pálido semblante del caballero. Las palabras que acavaba de pronunciar, habian penetrado en su alma de una manera inexplicable. Aquella generosidad, que no podia concebir, le habia dejado absorto. Haciendo despues un ligero esfuerzo, y como si tratase de dominar la secreta agitacion que sentia en aquel instante, dijo con débil acento, aunque seguro.

-Señor, el vasallo rebelde solicita de vos una nueva gracia.

-Hablad.

-Jamás volverá á veros; su fin debe estar próximo, y quisiera llevar al sepulcro el consuelo de no ser aborrecido por el hombre generoso á quien debe el honor de su hija.

-Partid tranquilo, noble anciano, y olvidad como yo el recuerdo de esta noche. Quizá un dia vuelva á veros, y entonces os probaré que mi corazon no abriga ningun sentimiento que pueda inquietaros.

-¡Señor, vos venir á verme!... Es imposible...

-Vendré, don Rodrigo, para ver si habeis olvidado la fé jurada á los enemigos del reposo de Castilla.

Y el caballero separándose de don Rodrigo, se dirigió al encuentro de don Fernando Alfonso.

-D. Fernando, le dijo, montad á caballo.

-¿Partís ya?

-Sí, dentro de una hora, os esperaré mientras acompañais á doña Blanca á su Castillo.

Volviéndose despues á don Rodrigo, que le seguia con la cabeza inclinada sobre el pecho, y abismado en profundas meditaciones, le dijo.

-D. Rodrigo, este caballero os seguirá á vuestro castillo, para darme cuenta del estado de vuestra esposa. La desaparicion de su hija debió sumirla en la desesperacion, y quiero recibir el placer de que la traquilice en mi nombre, devolviendo á sus brazos el bien que tanto adora.

El anciano solo respondió con un ligero movimiento de cabeza.

-¡Ah! Olvidaba lo mas interesante, prosiguió el caballero acercándose al señor de Cabezon. D. Rodrigo, dijo con voz casi imperceptible, ese jóven adora á vuestra hija, y ha salido hoy de Valladolid con el solo objeto de anunciároslo. No puedo mandaros, ni tampoco debo rogaros... Sois dueño de hacer lo que gusteis.

Y sin cuidarse de la impresion qua estas palabras habian producido en el ánimo del anciano, se dirigió á la ermita; pero antes de llegar al umbral, don Rodrigo, recobrado ya de su asombro, exclamó con acento imperioso, dirigiéndose á los escuderos que rodeaban el asilo del ermitaño.

-Villanos, paso al rey don Pedro de Castilla.

Los escuderos al oir esta voz conocida, volvieron de repente la cabeza, y al descubrir delante de sí al caballero, se pusieron de hinojos por un movimiento instantáneo. El rey se detuvo un instante para contemplarlos en esta posicion, y luego volviéndose á don Rodrigo, que inclinado tambien profundamente imitaba el ejemplo de sus vasallos, le dijo.

-Gracias, don Rodrigo, gracias...

El acento con que pronunció estas palabras, penetró hasta el corazon del anciano.

-¡El infierno ha guiado hoy mis pasos! murmuró con triste acento. ¡Oh! ¡Si yo pudiera encontrar al miserable que me precipitó en estos lugares! Al menos tendria el placer de desahogar un instante el peso horrible que ha dejado en mi pecho el funesto encuentro de ese rey sin corona, proscripto en su patria como un bandido y á quien he calumniado tal vez, sin advertir que el destino habia de arrojarlo un dia en mi camino para admirar la grandeza de su alma.

Y don Rodrigo reclinando la cabeza sobre su pecho, quedó abismado en una profunda meditacion, que por un instante le hizo casi olvidar el lugar en que se hallaba.

-D. Rodrigo, dijo de repente, don Fernando Alfonso de Zamora, siguiendo á caballo al lado de doña Blanca, ved que os esperamos.

El anciano levantó vivamente la cabeza al oir aquella voz.

-¿Con que me esperais? dijo examinando al caballero con estraña curiosidad. ¡Oh! parece que estais impaciente, caballero.

-Ya veis, el rey me espera.

-Pues adelantaos con mi escudero, mientras yo reuno á nuestra gente.

D. Fernando no dió lugar á que le repitiese la órden. Caminar á solas un momento con la hermosa doña Blanca, y hablarla de su amor, era todo cuanto podia ambicionar el enamorado caballero.

El rey hacia ya largo rato que se hallaba en la ermita, conferenciando con el padre Anselmo, y aun D. Rodrigo permanecia á la puerta procurando explicarse á sí mismo su extraña aparicion á aquella hora en un parage tan solitario. El motivo que habia manifestado al despedirse, tan lejos de dejar satisfecho al anciano, solo sirvió para excitar su curiosidad, y ver en él solo un pretexto para ocultar el verdadero objeto de su venida, y en efecto, nada mas natural que la sorpresa de D. Rodrigo. Ocupado el rey en la guerra con el de Aragon y en exterminar á su nobleza, no podia concebirse que por complacer á D. Fernando Alfonso de Zamora, abandonase el teatro de la guerra cuando su presencia debia ser mas necesaria. Por otra parte ninguna mira política podia conducirle á aquellos lugares. En el radio de seis leguas no se conocia otro noble que el señor de Cabezon, y este enteramente adicto á la causa del conde D. Enrique, no tomaba parte en las discordias del reino y solo en secreto favorecia á los partidarios de aquel, si bien siempre dispuesto á abandonar los muros de su castillo, para volar en su socorro cuando fuese necesario. ¿Se llevaria por objeto el atraerle á su partido?¿Las preguntas que le habia dirigido no parecian confirmar esta idea?

Hallábase D. Rodrigo entregado á estas reflexiones, cuando fué interrumpido por uno de sus escuderos.

-Señor, le dijo, en este momento acabamos de sorprender á un hombre oculto detrás del árbol de la ermita, y como puede ser uno de los raptores de doña Blanca, he encargado á mis camaradas que le aprisionen, mientras vos no disponeis otra cosa.

-Adelantaos con él, y esperadme á la salida del bosque.

El escudero obedeció, y á poco rato se hallaba con sus compañeros frente á la cruz que separaba el camino de la ermita.

D. Rodrigo antes de reunirse con sus vasallos, recorrió á caballo las avenidas de la ermita, para saber si el rey habia venido solo con D. Fernando Alfonso y sus gentes para alguna emboscada; y viendo que todo permanecia tranquilo á su alrededor, se dirigió en busca de sus escuderos, cada vez mas confuso y admirado al advertir que D. Alfonso quedaba solo en la ermita sin mas compañia que un anciano, expuesto á ser sorprendido por alguna de las compañias de aventureros que ifestaban el pais, ó á ser vendido por los vasallos del señor de Cabezon.

-Esto es estraño, murmuraba el caballero pensativo ¡venir acompañado de D. Fernando Alfonso, y solo para hablarme del amor que este caballero profesa á mi hija... vamos, ó el rey está loco, ó yo soy el viejo mas desconfiado de todo el reino!

Y apresurando el paso de su caballo, poco tardó en hallarse al lado de sus vasallos.

-¿Qué sucede? dijo al verles reunidos en tumulto, y como preparados para una lucha.

-Señor, dijeron á una voz, este hombre quiere huir...

-¿Quién es ese hombre? Por Santiago que es noche de aventuras la que acaba de pasar. Vamos, acercaos malandrines ¿Por qué ese motin?

-Ved aquí el prisionero.

D. Rodrigo vió en efecto á un hombre que luchaba para desasirse de los brazos de los escuderos. La vigorosa resistencia que oponia, manifestaba un cuerpo nada afeminado, y acostumbrado sin dada á luchas tan desiguales.

-Soltadle, vive Dios, y que hable, si no le habeis cortado la lengua.

-¡Vil canalla! dijo el desconocido al verse libre, no lucirá el nuevo dia sin que hallais experimentado el rigor de mi venganza.

-Ola, ola, parece que habeis medido vuestras fuerzas con las de un buen caballero, dijo D. Rodrigo con aire zumbon. Y decidme, señores villanos, ¿por qué habeis detenido sin mi permiso á este caballero?

-Señor, dijo el mas osado, este hombre se hallaba oculto junto á la ermita, y sin duda alguna ha sido uno de los que se apoderaron de doña Blanca.

-Sí, recuerdo que poco há me hicisteis esa observacion. Y bien caballero, ¿qué respondeis? dijo á este.

-La verdad D. Rodrigo.

-Veamos, pues.

-Vuestros vasallos no os engañaron. Un caballero no miente jamás.

-Acercaos, dijo D. Rodrigo alargando el pescuezo para descubrir mejor al caballero, creo reconocer vuestra voz... sí, sí, no hay duda, sois...

-D. Lope Alvar de Rojas.

-Caballero, ¿no es verdad?

-Como vos.

-Cierto es, añadió el anciano con irónico acento. ¿Dejareis acaso do serlo por haber intentado robar á una dama?

-Sabiendo que vos habeis aborrecido á mi padre, creí que me negariais su mano, y...

-Por eso la robabais ¿no es cierto?

D. Lope inclinó la cabeza haciendo un gesto afirmativo.

-Pues esta hazaña, amigo D. Lope, prosiguió el anciano con el mismo acento irónico, es un nuevo blason que debeis unir á los que heredasteis de vuestro noble padre. Lástima es en verdad, que este buen caballero haya muerto, para que si pudiera contemplaros en este instante me ahorrara el trabajo de mostraros mi agradecimiento por la honra y merced que ibais á dispensar á mi familia. Y decidme, D. Lope, ¿conoceis los deberes de un buen caballero?

-D. Rodrigo, esa pregunta...

-Es muy oportuna, no lo dudeis. Responded pues, y con presteza, porque no quisiera detenerme mucho tiempo, y por grande que sea el placer que esperimento al veros á mi lado tan noble y tan leal como vuestro noble padre, mayor es el que me espera al lado de mi hija libre ya de vuestros cariñosos brazos. Estará impaciente sin duda por mi tardanza, y no debeis estrañarlo, como que espero me perdonareis esta falta al recordar que quien me obliga á cometerla, es una dama muy querida vuestra y admiradora como yo de vuestra sin par galanteria...

El acento frio é irónico del caballero, no podia tranquilizar de ningun modo á D. Lope y aun tuvo la suficiente osadia para responderle, con una nueva injuria.

-¿Quereis vengaros, D. Rodrigo? Pues bien, mandad á vuestros vasallos que se separen á un lado y nos batiremos.

-Teneis razon, es preciso que haya un combate. ¿Cuáles son vuestras armas?

-¡D. Rodrigo!

-Las mias, prosiguió el anciano sin advertir la llama que acababan de despedir los ojos de D. Lope, las mias no se han fabricado todavia; pero muy presto estarán aquí. ¡Hé, canallas! dijo á los escuderos, cortad cuatro ramas del bosque y traedlas al punto. Escojed las mas fuertes...

Los escuderos aterrados al ver la calma aparente de su señor, se apresuraron á obedecer, temerosos de que la terrible explosion que iba á estallar, descargase sobre ellos.

D. Lope, admirado de aquella órden singular, miró fijamente al anciano, como pidiendo una esplicacion, pero éste, como sino le hubiese comprendido, prosiguió:

-El combate será desigual, pero no debeis olvidar que como mas jóven, me llevareis mucha ventaja. Así, pues, preparaos ya y no temais; porque os juro, que mis golpes no serán mortíferos.

-Veo, D. Rodrigo, que abusais de vuestra posicion, dijo D. Lope esforzándose para aparecer tranquilo; y esto no es noble, en un caballero de tan altas prendas. Os estais burlando de mí y haceis mal, D. Rodrigo, porque el cielo me ha dotado de un carácter algo altanero y nada conciliador, que puede acarrearos algunos males.

-Ya sé que sois vengativo como vuestro noble padre, y que no perdonais la menor injuria. Por eso quiero borrar ahora la que hicisteis á mi linage, castigándoos como á un villano que sois.

-¡D. Rodrigo! exclamó el caballero rugiendo como el leon; no provoqueis mi saña...

-¡Villanos! dijo el anciano variando de tono y con un eco de voz que retumbó por un instante en aquella soledad; atad á éste miserable á la cruz, y apaleadle como á un esclavo.

-¡D. Rodrigo! ¡D. Rodrigo! Ved que soy un caballero y que la mancha que vais á imprimir en mi rostro solo puede borrarse con sangre.

-Descargad fuerte, dijo el señor de Cabezon á los escuderos que habian cortado las ramas para aquel duelo singular; vengaos si es posible en el cuerpo de ese villano, de los golpes que he descargado en el vuestro. No temais, su pellejo debe ser tan duro como la coraza que cubre su pecho.

Los escuderos no necesitaban las exhortaciones de su señor, para cumplir dignamente sus órdenes. La resistencia que al principio opusiera el caballero, habia cedido á los repetidos y vigorosos esfuerzos de tantos hombres reunidos. Derramando espumarajos de rabia, y jurando como un herege, se dejó atar despues de ver agotadas todas sus fuerzas.

-¡D. Rodrigo! dijo con desfallecida voz, matadme por lo que mas amais en el mundo, y no arrojeis sobre mí tal baldon.

-¿Y os acordabais de esa súplica cuando fraguabais la deshonra de mi hija?

-¡Oh! matadme, matadme, la muerte no me es tan odiosa como las manos de estos viles esclavos sobre mi cuerpo. ¿No veis que quedo para siempre deshonrado?

-No, no, el secreto de este castigo, quedará sepultado en el silencio de la noche. Yo os lo juro por la fé de caballero.

-¡Mentís! ¡Mentís! ¿Y esos hombres?...

-Estos hombres, se dejarán desollar como perros antes de que sus labios pronuncien una sola palabra de lo que pasa ahora entro los dos. Yo no quiero infamaros, D. Lope; debia hacerlo, pero soy noble y solo me limitaré á daros un castigo tan villano como la ofensa que ibais á hacer á mi linage.

-¡Oh! ¡qué espantoso suplicio! murmuró el caballero, dejando oir el crujido de sus dientes.

-Villanos, dijo el señor, de Cabezon, dadle algunos latigazos, y soltadle.

Los escuderos, despues de haber aplicado algunos golpes al mísero caballero, se disponian á abreviar el castigo, haciendo girar las ramas que habian cortado sobre sus espaldas, con mas rigor sin duda del que aconsejaba su señor, pero un rumor cercano que percibieron á su lado, les obligó á suspender de pronto el castigo, temerosos de ser sorprendidos por algunos amigos ó vasallos del caballero.

D. Rodrigo, olvidando por un instante á su enemigo, se dirigió á la entrada del camino que conducia al castillo, para reconocer á los importunos que venian á interrumpir el castigo que estaba imponiendo al caballero, y no tardó en descubrir á su hija acompañada de D. Fernando Alfonso de Zamora, y del escudero. Alarmados por la tardanza del anciano, y confusa doña Blanca al verse casi sola con el apasionado D. Fernando, habia dado órden á este para emprender la vuelta, no sabemos si con el deseo de caminar mas tiempo á su lado, ó por desvanecer un ligero escrúpulo.

-¿Qué haceis aquí, señor? preguntó la dama admirada ¿por qué esta detencion?

-Mi buena estrella, respondió D. Rodrigo, me ha reunido esta noche con tu raptor, y antes de despedirnos, me pareció que debia darle una muestra de mi agradecimiento por la señalada honra que queria dispensarte.

-¿Qué?... habeis osado tal vez... dijo D. Fernando tendiendo su vista á los lados para descubrir al prisionero.

-No os alarmeis, caballero; solo he mandado aplicarle algunos latigazos como pudiera hacerlo con uno de mis perros.

-¿De esa manera, viejo cobarde, cumples la promesa que acabas de otorgarme? esclamó D. Lope, rechinando los dientes de desesperacion.

-D. Lope, las promesas que se otorgan á un villano, son como las hojas que arrebata el viento...

-Es decir... repuso D. Lope.

-Que quiero veros humillado y cubierto de oprobio como estais ahora, dijo D. Rodrigo interrumpiéndole con un gesto terrible.

-¡Oh! ¡que mengua! murmuró el caballero con sordo acento cubriéndose el rostro con las manos.

-D. Rodrigo, dijo de repente D. Fernando Alfonso de Zamora, el castigo que acabais de imponer á este caballero...

-D. Fernando, interrumpió el viejo enojado, recojed la lengua y no os entrometais en lo que no os pertenece.

-D. Rodrigo, jamás puedo olvidar el deber de un caballero, y el mio en este momento es protestar contra el ultrage que habeis hecho á D. Lope, ya que el respeto que me inspiran vuestras canas no me permite daros otra respuesta.

-Osado sois á fé mia, y si manejais la espada como la lengua, no dudo que sereis un valiente caballero.

-D. Rodrigo, permitidme el silencio. El respeto que os profeso, pone un nudo en mi garganta.

-¿Quereis que os lo descorra?

-¡D. Rodrigo! ¿Olvidais el nombre augusto que represento en este lugar?

-Teneis razon, dijo el viejo variando de tono repentinamente, perdonad los caprichos de un anciano encanecido ya en la guerra, y acostumbrado á ser siempre obedecido. D. Fernando, prosiguió tendiendo una mano al jóven que este apretó entre las suyas con respeto, me place vuestra hidalguia; sois todo un caballero, y la defensa que acabais de tomar, ofrece una alta idea de vuestras nobles prendas. Y como no puedo negar que habeis obrado con la lealtad de un castellano honrado al defender á ese miserable, sed tambien tolerante y no me censureis por haber impuesto un castigo infamante al que intentaba cubrirme de oprobio.

-D. Rodrigo, un hombre como vos, no sabe castigar. Alarga su diestra y perdona.

-D. Fernando, hay injurias que el caballero no debe perdonar.

-D. Rodrigo, hay castigos que el caballero no debe imponer.

-¡Extraño contraste! murmuró el anciano: no podemos entendernos, contradecís mis palabras como todavia no lo hizo ningun hombre, y sin embargo, héme aquí tranquilo, y dispuesto á perdonaros esta ofensa.

-Nunca hay ofensa, D. Rodrigo, cuando se dice la verdad.

-Testarudo sois, á fé mia. ¿Por qué censurais, lo que vos hariais en mi lugar?

-Perdonad, D. Rodrigo, yo jamás olvido lo que se debe á un caballero.

-Es decir, que no dariais un castigo de villanos, á un caballero que dejó de serlo.

-Desnudaria mi espada, y se uniria con la suya en lucha igual.

-¿Y si lograba heriros?

-D. Rodrigo, dejaos de ociosas preguntas y permitid que devuelva la libertad á D. Lope.

Y acercándose á la cruz, desató al caballero, ayudándole á ponerse en pié. El castigo de los escuderos habia magullado su cuerpo, de tal modo, que apenas podia conservar el equilibrio.

-D. Rodrigo, dijo el generoso D. Fernando, permitid que uno de vuestros escuderos ofrezca un caballo á D. Lope.

-D. Fernando, mas acertado seria que le diéseis el vuestro ya que tan galante con él os mostrais.

-Teneis razon, perdonad, no se me habia ocurrido esa idea.

D. Rodrigo contrariado y confuso al advertir cómo el caballero se deshacia de su caballo para ofrecérselo á su rival, se acercó á su hija, para no contemplar indiferente aquella escena.

-D. Fernando, dijo su rival al verse á caballo, aunque no habeis podido evitar el castigo humillante que he sufrido, procurásteis hacerlo menos doloroso con la generosidad de un leal adversario. Por esto os quedo muy reconocido; y como conozco que el mejor medio de demostrároslo, es señalándoos el parage y la hora, en que podeis encontrarme, os diré que mañana hasta las seis de la tarde, esperaré en mi castillo de Rojas, por si teneis la galanteria de buscarme.

-No puedo otorgaros promesa formal, mientras acompañe al rey; pero, en el momento que su servicio nos separe, procuraré veros en vuestro castillo, ó donde me conduzca el deseo de corresponder dignamente á vuestra honrosa invitacion.

-Gracias, D. Fernando, gracias, hé aquí mi mano.

-Tomad la mia.

D. Lope tendió la suya, y D. Fernando, aunque con repugnancia, la tocó ligeramente. Habia en esta muda señal de un mentido afecto, una elocuencia misteriosa que hizo estremecer á los dos.

D. Lope saludando ligeramente á su rival, se acercó al señor de Cabezon.

-D. Rodrigo, le dijo con un eco de voz que hizo estremecer á todos los circunstantes: el infierno ha desplomado hoy todas sus iras sobre vuestra cabeza. Sí, porque Dios no pudo inspiraros la idea de ofender tan horriblemente á un hombre, que ya no puede bajar al sepulcro, sin haberos hecho sufrir antes los tormentos del infierno. Habeis empeñado conmigo una lucha, que solo debe terminar con la muerte de uno de los dos: pero... ¡ay de vos, desventurado anciano, si soy el vencedor! Preferible seria mil veces que os diéseis la muerte. Si amais á vuestra esposa y á vuestra hija, hacedlo, desventurado, os lo ruego; y así me salvareis de la horrorosa mision que de hoy en adelante guiara mis pasos.

Dicho esto, pegó un espolazo al caballo, y con la rapidez del relámpago se alejó del valle, despidiendo un juramento horrible que hizo estremecer á la tierra de espanto.

-¡Habeis labrado en un instante la desdicha de vuestra hija!

-¡Dios mio! ¡Qué horrible imprecacion! exclamó doña Blanca aterrada. ¡Oh! ¡Padre mio! ¡Qué habeis hecho! ¡Desventurado!

Y reclinando la cabeza sobre su pecho, despidió un gemido lastimero, que hizo estremecer á D. Fernando sobre su caballo.

-¡Dios mio! murmuró éste elevando sus ojos al cielo. ¡Será un presentimiento!...

Un cuarto de hora despues descansaban los viajeros en el castillo de Cabezon.

- III -

Sobre la cúspide del cerro de Altamira, se descubria á mediados del siglo XIV el soberbio castillo de Cabezon, con sus torres, sus almenas y sus fosos. Habia sido edificado por el primer señor de Cabezon, cuando la invasion sarracena, con la solidez que aun se admira hoy, en la mayor parte de las obras de aquella época, y de la que todavia se conservan algunos restos al examinar sus ruinas.

Las murallas que le rodeaban, de una inmensa altura, revelaban el pensamiento del que habia dirigido la obra desde su origen.

En efecto, era imposible que en una sola fortaleza pudieran reunirse tantos medios de defensa, como se habian empleado en el castillo de Cabezon. Sus cuatro torres dominando todo el valle, servian de atalayas en un radio de ocho leguas, y en un largo asedio, podian defender á los habitantes del castillo en el espacio de dos meses, aun cuando estuviese ocupado el resto del edificio por los sitiadores. El primer señor de Cabezon, con una prevision harto comun en los nobles de aquella época, habia calculado que un dia se veria obligado á sostener un sitio formal, con algun rival poderoso, y para ponerse á cubierto de una sorpresa, en lugar de ocuparse de la defensa de los primeros departamentos del castillo, se habia fijado en las torres como último punto de defensa, y tal vez el mas seguro.

Estas torres que aun hoy se elevan orgullosas sobre las ruinas del castillo, formaban cuatro departamentos separados, con el número suficiente de aposentos, para alojar hasta una compañia de hombres de armas en cada uno. Los muebles que le servian de adorno, solo consistian en una hilera de tarimas embutidas en la pared, algunas máquinas de armas de todas clases y otros efectos de guerra.

Otra de las defensas mas principales de este castillo, tal vez la mas importante, consistia en los bosques espesos que le rodeaban, y en la escabrosidad del terreno; haciéndole inaccesible aun á los sitiadores mas inteligentes, como que en todo el pais se sabia por tradicion, que algunas veces se habia intentado su conquista infructuosamente. De todas las fortalezas del pais, era la única donde los sectarios del profeta no habian podido fijar su media luna, ni menos las huestes del rey D. Pedro, en guerra entonces con don Alfonso XI de Aragon y D. Enrique de Trastamara.

Los albores de la aurora largo rato hacia que brillaban en el horizonte, y solo una ligera brisa, fria y helada como el rocio de la noche, agitando suavemente los árboles del bosque, interrumpia silenciosa la calma que se disfrutaba en el valle. A esta hora matutina, un caballero, procurando contener la violenta carrera de su caballo, se dirigia al castillo de Cabezon, envuelto todavia en una espesa niebla que la aurora iba disipando. Despues de cruzar el puente de la villa, y dejar á un lado el Pisuerga, siguió con menos ligereza el camino abierto en el monte, y que no sin gran riesgo llevaba al viajero, al castillo de Cabezon. Corta era ya la distancia que le separaba, cuando se vió detenido por una voz robusta, que dominando el espacio, le gritó:

-Deteneos, caballero, deteneos.

-Quieto estoy, dijo este haciendo un gesto desagradable, y conteniendo á su caballo por las riendas, mientras que con la vista trataba de descubrir á su interlocutor.

-¿Quién sois? preguntó este mostrando su cabeza cubierta de hierro, en lo más alto del primer torreon del castillo.

-¿Quién soy? repitió el caballero, dirigiendo la vista á la torre. ¿Y por qué lo preguntais?

-Perdonad, caballero; este castillo se halla amenazado de una sorpresa; y para conjurarla, tomamos estas precauciones. Así, no dejeis de responder si venís á visitarlo.

-¡Sois cortés, buen escudero, y no lo olvidaré! Decid al señor de Cabezon, que á la puerta de su castillo espera D. Fernando Alfonso de Zamora.

-Concededme un instante, y no tardaré en bajaros el puente.

Diciendo esto, el escudero hizo sonar una trompa, cuyos ecos retumbantes se repitieron por largo espacio en la llanura. Un minuto despues, se hallaba rodeado de algunos hombres de armas.

-¿Qué ocurre? preguntaron á una voz.

-Decid á D. Rodrigo, que acaba de llegar D. Fernando Alfonso de Zamora, y pide que se le admita en el castillo.

El señor de Cabezon acababa en aquel momento de abandonar su lecho, y se disponia á pasar á la cámara de su esposa, cuando el sonido de la trompa le obligó á volver á su aposento. Abriendo entonces una ventana, tendió la vista al rededor para descubrir al importuno que á aquella hora venia á interrumpir la soledad de su castillo.

D. Fernando, inmóvil en el lugar en que se le habia mandado hacer alto, tan pronto como le descubrió en la ventana, levantó la cabeza vivamente, y con una sonrisa burlona, le dijo.

-¿Qué sucede, D. Rodrigo? ¿Estais en guerra con vuestros vasallos, ó haceis preparativos para combatir al rey?

-¡Sois vos, D. Fernando! dijo el viejo en extremo alborozado. ¡Oh! subid, subid al punto: Hé... malandrines... proseguió dirigiéndose á los escuderos que se habian agolpado á las torres; volved á vuestros aposentos, y bajad el puente.

D. Fernando, habiendose acercado al castillo, se apeó ligeramente, y entregando su caballo á un escudero, penetró en el edificio con tanta soltura, como si le fuesen familiares los cuatro departamentos de que se componia; pero al llegar al primero de la derecha, vió que se hallaba cerrado por una doble puerta de roble, y de un trabajo admirado. Contrariado, y algun tanto confuso, se dirigió al departamento de la izquierda, y al llegar á la puerta, descubrió en el umbral al señor de Cabezon.

-Venid, venid, mi leal amigo, dijo tomándole una mano, y apretandosela cordialmente, llegais á tiempo para acompañarnos en el desayuno. Supongo que tomareis con nosotros algun refrigerio.

-Como querais, D. Rodrigo; me tendreis á vuestro lado hasta la tarde.

-¿Partís tan presto?

-Es preciso; el rey me espera.

-¡El rey! murmuró el caballero variando de expresion.

-Sí, el rey D. Alfonso, en su nombre vengo á hablaros.

-¡Extraño encargo! dijo el viejo pensativo.

Y cojiendo de una mano al caballero, añadió:

-Venid al aposento de mi esposa, ya me hablareis...

-Escuchad, D. Rodrigo, antes de saludar á las damas, quisiera hablaros un instante.

-Despues os escucharé; ahora permitid que os introduzca en su aposento.

-Ved que es un encargo del rey...

-Bien, bien, ya me lo comunicareis.

Y sin dar lugar á otra respuesta, empujó suavemente la puerta, y acompañado del caballero, entró en el aposento. Hallábase este adornado con el gusto exquisito que exigia la época. Grandes cortinajes de damasco adornaban las ventanas; sus pliegues ondulantes dejaban paso á los rayos del sol. Algunos cuadros de tamaño natural que representaban á los descendientes del señor de Cabezon, cubrian de lleno las paredes, y en el fondo se descubria el de D. Rodrigo, armado de punta en blanco, y con una mano fija en el escudo de armas que la mano hábil de un célebre artista habia esculpido sobre la puerta. El suelo adornado de una preciosa alfombra que ocupaba todo el aposento, ofrecia una perspectiva risueña y sorprendente contribuyendo á darle mas realce los magníficos espejos de Venecia, colocados en los extremos, y algunos sillones de terciopelo carmesí distribuidos en desórden por el aposento.

D. Fernando, despues de examinar ligeramente el aposento, fijó su vista en la señora del castillo, sentada muellemente en un sillon al lado de su hija. Hallábase esta tan atareada en componer uno de los rizos de la negra cabellera de su madre que no advirtió la presencia de su padre hasta que anunció á D. Fernando.

-Beatriz, dijo llevándole aun de la mano: os presento á D. Fernando Alfonso de Zamora.

El jóven habia retrocedido un paso no atreviendose á interrumpir la tarea de su amada. Embelesado al contemplarla tan bella en aquella actitud, casi habia olvidado la presencia de su guia. La voz de este vino á sacarle de su extasis. Haciendo entonces un ligero movimiento separó su vista del grupo que formaban las dos damas, y dando un paso, fijó en la madre de Blanca una rápida mirada, en que el observador menos profundo, hubiera creido advertir algo de admiracion. En efecto, no podia examinarse friamente á la esposa de D. Rodrigo. Algo de sobrehumano parecia encubrir aquel rostro angelical.

Una larga cabellera de un negro reluciente adornaba sus hombros, cubiertas en parte con una ligera gasa trasparente á través de la que resaltaba la blancura alabastrina de su cutis. Sus ojos lánguidos, adornados de largas pestañas negras, despedian en aquel instante un pálido fulgor que hubiera quizá impresionado el corazon ardiente del jóven D. Fernando, si de él no hubiese sido dueño mucho tiempo hacia la hermosa doña Blanca.

Era de mediana estatura, su cuerpo esbelto reclinado lánguidamente sobre el sillon, dibujaba el talle de una sílfide; sus manos de nieve coronadas de sonrosadas uñas, jugueteaban con los cabellos ondulantes de su hija, mientras ella arreglaba los rizos de la suya. De vez en cuando al sentir el contacto de la mano de Blanca sobre su cabeza, dejaba asomar á sus labios una dulce sonrisa, mostrando dos hileras de perlas que hubieran dado celos á una diosa del Olimpo. El aspecto y la languidez de esta muger, imprimian en sus movimientos un carácter tierno y simpático, que contrastaba singularmente con la expresion viva y risueña que de ordinario brillala en el semblante de su hija. No contando con la viveza encantadora de esta, y la muelle languidez de aquella, cualquiera al examinarlas, no hubiera vacilado en saludarlas como á dos hermanas cariñosas. Y sin embargo, los vínculos que las unian eran mas extrechos. Blanca poseia toda la belleza de su madre, pero que su edad hacia brillar con mas explendor, y no obstante de aparecer aquella con tan tierno nombre, nadie á primera vista se lo hubiera prodigado, temeroso de hacerla un agravio.

Confuso D. Fernando al admirar tanta belleza, permaneció inmóvil delante de la esposa de D. Rodrigo, despues de hacer un saludo, que esta recibió con una benévola sonrisa.

-¿Qué feliz estrella os ha conducido hasta estos lugares? exclamó la hermosa castellana mirando dulcemente al caballero.

-Perdonad, he sido un indiscreto, en seguir hasta aquí á vuestro esposo. El estado en que os encuentro...

-¿Os inspira algun temor? dijo interrumpiéndole con la misma sonrisa. Poco galante sois, D. Fernando; mi cabellera podria asustaros, pero no debais decirlo...

-Señora, en este estado, quisiera contemplaros siempre de hinojos.

Y el jóven lanzó una mirada centellante, que la castellana apagó de repente con una sonrisa glacial.

-Blanca, dijo vivamente, recoje presto mis cabellos, y vos, caballero, podeis tomar asiento á nuestro lado.

-Beatriz, dijo vivamente el señor de Cabezon: no creí hallaros en este estado; mientras acabais vuestro tocado, llevaré á D. Fernando, para que conozca el castillo.

-Id, D. Rodrigo, pero no le detengais mucho tiempo.

-Presto estaremos aquí de vuelta.

D. Fernando saludó profundamente á las dos damas, y despues de hacer un signo cariñoso á doña Blanca, salió del aposento en pos del viejo D. Rodrigo. Celoso este hasta de su sombra, se habia turbado algun tanto, al descubrir las miradas que el jóven habia dirigido á su esposa. Y juzgando que su vista en aquella actitud debia alarmar á otro hombre menos impresionable, creyó mas acertado hacerle salir del aposento, mientras las dos damas no terminaban su tocado. Al llegar al primer corredor, le dijo:

-Si gustais, mientras las damas se preparan para el desayuno, podeis participarme el encargo del rey.

El jóven turbado todavia tardó algun tiempo en responder. Antes debia reponerse de la extraña sensacion que habia experimentado á la vista de las dos damas mas hermosas de Castilla, en la situacion mas interesante que podia imajinar allá en sus sueños de amor y ventura. Recobrado ya algun tanto, respondió:

-D. Rodrigo, vos recordareis sin duda, aquella noche, que vuestra hija estuvo en peligro de ser arrebatada de vuestro lado...

-Sí, hace dos meses.

-¿Olvidásteis el encargo que entonces os hizo el rey?

-No por cierto: me dijo que vos amábais á Blanca, y que no lo olvidase.

-¿Y nada añadió?

-Creo que mostró algun interés por vos, y...

-¿No os recomendó mi amor?

-Sí, no puedo negarlo.

-Luego vos...

-Proseguid.

-Si yo os dijese ahora, D. Rodrigo, amo á vuestra hija, y quiero ser su esposo, ¿qué responderiais?

-Es ese el encargo del rey.

-Sí, me ha mandado haceros esa pregunta.

El viejo reflexionó un instante, y luego acercándose con el jóven á la muralla que rodeaba el castillo, le dijo:

-¿Amais á Blanca?

-Como los ángeles aman al Criador.

-Y ella...

-Cifra toda su ventura en llamarse mi esposa.

-En este caso...

-Dareis vuestro consentimiento.

-Antes tengo mucho que hablaros, y dado que ahora podais escucharme.

-Oh, hablad, no temais; escucharé lo que querais.

-Pues bien, seguidme.

Y D. Rodrigo, abandonando la muralla, se internó en el primer corredor seguido de D. Fernando, despues de dejar á un lado varias habitaciones, subió algunos escalones con ligero paso: y haciendo una señal á su compañero para que se detuviese, abrió una puerta casi imperceptible por una inmensa cortina de damasco y entró en su aposento. Hallábase este adornado con bastante lujo, aun cuando la mayor parte de sus adornos consistian en escudos de armas, y retratos de familia.

D. Rodrigo, al entrar, indicó al caballero que tomase asiento en un precioso sillon que le presentó, y luego acomodándose en otro mas modesto, le dijo:

-Ahora que estamos solos, podeis repetir vuestra demanda.

D. Fernando despues de acomodarse en el sillon, y de dirigir al rededor una furtiva mirada para asegurarse de que ningun importuno les escuchaba, dijo al anciano.

-No os repetiré la historia del amor que profeso á vuestra hija, porque no creo pueda interesaros ahora.

-Teneis razon, solo deseo saber en qué lugar habeis conocido á Blanca. Jamás os he visto antes de aquella noche, en que tuvisteis la fortuna de salvarla, y creo haber descubierto entonces que ya la amabais hacia algun tiempo.

-Cierto es, D. Rodrigo, la he amado desde el primer dia que apareció á mi vista, en el convento de santa Clara de Valladolid.

-¡Ola! parece que no sois muy excrupuloso en cuestiones de amor. ¿Y cómo diablos pudisteis hablarla estando encerrada?

-Vos sin duda ignorais que los enamorados poseemos un lenguage mas elocuente que las palabras.

-Os comprendo, jóven, hablábais con los ojos. ¿No es cierto?

El jóven hizo un signo afirmativo.

-Y Blanca, ¿respondia? añadió con maliciosa sonrisa.

-No puedo negarlo.

D. Rodrigo guardó silencio por un instante, mientras que don Fernando admirado de aquel extraño interrogatorio, se disponia á hacer de nuevo su demanda.

-Ahora, D. Fernando, ¿me explicareis la intervencion del rey en este asunto? ¿Hay en ello algun secreto?

-Ninguno que vos no podais conocer. D. Alfonso me ama; dice que soy uno de sus partidarios mas fieles, y al sabor un dia que amaba á vuestra hija, resolvió aprovechar la primera ocasion favorable, para rogaros que no violentaseis su inclinacion, y que en lugar de enlazarla con un noble adipto á la causa del señor de Trastamara, de quien no podia estar apasionada; uniese su mano á la mia para hacerla dichosa. Tal ha sido, D. Rodrigo, el objeto que impulsó al rey á pasar desde Valladolid á Cabezon la noche en que fué arrebatada vuestra hija por los escuderos de D. Lope Alvar de Rojas.

-Verosimil es vuestra relacion, D. Fernando; pero me admiro de que el rey teniendo empeñada la guerra con el aragonés, abandonase á sus soldados para favorecer los amores de uno de sus partidarios. ¿No os parece muy extraño, D. Fernando?

-Veo, D. Rodrigo, que sospechais de la venida del rey, y siento deciros que vuestra sospecha es infundada.

-¿No podia guiarle tambien otro objeto de mas cuantia? Vamos, no me lo oculteis.

-D. Rodrigo, os juro que el rey hizo un viaje solo por complacerme.

-Me parece que estoy mejor informado que vos, y eso que no soy su partidario, dijo el viejo con extraña sonrisa.

-Hablad, D. Rodrigo; pronto estoy á demostraros que de mis labios solo sale la verdad.

-¿No venia dispuesto el rey á conocer los proyectos del señor de Cabezon?

-No, solo por curiosidad habia resuelto preguntar si le érais adipto.

-Vamos, ya vais confesando que no solo vuestros amores le obligaron á venir á Cabezon.

-D. Rodrigo, un caballero jamás se retracta. Os he dicho que el rey D. Pedro no traia ningun proyecto encubierto y sentiré que me obligueis á repetirlo otra vez.

-No os enojeis así, D. Fernando, ved que soy el padre de Blanca.

-D. Rodrigo, el deber me manda ahora defender al rey, y lo haré aun cuando me negueis la mano de vuestra hija.

-Vuestro amor en ese caso debe ser muy pasagero, cuando por un ligero excrúpulo quereis aventurarlo.

-Es que defiendo al rey D. Pedro mi bienhechor, y antes que él, no hay para mí amor, ni otro sentimiento que pueda hacérmelo olvidar.

El semblante del jóven al pronunciar estas palabras, se revistió de una expresion tierna y melancólica, y sus ojos de un negro reluciente, se animaron con un fuego extraordinario. Las dudas que el anciano habia concebido, no pudieron menos de desvanecerse al ver la expresion de la verdad en el rostro del caballero, y el amargo sentimiento de verse contrariado.

-D. Fernando, dijo lentamente como si pesase cada una de sus palabras, ya que os enojan mis sospechas, las guardaré para mí solo, y solo me ocuparé de vuestra demanda.

-Haced lo que gusteis, D. Rodrigo, sois dueño de pensar á vuestro antojo; solo os suplico que no dudeis de mis palabras, porque es una ofensa que no merezco de vos.

-Bien, dejemos este asunto por demás molesto, y hablemos de lo que tanto os interesa. ¿Decís que el rey apoya vuestra demanda?

-¿No lo recordais? Si no me engaño, creo que él mismo os lo ha indicado antes de ver al ermitaño.

-Sí, pero lo hizo de una manera algo extraña. Me parece que en lugar de encargarme que aceptase vuestra mano para Blanca, solo se limitó á manifestar el deseo de que se verificase esta union.

-¿Y no os satisface, D. Rodrigo?

-Si en ello tuviese el interés que vos suponeis, hubiera empleado su autoridad real...

-D. Rodrigo, ¿olvidais que antes de reconocerlo, le habiais hablado de vuestra adhesion á la causa de D. Enrique?

-¡Y bien! ¿Era este un obstáculo para que su voluntad dejase de ser acatada?

-D. Pedro cuando manda quiere al punto ser obedecido, y cualquier escusa suele castigarla con rigor. Sabiendo que vos perteneciais á su enemigo, dudó que le obedeciéseis, y para evitar el castigo de vuestra desobediencia, creyó que solo debia mostraros su deseo, dejándoos en completa libertad de hacer lo que gustáseis.

-Razonais, á fé mia, como un hombre de letras. Acabais de explicar el deseo del rey, como queria que lo comprendiéseis.

D. Fernando algun tanto turbado, no se atrevió á responder. El anciano prosiguió.

-Ahora que podemos entendernos, contestaré á vuestra demanda. ¿Sabeis D. Fernando, que he jurado defender la causa del conde D. Enrique?

-Sí, proseguid.

-¿El amor que profesais á mi hija, puede obligaros á abandonar la del rey?

-Jamás.

-No quiero aconsejároslo, porque si lo hiciéseis, nunca seriais el esposo de doña Blanca.

-Gracias, D. Rodrigo; sois un castellano honrado.

D. Fernando al pronunciar estas palabras, se habia puesto pálido. Un funesto presentimiento que acababa de herir su imajinacion, le hizo vacilar en su asiento, y fijar en el viejo una mirada triste y apagada.

-Ahora bien, D. Fernando, si el honor y el deber os mandan seguir el partido del rey, ¿quereis que yo abandone el de su enemigo, para que seais el esposo de mi hija?

-D. Rodrigo, no puedo exigiros ese sacrificio.

-¿Y luego, qué esperais? ¿Quereis combatir un dia con el padre de vuestra esposa? Reflexionad, D. Fernando: yo admiro en vos las mismas prendas, que adornan á mi hijo D. Alvaro; como él sois uno de los caballeros mas ilustres del reino; mi gloria y mi ventura llegarian á su colmo, si pudiera estrecharos entre mis brazos, para saludaros con el dulce nombre de hijo, porque he sondeado vuestra alma, y creo que el cielo no puede conceder á mi hija un esposo que la haga feliz, como sin duda vos la hariais. Empero he recordado que las funestas disensiones del reino, pueden colocarme un dia frente á vos con la espada en la mano para mataros como á enemigo de mi bando, y que mi hijo celoso partidario de D. Rodrigo, no podrá tender su diestra, á un amigo predilecto del que llaman tirano de Castilla. Lamentando, pues, el invencible obstáculo que nos separa, solo me resta pediros una gracia. Quisiera que no desechaseis la amistad de un viejo como yo, encanecido en la guerra, y que en lugar de culparme por la dolorosa respuesta que doy á vuestra honrosa demanda, me alargeis vuestra mano, olvidando si es posible que habeis amado un dia á mi hija.

D. Rodrigo pronunció con acento conmovido estas palabras, y como si tratase de desvanecer la dolorosa impresion que acababan de producir en su ánimo, le apretó la mano cordialmente despues de considerarle en silencio por algunos instantes, con una solicitud casi paternal.

-D. Rodrigo, dijo el jóven procurando ocultar su emocion; debo antes de todo, mostrarme reconocido á los elogios que acabais de prodigarme. Soy en efecto un castellano leal, adipto á mi rey, é incapaz de seguir la senda traidora de los que olvidaron sus juramentos; pero de ningun modo, puedo revestirme de los títulos gloriosos que Castilla ha concedido á las altas prendas de vuestro hijo D. Alvaro. He procurado seguir siempre sus huellas, pero conozco que todavia no he llegado á la posicion en que le han colocado. Sin embargo, no olvidando esta superioridad, he creido que vos, á pesar de haberle servido de modelo, no me negariais la mano de vuestra hija, y esto aun conociendo la funesta division que nos separa. Será un error, D. Rodrigo; pero yo no veo ese obstáculo que tanto os desalienta. ¿No podeis vos defender al conde D. Enrique, sin que yo falte al juramento que me liga á la causa de su hermano? Decís que la suerte de las armas puede reunirnos en el campo de batalla, pero si el destino lo dispusiese así, el primero que lo advirtiese, haria retroceder á su caballo, sin que nadie pudiese llamarle cobarde. ¿No conoceis á muchos hermanos que se han visto en una situacion semejante? ¿Cuántos hijos no han tenido que retroceder á la vista de sus padres? ¿Y por eso han sido acusados de traidores? Nada de eso, amigos y enemigos, todos les respetaron lamentando al mismo tiempo el destino de la infortunada Castilla, y la fiebre sanguinaria que se ha apoderado de la mayor parte de sus hijos. En cuanto á D. Alvaro, es tan noble y tan generoso, que no vacilara en llamar hermano, al que un dia tuvo la dicha de salvar á doña Blanca, de un peligro en que hubiera quizá sucumbido victima de la saña de un noble villano.

-D. Fernando, razonais bien, y no lo extraño, porque al fin estais enamorado y en una situacion semejante, cuando se trata de conseguir el objeto de nuestro amor, la imajinacion presta grandes recursos, por mas que la inteligencia sea harto limitada. Empero yo que soy viejo y que no entiendo ya de amores ni galanteos, no quiero participar de vuestra opinion, ni creo podais sostenerla con conviccion. Os aconsejo, pues, que no aguceis el injenio para defender lo que vos no aprobariais en otra ocasion.

-Permitid que os interrumpa, dijo D. Fernando vivamente. Vuestras palabras me ofenden, yo jamás sostengo lo que no me dicta la conciencia; no lo olvideis, D. Rodrigo.

-Pues bien; entonces diré que la pasion os alucina, y que veis un acontecimiento natural, donde debiais hallar un crímen.

-Un crímen, D. Rodrigo.

-Sí, vos no recordais el ciego frenesí que de nosotros se apodera en el ardor de la pelea, porque de otra suerte no hubiérais considerado con tanta frialdad el obstáculo invencible que os dí á conocer. En el furor de la pelea ¿sabeis si D. Rodrigo reconoceria al esposo de su hija? Y vos, al descargar vuestros golpes de muerte sobre los partidarios de D. Enrique, y al ver tendidos algunos á vuestros pies, ¿podriais distinguir entre ellos al padre de Blanca? ¿Qué divisa nos daria á conocer? ¿Os atreveriais á proponerla? Sí: vuestra mirada me lo indica; pero en una noche oscura, y en el ardor del combate, ¿de qué serviria esa señal? ¿Podriamos reconocerla? Imposible, D. Fernando. No os alucineis tan presto y creedme; siento como vos no poder desvanecer ese obstáculo; pero si reflexionais un momento, no dejareis de conocer que es insuperable.

-Veo que despreciais mi demanda, dijo D. Fernando con amargura levantándose del sillon é inclinándose levemente delante de don Rodrigo.

-Por Santiago, que sois testarudo en demasia: sentaos, vive Cristo, y escuchadme.

Diciendo esto, obligó al jóven á que tomase asiento; y luego, con una sonrisa entre amarga y risueña, le dijo:

-¿Por qué despues de lo que os dicho, suponeis que desprecio vuestra demanda?

-¿Y qué debo pensar, cuando no me concedeis siquiera una esperanza?

-Vive Dios, que no puedo concebir semejante esperanza.

-¿No puede dejar de existir el obstáculo en que se funda esa negativa?

-Explicádmelo, si gustais.

-¿Os parece que la contienda que hoy se agita en Castilla, no tendrá término algun dia?

-Sí por cierto.

-¡Y bien! ¿No podiais reservar la respuesta á mi demanda para cuando llegue ese dia?

El viejo guardó silencio, sin duda para reflexionar un instante en la esperanza que reclamaba el enamorado D. Fernando.

-O si la guerra dura algunos años, ¿quereis que mi hija espere la vejez para daros su arrugada mano? Vamos, no estais en vos, don Fernando.

-Os repito, D. Rodrigo; no habeis recibido con agrado mi demanda.

-Y vuelta al mismo tema! dijo D. Rodrigo haciendo un gesto de impaciencia. ¿Cómo diablos he de probaros que sois el caballero que mas convenia á mi hija?

-Y entonces, ¿por qué me privais de esa débil esperanza?

-Pero decidme, testarudo. Si antes de terminar la guerra se presenta un partido brillante para mi hija, ¿quereis que lo desprecie hasta que vos, viejo decrépito, vengais á pedírmela por esposa?

-Segun eso, ¿creeis que la guerra jamás terminará?

-Yo creo que durará tanto como los dos monarcas; y como ambos casi son de vuestra edad, debo suponer racionalmente que vivireis los mismos años con alguna diferencia, y que siempre combatireis por la misma causa.

-Pues bien, D. Rodrigo, prometedme no violentar á doña Blanca, y consentiré que no desecheis el partido que para ella se os presente.

-Veamos: sin duda pensais alucinarla tambien para que cometa la torpeza de morir doncella. Por el cielo, D. Fernando, sed mas considerado, y no priveis á una dama hermosa de la dicha matrimonial que la espera.

-Pues bien, D. Rodrigo, me someto á todo lo que querais, dijo D. Fernando con acento desesperado; no alucinaré á vuestra hija: partiré hoy mismo de su lado, y no volveré hasta que haya terminado la guerra. Si entonces está libre, seré su esposo: ¿me lo prometeis?

-Sois tan exigente como una dueña enamorada. Os juro, á fé de caballero, que no violentaré á Blanca, ni dispondré de su mano sin anunciároslo. ¿Estais satisfecho?

-D. Rodrigo, no esperaba menos de vos, dijo D. Fernando alargándole una mano, mientras que con la otra enjugaba una gota de sudor que corria por su frente.

El jóven para conquistar aquella débil esperanza, habia agotado todas sus fuerzas como si acabase de sostener una lucha con su mayor enemigo.

- IV -

Terminado el desayuno, y retiradas las damas á su aposento, don Rodrigo volvió al suyo, acompañado de D. Fernando, éste algun tanto contrariado, al verse separado tan presto de su dama.

El señor de Cabezon, profundo conocedor del corazon humano, sabia que la ausencia, es el auxiliar mas poderoso, para combatir una pasion. Durante el corto espacio que habian estado reunidos los dos amantes, comprendió la naturaleza, del sentimiento que los unia hacia algun tiempo, y abrigando algun temor por la tranquilidad de su hija, trató de poner una raya que los separase para siempre, ya que las discordias del reino, ó quizá otros motivos mas graves, hacia dificil su enlace. Con este propósito, despues de enterarse de los proyectos que el enamorado D. Fernando habia formado para el porvenir, le dijo:

-La guerra, tan lejos de tocar á su término, vá de dia en dia tomando incremento, y creo por lo mismo que se dilatará vuestra vuelta al castillo, mucho mas de lo que habeis calculado. Para evitar, pues, que mi hija espere demasiado, si os parece, fijaremos un plazo durante el cual, no dispondré de su mano.

-¿Pues no hemos fijado como término, la conclusion de la guerra? Si se prolonga demasiado, sin violentar á Blanca, otorgareis su mano, al que merezca vuestra preferencia, dándome aviso, como habeis ofrecido.

-Me conformo, D. Fernando, dijo el anciano con una expresion singular; pero vos habeis de otorgarme otra promesa.

-Lo que querais.

-Juradme por vuestro honor, que no vereis á doña Blanca ni la enviareis el menor mensaje, al menos sin mi permiso.

-Os he otorgado ya mi palabra, dijo D. Fernando con triste acento. Ahora, D. Rodrigo, no direis que soy exijente. Me separo de vos, como un amante desdeñado, sin la mas ligera esperanza de ser algun dia el esposo de vuestra hija.

En el rostro del jóven, alumbrado por los rayos del sol, que iluminaban el aposento, se notó en aquel instante un carácter particular de dolor resignado, que interesó vivamente al anciano.

-Partid tranquilo, D Fernando, le dijo apoyando una mano en el hombro con cierta expresion cariñosa, no violentaré á dona Blanca; pero si en vos tiene algun poder el consejo de un anciano, que os admira por vuestras prendas, olvidad presto al objeto de vuestro amor, y sereis mas dichoso.

Estas palabras destilaron un frio glacial en el corazon del enamorado D. Fernando.

-¿Es esa la esperanza que me concedeis, D. Rodrigo?

D. Rodrigo pareció vacilar antes de responder. Por un instante sostuvo una lucha interior que el jóven no pudo comprender, y luego, como si hubiese adoptado un partido, respondió:

-Os aconsejo, D. Fernando, que olvideis á mi hija, porque no es posible que la guerra termine tan pronto como vos deseais. Pero si vuestro amor es superior á este obstáculo, alimentadlo con la esperanza de una próxima paz en el reino. Nada mas puedo deciros.

Una hora despues, D. Fernando montaba á caballo en el patio del castillo, para dirijirse á la ermita del Cristo de las batallas.

Con el corazon oprimido por el mal éxito de su demanda, descendió lentamente por la enorme pendiente de Altamira, abandonando las riendas de su caballo, para entregarse con mas libertad á los pensamientos que le sugerian la larga conferencia que habia tenido con el señor de Cabezon. Acababa de abandonar el camino escarpado de la montaña, y su inmovilidad era tan completa, que no advirtió la senda extraviada que iba siguiendo su caballo, para separarse de un lago profundo que las aguas de la montaña habian formado en derredor.

Largo rato hacia que el caballo continuaba su paso extraviado, cuando el jóven levantó de repente la cabeza, como si tratase de desvanecer una idea que le aquejaba y vió que se hallaba en un camino desconocido. Dirijiendo entonces una mirada alrededor, suspendió de repente el paso de su caballo, para contemplar admirado el panorama delicioso que se ofrecia á su vista. A su derecha un arroyo cristalino despedia sus aguas, agitadas suavemente por la ligera brisa de la mañana. Los arbustos que cercaban la orilla, iban elevándose gradualmente, hasta que la espesura y robustez de los árboles, formaban un bosque delicioso, por el que cruzaban una multitud de senderos que se confundian entre sí, de tal modo, que el caballero se encontró en un laberinto natural, cuya salida parecia impracticable. Sin embargo, despues de vacilar un instante, y de tender la vista alrededor, se decidió á tomar la senda mas próxima, huyendo del arroyo. Un momento despues conoció que se habia extraviado. El cielo estaba despejado, el aire puro y embalsamado, el cántico dulce y monótono de las aves, al revolotear sobre su cabeza, le distrajeron por un instante de los tristes pensamientos que tanto le preoupaban. Apretando despues los hijares de su caballo, continuó su paso extraviado, confiando en que el ángel protector de los enamorados, le conduciria á la ermita del padre Anselmo; una vez alejado de aquel valle delicioso, el camino que se presentó á su vista mas escabroso, y la inmensa altura de las montañas que dejaba al paso, vino á recordarle el viaje qua dos meses antes habia hecho á aquellos lugares con el rey D. Pedro. Entonces creyó reconocer las montañas inaccesibles de Altamira, y animado de una secreta esperanza, volvió á excitar á su caballo, para salvar de pronto la distancia que le separaba de un punto negro, que descubria á lo lejos, y que dudó si seria la cruz del Cristo de las batallas. En efecto, media hora despues, se detenia delante del crucifijo que guiaba á la ermita, para respirar libremente, y dar tiempo á que su caballo se repusiese de la celeridad con que hasta entonces habia caminado.

Mientras el caballero se disponia á continuar su viaje, el padre Anselmo, objeto de tantos afanes, se hallaba tendido á la sombra del árbol protector, que cercaba su mísera vivienda, entregado al parecer, á una profunda meditacion. Su semblante que infundia respeto y admiracion al mas osado, se habia revestido de una ligera nube de tristeza. Con una mano apoyada en la frente, y la otra sosteniendo el rosario que pendia de su hábito, contemplaba con religioso anhelo, las nubes blanquecinas que cruzaban el firmamento, fijando de vez en cuando su vista, en el inmenso valle que descubria á lo lejos, como para admirar una de las obras mas sublimes de la naturaleza.

Hallábase aun absorto, contemplando aquel inmenso panorama, cuando D. Fernando, apareciendo de repente, vino á cortar el hilo de sus meditaciones. El ermitaño al descubrirlo, se levantó penosamente de su asiento, para examinar las facciones del viajero. Despues de fijarse un instante, conoció al amigo del rey, á pesar de que la jornada habia alterado su semblante.

-Padre; que el cielo os guarde, dijo besándole una mano.

-Y á vos os bendiga, hijo mio, respondió el anciano, cojiendo de una mano al caballero, despues de sujetar el caballo al árbol bienhechor de la ermita. ¿Qué casualidad os conduce á esta soledad? añadió haciéndole entrar en la cueva, y sentándole en una especie de asiento formado en la roca. ¿Venís á impetrar la misericordia divina, ó á quejaros de la miseria humana?

-Padre; solo vengo á informarme de vuestro estado.

-¿Qué decís? ¿Se acuerda todavia el mundo de este mísero anciano?

-Sí, hay un hombre que se interesa por vos, y que no os olvida aunque mora lejos de vuestro albergue.

-¿Os comprendo, jóven? hablais del rey. A pesar de su vida azarosa y aventurera, recuerda todavia al padre Anselmo. Y decidme, caballero, ¿le amais mucho?

-Tanto como á vos, noble anciano.

-¿Venís en su nombre?

-Antes de partir de su lado me dijo: si vais á Cabezon, informaos del padre Anselmo, y decidle que no me olvide en sus oraciones.

-¡Que el cielo le bendiga! ¡Oh! A pesar de su grandeza, aun tiene un recuerdo para los que ya no le volverán á ver en el mundo.

El anciano conmovido á su pesar, guardó silencio; mientras que el jóven le examinaba con el mas vivo interés.

-¿Y venís del castillo? preguntó de repente, como si tratase de adormecer algunos recuerdos, que venian á herir su memoria.

-Sí, he visto á D. Rodrigo.

-Sigue tan adicto á la causa del conde D. Enrique.

-Solo la abandonará despues de la muerte.

-¡Funesto error! murmuró el anciano. ¿Y habeis visto á su esposa?

-Y á su hija tambien, respondió el jóven despidiendo un profundo suspiro.

-La amais, ¿no es cierto?

-Sí, la amo como no deben amar los hombres.

-¡Desgraciado!

-¡Desgraciado, decís!

El anciano solo respondió, inclinando tristemente la cabeza sobre su pecho.

-¡Oh! Por el cielo, explicaos, padre Anselmo, dijo D. Fernando apoderándose de una de sus manos, y besándola con ternura. ¿Qué misterio encierra vuestra exclamacion?

-¿Habeis hablado á D. Rodrigo de vuestro amor?

-El rey me ha dado el encargo, de pedirle en su nombre la mano de doña Blanca.

-¿Y qué ha contestado el señor de Cabezon?

-Dice, que accederá á mi demanda, cuando terminen las discordias del reino.

-¿Confiais en el amor de doña Blanca?

-¿Acaso dudais?

-¡Pobre jóven! Perdonad; el peso de los años ha debilitado mi cabeza.

Y el anciano despidió un profundo suspiro y quedó entregado á una profunda meditacion. D. Fernando no se atrevió á interrumpirle, y sin embargo, la pregunta del ermitaño le habia causado una profunda impresion.

-¿Amais al rey? preguntó de repente como si despertase de un profundo letargo.

-Desde la edad de seis años, no me he separado de su lado. He participado de sus juegos infantiles, y de sus mas bellas ilusiones. He sido su compañero de horfandad, y en sus horas de infortunio, mis consuelos mas de una vez mitigaran sus pesares. Mientras sus tutores se entregaban al placer de repartir entre sus partidarios los tesoros de la corona, el desventurado monarca yacia olvidado en su oscuro aposento sin mas compañia que la de su fiel vasallo don Fernando Alfonso de Zamora. Por último, cuando se llenó la copa del sufrimiento, yo he sido el primero en aconsejarle que recobrase sus derechos sacudiendo el yugo de tan pesada tirania. Entonces empezó la lucha que aun hoy no ha terminado. A los juegos de la infancia, sucedieron los horrores de la guerra. En el campo lo mismo que en el consejo, siempre he seguido su suerte. Mi espada ha sido la primera que se ha desenvainado para defender su corona, y mi sangre tambien la primera que se ha derramado por tan noble causa. Ahora preguntadme, si amo al rey.

-Una adhesion semejante, es digna de vos, don Fernando, volved al lado del rey, y decidle que don Rodrigo no puede disponer de la mano de su hija, porque ha empañado su palabra en concedérsela al hijo de don Juan Manuel.

-¿Qué decís?

-Sí, de alguna manera he de mostraros el vivo interés que me habeis inspirado; doña Blanca no puede amaros, su corazon pertenece á don Lope Manuel.

-Os engañaron, padre Anselmo, doña Blanca ha jurado ser mi esposa. ¡Si la hubiérais visto esta tarde! ¡Si la hubiérais escuchado sus palabras! ¡Oh! No dudariais de su amor.

-Pues si os ama, que el cielo bendiga vuestra union, hijos mios, tal vez haya desistido de su empeño don Lope Manuel. En este caso, podrá realizarse vuestro enlace aunque las discordias de Castilla lo dilatarán mucho tiempo. Si don Rodrigo os ha prometido la mano de doña Blanca para cuando terminen, no retrocederá por mas que defendais una causa que él combate.

-Vuestras palabras me reaniman, y sin embargo, me estremezco al considerar que el bastardo de Manuel puede disputarme la mano de doña Blanca. Vos no ignorais que su padre es uno de los señores mas poderosos de Castilla, don Rodrigo le debe vasallaje, y aunque sea mal de su grado, le hará dueño del porvenir de su hija, si lo exije; ya veis, que no puedo tranquilizarme.

-No temais; el padre Anselmo velará por vosotros.

-Oh! ¿Y sereis tan generoso, que cumplais vuestros derechos en favor de un desgraciado que apenas conoceis?

-D. Fernando; cumplo un deber; tambien yo amo á doña Blanca y me intereso por su dicha. Sí, velaré por ella; no lo dudeis.

-Gracias, padre mio; el cielo os premiará. Empero, ¡es tan débil vuestro apoyo! Solo, sin amigos, en esta soledad, y expuesto á ser devorado por las fieras. ¿Cómo podreis luchar con el bastardo de Manuel, y con don Lope Alvar de Rojas?

-Teneis razon; pero ninguno de los dos me intimida.

-Padre, vuelvo al lado del rey.

-¿Tan pronto?

-No puedo detenerme un instante.

-Decidle que no dejo de rogar por la paz de Castilla.

-No me olvideis en vuestras oraciones.

-Adios, hijo mio; nada temais por doña Blanca. Ya que no podeis deteneros, partid tranquilo. La noche adelanta, y no quisiera que tropezarais con don Lope ó con alguno de sus vasallos.

-Descuidad; si le encuentro, procuraré que se aleje de estos lugares.

El sol habia terminado ya su carrera, cuando don Fernando montaba de nuevo á caballo, para seguir su camino. Despues de atravesar un rápido torrente, cuyas vistosas cascadas se transformaban en argentina espuma en su profundo abismo, empezó á caminar á la sombra del mismo bosque que dirijia al viajero al Cristo de las batallas; sus árboles corpulentos, oscurecian el cielo de tal modo, que el caballero empezó á caminar entre tinieblas.

-La noche se acerca, dijo tendiendo una mirada al rededor, y si no me apresuro, muy tarde llegaré á Valladolid.

Y apretando los hijares de su caballo, no tardó en dejar á sus espaldas las risueñas riberas del Pisuerga. El camino que hasta entonces no habia ofrecido el menor obstáculo, se fué estrechando, sin que el caballero pudiera advertirlo. Entregado á sus risueñas esperanzas, habia olvidado al rey y hasta á sus rivales. En aquel momento solo veia á la hermosa doña Blanca al lado de su madre, mostrándole un porvenir de amor y ventura.

-¡Oh! El cielo no puede reservar tanta dicha á un solo mortal. ¡Blanca mia! por tu amor abandonaré riquezas y honores; ¿quieres que abandone al rey, para vivir á tu lado en la soledad mas profunda? Aunque su cariño es necesario á mi existencia, no vacilaré un solo instante. Denunciaré á la gloria; me olvidaré del brillante porvenir que me espera, y que el rey muestra á mi vista; todo, todo lo sacrificaré gustoso por una sola de tus miradas.

Y despues de algunos momentos de silencio en que sus ideas tomaron un nuevo giro, añadió:

-¡Insensato! horrible es tu destino si esa mujer llega á olvidarte... No, no, es imposible, Blanca me ama; Blanca ha jurado ser mia y no podrá olvidarlo...

La noche cubria ya con sus sombras la dilatada llanura que iba cruzando el caballero. Algo distante se descubria una montaña, que ocultaba los árboles corpulentos de un bosque, que don Fernando tenia que atravesar. El camino que dirijia á aquel parage solitario, rodeado de colinas incultas, estaba sembrado de piedras cubiertas de musgo. El violento choque del caballo contra una de esas piedras, despertó á don Fernando de sus sueños de ventura.

-¿Quién vá? Dijo de repente una voz robusta que interrumpió por algunos momentos el silencio profundo que reinaba en aquellas soledades.

D. Fernando levantó la cabeza vivamen te y vió deslizarse entre la oscuridad una figura colosal que al principio no pudo reconocer.

-Si sois amigo, el cielo os envia, dijo esforzándose para descubrir á su interlocutor; mi caballo acaba de recibir un golpe que no le permitirá continuar la jornada.

-Reconozco esa voz, dijo el desconocido adelantándose. ¿Qué veo? añadió reconociendo al caballero; ¡don Fernando Alfonso de Zamora!

-¡D. Lope Alvar de Rojas! esclamó don Fernando con asombro.

-El mismo soy; teneis razon; el cielo me envia.

-Sí; al fin estamos solos, y en un parage y á una hora en que podemos hablar libremente sin temor de que nos interrumpan.

-Y por cierto que nuestra entrevista se iba dilatando, dijo don Lope con irónico acento. Hace mas de dos meses, que os espero con el mas vivo afan, y ved ahí como al fin nos hemos reunido, cuando menos lo esperaba. No direis vos lo mismo, porque seria ofenderos el dudar ahora que ibais á buscarme al castillo de Rojas. La casualidad ha dispuesto que me adelantase para saliros al encuentro, y vos no dejareis de felicitaros tambien por haber ahorrado parte de la jornada.

-D. Lope; os engañais, puesto que ya os habia olvidado.

-¿Y ese es el interés que os inspiro? Don Fernando, sed mas generoso y no recompenseis con el desvio el cariño mas sincero.

-Muy mal empleais vuestro cariño, don Lope.

-Ya sabeis que la ingratitud es moneda que circula con profusion en estos tiempos de desafecto; pero estoy resignado y no me quejo. ¿Y vos, don Fernando?

-Yo amo y soy correspondido.

-¡Dichoso amante!

-D. Lope, observo que estamos perdiendo un tiempo precioso, y que podiamos emplearlo dándonos una recíproca muestra de cariño.

-Como querais, pero me parece que debiais acompañarme á mi castillo de Rojas. Allí descansaremos esta noche, y mañana á la hora que señaleis nos daremos... un estrecho abrazo.

-Perdonad; no puedo aceptar. El rey me espera y antes de dos dias debo hallarme á su lado. Si ahora me detuviese, no podia verle el dia que me ha señalado, y yo no quiero hacerlo esperar.

-¿De modo que nuestra entrevista se verificará en este paraje solitario?

-Me parece el mas apropósito para alejar todo motivo de inquietud.

-Pues si gustais, dejaremos los caballos para disfrutar un momento de la frescura de la noche.

-De cualquier modo, el mio, al parecer, ha quedado inútil.

-Ya sabeis que os debo uno, y así podeis disponer del mio.

-Nos lo disputaremos. El que dentro de una hora pueda montarlo, que disponga de él á su antojo, pues nadie se lo inquietará.

-Vive el cielo que sois tan discreto como valiente. Os llevareis el caballo.

-Ya veis que lo necesito para continuar la jornada.

-Vamos á buscarlo.

-Ya os sigo.

-No quiero alejarme, porque luego llegarán mis gentes y podian interrumpirnos.

D. Fernando que no queria desprenderse de su caballo, aunque no podia serle útil en aquel momento, lo ató á uno de los primeros árboles del bosque, dispuesto á dejarlo al primer lugareño que encontrase en su camino.

D. Lope al llegar á la entrada del bosque se detuvo.

-¿Quereis seguir mas adelante?

-Como gusteis.

-Este paraje solitario convida al reposo. La oscuridad es profunda y á dos pasos no se distinguen los objetos. Si la luna quisiera mostrarnos sus brillantes fulgores, os rogaria que me permitiérais estrechar vuestra mano; pero ahora temo que en lugar de la mano tropeceis con la espada, y esto podia inquietaros.

-No temais; alargad vuestra mano, y hé aquí la mia, dijo don Fernando desnudando la espada.

-¿Me ofreceis la mano ó la espada?

-Podeis elegir lo que gusteis.

-Acepto la espada; pero antes recibireis la mia.

-Quizá perdais en el cambio.

-Probaremos las dos hojas y vereis cómo la mia aventaja á la vuestra.

-¿Quién será, pues, el agraciado?

-El mas diestro de los dos.

-Veamos.

-Escuchad; no quisiera pincharos,

-Pues defendeos.

-Las sombras que nos rodean, rechazan un juego como el que proponeis.

-¿Luego no aceptais?

-Sí, por cierto; quiero mostraros que mi espada es mejor que la vuestra.

-Vamos, pues; mas no olvideis que es un juego.

-Que terminará con la muerte de uno de los dos, dijo D. Lope atacando á su rival con el mayor encono.

Entonces empezó una lucha encarnizada que las tinieblas de la noche, hacian cada vez mas horrible. El violento choque de las espadas interrumpió el silencio profundo de aquella soledad, y mientras que los dos rivales redoblaban sus golpes con creciente saña, la luna empezaba á derramar un pálido fulgor sobre el teatro de aquella escena sangrienta. La respiracion de los dos combatientes era cada vez mas forzada. Envueltos en tinieblas que no les permitian descargar sus golpes con acierto, solo se habian limitado al principio á defender su cuerpo, esperando familiarizarse con la oscuridad para terminar el combate. D. Lope mas diestro ó mas sereno que su enemigo, permanecia inmóvil, mientras que éste le acosaba por todas partes impaciente y ansioso de hacerle abandonar el árbol protector que defendia su espalda. Las fuerzas de D. Fernando se iban ya agotando en esta lucha desigual, cuando, al dirigir un nuevo golpe á su enemigo, tropezó con un pequeño arbusto, que le arrojó al suelo. Don Lope, en lugar de tenderle una mano, supo aprovechar aquel incidente para atravesarle el pecho con la espada. El desgraciado jóven al sentir el frio acero en sus venas, hizo un movimiento desesperado para incorporarse. Empero sus fuerzas se agotaron, y despidiendo un profundo suspiro, quedó inmóvil...

-Fatal ha sido el juego para vos, dijo D. Lope con sarcástica, sonrisa, dirigiendo una mirada á su enemigo.

Y despues de examinarlo un momento, prosiguió:

-Todo auxilio seria inútil. Ha muerto como un valiente. Por esta parte queda satisfecha mi venganza. Ahora iré á ofrecer mi espada al conde de Trastamara, ó á fortificar mi castillo, porque don Pedro de Castilla á nadie acusará mas que á D. Lope Alvar de Rojas, de la muerte de su hermano de armas, y su venganza será tambien muy sangrienta... Adios, jóven infortunado, añadió montando á caballo; dentro de una hora serás pasto de las fieras y yo no podré evitarlo. Para que yo me salve, es preciso que te abandone. Adios.

D. Lope á poco rato habia desaparecido entre las ramas gigantescas del bosque.

Algunos momentos despues el caballo de don Fernando hacia inauditos esfuerzos para recobrar su libertad. Sus relinchos atronadores hubieran atraido sin duda al viajero mas extraviado si acertase á pasar por aquel sombrio desierto. La resistencia que oponia el robusto roble que servia de vigilante al brioso corcel, empezaba á ceder, porque las riendas que lo sujetaban, aunque podian sufrir un choque mas violento sin romperse, iban descorriendo el débil lazo que habia formado don Fernando. El caballo, despues de nuevos esfuerzos, pudo al fin correr libremente por aquellos lugares; sin torcerse un momento siguió su carrera hasta que vió interceptado el paso por la muralla de un caserio de bella apariencia. Este obstáculo solo sirvió para que redoblase sus relinchos atronadores; pero de tal modo que, el ruido que producian, hizo acudir con presteza á una muger que al parecer se hallaba en el caserio. Su mano, aunque débil, empuñó las riendas, y guió al caballo á un extremo opuesto del caserio.

-Diego! Diego!! gritó la jóven á la puerta.

Un hombre, que apenas contaria veinte y dos años de airosa presencia y vistiendo un rico trage del pais, apareció en el umbral.

-¿Es tu caballo Maria? preguntó á la jóven.

-No, he creido que se habia escapado; pero no es el mio. Acércate y examinémosle.

-Ola, ola, dijo Diego, trae rico arnés. Sin duda pertenece á algun caballero. Oh! Este caballo vale un tesoro. Acércate, Maria. ¿Has visto otro de mayor alzada?

-¿Dónde estará su dueño? preguntó la jóven.

-Tal vez le andará buscando.

-No; sin duda le arrojó de la silla y está herido. ¡Diego! es preciso que le socorramos.

-Calla, loquilla, ¿quién te ha dicho que está herido?

-¿No adviertes la inquietud de su caballo? Se encabrita y forcejea como si quisiera alejarse.

-Es muy brioso y habrá querido desafiar á su dueño.

-Oye Diego ¿quieres montarlo? Puede dirijirte á su encuentro. Ya sabes que estos animales poseen un gran isntinto. ¿Te acuerdas de mi Diana? Pues mas de una vez te arrojó al suelo para venir á buscarme.

-Sí; pero Diana nació en el caserio, nunca abandonó estos de lugares, de modo que conocia hasta el mas oscuro rincon en que solias detenerte.

-Y bien! ¿Sabemos, por ventura si el dueño de ese caballo empleó el mismo afan que yo con Diana para enseñarle? Si no quieres montarlo, lo haré yo.

-Eso no lo permitiré, porque á pesar de tu destreza, Puedes recibir un golpe.

-Pues no te detengas.

-¿Conque debo correr en pos de esta aventura? ¿No seria mas acertado que esperásemos hasta mañana?

-No, no: ¿y si el dueño está herido?

-¿Pero dónde he de encontrarle?

-El caballo te guiará.

-Pues bien; voy á intentarlo.

Diciendo esto, de un salto se colocó en la silla y desapareció como una exalacion.

-¡Dios mio! exclamó la jóven. ¿Irá desbocado?

Trémula y con el corazon palpitante, escuchó el ruido del galope cada vez mas lejano, hasta que solo pudo percibir un eco casi apagado. Entonces dirigió una mirada inquieta al rededor y se estremeció al ver la soledad que la rodeaba.

-Esperaré media hora, dijo con trémulo acento, y si no vuelve, le iré á buscar, ya que por mí ha corrido este peligro.

La tregua era corta; pero Diego no necesitó tanto tiempo para tranquilizar á Maria. Apenas se habia acomodado esta en un banco de musgo colocado á la puerta del camino, cuando el ruido producido por el galope de un caballo la obligó á cambiar de posicion. Aunque la luna empezaba á iluminar la llanura, Maria no pudo descubrir al que se acercaba hasta que le vió á su lado.

-¡Maria! Maria!! gritó Diego con desfallecida voz.

-¿Eres tu, Diego?

-Sí; apenas puedo respirar. Acércate y no te alarmes al ver mi compañero.

-Tu compañero? repitió la jóven con asombro.

-Sí, el dueño del caballo. ¡Oh! Bien decia que era un tesoro. Abre la puerta; quiero entrar en el patio.

La jóven obedeció maquinalmente. Diego que apenas podia sostener su carga, hizo un violento esfuerzo para apearse del caballo.

-Ayúdame á llevar este desgraciado á mi aposento.

-¡Cielos! un cadáver!

-¡Pobre jóven! murmuró Diego entemecido.

Maria, sin responder, separó los rubios cabellos que cubrian el semblante de don Fernando, y al descubrir su rostro pálido y desfigurado, sintió que flaqueaban sus rodillas, y que apenas podia sostenerse en pié.

-Valor, Maria; dijo Diego cogiendo á don Fernando por la espalda: vamos á ver si está muerto.

-¡Oh! que semblante tan hermoso.

-En efecto, dijo Diego, parece una dama disfrazada.

-Deténte; no puedo asegurar si está muerto. ¡Dichoso el que pudiera salvarle!

-Vamos, dijo Diego descubriendo el pecho de don Fernando.

Maria, que en vano queria explicarse á si misma la extraña agitacion que estaba experimentando desde la llegada del caballero, apoyó en el pecho de éste su mano trémula.

-¡Dios mio! Sin duda es una ilusion; pero su corazon late... Sí, sí, le salvaré.

El rostro de la jóven, al pronunciar estas palabras, se revistió de una expresion indefinible. De sus ojos brotaron dos lágrimas cristalinas que rodaron por el pecho del moribundo.

D. Fernando habia sido trasladado á un modesto aposento y colocado en un lecho sencillo, pero elegante, rodeado de espesas cortinas, cuyos pliegues ocultaban al cirujano y al enfermero.

Maria á la entrada del apasento escuchaba con la mayor ansiedad esperando oir el último suspiro del herido, ó la voz consoladora del cirujano, llamándola para reanimar su valor. Toda su dicha dependia de la salvacion del herido. La vista de este desgraciado, habia despertado en su pecho un sentimiento de compasion, que iba á dejenerar en otro mas profundo. Jamás habia experimentado una impresion semejante. Educada en aquel modesto retiro, sin mas compañia que la de su hermano Diego, habia visto correr los dias de su infancia y los primeros de su juventud, con la mas tranquila indiferencia. Acababa de cumplir los veinte años. Sus cabellos negros como el ébano, peinados graciosamente, descubrian una frente ancha y espaciosa; sus ojos negros y relucientes, respiraban una ternura embriagadora. El delicado carmín de sus mejillas, y sus formas, modelo de gracia y desenvoltura, elevaban á Maria á un rango mas elevado del que la pertenacia. Huérfana como su hermano, sin mas patrimonio que el caserio que habitaba la jóven, habia reconcentrado todos sus placeres en el modesto jardin que cultivaba. Allí, en las primeras horas de la mañana, repartia sus cuidados entre las flores y las palomas. En su rostro expresivo y risueño, aun no habia reflejado una sola vez la sombra mas ligera de tristeza. Sus dichas y sus pesares eran tan puros como su alma. Amaba á su hermano con ciega idolatria, y este cifraba toda su dicha, en rodear la existencia de Maria de todos los encantos que puede sugerir el amor paternal. Ambos jóvenes vivian enteramente aislados, y solo de vez en cuando, recibian alguna visita de los señores de Cabezon, y aun participaban de algunas de las fiestas que se celebraban en el castillo; pero sin abandonar por mas de un dia su modesto retiro.

Esta relacion con los señores del lugar, dió lucrar al principio á grandes comentarios. Los mas curiosos aseguraban que D. Rodrigo de Cabezon, habia conocido á los padres de los dos huérfanos, y que aun habia recibido de ellos grandes beneficios; otros, por el contrario, decian que Diego y Maria eran dos bastardos, y que á su hipocresia debian la proteccion que les dispensaba el señor de Cabezon. Los mas prudentes, veian en los dos jóvenes, dos huérfanos desgraciados, que habian despertado las simpatias de los señores del castillo; por último, los mas osados no tenian rebozo en calificar de aventureros á los protegidos de su señor. Estas diferentes versiones fueron tomando mayor incremento, hasta que obligaron á los dos huérfanos á encerrarse en su caserio, y á cortar toda relacion con sus vecinos. Pero el aislamiento dió lugar tambien á nuevos comentarios, llegando por último á su colmo el asombro de los naturales de Cabezon, al ver que el padre Anselmo, el ángel de aquella comarca, empleaba la mitad del dia, en acompañar á los dos jóvenes en su retiro. Esta nueva proteccion puso un dique á la maledicencia, y los dos huérfanos, objeto hasta entonces de los sarcasmos de sus vecinos, fueron considerados con el mas vivo interés, por los que mas habian contribuido á calumniarlos. La celosa proteccion del padre Anselmo, vino á producir este cambio inexpresable. Sin embargo, aun faltaba por resolver uno de los problemas que mas preocupaban á los lugareños. Era indudable que los dos huérfanos merecian todas las atenciones que les prodigaban los señores de Cabezon, puesto que el padre Anselmo, los acompañaba en su soledad; pero, ¿pertenecian á la nobleza, ó eran plebeyos? He aquí la gran cuestion que en vano trataban de resolver los hijos de Cabezon.

A juzgar por el aspecto y ademan de los dos jóvenes su educacion, sus hábitos y sus costumbres, nadie podia dudar que eran nobles: pero la pobreza de su morada, sus tareas agrícolas y hasta su trage, les hacia aparecer como plebeyos. Esta cuestion aun no estaba resuelta, el dia en que su retiro fué interrumpido por la llegada de D. Alfonso de Zamora. Ahora con declarar que ninguno de los dos conocia su verdadero origen, disculparemos la curiosidad de los vecinos de Cabezon, y la de nuestros lectores, con otra revelacion mas extraña, á saber que nosotros participamos de las mismas dudas, puesto que ignoramos si Diego y Maria eran nobles ó plebeyos. Empero, otorgamos promesa formal de averiguarlo y por consiguiente, de revelarlo antes de llegar al término de esta verídica historia.

Largo rato hacia que la joven, víctima de una agitacion interior que en vano trataba de ocultar, procuraba descubrir al herido, á través de las cortinas que rodeaban el lecho, en que yacia el moribundo. Su ansiedad crecia por instantes, y ya se disponia á entrar, cuando una ligera oscilacion del pabellon la obligó á retroceder, confusa y contrariada de verse descubierta. Un momento despues apareció el cirujano.

Maria, no atreviéndose á hablar, le dirigió una mirada suplicante, que el cirujano comprendió al momento.

-Tranquilizaos, la dijo; la herida es muy grave, pero espero que el cielo obrará un milagro.

-¿Luego desesperais?

-Mientras no conozca el resultado de la operacion que acabo de hacerle, no podré aseguraros si salvará de la muerte. Ahora, me retiro. Vos quedareis para acompañarle. Si dentro de dos horas, ha recobrado el sentido, podeis concebir algunas esperanzas. Adios; presto volveré.

La jóven permaneció inmóvil en su sitio sin dar un solo paso. La débil esperanza del cirujano habia aumentado su ansiedad, hasta el extremo de no atreverse á entrar en la alcoba del enfermo. Haciendo sin embargo, un esfuerzo para dominar su agitacion, separó con mano trémula la cortina, y se quedó inmóvil como una estatua, contemplando el pálido semblante del herido.

-¡Qué aspecto! dijo examinándole. ¡La imagen de la muerte está retratada en su semblante.

Diciendo esto, se dejó caer en una silla á los pies del lecho del enfermo.

La vista de un hermoso jóven en el lecho del dolor, despierta una tierna simpatia. Maria que hacia dos dias no le abandonaba un solo instante, habia contado con ardoroso afan los latidos de su corazon, esperando una catástrofe, que por un misterio inexplicable negaba su razon.

Dos horas hacia que contaba los segundos como el sentenciado que espera el momento fatal de su suplicio, sin que durante este largo espacio, sus ojos dejaran de fijarse un momento en el semblante cadavérico del enfermo. Este permanecia siempre inmóvil, como si su corazon hubiera dejado de latir. Solo acercando el oido á su pecho podia percibirse una respiracion tan débil y tan apagada, como la del tierno infante que acaba de salir del seno de su madre. La agitacion de Maria crecia por instantes. La tregua que habia señalado el cirujano, habia terminado, y el enfermo parecia hallarse en la agonia. De repente y cuando el esceso del sufrimiento habia colocado á la jóven, en ese estado de sonambulismo que precede á la pérdida de la esperanza mas risueña, el enfermo hizo un ligero movimiento, que la obligó á correr hasta su lecho en un estado de angustia dificil de explicar, sus manos temblorosas, se apoyaron en la frente y en el pecho del herido, como si tratase de comunicar nueva vida á sus venas.

-Se muere el desventurado, murmuró inundando su rostro de lágrimas, sin haber conocido á la pobre huérfana, á su tierna enfermera. ¡Oh! ¡El cielo no ha escuchado mis súplicas! Si supiera su nombre, le llamaria en este momento supremo para recibir su último adios!

-¡Blanca! murmaró el herido despidiendo un suspiro ahogado.

-¡Que dice, Dios mio! balbució la jóven apoderándose de una de sus manos.

-¡Blanca! repitió el herido.

-En su agonia, parece que invoca el nombre de alguna persona querida.

Una ligera pausa siguió á estas palabras. Maria no atreviéndose á respirar, seguia con ansiedad la mirada apagada y vacilante de don Fernando, que se fijaba sin objeto en derredor del aposento.

-Caballero... murmuró la jóven sordamente y retrocediendo.

El herido al oir esta voz, hizo un movimiento como si tratase de despejar sus sentidos entorpecidos con algun sueño pesado, ó con el velo de la muerte.

-¡Blanca! repitió D. Fernando, extendiendo sus manos como si llamase á la jóven.

-No es una ilusion, dijo esta con amargo acento; Blanca es el nombre de su amada, y en este momento supremo invoca su nombre por última vez.

-¿No respondes? añadió el herido.

Maria inmóvil y tan pálida como el enfermo, no acertaba á articular un solo acento.

-Ven; en medio de mi delirio, he advertido que velabas á los pies de mi lecho... Acércate; quiero estrechar tu mano.

-¡Cielos! ¿Si habrá salvado de la muerte?

-Sí, sí; gracias á tu angélica asistencia me he salvado. ¿Dónde está D. Rodrigo? quiero verle; quiero mostrarle mi gratitud por su hospitalidad.

Maria, víctima de mil diversas sensaciones, se resolvió al fin á contestar al enfermo.

-Caballero, dijo con tímido acento; estais en un error. No me llamo Blanca.

-¿Quién sois, muger celestial? ¿Habré dejado el mundo pará siempre? ¿Vienes á anunciármelo que lo abandone?

-No; soy una pobre huérfana.

-¿Y me has salvado?

-No; os he auxiliado.

-¿Dónde me encuentro?

-En Cabezon.

-¡Cabezon! ¿Y esta casa?

-Es la del huérfano Diego y su hermana.

-¡Qué letargo tan profundo! murmuró el herido, oprimiendo su frente con las manos. ¿Qué es esto, cielo santo? Yo nada recuerdo... nada...

-Estais herido.

-¡Herido! repitió el enfermo descubriendo su pecho, y tocando el vendaje que habia aplicado el cirujano. ¡Herido!

-Sí, mi hermano os halló moribundo en el bosque.

-¿Cuándo? ¡Oh! Responded, responded, porque mi mente se extravia.

-Hace dos dias que os encontrábais á las diez de la noche, en el bosque de Cabezon, junto al señorio de Rojas.

-¡Rojas! repitió D Fernando, suspirando con dificultad. Sí, ahora recuerdo lo demás. Y vos, pobre niña, me habeis salvado. ¿No es cierto?

-No; ha sido mi hermano, ó mas bien vuestro caballo.

-Sí; ha venido hasta aquí muy inquieto, y al verle con su precioso arnés, creimos que habia arrojado al suelo á su dueño. Entonces mi hermano lo montó, y en seguida fué conducido hasta el lugar, en que os hallabais moribundo.

-Gracias, noble jóven, gracias, murmuró el herido conmovido.

-¿Os sentís mas aliviado?

-Sí; luego dejaré de molestaros.

-¿Qué decís, señor? ¡Molestarnos!

Y una lágrima asomó á los párpados de la jóven.

-Perdonad; pero la estancia de un herido como yo, no puede menos de ser penosa para dos huérfanos como vosotros.

-¡Oh! No lo creais.

D. Fernando guardó silencio.

-Voy á llamar al cirujano. Permitid que os deje solo un momento.

-¡Oh! No me abandoneis.

Era tan cariñoso este ruego, que Maria se estremeció.

-Presto volveré.

Y despues de dar el aviso á un mozo del caserio que halló en el corredor, volvió presurosa al lado del herido.

-Sentaos á mi lado, dijo señalándola una silla.

La jóven obedeció, sin comprender la extraña sensacion que producian en su ser las palabras del herido.

-¿Cómo os llamais?

-Maria.

-¿Habeis conocido á vuestros padres?

-No.

-Me habeis dicho que residis en Cabezon?

-Sí señor.

-¿Conoceis al señor del castillo?

La jóven hizo una señal afirmativa.

-¿Y á doña Blanca?

-Sí, tambien la conozco.

El acento de Maria al pronunciar estas palabras era tan triste que conmovió al caballero.

-¿No sois feliz? preguntó con interés.

-Sí, tan feliz como vos desventurado en este momento.

-Teneis razon; no hay desgracia que iguale á la de verse postrado en el lecho del dolor con escasas esperanzas de abandonarlo.

-No desconfieis; el cirujano presto vendrá para tranquilizaros.

El enfermo guardó silencio. El acento tierno de la jóven le causaba una impresion que no sabia cómo esplicarse. Su semblante de una angélica bondad le recordaba otro mas cariñoso que no podia desterrar de su memoria. La circunstancia de pertenecer al señorio de Cabazon, la familia á cuyo lado se encontraba por un acontecimiento tan singular, venia á ocupar su imaginacion con mil recuerdos á la vez tristes y risueños, que á su pesar, complicaban el crítico estado en que se hallaba. El nombre de doña Blanca asomaba á sus labios hacia una hora, y no acertaba á pronunciarlo, temeroso de molestar á la jóven con sus querellas amorosas. Pero se mostraba tan bondadosa, que apagando sus escrúpulos, resolvió aventurar algunas preguntas para satisfacer su ansiedad. La llegada del cirujano, que apareció descorriendo la cortina de su lecho, le obligó á dar nuevo curso á sus pensamientos.

-Animoso estais, caballero; le dijo al advertir la expresion de su semblante.

-Sin duda á vos debo los vendajes que rodean mi cuerpo.

-Os molestan.

-Sí.

-Voy á examinarlos.

Despues de un minucioso reconocimiento que el enfermo, soportó con heróica resignacion, le dijo:

-Os encuentro muy mejorado, y apenas doy crédito á mis ojos. Jóven, fatal ha sido vuestro encuentro. Sin ser indiscreto, ¿podré saber la causa de esas heridas?

-Aun no me he atrevido á preguntárselo; dijo Maria con emocion.

-El encuentro, teneis razon, ha sido fatal para mí. Me he batido con un enemigo implacable, que debió abandonarme moribundo.

-Y muy implacable, repitió el cirujano, porque estais acribillado de heridas.

-Alguna es mortal, ¿no es cierto? No vacileis en decírmelo, porque tengo que disponer algunas cosas antes de abandonar este mundo.

-Señor... dijo al cirujano Maria con lágrimas en los ojos, estendiendo sus manos suplicantes. ¿No le salvareis?

-Pobre niña! murmuró el enfermo. No os alarmeis; si ha llegado el término de mi vida, no me vereis mañana, porque dentra de una hora pediré que se me traslade lejos de aquí.

-Oh! ¡Qué funesto error! ¿Volveis á dudar de nuestros cuidados?

-No! no; pero un enfermo desconocido como yo, no debe interrumpiros vuestra dicha.

-¿Qué importa? Es un deber que impone la misma naturaleza.

-Deber que habeis llenado con un celo que me conmueve. Oh! nunca podré premiarlo.

-No debeis hablar demasiado, dijo el cirujano. Observo que os esforzais, y no debo permitirlo.

-Gracias, caballero, gracias; pero si mi destino es morir de las heridas que he recibido, dejadme al menos disfrutar de estos momentos de expansion.

-Las heridas son graves; pero os salvaré, con la ayuda del cielo y de estos pobres jóvenes.

-Oh! ¿Será cierto? dijo Maria estrechando una mano del cirujano.

-Sí, hija mia; tus esfuerzos y los mios, serán premiados muy luego.

-Maria, dijo el enfermo con tierno acento dirigiéndola una mirada que revelaba toda la gratitud de su alma; quisiera salvar de la muerte, para amaros y para que me ameis como á vuestro hermano, Diego.

La jóven por única respuesta inclinó la cabeza sobre su pecho despidiendo un profundo suspiro.

-Reposad tranquilo, dijo el cirujano. Mas tarde volveré á veros.

-¿Sois de este lugar? preguntó el herido.

-Sí.

-Entonces, podeis dispensarme un nuevo beneficio.

-Disponed lo que gusteis.

-Quisiera que dierais aviso de mi estado, á los señores de Cabezon.

-¿Les conoceis?

-Sí.

-Hoy quedará cumplido vuestro encargo.

-Es que tengo en este lugar, otra persona que se interesa por este desgraciado enfermo.

-Tambien le avisaré, si gustais.

-Os lo agradeceré, señor. Pues bien, si acertais á pasar por la ermita del Cristo de las batallas, decidle al anacoreta, que aquí está herido D. Fernando Alfonso de Zamora.

-¿Conoceis al padre Anselmo? preguntó vivamente la jóven.

-Sí, y le admiro, como vos le admirareis, si teneis la dicha de conocerle.

-Es nuestro protector.

-Entonces, Maria, sin saber quién sois, diré, que noble ó plebeya, sois digna de ocupar en mi corazon, el vacio que en él ha dejado la muerte de una hermana, tan sensible y tan bondadosa como vos.

-Señor, esas alabanzas...

-No le hableis, hija mia, dijo el cirujano sonriéndose, porque si le escuchais, no cesará en todo el dia de esforzar la voz. Caballero, añadió dirigiéndose al enfermo, cumpliré vuestro deseo. Os encargo el mayor sosiego. Presto volveré.

-No me abandoneis, sin decirme antes vuestro nombre.

-¿Por qué lo preguntais? Un hijo de Esculapio, encerrado en esta soledad, no puede tener nombre.

-No importa.

-Me llamo Sancho Avalos, y soy tan chico, que ni aun á hidalgo he podido ascender.

-Pues sereis noble.

-¿Noble? Ilusion, caballero, mucho lo deseo para mejorar mi clientela, pero vasallo nací, y no dejaré de serlo.

-Os otorgo mi palabra de caballero, que si llego á abandonar el lecho en que me encuentro, os haré tan noble como deseais.

-Señor.

-Os lo juro.

-Dejadme besar vuestra mano. ¿Perteneceis á la familia del rey?

-No; el padre Anselmo os dirá quien soy, y si podeis confiar de cumplimiento de mi promesa.

-Voy al punto.

Y sin saludar á Maria, el cirujano salió como una exhalacion soñando ya con el título de nobleza, que acababa de ofrecérsele.

Maria en extremo admirada del acento de seguridad con que el enfermo habia prometido lo que solo podia conceder el rey, se retiró á un extremo del aposento, confusa y admirada de hallarse asistiendo á un desconocido, que sin duda pertenecia á la familia real de Castilla. D. Fernando que se habia reanimado algun tanto, con la alegria del cirujano, al ver que Maria se hallaba casi oculta, y en una situacion embarazosa, la dijo:

-Maria, aunque el cirujano no me permite hablar, lo haré con vos, si gustais, hasta que no pueda articular un solo acento.

-No, no; eso retrasaria vuestra curacion, y no debo permitirlo.

-No lo creais. Necesito preguntaros, y si os negais á responderme, me causará mas daño del que pudiera proporcionar algunas palabras mas, de las que permite el cirujano.

-Siendo así, os escucho.

El herido, antes de comenzar, procuró acomodarse mejor en su lecho, confiando sin duda en que seria largo el interrogatorio.

-Dispensad, Maria, si os llamo así, y si os llevo mas lejos mi indiscrecion; pero es tanto lo que os debo, que casi os considero como una persona de mi familia.

-Señor, no merezco tanto honor.

-Llamadme solo Fernando, os lo ruego.

-No, jamás me atreveré.

-Haced un esfuerzo y lo conseguireis.

La confianza del enfermo, causaba á la huérfana una turbacion tan visible, que este permaneció un rato vacilante antes de empezar su interrogatorio.

-Maria: dijo con ademan resuelto. ¿Amais?

-Sí, respondió la jóven con viveza; amo á Diego.

-¿A vuestro hermano?

-Sí.

-Lo comprendo, dijo D. Fernando sonriéndose; pero no era eso lo que os preguntaba.

-Amo tambien al padre Anselmo.

-¿Y á nadie mas?

-Sí, á mi Ñana, á mis pájaros y á mis flores, a...

-¡Pobre jóven!

-¿Qué decís?

-Nada; que sois dichosa no concediendo vuestro cariño á otro objeto.

-¿Y vos? preguntó Maria con la mayor candidez.

-Yo amo á una dama.

Maria sin advertirlo, se estremeció. Esta declaracion no podia menos de causarla una profunda impresion, por mas que hasta entonces no hubiera conocido el amor. Dos dias antes la hubiera recibido con la mas tranquila indiferencia, verdad es que aun no conocia á D. Fernando.

-Sí, hermosa Maria, prosiguió el jóven, amo á una dama que vos conoceis.

-¿Yo?

-Sí, porque mora en Cabezon.

-¿Será doña Blanca?

-La misma.

-¡Ah! vos sois sin duda su prometido esposo, el hijo de D. Juan Manuel.

¿Qué decís? ¿Está prometida su mano?

-Pues que, ¿no sois vos D. Lope Manuel?

-No.

-¡Desventurada! murmuró la jóven sordamente. ¡He revelado un secreto que va á serle fatal!

Y luego como si hubiese sido herida de una idea repentina, prosiguió dirigiéndose al enfermo.

-Las gentes del lugar que refieren muchasveces lo que no existe, han dado en suponer, que doña Blanca de Cabezon se une al señor de Manuel, sin que haya otro motivo para semejante rumor, que la estrecha alianza de estas dos familias.

-No, no; el padre Anselmo me ha dicho tambien que Blanca es la prometida esposa de D. Lope.

-Vos debeis saberlo, si os ama.

-¡Oh! mas de una vez me lo ha jurado.

-Entonces, dijo la jóven con emocion, es injuriarla sospechando de su fé.

-Sí, Maria; soy un insensato en dudar de su cariño. ¿No es cierto?

-Sí, doña Blanca es incapaz de engañaros.

-Gracias, Maria, ¡Oh! no sabeis cuanto me atormentan estas dudas desgarrantes.

-Desterradlas de vuestra mente.

-Si, lo haré.

-Voy á dirigiros dos súplicas, dijo la jóven con cariñoso acento.

-Hablad, os otorgaré lo que querais.

-Quisiera saber cómo os llamabais; solo vuestro nombre, os lo ruego, el título ocultadlo; me es indiferente que seais noble ó pechero.

-Perdonad que haya dado lugar á esa súplica por mi indiscrecion. Mi primera palabra al dirigirme á vos, debió ser para pronunciar mi nombre. Me llamo Fernando Alfonso de Zamora. Mis títulos se reunen, en uno solo, que algun dia tal vez, me será fatal: soy uno de los partidarios mas queridosdel rey D. Pedro, mi señor.

-¡Que el cielo os bendiga, si le sois adicto! dijo la jóven con una animacion estraordinaria.

-Le admirais; ¿no es cierto?

-Sí, porque tambien le admira el padre Anselmo, mi protector.

-Veamos la segunda súplica.

-Os ruego que descanseis. Estais muy agitado.

-Sí, pero no habeis de abandonarme.

-Os lo prometo, no me separaré de vos hasta que os halleis restablecido.

-Gracias, Maria, ¡Oh! ¡Cómo podré recompensar!...

-Callad y reposad.

-Obedezco, Maria.

El herido volvió á arroparse, y algunos momentos despues, se hallaba sumergido en un sueño apacible y tranquilo.

Maria á los pies del lecho, acomodada en un viejo sillon, al fijar la vista en su pálido semblante, sentia que las lágrimas bañaban sus megillas, y que el sentimiento que acababa de despertarse en su pecho iba á ser profundo é inextinguible.

- V -

D. Fernando Alfonso de Zamora, lleva ya cuatro dias de estancia en la casa de los huérfanos. Sus heridas, aunque graves, ofrecen menos cuidado. Diego y Maria no le han abandonado un solo instante en este breve trascurso, durante el cual hizo rápidosprogresos el amor de Maria. La pobre huérfana, conocia que su existencia estaba ligada á la del caballero herido, mientras que la de este pertenecia á una dama de la alta nobleza; ¡triste destino era: el suyo! Amar sin esperanza, con todo el fuego de la primera edad, y á un hombre que la habla sin cesar del objeto de su cariño! ¡Cuánto sufre en estas conferencias la desventurada huérfana! Y sin embargo, en medio de este sufrimiento, experimenta un placer inefable al verse á su lado y al oir el dulce metal de su voz. ¡Pobre Maria! Presa su alma de una pasion irresistible, presto el sello del infortunio, marcará su frente.

Eran las diez de la mañana, y se esperaba la visita del cirujano. La del padre Anselmo, tenia lugar despues. El anciano anacoreta al primer aviso de la enfermedad del amigo de su rey, corrió al punto á la mansion de sus protegidos, para ofrecerle todos los auxilios de que podia disponer. Desde entonces, solia trasladarse desde su celda dos veces al dia para acompañar al herido y aconsejar á los huérfanos.

Maria al lado delenfermo, esperaba como siempre, á que la dirijiera la palabra.

-¿Ha vuelto Diego? preguntó don Fernando.

-No señor; y lo extraño, porque cuando va al castillo, apenas se detiene.

-Sin duda le retiene doña Blanca para saber de mi estado.

Maria no respondió.

-Al parecer, añadió don Fernando, es la única persona que en el castillo se interesa por el herido.

-Os equivocais, señor; D. Rodrigo ha enviado por dos veces á su escudero para saber de vos.

-Mas le hubiera agradecido que se acercase á esta morada.

-Ya vendrá; no lo dudeis.

-¡Oh! No debo esperarlo, si es cierto que dispuso de la mano de doña Blanca.

-No lo creo; es solo un rumor infundado.

-Pero del que vos habeis participado, Maria.

-¡Oh! No lo creais, dijo vivamente. Y aun cuando fuese cierto, ¿creeis que doña Blanca faltaria á la fé que os ha jurado? ¡No, no lo hará!

-Gracias, Maria; vuestras palabras me reaniman. El cirujano con toda su ciencia no me hubiera salvado de la muerte, á no contar con un auxiliar tan poderoso como la huérfana.

-¿Y por qué? Perdonad si soy indiscreta.

-Me habeis sido, vos Maria, el ángel de mi salvacion. ¿Quién me ha velado desde que estoy en este lecho? ¿Quién cuidó de mis heridas? ¿Quién combatió mi frenesí? Vos, Maria; vos que parece que descendisteis del cielo para devolver al desgraciado herido toda la dicha que habia perdido en el mundo, pues que contaba ya con su estancia en el otro.

Maria nunca respondia, cuando D. Fernando elogiaba sus cuidados. Este prosiguió:

-Cuando pueda abandonar el lecho, ya procuraré desquitarme. Averiguaré vuestros menores caprichos para satisfacerlos al punto.

-¡Empeño inútil! Nada deseo, ni nada espero.

Diego que apareció en el aposento, vino á cortar este diálogo que iba á ser embarazoso para los dos.

-¿Habeis estado en el castillo? preguntó.

-Sí, vuelvo ahora. Vuestro encargo se ha cumplido. Los señores, de Cabezon sienten mucho vuestro estado.

-¿Y doña Blanca?

-Tambien se muestra muy pesarosa por la herida que habeis recibido. Mucho se interesa por vos.

-¡Que el cielo premie su cariño, si mi destino es abandonar este mundo! dijo D. Fernando suspirando.

-Descansad, señor; ved que lo necesitais, dijo Maria con emocion.

-Sí, sí; descansaré pensando en ella.

-Vamos, Diego; dejémosle, reposar.

Y cojiendo de la mano á su hermano, salieron de la estancia, Maria le siguió hasta su aposento, y allí con una exaltacion inexplicable, le dijo:

-¿Hay algun forastero en el castillo?

-Sí, D. Lope Manuel.

-¿Le ama?

-¿Quién?

-Doña Blanca.

-¿Por qué lo preguntas?

-¡Oh! te ruego que respondas.

-¡Maria! Esa agitacion...

-Por piedad, no dejes de responderme.

-No podré asegurarte si doña Blanca ama á D. Lope pero lo que, me atrevo á afirmar es, que él la idolatra.

-¿Y ha mostrado mucho dolor al saber la desgracia de D. Fernando?

-Sí.

-¿De modo que le ama?

-Tal vez...

Diego, admirado del estado de su hermana, no acertaba á interrogarla.

-Cuando saliste del castillo ¿no te ha dado doña Blanca algun encargo para D. Fernando?

-No.

-¿Ni siquiera te rogó que le dieseis aviso de su estado?

-No.

-¡Oh! No le ama; y si es cierto, no tiene alma.

-Mucho interés te inspira el herido. ¡Maria! ¡Si su encuentro nos será fatal!

-¡Oh! No hables así; me desgarras el corazon.

-¡Maria! ¡Tú le amas!

-Sí, lo confieso; le idolatro. ¡Diego! ¡Es tan bondadoso su aspecto! ¡Sufre tanto el infeliz! ¡Su corazon es grande y generoso! Seria muy desgraciado si doña Blanca le olvidase.

-¿Y por qué?

-¡Oh! Porque no ambiciona mas que su dicha, y conozco que solo podrá encontrarla al lado de doña Blanca.

-¡Qué obcecacion! ¡Maria! Apenas puedo creer lo que veo. Tu alucinamiento me llena de espanto. ¡Qué va á ser de ti, desventurada, si el amor se apodera de tu inocente corazon!

-No temas, Diego; aunque jóven, sabré dominarme.

-¡Oh! Por el cielo, que no llegue á comprender...

-¡Nunca! ¡nunca! La herida que abrió en mi pecho, tu solo podrás sondearla en el mundo.

-¡Funesto encuentro! dijo Diego sin poder dominar su emocion. ¡Oh! Es preciso adoptar un partido desesperado. ¡Maria! Vas á seguirme lejos de Cabezon.

-No, no quiero abandonarle.

-¿Y no adviertes, infeliz, que mientras él esté aquí irá en aumento tu pasion?

-¿Qué importa? Véale yo libre de las heridas, y seré dichosa.

-Mañana vuelvo al castillo. Preguntaré á los escuderos si es cierto que está concertado el enlace de doña Blanca con D. Lope.

-Sí es cierto; pero doña Blanca ama á D. Fernando y su padre le ha ofrecido su mano para cuando termine la guerra.

-D. Rodrigo no concede la mano de su hija á un aliado de don Pedro.

-De cualquier modo, te ruego Diego, que nada refieras á don Fernando que pueda afectarle. Si doña Blanca le muestra algun desvio, debes ocultárselo. Hay que engañarle.

-¿Y para qué recurrir á un embuste? Si doña Blanca es indigna de su amor, debe saberlo al momento para que no se forge ilusiones.

-No; le amo demasiado, para hacerle sufrir. Déjame obrar en este asunto, y no temas, que sabré devolverle la salud y el reposo.

-¡Que el cielo nos proteja, hermana mia! Presiento que vamos á sufrir grandes males.

-No lo creas; soy animosa. Conozco que el cielo ha castigado mis culpas con una pasion desgraciada; pero ya será indulgente cuando las haya expiado.

-¡Maria! eres un ángel.

Ahora que sabemos lo que pasa en la vivienda de los dos huérfanos, nos trasladaremos al castillo de Cabezon para trabar conocimiento con D Lope Manuel, personage poco importante en esta verídica historia; pero que no podemos dejar de traerle á la escena, por la naturaleza del papel que en ella debe representar.

Hijo de D. Juan Manuel, uno de los nobles mas poderosos del reinado de Alfonso XI, disfrutaba en la corte del conde de Trastamara el papel mas importante, por el estrecho parentesco que los unia. Siendo la casa de Manuel una de las encumbradas de Castilla, y la que poseia mas estados, D. Enrique con su natural sagacidad, comprendió que una alianza con ella, no podria menos de contribuir poderosamente á la realizacion de sus proyectos ambiciosos. D. Juan Manuel poseia grandes villas y fortalezas, y podia presentar un ejército lucido, solo de vasallos de su casa. Tenia una hija que la madre del rey D. Pedro, al principio del reinado de este, pensó en darle á aquel por esposa. Mas doña Leonor de Guzman, ambiciosa como la reina doña Maria, y mas audaz, á pesar de hallarse en un encierro con la misma doña Leonor, supo burlar los planes de aquella, concertando el enlace en la prision y autorizándolo con su presencia. Cuando estuvo consumado, dió aviso á la reina, el cual, segun la opinion de los historiadores, fué la sentencia de su muerte, porque al momento dispuso que la trasladasen á Talavera, donde á los pocos dias de su llegada recibió la muerte de órden de su vengativa rival.

De esta ligera relacion, se infiere que la casa de D. Juan Manuel era una de aquellas que hacia vacilar un trono en la edad media, por mas que estuviese bien cimentado. D. Lope de Manuel, vástago de esta familia ilustre, debia figurar naturalmente como el partido mas ventajoso de Castilla, y de ahí la pompa con que habia sido recibido en Cabezon, y las fiestas conque se celebraba su llegada.

Deslumbrado D. Rodrigo al saber que amaba á su hija, procuró desde el momento borrar de su corazon el recuerdo de D. Fernando Alfonso de Zamora. Doña Blanca le amaba; pero su amor no podia haber echado hondas raices en su pecho. Le habia visto algunas veces á través de las rejas del convento. Su gallardia habia interesado su corazon; pero aun no se habia comunicado entre los dos esa tierna confianza que presta vida al amor. Solo se habian hablado por la vez primera en la ermita de Cabezon, cuando el rapto de D. Lope Alvar de Rojas, y por mas que entonces se hubiesen comunicado sus mas secretos pensamientos, no se hallaba preparado todavia el corazon de doña Blanca para comprender el cariño de D. Fernando con la intensidad que este deseaba. Si despues de aquella primera entrevista, hubiera continuado algun tiempo entregada á la soledad, el recuerdo de D. Fernando se hubiera arraigado en su pecho, y la empresa de desterrarlo hubiera sido mas dificil. Pero á los dos dias apareció D. Lope Manuel en el castillo con su comitiva. La vista de tantos caballeros no pudo menos de distraer á la dama. Jamás habia visto otro mas que D Fernando, y el encontrarse de repente en medio de tanto noble, se sintió sobrecojida de temor; luego fué serenándose gradualmente, y por último, el bullicio que producia su llegada, y la transformacion que esperimentaban los señores del castillo, acabó de familiarizarla con aquella nueva sociedad hasta el punto de presidir los juegos de los caballeros, y de oir con menos rubor sus lisonjas.

Al trasladarnos al castillo, hallábase doña Blanca asomada á un balcon, triste y pensativa, al recordar que D Fernando yacia moribundo en una rústica cabaña, mientras que ella disfrutaba de placeres que hasta entonces no habia conocido.

La visita de Diego la habia robado toda su alegria. En medio de aquel bullicio, la imajen de D. Fernando heria muchas veces su imajinacion, pero desde que le anunciaron su estado, sentia una especie de remordimiento. D. Fernando habia sido herido por D Lope Alvar de Rojas, y este la amaba. ¿No debia atribuir á sus celos el combate que tan fatales consecuencias habia producido? Ella, pues, era la causa de un duelo que retenia en el lecho del dolor al amigo del rey don Pedro.

Hallábase entregada á estos pensamientos, cuando se acercó su padre enlazando su talle por la espalda.

-Te he sorprendido, Blanca mia, dijo sonriéndose el anciano.

-¿Estabais ahí? preguntó la jóven ruborizándose.

-Sí, mientras le veias pasar.

-¿A quién?

-Me place la pregunta. ¿A quién veias pasar desle el balcon?

-Os aseguro que mi vista vagaba sin objeto por la campiña.

-¿Y no has visto á D. Lope?

-No.

-Pues acaba de salir con sus amigos.

-Estaba tan distraida...

-Vamos, pensabas en su gallardia ¿no es cierto?

La jóven no contestó; pero bajó los ojos ruborizada.

-Es un gallardo doncel. ¿Cuantas envidiarán la dicha que él te ofrece? Verdad es que nadie le iguala en riqueza y poderio.

-Padre mio; parece que olvidais á un pobre jóven, á quien poco há, he debido un bien que jamás olvidaré.

-¿Hablas de D. Fernando Alfonso de Zamora? Tienes razon; es un pobre jóven. Parece que está herido. Mucho lo siento. Es digno de compasion. Te ama y no serás suya.

-Vos le habeis ofrecido...

-Sí, un imposible. No le recordemos, hija mia; ya sabes que nos separa un abismo. Su causa es humillante. Nadie sigue hoy al rey D. Pedro. Solo los insensatos pueden auxiliarle.

-Creedme, padre mio; si algun título ha podido conceder á don Fernando un lugar en mi corazon, es el que tanto desprecio os inspira. El rey será un tirano, un cruel como decís; pero es el legítimo soberano de Castilla; y el que le combate, auxilia á un usurpador: don Fernando, sigue, pues, una causa noble, porque es legítima.

El viejo quedó absorto. Jamás habia visto á su hija bajo el nuevo aspecto con que se le presentaba á su vista. Su timidez habia desaparecido al ver juzgado con tanto rigor al que habia interesado su corazon. Nunca apareció como entonces á su vista el caballero don Fernando. Creyó por un instante que era mas digno de su cariño que D. Lope, porque al menos defendia una causa justa.

D. Rodrigo que estaba muy lejos en aquel momento de discutir con su hija, procuró sonreirse para ocultar la terrible impresion que le habian causado sus palabras.

-¡Y bien, hija mia! ¿Qué importa que defienda esta ó la otra causa, si al fin no le amas lo bastante para darle tu mano? Muchas veces lo has repetido. «Le amo, padre mio; pero ahora no quisiera ser su esposa. Es preciso que le conozca mas á fondo, que comprenda su carácter, que sondee su corazon, que...

-Basta, padre mio, os lo ruego. Eso dije; pero hoy casi puedo aseguraros con certeza que le amo mas que entonces.

-No es posible; amas demasiado á tu padre para ocasionarle semejante disgusto.

-¿Pero no habeis alentado vos su pasion?

-No; le he despedido sin concederle una sola esperanza. Tu no puedes unirte con un enemigo de tu padre, de tu hermano.

-¡Oh! Vos no me violentareis.

-Eso no, hija mia. Eres dueña de tu libertad. No soy un viejo tirano. Siempre que tu eleccion sea digna, la aprobaré. Antes que todo, tu dicha, Blanca mia.

Y el anciano estrechó contra su pecho á la jóven, que dejó correr libremente sus lágrimas.

-¿Por qué lloras? preguntó sorprendido.

-Conozco que ambicionais la alianza de D. Lope, y sin embargo, D. Fernando... mis promesas... su amor...

-Desecha vanos recelos; D. Fernando es un gallardo mancebo que se consolará muy presto de la pérdida de su amor. Si espera al término de la guerra para insistir en su pretension matrimonial, morirá soltero.

-¿Y por qué, padre mio?

-Abrigo la esperanza de que antes de un mes, concederás espontáneamente tu mano á D. Lope.

Doña Blanca no respondió; pero el rubor que asomó á su rostro manifestó al anciano que sus sospechas no eran del todo infundadas.

-Adios, hija mia, dijo besándola en la frente; voy á dirigirme al encuentro de los cazadores.

Doña Blanca, preocupada y sin poder explicar las diversas sensaciones que la agitaban, se separó de la ventana para sentarse de nuevo en el sillon. La gallardia de D. Lope Manuel y sus boatos la habian fascinado tambien como á sus padres. El recuerdo de D. Fernando perdia terreno por instantes.

Una dueña que entró en el aposento, vino á distraerla de sus pensamientos.

-El jóven Diego acaba de llegar y desea hablaros, dijo saludando.

-Que entre al punto, respondió la dama levantándose con viveza.

El hermano de Maria, acostumbrado á pisar con frecuencia aquellos umbrales, penetró en la estancia con el mayor desembarazo.

-Acércate, mi buen Diego, dijo doña Blanca tendiéndole una mano que el jóven besó con respeto. ¿Cómo se encuentra tu hermana? ¿Sigue haciendo locuras con Diana?

-Hace algunos dias que solo se ocupa del herido... dijo Diego con intencion, fijando en la dama una mirada escudriñadora.

-Sí, me han dicho que le asiste con el mas vivo afan. Maria es un ángel y devolverá la salud á ese desventurado. ¿Sigue mejor de sus heridas?

-Hay esperanzas de salvarle.

-¡Pobre jóven! ¿Conoce á los que le rodean?

-Sí, desde ayer... ¿No me direis, doña Blanca, añadió Diego vacilando, quién es ese herido? Parece de una familia ilustre.

-Es el mejor amigo del rey D. Pedro.

-Pues ahora con doble motivo bendigo la casualidad providencial que lo llevó á mi pobre morada.

-Sí, no he olvidado que eres partidario del rey D. Pedro.

-Es el legítimo soberano de Castilla, y por eso le acato y le defiendo.

-¿Os ha preguntado por mí D. Fernando?

-Sí, me envia á vos para saber de vuestro estado.

La jóven, tartamudeando, solo pudo responder.

-Decidle, que siento haber sido la causa de sus heridas.

-¿Nada mas?

-Que ruego al Santo Cristo de las batallas para que le lleve al seno de sus amigos.

-Y... ¿No deseariais verle?

-¿Qué decís, Diego? abandonar el castillo para ver á un caballero.

-Proseguid.

-No, no; es imposible.

-Os equivocais, señora, dijo Diego con grave acento. No se trata de que vayais á verle, ni de que él se traslade al castillo. Os preguntaba, si deseábais verle, y me pareció natural, sabiendo que le amais.

-¿Yo amarle? dijo doña Blanca ocultando su rostro cubierto de un vivo carmín... Sí, prosiguió despues de algunos momentos de silencio; le amo... como vos á Maria...

-Pero de otra manera, dijo Diego sonriéndose aunque con amargura.

Doña Blanca no respondió. Las palabras del jóven la causaban una turbacion inexplicable.

-Vuelvo al caserio, si no me ordenais otra cosa.

-Decidle á Maria que hace quince dias que no ha venido al castillo.

-Ahora vos misma la prohibireis que abandone al herido por veros.

-Es cierto, perdonad; estoy tan preocupada, tan...

-Adios, doña Blanca; mientras Maria esté atareada, vendré yo á veros.

La jóven sin duda quiso dar algun encargo á Diego, que no sabia cómo explicar, por que mostró durante algunos instantes, una indecision, que no pudo menos de llamar su atencion; pero al advertir que no acababa de resolverse, se retiró con alguna pausa, esperando á que le llamase: ¡vana esperanza! El generoso jóven queria llevar un consuelo al herido, y al ver frustrado su deseo, se retiró triste y pesaroso, no tanto por la pérdida de su esperanza, como por el nuevo aspecto con que se le habia presentado doña Blanca. Jamás hubiera creido su indiferencia por D Fernando, á no haberla visto por sí mismo. Ya no podia abrigar recelos. Doña Blanca, si habia amado al herido, presto llegaria á olvidarlo. Diego que apenas le conocia, y que no podia juzgar del efecto que produce el desvio de la muger amada, sintió una nueva simpatia por el herido, que unida á las que le habia inspirado, le obligaban ya á considerarlo como una persona de su familia.

Cuando Diego penetró en la estancia del herido, le halló acompañado del padre Anselmo. El ermitaño, al primer aviso de su estado, abandonó su soledad para prodigar los auxilios de la amistad al partidario del rey D. Pedro. Hacia una hora que se hallaba á su lado, exhortándole á contemplar resignado las pruebas que iba á sufrir. El padre Anselmo tenia noticia de lo que pasaba en el castillo de Cabezon, y veia con dolor la imposibilidad de que pudieran realizarse las esperanzas del herido. Doña Blanca, segun los cálculos del anciano, debia ser muy en breve, la esposa de D. Lope Manuel.

-¿Qué nuevas traeis del castillo? preguntó á Diego.

-Muy buenas, señor; allí todos se divierten.

-¿Y doña Blanca?

-Doña Blanca está pesarosa, porque se acusa del estado en que os hallais. Dice que es responsable de las heridas que habeis recibido.

-Ahora las bendigo, dijo D. Fernando con emocion, porque alentarán su amor.

-¿Y D. Lope? preguntó el ermitaño con intencion. ¿Cuándo abandona el castillo?

-Se ignora; pero sus gentes aseguran que la estancia será larga.

D. Fernando, á quien el nombre de D. Lope le causaba una impresion desagradable, se dirigió de nuevo á Diego para saber los pormenores de su visita al castillo. El jóven, consecuente con lo prometido á su hermana, nada reveló que pudiera hacer comprender á D. Fernando la indiferencia de doña Blanca, y por el contrario, de su relacion podia inferirse que le amaba todavia. Tranquilo el herido por esta parte, se arrojó en su lecho al ver que el ermitaño se levantaba.

-Descansad, D. Fernando, porque lo necesitais. Presto os veré.

El enfermo le alargó la mano y el padre Anselmo, apretándola con ternura, le dijo.

-Escribiré al rey, para que no extrañe vuestra tardanza, y le diré que antes de un mes os hallareis en Búrgos.

-No, no; dentro de quince dias me habré reunido con la córte.

-Corta es la tregua; pero vosotros los jóvenes teneis el cuerpo de hierro. Adios, hijo mio, adios; descansad, y no penseis en lo que os atormenta.

-Es imposible, señor.

El padre Anselmo cojió de la mano á Diego y salió de la estancia dejando solo al enfermo. Al llegar al aposento de Maria, hallaron á esta llorando, mientras arreglaba unos vendajes que le habia encargado el cirujano. Diego, sorprendido al verla en aquel estado, dirigió al ermitaño una mirada en que se retrataba toda la amargura de su alma.

-Padre mio, dijo con emocion señalando á su hermana, el cielo ha descargado el peso de su cólera sobre los dos huérfanos.

-¿Qué tienes, hija mia? preguntó el padre Anselmo, cogiéndola una mano y contemplándola con una ternura paternal. ¿Por qué las lágrimas bañan tus megillas? ¿Tienes algun pesar? ¿Te entristece el estado del enfermo? ¡Pobre jóven! Sus heridas son graves; pero el cielo permitirá que se cicatricen; vamos, responde á tu segundo padre.

Maria dió libre curso á sus lágrimas, y en lugar de responder á la cariñosa palabra del padre Anselmo, ocultó la cabeza entre sus manos despidiendo algunos gemidos ahogados.

-¡Maria! dijo su hermano con enérgico acento en que se descubria toda la ternura que profesaba á la jóven. Es necesario que cese esta situacion angustiosa. No puedes permanecer aquí un solo instante. Es preciso que te alejes de Cabezon. El padre Anselmo te proporcionará un asilo. ¿No es verdad, señor, que la llevareis para que se enjugue su amargo llanto?

-Veré que es lo que la atormenta.

-Una desgracia inaudita, señor; Maria ama á ese caballero con una vehemencia, que me llena de espanto.

-¿Le amas, Maria? preguntó agitado el padre Anselmo.

La jóven solo respondió con un gemido lastimero que desgarró el pecho de su hermano.

-¡Desventurada! murmuró el padre Anselmo. ¡Que el cielo te proteja! Ese amor es fatal para ti, pobre niña. ¿No sabes que don Fernando está perdidamente enamorado de la hermosa doña Blanca de Cabezon?

-Sí, sí; la adora, pero yo... yo tambien lo amo...

-¿Y qué va á ser de ti, si alientas una pasion sin esperanza?

-Morir, señor, morir; dijo Diego con desgarrador acento. ¡Oh! ¡Si yo pudiera contener los impulsos de mi corazon, ya le hubiera dicho á ese caballero, que no podiamos concederle hospitalidad por mas tiempo!

-Diego, eso seria matarme, y tu me amas demasiado para cometer un crímen semejante.

-¡Tanto le amas, infeliz!

Las lágrimas que la jóven habia ya casi enjugado, volvieron á correr libremente.

El padre Anselmo admirado de una revelacion tan inexperada, hacia algunos instantes que se hallaba entregado á una profunda meditacion. El anciano amaba á la huérfana como si fuese su hija, y por salvarla de aquella situacion tan triste, hubiera sacrificado su reposo.

-Hija mia, la dijo; tu hermano tiene razon. Es preciso que te alejes de Cabezon. Te acompañaré al convento de Santa Clara de Valladolid, donde ha estado doña Blanca. La superiora es una señora bondadosa, que antes de un mes habrá devuelto la paz á tu inocente corazon.

-Padre mio; para acudir á ese asilo es muy temprano, dijo Maria algun tanto serena. Mas adelante quizá os ruegue que me acompañeis.

-¿Y por qué no ahora? preguntó Diego.

-No quiero abandonarle en ese estado, dijo Maria enjugando una lágrima.

-El cirujano ha dicho que está fuera de peligro. No necesita ya de tus auxilios.

-No importa; le velaré hasta que abandone nuestra morada.

-¿Y vos lo permitireis, padre mio? dijo Diego.

-Sí, porque antes de ocho dias D. Fernando estará lejos de Cabezon.

Maria al oir esta respuesta, se estremeció. Su semblante alterado por la emocion, manifestó en aquel momento, con una elocuencia estraordinaria, toda la intensidad del amor que ya profesaba al herido.

-¡Maria! la dijo tristemente. ¡Cuán dichosa serias si obedecieses nuestro consejo! ¿Por qué no te alejas de su lado?

-Padre mio, me retiene, bien á mi pesar un poder desconocido que no puedo combatir. Dejadme en mi amor y mi dolor. A nadie se lo manifestaré. D. Fernando partirá luego. Su ausencia quizá cicatrice una llaga que hoy abriria mas la idea de haberlo abandonado cuando necesitaba todavia de mis auxilios.

-Diego, dijo el ermitaño estrechando la mano del huérfano, toda discusion es ahora inútil. Mañana ve á buscarme á la ermita. Allí hablaremos.

Y luego volviéndose á Maria prosiguió:

-Adios, hija mia; sé dócil á nuestros consejos, y no te arrepentirás. Sabes cuanto te ama el padre Anselmo, y que por asegurar tu dicha, atravesaria por los mayores peligros. Tranquilízate, pues, y no te entregues al dolor. El cielo te consolará.

Cuando Diego volvió al aposento, despues de acompañar al ermitaño hasta la puerta, Maria se acercó á él vivamente y tomándole una mano le preguntó con exaltacion.

-Me amas, Diego.

El jóven sorprendido al oir una pregunta tan extraña, no acertó á responder.

-¡Diego! ¿Me amas? repitió la jóven.

-¿Y lo dudas, Maria? respondió estrechándola contra su pecho y derramando dos lágrimas abrasadoras que corrian por la pálida frente de la jóven.

-Pues bien; júrame que no darás el paso mas ligero para alejar de nuestra casa al herido.

Diego vaciló un instante.

-Jura, hermano mio, jura; te lo ruego.

-Lo juro, Maria.

-Ya estoy tranquila.

Y al acabar de pronunciar estas palabras, cayó en un sillon como una masa inerte.

Tantas emociones acababan de producirla un profundo desmayo.

Cuando volvió en sí, dirijió alrededor una mirada apagada, y de repente despidió un grito penetrante. Acababa de descubrir á su lado, el pálido semblante del herido.

- VI -

D. Fernando, estrañando la falta de Maria á su lado, estaba atento á lo que pasaba á su alrededor. Un criado del caserio ya le habia informado de que despues de la salida del ermitaño, Maria se habia sentido mala, y que su hermano hacia desesperados esfuerzos para reanimarla. Como el tiempo transcurria velozmente, y D. Fernando estaba impaciente por saber el estado de la enferma, envió al criado á su aposento con encargo de averiguarlo y de llevarle al momento la respuesta. El lugareño no se hizo esperar mucho tiempo. Maria seguia entregada á un profundo desmayo. D. Fernando al saberlo, se incorporó en el lecho, y dió órden al lugareño para que le vistiese. Esta órden le dejó absorto; pero el jóven que no estaba acostumbrado á la desobediencia, le hizo un gesto imperioso, pero tan espresivo, que el lugareño temblando descolgó la ropa que estaba colgada á los pies del lecho, y se la acercó. D. Fernando no pudiendo dominar su debilidad, tuvo que dejarse caer en el lecho desvanecido; pero habiéndose recobrado algun tanto, indicó al lugareño como habia de vestirle. La operacion fué larga y penosa para el herido; mas su impaciencia solo podia igualar al ferviente deseo de ver á su hermosa enfermera. Una vez vestido, se apoyó en el brazo del lugareño, ó mas bien este le llevó en brazos al aposento de Maria, en el que le acomodó, sentándole en el sillon, que aquella tenia á su lado. Diego al verle, despidió una exclamacion de sorpresa, y de dolor al mismo tiempo.

-¡Señor; vos aquí!

-Sí, Diego: he sabido que Maria estaba enferma, y he acudido presuroso á socorrerla.

-¡Pero si no podeis sosteneros en pié!

-No importa, podré velarla y acompañarla.

Diego guardó silencio. Una nube de tristeza cubrió su semblante al fijarse en el rostro cadavérico del enfermo. Este prosiguió:

-Os ruego que me manifesteis lo que ha ocurrido. Maria, al parecer, recobra ahora los sentidos.

Maria abrió los ojos, y la primera mirada se fijó en su hermano. Luego hizo un movimiento como para despejar sus sentidos entorpecidos todavia, y descubrió á D. Fernando sentado en el sillon. Su vista la dejó absorta.

-¿Qué veo? esclamó con asombro. ¿Os habeis levantado, caballero?

-Sí, Maria; me han dicho que estábais enferma, y he venido.

-¿Vos?

-Para socorreros, siempre estaré ágil, Maria.

-¡Dios mio! murmuró la jóven. ¿Por mi causa va á empeorar su estado?

-No lo cresis, me siento ya fuerte; y ya que mis temores han sido por fortuna infundados, volveré á encerrarme en mi aposento.

Maria, profundamente conmovida con aquella muestra de interés, apenas pudo ocultar sus lágrimas. Las palabras de D. Fernando acababan de prestar un dulce consuelo á sus penas. No se habia engañado al suponer que abrigaba un corazon grande y generoso.

-Volved á vuestro aposento, señor, os lo ruego: dijo enjugando una lágrima. Estais muy débil y vuestras heridas aun no se han cerrado. Un retroceso en vuestro estado, seria fatal...

-No, dejadme permanecer algun tiempo á vuestro lado. Pudiérais empeorar, y entonces tendria que levantarme otra vez.

-Señor, dijo Diego: Maria, gracias al ciclo, se halla buena, y dispuesta á continuar vuestra asistencia. Recojeos, pues, y esperad que dentro de una hora se hallará instalada de nuevo en vuestro aposento.

-Siendo así, me retiro.

-Esperad, señor, dijeron los los jóvenes; os ayudaremos.

Diego ofreció el brazo á D. Fernando y Maria el suyo, y así cogidos llevaron lentamente al enfermo á su aposento. Maria sentia una impresion de placer inesplicable que jamás habia esperimentado. La pobre jóven casi sin advertirlo alentaba su pasion. Desde la llegada de D. Fernando, aquel era el momento mas venturoso que habia disfrutado. Le tenia á su lado, su brazo sostenia aquel cuerpo tan gallardo, que el padecimiento habia encorvado. La prueba del verdadero afecto que acababa de manifestar, la habia trasformado. Ella, que era dichosa con una sola mirada del herido ¿habia de ver indiferente el heróico esfuerzo que acababa de emplear, para acudir á socorrerla? Todos sus afanes y desvelos quedaban ya remunerados. La idea de que estaba dotado de un corazon agradecido, bastaba para recompensar á Maria de los sufrimientos de su amor.

D. Fernando descansando de nuevo en su lecho, no tardó en entregarse á un sueño profundo, que al principio alarmó á Diego. La emocion que habia esperimentado al saber que se hallaba enferma la jóven, y los esfuerzos estraordinarios que habia empleado para abandonar el lecho y trasladarse al aposento de aquella, le debilitaron de tal modo, que el cirujano cuando vino á visitarlo, al percibir su respiracion agitada, declaró que el mal se habia agravado, y que el herido necesitaria ocho dias mas de sosiego, para reponerse. Maria, acusándose de este retroceso, se propuso redoblar todos sus esfuerzos para que el enfermo pudiera burlar el pronóstico del cirujano.

Dos horas despues de este incidente, el padre Anselmo penetró en la estancia, y despues de informarse del estado de los dos jóvenes y del enfermo se dirijió al aposento de este. Maria permanecia á su lado ocupando el mismo sillon que le servia de asiento y de lecho desde la llegada del herido. El ermitaño, á quien la relacion del interés que aquel habia manifestado por Maria inspiró un pensamiento que lo preocupaba hacia algunos instantes, rogó á la jóven que le dejase solo con el enfermo, pues tenia que comunicarle una noticia importante. Maria que desconfiaba de todos los que la rodeaban, desde que su amor por D. Fernando no era un secreto, manifestó una turbacion visible al recibir aquel encargo, que el padre Anselmo para tranquilizarla, tuvo que recordarla la adhesion ciega de D. Fernando al rey D. Pedro, para que no estrañase las noticias que iba á comunicarle respecto á su estado. Sin embargo, este recuerdo no podia tranquilizarla. Si la situacion del rey no era ventajosa, D. Fernando apresuraria su partida, y Maria queria dilatarla lo posible. Inquieta, pues, á la idea de separarse del objeto de su cariño, abandonó el aposento, dando un nuevo giro á los pensamientos halagüeños que poco antes la habian preocupado.

D. Fernando aun tardó en despertar de su sueño. El padre Anselmo que esperaba este momento se apresuró á saludarle.

-¿Velábais mi sueño? le preguntó el enfermo con interés.

-Sí, hijo mio; ya sabeis que vuestro estado me ha tenido en alarma estos últimos dias.

-Gracias al cielo, señor, me encuentro muy aliviado, y espero que antes de quince dias abandonaré esta soledad.

-Que no olvidareis tan presto, ¿no es cierto? preguntó el ermitaño con intencion.

-Teneis razon; dejo en ella toda lo que poseo.

-Sí, doña Blanca de Cabezon, que es lo que mas amais en este mundo.

-Despues del rey.

-¿Y no antes?

-Os diré, padre Anselmo; al rey debo lo que soy, y aun cuando no me uniese á él la gratitud, la nobleza de su causa, sus infortunios y sus peligros, me obligarian siempre á amarle de la misma suerte. Pero no creais que es solo doña Blanca la que me recordará esta soledad. ¿Acaso no me habeis mostrado vos una ternura paternal? ¿Y creeis que puedo olvidar la solicitud de estos dos pobres huérfanos? ¡Oh! ¡Si supiérais lo que por mí han sacrificado! Maria, no ha disfrutado de un momento de reposo, y su hermano cuando no vela á mi lado, es porque tiene que preparar alguna cosa ó algun vendaje para el herido. ¡Pobres jóvenes! Decidme, padre Anselmo, vos que los conoceis y que los amais, ¿viven con privaciones? ¿Necesitarán mas intereses de los que poseen? Mucho os agradeceré que me respondais con sinceridad, pues si carecen de lo que puedo concederles, lo haré sin que lo adviertan: del otro modo lo rehusarian.

-Mucho celebro, D. Fernando, que así me mostreis la generosidad de vuestros sentimientos, porque queria imponerles un prueba. Mis dos huérfanos no son ricos, pero tampoco carecen de lo preciso. Lo que necesitan es proteccion. En el mundo no tienen mas que la mia, y bien sabeis á donde alcanza. Me encuentro casi á los bordes del sepulcro, y antes de bajar á él, quisiera estar seguro sobre su porvenir. Diego es jóven, muy jóven, y sin la menor esperiencia. Aunque educado como un villano, alienta esperanza de honores que pueden causar su ruina y la de su hermana. Su destino en el mundo es no abandonar esta soledad. Pero si yo dejase de existir, ¡cuántos peligros correria su juventud! Olvidaria mis consejos y labraria su desdicha y la de Maria.

-Perdonad si soy indiscreto, dijo D. Fernando admirado de la expresion del ermitaño, al pronunciar estas palabras. ¿Habeis conocido á los padres de estos jóvenes?

-Sí.

D. Fernando no se atrevió á dirigir otra pregunta. El ermitaño prosiguió:

-Han quedado huérfanos desde su mas tierna edad al cuidado de padre Anselmo. El les ha guiado por la senda de la vida, hasta que llegaron á la edad de la razon. Hasta ahora no ha tenido motivo para arrepentirse de los desvelos que en ellos ha empleado; pero se hallan en la edad de las pasiones, en un pais poblado de señores feudales que no respetan mas ley que su capricho, y que un dia podia arrebatarles la tranquilidad que hoy disfrutan... ¿No es cierto D. Fernando que mis temores son fundados? Hasta ahora nadie ha interrumpido su soledad, porque la proteccion del pobre ermitaño del Cristo de las batallas, impone en estos contornos al mas poderoso; pero si baja al sepulcro, que ya le llama, entonces, ¿qué será de la bella Maria tan codiciada por esos paladines orgullosos? ¿qué será del pobre Diego, objeto de la saña de sus vecinos, lo mismo de los nobles que de los pecheros? Como yo le he educado lejos sus vecinos, privado de conocer sus costumbres, se halla por su educacion en una posicion excepcional que no le permite alternar con los unos ni con los otros. Mi afan por evitarle los peligros del mundo, le ha proporcionado, ó mas bien, le proporcionará males sin cuento.

El ermitaño se detuvo; D. Fernando admirado del giro que iba tomando la conferencia, no sabia cómo esplicar el interés que el padre Anselmo manifestaba por los dos jóvenes, y para averiguarlo, se decidió al fin á interpelarle otra vez.

-Vuelvo á rogaros que perdoneis mi indiscrecion; pero estando animado del ferviente deseo de auxiliar todo lo posible á vuestros protegidos, quisiera que me ilustrárais acerca de su familia, y del porvenir que para ellos ambicionais.

-Os referiré todo lo que querais, porque al saber que les amais, formé el propósito de solicitar vuestra ayuda en su favor para cuando haya dejado este mundo.

-Mucho recordais el sepulcro, padre Anselmo, y sin embargo os veo animoso, y con mas vigor del necesario para poder continuar mucho tiempo la vida penosa que estais llevando.

-No lo creais; mi cuerpo abatido por el quebranto, demanda ya el descanso, que luego, muy luego hallaré.

El acento del ermitaño era triste y solemne. D. Fernando se conmovió al escucharle.

-Voy, pues, á hablaros, D. Fernando, como si tuviera que abandonar hoy á mis huérfanos. ¿Quereis escucharme?

El padre Anselmo guardó silencio, y D. Fernando escitado por la curiosidad, se arropó en su lecho para escuchar mas cómodo la relacion del ermitaño.

-En el siglo pasado, dijo este, existia no lejos de estos campos un castillo feudal, que durante la minoria de Alfonso XI sirvió de refugio á los enemigos de sus tutores. Habitado por su dueño el señor de Campo-Agreste y defendido por una numerosa guarnicion, desafiaba el poder del soberano de Castilla, y de todos los que intentasen alterar las costumbres del castellano.

Era el señor de Campo-Agreste un anciano encorvado, mas bien por los escesos de una vida disipada, que por el peso de la edad. Huérfano desde sus primeros años, y dueño absoluto de sus acciones, comenzó desde niño á imponer la ley inexorable de su carácter indómito á todos los que le rodeaban. A pesar de su corta edad, se entregaba á los placeres de la mesa con tal esceso, que muchas veces habia que llevarlo embriagado á su aposento. Mas tarde los placeres del amor, menguaron en parte los de la mesa, sin que los tutores y parientes que le rodeaban, pudieran desterrar con sus consejos y esperiencia los gérmenes del mal que habian arraigado en su pecho la falta de un mentor celoso é ilustrado.

Sus vasallos, al verle pasar, cerraban las puertas de su casa llenos de terror, como si pudiera contaminarles su presencia; sobre todo ejercian una vigilancia estremada sobre sus hijas, siempre amenazadas y espuestas á ser el objeto de los lúbricos deseos de su señor. Muchas habian sido víctimas de su desenfreno, y otras habian tenido que huir para salvarse de la opresion brutal que ejercia sobre los habitantes del lugar.

Esta vida disipada solo pudo terminar algun tanto al enamorarse con todo el fuego de la primera edad de los encantos de la hija del señor de Rivabella. Este noble poderoso, conocia la funesta celebridad que precedia al nombre de su vecino el señor de Campo-Agreste, y aunque sus violencias no podian inspirarle ningun temor, creyó sin embargo, que debia apartar de su vista á la hermosa Elvira, su hija, que era el objeto de todos sus cuidados y desvelos. El señor de Campo-Agreste en las diferentes visitas que solia hacer á su vecino el de Rivabella, preguntaba siempre por la hermosa Elvira; pero su padre con varios pretestos escusaba su asistencia. Convencido entonces el orgulloso castellano de que se le engañaba, conferenció con otros jóvenes disipados que le seguian en sus escursiones amorosas para trazar un camino que le pusiese en relacion con la dama de Rivabella. Una dueña de esta, que como todas las de su clase, no era insensible á ciertos alagos, proporcionó al señor de Campo-Agreste la ocasion de ver á Elvira, y prendado de su belleza empezó sus galanteos, ocultando su verdadero nombre. La dueña que secundaba sus planes, hizo elevar á grande altura las nobles prendas del enamorado caballero, y la dama que no se conformaba con el retiro que su padre la imponia, no tardó en quedar sugeta á las redes que le habia tendido su dueña. Casi todas las noches hablaba al caballero á través de una espesa reja que este á toda costa queria traspasar. Por último, se concertó el rapto. La dama se negó; pero habiendo indicado su amante que el señor de Rivabella no aprobaria el enlace con un caballero que no tenia mas fortuna que un escudo de armas, Elvira se resignó á abandonar el castillo, en la confianza de que una vez realizado el matrimonio, su padre seria menos severo. En el castillo de Campo-Agreste se hallaba preparado un aposento solitario para recibirla. El castellano le proponia ocultarla allí hasta que el señor de Rivabella perdiese las esperanzas de encontrarla. El furor de este al saber la desaparicion de su hija, no conoció límites. Como un frenético se dirigió al castillo de Campo-Agreste sospechando que el golpe habia partido de allí. La conferencia de los dos nobles fué terrible, pero Rivabella que no tenia mas antecedentes que acusar á su vecino, que el descrédito de que gozaba en el pais, tuvo que alejarse ahogando su encono y dispuesto á no descansar un solo instante mientras no descubriese el paradero de su hija.

Mientras el noble caballero recorria el pais, Elvira encerrada en el castillo de Campo-Agreste, empezaba á sentir los efectos de su imprevision. El que consideraba como su esposo ni siquiera pensaba en realizar el concertado enlace, y este desvio empezaba á alarmar á la dama. Un dia que venciendo sus escrúpulos, se resolvió á solicitar que pusiese término á la situacion penosísima en que se hallaba, el caballero dió rienda suelta á su carácter impetuoso y altanero, protestando, que no se uniria jamas á una mujer que desconfiaba de su amor. Elvira enjugó su llanto, y no volvió á recordar su pretension; pero el tiempo trascurria y se acercaba el momento de ser madre. La tierna jóven olvidaba la clausura en que vivia á la idea de estrechar sobre su corazon el fruto de su amor.

El señor de Campo-Agreste, que habia vuelto á seguir su vida licenciosa, y que empezaba á mirar con desvio á la que habia sacrificado su honor y su vida, se mostró mas tierno y mas prudente al saber que se hallaba en cinta. El orgullo de la raza que se despertaba á la posibilidad de tener un heredero de su nombre y sus estados, le obligó á devolver á Elvira todos los cuidados de que antes la habia rodeado. Dichosa la jóven al verle de nuevo entregado solo á su amor, esperaba con impaciencia el momento venturoso en que el nacimiento de un vástago de la casa de Campo-Agreste, viniese á imponer á sus padres un lazo mas poderoso que el que les habia unido hasta entonces. Pero su amante no quiso esperar este acontecimiento. El deseo de legitimar á su heredero, le impulsó á dar su mano á Elvira celebrándose el enlace en la capilla del castillo, con la asistencia de algunos escuderos muy afectos á su señor.

Aunque el señor de Campo-Agreste habia empleado todos los recursos de su ingenio para disipar las sospechas del de Rivabella, no era posible que el secreto continuase por mucho tiempo. Para asistir á Elvira en su alumbramiento y para bautizar á los dos gemelos que dió á luz, tuvieron que descubrir el secreto personas estrañas, y no todas adictas al señor de Campo-Agreste. Su vecino llegó por último á ver confirmadas sus sospechas, y entonces volvió de nuevo al castillo. El señor de Campo-Agreste para desarmarle, refirió la historia de sus amores, y su temor de que el padre de Elvira no concediese su mano á un noble, terror del pais. Terminó solicitando su perdon, y el señor de Rivabella vencido por la ternura de su hija, perdonó al fin su estravio aunque resuelto á no volver á verla. Los ruegos de su esposo y las lágrimas de esta no pudieron desamarle. El orgulloso castellano habia sido herido en sus sentimientos filiales y no podia perdonar el año de angustia que habia pasado para rescatar á su Elvira. El ermitaño del Cristo de las batallas, que era mas digno que el que ocupa hoy su ermita, de la reputacion de santidad que le concede el pais, intervino en estas querellas, pero no pudo vencer la obstinada resistencia del señor de Rivabella.

Algun tiempo despues, Elvira fué de nuevo abandonada por su esposo. Los escesos de este cada dia mas anatematizados por el pais, abrieron en su pecho una herida profunda é incurable. Viendo abierto el sepulcro, llamó al ermitaño para que implorase el perdon de su padre y le llevase á su lado para tener el consuelo de morir recibiendo su bendicion. El señor de Rivabella que en medio de su rigor idolatraba á su hija, acudió al punto á prodigarla todos los auxilios de su ternura, pero era tarde. La pobre jóven, víctima de su pasion, sucumbia en la flor de su edad; abandonada del hombre que idolatraba. Y mientras exhalaba su postrer suspiro en los brazos de su padre, aquel desalmado se ocupaba de robar á la hija de un infeliz villano, uno de los vasallos que mas adhesion le habian manifestado hasta entonces.

El señor de Rivabella despues de acompañar á su hija hasta la última morada, volvió al castillo para llevarse á sus nietos. Al bajar el puente se halló al señor de Campo-Agreste que volvia despues de tres dias de devaneos. Los dos nobles se dirigieron una mirada de ódio irreconciliable. Campo-Agreste al fijarse en la dueña que llevaba á sus dos hijos, se arrojó sobre ella como un frenético, para arrebatárselos. Entonces el de Rivabella con una sangre fria horrorosa, le cogió por la espalda y arrojándole al foso como una pelota, esclamó con acento terrible.

-¡Plegue al cielo que quedes imposibilitado para siempre de causar mas daños á tus semejantes!

La caida fué terrible; pero no privó de ningun miembro al caballero. Cuando estuvo restablecido, se apresuró con sus gentes á sitiar el castillo de Rivabella para rescatar á sus hijos. Mas de un año duró el asedio. El pais estaba aterrado al ver una lucha tan obstinada como sangrienta. De Valladolid acudian diariamente porcion de gente para auxiliar á ambos competidores. El ermitaño del Cristo de la batallas no descansaba un solo instante llevando palabras de paz y de concordia á ambos campos; pero sus consejos no eran escuchados. Perdida ya la esperanza de conciliar á los dos nobles, se dirigió á la córte del rey don Alfonso, y obtuvo de este monarca la ayuda necesaria de hombres de armas para cortar la contienda. Un mensagero del rey llevaba un pergamino de este para que, el señor de Rivabella devolviese sus hijos al señor de Campo-Agreste, y se presentase en seguida á la corte á dar cuenta de su estraña y criminal resistencia, á una exigencia tan natural como la de Campo-Agreste.

El señor de Rivabella era un vasallo sumiso y se sometió á la voluntad del monarca. Cuando el ermitaño le anunció que iba á disponer la partida de sus nietos, le dijo con una espresion de amargura que afligió al celoso anacoreta:

-Rogad al cielo, señor, que no os arrepintais un dia de haberme arrebatado esos dos niños.

-Su padre los reclama.

-Sí; pero vos le conoceis, y por lo mismo, no dudareis de que estos desgraciados llegarán á seguir sus huellas.

-¡Oh! ¡Que el cielo les llame, antes de que tan fatal pronóstico se realice!

El señor de Rivabella no pudiendo habituarse á la soledad de su castillo, llamó á su hermano el señor de Rojas, que no disfrutaba de grandes riquezas. Hacia algun tiempo que se habia casado con una dama de grande alcurnia, pero sin bienes de fortuna. Los dos esposos con un niño de tierna edad, poco tardaron en establecerse en el castillo: pero á pesar de la distraccion que prestaban al señor de Rivabella, este no podia dominar la poderosa melancolia que se habia apoderado de su ánimo desde la muerte de su hija. Se acusaba de su muerte por no haberla alejado del castillo antes de conocer al señor de Campo-Agreste, y esta idea aterradora, unida á sus temores por el porvenir de sus nietos, fueron quebrantando su salud de tal modo, que á un año despues de haberse separado de aquellos, sucumbió dejando todas sus riquezas al señor de Rojas.

El señor de Campo-Agreste dueño ya de sus hijos, y libre de la presencia de su suegro, se entregó con mas furor á sus placeres, encomendando la educacion de aquellos á algunos nobles depravados compañeros en sus orgias y en sus raptos.

Los niños respirando aquella atmósfera impura, fueron creciendo, sin cuidarse mas que de satisfacer todos sus caprichos. El ejemplo pernicioso que tenian á su vista, lejos de modificar el carácter impetuoso que habian heredado de su padre, servia para encaminarles con mas presteza por la senda de degradacion y miseria, que aquel aun no habia abandonado. A la edad, pues, de quince años poseian todos sus vicios y todo el ódio de sus vasallos.

Tantos desmanes no podian quedar impunes. Una noche el señor de Campo-Agreste al dirigirse á su castillo, despues de un nuevo atentado contra la paz conyugal de sus vasallos, fué asesinado horriblemente. Su muerte se imputó á estos; pero quedó envuelta en las tinieblas mas profundas. Hoy, despues de un transcurso de mas de 50 años, se ignora el nombre de los asesinos.

El trágico fin del señor de Campo-Agreste debió ser una leccion terrible para sus hijos. Desgraciadamente tenian estos á su lado á muchos perniciosos consejeros que se habian propuesto hacerle estéril. Despues de una corta tregua que se empleó en sufragios por el descanso del difunto, sus dos hijos se dedicaron con ardor á molestar á los nobles, y á solazarse con las hijas de sus vasallos.

Un dia que iban de caza persiguiendo á un ciervo, invadieron las propiedades de los señores de Rojas, que tambien habian muerto, no sin recomendar á su hijo que huyese todo lo posible de la relacion de los de su vecino el señor de Campo-Agreste. El jóven D. Lope que les aborrecia hacia mucho tiempo, aprovechó aquel la ocacion para demostrarlo. Al primer aviso de que sus cazadores se entretenian en destrozar sus plantios mandó reunir á sus vasallos, y con su ayuda los puso en vergonzosa fuga.

Los jóvenes Campo-Agreste juraron vengar aquella derrota y no tardaron en intentarlo. Sabedores de que el señor de Rojas iba á enlazarse con la hija de D. Sancho de Escubera, pretestaron un viaje de dos meses á Valladolid para realizar mejor su proyecto; y quince dias despues de verificarse el enlaze, cuando D. Lope se hallaba poco distante del castillo cortando una contienda promovida por dos vasallos, penetraron por una puerta secreta del mismo los dos hermanos y se apoderaron de la dama. Rodrigo el mas jóven de los dos, prendado de su belleza, la tuvo oculta en un paraje solitario, luchando aunque inútilmente para lograr su correspondencia. Era un jóven gallardo, que por su gentileza no habia recurrido jamás á la violencia para realizar sus proyectos amorosos. La esposa de D. Lope que durante los dos primeros meses de prision no cesaba de perseguirle con su desprecio y sus anatemas, acabó por perdonarle y quizás le hubiera amado, si su retiro no hubiera sido interrumpido por la llegada inexperada de don Lope. Desde el rapto de su esposa, no habia descansado un solo instante. Por do quiera que atravesaba derramaba el oro para que todos le auxiliasen en sus pesquisas. El retiro, pues, de D. Rodrigo que estaba situado á corta distancia del castillo de Rojas, no podia ocultársele mucho tiempo á sus pesquisas. El furor de D. Lope al descubrir á los dos jóvenes, apenas podia descubrirse. Serenado algun tanto, dijo á Rodrigo:

-Habeis impreso en mi frente el sello de la deshonra. ¿No me revelareis la causa de tamaño aborrecimiento?

Rodrigo mudo por la sorpresa, no acertaba á pronunciar una sola palabra. D. Lope prosiguió:

-Mi deshonra hasta ahora solo es conocida de los tres. ¿Quereis hacerla pública, caballero?

-No.

-¿Habeis robado á mi esposa para imponerme un padron de ignominia?

-No.

-¿Para abusar de su inexperiencia?

-No.

-¿Para atormentarme?

-Habeis acertado.

-Pues bien; vuestro deseo se ha satisfecho por completo. Nunca he sido muy feliz; pero ahora me consideraré el mas desventurado de los hombres. Caballero, prosiguió con acento desgarrador, me habeis arrebatado todo lo que poseia en el mundo. Me quedaba solo un nombre ilustre que ya no podré llevar sin rubor, tan pronto como se conozca lo que ahora acabo de descubrir. Sin embargo, quisiera conservarlo ileso á costa del mas grande sacrificio. ¿Os parece suficiente que corra un velo sobre lo que ha pasado?

Rodrigo que no poseia el mas ligero sentimiento de honor, se humilló ante la grandeza de aquel desventurado.

-Mandad, caballero; dijo con emocion sintiendo latir su corazon por la vez primera bajo una impresion generosa. ¿Qué quereis? Estoy dispuesto á secundar vuestros deseos.

-Os ruego que partais al punto de estos lugares, y que no volvais hasta dentro de seis meses.

-Es imposible.

-Entonces me matareis aquí. Los dos no podemos vivir en un mismo parage.

-Pues bien, nos batiremos; vos teneis necesidad de vengaros.

-Sí pero es una venganza que va á deshonrarme. Por eso quisiera mejor perdonaros.

Rodrigo reflexionó algunos instantes. Sus sentimientos villanos luchaban en aquel momento con la primera impresion generosa que se habia despertado en su alma.

-Y al cabo de los seis meses, ¿me permitireis que vuelva á mi castillo?

-Sí, porque antes el dolor me habrá conducido al sepulcro y quiero tener el consuelo de no mostrar al mundo mi deshonra.

El acento profético de D. Lope, hirió de nuevo el corazon de Rodrigo. Vencido al fin por aquella nobleza fascinadora, el jóven dijo con ademan resuelto.

-Partiré ahora; pero antes os exigiré una promesa.

-Hablad:

-Juradme que no atentareis contra el reposo de vuestra esposa.

-Os lo juro.

-Adios, señor; dadme vuestra mano.

-Eso no; es imposible.

Rodrigo inclinó la cabeza sobre su pecho, confuso y contrariado y D. Lope cojiendo de la mano á su esposa, la dijo:

-Venid señora. Nadie sospechará de vuestra ausencia. Podeis estar tranquila. Nuestro nombre no será empañado, si este caballero cumple su promesa.

-Os juro que hasta dentro de un año no volveré á Castilla.

Rodrigo sin despedirse de su hermano, se dirigió aquel mismo dia á Valladolid, y algunos dias despues se embarcaba en Cádiz para Malta con el deseo de visitar los Santos Lugares.

A los seis meses de su partida, la esposa de D. Lope dió á luz un niño, fruto de sus amores con Rodrigo. Este vivo testimonio de su deshonra acibaró los dias de ambos esposos. D. Lope, víctima de la misma enfermedad que habia llevado al sepulcro al señor de Rivabella, á los siete meses de la partida de Rodrigo sucumbió en los brazos de su esposa, dejando su nombre y sus riquezas al que á juicio de los hombres, era su hijo. El orgullo de familia, le habia arrastrado á devorar en silencio su deshonra y á legitimar á un bastardo, para que nadie se apercibiese de su desgracia. Al aproximarse su fin, llamó á su esposa para recibirla el juramento de no descubrir á Rodrigo el secreto del verdadero origen de su hijo. Aquella desventurada á pesar de hallarse encinta, lo habia ocultado á su raptor, para que este acontecimiento dilatase mas su libertad. D. Lope murió, pues, en la seguridad de que jamás se haria pública su deshonra. Sin embargo, un hombre habia profundizado este secreto. Este hombre era Garcia, hermano de Rodrigo; pero allá en lo mas recóndito de su pecho, juró conservarlo oculto hasta la muerte. Conocia el lugar á que se habia retirado Rodrigo, con la esposa de D. Lope, y la época en que la habia abandonado. Consultando solo la fechas, tenia forzosamente que penetrar el secreto.

Los hábitos de Rodrigo habian sufrido un cambio favorable, merced á las excitaciones piadosas del ermitaño del Cristo de las batallas, que se habian propuesto separarle de la senda de degradacion en que se hallaba. Garcia, mas indómito que su hermano, se mostraba poco dispuesto á modificar sus costumbres; pero la perseverancia del ermitaño triunfó de su resistencia. Hallábase entonces el jóven dominado por una pasion voraz que no habia podido satisfacer. En esta misma casa en que ahora os albergais, D. Fernando, prosiguió el padre Anselmo con voz alterada, vivia un honrado matrimonio sin mas bienes que una niña de quince años que era el encanto y admiracion de los habitantes del lugar. Fortun, que así se llamaba el padre, era un oscuro hidalgo, que por sus querellas con el señor de Campo-Agreste, se habia visto precisado á aislarse y á perder una gran parte de su hacienda, que los deudos de aquel le habian reclamado contra los fueros de la razon y de la justicia. Fortun aborrecia, pues, con sobrado motivo al hijo del que le habia usurpado su hacienda, y á la primera noticia de la pasion que sentia por su hija, la trasladó á un convento de Palencia, dispuesto á no sacarla de allí hasta que D. Garcia se hallase entregado á otro pasatiempo amoroso. Mas de tres meses tardó el jóven en olvidar la imagen de Maria, y si hubiera podido descubrir su retiro, tal vez hubiera burlado la vigilancia de su padre; pero á pesar de las muchas pesquisas que empleó, nada pudo lograr. Renunciando entonces á este devaneo, buscó otro nuevo y así fué olvidando el recuerdo de Maria.

Fortun, á pesar de verle tan distraido, no se hubiera resuelto á sacar del convento á su hija á no haberse asegurado que peligraba en su salud. Entonces se dirigió él mismo en su busca y al devolverla al seno de su familia exigió á todos la mayor reserva para que pudiera ocultarse su estancia á D. Garcia. Un dia, sin embargo, este recibió aviso de que la bella Maria se hallaba en el lugar; y no consultando entonces mas que á su pasion, resolvió pedirla por su esposa á su padre; persuadido de que de otra manera no podria realizar sus deseos. Fortun, que preferia verla muerta que enlazada con un noble tan desalmado como su padre, desechó desde luego la demanda asegurando al caballero que no veria á su hija mientras él existiese. D. Garcia conocia demasiado al viejo hidalgo, para abrigar sus esperanzas. Su desmesurado orgullo, sin embargo, no le permitia sufrir aquel primer obstáculo que se oponia á sus deseos. Resolvió, pues, emplear todos los recursos de su carácter maligno y rencoroso para hacer ilusoria la amenaza del hidalgo. Este, reducido á la última pobreza, se hallaba imposibilitado de emprender nuevos viages para guardar á su hija, y así es que todos sus esfuerzos se limitaron á imponerla una verdadera clausura en su casa. Apenas salia á la calle sino para dirigirse á la iglesia, y siempre acompañada de su padre y de dos servidores muy leales que cuidaban del caserio. No la permitian asomarse á la ventana ni bajar al patio. Encerrada de continuo en su aposento, la infortunada jóven se veia privada de sus flores, porque ni aun la permitian bajar al jardin. Esta situacion duró algun tiempo. D. Garcia, lejos de desistir, sentia crecer su pasion y la velocidad de satisfacerla. Un rapto le hubiera hecho dueño de la jóven, pero sabia que no podia verificarlo sin atravesar antes por entre los cadáveres de Fortun y sus dos leales servidores, y no estaba tan pervertido su corazon que le aconsejase cometer un crímen. Sin embargo la inaccion no hacia mas que despertarle nuevos deseos y nuevos proyectos. Sabedor un dia de que Fortun debia una gruesa suma á un vasallo de D. Lope de Rojas, le llamó á su castillo para comprarle el crédito y en seguida se lo reclamó á Fortun. El desventurado anciano se apresuró entonces á vender lo que poseia, para reintegrar á su enemigo. Solo pudo salvarse de aquel peligro eminente la casa que habitaba con su hija.

Una persecucion tan obstinada privó á Fortun del consuelo y del apoyo de su esposa y él mismo vió amenazada su existencia. Aterrado entonces á la idea de dejar huérfana y abandonada á su hija, se arrastró un dia con ella hasta la ermita del Cristo de las batallas para demandar el auxilio y la proteccion del anacoreta. El desgraciado se encontraba ya casi á los bordes del sepulcro. Conmovido el ermitaño con la relacion de sus infortunios, le prometió velar por su hija y separar á D. Garcia del funesto camino que estaba siguiendo. Tranquilo Fortun con esta promesa, volvió á su morada sostenido por su hija y en un estado de desfallecimiento que inspiró á esta sérios temores. Dos dias despues se hallaba en el lecho devorado por una calentura violenta. Maria desolada y presa del dolor mas acervo, envió á llamar al ermitaño. El cirujano la habia ofrecido escasas esperanzas. El estado de Fortun cada vez mas alarmante presagiaba un acontecimiento funesto. Cuando el ermitaño entró en su aposento, el anciano luchaba ya con la muerte. En medio de su sufrimiento pudo articular, algunas palabras para recomendarle á su hija. El ermitaño volvió á ratificar su palabra, y conociendo que se apresuraba el momento fatal, mandó retirar á Maria y se quedó solo con el moribundo para auxiliarle en sus últimos momentos.

La desesperacion de Maria al verse sola en el mundo, solo pudo igualar á la solicitud verdaderamente evangélica que el ermitaño empleó para hacerla olvidar su horfandad. Desde la muerte de su padre, se habia instalado en su casa, dispuesto á no abandonarla hasta que la tranquilidad y el porvenir de la jóven estuviesen asegurados.

Ocho dias despues de la muerte de Fortun, D. Garcia se presentó en su casa, para formular de nuevo su pretension matrimonial. La jóven al saber su llegada, se encerró en su aposento llena de espanto, y se negó á abandonarle hasta que el ermitaño fuese á tranquilizarla con la seguridad de que el caballero habia vuelto á su castillo.

D. Garcia estaba perdidamente enamorado y resuelto á sacrificar sus deseos. En la conferencia que tuvo con el ermitaño, le juró por su honor que aceptando Maria su mano, abandonaria todos sus amigos y se consagraria con todas sus fuerzas á hacer una vida ejemplar. El acento de la verdad penetra en el corazon. El ermitaño conoció entonces que Maria podia obrar un cambio en la situacion del desalmado D. Garcia; pero aquella habia heredado el aborrecimiento que le profesara su padre, y estaba muy lejos de acceder á sus deseos. El ermitaño, guiado por su celo evangélico, habia concebido el proyecto de volver al redil del honor y del deber al estraviado D. Garcia, sirviendo de intercesora le bella Maria.

Mucho tiempo emplearia si fuera á referiros lo que luchó el ermitaño para conseguir su noble objeto. Solo os diré que Maria víctima de sus sentimientos religiosos, considerando en su fervorosa piedad que estaba destinada por el cielo para separar á D. Garcia de la senda de perdicion y de miseria en que se hallaba, condescendió al fin en otorgarle su mano, no sin asegurarse antes de la sinceridad de su arrepentimiento.

D. Garcia durante los dos meses que precedieron á su enlace, se consideró el mas feliz de los hombres. Maria que era un ángel con la dulzura de su carácter, calmaba muchas veces los trasportes del suyo, y le iba separando de la funesta senda que hasta entonces habia seguido. Ya no frecuentaba las orgias á que se entregaban sus amigos, ni corria en pos de las villanas. Entregado al objeto de su cariño, veia deslizarse sus dias en medio de la dicha mas perfecta. El ermitaño, orgulloso de ver el fruto de sus desvelos, hacia frecuentes visitas al castillo, y se extasiaba con la relacion que le hacia siempre Maria de algun nuevo suceso que comprobaba la reaccion favorable que se habia verificado en el carácter y en las costumbres de su esposo.

Un año despues de su enlace, Maria daba á luz un precioso niño que recibia el nombre de Diego. D. Garcia, ébrio de júbilo, solemnizó este fausto acontecimiento con mil festejos en que tomaron parte con gran contento los habitantes del lugar, tranquilos ya y en estremo alborozados al ver disipado el terror que un año antes les inspiraba su señor. Hallábase el castillo dominado por el bullicio de la fiesta cuando se presentaron á sus puertas dos peregrinos que venian de la Palestina. D. Garcia, que desde su enlace concedia á todos una cordial hospitalidad, mandó que al momento fuesen introducidos. Así que penetraron en el salon, uno de ellos le dijo con un eco de voz que hizo estremecer al caballero.

-Antes de aceptar la generosa hospitalidad que nos ofreceis, deseo que me contesteis á una pregunta que voy á dirigiros.

-Hablad.

-¿Conoceis á D. Lope Alvar de Rojas?

-Sí, le he conocido.

-¿Ha muerto?

-Sí.

El peregrino despidió un profundo suspiro, y luego añadió.

-¿Y su esposa?

-Ha muerto.

El peregrino inclinó la cabeza sobre su pecho y guardó silencio.

D. Garcia impaciente por descubrir sus facciones, le dijo:

-¿Habeis hecho voto de ocultar el rostro?

-No.

-Y luego ¿por qué no lo descubrís?

-Antes debo haceros otra pregunta.

Y fijando en D. Garcia una mirada penetrante le dijo:

-¿Sois el mismo D. Garcia que he visto hace dos años?

-No os comprendo. ¿Por qué me lo preguntais? ¿Acaso me conoceis?

-Sí; no tardeis en responderme. ¿Sois todavia el terror de vuestros vasallos?

-Esa pregunta..., dijo D. Garcia dirigiendo una mirada terrible al peregrino, envuelve una ofensa que no puedo perdonar.

-Quien os habla no os puede ofender.

-¿Quién sois peregrino?

-No lo sabreis hasta disipar mis recelos.

-Peregrino, dijo Maria que acababa de penetrar en el salon en que tenia lugar esta conferencia, D. Garcia de Campo-Agreste es hoy el ángel tutelar de sus vasallos.

-Gracias á vos, noble jóven ¿no es cierto?

La jóven bajó los ojos ruborizada. El acento del peregrino lo causaba tanta turbacion como á su esposo.

-Ahora que no puedo dudar de que eres noble y honrado, me descubriré.

Y el peregrino, arrojando á un lado el sombrero de anchas alas que cubria su rostro, añadió tendiendo los brazos á D. Garcia:

-¿Me conoces?

-¡Cielos! ¡Rodrigo! ¡Hermano mio!

Y D. Garcia se arrojó en los brazos de su hermano con una ternura que nunca le habia manifestado.

-Sí, yo soy Rodrigo, tu hermano Rodrigo que no traia de la Tierra Santa otra mision que la de salvarte del abismo en que te habia dejado.

-¿Con que tambien has variado?

-Sí, la grandeza de un solo hombre me ha salvado. Luego en la Tierra Santa he procurado expiar mis delitos; de modo que hoy cuento ya con la misericordia divina.

-¿Y quién es el que te acompaña? dijo D. Garcia fijándose en el peregrino que seguia á su hermano.

-Es un jóven que ha ido conmigo á la Palestina para cicatrizar una herida profunda que abrió en su pecho una pasion desventurada. Acércate, Pablo, prosiguió haciéndole una seña; este es el hermano de quien tanto te he hablado, y esta es su esposa, la que ha tenido la dicha de separarle del abismo en que los dos nos habiamos precipitado.

-No; quien le ha salvado, dijo Maria, es ese santo ermitaño.

Y señaló al del Cristo de las batallas que medio oculto en un rincon del aposento, veia aquella escena con una tierna emocion.

-Permitid, señor, que bese vuestra mano, dijo Rodrigo dirigiéndose á su encuentro.

-Abrázame, hijo mio, soy dichoso al ver desmentida la funesta profecia de vuestro abuelo.

Los dos nuevos huéspedes se instalaron en el castillo, y desde su llegada volvió á renacer el bullicio y la alegria que Maria le habia llevado con su presencia.

Algunos meses trascurrieron despues de la llegada de D. Rodrigo, sin que ocurriese mas alteracion en los habitantes del castillo, que un secreto pesar que al parecer ocultaba D. Garcia. Maria habia intentado descubrirlo, pero en vano. A pesar de sus afanes D. Garcia continuaba entregado á una profunda melancolia. Solo pudo distraerle algun tanto el nacimiento de una niña que dió á luz Maria y que recibió el mismo nombre de su madre. Pero despues de este acontecimiento, el oculto pesar de D. Garcia tomó mas incremento llegando á inspirar sérios recelos á su esposa. Rodrigo apenas lo advertia. Ocupado en galantear á una niña de quince años que guardaba como un tesoro el señor de Cabezon, era indiferente á todo lo que pasaba en el castillo. Al renombre odioso que le habia acompañado en otra época sucediera otro que le sirviera de talisman para penetrar en la morada lo mismo del vasallo que del rico-hombre. A unos y á otros prodigaba los auxilios que reclamaba su situacion. Al pechero le socorria si era pobre; y al noble, le mostraba la senda del deber si estaba en camino de abandonarla. Cuando ocurria algun suceso desagradable entre sus vecinos, acudia al momento para aquietar los ánimos y restablecer la paz. El Rodrigo de entonces no tenia el menor punto de contacto con el que años antes habia llenado de terror el pais. Por eso, en lugar de ser desairado por el señor de Cabezon, como lo hubiera sido en otras circunstancias, fué recibido con grandes aplausos. Su pretension amorosa caminaba á una resolucion favorable, cuando un acontecimiento tan imprevisto como lamentable, vino á sembrar de nuevo el veneno de la amargura en su corazon.

La melancolia de D. Garcia iba siempre en aumento. Al recordar su pasado, creyó que estaba destinado á sufrir la ley de la expiacion y que el encargado de enseñársela, era el caballero Pablo, compañero de su hermano Rodrigo. El desgraciado D. Garcia era víctima de unos celos tan terribles como infundados. Sospechaba de su esposa y del amigo de su hermano, y solo porque aquella le profesaba una ternura fraternal.

Devorado por sus celos, resolvió un dia confirmar sus sospechas, y poner término de una vez á la horrorosa situacion en que se hallaba. Con este objeto pretestó un viage á Valladolid y á las altas horas de la noche en que tuvo lugar su supuesta partida, entró en el castillo por una puerta secreta, y se dirigió á su aposento separado solo por un tabique del de su esposa. Allí aplicando el oido sintió un leve murmullo que le obligó á aproximarse mas y mas á la puerta. Entonces distinguió perfectamente la voz del caballero Pablo y luego la de Maria que decia.

-Cada dia le amo con mas delirio.

D. Garcia solo comprendió que su esposa al dirigirse al caballero le aseguraba que cada dia le amaba con mas delirio. Ciego entonces por la funesta pasion que le dominaba, dió un terrible empellon á la puerta que cayó al suelo hecha pedazos. Y desnudando el puñal que llevaba sujeto al costado, de un solo golpe dejó muerto al caballero Pablo, que se hallaba sentado tranquilamente al lado de Maria. Esta, al verle en aquel estado, despidió un grito penetrante que D. Garcia atribuyó al dolor que le inspiraba la muerte del caballero. Ofuscado entonces por el velo de sangre que cubria su vista, se arrojó sobre su esposa, enterrando una y otra vez el puñal en su pecho. Esta escena fué tan rápida que no duró el tiempo que acabo de emplear en referírosla. Rodrigo hacia un instante que habia abandonado el aposento de su cuñada para buscar la banda que esta bordaba en las ausencias de su esposo, y con la que queria sorprenderle el dia que se verificase el enlace de Rodrigo. Hacia mas de una hora que los dos cuñados y el caballero no se ocupaban mas que de encomiar las prendas y el cariño que profesaban á D. Garcia y la conversacion continuaba bajo el mismo tema cuando este subrepticiamente se acercó á la puerta. El terror y el asombro de Rodrigo al penetrar en el aposento con la banda, apenas puede esplicarse. Su hermano con la sonrisa de la venganza satisfecha se hallaba ya contemplando á sus víctimas.

-¡Qué horror! esclamó Rodrigo cubriéndose el rostro con las manos.

-¡Muy bien has guardado mi honor, hermano Rodrigo! dijo don Garcia sediento todavia de venganza y esgrimiendo el puñal homicida.

-¿Qué dices, desventurado?

-Que han recibido una muerte hermosa. Ninguno de los dos ha despedido un solo gemido.

-¡Dios mio! ¡Este es un sueño horrible! dijo Rodrigo pálido como un difunto. ¿Qué te ha movido, infeliz, á cometer este doble crímen.

-¿Y me lo preguntas, Rodrigo? Tú solo eres el criminal; tú, que has venido á turbar mi dicha, y á arrebatarme todo lo que poseia! ¿No sabias, hombre funesto, que tu amigo amaba á la esposa de tu hermano.

-Mientes como un villano.

-Rodrigo; aun está el acero en mi mano. ¡Ay de ti si te atreves, á provocarme!

-¡Miserable! El delirio ha estrabiado tu razon. ¿Qué fatal engaño te ha conducido á sospechar de ese ángel?

-Le amaba; yo mismo acabo de escuchar sus palabras.

-Imposible; aun no hace cinco minutos que Maria, ébria de júbilo al pensar en la sorpresa que te preparaba, nos referia con el mas puro entusiasmo toda la adoracion que te profesaba. ¿Ves esta banda? Pues hace un momento que me la ha pedido para enseñársela á Pablo, es el fruto de sus vigilias. La bordaba para que te engalanases con ella el dia de mi boda.

-¡Imposible! la he sorprendido pronunciando estas palabras; Cada dia le amo con mas delirio.

-¡Funesto error! ¿Y no adviertes, desgraciado, que eso es imposible, que Pablo luchaba todavia con la pasion que le atormentaba hacia tres años, y que Maria al hablarle se referia á ti, á ti, miserable objeto de su adoracion?

D. Garcia al oir estas palabras sintió un estremecimiento involuntario y su rostro se cubrió de una mortal palidez.

Rodrigo se apresuró á socorrer á las dos víctimas aunque por su estado comprendió al momento que todo auxilio era inútil. Pablo tenia atravesado el corazon. Maria aunque habia recibido mas heridas, respiraba todavia.

-¡Dios mio! dijo Rodrigo procurando contener la sangre que salia de sus heridas. ¡Aun no ha muerto!

La jóven, sin embargo, se hallaba ya moribunda. Rodrigo no sabiendo que hacer para auxiliarla, cojió un jarron de flores, y derramó todo el agua que contenia sobre el rostro de la víctima. La frialdad del agua la produjo un estremecimiento convulsivo y entreabrió sus ojos ya vidriosos por el velo de la muerte.

-¡Maria! ¡Maria! repitió Rodrigo derramando lágrimas amargas sobre el rostro cadavérico de la víctima. Esta volvió á cerrar los ojos; pero sin duda conoció el metal de su voz, porque pronunció su nombre con un esfuerzo, estraordinario.

-Sí, yo soy Rodrigo, tu hermano Rodrigo que quiere salvarte.

La jóven hizo entonces un gesto negativo con la mano. Ya no podia hablar...

-¿No es cierto, Maria, que eres inocente? preguntó con ansiedad.

La víctima solo respondió haciendo una cruz con sus manos, y besándola, moviendo al mismo tiempo la cabeza con sentido afirmativo. D. Garcia al advertirlo, arrojó el puñal y se arrodilló á sus pies.

-¿Eres inocente, Maria? preguntó con voz ahogada por los sollozos.

Maria volvió á hacer el mismo movimiento afirmativo, y estendió su mano como si buscase la de su esposo. Este se apresuró á darsela. Entonces la víctima imprimió en ella un beso helado derramando al mismo tiempo una lágrima.

-¡Desventurada! dijo Rodrigo sollozando. ¡Acaba de recibir la muerte de tu mano y te perdona... ¡Oh! ¡Maria! ¡Eres un ángel!

D. Garcia no podia derramar una lágrima. Su vista estaba extraviada. Arrodillado á los pies de su esposa parecia una estátua sepulcral.

-Es preciso salvarla, dijo Rodrigo haciendo un esfuerzo como si tratase de incorporarse, pero Maria no se lo permitió con un ligero movimiento.

-¿Qué deseas, infeliz? la dijo besando su mano. ¿Crees que es tarde para salvarte?

La jóven hizo una señal afirmativa.

-No importa, buscaré un cirujano, aunque se esconda en las entrañas de la tierra.

Maria cuya respiracion era cada vez mas agitada, le indicó con la mano que se quedase.

-Garcia, dijo Rodrigo, vé á buscar á los dos niños. Que al menos tenga el consuelo de verlos á su lado en este momento supremo.

Garcia no contestó. Con la vista estraviada, fija en el cadavérico semblante de su esposa, permanecia en un estado de insensibilidad, que parecia anunciar ya en su cerebro la falta del pensamiento.

Rodrigo se levantó y soltó la mano de la víctima, que esta apretaba débilmente. Sin duda advirtió el movimiento, porque al sentir que Rodrigo se incorporaba, cojió su mano otra vez con las angustias de la muerte.

-Ya es tarde, murmuró el caballero despidiendo un gemido lastimoso.

Maria se agitó un instante, presa de una convulsion terrible y despues de estender sus manos hacia el lugar que ocupaba su esposo, quedó inmóvil... Rodrigo aplicó una mano á su corazon, pero ya no latia... Aquel ángel habia vuelto al cielo, su única morada...

El padre AnselMo al llegar á esta parte de su relacion, ocultó la cabeza entre sus manos, y empezó á sollozar.

- VII -

D. Fernando no habia pronunciado una sola palabra, temeroso de interrumpir aquella historia que tan vivo interés le inspiraba. Algunos nombres que el padre Anselmo habia pronunciado, redoblaron su curiosidad hasta el estremo de no atreverse siquiera á respirar para no perder una palabra del ermitaño. Su relacion debia terminar en breve, y, á juzgar por la impresion que le producia, creia D. Fernando que no era enteramente extraño á aquellos sucesos. Sin embargo, no se atrevia á comunicar sus sospechas. Esperaba que el ermitaño, que hasta entonces nada al parecer le habia ocultado, seguiria dispensándole la misma confianza al manifestar el verdadero objeto que le habia impulsado á revelar aquellos secretos.

El padre Anselmo tardó algun tiempo en serenarse. D. Fernando que no adivinaba la causa de su llanto, y que temia ser indiscreto, se limitó á guardar silencio, y á considerarla con la mas tierna solicitud.

-Perdonad este ligero desahogo; dijo enjugando las lágrimas que todavia bañaban sus mejillas; pero apesar de un trascurso de mas de veinte años, no puedo recordar sereno tan fatal acontecimiento.

Y despues de algunos momentos de silencio, prosiguió:

-D. Garcia no estuvo en posicion de conocer toda la enormidad de su crímen, hasta un año despues de haberlo cometido. Durante este largo trascurso, permaneció en un estado de completa enagenacion mental. Cuando estuvo mas sereno, hizo juramento solemne da abandonar el mundo para siempre, y de renunciar al cariño de sus hijos, como leve expiacion de haberles arrebatado su madre. Rodrigo al saber su resolucion trató de disuadirle, recordándole que el aislamiento que iba á imponerse era un nuevo delito, cuyas consecuencias serian fatales para sus hijos. Le recordó el abandono que iba á rodearles y su desgracia cuando al llegar á la edad de la razon se viesen solos en el mundo. D. Garcia se mostró inflexible: dijo que velando su hermano por sus hijos, no vivirian en la horfandad, y que el sacrificio de no verlos sino como una persona estraña, era preciso para expiar los crímenes que habia cometido. Rodrigo luchó aun para hacerle retroceder, ofreciendo á su vista un cuadro desgarrador de la vida de amargura que iba á buscar; pero D. Garcia que se horrorizaba á la idea de que sus hijos le preguntasen un dia por la suerte de su madre, abandonó precipitadamente el castillo, recomendando sus hijos á su hermano, y encargando á un fiel sirviente que los trasladase á la casa de sus abuelos, y les educase en el mayor retiro. Rodrigo se resistió á separarse de sus sobrinos; pero no pudo triunfar de la energia de su hermano. Los niños fueron, pues, trasladados á esta casa, en la que se instalaron como dos huérfanos, sin otro apoyo que el del fiel escudero que les acompañaba.

Rodrigo poco tardó en unirse con la hija del señor de Cabezon, y muerto este se trasladó á su castillo, porque el que habitaba le recordaba sucesos que queria sepultar en el olvido.

Los hijos de D. Garcia continuaron en este caserio al cuidado siempre del fiel servidor que aquel habia escogido. Cuando estuvieron en posicion de reflexionar en el porvenir, esperimentaron la pérdida del que hasta entonces les habia servido de padre. Diego habia cumplido ya diez y seis años, y pudo reemplazarle al lado de su hermana. Solos los dos jóvenes, apesar de su inesperiencia, prosiguieron auxiliándose mútuamente y completando su educacion hasta el punto que habeis conocido, don Fernando.

El padre Anselmo guardó silencio. Su relacion habia terminado. ¿Cual habia sido su objeto al referírsela? Se preguntaba admirado D. Fernando.

-Ya sabeis lo que ignoran é ignorarán siempre los dos huérfanos que con tanta abnegacion os están asistiendo. ¿No es cierto que ahora os inspiran mayor interés?

-Oh! sí, padre Anselmo! Ahora que conozco su origen, debo lamentar el funesto acontecimiento que les condena á vivir en esta soledad. Pero ¿cómo habiendo sido ricos sus padres se hallan reducidos á vivir hoy con tanta modestia?

-La fortuna de D. Garcia fué disipada por este y por su hermano, antes de variar de estado. Solo les quedaba su castillo que abandonaron y algunos caserios como este.

D. Fernando no respondió, y el ermitaño que leyó en sus ojos lo que sentia en aquel momento, le dijo.

-Escusado será manifestaros que el hermano de D. Garcia, es el señor de Cabezon.

-Sí, lo adivino. Ahora comprendo por qué los habitantes del castillo se muestran tan cariñosos con los dos huérfanos.

-D. Rodrigo ama á sus sobrinos; pero quisiera verlos lejos de Cabezon. Su vista le recuerda los errores de su juventud. Luego el orgullo de su linage y las alianzas que proyecta, le han trastornado de tal modo que solo se ocupa del engrandecimiento de su casa. Se halla envuelto en las discordias del reino. Ha jurado fidelidad al conde de Trastamara y no le abandonará; porque posee toda la nobleza y toda la lealtad de un castellano honrado. Si hubiera continuado en su aislamiento sin cuidarse de los bandos que agitan á Castilla, pudieran abrigar Diego y Maria algunas esperanzas de mejorar su situacion; pero la mayor parte de lo que posee lo ha empleado en ayudar al conde D. Enrique, y de perpetuar muchos sufragios por el descanso de la infeliz Maria y de su malogrado amigo el caballero Pablo.

-¿Y se ha sabido de su hermano D. Garcia?

-No.

Una larga pausa siguió á esta respuesta. D. Fernando cada vez mas admirado de la estraña confianza que le acababa de otorgar con una relacion que ocultaba santos secretos, no acertaba á dirigirle la palabra, esperando siempre una esplicacion, que al parecer se le negaba.

¿Se habria arrepentido el ermitaño de haber referido aquella historia?

El jóven no se atrevia á creerlo, y sin embargo, su silencio y el embarazo que manifestaba parecia continuar aquella sospecha.

-D. Fernando, dijo con acento solemne despues de algunos momentos de silencio; os he exigido una promesa que vais á otorgarme.

-Hablad, señor.

-Deseo que lo que acabo de referiros quede sepultado en el olvido. Sobre todo os ruego que ni aquí ni en el castillo de Cabezon, si es que vais á visitarlo, pronuncieis una sola palabra que pueda dar lugar á que se sospeche lo que D. Rodrigo no revelaria á costa de su vida.

-Nada temais; vuestro objeto al referirme esa historia terrible se ha limitado á manifestarme cuan dignos son estos dos huérfanos de la proteccion que para ellos me habeis solicitado. Ahora solo deseo que os espliqueis con la misma sinceridad y que digais: «D. Fernando, esto es lo que espero de vos.»

El padre Anselmo no respondió. D. Fernando con la mas esquisita prudencia, acababa de exigirle el último secreto.

-¿Qué pensais hacer despues que abandoneis este lugar? preguntó el ermitaño.

-Ya lo sabeis; me uniré al rey D. Pedro para no abandonarle.

-Volvereis á Cabezon?

-Sí; tengo que ver otra vez al señor de Cabezon y á D. Lope Alvar de Rojas.

-Y si los dos huérfanos necesitan vuestro apoyo ¿vendreis á ofrecérselo?

-Sí; no debeis dudarlo.

-Pues bien; hoy os he referido mas de lo que debiais saber. Dentro de ocho dias os hallareis restablecido y en disposicion de emprender vuestro viage. Os ruego no lo dilateis.

-¿Por qué?

-Creedme, D. Fernando; partid tan pronto como os lo prevenga el cirujano.

-Si vos me lo aconsejais...

-No, no; os lo ruego.

-Obedeceré, padre Anselmo.

-Pasado algun tiempo os llamaré para manifestaros el modo de premiar la ternura y los cuidados de los dos huérfanos, que tanto os ocupa desde que os hallais á su lado.

-Y no podré saber el pensamiento que os guia?

-No; gravad en vuestra memoria la historia que os he referido, y esperad. La providencia sin duda os ha enviado á este lugar para que seais el consuelo y la esperanza de los que se interesan por el porvenir de los hijos de la infortunada Maria.

Y el ermitaño al pronunciar estas palabras se levantó para dejar solo á D. Fernando.

-¿Os vais dejándome en esta oscuridad?

-No debeis quejaros; porque os he iluminado sobre el origen do los huérfanos, mucho mas de lo que hubiérais esperado. ¿Qué mas deseais saber?

-Perdonad si soy indiscreto; pero voy á decíroslo. Quisiera conocer el lazo que os une á los dos hermanos.

-No encierra ningun misterio. En mi relacion, ¿no he citado muchas veces al ermitaño del Cristo de las batallas?

-Sí; pero no sois vos.

-Teneis razon; aquel santo anacoreta ha muerto; pero si no heredé sus virtudes, me legó sus cuidados. El que mas le preocupó hasta el último instante de su vida, fué el estado de sus dos huérfanos. Así es que al recibir su último suspiro, contraje el deber sin grado de no abandonarlos. Ahora me encuentro débil y achacoso. El sepulcro me llama. He terminado mi carrera en el mundo. El señor de Cabezon no olvidará á sus sobrinos; pero las discordias del reino quizá le obliguen á abandonar la villa. Su fin tambien se aproxima. Es muy anciano y no tardará en seguirme al sepulcro. ¿Quien velará entonces por los dos huérfanos? ¿No debo pensar en buscarles un nuevo protector?

-Vuestros temores son infundados, dijo D. Fernando; D. Rodrigo y vos teneis todavia el vigor de la juventud. Quizá mi fin se halle mas próximo que el vuestro.

-No os forjeis ilusiones, D. Fernando. Mi vida y la de D. Rodrigo tocan á su término; pero aun cuando no abrigase este fundado recelo obraria del mismo modo para asegurar á los huérfanos la proteccion que perderian con nuestra muerte. Adios: cuando llegue la ocasion oportuna, me esplicaré con mas estension.

Y apretando entre las suyas la mano del jóven, se retiró dejándole admirado y sin poder desvanecer las dudas que lo asaltaban al recordar algunos acontecimientos de la historia de los señores de Campo-Agreste.

El ermitaño abandonó el caserio en un estado de angustia que hubiera alarmado á los dos huérfanos, si hubieran podido observarle; pero sin duda huyendo de su vista, habia salido del aposento del enfermo con el mayor sigilo para que no advirtiesen su partida.

Al llegar á su agreste morada el padre Anselmo, se tendió sobre el monton de heno que le servia de lecho, con el deseo de reposar algunos momentos de la fatiga de la jornada, ó mas bien de las diversas sensaciones que habia esperimentado al lado de D. Fernando Alfonso de Zamora.

Hacia una hora que el ermitaño se hallaba entregado á sus pensamientos, cuando en el umbral de la cueva apareció un caballero embozado en una larga capa.

-¿Qué buscais, señor? dijo el ermitaño levantándose.

El caballero separó el embozo de su capa, y el padre Anselmo despidió una esclamacion de sorpresa al reconocer á D. Lope Alvar de Rojas.

-¿Por qué lo estrañais? La última vez que os he visto no he podido deciros adios. ¿No os acordais?

El ermitaño no habia vuelto á ver á D. Lope desde el rapto frustrado de doña Blanca de Cabezon.

-Entrad, hijo mio, y sentaos. Seais bien venido á este asilo del infortunio. Aunque la última vez que os he visto, habeis faltado á la mansedumbre del buen cristiano, no por eso os censuro, D. Lope. Con la juventud hay que tener mucha indulgencia, y por eso perdono vuestras ligerezas. Vamos, tomad asiento.

D. Lope que sin ser muy religioso, tenia al ermitaño un profundo respeto, se sintió embarazado al oir sus palabras. Esperaba amargas quejas, y en su lugar escuchaba palabras de cariño.

-Perdonad, padre Anselmo, si he estado reacio en venir á solicitar vuestro perdon; pero la venganza me estravia. Desde aquella noche fatal vago por estas soledades como un insensato, buscando los medios de vengarme con tanto rigor como he sido castigado, y no los encuentro; pero confio en que el cielo me ayudará.

-No invoqueis al cielo, abrigando un pensamiento que le ofende. ¿De quién pretendeis vengaros?

-De D. Rodrigo de Cabezon.

-¿Con que despues de haber atentado contra el honor de su hija pensais en vengaros?

-Sí, y lo conseguiré. No es cierto que haya atentado contra el honor de su hija. Amo á doña Blanca, y si el rey no se hubiera interpuesto en mi camino, hubiera sido mi esposa aquella noche fatal.

-No ha sido el rey, sino el cielo que velaba por vos el que os separó de doña Blanca.

-Pues bien, despues de encaminarlo á su castillo con D. Fernando Alfonso de Zamora. ¿Sabeis lo que ha hecho ese noble menguado?

-Decid, lo todo ignoro.

-Me ha encontrado en el bosque, y para vengarse me impuso un castigo que me ha deshonrado.

-D. Lope; vos no sabeis lo que sufre un padre cuando ve amenazado el honor de su hija. Si D. Rodrigo estuvo severo, le sirve de escusa su edad y el orgullo de conservar ilesa la honra de su linage. No; le disculpo, como vos lo hareis algun dia. Apagad, pues, vuestro encono y no olvideis el respeto que exige la edad.

-No prosigais. Me he de vengar, y muy en breve.

-Reflexionad que D. Rodrigo es vuestro vecino, que es poderoso, que no olvida sus ofensas, y que seria un enemigo irreconciliable.

-Poco importa; yo solo recuerdo las mias y el odio que siempre le inspiró mi padre.

-¿Por qué lo sabeis? preguntó el ermitaño admirado.

-Mis vasallos aseguran que siempre han sido enemigos.

-No lo creais, D. Lope; vuestro padre apenas conoció á D. Rodrigo; porque ya sabeis que este permaneció mucho tiempo en la Palestina.

D. Lope que se habia desembarazado de su capa, se sentó en el único banco formado de la misma roca, que habia en la cueva,

-Padre Anselmo, dejemos por ahora tranquilo á D. Rodrigo y ocupémonos del objeto de mi visita.

-He sabido que D. Fernando Alfonso de Zamora no ha muerto. ¿Es cierto?

-Sí.

-Mucho lo celebro, aunque hemos sido enemigos.

-¿Os habeis reconciliado?

-No; pero la desgracia estrecha las relaciones. D. Fernando y yo amábamos á la hermosa doña Blanca; pero desde que esta se decidió por D. Lope de Manuel, creo que no hay motivo para que nos aborrezcamos. Desearia, pues, solicitar su perdon, y si vos me acompañais, iré al caserio de vuestros protegidos, donde segun me han informado está restableciéndose de sus heridas.

-Solo hay un obstáculo, y es que D. Fernando no cree en el desvio de doña Blanca, porque se lo hemos ocultado, y si llega á saberlo, estando débil, como ahora, podrá peligrar su existencia.

-Nada temais; seré prudente y discreto.

-D. Lope, dijo el ermitaño conmovido; nunca he dudado de la lealtad de vuestros sentimientos, y al ver confirmado ahora el alto juicio que de vos tenia formado, esperimento un placer que no puedo esplicaros. Yo he sido amigo de vuestro padre, D. Lope; he conocido y admirado sus bellas prendas, y nunca he podido sospechar que su hijo abandonase la noble senda que le ha dejado trazada. Por eso me atrevo á esperar que desistireis de vuestros proyectos de venganza y que no cuidareis mas del señor de Cabezon.

-No; no lo espereis. D. Rodrigo abrió en mi pecho una profunda herida, que solo podrá cicatrizarla el placer de la venganza.

-D. Lope; vuestro padre hubiera olvidado...

-Mi padre no bajaria al sepulcro sin vengarse.

-No le habeis conocido, D. Lope, y por eso le juzgais con tan poco acierto.

-Os he dicho padre Anselmo, que no nos ocupemos de D. Rodrigo. Ahora os lo ruego.

-Como gusteis; pero otorgadme una promesa.

-¿Qué deseais?

-Juradme que no atentareis contra la vida de D. Rodrigo.

-Os lo juro, dijo D. Lope con una espresion singular. Es ya muy anciano para que pueda vengarme con la espada y en lucha igual.

-Atentareis contra su esposa, contra su hija...

-Nada puedo responderos. Aun no sé como he de vengarme. Solo os diré que no tardaré en conseguirlo.

-Como respeteis su vida, no os llevará muy lejos la venganza.

-Os he dado palabra de respetar la suya, y sabré cumplirla. Ahora, si me lo permitis, os dirigiré algunas preguntas acerca de lo que pasa en el castillo.

-Hablad; ya sabeis que nadie se retira descontento de la ermita del padre Anselmo.

-¿Es cierto que D. Lope de Manuel es el prometido esposo de Doña Blanca?

-Sí.

-Y ella ¿le ama?

-Si no le ama, al menos no le mira con desvio.

-El poder de ese orgulloso doncel le ha trastornado.

-¿Qué quereis? D. Lope de Manuel es uno de los nobles mas poderosos de Castilla, y su alianza no puede menos de ser codiciada por las primeras casas del reino. No es, pues, de estrañar que doña Blanca y su familia deseen que la alianza se verifique.

-¿Y doña Blanca no amaba á. D. Fernando?

-Así lo creyó al principio; pero ahora... ahora creo que prefiere al otro.

-No hubiera creido semejante falsia á no asegurármelo vos, padre Anselmo.

-Debeis advertir, que hablo por conjeturas; pues si tengo interés en averiguar lo que preguntais, ni es permitido en mi edad ni en mi estado...

-Sin embargo; vos dominais en el castillo de Cabezon mas que su propio dueño.

-Eso dicen las gentes que siempre buscan especies para distraer al vulgo.

-Esta vez no se han equivocado al juzgar de lo que pasa en el castillo, puesto que refieren cuanto me habeis manifestado.

El ermitaño guardó silencio, y D. Lope pareció entregado á una profunda meditacion. Sus proyectos amorosos acababan de estrellarse contra el invencible obstáculo que presentaba la estancia de D. Lope de Manuel en el castillo de Cabezon. Al renunciar á ellos sentia una necesidad mas apremiante de vengar sus ofensas.

El padre Anselmo, que se habia propuesto alejar á D. Lope del camino de Doña Blanca desvaneciendo sus esperanzas amorosas, conoció que habia logrado su objeto. Su obra quedaba todavia incompleta. El ermitaño que le habia oido hablar con una secreta agitacion de su venganza, tambien se habia propuesto separarle de ella. En esta parte sus esfuerzos habian sido estériles; pero estaba resuelto á combatir su intento.

-Padre, Anselmo, dijo D. Lope preparándose para partir; si veis á D. Fernando Alfonso de Zamora, os ruego que le manifesteis mi arrepentimiento y mi deseo de obtener su perdon. Ahora que no podemos ser enemigos, conquistaré su amistad, que es de gran valia para un caballero.

-En efecto, la lealtad de D. Fernando es fabulosa en los tiempos que alcanzamos. Le haré presente vuestro deseo, y estoy cierto que le complacerá.

-¿Cuando podré verle en vuestra compañia?

-Cuando querais; todas las tardes voy á verle.

-Pues un dia vendré para que me acompañeis.

-Cuando gusteis, D. Lope.

El caballero, desatando el caballo que habia sujetado al árbol protector de la ermita, se alejó lentamente, separándose del sendero que conducia al castillo, para atravesar el valle de Altamira, siguiendo las márgenes del Pisuerga.

Absorto D. Lope en sus pensamientos, no pudo advertir que desde la Cruz del Cristo de las Batallas le seguia un hombre que por su trage ni pertenecia á la clase del campesino, ni á la entonces mas elevada de page ó escudero. Su aspecto tambien era indefinible. Los cabellos blancos que cubrian su cabeza manifestaban que habia llegado á una edad que desmentia la animacion estraordinaria de sus ojos y la espresion juvenil de su semblante. Este nuevo personage no llevaba al parecer otras armas que un grueso palo en el que se apoyaba algunas veces. Al seguir á D. Lope, no debia ser impulsado por una idea fija, puesto que se detenia muchas veces pensativo como vacilando si seguiria adelante ó retrocederia. Hallábase en uno de estos momentos de indecision, cuando D. Lope, caminando siempre con la misma lentitud, penetró en el bosque, acariciando sus vigotes, entregado siempre á la misma meditacion.

El viajero dirijió entonces una mirada inquieta al rededor, y redobló el paso para aproximarse algo mas al caballero. Cuando la espesura del bosque, apenas permitia distinguir el paso de este, el viajero se deslizó por su espalda á un estremo del sendero que aquel iba atravesando, y luego adelantándose algunos pasos, con una rapidez estraordiriaria, se arrimó á un árbol corpulento; sin duda para esperar la llegada del caballero. Este no tardó en acercarse. Entonces el desconocido con una voz bronca y desagradable le gritó.

-¡Deteneos!

D. Lope era hombre animoso y no se atemorizaba fácilmente, pero aquella voz, interrumpiendo de repente el jiro de sus pensamientos, le hizo estremecer. Sin embargo continuó su marcha con la misma lentitud, porque la espesura del bosque no le permitia apresurarla.

-¡Deteneos! volvió á repetir la misma voz.

D. Lope mas sereno se detuvo y preguntó:

-¿Qué quereis?

-Ya lo habeis oido, dijo la misma voz: primero que os detengais y luego que contesteis.

-¿Es una emboscada?

-Lo será si vos no sois prudente.

-Hablad; ya me he detenido.

En efecto, el caballero, mas bien por curiosidad que por temor, se detuvo. «Si son bandoleros, decia, deben ser muy prudentes cuando no se arrojaron ya sobre mi.»

-¿Llevais dinero? dijo la misma voz.

-Sí.

-¿Mucho?

-Cuarenta escudos.

-Si quereis hacer una obra meritoria, arrojad al suelo una pequeña parte de esa suma, y con ella salvareis á un desgraciado.

-¿Es para ti? preguntó D. Lope admirado.

-Sí.

-¿Luego estas solo?

-Sí.

-¿Y crees poderme obligar á dejarte la bolsa sin disputártela?

-Vos no provocareis una lucha que os será fatal.

-¿Y si me niego á darte lo que pides?

-Me veré precisado á asesinaros.

D. Lope á su pesar se estremeció.

-Mucho confiais en vuestras fuerzas.

-Es que no lidiaremos; tengo la flecha en el arco y por mas que querais sortearla, os matará cuando la dispare.

-¿Sois tan diestro? preguntó D. Lope ya dispuesto á no seguir adelante hasta conocer á aquel estraño bandolero.

-Si me dais vuestra palabra de caballero de no dar un solo paso hasta que vuelva á dirigiros la palabra, os lo demostraré.

-¿Sirviendo mi cuerpo de blanco?

-No señor, solo en el último estremo os mataré.

-Muy bien, dijo D. Lope cada vez mas admirado, no daré un paso: pero habeis de señalarme un blanco.

-¿Veis esa paloma que vuela á vuestra espalda?

-Sí, dijo D. Lope.

-Seguidla un instante.

-¿La veis ahora? dijo despues de algunos momentos de silencio.

-Sí; apenas se percibe.

-Pues ahora la vereis descender ya muerta.

No bien habia pronunciado estas palabras, de lo mas profundo del bosque partió una ligera flecha como una exhalacion, yendo á herir al ave, cuando casi se habia perdido de vista. El disparo fué tan certero que la paloma cayó muerta en uno de los árboles del bosque.

-Muy bien, señor bandolero, dijo D. Lope al ver esta muestra de destreza; ahora creo que podeis agujerearme el cuerpo si se os antoja; mas no creais que por eso dejaré de obrar como si no os hubiera hallado en mi camino.

-Os ruego que no me llameis bandolero.

-¿Me esplicareis entonces cuál es vuestro modo de vivir?

-Soy ballestero; pero sin dueño, y hace dos dias que apenas me alimento: desde que mi señor me ha despedido, no he encontrado apoyo en los hombres.

-¿Quién fué tu señor?

-D. Rodrigo de Cabezon.

El caballero al oir este nombre arqueó las cejas y apretó los puños desesperado. La herida que habia abierto en su pecho D. Rodrigo, aun destilaba sangre.

-¿Por qué te despidió D. Rodrigo?

-Porque maté un ciervo en su bosque y lo vendí.

-Me parece que ya no tendrás reparo en salir de tu guarida para que continuemos nuestro diálogo el uno al lado del otro.

-No puedo hacerlo.

-¿Me teneis miedo?

-No señor; pero podreis negaros á darme parte de lo que llevais y que yo necesito para comer, y entonces trataré de tomarlo por la fuerza, siendo ya muy dificil el resultado de la lucha.

-Mientras que siguiendo donde estás, dijo D. Lope, tienes seguridad de atravesarme con una flecha.

-Es cierto.

-Pues bien; ya que admiro tu buen comportamiento como bandolero, quiero perdonarte, separarte del camino fatal que vas á emprender y llevarte á mi castillo. ¿Te agrada la proposicion?

-Es tan halagüeña que me haria danzar de contento, si no viese en ella un lazo que me tendeis para hacerme expiar la detencion que estais sufriendo.

-No lo creais; iba tan distraido que ni siguiera me fijé en el camino que llevaba. Ahora conozco que no es el de mi castillo, y por lo mismo tomaré otro rumbo. Luego, como no tengo quien me llame ni me espere, es indiferente que me detenga mas ó menos, y que llegue tarde ó temprano al castillo. Así, pues, buen bandolero, no me juzgueis tan sin razon. Has tenido la fortuna de tropezar conmigo y de hacerme un favor deteniendo mi paso. Estoy risueño como pocas veces y sin saber el motivo. Tal vez esto proceda de la singularidad de nuestro encuentro. Sí, tu eres un malandrin que ha de proporcionarme algunos momentos de soláz. Lo comprendo por el efecto que me produce tu demanda y tu reserva.

Y el caballero soltó una carcajada. La aventura como acababa de manifestar, le habia puesto de buen humor y deseaba conocer al bandolero.

-Señor; vuestra risa me indica que debemos terminar luego este negocio.

-¿Aceptas mi proposicion?

-Os estais burlando, señor, como si en este momento no estuviérais atravesando uno de los peligros mas inminentes que habreis corrido.

-Lejos de burlarme, ahí va mi bolsa para que comas, desgraciado. Si quieres separarte de la carrera que vas á emprender, ve mañana á mi castillo y te daré ocupacion honrosa.

Y diciendo esto arrojó su bolsa hacia la parte del bosque donde resonaba la voz del bandolero. Durante algunos minutos se sintió cierta agitacion entra las ramas de los árboles, y luego volvió á renacer la calma.

D. Lope sin mudar de posicion esperó á oir otra vez la voz de su interlocutor; pero trascurrieron algunos minutos mas, y la soledad que le rodeaba no fué interrumpida mas que por la ligera brisa que empezaba á agitar los árboles del bosque.

-¿Os llevais el dinero sin darme las gracias? dijo esforzando un poco la voz; pero como no obtuviese respuesta recogió las bridas de su caballo y se dispuso para continuar su viage.

-Deteneos! dijo la misma voz.

-Qué. ¿No estais satisfecho? Pues os advierto que ahora ni os permitiré llevar la bolsa.

-Caballero, dijo la misma voz; sois generoso y no podré jamás olvidarlo. Ahora me he convencido de que no tratábais de engañarme; puesto que no he recogido la bolsa. El ruido que habeis advertido lo ha causado una liebre que he matado para ver si engañado por la agitacion de los árboles intentábais descubrirme.

-Veo que sois prudente, y lo celebro si es que abandonais esta carrera.

-No la he empezado ni tampoco la empezaré, si vuestra proposicion es sincera.

-Os prometo que en mi castillo tendreis una ocupacion honrosa.

-¿Y no me guardareis rencor por la que acaba de pasar?

-No; ya os he dicho que con esta detencion me habeis proporcionado un rato de soláz.

-¿Y me perdonareis?

-Si es cierto que hoy queriais robar por la vez primera, lo olvidaré.

-Os lo juro, señor; la necesidad me impulsó á obrar como habeis visto.

-Sí, desde luego se comprende que sois novicio. Pues bien; si quereis servirme, os presentareis mañana á mi escudero en el castillo de Rojas.

-¿Sereis vos acaso, D. Lope Alvar de Rojas?

-El mismo. ¿Me conoces?

-No señor; pero me han dicho que habeis jurado vengaros de D. Rodrigo y yo puedo auxiliaros.

-No me engañé cuando sin veros conocí que hablaba con un malandrin. Apuesto cien escudos á que sois el hombre que necesito. ¿Cómo os llamais?

-Sancho.

-Pues bien, maese Sancho; mañana id á mi castillo, y procurad ser bueno y honrado hasta que vuestro señor os necesite.

-Iré para que empezeis castigando mi delito. Despues os juro señor, que no os arrepentireis de haberme llamado.

-Tu delito lo he perdonado, y puesto que el asunto está terminado, si quereis acompañarme os llevaré al castillo.

Sancho tardó en responder. Sin duda abrigaba aun recelos; pero resuelto á jugar su suerte en aquel momento, salió del bosque y se arrojó á los pies de D. Lope diciendo:

-Perdon señor; pero hace veinte y cuatro horas que no he comido.

-Levántate y sígueme. El señor de Rojas no empeña en vano su palabra. Ha dicho que te perdona y quiere que no vuelvas á hablarle mas de este incidente. Ahora sígueme.

Y D. Lope pegando un espolazo á su caballo volvió á continuar su viaje diciendo entre dientes:

-El diablo me ha proporcionado lo que en vano estaba buscando. Este ballestero vale mas de lo que aparenta.

Y en efecto, D. Lope no se engañaba como veremos mas adelante.

- VIII -

Han trascurrido ocho dias despues de los sucesos que acabamos de referir en el capítulo anterior.

D. Fernando Alfonso de Zamora ya restablecido de sus heridas, se halla próximo á abandonar el caserio. Diego espera este momento con impaciencia, y Maria se aterra solo al pensar en la soledad que va á rodearla.

El ermitaño no ha dejado de visitar todas las tardes al amigo del rey. D. Lope Alvar de Rojas le ha acompañado dos veces, y los dos jóvenes rivales ya reconciliados se han jurado una sincera amistad. Sin embargo, D. Fernando conserva un triste recuerdo de esta reconciliacion. Apesar de los encargos del ermitaño, D. Lope ha revelado á su amigo el desvio de doña Maria, y D. Fernando que no exhaló una sola queja cuando vió cercana la muerte, sa halla entregado á una profunda melancolia que complica mas la situacion de la huérfana. D. Fernando, como ella, sufre en silencio, y aun se considera mas desgraciado.

El cirujano, recompensado generosamente, y con la certeza de obtener muy luego la nobleza, se ha despedido ya de su enfermo, con la esperanza de volverle á ver muy en breve, porque D. Fernando ofrece visitar luego á sus amigos.

Maria hace dos dias que no puede conciliar el sueño. La partida de D. Fernando va á dejarla un vacio que ya no podrán llenar los placeres de la soledad que antes halagaban su existencia. La pasion que alienta no conoce límites. Su destino está encadenado al del caballero. Nada que le rodee puede serla indiferente.

Diego conoce lo que pasa en el corazon de su hermana; pero la próxima partida de D. Fernando le causa una mortal inquietud. El estado de Maria de dia en dia le inspira mayores recelos. Por una parte desea verse libre de la funesta estancia del caballero, y al mismo tiempo se estremece al calcular las consecuencias de una separacion que amenaza hasta la existencia de su hermana.

D. Fernando se halla solo con Maria. Hace una hora que el jóven tiene una idea fija que le inquieta. Las palabras de D. Lope Alvar de Rojas respecto de los amores de doña Blanca y D. Lope de Manuel, resuenan sin cesar en sus oidos. D. Fernando quiere salvarse de la cruel ansiedad que le atormenta, enviando al castillo de Cabezon á la bella Maria para que inquiera el estado del corazon de doña Blanca. D. Fernando no se atreve á manifestar su deseo, porque si bien no sospecha del amor de la huérfana, comprende que es demasiado bella para servir de mensajera en sus amores.

Maria sorprendida de la preocupacion de D. Fernando no se atreve interrumpirle. La huérfana está muy lejos de sospechar que ella se la causa, y en vano se esfuerza para descubrirla. D. Fernando, venciendo al cabo sus temores, la dice:

-Maria, ¿hace mucho tiempo que no vais al castillo?

-Desde que vos estais enfermo.

-Luego mi estancia os priva de la vista de doña Blanca.

-No señor; ahora no la veo con tanta frecuencia.

-Sin duda me acusa de ese desvio.

-Doña Blanca no ignora que estais enfermo y que yo os asisto. No puede, pues, estrañar mi ausencia.

-¿Cuando la vereis? preguntó D. Fernando con un acento que llamó la atencion de la huérfana.

-Luego que vos hayais partido.

Pronunció Maria estas palabras con un acento tan triste, que conmovió al caballero.

-Parece que os aflije que yo parta, cuando por el contrario debiais daros el parabien.

La mirada de Maria al fijarse en D. Fernando, despues de escuchar estas últimas palabras dejó á este desconcertado.

-¡Qué decís señor! ¿Por qué me ha de causar placer vuestra partida?

Y una lágrima asomó á los párpados de la jóven.

-Perdonad; pero es tanto lo que os he hecho sufrir con mis heridas, que ahora que están cicatrizadas, no comprendo como no habeis lamentado una y mil veces el dia en que he venido á atormentaros. Desde que me han trasladado á ese aposento, no habeis descansado un momento. Siempre á mi lado, siempre solícita, y dispuesta á aliviar mis males, y á distraerme de mis tristes pensamientos. Maria! prosiguió el jóven apoderándose de las manos de la huérfana y estrechándolas entre las suyas, seria muy ingrato si os olvidase. La puerta me llama: Voy á partir: pero os juro por mi honor que jamás podré olvidar la solicitud fraternal que me habeis prodigado.

-Oh!, dijo la jóven conmovida, conozco que cumplireis vuestra palabra y esto premia todos mis desvelos.

-Pues bien, Maria; ya que es tan corta la tregua que hoy nos une, aprovechémosla para ocuparnos de vuestro porvenir. Un dia os pregunté si amábais. Lo habeis olvidado?

-No.

-Entonces vuestro corazon no latia bajo la impresion del amor. ¿Os encontrais hoy en el mismo estado?

Maria solo respondió con un signo afirmativo.

-Si amáseis, prosiguió D. Fernando, os salvaria de las inquietudes que ahora me atormentan, porque los obstáculos que encuentro para unirme á la mujer que adoro, los sabria desvanecer tan solo con mis esfuerzos, si con ellos hallase al hombre que os hubiese entregado su corazon.

-Gracias, señor; pero no necesito vuestra generosa ayuda. No he amado ni amaré. La huérfana verá correr sus dias en esta soledad sin inspirar un sentimiento de ternura.

Maria al pronunciar estas palabras estaba trémula, y una lágrima asomaba á sus párpados.

D. Fernando se conmovió, aunque no podia esplicar la causa de tan estraña turbacion.

-Maria ¡cuán dichoso seria el hombre que poseyese vuestro corazon!

La huérfana inclinó la cabeza tristemente sobre su pecho y no respondió. D. Fernando para dar nuevo giro á los pensamientos que la preocupaban, resolvió manifestar desde luego su deseo.

-Esta conversacion es penosa para vos, y no debemos continuarla. Maria!, añadió con una espresion singular. ¿Quereis otorgarme una gracia?

La jóven levantó la cabeza vivamente y contempló al caballero con sorpresa.

-¿Y podeis dudarlo? dijo con emocion. Mandad lo que gusteis; os lo ruego. Ya sabeis que los dos huérfanos cifran hoy su dicha en demostraros todo el interés que les habeis inspirado.

-Sí; vuestra noble adhesion me conmueve.

Y como dudase en manifestar su deseo, prosiguió:

-Os pareceré tal vez indiscreto; pero amo con ciego frenesí y no puedo combatir mi pasion.

Maria al oir estas palabras se estremeció. Fernando, sin advertirlo, prosiguió.

-Desde que me he salvado de la muerte, lucho con las dudas mas desgarradoras. ¡Maria! Empiezo á dudar del amor de doña Blanca!

-¿Qué decís, señor?

-Sí; D. Lope Alvar de Rojas me ha revelado acontecimientos que sembraron en mi pecho el temor y la zozobra. Dice que doña Blanca concede su mano á D. Lope de Manuel, y que este figura en el castillo de Cabezon como su prometido esposo. Vos lo sabeis. ¿No es cierto, Maria?

-Señor; bien sabeis que no frecuento el castillo desde que estais enfermo.

-Y nada habeis oido sobre este suceso?

-Nada, señor.

-Oh! ¿Si me habrá engañado?

-D. Lope ama como vos á doña Blanca, y no le disgustará que abandoneis vuestros proyectos amorosos.

-Sí; pero ninguno abriga, y por el contrario aborrece al señor de Cabezon. Maria!, prosiguió el caballero animándose gradualmente. ¿Quereis salvarme de esta inquietud?

-Cuando gusteis; ya os lo he dicho.

-Pues bien; acercaos al castillo y á la vuelta no me oculteis la verdad. Quiero saberlo todo. Doña Blanca os ama y nada os ocultará. Perdonad si el encargo os ofende; pero mi pasion no me permite reflexionar. Además, yo solo deseo que con la sinceridad de vuestra alma me digais si doña Blanca es ó no digna de mi amor. ¿No es verdad que hareis el encargo y que me perdonareis?

-¿Y qué he de perdonaros? dijo la huérfana ocultando una lágrima que iba á deslizarse por su mejilla. Nada mas natural que deseeis salvaros de esa cruel incertidumbre. Iré al castillo; hablaré á doña Blanca y volveré para tranquilizaros.

-Id, hermana mia! ¡El cielo os lo premiará!

Maria trémula y ajitada por mil diversas sensaciones, se levantó mas bien para no manifestar al caballero lo que sentia en aquel instan te, que por cumplir su encargo. D. Fernando estrechó su mano entre las suyas y la acompañó hasta la puerta.

Algunos momentos despues, Maria se dirijia al castillo de Cabezon para visitar á doña Blanca.

La situacion del castillo no habia cambiado. D. Lope de Manuel seguia disfrutando de la hospitalidad de D. Rodrigo, galanteando á las dos damas, y ocupándose de fijar el dia de su enlace.

Doña Blanca subyugada por los modales cortesanos del caballero, y por los nuevos medios de atraccion que de dia en dia empleaba para acabar de fascinarla, apenas recordaba la estancia de D. Fernando Alfonso en Cabezon. Oia hablar de su próximo enlace con una indiferencia que admiraba á su madre. Doña Beatriz habia visto á D. Fernando solo dos veces en el castillo, y sin embargo le inspiraba mas simpatias que D. Lope de Manuel. Al principio habia visto con sorpresa la predileccion de su hija por este caballero, y aun dudó si esta ocultaria alguna segunda intencion; pero no tardó en conocer que el recuerdo do D. Fernando Alfonso nunca habia estado arraigado en el corazon de doña Blanca.

Cuando Maria llegó al castillo, hallábase doña Blanca encerrada en su aposento, entregada á las mas risueñas esperanzas. Hacia un instante que su padre le habia hablado de su próximo enlace y de la necesidad de partir para Sevilla tan pronto como se verificase. Doña Blanca, que soñaba con los placeres que se disfrutaban entonces en aquella populosa capital, contaba los dias que le faltaban para emprender el viaje, aunque esta idea halagüeña no dejaba de ser turbada por el sentimiento de abandonar la mansion de sus mayores. Pero toda su dicha se cifraba en ver á Sevilla, la ciudad que en aquella época era objeto de los deseos de todo viajero aragonés.

Doña Blanca se vió distraida de sus risueños pensamientos con la llegada de la huérfana. Su sorpresa al verla fué estremada.

-¿Tú aquí Maria? dijo enlazándola con sus brazos.

-¿Por qué esa sorpresa?

-Si hace tanto tiempo que faltas del castillo! Creí que lo habias olvidado.

-Pues yo al contrario, dijo Maria, estaba en el error de que vos os dabais el parabien por ese olvido.

-No te comprendo, dijo doña Blanca ruborizándose.

-¿Acoso ignorais el motivo poderoso que me detuvo lejos del castillo?

-No, Maria no; lejos de estrañar tu ausencia, la he aplaudido. Diego te lo habrá dicho en mi nombre. Y bien! ¿cómo sigue el enfermo?

-Gracias al cielo se encuentra casi restablecido.

-Siéntate á mi lado; quiero que me refieras todo lo que ha pasado desde nuestra última entrevista.

-La relacion ocupará mucho tiempo y no puedo detenerme.

-No importa, es preciso que me remuneres de las visitas que has dejado de hacerme.

-¿Pero que he de referiros que no sepais ya por mi hermano?

-Sí, Diego me ha dicho que has sido un ángel de consuelo para el herido. ¡Pobre jóven! Es tan noble!

-¿Vos le conoceis hace mucho tiempo?

-No; cuando estaba en el convento solia hablarme á la reja.

-Y... le amais? preguntó Maria temblando.

-Sí; como tú Maria.

La huérfana se estremeció y su semblante se cubrió de una mortal palidez.

-Pues él os ama, contestó sin poder dominar su emocion.

-Y tú lo crees, Maria! Los caballeros de la córte del rey D. Pedro son demasiado presuntuosos para caer en las redes del amor. D. Fernando es cierto que me declaró el suyo, y que yo lo acepté reconocida; pero me engañé, porque confundí el amor con el agradecimiento.

-De modo que lo habeis olvidado?

-No, eso seria una ingratitud que no me perdonaria á mí misma. D. Fernando me ha salvado de un lazo en que hubiera peligrado mi honra, y esto es suficiente para que le conserve un eterno agradecimiento.

-Pues él os ama con ciega idolatria. No me habla mas que de vos.

-Si D. Lope no se hubiera cruzado en mi camino, dijo doña Blanca, tal vez hubiera llegado á ofrecerle, mi corazon; pero ya es tarde.

-Dice el vulgo que D. Lope es un caballero esforzado, de grande alcurnia, y de tanto poderio como el monarca de Castilla, dijo Maria con triste acento.

-Es cierto.

-Dicen mas, que su hacienda no es inferior á la del rey.

-Y tambien es cierto.

-Y que su gallardia es celebrada por los primeros juglares de Castilla.

-Sí, sí.

-¿Vos le amais, doña Blanca?

-Como que muy en breve seré su esposa.

-Luego D. Fernando debe perder toda esperanza.

-Ninguna debe abrigar. Mi padre le ha desahuciado por completo.

-Lo siento por vos doña Blanca.

-Por mí?

-Sí, porque no conoceis el tesoro que encierra el corazon de ese caballero.

La voz de la jóven al pronunciar estas palabras era tan apagada que doña Blanca apenas la comprendió.

-¡Si supierais á que estremo llega su pasion! Oh! me parte el corazon cuando se entrega á sus proyectos de ventura y cuando habla del amor que dice le profesais.

Doña Blanca no respondió. Las palabras de la huérfana le causaban una impresion angustiosa.

-Su situacion, pues, no puede ser mas crítica. Abriga esperanzas que van á desaparecer, dejándole entregado á la mayor desesperacion.

-Mucho te interesa, Maria: dijo doña Blanca fijando en el semblante de la jóven una mirada penetrante. Maria sostuvo esta mirada con firmeza.

-Teneis razon, doña Blanca. No ha podido menos de inspirarme la mas viva simpatia la pasion noble y pura que abriga por vos en su pecho ese caballero. Por vos ha recibido una herida que le ha puesto á los bordes del sepulcro, y por vos ha corrido riesgos que hubieran llenado de orgullo á la dama mas hermosa de Castilla.

-¿Soy acaso dueña de mi corazon? dijo doña Blanca conmovida. Admiro á D. Fernando y creo que hubiera llegado á amarle si no me hubiese aterrado la lucha que habria sostenido con mi familia.

-Decid mejor que don Lope de Manuel os ha fascinado.

-¡Sí! ¿Por qué negarlo? D. Lope ha despertado en mi corazon un sentimiento que jamás me ha inspirado D. Fernando. Y no creas que aparezca este á mi vista con menos títulos que aquel á mi cariño. Si D. Lope posee altas prendas, D. Fernando nada tiene que envidiarle.

-¡Oh! Sobre ese punto no debeis abrigar el menor recelo, dijo Maria con entusiasmo. D. Fernando Alfonso es la flor de la nobleza castellana.

-¡Que el cielo le conceda la dicha que solicito para mí!

Maria se levantó.

-¿Cuando parte? preguntó doña Blanca al advertir este movimiento.

-Mañana al amanecer. ¿Quereis verle?

-No, no; sufriria con su presencia si es cierto que me ama.

-Sí, mejor es que no os vea ¿Quereis que me despida de él en vuestro nombre?

-Sí, te lo ruego.

-¿Y qué le diré?

-Que jamás se borrará de mi corazon el recuerdo de gratitud que me deja.

-¿Nada mas?

-Y que deseo su dicha al lado de una muger que le ame mas que doña Blanca.

-No lo olvidaré.

-Y ahora que quedas libre del cuidado de enfermera, ¿no me verás con mas frecuencia?

-Sí, vendré; aunque no tantas veces como deseo. Todas mis labores estan abandonadas desde la venida de ese caballero, y tengo que emplear mucho tiempo en arreglarlas.

-No por eso te olvidarás de las damas de Cabezon. ¿Has visto á mis padres?

-Sí; ya me he despedido de ellos hasta dentro de quince dias.

-¿Tan tarde?

-No puedo veros mas presto.

Y Maria se separó de doña Blanca con el corazon oprimido por el dolor, sin saber de que términos habia de valerse para comunicar á don Fernando el resultado de su visita al castillo.

Hallábase el caballero impaciente por la tardanza de la huérfana. Su ansiedad crecia por instantes á medida que las horas trascurrian y que se prolongaba la visita. No recordaba que desde su llegada al caserio, no habia vuelto al castillo y que naturalmente habia de detenerse mas tiempo que el de ordinario. Sin embargo, la detencion de la huérfana no era producida por el mucho tiempo empleado en el castillo. La incertidumbre en que se hallaba, la hacia detenerse á cada paso temerosa de llegar al caserio. Queria evitar á don Fernando un desengaño funesto, y por otra parte no podia resolverse á continuar sus esperanzas amorosas. Si el primer medio le parecia desesperado, el segundo se ofrecia á su vista bajo un aspecto mas terrible. Ni podia decir la verdad á don Fernando, porque el pesar alteraria su salud tan quebrantada, y ocultarle lo que pasaba en el castillo, era fomentar su pasion por doña Blanca. Aunque su carácter y su corazon se rebelaban contra este último partido, resolvió llevarlo adelante, porque la ceguedad de su amor, no la permitia dar un disgusto á sabiendas al enamorado don Fernando.

Maria antes de llegar al caserio encontró al caballero que se habia adelantado á su encuentro. Confusa la huérfana con esta visita inesperada, permaneció confusa algunos instantes sin poder contestar á las mil y mil preguntas que le dirijia. Por último se sentó en el banco de piedra que se hallaba á la entrada del jardin del caserio, y rogó á don Fernando que la acompañase para disfrutar del hermoso panorama que se descubria á su vista.

-¡Y bien Maria! dijo estrechando una mano de la jóven entre las suyas y devorándola con la vista. ¿Nada me decis?

-¿Sois tan exigente que no me dejais descansar? respondió con una graciosa sonrisa.

-¿No sabeis que hace dos horas os espero con la mas viva ansiedad?

La risueña espresion que habia aparecido en el semblante de la huérfana, desapareció al oir estas palabras.

-Veamos, dijo esforzándose para aparecer tranquila. ¿Qué es lo que deseais saber con mas premura?

-¿Y me lo preguntais? ¿Acaso habeis olvidado que doña Blanca es el sueño de mi vida?

-No, y por eso voy á hablaros de ella.

La voz de Maria era trémula al pronunciar estas palabras.

-¿Me ama? preguntó D. Fernando con acento apagado.

-Sí.

-Gracias, Maria, gracias; me habeis aliviado de un peso enorme. D. Lope Alvar de Rojas y el padre Anselmo, me habian hecho concebir las dudas mas desgarradoras; pero vos acabais de desvanecerlas. Y decidme, Maria, ¿confia en nuestra union?

-No; ha perdido la última esperanza.

-Su padre tal vez...

Y D. Fernando no se atrevió á terminar la frase.

-Su padre quiere que dé su mano á D. Lope de Manuel.

-¿Y ella?...

-Ella... contesta con el silencio, que es lo mas prudente.

-Y su padre ¿se atreverá á violentarla?

-No; no debeis esperarlo de un noble tan bondadoso.

-Si doña Blanca no me olvida, ¿qué importa la demanda de D. Lope?

-Ya veis, dijo Maria sonriéndose, que la mensagera no ha sido de malas nuevas. Otras pudiera daros pero no me pertenecen.

-¿Y os habló de mí?

-Sí por cierto; vuestra salud la interesa de un modo que no podré esplicaros, dijo Maria con una espresion singular.

Maria no pudiendo dominar su emocion se levantó con presteza para entrar en el caserio.

-¿Me abandonais? preguntó D. Fernando.

-No por cierto, ¿acaso quereis continuar aquí?

-Estais conmovida. El viage sin duda os ha molestado. Venid; necesitais algunas horas de reposo.

-No lo creais, D. Fernando. Estoy acostumbrada á ir y venir al castillo con mas ligereza de la que habeis visto, y sin molestarme.

-Entonces... D. Fernando no se atrevió á terminar la frase.

-Hablad! dijo Maria dirigiéndole una mirada de sorpresa.

-Quisiera que no os separáseis de mí tan pronto.

-Por qué? ¿Me separo por ventura yendo juntos al caserio?

-Es que aquí nadie nos interrumpe...

-Os comprendo, dijo Maria tristemente dejándose caer sobre el banco. Quereis que os hable de doña Blanca.

-No, no; al contrario.

La huérfana fijó en su semblante una mirada de asombro.

-Si no quereis que hable de doña Blanca, ¿por qué me deteneis?

-¿Por qué Maria? Porque parto al amanecer y quiero despedirme de vos.

Un rayo que hubiera caido á los pies de la jóven, no le hubiera ocasionado una impresion tan profunda como estas palabras de D. Fernando.

-¿Partís mañana? Dijo con acento apagado ocultando una lágrima que asomaba á sus párpados.

-Sí, Maria; el rey me espera y no debo prolongar mas mi estancia en Cabezon.

Maria no respondió. Aquella nueva inesperada la habia dejado sin movimiento. Aunque pensaba con espanto en la próxima partida de D. Fernando, no contaba con que se realizase hasta despues de ocho dias. En aquel momento recordó las misteriosas conferencias de su hermano Diego con el ermitaño, y no pudo menos de atribuir á su resultado el proyecto que acababa de comunicarle D. Fernando.

-¿Os causa pesar mi partida? preguntó el caballero contemplándola con una tierna espresion.

-Sí, D. Fernando. ¿Por qué ocultarlo? ¿No me habeis concedido la ternura de un hermano? Si no me afectase la idea de no veros ya mañana, no mereceria ese título que he aceptado con el mas vivo agradecimiento.

-Tambien yo sufro con esta separacion, Maria; porque sin advertirlo, me habeis inspirado un sentimiento que me esplicaria de otra suerte si no amase á doña Blanca. Pero tranquilizaos; nuestra separacion será muy corta; os lo prometo.

Maria con la cabeza inclinada sobre el pecho le escuchaba sin responder, D. Fernando prosiguió:

-Ahora que estamos solos, Maria, y que dentro de algunas horas nos separará una gran distancia, ¿no me direis con la sinceridad de vuestra alma si abrigais algun deseo quo pueda yo satisfaceros como una muestra de ese sentimiento que ya nos une? Ya sabeis que soy vuestro hermano, y que nada debeis ocultarme.

Maria, como si despertase de un letargo levantó la cabeza y miró al caballero con una triste espresion. Luego, cruzando las manos sobre su pecho, empezó á sollozar.

-¿Qué teneis? Maria; por el cielo no me oculteis vuestras penas. Ese llanto me revela que no sois tan dichosa como he creido. Por eso insisto ahora en mi demanda. Es preciso que lea en vuestro corazon.

La huérfana se estremeció, y de su pecho salió un sordo gemido. En medio de su desesperacion conoció que era preciso esplicar aquellas lágrimas que tanto preocupaban á D. Fernando.

-Perdonadme este ligero desahogo; dijo esforzándose para mostrarse tranquila: estas lágrimas no deben alarmaros. Son lágrimas de gratitud que vuestra generosidad hace derramar. Me preguntais lo que deseo, D. Fernando; prosiguió con una emocion que iba en aumento. ¿Acaso tengo ambicion? Ya os lo he dicho otra vez. Toda mi dicha se encierra en esa cabaña que será mi sepulcro.

-De modo que ni aun llevaré el consuelo de haberos manifestado todo el interés que me inspira vuestro porvenir.

-No os cuideis de mí, D. Fernando. Partid tranquilo. Solo os ruego que no olvideis á los huérfanos de Cabezon.

Maria ambicionaba un recuerdo del hombre que tanto amaba; pero no se atrevió á solicitarlo.

-Y si algun dia necesitareis el apoyo de D. Fernando, ¿lo solicitariais?

-Lo haria sin vacilar; os lo juro.

-¿Quién me dará razon de vos cuando esté lejos de Cabezon?

-El padre Anselmo.

-Bien; ahora partiré mas tranquilo. No quiero deteneros mas tiempo. Voy á hacer mis preparativos de viage.

-D. Fernando se levantó y alargó una mano á la huérfana para que se apoyase. Hallábase tan conmovida que apenas podia tenerse en pié.

El estado de la huérfana era cada vez mas lamentable. Solo D. Fernando que era víctima de una pasion como la que alentaba Maria, podia dejar de leer lo que pasaba en su corazon.

- IX -

Aun no habia asomado la aurora del dia que precedió á las entrevistas de que hemos dado cuenta en el capítulo anterior, cuando el padre Anselmo abandonando su lecho de musgo se disponia á empezar sus tareas ordinarias. Despues de labarse en el pequeño arroyo que corria al pié de la roca que le servia de morada, se retiró á su modesto oratorio para entregarse á la oracion. Allí encorvado y con el rostro tocando el crucifijo, permaneció un largo rato recitando en alta voz las oraciones de la mañana. El semblante del ermitaño se habia revestido de una espresion que hubiera edificado al mas exacto observador del los preceptos del catolicismo. Cuando terminó su plegaria, cruzó los brazos sobre el pecho y se entregó á una religiosa meditacion, interrumpida alguna vez por los gemidos que salian de su pecho. Un ruido de pasos que resonó en la roca, le obligó á levantarse penosamente para acercarse á la puerta. Los fulgores de la aurora empezaban á iluminar aquella deliciosa campiña objeto de la admiracion del viajero menos impresionable.

El ermitaño dirigió al rededor una rápida mirada para descubrir la causa del ruido que acababa de distraerle, pero aunque continuaba no pudo reconocer al pronto al que lo promovia. Era un caballero de talla elevada, montado en un soberbio caballo y embozado en una capa que le cubria hasta las cejas. Al aparecer el ermitaño, se detuvo, y apeándose con una ligereza que hizo rodar el embozo de la capa, ató el caballo al árbol de la ermita, mostrando entonces su rostro descubierto.

-D. Fernando! esclamó el ermitaño al reconocerlo.

-¿Os sorprende mi visita, padre Anselmo? Como es tan temprano no contariais con recibirla.

-En efecto; mucho habeis madrugado. ¿Ocurre alguna novedad en el caserio?

-Ninguna, si se esceptua el sentimiento que ha producido mi partida.

-Vuestra partida! repitió el ermitaño.

-Sí; os he ofrecido apresurarla.

-¿Pero abandonais á Cabezon?

-Sí, padre mio, y con gran pesar, porque me separa de las personas que mas amo. Vengo, pues, á despedirme de vos, y á rogaros que me ordeneis lo que sea preciso para satisfacer vuestros deseos respecto á los jóvenes.

-Como vuestra partida es para mí inesperada, nada puedo encargaros.

-Si es preciso que me detenga, lo haré.

-No, no; replicó vivamente el ermitaño. Os escribiré si es preciso. ¿A dónde vais ahora?

-A Valladolid para saber el paradero, del rey.

-Entrad y descansad un momento.

-La jornada aun no ha empezado, padre mio, y quisiera aprovecharla.

-Para llegar á Valladolid teneis tiempo sobrado.

-Vamos, pues.

El ermitaño guió al caballero hasta su modesto oratorio, y allí sentándose en su lecho de musgo, le hizo una señal para que se acomodara en el único banco de piedra que encerraba la ermita.

-D. Fernando, dijo el padre Anselmo gravemente; os he revelado el origen de los huérfanos, porque he advertido que les amais, y que siempre encontrarán en vos un protector, si tienen la desgracia de perder al señor de Cabezon ó á este mísero anciano. Ignoro si volveré á veros. La guerra es cada vez mas cruenta entro los dos bandos. D. Rodrigo se apresta para tomar en ella una parte activa, y yo tiemblo al considerar los males que van á descargar sobre este lugar tan pacífico. Os ruego, pues, que si la suerte de las armas es adversa á D. Rodrigo, volvais á Cabezon para recibir mi último encargo. Si no me encontrais aquí, habré sucumbido, y entonces levantareis la losa en que descansa este oratorio y hallareis un pergamino que contendrá mi última voluntad. Leedle, y si os inspiro algun interés, cumplid con lo que en él os ordene.

-¿Y si yo sucumbo en defensa del legítimo monarca de Castilla?

-Entonces solo Dios velará por los huérfanos de Cabezon. Abrigo, sin embargo, la esperanza de que sereis su único protector.

-Ya os he otorgado mi palabra de caballero de reemplazaros al lado de los huérfanos, si tienen la desgracia de perderos.

-Gracias, D. Fernando, gracias. ¿Recordareis la losa? Es esta...

Y el ermitaño le señaló en el pavimento la que sostenia su modesto oratorio.

-Descuidad; nada olvidaré. Confio en que el cielo es conservará la vida para que continueis egerciendo vuestros piadosos cuidados con los hijos de Cabezon.

-D. Fernando, dijo el ermitaño despues de un momento de silencio. Si la guerra termina luego, ¿volvereis á Cabezon?

-Sí por cierto. ¡Cómo habia de olvidar al bien que adoro!

-Luego confiais todavia en el amor de doña Blanca.

-D. Lope os ha engañado. Doña Blanca me ama, mas que le pese. Solo espera el término de la guerra para pedir cuenta á D. Rodrigo de su promesa.

-¿Quién tan mal os ha informado, D. Fernando?

-¿Quién? Maria la huérfana de Cabezon.

-¿Y qué os ha dicho?

-Que doña Blanca me ama.

-No lo creais, hijo mio. Maria es un ángel, incapaz por lo mismo de daros un pesar. Su celo por vos la obligó sin duda á engañaros; pero yo que os amo de otra suerte, y que no quiero que abrigueis esperanzas irrealizables, os aseguro que doña Blanca ni os ama ni os ha amado, y que su mano está prometida á D. Lope de Manuel.

Una mortal palidez cubrió el semblante de D. Fernando al oir estas palabras. De un salto se puso en pié; pero volvió á dejarse caer en el asiento despidiendo un suspiro.

-D. Fernando teneis sobrado valor para recibir una nueva mas funesta.

-Padre Anselmo, dijo el caballero con desfallecida voz; vos no podeis engañarme. Lo que acabais de asegurar es la verdad; no puedodudarlo.

-Me consta D. Fernando, porque lo he visto.

-Oh! ¡Que cruel desengaño! dijo con acento desgarrador golpeando su frente entregado á la mayor desesperacion. ¡Este golpe inesperado va á serme fatal!

-Tranquilizaos por el cielo. Un caballero como vos no debe abatirse de esta suerte por una contrariedad amorosa. Doña Blanca no os amaba ni podia amaros. Apenas os ha visto. Cuando podiais inspirarle algun interes, os alejásteis de su lado viniendo á ocupar vuestro lugar un caballero como vos digno de su cariño. Sus padres le recibieron con aplauso, mientras que á vos os rechazaron. ¿Qué estraño es que no se haya sentido con el valor necesario para luchar contra los obstáculos que habian de surjir de la resistencia de su familia á admitir vuestros obsequios? En su pecho no se habia arraigado todavia el sentimiento que podia darle fuerzas para emprender esa lucha. No la culpeis. Doña Blanca no ha tenido tiempo para conocer todo lo que valeis. Por eso admite hoy indiferente los galanteos de D. Lope, sin que le ame mas que á vos. Si entre los dos apareciese hoy un tercero que interesase su corazon, D. Lope tendria que renunciar á su demanda y volverse á su castillo.

-¿Así juzgais á doña Blanca? preguntó el jóven admirado.

-Sí, porque la conozco mejor que vos. Doña Blanca es una niña que no ha conocido todavia el amor, y que en este estado dará su mano al noble que le señale su familia. Pero si su corazon pudiera elegir creo que nadie podria obligarla á sacrificar al objeto de su cariño. Olvidadla, pues, y no os cuideis mas que del servicio del rey, que seguramente ganará mucho con este contratiempo.

D. Fernando con las manos apoyadas en la frente y la vista fija en el pavimento nada respondia.

El ermitaño prosiguió:

-El dia en que habeis sido herido por don Lope, bastante os he dicho para descorrer la venda que os ofuscaba; pero ni mis avisos ni las esplicaciones del señor de Rojas pudieron persuadiros. Esto abona vuestra pasion y la ciega confianza que os inspiraba doña Blanca.

-Oh! No creais que he despreciado vuestros avisos; pero las palabras de Maria disiparon todos los temores que me habiais hecho concebir.

-Maria evitandoos un pesar iba á proporcionaros muchos males. Debeis perdonarla, porque el pensamiento que la impulsaba era muy noble.

-Este es un sueño! dijo don Fernando levantándose y midiendo la cueva con sus pasos. Maria la ha visto, y ha oido de sus labios lo que vos negais ahora.

-No dudeis, hijo mio, doña Blanca ha dicho ayer á Maria lo que yo habia oido de sus labios hace muchos dias.

-Y... ¿qué os dijo?

-Lo que ya sabeis; que no os ama.

-¿Que no me ama? repitió D. Fernando apretando los puños con una exaltacion que asustó por un momento al ermitaño. Oh! pues la noche que la salvé del poder de D. Lope Alvar de Rojas, decia todo lo contrario.

-Entonces aparecisteis á su vista como un ángel salvador, y no estraño que en aquel momento se forjase la ilusion de que os amaba con todo su corazon. Pero ¿la habiais hablado antes?

-No; pero me conocia porque la veia al traves de la reja de su convento.

-He ahí la juventud! siempre ciega é impetuosa! Como amábais, os parecia natural que os correspondiera.

D. Fernando seguia paseándose para ocultar su agitacion. De repente se detuvo.

-Y Maria! dijo con amargo acento, Maria tambien ha contribuido á fomentar esta ilusion! Me ha engañado como los demas.

-No la culpeis sino por esceso de bondad. Maria ha contribuido á salvaros de una enfermedad peligrosa, y no queria que se dilatase vuestra curacion con un desengaño como el que acabais de recibir.

-Es preciso que yo hable á doña Blanca; dijo D. Fernando con ademan resuelto. Vos que teneis libre la entrada en el castillo, vais á facilitarme esta entrevista. Es la única gracia que os pido.

-Imposible! Os encontrariais con D. Lope, y habria un conflicto. Serenaos, D. Fernando; os lo ruego. Puesto que doña Blanca no merece vuestro cariño, olvidadla. ¡Cuantas mas nobles y mas hermosas verian satisfecha su ambicion solo con poseerlo! Volveos al real de D. Pedro y estoy seguro de que algunos dias despues, habreis olvidado á esa ingrata.

-¿Con que os negais á acompañarme al castillo?

-Sí, por vuestro bien. Seguid el consejo de este anciano. Partid presto D. Fernando y no volvais hasta que hayais olvidado á doña Blanca. Entonces me hareis justicia.

-Partiré, ya que no me queda otro recurso.

Y D. Fernando se dispuso á abandonar la cueva.

-¿Os vais sin decirme adios?

El acento del ermitaño era tan tierno, que D. Fernando se detuvo. Luego al fijarse en su rostro conmovido le alargó los brazos:

-Perdonad señor; mi carácter fogoso me hizo olvidar por un instante lo que os debo. Es verdad que habeis abierto una herida en mi pecho; pero ha sido por mi bien. Ahora que estoy mas tranquilo, debo confesarlo.

-¡Pobre jóven! murmuró el anciano abrazándole. No mereciais semejante, desengaño! Pero el tiempo que todo lo borra, cicatrizará esa herida. ¡Plegue al cielo que cuando volvamos á reunirnos os halleis; mas tranquilo!

El padro Anselmo le aconapañó hasta la puerta, y allí volvió á abrazarle. D. Fernando con la calma de la resignacion montó de nuevo á caballo, y se alejó de aquellos lugares, que siempre debian traer á su memoria recuerdos funestos.

El ermitaño así que la hubo perdido de vista cojió el palo que le servia de apoyo y con paso firme se dirijió al castillo de Cabezon.

No eran muy frecuentes las visitas que solia hacer á los señores de Cabezon, porque las de estos á la ermita eran casi diarias. Parece que se habia establecido un turno riguroso para ver al ermitaño, porque el dia que le visitaba D. Rodrigo faltaba su esposa y vice-versa. Sin embargo, nadie veia con mas frecuencia al ermitaño que doña Blanca y su hermano D. Álvaro, cuando venia al castillo. Los dos jóvenes le profesaban un cariño filial, al que correspondia el anciano con toda la efusion de su alma.

Cuando se acercó al castillo, advirtió que obstruian la entrada algunos hombres de armas que se ocupaban en reconocer los arneses de sus caballos. El padre Anselmo aceleró el paso atraido por esta novedad, y uno de los escuderos del castillo á quien interrogó en el camino le dijo que aquellos hombres formaban la comitiva de D. Lope Manuel, que iba á partir en seguida para Valladolid.

El padre Anselmo atravesó por entre el grupo de hombres de armas que al descubrirle se dividió para que pasase con libertad. Al mismo tiempo otro grupo que salia del castillo le obligó á detenerse.

-Ola padre Anselmo. ¿Venis tambien á despedirme? dijo D. Lope de Manuel que salia acompañado de D. Rodrigo de Cabezon y de otros caballeros.

-No por cierto, contestó el ermitaño; ignoraba que estuviese tan próxima vuestra partida.

-Pues ya lo veis; en este momento dejo á Cabezon. Dadme vuestra mano á besar y no me olvideis en vuestras oraciones.

D. Lope profesaba al padre Anselmo el mismo respeto que inspiraba á todos los que le conocian, y así es que consideraba como un señalado favor el besar su mano.

D. Rodrigo al descubrir al ermitaño, se separó de los caballeros que le rodeaban para preguntarle á media voz:

-¿Qué ocurre?

-Nada.

-¿Me necesitais?

-No.

D. Rodrigo con estas lacónicas respuestas se dió por satisfecho, y volvió á reunirse con sus compañeros, que ya montaban á caballo.

Doña Blanca y su madre asomadas á una ventana del castillo, contestaban graciosamente á los saludos de los caballeros.

El padre Anselmo fijó tambien la vista en las dos damas, y no pudo menos de admirar la risueña espresion que ofrecia el semblante de doña Blanca al despedirse de su prometido esposo.

Arreglada ya la comitiva, empezó á caminar lentamente, quedando un poco atrás D. Rodrigo y D. Lope para despedirse otra vez de las damas.

El ermitaño apoyado en su palo los vió caminar hasta que se confundieron entre los árboles del bosque. Entonces levantó la cabeza para indicar á las damas que iba á subir.

-No, no, dijeron á una voz; si no quereis descansar, bajaremos para disfrutar un momento de la frescura de la mañana. Os acompañaremos padre Anselmo.

Y sin esperar su respuesta desaparecieron de la ventana.

El ermitaño se dirijió entonces con lentitud á ocupar uno de los asientos que rodeaban el castillo. Las dos damas no tardaron en aparecer en el puente.

-¿Cómo tan temprano por aquí padre Anselmo? dijo doña Blanca, besando su mano. Sin duda no contábais con nuestra visita.

-No podia esperar que dejáseis hoy de hacerla: pero como tengo que ir al caserio, he querido ahorraros el trabajo de pasar á la ermita, y el sentimiento de no encontrarme.

-¿Está enfermo alguno de los huérfanos? preguntó vivamente doña Beatriz.

-No; gracias al cielo se encuentran muy bien.

-Y el herido?

-Hoy partió para Valladolid.

-¡Partió ya! preguntó doña Blanca.

-Sí; al fin ha podido volver al lado de sus compañeros de armas. Nadie al verle en el estado que llegó al caserio, hubiera esperado un milagro semejante.

-Dicen que los huérfanos hicieron prodigios para salvarle.

-Han cumplido con su deber señora.

Doña Blanca con la vista fija en el suelo, no tomaba parte en este diálogo.

-¿Y vos doña Blanca, dijo el ermitaño con intencion, no celebrais el restablecimiento de D. Fernando Alfonso de Zamora?

-¿Quien lo duda? ¿Creeis que no tengo corazon?

-Es que como se quejaba de vuestro rigor, ha podido creer muy bien que le aborreciais.

-No comprendo por qué se ha quejado. Si es porque no fui á verle tiene razon; pero no me lo han permitido. Mi padre no ha debido olvidar tan pronto lo que un dia hizo por salvarme. No le amo, y sin embargo, siento ahora que ese desvio haya obligado á D. Fernando á formar de mí un juicio tan poco lisonjero.

-Tiene razon; dijo doña Beatriz, D. Rodrigo, por razones que vos debeis comprender, padre Anselmo, se ha negado á que visitásemos al herido, y solo se limitó á preguntar por su salud todos los dias. Hubiera quizá pasado al caserio para verle, á no haber llegado D. Lope de Manuel al castillo.

-¿Y por qué ha partido tan pronto?

-Le ha llamado D. Enrique con la mayor premura.

-De modo que quedó aplazado el enlace.

-Sí, para dentro de dos meses, dijo doña Beatriz.

-Esta tregua os causará un pesar, doña Blanca.

-No lo creais.

-¿No le amais?

-Sí, lo mismo que á D. Fernando.

-¿Y luego por qué le otorgais vuestra mano?

-Mis padres lo desean y si en lugar de rechazar á D. Fernando le hubiera admitido, ese seria mi esposo y no D. Lope Manuel.

-Es decir que no amais á ninguno de los dos.

-Habeis acertado. D. Fernando es bello y muy galante, y D. Lope tan digno como él de ser amado; pero ninguno ha podido interesar mi corazon.

-En verdad, dijo el ermitaño sonriéndose, que no acierto á esplicar la atencion con que os escucho en cuestiones ajenas de mi carácter y de mi edad.

-Teneis razon; dijo doña Beatriz, hablemos de cosas mas importantes.

El ermitaño y las dos damas se habian alejado algun tanto del castillo. La mañana estaba serena y apacible, y los campos cubiertos de una ligera capa de nieve, ofrecian una brillante perspectiva.

-¿A donde nos llevais, padre Anselmo? dijo doña Beatriz deteniéndose.

-A ninguna parte. Yo me dirijo, al caserio.

-No puedo seguiros tan lejos.

-Madre mia; si lo permitis, dijo doña Blanca, visitaré á Maria.

-¿Y quien ha de acompañarte á la vuelta?

-Yo, dijo el ermitaño.

-Siendo así, puedes continuar el viaje.

-Pues hasta luego.

-Adios señora, dijo el ermitaño.

-No me la abandoneis, gritó doña Beatriz alejándose.

-Descuidad; yo la llevaré á vuestro lado dentro de una hora.

Así que se hubo alejado doña Beatriz, el padre Anselmo volviéndose á doña Blanca la dijo:

-Vais á llegar muy molestada al caserio, y será preciso que á la vuelta os den un caballo.

-No lo creais; cuando el dia está apacible como hoy, me dirijo siempre á pie al caserio.

-Vamos, pues.

Los dos viajeros poco tardaron en llegar á la morada de los huérfanos. Un lugareño que estaba á la puerta, al descubrir al ermitaño le dijo:

-Nuestro patron os envia; ahora iba á buscaros.

-¿Para qué? preguntó el padre Anselmo temblando.

-No os alarmeis: Maria está algo enferma.

-¡Como! ¿desde cuando?

-Anoche se acostó muy agitada, y hoy no ha podido levantarse.

-¡Oh! ¡la partida! la partida! murmuró el ermitaño, ¡pobre niña! Su amor va á ser fatal!

Y cojiéndo de la mano á doña Blanca se apresuró á entrar en el caserio.

- X -

La partida de D. Fernando Alfonso de Zamora habia causado el mayor pesar á los dos huérfanos. Diego, aunque la deseaba cada vez con mas impaciencia, no pudo menos de advertir, que lejos de proporcionar á Maria un consuelo, complicaria mas su situacion.

La víspera de la salida de D. Fernando, Maria no pudo conciliar el sueño. Diego, que dormia en el cuarto próximo, la habia sentido suspirar toda la noche, y la idea de que estaba sufriendo, le tuvo desvelado hasta el amanecer.

D. Fernando al recojerse el dia anterior se habia despedido de los dos huérfanos, para no interrumpir su sueño cuando fuese á montar á caballo. Sin embargo, los dos huérfanos le sintieron bajar á la cuadra, y ensillar este con el mayor silencio. Maria entonces se levantó y se asomó á una ventana que habia dejado entreabierta la nocha anterior.

D. Fernando montó á caballo con el mismo silencio y salió al campo. Apesar de las precauciones que habia tomado para no meter ruido, el caballo al atravesar la pequeña calzada que rodeaba todo el caserio, empezó á dar algunos boses y haciendo sonar sus herraduras con grande estrépito sobre la piedra. Este ruido apagó un doloroso gemido que salió del pecho de la huérfana, al ver alejarse al caballero.

Diego que se habia levantado tambien, acudió presuroso al lado de su hermana y la encontró desfallecida sobre la ventana. Como si fuera una pluma la levantó en el aire y la arrastró hasta su lecho esclamando á media voz.

-Esta funesta pasion va á ocasionar nuestra ruina.

Maria solo pudo recobrarse despues de mucho tiempo. Una violenta calentura circulaba por sus venas hacia dos dias, y sin embargo se habia mantenido en pié por un grande esfuerzo de la energia de su carácter. Diego, juzgando que todo era efecto del sentimiento producido por la partida de D. Fernando, limitó sus cuidados á los consuelos que habia empleado otras veces en las mismas circunstancias; pero la situacion de Maria era cada vez mas alarmante. Diego, al advertirlo despachó al momento un criado para que diese aviso al ermitaño; y cuando se disponia á cumplir el encargo, descubrió á lo lejos al anciano acompañado de doña Blanca. Dos palabras que pronunció el lugareño bastaron para ilustrar del padre Anselmo acerca del estado de la huérfana.

Diego sintiendo ruido en la escalera, abandonó el aposento de su hermana y se dirigió á la puerta. El padre Anselmo apoyado en su palo subia lentamente la escalera, doña Blanca le seguia impaciente, porque no podia apresurar el paso.

Al entrar los tres en el aposento de Maria, hallábase esta entregada á un delirio febril. El padre Anselmo se acercó al lecho, y al ver el aspecto de la huérfana despidió un gemido. El ermitaño conoció al punto toda la gravedad del mal.

-Diego, hijo mio; ve á buscar al cirujano.

-¿Acaso está en peligro? preguntó con ansiedad devorando al ermitaño con la vista.

-No, no; pero la prudencia aconseja que no miremos con indiferencia un mal, que si hoy es leve, puede agravarse é inspirar sérios recelos.

Diego abandonó el aposento como un relámpago. El ermitaño dirigiéndose entonces á doña Blanca la dijo:

-Maria esta dominada por una calentura voraz. Os aconsejo que volvais el castillo. A su lado pudiera peligrar vuestra salud.

-Parece que olvidais padre Anselmo, que siempre he considerado á Maria como una hermana. Si está enferma, no la abandonaré, por mas que temais á un contagio. Daré aviso á mis padres, y no dudo que aprobarán mi estancia al lado de la enferma.

-Como gusteis, dijo el ermitaño considerando á la dama con una ternura paternal.

Luego acercándose á la enferma cojió su mano entre las suyas y le miró fijamente. El aspecto de Maria era alarmante. Su pálido semblante animado por el fuego de la calentura, manifestaba la alteracion de su cerebro. Su respiracion agitada no inspiraba tanto temor al padre Anselmo como el círculo azulado de sus ojos, y el brillo trasparente de sus mejillas.

-Maria! dijo el ermitaño con cariñoso acento:

La jóven no hizo el menor movimiento.

-Maria! repitió el padre Anselmo esforzando la voz; pero la enferma permaneció inmóvil, articulando algunas palabras que nadie podia comprender.

-Delira! dijo doña Blanca.

-Sí! que el cielo la proteja!

Y cubriéndose el rostro con las manos se dejó caer en un sillon que estaba á la cabecera del lecho.

Doña Blanca se sentó en un estado de angustia que revelaba todo el cariño que le inspiraba la huérfana.

En este estado transcurrieron algunos minutos. La enferma seguia aletargada pronunciando de vez en cuando algunas palabras incoherentes, con un eco de voz que hacia estremecer á los que se hallaban á su lado.

Un ruido de pasos resonó en la escalera y á poco rato se presentó en la sala Diego seguido del cirujano. El ermitaño se levantó vivamente para salir á su encuentro. Doña Blanca permaneció en su asiento contemplando á la huérfana con una dolorosa espresion.

El cirujano examinó á la jóven durante algunos momentos, con el mismo interés con que habia reconocido á D. Fernando Alfonso de Zamora. El ermitaño y doña Blanca, no se atrevian á respirar durante este exámen. Cuando terminó, el ermitaño cojió de una mano al cirujano y le rogó que se trasladase á otro aposento.

-Quiero ilustraros acerca del estado de la enferma, dijo saliendo delante.

Diego les siguió sin pronunciar una palabra.

Doña Blanca sola con la enferma se levantó y con una agitacion que iba en aumento se acercó al lecho. Maria hacia algunos instantes que permanecia silenciosa.

-Maria! dijo con cariñoso acento apoderándose de una de sus manos.

La enferma no hizo el mas ligero movimiento; pero empezó á mover los labios de una manera convulsiva.

-Maria! repitió doña Blanca. ¿No me conoces? Soy Blanca, tu hermana Blanca.

-Doña Blanca! dijo la enferma agitándose en su lecho.

-Sí, doña Blanca que viene á acompañarte.

Maria guardó silencio; pero su semblante se animó y sus ojos apagados despidieron un vivo resplandor.

-¿No me conoces? repitió doña Blanca oprimiendo la mano de la enferma entre las suyas.

Maria al advertir este movimiento la rechazó murmurando.

-Vete; no quiero tus caricias.

-¡Es posible! ¿Desecharás á tu mejor amiga ó á tu hermana?

-¿Quién es esa amiga, esa hermana? preguntó la huérfana delirando.

-Doña Blanca de Cabezon.

-Doña Blanca! Oh! No pronuncieis su nombre, porque me desgarra el corazon.

-¿Qué escucho? dijo atónita la dama mirando á la enferma con estupor.

-Ese nombre, prosiguió Maria con acento apagado, está proscripto en este asilo hospitalario. No vuelvas á pronunciarlo, porque me inspira pensamientos de dolor, y ahora solo debe ocuparme la risueña perspectiva que se ofrece á mi vista. ¿No lo adviertes? Sí; fija tu vista allá... lejos; muy lejos de aquel castillo, en aquel bosque de rosales y jacintos que envuelve en un lazo de flores la morada mas embriagadora que ha podido formar el soberano de la naturaleza. ¿No descubres una gruta de guirnaldas al pié de la cascada que rodea á ese valle seductor? Pues bien: en el umbral se encuentra un hombre... ¿Le conoces? Es él que me espera con ansiedad. ¿Ves sus ojos embriagados de ternura como vagan inquietos en derredor de la gruta? Me busca y no me encuentra. Oh! ¿Por qué no me dejais partir? ¿Por qué me reteneis aquí prisionera? ¿Quereis que no le ame? ¡Ceguedad inaudita! ¿Quién podrá apagar la hoguera que arde en mi corazon? ¡Insensatos! Estais luchando con un fantasma. Cuando el amor se anida en un alma como la mia, es para no abandonarla jamás. ¿No veis que forma ya parte de mi existencia?

La agitacion de la enferma iba creciendo gradualmente hasta el estremo de ahogar la voz en sus labios.

Doña Blanca trémula y conmovida sin poder esplicar la diversa sensacion que la agitaba, contemplaba á la huérfana con una admiracion que no trataba de reprimir. Sus palabras delirantes parecian rebelar la existencia de un secreto que Maria quizá procuraria ocultar entregada á su estado normal. ¿Quién le habia inspirado aquella pasion delirante? He ahí la idea que empezaba á preocupar á doña Blanca.

Maria, como si hubiese reunido nuevas fuerzas, prosiguió.

-¡Cuánto han luchado para separarle de mí! Al fin lo consiguieron... Sí; no volverá tan pronto, aunque el amor que profesa á la otra le obligará á dirigirse de nuevo á Cabezon. ¡Pobre jóven! ¡Cuánto le ha hecho sufrir esa ingrata! «¿Me ama?» Preguntaba con exaltacion. ¡Oh! Por una expresion de ternura como la que apareció en su rostro al dirigirme estas palabras, le hubiera sacrificado toda mi existencia. «Sí, os ama.» Le respondí oprimiendo el corazon con mis manos... «Os ama...» Y... no era cierto, añadió la enferma con una voz tan apagada que no se percibia. Mentia, sí, mentia, porque ella no le ama... Pero yo no podia verle sufrir; su triste aspecto abria en mi pecho una nueva herida... ¡Silencio! prosiguió apoderándose de las manos de doña Blanca y fijando en su rostro pálido por la emocion, una mirada aterradora. ¡Es un secreto! ¿Lo olvidarás? Es preciso que él lo ignore, porque si lo supiera, me despreciaria y... me aborreceria. Entonces, Maria sucumbiria bajo el peso de tanta amargura...

Y despues de pronunciar estas palabras empezó á llorar con tanto desconsuelo que doña Blanca la rodeó con sus brazos prodigándola los nombres mas cariñosos.

-¿Quién eres? preguntó de repente enjugando las lágrimas que aun corrian por sus mejillas.

-Doña Blanca. ¿No me habias conocido?

-¡Doña Blanca! repitió con un grito penetrante. ¡La prometida esposa de don Lope de Manuel! ¿La que abandonó sin piedad á don Fernando Alfonso de Zamora? ¡Oh! Es imposible.

-¡Qué rayo de luz! murmuró doña Blanca oprimiendo la frente con sus manos.

-¿Con que estais aquí, doña Blanca? prosiguió la huérfana devorándola con su vista extraviada. Y decidme, ¿amais á D. Lope?

-No.

-¿Y á D. Fernando?

Doña Blanca vaciló un momento; pero no respondió.

-Tampoco le amais... ni le mereceis...

La dama se estremeció.

-No; no le mereceis, señora. Cuando sintais palpitar vuestro corazon bajo la primera impresion del amor, venid y os lo demostraré. En el ínterin, á vuestro pesar teneis que callar y escucharme.

Maria hizo una larga pausa que empleó doña Blanca en recobrarse de la extraña impresion que le habian producido sus palabras.

-Amor es el que yo experimento; amor infinito, vivificador, que se alimenta con una fugaz esperanza y que se extinguirá en la tumba. Amor puro y desinteresado, que brota de un corazon ardiente y apasionado, con mas espinas que flores, que crece al pie de la soledad mas sombria, sin un destello de esperanza, y que en el proceloso mar de su desventura navega como en una esfera celeste. ¿Comprendeis vos este amor, doña Blanca? No, no; es imposible.

Maria oprimiendo la frente con sus manos abrasadoras por la calentura, volvió á guardar silencio. Doña Blanca con una emocion que iba en aumento se propuso calmar aquel delirio que la aterraba.

-Maria! la dijo: ¿Os sentis mas aliviada?

-Sí; porque le veo, respondió la enferma sin variar de posicion.

-¿A quién veis?

-Y me lo preguntas, insensata! A él es á quien veo hasta en mis suenos.

Doña Blanca iba á hacer una pregunta, pero se detuvo al ver la mirada penetrante que la huérfana acababa de fijar en su rostro.

-¿No le conoces? dijo con una expresion singular.

-No.

-Es el que ama á doña Blanca.

-¿A doña Blanca?

-Sí, á doña Blanca de Cabezon. ¿La conoces?

-Sí, por cierto; yo soy doña Blanca.

-¡Tú!!

-Sí, ¿no me conoces, Maria?

La enferma separó las trenzas de sus cabellos que la cubrian el rostro y miró de hito en hito á doña Blanca como si tratase de recordar sus facciones. Despues de un ligero exámen, meneó la cabeza tristemente pronunciando estas palabras.

-Has pretendido engañarme. Doña Blanca no llora porque es muy dichosa con D. Lope, y tú en este momento derramas lágrimas amargas.

En efecto, la dama no habia podido contener el llanto. Algunos recuerdos que asaltaron su memoria, el conocimiento del estado de su corazon, que la habia engañado hasta entonces, y la fiebre alarmante que dominaba á Maria, eran causas harto poderosas para dejar correr libremente sus lágrimas.

Maria prosiguió.

-Doña Blanca pensando en galas y en festejos olvida á los dos huérfanos como olvidó á D. Fernando Alfonso por D. Lope de Manuel.

-¡Dios mio! murmuró la dama. ¡Me engañarán mis presentimientos! ¡Amará á D. Fernando!

-¿Qué hablas? preguntó la enferma devorando con la vista á doña Blanca.

-Digo que doña Blanca no piensa en galas ni festines, y mucho menos en D. Lope.

-Te engañas; yo he visto lo contrario, pero á él le he dicho que le amaba.

-¡Cielos! Ahora comprendo este misterio! dijo con asombro doña Blanca. ¿Hablas de D. Fernando Alfonso de Zamora?

-¡Silencio! dijo la enferma exaltada. Si eres doña Blanca, no puedes pronunciar este nombre, porque en tus labios es una blasfemia.

-¿Qué dices, desventurada? Una blasfemia, cuando nadie tiene mas derechos que yo para pronunciarlo!

-¡Maldicion! dijo la enferma sentándose en el lecho por un esfuerzo delirante. Eres la misma; sí, doña Blanca de Cabezon. Ahora te reconozco por esa expresion orgullosa con que has hablado de derechos. Veamos, señora, ¿cuáles son los vuestros?

-¡Infeliz! balbuceó doña Blanca enjugándose una lágrima. Le ama y olvidé por un momento la triste situacion en que se encuentra.

-¿No respondeis? preguntó Maria, siempre con la vista extraviada.

-Tranquilizaos, Maria; estais desabrigándoos y la calentura lejos de calmarse irá en aumento.

-¡Oh! te niegas á responderme, porque leo en tu alma. Sí; bien conozco lo que sufririas si él me amase.

Doña Blanca se extremeció y su semblante se cubrió de una lijera palidez ¿Amaba todavia á D. Fernando? La respuesta á esta pregunta que se hacia á sí misma, la habia desconcertado. Por uno de esos misterios indefinibles de nuestro ser, la dama no conoció todo lo que valia su olvidado amante, hasta que pudo juzgar de la pasion vehemente que acababa de inspirar á la huérfana.

-Pero tranquilízate, prosiguió esta, no me ama ni me amará jamas, porque no puede olvidarte. ¡Oh! Si tu le amases, me harias dichosa!

-¿Qué dices? Acaso consiste tu dicha en que yo le ame?

-Sí, porque asegurarias la suya.

-¡Dios mio! ¡Qué abnegacion! dijo doña Blanca con estupor. ¿Será la calentura?

-Es... el corazon... respondió Maria derramando un torrente de lágrimas y ocultando la cabeza entre sus manos.

Doña Blanca conmovida tambien, aunque por una causa muy distinta, la enlazó con sus brazos cubriéndola de caricias.

-¡Alienta, pobre Maria, que tu dicha será la suya!

-¡Oh! Vos no le amais...

-No, Maria le amo casi tanto como tú.

-Si fuese cierto...

-Lo juro.

-Y entonces ¿por qué me habeis engañado?

-¿Por qué? No puedo explicarlo. Es un misterio del corazon.

-¿Será sincero vuestro cariño?

-Como el tuyo.

-Sereis la esposa de D. Lope?

-No; antes la muerte.

-Os unireis á él?

-Sí; á no ser que... me rechace.

-¡Gracias, Dios mio! dijo la enferma vencida por tantas emociones.

-¡Qué pasion tan frenética! murmuró doña Blanca sentándose al lado del lecho.

Un profundo letargo se apoderó de la huérfana despues de hacer la última pregunta á doña Blanca. Esta necesitaba aquella tregua para entregarse á sus pensamientos. El secreto que Maria habia revelado en su delirio, la sugeria las mas tristes reflexiones. No podia dudar de que la enfermedad de D. Fernando habia hecho despertar en su corazon un sentimiento de ternura alimentado por la soledad que la rodeaba y por las contrariedades que sufria don Fernando en sus ensueños amorosos. Pero no podia concebir que en tan breve espacio hubiera hecho semejantes progresos aquel sentimiento pasagero, hasta el punto de convertirlo en una pasion devoradora, Doña Blanca que hasta entonces no habia conocido el amor sino en el periodo que lo separa de la indiferencia, se admiraba del desarrollo inexperado que habia tenido en el corazon de la huérfana, y se preguntaba si podia verificarse en el suyo otro igual. Ya hemos explicado el sentimiento que le habian inspirado D. Fernando Alfonso de Zamora y D. Lope de Manuel. Ninguno de los dos habia logrado con tan tiernos halagos, despertar en su corazon las diversas sensaciones que le acababa de enseñar la huérfana Maria en medio de su delirio. El corazon de doña Blanca se habia conmovido al sonido de aquella voz apasionada que le hacia despertar de un profundo letargo. ¿Era el orgullo, como habia dicho la enferma, ó doña Blanca se habia engañado á sí misma al leer en su corazon, y al condenar á D. Fernando á un pasagero olvido? El discurso de la narracion, tal vez nos explique este arcano que en aquel momento tanto preocupaba á la dama.

La vuelta del ermitaño con el cirujano y el hermano de Maria, vinieron á salvar á doña Blanca de los tristes pensamientos que la dominaban. El cirujano se acercó al lecho examinando otra vez á la enferma, y tranquilizó á su hermano y al padre Anselmo que se extremeció á la idea de un pronóstico fatal.

-Está mas tranquila, porque no delira. La calentura ha cedido un poco, y si no se aumenta esta noche, mañana estará fuera de peligro.

-Y no volvereis despues? preguntó Diego.

-Sí, al anocheeer me detendré mas tiempo.

El cirujano se retiró, y el ermitaño que tenia tambien su clientela que reclamaba presencia, se dispuso á seguirle, aunque mostrando el mas profundo pesar.

-Os acompañaré al castillo, doña Blanca, dijo á la dama.

-¿Vais por delante de sus muros?

-Sí.

-Entonces os ruego que expliqueis á mis padres el motivo de mi detencion.

-¿Pero vais á quedaros aquí?

-Sí, por cierto; ya os lo he dicho.

-¡Es posible! vos tan débil, pasar aquí la noche cuando nadie descansará un solo instante.

-Por lo mismo quiero quedarme.

-Gracias, hija mia, dijo el padre Anselmo conmovido, extrechándole una mano entre las suyas. Los huérfanos os lo sabran premiar.

-Así vos descansareis.

-No, no lo creais; al anochecer me vereis al lado de la enferma para no abandonarla hasta mañana.

-Perdonad, padre Anselmo; pero así burlariais mi designio.

-Ya discutiremos despues, dijo el anciano retirándose.

Doña Blanca sola con la enferma, volvió á tomar asiento á su lado murmurando.

-Veremos la profundidad de su herida, y los medios de cicatrizarla, aunque la mia brote sangre despues.

- XI -

Hacia una hora que don Lope Alvar de Rojas se paseaba agitado por uno de los salones de su castillo, asomándose de vez en cuando á las ventanas para dirigir una rápida mirada al camino que cruzaba el valle. Sin duda la tardanza de alguna persona le tenia impaciente, porque al retirarse de la ventana, su expresion era cada vez mas terrible, y algunas frases incoherentes que pronunciaba, hubieran quizá alejado al que esperaba, si acertase á saberlas antes de pisar los umbrales del castillo.

La impaciencia de D. Lope era lejítima. Aquella mañana muy temprano habia despachado á Valladolid su nuevo escudero Sancho, con un encargo que debia evacuar en menos de una hora, y hallarse por consiguiente de vuelta en el castillo á las dos ó tres de la tarde. Habian dado ya las cinco, y el vijia de la torre aun no habia hecho la señal de descubrirlo en la mitad del camino. D. Lope se impacientaba, pues, de una tardanza que solo podia atribuir á falta de celo ó á alguna truhaneria del nuevo escudero. Excusado será el recordar que este era el mismo que habia trabado conocimiento con don Lope en el bosque para descargarle del peso de la bolsa. Desde aquel dia se le habia mostrado muy adicto, y en la parte que tomaba en los proyectos de venganza que alimentaba su señor manifestaba una sagacidad tan extraordinaria, que don Lope de dia en dia se felicitaba mas á sí mismo por la buena eleccion que habia hecho, bendiciendo á la casualidad que le habia deparado un auxiliar tan hábil y tan dispuesto á secundar todos sus proyectos.

Ya la noche empezaba á rodear de tinieblas el salon, cuando el vijia anunció á su señor que la oscuridad no le permitia cumplir su encargo, ofreciéndose á salir para Valladolid en busca del perezoso escudero, si su vuelta era necesaria aquella noche.

-Vé, dijo D. Lope con fiera expresion; y si le encuentras, dile que mañana espantará á los pájaros colgado de una almena.

El vijia salió con presteza, y no tuvo que andar mucho para encontrar al fugitivo escudero. Éste, montado en un soberbio caballo, desenvocaba por la calle de árboles, que guiaba al castillo, al mismo tiempo que el puente se levantaba despues de abrir paso al vijia.

-¡Deténeos! dijo la robusta voz del escudero al percibir el ruido de las cadenas del puente.

El vijia y los guardias se detuvieron al escuchar esta voz.

-¿Sois vos, maese Sancho? dijo el vijia al descubrir al escudero que se apeaba con presteza del caballo.

-Sí, el mismo. ¿Me esperabais?

-No, que iba á buscaros. D. Lope es el que os espera, dispuesto á colocaros de espantajo en una almena para que ahuyenteis á los pájaros.

-¿Está enojado?

-¡Friolera! ¡Con que quiere ahorcaros! Verdad es que habeis apurado su paciencia de un modo que me hace temblar.

-Ya se apaciguará. Guiadme á su aposento.

Y dejando el caballo á un ballestero, siguió presuroso al vijia.

D. Lope le habia visto entrar en el patio, y se paseaba apretando los puños de coraje. El escudero, á pesar de su aplomo, se extremeció cuando penetró en el salon y pudo juzgar del estado en que se hallaba.

A una señal de D. Lope, el vijia abandonó la estancia dejando solos al señor y al escudero.

-¡Y bien! dijo el primero: ¿vienes dispuesto y preparado para reunirte con tus abuelos?

-Señor, respondió tranquilamente el escudero, mi vida os pertenece. Podeis ordenar lo que os parezca. Sancho inclinará su frente y obedecerá sin réplica.

-¿No te he dicho que responderias con tu cabeza si no te hallabas aquí de vuelta antes de medio dia?

-Sí, señor; pero vuestro servicio no me permitió cumplir lo prometido.

-¡Miserable! ¿Qué has hecho? Responde, porque voy á extraviarme.

D. Lope se dejó caer en un sillon. El escudero en pié á su lado, aunque hacia algunos esfuerzos para mostrarse tranquilo, tenia una opresion que le ahogaba. Era tan conocido el rigor de don Lope cuando no se le obedecia, que á su pesar á abrigaba sérios temores por su cabeza.

-Señor; anoche me habeis llamado á vuestro lado para encargarme que pasase á Valladolid para averiguar si era fundado el rumor de la próxima llegada del rey don Pedro á la ciudad.

-¿Y qué has adelantado?

-Me encargásteis que estuviese de vuelta antes de medio dia.

-Y te has retrasado seis horas.

-Es cierto; pero ese retraso lo vais á dar por muy bien empleado.

D. Lope levantó la cabeza vivamente y miró al escudero con una expresion singular.

-Salí del castillo al amanecer, prosiguió Sancho, y llegué á Valladolid, mas tarde de lo que habia imaginado, porque el caballo se encerró en una breña, y no he podido arrancarlo de allí. Fué preciso que acudiesen algunos labriegos en su socorro, y que trabajasen con mucho afan en el espacio de una hora para dar libertad á sus pies. Cuando estuvo en posicion de volver á andar, habia perdido dos horas, y aunque adelanté media en lo que faltaba de camino, por la rapidez de mi marcha, llegué á Valladolid con hora y media de retraso.

El escudero se detuvo para juzgar del efecto que producia este contratiempo en el ánimo de su señor; pero don Lope permaneció inmóvil.

-Cuando entré en la ciudad advertí mucha animacion en las calles. Pregunté la causa, y me dijeron que acababa de apearse un mensajero anunciando la próxima llegada del rey don Pedro.

-¿Luego era cierto? dijo D. Lope sacudiendo su inmovilidad.

-Sí, señor. Tenia, pues, certeza de que don Pedro iba á llegar; de modo que mi comision habia terminado. Sin embargo, no me resolví á abandonar la ciudad hasta cerciorarme de que la nueva era cierta, con objeto de deciros: «Señor; he visto entrar al rey don Pedro en Valladolid.

El semblante de D. Lope se iba serenando á medida que el escudero adelantaba en su relacion.

-Una hora despues el ruido de los timbales anunciaba ál pueblo la llegada del monarca Las calles estaban obstruidas por una multitud de curiosos que acudian diligentes á saludar al rey justiciero. Yo, siguiendo el movimiento de los que me precedian, seguí hasta la plaza y allí entre unos grupos descubrí á un escudero de D. Rodrigo de Cabezon. Le pregunté si habia salido de Cabezon para ver la llegada del rey, y me contestó que nada sabia de este acontecimiento, que acababa de apearse en la plaza, y que su venida tenia por objeto el contratar á ocho hombres de armas para el servicio del castillo de su señor. Con este motivo empezamos á hablar de D. Rodrigo, y me dijo que los soldados que tenia de guarnicion en el castillo, habian sido expulsados para complacer á los de D. Lope de Manuel, que no se ocupaban mas que de promover querellas y combates con aquellos. La repentina partida de aquel caballero dejará al castillo sin un soldado, y D. Rodrigo que abrigaba algunos recelos, mandaba con presteza á su escudero á Valladolid para que llevase seis á ocho hombres de armas de lo mas honrado de la ciudad.

La relacion del escudero, prosiguió Sancho con una sonrisa indefinible me sugirió una idea... que me rehabilitará á vuestros ojos, señor. Le rogué por de pronto que influyese con D. Rodrigo para que me admitiese otra vez á su servicio, otorgándole promesa formal de no pensar en la caza de sus bosques, y luego le ofrecí mi ayuda para cumplir mejor su encargo.

El escudero hizo una pausa, y D. Lope, mirándole fijamente, le dijo.

-¿Qué objeto te impulsaba á ofrecerle tu ayuda?

-Vuestro servicio, señor. Me pareció que llevando al castillo de Cabezon algunos hombres de mi confianza, daria un gran paso para la realizacion de vuestros deseos.

-Muy bien, maese Sancho. Eres diestro y mereceis mi perdon. Prosigue.

-El escudero aceptó de buen grado mi proposicion, y despues de ver la llegadadel rey, nos separamos ofreciendo reunirnos en un parage determinado dentro de una hora. Al momento me dirigí á una taberna donde esperaba hallar lo que buscaba. Pedí vino y convidé á los amigos que allí estaban reunidos. En dos palabras les enteré de lo que pasaba, y despues de imponerles ciertas condiciones, les dije que podian contar con buena casa y buena paga. Luego los llevé al lugar en que me esperaba el escudero de D. Rodrigo, y puestos de acuerdo, no tardó en emprender la vuelta á Cabezon, seguido de los malandrines. Entonces fué cuando yo monté á caballo para volver al castillo. Era ya muy tarde; pero vine como una exhalacion. Si falté, pues, á mi promesa, debeis perdonarme, porque el tiempo que os he robado, me parece que no debeis lamentarlo.

-No, no; dijo D. Lope, al contrario, debo mostrarme agradecido. ¿Y dices que esos malandrines están ya en Cabezon?

-Si no han llegado ya no tardarán; porque salieron poco despues de vuestro escudero.

-Y respondes de que te ayuden si necesitamos su auxilio?

-Siempre estarán á vuestras órdenes, sobre todo, si D. Rodrigo vuelve á admitirme en el castillo.

-¿Y me abandonarás? preguntó D. Lope sorprendido.

-No señor, de ese modo os serviré mejor. Mañana el escudero de D. Rodrigo me dirá si éste accede á mi demanda. Le he dicho que aguardaré su respuesta en la choza de un leñador próxima al Cristo de las batallas. No quiero que sospeche que vos me habeis admitido á vuestro servicio.

-No desconfio de vengarme, contando con un auxiliar tan poderoso. Ahora es preciso que averiguemos si el rey permanecerá mucho tiempo en Valladolid. Su estancia me interesa, porque así tendré mas sujeto á D. Rodrigo en su castillo. Y entre la comitiva ¿has visto á D. Fernando Alfonso de Zamora?

-Sí señor; venia con D. Fernando de Castro y con Men Rodriguez de Sanabria.

-Que me place. Son amigos mios y me ilustrarán acerca de los proyectos del rey. Es preciso que los vea cuanto antes. Voy á partir.

-¿Ahora?

-Sí; antes de que adelante la noche.

-Os acompañaré si gustais.

-Entonces no podrás ver mañana al escudero de D. Rodrigo.

-Teneis razon; no saldré del castillo.

-Mañana á las doce, estaré de vuelta y no dudo que te encontraré aquí para que me comuniques la respuesta de D. Rodrigo.

-Su escudero prometió verme temprano. No dudo, pues, que á las doce podais saber lo que os interesa.

-Sí, y entonces nos ocuparemos de mi venganza. Avisa ahora que me ensillen el caballo y que me acompañe Fortun. Mañana ya encontraré mi medio para premiar tu celo.

-Nada me debeis, señor.

-Bien; ya nos ocuparemos de todo.

El escudero salió, y D. Lope, viéndose solo, empezó á medir otra vez la estancia con sus pasos.

Ya sabemos que su pensamiento dominante desde el castigo que habia recibido de D. Rodrigo de Cabezon era vengarlo aun con mas rigor de lo que habia prometido. Si aquel hubiera sido mas jóven en un duelo hubiera satisfecho todas sus ofensas; pero la edad lo obligaba á no pensar en este medio de reparacion. Tampoco se habia resuelto á atentar contra su vida, porque le parecia una cobardia indigna de un caballero. D. Lope hubiera preferido un duelo con D. Alvaro, el primogénito de D. Rodrigo, pero hallábase muy lejos entre los parciales de D. Enrique, conde de Trastamara, que no inspiraban la menor confianza á D. Lope. Asaltar el castillo de Cabezon y privar de la libertad á sus habitantes, era un medio arriesgado, y que no le satisfacia por completo. El señor de Rojas, fluctuando de esta suerte, no sabia cómo vengarse, y quizá no lo hubiera logrado jamás, á no haber tropezado con el escudero Sancho. Este tenia tambien algunas ofensas que vengar, y mas perverso que D. Lope proyectaba una venganza terrible, que deberia tranquilizar completamente á aquel.

La guarnicion que Sancho enviaba al castillo de Cabezon, era un feliz presagio para D. Lope, que le anunciaba ya la posibilidad de vengarse, y la venida del rey D. Pedro á Valladolid facilitaba tambien sus proyectos, porque como partidario D. Rodrigo del conde de Trastamara, nada debia esperar de la justicia de D. Pedro, si ofendido de D. Lope iba á demandársela á su alcázar.

Mientras el señor de Rojas, discurria en los medios de vengarse, sus escuderos con el caballo en el patio esperaban el momento de la partida para entregarse despues con mas libertad á sus placeres. El que debia acompañarle se presentó para anunciar que los caballos estaban ensillados.

-Vamos, dijo D. Lope.

Al llegar al patio encontró á Sancho confundido entre los guardias del castillo. A una señal que le hizo, abandonó el grupo y se acercó respetuosamente á su señor.

-Escucha, le dijo este llevándole hacia el puente; recuerdo ahora que á D. Rodrigo no le será dificil saber que estás á mi servicio, y entonces se frustarán todos tus proyectos.

-No temais, señor; si se exceptuan los vasallos que habitan el castillo con nosotros, nadie sabe que os pertenezco. Vuestros soldados no abandonan estos muros, y por lo mismo no es fácil que se descubra este secreto.

-Confio en tu destreza.

-Descuidad, señor; el ballestero Sancho no dará lugar á que os arrepintais de haberle concedido vuestra gracia.

-Así lo espero.

D. Lope montó á caballo, y algunos momentos despues se dirijia presuroso á Valladolid, dominado siempre por el mismo pensamiento de venganza.

- XII -

La llegada inexperada del rey D. Pedro á Valladolid, habia puesto en movimiento á sus habitantes. Todos se preguntaban el objeto de un viaje que no habia sido anunciado, y que al parecer revelaba algun gran designio. Retirado D. Pedro en Búrgos haciendo nuevos preparativos para continuar con mas ardor la guerra empeñada con el de Aragon, no era de esperar que abandonase precipitadamente aquella capital para dirigirse á Valladolid, donde no debia contar mas que con sus parciales. Desde las primeras córtes de su reinado que allí habia celebrado en 1350, disfrutaba de un merecido nombre de recto y justiciero. En efecto, aquellas córtes que fueron una de las glorias de su reinado, figuran hoy como las mas populares de la edad media. Grandes muestras de arrojo y de osadia habia dado entonces el jóven D. Pedro, el lidiar con la nobleza en beneficio de los comunes. Las peticiones de estos, resueltas con un acierto admirable, revelaban una actitud firme y los mejores principios de justicia y de equidad. Por eso Valladolid, era una de las villas que sostenia con mas fé la causa de su legítimo monarca. La llegada de estos, si bien inexperada, no era sospechosa. Terminados sus aprestos para continuar la lucha con el rey de Aragon, se dirigia á invadir de nuevo los estados de éste, seguido de un lucido ejército, en que figuraban los primeros ricos-homes de Castilla.

En uno de los apartados aposentos del alcázar hallábase el rey la noche que pasan los sucesos que vamos refiriendo, acompañado de un corto número de parciales, que ni aun despues de su muerte desmintieron la lealtad con que seguian su causa. Entre ellos figuraba en primer término, D. Fernando de Castro, conde de Lemos, casado y divorciado con doña Juana, hermana de los bastardos Men Rodriguez de Sanabria, Martin Lopez de Córdoba, Diego Gonzalez de Oviedo, Garci Fernandez de Villodre y Fernando Alfonso de Zamora. Este, restablecido ya de sus heridas, conversaba con Martin Lopez, maestre entonces de la órden de Alcántara, en uno de los rincones del aposento, mientras que el rey sentado á una mesa se ocupaba con los otros caballeros de anotar las noticias que le iban suministrando respecto á la situacion, distancia, guarnicion y medios de defensa de las villas fronterizas que debian atacar de paso al invadir el territorio aragonés.

Los ricos-homes de Valladolid habian ya cumplimentado al rey por su llegada, y éste les citara para las nueve de la noche con el objeto de conferenciar sobre el número de hombres que le ofrecian para continuar la guerra. D Pedro se prometia sacar de Valladolid una buena ayuda, que cada dia le era mas necesaria, por el aspecto poco halagüeño que iba presentando la lucha. Auxiliado el rey de Aragon por los parciales de D. Enrique, conde de Trastamara, y contando con el grande esfuerzo y merecido prestigio que este disfrutaba, lo mismo en Castilla que en Aragon, no esperaba llevar la peor parte en la jornada: y por el contrario, se prometia rescatar algunas villas que habia perdido en la campaña anterior.

El origen de esta guerra cada vez mas sangrienta, habia sido tan fútil como el de las que entonces se emprendian. En una de las cortísimas treguas que concedian de reposo al rey D. Pedro sus grandes vasallos, se dirigió éste al puerto de S. Lúcar de Barrameda para entregarse algunos dias á la pesca del atun, una de sus distracciones favoritas. A la sazon hallábanse en la rada del puerto dos galeras genovesas cargadas de mercancias, y una pequeña escuadrilla aragonesa al mando del almirante Mosen Perellós. Aragon se hallaba entonces en guerra con los genoveses, y aquel almirante aprovechando esta circunstancia, apresó á las dos galeras que descansaban en el puerto bajo la proteccion del rey de Castilla. Enojóse éste con el hecho que calificó de una ofensa á su dignidad, puesto que la violencia se ejerció á su vista, y para obtener una reparacion, despachó á su almirante D. Gil Bocanegra con el encargo de declarar la guerra al rey de Aragon, si éste no daba una satisfaccion que correspondiese al agravio recibido. La embajada no pudo llegar al aragonés en circunstancias mas críticas. Precisamente se hallaba ocupado en reprimir á los que imtentaban apoderarse de la Morea, que entonces pertenecia á la corona de Aragon. El mensaje le encontró disponiendo una poderosa escuadra para contener á los rebeldes, y así es que contestó con mas sumision de lo que debia esperarse de su carácter maligno y altanero. El embajador, que sin duda poseia en grado eminente el espíritu bélico de la época, no se mostró satisfecho de las excusas y satisfacciones del rey, y en uso de las facultades extraordinarias que le habia concedido el suyo, declaró la guerra en su nombre al de Aragon. D. Pedro aprobó su conducta porque tenia otras ofensas que vengar. Aragon habia servido hasta entonces de asilo á los rebeldes de Castilla, y en él habia encontrado apoyo y proteccion D. Enrique de Trastamara, hermano bastardo del rey D. Pedro, y pretendiente á la corona sin otros títulos que el apoyo de los que no querian sufrir la voluntad de yerro de aquel célebre monarca.

La guerra que al principio se limitó á simples alardes de arrogancia, fué presentando un aspecto gravísimo con la intervencion de D. Enrique de Trastamara, como aliado del rey de Aragon. Don Pedro de Castilla, que veia en este bastardo y en los que le acompañaban, á los enemigos del reposo de sus reinos, juró no descansar un momento hasta exterminarlos, y si no lo logró por completo, le cupo al menos la gloria de sostener esta lucha en el espacio de diez y nueve años contra los elementos mas poderosos, sin que durante tan largo transcurso se hubiese doblegado en un solo momento su fiera arrogancia.

Eran las nueve de la noche y en el aposento del rey se hallaban ya reunidos la mayor parte de los ricos-homes de Valladolid y sus cercanias. Entre los últimos que habian entrado, figuraba don Lope Alvar de Rojas, cubierto de polvo y en un estado que manifestaba la presteza con que habia verificado el viaje. Con una prudente reserva se mantuvo oculto entre los últimos grupos, esperando á que le llegase su turno; pero el rey, que con su mirada de águila investigaba hasta lo que pasaba en el mas oscuro rincon, le descubrió arrimado á una ventana y le hizo una señal para que se acercase.

-¿Vos aquí, don Lope? le preguntó con aire risueño. ¿Teniais noticia de mi llegada?

-Señor; aun no hace tres horas que me la comunicaron, y ya estoy á vuestro lado para ofreceros mi débil apoyo.

-Gracias, don Lope, dijo el rey alargándole una mano.

El caballero la besó con respeto, y en una actitud suplicante esperó á que de nuevo le dirigiese la palabra.

-¿Qué mas apoyo que el vuestro podeis ofrecerme?

-Señor; aun cuento con cuarenta ó cincuenta vasallos de mi casa.

-Muy bien; no creí que fuérais tan rico, don Lope.

-La mayor parte son rústicos labriegos; pero fieles á su rey y señor.

-Anotad, Men Rodriguez, el auxilio de don Lope Alvar de Rojas. ¿Cuándo podeis traerlos? preguntó á éste.

-Mañana, si gustais; dijo el caballero.

-Sí; porque dentro de cuarenta y ocho horas caminaremos para Aragon.

D. Lope, algun tanto contrariado, se inclinó, y el rey llamó á otro caballero para continuar su registro.

Viéndose solo el señor de Rojas buscó con la vista á don Fernando Alfonso de Zamora y le halló en un rincon con don Martin Lopez de Córdova. En aquel momento se separaban los dos amigos.

-D. Fernando, dijo el señor de Rojas acercándose, mucho celebro el encontraros.

-¿Tambien habeis venido, D. Lope? preguntó el jóven sorprendido. Siempre os consideré adipto á la causa del bastardo.

-No; desde que se empeñó esta lucha fatal, mi bando ha sido el del rey lejítimo.

-¿Y qué nuevas traeis de Cabezon?

-Ninguna. Desde que vos le abandonásteis, siguen las cosas en el mismo estado; D. Lope de Manuel salió del castillo. Sin duda los aprestos que aquí se hacen, le obligaron á reunirse con su señor el bastardo. Doña Blanca, al parecer, sueña con su prometido, y el ermitaño prosigue en su mision evangélica por aquellas deliciosas campiñas.

-¿Y los huérfanos?

-No les he visto; pero me figuro que estarán buenos.

-Mucho me interesan, D. Lope; y si vos no tomais parte en la guerra y permanecieseis en Cabezon, os agradeceria que velaseis por ellos, y que me diéseis noticia alguna vez de su estado.

-Concibo muy bien vuestro interés; os han asistido como un hermano y con la mayor abnegacion. Tambien el cirujano les ha prestado gran ayuda, y sin duda le habeis olvidado, porque nada por él me habeis preguntado.

-No debeis extrañarlo; porque aun no hace una hora que se ha separado de mi lado. Al entrar en la ciudad, le descubrí entre un grupo de gentes del pueblo, y le llamé para concederle lo que le habia prometido. El rey le hizo hidalgo, y él mismo ha llevado su carta ejecutoria.

-¡Dichoso el esculapio que encuentra enfermos como vos! De seguro que os querrá ahora mas que á su ciencia. Era su única ambicion, y la habeis satisfecho. Los nobles desdeñaban su asistencia, porque pertenecia al pueblo. Ahora la solicitarán sin otro motivo que el conocer que disfruta de la gracia del rey, cuando tamaña merced ha obtenido.

-¿Y vais á partir con nosotros?

-Ahora no; antes tengo que arreglar mis querellas con don Rodrigo de Cabezon.

-¿Le habeis visto otra vez?

-No.

-¿Y pensais aun en vengaros?

-Vos que conoceis la ofensa, decidme si podré olvidarla.

-Cierto es, pero don Rodrigo por sus años está á cubierto de los golpes de vuestra espada. Si fuera su hijo D. Alvaro...

-¡Oh! No puedo encontrarle. Está en Aragon con los rebeldes de Castilla. Es partidario ardiente de la causa del bastardo.

-Aun podeis encontrarlo en el combate si nos seguis á Aragon.

-No espero semejante fortuna.

D. Fernando iba á replicar; pero un heraldo del rey le tocó en la espalda suplicándole que le siguiese á un extremo del aposento.

Los dos jóvenes se despidieron, y D. Fernando siguió al heraldo.

-Perdonad, señor, dijo el heraldo, si os he interrumpido; pero acaban de entregarme para vos este pergamino, y según asegura el mensagero, es muy urgente.

D Fernando, excitado por la curiosidad, abrió el pergamino, y leyó lo siguiente: «Si amais á los huérfanos, os ruego, D. Fernando, que sigais al portador sin tardanza, aun cuando tuviérais que desatender el servicio del rey. Os lo pido, por la persona que mas ameis en el mundo. Si venís, será eterna la [gratitud] de El ermitaño del Cristo de las batallas

-¿Qué significa este aviso? murmuró el caballero pensativo. ¿Habrá ocurrido alguna novedad en el caserio?

Y dirigiéndose al heraldo, añadió:

-¿Quién os ha dado este pergamino?

-Un lugareño que espera á la puerta.

-Llamadle al punto; os esperaré en el corredor.

El aviso no podia llegar en una ocasion mas embarazosa para don Fernando. El rey tenia dispuesto un viage para el dia siguiente, y tal vez no le permitiria alejarse de su lado, aun cuando fuese muy corta la ausencia.

-¿Qué habrá sucedido al padre Anselmo? se preguntaba admirado al dirigirse al corredor. Su aviso es apremiante y no da treguas. Si el rey no lo impide, partiré esta misma noche para Cabezon.

El heraldo poco tardó en volver al corredor con el lugareño. A una seña de D. Fernando se retiró el primero, dejándole solo con el emisario del ermitaño.

-¿Quién te ha dado este pergamino? preguntó D. Fernando.

-El padre Anselmo. ¿No lo sabiais?

-Sí. ¿Cómo le habéis dejado? ¿Está enfermo?

-No señor; pero debe sufrir una pena horrible: porque cuando me rogó que os tragese el mensage, me pareció que sollozaba.

-Dónde lo habeis visto?

-En el caserio. Desde allí me envió á buscar.

-¿Está enfermo alguno de los huérfanos?

-Sí señor; me han dicho en el valle que Maria ofrece escasas esperanzas de salvarse.

-¡Qué escucho! ¿Estará enferma?

-Sí señor; hace ocho dias que la devora una calentura mortal.

-¡Oh! Es preciso que yo corra á su lado. ¡Desventurada! No creí que tan presto habia de premiar sus desvelos! ¿Dónde te has apeado? prosiguió D. Fernando dirigiéndose al lugareño.

-Abajo, en el patio.

-Y tu caballo aun puede llevarnos á Cabezon tan ligero como el mio?

-Sí señor; es el mejor que se encuentra en las caballerizas de don Rodrigo.

-Entonces espérame, porque partiremos juntos.

-Cuando gusteis.

-Pregunta por mi escudero, y que dentro de un cuarto de hora me espere en el patio con mi caballo. El heraldo que te guió hasta aquí, te llevará al lado de mi escudero.

El lugareño se retiró, y D. Fernando se dirigió al aposento del rey para solicitar el permiso de abandonarle.

No era posible hablar en aquel momento á D. Pedro de Castilla, porque seguia preocupado con la anotacion de los auxilios que le ofrecian los ricos-homes de Valladolid. D. Fernando en vano aguzó el ingenio para distraer un momento al rey de aquella tarea tan agradable. Afortunada mente vino en su auxilio un rumor en la calle que excitó la curiosidad de algunos de los caballeros que habia en el aposento. Martin Lopez que era uno de los que se hallaban mas próximos á la ventana, miró á la calle, y vió una porcion de gentes del pueblo con hachas de viento que se detenian á la puerta del alcázar. Un momento después, los acordes sonidos de una música anunciaba que se trataba de una serenata. Entonces el rey abandonó la mesa y se dirigió á los balcones. D. Fernando Alfonso de Zamora aprovechó esta circunstancia para colocarse á su lado. El pueblo, al descubrir al rey, le saludó con grandes aclamaciones, y la serenata dió principio con mil y mil vítores al legítimo soberano de Castilla. D. Fernando vió llegado el momento de entablar su demanda.

-Señor, dijo de modo que solo pudiera oirle D. Pedro; tengo que pediros una gracia.

-¿Qué deseas, mi buen Fernando?

-Acabo de recibir un mensage del ermitaño del Cristo de las batallas.

-¿Del padre Anselmo?

-Sí señor.

-Y bien, ¿qué desea?

-Me ruega que al momento me traslade á Cabezon.

-¿Pues qué ocurre?

-Parece que uno de los huérfanos, que me han asistido con tan tierna solicitud se halla gravemente enfermo.

-¿Y por eso te llama el padre Anselmo?

-Lo ignoro. Lo que puedo asegurar es, que su mensage revela el mayor afan porque acceda á su ruego. ¿Me dejais partir?

-Sí; de muy buen grado; justo es que muestres tu agradecimiento á los que te salvaron la vida.

-Y he de abandonaros, cuando vais á entrar en Aragon?

-No importa, ya nos reuniremos.

-¿Y si se prolonga mi ausencia?

-No te perjudicará; porque ahora se me ha ocurrido una idea.

D. Fernando guardó silencio y miró al rey con temor.

-Ahora recuerdo, prosiguió D. Pedro, que debo una visita al señor de Cabezon. Le he ofrecido volver á sus tierras, y cumpliré mi promesa.

-¿Sitiareis su castillo?

-Sí; por algun lado hemos de dar principio á la nueva campaña. Así, pues, dirígete á Cabezon, y espera: que no tardaremos en reunirnos.

-¿Pero pensais sériamente en sitiar el castillo de D. Rodrigo?

-Sí por cierto. ¿No debo pedir algunas explicaciones á este caballero? ¿Recuerdas la nobleza con que le hemos socorrido una vez? Pues no por eso ha dejado de hacerme una cruda guerra.

-Don Rodrigo abrazó la causa del bastardo y no la abandonará.

-Muy luego lo veremos.

-Tal vez...

-De modo que os aguardo en Cabezon.

-Tan pronto como termine mi comision en Valladolid, iré á ver á D. Rodrigo con la ligera escolta que me acompaña. Creo que será suficiente para que me admita en su castillo.

Don Fernando, algun tanto contrariado al saber el proyecto del rey, se despidió para reunirse con él en Cabezon.

Al llegar al patio, encontró al lugareño con su escudero.

-Mendo, dijo á éste, tan pronto como se anuncie la partida del rey, montarás á caballo y me llevarás el aviso á Cabezon. ¿Entiendes?

-Sí señor.

-Y tú, dijo al lugareño, acompáñame, si eres capaz de seguir mi paso.

Diciendo esto montó á caballo y al galope se alejó de la ciudad.

Algunos momentos despues, D. Lope, que habia recogido algunas palabras del corto diálogo que habia tenido el rey con D. Fernando, montaba tambien á caballo murmurando.

-El diablo favorece mi proyecto, si el rey no desiste de su viaje á Cabezon.

A poco rato seguia las huellas de D. Fernando Alfonso de Zamora, aunque dominado por un sentimiento menos generoso que el que impulsaba al fiel partidario de D. Pedro de Castilla.

- XIII -

Nada habia cambiado la situacion del caserio desde la llegada de doña Blanca. Maria seguia en su estado alarmante sin que pudiera esperarse el menor alivio mientras no calmase la violenta calentura que la devoraba. Los tiernos cuidados de doña Blanca, lejos de calmar su delirio, lo fomentaban, porque la enferma considerándola algunas veces como su dichosa rival, y otras como enemiga del reposo de su idolatrado D. Fernando, se exaltaba al dirigirla la palabra, haciendo sufrir á la dama pesares desconocidos hasta entonces en su apacible existencia.

Cuatro dias llevaba doña Blanca al lado del lecho de la enferma, sin que durante este trascurso, hubiese disfrutado un momento de reposo. El padre Anselmo y Diego habian empleado inauditos esfuerzos para separarla del lecho de Maria sin el menor resultado, porque la dama que la amaba como una hermana, y que se acusaba á sí misma del estado doloroso en que se hallaba, le parecia leve expiacion lo que sufria á su lado, para purgar el desvio con que habia correspondido al amor de D. Fernando, desvio que habia dado pábulo á la ciega pasion que la huérfana albergaba en su pecho.

Doña Blanca de Cabezon habia sufrido en aquellos cuatro dias una completa trasformacion. El estado de Maria le habia mostrado á D. Fernando Alfonso de Zamora bajo su verdadero aspecto. No podia ser un hombre vulgar, el que inspiraba una pasion tan insensata. Blanca lo advirtió tarde, y esta era una de las expiaciones que estaba sufriendo. Conocia que su imprevision la habia arrojado arrojado en un abismo; que la tierna simpatia que le habia hecho sentir D. Fernando se despertara con vehemencia en su corazon, y que tenia celos del amor de la huérfana. La situacion de la dama no podia ser mas violenta. Su pasion crecia á medida que la enferma hacia conocer la intensidad de la suya. ¡Cuánto sufria doña Blanca al oir las palabras que á aquella arrancaba el delirio! ¿Qué hombre resistiria á una pasion semejante? La dama se estremecia á la sola idea de que D. Fernando Alfonso de Zamora leyese en el corazon de la desgraciada huérfana.

Diego apenas salia del caserio desde que su hermana se hallaba enferma. El padre Anselmo tambien habia abandonado á sus protejidos para ocuparse solo de aquella. El cirujano que casi á todas horas se encontraba á la cabecera de su lecho, habia declarado ya el primer dia que la afeccion moral de la huérfana era mas alarmante que la física. Como lejos de aminorar se agravaba, dijo al ermitaño que solo la presencia de D. Fernando Alfonso de Zamora podria contener los progresos del mal. El padre Anselmo conocia la justicia de esta observacion; pero no se atrevia á llamar al caballero, no tanto por ignorar el punto en que se hallaba, como por no dejarle conocer lo que pasaba en el corazon de la huérfana. Fluctuando, pues, entre la salvacion de esta y su reposo, dejó pasar cuatro dias hasta que la enfermedad presentó un carácter verdaderamente alarmante. El cirujano desconfiando de todos sus recursos, volvió á insistir en que se llamase á D. Fernando, y el padre Anselmo convencido de que Maria sucumbia, se resolvió á buscar al caballero en el lugar en que se encontrase. Afortunada mente, tuvo noticia aquella tarde de la llegada del rey D. Pedro á Valladolid, y sin detenerse á reflexionar un momento, despachó el mensaje que hemos visto, esperando á D. Fernando como si fuese un ángel salvador. Diego que habia aprobado este último recurso, esperaba tambien al caballero con la mas viva ansiedad. Solo doña Blanca, ignoraba el partido extremo que acababa de adoptarse. Sentada junto al lecho de la enferma, se habia quedado aletargada hacia algunos instantes.

Era ya media noche. Una bujia alumbraba la estancia que daba paso á la alcoba de la enferma. Doña Blanca se habia al fin quedado profundamente dormida. El padre Anselmo se hallaba sentado á los pies del lecho, y Diego á la puerta de la alcoba dispuesto á acudir á donde le llamasen.

La respiracion de la enferma era lenta y fatigosa. Su delirio habia calmado; pero el desfallecimiento la tenia aletargada. De vez en cuando un suspiro ahogado salia de su pecho, al mismo tiempo que sus lábios se abrian para pronunciar un nombre que no podia olvidar en medio de su delirio. Sin embargo, hacia mas de una hora que solo se percibia su agitada respiracion.

El padre Anselmo siempre atento al menor movimiento se levantaba para examinar su rostro, y tocar su frente. Diego, temblando de emocion, se acercaba tambien, alguna vez, pero solo para imprimir un beso en la pálida mejilla da su hermana.

El silencio profundo que rodeaba al caserio, fué interrumpido de repente por el ruido de dos caballos al trotar sobre el pavimento de piedra que rodeaba la fuente del caserio.

El padre Anselmo y Diego se levantaron por un movimiento instantáneo.

-Ahí está! dijeron á una voz.

-Diego; condúcele á tu aposento, que allí voy ahora á buscarle.

El ermitaño examinó otra vez á la enferma y viendo que seguia aletargada, salió de la alcoba enjugando una lágrima. Al llegar al corredor encontró á D. Fernando Alfonso de Zamora que en aquel momento subia la escalera llevando de la mano á Diego.

-Vuelve á su lado, dijo el ermitaño á éste, porque la enfermera no ha despertado, y pudiera pedir alguna cosa la enferma.

Diego apretó tiernamente la mano del caballero, y volvió al lado de Maria mucho mas tranquilo, porque creia que D. Fernando Alfonso de Zamora era el ángel salvador de su hermana.

El padre Anselmo se encerró con el caballero en el aposento de Diego.

-Antes de nada, abrazadme, hijo mio; dijo el anciano derramando lágrimas de gratitud al ver la presteza con que el jóven habia acudido á su llamamiento. Gracias por vuestra bondad y por vuestra diligencia en obedecer al ruego del padre Anselmo. El cielo os premiará, hijo mio!

-¡Oh! Dejaos de eso ahora. Decidme que es lo que sucede. Maria está enferma.

-Sí, ó moribunda, porque yo desconfio de su salvacion.

-¡Dios mio! En tan breve plazo! ¿Pero qué ha sentido? ¿Qué enfermedad es esa que hace tan rápidos estragos?

-Una voraz calentura que la encamina al sepulcro. Sin embargo, ahora que estais aquí no desconfiamos de salvarla.

-Acaso yo...

-Sentaos, D. Fernando; os lo ruego. Voy á hablaros con la sinceridad que ya os he mostrado otra vez.

D. Fernando se sentó en un sillon al lado del ermitaño. Este prosiguió.

-Ya conoceis el triste porvenir que espera á los dos huérfanos. Su situacion empero, es hoy mucho mas alarmante que cuando os habeis alejado, porque están sufriendo las consecuencias de una desgracia tan terrible como inexperada.

-¡Una desgracia! ¡Oh! Por el cielo, nada me oculteis. El porvenir de Diego y de su hermana me pertenece; bien lo sabeis.

-No buscaré rodeos para revelaros... lo que siempre debisteis ignorar. Pero el cielo lo ha dispuesto de otra suerte.

-¿Qué decís? Vuestras palabras misteriosas me confunden.

-Don Fernando, sois un caballero, y no abusareis por cierto del secreto que voy á revelaros. Esta seguridad no me permite vacilar ¿Quereis averiguar el origen de la enfermedad que lleva á Maria á los bordes del sepulcro?

-Sí, sí.

-Pues bien, la causa sois vos.

-¿Yo?

-Vos, D. Fernando. Maria os idolatra.

-¡Cielos! ¿Qué escucho? Maria...

-Maria sucumbe víctima de la pasion mas desgarradora.

-¡Oh! Es imposible. Estais alucinado, padre Anselmo.

-¡Pluguiera el cielo que estuviese equivocado!

-No comprendo esa pasion. Maria siempre me ha profesado la ternura de una hermana.

-Pues hoy os adora por su desgracia y por la mia tambien. Don Fernando, os ruego que no contribuyais á que aquí se anatemice vuestro nombre:

-Qué, osais sospechar, señor? dijo el caballero levantándose vivamente.

-Nada, D. Fernando; no me habeis comprendido. He querido deciros que debeis contribuir á remediar el mal que habeis causado, aunque sin advertirlo.

-¿Y podeis dudarlo? Disponed lo que gusteis; D. Fernando Alfonso de Zamora es vuestro, y sacrificará gustoso su vida por devolver á estos jóvenes el sosiego que en mal hora les he arrebatado. Vamos, ¿qué exigís, padre Anselmo?

-Lo ignoro; solo sé que vuestra presencia al lado de la enferma obrará un milagro.

-Si no deseais mas que eso, podeis contar con que no me separaré de su aposento hasta que haya recobrado la salud.

-¿Y el rey?

-El rey sabe que aquí cumplo con uno de mis deberes mas sagrados.

-Basta ya; dijo el padre Anselmo levantándose, encargaros mas, seria ofenderos. Ya sabeis como caballero cual es vuestra mision al lado de la huérfana.

-No; no la olvidaré.

-Ahora, os ruego que espereis un momento. Es preciso, que yo la prepare. Una sorpresa pudiera serla fatal.

-Id, que yo á todo me someto gustoso con tal de mostrar á todos el agradecimiento que se alberga en mi pecho.

El padre Anselmo volvió al aposento de la enferma y los halló en el mismo estado. Doña Blanca rendida por el cansancio, aun dormia apoyando la cabeza sobre el lecho de Maria, y Diego velaba á su lado.

-Acompaña á D. Fernando hasta que yo os llame, le dijo el ermitaño.

Diego salió al momento dejando solo al padre Anselmo, porque doña Blanca en aquel estado no podia interrumpirles. Maria, aunque aletargada, continuaba suspirando y haciendo algunos movimientos. El padre Anselmo se acercó.

-¡Maria! gritó cariñosamente á su oido.

La jóven abrió los ojos.

-¿Quién me llama? dijo con voz apagada.

-¿No me conoces, hija mia?

-Sí, sois el padre Anselmo...

-Vengo á comunicarte una nueva muy grata para ti.

La enferma meneó la cabeza tristemente, y dos lágrimas asomaron á sus ojos. El anciano conmovido, guardó silencio algunos instantes.

-Sí, es una nueva que será de tu agrado.

-Decid.

-Don Fernando...

Maria hizo un poderoso esfuerzo para incorporarse así que oyó pronunciar este nombre.

-¿Qué decís?

El padre Anselmo la contempló con asombro. El rubor, el placer ó el amor, habian transformado por un momento el pálido semblante de la enferma.

-D. Fernando no está en Búrgos, prosiguió mirándola fijamente.

-¿Y donde se encuentra?

-Muy próximo á este lugar.

La enferma volvió á hacer otro movimiento devorando con la vista al ermitaño.

-¿Donde está?

-En Valladolid, hija mia.

-¡En Valladolid! ¡Oh! Si él supiera... tal vez...

Y Maria se cubrió el rostro con las manos despidiendo algunos suspiros ahogados.

-Ya ves, prosiguió el ermitaño, estando tan próximo es fácil que un dia nos sorprenda con su visita.

-Vendrá tarde, balbuceó la enferma sollozando.

-¿Lloras, Maria?

-Sí, porque no volveré á verle.

-¿Desconfias acaso de tu curacion?

-Solo Dios puede obrar un milagro.

El anciano se estremeció, y dos lágrimas vinieron á humedecer sus mejillas. Sus fuerzas se agotaban al ver el desaliento de la enferma.

-Por el cielo, hija mia; no nos atormentes con tan fatal pronóstico.

-Os lo repito; no volveré á verle.

-Te engañas.

-¡Oh! Me atrevo á jurarlo.

-¡Te engañas! ¡te engañas! repitió el ermitaño con exaltacion.

Maria le dirigió una mirada apagada, y no pudo menos de advertir su emocion.

-¿Qué teneis, padre mio?

-Nada; tus palabras me conmueven. ¿Por qué esa desconfianza en el porvenir?

-¿Y por qué vos afirmais que he de volver á verle?

-¿Por qué? ¡Oh! Abrigo un presentimiento que me anuncia la próxima llegada de D. Fernando.

-¡Oh! Os comprendo, padre mio. Quereis alucinarme con una esperanza ilusoria.

-No, no; ¿te he engañado alguna vez?

-¡Y bien! ¿Qué es, pues, lo que me anunciais?

-Que don Fernando...

-Proseguid, dijo la enferma con ansiedad extendiendo sus manos suplicantes.

-No tardará en llegar.

-¿A dónde?

-A Cabezon.

-¡Dios mio! ¡Dios mio! Si fuese cierto, volveria á la vida.

-¡Alienta Maria! Es preciso que no te encuentre en este estado.

-¿Pero vos quereis matarme?

-¿Qué dices, infeliz?

-¿No veis que un desengaño me daria la muerte?

-¿Dudas, Maria?

-Sí, sí, hasta que le vea á mi lado.

-Pues que desaparezcan tus temores. D. Fernando estará aquí muy luego.

-¿Por qué lo sabeis?

-Le he dado aviso de tu estado y...

-No vendrá.

-Ya está aquí.

Maria al oir estas palabras, despidió un grito tan penetrante, que despertó azorada á doña Blanca.

-¿Qué hay? preguntó alarmada poniéndose en pie.

-Tranquilizaos, dijo el ermitaño; acabo de anunciar á Maria la llegada de D. Fernando Alfonso de Zamora.

-¡Cielos! ¡D. Fernando en Cabezon! ¿Pues no se hallaba en Búrgos con el rey?

-Sí; pero hoy llegarán los dos á Valladolid, y D. Fernando al saber que Maria se halla enferma, viene á prodigarla los mismos auxilios que de ella recibió en un estado semejante.

Doña Blanca se extremeció, y su semblante se cubrió de mortal palidez.

-¡Dios mio! murmuró. ¿Qué vá á ser de mí?

Maria en el interin estaba como desvanecida sin saber lo pasaba á su alrededor. La nueva de la llegada de D. Fernando la habia reanimado de un modo fabuloso. Los latidos de su corazon la anunciaban que aun habia mucho vigor en aquel cuerpo debilitado por el infortunio.

-Sosiégate, hija mia, dijo el ermitaño cogiéndola una mano y oprimiéndola contra su pecho. Su presencia debe ser para ti un bálsamo consolador, ya que tanto le amas.

-¡Oh! ¡Vos aun, no lo sabeis, padre mio! dijo con una expresion que aterró á doña Blanca.

-Mucho debemos agradecerle, prosiguió el ermitaño. Al saber que estabas enferma abandonó al rey y á los suyos, para venir á ofrecerte sus cuidados.

-Continuad, padre mio, continuad. Me estais dando la vida.

-Aun no hace cuatro horas que llegó á Valladolid, y ya está á nuestro lado.

-Pero... ¿ha venido? preguntó la enferma derramando un torrente de lágrimas.

-Sí; acaba de llegar con el mensagero que le dió aviso de tu estado.

-¿Y quién se lo envió?

-Tu hermano y yo.

-¿Cuándo?

-Hoy al anochecer.

-¿Y ya está aquí?

-Sí.

-¡Oh! ¡Quiero verle!

-Le avisaré.

El ermitaño salió de la estancia con paso tan presuroso, como si comenzase la agilidad de sus primeros años.

Maria al verse sola con doña Blanca, recordó la crítica situacion en que las dos iban á encontrarse.

-Perdonad, doña Blanca, la dijo; pero vos que no le amais no me negareis el consuelo que viene á prodigarme.

-¡Que el cielo le bendiga si llega á salvarte! dijo procurando contener su agitacion.

Los papeles se habian cambiado. Entonces doña Blanca pedia para Maria, lo que esta en vano habia solicitado de aquella. Ambas amaban á D. Fernando; pero sin la menor esperanza.

Doña Blanca despues de enjugar algunas lágrimas, que ocultó á Maria, volvió á sentarse á su lado.

- XIV -

El padre Anselmo llevando de la mano á D. Fernando Alfonso de Zamora, penetró en el aposento de la enferma, temblando de emocion. Diego les seguia en un estado de agitacion dificil de explicar. Aquella entrevista iba á decidir de sus destinos.

Doña Blanca, al sentir en la próxima estancia el ruido producido por los que se acercaban, casi se ocultó entre los grandes pliegues de las cortinas que rodeaban el lecho de Maria. Esta, agitada por mil diversas sensaciones, miraba con ojos extraviados los objetos que rodeaban. Una de sus manos procuraba contener los violentos latidos de su corazon, y con la otra enjugaba algunas gotas de sudor que corrian por su frente.

-¡Maria! ¡Maria!! exclamó D. Fernando con acento apasionado apoderándose de sus manos y besándolas con una expresion que hizo extremecer á doña Blanca.

-Sois vos, D. Fernando! ¡En que estado me encontrais!... dijo derramando algunas lágrimas.

-Aun llego á tiempo para salvaros.

Maria, al oir estas palabras, elevó sus ojos al cielo y luego cruzando sus manos sobre el pecho pareció recitar una oracion. Don Fernando no quiso interrumpirla. Con una profunda mirada examinó á la jóven, preguntándose admirado cómo habia podido contemplar indiferente hasta entonces tanta belleza. Maria, á pesar de la huella terrible que habla impreso el sufrimiento en su rostro, hubiera inspirado celos en aquel estado á la dama mas hermosa de Castilla.

-Don Fernando, dijo con emocion, aun no os he preguntado por vuestra herida.

-Gracias á vos, Maria, ya se halla cicatrizada. Ahora solo debemos pensar en las vuestras.

-¡Dios mio! ¿Tengo acaso algunas? dijo mirándole fijamente.

-Sí por cierto. Si os hallais gravemente enferma, es porque el mal os ha herido y debemos combatirlo. Ocuparé, pues, el lugar que conservabais á mi lado.

Y D. Fernando se apoderó del sillon en que hasta entonces habia estado sentada doña Blanca.

-Señor, os ruego que no abrigueis semejante idea. Retiraos á descansar, por que debeis estar fatigado de la jornada.

-Para el soldado no hay descanso, sino cuando disfruta de alguna tregua. Vos que lo necesitais, no os ocupeis de mí. Obrad como si no estuviese aquí.

-¡Imposible! murmuró la jóven oprimiendo el corazon con sus manos.

-A vuestro lado pasaré el tiempo que esteis enferma, atento siempre á vuestra voz, como vos os hallabais cuando yo sufria en el lecho del dolor.

-¡Oh! Solo por no molestaros, creo que lo abandonaré muy luego.

-Tanto mejor; así sufrireis menos. Sin embargo, recuerdo ahora que cuando yo os hablaba de lo mucho que os molestabais por mí, en lugar de confesarlo, me regañabais para que me ocupase de otro asunto.

Maria bajó los ojos ruborizada, para ocultar la alegria inefable que le producian las palabras de D. Fernando.

-¿Y habeis abandonado al rey?

-Sí; para venir á vuestro lado.

Una lágrima asomó á los párpados de la enferma, y que hizo brillar la alegria en el semblante de Diego y del padre Anselmo. Don Fernando que lo advirtió como aquellos, sintió latir su corazon bajo una impresion desconocida. Aquella pasion tan noble y tan pura que revelaba el triste aspecto de la enferma, habia trasformado á D. Fernando de tal modo, que empezaba á considerarla bajo otro aspecto.

-¿Y cuándo regresais á Valladolid? preguntó Maria asustada ya á la idea de otra separacion.

-Cuando os halleis restablecida.

-¿Y si se emplea mucho tiempo?

-No importa.

-El rey se enojará y perdereis su gracia.

-El rey sabe que estoy á vuestro lado, y aunque no volviese á verle en dos meses, lejos de enojarlo, le proporcionaria un placer.

Diego y el padre Anselmo, al escuchar esta respuesta no pudieron menos de considerar con asombro al caballero. La huérfana no procuraba ocultar su sorpresa, y D. Fernando, al advertirla, se sonrió ligeramente.

-D. Pedro, prosiguió, sabe que os debo la vida, y si hubiera vacilado un momento en acudir á vuestro lado, cuando recibí aviso del estado en que os hallais, me hubiera retirado su gracia. El rey transige con un cobarde ó con un traidor, pero no perdona al ingrato. ¿Comprendeis ahora por qué no debo pensar en el tiempo que emplee á vuestro lado?

-Que el cielo bendiga á tan generoso monarca! digeron á una voz el padre Anselmo y el huérfano.

Maria no pudo responder, porque la emocion le embargaba su voz.

-En los primeros dias que pasé enfermo, prosiguió D Fernando dirigiéndose siempre á la enferma; érais inexorable conmigo, puesto que no me dejabais hablar. Ahora seguiré vuestro ejemplo. Os prohibo que abrais los labios sin mi permiso. ¿Obedecereis?

-Sí; todo lo que querais, dijo Maria ocultando la cabeza entre las manos, para ocultar las lágrimas de placer que bañaban sus megillas.

-Apruebo vuestro propósito, dijo el padre Anselmo apretando la mano del caballero y dirigiéndole una mirada indefinible para los que le rodeaban; pero que aquel comprendió al momento. Es preciso que la enferma repose, y vos tambien.

-Ya os he dicho que no saldré de aquí.

El ermitaño solo contestó con otra mirada de gratitud infinita. Don Fernando se acomodó en el sillon, y volvió á ocuparse de la enferma, que seguia con la cabeza oculta entre sus manos.

-Vamos pues, Diego, dijo al huérfano. Descansaremos en lo que resta de noche, para reemplazar mañana á este caballero.

-¿Y doña Blanca? ¿Donde se encuentra? preguntó el jóven dirigiendo la vista alrededor.

Al oir este nombre, Maria hizo un movimiento, y D. Fernando se incorporó en el sillon.

La dama que hasta entonces habia permanecido oculta entre las cortinas, asomó la cabeza por entre los pliegues y saludó ligeramente á D. Fernando. Este se levantó con presteza admirado de aquel encuentro inexperado. El rostro de doña Blanca estaba descompuesto y en él se reflejaban las sensaciones que le habian producido la entrevista de la huérfana con D. Fernando.

-Doña Blanca, dijo el ermitaño, podeis retiraros á descansar si gustais.

El anciano que sabia la posicion que ocupaba cada uno de los espectadores de esta excena muda, se alarmaba pensando en el giro que podia tomar un diálogo entre los tres, y así es que le pareció prudente retirar á doña Blanca ó á D. Fernando.

Maria al parecer se habia quedado dormida, porque apenas se percibia la respiracion de su pecho.

Doña Blanca vaciló un instante antes de responder. A pesar de su desvio, no le era indiferente el conversar algun tiempo con don Fernando Alfonso de Zamora.

-Ya sabeis que he descansado, dijo friamente, pero si este caballero es el encargado de velar á la enferma, me retiraré.

-Por el cielo, doña Blanca, respondió el ermitaño vivamente no vayais á imaginar que vuestra asistencia no es precisa, porque solo en pensarlo nos ofenderiais.

-No me habeis comprendido; he dicho que me retiraré si este caballero vela á la enferma.

-Sí, añadió Diego; pero no sentiriamos que le acompañáseis.

El ermitaño se mordió los labios y guardó silencio. Doña Blanca, que aun vacilaba, le contestó:

-Id á descansar, porque lo necesitais, y luego vendreis á relevar á uno de los dos. Fácil es que este caballero molestado por la jornada se quede dormido, y que en el interin se encuentre Maria sin enfermero á quien llamar.

-Perdonad, señora, dijo D. Fernando enojado; no acostumbro á faltar así á mis deberes, y no creí que hubiéseis formado de mí un juicio tan poco lisongero hasta el extremo de imaginar que soy capaz de entregarme al sueño estando vos á mi lado.

-Nunca olvidaré que sois tan galante como caballero, pero fatigado como os encontrais, nada tendria de extraño que el sueño os rindiese.

-Como gusteis, señora; vuestras palabras no deben ofenderme.

-¿Qué resolveis?, preguntó el ermitaño.

-Que velaré con este caballero.

El padre Anselmo contrariado con esta respuesta, desistió de su propósito de acostarse, y por el contrario, creyó que debia quedarse en la estancia para ver el giro de la entrevista de los dos jóvenes, al lado de la enferma, é interrumpirla si podia complicar el estado de esta. El ermitaño sabia que no estaba aletargada, como suponian los demás, y que por consiguiente escucharia todo lo que se hablase en la alcoba. Habiéndose, pues, despedido de D. Fernando y de doña Blanca, salió con Diego encargando á éste que se retirase á su aposento, mientras él se acomodaba en un banco de madera que habia arrimado á un extremo de la puerta que daba paso á la alcoba.

Sola doña Blanca con el caballero, se aproximó al lecho de la enferma para cerciorarse de que estaba profundamente dormida, y luego se dejó caer en un sillon. D. Fernando imitó su ejemplo volviendo á ocupar su asiento.

El ermitaño al través de la cortina, y en medio de la oscuridad que rodeaba la estancia en que se hallaba, vió el movimiento de doña Blanca, y un sudor frio empezó á bañar su frente. Un presentimiento le anunció en aquel instante que del resultado de la conferencia que iba á tener lugar al pié del lecho de la enferma, dependia la salvacion de ésta ó su muerte. Al principio, estuvo dispuesto á volver á entrar para evitarla con su presencia; mas al reflexionar en que aquella entrevista fijaria la verdadera posicion de don Fernando al lado de doña Blanca, y que el primero venia dispuesto á salvar á la enferma, á costa del mayor sacrificio, se resignó á pasar por aquella prueba tan terrible, dirigiendo al cielo una corta plegaria.

Doña Blanca, despues de acomodarse en su sillon, dijo á don Fernando.

-Caballero; bendigo la casualidad que aquí nos reune, porque me proporciona la ocasion de rehabilitarme á vuestros ojos.

Estas palabras derramaron un frio glacial en las venas del ermitaño. D. Fernando no tardó en contestar:

-Señora; no comprendo esa rehabilitacion, cuando no creo que hayais dado lugar á solicitarla.

-D. Fernando, prosiguió la dama con una ligera emocion; aun no hace dos meses que al salvarme de un peligro inmininente, cifrábais toda vuestra dicha en el amor de doña Blanca de Cabezon.

-Es cierto.

-¿Pensais hoy de la misma suerte?

-No.

Esta lacónica respuesta aterró á doña Blanca, y devolvió la calma al ermitaño.

Una leve oscilacion de la ropa que cubria á la enferma, hubiera indicado á un observador indiferente, que Maria, ó tomaba parte con su oido en esta conferencia, ó sufria estremecimientos producidos por algun sueño angustioso.

-De modo que solo habeis obedecido á vuestro corazon.

-Sí señora.

-¡Oh! Entonces no me amábais; porque si yo he sido esquiva con vos, debe servirme de disculpa la incertidumbre del estado de mi corazon.

-En este punto, el corazon no vacila, señora.

-Pues entonces diré, que el mio me ha engañado.

-Sí, porque no me amabais.

-No; porque ahora os amo.

El semblante de la dama reveló en aquel momento la llama que ardia en su pecho. D. Fernando se conmovió; pero al sentir la agitada respiracion de la enferma, mostró una indecision momentánea que doña Blanca no pudo comprender.

-¿Me habeis escuchado? preguntó ésta, tendiéndole una mano. Perdonad, don Fernando, añadió con una sonrisa que hubiera fascinado al hombre mas apasionado. Olvidemos nuestra pasada querella. Sed indulgente y juradme que no amais á otra.

-Es tarde, dijo don Fernando con seguro acento.

-¿Tarde? repitió la dama temblando de emocion.

-Sí.

-¿Por qué?

-¿No lo sabeis?

-¿Luego es cierto? Con que...

-Amo á otra.

-¡Dios mio! ¡Harto merecí esta humillacion!

Y la dama ocultó la cabeza entre sus manos derramando un torrente de lágrimas.

D. Fernando, impasible al parecer, vió silencioso aquellas lágrimas, que algunos dias antes le hubieran hecho el mas dichoso de los hombres.

El ermitaño seguia en pié, preguntándose si era juguete de una ilusion, porque no daba crédito á lo que estaba pasando á su lado.

-¡Oh! ¡Esto es un sueño! murmuró la dama. Habeis querido vengaros de mi desvio. ¿No es cierto, don Fernando?

-Os juro que jamás abrigué un pensamiento tan villano.

-¿Luego no me engañais?

-No.

-Pero ¿á quién amais?

-¿No lo habeis adivinado?

-No.

-Entonces teneis un velo en los ojos. ¿Qué os anuncia mi presencia en este sitio?

-¡Cielo santo! Amais...

-A Maria; á la desdichada huérfana, que ha sabido leer mejor que vos en mi corazon.

Dos gritos que formaron uno solo indefinible, hendieron los espacios, dejando á don Fernando petrificado.

El uno habia partido del lecho de la enferma, y el otro del pecho de doña Blanca.

D. Fernando se levantó agitado y fijó su vista llena de espanto en el lecho, y vió con asombro que Maria continuaba entregada al parecer á un sueño apacible y tranquilo.

El ermitaño, sacudiendo su inmovilidad, penetró en la alcoba, y el primer objeto que hirió su vista, fué el cuerpo de doña Blanca que se habia deslizado á los pies del lecho de Maria.

- XV -

-¿Qué sucede? preguntó el ermitaño como si nada hubiese oido.

-Ya lo veis, dijo D. Fernando algun tanto confuso, que doña Blanca se ha desmayado, vamos á socorrerla.

El ermitaño la cogió en sus brazos y volvió á sentarla en el sillon dándole aire con el sombrero del caballero. Este, preocupado con la excena anterior, se esforzaba en vano para comprender el origen de la transformarcion que habia sufrido doña Blanca. No podia dudar que Maria habia influido mucho en la tierna actitud con que acababa de presentársele; pero un cambio tan completo y tan rápido, no se concebia por el solo esfuerzo de la huérfana. Don Fernando veia en esto un misterio que no podia esplicarse.

Merced á los cuidados del ermitaño, doña Blanca recobró los sentidos, y dirigiendo al rededor una mirada vacilante, se cubrió el rostro con las manos. Acababa de recordar la excena anterior, y el orgullo ofendido, el amor contrariado, y todas las sensaciones que pueden agitar á la mujer, se reflejaron en su aspecto, colocándola en una de las crisis mas terribles.

Don Fernando, desvanecida la primera impresion, volvió á tomar asiento y á cuidarse de la enferma. Esta continuaba en el mismo estado, entregada al parecer á un sueño tranquilo.

-Podiais descansar algunas horas, dijo el ermitaño á doña Blanca.

-Sí, ahora lo necesito.

-Apoyaos en mi brazo.

Las piernas de la dama flaqueaban. Su estado conmovió al caballero.

-Si gustais, os acompañaré, dijo ofreciéndole la mano.

-No, quedaos, porque la enferma puede necesitar vuestros cuidados.

El caballero saludó sin responder y la dama, salió de la alcoba apoyada en el brazo del ermitaño.

Don Fernando volvió á sentarse quedando á poco rato entregado á una profunda meditacion. La creciente respiracion de la enferma le hizo cortar por un momento el giro de los pensamientos que le preocupaban.

Con la tierna solicitud de un padre se levantó para examinar el semblante macilento de la enferma. Dos lágrimas rodaban entonces por sus megillas, y algunos suspiros que salian de su pecho, indicaron al caballero que estaba dominada por algun sueño angustioso.

-Maria! dijo para despertarla de aquel letargo.

La jóven abrió sus ojos humedecidos por las lágrimas.

-¿Me llamais? preguntó con tierno acento.

-Sí; os he visto suspirar y creí que luchábais con algun sueño penoso.

-Soñaba sí, pero con una risueña ilusion.

-¿Os sentís mas aliviada?

-Sí, don Fernando, y ahora no desconfio de volver á recobrar la salud.

-Dichoso yo mil veces si con mis cuidados puedo contribuir á que disfruteis de tan precioso bien!

Maria no respondió, porque la emocion embargaba su voz.

-¿Se ha retirado doña Blanca? dijo despues de algunos momentos de silencio.

-Sí; el padre Anselmo la llevó á descansar.

-Hace ocho dias que no abandona mi lecho. Oh! ¡Con cuánta ternura ha velado á la pobre huérfana!

-Ocho dias! repitió don Fernando. ¿Y su familia no le ha reclamado?

-No, porque los señores de Cabezon siempre han considerado á los dos huérfanos como á sus hijos.

-Mucho la debeis porque no debe estar acostumbrada á estas vijilias.

-¿La amais todavia don Fernando? preguntó la huérfana.

-No.

-Tan presto la habeis olvidado?

Don Fernando hizo un gesto afirmativo, fijándose en el efecto que producia en el semblante de la enferma. Su seno se agitó levemente y un ligero rubor cubrió su rostro.

-Pues ahora creo que os ama.

-Sí, gracias á vos, bella Maria; pero su arrepentimiento es tardio.

-¿Por qué?

-Cuando os halleis restablecida, dijo don Fernando con acento apasionado, os lo esplicaré.

-Maria inclinó la cabeza sobre su pecho, porque el acento del caballero la extaxiaba.

-Ahora solo debemos ocuparnos de vos, prosiguió don Fernando. Quiero que no tardeis en reponeros para que volvamos á dar nuestros paseos por el jardin, ¿os acoidais?

-Sí; pero como el rey os llamará...

La expresion candorosa de la huérfana al pronunciar estas palabras causó en don Fernando una impresion singular. A medida que la hablaba, descubria en ella nuevos encantos, que arraigaban mas y mas en su corazon el sentimiento que le inspiraba.

-Ya os he dicho que el rey no me llamará.

-Pero vos, ireis á buscarlo.

-Sí; cuando os deje completamente tranquila.

La huérfana no replicó, porque su tranquilidad, dependia de la estancia de don Fernando á su lado, y no queria manifestarlo.

Ya hacia una hora que los albores del nuevo dia iluminaban la estancia. Diego se habia levantado para reemplazar á don Fernando; pero éste se negó á abandonar á la enferma. Sin embargo, la necesidad de tomar algun refrigerio, lo obligó á pasar al comedor donde ya le esperaba el padre Anselmo.

Cuando hubo desaparecido, Diego besó á su hermana en la frente y le preguntó si se encontraba mejor.

-Sí, Diego, creo que mi vida ya no peligra; pero es preciso que desvanezcas algunas dudas que me acosan. ¿Quién ha llamado á don Fernando?

-El padre Anselmo y yo.

-Cuándo?

-Ayer por la tarde. Farfan salió en su busca al anochecer y le encontró en el alcázar con el rey.

-¿Qué dijo al mensajero?

-Que al punto saldrian los dos para Cabezon, y en efecto, don Fernando solo se detuvo para dar aviso á don Pedro de su partida.

-Oh! si fuese cierto... murmuró la jóven oprimiendo el corazon con sus manos. Diego! prosiguió con una animacion que sugirió á su hermano las mas risueñas esperanzas. Mi pecho no puede sostener el paso de una dicha tan infinita. Escúchame; voy á desalojarlo un instante. Sí, es preciso que tu me ilumines, porque creo que voy á perder la razon.

-Dios mio! si volverá á delirar! exclamó Diego al ver la agitacion de Maria.

-Sí; tal vez el delirio me ha mostrado esa ilusion embriagadora.

-Por el cielo, no me dejes entregado á la incertidumbre. ¿Qué es lo que te coloca en este estado de agitacion?

-Oh! Quiero esplicártelo, y al mismo tiempo no me atrevo. Me parece un sueño.

Diego, cada vez mas sorprendido, no se atrevia á respirar.

-Vamos, habla, dijo con ansiedad.

-Pues bien; te referiré mi sueño, porque no creo en la realidad de lo que he creido ver. Anoche, recordarás que dejaste aquí solos á don Fernando y á doña Blanca.

-Sí, y bien!

-Luego que os retirásteis, doña Blanca trató de sincerarse del desvio con que ha tratado á don Fernando, juzgando que yo estaba dormida.

-¿Y luego?

-Don Fernando se negó á escuchar su justificacion. Entonces doña Blanca se humilló y... solicitó su perdon...

La agitacion de la enferma crecia por instantes á medida que adelantaba en su relacion.

La ansiedad de Diego al ver el estado de su hermana, no conoció límites. Un presentimiento le anunciaba que la vista de doña Blanca, lejos de favorecerla, retrasaba su curacion.

-¿Qué contestó don Fernando?

-Oh! ¡No lo comprendí! murmuró la huérfana.

-La perdonó?

-Sí.

-Entonces se habrán reconciliado.

-No, porque don Fernando...

-Prosigue.

-Ama á otra...

-¿A otra? repitió Diego sorprendido.

-Sí.

-¿Su nombre?

-¿Quieres saberlo? preguntó la enferma con la vista extraviada levantando las manos al cielo, en una actitud indefinible.

-Sí, sí.

-Pues acércate; quiero que nadie mas que tú la conozca.

Diego se acercó temblando.

-Se llama... Maria! dijo la huérfana con voz apagada fijando en su hermano una mirada centelleante.

-Maria!

-Sí, tu hermana Maria!

-Oh! Es imposible! exclamó Diego agitado por mil diversas sensaciones.

-¿No es verdad que ha sido un sueño? preguntó la huérfana con los ojos arrasados en lágrimas. No; el cielo no puede conceder tamaña ventura á la huérfana de Cabezon.

-¿Pero has oido esa declaracion inexperada?

-Sí; pero en aquel momento yo deliraba.

-Infeliz! Hasta en sueños te hace sufrir ese hombre funesto!

-Oh! No lo llames así Diego, porque te aborreceria.

-¡Qué insensata pasion! El cielo nos castiga con rigor!

-Sin embargo; el sueño ha sido encantador, veia la expresion de su rostro que revelaba una ternura inexplicable. Recuerdo que al declarar que me amaba, doña Blanca despidió un grito desgarrador y se desmayó.

-Tranquilízate, hermana mia. Ahora que está á nuestro lado debes ser mas prudente, y no dar lugar á que conozca el estado de tu lacerado corazon. Tampoco debe ocuparte la idea de que es amado de doña Blanca. Esta lo ha despreciado, y los hombres como don Fernando, no perdonan á las damas tamaña ofensa. Creo, pues, que la ha olvidado y que estará curado de su pasion.

Diego que á pesar de sus protestas, abrigaba temores desde que doña Blanca y don Fernando se hallaban reunidos, salió presuroso de la alcoba para referir al ermitaño el sueño de su hermana. El padre Anselmo no habia perdido una sola palabra de la conferencia de la noche anterior, y estaba agitado al considerar que Maria se hallaba en el mismo caso, y que teniendo noticia del amar de don Fernando, el exceso del placer la haria retroceder en su curacion. El ermitaño abrigaba ademas otro recelo. No creia en la pasion de don Fernando por la huérfana, y autribuia su declaracion al deseo de humillar á doña Blanca. Tampoco concebia que hubiera olvidado á esta por completo. Sospechaba sí, que la amaba con el mismo entusiasmo y que por no complicar la situacion de la enferma, la ahogaba en su pecho. El ermitaño, conocia los sentimientos del caballero, para no ver en la entrevista de la noche anterior, un propósito de corresponder dignamente á la noble mision que de aquel habia recibido al salir de Valladolid. Fluctuando, pues, en un mar de conjeturas, el ermitaño no acertaba á comprender la verdadera posicion de don Fernando al lado de doña Blanca, y resolvió dejar á los acontecimientos el encargo de fijarla de un modo estable. La relacion, pues, de Diego, no pudo menos de tranquilizarle. Juzgando Maria que todo habia sido un sueño, estaba ya libre del cruel desengaño que pudiera recibir en caso de que don Fernando hubiera engañado á doña Blanca al hablarle del nuevo objeto de su amor.

El caballero, despues del desayuno, saludó á doña Blanca, y rogó al ermitaño que lo siguiese á otro aposento. El padre Anselmo no dudó de que iba á hablarle de la conferencia de la noche anterior, pero se engañó.

-Padre mio, le dijo; ahora que la enferma nos concede alguna tranquilidad, voy á comunicaros una nueva que os interesa. El rey desde Valladolid vendrá á Cabezon, y el proyecto que le impulsa á hacer este viaje, me inquieta por vos y por los señores del castillo.

-¿Les amenaza algun peligro?

-Sí; don Pedro viene á sitiar el castillo de Cabezon. Es preciso que aconsejeis á don Rodrigo que no haga resistencia.

-¡Fatal contratiempo! murmuró el ermitaño. Don Rodrigo se resistirá, porque es partidario fiel del conde de Trastamara.

-Rogadle que no empeñe una lucha que le será funesta. Don Pedro no cederá aun cuando peleasen contra sus gentes todos los elementos.

-Pues Rodrigo de Cabezon se encuentra en el mismo caso No se rendirá sin lidiar.

-Entonces ha terminado mi mision conciliadora.

-Mucho agradezco vuestro generoso propósito; pero desconfio de que se realice. Hablaré á don Rodrigo, y si escucha mis consejos, no se resistirá á don Pedro.

-No debe vacilar, dijo don Fernando, porque el rey no se propone castigar su adhesion al bastardo.

Diego entró en el aposento para dar aviso de la llegada del cirujano.

-Vamos pronto, dijo el padre Anselmo.

La alcoba de la enferma aunque espaciosa, estaba ocupada en aquel momento por los sirvientes del caserio que entraban siempre con el cirujano para saber el estado de Maria. Doña Blanca estaba sentada en el mismo sillon que habia ocupado la noche anterior, su semblante pálido y macilento, revelaba largas horas de tristes meditaciones y de grande insomnio. Don Fernando, siempre galante, la saludó al entrar, y fué á ocupar su sillon. El cirujano no le habia visto, porque le daba la espalda examinando á la enferma. El padre Anselmo tambien tomó asiento, y Diego quedó en pie en el umbral de la puerta.

-¿Cómo encuentra á la enferma el buen hidalgo? preguntó don Fernando sonriéndose.

El cirujano al oir esta voz, soltó con presteza la mano de Maria, y se volvió bruscamente para ver á su interlocutor.

-¿Qué veo? exclamó apoderándose de las manos de don Fernando. ¡Mi protector!

-¿Por qué os sorprende? Estoy quejoso de vos.

-De mí, señor?

-Sí, de vos. Ayer cuando fuisteis á buscar vuestra ejecutoria, Maria estaba enferma y nada me habeis dicho.

El cirujano bajó la cabeza confundido.

-Pero os perdono, prosiguió don Fernando; porque olvidariais al mundo entero antes que dejar de recojer el dichoso pergamino.

-Perdonad, señor...

-Vamos. ¿Cómo se halla la enferma?

-Muy bien.

-¿Está fuera de peligro? preguntó á su oido el caballero.

-Sí señor, respondió el cirujano.

-Eso es lo que interesa. Lo demás, no debe ocuparnos. Ya lo sabeis, amigos mios, prosiguió dirigiéndose á los sirvientes del caserio, Maria se encuentra fuera de peligro.

-Despejad, añadió Diego haciéndoles una seña con la mano.

-Venid, dijo el ermitaño al cirujano, tengo que consultaros.

-¿Habeis descansado, doña Blanca? preguntó Maria con tierno acento.

-Sí, he dormido algunas horas.

-Anoche cuando desperté no os hallabais á mi lado, y supuse qué estariais reposando.

-La fatiga me rindió.

-Ahora, que gracias al cielo, me encuentro mas aliviada, todos podeis descansar. ¿Y vos, don Fernando, habeis velado toda la noche?

-Sí, y por cierto que vos la habeis pasado muy tranquila.

Maria no respondió. No podia dudar que todo habia sido un sueño. Si doña Blanca habia estado recogida toda la noche, su conferencia con don Fernando, era una ilusion producida por el estado de agitacion en que se hallaba. La enferma al hacer esta reflexion, suspiró, y contempló á los dos jóvenes tristemente.

Doña Blanca que desde la salida del cirujano y del padre Anselmo se encontraba en una posicion embarazosa, aprovechó el primer medio que se le ocurrió, para abandonar la alcoba sin llamar la atencion.

-¡Maria! dijo el caballero cuando estuvieron solos; si no nos engaña el pronóstico del cirujano, muy luego estareis en posicion de correr por el bosque.

-Lo deseo por vos. Me entristece que un caballero como vos, esté perdiendo aquí un tiempo tan precioso que debia emplear en servicio del rey.

-No os ocupeis del rey, dijo apoderándose de una de sus manos y besándola con pasion.

La enferma se estremeció. Un fuego devorador circuló por sus venas al sentir el contacto de los labios del jóven.

-¡Dios mio! ¡Aun teneis calentura! dijo este soltando la mano.

Maria se sonrió con una expresion angelical.

-Esta calentura no debe alarmaros, porque es mi existencia.

-Vuestra mano abrasa, y conozco que no me tranquiliza vuestra respuesta.

-La calentura que ahora os inquieta, es solo un pálido reflejo de la que me ha postrado estos dias. Pero al fin, ya la hemos vencido. ¿No lo advertís en mi respiracion?

-Sí, es mas tranquila que ayer.

-Solo la debilidad que me domina, puede retenerme algunos dias mas en el lecho. Y puesto que me encuentro tan aliviada, voy á ocuparme de vos.

-No, no; solo debeis pensar en vuestra salud, tan preciosa para los que os rodean.

Maria guardó silencio algunos instantes no atreviéndose á abordar la cuestion que la preocupaba desde la noche anterior.

-¿Habeis hablado á doña Blanca? dijo con tono resuelto no pudiendo dominarse por mas tiempo.

-Sí.

-¿Y desconfiais aun de su amor?

-Maria; os ruego que no hableis de ella. Tendria que enojarme con vos, y esto no es posible.

-¿Enojaros?

-Sí; porque me habeis engañado.

Un hermoso rubor cubrió el pálido semblante de la jóven al oir esta respuesta. Su seno se agitó suavemente y su vista que hasta entonces no se habia separado del semblante del caballero, se fijó en el pavimento denotando la mayor turbacion.

-Sois un ángel, Maria; prosiguió D. Fernando con entusiasmo. Habeis querido evitarme un pesar sin advertir que las consecuencias de vuestro engaño serian fatales. Os perdono, sin embargo, porque me habeis proporcionado un bien que... satisface mis ensueños mas dorados.

-No os comprendo.

-¿Qué importa? Algun dia me explicaré.

La huérfana agitada por mil diversas sensaciones, no se atrevia á mirar de frente al caballero, temerosa de descubrir su secreto.

-Ahora debeis consideraros muy dichoso, puesto que la tenéis á vuestro lado. ¿No la habeis hablado de vuestro amor?

-No.

-¿Se muestra aun esquiva?

-Lo ignoro; pero lo que puedo aseguraros es que no me interesa.

-¡Cielos! ¿La habeis olvidado?

-¡Sí, porque... ya no la amo!...

Maria despidió una exclamacion de sorpresa y ocultó la cabeza entre sus manos para no manifestar su turbacion.

D. Fernando la dirigió una mirada de fuego que revelaba el estado de su corazon.

-¡Oh! murmuró sordamente; ¡soy indigno de un tesoro semejante!

- XVI -

Mientras D. Fernando Alfonso de Zamora se ocupaba de la huérfana de Cabezon, su antiguo rival D. Lope Alvar de Rojas hacia rápidos progresos en sus proyectos de venganza.

Merced á la astucia de Sancho el ballestero, la guarnicion del castillo de D. Rodrigo se componia de malandrines dispuestos á secundar los proyectos de D. Lope, en la forma que se les señalase. El mismo Sancho, vuelto á la gracia del Señor de Cabezon, dirigia el hilo de la trama que habia concertado con D. Lope.

Apenas nos hemos ocupado de este nuevo personage, y es preciso que acerca de su persona y de sus antecedentes ofrezcamos algunos detalles. Sancho, hijo de un oscuro villano de Cabezon, se habia educado en el castillo al lado del mayordomo del padre de doña Beatriz que profesaba á su padre una ternura paternal. Su estancia en el castillo habia pasado desapercibida, porque la humildad de su origen, solo le permitia alternar con los sirvientes del Señor de Cabezon. Su protector habia intentado darle una mediana educacion, con el propósito de que algun dia desempeñase su destino; pero Sancho solo pensaba en el arco y en la flecha, siéndole indiferente todo lo demás. Los ballesteros del castillo se entretenian en enseñarle su arte, y uno que la poseia como maestro, se encargó de darle toda la instruccion que habia recibido. Sancho no tardó en hacer progresos, y en demostrar que mas adelante seria tan diestro como su maestro.

En estos ejercicios se desarrollaron sus fuerzas físicas, y sus pasiones que eran vehementes, empezaron á mostrarle un camino que aun no habia conocido. Sancho se fijó en las villanas que acudian al castillo, y vió algunas que le hicieron olvidar la ballesta. Como era arrojado y audaz, luchó arrogante y triunfó de sus rivales. Este género de vida le halagaba mucho mas que el que habia observado hasta entonces; y á él se entregó mucho tiempo; pero algunas demasias que dieron lugar á amargas quejas, obligaron al Señor de Cabezon á encerrar al audaz villano para que calmase algun tanto sus deseos amorosos. Sancho no perdonó esta tregua ó mas bien este freno, y juró vengarse. Cuando salió del encierro se hizo mas prudente, aunque sin abandonar sus galanteos. Algunos encuentros que tuvo con sus rivales, volvieron á llamar la atencion de su Señor, y para castigarlos, mandó que le encerrasen de nuevo. Sancho retirado otra vez del palenque en que lidiaba con tanto ardor, vió crecer el ódio que le inspiraba su señor, y empezó á fijarse en los medios de venganza. Su prision fué mas larga que la anterior, porque este queria curarle radicalmente del afan de galantear á las hijas ó las esposas de sus vasallos.

El mayordomo del castillo seguia dispensando á Sancho la misma protecion. Habiendo, pues, intercedido, con su señor, logró devolverle la libertad, si bien con la promesa de renunciar á todo galanteo. Sancho volvió entonces á ocuparse del arco y de la flecha y á cazar en los bosques del castillo. Su señor cuando disponia alguna monteria, nunca se olvidaba de llevarlo en su compañia, y un dia tuvo ocasion de juzgar de su destreza. Desde entonces pareció olvidar sus antiguos errores y empezó á distinguirle con una marcada predileccion.

De este modo pasaron los primeros años juveniles de Sancho. Cuando cumplió treinta, conoció que el arco y la ballesta no habian podido amortiguar sus pasiones, y pensó de nuevo en satisfacerlas. Con este motivo se repitieron las mismas quejas, y los castigos fueron mas severos. D. Rodrigo le hubiera ya expulsado del castillo, á no contenerle el interés que inspiraba á su anciano mayordomo. Luego la destreza del ballestero, privaba á su señor de la mejor caza da sus bosques. Sancho atendia á los caprichos de sus galanteos, con el producto de las piezas de caza que vendia. D. Rodrigo, al saberlo, lo despidió, y algunos meses despues se presentó arrepentido, con su protector solicitando el perdon de aquel; perdon, que le fué concedido no sin grande esfuerzo. Desde entonces se hizo hipócrita, y satisfaciendo como nunca sus pasiones, engañaba á su señor hasta el extremo de que habia ya recobrado su gracia.

Sancho que estaba hastiado de sus galanteos con las villanas, recordó que su señora y su hija eran las dos damas mas hermosas de Castilla. No se le ocultaba que solo el pensarlo era un crímen; pero la inmensa distancia que le separaba de ellas, activó sus deseos de tal modo que el oscuro villano, á riesgo de satisfacerlos, se propuso aventurar la cabeza. El ódio que le inspiraba D. Rodrigo no se habia amortiguado, y considerando que este era un obstáculo invencible para la realizacion de sus deseos, se propuso reducirlo á la impotencia.

No sabia distinguir si doña Blanca era mas hermosa á su vista que doña Beatriz. Ambas le habian trastornado de tal modo, que no se fijó en la conquista de una, sino en la de las dos. Excusado será manifestar, que el ballestero solo confiaba en su destreza y en un crímen, para conseguir su objeto.

Desde su nueva vuelta al castillo se mostraba muy obsequioso con las dos damas. Sus mejores flores del jardin servian para adornar su aposento. Sancho no olvidaba todas las mañanas el ramillete que habia de presentarlas antes del desayuno. El deseo de que estos ramilletes fuesen los mas preciosos, lo hacian buscar las flores mas notables de que tenia noticia, sin reparar en su valor ni en la distancia que tuviera que atravesar para proporcionárselas. Pero como sus recursos eran muy limitados, tenia que apelar á la caza vedada, y siempre con la mayor prudencia. Sin embargo, á pesar del tino con que la hacia, fué sorprendido una vez por el guarda-bosque, y denunciado á D. Rodrigo. Este al verse engañado otra vez, despidió al ballestero del castillo jurando que no volveria á admitirlo. El mayordomo dejó trascurrir algunos dias para que se aplacase la cólera de su señor; cuando le vió mas tranquilo intercedió por su protegido. D. Rodrigo se mostró inflexible; pero el mayordomo le hizo comprender que Sancho era uno de los primeros ballesteros de Castilla, y que estando amenazado el castillo ya por D. Lopez Alvar de Rojas, y ya por los partidarios del rey D. Pedro, no debia despreciarse su ayuda. A pesar de estas reflexiones, D. Rodrigo se mostró severo, y solo las querellas de sus soldados con los de D. Lope de Manuel, que privaron al castillo de su guarnicion, y los fundados temores de un próximo asedio de parte del Señor de Rojas, pudieron obligarle á admitir al extraviado ballestero. Las damas que apreciaban sus obsequios, intercedieron tambien, y Sancho, sostenido además por el escudero del castillo, vió abiertas sus puertas, cuando mas lo necesitaba para la realizacion de sus proyectos.

Cuatro dias despues de la llegada de D. Fernando Alfonso de Zamora á Cabezon, el ballestero Sancho abandonó muy temprano el castillo de su señor para dirigirse al de D. Lope Alvar de Rojas. La noche anterior habia recibido un mensage de éste para que al amanecer fuese á verle, y Sancho no dudaba de que era llegado el momento de realizar sus proyectos. Los de D. Lope venian en su auxilio, y así es que los apoyaba con todas sus fuerzas. D. Lope, vengándose de D. Rodrigo, facilitaba á Sancho el medio de disponer de las dos damas. Si aquel hubiera podido sospechar el pensamiento que impulsaba á su cómplice, antes de solicitar su apoyo, lo hubiera colgado en la torre mas alta de su castillo. Pero como veremos mas adelante, era dificil el imaginar siquiera la magnitud del proyecto que abrigaba el ballestero.

Don Lope le esperaba hacia algunos instantes para adoptar el último plan con arreglo á las nuevas que le habian comunicado de Valladolid el dia anterior.

Cuando Sancho penetró en el aposento, hallábase el caballero tan preocupado, que no advirtió su llegada. Recordaba en aquel momento que D. Lope de Manuel no debia hallarse lejos, porque habiendo salido de Valladolid un dia antes de la llegada del rey á esta ciudad, debia haberle encontrado en el camino, ó cuando menos, recibir aviso de su venida. Obligándole en cualquiera de estos dos casos á retroceder ó á refugiarse en algun castillo. D. Lope abrigaba, pues, recelos de que se hallase dentro de los alrededores, y de que viniese de improviso á frustrar sus planes.

-Señor, dijo Sancho, despues de algunos momentos de silencio; ved que estoy á vuestro lado.

-Eres tú, Sancho! dijo recobrándose gradualmente. No he advertido tu llegada. Me ocupaba el paradero de D. Lope de Manuel. Si la venida del rey le hizo refugiarse en alguna parte, no estará lejos de aquí para combatir quizá nuestros proyectos.

-No conoceis á ese caballero. Partió de cabezon al recibir aviso de que el rey emprendia un movimiento hacia Valladolid, y el temor de encontrarse con su gente, le hizo abandonar á su aliado D. Rodrigo, dejándolo indefenso en su castillo. Si no pudo adelantarse al rey, se habrá ocultado; pero no con el deseo de prestar auxilio á D. Rodrigo, sino para alejarse con mas seguridad de este pais.

-Grandes temores me inspira, y solo podré tranquilizarme si no se difiere la ejecucion de nuestro plan.

-Eso depende ahora del rey. ¿Qué nuevas habeis recibido? ¿Se le espera?

-Sí, esta noche ó mañana debe hallarse en Cabezon.

-Entonces no podemos perder un instante.

-Veamos, ¿cuál es tu proyecto?

-Muy sensible señor. Así que el rey se acerque al castillo, lo defenderemos con vigor hasta el dia siguiente.

-Y despues?

-Os introduciremos dentro para que tengais una conferencia con D. Rodrigo y le anuncieis que vuestra venganza quedará satisfecha con la humillacion de verle vencido y humillado. Le direis que sus soldados van á abrir las puertas al rey para manifestarle que la cobardia de su señor no les permite defender por mas tiempo el castillo.

-¿No sabes lo que arriesgo dando ese paso?

-¿Acaso os inspira temor D. Rodrigo? Bien sabeis que en Cabezon no habrá mas señor que el ballestero Sancho.

-Bien; lo que interesa es hacerse dueño del castillo. Despues ya cuidaremos de la venganza.

-La guarnicion es nuestra. Se defenderá, si vos no disponeis que se rinda; cuando el rey se acerque al castillo, ya habremos acordado lo que deberá hacerse. Si quereis penetrar en sus muros, os introduciré hasta el mismo aposento de D. Rodrigo, y si por el contrario, llegado el momento de la venganza, optais porque yo le hable en vuestro nombre, lo haré sin temores ni recelos, porque entonces habré arrojado la máscara, mostrándole mi superioridad y mi deseo de humillar su arrogancia.

La expresion del ballestero al pronunciar estas palabras, era tan terrible, que D. Lope no dudó ya de llevar á término su venganza.

-Tienes razon; sobrado tiempo nos resta para obrar segun las circunstancias. El rey no tardará en llegar. ¿Está advertido don Rodrigo?

-No señor.

-¿Debemos darle aviso?

-No es prudente; para que el golpe le coja de improviso.

-Es que entonces se rendirá.

-Mal le conoceis, don Lope. El señor de Cabezon sucumbirá en la demanda pero no entregará el castillo.

-Luchando con fuerzas superiores como las del rey, no podrá resistir.

-Lidiará hasta el último trance.

-De modo que si á pesar de su grande esfuerzo, se facilita la entrada á su enemigo, la humillacion que sufrirá con esta derrota me vengará por completo.

-No lo dudeis; D. Rodrigo prefiere la muerte á la deshonra. Perdiendo el castillo que defiende á nombre de su señor, su lealtad quedará mancillada, porque nunca podrá demostrar que no fué cómplice en la traicion que proyectamos.

-Tienes razon; á pesar de que le aborrezco, conozco que es un leal castellano. Todo su orgullo se cifra en la fé jurada á D. Enrique, el sostener el castillo en su nombre. Si lo pierde, su descrédito es inevitable.

-Queda, pues, acordado que no daremos un paso hasta la llegada del rey.

-Sí.

-Y que vos me dareis aviso de cualquier otra determinacion que adopteis.

-Así lo haré.

-Pues que el cielo os guarde.

-Y á ti te acompañe.

El ballestero se retiró al momento, y D. Lope que no descansaba desde que veia la posibilidad de vengarse de Don Rodrigo, dispuso un nuevo viaje á Valladolid para enterarse por sí mismo del rumbo que iba á seguir el rey.

Al dia siguiente se presentó en el alcázar y preguntó por don Fernando Alfonso de Zamora. D. Lope ignoraba la partida de éste y su estancia en Cabezon. Un paje del rey, á quien dirigió la pregunta, no pudo contestarle, porque hacia algunos dias que no veia en el alcázar á D. Fernando; pero guió al caballero hasta el lugar en que moraba su escudero. Mendo solo conocia á D. Lope desde su desafio con D. Fernando, y aunque sabia que estaban reconciliados, no podia olvidar las heridas que recibiera su señor, y así es que no profesaba á su antiguo rival la mejor voluntad. Sin embargo, no vaciló en satisfacer todas sus preguntas.

-¿Con que se halla en Cabezon? repitió D. Lope admirado. ¡Y yo que vengo de allí y lo ignoraba!... Pero decidme. ¿Se dirigió al castillo?

-Lo ignoro; solo puedo deciros que ha sido llamado por el ermitaño.

-¿Por el padre Anselmo?

-Sí señor.

-Hé aquí un misterio que no comprendo, murmuró D. Lope. Sí; ahora comprendo el sentido de aquellas palabras del rey, en la noche de su llegada. D. Fernando sin duda se despidió para Cabezon, y D. Pedro le ofrecia reunirse allí con él. ¿Pero qué habrá motivado este viaje? ¿Con qué objeto le habrá llamado el padre Anselmo? ¿Y cómo se explica el proyecto del rey de partir para Cabezon? Este es un laberinto, cuya salida se me presenta algo oscura.

D. Lope conoció que era inútil interrogar al escudero, porque si estaba enterado de los secretos de su señor, se guardaria bien de confiarlos. Resolvió, pues, emprender la vuelta á Cabezon, y buscar á Sancho para que le aclarase este nuevo contratiempo. Antes sin embargo, procuró informarse de la salida del rey, y habiéndose asegurado de que aquella noche ó lo mas tarde al dia siguiente, se dirigiria á Cabezon, abandonó la ciudad impaciente, y ansioso por volver á conferenciar con el ballestero. Apenas llegó al castillo, cuando envió á llamar á Sancho por el emisario que los ponia en comunicacion. Una hora despues, se presentó el ballestero admirado de aquel llamamiento inexperado.

-¿Qué ocurre, señor? preguntó alarmado al entrar en su aposento.

-Acabo de llegar de Valladolid, y allí he sabido que D. Fernando Alfonso de Zamora ha sido llamado por el padre Anselmo, y que se halla en este lugar.

-Es cierto.

-Con este motivo recordé que la venida del rey á Cabezon procede del viaje que ha hecho D. Fernando. ¿Me explicarás este enredo?

-Muy fácilmente, señor. Ya sabeis que el padre Anselmo ama con una ternura paternal á los dos huérfanos del caserio. Maria se puso gravemente enferma, y dicen las gentes que adora á D. Fernando. El ermitaño, pues, llamó á ese para que viniese con su presencia á alentar á la huérfana.

-¿Y cómo has descubierto ese secreto?

-Porque doña Blanca está con Maria desde el dia que enfermó, y aun no la ha abandonado. Su madre vá á verla todos los dias, y yo suelo acompañarla. De este modo he sabido la llegada de don Fernando.

-De modo que nada debemos temer por este lado.

-Al contrario; si nuestros proyectos se realizan, Maria se llevará la gloria de haberlos apoyado. Su enfermedad ha sido para nosotros providencial, puesto que arrancó de Valladolid á D. Fernando Alfonso de Zamora, y la partida de éste, trae ahora consigo la del rey, y por consiguiente el cerco del castillo de Cabezon.

-Tienes razon; la huérfana nos ha prestado un beneficio inmenso.

-¿Y el rey?

-Sale esta noche ó mañana al amanecer.

-D. Rodrigo ya ha tomado sus medidas. Se está fortilicando en su castillo.

-¿Y quién le anunció la venida de D Pedro?

-El ermitaño, que sin duda lo habrá sabido por D. Fernando Alfonso de Zamora.

-De modo que no le cojerá desprevenido.

-Lejos de eso, está reparando los puntos que le parecen mas débiles. Desde que recibió el aviso, se ocupa de reclutar gente y no la encuentra á no ser que me envie á Valladolid, y esto no es oportuno sabiendo que el rey va á llegar de un momento á otro.

-¿Cuántos hombres de armas hay de guarnicion?

-Doce.

-¿Y con tan débil refuerzo piensa resistirse?

-Y venceria, señor, si nosotros no estuviéramos de parte del rey. El castillo de Cabezon es inexpugnable, y solo con doce hombres, teniendo provisiones en abundancia, se burlará del rey, y le obligará por el casancio á levantar el sitio.

-Sí, la fortaleza es muy importante, y se considera como una de las primeras del reino. Ahora, pues, que estoy tranquilo, retírate y no olvides que tan pronto como se presente aquí el rey, no me encontrarás sino en su real. Abandonaré el castillo para ofrecerle mi espada, pues ya cuenta con que en esta guerra he de ayudarle.

-Bien; nuestras conferencias se verificarán en el real de don Pedro.

El ballestero iba á retirarse; pero D. Lope le detuvo.

-Y doña Blanca ¿seguirá en el caserio mientras dure el asedio?

-No señor; hoy será trasladada á su castillo.

-Te hice esa pregunta porque no quisiera que corriese el menor peligro.

-Descuidad; yo velaré por su seguridad.

Y una sonrisa diabólica asomó á sus labios al pronunciar estas palabras.

- XVII -

El pronóstico del cirujano de Cabezon llegó á realizarse de tal modo que el padre Anselmo apenas daba crédito á sus ojos. La venida de D. Fernando Alfonso de Zamora habia trasformado á la huérfana. Desde el momento que se halló á su lado; aquella naturaleza débil y agobiada bajo el peso del infortunio, sufrió una reaccion inexperada. La lucha empeñada entre la vida y la muerte, se habia resuelto desde el momento en que Maria vió junto á su lecho á D. Fernando Alfonso de Zamora, despues de abandonar el servicio del rey. Una prueba tan elocuente del vivo interés que la inspiraba, fué suficiente para que su naturaleza, como si despertase de un profundo letargo, volviera á recobrar su perdido vigor.

Si D. Fernando al principio habia abrigado recelos respecto á la naturaleza del sentimiento que le unia á Maria, ahora que vamos á verle otra vez, conoce el verdadero estado de su corazon. Ama á la huérfana con fervor, porque comprende que ninguna mujer puede corresponderle con mas abnegacion y mas intensidad. Los dias que ha pasado al velarla en su lecho del dolor, los ha empleado en descubrir todos los tesoros que encierra su alma. D. Fernando admira su abnegacion cuando le habla de doña Blanca, y se hace de dia en dia mas retraido para no revelar su pasion. Aun cuando comprende toda la intensidad de la que abriga la huérfana sin la mas ligera esperanza, quiere retardar el venturoso instante de su dicha, para admirar mas y mas los horóicos esfuerzos que aquella emplea para no manifestar lo que siente.

Doña Blanca con el instinto de los celos, conoce la situacion de todos los que la rodean. No se le oculta el amor de Maria, ni el que empieza á inspirar á D. Fernando; pero aunque sufre en silencio, no tiene valor para abandonar el caserio. Maria ya se levanta, y sin embargo, no se atreve á acceder á los ruegos de su madre para que vuelva al castillo. Doña Blanca que ama con frenesí al hombre que ha desdeñado, no se atreve á separarse de su lado por mas que lea diariamente en sus ojos el amor que profesa á la huérfana. Su situacion es cada vez mas penosa, y sin embargo, tiene para ella un encanto inexplicable.

El padre Anselmo solo abandona el caserio para cumplir los deberes mas apremiantes de su ministerio; vigila á los tres jóvenes y se alarma al verlos reunidos. Algunas veces ha indicado á doña Blanca que vuelva al castillo; pero con el pretexto de que Maria no está aun restablecida, lo aplaza, á pesar de que su madre al despedirse de la huérfana diariamente, le insta para que la siga.

La tarde se habia presentado apacible, y D. Fernando, deseoso de que Maria disfrutase de la belleza de los campos, la rogó que bajase al jardin para dar un lijero paseo. Embriagada la jóven á la idea de no abandonar el brazo de D. Fernando en un largo rato, se abrigó al momento para acompañarle. Doña Blanca, sin negarse á seguirles, ofreció que mas tarde se reuniria con ellos.

Maria se habia acostumbrado de tal modo á la compañia de D. Fernando, que apenas podia andar sola. Al abandonar el lecho, no podia sostenerse en pie, viéndose obligada á aceptar el brazo que aquel le ofrecia con la mas tierna solicitud. Le llamaba, pues, su báculo y era tanto lo que disfrutaba cuando tenia necesidad de pedirlo, que muchas veces, pudiendo andar ya sola, aceptaba el apoyo de D. Fernando. Júzguese, pues, de su alegria al recibir la proposicion de éste y al prepararse para el paseo. D. Fernando disfrutaba mucho mas, porque leia en el corazon de la candorosa doncella y comprendia el mas lijero de sus movimientos. Sabia ya por experiencia que todas las sensaciones que la agitaban procedian del amor que sentia, y que procuraba ocultarse á sí misma.

Maria poco tardó en hallarse arreglada para bajar al jardin. D. Fernando la ofreció el brazo y despues de atravesar la calle de árboles y de recorrer todo el jardin, fué á tomar asiento al banco de piedra que se hallaba frente al caserio, el mismo que habia ocupado la víspera de la partida de D. Fernando. Este recuerdo imprimió una nube de tristeza en el hermoso semblante de la huérfana.

-¿Os acordais de la última vez que nos hemos sentado aquí? preguntó con una lijera emocion.

-Sí, y por lo mismo lo he preferido.

Maria al oir esta respuesta se inmutó.

-Pensareis partir?

-No; solo he querido borrar el recuerdo penoso que nos despierta este banco, haciendo hoy renacer otro mas risueño.

-No os comprendo.

-¿No os recuerda este banco mi despedida?

-Sí.

-Pues ahora deseo que nos recuerde otro acontecimiento mas próspero.

-Y cuál?

-El de nuestro amor.

Maria se levantó como si hubiera pisado un reptil. D. Fernando, cogiéndola de la mano, la hizo sentar de nuevo.

-¿Por qué ese movimiento?

-Oh! Por qué dudais de mí?

-Explicaos, por el cielo.

-¿Cuántas veces he de aseguraros que no amo ni amaré?

-Ninguna, porque me engañariais si lo afirmáseis ahora.

-¡Dudais! dijo la jóven dominada por una emocion que en vano trataba de reprimir.

-¿Pues no he de dudar, cuando creo todo lo contrario?

-Don Fernando no me juzgueis con tanto rigor ¿creeis que os engaño? Pues entonces, decidme á quién amo.

-Amais á un hombre que os adora.

La jóven se extremeció y su semblante se cubrió de una mortal palidez. D. Fernando, rebozando de júbilo al ver su confusion, añadió.

-Ahora vos podiais tambien decirme: «Amais á una mujer que os adora.»

-¡Dios mio! qué escucho! exclamó la huérfana cubriéndose el rostro con las manos.

-¡Maria! prosiguió el enamorado D. Fernando con una expresion que hizo palidecer á la jóven. Hace ocho dias que espero este venturoso instante, y que me afano para que recobreis vuestras fuerzas á fin de que no os impresioneis demasiado. Gracias al cielo y á mi amor, estais prevenida. ¿Para qué ocultároslo? Os amo como he creido amar á doña Blanca sin advertir que este sentimiento solo vos habiais de inspirámelo. Sí, Maria, os amo con el dolor de haber olvidado en una época de fatal alucinamiento, que despues de haberos visto, despues de haber conocido el tesoro de ternura que poseeis, no he debido pensar mas que en conquistar vuestro corazon.

-¡Esto es un sueño! murmuró la jóven derramando lágrimas de ternura.

-Sí, un sueño para mí, Maria; porque nunca he podido esperar una dicha semejante á la que vos me concedereis. ¿No es cierto?

-¡Dios mio! ¡Dios mio! exclamó la huérfana agitada por diversas sensaciones. ¿Habeis olvidado que soy una infeliz huérfana, sin nombre ni fortuna?

-No, y eso aumentaria mi cariño si necesitase de otros estímulos que vuestro corazon para arraigarlo en mi pecho.

-¡Imposible! Imposible! balbuceó la jóven embriagada de placer y derramando al mismo tiempo un raudal de lágrimas. Un caballero de vuestros timbres, no debe pensar en una oscura villana.

-Aun cuando lo fuérais, os amaria de la misma suerte; pero sois noble, Maria, y este escrúpulo queda ya desvanecido.

-¿Quién os ha dicho lo que yo ignoro? preguntó con asombro.

-No os lo revelaré, porque ahora solo debo pensar en mi amor. Decid, Maria, ¿no es cierto que vos me amais tambien?

La jóven se extremeció y en su semblante animado por el fuego de la pasion, reflejó con tanta elocuencia el sentimiento que le unia á D. Fernando, que este cayó á sus pies cubriendo sus manos de besos.

-¡Maria! sois el ángel de mi ventura! Vuestra turbacion me revela lo que en vano tratais de ocultarme. Sí, vos me amais. Lo he leido en vuestro rostro desde que estoy aquí. Me amais, Maria, con esa fé ciega, entusiasta, indefinible, del que no ha sido agitado por mas sensaciones que las de la adolescencia, y vuestro amor es tan puro y tan infinito que no descansa ni en la mas remota esperanza de que pueda ser correspondido por el hombre que os lo ha inspirado. ¿No es cierto, Maria?

-Oh! ahora os comprendo! dijo con acento lastimero. Me amais, por compasion. Habeis penetrado el secreto de mi corazon, y como sois generoso, no quereis verme sufrir. Gracias, D. Fernando, gracias; pero no merezco tan costoso sacrificio.

-¡Qué abnegacion! ¡Qué ternura! exclamó el caballero contemplándola con una expresion orgullosa. ¡Me envanezco de haber hecho latir un corazon de ángel como el vuestro! Desechad esos pueriles temores. D. Fernando Alfonso de Zamora no puede engañaros y en este momento os jura por el cielo, á quien jamás ha invocado sin respeto, que si hay algo que pueda engrandecerle á sus propios ojos, es el amor ardiente y desinteresado que os profesa. ¿No dais crédito á mis palabras?

-Sí, sí; pero no las repitais, porque el placer me hará perder la razon. Vos no podeis comprender todavia hasta qué extremo os adora la huérfana de Cabezon.

-¡Dichoso una y mil veces el venturoso instante en que fuí recogido por vos cuando yacia moribundo! dijo el caballero con entusiasmo.

-Sí, porque desde entonces vive la huérfana adorando á un imposible. ¡Dios mio! Será este un sueño!

-No, Maria; sueño ha sido el mio; pero nada de lo que nos rodea es ficticio; os amo como vos me amais, y ya no debemos cuidarnos mas que de nuestro amor. Desde hoy nuestro porvenir es el mismo, vuestros deseos serán las leyes que subordinen mi voluntad. ¿Qué ambicionais? ¿Qué quereis? Mandad, como señora. D. Fernando os pertenece, porque os ama.

-¿Con que no era una ilusion? dijo la huérfana dudando aun de la dicha que la rodeaba en aquel momento. Oh! D. Fernando, por el cielo, decidme si he sido juguete de un vano fantasma. ¿Es cierto que en la noche de vuestra llegada quedasteis solo con doña Blanca?

-Sí.

-¿Y que os habló de su amor?

-Sí.

-¿Y que solicitó el olvido de lo pasado?

-Sí.

-¿Y que os demandó perdon?

-Sí.

La huérfana apenas respiraba. Aquel último esfuerzo para entregarse libremente á la dicha celestial que tenia á su lado, agotaba sus fuerzas.

-¿Y es cierto que vos os negásteis?

-Sí.

-¿Con el pretexto de que me amais?

-No, con la voz de mi corazon que rechazaba á aquel enemigo de nuestro amor.

-¡Cielo santo! no era una ilusion! Me ama, sí, me ama y yo no puedo resistir al peso de tanta dicha!

Y la huérfana, despidiendo un profundo suspiro, cayó desvanecida en los brazos de D. Fernando, que la estrechó contra su pecho en un arrebato de delirio.

-¡Maria! Maria! recobraos, ángel mio! Que ningun pesar empañe la dicha que nos rodea! ¿No me escuchais?

-Sí, contestó desprendiéndose de sus brazos.

Y luego separando los rizos de sus cabellos que la suave brisa de la tarde hacia revolotear sobre su frente, juntó las manos sobre su pecho examinando al caballero con una expresion indefinible. De sus ojos brotaron dos lágrimas cristalinas, lágrimas de placer que revelaban la dicha inefable que disfrutaba en aquel momento.

-Que el cielo os bendiga, dijo besando las manos del jóven con febril exaltacion, por la dicha infinita que concedeis á la huérfana de Cabezon.

-No, no, á vos, criatura celestial, respondió el enamorado D. Fernando, por haberme mostrado un tesoro que no podia ambicionar en mis ensueños mas dorados.

El galope de un caballo que se sintió en la calle de árboles que conducia al caserio suspendió por un instante el delicioso éxtaxis á que se hallaban entregados los dos amantes. D. Fernando se levantó vivamente.

-Alguien se dirige á esta morada, dijo aplicando el oido.

La puerta del caserio se abrió al mismo tiempo dando paso á doña Blanca de Cabezon, que iba á reunirse con sus amigos. Apenas habia llegado á su lado, cuando un hombre á caballo cubierto de polvo, se presentó á su vista.

-Mendo! dijo el caballero al reconoer á su escudero.

-Aquí me teneis, señor, cumpliendo vuestras órdenes.

-¿Qué ocurre? ¿El rey ha partido?

-En este momento habrá salido de Valladolid.

-¿Viene á Cabezon?

-Sí señor.

-Bien; retírate á descansar.

Así que hubo desaparecido el escudero, D. Fernando se dirigió á doña Blanca.

-Señora, la dijo; un peligro inminente amenaza á vuestra familia. El rey viene de Valladolid para sitiar el castillo de vuestro padre. Tenemos aun tiempo sobrado para salvaros. ¿Qué disponeis?

-¡Cielos! esclaman las dos jóvenes ¡El rey en Cabezon!

-Sí; llegará esta noche. Es preciso que antes adoptemos un partido. D. Rodrigo es osado y valiente y no querrá abandonar el castillo; pero vos y vuestra madre no debeis continuar en el, porque seria peligroso.

-Seguiré la suerte de mi padre, dijo la dama con noble orgullo.

-No, doña Blanca; os ruego que permanezcais en el caserio, donde estareis con seguridad. ¿No es cierto, D. Fernando?

-Sí; yo os juro que nadie osará allanar la morada de los huérfanos.¿Qué resolveis?

-Nada; mientras no dé aviso á mis padres.

Diego, alarmado con la noticia que acababa de darle el escudero de D. Fernando, vino á reunirse con los jóvenes.

-¿Con que es cierto? Dijo, tristemente al ver á doña Blanca.

-¡Diego! Vais á partir al castillo.

-Ordenad, lo que gusteis, D. Fernando.

-Vos, doña Blanca, debeis darle el mensage. El terror que se habia apoderado de la dama, la habia dejado inmóvil como una estatua. El caballero tuvo, pues, que darle á Diego el encargo de avisar á los señores de Cabezon, y de rogar á D. Rodrigo que permitiese á su esposa venir al caserio para no sufrir los rigores del asedio.

Diego montó á caballo y salió como una exhalacion prometiendo: estar de vuelta dentro de una hora.

En el castillo se hacian muchos preparativos de defensa; pero no veian tan próximo el peligro. La nueva, pues, que llevó Diego sembró la alarma entre sus habitantes. D. Rodrigo, confiando en la lealtad de D. Fernando Alfonso de Zamora, convino en la salida de su esposa, pero ésta se negó, manifestando que correria los mismos riesgos que su esposo. Las instancias de este para hacerla desistir fueron infructuosas. Doña Beatriz amaba tiernamente á D. Rodrigo, y además poseia el orgullo de su raza. Los peligros no la intimidaban sino por su hija, y así es que de acuerdo con su esposo, resolvió que continuase en el caserio. Diego, iba pues, á retirarse; pero D. Rodrigo le rogó que esperase un momento mientras escribia á su hijo dándole aviso del peligro que amenazaba al castillo. Solo encargándose Diego de dirigirlo, podia esperar el señor de Cabezon que llegaria á su destino. En este aviso se limitaba á encargar á D. Alvaro que al momento se dirigiese á Cabezon con las gentes de su casa, abandonando cuanto le rodease, porque era en servicio del rey D. Enrique.

Diego en su viaje habia empleado escasamente la media hora que habia calculado. Encontró á las dos damas y al caballero en el mismo lugar en que los habia dejado, ocupándose del gravísimo acontecimiento que iba á poner en alarma á todos los habitantes de Cabezon.

-¿Qué os han dicho? preguntaron los tres á una voz.

-Que doña Blanca se quede con nosotros.

-¿Y mi madre?

-No quiere abandonar á su esposo.

-Pues llevadme á su lado, dijo con voz resuelta doña Blanca.

-Reflexionad, señora. Aquí estareis segura y en el castillo los rigores del asedio, los peligros, los...

-Nada importa. Seguiré la suerte de mis padres.

-Doña Blanca, dijo la huérfana enlazándola en sus brazos, os ruego que no nos abandoneis.

-Es imposible que me aconsejeis una cobardia semejante.

-Tiene razon, murmuró contristado D. Fernando. Ya que su madre no ha cedido, debe reunirse con ella. Os acompañaré, señora, si gustais.

-No, no, iré con Diego.

-Vamos, pues, dijo este. La noche se acerca y el rey no vendrá á paso de tortuga.

-Adios Maria. ¡Plegue al cielo que este peligro sea pasagero!

-Descuidad, el rey no permitirá que se os ofenda, dijo D. Fernando.

-Rogadle, añadió doña Blanca con lágrimas en los ojos, que si es vencedor, respete la vida de mi anciano padre.

-Yo os otorgo mi palabra de caballero, de que D. Rodrigo de Cabezon no será víctima de la justicia del Rey, á no ser que traspase los límites de una resistencia noble y leal, como cumple á un caballero de sus prendas.

-¡Oh! Gracias, gracias por la esperanza que me concedeis!

Las dos jóvenes se abrazaron tiernamente derramando lágrimas amargas, y D. Fernando despues de acompañar un rato á doña Blanca hasta la salida del sendero del caserio, se volvió con Maria preocupado y agitado por los acontecimientos que iban á tener lugar en aquel pacífico valle.

- XVIII -

El escudero Mendo habia interrumpido una conferencia, cuyo recuerdo tenia á Maria como desvanecida. A pesar de que en los ojos, y en el mas ligero ademan de D. Fernando veia confirmada la apasionada declaracion que le habia hecho, dudaba todavia la infeliz porque nada habia estado hasta entonces mas distante de su pensamiento, que la correspondencia de D. Fernando. Veia, pues, su amor, y no pedia familiarizarse con la dicha que le ofrecia.

De vuelta al caserio, los dos jóvenes amantes se retiraron á su respectivo aposento; Maria para dar gracias al cielo por la dicha que acababa de concederle, y D. Fernando para reflexionar en los acontecimientos que se preparaban.

Una hora despues, el ermitaño del Cristo de las batallas entraba precipitadam ente en el caserio. Era ya de noche y la oscuridad en la escalera tan profunda, que se vió precisado á detener el paso para no dar una caida. Sin detenerse, aunque caminando á tientas, se dirigió al aposento de Maria y la halló arrodillada á los pies de una imagen de la Virgen, orando y llorando.

-¿Qué te aflige, hija mia? exclamó tendiéndola los brazos.

-¡Ah! ¡Sois vos, padre mio! Experaba con impaciencia vuestra visita.

-¿Por qué lloras?

-No os inquieteis; son lágrimas de ventura.

-¿Qué escucho? dijo el padre Anselmo.

Y en su semblante se reflejó un rayo de pura ó inefable alegria.

-Lloro de gratitud y doy gracias al cielo por el bien que me ha prodigado.

-Sí, te ha salvado de la muerte. ¿Y D. Fernando? ¿Dónde se encuentra? Tengo que hablarle.

-Se halla en su aposento. Esperad: antes debo revelaros un acontecimiento inexperado que va á sorprenderos.

Maria sonriéndose al mismo tiempo que las lágrimas bañaban sus megillas, prosiguió:

-¿Sabeis que me ama?

-¿D. Fernando?

-Sí.

-¡Imposible!

-El mismo me lo ha confesado.

-¿Cuándo?

-Esta tarde.

-¡Oh! ¡No puedo creerte!

-Sí, tambien yo he tardado mucho tiempo en persuadirme de la verdad; pero ahora, gracias al cielo, ya no abrigo temores. Me ama con frenesí, y cifra toda su dicha en que yo tambien le ame.

-Si fuese cierto... murmuró el ermitaño conmovido.

-No lo dudeis.

-D. Fernando es harto generoso para...

-¿Qué decís?

-Nada; voy á hablarle.

-Pues no le detengais mucho, porque ahora no quisiera separarme de su lado ni un momento.

-Presto volveré.

-¿Y no me dais el parabien?

-¡Oh! Si no alimentase una duda...

-¿Qué hariais?

-Me posternaria contigo para dar tambien gracias al cielo.

-Sí, porque vos amais mucho á los huérfanos y no pensais sino en su dicha.

El ermitano la abrazó tiernamente y salió del aposento enjugándose una lágrima rebelde que se habia desprendido de sus ojos.

Cuando entró en la habitacion de don Fernando, le halló examinando sus armas, y limpiando las plumas de su casco.

-Vuestra venida es oportuna, dijo tendiéndole una mano. Os aguardaba con afan.

-Y yo, dijo el ermitaño, con el mismo deseaba hablaros.

-Sentaos, pues, dijo Fernando acercándole un sillon.

-¿Es tan largo lo que vais á decirme?

-No; pero emplearé algunos momentos y no quiero que me escucheis en pié.

-Hablad, dijo sentándose en el sillon, y fijando en el jóven una mirada escrutadora.

-Hace algunos dias que me habeis referido la historia de los huérfanos de Cabezon, sin omitir el menor detalle. ¿No es cierto?

-Sí, contestó admirado el ermitaño.

-Al terminarla, solicitásteis para ellos mi débil apoyo y yo os lo concedí. Partí luego para Valladolid y recordando esta promesa me enviasteis á llamar, porque conocísteis ya era llegado el momento de solicitar este apoyo. Sin vacilar abandoné la córte, y vine á compartir con vos el tierno afan de salvar á Maria de una enfermedad peligrosa. Por mi parte creo, que he cumplido como vos teniais derecho á esperar de mí. ¿No es cierto?

-Sí, hijo mio; los huérfanos y el padre Anselmo, no olvidarán jamás vuestra leal correspondencia.

-¿Y seré ahora indiscreto si os pregunto lo que todavia esperais de mí?

El ermitaño le dirigió una mirada incierta, no atreviéndose á contestar.

-No os comprendo, D. Fernando, dijo con débil acento.

-Os pregunto si he cumplido á medida de vuestro deseo la mision que me habeis confiado y si aun esperais algo de mí.

-Habeis obrado, D. Fernando, como si se tratase de vuestro padre y de vuestra hermana; vuestra mision ha terminado. Mas tarde, ya os lo he dicho, quizá apele de nuevo á vuestra bondad para que seais el protector de los huérfanos.

-¿Y si ahora me inspirasen tanto interés como á vos?

Los ojos del ermitaño despidieron un brillo estraordinario al oir estas palabras que parecian confirmar sus risueñas esperanzas.

-En este caso, nada tendré que manifestaros, porque faltando yo, obrareis como si no hubiese dejado de existir.

-No se trata de que vos sucumbais, sino de que amo á los dos jóvenes y que desde luego quiero asegurar su porvenir.

-¿Y cómo lo hareis?

-Es muy sencillo, padre Anselmo. Yo adoro á la bella Maria.

-¿Vos?

-Sí, y quiero hacerla mi esposa.

-¿Vuestra esposa? repitió el anciano ébrio de gozo.

-Sí, tan pronto como me digais quién ha de concederme su mano. Si es D. Rodrigo de Cabezon, vos, en mi obsequio, le llevareis el mensage, porque he ofrecido no volver á su castillo.

El ermitaño no respondió, porque esta declaracion le habia dejado absorto. Como Maria, no daba crédito á sus ojos ni á sus oidos. ¡Era tan tierno el interés que le inspiraban los dos jóvenes! ¡Sufria con tal rigor al pensar que despues de su muerte quedarian sin apoyo en el mundo! ¿Y cómo no habia de derramar lágrimas de placer al pensar que un caballero de las prendas de D. Fernando, seria su protector por vínculos mas estrechos que los de la gratitud? El padre Anselmo creia soñar, y al mismo tiempo un presentimiento le anunciaba que D. Fernando no le engañaba. Sin embargo, antes de responder á su pregunta, trató de sondear su corazon.

-Don Fernando, vuestra generosidad es infinita. ¿Os aconsejara esta vez que ahogueis la voz de vuestro corazon?

-Por el cielo, explicaos, que no os comprendo.

-¿Amareis á la desdichada huérfana porque gime por vos? Sereis tan insensato que por premiar sus desvelos, por satisfacer una deuda de gratitud, hagais el sacrificio de vuestro amor y de vuestro porvenir, para contraer una alianza desigual?

-¡Oh! Callad, callad! No sabeis lo que pasa en mi corazon. No sabeis, padre Anselmo, que me considero indigno del amor de ese ángel, y que no hay en el mundo quien pueda aspirar á una aventura semejante.

-Señor, la generosidad de vuestro carácter os extravia, Maria es una huérfana...

-No prosigais. Maria, os lo repito, es un ángel. ¿Sabeis lo que ha hecho por mí? ¿Sabeis que ahogó en su pecho la pasion mas pura que puede abrigar un alma generosa, para alentar la que me inspiraba doña Blanca? ¿Sabeis lo que ha luchado para despertar en el corazon de esta un sentimiento que me negaba su desvio? ¿Sabeis que el resultado de esa lucha ha sido engendrar en el corazon de esa dama un sentimiento que hace un mes me hubiera convertido en el mas dichoso de los hombres porque no habia sondeado todavia el corazon de ese ángel, á quien llamais la huérfana Maria? ¿Sabeis que por no darme un pesar, no ha cesado de hablarme del amor de doña Blanca, de las palabras cariñosasque me dirigia desde su castillo, y de los votos que formaba por mi dicha, cuando de sus lábios no escuchaba mas que palabras de desvio? ¿Comprendeis la abnegacion hasta ese límite? No, no; porque la naturaleza la rechaza. Maria, ha sido, pues, una heroina. Su noble, pasion se hallaba satisfecha con vernos dichosos; aun cuando esta dicha me la proporcionase otra muger. ¿Y quereis que vacile en ofrecerla mi mano y mi nombre? Oh! quisiera poseer una corona para arrojarla á sus pies!

El acento, la palabra, el ademan, y el aspecto del jóven manifestaban con tanta elocuencia, lo que pasaba en su corazon, que el ermitaño estaba fascinado, y le contemplaba con una ternura paternal.

-¡Oh! Dejadme extrecharos entre mis brazos, dijo tendiéndole los suyos y ocultando la cabeza en su pecho.

-¿Cómo no ha de ser un ángel la huérfana, siendo vos su guia desde la infancia?

El padre Anselmo no respondió, porque tenia el rostro cubierto de lágrimas.

-Llorais?

-Sí, perdonad este desahogo.

-¡Dios mio! ¿Qué teneis? dijo al ver la agitacion del ermitaño.

-¡Oh! Juradme por vuestro honor que la verdad ha salido de vuestros labios, que amais á la huérfana, y que deseais hacerla vuestra esposa.

-Os lo juro por esa imagen del Crucificado!

Y el jóven conmovido extendió una mano hacia un cuadro de tamaño colosal fijo en la pared, que representaba la muerte del Salvador del mundo.

-Gracias, Dios mio! exclamó el ermitaño prosternándose á los pies de la imagen y recitando una corta plegaria.

-¿Qué haceis, señor? preguntó D. Fernando admirado. ¿Por qué ese dolor? ¿Por qué esa agitacion?

-¡Oh! Porque ya no puedo esperar otro bien en el mundo, despues del que acabais de concederme!

-No me esplicareis...

-Sí, sí, dijo el ermitaño dirigiendo su vista extraviada al rededor. ¿Quereis saberlo? ¡Oh! solo vos mereceis el sacrificio que voy á imponerme. ¡D. Fernando!, prosiguió, con una expresion angustiosa, acercaos porque no quisiera oir lo que voy á revelaros.

Don Fernando se acercó temblando de emocion.

-¿Me jurais guardar silencio?

-Sí.

-Pues bien; no os admireis. El padre Anselmo llora de júbilo, porque...

-Decid.

-Porque en este momento tiene asegurado ya para siempre el porvenir de sus hijos idolatrados.

-¡Cielos! ¿Qué escucho?

-¡Silencio! dijo el ermitaño poniéndole un dedo en los lábios y mirando con espanto al rededor.

-Luego vos sois...

-Don Garcia.

-El padre de...

-Los dos huérfanos.

Don Fernando retrocedió un paso.

-¿Os inspiro temor? dijo el ermitaño enjugándose las lágrimas que bañaban sus mejillas.

-No; lo que me inspirais es respeto, veneracion, y...

-No prosigais; soy dichoso solo con poseer vuestra consideracion despues de conocer mi verdadero nombre.

-Es que ahora lo recobrareis.

-¡Jamás! Jamás!

-Y privareis á vuestros hijos...

-Por el cielo, no continueis. La dicha infinita en que rebosa ahora mi pecho procede de la tranquilidad con que empieza á latir mi corazon. Antes, teneis razon, la idea de que privaba á mis hijos de un apoyo tan necesario en su edad, encendia en mi corazon la hoguera del remordimiento; pero ahora que está asegurada su dicha, no viviré tranquilo; pero estaré resignado.

-¿Y habeis tenido valor en el espacio de tantos años para guardar vuestro secreto?

-Sí; y ahora comprendeis los tormentos que habrá sufrido este padre desventurado. Hace diez y seis años que no disfruto de un momento de sosiego. La vista de mis hijos, lejos de consolarme, me desgarra el corazon, porque veo una dicha que jamás llegaré á disfrutar. ¡Si supiérais cuánto los amo! ¡Cuánto me desvelo por su bien! Muchas veces entregado á los sueños de angustias que son mi descanso ordinario, creo que están atravesando un peligro inminente, y entonces me levanto frenético de mi lecho de roca, y corro desatalentado al caserio para subir por la puerta secreta que me lleva á su aposento. Allí á la luz de mi linterna, los veo entregados á un sueño apacible, y sereno entonces deposito un beso y una lágrima sobre su rostro juvenil y me retiro mas tranquilo á la agreste morada que he escogido para vivir á su vista. Esta es la vida del padro Anselmo hace diez y seis años. ¿No es cierto que la expiacion aun no puede satisfacer la cólera divina? Solo continuando así hasta el término de mi vida podré esperar alguna misericordia.

-¡Sois un mártir del infortunio! dijo D. Fernando con un acento apagado por la emocion.

-No, soy un criminal arrepentido; pero que confia en la misericordia divina. Sí, vuestra estancia aquí me anuncia que el cielo ha de perdonarme. Os envia sin duda para que me reemplaceis al lado de mis hijos, porque mi fin está próximo.

-¡Aun abrigais esa idea fatal!

-Sí, D. Fernando. El infortunio, mas bien que la edad, va encaminándome al sepulcro.

-No lo espereis; aun os restan algunos años que pasareis á nuestro lado.

-Tampoco puedo alimentar esta esperanza, porque uniéndoos á mi idolatrada Maria, os ireis á fijar á vuestros estados, y yo... yo quedaré solo en mi cueva con mi crímen y mi remordimiento.

-Os ruego que no os entregueis á esos pensamientos de dolor; vos nos seguireis, y si os negais, me fijaré en Cabezon para que descubrais vuestro secreto á los huérfanos.

-Ya os he dicho que es imposible. Un juramento como el mio no se puede quebrantar.

-Sí; pero el Papa lo hará.

-Desechad esa idea. Aun cuando lo quebrantase, yo no recobraria mi nombre. Es una resolucion irrevocable.

-No debo insistir ahora, padre mio. Supongo que no me negareis este nombre cariñoso.

-No; pero cuando estemos solos como ahora, y con la seguridad de que Maria ignorará mi verdadero nombre. Si vos algun dia cometiéseis la ligereza de revelárselo, ocasionariais su desgracia; porque no se familiarizaria con la idea de verme sufrir en mi ermita. Luego tendria que revelarle la historia de mi familia, y ya sabeis que es horrible. No insistais, pues, en vuestro generoso propósito. Amad á ese ángel por mi, y por vos. ¡El cielo os lo premiará!

Y el anciano se cubrió el rostro con las manos despidiendo mil suspiros ahogados. D. Fernando se arrodilló á sus pies para prodigarle algun consuelo. Encantador era el grupo que formaban los dos. El jóven besando las manos del anciano, y éste cubriendo la frente de aquel de besos y de lágrimas. Su larga barba blanca como la nieve estaba húmeda, y acariciaba el bello rostro del caballero.

-¿Con que la hareis dichosa? ¿No es verdad, hijo mio?

-Sí, tan dichosa como debeis esperar de su virtud.

-Pues bien; no necesitais mas consentimiento que el mio. Vuestra union se realizará cuando querais.

-El rey señalará el dia en que deberá verificarse.

-¡El rey! repitió el anciano meditabundo. Mucho os ama para aprobar un enlace tan desventajoso.

-No lo creais; ama á la huérfana porque me salvó la vida.

-¡Oh! Si se negara...

-Desechad ese recelo. Ya sabeis que D. Pedro no desea mas que el bien de sus fieles partidarios. Vereis con que entusiasmo aprueba mi eleccion.

-Sí, debo esperarlo; porque ahora un contratiempo me daria la muerte.

-Vamos, pues, á reunirnos con Maria. El rey debe llegar presto y creeré que pase aquí la noche.

-¡Oh! Seria un acontecimiento desagradable.

-No; D. Pedro se cobija en cualquier parte. Lo peor es que su designio me contrista. Se trata de combatir á D. Rodrigo, á vuestro hermano, y me interesa, porque pertenece á vuestra familia.

-¿No podriais hacer desistir al rey?

-No; porque D. Rodrigo blasona de leal y consecuente, y don Pedro quiere someterle á una prueba terrible. Presiento que va á darnos algun pesar.

-Y yo tambien.

-Pero dejemos al rey. Maria nos espera. Venid; no puedo estar separado un momento de su lado.

Una alegria indefinible brilló en el venerable semblante del padre Anselmo al oir el acento apasionado con que D. Fernando pronunció estas palabras.

- XIX -

Maria seguia entregada á sus oraciones cuando entraron en su aposento el padre Anselmo y D. Fernando. El semblante de los dos revelaba la grata satisfaccion que experimentaba al ver realizadas sus esperanzas.

Diego, de vuelta del castillo, se reunió también con sus amigos en el aposento de su hermana para ocuparse de la próxima llegada del rey que hacia una hora le tenia preocupado.

-¡Al fin estamos solos! dijo sentándose en una silla fatigado.

-¿Has dejado ya á doña Blanca en el castillo? preguntó el ermitaño.

-Sí, señor; queda al lado de sus padres, pesarosa, como debeis suponer, al pensar en el peligro que les amenaza. ¿Y cómo hemos de conjurarle, D. Fernando? añadió el jóven dirigiéndose al caballero. Bien sabeis que si no debemos vasallaje al señor de Cabezon, estamos obligados á protejerle en cuanto lo permitan nuestras fuerzas. Si es atacado por el rey, debemos acudir en su auxilio, y por cierto que no me seria muy grato el lidiar contra vos.

-De ese recelo te salvaré yo, dijo el ermitaño. Tu puesto es aquí al lado de tu hermana, y mientras veamos el peligro, no puedes abandonarla un solo instante. Además, tu eres partidario del rey don Pedro, y no querrás defender ahora á su hermano D. Enrique. El pendon de éste es el que ondeará en el castillo de Cabezon. ¿Te atreverás á defenderlo?

-Os diré, señor, repuso el jóven contrariado. Si es el pendon de don Enrique, no ayudaré á D. Rodrigo; pero si por el contrario, éste tremola el suyo, entonces correré á ofrecerle mi débil apoyo.

-No cometerás semejante atentado; en primer lugar, porque tienes que permanecer al lado de Maria; y en segundo, porque yo lo ordeno, á no ser que quieras desobedecerme.

-No señor, bien sabeis que os respeto como si fueseis mi padre. Haré, pues, lo que gusteis.

-Pues bien; en premio de esa ciega obediencia, voy á comunicarte una nueva importante. Acércate Maria, prosiguió el ermitaño tomando de la mano á la jóven, y vos tambien D. Fernando.

El ermitaño unió las manos de los dos amantes, y volviéndose á Diego, le dijo:

-¿Apruebas la union de estos jóvenes?

Diego, lleno de asombro, retrocedió dos pasos mirando al anciano con estupor.

-Don Fernando ama á tu hermana, prosiguió este con emocion: y quiere hacerla su esposa. En el mundo no tiene hoy mas apoyo que el tuyo. Eres dueño de su mano. ¿Quieres otorgársela á este caballero que la ama tiernamente?

-¿Seré juguete de alguna ilusion? exclamó Diego fijando una mirada extraviada en el semblante risueño de D. Fernando. ¿Amais á mi hermana?

-Sí, Diego; la amo; y si vos no me rechazais, será mi esposa.

-¿Qué decís? ¿Rechazar al ángel benéfico de mi familia? ¡Oh! Dejadme besar vuestras manos, ébrio de gratitud, señor, por la dicha que vais á otorgarnos.

-¿Luego consientes? dijo el ermitaño sonriéndose.

-Bien sabeis, señor, que vuestra autorizacion es la primera que debe solicitarse, porque sois nuestro bienhechor, nuestro padre...

El ermitaño se extremeció, y en su apacible semblante reflejó una nube de tristeza. Don Fernando, al advertirlo, le apretó la mano tiernamente, y dirigiéndose á Diego, le dijo:

-Tranquilízate; el consentimiento del padre Anselmo ya nos lo ha otorgado. Falta ahora el mas importante, el de Maria...

La huérfana solo respondió ocultando su hermoso semblante cubierto de rubor en el pecho de su hermano.

-Ese lo otorgo yo en su nombre, dijo el ermitaño abrazando á la huérfana é imprimiendo un beso en su frente de alabastro.

Diego contemplaba este cuadro con una emocion que apenas podia ocultar. La dicha de Maria era la suya; y no podia ver indiferente la que reflejaba en su rostro al mirar á D. Fernando. Nunca habia estado mas bella ni mas seductora la huérfana de Cabezon que en aquel momento al ver realizados todos sus sueños de ventura.

-Hijos mios, dijo el ermitaño despues de un largo silencio en que todos pensaban en la dicha que les rodeaba; es preciso que nos ocupemos de la llegada del rey. Sin duda descansará aquí y debemos prepararle su alojamiento. Diego, baja á la caballeriza y lleva los caballos á otra parte, para que en ella descansen los de D. Pedro, y tú, Maria cuida de arreglarle un aposento.

-No os molesteis, dijo D. Fernando. El rey, si descansa algunos instantes, será en un sillon.

-No importa, es preciso prepararle un alojamiento.

Mientras los habitantes del caserio se ocupaban de la llegada del rey, Men, el escudero de D. Fernando, apostado en el camino, estaba de centinela para guiarlo hasta el caserio; hacia un largo rato que en el silencio de la noche percibia un leve murmullo que iba haciéndose mas perceptible á medida que trascurria el tiempo, y no podia dudar que era producido por las gentes del rey que atravesaban el camino de Cabezon. Media hora despues, distinguió ya su vanguardia, compuesta de algunos ballesteros de maza que caminaban alegremente, disfrutando de la belleza de la noche. Mendo se adelantó para darse á conocer, y despues de cambiar algunas palabras con el jefe, les indicó el camino del caserio. Los ballesteros siguieron su marcha cantando alegremente y Mendo volvió á su puesto para esperar al rey. No tardó este mucho tiempo en adelantarse, porque la historia nos asegura que caminaba siempre á marchas forzadas, siendo sus jornadas ordinarias de 20 á 25 leguas. En aquella época en que los caminos estaban en un estado mas fatal que el que hoy deploramos cuando la necesidad nos obliga á viajar, era un verdadero prodigio el emprender tan largas jornadas con soldados cubiertos de hierro desde la cabeza hasta los pies.

Mendo, al descubrir á los primeros caballeros de la comitiva del rey, se adelantó para que comunicasen á éste el mensage que en su nombre le dirigia D. Fernando Alfonso de Zamora ofreciéndole un seguro albergue en el caserio. D. Pedro aceptó de buen grado la oferta y se dejó guiar por el escudero.

Cuando llegaron al caserio, el ermitaño, D. Fernando y Diego salieron á su encuentro. El rey ordenó al conde de Lemos y á Men Rodriguez de Sanabria, sus capitanes, que alojasen á las gentes que les seguian, viniendo despues á recibir sus órdenes al caserio. Acompañado, pues, de D. Fernando y del ermitaño subió al modesto aposento que se le habia señalado, y antes de tomar asiento, dictó al primero el siguiente mensaje, que se encargó el segundo de llevar al castillo de Cabezon.

«A D. Rodrigo de Cabezon. El rey D. Pedro, mi señor y dueño, os ordena á vos, Rodrigo de Cabezon, su vasallo, que al recibir este mensaje hagais delante del mensajero pleito y homenaje de defenderle en su nombre, hasta que otra cosa no se determine.»

-¿Quién firma, señor? preguntó D. Fernando.

-Escribid de órden del rey, el conde de Lemos.

-Ya está.

-Pues llevadle, padre Anselmo, ya que tanto os interesa ese rebelde. Decidle que es peligroso desafiar la cólera del rey, y que si me provoca con una criminal resistencia, reduciré á cenizas el castillo despues de ahorcar á los que se atrevan á defenderlo.

El ermitaño salió con presteza; pero al llegar á la puerla tuvo que aligerar el paso. Las gentes del rey obstruian el valle. Con la mayor algazara se ocupaban de preparar un alojamiento para pasar la noche, unos se acomodaban debajo de la copa de los árboles, mientras que otros, sosteniendo las mantas con las picas, formaban una especie de cueva artificial para permanecer sentados. Algunos solo se ocupaban de cantar y de bailar, y la mayor parte cortaban ramas de los árboles para encender hogueras y pasar la noche jugando ó hablando. Los nobles se habian apoderado de las chozas, como propietarios, y se ocupaban con los villanos y escuderos de disponer una cena frugal.

El padreAnselmo con el corazon oprimido, atravesó por entro los grupos, discurriendo en el medio de conjurar el peligro que amenazaba al señor de Cabezon.

En el castillo ya se tenia aviso de la llegada del rey con sus gentes; estas se hallaban reunidas á una distancia muy corta y era de esperar que al amanecer del dia siguiente, emprendiesen el ataque contra la fortaleza. D. Rodrigo, para evitar una sorpresa, habia mandado apostar algunos centinelas en la montaña que cercaba el castillo, dándoles órden de no dejar atravesar á ninguna persona por la línea que habia establecido, sin sujetarla á un excrupuloso registro. El ermitaño conocido del mas oscuro villano, logró ponerse á cubierto de esta medida preventiva. Reconocido por el primer centinela, fué guiado poreste hasta el lugar en que se hallaba apostado otro y así sucesivamente hasta la puerta del castillo. Reconocido igualmente por los guardias del puente, fué introducido al momento en el aposento de D. Rodrigo.

El castellano de Cabezon, tan osado como prudente, conocia desde luego que era desigual la lucha que iba á empeñar con el rey, y sin embargo, la aceptaba á pesar de que en el éxito aventuraba su cabeza.

Hallábase con su esposa y con su hija cuando entró el padre Anselmo.

-No me sorprende tu llegada á esta hora, dijo D. Rodrigo tendiéndole una mano.

Las dos damas se apresuraron á besar la suya.

-Sin embargo, contestó el ermitaño sonriéndose; te sorprenderás cuando sepas que soy mensagero del rey D. Pedro, y que vengo ahora de su real.

-Tampoco me sorprende, dijo con triste acento, porque siempre has abogado por su causa.

-Y ahora con mas motivo, añadió el ermitaño, porque se trata de tu tranquilidad que es la mia, y no quiero que la aventures por un falso orgullo.

-¿Qué intentas? preguntó D. Rodrigo arqueando las cejas.

-Que leas este mensaje y cumplas la voluntad de tu soberano.

D. Rodrigo sin manifestar la mas lijera emocion, leyó dos veces el pergamino, y despues de meditar algunos instantes, dijo:

-¿Vas á llevar tú la respuesta?

-Sí.

-Pues no te impacientes. Voy á escribirla.

D. Rodrigo abandonó el aposento con una lijereza juvenil. Entonces el ermitaño, al verse solo con las damas, las rogó conmovido que secundasen sus esfuerzos para hacer desistir á D. Rodrigo del propósito de combatir contra el rey.

-Mis fuerzas ya se han agotado, dijo doña Beatriz, sin obtener la mas remota esperanza de que acceda á nuestras súplicas.

-Hemos luchado en vano, añadió doña Blanca. Nunca le he visto tan tenaz. Dice que un castellano jamás falta á su palabra; que ha jurado defender el castillo con el pendon de D. Enrique, y que no desistirá aunque sucumba en la demanda.

-Esa resistencia va á sernos funesta, dijo el ermitaño tristemente. Pero si se obstina en defender el castillo, vosotras debeis retiraos á otro parage. Comprendo que no le abandoneis en el peligro, si vuestros esfuerzos pueden conjurarlo; pero ¿qué ayuda ha de esperar de dos débiles mujeres? Así que principie el combate, estareis desvanecidas por el terror.

-No, no; dijo doña Beatriz, nos mostraremos dignas del nombre que llevamos.

El hermoso semblante de la castellana se revistió de una expresion varonil, que hizo sonreir al ermitaño.

-¿Y vos, doña Blanca? preguntó.

-Yo no podré imitar á mi madre, porque no soy tan valerosa; pero ocultaré mis lágrimas, y no los avergonzará mi debilidad.

-A costa del mayor sacrificio, dijo la bella castellana besando en la frente á su hija, quisiera evitar esta lucha; pero una vez empeñada, estaré al lado de Rodrigo hasta que sucumba.

-Sí, noble Beatriz, no le abandonareis. ¡Ay! ¿Y que será de vos, de doña Blanca, si vencedor el rey penetra en el castillo? ¿Quién contiene á una horda desenfrenada como lo será la primera que asalte estos muros? Nada respetarán, doña Beatriz.

-Entonces sabré morir.

-¿Y vuestros hijos?

-¡Mis hijos! repitió la castellana estrechando convulsivamente contra su pecho á doña Blanca. ¡Ah! ¡No me separarán de su lado!

-Entonces no morireis...

-¡Oh! Callad, callad! Obligadle á que desista. Es preciso, y si no os llevareis á mi hija.

-¡Eso jamás! dijo doña Blanca retrocediendo; ya os he dicho que no me vereis lejos del castillo mientras en él podais correr algun peligro.

-¿Lo ois, padre Anselmo? exclamó doña Beatriz agitada. Si no le haceis retroceder, nos envolverá á todos en su ruina. ¡Oh! Si yo no tuviese á Blanca á mi lado! ¿Por qué no la habeis encerrado? Hubiera sido un bien para todos.

D. Rodrigo con paso lento y magestuoso se presentó de nuevo en el aposento, llevando un pergamino en las manos.

-Puedes llevarle esta respuesta, dijo al ermitaño.

-¿Qué le dices?

-Lee.

-No; va dirigido al rey...

-No importa; pero si tienes escrúpulos, te diré que mi respuesta se limita á declarar que no tengo mas señor que D. Enrique, conde de Trastamara.

-¿Con que te resistes?

-Sí.

-¿Y de nada sirven mis ruegos y los de los que deseamos tu bien?

-No.

-¡Rodrigo! ¿Olvidas que me has otorgado promesa solemne de proteger á los huérfanos?

-No.

-Y si sucumbes, ¿cuál será su apoyo en el mundo?

-Les dejaré el que encuentren mis hijos. Creo que no puedes exigir mas de lo que ofrezco.

-Bien; tu obcecacion á todos abrirá un abismo; pero me resigno, porque aun tenemos mucho que expiar en este mundo.

Y el ermitaño al pronunciar estas palabeas dirigió al castellano una expresiva mirada. D. Rodrigo no pudo sostenerla y bajó los ojos contrariados.

-No despiertes recuerdos que deben estar sepultados en el olvido; dijo con ronco acento.

-Es preciso, Rodrigo, porque en este momento solemne se decide el porvenir de tu familia.

-Por lo mismo me encuentras inflexible, dijo el orgulloso castellano. Rodrigo no quebranta sus juramentos. Sucumbirá, pero con gloria. Perderá su vida y su hacienda en la demanda; pero conservará ileso el honor de su linaje, y D. Alvaro su hijo, llevará con gloria el nombre de su padre porque no lo heredará con el borron de una deslealtad.

-¿Con que tu gloria se cifra en combatir contra el rey legítimo?

-Sí; porque antes defiendo á mi señor natural[1].

-¿Tu resolucion es irrevocable?

-Sí; y te ruego que no insistas, porque no puedo retroceder.

El ermitaño no contestó, porque conocia el carácter de su hermano y sabia por experiencia que una vez adoptado un partido era inútil el hacerle desistir.

-¡Plegue al cielo que no se realicen mis presentimientos! dijo abrazando á las damas y despidiéndose tiernamente de su hermano.

El ballestero Sancho fué el encargado de acompañarle hasta los puestos avanzados del Rey, comision que le permitia conferenciar algunos instantes con D. Lope Alvar de Rojas en la choza que habian establecido como punto de reunion.

El ermitaño al entrar en el caserio halló al rey sentado á la mesa cenando alegremente con sus capitanes Men Rodriguez de Sanabria y el Conde de Lemos. Maria, D. Fernando y Diego les servian animando la conversacion con la alegria del que confia en el porvenir.

-Ya tenemos aquí de vuelta al mensajero, dijo el Conde de Lemos levantándose para saludar al ermitaño.

Men Rodriguez de Sanabria siguió su ejemplo besándole la mano con el respeto que entonces infundia lo mismo al noble que al pechero la presencia de un ermitaño.

-¿Qué responde el señor de Cabezon? preguntó el rey.

-Señor; he aquí su mensage.

-Leed, Men Rodriguez, dijo alargándole el pergamino que solo contenia estas breves frases.

«Rodrigo de Cabezon al rey D. Pedro de Castilla. -Siendo mi señor natural el conde D. Enrique de Trastamara, no puedo cumplir las órdenes de mi rey, porque no estan de acuerdo con las que de aquel he recibido.»

-Lacónico es el castellano, dijo el Conde de Lemos.

-Ya lo ois, señores, Rodrigo de Cabezon acepta la guerra. Mañana al romper el nuevo dia le contestaremos como cumple á nuestro decoro. Partid, pues y que se apresten nuestras gentes. Es preciso que yo descanse mañana en el castillo de Cabezon.

Los dos caballeros se retiraron para disponer el asedio, y el rey que habia terminado su cena, abandonó la mesa.

-¿No teneis, bella Maria, un sillon que ofrecerme para pasar el resto de la noche?

-Señor, contestó turbada la huérfana; os hemos preparado un aposento que podeis honrar si gustais.

-Hija mia, si me acostase, dormiria demasiado. Prefiero un sillon.

-Ya os lo habia preparado, dijo D. Fernando mostrándole el que hasta entonces habia servido á la huérfana en su convalecencia.

-Nada mas necesito. Podeis retiraros.

-Velaré á vuestro lado, señor, dijo D. Fernando.

-No, no; gracias al cielo ningun peligro nos amenaza.

-Descansad D. Fernando, dijo el ermitaño, porque yo voy á orar y no despacharé antes que el rey se haya levantado. Descuidad; no faltará quien vele durante su sueño.

D. Pedro ya se habia acomodado en el sillon, y por su actitud era de esperar que el sueño viniese luego á reparar sus fuerzas.

- XX -

El sonido de los clarines puso en movimiento á la mañana siguiente á los soldados del rey, lo mismo que á todos los habitantes de Cabezon. El ruido de las armas, y las voces de los jefes, se confundian con las alegres canciones que entonaban los soldados al ocupar sus puestos, para acudir al combate.

El rey D. Pedro, acompañado de D. Fernando Alfonso de Zamora, de D. Fernando de Castro, Conde de Lemos y de Men Rodriguez de Sanabria, habia atravesado todo el valle, rodeando el castillo de Cabezon para dar principio al asedio. D. Fernando Alfonso, que ya era práctico en el pais, habia señalado algunos puntos vulnerables, de que tomó asiento para trazar despues el plan de ataque. En esta excursion encontraron á D. Lope Alvar de Rojas que abandonaba su castillo para ofrecer su ayuda al rey. Este le recibió con agrado, prometiendo utilizar sus conocimientos en el pais, y su espada.

Mas de una hora emplearon el rey y sus amigos en recorrer la línea que iba á ocupar, aunque no en toda su extension por falta de gente. El castillo estaba defendido por la naturaleza, y no ofrecia mas punto vulnerable que por la parte de la ermita del Cristo de las batallas. Desde allí se divisaba el torreon que menos dominaba al valle, porla eminencia que ocupaba el asilo del padre Anselmo. El rey consideró que por aquella parte la resistencia no podia ser vigorosa y que el asalto no ofrecia tantos riesgos. Mandó, pues, que allí se fijase el real y que le dispusiesen su tienda. Señalando despues los puestos avanzados que deberian ocupar sus soldados, dió órden á los capitanes para que se adelantasen contestando ya á los disparos que empezaban á asestar los del castillo. Aunque no eran continuados, la mayor parte se hacian con tal destreza, que muchos soldados sucumbieron antes de despedir una sola flecha.

Trabada la pelea, D. Pedro no tardó en conocer que era desigual, porque sus gentes no encontraban mas blanco para asestar sus tiros que los torreones del castillo, mientras que la guarnicion de este los dirigia á las masas de enemigos que se presentaban indefensos á su vista. El combate siguió con esta desventaja durante una hora, hasta que el rey se persuadió de que solo sacrificando la mitad de su gente podia intentar el asalto con la presteza que deseaba. Tenia que optar entre cercar el castillo y rendirlo por la falta de alimentos, ó establecer parapetos para resguardar á sus gentes; tarea larga y en estremo enojosa que no tenia paciencia para emprender. Resolvió, pues, intentar la rendicion por un medio pacífico. Con este objeto despachó un mensaje á D. Rodrigo manifestándole que perdonaba su atentado si deponia las armas y le juraba obediencia. El castellano no tardó en responder, insistiendo en que veneraba y acataba las órdenes del rey: pero que no podia obedecerlas mientras no se las comunicase su señor natural. Ciego de cólera, el monarca, adoptó al momento algunas disposiciones para que se extrechase el cerco, á fin de que los sitiados no recibiesen el menor auxillo, y luego dispuso que se cortasen leñas del bosque y que se construyesen barracas para guarecer á sus gentes de los tiros del castillo, y contestar á ellos á cubierto.

El rey no habia contado con la resisteacia del castellano. De otro modo no hubiera salido de Valladolid sin las máquinas de guerra con que en aquella época se asaltaban los castillos. Reflexionó si convendria el pedirlas, pero no contando con pasar dos dias delante de los muros de Cabezon, sin haber vencido á D. Rodrigo, desistió de su propósito, contando con poder dar el asalto en aquella noche á favor de la oscuridad, con la esperanza de hacerse dueño del castillo. Con este objeto dió sus órdenes con todo sigilo, y volvió á recorrer las inmediaciones, para asegurar mejor el golpe. D. Lope Alvar de Rojas volvió á acompañarle, y aunque tenia seguridad de penetrar en el castillo á cualquiera hora, no quiso hablar de ello á D. Pedro, hasta que la resistencia de D. Rodrigo le tuviese exasperado de un modo que oscureciese su venganza personal.

Apenas la noche habia extendido su negro manto sobre el real de D. Pedro, cuando este dió órden para emprender el asalto. Provistos los soldados de fuertes escalas, atravesaron la montaña sufriendo una nube de flechas que diezmó sus filas. Colérico el rey dispuso que el que retrocediese fuese ahorcado. Ninguno, pues, abandonó su puesto. Un pequeño cuerpo se dirigió al puente levadizo, pero, apenas habia fijado allí su planta, cuando una nube de piedras y de escombros que se desprendió de los torreones, le hizo retroceder. Alentado, sin embargo, con la voz de Men Rodriguez que lo dirigia, volvió á adelantarse para derribar el puente á hachazos. Entonces de la plataforma del castillo se desprendieron una porcion de raudales de plomo derretido, aceite hirviendo, pez y otros líquidos semejantes, sembrando el terror entre las filas de los bravos ballesteros del rey. Los mas osados retrocedieron despidiendo exclamaciones de dolor y de espanto y ni las voces de Men Rodriguez, ni los gritos de «viva el rey» que resonaban á su espalda, pudieron obligarles á insistir en el ataque del puente. Lejos de eso, abandonaron con presteza la posicion que habian tomado jurando que el castillo estaba defendido por furias de averno.

Desde la ermita se habia dirigido el asalto por los hombres de armas de mas brio que venian con el rey. D. Fernando de Castro se encargó de dirigirlos, y con el mayor sigilo se fueron adelantando hasta llegar al muro. Allí, despues de fijar las escalas, subieron los mas valerosos; pero antes de llegar á la cima, rodaron desde una elevacion de mas de veinte pies, yendo á chocar con las piedras magullados algunos, y otros heridos graveniente. A pesar de este contratiempo, treparon por la escala nuevos combatientes, siendo recibidos de la misma suerte. Entonces el terror se apoderó de los demás. D. Fernando de Castro, que era prudente, no se atrevió á insistir temeroso de perder la mayor parte de la gente que le acompañaba y se retiró para dar cuenta al rey del mal éxito de su jornada. Este en aquel momento escuchaba la relacion que le hacia Men Rodriguez de su derrota. D Fernando de Castro omitió la suya, y el rey que acababa de perder á sus mejores soldados, juró reducir á cenizas el castillo y abrasar entre sus llamas á los que lo defendian. Sin perder un instante, despachó algunas gentes á Valladolid para que trasportasen las máquinas de guerra necesarias para apoderarse del castillo y dió nuevas órdenes para que se extrechase el cerco.

La victoria conseguida por D. Rodrigo de Cabezon; se debia á la astucia de Sancho el ballestero. Enterado por D. Lope del asalto que proyectaba el rey, habia tomado sus disposiciones para rechazarlo, y hacer así un alarde de su superioridad en el castillo. D. Rodrigo no sabia cómo premiar su valor y su destreza, y se felicitaba de haberlo admitido otra vez á su lado.

Las dos damas, mientras duró el combate, habian permanecido encerradas en su oratorio, rogando al cielo por la vida del castellano. Sancho fué el primero en anunciarles la victoria que éste acababa de obtener, y lejos de celebrarla con grandes esclamaciones de sorpresa como aquel se prometia, prorrumpieron en gritos de dolor, derramando lágrimas amargas al considerar que el descalabro sufrido por el rey D. Pedro, habia de castigarlo éste con el rigor que tanto temor infundia á sus vasallos.

Durante aquel dia el padre Anselmo no se habia separado del caserio, acompañando á Maria y alentándola con sus palabras y sus caricias. La jóven sabia que D. Fernando tomaba parte en el combate y el leve rumor que se percibia á lo lejos, la tenia en una continua zozobra por la suerte de su amante. Diego, para tranquilizarla se habia dirigido varias veces al real de D. Pelro para asegurarse de que D. Fernando no estaba herido. A pesar de este gran consuelo, Maria no lograba tranquilizarse. Por último, á media noche, volvió á salir Diego para saber el resultado del asalto. Hacia media hora que habia salido y aun no estaba de vuelta. Maria asomada á la ventana miraba á lo lejos sin descubrir mas que espesas sombras, que aparecian á su vista bajo el aspecto mas sombrio. De vez en cuando aplicaba el oido sin percibir otro ruido que el producido por la brisa de la noche al agitar los árboles del bosque. El combate habia cesado. Maria ignoraba el resultado. La tardanza de Diego la tenia fuera de sí, y ni el padre Anselmo con su autoridad podia tranquilizarla. De repente sintió á lo lejos el ruido de dos caballos trotando en direccion al caserio. La ansiedad de la jóven era tan delirante que á no contenerla el ermitaño, hubiera llamado á gritos á D. Fernando. A poco rato, aparecieron los dos ginetes. Las tinieblas de la noche eran cada vez mas densas, y sin embargo, Maria aun pudo distinguir á su idolatrado Fernando.

-¡Oh! es el mismo, dijo oprimiendo el corazon con sus manos.

Un momento después se hallaba en los brazos de D. Fernando, llorando de júbilo, al verle libre de los peligros de aquel dia.

-¡Al fin, os habéis salvado! El cielo escuchó mis plegarias.

-Ningun peligro he corrido, Maria; solo ha habido una lijera escaramuza entre los soldados del rey y los del castillo.

-¿Y D. Pedro? preguntó el padre Anselmo.

-Está bramando de cólera. Su actitud después del descalabro que ha sufrido, me hace temblar por D. Rodrigo. Hoy ha diezmado nuestras gentes. Parece que le defiende en su castillo algun espíritu infernal, porque jamás he visto tantos elementos de destruccion como los que esta noche ha empleado para exterminarnos. El rey ruje como el leon y ha mandado traer de Valladolid algunas máquinas de guerra para abrasar el castillo. Jura como un frenético y todos tiemblan al escucharle. Jamás le he visto tan colérico. Os aseguro, amigos mios, que ahora no puedo responder de la vida de D. Rodrigo ni de de los que le acompañan. Es preciso que se resistan ó que huyan de la cólera del rey, porque si caen en sus manos. ¡Desgraciados! Nadie les salvará de un suplicio horrible.

Esta relacion dejó aterrados á los habitantes del caserio. El padre Anselmo acababa de perder la última esperanza de la salvacion de su hermano. Exasperado el rey hasta el estremo que manifestaba D. Fernando, no daria cuartel á nadie, mostrándose inexorable en su justicia. Maria, recordando á doña Beatriz y á su hija, y el peligro que las amenazaba, se extremecia al pensar que el rey no respetaria su sexo, y que sucumbirian con D. Rodrigo. Este triste pensamiento oscureció la alegria que le habia proporcionado la vuelta de D. Fernando.

-Señor, dijo Diego á éste; debeis descansar de las fatigas del dia.

-Sí; me recuerdas que es muy tarde y que aun no os habéis recogido. Me retiraré para que descanseis.

-¿Tan presto? preguntó Maria con tristeza.

-Es preciso, hija mia, añadió el ermitaño. Luego lucirá el nuevo dia y D. Fernando necesita el descanso para continuar su servicio al lado del rey.

A pesar de esta juiciosa observacion, Maria no se resignó á dejar solo á D. Fernando, hasta que le repitió una y otra vez que su bella imagen no se habia borrado un solo instante de su memoria en aquel dia de tumulto.

Tampoco D. Lope Alvar de Rojas habia olvidado á su enemigo el señor de Cabezon. En la noche del asalto habia permanecido cerca del rey sin tomar parte en la jornada, y solo cuando hubo terminado, se decidió á salir al campo. Los soldados se ocupaban de enterrar á los que habian muerto y otros trasladaban los heridos á las chozas mas próximas. D. Lope, sereno en medio de este triste cuadro, atravesó el valle para dirigirse á la cabaña en que solia reunirse con Sancho. Allí encontró á su mensajero el lugareño que partió al punto en busca del escudero. Este tardó mucho tiempo en presentarse. A medida que adelantaba en su proyecto, menos deseos tenia de conferencias con D. Lope. Sin embargo, para no infundir sospechas, acudió á la cita, prometiéndose que seria la última.

-Ya veis que esto marcha mucho mejor que lo que os habiais prometido, dijo al entrar.

-Sí; el diablo favorece nuestro proyecto. Mi aviso te ha proporcionado una gran victoria. Ciertamente D. Rodrigo no sabrá cómo pagarte tamaño beneficio. Le defiendes con valor y con teson, y de seguro, que ya confia en el triunfo.

-Triunfo que obtendria, respondió el ballestero, si no nos hubiésemos cruzado en su camino.

-¿Y cuándo daremos el golpe?

-Dentro de tres dias, en que agotaré todos los recursos para demostrar al rey la imposibilidad de apoderarse de Cabezon. Podeis, pues, continuar tranquilo á su lado hasta que espire este plazo.

-Y despues ¿qué haré?

-Lo que gusteis.

-Deseo ver á D. Rodrigo cuando vayamos á entregar el Castillo.

-Entonces, esperadme aquí el martes. Yo enviaré á buscaros para que os introduzcan.

-Queda, pues, arreglado. El martes...

-A media noche.

-Bien, á media noche.

-Esperareis aquí á vuestro guia, y en el ínterin, no debeis hablar una sola palabra que pueda alentar las esperanzas del rey.

-Ve tranquilo, que no perderé por una indiscrecion el tiempo que hemos ganado.

Empezaba á amanecer cuando se separaron el señor y el ballestero. D. Lope se dirigió al real de D. Pedro acariciando las mas risueñas esperanzas, y Sancho volvió al castillo para dar principio á la ejecucion de su proyecto.

El rey, despues de una larga noche de insomnio, en que sufrió la vista de mil visiones tumultuosas, se levantó para recorrer de nuevo el campo. En esta excursion matutina se persuadió de la imposibilidad de apoderarse del castillo á no ser despues de un largo y riguroso asedio que frustraba todos sus planes; porque, deseoso de invadir el territorio aragonés, cada dia que perdia era un siglo en su imaginacion de fuego. Resolvió, pues, á toda costa desvanecer el obstáculo que acababa de presentarle en su camino el castillo de Cabezon, sacrificando, si era preciso, su orgullo y parte de su poder. El carácter del monarca era vehemente. Una contrariedad en el primer momento le arrebataba y le hacia cometer un crímen; pero luego la reflexion venia en su auxilio. Por mas que el dia anterior estuviese sediento de la sangre de D. Rodrigo de Cabezon, despues de la noche que habia pasado y en la que habia meditado con calma sobre el comportamiento de aquel noble, no pudo menos de aplaudirlo en el tribunal de su conciencia y de admirar el heroísmo con que emprendia una lucha en que aventuraba mas que la cabeza.

Preocupado D. Pedro con estas reflexiones y con el deseo de penetrar cuanto antes en Aragon, llamó á un rey de armas y le dió instrucciones para cumplir la delicada comision que le confiaba. Un cuarto de hora despues se dirigia al castillo. Sancho, que velaba en el puente, mandó que le abriesen; y luego le acompañó hasta el aposento de D. Rodrigo. El leal castellano recibió directamente al rey de armas, haciéndole sentar y ofreciéndole los mejores vinos de su castillo. Despues de cumplir este deber de galanteria, le preguntó por su mision.

-El mensaje que debo comunicaros abraza muchos puntos, y solo puedo comunicároslo cuando estemos solos.

A una señal de D. Rodrigo se retiraron los escuderos que habian acompañado al rey de armas.

-Ya estamos solos; podeis hablar sin temor. ¿Qué desea el rey don Pedro?

-En primer lugar, que conferencieis los dos en el punto que querais señalar.

-No es posible.

-Sin ser indiscreto, ¿podré saber el motivo?

-Voy á explicároslo, para que me deis la razon. Un dia el rey don Pedro salvó mi nombre de la deshonra. Entonces he contraido con él una deuda que no he podido ni podré satisfacer. El recuerdo de aquel beneficio está grabado en mi corazon. Si hoy volviese á verle y apelase á esa fascinacion que ejerce sobre todos los que le rodean, creo que me haria faltar á la fé jurada á mi señor, y antes me despeñaria desde la torre mas alta de mi castillo. Conozco que poseo una voluntad de hierro, y al mismo tiempo que hay un punto vulnerable en mi corazon, y este es el agradecimiento. Si D. Pedro me atacase de palabra por este lado, me venceria y se haria dueño del castillo; pero pasado este alucinamiento, me privaria de una existencia que no podria soportar despues de haber mancillado mi nombre con una deslealtad. Ahora ya sabeis por qué me niego á hablar al rey. Comunicadme, pues, la otra parte de su mensaje.

El rey de armas, cruzando los brazos sobre el pecho, contempló en silencio al anciano, admirando la grandeza de su carácter, y la generosidad que revelaban sus palabras. Su negativa á la demanda del rey era tan digna y revelaba una nobleza tan extraordinaria, que le consideró con tanto respeto como si se hallase delante de el mismo don Pedro. Desvanecida la primera impresion, contestó.

-Esa negativa os ennoblece, D. Rodrigo. No insistiré, pues, en la primera parte de mi demanda. Ahora hasta no me atrevo á comunicaros la segunda.

-Hablad, sin temor; un mensajero como vos tiene derecho para salir airoso de su empeño.

-Es dificil que pueda alcanzarlo.

-Entonces quiere decir que vos en mi lugar no aceptariais lo que venis á proponerme.

El rey de armas bajó la cabeza tristemente, y no se atrevió á responder.

-Os doy gracias, añadió D. Rodrigo, por el alto juicio que habeis formado de mí. No vacileis, pues, que ya os escucho.

-El Rey D. Pedro quiere á toda costa penetrar en el castillo. Aceptará vuestras condiciones.

-Ninguna puedo proponerle. Si es vencedor, antes de llegar al umbral de este aposento habrá tropezado con mi cadáver.

-¿Los honores y las riquezas no os harán retroceder?

-Esa proposicion me ofende y me humilla. Os ruego que la retireis, porque me exalta.

-La causa de don Enrique de Trastamara ha recibido en Aragon un rudo ataque. Si don Pedro es afortunado en la nueva guerra que emprende, no quedará en Castilla un solo partidario del bastardo.

-Os ruego que no pronuncieis una sola palabra que tienda á hacerme olvidar la fé jurada á D. Enrique.

-Entonces ha terminado mi mision.

-Siento que partais descontento de mi lado, y por eso no me atrevo á solicitar de vos una gracia.

-Decid.

-Si el rey no desiste, que es imposible, empleará uno, dos, tal vez cuatro meses en apoderarse de esta fortaleza, y como nada hay que resista á un asedio tan obstinado, quizá logre su objeto. Para entonces os haré hoy una súplica.

-Hablad, señor.

-Tengo una esposa y una hija, prosiguió D. Rodrigo con emocion, que hasta ahora han sido la delicia de mi vida... el consuelo de mi vejez... No lo olvideis el dia de la victoria.

-Señor, dijo el rey de armas con firmeza; el rey, mi señor, jamás ha vengado en el débil los agravios del poderoso. Vuestra esposa y vuestra hija no sufrirán el menor castigo.

-Sí, pero en el ardor de la pelea, el soldado pierde la razon y camina ofuscado por un velo de sangre.

-El soldado del rey D. Pedro no olvida jamás las leyes de la humanidad, porque conoce hasta dónde alcanza la justicia inexorable de su señor.

-Gracias, por esta esperanza, dijo el señor de Cabezon apretándole una mano.

El rey de armas se despidió, y escoltado por cuatro ballesteros volvió al real de D. Pedro inquieto y pesaroso por el mal éxito de su embajada.

-¿Qué ha contestado? preguntó éste vivamente.

-Señor, ó teneis que levantar el campo ó confiar en vuestro grande esfuerzo para apoderaros de ese castillo inexpugnable.

-Bien; que prosiga el asedio, dijo con voz atronadora, y que se intente un nuevo asalto con las máquinas que deben llegar hoy de Valladolid.

Los caballeros que formaban la córte de D. Pedro, al ver la fiera expresion de su rostro, se retiraron silenciosos, juzgando que en Cabezon tendria lugar muy en breve uno de esos actos de justicia que tan funesta celebridad dieron al reinado de aquel monarca.

- XXI -

Despues de seis dias del asedio mas rigoroso, el rey intentó por tercera vez el asalto del castillo de Cabezon, siendo tambien rechazado con pérdidas considerables. Exasperado con esta nueva derrota, resolvió no levantar el campo, hasta que hubiese vengado tantos desafueros. Los caballeros que le rodeaban, contrariados en sus deseos de abandonar luego aquellos campos, ofrecieron agotar el último de sus recursos para desmantelar aquella fortaleza que con su arrogancia desafiaba la cólera de rey.

D. Rodrigo cada vez mas satisfecho de la brillante resistencia que hacian sus soldados, los colmaba de presentes alentando sus esfuerzos y prometiéndles grandes dones para cuando D. Pedro se viese obligado á levantar el sitio. En el castillo aun habia provisiones para dos meses, y el señor de Cabezon no podia esperar que el rey tuviese paciencia para permanecer tanto tiempo en aquel lugar. Abrigaba, pues, la esperanza de salvarse de aquel peligro inminente.

Sancho, merced á la posicion que habia conquistado al lado de su señor, y á la influencia que ejercia sobre los defensores del castillo, creyó que habia llegado el momento de poner su plan en ejecucion. Con este objeto, aprovechando el momento en que D. Rodrigo rendido por la fatiga se entregó al descanso, reunió á los soldados en uno de los aposentos mas apartados del castillo, y les dijo:

-Ya sabeis que estamos amenazados por el rey de Castilla, y que si somos vencidos, no se contentará con ahorcarnos. La resistencia que aquí hacemos le ha exasperado de tal modo que nos hará derretir en una caldera de aceite hirviendo á semejanza del que regalamos á sus gentes cuando intentan algun asalto. D. Rodrigo agradece como es justo nuestra firmeza; pero no se muestra pródigo en la recompensa. Me parece que el que tantos bienes recibe de nosotros, no debe reparar en otorgarnos la merced que ahora solicitemos. ¿Quereis concederme vuestra autorizacion para demandar á don Rodrigo una gracia que ha de satisfaceros á todos?

-Sí, sí.

-Debo advertiros que es gracia de malandrin, y que no puede ser del agrado de los buenos vasallos, de los escrupulosos...

Era tan irónico el acento de Sancho, que algunos al oirle soltaron la carcajada.

-¿Acaso somos novicios? dijeron. Me parece que nos conoces, Sancho. Nuestro oficio es como el tuyo. Enemigos de la paz, vamos en pós de la guerra, para ejercer con mas ventaja nuestra industria, y no ignoras, que cuando tratamos de esplotarla, no reparamos en los medios.

-Muy bien contestado. Sois unos verdaderos malandrines, y la boca se os haria almibar si conociérais la demanda que en vuestro nombre voy á dirigir á don Rodrigo.

-Véamos en que consiste.

-No; ya la sabreis ahora cuando la entable. Seguidme y no olvideis que de vuestra actitud y de vuestra firmeza depende el éxito. Es preciso que don Rodrigo se persuada de que le abandonaremos dejándole á merced del rey, si no nos concede lo que vamos á pedirle.

Don Rodrigo, despues de un ligero descanso, se hallaba en su aposento con su esposa y su hija. Las dos damas que habian pasado muchos dias de terror y de zozobra, empezaban á tranquilizarse al ver que D. Pedro ya solo se limitaba á estrechar el cerco, anunciando su próxima retirada. El señor de Cabezon, risueño por la vez primera desde la llegada del rey, jugueteaba con las largas trenzas de los cabellos de su hija, imprimiendo de vez en cuando un beso en su hermosa frente. Doña Beatriz alegre y conmovida al ver la tranquilidad de su esposo, contemplaba á los dos con una expresion de júbilo que comunicaba un nuevo encanto á su semblante.

En este momento, y cuando se hallaban mas engolfados en su silencioso y cariñoso coloquio, entró Sancho en el aposento, sin anunciarse y poco despues los soldados que formaban la guarnicion del castillo.

Don Rodrigo, al descubrirlos, se levantó vivamente.

-¿Qué quereis? preguntó admirado.

-Tenemos que hablaros á solas.

-¿Para qué? preguntó con asombro el castellano.

-Permitid, dijo Sancho, que guardemos silencio mientras no os halleis solo.

-Nos retiraremos, dijeron las dos damas.

Don Rodrigo con el semblante contraido por la cólera, les hizo una seña afirmativa.

Los ojos saltones de Sancho y de los que le acompañaron, siguieron con la vista á las dos damas, hasta que desaparecieron detrás de la puerta.

-Ya estamos solos, dijo D. Rodrigo. Podeis hablar.

Sancho se adelantó con ademan resuelto.

-Señor, dijo mirándole con una audacia que hizo extremecer en su asiento al orgulloso castellano; los defensores del castillo acuden á vos con una demanda justa, que vos no os atrevereis á negarles.

-¿Qué solicitan? preguntó D. Rodrigo fruciendo el ceño y dirigiendo su vista al grupo que formaban los soldados.

-Se quejan de los rigores y de las privaciones del asedio, sobre todo, de la falta de sus mujeres, y esperan que vos las hareis venir.

-¡Imposible! ¿No sabeis que estamos cercados por todas partes? Vuestra demanda es justa; pero conoceis la imposibilidad de que yo pueda satisfacerla.

-Si la considerais justa, dijo Sancho con osadia, oireis con indulgencia la segunda parte de ella, ya que la primera os parece irrealizable.

-¡Hablad! dijo D. Rodrigo ya impaciente.

-Puesto que vos hallais natural el deseo de estos fieles vasallos, en traer sus mujeres á su lado, y que al punto las hariais venir si fuese posible, no estrañareis ahora que á falta de mujeres propias, soliciten las ajenas. ¿Comprendeis, señor?

La audacia del ballestero habia llegado hasta la insolencia. Don Rodrigo en medio del estupor que le causó la pretension, apenas la advirtió. Por un instante permaneció silencioso, como anonadado bajo el peso de una idea desgarrante que vino á herir su memoria, y luego, pasando una mano por la frente como si tratase de desterrarla, dijo con trémulo acento.

-No te comprendo. Es preciso que te espliques con mas claridad, porque tu demanda es incomprensible... inexplicable...

-Señor; vos habeis reconocido la necesidad de que estos leales servidores posean sus mujeres para reparar sus fuerzas y emplearlas en vuestra defensa; y como no podeis proporcionárselas, tienen que apelar á las que se encuentran en este recinto.

-¡Miserable! exclamó D. Rodrigo echando fuego por los ojos. ¿Qué mujeres encierra el castillo? Responde, villano, responde...

La exaltacion del anciano, imposible de escribir, hizo extremecer á algunos de los espectadores. Sancho preparado para conjurar la tempestad que le amenazaba se mantuvo impasible, confiando en la crítica situacion en que habia colocado al castellano.

-En el castillo, dijo con una sangre fria admirable, solo existen vuestra esposa y vuestra hija.

-¡Y bien! repuso el anciano con el semblante contraido y fijando en el rostro del ballestero una mirada aterradora.

-Ya me he esplicado como deseabais, señor; añadió el escudero con la misma sangre fria.

-No; ahora es cuando menos te comprendo...

Y por su venerable semblante que la edad habia sembrado de nobles arrugas, empezaron á correr algunas gotas de sudor.

-Pues no será porque haya dejado de ser explícito. Os he dicho que vuestros soldados, no pudiendo contar con sus esposas, tienen que apelar á las mujeres del castillo, y como éste solo guarda hoy á vuestra esposa y á vuestra hija, claro es que lo que desean es... que se las entregueis.

Un extremecimiento terrible conmovió el cuerpo del anciano al oir estas palabras. De su pecho salió un sordo ronquido, y la palidez lívida de su semblante, denotó en aquel instante la horrorosa agitacion que acababa de apoderarse de su ánimo.

-¡Ira de Dios! exclamó de repente dando un golpe terrible al sillon y haciéndolo rodar por la estancia. ¿Es posible que despues de las palabras que acabas de pronunciar, no te hayas arrojado por la ventana al foso para huir del horrible castigo que te amenaza? ¿Crees, sin duda, que D. Rodrigo de Cabezon pueda olvidar tamaño ultraje?

Sancho, cruzando los brazos sobre el pecho, y sin hacer el mas ligero ademan de temor ó de recelo, contestó friamente.

-Creo que accedereis á nuestra demanda.

-¡Que el infierno te reciba en su seno! exclamó el castellano fuera de sí desnudando el puñal que llevaba al pecho, y dirigiéndose al ballestero. Este retrocedió un paso, y desnudando su espada le dijo sin que en su acento se advirtiese la menor emocion.

-Atrás, señor de Cabezon. No provoqueis la saña de los que son dueños de deshonraros abandonando el castillo y dejándoos á merced del rey D. Pedro.

Don Rodrigo despidió un gemido terrible. Su mano soltó el puñal, y su cuerpo, víctima de una horrorosa agitacion, empezó á vacilar... Con mano trémula se apoyó en un sillon. Aquellas palabras desarmaron su brazo. Eran la cadena que debia aprisionar su voluntad de hierro. Estaba vencido. Sancho el ballestero habia preparado la realizacion de su proyecto con un acierto que abonaba su discrecion y su destreza.

Los soldados maravillados con la deslumbradora perspectiva que les ofrecia la demanda del escudero, se encontraban dispuestos á secundarle con todas sus fuerzas. El galardon que solicitaba, al principio les dejaba absortos. A pesar de que la mayor parte caminaban desde la infancia por la senda del crímen, no podian concebir un desman tan extraordinario como el que intentaba Sancho; pero algunos momentos despues, pasada la primera impresion, consideraron que era justa la pretension de aquel, y que merecian semejante recompensa los que con tanto heroismo defendian el castillo de Cabezon.

-Señor, dijo el ballestero despues de una larga pausa; estamos perdiendo un tiempo precioso, y el enemigo puede aprovecharse de esta tregua. Abreviemos, pues, esta entrevista. ¿Qué respondeis á nuestra demanda?

El noble anciano, como si despertase de un profundo letargo, recogió el puñal que habia soltado su mano, y arrojándole á los pies del ballestero, le dijo.

-Matadme; pero no pronuncieis otra palabra...

-Don Rodrigo, no se trata de vuestra muerte, sino...

-Os lo ruego, dijo el castellano en ademan suplicante.

-Señor; cuando un vasallo dirige á su señor una demanda como la que os he comunicado, no puede retroceder bajo ningun concepto. Los ruegos ahora son inútiles.

-¡Sancho! ¿Es imposible que tu maldad haya llegado hasta ese extremo? Algun mal ensueño perturba ahora tu mente. ¡Sancho! Tu no puedes pensar sin horrorizarte en deshonrar la blanca cabellera de este mísero anciano que ha sido para tí mas bien que señor, un padre bondadoso...

Era tan tierno y tan triste á la vez el acento del castellano al pronunciar estas palabras, que dos de los soldados que asistian á esta escena, se conmovieron, mostrando en su semblante cierta prevencion favorable al ruego de aquel padre desventurado.

-Si habeis sido mi bienhechor, contestó Sancho siempre impasible, os he pagado bien como siervo.

-¿Y olvidarás lo que debes á tus señoras?

-No hableis á mi corazon, porque se ha cerrado á todo sentimiento de honor. Es un abismo que mi razon no puede ya profundizar.

-Entonces apelaré á vosotros, leales vasallos, dijo el anciano cada vez mas conmovido, á vosotros, que no me debeis agradecimiento, que teneis esposas é hijas, y que por lo mismo debeis comprender la traicion abominable que intenta este malvado ¿Quereis ayudarle? ¿Pensais abusar tambien de la horrible situacion en que me encuentro? ¿Osareis renegar de vuestro Dios, de vuestra madre y de los sentimientos de humanidad que os concedió al alimentaros con su pecho, hasta el extremo de cometer un crímen tan inaudito como el que se intenta en vuestro nombre? ¡Oh! Responded; si la maldad no ha cegado ya vuestra razon y apagado la voz de vuestra conciencia.

Dos de los mas osados se adelantaron impávidos hasta colocarse al lado del ballestero.

-Despues de lo que Sancho os ha comunicado en nuestro nombre, nada mas tenemos que manifestar.

-Y vosotros, ¿qué respondeis? preguntó D. Rodrigo, pálido como un difunto, dirigiéndose á los demás.

-Nosotros nos encontramos en el mismo caso, contestaron otros cinco adelantándose hasta reunirse con sus compañeros.

En el fondo de la estancia solo quedaron dos soldados inmóviles, y con la vista fija sin objeto en el pavimento.

-¿No os adelantais tambien para ratificar la demanda de vuestros camaradas? les dijo D. Rodrigo.

-No señor.

-¿Aprobais su demanda?

-La rechazamos

-¡Oh! ¡Vosotros sois esposos y padres!

-No señor; pero adoramos á un Dios omnipotente.

-Sí, y á él tendriais que dar cuenta algun dia del crímen que ibais á cometer.

Don Rodrigo, despues de enjugarse el sudor que corria por su frente, y de abrir una ventana para calmar algun tanto su agitacion con el frio ambiente de la noche, volvió á dirigirse á los dos soldados que acababan de mostrar su fidelidad.

-Puesto que condenais esta traicion, decidme, ¿estais dispuestos á morir para combatirla?

-Sí señor, dijeron con voz resuelta.

-Morirán á vuestros pies antes de que den un solo paso, dijo Sancho arrojándose sobre ellos y sujetando á uno, mientras que sus compañeros aprisionaban al otro y desarmaban á los dos.

-Deteneos, dijo D. Rodrigo con una calma que hacia un singular contraste con la terrible agitacion de su cuerpo. No ofendáis á esos hombres, su adhesion es muy noble, pero sus esfuerzos y los mios serian inútiles. Estamos en vuestro poder y la resistencia seria temeraria. Tranquilizaos, pues: D. Rodrigo de Cabezon quiere morir con mas honra.

-Señor, dijeron los dos soldados; ya que no podemos auxiliaros, permitid que salgamos del castillo para no presenciar la traicion que lo amenaza.

-Sí, sí, que se alejen, repiten los demás.

-Teneis razon, añadió Sancho; aquí estorbais; partid al punto. Fortun, levanta el puente y que no se detengan un solo instante.

El soldado á quien acababa de llamar Fortun, se apresuró á cumplir la órden de su nuevo gefe.

-Adios, señor, dijeron los dos hombres de armas conmovidos. ¡Que el cielo os salve de tamaño atentado!

Don Rodrigo les despidió con un ademan afectuoso y volvió la cabeza para ocultar una lágrima rebelde que acababa de desprenderse de sus ojos.

Los dos soldados, siguiendo á Fortun, no tardaron en abandonar el aposento.

-Ahora bien, señor, dijo Sancho dirigiéndose de nuevo al anciano; puesto que conoceis ya nuestro poder y vuestra debilidad, ¿os negareis aun á satisfacer nuestra demanda? ¿Será preciso que os dejemos aquí atado como á un malhechor mientras acompañamos á las damas? Ya veis que por la fuerza podemos obtener lo que solicitamos como una merced. Si mostrais resistencia, despues de conseguido nuestro propósito, abandonaremos el castillo dejándoos solo frente á frente con la hueste de D. Pedro, mientras que si obrais con prudencia, dentro de algunas horas volveremos á la lid con mayor brio, y alentados con el recuerdo de la nueva recompensa que nos habreis otorgado.

-La herida que acabais de abrir en mi pecho, dijo D. Rodrigo, es incurable y me encamina al sepulcro, porque un noble castellano no puede vivir deshonrado. Habeis sido tan implacables como si hubierais recibido de mí los agravios mas horrendos. No me quejaré, empero, si me dejais morir con honra. Dejadme salir ahora con vosotros. Atacaremos el real de D. Pedro para que me maten sus gentes, y luego volved al castillo. Nadie se interpondrá entonces en vuestro camino... Obrareis como dueños absolutos... hacedlo así y... no deshonrareis estas canas... si no cuando estén en el sepulcro...

-Don Rodrigo, os he dicho ya que no se trata de vuestra muerte ni de vuestra deshonra. Lo que pase aquí quedará sepultado para siempre en el olvido. Dejaos, pues, de réplicas enojosas, y decidnos simplemente si aceptais ó si resistis.

El delirio de la fiebre empezaba á apoderarse del noble castellano. Sus manos temblorosas oprimieron su frente por un movimiento convulsivo, y sus ojos secos por el fuego que le devoraba, despedian un siniestro resplandor.

Una larga pausa siguió á las palabras del ballestero Sancho. Sus compañeros, inmóviles á su lado, contemplaban el estado deplorable de su señor con una indiferencia aterradora.

La cabeza de D. Rodrigo era un volcan. Los pensamientos mas encontrados herian su imaginacion, abatiendo con nuevo rigor su espíritu, ya tan doblegado con la espantosa perspectiva que tenia á la vista. Dispuesto, no obstante, á luchar hasta el último momento, para arrancar de los brazos de aquellos criminales los dos objetos que hasta entonces habian halagado su existencia, resolvió deponer todo su orgullo y su arrogancia, para emplear los recursos desesperados del que ha perdido y duda ya de su salvacion.

-Veo que sois inexorables y que no retrocedereis en vuestro camino. Sin embargo, antes de contestaros, os dirigiré una pregunta. ¿Qué pensamiento os domina al hacerme esa demanda? ¿Es el deseo de vengar alguna ofensa de que os quejeis, ó una pasion liviana?

-Ya sabeis nuestra respuesta. Nos faltan mujeres y pedimos las del castillo.

-Y si os ofreciese mas riquezas de las que necesitais para vivir considerados y honrados con vuestras esposas y vuestros hijos, ¿desistiriais de vuestro empeño?

-No, dijo Sancho con eco de voz que desvaneció esta débil esperanza.

-¿Vosotros contestais de la misma suerte? añadió D. Rodrigo dirigiéndose á los soldados.

-Nosotros aceptaremos lo que Sancho resuelva.

Los ojos del ballestero despidieron una mirada orgullosa, que hizo extremecer al caballero.

-¿De modo que tú eres el autor de esta traicion? le dijo.

-Sí señor; debo confesarlo.

-¿Y qué móvil te guia para olvidar tan presto los bienes que has recibido de los señores de Cabezon?

-Ninguno, si se esceptuan, el ciego amor que me inspiran vuestra esposa y vuestra hija.

-¡Miserable! ¿Has olvidado la indulgencia con que he castigado tus pasiones livianas? ¿Es esta la recompensa que me concedes?

-Señor, no podemos detenernos ya un solo instante. O al punto os resolveis, ó de lo contrario, quedareis encerrado en este aposento hasta que dispongamos de vuestra persona.

El anciano, dominado por el delirio cojió de nuevo el puñal y se arrojó frenético, primero sobre Sancho y luego por los que vinieron en su auxilio. Pero antes de que tuviese tiempo para herir, se hallaba aprisionado con las manos atadas á la espalda.

El infeliz, al verse en este estado, cayó en el pavimento despidiendo mil gemidos de dolor.

- XXII -

-Aquí hemos terminado, dijo Sancho á sus compañeros; pero ninguno hizo el mas ligero movimiento. La vista de don Rodrigo les dejaba absortos.

-¿Quereis hacerle compañia? preguntó Sanzho con irónico acento.

Ninguno respondió. Parecia que una mano invisible les habia encadenado al pavimento.

El anciano se incorporó, y levantándose penosamente, volvió á sentarse en el sillon cubriéndose el rostro con las manos.

-Marchemos, dijo el ballestero Sancho dirigiéndose á la puerta.

D. Rodrigo, como si acabase de pisar algun reptil venenoso, se levantó con presteza.

-¿A dónde vais? preguntó con voz apagada.

-Al aposento de las damas, contestó Sancho.

-¡Oh! ¡Deteneos! Permitidme al menos que las vea antes.

-No es posible; dijo Sancho dando un paso hácia la puerta.

-¡Dios mio! ¡Dios mio! ¡Esto es horrible! murmuró el anciano. No puedo faltar á la fé jurada á mi señor; pero el sacrificio que ahora me impone es espantoso. ¿Qué haré? ¡Oh! ¿Qué haré? Morir, sí, morir antes que ver mi afrenta. Dadme un puñal: una espada, ó lo que querais, ya que sois tan inhumanos que os negais á matarme. Os lo ruego por la memoria de vuestra madre.

-Esto es ya demasiado, dijo Sancho. Dejadle, porque si continuamos aquí, no acabaremos nunca.

Los soldados parecieron reconocer la justicia de esta observacion y dieron algunos pasos atras para retirarse. Entonces D. Rodrigo, ciego y desalentado, corrió á la puerta y la cubrió con su cuerpo.

-Para atravesar este umbral, dijo con la vista extraviada y el semblante descompuesto, habeis de pasar sobre mi cadáver.

Sancho era el mas sereno de sus compañeros, y el mas interesado en que terminase cuanto antes aquella excena. Dispuesto, pues, á cometer un doble crímen, dijo á aquellos con una sangre fria horrorosa.

-Ya que lo desea, morirá.

-No, no, exclamaron todos á una voz. Seria un asesinato horrendo.

-Señor, dijo uno de los malandrines; el diablo se ha introducido esta noche en nuestras venas... Un apetito liviano nos extravia... ¿Quereis otorgar la demanda que os hizo Sancho? Entonces dejadnos libre el paso... ¿Os negais á satisfacerla? Entonces mandad que se levante el rastrillo y saldremos al campo... Ahora resolved. ¿No es esto, camaradas, lo que deseais? añadió el soldado dirigiéndose á los demas.

Todos manifestaron su conformidad con una expresion que hizo temblar á Sancho. El miserable dudó un momento de la realizacion de su proyecto, con el giro que los soldados habian dado á la demanda.

D. Rodrigo guardó silencio por algunos instantes.

-¿Me concedeis una tregua para reflexionar? preguntó.

-No, es muy tarde, dijo Sancho.

-¿Qué tiempo necesitais? preguntó el soldado que acababa de hablarle.

-Muy poco, si contestais á dos preguntas que os dirigiré.

-Hablad lo que gusteis, señor.

-Si os niego lo que pedis y abandonais el castillo ¿Volvereis á defenderlo?

-No; porque ya no nos admitiriais, y porque quizá las aventuras que correriamos esta noche nos distraerian mas tiempo del necesario para que el rey D. Pedro se apoderase de la fortaleza.

-Y si yo accediese... ¿Me abandonariais despues?

-No señor; os salvariamos del asedio ó sucumbiriamos á vuestra vista envueltos entre los escombros del castillo.

-Ya sabeis que antes que rendirme, le pondré fuego y moriré entre sus ruinas.

-Seguiremos vuestro ejemplo.

El anciano aun pretendió dirigir otra pregunta; pero las palabras que iba á pronunciar abrasaban sus lábios y ponian un nudo en su garganta.

-¡Oh! dijo con acento desgarrador, á pesar de vuestra deslealtad, me habeis juzgado con acierto. Sabeis que por no entregar el castillo á los enemigos de mi señor, haré el sacrificio mas costoso... Vuestra sagacidad no os ha engañado esta vez. D. Rodrigo sucumbirá, pero con honra...

Y su vista extraviada se fijaba ya en un soldado y ya en otro esperando hallar un semblante compasivo. ¡Vana esperanza! Embriagados con el seductor espectáculo que se ofrecia á su vista no daban la mas ligera muestra de arrepentimiento.

-¡Y bien! dijo Sancho ¿Os negais á responder?

-Sí, podeis partir, respondió con voz sombria.

-¿De modo que aceptais? dijeron los soldados.

El anciano solo respondió con un movimiento convulsivo; pero al ver que se acercaban á la puerta y que pretendian forzar el paso, cayó de rodillas.

-Ya me teneis deshonrado, dijo con lágrimas de desesperacion. Estoy á vuestros pies demandándoos compasion. ¿Por qué no me matais? ¿No veis que es horrible lo que vais á hacer, y mas horrible el dejarme aquí débil y vencido, encadenado por el honor y en la imposibilidad de socorrer á mi esposa... á mi Blanca idolatrada... ¡Oh! ¿No teneis esposa? ¿No sabeis lo que es entregar de la manera que deseais á un ángel de candor como mi hija Blanca? Vosotros, si no comprendeis lo que siento ahora será porque no teneis hijas... porque no habeis amado...

El anciano, ahogado por los sollozos hizo una pausa. Los soldados sin conmoverse, respetaron por un instante el dolor de aquel padre desgraciado.

-¿Qué me importará la vida si no puedo disfrutarla á su lado? ¡Oh! ¿Vosotros sereis generosos? ¿No es cierto? ¿No cometeries ese crímen? La justicia de Dios y de los hombres os anonadaria con el peso de su rigor... Volved á vuestros puestos, os lo ruego... Yo haré venir á vuestras mujeres... El rey no me negará esta gracia...

-Hé ahí al orgullo castellano á los pies de sus vasallo! dijo Sancho de repente con una voz de hiena que resonó en los aposentos mas apartados del castillo.

D. Rodrigo, como si acabase, de pisar una vívora, se levantó de repente; y mirando al ballestero de arriba á bajo con una mirada de orgulloso desdén, le dijo:

-Me avergüenzo de haberte considerado como á mi semejante, porque solo una fiera salvaje puede abrigar un corazon como el tuyo.

Y luego, dirigiéndose á los soldados, prosiguió.

-Mis ruegos los habeis desechado. ¿No es cierto?

Los soldados hicieron un movimiento afirmativo con la cabeza.

-Partid al punto, les dijo en una actitud régia, mostrándoles la puerta. D. Rodrigo de Cabezon, sacrifica á su esposa y á su hija; pero no faltará á la fé jurada á su señor. Aunque vuestra alma pertenece al infierno, supongo que no olvidaréis la condicion que habeis impuesto á este pacto horrible. No abandonaréis la fortaleza.

-Lo juramos de nuevo.

-Id, y plegue al cielo, que antes de pisar los umbrales de la estancia de esas dos mártires, haya yo dejado de existir.

Sancho fué el primero en abrir la puerta, y sus compañeros se volvieron para seguirle. Antes, sin embargo, de que diese un solo paso, apareció en el umbral doña Beatriz, pálida, con el cabello en desórden, la mirada fija y saliente, y en un estado de amargura dificil de explicar.

-Todo lo he escuchado, dijo con un acento pavoroso que por un momento aterró á los soldados.

Luego, adelantándose con paso vacilante hácia su esposo, le tendió la mano. El anciano la besó con emocion.

-Rodrigo; has estado sobrado débil... ¡Oh! mucho me amas!!!

Dos lágrimas abrasadoras corrieron por el pálido semblante de la noble matrona imprimiendo en él un sello de tristeza que en aquel momento hubiera conmovido al ser mas insensible.

-Sancho, prosiguió dirigiéndose al ballestero, alguna furia del averno te ha inspirado esta noche. Quiero forjarme la ilusion de que todo ha sido un sueño de mi acalorada fantasia... Sí; porque la naturaleza se extremece y se subleva á la idea de un crímen tan inaudito como el que intentas fraguar. Es imposible que la perversidad de tu alma haya llegado hasta el extremo de olvidar que hubieras sucumbido por los horrores del hambre en algun extraviado camino, á no haber tenido compasion de tí los bienhechores que ahora quieres sacrificar. ¡No; tú no eres el ballestero Sancho que he visto siempre solícito por el bien de los señores de Cabezon. Sin duda soy juguete de alguna ilusion. Responde. ¿Eres el mismo? porque no quiero dar crédito ahora á mis ojos.

-El mismo soy, dijo el ballestero bajando los suyos fascinado por la mirada de la castellana.

-Luego me han engañado mis oidos, añadió esta. Tú no eras el que pedia nuestra deshonra. ¿No es cierto?

-Señora, en este momento no debais ocuparos de hacer preguntas, sino de cumplir la voluntad de vuestro dueño. Ya sabeis lo que ha resuelto D Rodrigo.

La dama dirigiéndole una mirada de soberano desprecio, le dijo.

-Ahora te reconozco. Sí; recuerdo que eres el miserable que ha turbado el reposo de las familias de mis vasallos... Tienes razon; quién ha sido tan débil al oir las quejas de los padres y de los esposos, justo es que ahora sufra la ley de la expiacion. Tambien tu la conocerás y muy en breve.

Luego, dirigiéndose á los escuderos, añadió.

-Vosotros, nobles defensores de la honra del señor de Cabezon, ¿quereis en premio de vuestra ayuda, nuestro único bien, el único lazo que nos une á la vida? Responded. ¿Habeis concebido tan espantoso delito, ó os han mandado cometerlo?

-Señora; Sancho nos ha impulsado; pero ahora obramos por cuenta propia.

-¿Y habeis desistido?

-Para eso, dijeron algunos, fijando en su bello rostro una mirada de fuego era preciso que no os hubiéramos visto.

La noble dama se extremeció lijeramente, y su mano, trémula por la emocion, limpió el copioso sudor que corria por su frente.

-Rodrigo, dijo apoderándose de sus manos y besándolas con exaltacion. Soy tu esposa y debo mostrarme digna de tí. Mi corazon late con noble orgullo al recordar tu grandeza. El sacrificio es horrendo, pero está mas alto tu honor que es el mio y el de mis hijos. No sufrirá menoscabo ante esta prueba horrible. No se dirá, no, que los señores de Cabezon han faltado á la lealtad castellana. Tu mision con estos hombres ha terminado. Ahora va á empezar la mia. Aléjate de aquí. Dentro de una bora podrás reunirte conmigo, si como espero, no me abandona el valor en este momento supremo...

-No; no me separaré de tí.

-¡Ve á cuidar de la honra de tu hija! Yo defenderé aquí la mia!!

La exaltacion de doña Beatriz al pronuncir estas palabras era indefinible. Algunos de los escuderos retrocedieron admirados de la terrible trasformacion, que habia sufrido su aspecto. Solo Sancho el ballestero, pareció no advertir la desesperacion infinita de aquella desventurada. Su esposo, olvidando el peligro que tenia á la vista la contempló con una expresion orgullosa, sintiendo circular por sus venas la sangre de sus años juveniles.

-Beatriz, voy á socorrer á nustra hija, dijo apoderándose de sus manos y extrechándolas contra su pecho.

Sola la dama, dirigió á los escuderos esa mirada fascinadora que tanto les habia sobrecogido al entrar en el aposento. Como una leona que ve al enemigo que va á privarla de sus hijos, retrocedió un paso mirando frente á frente á los mas osados.

-Ya me teneis en vuestra poder, dijo sacando de su seno un agudo puñal. Podeis acercaros. El primero que intente dominar la distancia que nos separa, caerá muerto á mis pies... ¿vacilais? prosiguió al ver que los escuderos se miraban en silencio.

Sancho no habia perdido su serenidad y solo daba muestras de una agitacion febril á medida que se aumentaban los obstáculos para la realizacion de sus deseos.

-Camaradas, dijo, á sus compañeros. Os dejo con la bella castellana mientras yo voy á disponer á su hija para que os reciba con mas agrado.

Los escuderos dieron muestra de una indecision momentánea que Sancho comprendió al punto.

-Si necesitáis de mi ayuda, dijo con irónico acento, para someter á esta heroina, me quedaré á vuestro lado.

-Véte, dijeron los escuderos. Acaso para vencer á una dama tan hermosa, necesitamos de otros auxilios que nuestros brazos amorosos?

Sancho se sonrió y despues de dirigir á la dama una mirada desdeñosa, salió con presteza cerrando la puerta del aposento.

-Exgrimid vuestro puñal, dijo uno de los escuderos adelantándose y no deis el golpe en vago.

Y en un rápido movimiento cogió á la dama por la espalda, sujetando el brazo que empuñaba todavia el acero.

-Ya estáis desarmada, y por consiguiente, ya sois nuestra...

Dos escuderos ayudaron al que acababa de dar este golpe á colocar la dama en el sillon, mientras que aquel la sujetaba por la espalda.

Camaradas, dijo á los demas; podeis seguir á Sancho y ayudarlo en su empresa, aquí no os necesitamos, porque somos muchos. Si preferis la madre, os la dejaremos y marcharemos al encuentro de la hija si es que Sancho la hizo ya saltar...

Los escuderos se resignaron y partieron al momento. Solo cuatro quedaron en el aposento de la dama.

Despues de su salida tuvo lugar una escena horrible que no podemos describir...

Sancho, al llegar á la puerta del aposento de doña Blanca, la encontró cerrada. D. Rodrigo la habia asegurado por dentro. El ballestero no retrocedió. Exaltado por el fatal pensamiento que le dominaba empezó á descargar fuertes golpes.

-¡Abrid! ¡Abrid!!

¡Empeño inútíl! El anciano teniendo estrechamente abrazada á su hija ni siquiera se atrevia á respirár.

-¡Abrid, ó hago pedazos la puerta! repitió el ballestero.

Pero el silencio, sucedió á está pregunta.

De repente un sordo rumor se percibió á lo lejos, anunciando alguna cosa extraordinaria. Sancho atravesó el corredor como una exalacion. Subió la escalera de la torre y se asomó. En medio de la oscuridad percibió un grupo de hombres que se acercaba haciendo temblar el suelo con el peso de sus armas. Ciego y desalentado, se dirigió al puesto á tocar la vocina, anunciando la llegada del enemigo, y luego sin detenerse volvió, al aposento de doña Blanca. El señor de Cabezon al sentir aquel aviso de alarma salió apresuradamente con sus armas.

-¡Ellos son! dijo el ballestero corriendo, á su lado, rendido de cansancio.

-¡Me engañas, villano!

-Os juro que el rey nos dá el asalto.

-¡Oh! ¡El infierno se ha conjurado contra mí!

-¿Dudáis?, esclamó el escudero. ¡Pues bien! Escuchad...

En efecto; el ruido de las armas alternaban ya con los golpes de las ballestas al herir las ventanas y los muros del castillo.

-Corramos al punto, dijo D. Rodrigo.

-Sí; pero es preciso que dos hombres nos acompañen, y ahora lo considero muy dificil.

-¡Oh! ¡Por el cielo, exclamó el anciano; sálvame y te hago dueño de mi vida!

-¿Y de vuestra esposa?

-Sí.

-¿Y de vuestra hija?

-Sí, y hasta de mi alma, si es preciso, para no faltar á la fé jurada á mi señor!!!

Un relámpago brilló en los ojos del ballestero al oir estas palabras.

-¡Venid! ¡Venid! Os salvaré.

Y acercándose á la puerta del aposento en que habia quedado la dama con los cuatro escuderos, gritó.

-¡El rey se apodera del castillo!!!

Los otros cuatro escuderos habian sido los primeros en advertir la llegada de las gentes de D. Pedro y en dar el aviso á sus compañeros. Antes que nada, era su vida, y para salvarla, abandonaron su presa...

Sancho al ver que todos estaban en sus puestos, y que el asalto era rechazado, voló al aposento de doña Blanca y la halló de hinojos anegada en llanto y pidiendo al cielo el término de aquella cruel agonia...

-¡Sancho! Exclamó al verle. ¿Se ha salvado mi padre?

-Sí señora.

-¿Se alejan los soldados del rey?

-Acaban de reconocer su error. Juzgaron que estábamos rendidos por la fatiga, cuando de pronto nos vieron en las almenas.

-¡Dios mio!!! Os doy gracias!!!

Sancho al verla en aquella actitud suplicante, acabó de perder la razon. Con un esfuerzo violento cerró la puerta, y arrojándose sobre la virgen de Cabezon, exclamó con un acento que nada tenia ya de humano.

-¡Oh! Al fin he llegado á realizar el sueño de mi vida!!!

Entonces tuvo lugar otra excena tan horrible como la de que acababa de ser víctima la infortunada señora de Cabezon...

- XXIII -

Los dos escuderos que habian abandonado el castillo por no hacerse cómplices del delito que fraguaban los demás, no tardaron en ser sorprendidos por los centinelas avanzados del rey D. Pedro. Como en aquel momento, esta prision era el complemento de todos sus deseos, solicitaron que al punto los llevasen á la presencia del rey porque tenian que revelarle un acontecimiento de la mayor importancia. Los soldados, juzgando que este era un pretexto para solicitar el perdon de su soberano, no les prestaron la menor atencion; y á pesar de sus ruegos y de sus súplicas fueron conducidos á una de las cabañas en que estaba acampado el cuerpo que mandaba Men Rodriquez de Sanabria. Este recorria los puestos cuando llegaron los prisioneros. Al regresar una hora despues á su tienda, le participaron que aquellos esperaban sus órdenes. Men Rodriguez, enterado de las circunstancias de su captura, creyó que merecia algun exámen el deseo que manifestaban de ver al rey. Deseoso, pues, de averiguar lo que hubiese en aquel incidente, dispuso que los prisioneros viniesen á su tienda. Estos, á medida que trascurria el tiempo, se impacientaban porque su deseo de ver al rey no tenia otro objeto que referir lo que pasaba en el castillo, y solicitar que diese el asalto para evitarque se cometiese el crímen que los habia alejado del castillo.

Men Rodriguez conocido en la historia por el caballero leal, no podia oir indiferente la relacion de los prisioneros. Al saber lo que ocurria en el castillo, corrió á la tienda del rey y le halló entregado á un sueño profundo. D. Pedro apreciaba en alto grado las prendas de aquel caballero, y aun en su córte era citado por uno de sus privados: pero á pesar de esto, Men Rodriguez no se atrevió á despertarlo temiendo incurrir en su enojo. Prefirió, pues, correr un riesgo mas grave, haciendo mover el cuerpo que tenia á sus órdenes, y emprendiendo con él alguna operacion que alarmase á los escuderos del castillo, les obligara á renunciar por el momento á su proyecto. Con este objeto dispuso que sus gentes empezasen á moverse, no haciendo sonar sus armas, para sorprender á la guarnicion del castillo. A pesar de esta precaucion, Sancho que en medio de su extravio, estaba atento á todo, pudo frustrar esta tentativa, de fatales consecuencias para D. Rodrigo y los suyos.

A la mañana siguiente, Men Rodriguez de Sanabria se presentó en la tienda del rey cuando acababa de levantarse.

-¿Cómo tan temprano? preguntó sorprendido.

-Señor; desde anoche estoy indignado por lo que acaba de pasar en el castillo.

-¿Qué ha ocurrido?

-La guarnicion hizo traicion al castellano.

-¿Quién te ha comunicado esa nueva?

-Dos escuderos que no quisieron apoyar la demanda de sus compañeros.

-¿Qué pedian esos traidores?

-Que D. Rodrigo de Cabezon les entregase su mujer y su hija.

-¡Miserables! ¿Y no les ha mandado colgar en la torre?

-¿No veis que se halla en su poder?

-¡Ah! Sí; tienes razon. Y bien ¿qué sucedió?

-Que D. Rodrigo se vió precisado á acceder á la demanda criminal.

-¡Rayo del cielo! exclamó D. Pedro con el rostro contraido por la cólera. ¿Se habrá cometido el crímen?

-Sí señor.

-Presto; ahora mismo corre al castillo y dile á D. Rodrigo que me envie á esos traidores porque voy á castigarlos.

-Señor...

-¿Aun no has partido? ¿Crees que no haré justicia porque D. Rodrigo de Cabezon me tiene sediento de venganza con lo que aquí me hace sufrir?

-No lo dudo; pero...

-Corre al punto. Dentro de media hora has de estar de vuelta con su respuesta.

Men Rodriguez partió al momento sin hacer la menor objecion. El estado del rey no daba treguas. La nueva de aquel crímen inaudito le hacia olvidar que D. Rodrigo de Cabezon era su enemigo, y que habia jurado demoler su castillo y colgar á sus habitantes.

A penas habia llegado Men Rodriguez á los primeros puestos avanzados, cuando sintió una voz apagada que le llamaba. Era el ermitaño que pálido como un difunto queria aprovechar la salida de Men Rodriguez para penetrar en el castillo. En el estado en que este se encontraba, dudaba de que le admitiesen, no siendo con el heraldo del rey.

Al llegar al puente, vieron á los centinelas en sus puestos que esperaban al mensagero. Una señal del real les habia anunciado su salida.

Cuando Men Rodriguez y el padre Anselmo entraron en el salon del castillo, lo hallaron desierto. Un momento despues apareció D. Rodrigo desfallecido y apoyado en un grueso palo. A penas podia caminar... En su semblante macilento estaba ya impreso el sello de la muerte. El ermitaño al verle en aquel estado despidió una exclamacion de dolor y se arrojó en sus brazos.

-¡Rodrigo! ¿qué es lo que ha pasado? preguntó temblando de emocion.

El anciano apoyado en el brazo de su hermano pudo arrastrarse hasta un sillon despidiendo algunos gemidos ahogados que conmovieron al heraldo del rey.

-Nada me preguntes, respondió extremeciéndose. El recuerdo de un crímen tan horrendo... me precipita... en el sepulcro.

-¿Y esos traidores?

-Cada uno cumple con su deber... ocupando su puesto... No han faltado.. á su promesa... defenderán el castillo... El rey no será vencedor... Empero... esta victoria... la compro... á precio... de mi vida... Lo conozco, Anselmo... yo sucumbo... Para mí... será un bien... La vida en el estado en que me encuentro... seria horrible... No la acepto... Quiero morir... y morir antes de que esos bandidos... se sacien y abandonen su presa... porque entonces.. me abandonarian...

El ermitaño derramando lágrimas amargas extrechaba contra su pecho al infortunado anciano, pretendiendo infundirle un valor que no poseia en aquel momento.

-¡Noble anciano! dijo Men Rodriguez con emocion. El rey D. Pedro de Castilla celoso de la honra de sus vasallos, quiere saber si es cierto que anoche en este castillo se ha cometido un crímen espantoso á cuyo recuerdo tiembla de indignacion.

-¡Plegue al cielo que todo hubiera sido un sueño! murmuró sollozando.

-Pues bien; el rey que olvida á su enemigo cuando tiene que defender su honra, me envia á vos para que le entregueis los traidores que tanto os ofendieron, á fin de que sufran el castigo que demanda la enormidad de su crímen.

El anciano despidió un gemido doloroso ocultando la cabeza entre sus manos.

-¿Dónde están esas desventuradas? preguntó el ermitaño á su oido.

-En su aposento... Creo que han perdido la razon...

-¡Dios mio! ¿Eso mas?

-Lo que es Beatriz... no se salva del extravio... que la domina.

-Voy á su lado.

El padre Anselmo saludó á Men Rodriguez, y corrió al aposento de las damas.

-Caballero, dijo el anciano, la demanda del rey me conmueve. Estos traidores, es cierto, cometieron un crímen horrible...; pero yo... he tenido que autorizarlo... ¿No veis que defienden el castillo... y que sin su ayuda... tendria que... rendirme y faltar... á D. Enrique?...

-¡Funesta adhesion! murmuró Men Rodriguez. ¡Un bastardo traidor á su rey y á su hermano!...

-Os ruego que... no le ofendáis... Es... mi señor!!

Don Rodrigo pronunció estas palabras con el último resto de energia que habia en su apagada existencia.

-¡Y bien! ¿Seguireis defendiéndoos con esos traidores?

-¡Oh! Y dichoso una y mil veces si... no me abandonan.... cobardemente.

-Pero señor, es preciso que sufran un castigo ejemplar. ¿O quereis perdonar su delito?

-La muerte mas horrible... dijo el anciano con una terrible expresion, no satisfaria la sed que tengo de su sangre...

-Ayudad, pues, al rey. ¿Le autorizais para que disponga el castigo?

-Sí; cuando levante el sitio ó haya sucumbido. Mi fin está muy próximo.

-Vuelvo al real á manifestar á D. Pedro la imposibilidad de que por ahora se realicen sus deseos. En el ínterin, contad con Men Rodriguez para vengaros.

-Gracias, noble caballero, y dádselas tambien al rey en mi nombre, aun cuando es culpable tambien de... lo que ha ocurrido...

-En ese caso vos debeis acusaros, porque sin la resistencia que habeis hecho, esos traidores no hubieran osado atentar contra vuestra honra como lo han hecho.

-Tal vez la razon sea vuestra y la culpa solo mia... ¡Que el cielo me perdone si mi lealtad me ha engañado esta vez!

Men Rodriguez conmovido del triste estado en que se hallaba el señor de Cabezon, salió de su castillo, dispuesto á sacrificar su reposo, si era preciso, para exterminar á los traidores desalmados que de aquella suerte habian abusado de la crítica situacion del castellano.

El rey le esperaba con impaciencia. Tambien ardia en deseos de castigar aquel atentado, y de hacer un ejemplar para que sirviese de escarmiento á los que abrigasen la esperanza de que dejaria impunes los desafueros hechos á los partidarios del conde de Trastamara.

-¿Qué ha contestado el castellano? preguntó D. Pedro á Men Rodriguez tan pronto como entró en su tienda.

-Señor, le he hallado en un estado de angustia que hubiera conmovido á una roca. Está agobiado, y el desaliento le domina hasta el extremo de que no puede dar un solo paso. Mucho agradeció el mensaje, pero no puede satisfacer nuestros deseos. Parece que todos los escuderos han tomado parte en la traicion, y si fuese á castigarlos, como vos deseais, quedaria el castillo abandonado á merced de vuestras gentes.

-De modo que por no faltar á su juramento, continúa gustoso al lado de los ladrones de su honra. Vive Dios que la lealtad de ese castellano traspasa los limites de la razon. ¡Dichoso el Señor que tiene deudos tan fieles! Ahora estoy mas interesado en salvarle de esos malandrines. Vuelve ahora al castillo y dile á D. Rodrigo que por cada traidor que le rodea, le enviaré uno de los caballeros mas valerosos y mas dignos de mi ejército. Que antes les hare jurar por su fé de caballeros, que defenderán el castillo hasta derramar la última gota de su sangre; que D. Pedro se deshonraria si continuase sitiando un castillo que está, defendido por seres tan degradados, y que si no acepta mi demanda, emplearé el último esfuerzo para apoderarme de su fortaleza.

Men Rodriguez admirado de aquella demanda singular y complacido en extremo del medio ingenioso que el rey habia hallado para castigar á los traidores del castillo, salió con presteza de la tienda para cumplir al punto su mensaje.

Don Rodrigo seguia solo, encerrado en su aposento, y agobiado bajo el peso de una desesperacion infinita. Desde la noche anlerior, apenas habia acompañado á las damas. Su aspecto abria una herida mas profunda en su pecho, y no podia contemplarlas indiferente. En aquel momento el padre Anselmo se hallaba á su lado proponiéndolas el salir del castillo y pasar á un convento, mientras no se resolvia la lucha empeñada contra los muros de Cabezon.

Don Lope Alvar de Rojas, á quien hemos abandonado desde la llegada del rey á Cabezon, el dia señalado por Sancho acudió á la choza en que debia encontrarle; pero el lugareño tenia órden de no guiarlo al castillo. Contrariado el caballero, volvió al siguiente dia, y obtuvo la misma negativa. Persuadido entonces de que el ballestero le habia olvidado, iba á amenazarle con descubrir su traicion á D. Rodrigo, cuando recibió aviso para que de allí á tres dias le esperase en la choza á las diez de la mañana. Impaciente D. Lope por realizar cuanto antes su venganza, se dirigió al lugar de la cita antes de la hora señalada. Sancho se presentó diligente, pero con ánimo de volver en seguida al castillo. Interrogado por D. Lope solo contestó que la venganza de entrambos se hallaba satisfecha desde la noche anterior. El caballero, en extremo alborotado, pidió explicaciones; pero el ballestero no podia perder un instante, y se limitó á rogarle que lo siguiese y que en el castillo sabria lo ocurrido.

Al penetrar D. Lope en el interior del edificio, Sancho le indicó el camino del aposento de D. Rodrigo, y lo dejó solo, sin darle mas explicacion que la seguridad de que se hallaba vengado á medida de su deseo.

En aquel momento, el castellano recibia por segunda vez al mensagero del rey D. Pedro. Men Rodriguez no se habia detenido un instante, ansioso por manifestar á D. Rodrigo que se hallaba arreglado el medio de castigar á los traidores que le rodeaban, sin que la fortaleza quedase á merced del sitiador.

Hallábase el anciano sumido en una dolorosa meditacion, cuando penetró en su aposento Men Rodriguez de Sanabria. Apenas habia tenido tiempo para contestar á su saludo, cuando la puerta giró sobre sus goznes, dando paso á D. Lope Alvar de Rojas. D. Rodrigo, al descubrirlo, despidió una exclamacion de asambro, y su cuerpo empezó á conmóverse víctima de una repentina agitacion.

-¿Qué quereis? preguntó con voz alterada.

Don Lope se habia turbado; al encontrarse con Men Rodriguez, uno de los caballeros mas notables de aquella época, y por consiguiente un enemigo de su venganza. Sin embargo, procuró serenarse, y con tranquilo acento respondió.

-Cuando despacheis con este caballero hablaremos, D. Rodrigo.

Este, con una creciente agitacion, fijó una mirada escrutadora en el semblante de su enemigo, y viendo que al parecer estaba tranquilo, le dijo.

-Es un mensagero del rey.

-Entonces me retiraré.

-No, no, podeis escucharle. Presiento que de su mensaje podreis hacer alguna deduccion provechosa.

Men Rodriguez se esforzaba, aunque inútilmente en explicarse la entrada de D. Lope en el castillo, cuando él solo habia podido alcanzar la merced á su carácter de mensagero.

-Dignaos, señor, le dijo el anciano, participarme el mensaje del rey.

-Don Pedro de Castilla, respondió con grave acento el leal castellano, no puede olvidar un solo instante lo angustioso de vuestra situacion, y la horrible violencia que habeis sufrido. Para salvaros de ella y vengar vuestra ofensa que la acepta como suya propia, os pregunta si quereis aceptar por cada traidor que está á vuestro lado, un caballero de la flor de su ejército, dispuesto á morir en vuestra defensa antes que consentir que su rey y su señor fije su planta en el castillo.

Una lágrima abrasadora corrió por el arrugado semblante del anciano al escuchar el mensaje. Aquella demanda de parte de un enemigo que debia estar sediento de su sangre, le habia causado una impresion indefinible.

-¡Oh! murmuró sordamente. Ahora conozco que mi lealtad ha sido mal empleada.

Y oprimiendo la frente con sus manos, prosiguió:

-El recuerdo de aquella noche se presenta ahora á mi imaginacion para complicar mas la situacion terrible en que me encuentro. Entonces su generosidad abrió una herida en mi pecho, y lo que ahora me manifiesta, parece el último golpe, el mas contundente, que se descarga sobre el sólido edificio, que sostiene la fé que he jurado á mi señor.

-¿Nada me respondeis? pregunto Men Rodriguez sin comprender una sola palabra de este discurso incoherente.

-Sí, decidle al rey que acepto.

-Gracias, señor, en su nombre.

-¡Oh! ¡No compliqueis este sonrojo! No puede explicaros cuanto me humilla la bondad de ese monarca á quien tanto ofendo.

-¿Por qué no solicitais su gracia?

-Callad, por el cielo, callad. D. Rodrigo de Cabezon jamás olvida sus juramentos. Ya sabeis cuanto por ellos ha sacrificado.

-Sí por cierto; semejante lealtad, caballero, no me admira; porque en este suelo, á pesar de las tristes discordias que nos separan, no se han olvidado todavia los deberes que impone el honor. Sin embargo, tratándose de un noble menguado y desleal como el conde de Trastamara, no comprendo una adhesion como la que le estais guardando.

-Señor; respetad mi sufrimiento...

-Perdonad, noble anciano, dijo Men Rodriguez con emocion; me he extraviado al hablaros de un noble, que sea cual fuero su condicion, es vuestro señor.

-Sois un leal castellano.

Y D. Rodrigo le alargó su mano temblorosa, que el caballero apretó contra su pecho.

-¿Cuántos caballeros queréis que vengan á defenderos? preguntó.

-Diez son los escuderos traidores.

-Diez, pues, serán los caballeros leales que los reemplacen.

-Decidles, añadió D. Rodrigo, que no abusaré mucho tiempo de su generoso esfuerzo, porque pronto sucumbiré. Entonces quedarán libres del penoso deber que ahora les impone la bondad de un monarca tan generoso como el que defendeis.

-Desterrad esa funesta idea y ocupaos tan solo de olvidar lo pasado. Presto volveré con vuestros nuevos vasallos.

Apenas se habia despedido Men Rodriguez, cuando D. Rodrigo levantándose con exaltacion de su asiento, se dirigió á D. Lope Alvar de Rojas, que arrimado á una de las ventanas del aposento habia escuchado aquel corto diálogo guardando un profundo silencio.

-¿Qué me anuncia tu presencia en este lugar? exclamó con la vista centelleante y el semblante alterado por mil diversas sensaciones?

-¿No lo comprendes, anciano?

-¡Responde! ¡responde! repitió con voz ahogada.

-Mi presencia en este sitio manifiesta que me he vengado.

-¿Luego tú eres el autor de ese crímen?

D. Lope retrocedió un paso al ver la mirada de extravio que le dirigió el anciano.

-¿De qué crímen hablais?

-¡Y aun lo preguntas, miserable! ¿No dices que te has vengado?

-Sí.

-¿Y no sabes en que consiste esa venganza?

-No; pero me han dicho que está ya satisfecha.

-Sí, y puedes mostrarte orgulloso, porque la obra concede un nuevo blason á tu escudo.

Don Lope al escuchar estas palabras sintió que un frio glacial empezaba á circular por sus venas. Nada le habia dicho Sancho; pero comprendia por el estado de D. Rodrigo, y por su conferencia con Men Rodriguez de Sanabria que alguna cosa extraordinaria habia ocurrido en el castillo.

-Puesto que te has gozado ya en mi desesperacion, y que tu venganza necesita otro espectáculo, te conduciré al aposento de tus víctimas.

-¿De mis víctimas? No os comprendo, anciano.

D. Rodrigo le miró con estupor.

-¿No era tu cómplice Sancho el ballestero?

-Sí.

-¿No le habias encomendado tu venganza?

-Sí.

-Pues ya la ha realizado, deshonrando al objeto de tu amor y á su madre tambien.

-¿Qué decis? exclamó D. Lopc pálido como un difunto mirando con espanto á D. Rodrigo.

-¿Luego lo ignorabas? dijo con una sonrisa convulsiva. ¡Oh! Ya ves como te ha complacido.

-Miserable! murmuró don Lope rechinando los dientes desesperado.

-Ahora puedes unirte á la dama que codiciabas. Poco importa que tu cómplice y sus camaradas la hayan poseido. Como sois de una misma ralea, no abrigareis escrúpulos.

D. Lope aterrado al oir estas palabras se cubrió el rostro con las manos.

-Sin embargo, prosiguió D. Rodrigo con una calma que hacia un terrible contraste con la expresion angustiosa de su semblante; la partida empeñada aun no está resuelta. Tu me arrojas ahora con vida en el sepulcro, pero no gozarás mucho tiempo de tu triunfo.

Y con paso vacilante se dirigió á la puerta. D. Lope no trató de detenerle, porque habia quedado anonadado bajo el peso de aquella espantosa revelacion.

- XXIV -

Gran bullicio reinaba en el real de D. Pedro despues de la llegada de Men Rodriguez, con la respuesta del señor de Cabezon. El rey, impaciente por terminar cuanto antes el extraño y terrible incidente que habia puesto una tregua á las hostilidades, reunió en su tienda á los principales caballeros que formaban su comitiva para darlos cuenta de todo lo ocurrido.

-Caballeros, dijo haciendo una señal á Men Rodriguez para que viniera á colocarse, á su lado; ninguno de vosotros ignora el triste acontecimiento que esta última noche ha tenido lugar en el castillo. Algunos traidores, hollando las leyes de la humanidad han impuesto al señor de Cabezon un pacto horrible para continuar defendiendo su castillo, y D. Rodrigo, fiel á sus juramentos, por mas que estos ofendan la autoridad del lejítimo soberano de Castilla, se ha visto precisado á aceptar las condiciones de aquellos desalmados. Vosotros las conoceis, y no debo mencionarlas, porque su recuerdo me exalta y á vosotros como leales y defensores ardientes de las leyes del honor, tambien os produce una justa indignacion. D. Rodrigo de Cabezon es nuestro enemigo; pero la ofensa que á recibido tambien nos alcanza, porque somos castellanos, y porque los miserables que así abusaron de su crítica situacion, llevan el mismo nombre. Seria, pues, una mengua para estos reinos, que el horrible atentado cometido en el castillo, resonase lejos del recinto en que se ha verificado. Caballeros, prosiguió el rey con airado acento. ¿Permitireis que quede impune la grave ofensa que se ha inferido al señor de Cabezon?

-No señor, respondieron todos á una voz.

-Pues bien; ya que por mí mismo he juzgado de lo que sentiriais al tener noticia de este lamentable acontecimiento, me he puesto de acuerdo con el señor de Cabezon para castigar á los traidores. Se ha resuelto, pues, que esos vengan prisioneros á nuestro poder, y que sean reemplazados en el castillo por caballeros de mi ejército. Los que quieran seguir la suerte del castellano de Cabezon, pueden adelantarse para exigirles el juramento de fidelidad y obediencia.

Todos los caballeros se adelantaron manifestando con este movimiento que se hallaban dispuestos á secundar los deseos del rey. Este, al ver aquella noble actitud, se sonrió, y un relámpago de alegria brilló en su semblante.

-Muy bien, caballeros; veo que me habais comprendido y lo aplaudo por la gloria de Castilla. El señor de Cabezon no necesita tantos defensores. Con diez se dará por satisfecho. Escojed pues, este número, ó que la suerte indique á los que hayan de componerlo.

Los caballeros conferenciaron entre sí por algunos instantes, y luego se dividieron en dos grupos. El menor que estaba mas próximo al lugar que ocupaba el rey, era el desionado para dirigirse al castillo.

-Adelantaos, dijo D. Pedro.

Los diez nobles obedecieron colocándose frente al rey en una actitud respetuosa. El les dijo.

-¿Jurais por vuestro honor guardar fidelidad al señor de Cabezon?

-Lo juramos.

-¿Y defender su castillo hasta sucumbir, si es preciso?

-Tambien lo juramos.

-¿Y que trabajareis sin treguas ni descanso para obligarme á levantar el sitio?

Los nobles al oir estas palabras retrocedieron un paso, admirados del extraño deseo del monarca.

-¿No jurais?

-Señor; faltariamos á nuestro rey.

-Sí; pero él os lo demanda.

-Entonces, lo juramos.

-Men Rodriguez, dijo D. Pedro volviéndose para llamar á su fiel partidario; volved al castillo con estos caballeros, y llevad una fuerte escolta para traer á los traidores. Decidle á D. Rodrigo que no me agradezca lo que gana en el cambio, y que sepa aprovecharlo, preparándose para contestar al vigoroso ataque que mañana daré á su castillo.

Mientras la nueva guarnicion de Cabezon se dispone á dirigirse á la fortaleza, volveremos á su recinto para buscar á D. Lope Alvar de Rojas que habia quedado inmóvil como una estatua en el aposento de D. Rodrigo, despues de conocer la venganza del ballestero Sancho.

Al principio creyó soñar, porque no podia concebir que la audacia de aquel desalmado llegase hasta el extremo de deshonrar á sus dos señoras. Sobre este punto, el caballero, no pudo abrigar dudas mucho tiempo, porque D. Rodrigo era incapaz de burlarse de aquel modo de su esposa y de su hija.

Repuesto algun tanto D. Lope de su turbacion, salió del aposento para buscar al escudero. Sus pesquisas se diriguieron primero á los aposentos de los soldados y luego á la torre; pero á pesar de la escrupulosidad, nada pudo adelantar en este primer reconocimiento. Los escuderos, permanecian en sus puestos, algun tanto alarmados al ver la frecuencia con que entraban y salian en el castillo los emisarios del rey. á no tener el convencimiento de que la fuga les seria fatal, estando dispuesto D. Pedro á castigar su atentado, ya la hubieran emprendido desde el momento que se presentó Men Rodriguez en el castillo, á pesar de que no podian imaginar que el rey tomase á su cuidado el encargo de vengar á su enemigo el de Cabezon.

Sancho, mas diestro que sus compañeros, tampoco podia sospechar el verdadero origen de las conferencias de D. Rodrigo con el emisario del rey; pero suponia que este levantaba el sitio otorgándole aquel algunas concesiones, y que el arreglo de las capitulaciones era lo que les preocupaba. No podia siquiera pensar que el señor de Cabezon accediese á la entrega del castillo, despues de haber sacrificado á su esposa y á su hija, para evitarlo, ni tampoco podia recelar de que el rey se enojase por el atentado de la noche anterior, cuando por el contrario, debia hacerle concebir las mas risueñas esperanzas. Pero á pesar de estas ideas tranquilizadoras, Sancho solo se ocupaba de escudriñar lo que pasaba en el real de D. Pedro, y en el aposento de los señores del castillo. Vijilante á todas horas, no perdia de vista ni á sus cómplices, ni á sus víctimas. Mientras D. Lope se impacientaba corriendo hasta el mas oscuro aposento del castillo para encontrarle. Sancho permanecia á la puerta del aposento de las dos damas alarmado por el mucho tiempo que habia trascurrido desde que se hallaba dentro el padre Anselmo, sin que al parecer tratase de salir. Esta larga conferencia hacia sufrir al ballestero, porque conocia el cariño que el ermitaño profesaba á las dos damas, y la influencia de que podria disponer para castigar á su verdugo. Las piernas de Sancho flaqueaban delante de la puerta, al considerar el mísero ballestero que si el padre Anselmo hacia suya la ofensa, corria grave riesgo su cabeza. Seguia preocupado con esta idea, cuando los ecos de la trompa del castillo le anunciaron que se acercaba un nuevo mensajero. Sancho se dirigió entonces á la torre, y vió con terror que el mensajero venia acompañado de una fuerte escolta. Sin poderse explicar este extraño mensaje anunciado con tanta pompa, envió á un escudero á dar aviso á D. Rodrigo, y á preguntarle si se levantaba el puente para el mensagero y su escolta, ó tan solo para el primero. La respuesta del castellano no admitia réplica: «Siendo mensagero, no puede abrigar pensamientos hostiles.» Y D. Rodrigo dispuso que entrasen los caballeros que le acompañaban. Sancho vaciló un instante antes de comunicar esta órden, pero como sus temores no partian del campo de D. Pedro, se dispuso á levantar él mismo el puente para saber sin tardanza el objeto que impulsaba á éste á enviar su mensaje con tanto acompañamiento.

Cuando los caballeros de D. Pedro se acercaron al castillo, el ballestero les gritó para que se detuviesen, abrigando todavia algun recelo á pesar de su confianza. Habiéndoles preguntado despues, por qué razon acompañaban al mensagero, éste, que era Men Rodriguez respondió que el rey tenia noticia de que se hiciera traicion á D. Rodrigo, y que para evitar un nuevo atentado, despachaba á su mensajero con escolta suficiente para prometerse que volveria sin recibir la menor ofensa.

Sancho se inmutó al oir esta respuesta, y convencido de que el rey tenia motivo fundado para sospechar de la lealtad de los defensores del castillo, mandó levantar el puente, indicando á los caballeros que podian pasar sin temor.

D. Lope, en el ínterin, corria desalentado por el castillo, sin saber dónde se hallaba. Despues de rodar de uno en otro aposento, fué á salir al corredor que guiaba al de D. Rodrigo, en el momento que éste se dirigia al mismo para recibir al mensajero.

-¿No has podido encontrar la salida? dijo con voz de trueno cogiéndole de la mano y arrastrándole á su aposento. Pues bien; ya que tu destino te cerró la puerta, D. Rodrigo te abrirá otra.

Don Lope se dejó conducir sin la menor resistencia hasta el aposento; pero al llegar al umbral se detuvo.

-Decidme dónde se encuentra el ballestero Sancho, y luego disponed de mí como gusteis.

-Sancho, en este momento, debe hallarse seguro en poder de los nuevos defensores del castillo. Esperad un momento y le acompañareis al real de D. Pedro.

-¿Va á ser castigado?

-Ignoro lo que el rey hará; pero lo reclama con los demás cómplices que le ayudaron á cometer el crímen.

-¡Dios sea loado! ¡Los criminales expiarán su delito!

-Tambien el vuestro no quedará impune. Tranquilizaos; el rey don Pedro sabe administrar justicia, y dará á cada uno su merecido. Vos, como principal autor de la conjuracion, ireis á dar estrecha cuenta de vuestra feroz venganza.

-Os engañais D. Rodrigo. D. Lope Alvar de Rojas condena como vos lo que ha pasado en el castillo, y si el crímen pudiera lavarlo con su sangre, ahora la derramaria. ¿No sabeis que amo á doña Blanca? ¿Cómo, pues, habia de consentir que se la deshonrase? ¡Maldicion sobre los que atentaron contra su pureza! ¡Oh! Si el rey les castiga, podrá contar con el apoyo de mi brazo hasta que triunfe su causa.

-Es probable que no le acepte, dijo D. Rodrigo, siempre con acento irónico; cuando conozca que el atentado de los escuderos ha sido obra vuestra para vengaros de un mísero anciano.

Un ruido de pasos que se sintió en el corredor, obligó á D. Lope á ahogar en sus lábios la respuesta que iba á dar á D. Rodrigo.

Men Rodriguez y otro caballero de la comitiva del rey penetraron en el aposento; y al descubrir á D. Lope, le saludaron con agrado, si bien sorprendidos de su estancia en el castillo.

-Señor, dijo el mensajero á D. Rodrigo. Los traidores están prisioneros y vuestros nuevos vasallos ocupan ya las almenas. Ahora venimos á solicitar vuestras órdenes para volver al real.

-¿Cuántos caballeros quedan en reemplazo de los traidores?

-Diez, que son los que habeis pedido.

-Es que no he contado con el gefe.

-¿Está en el castillo?

-Sí; es este villano.

Y con una mano señaló á D Lope. Este, como si se sintiese herido de un golpe inexperado, hizo un movimiento, mirando al anciano con estupor.

-No es posible, dijo Men Rodriguez sorprendido. D. Lope Alvar de Rojas no puede ser cómplice de un atentado como el que vamos á castigar.

-Gracias, noble Men, por un juicio tan lisongero. No os habeis engañado. El señor de Rojas no puede abrigar pensamientos tan villanos.

-Llevadle, dijo D. Rodrigo con los ojos centelleantes de cólera. El es el que me ha vendido; el que sobornó á mis escuderos, y el que urdió la trama con la ayuda de Sancho el ballestero. Sediento de venganza, porque en una noche frustré el plan que habia tramado contra mi honra, se ha aprovechado de la crítica situacion en que me encontraba, para arrebatarme el único bien que poseia. Prendedle, señor, prendedle. Es el mas criminal de los que conducis prisioneros al real de D. Pedro.

Men Rodriguez y su compañero, admirados al ver una acusacion tan inexperada, que recaia sobre uno de los caballeros mas adiptos á la causa del rey D. Pedro, guardaron silencio no atreviéndose á aceptarla ni menos á contradecirla.

-¿Qué respondeis, D. Lope? dijo al fin Men Rodriguez interrumpiendo el silencio que habia sucedido á las palabras de D. Rodrigo.

-La verdad, caballero. Es cierto que juré vengar una ofensa que he recibido del señor de Cabezon, y que para conseguirlo, me puse de acuerdo con el ballestero que anoche dirigió aquí el motin; pero nunca podia autorizarlo para cometer un crímen tan inaudito como el que ahora todos lamentamos.

-Ya veis, como confiesa su culpabilidad, dijo don Rodigo con una expresion de triunfo que revelaba todo el ódio que profesaba al caballero.

-Don Lope, fatal es vuestra posicion, dijo Men Rodriguez con grave acento. ¿No sabiais el proyecto que abrigaban esos traidores?

-No.

-Pero vos habiais introducido entre ellos un elemento de rebelion. Sois, pues, responsable de las consecuencias que han ocurrido.

-Como gusteis, dijo D. Lope, con noble orgullo.

-¿Estais dispuesto á entregarme vuestra espada?

-Sí; á vos solo.

-Dádmela.

El caballero obedeció sin replicar, mientras que D. Rodrigo decia:

-Aseguradle bien; cuidado no se proporcione la fuga.

Don Lope, sin contestar, le dirigió una mirada de lástima. Men Rodriguez, disgustado por este consejo, dijo al anciano.

-Tranquilizaos: si don Lope me otorga su palabra de no huir, sabrá cumplirla, porque es un caballero.

-Os doy gracias, Men Rodriguez, respondió el jóven conmovido.

-Ve, miserable, dijo D. Rodrigo, ve á expiar tu delito.

-Sed indulgente, señor, repuso Men Rodriguez. El rey decidirá si es culpable. Ahora os encargo en su nombre que no desmayeis en la defensa, porque despues que los traidores hayan recibido su castigo se emprenderá un vigoroso ataque contra el castillo, y no espero que podais resistirlo.

-Descuidad, señor; con tan leales defensores, la fortaleza de Cabezon será inexpugnable.

Los caballeros que seguian á Men Rodriguez tenian ya sus instrucciones para sorprender y desarmar sin resistencia á los escuderos. Así que se levantó el puente despues de haberles dado entrada, Men Rodriguez llamó á los que se presentaron á su encuentro, y sin darles tiempo para despedir un grito, los aseguró con la ayuda de los partidarios del rey; solo Sancho intentó resistirse, pero á pesar de sus desesperados esfuerzos y de sus horribles amenazas, fué conducido con los demas á uno de los aposentos de los guardias, donde quedaron encerrados bajo la vijilancia de los nuevos defensores del castilio. Men Rodriguez con su escolta fué sorprendiendo y relevando á los centinelas, sin adoptar ya la menor precaucion, porque los principales autores del crímen estaban ya prisioneros. Cuando la antigua guarnicion estuvo relevada por la nueva, se dirigió al aposento de D. Rodrigo con el gefe de la escolta que, el rey le habia dado para conducir los traidores á su presencia.

El rey deseoso de ganar tiempo habia dispuesto que en el real se formase una especie de palenque para castigar á los escuderos de Cabezon. Los soldados con la ayada de los habitantes del lugar formaron una empalizada en el lugar que D. Pedro habia destinado para la ejecucion. Cuando llegó Men Rodriguez con su comitiva, este palenque provisional estaba casi formado, faltando tan solo las gradas en que habian de colocarse el rey y sus capitanes.

La noticia de las negociaciones entabladas con el señor de Cabezon habia atraido multitud de gentes al campamento del rey, ansiosas por conocer á los desalmados que debian expiar su crímen. Los preparativos para la ejecucion habian aumentado la curiosidad, porque todos ignoraban cómo habian de verificarse aquellas, y aun los mas allegados al rey no podian dar la menor razon. D. Pedro con su mirar sombrio habia dirigido la obra, y esperaba ya con impaciencia la vuelta de su mensagero. Cuando este penetró en su tienda, se hallaba con los ballesteros de maza que hacian el oficio de verdugos, y les comunicaba algunas instrucciones para la ejecucion que iba á verificarse.

Men Rodriguez habia entrado solo en la tienda con D. Lope Alvar de Rojas, dejando á la puerta toda su escolta con los prisioneros.

-¿Han llegado? preguntó D. Pedro sin darle tiempo para saludar.

-Sí.

-Pues que al punto se preparen. Cuatro sacerdotes les esperan en vuestra tienda. Ordenad, Men, que se reunan á los criminales y que los dispongan para el suplicio que van á sufrir dentro de una hora.

Men Rodriguez, despues de trasmitir esta órden al gefe de la escolta, volvió al aposento.

-Señor, dijo al rey señalando á D. Lope; este caballero viene tambien con nosotros como cómplice del delito que vais á castigar.

-¡Es posible! exclamó D. Pedro con asombro. ¿Vos, D. Lope, habeis tenido parte en este atentado?

-No señor; os lo juro.

-Y entonces ¿de qué os acusan?

-Vos recordareis, señor, una noche aciaga en que he tenido el pesar de incurrir en vuestro enojo.

-Sí; cuando habeis querido robar á doña Blanca de Cabezon. ¡Y bien!

-Desde aquella noche fatal he jurado vengarme de D. Rodrigo, porque me impuso un castigo que me ha deshonrado.

-¿Y qué habeis hecho para vengaros? preguntó D. Pedro con el semblante contraido por la cólera.

-Me puse de acuerdo con un escudero que hizo faltar á sus deberes á los defensores del castillo.

-¡Miserable! Luego tú eres el autor del crímen horrible que se ha perpetrado anoche.

-No señor; todo lo ignoraba.

-¿Pero no querias vengarte?

-Es cierto, mas no de un modo tan inícuo: Creedme, señor; si á costa de mi vida pudiera rescatar la honra de las damas de Cabezon, en este momento la sacrificaria gustoso.

-Tu vida solo pertenece al verdugo. ¡Ola! Juan Diente! gritó el rey con toda la fuerza de sus pulmones.

Un ballestero de talla colosal y de formas atléticas se presentó á la puerta empuñando una pesada maza de armas.

-¿Ves á este noble? le preguntó D. Pedro.

-Sí señor.

-Pues va á morir con los traidores de Cabezon. Puedes llevarle.

D. Lope, trémulo y con el corazon palpitante por el terror, hizo un violento esfuerzo para serenarse.

-Señor; dijo á D. Pedro. ¿He de morir como un villano? Ya sabeis que soy noble.

El rey guardó silencio por un instante y luego dirigiéndose á Juan Diente, le dijo.

-Los traidores morirán descuartizados, y luego sus cenizas serán quemadas y esparcidas por el viento. Este noble, aun muy criminal, no debe sufrir igual suplicio. Despues que termine la ejecucion, sobre las cenizas de los escuderos de Cabezon, colocarás el banquillo para cortar la cabeza á D. Lope Alvar de Rojas. Llévale ahora y que le auxilie un sacerdote. No le perderás de vista.

Juan Diente con su mano de hierro cogió un brazo del caballero para hacerle caminar delante.

-Escucha, prosiguió D. Pedro; cuando empiece la ejecucion de los traidores conducirás al palenque á este desventurado para que la presencie y juzgue al mismo tiempo de la gracia que su ser le concede, no haciéndole sufrir el suplicio preparado para aquellos.

Juan Diente se inclinó arrastrando fuera de la estancia al mísero caballero, sin cuidarse del estado de agitacion en que se hallaba.

- XXV -

La llegada de D. Pedro de Castilla á Cabezon, habia arrebatado parte de su dicha á la huérfana Maria. Privada de la vista de su amante, pasaba largas horas de ardoroso afan, asomada á la ventana esperando á su escudero que diariamente le llevaba noticia de su estado. El padre Anselmo, que antes apenas la abandonaba, desde que comenzaron el sitio del castillo, solo se ocupaba de los peligros que amenazaban á los señores de Cabezon, y aunque todas las noches solia venir al caserio, la jóven pasaba sola la mayor parte del dia. Diego, interesado tambien en el resultado de la lucha, hacia frecuentes viages al real de D. Pedro para saber de D. Fernando. Su vuelta era siempre esperada con impaciencia por Maria, puesto que le proporcionaba las noticias mas recientes de su amante.

El padre Anselmo y Diego se habian puesto de acuerdo para ocultar á Maria la catástrofe que habia tenido lugar en el castillo. Aunque se hallaba restablecida, la noticia podia causarla una grave impresion, tanto por la deplorable situacion en que se hallaban las dos damas, como por el triste espectáculo que se preparaba en el campo de D. Pedro. Diego, para alejar toda sospecha, se habia propuesto no abandonar á Maria mientras durase la ejecucion, y así es que al ver los preparativos que la anunciaban, se retiró presuroso al caserio dispuesto á cerrar la puerta y á no abrirla en todo el dia.

La huérfana hacia tres dias que no veia á D. Fernando. A pesar de que era muy corta la distancia que los separaba, no habia podido trasladarse al caserio en aquellos momentos de crisis en que parecia tan próximo el resultado de la lucha empeñada con el señor de Cabezon. El triste suceso que se habia verificado en el castillo era un obstáculo insuperable que le privaba del placer de reunirse de nuevo con su amada. Mientras no se castigase el crímen, D. Fernando no se atrevia á solicitar del rey el permiso para volver al caserio.

Algunos momentos despues de la última escena que queda descrita en el capítulo anterior, Maria sentada á la ventana al lado de su hermano Diego contemplaba con aire melancólico el inmenso panorama que se descubria á su vista, mientras que este inquieto y alarmado con el sordo rumor que se percibia á lo lejos, se esforzaba en persuadir á la jóven que era peligroso el establecerse en aquel sitio estando tan próximos los dos campamentos, y amenazados por consiguiente los habitantes del lugar.

-No temas, decia Maria sonriéndose tristemente. ¿Qué peligro puede correr una jóven huérfana como yo? Si al menos fuese una dama de la alta nobleza, esposa ó hermana de los defensores de Cabezon, pudiera abrigar recelos...

-Escucha, dijo Diego interrumpiéndola. Me pareee que siento trotar algunos caballos cerca de aquí.

-Sí, y parece que se dirigen al caserio, añadió Maria levantándose conmovida.

-Tranquilízate, dijo su hermano; no puede ser D. Fernando. Los caballos vienen por el camino de la ciudad.

-Sí, y ahora los descubro.

Dos caballeros cubiertos de hierro salian en aquel momento del bosque dirigiéndose al caserio. El que caminaba delante venia encubierto con su celada, sin otra divisa que las negras plumas de su casco. El otro que parecia escudero, era un jóven de airada presencia y como su compañero, montaba un soberbio caballo. Al llegar á la puerta del caserio se apearon los dos. El que caminaba delante abandonó el caballo al que le seguia y llamó á la puerta.

-¿Qué haremos? preguntó Maria á su hermano al sentir el golpe que el caballero acababa de descargar en la puerta.

-Nada, guardar silencio.

-¿Les negaremos la entrada?

-Es preciso, mientras no les conozcamos.

-Pues asómate, y pregúntales su nombre.

Diego obedeció, al mismo tiempo que el caballero redoblaba sus golpes sobre la puerta.

-¿Quién llama? preguntó el jóven asomándose á la ventana.

-Abre, Diego, contestó el caballero.

-¿Quién sois? dijo el huérfano admirado.

-Lo sabrás cuando esté dentro.

-Esa voz... dijo Maria extremeciéndose.

-Tambien la conozco, añadió Diego.

-Abrele.

-No; quiero conocerlo. Caballero, prosiguió el joven; perdonad si antes de abriros insisto en saber vuestro nombre.

El caballero que al parecer estaba impaciente, levantó la visera de su casco, y poniendo una mano en los lábios, volvió á soltarla. Diego al descubrir su rostro, despidió una exclamacion de sorpresa.

-¡Dios mio! murmuró. ¡Es él!

-¿Quién?

-Don Alvaro.

-El hijo de D. Rodrigo.

-El mismo.

-¡Oh! ¡Corramos á buscarle! dijo Maria saliendo precipitadamente del aposento y bajando la escalera con su hermano.

No bien habia girado la puerta bajo sus goznes, cuando el caballero se vió fuertemente estrechado por los dos hermanos.

-¡Por el cielo, no me descubrais! dijo, llevándolos á la escalera.

Diego cogiéndole de la mano le hizo subir, mientras Maria hacia una seña al esculero para que se acercase con los caballos y volviese á cerrar la puerta. En seguida, como una ardilla, subió la escalera para reunirse con D. Alvaro.

-¡Mi bella Maria! exclamó éste abrazándola de nuevo.

D. Alvaro de Cabezon apenas contaria veinte y cinco años, y era citado en las huestes de D. Enrique por uno de sus partidarios mas nobles y mas desinteresados. Era de talla elevada, cuerpo afeminado aunque dotado de un vigor que le habia dado celebridad por su firmeza al empuñar la lanza. Su rostro endurecido por los rigores de la intempérie conservaba todavia algunos destellos de una belleza varonil. Un largo y espeso bigote negro como el azabache ocultaba una ligera imperfeccion de su boca comunicando á su semblante una expresion imponente que revelaba desde luego la osadia y el arrojo del caballero de la edad media. La armadura negra que vestia hacia resaltar con un nuevo colorido la profesion de las armas que le servia de juego desde la infancia. Respecto á sus prendas, D. Fernando Alfonso de Zamora nos las ha dado á conocer en la entrevista que al principio de esta narracion hemos descrito cuando pidió á D. Rodrigo de Cabezon la mano de su hija doña Blanca.

-Me parece una ilusion el que os halleis otra vez á nuestro lado, dijo Maria haciéndole sentar en un sillon.

-No debeis extrañarlo, hermanos mios, sabiendo lo que ocurre en el castillo. Pero antes de nada decidme, si mi padre se resiste todavia.

-Sí por cierto, y con fortuna, dijo Maria.

Diego, herido por el recuerdo del atentado que en aquel momento se estaba castigando en el real de D. Pedro, no se atrevió á responder. Su alegria acababa de desaparecer, al considerar lo que sufriria D. Alvaro cuando volviese á su castillo.

-Pues si no se ha rendido, llego á tiempo para salvarle.

-¿Traeis algun auxilio?

-Sí; me acompañan cincuenta lanzas que me ha proporcionado D. Alvaro Perez de Guzman.

-¿Y D. Enrique?

-D. Enrique, respondió D. Alvaro con voz sombria, no ha podido prestarme una sola.

-Necesitareis algun refrigerio, dijo Maria. Voy á preparároslo.

-No, Maria; voy á continuar mi viage. Solo me he detenido para daros un abrazo y saber de mi familia. Ahora que estoy tranquilo sobre su estado, me reuniré con mi gente que queda apostada en el bosque, para lanzarme sobre D. Pedro, tan pronto como las sombras de la noche nos permitan caminar sin infundir sospechas.

-¡Dios mio! ¿Qué vais á hacer? Exclamó la huérfana aterrada al considerar que D. Fernando podia ser víctima de aquella sorpresa nocturna.

-¿Por qué esa sorpresa, Maria? ¿Quieres que les permita reducir á escombros el castillo de mi padre? ¿Habia de emprender tan largo viaje con el afan de socorrerlo, y solo para ver su ruina? No; con las cincuenta lanzas que me acompañan, espero obligar al rey á que levante el campo.

Diego conoció al momeno lo que sufria su hermana, y para tranquilizarla, dijo á D. Alvaro:

-Antes de que intenteis el golpe, debeis enteraros de la situacion del real de D. Pedro, del medio mas eficaz que habeis de emplear para realizar vuestro intento.

-¿Y si me descubren? preguntó D. Alvaro.

-No; ireis encubierto y así penetrareis en el real como si fueseis uno de los partidarios de D. Pedro.

-Vamos, pues. No puedo dominar mi impaciencia.

-¿Y partireis sin descansar y sin tomar alimento?

-Nada necesito, Maria. Despues que esté lejos el rey, descansaré lo que querais.

Diego empezó á jugar con su sombrero, no sabiendo qué contestar. Su posicion era embarazosa. No podia dejar salir á D. Alvaro, porque al llegar al campo, se enconraria con un espectáculo horrible y con una desgracia inaudita. Tampoco tenia valor para referirle lo ocurrido en el castillo; de modo que no acertaba á tomar un partido.

Maria, aun mas preocupada que su hermano, se extremecia al considerar que D. Alvaro con sus gentes preparaba un golpe del que podia ser víctima D. Fernando Alfonso de Zamora.

Solo D. Alvaro se encontraba tranquilo y no parecia advertir la turbacion de los dos hermanos.

-¡Y bien, hermano Diego! dijo tendiendo una mano al huérfano. ¿Quieres acompañarme al real de D. Pedro?

-Sí; vamos al punto, contestó con ademan resuelto.

Maria se habia asomado otra vez á la ventana para ocultar su turbacion, y desde allí fijaba su vista en el lugar en que se hallaba don Fernando. De repente se extremeció y sus ojos despidieron un relámpago de alegria. Acababa de descubrir á lo lejos á un caballero que como una exhalacion bajaba el cerro de Altamira. Aunque no era posible distinguir sus facciones, Maria por los latidos de su corazon, creyó reconocerle. Era en efecto D. Fernando Alfonso de Zamora, que aterrado al ver el suplicio del primero de los traidores que se presentó en el lugar de la ejecucion, habia abandonado el campo para ver á Maria y volver así que estas terminasen.

Maria, al reconocerlo, empezó á agitar su pañuelo, y despedir mil y mil exclamaciones de alegria.

-¿Qué tiene Maria? preguntó D. Alvaro admirado.

Diego se asomó á la ventana y descubrió al caballero.

-El cielo le envia, murmuró el huérfano. Es D. Fernando Alfonso de Zamora, uno de los partidarios mas fieles del rey don Pedro.

-Entonces ocultadme en alguna parte, dijo D. Alvaro bajando la visera de su casco.

-Nada temais; D. Fernando es como vos, nuestro hermano y podeis descansar en su lealtad.

-¿Pero qué es lo que le conduce á este lugar?

-Ahora lo sabreis.

Maria habia corrido á la puerta al sentir que D. Fernando subia la escalera. Antes de que llegase al umbral, ya se encontraba en sus brazos.

-¡Maria! Exclamó el jóven con acento apasionado conduciéndola al salon; pero al descubrir á un guerrero encubierto, retrocedió un paso teniendo cogida de la mano á la huérfana.

-Acercaos, D. Fernando, dijo Diego sonriéndose. Este caballero va á ser vuestro amigo.

D. Alvaro inmóvil, veia aquel cuadro con una admiracion que iba en aumento.

-Maria, añadió Diego acercándose á su hermana; voy á pedirte una gracia.

-¿Qué deseas? preguntó admirada.

-Es preciso que nos dejes solos.

Luego, acercándose á su oido, prosiguió.

-Quiero evitar la sorpresa que prepara D. Alvaro.

La huérfana comprendiendo al momento el buen deseo de su hermano, hizo un saludo cariñoso con la mano á D. Fernando, y se alejó dejándole absorto con aquella brusca despedida.

-D. Fernando, dijo Diego así que estuvieron solos y señalando á D. Alvaro. Este caballero es mi hermano adoptivo, es... D. Alvaro de Cabezon.

-D. Alvaro de Cabezon! repitió D. Fernando con asombro.

-El mismo, añadió D Alvaro levantando la visera del casco y saludando á D. Fernando.

Este en algunos instantes no acertó á responder. Con una curiosidad respetuosa examinó el semblante marcial de aquel caballero ilustre, que admiraba hacia algun tiempo sin conocerle.

-Caballero, le dijo alargándole una mano, soy dichoso al encontraros, porque siempre ambicioné la gloria de estrechar vuestra mano.

D. Alvaro subyugado por el tierno acento de aquella voz que lo saludaba con una expresion afectuosa, extrechó tambien su mano entre las suyas, diciéndole:

-Aunque mi bando no es el vuestro, podeis contar con la amistad de D. Alvaro de Cabezon.

-Señores, dijo Diego, no debemos perder un instante. D. Fernando, añadió dirigiéndose á éste: D. Alvaro acaba de llegar y todo lo ignora.

D. Fernando guardó silencio y una nube de tristeza cubrió su semblante.

-¡Desventurado! murmuró sordamente fijando la vista en el suelo para ocultar su turbacion.

D. Alvaro, sorprendido de aquella muda tristeza, interrogó con los ojos á Diego; pero este solo respondió con un suspiro.

-¿Qué es esto, señores? preguntó el jóven ya alarmado.

-Hablad, vos, D Fernando, dijo Diego con emocion.

El caballero levantó la cabeza tristemente, y fijando en D. Alvaro una mirada inquieta, le dijo:

-La fama ha pregonado por do quier, vuestro valor indomable. No debo, pues, vacilar en comunicaros un suceso que va á causaro un profundo pesar.

-¡Dios mio! ¿Qué habrá ocurrido? exclamó D. Alvaro palideciendo. ¿Se ha rendido el castillo?

-No.

-¿Ha muerto mi padre?

-No.

-Mi buena madre, mi hermosa Blanca...

-Tampoco.

-Entonces podeis hablar sin temor.

D. Fernando guardó silencio, mientras que Diego se arrimaba á la ventana temblando de emocion.

-D. Alvaro, prosiguió D. Fernando, la resistencia de vuestro noble padre ha sido heróica. Los esfuerzos del rey se estrellaron contra su valor y su lealtad. Pero la guarnicion del castillo, habiéndose amotinado anoche, impuso á esta lealtad una prueba horrible.

-¡Hablad, hablad! dijo D. Alvaro con ansiedad.

-La guarnicion amenazó á vuestro padre con abandonar el castillo, si no accedia á su demanda.

-¿Qué demanda? preguntó el jóven extremeciéndose.

-¡Oh! ¡Era una demanda horrorosa! Los traidores pidieron que se les entregase las dos damas del castillo.

-¡Cielo santo! ¡Mi madre y mi hermana!

-Sí.

-¿Y... D. Rodrigo... mi padre... que... respondió?

La agitacion de D. Alvaro era tan terrible que no le permitia articular un solo acento.

D. Fernando y Diego, al ver aquel dolor concentrado, se conmovieron á su pesar y miraron al jóven con la mas tierna solicitud.

-¡Y bien! preguntó con el semblante, desencajado ¿Cuál fué... la respuesta... de mi padre?

-D. Rodrigo no quiso faltar á la fé jurada á su señor y...

-Sacrificó á su esposa y á su hija ¿No es cierto?

-Sí, D. Alvaro.

El jóven ocultó la cabeza entre sus manos y empezó á sollozar, Don Fernando y Diego se acercaron para consolarle.

-¡Valor, D. Alvaro! El crímen se ha consumado, pero el castillo aun conserva la voz de D. Enrique de Trastamara.

-¡Que el cielo le confunda! exclamó el jóven con una expresion horrorosa, haciendo sentir el crugido de sus dientes. ¿Sabeis quien es el hombre por quién acaba de sacrificar mi padre á su familia? Un miserable bastardo que se ha negado á socorrerle, á pesar de mis súplicas y de mis amenazas. Pero no importa, ha sostenido el honor de su linaje, añadió D. Alvaro con sarcástica sonrisa. ¡Oh! ¡Dejadme solo os lo ruego!

-¿Qué intentais?

-Nada; quiero desahogar mi dolor. Dentro de media hora os llamaré.

-No debemos permitir que os quedeis solo con vuestra desesperacion.

-Os lo ruego, Diego, y á vos D. Fernando. Es la primera gracia que solicito de vos.

-Obedezco: pero quizá mis palabras pudieran minorar vuestra pena.

-Reservadlas para desques.

D. Alvaro, despues de estrecharle la mano, los acompañó hasta la puerta, yendo despues á sepultarse á un sillon, para dar libre curso á sus lágrimas, contenidas hasta entonces por la presencia de Don Fernando y del huérfano.

Maria se habia resignado gustosa á separarse de D. Fernando, porque trataba de conjurar el peligro que le amenazaba. Cuando volvió á su lado acompañado de Diego, dió rienda suelta á su espansion. A medida que trascurrian los dias, veia crecer su pasion hasta el extremo de que solo vivia cuando estaba junto á D. Fernando. Diego que era dichoso solo con ver reflejarse la alegria en su semblante, amaba tambien al caballero, aunque no se atrevia á pensar en que daria su mano á la huérfana, porque tanta dicha le parecia un sueño.

Despues que los dos amantes se refirieron mútuamente sus cuitas, Diego les indicó que era preciso separarse para volver al lado de D. Alvaro. Maria, vencida por los ruegos de su hermano, se resignó de nuevo á dejarlos marchar, quedándose sola en su aposento.

D. Alvaro se hallaba en el mismo estado, cuando entraron en el aposento D. Fernando y Diego. Así que los descubrió, se levantó penosamente de su asiento, y les alargó la mano.

-Los traidores dijo, ¿siguen todavia en el castillo?

-No, contestó D. Fernando, ahora os llevaré á su lado.

-¡Oh! Si me concedeis ese bien, os deberé mas que la vida.

-Venid, os acompañaré.

-Voy al punto, dijo D. Alvaro dirigiéndose á la puerta.

D. Fernando indicó á Diego con una señal que guardase silencio y se quedase con su hermana. El jóven solo contestó con un gesto afirmativo.

D. Alvaro volvio á abrazar á los dos jóvenes, procurando ocultarles el estado lamentable en que se hallaba, y luego, montando á caballo, se dirigió con D. Fernando al real de D. Pedro en un estado de angustia dificil de explicar.

Horroroso era el espectáculo que se ofreció á su vista al llegar cerca del palenque en que tenia lugar la ejecucion. En el centro, y sobre unas gradas groseras de madera, se habia formado una especie de trono en el que se hallaba sentado el rey D. Pedro, teniendo á su lado seis ballesteros de maza. Todos los caballeros que formaban su comitiva, se hallaban de pié á su lado guardando el mas profundo silencio. En derredor del circo, se veian á los habitantes del lugar apiñados sobre la empalizada con el rostro pálido, y agitados por el terrible espectáculo que tenian á la vista. En medio del palenque, cuatro briosos caballos que se encabritaban de vez en cuando al sentir el látigo de los palafreneros que los sujetaban, nadaban en un lago de sangre que cubria parte del palenque, y al agitarse, salpicaban á los espectadores, que aterrados al sentir la sangre humeante de los que ya habian expiado su crímen, retrocedian aterrados, despidiendo gritos de terror y espanto. A un estremo del palenque, se habia formado una especie de gruta de paja y heno en la que se hallaban los sangrientos despojos de siete de los ocho traidores de Cabezon, que ya habian sido descuartizados. Dos ballesteros de maza, guardaban aquel osario de carne humana con una impasibilidad aterradora.

El último criminal acababa de aparecer en el palenque custodiado por seis guardas. Era el ballestero Sancho. La palidez de la muerte cubria su semblante. Al acercarse á los caballos, se extremeció y sus piernas flaquearon. Uno de los guardias tuvo que sostenerle para que su cuerpo no rodase en el lago que habia formado la sangre de sus cómplices. Los palafreneros se acercaron para atarle, y entonces, despidiendo un grito de desgarrante angustia, cayó desvanecido en brazos de los que le custodiaban.

-¿Quién es ese desventurado? preguntó D. Alvaro á su compañero de viage.

-Es el autor del motin deCabezon, que va á sufrir la justicia del rey D. Pedro.

-¿Cielos! ¡Es Sancho el ballestero!

-El mismo.

-¡Qué horrible ingratitud! ¿Pero cómo ese hombre ha venido á poder del rey?

-Cuando termine la ejecucion os responderé, á no ser que este espectáculo os disguste.

-Dios mio! Esto es incomprensible. ¿Qué es lo que aquí se castiga?

-D. Pedro de Castilla en este momento, rehabilita á su enemigo... á vuestro padre, haciendo suyo el ultrage que ha recibido.

D. Alvaro no respondió, pero dirigió al cielo una mirada indefinible...

- XXVI -

El padre Anselmo no abandonó el aposento de las dos damas, hasta que las dejó dispuestas para trasladarse al convento de Santa Clara de Valladolid. Despues de su desgracia, no podia combatir esta resolucion, porque era la única que podian adoptar en la crítica situacion en que se hallaban. Las palabras del ermitaño habian derramado un bálsamo consolador en el corazon de aquellas desgraciadas. Su situacion, cuando aquel penetró en su aposento, era horrible, pero gradualmente fué calmándose la profunda desesperacion en que estaban sumergidas desde la noche anterior. Los consuelos de la religion les habia devuelto la resignacion del martir. El padre Anselmo habia reunido tambien sus lágrimas á las suyas y con un fervor evangélico las habia exhortado á sobrellevar resignadas el peso de su amargura. Las dos damas no habian visto en el ermitaño al hermano de D. Rodrigo, sino al ángel de su consuelo.

Cuando estuvieron mas tranquilas, el padre Anselmo se dirigió, al aposento de su hermano para disponer la partida en aquella Misma noche. La sombria tranquilidad que se habia apoderado del castellano, era horrible. Entregado al horror de su situacion, parecia disfrutar con los pensamientos desgarradores que la devoraban. Recogido en su sillon, con las dos manos apoyadas en la frente, hacia una hora que permanecia sin movimiento, y solo de vez en cuando un ligero extremecimiento que conmovia su cuerpo, venia á manifestar que su inmovilidad no era producida por un sueño profundo, sino por los terribles pensamientos que le dominaban.

El padre Anselmo le contempló con una dolorosa expresion, no atreviéndose á interrumpirle; pero el tiempo urgia, y no podia perder un solo instante.

-¡Rodrigo! dijo llamándole.

El caballero se extremeció; pero continuó inmóvil.

-¡Rodrigo! repitió el ermitaño poniendo una mano sobre su hombro.

El castellano separó las manos que cubrian su rostro, y dirigió una mirada apagada al ermitaño. Este retrocedió lleno de espanto al descubrir su semblante en el que parecia impreso el sello de la muerte.

-¿Eres tú, Anselmo? dijo éste con un acento tan débil que apenas se percibia.

Pero el ermitaño no respondió, porque el dolor le habia dejado absorto. En el aspecto desgarrador de su hermano, creyó leer el anuncio de otra nueva funesta para la familia de Cabezon.

-¿Cómo se encuentran esas desdichadas? preguntó con el mismo acento apagado.

-Se resignan con su infortunio, respondió el ermitaño, mientras que tú te entregas al desaliento.

-Anselmo, dijo el castellano despidiendo un gemido, la herida que he recibido es mortal. Mi fin está muy próximo, y lo espero, porque me horroriza el vivir.

-¿Y es esa la fé que tienes en el cielo?

-No me contraries, si es que quieres combatir mi desesperacion.

-¡Oh! Sí, lo haré y prometo reanimarte; pero antes es preciso que nos ocupemos de esas desgraciadas. Su estancia en el castillo, no es posible despues de lo que ha pasado. Se hallan resueltas á partir esta noche para el convento de Santa Clara de Valladolid, yo las acompañaré, si es que apruebas mi proyecto.

-Es el único bien que las resta... Su único recurso es el cláustro... Pero quisiera verlas antes de partir.

-¿Para qué renovar el dolor? Resígnate por ahora. Cuando estés mas tranquilo, las veras en su convento.

-No; quiero darles el último adios.

Era tan triste el acento del anciano al pronunciar estas palabras, que el padre Anselmo se conmovió. Una gruesa lágrima, desprendiéndose de sus ojos, vino á deslizarse por su pálida megilla, imprimiendo á su semblante un carácter particular de pena y resignacion.

-Rodrigo, dijo con emocion; ahora es cuando debes llamar en tu ayuda ese valor indomable que has mostrado al rey D. Pedro. La situacion en que te encuentras es terrible, pero el cielo no te abandonará. Sigue el ejemplo de esas dos desventuradas. A pesar de su desgracia, empiezan á disfrutar de la calma de la resignacion. No seas tu el único que en estos momentos supremos dé muestras de debilidad. Es preciso, pues, que al momento dirijas un mensage al rey, solicitando una escolta para conducir las dos damas á Valladolid.

-Haré cuanto ordenes, respondió el señor de Cabezon con voz sombria; pero D. Pedro debe hallarse ahora muy atareado con la ejecucion de los traidores.

-Al fin los ha rescatado.

-Sí, dejándome en su lugar los mejores caballeros de su huested.

-¡Generoso monarca! murmuró el ermitaño. ¿Y este rasgo de sublime abnegacion, nada te revela, Rodrigo?

-Te ruego que no agites esta cuestion.

-¿Cuántos escuderos has entregado?

-Los diez que se amotinaron, y ademas al gefe que los arrastró al crímen.

-¿El ballestero Sancho?

-No; D. Lope Alvar de Rojas.

-¡D. Lope! repitió el ermitaño extremeciéndose.

-El mismo.

-¿Y partió con los criminales?

-Sí por cierto; luego expiará su crímen.

-¡Qué horror! exclamó el padre Anselmo cubriéndose el rostro con las manos.

-Tienes razon; el suplicio de once criminales debe causar espanto.

-¡Oh! ¡Este es un sueño horroroso! Rodrigo, dijo su hermano enjugando el sudor que corria por su frente. ¿Es cierto que D. Lope está condenado por el delito que lamentamos?

-Sí.

-¡Desgraciado! ¡Desgraciado!

-¿Te inspira compasion? dijo D. Rodrigo con una sonrisa glacial.

-¡Rodrigo! exclamó el ermitaño con exaltacion. ¿Hace mucho tiempo que partieron los escuderos?

-Media hora.

-¡Dios mio! podré aun salvarle! Rodrigo, prosiguió con una agitacion que dejó absorto al castellano. ¿Quién te ha dicho que D. Lope es culpable?

-El mismo.

-¿Y quién lo demandó al rey?

-Yo.

-¡Tú, desgraciado!

-¿Por qué ese espanto?

-¿Por qué? ¡Oh! Me extremezco al pensarlo. Esa denuncia es horrible. Rodrigo; es preciso que escribas al punto á D. Pedro manifestándole que te has engañado, que D. Lope es inocente y que seria horroroso el condenarle por un crímen que no ha cometido.

-¡Si estaré soñando! dijo el castellano mirando á su hermano con estupor. ¿Es posible que hasta ese punto te interese la vida del malvado que nos arrojó en este abismo tan profundo?

-Rodrigo; por el cielo te suplico que nada me preguntes. El tiempo vuela... La ejecucion ha empezado. ¡Dios mio! Si no llego á tiempo... Si ese infortunado ha sucumbido... ¡Oh! ¡Qué horror!! ¡Qué horror!! Rodrigo, escribe, prosiguió el ermitaño sacudiendo su mano entregado á un violento frenesí: escribe, desventurado, si no quieres cometer un crímen abominable...

-No, dijo el castellano levantándose de su asiento con fiera expresion. Yo no puedo solicitar el perdon del asesino de mi honra.

-Rodrigo; no puedo darte explicaciones porque te mataria. Accede á mi súplica y nada me preguntes. El tiempo urge y la detencion te amenaza con un pesar mas horrible que el que ahora te devora.

-El misterio que encierran tus palabras despierta mi curiosidad. Habla sin temor. A todo estoy dispuesto. ¿Por qué te inspira tan vivo interés ese desalmado?

-¿Por qué? ¡Oh! No me lo preguntes. Escribe al rey, no te detengas, Rodrigo, porque si llego tarde, derramarás lágrimas de sangre.

La agitacion del ermitaño crecia por instantes. D. Rodrigo agitado por un vago temor, sentia un deseo irresistible de conocer el móvil que impulsaba á su hermano á solicitar el perdon. de D. Lope.

-Puesto que te encierras en una reserva que me ofende, no escribiré lo que deseas.

-¡Rodrigo! ¡Rodrigo!! exclamó el ermitaño en el colmo de la desesperacion. Si pudieras leer en el fondo de mi alma, te horrorizarias de haber pretendido evadir mi demanda.

-Pues habla, desgraciado. ¿Qué secreto encierran tus palabras?

-¡Oh! Me horroriza tu estado y no quiero complicarlo con un nuevo pesar tan terrible como el que ahora te atormenta.

-¿Qué importa? Destierra esos pueriles recelos. Nada puede aumentar ya mi desgracia.

-¿Con que te niegas á satisfacer mi demanda?

-Sí, hasta que me la expliques.

-¡Rodrigo! voy á abrir otra herida en tu pecho.

-Que el cielo la bendiga, si me arrebata esta mísera existencia que ya no puedo soportar.

-Puesto que te obstinas, hablaré, desventurado. No quiero que el remordimiento mas horrible desgarre tu alma. ¿Sabes quién es el desgraciado para quien demando el perdon?

-Sí; el enemigo de mi reposo.

-¡Infeliz! Aun cuando le siguieses de rodillas por su peregrinacion en el mundo, no expiarias los males que has causado á su familia.

-Te comprendo; su padre...

-El que se llamó su padre ha sido por tí un martir del infortunio.

-¡El que se llamó su padre! repitió D. Rodrigo con un extremecimiento involuntario.

-Sí, porque el verdadero padre eres tú, Rodrigo de Cabezon. Ahora responde. ¿Quieres condenar á tu hijo al mas espantoso de los suplicios?

-¡Qué horror! exclamó el castellano cayendo desplomado sobre un sillon y cubriéndose el rostro con las manos.

-¿Comprendes ahora mi angustia? D. Lope no es hijo del señor de Rojas. Cuando su madre se reunió con éste, despues del encierro en que abusaste de su abandono, se hallaba en cinta. La desgracia te lo ocultó; pero se lo reveló á D. Lope, y este para no hacer pública su deshonra, reconoció como suyo al hijo adúltero de su enemigo, y le concedió su nombre y su fortuna. ¡Rodrigo! ¿Concibes lo que habrá sufrido aquel desventurado antes de bajar al sepulcro? ¡Oh! Mis fuerzas se agotan solo al recordarlo. ¿Crees que la expiacion que estoy sufriendo hace diez y seis años es suficiente para juzgar las faltas de la borrascosa juventud de entrambos? No, Rodrigo. Tambien te ha llegado la hora de la expiacion.

El castellano apenas respiraba. Horrorizado con la relacion de su hermano y víctima de la calentura que le devoraba hacia algunas horas, parecia dominado por la crisis que precede á la muerte. El padre Anselmo advirtió su estado y se extremeció. Aquel nuevo golpe no podia soportarlo el abatido espíritu del castellano.

-¡Rodrigo! le dijo. Ni aun tienes tiempo para lamentar tu destino. Escribe al momento á D. Pedro y luego entrégate al dolor... ¡Oh! ¡Que suplicio estamos sufriendo!

D. Rodrigo levantó la cabeza y dirigió á su hermano una mirada de extravio.

-Escribe, le dijo; porque yo nada veo... Apenas te distingo...

Y volvió á quedar inmóvil ocultando la cabeza entre sus manos.

El padre Anselmo con mano trémula escribió la demanda que iba á llevar al rey. D. Rodrigo apenas pudo firmar...

-¡Dios mio! murmuró el ermitaño. Debo regresar al punto si he de darle el último adios!

Y con una ligereza que desmentia su edad, salió precipitadamente del aposento para dirigirse al real de D. Pedro. Al pedir que bajasen el puente, rogó á los caballeros que descubrió á su lado, que se apresurasen á socorrer á D. Rodrigo, porque quedaba en un estado alarmante. Y sin esperar respuesta, partió como una exhalacion despidiendo un gemido doloroso que conmovió á los nuevos defensores de Cabezon.

El ermitaño llegó al campamento en un estado tan angustioso que excitaba la compasion de los que pasaban á su lado. La barrera del palenque en que tenia lugar la ejecucion estaba atestada de gentes del pueblo que se apiñaban para verla mas de cerca. El padre Anselmo, aunque apenas podia sostenerse en pié, rogó que le permitiesen seguir adelante. Su semblante venerable cubierto de sudor inspiraba respeto á los mas desalmados. Todos, pues, se apresuraron á abrirle paso y á llamar la atencion con este objeto de los que tocaban la barrera. A beneficio de esta eficaz proteccion, el ermitaño pudo llegar á la barrera; pero no podia traspasarla. La ejecucion habia terminado de una manera horrorosa. La gruta de paja que ocultaba los sangrientos despojos de los que acababan de expiar su crímen, empezaba á ser pasto de las llamas. Un ballestero del rey le habia aplicado una tea encendida para reducirla á cenizas. Los grupos de hombres del pueblo que se habian colocado en aquella parte huian aterrados despidiendo mil y mil gritos de terror y espanto. Dos soldados del rey atizaban el fuego, y otros dos arrojaban entre las llamas los fragmentos ensangrentados de los desgraciados que habian sucumbido, y que se hallaban separados de la hoguera.

El ermitaño lleno de espanto cerró los ojos aterrado al ver aquel espectáculo horroroso. Los labriegos que estaban á su lado, al reconocerlo, se apresuraron á cogerle en sus brazos, porque el desfallecimiento le hacia oscilar á los lados. Uno, descubriendo su cabeza, empezó á darle aire mientras que los demas se esforzaban por hacerle recobrar los sentidos. Nuevos grupos de los villanos del lugar vinieron á ayudar al que socorria al santo de la comarca, que era el nombre que en ella se concedia al padre Anselmo. Como este no acababa de recobrarse, le cogieron en brazos y le llevaron lejos del palenque para hacerle respirar libremente. Este brusco movimiento, le hizo despertar de aquel profundo letargo, y al ver los semblantes expresivos y cariñosos que le rodeaban, se conmovió enjugando una lágrima que rodaba por su mejilla.

-¡Gracias al cielo os encontrais mejor! dijeron algunos rodeándolo tiernamente.

-Hijos mios, respondió el anciano con voz apagada por la emocion. ¿Habeis presenciado la ejecucion?

-Sí señor.

-¿Y le habeis visto?

-¿A quién?

-Al señor de Rojas.

-No por cierto.

-¡Cielos! ¿No ha muerto? peguntó el anciano levantándose como si fuese impelido por un secreto resorte.

-No señor; solo hemos visto á los diez escuderos.

-¡Oh! aun es tiempo! murmuró el anciano. Adios, adios!

Y sin poder dominar su ansiedad, dió algunos pasos con direccion al campamento; pero agotadas sus fuerzas por tantas emociones, no pudo continuar. Sus piernas estaban demasiado débiles para sostener el peso de su cuerpo, y así es que cayó en el campo como una masa inerte. Los lugareños corrieron al momento en su auxilio y volvieron á levantarle en sus brazos.

-¿A dónde vais, señor, tan desfallecido?

-A ver al rey.

-¿Os urge mucho?

-De mi visita depende la vida de un desgraciado.

-Entonces os llevaremos en brazos.

Y sin aguardar su respuesta, los mas robustos formaron una especie de silla con sus manos, y con paso agitado se dirigieron al campamento. Los demas siguieron en pos, para compartir esta tarea, que les lisonjeaba como el bien mas apreciable.

El rey D. Pedro no habia cambiado de posicion desde su llegada al palenque. Sus cortesanos tampoco abandonaron su puesto, esperando con impaciencia que terminase el terrible espectáculo que tenian á la vista.

Cuando llegó el ermitaño con los lugareños, la gruta de que nos hemos ocupado con todo lo que contenia, se habia convertido en un monton de cenizas.

-Señor, Señor! dijo el padre Anselmo con voz desfallecida alargándole un pergamino.

D. Pedro admirado de su expresion angustiosa y estado en que se presentaba, le alargó una mano para que se sentase á su lado. El ermitaño, desembarazado de sus conductores, dió algunos pasos; pero volvió á caer á los pies del rey. Los nobles que le rodeaban se apresuraron á levantar al anciano. Entonces el rey, sentándole á su lado, recogió el pergamino y leyó. «Señor, D. Lope Alvar de Rojas es inocente. En este momento acabo de saber que mi acusacion es criminal. Salvadle, señor, y evitadme el remordimiento de haber llamado sobre su cabeza una sentencia injusta.-D. Rodrigo de Cabezon.

-Habeis llegado á tiempo, padre Anselmo, dijo el rey. D. Lope debia morir ahora en este mismo lugar; pero recordando su nobleza, mandé suspender la ejecucion para que se verificase con el mayor sigilo. Me pareció que el buen nombre de los nobles castellanos, exigia el que no se hiciese público un crímen como el de que se le acusaba; pero puesto que es inocente, dispondré que le dejen en libertad, y daré el parabien á los caballeros que nos rodean por esta rehabilitacion.

-Gracias, señor, murmuró el anciano besándole la mano y derramando lágrimas de gratitud por haber salvado á D. Lope Alvar de Rojas.

D. Fernando Alfonso de Zamora y D. Alvaro de Cabezon seguian en el mismo lugar en que los hemos dejado en el capítulo anterior, D. Alvaro, helado de terror, no se atrevia á hacer ninguna pregunta á su compañero, esperando el término de la ejecucion, para que se la explicase como habia ofrecido. Así que la gruta estuvo convertida en cenizas, el primogénito de Cabezon, no pudiendo dominar su curiosidad, le dijo.

-La ejecucion ha terminado. ¿Hablareis ahora?

-Aun no habeis visto lo que resta.

-Por el cielo, explicaos: un terrible presentimiento me anuncia que esté espectáculo debe interesarme.

-Habeis acertado, D. Alvaro. Diez han sido los escuderos que deshonraron á vuestro padre, y despues de cometido el crímen, no contaba éste con mas apoyo en el castillo que el de aquellos desgraciados. El rey, al saberlo, envió un mensaje á D. Rodrigo manifestándole que queria castigarlos; pero el noble anciano se encontraba en la imposibilidad de atender á esta demanda, porque era lo mismo que rendir la fortaleza. Entonces D. Pedro, á quien el vulgo con sobrada razon llama el justiciero, reunió á sus parciales y les enteró de lo que habia ocurrido en el castillo y de la crítica situacion en que se encontraba vuestro padre. Diez de lo mas escogido de su escolta, prestaron ante el rey solemne juramento de morir en defensa del señor de Cabezon.

-¿A invitacion del rey? preguntó D. Alvaro conmovido.

-Sí, porque al reunirlos habia tenido por objeto el cambiar la guarnicion del castillo con los que se ofreciesen á dejar el real, y en honor de la nobleza castellana, debo deciros, D. Alvaro, que los diez parciales de D. Pedro que hoy defienden vuestro castillo, han sido destinados por la suerte; pues no hubo uno solo que no solicitase la gloria de prestar su ayuda al valeroso defensor de Cabezon.

-¡Oh! Qué leccion! murmuró D. Alvaro tristemente.

-Así que los diez nobles estuvieron en el castillo, la escolta que les acompañó recogió á los traidores y una hora despues, estos recibian el castigo que acabais de ver. El rey ha mandado descuartizarlos, y que luego se quemasen sus cenizas. Ahora ved lo demas.

D. Alvaro levantó la cabeza vivamente y vió que los ballesteros del rey con unos palos largos exparcian por el aire las cenizas de los ajusticiados.

-Escuchad el pregon, D. Alvaro.

Los alguaciles del rey, mientras tenia lugar esta última parte de la ejecucion, gritaban con vigoroso acento.

«Esta es la justicia que mandó facer el rey contra unos homes, que no eran homes.»

- XXVII -

Don Alvaro habia quedado sumergido en una dolorosa meditacion. La imponente ejecucion que acababa de presenciar, le sujeria las mas tristes reflexiones. Su adhesion por la causa de D. Enrique de Trastamara habia sido tan obstinada como la que acababa de manifestar su padre; pero hacia algunos dias que habia sufrido un rudo golpe. D. Alvaro, al recibir el mensaje de su padre anunciándole el grave peligro que corria, se habia presentado al rey D. Enrique solicitando su ayuda; pero el bastardo no se encontraba dispuesto á otorgarla. Los aprestos que hacia D. Pedro, le tenian alarmado, y dudaba de combatirlos con sus parciales y con los auxilios que le concedia el rey D. Pedro de Aragon. D. Alvaro se limitó entonces á pedir solo veinte, hombres de armas, mantenidos á su costa, y á pesar de sus ruegos, no pudo conseguir tan débil ayuda. Este desengaño causó una profunda impresion al jóve D. Alvaro, y aunque sus amigos para aplacarle le ofrecieron algunos hombres de su casa, no pudo menos de advertir que su adhesion jamás premiada, tenia derecho á mas consideracion de parte de su señor, y que éste al abandonarle á sus propias fuerzas en una situacion tan desesperada, demostraba una ingratitud altamente censurable.

Con este amargo desengaño emprendió el viaje D. Alvaro con los hombres de armas que le habian facilitado sus amigos, y al llegar al real de D. Pedro, sufrió una nueva contrariedad que descargó un nuevo golpe sobre la adhesion que aun profesaba á don Enrique. El contraste que se ofreició á su vista entre el comportamiento de su señor, y el de su enemigo el rey D. Pedro, le manifestó por la vez primera que habia cometido un grave error no siguiendo la causa del rey lejítimo. Entonces conoció que éste habia sido calumniado, y que poseia los sentimientos de honor que solo se concedian á su hermano. D. Alvaro lamentó su extravio y la ciega confianza que tanto á él, como á su padre, les habia arrastrado al abismo en que se hallaban, juzgando, empero, que aun era tiempo de remediar en parte los males que habian surgido de su ciega adhesion, rogó á D. Fernando Alfonso Zamora que le facilitase el medio de volver á su castillo sin darse á conocer. El caballero se prestó á acompañarle, contando con que los defensores de Cabezon no lo negasen la entrada al saber que su visita solo tenia por objeto hablar al señor de Cabezon, y aunque este paso podia comprometerle á los ojos del rey, no vaciló con el deseo de auxiliar á D. Alvaro en la desgraciada situacion en que se hallaba. Antes, sin embargo, creyó que debia prevenir al rey para evitar, un contratiempo.

El padre Anselmo despues de la ejecucion, se habia apresurado á comunicar la órden de D. Pedro para que D. Lope Alvar de Rojas fuese puesto en libertad. El caballero, maravillado con esta nueva inexperada, preguntó al ermitaño por qué se le dejaba libre en el momento que iba á sufrir la sentencia del rey; pero aquel se limitó á encargarle que se retirase á su ermita y no la abandonase hasta que fuese á buscarle. Luego sin dar otra explicacion, montó en un caballo que le tenia dispuesto un lugareño, para volver al castillo con mas presteza.

Sobre el puente hacia centinela como un soldado cualquiera, don Martin Lopez de Córdova, mayordomo mayor del rey, y maestre de Alcantara. Poco acostumbrado á esta clase de servicio, se hallaba impaciente por la inmovilidad que estaba en la de precision de guardar y que le imponia el estrecho espacio que ocupaba. Para distraer se no contaba con otro recurso que el bello panorama que se descubria á su vista: pero como era poco afecto á admirar las galas de la naturaleza, esperaba el relevo con impaciencia para poder pasear libremente.

El padre Anselmo se acercaba velozmente en su modesta cabalgadura, merced al cuidado que tenita el lugareño, convertido en palafrenero, de sacudirla de vez en cuando un latigazo que la hacia redoblar el paso.

D. Martin Lopez de Córdova, al descubrir al ermitaño, no pudo contener una carcajada, porque el aspecto del lugareño castigando al caballo, y el largo pescuezo de este que ora se estiraba hasta el suelo, ora se encogia hasta tocar con la cabeza del ginete, era demasiado grotesco para un caballero como el maestre de Calatrava, acostumbrado á caminar en soberbios caballos de la mejor raza árabe.

-Apostaria un escudo, dijo riéndose desde su garita, á que no viene sin algun hueso roto. ¡Ola, camaradas, gritó á sus compañeros que cruzaban por el patio. Abrid al ermitaño del Cristo de las batallas.

Los caballeros se apresuraron á soltar las cadenas del puente y, á recibir al ermitaño como á un antiguo amigo.

-¿Y D. Rodrigo? preguntó apenas sin respirar.

-Cuando vos le dejásteis, entramos en su aposento para acompañarle, y agradeciendo nuestro deseo, nos mandó retirar. ¡Mucho debe sufrir el desgraciado!

El padre Anselmo subió precipitadamente la escalera que conducia al aposento en que habia dejado á D. Rodrigo. El sol iba tocando á su ocaso; pero sus últimos rayos aun reflejaban en el ancho corredor en que se hallaban las habitaciones de los señores del castillo. El ermitaño empujó la de la puerta que conducia á la de su, hermano, y al llegar al umbral, se detuvo inmóvil cómo una estátua contemplando el triste cuadro que se ofreció á su vista.

D. Rodrigo se hallaba en el sillon, teniendo á sus pies á doña Beatriz y á su hija, pálidas, desencajadas, los cabellos en desórden y entregadas á la mayor desesperacion. La cabeza del anciano descansaba exánime en el hombro de su esposa, y doña Blanca, atribulada y derramando un torrente de lágrimas, le aplicaba á la boca un pomo que contenia una bebida refrigerante. El señor de Cabezon, como habia pronosticado, caminaba hacia el sepulcro á pasos agigantados. Su hermano, repuesto algun tanto del desfallecimiento que habia sentido al encontrarse con aquel espectáculo, se acercó con paso trémulo hácia el grupo que formaban aquella desgraciada familia.

-¡Dios mio! ¡Es él!! murmuraron las dos damas elevando hacia el ermitaño sus manos suplicantes.

El padre Anselmo levantó la cabeza de su hermano y derramando una lágrima, le dijo:

-¡Muere víctima de su honor!

-¡Oh! Salvadle, señor, salvadle! exclamaron las dos damas en ademan suplicante.

-Retiraos, hijas mias; tal vez vuelva en sí con los auxilios que voy á prodigarle.

-No, no le abandonaremos en este estado.

-Ya sabeis que vuestra vista le produce una terrible impresion. Alejaos, su estado no es tan alarmante como suponeis.

-¿No le veis moribundo?

El ermitaño tambien lo habia advertido, y por lo mismo deseaba á toda costa que las damas se retirasen.

-No lo creais; Rodrigo es ahora víctima de un desmayo; pero ya vereis como se recobra.

-¡Dios mio! murmuró doña Beatriz. ¿Nos estará reservado este nuevo infortunio?

-¡Rodrigo! dijo el ermitaño aplicando su boca al oido del anciano; pero este no hizo el mas ligero movimiento.

-¿Veis como nos abandona? exclamaron las dos damas en el colmo de la desesperacion.

-No, no; os ruego que no le atormenteis con vuestros gemidos. Dadme esa bebida.

El padre Anselmo, despues de derramar algunas gotas del calmante que contenia en la boca de su hermano, empezó á aflojarle sus vestidos.

-Rodrigo, repitió esforzando la voz.

D. Rodrigo solo respondió con un suspiro apagado.

-Ya veis como va recobrándose; dijo el ermitaño á las dos damas indicándolas un ligero movimiento que acababa de hacer el enfermo. Retiraos, pues, y ocultadle vuestro llanto.

-No; esperaremos á que haya recuperado los sentidos.

-Entonces conocerá vuestro estado y el suyo se agravará.

-¡Oh! No nos separeis de su lado.

-Es preciso, porque tengo que hablarle á solas.

-Pero no advertis, señor, que no puede escucharos? Hace mas de una hora que permanece en este estado. Su respiracion es cada vez mas lenta, y su semblante, es del moribundo en su agonia. Creedme, padre Anselmo, prosiguió doña Beatriz sollozando, Rodrigo se muere víctima de su infortunio, y por lo mismo no me separaré de su lado. Quiero recibir su último adios.

-Por el cielo; no os entregueis así á la desesperacion. Rodrigo ha agotado sus fuerzas, en la lucha terrible que ha sostenido con su lealtad; y por eso le veis ahora en este estado, mas no creais que esté próximo su fin. El cielo y nuestros desvelos le volverán á la vida.

Y el ermitaño volvió á llamar con acento menos seguro á su hermano. Las dos damas con sus pañuelos enjugaban el sudor que corria por la frente de éste, haciéndole aspirar de vez en cuando un frasco de esencias que aplicaban á sus labios. El enfermo, despues de algunos momentos de cruel incertidumbre para los que le rodeaban, fué recobrándose gradualmente aunque sin poder pronunciar una sola palabra.

-Ya veis como se repone, dijo el ermitaño. Ahora dejadnos solos.

Las damas aun vacilaron; pero el padre Anselmo esforzó de nuevo su ruego, y al fin se decidieron á volver á su aposento para enjugar su llanto y ocultar á D. Rodrigo el lamentable estado en que se hallaban.

El ermitaño, al verse solo con su hermano, cerró la puerta del aposento, viniendo luego á colocarse á su lado. Cuando advirtió que podia escucharle, le dijo:

-Alienta Rodrigo! El peligro ha desaparecido.

El castellano hizo un esfuerzo para incorporarse y reconocer al que estaba á su lado. La debilidad que sentia apenas le permitió variar de posicion. El padre Anselmo le levantó en brazos, y acomodándole luego en su sillon, prosiguió:

-¡Rodrigo! ¿No me conoces?

El anciano solo contestó con un suspiro.

-Soy tu hermano...

D. Rodrigo abrió los ojos; pero volvió á cerrarlos al punto suspirando de nuevo.

-Tranquilízate, añadió el padre Anselmo. D. Lope Alvar de Rojas se ha salvado.

D. Rodrigo al oir estas palabras elevó sus manos al cielo y luego quedó inmóvil...

El ermitaño volvió á examinarle de nuevo, y entonces no pudo menos de advertir que el desventurado anciano se hallaba ya á los bordes del sepulcro.

-¡Dios mio! balbuceó. ¿Cómo preservar el golpe funesto que las amenaza?

Y el padre Anselmo empezó á sollozar.

Uno de los guardias que paseaba por el corredor, se detuvo al oir aquellos sollozos reprimidos hasta entonces, y á riesgo de cometer una indiscrecion, penetró en el aposento. El padre Anselmo se hallaba á los pies del castellano, y estrechaba contra su pecho las manos crispadas del moribundo.

-¿Qué tenéis, señor? le preguntó el guardia conmovido ¿Necesitais algun auxilio?

-Todos serian inútiles, porque se muere, respondió sollozando.

-¡Infeliz! murmuró el guardia examinando al anciano con una dolorosa impresion. Voy á llamar á mis compañeros.

A poco rato los celosos partidarios del rey D. Pedro rodeaban á su nuevo señor, D. Rodrigo de Cabezon. En sus rostros expresivos por el dolor, estaba retratado el vivo interés que les inspiraba el noble anciano.

Algunos momentos despues, dos caballeros penetraron en la estancia. El primero, cubierto de hierro, arrojó la capa que le cubria y el casco, y fué á arrodillarse á sus pies. El otro se quedó inmóvil y aterrado ál ver aquella muda excena.

-¡Padre mio! ¡¡Padre mio!! exclamó el jóven D. Alvaro que era el que acababa de entrar con D. Fernando Alfonso de Zamora.

-¡Cielos! Tú aquí, hijo mio; dijo el ermitaño enlazándolo con sus brazos.

-Sí, llego á tiempo para recibir su bendicion.

-Creo que es tarde, murmuró D. Fernando conmovido.

D. Alvaro volvió á llamar á su padre con un eco de voz que hizo derramar lágrimas á algunos de los caballeros que rodeaban al moribundo. Este, al sonido de aquella voz, pareció reanimarse algun tanto. Sus ojos cubiertos por el velo de la muerte, se abrieron penosamente: pero nada pudo descubrir.

-¡Soy yo, padre mio! dijo el jóven besando sus manos y sollozando.

-Llegas, tarde... balbuceó D. Rodrigo.

Y extendiendo sus manos hasta tocar con la cabeza de su hijo, añadió:

-Tú... que eres... libre... que... no has... jurado... fidelidad... mas... que á... tu padre... no... olvides... lo que... debes... al rey... al verdadero... rey... á... D. Pedro... de Castilla... ya que... en este... momento... supremo... mi fé... de caballero... no me... permite... hacer traicion... á mi señor... don... En... ri... que.

-¡Que el cielo lance un anatema sobre su culpable cabeza exclamó D. Alvaro con fiera exaltacion.

El moribundo quiso continuar; pero una convulsion embargó su voz, empezando á agitar su cuerpo.

-Y mi madre ¿dónde se encuentra? preguntó D. Alvaro con la vista extraviada.

-Acaba de retirarse mas tranquila, en la confianza de que su esposo quedaba mucho mas aliviado. Doña Blanca la acompaña tambien.

-¡Desventuradas! murmuró D. Alvaro. Es preciso que ignoren el estado de mi padre. Corred á su lado, padre Anselmo, os lo suplico, mientras yo velo aquí.

-No; vuestros cuidados son ya inútiles. Ahora sólo necesita los de la religion.

-Tambien llegarán tarde, dijeron álgunos caballeros rodeando al moribundo para que D. Alvaro no advirtiese que estaba agonizante.

El padre Anselmo que tenia entre las suyas la mano de su hermano, conoció por su frialdad que apenas habia calor vital en aquel cuerpo exánime. Levantándose entonces para ocultarlo con el suyo, dijo á D. Alvaro.

-Id á consolar á vuestra madre, y á vuestra hermana. Nunca como ahora han necesitado vuestra presencia.

-Sí, pero antes dejadme besar su frente.

-No; porque tantas emociones le matarian. Llevadle, D Fernando, prosiguió dirigiéndose al señor de Zamora.

Este, que se habia apercibido de la muerte del castellano, cogió de la mano al jóven y lo arrastró fuera del salon. Así que desapareció, el ermitaño, con lágrimas en los ojos, dijo á los caballeros que le rodeaban.

-Os ruego que oculteis á estos desventurados la resolucion que voy á adoptar con vuestra generosa ayuda. Es preciso que al punto traslademos á mi ermita el cuerpo de este desventurado. Su vista en estos momentos de angustia, haria sucumbir á su infeliz esposa, y á sus hijos. En mi asilo se le velará hasta que mañana dispongamos sus exequias y le demos sepultura, antes de que su familia advierta el golpe terrible que acaba de experimentar. La litera que estaba preparada para conducir las dos damas á Valladolid, nos servirá ahora para hacer la traslacion.

D. Martin Lopez de Córdova, ya relevado de su puesto, se adelantó al ermitaño, diciéndole:

-Obrais, señor, como un verdadero ministro del cielo; pero no lleveis tan lejos vuestro celo. Nosotros conduciremos á D. Rodrigo á vuestra ermita, y en el ínterin, acompañareis á su familia.

-No, no; repuso vivamente; vendré despues... cuando el llanto haya secado mis ojos.

-Pues ordenad lo que gusteis, dijeron á una voz todos los caballeros.

-¿La litera está dispuesta?

-Sí, señor.

-Entonces os ruego que le bajeis en el mismo sillon en que se encuentra.

El ermitaño no pudo continuar, porque los sollozos habian puesto un nudo á su garganta.

D. Martin Lopez y otros dos caballeros levantaron en brazos el sillon y los demás les siguieron, guardando el mas profundo silencio para no llamar la atencion de las dos damas.

El ermitaño seguia en pós con paso trémulo, y enjugándose lagrimas que el dolor arrancaba de sus ojos. Tantas emociones habian debilitado su espíritu de tal modo, que al llegar al corredor, tuvo que apoyarse en el brazo de uno de los guardias para no caer en el pavimento.

En el patio se hallaba la litera que habian sacado de las caballerizas aquella mañana de órden del padre Anselmo. Martin Lopez de Córdova acomodó al castellamo en uno de sus dos asientos, y aquel ocupó el otro encargando que solo le acompañase uno de los caballeros que guarnecian el castillo; pero todos se resistieron á dejarle partir con el muerto, encerrados los dos en la litera. Don Fernando Alfonso que en aquel momento se reunió con sus amigos, esforzó tambien su ruego, indicando al ermitaño que la litera solo debia conducir al señor de Cabezon. El padre Anselmo dirigiendo una expresiva mirada al caballero, le manifestó que estaba en el deber de acompañar al difunto como deseaba.

-Caballeros, añadió despidiéndose de los celosos defensores del castillo, os ruego que no insistais y que me dejeis partir solo con don Fernando Alfonso de Zamora. ¿No es verdad que vos me acompañareis?

-Sí, por cierto; contestó el caballero acercándose á las mulas. Os serviré de palafrenero.

-Os ruego que guardeis silencio hasta que yo vuelva.

-Descuidad, señor; nada diremos.

-Dentro de una hora volveré al castillo.

-Sí, es preciso: porque vos sois la única persona que tiene derecho á penetrar en el aposento de las damas.

D. Fernando Alfonso de Zamora, castigando á las dos mulas se puso en marcha hablando al ermitaño por la portezuela, guiando á aquellas como un palafrenero consumado.

Era ya de noche. Los rayos de la luna no podian iluminar hasta dos horas despues el camino que seguia el caballero; pero el viaje era muy corto y no era de esperar por consiguiente un tropiezo. Sin embargo, al llegar á los puestos avanzados del rey D. Pedro, hubo precision de detenerse para sufrir un reconocimiento que hubiera sido harto severo, á no presentarse D. Fernando Alfonso de Zamora como interesado en que la litera llegase cuanto antes á su destino. De este modo atravesaron el campamento, sin darse á conocer, porque el padre Anselmo se proponia ocultar la muerte del señor de Cabezon hasta el dia siguiente.

A la entrada de la ermita del Cristo de las batallas, hallábase sentado sobre un banco de piedra D. Lope Alvar de Rojas, impaciente ya por la tardanza del padre Anselmo. A no abrigar la duda de si era ó no su salvador, se hubiera retirado á su castillo para descansar de las fatigas y de los peligros que habia corrido durante el dia. Hacia un largo rato que permanecia abismado en una profunda meditacion, cuando le despertó de repente el ruido producido por las campanillas de las mulas que conducian la litera. Entonces se levantó de su asiento y se adelantó hasta el lugar en que poco tiempo antes habia tropezado con D. Rodrigo de Cabezon y su comitiva, que corria desalentado en busca de su hija y de su raptor. Este recuerdo no produjo en el caballero el sentimiento de venganza, que aun la noche anterior, despertaba en su pecho.

Apesar de que la oscuridad era profunda, D. Lope descubrió á don Fernando guiando la litera.

-¿Qué veo? exclamó admirado: ¿vos sirviendo de palafrenero?

-Y en ello recibo un honor, contestó el caballero con aire meditabundo.

El ermitaño se apeó con trabajo apoyándose en el cuello de don Fernando.

-Venid, D. Lope, le dijo; vuestra ayuda es aquí necesaria.

Don Lope se adelantó, y D. Fernando le indicó que era preciso trasladar á la ermita el cadáver del señor de Cabezon.

-¡Cielos! exclamó, retrocediendo lleno de espanto. ¿Ha muerto don Rodrigo?

-Ya lo estais viendo, contestó D. Fernando friamente. Ahora ayudadme, si gustais.

Don Lope, temblando de emocion, cogió al anciano por la espalda, y D. Fernando le ayudó con todas sus fuerzas. El padre Anselmo se dirigió á la ermita para encender una luz, y á poco rato volvió con una tea encendida para alumbrar al cortejo fúnebre que iba á interrumpir su soledad.

El aspecto del señor de Rojas al depositar en el recinto de la ermita su triste carga, era tan deplorable, que D. Fernando le preguntó si estaba enfermo; pero recordando despues el suplicio que habia estado próximo á sufrir, conoció que su pregunta era indiscreta.

El padre Anselmo con su dolor ya reconcentrado, registró la cueva hasta que halló dos velas de cera que solia encender delante del Crucifijo cuando se entregaba á la oracion. Como en aquel triste recinto no habia mas lecho que el de paja y heno que servia al ermitaño, éste tuvo que pedir á D. Fernando su capa para que descansase sobre ella el cuerpo de D. Rodrigo. Luego, colocando á la cabecera de este el Crucifijo y las dos velas á los lados, rogó á don Fernando que le dejaso solo por un instante con D. Lope.

-Caballero, le dijo así que estuvieron solos; cuando ibais á sufrir un suplicio horroroso, este desgraciado que yace á vuestros pies, imploró vuestro perdon y lo obtuvo. Y sin embargo, en aquel momento luchaba con la muerte que vos lo habeis proporcionado.

Don Lope, confuso y agitado, no se atrevió á responder.

-¿Sabeis D. Lope que es horrendo el crímen que habeis cometido?

-Señor, tenia una herida en mi pecho que era preciso cicatrizar.

-Sí; asesinando de una manera horrorosa á este padre y á este esposo infortunado. La muerte hubiera sido para vos una leve expiacion. ¿Y esperais que la justicia del cielo será burlada como la de los hombres? No, D. Lope. Yo voy á imponeros una expiacion.

-Hablad, señor; vuestra sentencia será justa; porque parte de un digno ministro del cielo.

-Arrodíllate, desventurado.

El caballero, víctima de una agitacion interior que en vano trataba de reprimir; se puso de hinojos á los pies del cadaver de D. Rodrigo de Cabezon.

-Toda la noche, prosiguió el ermitaño, velarás solo á los pies de este mártir del infortunio.

-¿Qué decís, señor? exclamó D. Lope, dominado por una supersticion tan comun en aquella época.

-¿Te negarás á sufrir esta leve expiacion?

-Perdonad, señor; pero la vista de este desgraciado, á quien tanto he ofendido, me causa un temor, un remordimiento que no acierto á explicar.

-¿Vacilarás?

-¡Oh! ¡No me impongais semejante sacrificio!

-¿Con que no te sometes á esta prueba?

-No; imponedme otra cualquiera y la aceptaré.

-Es imposible. Pero ya que te niegas, debo advertirte que el deber que te impongo es el que te exige la misma naturaleza. ¿Sabes quien es ese desventurado que no quieres velar en su último sueño?

-Sí, un noble y leal caballero, víctima de su lealtad y del mayor de los crímenes.

-No debia hacerte esta revelacion, porque va envuelto en ella tu castigo, y este castigo, es tan terrible como el que yo estoy sufriendo. Pero puesto que te niegas, atrévete á abandonar á este desgraciado, cuando te declare que es tu propia sangre.

-¡Cielos! Cómo! D. Lope Alvar de Rojas...

-No prosigas; ese nombre no te pertenece. D. Lope Alvar de Rojas no era tu padre.

-¡Dios mio! ¿Y entonces, á quién debo el ser?

-A D. Rodrigo de Cabezon, que está á tu lado exigiéndote desde el cielo esta expiacion, para que Dios tenga misericordia de tí. Mañana, cuando los primeros albores de la aurora iluminen esta tumba, la soledad de la muerte te habrá marcado la misma senda que hace veinte años está atravesando el padre Anselmo, víctima como tu ahora de un horrible extravio.

D. Lope solo respondió despidiendo un grito horroroso y cayendo desplomado sobre el cuerpo frio de su padre.

- XXVIII -

Dos dias despues de la muerte de D. Rodrigo de Cabezon, un cortejo fúnebre salia de la ermita del Cristo de las batallas.

Abrian la marcha seis ballesteros del rey, cuatro heraldos y algunos reyes de armas. Una doble fila de pages y escuderos seguian en pos con hachas encendidas. El féretro, descansando en un carro mortuorio cubierto con un paño negro en que aparecian las armas de los señores de Cabezon, era conducido por los escuderos que habian abandonado el castillo al amotinarse la guarnicion contra D. Rodrigo. Luego seguian el padre Anselmo y D. Lope Alvar de Rojas llevando en el medio á D. Alvaro de Cabezon. D. Lope vestia un ropage enteramente igual al del ermitaño que revelaba la resolucion que habia adoptado la noche que habia pasado en vela al lado del cuerpo de su padre. El secreto de los lazos que los habian unido era desconocido aun de las personas mas interesadas como D. Alvaro de Cabezon.

Cerraba el acompañamiento el rey D. Pedro con D. Fernando de Castro, Men Rodriguez de Sanabria, D. Fernando Alfonso de Zamora y los demas caballeros que formaban su comitiva, y luego seguia un lucido cuerpo de hombres de armas, en que figuraban los mejored soldados del rey.

El lugar del tránsito estaba cubierto de gentes del pueblo que habian venido de los contornos, atraidos por la curiosidad de ver muerto al célebre castellano que con tanto heroísmo habia resistido á las huestes del rey D. Pedro. Los naturales de Cabezon tambien habian abandonado sus casas, deseosos de pagar el último tributo á su señor. Solo Diego obligado á no dejar un momento á su hermana pudo sustraerse á aquel deber tan sagrado en sus sentimientos de respeto y veneracion á la memoria del infortunado D. Rodrigo.

Las dos damas habian partido la noche anterior para el convento de Santa Clara de Valladolid, acompañadas de D. Martin Lopez de Córdoba y de otros tres amigos del rey.

Aunque el dolor de D. Alvaro al seguir detras del féretro de su padre era desgarrador, su semblante aparecia triste, pero sereno. Solo el de D. Lope manifestaba el remordimiento que le devoraba. El padre Anselmo, agobiado por el peso de los años, por sus achaques y por sus infortunios caminaba con paso vacilante y con el rostro bañado en sudor y rendido de cansancio. El mísero anciano hacia cuatro dias que no disfrutaba del mas ligero descanso, y que no veia á los dos huérfanos.

Cuando el cortejo se acercó al castillo, uno de los centinelas dió la voz de alto. Los ballesteros que caminaban delante se detuvieron, y los demas tuvieron que hacer lo mismo. Al advertirlo D. Alvaro, levantó la cabeza vivamente y preguntó el motivo de aquella detencion inexperada. El rey con una expresion singular habia ya dado órden para que su acompañamiento y la escolta tambien se detuviesen.

-Caballero, dijo D. Alvaro adelantándose á uno de la comitiva del rey. ¿Teneis á bien preguntar por qué nos detienen?

El caballero contestó con un saludo respetuoso y se dirigió al foso del castillo para hablar al centinela.

-¿Olvidais, D. Alvaro, dijo el rey sonriéndose, que estamos en guerra?

-Teneis razon; pero ese no es obstáculo para que penetreis en el castillo.

-Os aseguro que me niegan la entrada.

El caballero que habia partido de órden de D. Alvaro, volvió al momento con la respuesta.

-La guarnicion del castillo, dijo, no puede admitir á tantas gentes sin que peligre su seguridad.

-Volved allá y decidla que los que entren en el castillo siguen á su señor, D. Rodrigo de Cabezon, y que por consiguiente, no hay el peligro que suponen.

-Cierto es, dijo el caballero, que los que acompañan el féretro son vasallos del difunto; pero los soldados del rey y la comitiva de este no pueden considerarse bajo el mismo aspecto.

-Id, caballero y no olvideis que en una situacion semejante no hay mas señor que el que camina en un féretro para el sepulcro y que cuantos lo acompañan son sus vasallos. Aquí, pues, el rey es tan vasallo como vos, porque desde el momento que se ha propuesto rendir con su corte este homenage al último señor de Cabezon, ha abdicado su autoridad hasta que aquel descanse en su sepulcro.

El caballero partió al punto. Largo rato estuvo conferenciando con los que componian la guarnicion, y despues de un vivísimo altercado que sostuvo con notable ventaja el mensagero, aquellos le despidieron manifestándole que una vez que D. Alvaro se conformaba con la entrada en su castillo de tantas gentes, no se oponian á que se les bajase el puente.

La comitiva entró pues, con el mismo órden y compostura dirigiéndose á la capilla del castillo en que debia depositarse el cadáver de D. Rodrigo.

La escolta del rey tambien atravesó el puente, siendo recibida por la guarnicion que se habia formado para estar dispuesta en el caso de que hubiera algun acontecimiento inexperado.

El rey y sus cortesanos siguiendo siempre el féretro, entraron en la capilla con D. Alvaro, D. Lope y el ermitaño. Los tres últimos despues de orar un momento, se levantaron para que diesen principio las exequias. El capellan del castillo y otros sacerdotes que estaban prevenidos, empezaron el oficio de difuntos tan pronto como la comitiva tomó asiento en los bancos que se habian colocado en la nave. D. Pedro, en un gran sillon forrado de terciopelo negro dominaba al auditorio, teniendo á su derecha á D. Alvaro de Cabezon y á su izquierda al ermitaño y á D. Lope.

Terminada la ceremonia, el rey salió primero, y luego salieron en pós todos los caballeros que le rodeaban. Al llegar al patio, se despidió de D. Alvaro.

-¿Os vais, señor? preguntó este admirado.

-Sí; es preciso para que cese cuanto antes la detencion que estoy sufriendo en esta villa.

-Señor, dijo entonces D. Alvaro con una expresion indefinible. A nadie se ha negado todavia la hospitalidad en el castillo de Cabezon. Todos los que penetran en sus muros, si no quieren ofender al castellano, tienen que acompañarle en su mesa. Os ruego, pues, que honreis la mia vos y cuantos os acompañen.

El rey vaciló un instante contemplanlo al jóven con una expresion singular.

-¿No sabeis, caballero, que estamos combatiendo al señor de Cabezon?

-Perdonad, señor; el dueño del castillo soy yo, y por eso os ruego que no desprecieis mi demanda.

-¿Luego me proponeis la paz?

-D. Alvaro de Cabezon, dijo el jóven con voz solemne, en paz ó en guerra con su enemigo, no puede consentir que una vez dentro de su castillo lo abandone sin haber disfrutado de su mesa y de su lecho.

-Y si mañana acertase á pasar por aquí con mis gentes, ¿me permitiriais entrar?

-Las puertas de mi castillo, dijo D. Alvaro, quedan abiertas desde hoy para todo el necesite hospitalidad sea cual fuere su condicion.

-¿Qué bando sigue, pues, el castellano?

-Ninguno.

-¿Obedecerá á su rey?

-Siempre que le llame á una guerra que solo tenga por objeto acabar con la raza árabe en nuestro suelo.

El rey guardó silencio algunos instantes fijando la vista en el suelo como si tratase de adoptar un partido. Las respuestas de D. Alvaro le habian producido la mas grata impresion, porque revelaban un corazon grande y generoso.

-Caballeros; dijo á los que le acompañaban. Hoy descansaremos en el castillo, y mañana al amanecer partiremos para Aragon.

D. Alvaro dió las gracias al monarca con una mirada indefinible.

-Vosotros, dijo este á los que formaban la guarnicion, podeis acompañarle si gustais. Vuestra ayuda es ya inútil; pero el recuerdo de la que habeis prestado á D. Rodrigo de Cabezon, no se borrará de aquí, añadió señalando el corazon.

Y de los párpados del jóven se desprendió una lágrima como una muestra de la gratitud que se albergaba en su pecho.

- XXIX -
(Conclusion)

Dos meses despues de los sucesos que acabamos de referir la capilla del castillo de Cabezon se hallaba primorosamente adornada para recibir á D. Fernando Alfonso de Zamora y á su futura esposa la bella Maria. D. Alvaro de Cabezon y sus deudos, habian hecho todos los preparativos para que las bodas se celebrasen con la mayor pompa y magnificencia.

D. Fernando Alfonso de Zamora, aprovechando la paz que acababa de firmarse entre el rey de Aragon y el de Castilla, habia abandonado la comitiva de este, para salvar á Maria de tantos temores como habia experimentado, en aquellos dos meses de ausencia. El ermitaño no pudo negarse á aprobar el precipitado enlace que don Fernando solicitaba para no separarse de Maria, ni tampoco á la demanda de llevarse su esposa á la ciudad de Zamora, lugar de sus dominios. La separacion debia serle funesta, pero se trataba de su dicha, y esta idea hacia sobrellevar al padre Anselmo el dolor que debia causarle su ausencia.

Maria, con su vestido blanco y su corona de rosas, tan bella como un ángel, acababa de aparecer en el salon del caserio con su hermano Diego. El ermitaño la recibió en sus brazos, y D. Fernando que la esperaba á su lado, se arrojó á sus pies cubriendo sus manos de besos.

-Levantaos, D. Fernando, le dijo, porque vamos á hablar seriamente.

El jóven obedeció, y los dos hermanos se miraron como para interrogarse, extrañando el acento con que el ermitaño habia pronunciado aquellas palabras.

-Sentaos, hijos mios, y no os impacienteis, porque deseo tambien con afan que el sacerdote bendiga vuestra union, como ya la ha bendecido el cielo.

Diego y Maria sin darse cuenta de la impresion que sentian en aquel momento, tomaron asiento, manifestando en su mudo semblante una sorpresa que hizo sonreir á D. Fernando.

-Diego, dijo el ermitaño con acento conmovido; el cielo con este enlace, te priva de un deber tan grato como penoso. Desde hoy eres libre, porque Maria cuenta ya con un protector en el mundo que espero labrará su dicha. Te encuentras, pues, solo y en disposicion de estender tus alas; pero un pesar amarga tu existencia. Crees que la educacion que has recibido es superior á tu condicion, y esta es la única idea que en este momento no te permite dar expansion á tu alegria; ¿no es cierto, hijo mio?

El huérfano inclinó la cabeza sobre su pecho para no manifestar la turbacion que reflejaba en su semblante. El ermitaño, advirtiéndolo, prosiguió:

-Levanta orgulloso esa frente que ahora inclinas al suelo, porque en ella brilla todo el lustre de tu noble alcurnia. ¡Diego! Tu no eres un bastardo como has creido hasta ahora.

-¿Qué escucho? exclamó levantándose de su asiento.

-Eres el primogénito de un noble tan culpable como desventurado. Tu padre se llamaba D. Garcia de Campo-Agreste.

-¡Cielos! El hermano de D. Rodrigo de Cabezon! exclamaron á una voz los dos jóvenes.

-Sí, y puesto que conoceis ya su historia, la omitiré ahora. Sois, pues, tan nobles como D. Alvaro; pero huérfanos.

Dos lágrimas brotaron de los ojos del anciano al pronunciar estas palabras.

-Vuestro padre, prosiguió con voz apagada, al morir ocultó su nombre, porque habia sido el terror del pais, y en esta parte imitó el ejemplo de su hermano D. Rodrigo. El deseo de que se extinguiese para siempre, le hizo renunciar hasta á sus hijos. ¿Querrás tu conservarlo, Diego, ó llevar el de tu madre? Yo, que en este momento represento á D. Garcia, te ruego que respetes su voluntad.

-Lo haré, señor; respondió el jóven con lágrimas de dolor al recordar los infortunios de su padre.

-Pues bien; desde hoy te llamarás, Diego Gonzalez.

-De Oviedo, añadió D. Fernando Alfonso de Zamora, porque el rey D. Pedro acaba de concederle esta villa.

Diego, dominado por la emocion, solo pudo mostrar su reconocimiento apoderándose de las manos de D. Fernando y besándolas con una especie de delirio. El ermitaño sorprendido con aquella nueva, que el caballero le habia ocultado, le alargó una mano conmovida contemplándole con una ternura paternal.

-Pues bien, Diego Gonzalez de Oviedo, desde hoy tu destino en el mundo, es servir al rey que tan grande merced acaba de concederte.

-Yo procuraré ganarla, señor.

-A tí, ángel de Cabezon, prosiguió el ermitaño dirigiéndose á Maria, no puedo ofrecerte ninguna sorpresa, porque ninguna igualaria al placer que ahora experimento al verte próxima á entregar tu mano á D. Fernando Alfonso de Zamora. Abrazadme, pues, hijos mios, porque vuestro primo el señor de Cabezon estará impaciente por tanta tardanza.

Los dos jóvenes se arrojaron al cuello del anciano derramando lágrimas de placer y de dolor al propio tiempo.

-No olvideis al ermitaño del Cristo de las batallas... á vuestro segundo padre...

-¡Jamás! ¡jamás! dijeron á una voz abrazándole de nuevo.

-Vamos, pues, al castillo. Enjugad vuestras lágrimas para que no adviertan que hemos tenido este momento de tierna expansion.

Los caballos se hallaban á la puerta. El anciano ermitaño tenia tambien ensillada la mula que debia conducirle al castillo. D. Fernando ayudó á montar á Maria, y esta aceptó su apoyo sonriéndose, porque ninguno necesitaba para colocarse en la silla. Diego sujetó el estribo á su futuro hermano, despues que éste hubo acomodado igualmente al padre Anselmo. La comitiva no podia ser mas modesta. Solo dos lugareños muy adictos á los huérfanos, habian sido invitados para que concurriesen al castillo.

El centinela de la atalaya no tardó en dar aviso de la llegada de la novia y de su familia. D. Alvaro atravesó entonces el puente con sus escuderos para recibir á los novios.

Mientras tuvo lugar la ceremonia, el padre Anselmo, arrodillado en lo mas apartado de la capilla, enjugaba las lágrimas que como un raudal bañaban sus mejillas. Así que aquella terminó, don Fernando, desprendiéndose de D. Alvaro, que habia sido el primero en abrazarle, corrió al lugar en que seguia arrodillado el ermitaño, y postrándose á sus pies, le dijo.

-Vengo como hijo vuestro á pediros la primera gracia.

-Mas bajo, murmuró el anciano levantándole con sus brazos. ¿Qué pretendes, hijo mio?

-¡Oh! ¡Que os descubrais á vuestra hija!

-¡Imposible!

-Ved que estoy á vuestros pies.

-¡Imposible!

-Olvidais que ahora tengo derecho á que no priveis á mi esposa, de las caricias de su padre.

-Hijo mio; ya sabes que un juramento y una expiacion...

-¿Pero esta expiacion de diez y seis años, no ha sido suficiente para expiar vuestras faltas?

-No.

-Y entonces, ¿condenareis á vuestros hijos á no ver en el mundo á su padre, habiendo estado á su lado tantos años.

-Sí.

-Señor; hace una hora que en el caserio cuando hicisteis aquella revelacion estuve dispuesto á descubrir el secreto.

-Hubieras cometido un perjurio.

-¿Con que no accedeis á mi ruego?

-No, hijo mio, no. Vuelve al lado de Maria y... hazla dichosa... muy dichosa... Dios te lo recompensará...

-¿Y vos?

-¡Yo... seguiré mi expiacion! dijo elevando sus ojos al cielo con una expresion de dolorosa ó indefinible resignacion.

D. Fernando comprendió por aquella actitud y por aquella mirada que la resolucion del ermitaño era invariable...

El cariño filial no habia podido triunfar de la conciencia del padre Anselmo, así como la deshonra no habia hecho faltar á su hermano D. Rodrigo á El Honor Castellano.

FIN

Appendix A Apéndice

En el compendio histórico que lleva por nombre Atalaya de las crónicas, escrito por Alonso Martinez de Toledo, arcediano de Talavera, capellan del rey don Juan II, y en todas las obras de aquella época, se halla la relacion de un suceso que se verificó, mientras el legado del papa Clemente VII arreglaba las paces entre el rey D. Pedro I de Castilla y el de Aragon. Dice así:

‘«En este comedio, fue el rey para Cabezon, un castillo que... estaba por el conde D. Enrique e tovole cercado: e estando sobre el nunca jamas pudo el rey aver fabla con el alcayde; pero el rey envio á el un rey de armas para que le dijese de la parte del rey que le diese la fortaleza, e le faria muchas mercedes, e le daria lo que le mandase que darle fuese: mas el alcayde non quiso responderle cosa nenguna á cosa que le dixeron. E en este comedio diez escuderos que estaban dentro en el castillo, cometieron traicion al alcayde; ca le demandaron mugeres con que durmiesen: e el alcayde non tenia si non á su muger e una fija suya que ay tenia. E dixeron los escuderos que si non ge las daba que dexarian el castillo: e veyendo esto el alcayde, ovoles de dar á su muger é fija por non ser traidor á su señor. Mas dos de los escuderos non le quisieron facer tal traicion, e rogaron al alcayde, que los echasen fuera del castillo. E el alcayde fizolo así, e luego fueron presos e llevaronlos al rey, e contarongelo todo, e la razon porque avian salido: e el rey fue muy sañudo de tal traicion, e trató con el alcayde que ge los entregase aquellos escuderos, e diole otros tantos fijos-dalgos, juramentados del rey, que le sirviesen e muriesen allí con el alcayde. E así fue luego fecho, e entregole el alcayde los ocho escuderos: e luego el rey fizolos cuartear vivos, e despues fizolos quemar.»’

Esta es la version histórica que ha servido de argumento á la novela El Honor Castellano, que se publica para que el lector pueda apreciar la exactitud de algunos sucesos que parecen inverosímiles, y que sin embargo, descansan en el testimonio de los escritores mas acreditados de la edad media.

Appendix B Fé de erratas

La precipitacion con que se ha escrito y se ha impreso á la vez esta novela, ha dado lugar á varios errores tipográficos y aun de redaccion que no señalaremos porque están al alcance del lector menos ilustrado. Solo debemos mencionar el padecido con la amalgama en uno solo de sus dos capítulos IV y V, debiendo tenerse presente que este último principia con la última linea de la página 56.

Appendix C

Note:

La verdad histórica de esta respuesta solo puede comprenderla el que esté enterado de las leyes que dominaban en aquella época. El señor natural era el hidalgo con relacion al villano, y el rico-hombre con relacion al hidalgo. Esta distincion resaltaba con todo su explendor en las órdenes militares. El maestre era el señor natural de todos los caballeros que figuraban en la órden, y le debian obediencia antes que al rey. Cuando este pasaba por alguna fortaleza ó villa pertenecientes á aquella, y queria visitarla, el alcaide le negaba la entrada enseñándole la cadena que llevaba al cuello que era la insignia de su vasallaje, y de que debia obediencia á su señor natural antes que al rey.

Una de las disposiciones mas trascendentales del senado de D. Pedro de Castilla, ha sido la supresion de este vasallaje, al disponer que en lo sucesivo ninguna villa ó fortaleza hiciese pleiteria por su señor, sino por el rey, lo cual dió lugar á la mayor parte de los disturbios que agitaron aquel célebre reinado. (N. del A.)


Rechtsinhaber*in
ELTeC conversion

Zitationsvorschlag für dieses Objekt
TextGrid Repository (2022). Spanish Novel Corpus (ELTeC-spa). El honor castellano. Novela histórica original : edición ELTeC. El honor castellano. Novela histórica original : edición ELTeC. European Literary Text Collection (ELTeC). ELTeC conversion. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001B-DA07-6