El duende de la corte

o

Memorias de un fraile

Novela histórica original

de

D. R.Ortega Y Frías

Madrid

Imprenta de T.Fortanet, Libertad, 29

1862

PRÓLOGO

Si queréis dramas sublimes, patéticos, buscadlos en la sociedad y los encontraréis fácilmente sin necesidad de pedirlos a la imaginación del poeta, cuyas creaciones son siempre pálidas, frías, comparadas con los cuadros ya tiernos y conmovedores, ya horribles, que presenta la vida de la humanidad, la historia de cada familia. Cuando el escritor quiere interesar, copia, y su mérito consiste en saber buscar. Con la invención de sucesos, por verosímiles que sean, rara vez se arranca una lágrima a los ojos, un suspiro al pecho.

Por eso creo que la lectura de este libro puede interesar. No es un cuento, es una historia lo que voy a referir. No he tenido que hacer más que ordenar sucesos y engalánarlos.

Hace pocos meses que un amigo mío, persona de no escasa erudición y muy amante de las letras, tuvo la fortuna de encontrar en un almacén de libros viejos, un tomo en pergamino, cuyo color y arrugas probaban su antigüedad. Debía haberse conservado cuidadosamente, y solo la ignorancia de algún heredero o testamentario, pudo ser causa de que estuviera allí, formando montón con otros en un rincón del almacén. Sus amarillentas hojas estaban manuscritas, y la lectura de algunos párrafos convenció a mi amigo de que había encontrado un tesoro histórico y literario. Allí estaba la colección del primer periódico político que se escribió en España, la vida pública y privada del célebre carmelita fray Manuel de San José, el fiel retrato de todos los cortesanos de Felipe V, la revelacion de muchos secretos de estado y la lista de algunas familias, esclarecido todo con interesantes datos de irrecusable autoridad.

Por diez reales fue mi amigo dueño del libro; me lo enseñó y como yo mostrase deseos de hacer uso de él, tuvo la generosidad de cedérmelo. [1]

Así vino a mis manos esta historia, y aún pudiera decirte, lector, que esa es la historia de la historia que voy a contarte, principiando de esta manera:

El día 5 de Setiembre del año de 1714, entraban en Madrid por la puerta de Atocha dos jinetes cubiertos de polvo y con muestras de estar bastante fatigados, según el abandono con que se dejaban balancear por los acompasados movimientos de sus cabalgaduras.

Aunque el frío se dejaba sentir poco, llevaban sendas capas de paño gris oscuro; pero puestas con descuido, por lo cuál podía verse buena parle de la ropa que vestían.

No iban juntos, sino delante el uno del otro y a seis u ocho pasos de distancia.

El primero era un oficial del ejército portugués, no pasaria de los veinticuatro años, y en su rostro aguileño, en sus grandes ojos negros, de brillante pupila, de mirada ardiente, viva y penetrante, se adivinaba al primer golpe de vista un espíritu fuerte, un gran corazón y una inteligencia privilegiada. Todas las pasíónes debían ser en aquel hombre violentas, desarrollándose hasta su último grado: las sensaciónes de ternura, lo mismo que las de dolor, los sentimientos de cariño y los de odio, debían producir siempre en aquel corazón grandes borrascas de incalculables resultados. Las resoluciónes que aquel hombre tomáse en situaciónes graves, debían ser prontas, firmes y sin que en su ejecución se detuviese ante ningún peligro, ante ningúna consideracion.

Así lo decían sus expresivos ojos; así estaba escrito en su frente, que aunque medio cubierta por el sombrero de tres picos, parecía ser espaciosa y altiva.

Nada tenía que pedir tampoco a la naturaleza en cuanto a la parte física: sus facciones, de correcto dibujo, de atrevidos perfiles, presentaban un conjunto de admirable belleza.

Era de regular estatura, de formás musculares, y vestia con suma elegancia, pero sin afectacion.

Montaba un caballo negro de raza pura cordobesa, esbelto, fogoso, obediente, de larga crin y espesa cola.

El otro jinete en nada se parecía al primero.

Era un simple soldado, y su rostro, más abultado que el del oficial, estaba dilatado constantemente, sino por una marcada sonrisa, como si fuera a sonreír con toda la dulzura de un espíritu cándido. La mirada franca y serena de sus pardos y redondos ojos, revelaba una tranquilidad inalterable, una calma contra la que debían estrellarse los ímpetus de todas las pasíónes, la fuerza de todas las desgracias y los punzantes dardos de toda clase de ofensas, de todo género de provocaciones.

Sin embargo, como lo conocemos, podemos asegurar que no era tonto, ni cobarde, ni insensible. Estaba dotado de una inteligencia clara, de un valor frío y ciego que era el mismo en todas ocasíónes, y no conocía más que dos de los siete pecados capitales, la gula y la Péreza. Comer y dormir eran sus únicos goces, y las mujeres eran para él solo un medio de evitar el fastidio, interrumpiendo de vez en cuando, pero de tarde en tarde, la monotonía de una vida tranquila. No se tomaba el trabajo de meditar sino cuando le era absolutamente preciso, y no adoptaba ningúna resolución, sino después de haberla meditado mucho; pero una vez decidido a una cosa, nada, absolutamente nada, le hacía desistir ni aún modificar su propósito. Nunca se rebelaba contra nadie; pero cuando no queria hacer una cosa, oponía una resistencia pasíva contra la que se estrellaban las reflexiones, las amenazas, los golpes y hasta la muerte, porque decía con su calma glacial: «Bien, matadme; pero no haré eso.»

Este personaje, a quien tendremos ocasíón de conocer muy a fondo, porque representa un papel importante en la presente historia, era un antiguo criado del oficial, única persona cuya autoridad reconocía, y había seguido a su amo a la guerra y hecho prodigios de valor, con la misma indiferencia, la misma calma que antes había desempeñado los quehaceres domésticos.

Cabalgaba sobre un corpulento caballo aleman, el más a propósito para él, porque no tenía que tomarse el trabajo de refrenarlo continuamente, y podía ir con el mayor descuido.

La silla del corcel del amo no llevaba más que las pistoleras, pero el manso cuadrúpedo del sirviente iba cargado, no solo con el jinete, sino con una maleta y unas grandes alforjas que siempre estaban bien provistas de comestibles.

Cuando llegaron a la entrada de la calle de Atocha, el caballero, que iba cabizbajo y triste, levantó la cabeza, exhaló un suspiro, y mientras brillaban extraordinariamente sus ojos, clavó las espuelas en los ijares de su negro caballo.

Este sacudio la crin y la cola, tomó el trote largo, y sintiendo más duro el freno y otra vez la punzante espuela, dio un resoplido y siguió al galope, probando que una larga jornada no era bastante para acabar con sus bríos.

Mal que pesase a su calma, hubo de hacer el criado lo mismo que el señor, y en pocos minutos llegaron a la plazuela de Santa Cruz.

Allí se detuvieron, descabalgó el oficial, y entregando las riendas a su sirviente, le dijo:

—Ya sabes la posada; dispon la comida y espérame.

—Bien, señor,—respondio el criado;—pero tengo para mí que obrariais más cuerdamente, alimentando el cuerpo antes que el alma, y quitándoos el polvo...

—Vete y espérame,—interrumpió el caballero.

Y embozándose, alejóse mientras el soldado se encogía de hombros y se entraba por la calle Imperial en busca de la de Toledo.

No dio entonces el joven muestras de estar cansado, pues muy aceleradamente, poco menos que corriendo, atravesó la plaza y calle Mayor, bajó la de Bordadores, dejó atrás las del Arenal y San Martín y se encontró en la plazuela de las Descalzas.

Todavía existe allí, como burlándose de las leyes de ornato público, una casa situada al principio de la calle del Postigo de San Martín, y que forma con otra un angulo entrante que ya hubiera debido desaparecer.

Paróse el caballero, miró a los balcones y a la puerta, y al ver que esta y aquellos estaban cerrados, se contrajo su frente.

Dudó algunos instantes, acercóse a la puerta, miró por el agujero de la cerradura, escuchó sin oír nada y su rostro palideció.

—¡Ah!—exclamó, apretando los puños y con acento que lo mismo indicaba sorpresa que dolor o ira.

Y volvió a mirar y a escuchar en vano, mientras que su agitación crecia con el afán que tan claramente mostraba en su semblante.

—¿Dónde están? ¿Qué ha sucedido?—repetía, examinando las sombrías paredes de la casa como si allí hubiera de encontrar la explicación de lo que no comprendía.

algunos minutos permaneció inmóvil, pensando cómo aclarar sus dudas; cuando acudio en su auxilio una vecina curiosa, vieja por supuesto, que después de observarlo, le preguntó:

—¿A quién buscáis, caballero?

—Busco a... la gente de esta casa... ¿No vive ya aquí el señor don Juan Meneses?

—Sí que vive; pero no está, ni ningúno de la familia, no queda más que el señor Manuel el portero, y ha salido a pasearse.

—Pero...

—No están en Madrid desde anoche que vino de Getafe un criado con recado de doña Margarita; y a pesar de que eran las diez y estaba nublado y amenazaba tormenta, el señor don Juan mandó enganchar el coche y se fue con los criados.

—¡Oh!—exclamó el caballero con sorda voz.—Un aviso a las diez de la noche y partir en seguida...

—Si queréis decirme vuestro nombre, yo se lo diré al señor Manuel...

—No es menester... Voy a ver a don Juan.

—Eso mismo dijo esta mañana otro caballero...

—¿Quién?—preguntó vivamente el oficial.—¿Lo conocéis?

—Sí, porque viene muy a menudo a visitar al señor don Juan.... Le llaman el señor de... de Patiño...

—¡Patiño!... ¡Vive Dios!—exclamó el joven, cuyos ojos despidieron dos centellas.—¡Patiño!

Y sin escuchar más se alejó con tanta rapidez como si lo impulsara la irresistible fuerza de un vértigo.

Poco tardó, el al parecer desesperado caballero, en llegar a la calle de Toledo, entrar en una posada, preguntar a un mozo, subir al primer piso y abrir la puerta de un aposento donde su criado descansaba tendido en un colchon.

—Martín—gritó el oficial.

—Señor,—respondio el sirviente, poniéndose de pie,—ya estará la comida...

—A caballo...

—¡A caballo!—repitió Martín, restregándose los ojos porque dudó si estaba dormido.

—Ensilla... pronto...

—Pero, señor...

—Si no quieres venir, quédate, no te necesito...

—Iré al fin del mundo,—repuso con calma el sirviente.

Y mientras se ponia el sombrero, ceñia la espada y tomaba la capa, la maleta y las alforjas, prosiguió diciendo:

—Vamos, señor, vamos, no me importa: si ahora no duermo será después; pero me habéis dejado con un palmo de boca abierta. Me he tomado la libertad de comer, y estoy dispuesto para todo. Sé lo que sucede en estas cosas, y me he preparado, he recuperado las fuerzas, porque el molino no puede andar sin agua, ni el trigo puede molerse sin molino. Yo no os esperaba tan pronto, lo menos en dos horas, porque como se trataba de una cosa que os interesa tanto, más que la vida, según decís... Pero ello es que habéis vuelto y que tenemos que marchar; sobre cuya repentina determinación he de advertiros, que si la jornada ha de ser larga, nuestros caballos nos dejarán a pie a la mitad del camino.

El caballero, que se paseaba con impaciencia de un extremo a otro de la habitación, respondio distraídamente:

—A Getafe.

—¡Ah!—exclamó Martín.—Ahora comprendo... Bien, señor, muy bien. Me consuelo: es pueblo de gallínas, liebres y perdices... ¿Dormiremos allí?

—Sí.

—Perfectamente: una buena cena...

—Acaba ¡vive Dios!...

—Voy a ensillar.

La creciente impaciencia del caballero no le permitió aguardar el aviso de su criado, y salió con este, acompañándolo a la cuadra y poniéndose a ensillar su caballo para ganar algunos minutos; pero fuese por la falla de costumbre de hacerle o porque su mismo afán le hiciese perder el tino, ello es que antes de llegar a la mitad de la operación el calmoso Martín había terminado la suya, diciendo:

—Vísteme despacio, que estoy de prisa.

Pocos momentos después cabalgaron y partieron al galope. Eran las cuatro de la tarde.

El sol, aunque descendiendo a su ocaso, brillaba con todo su esplendor.

Ni la más ligera nube empañaba el trasparente azul del cielo.

Los jinetes salieron de la población por la misma puerta por donde habían entrado.

Brillaban más cada instante los negros ojos del caballero.

Se contraia gradualmente su rostro y tomaba una expresión sombría.

Agitábase su pecho más y más, no por el cansancio físico, sino por las violentas conmociones de su alma.

Solia apretar los puños con muestras de reconcentrada ira, o inclinar sobre el pecho la cabeza como si meditase, o herir sin compasíón los ijares de su corcel como si el tiempo fuese un tesoro, como si de un momento de retraso dependiese la salvación de su vida.

De vez en cuando se escapaban de su boca los nombres de Margarita, don Juan y Patiño, como si las tres personas a quienes pertenecian absorbiesen toda su atención o constituyesen los elementos de su felicidad o su existencia.

¿Iba en busca de una madre?

No, porque por una madre se llora en todas ocasíónes, lo mismo cuando se teme perderla, que cuando se la hace feliz, volviendo a sus brazos tras una larga ausencia.

¿Iba en pos de algúna mujer amada?

Dudoso era también.

El joven solia jurar, amenazar y maldecir su estrella y su vida, y el amor hace suspirar y sonreír.

Tampoco podía esperarlo un padre, ni un hermano, ni un amigo.

Ni buscaba a un enemigo para vengar una ofensa, porque no era cobarde y había momentos en que palidecía cadavéricamente y se estremecia con ese inequívoco temblor del miedo.

Difícilmente se hubiera adivinado lo que buscaba con tanto afán, lo que producia su agitación, el coraje o la tristeza que se advertían en él.

Empero puede asegurarse que sufría mucho.

Martín debía estar en el secreto, según pudo colegirse de sus palabras; pero Martín no se alteraba nunca ni hacía comentarios sobre nada, y era imposible deducir ni lo más remoto de su gesto glacial ni de algúna palabra que se le escapase.

El fiel criado solia decir:

—Mi buen señor acabará por perder el juicio o morirse de rabia. Bueno, adelante, así... ahora más aprisa... Este movimiento ayuda prodigiosamente a la digestión, abre el apetito y... ¡parece que no he comido!

Medía hora llevaban de camino, siempre al trote o al galope, como si se hubiesen propuesto reventar a sus obedientes cabalgaduras.

No habían encontrado alma viviente.

Por todas partes soledad, quietud, silencio.

Al fin divisaron a lo lejos una nube de polvo que avanzaba hacia Madrid.

Luego distinguieron el bulto y la confusa forma de un carruaje, pudiendo bien pronto convencerse de que era un coche tirado por dos mulas con ruidosas colleras.

A la derecha del vehículo iba, en un hermoso caballo alazán, un caballero, montado con descuido, embozado hasta los ojos, con la cabeza inclinada sobre el pecho y con todas las apariencias de estar abatido por un dolor profundo.

Detrás iba un criado, también triste.

Y el lacayo que ocupaba la zaga, y el cochero, y las mulas, que andaban Pérezosamente, moviendo de arriba abajo la cabeza y haciendo sonar con plañidera monotonía las campanillas de cobre de sus collares, y hasta los crujidos que, como lastimeros ayes, producia el roce de las ruedas con los ejes, parecían expresar pena, dolor, llanto.

No tenía el vehículo pintadas armás ni letras que revelaran la calidad ni el nombre de su dueño, y unas cortinillas verdes impedían que las miradas curiosas penetrasen en su interior.

El joven oficial iba demásiado preocupado para que nada le llamáse la atención.

Miró con indiferencia el carruaje, cuyo ruido le hizo estremecer y le entristeció sin saber por qué, y dio con la espuela a su caballo para alejarse cuanto antes.

No sucedio lo mismo al otro caballero embozado.

también distraídamente levantó los ojos, miró al oficial, y sus pupilas, un momento antes apagadas, relumbraron como dos carbunclos.

Entonces procuró más que nunca recatar el semblante.

Dejó que pasasen amo y criado, inclinó el cuerpo, levantó una de las cortinillas verdes y dijo algunas palabras a los que iban dentro del coche.

Luego volvió su caballo, y aunque a buena distancia para no ser visto, siguió al oficial y a su sirviente.

Estos continuaron sin apercibirse de lo que el otro había hecho.

¿Qué significaba la repentina determinación del embozado?

¿Por qué aquella mirada centellante que de tan diversos modos podía traducirse?

En el coche no iban más que dos hombres, uno en cada testero, ambos de la misma edad, como de cincuenta años; vestido el uno decentemente, pero con modestia; el otro con más lujo, de finísimo paño negro y con magníficos vuelos de encaje.

A este le había dirigido la palabra el embozado, que era joven; pero el anciano, en vez de responder, lo miró con sorpresa, arrugó la frente y luego hizo un gesto de dolorosa resignación, acabando por dejarse caer en un rincón del coche, apretando los puños y cruzándose de brazos como si del más angustioso pesar pasase a la más horrible desesperación.

Estas circunstancias hacían más incomprensible la relación que había entre aquellos personajes.

Indudablemente se conocían; algo tenian de comun; pero ¿qué podría ser?

No lo sabemos, y para averiguarlo, seguiremos a los que caminaban hacia Getafe, porque presentimos que estos han de dar muy pronto ocasíón para que se aclare el asunto.

No dejó el oficial que su caballo descansase, aflojando el paso; al contrario, a medida que se acercaba al término de su camino, obligaba más al noble bruto, que cubierto de espuma y abriendo cuanto podía sus anchas narices, no se daba tampoco por vencido, y correspondía satisfactoriamente a los deseos de su amo.

Dieron al fin vista al pueblo.

—¡Ah!—exclamó el portugués con acento que parecía arrancado del alma.—¡La muerte o la vida!... ¡Esto es horrible!.:.

Y pocos segúndos después se detuvo delante de una solitaria casa, situada como unos cien pasos antes de llegar a las primeras de la aldea.

Martín llegó también.

El embozado, que parecía adivinar lo que había de hacer su perseguido, había echado ya pie a tierra y atado la brida de su alazán al tronco de un arbol, poniéndose en observacion.

No perdio un instante el gallardo oficial.

Descabalgó de un brinco y se acercó al edificio solitario.

Empero este, como la casa de Madrid, tenía cerradas la puerta y las ventanas, y solo un balcon había de par en par abierto.

también reinaba allí un silencio profundo, sepulcral.

Palpitó con violencia el corazón del mancebo.

Su mirada apareció más sombría.

Contrájose más de lo que estaba su pálido rostro.

Miró por uno y otro lado y escuchó.

Ni las ramás de los arboles del jardín, situado en la parle posterior del edificio, se movian, así que, no sonaba ni aún el roce de las hojas cuando las agita el viento.

En vano fue que el caballero mirase por el agujero de la cerradura de la puerta y aplicase el oído.

Nada vio ni oyó.

Brotaban en su ardiente imaginación negras ideas que lo atormentaban horriblemente.

Espantosas dudas desgarraban su alma.

Era preciso salir de aquella situación.

No era posible dejar al tiempo la explicación de lo que el caballero veía.

El tiempo, antes de explicar, le hubiera quitado la vida con el temor, el afán, la incertidumbre.

Además, ya lo hemos dicho, el hermoso joven no dudaba nunca mucho tiempo cuando se le presentaban dos caminos que seguir.

Entonces, como siempre, tampoco aguardó.

volvióse para ver si, como en la plazuela de las Descalzas, algún transeunte le daba explicación es.

Pero nadie pasaba por allí.

A nadie se veía en los alrededores.

Meditó un segúndo.

—No me faltará una excusa,—murmuró.

Y asíendo el pesado aldabon de la puerta, descargó tres o cuatro recios golpes.

El eco se repitió en el interior de la casa.

Luego se oyó el ahullido lúgubre de un perro.

El caballero quedó como petrificado.

No pudo respirar en algunos instantes.

Quizás por primera vez en su vida se inmutó Martín, que estaba sentado en tierra, y como si su señor le hubiese comunicado el miedo, púsose de pie de un brinco.

volvió el caballero a llamar.

Repitióse el eco y el can ahulló otra vez.

Ya no podía dudarse de que no había en la casa ningúna persona.

Pero ¿por qué la habían abandonado sus habitantes?

¿Adónde habían ¡do?

Sin embargo de no haber recibido contestacion, el joven no queria convencerse, porque habría tenido que explicárselo de una manera horrible.

Antes de aceptar lo que tanto le espantaba, quiso apurar todos los medios, y en su trastorno eligió el peor.

Acercóse a la tapia del jardín, arrojó al suelo la capa, y haciendo escalera del corpulento caballo aleman, trepóla y saltó al otro lado, donde afortunadamente el terreno tenía mayor elevacion.

Estaba en el jardín el perro, y aunque era un mástin que aparentaba por su corpulencia y colmillos gran fiereza, no se movio, y en vez de ladrar al ver que asaltaban la casa, ahulló más lúgubremente que antes.

Estremecióse el caballero, que empezaba a sentirse dominado por un miedo supersticioso, que en vano intentaba desechar.

A no interesarle tanto aclarar sus horribles dudas, a no ser hombre que una vez dado el primer paso ante nada se detenia, hubiera retrocedido.

algunas gotas de frío sudor corrieron por su frente pálida y abrasada por la calentura.

Su rostro estaba horriblemente contraído, casí desfigurado.

Sus ojos, extremadamente abiertos, se revolvían lentamente en sus órbitas, dirigiendo a todos lados miradas recelosas, como si temiese la aparición de un terrible enemigo.

Atravesó el jardín y entró en la casa sin que su único vigilante le estorbara el paso ni hiciera más que mirarlo tristemente, como diciéndole: «¿Qué me importa que seas un ladrón o un asesino? Ya no puede suceder nada peor de lo que ha sucedido.

Crecia la agitación del caballero.

Al pie de la escalera se detuvo un segúndo, hizo un esfuerzo y subió.

¡Ah!—exclamó con voz ronca.—¡Nadie!...

El eco le respondio como había respondido a los golpes del aldabon.

vio los muebles desordenados.

Entró en otro aposento medio oscuro porque la ventana estaba cerrada.—No pudo examinarlo; pero gritó sin obtener tampoco respuesta.

Siguió adelante, atravesó algunas habitaciones y entró en una esclarecida por la luz que entraba por el balcon.

Detúvose allí, miró a todos lados, el mueblaje estaba perfectamente ordenado, nada de particular se advertía; pero se percibia un olor extraño, que aunque conocido del caballero, no acertó en aquel momento a decir de qué provenia.

Esta circunstancia, sin explicarse la razón, hizo que se aumentase el pavor de que se sentia cada vez más poseido.

—¿Qué ha sucedido aquí?—se preguntó.—¡Ah!... ningún indicio... ningúna señal... y...

dio algunos pasos, llegó a la puerta de un dormitorio, donde apenas entraba algúna luz y se detuvo, examinando con avidez su interior.

A pesar de que no conocía el miedo ni era supersticioso, no pudo contener un grito de espanto, de horror, y aunque su primer impulso fue el de retroceder y huir, no acertó a moverse.

¿Qué había visto?

En el rincón más oscuro del dormitorio brillaban dos pequeñas luces fosfóricas, extrañas, fijas, cuyos discos, perfectamente redondos, parecían sostenerse por sí solos en el espacio como dos estrellas.

Aquellas luces, a pesar de su intensidad, no esclarecían ni la más pequeña parte del aposento.

En cualquiera otra ocasíón hubiera comprendido el joven de qué provenian aquellos destellos; pero su trastorno era completo, y hasta lo más natural y sencillo aparecía a sus ojos fantástico, misterioso, horrible.

Un sudor copioso y frío inundó su rostro.

La fiebre abrasaba su cabeza y exaltaba por momentos su imaginación.

Estaba muy cerca de un completo extravío mental.

Como si tuviera delante un terrible enemigo, llevó la mano a la espada; un poco antes de desenvainarla comprendio lo ridículo del ademan, avergonzóse de su miedo, verdaderamente pueril, y murmuró:

—¡Estoy loco!... ¿Por qué tengo miedo?... ¡Ah!... No temo por mí, sino por ella... ¡Margarita!...

Oprimióse el pecho con la fuerza convulsiva de su violenta excitacion nerviosa, pasóse las manos por la frente, hizo un esfuerzo y penetró en el dormitorio.

Las luces se movieron, y del rincón donde estaban, partió un ruido sordo, apagado, como el del roce de un cuerpo blando en la pared, y por delante del caballero, veloz como una centella, informe, más que a nada, parecido a una sombra, cruzó un bulto pequeño y desapareció por una puertecilla excusada.

Entonces comprendio el joven lo que eran las extrañas luces, y más que nunca se avergonzó de que los relucientes ojos de un sér inofensivo y cobarde le hubiesen infundido tal pavor.

Empero no por eso se calmó la agitación dolorosa de su espíritu, porque nada encontraba que le explicase lo que no comprendía o no queria comprender.

había en el dormitorio una cama de caoba; pero no tenía colchones, y sus blancas y finísimás colgaduras estaban plegadas.

Esto, que no parecía tener ningún valor, fue para el caballero un indicio horrible.

Su mirada afánosa se fijó en la cabecera del lecho, donde había esculpida y dorada una M.

—¡Ah!—exclamó el infeliz como si le hubiesen desgarrado el alma.

Y el eco le respondio como una voz lúgubre y pavorosa.

—¡Margarita!—gritó el trastornado mancebo con el acento de la desesperación.—¡Margarita!... ¿Dónde estás?

Y con pasos vacilantes recorrió de un lado para otro el aposento, acercóse a la cama, la besó, y repitiendo sus gritos, sus ayes y preguntas, ya apoyándose en las frías paredes, como si el dolor hubiese agotado sus fuerzas, ya corriendo sin fija dirección como si lo persiguiera la muerte y buscase una salida ignorada, salvación en el acaso, dejó el dormitorio, atravesó habitaciones y galerías, bajó y subió escaleras y se encontró al fin sin saber cómo en el jardín y al lado del corpulento perro, que levantando la cabeza, lanzó otro ahullido más prolongado y lastimero que ningúno.

El joven se dejó caer en un banco de piedra.

Apenas podía respirar.

Su rostro estaba cadavéricamente pálido y desfigurado.

algunas palabras ininteligibles se escaparon de su boca.

Apoyó la cabeza entre las manos y se oprimió las sienes, cuyas arterias latian como si fuesen a romperse.

Así permaneció algunos segúndos.

Empero no queriendo convencerse de lo que ya no debía dudar, como el náufrago que intenta asírse a las mismás olas que lo envuelven, dijo:

—Aquel coche... ¡oh!... bien puede ser que allí... ¡Dios mío, matadme si he de tocar la realidad horrible que haria de mi existencia un tormento espantoso, una carga odiosa!

Hizo un esfuerzo, levantóse, y como si el dolor le diese nuevos alientos, acercóse a la tapia, la trepó con inconcebible ligereza y saltó al otro lado sin esperar a que Martín le acercase el cuadrúpedo aleman.

Al primer golpe de vista comprendio el fiel sirviente lo que sufría su señor, no dudando ya de que habría encontrado en el interior de la casa la prueba de la catástrofe que temía.

Sin embargo, Martín calló porque conocía su falta de elocuencia para templar el dolor profundo de su señor, y estaba además convencido de que hay dolores que no se calman sino con el transcurso del tiempo. Así que, no hizo más que echar la capa sobre los hombros del trastornado mancebo, que solo se cuidó de mirar afánosamente a uno y otro lado en busca de una persona a quien preguntar lo que tanto deseaba y temía saber.

—¡Ah!—exclamó al ver a un hombre que se acercaba lentamente y con aire de tristeza y de grande abatimiento.

La frente de Martín se contrajo ligeramente, lo cual le sucedía en muy raras ocasíónes, y siguió a su señor, que dio algunos pasos para encontrarse con el cabizbajo transeunte.

Apenas este y aquellos estuvieron a distancia de poder hablarse, el oficial, con voz trémula por el afán y el miedo, dijo:

—Buen hombre, una palabra...

—¿Qué queréis?—preguntó el villano, mirando distraídamente al caballero.

—¿conocéis—repuso vivamente éste—á los dueños de esa casa?

—Por mi mala ventura.

—!Por vuestra mala ventura!...

—Sí, soy criado del señor D. Juan de Meneses...

—¡Ah!...

—Y si no lo fuera me excusaria sufrir lo que sufro.

—¿Pero qué ha sucedido? ¿Por qué no hay nadie en la casa de Madrid ni en esta?

—No hay nadie aquí ni allí, porque el señor D. Juan está camino de la corte...

—Pero su hija...

—¡Doña Margarita!—murmuró el rústico criado, exhalando un suspiro.

—Si, doña Margarita... decid...

—El angel de la casa, de cuantos la conocían... ¡Oh!... No me consolaré jamás, señor, aunque estoy seguro de que se encuentra en el cielo y es allí más dichosa que aquí.

El caballero abrió la boca para exhalar un grito que tal vez se hubiese llevado tras si el alma; pero no pudo; fallóle la respiración, la luz huyó por algunos instantes de sus ojos, y a no apoyarse en un hombro de Martín, hubiese caido en tierra.

Lo que sintió en aquellos terribles momentos, es imposible explicarlo ni comprenderlo sin haberse encontrado en situación semejante.

Como arrancadas instantáneamente por una mano implacable y omnipotente, había perdido de una vez todas sus ilusiones, todas sus risueñas esperanzas, todas sus afecciones, reconcentradas en una.

Margarita era todo para él.

No tenía padres, ni hermanos, ni amigos.

No tenía más que su amor.

Y su amor era su única felicidad, su vida.

Perder a Margarita era perderlo todo, porque ella era la luz de su risueña, de su única, de su última esperanza, y cuando esta se desvanece, no queda más que la soledad, las tinieblas, el vacío.

La vida entonces es imposible, porque en el vacio no hay existencia.

La última esperanza es el último soplo vital.

Por eso la desesperación busca la muerte.

Solo un espíritu grande y fuerte como el de aquel hombre, hubiera podido resistir, en sus circunstancias especiales, un golpe tan terrible.

Un hombre como él no se entregaba fácilmente a la desesperación, no se declaraba vencido jamás.

Para él, en todas las situaciónes, el hombre debía aceptar la lucha provocada por la fatalidad, y sostenerla aún sin esperanza de vencer.

Dejarse abatir por el dolor o buscar la muerte para no sufrirlo, era una cobardía para aquel hombre.

Inmóvil, silencioso y con la mirada fija en el criado de don Juan, permaneció el caballero algunos minutos, porque a pesar de todo su valor no pudo dar un solo paso.

No comprendio el rústico sirviente lo que hacía sufrir con sus palabras al desdichado joven, y prosiguió diciendo:

—¡Qué noche hemos pasado!... Una hora después de llegar mi señor, espiró su hija. Ahora vengo del cementerio y... ¡he llorado como una mujer!—añadio el fiel criado, cuyos ojos se humedecieron.—¿Creereis que estaba tan hermosa como antes de morir?... Le he dejado una corona de flores le he besado las manos, aquellas manos benditas que tantas veces dieron limosna... ¡Pobre doña Margarita!...

No pudo el sirviente proseguir, porque Martín lo interrumpió diciéndole con asPéreza:

—¿Qué hacéis, pedazo de bruto?... Callad ¡vive Dios! que estáis desgarrando el alma de este caballero.

El joven oficial se estremeció convulsivamente, oprimióse el pecho, exhaló un penoso suspiro, relumbraron sus negras pupilas, y como si repentinamente recobrase las fuerzas o perdiese la razón, alejóse con rapidez., gritando:

—Espérame, Martín.

—Pero, señor...

—Espérame,—repitió el dolorido mancebo sin detenerse.

El soldado hizo un gesto de resignación, volvió la espalda al criado de don Juan, que había quedado sorprendido, y se sentó para aguardar, no muy tranquilo, porque comprendio que su amo intentaba algúna locura.

Entonces volvió a cabalgar el embozado que los había seguido, _y_ partió al galope en dirección del pueblo.

No se cuidó de seguir ningúna vereda el joven oficial, sino que atravesando sembrados y saltando arroyos, corrió en línea recta, dejando á un lado la población, y llegando en pocos minutos a un terreno arido, cercado por una tapia ruinosa, y en el cual había clavadas algunas cruces de madera toscamente labradas.

Allí se detuvo algunos instantes y vaciló como si tuviese miedo.

Su corazón palpitó con más violencia que nunca, y su rostro se contrajo más, desfigurándose horriblemente.

Cuando se penetra en el silencioso recinto de los que fueron, no hay quien deje de sentir una conmocion profunda, extraña, inexplicable, mezcla de respeto y de terror, que no puede dominarse sino por un alma depravada o una cabeza estúpida.

El enamorado mancebo tenía un doble motivo para conmoverse, para sentirse poseido del espanto, del dolor y del respeto, y por eso, a pesar de que nunca retrocedía, se detuvo algunos instantes.

Iba a ver a la mujer a quien tanto amaba, o mejor dicho, a lo que no era más que un recuerdo desgarrador de sus perdidas ilusiones, un desengaño horrible, una realidad espantable; iba, en fin, a ver la muerte cuando buscaba la vida, a encontrar los ojos fijos, sin brillo ni expresión de un cadáver, en vez de las miradas ardientes y tiernas de una mujer hermosa.

Reinaba un silencio profundo, que hacía más imponente la soledad y el triste aspecto de aquel lugar.

Empezaba a ocultarse el sol, cuyas luces se extendían como una faja de fuego en Occidente.

El infeliz joven levantó al cielo una mirada de intenso dolor como si demandase ayuda.

Era la primera vez en su vida que dudaba de su valor y sus fuerzas.

—No,—murmuró con voz ahogada,—no retrocederé: quiero verla por última vez, darle un beso de eterna despedida y llevarme en los labios el frío de la muerte... ¡Oh!... Para mí acabó todo... ¡Cuándo acabará mi vida!

Oprimióse el pecho, y en tanto que el ardor de la fiebre abrasaba su cabeza y encendía más y más sus negras pupilas, entró en el cementerio, atravesó una parte de él y se acercó a un hombre que se disponia a llenar de tierra una fosa.

—Deteneos,—le gritó el caballero asíéndole un brazo.—¿Qué vais a hacer?

Mirólo sorprendido el hombre, hizo un gesto de disgusto al ver aquel rostro contraído y aquellos ojos chispeantes, y desasíéndose, dio un paso atrás y respondio:

—Estoy enterrando a un muerto, ya lo veis.

—después lo hareis. Ahora,—repuso el joven, mirando al interior de la sepultura,—abrid ese ataud, ayudadme a sacar el cuerpo que encierra y dejadme solo algunos minutos.

—¡Ah!—exclamó el sepulturero, abriendo extremadamente los ojos y la boca.—No sabeis lo que pedís...

—Pronto...

—Imposible.

—No se trata de cometer un crimen; os pido solamente que me dejeis ver un cadáver.

—Verlo...

—Nada más.

—¡Oh!...

—¿No es la hija de don Juan de Meneses?

—Sí.

—Pues bien, quiero verla, nada más que verla algunos instantes.

El sepulturero meneó la cabeza con aire de desconfianza.

—No puede ser,—dijo.

—¡Oh!—exclamó el caballero, apretando los puños con mal contenida impaciencia.—Nada conseguireis con negaros, porque la veré de grado o por fuerza.

—Mientras tenga mi azadon no me asusta vuestra espada...

—Pues elegid, replicó el mancebo, arrojando un bolsillo a los pies del enterrador y poniendo mano a la espada.

—Bien,—repuso el villano después de algunos instantes.—Si no queréis más que ver a doña Margarita...

—Ya os lo he dicho.

—Dar tanto dinero por ver a un muerto...

—Por ver a una persona querida, darle el último adiós y derramar una lágrima sobre su cuerpo frío.

—Ahora comprendo...

—Acabad...

—Con una condición.

—¿Cuál?

—Yo observaré desde allí, y si hacéis algo más de lo que habéis dicho...

—Bien, observad; pero no os acerqueis mientras no veais que trato de cometer una profanación.

El sepulturero recogió el bolsillo, lo guardó y se metió en la fosa, que era de poca profundidad, mientras decía:

—Dejadme, no necesito vuestra ayuda... os la pondré ahí, donde podais verla arrodillado... Apartaos ahora...

El caballero obedeció maquínalmente, separándose algunos pasos de la sepultura.

No necesitamos decir lo que tuvo que violentarse para entrar en razónamientos con el enterrador, en aquellos momentos de dolorosa amargura de angustiosa impaciencia, de completo trastorno.

Cada segúndo le parecía un siglo.

No puede hacerse comprender lo que sufría.

La más completa enervacion y las excitaciones más violentas se sucedían rápidamente.

Tan repentinos cambios debilitaban más y más su espíritu y su cuerpo.

Sólo aquel hombre extraordinario hubiera podido resistir lo que al más animoso y fuerte habría hecho sucumbir en pocos minutos.

Es que el dolor no quita la vida sino lentamente.

Por eso se dice que el dolor no mata.

Pero ¡ay del que sufre! que al fin muere a impulsos de su dolor y tras una penosa y larga agonía.

El desdichado mancebo permaneció inmóvil como una estátua, con la mirada fija en la fosa y las manos sobre el pecho como si quisiese desgarrárselo o evitar que lo rompiesen las violentas palpitaciones de su corazón.

El sepulturero, que estaba inclinado sobre el ataud, se enderezó lentamente, levantando en sus brazos el inanimado cuerpo de Margarita y colocándolo al borde de la sepultura.

Lanzó un grito desgarrador el caballero, arrojó al suelo su sombrero y su capa, extendio los brazos, y mientras que el enterrador salía de la fosa y se alejaba, dejóse caer de rodillas junto al cadáver de la joven y fijó en él una mirada que expresaba lo mismo el dolor y la ternura que el espanto.

Un blanquísimo sudario envolvía el cuerpo de Margarita, que apenas tendría diez y ocho años.

La muerte había cubierto su rostro de palidez, le había robado la frescura y la expresión, pero no toda su incomparable belleza.

Nada decía, nada inspiraba ya aquel rostro encantador; pero aún podía admirarse.

—¡Margarita!—exclamó el caballero.

Y como si una mano de hierro oprimiese su garganta, no pudo articular una sílaba más.

Entonces, no impulsado por un sentimiento de mundano amor, sino de respeto profundo, de tierno y puro cariño, inclinóse y estampó un beso en la frente helada de Margarita.

La sangre pareció helarse también en sus venas.

La sensación que produce el frío de un cadáver, solo puede comprenderla el que la haya experimentado.

Otra vez intentó hablar el caballero; pero no pudo.

Quiso otra vez acercar sus labios al rostro de la joven; pero tampoco pudo moverse.

En su semblante, tan pálido como el de Margarita, horriblemente desfigurado, pintábase el completo trastorno de su espíritu, producido por su mortal dolor, por la fiebre que lo abrasaba.

Trascurrieron algunos segúndos, no más que algunos segúndos, pero que fueron para el desdichado joven un siglo de tormentos espantosos.

El cuerpo de Margarita, mal colocado sobre el desigual terreno, resbalóse hacia la fosa.

—¡Ah!—exclamó el caballero, extendiendo los brazos y haciendo un esfuerzo dolorosísimo.—¡No, no me dejes!... ¡Margarita!... No me dejes, que es la eternidad la que va a ponerse entre nosotros.

El silencio le respondio.

—Me ahogo... me abraso—murmuró, pasándose las manos por la frente y oprimiéndose el pecho.

Y como para buscar aire que respirar, levantóse y volvió la cabeza a uno y otro lado.

En aquel momento apareció a la puerta del cementerio el misterioso embozado, fijó en el oficial una penetrante mirada y se adelantó, parándose junto a una cruz de piedra.

Allí permaneció inmóvil, sin que pudiera adivinarse lo que sentia por la expresión de su semblante, porque lo tapaba con el embozo sin dejar ver más que sus ojos pardos y redondos, que brillaban como dos luciérnagas.

Acababa de ocultarse el sol.

Destacábase en el puro azul del horizonte el resplandor trasparente, vaporoso del vespertino crepúsculo, dorando las cumbres y las torres del pueblo, que allá lejos se divisaban, y bañando la frente de Margarita, que en aquellos momentos parecía coronada por una aureola de luz celestial.

[]

Abrió los brazos para arrojarse otra vez sobre el frío cadáver

Sintióse el caballero cada vez más quebrantado.

Menguábanse sus fuerzas por instantes.

Perdían sus miembros la facultad de moverse, como si estuviesen ateridos por el frío de la muerte, como si de ellos hubiese huido el calor al contacto del inanimado cuerpo de Margarita, como si después del beso estampado en la pura frente de la joven, se hubiese embotado la sensibilidad de todos sus miembros.

Sus ojos, abiertos como si fuesen a saltar de sus orbitas, estaban inyectados en sangre, relumbrando sus negras pupilas como dos ascuas.

Los objetos se presentaban a su vista confusos, vagos, como fantásticas sombras, como apariciónes de un ensueño.

Se sucedían, alternaban y confundían sus ideas como se revuelven, mezclan, deshacen y forman las espumás del Océano cuando ruge la tempestad en su insondable seno y sobre sus olas.

Si el dolor no quitaba la vida al desdichado mancebo, le trastornaria la razón.

Allí debía quedar muerto o salir loco de allí..

No podía esperarse otra cosa de su estado.

Ya no intentaba contenerse ni dominarse, porque no sabía darse cuenta de lo que le sucedía.

El infeliz hizo el último esfuerzo.

Abrió los brazos para arrojarse otra vez sobre el frío cadáver.

Empero sus piernas se negaron a obedecerle y quedó como petrificado.

Quiso gritar, pedir al cielo ayuda y blasfemar a la vez; pero tampoco pudo.

Entre el verdadero torbellino de ideas que brotaban en su exaltada mente, una le hizo sonreír con expresión horrible, con la alegría de la desesperación cuando siente la fría mano de la muerte.

Era la idea de espirar allí, junto al cadáver de Margarita, y tal vez lo hubiera conseguido, a prolongarse su situación; empero en aquel instante sintió caer sobre uno de sus hombros una mano dura y pesada como el hierro, y oyó una voz reconcentrada y grave que con acento severo dijo:

—Respetad la muerte.

El oficial sintió renacer sus fuerzas en un segúndo; dejó escapar un rugido de rabia, y como el leon herido, volvióse para ver quien había tenido el temerario atrevimiento de interpelarlo tan bruscamente.

Habrá comprendido el lector que el nuevo personaje era el embozado misterioso, el cual, sin descubrir el rostro ni moverse, sostuvo impávido la centellante mirada del portugués.

Hubo algunos momentos de silencio profundo, durante los cuales se contemplaron aquellos dos hombres como dos encarnizados enemigos que se preparan a un combate a muerte.

—¡Oh!—exclamó al fin el oficial.—¿Quién sois? ¿Con qué derecho venís a interrumpirme? ¿Por qué no respetais el dolor antes de aconsejar que se respete la muerte?

—Y vos—replicó el embozado con asPéreza,—¿con qué derecho interrumpís el silencio de la tumba? ¿Por qué dejais que vuestro dolor profane en vez de llorar? ¿habéis venido a pedir al Omnipotente cuenta de sus fallos, o á reiros delante de la muerte porque sois de los que se rien ante la verdad?... Alejaos; dejad que repose con el sueño eterno esa que ya no es para el mundo, y vos, morid sufriendo o consolaos olvidando.

—¿Quién sois?... ¡Oh!... ¿Quién sois?

—¿Qué os importa mi nombre?

—El de un villano será cuando lo ocultais como el rostro, que tampoco podreis descubrir sin vergüenza.

—¡Villano!—murmuró el misterioso caballero con amargura.

—Sí...

—¡Oh!... Miradme y decidme si algo tengo que envidíaros en hidalguía.

—¡Patiño!—exclamó el portugués, llevando instintivamente la diestra a la empuñadura de su espada.

—El mismo.

—¡Patiño, mi rival!...

El embozado se había descubierto.

Aparentaba tener unos treinta años.

Su rostro, ligeramente moreno y pálido, era enjuto, estrechando gradualmente hasta rematar casí en punta en la barba, notándose más este defecto porque los pómulos de sus mejillas eran demásiado salientes; de manera que esta circunstancia y la de ser curva su delgada nariz, y muy espesas sus negras cejas, hacía que sus ojos, casí perfectamente redondos, quedasen hundidos y medio ocultos como en el fondo de una caja de la cual se escapasen los luminosos destellos de dos díamantes de Sumatra, pues sus pupilas eran en extremo relucientes.

Sus dientes eran blanquísimos y bastante pequeños e iguales, y sus labios muy delgados, estando cubierto el superior por un bigote negro, brillante y fino, pero mal peinado.

Si se hubiera quitado el sombrero hubiérase podido ver una frente espaciosa y surcada por dos arrugas que partian de entre las cejas.

En general la mirada del llamado Patiño y la expresión de su rostro, cuyos músculos se movian con gran facilidad, revelaban una inteligencia privilegiada y mucha astucia, y daban a conocer al hombre dedicado al estudio de algúna ciencia, y habituado, por consiguiente, a meditar.

Era de regular estatura, bien formado, aunque enjuto de carnes, y presentaba un conjunto que no desagradaba por más que examinado detenidamente no se encontraran en su rostro más que imperfecciones.

—Sí,—dijo después de algunos instantes,—os conozco, don Manuel Freire de Silva, aunque no os he visto más que una vez: fuimos rivales: pero la muerte ha puesto término a nuestra rivalidad...

—Pero no a nuestro odio,—interrumpió Silva, cuyas manos temblaban de coraje.

—Ya no tenemos nada que disputarnos...

—La vida.

—¡Oh!...

—Si, es preciso que me mateis para que yo acabe de sufrir, o que yo os mate para castigaros. ¡Oh!... Dios es justo, no queda jamás la culpa sin pena.

—Don Manuel...

—Mirad,—repuso arrebatadamente el militar, señalando al cadáver,—mirad vuestra obra; Margarita ha muerto ¡oh! ha muerto cuando debía comenzar a vivir, cuando mi amor le ofrecia un porvenir de dicha incomparable.

—Dios lo ha dispuesto así...

—No caballero: Margarita ha dejado de existir a impulsos de su dolor. Vuestra codicia ruin y la tiranía de su padre la han sacrificado. La veíais sucumbir y ni siquiera por compasíón habéis desistido de vuestro loco empeño para salvar su vida. La infeliz estaba sola, sin más defensa que sus lágrimás y... ¡la habéis asesinado!... ¡Sois un cobarde!...

—¡Caballero!—exclamó Patiño esforzándose para contener su enojo.

—La justicia de los hombres—repuso el de Silva con creciente exaltación—no puede castigaros; pero queda la justicia inexorable del Omnipotente, que os ha traído aquí para que expieis vuestro crimen ante ese cadáver que lo atestigua. Si me matais, me hacéis un bien porque dejaré de sufrir, y vos arrastrareis una vida horrible de remordimientos que os atormentarán sin cesar; y si la suerte os es adversa, espirareis junto al cadáver de Margarita sin dejar de verla un instante, y vuestra agonía sera tan espantosa como vuestro crimen.

—habéis perdido la razón...

—¿Qué me importa si me quedan alientos para vengar a vuestra víctima?

—Basta—replicó Patiño.

—Si, basta: el tiempo vuela; huyen los últimos resplandores del día... ¡acabe con ellos vuestra vida o la mía y que para uno de los dos sea eterna la noche que ha de venir!

—¡Oh!... Mi dolor no es menos intenso que el vuestro, porque yo amaba a Margarita con toda mi alma; ni es menor mi deseo de mataros que el vuestro de acabar con mi vida; pero la mano de Dios se ha puesto entre nosotros y la respeto...

—En vano intentáis disimular el miedo.

—¡Caballero!...

—Si, sois un cobarde...

—¡Y he de sufrir tal ofensa!—exclamó Patiño, que apenas podía contener los impetus de su ira.—¡Oh!... No me hagais olvidar las consideraciones que enfrenan mi enojo...

—Sacad la espada...

—No...

—Sacadla—repuso Silva fuera de sí, desenvainando la suya.

—¡Profano, sacrílego!...

—Cobarde...

—Insultadme—replicó Patiño, cruzándose de brazos,—maltratadme, heridme...

—Defendeos...

—No.

—Os mataré...

—Me asesinareis, porque no me moveré.

—Os escupiré al rostro...

—Lo sufriré.

No había medio de obligar a Patiño: su resolución era firme y se hubiera dejado matar cien veces antes que responder a las provocaciones de su rival.

¿Qué hacer en semejante situación?

Silva queria a todo trance matar o morir; pero no queria convertirse en asesino de un hombre que no se defendía.

—¿No decíais—preguntó—que amabais a Margarita?

—Sí.

—Pues después de su muerte debeis apreciar muy poco la vida.

—Nada.

—¿No me odíais?

—Sí.

—Entonces, no os batís porque teneis miedo.

—¿De qué si no estimo en nada la existencia?

—Mentís.

Patiño se encogió de hombros.

—¿Por qué no aceptais el duelo?

—¡Oh! Preciso es que esteis loco cuando en este recinto no os sentís más poseido de dolor y respeto que de rencor. ¡queréis interrumpir el silencio de esta mansion con el ruido de las espadas!... Aquí no debe resonar más que la voz para elevar al Eterno fervientes súplicas por las almás de los que yacen bajo esas santas cruces: esta tierra debe regarse con lágrimás y no con sangre; delante de un cadáver no se piensa en esta vida ni en sus borrascosas pasíónes, sino en la eternidad y en la misericordía divina.

El cuerpo de Margarita volvió a resbalarse, cayendo pesadamente al fondo de la sepultura.

Silva no pudo contener un grito de terror.

La espada se escapó de su mano.

—Ya lo veis,—añadio Patiño;—hasta ese cuerpo inerte huye de vos, se esconde para no veros profanar su mansion sagrada, y su espíritu os maldecirá desde el cielo.

La frente pálida del portugués se inundó de frío sudor.

Las fuerzas que le había dado la fiebre empezaron a menguar.

Hubo algunos momentos de silencio profundo, durante los cuales permanecieron inmóviles aquellos dos hombres.

—Vámonos,—dijo al fin Patiño.

—¿Qué hareis fuera de aquí?—preguntó Silva.

—Volveré a ser vuestro enemigo irreconciliable.

—¿Aceptareis el duelo?

—Con una condición.

—¿Cuál?

—Que antes me escucheis algunos minutos.

—¿Pensais convencerme?...

—Nada pienso; pero impongo esa condición, y podeis aceptarla sin mengua.

—Bien.

—Salgamos.

Silva recogió la espada, la capa y el sombrero, y con vacilantes pasos siguió a Patiño, sin osar acercarse otra vez a la sepultura.

Alumbrados por los últimos resplandores del crepúsculo, tomaron una vereda que conducia a la población.

El oficial andaba trabajosamente.

La fiebre se aumentaba.

Latíanle las sienes como si fuesen a romperse las arterias.

Sentia la frente abrasada y el pecho oprimido, hasta el punto de costarle gran trabajo respirar.

De vez en cuando la luz huia de sus ojos por algunos instantes.

Puede decirse que no le sostenia más que la voluntad, recurriendo a toda su prodigiosa fuerza.

Un cuarto de hora después entraron en el pueblo y se detuvieron a la puerta de una posada.

—Aquí,—dijo Patiño,—tengo reservada una habitación: si queréis, entraremos y podremos hablar sosegadamente.

—Como gustéis,—respondio el portugués.

Subieron; entraron en una sala casí desnuda de muebles; el posadero les llevó un belón encendido, y se sentaron.

Falta le hacía al oficial el descanso: no hubiera podido sostenerse de pie algunos minutos más. No le quedaban fuerzas para batirse si llegaba á efectuarse el duelo que con tanta insistencia proponía.

Patiño inclinó la cabeza sobre el pecho y pareció meditar.

Silva esperó, esforzándose para que no se le conociese el estado de debilidad y abatimiento en que se encontraba.

La rojiza luz del belón iluminaba aquellas dos figuras, tipos tan diversos en lo físico y en lo moral.

Oyóse el plañidero sonido de las campanas que tocaban a difuntos.

El portugués se estremeció y de sus ojos brotaron dos lágrimás que él no sintió salir, ni correr por sus pálidas mejillas.

Patiño inclinó más la cabeza y su respiración se hizo más agitada.

Continuaron silenciosos durante algunos minutos.

¿Qué habían de decirse?

Las explicación es no podían ser satisfactorias.

No tenian que hacer más que matarse o volverse la espalda, llevándose cada cual su odio y su dolor.

Si sucedía lo primero, Silva sucumbiria porque su brazo apenas podría sostener la espada.

Para hacer lo segúndo debieron haber excusado aquella enojosa entrevista.

—¿Cuál es vuestra resolución?—dijo al fin Patiño.

—Ya la conocéis,—respondio el portugués;—pero ¿y vuestras explicación es?

—Poco tengo que deciros, porque solamente quiero haceros comprender que son injustas vuestras duras acusaciones, y que si fuí vuestro rival, no cometí traicion algúna, ni sospeché siquiera que mi amor pudiese contribuir a la muerte de Margarita. La vida, ya os lo he dicho, nada me importa, y por consiguiente, no intento excusar el lance en que puedo sucumbir; pero haré cuanto me sea posible para que en vuestra opinión quede mi honra en el lugar que merece. Sé que me odíais; yo también os aborrezco; entre nosotros no hay reconciliacion posible; pero así como yo os hago la justicia de creer en vuestro limpio honor, sed vos también justo conmigo. Si por respeto a la memoria de Margarita no vertemos nuestra sangre ahora, nos haremos una cruda guerra, no lo dudo; pero por ser enemigos no hemos de dejar de ser justos y leales.

—Caballero,—replicó el oficial, cuya exaltación iba calmándose,—sabeis que Margarita me amaba y que su amor era su vida: ¿por qué, pues, no abandonasteis vuestras pretensiones?

—Porque yo la amaba también, y como nunca se pierde la esperanza de conseguir lo que se desea con afán, seguí un día y otro día rogando por si lograba vencer al fin la repugnancia de Margarita. Ya fuere con ambiciosas miras, ya por otra razón, don Juan quiso protegerme, usó de su autoridad de padre y prohibió a su hija pensar en vos, ordenándole que me diese su mano. Ella aparentó obedecer el mandato de su padre en cuanto a vos, y si no os olvidó, no volvió a pronunciar vuestro nombre. Por mi parte no pude hacer más de lo que hice: dejé a Margarita en completa libertad para fijar el día de nuestra union, y ni una sola vez le pregunté cuándo me haria feliz. Así han pasado ocho meses; mi afán crecia; pero no menguaba mi prudencia, y en todo ese tiempo me he limitado a visitar a don Juan y a su hija como un amigo. La desdichada empezó a entristecerse, enfermó y...

—Basta, caballero...

—¡Oh!—murmuró Patiño con voz ahogada por el dolor.—¡Me acusais de haber muerto a Margarita cuando la amaba tanto!...

—Os acuso porque...

—Porque estáis desesperado y la desesperación es la locura. No lo extraño, caballero; la sorpresa que habéis experimentado es horrible. Poco menos que vos estoy yo, y no sé si deseo más vuestra muerte que la mía, porque en estos momentos me es odiosa la existencia.

El portugués no respondio: el dolor iba apoderándose por completo de su alma, robando a la ira su lugar. Por otra parte, las explicación es francas de Patiño no le daban ocasíón para que se encendiese más su enojo.

Ambos callaron.

Trascurrieron algunos minutos y las campanas interrumpieron otra vez el silencio de la noche.

El rostro de Patiño se contrajo más de lo que estaba.

Silva volvió a estremecerse.

Cualquiera hubiese dicho que se habían olvidado el uno del otro.

Era que ambos meditaban sobre su situación y buscaban en vano una solucion que conviniese a sus deseos.

Se odíaban y hubieran querido exterminarse; pero ¿qué sería del que quedase vivo? ¿Templaria su dolor con la muerte del otro?

No.

A sus tristes recuerdos añadir otro de sangre, sería hacer el pasado más horrible, más atormentador el presente y más dudoso, más negro, más espantable lo porvenir.

Los pensamientos de aquellos hombres eran tan sombríos como sus semblantes.

Sus reflexiones concluyeron por convencerles de que la muerte era el único alivio de sus dolores.

—Sentir,—pensaba el portugués,—es sufrir, y por consiguiente, mi sufrimiento acabará cuando acabe mi sentimiento ¡Oh!... ¡La muerte tiene también sus sonrisas!

—¿Qué es la muerte?—se decía entre tanto Patiño.—Una verdad que solo debe espantar a las almás débiles; es el descanso, el término de la horrible lucha que sostenemos desde que vemos la luz del mundo. El último soplo de la vida es el último dolor y la primera sonrisa de una tranquilidad eterna. ¡La paz del sepulcro!... Hé ahí la paz anhelada por el hombre... ¡Oh!... ¡La muerte es también dulce y bella!

—Cuando nada se tiene ni se espera,—añadía el oficial,—la vida no tiene objeto ni fin.

—El hombre,—pensaba Patiño,—no tiene razón de ser cuando no vive para nada, y es un absurdo, un imposible la existencia si en lo presente y en lo porvenir no significa ni es más que el movimiento sin aplicacion.

Por tales razónamientos puede comprenderse el estado moral de aquellos hombres.

No mentían; en aquellos momentos de dolor y de trastorno no comprendían la posibilidad de vivir ni que su existencia pudiese ya significar nada.

Empero intentaban engañarse.

Como impulsados por un mismo resorte, pusiéronse ambos repentinamente de pie y cruzaron una mirada centellante.

Hubiéraseles creido animados por un mismo sentimiento, decididos a una misma cosa.

Sin embargo, sus resoluciónes eran opuestas.

habían cambiado de opinión, pensando el uno como había pensado el otro poco antes.

Silva se había levantado para irse porque llegó a horrorizarle la idea de verter sangre en aquellos momentos solemnes.

Patiño se había decidido a batirse con intento de dejarse matar, como si acabando así con su vida no cometiese la cobarde accion del suicidio.

Con tal resolución, y como si hubiesen medíado las más amplias explicación es, puso mano a la espada y dijo:

—Don Manuel, ya hemos hablado largamente: ningúna duda nos queda de nuestro proceder noble... Acabemos.

Sorprendiose el oficial con semejante determinación; pero ya no pudo manifestar la suya de marcharse: estaba interesado su amor propio, no podía rehusar el lance sin mengua de su honra.

Entonces le ocurrió la misma idea que a su rival y resolvio batirse para dejarse herir, sin pensar tampoco que esto no era ni más ni menos que un suicidio.

Relumbraron las espadas.

Cruzáronse y su chis chás fue el único ruido que se oyó en la estancia.

Ambos creyeron que terminarian en pocos minutos, porque ningúno sospechó la intención del otro.

Empero bien pronto, por el descuido en defenderse y la flojedad en atacarse, pudo comprenderse que no era el deseo de matar, sino el de morir, el que guiaba sus brazos.

Eran los dos valientes y consumados maestros en el arte de manejar la espada, y sin embargo, cien veces hubieran podido herirse sin ningúna dificultad.

Sin resultado alguno chocaron los aceros por espacio de algunos minutos, y al fin, como no podía menos de suceder, los bravos combatientes empezaron a convencerse de que habían tenido la misma idea.

—Probaré.—dijo Patiño para sí,—á dirigirle una estocada que pueda pararla fácilmente.

Y haciéndolo así vio que su contrario, en vez de evitar el golpe la favoreció, fingiendo torpeza.

Hizo lo mismo Silva, y para no atravesar a su rival, tuvo que retroceder como si él fuese el amenazado.

Ya no cabia disimulo.

Hubiera sido, no solamente vano, sino ridículo el fingimiento.

Así lo pensaron, y como tenian necesidad de poner breve término a la situación, bajaron las espadas.

—Caballero.—dijo Silva.

—¿No queréis seguir?—preguntó Patiño.

—Vos sois quien debeis decir si estáis arrepentido.

—Como habéis bajado la espada...

—Porque vos lo habéis hecho.

—Antes vos.

—perdónad, pero...

—Permitidme que os diga que estáis equivocado.

—Creo que...

—Tengo seguridad...

—Pues nada se ha perdido.

—Es verdad.

—Comencemos otra vez.

—En guardía,—repuso Patiño sin moverse.

—En guardía,—repitió Silva sin que la punta de su espada se separase de junto al extremo de su pie derecho, donde la había colocado.

—¿A qué aguardais?

—¿Y vos?

—Como no os moveis...

—No he querido adelantarme...

—Yo tampoco.

—En guardía, pues...

—En guardía...

—¡Oh!...

—Caballero...

—Esperad...

—Sí; hablemos antes...

—Explícaos con franqueza.

—¿No queréis batiros?

—Sí, ¿y vos?

—también.

—¿Entonces por qué no me habéis herido?

—¿Y vos?

—Porque no he podido.

—Yo tampoco.

—¿Y por qué no parabais a tiempo mis golpes?

—Sin duda por torpeza.

—He conocido vuestra intención...

—¡Mi intención!... Creo que no os he dirigido ningún golpe de mala ley...

—No.

—Ni siquiera he recurrido a un falso ataque.

—habéis perdido cien veces la línea...

—Y vos, no solamente habéis desaprovechado mi torpeza, sino que otras cien veces habéis buscado con vuestro pecho mi espada.

—¿Y de eso deducís?...

—¿queréis que os lo diga claramente?

—Sí.

—Vuestro intento es...

El caballero fue interrumpido por la llegada del posadero que había abierto la puerta y entrado, diciendo después de mirar las espadas desnudas:

—Pues tenía mucha razón el chico.

—¿Qué queréis?—le preguntó asperamente Patiño.

—¿Qué he de querer, señor? ¿Pues no piensan vuestras mercedes que van a ser mi perdicion? Ya hace un rato que el chico empezó a decirme: «Padre, en la sala de arriba se dan de cuchilladas...»

—Salid.

—No saldré. Si quieren vuestras mercedes matarse, háganlo en buen hora; pero no aquí, porque si la justicia entra en mi casa me quedaré sin camisa.

Los caballeros se contemplaron algunos segúndos.

Luego envainaron las espadas.

—¡Oh!—murmuró Patiño.—La memoria de aquel angel no debe mancharse con sangre...

—Hagamos lo posible para no encontrarnos jamás.

—Pero si nos encontrásemos...

—En todas las situaciónes seremos siempre rivales.

Patiño sacó algunas monedas de plata, las echó en la mesa y se dispuso a salir.

El oficial lo detuvo.

—Recoged,—le dijo,—ese dinero.

—¿Por qué?

—Porque si vos pagais la habitación, tendré que agradeceros la hospitalidad y no quiero que la gratitud me quite la libertad de haceros cruda guerra si nos encontramos algúna vez.

—Y si vos pagais...

—Lo haremos a medías.

—Me conformo.

Silva puso sobre la mesa diez y ocho reales, que era la cantidad que había dejado Patiño.

Solo un odio profundo, de esos que acaban con la muerte, pudo hacer que el oficial, en medio de su trastorno, llevase hasta el último grado de sutileza su conducta.

El posadero guardó las nueve pesetas y tomó el belón.

Silva volvió a sentirse sin fuerzas; dejóse caer en la silla, y dijo:

—No os lleveis la luz. Pasaré aquí la noche.

—Mande vuestra merced.

—Lo que ahora quiero es que vayais al camino de Madrid. Allí, cerca de la casa de don Juan Meneses, vereis un soldado con dos caballos...

—Entiendo, señor; le diré que venga...

—Eso es.

El portugués apoyó los codos en la mesa y dejó caer la cabeza entre las manos.

Quedó inmóvil.

Su respiración se hacía por momentos más desigual y agitada.

Se le hubiera creido entregado a un sueño profundo.

después que dejaron de oírse las pisadas del caballo que montaba Patiño y partió al galope, reinó el más profundo silencio en toda la posada y sus alrededores.

Un cuarto de hora pasó.

Abrióse la puerta y entró Martín, fijando en su amo una mirada afánosa.

—Señor,—dijo,—aquí estoy.

El oficial hizo un esfuerzo, exhaló un penoso suspiro, y levantó la cabeza.

Martín, a pesar de toda su calma, no pudo contener un grito de sorpresa y de temor.

El rostro del caballero estaba horriblemente desfigurado y cubierto de mortal palidez.

Sus ojos, extremadamente abiertos, se revolvían lentamente en sus órbitas como si su mirada vaga buscase un objeto sin saber hacia donde dirigirse.

Habíanse dilatado sus negras pupilas, y tenian un brillo extraño.

Sus labios estaban entreabiertos, secos y del color de la cera.

La fiebre se había desarrollado en toda su intensidad.

El dolorido mancebo llevó a la frente sus manos crispadas; separó algunos mechones de sus descompuestos cabellos, y fijó en Martín su mirada como si quisiera reconocerlo.

—¡Voto a... no sé cuantos!—exclamó el fiel sirviente, a quien rarísima vez se le oia jurar.—¿Qué teneis, señor? ¿estáis malo?...

—Algo,—respondio el oficial con voz apagada;—el pecho... y la cabeza...

—Es preciso que os acosteis...

—Sí, pasaremos aquí la noche.

—Y el día de mañana, y los que sean menester hasta que esteis firme. Nadie nos espera.

—Es verdad,—murmuró Silva con amargura,—nadie me espera... ¡Nadie!

Y como si esta palabra, tan tristísima para él, hubiese acabado con las pocas fuerzas que le quedaban, volvió a descansar los brazos en la mesa y a dejar caer sobre ellos su abrasada frente.

Martín salió del aposento, ordenó que dispusieran una cama, y comprendiendo que su señor estaba enfermo de algúna gravedad, dispuso que se llamáse al médico.

Dos minutos después estaba el caballero acostado.

El Hipócrates no tardó en llegar.

Pulsó al paciente, lo observó, y declaró que tenía una fiebre nerviosa que esperaba combatir, si bien no podía responder de que se presentasen síntomás de otra enfermedad más peligrosa.

Recetó, recomendó el silencio y la quietud, y Martín juró al posadero cortar la lengua al primero que gritase.

Ocho días fueron menester para que Silva estuviera en disposicion de montar a caballo.

Su dolor no había disminuido; pero estaba más tranquila su alma.

Su violenta exaltación había sido sustituida por una tristeza profunda.

Sufría mucho, y miraba con indiferencia la vida; pero ya no deseaba la muerte y se acusaba de haber intentado buscarla.

había recobrado la razón su dominio.

Comprendía que aún estaba obligado a cumplir muchos deberes de los impuestos por Dios al hombre.

Como antes de ir al cementerio, había comprendido que era una cobardía rehusar la lucha, y se decidio a luchar con la desgracia, con el dolor y hasta con la muerte para defender su existencia, por más que esta fuese muy amarga.

Ya nada esperaba en el mundo; pero ¿.por qué negar a sus semejantes los beneficios que pudiera hacerles?

El hombre no vive para sí, sino para los demás hombres.

Una mañana a las diez, dijo el oficial a su criado:

—Paga al posadero, ensilla y pongámonos en marcha.

Martín obedeció sin pronunciar una palabra; pero cuando ya había salido del pueblo, acercóse a su amo y le preguntó:

—¿Cómo os encontrais, señor?

—Muy bien.

—Veo que volvemos a Madrid...

—Si, pero no estaremos en la corte más que hasta mañana al amanecer.

—¿Me permitireis que os pregunte?...

—¿A dónde vamos?

—Si, señor.

—A Pamplona.

—¡A Pamplona!—repitió sorprendido el soldado.

—Si no quieres seguirme...

—¿Vais a quedaros allí?

—Si.

—Lo pensaré mientras llegamos.

—Buen Martín, eres valiente como pocos hombres; pero la vida de soldado no es para tí.

—Teneis razón; me acomodo a cualquiera cosa; pero la vida de soldado tiene graves inconvenientes para mí; no siempre hay cama ni pan...

—Presumo que te quedarás conmigo.

—Lo pensaré, señor, lo pensaré.

—Ya sabes, mi fiel Martín, que particulares compromisos con nuestro buen rey de Portugal, me hicieron tomar las armás, aceptando el empleo de capitán con que creyó favorecerme: he hecho cuanto he podido por corresponder a la confianza de su majestad; he probado que no es falta de corazón mi repugnancia a esta vida, y como además ha cambiado la faz de los negocios públicos, puedo honrosamente dejar mi empleo.

—¿Y si el rey os retira su protección?

—No me importa.

—Comprendo, señor.

—Aún podré prestar a su majestad importantes servicios, mayores que con la espada, y espero que los acepte.

—Creo, señor, que he adivinado vuestro plan y empieza a gustarme.

—Mucho te agradeceré que no me abandones.

Nada más hablaron.

Silva se entregó a sus tristes pensamientos.

Martín empezó desde entonces a meditar para poder decidir en el largo plazo que se había fijado.

Al perder de vista el pueblo, el oficial exhaló un profundo suspiro.

FIN DEL PRÓLOGO.

CAPÍTULO I.
Uno que bebe para hablar y otro para oír.

Doce años habían trascurrido desde los tristes sucesos que acabamos de referir.

Tocaba a su fin el mes de Noviembre.

Eran las ocho de la noche; el cielo estaba encapotado por negras nubes y soplaba un aire húmedo y frío.

Las calles de Madrid no estaban desiertas; pero si casí a oscuras, porque las moribundas luces de los mugrientos faroles que en aquella época estaban colocados a largas distancias en las principales calles, apenas esclarecian un espacio de diez o doce pies, y aun pudiera decirse que sus reflejos, por lo opacos y vacilantes, infundían más bien pavor, como los fuegos fátuos de un cementerio. Con decir que en aquellos tiempos no se podía transitar por las calles sin llevar una linterna en una mano y la espada desnuda en la otra, puede formarse una idea de lo que era el alumbrado público y lo bien protegida que estaba la seguridad individual.

Entonces, después de anochecido, salir a la calle era una empresa arriesgada, y bien probaban su valor los aventureros que a ciertas horas dejaban su casa, sin linterna que les alumbrase ni más defensa que el afilado estoque, inútil y hasta estorboso cuando desde el hueco de una puerta descargaba el asesino su alevoso golpe.

Los galánteos nocturnos eran una verdadera prueba de amor.

Cuando el enamorado salía de su casa para cantar al objeto de su amor o hablarle y verlo por entre los hierros de una reja o los agujeros de una celosía, no podía decir si volvería vivo o lo llevarian muerto de una estocada.

En la estrecha calleja que desde la plazuela de Santa Cruz, o más bien desde la calle de Zaragoza va a la de Postas, y que entonces no estaba embaldosada, sino que era un verdadero lodazal, intransitable en los días de lluvias, había una puertecilla que daba entrada, bajando tres resbaladizos escalones, a una cueva de techo abovedado y negras y húmedas paredes, donde había establecida una taberna, que por lo mismo que era muy sucia y se hallaba en tan escondido lugar, era quizás la más concurrida de Madrid.

Para calabozo no se hubiera encontrado mejor local.

De día no estaba alumbrado más que por la escasa luz que entraba por la puerta, y de noche por la humosa y rojiza luz de dos candiles de hierro, cuyos rayos, rompiendo difícilmente la pesada atmósfera, apenas llegaban á las paredes y el techo, dándolas un tinte particular y que hubiera sido imposible reproducir con el pincel.

En uno de los extremos de aquella lóbrega estancia, había un pequeño mostrador medio apolillado, sobre el cual se veían algunos jarros y vasos de estaño ennegrecidos por el tiempo y el uso, y un cuero lleno de vino, sino que de aire, y que por el color indicaba una respetable antigüedad. Detrás del mostrador y en un pequeño vasar, veíanse dos o tres vasíjas de vidrio que contenian aguardiente.

El tabernero, sentado en un ancho sillon, dormitaba unas veces y otras contemplaba a sus parroquianos, llamando al orden a los que intentaban turbarlo con disputas.

El humo del tabaco, el que se escapaba por una puerta que daba a otra habitación donde se asaban chuletas de carnero, se hacía algúna tortilla y se freia bacalao, envolvía a los concurrentes y producia un olor el más desagradable, espesando de tal manera aquella nube, que a las diez de la noche y a cuatro pasos de distancia era imposible conocer a una persona, porque solo se veían bultos de formás vagas y confusas.

Frente a frente y apoyando los brazos en una mesa donde había un jarro lleno de vino, dos vasos y un plato con sardinas saladas, estaban dos hombres que parecían dispuestos a comer, beber y hablar como buenos amigos.

El uno iba vestido todo de paño verde oscuro, y aunque a la usanza de la gente de condición humilde, advertíase en él la limpieza de un artesano bien acomodado o de un criado de una familia de medíana posicion. Su rostro, casí redondo y de abultadas facciones, era vulgar, y en la expresión de sus miradas, en sus gestos y hasta en sus ademanes, revelaba sencillez, candor y escasa inteligencia.

No sucedía lo mismo a su compañero, que era un hombre de regular estatura, formás musculares, rostro moreno, ovalado y de facciones pronunciadas. Representaba unos treinta años, y su ropa negra, lo mismo que su pelo, barba y espesas cejas hacían más sombría la expresión de sus ojos verdes y brillantes y oscurecia más la nube que parecía velar su frente, señalada con dos arrugas verticales.

El rostro de aquel hombre no tenía nada de vulgar; pero sí mucho de repulsivo, de imponente, y aún casí de amedrentador. Al mirarlo se sentía una impresion desagradable, sin saber por qué razón, quedando su imagen tan grabada en la memoria, que era imposible olvidarla. Y sin embargo, aunque sus facciones eran bastante pronunciadas, como ya hemos dicho, guardaban armónicas proporciones, sin que tampoco presentase ningúna deformidad su cuerpo.

¿Por qué, pues, su aspecto producia tal desagrado?

Sin duda era la indiferencia glacial, amarga, sarcástica que parecía brotar de sus labios y de sus ojos.

Aquel hombre debía ser uno de esos séres divorciados de la sociedad, en guerra con ella, enemigo de todos y por todos aborrecido. parecía llevar en la frente el sello de la reprobacion, del anatema de la humanidad.

Es posible que la razón estuviera de parte de aquel hombre: cuando lo conozcamos, examinaremos hasta donde nos permita la índole de esta obra, dos gravísimás y trascendentales cuestiones íntimamente relaciónadas con el personaje que damos a conocer.

Por ahora basta a nuestro propósito y para inteligencia de lo que vamos á referir, saber que no hacía más que una semana que aquellos dos hombres concurrian a la taberna, donde bebian y hablaban por espacio de medía hora, esmerándose el de la ropa negra en obsequiar al otro y pagando siempre el gasto que hacían.

El que los hubiese observado habría conocido fácilmente que no era antigua la amistad de los nuevos parroquianos, pues el primer día se hicieron algunos cumplimientos, que fueron excusando después, hasta concluir, la noche anterior a la en que estamos, por tutearse con la más cordíal franqueza y beber más que de costumbre.

alguno de los concurrentes a la taberna, al ver al del vestido negro, había hecho un gesto de disgusto y aún hablado del nuevo personaje al tabernero; pero éste, encogiéndose de hombros, había contestado:

—¿Ha hecho más que lo que tú haces y estás dispuesto a hacer? puede que te convenga ser su amigo.

Estas palabras habían hecho sonreír a los interpelantes, concluyendo por no cuidarse del sombrío parroquiano.

Cuando los presentamos a nuestros lectores no habían empezado a beber los dos amigos.

El de la ropa verde había sonreido al ver las sardinas y el jarro.

El de la ropa negra fijaba una mirada escudriñadora en su compañero.

—¿Qué tal?—dijo este después de algunos instantes.—¿Te encuentras con ánimos de hacerlo mejor que anoche?

—Espero dejarte muy atrás,—respondio el otro.—Hace frío y el estómago necesita calor: además, las sardinas me darán sed, y si tú me haces tercio con el valor que siempre muestras, habremos de pedir más vino.

—Bien, amigo Juan;—te veo con las mejores disposiciones. Vino sobrará...

—Por supuesto que esta noche me dejarás pagar el gasto.

—Mañana será.

—Sabes que hemos convenido...

—Pero tú ignoras una circunstancia.

—Antonio,—replicó el de la ropa verde, llamado Juan,—es punto de honra y...

—Déjame que le explique...

—Sepamos.

—Hoy cumplo veintiocho años, y nada es más justo que me permitas celebrar el día.

—Tienes razón.

—Por consiguiente, no perdamos el tiempo. Como de costumbre, querrás estar a las nueve en casa de tu ama...

—Sopena de que me despida.

—Pues por esta misma razón debemos empezar cuanto antes.

Juan volvió a sonreír, llenó de vino los vasos y repuso:

—Nos enjuagaremos la boca.

—Limpiaremos el tragadero para que no se atasquen las sardinas.

Y llevando los vasos a los labios empinaron tan garbosamente que no podía dudarse de que eran muy prácticos bebedores.

—perdóna,—dijo Juan, relamiéndose;—he cometido una falta.

—¿No has apurado el vino?

—No he brindado por tu salud, lo cual es doblemente imperdónable, siendo hoy tu cumpleaños.

—Yo tampoco he brindado por tí.

—Es distinto...

—Pues fácilmente se remedía tu olvido,—replicó Antonio, volviendo a echar vino en los vasos.

—;A tu salud!

—¡A la tuya!

Entonces tocó su vez a las sardinas, y comiendo de estas y saboreando el espirituoso jugo, hablaron de cosas indiferentes, chanceando y riendo.

El rostro de Juan iba dilatándose gradualmente, como si se aumentase su alegría, hablando más a medida que repetía los brindis.

Por el contrario, como si el vino le produjese tédio, Antonio iba escaseando las palabras, reia poco y como quien finge un contento que está muy lejos de sentir, y bebia distraídamente, pues solo se ocupaba en observar a su amigo, procurando dar a la conversación el giro que le convenia.

Nada de esto pudo comprenderlo Juan; era poco malicioso, no estaba dotado de mucha inteligencia, y además el vino le robaba toda su atención.

No podía dudarse que Antonio abrigaba algún plan de mucha importancia, y parecía lo más probable, que quisiera servirse de su compañero como de un instrumento ciego y fácil de manejar.

En pocos minutos quedó vacío el jarro, y aunque Juan no estaba enteramente dominado por la embriaguez, había bebido lo bastante para sentir la más viva alegría, y esos irresistibles deseos de hablar mucho que produce el vino cuando empieza a trastornar la razón.

—Bien,—dijo para si Antonio después de examinar atentamente el rostro de su amigo,—le falta poco, muy poco para estar como yo deseo, porque completamente borracho no me conviene.

Y luego añadio en voz alta:

—Hemos calculado mal: quedan sardinas y se ha concluido el mosto.

—Es verdad,—respondio Juan, pasándose las manos por los ojos y mirando al interior del jarro;—no lo he advertido y... y el caso es que esas sardinas están diciendo «comedme.»

—Y nos las comeremos.

—Pero nos darán sed...

—¿Qué importa? Si tienes la cabeza firme llenarán otra vez el jarro...

—¡Que si la tengo firme!... Más que antes. Lo que he bebido me ha calentado el estómago y nada más.

Antonio pidio más vino.

—Veamos si es lo mismo que el otro,—repuso Juan.

Y llenó los vasos.

—Cuidado,—replicó Antonio con gravedad,—que no soy exigente hasta el punto de perjudicar a mis amigos.

—¿Por qué dices eso?

—Porque no quiero que el deseo de complacerme te haga beber más de lo que puedas resistir.

—Descuida.

—Como me tienes contadas mil rarezas de tu señora...

—Pero en el último apuro, la hija intercederia en mi favor.

—Así le conviene,—dijo maliciosamente Antonio.

Juan se encogió de hombros sonriéndose y bebió.

—¡Ah!—exclamó, tomando una sardina.—Me siento ahora con tantas fuerzas y tan... y tan contento, que ni la vieja gruñona de mi ama...

—Voy a brindar por ella,—interrumpió Antonio.—¿Me acompañas?

—Sí;—repuso Juan:—brindaré porque el díablo cargue pronto con ella y nos dejé en paz.

—¿Ingrato!

—Nada le debo: sí fuera su hija...

—¿Doña Andrea?

—No tiene otra, y es un angel. ¡Qué generosa y esplendida!... Es verdad que la he servido bien, he hecho por ella lo que no es decible...

—Olvidas el vino.

—Vaya por doña Andrea...

—¡Ah!—exclamó Antonio, cuyos ojos brillaron como dos luces.—¡Por ella!

Y bebió como si la sed lo abrasase, y por un segúndo enrojeció su rostro como si fuese a brotar la sangre por sus mejillas.

Los ojos de Juan brillaron también y sus pupilas se dilataron; pero sin que sus miradas expresasen otra cosa que la alegría producida por la embriaguez.

—decías,—repuso el sombrío bebedor como si reanudase la conversación,—que doña Andrea te ha pagado generosamente los servicios que le has prestado, y que no es tuya la culpa si ese orgulloso segúndon que ha fingido amarla la abandona en la situación más crítica.

Juan se pasó las manos por la frente, se restregó los ojos y miró con sorpresa a su amigo.

—¿Ya no te acuerdas?—repuso este con aparente indiferencia y mientras llenaba los vasos.

—Francamente, no sé lo que te he dicho; pero me parece imposible haberte hablado de ciertas cosas...

—¿Te arrepientes?

—No; pero...

—Guarda tus secretos,—replicó Antonio:—nada me importa doña Andrea, ni su desgracia, ni su amante: te he es cuchado y nada más; si te pesa haberme hablado con la confianza de amigos, excusa hacerlo otra vez.

—Antonio, no te incomodes.

—¿Acaso no me ofendes?

—Sabes que soy tu mejor amigo, y por consiguiente, no puedo ofenderte.

—Muestras desconfianza...

—Sorpresa, porque no me acuerdo; pero basta para mí tu palabra, y en prueba de que no me arrepiento, te diré de doña Andrea más de lo que le he dicho...

—Bebamos y déjame de asuntos que no me interesan.

—Sí, bebamos; pero hablemos.

—Pues a la salud de tu señora vieja...

—Sí, a la salud de su alma,—dijo Juan.

Y apuró el vino de su vaso.

—Como te iba diciendo,—añadio, principiando a comerse otra sardina,—se aumentan cada día más mis sospechas del mal proceder del tal amante, y juraria que no tardará una semana en dar a doña Andrea un desengaño.

—Puedes jurarlo.

—¿Cómo lo sabes?

—Tengo mis razónes...

—¿Acaso lo conoces?

—¡Ya lo creo!... Es íntimo amigo de mi amo y... hablando sin reserva, lo sé todo...

—Pero....

—He escuchado conversaciónes; no ignoro que doña Andrea se ha dejado seducir, resultando de ello lo más natural.

—¡Antonio!—exclamó Juan en el colmo de su sorpresa.

—Ya ves que tu secreto...

—Ese hombre es un infame.

—¿Por qué?

—¿Te parece poco el publicar la deshonra de una infeliz mujer?

—No la publica: habla del asunto a un amigo, porque es preciso que le hable. Pero en fin, sea de ello lo que quiera, nada tengo que ver en ese enredo.

—Amigo mío,—dijo Juan volviendo a restregarse los ojos,—te repito que estoy agradecido a doña Andrea, me intereso por su suerte...

—Es tu deber.

—Por eso quiero evitar su desgracia.

—Es difícil.

—¡Oh!...

—¿Qué harás?

—Lo que pueda, y si no consigo mi deseo, habré cumplido con mi obligación .

—Eso no es decir nada.

—¿Quieres explicarle?

—¿Y qué he de decirle que no sepas tú?

—Algo más según veo.

—Tal vez.

—Has escuchado conversaciónes...

—Sí.

—Conocerás la intención de ese hombre.

—Juan, hay cosas que no pueden decirse.

—¿Debo ofenderme yo ahora por tu reserva?

—Bebamos y le convencerás de que no.

—Lo veremos,—repuso Juan después que hubieron bebido.—Conoces un secreto de mucha importancia; quizás está en tu mano la honra de mi señora...

—Sí,—replicó Antonio,—tal vez dependan de mí su honra y su felicidad; pero no ahora, sino dentro de algunos días.

—Bien, pero tu reserva...

—¿Crees que no pueda tener doña Andrea algún secreto que no quiera revelarte?

—Es posible.

—¿Y estás dispuesto a respetarlo?

—Si.

—Ahí tienes el por qué no puedo decirte todo lo que sé; tendría que descubrirte lo que tu pobre señora quiere que ignores, y yo sería un miserable haciéndola esa traicion.

Juan meditó algunos instantes; pero era su entendimiento harto escaso para adivinar que su amigo le tendía un lazo con la mayor habilidad.

—¿Sabes,—le dijo al fin,—que cada vez entiendo menos este enredo?

—Llegarás a entenderlo muy pronto, porque el mayor servicio que has de prestar a doña Andrea, exige que estés al corriente de todo.

—Por de pronto me pones en gran cuidado...

—ningúno tengas.

—¡Oh!...

—Se salvará el honor de tu señora si estás dispuesto a ayudarme.

—¿Lo dudas?

—Claro es que busco una recompensa...

—La tendrás, Antonio: ya te he dicho que doña Andrea paga generosamente á quien la sirve.

—No soy muy interesado; pero...

—Basta: desde ahora te aseguro que si consigues evitar el golpe que amenaza a mi pobre señora, encontrarás la recompensa de tu buena accion.

—¿Pues con esa promesa, la que me has hecho de ayudarme y mi buen deseo, todo se alcanzará.

—¿Quieres explicarte ahora?

—Antes has de hacerlo tú.

—¿Qué necesitas saber?

—Bebe primero para remojarte el paladar, habla, le escucharé, y luego le diré cual es mi plan.

—Pero qué he de decirte si sabes más que yo?

—Te preguntaré y me responderás, porque hay ciertas pequeñeces que nos servirán de mucho aunque parecen de ningún valor: yo sé lo más interesante, o como si dijésemos, lo de más bulto; pero necesito saber más.

—Convenidos,—repuso Juan, volviendo a beber.

Antonio apoyó la barba en las manos y los codos en la mesa, como para escuchar con toda calma, y clavó su mirada ardiente en el cándido Juan.

—Pregunta,—dijo este después de restregarse por la cuarta vez los ojos, cuyos párpados empezaban a pesarle y a picarle.

—Cinco son las preguntas que he de hacerte.

—Sepamos.

—¿Sospecha la vieja el estado en que se encuentra su hija? ¿Sigue el galán la conducta de siempre? ¿Habla de hacer algún viaje antes de reparar el honor de doña Andrea? ¿Crees que esta teme más un desengaño por su amor que por su honra? ¿Es mujer de valor y capaz de hacer un gran sacrificio por salvar su reputacion y legitimar a su hijo?

—Mucho me preguntas.

—¿No quieres responder a todo?

—Si, pero me confunden tantas cosas de una vez.

—Piensa solo en una y luego en otra, y así no te equivocarás.

—La vieja,—dijo Juan,—es muy impertinente, y desde que se ha quedado medio baldada con los dolores de las piernas, mucho más. Ella quisiera estar en todas parles y entender en todo, y como apenas puede moverse, se desespera, rabia y pega el coraje con el primero que se le presenta, como si alguien tuviera la culpa de su vejez y de sus males. Hay días que no puede moverse sin que la llevemos como a un niño que no sabe andar, y entonces está peor que nunca. Te aseguro, Antonio, que los dos criados que estamos en la casa, ya la habríamos dejado a no ser por doña Andrea. ¡Qué manías le dan!

—¿Pero con su hija?...

—Lo mismo que con todos, no la deja un minuto sosegada, y no sé cómo no se aburre y desespera la infeliz, cuando después de su desgracia tiene la del tormento de su madre. Preciso es que doña Andrea sea un angel para sufrir lo que sufre; pero nada, ni siquiera se queja, tiene para todos sonrisas y palabras dulces, y si alguno empieza a perder la paciencia, le da consejos, le infunde animos y resignación y le dice tales cosas, que no hay más que aguantar y estar agradecidos. Lo que es á doña Andrea, te lo aseguro, puede servírsela de balde. Ayer mismo...

—Bien,—interrumpió Antonio, viendo que el vino hacía hablar a su compañero más de lo que era menester, y sobre todo de lo que nada importaba,—bien, pero en cuanto a los amores de doña Andrea y a la debilidad que ha tenido...

—La vieja nada dice porque nada sabe.

—¿Pero no lo sospecha?

—Ni por asomo. Si tal hubiese sucedido, tomaria el cielo con las manos. la fe que es poco mirada y escrupulosa sobre ese punto!... Siempre está con la música del honor y el decoro, y no pára de decir a su hija: «Andrea, mucho recato; no le asomes a la ventana; tápate bien cuando vayas a misa, Andrea; cuidado con la honra, que es primero que la vida; ya sabes, Andrea, que tu padre fue veinte años oídor y apenas nos ha dejado para vivir, lo cual te prueba su honradez.» De manera que si hubiese llegado a sospechar lo más leve, de seguro se muere o mata a su hija.

—Pero llegará un día en que no pueda ocultársele la desgracia.

—Es verdad; pero como antes debe casarse doña Andrea...

—¿Te parece que sucederá así?

—Ya te he dicho, Antonio, que desconfío mucho del tal amante, y temo que á pesar de ser un caballero de tan alta alcurnia, falte a sus juramentos y promesas.

—¿En qué le fundas?

—En que hace un mes o poco menos que escasea sus visitas, está pensativo y casí indiferente al lado de doña Andrea, cuando antes parecía querer comérsela con los ojos, y las citas a medía noche, que antes eran casí díarias, no son ahora más que una vez a la semana o lo más dos, y aún eso porque creo que ella se queja del cambio. En otro tiempo nos despertaba el amante cada dos por tres con su guitarra y sus canciones, y ya he perdido la cuenta de los días que han pasado sin que la música nos quite el sueño.

—¿Hace muchos días que no se ven de noche?

—La última vez fue el jueves pasado, y hoy esperaba yo que volviese; pero no sucederá, puesto que ningún aviso me han dado. Esta mañana a las doce fue él, y esta tarde lo hemos esperado en vano. ¿Qué te parece? ¿No tengo razón para creer que el día menos pensado volverá la espalda?

—Creo que sí.

—Ya se lo he dicho a doña Andrea.

—Ese casamiento presenta muchos inconvenientes.

—El mayor es la señora duquesa, que no consentirá que su segúndo hijo, a quien puede ir el titulo por muerte del primero, se case con una mujer pobre y de una familia cualquiera.

—Es muy natural; pero lo peor de todo es que él se haya cansado del amor de doña Andrea.

—Por eso temo que ella se quede con su deshonra y sin marido, y él busque en otro casamiento las riquezas que no puede tener por haber nacido después de su hermano.

—Amigo Juan, eres hombre de mucho entendimiento, y difícil es que nada se escape a tu penetracion.

—¡Ah!—exclamó el sirviente, sonriendo con orgullo.—Cuando me engañan es porque quiero. Conozco a los hombres al primer golpe de vista y les adivino los pensamientos.

—¿Y no has aconsejado a doña Andrea?...

—¡Ya lo creo!... Pero no me escucha.

—¿De manera que ella no teme?...

—Sí; pero disimula.

—Es su desgracia demásiado horrible y quiere engañarse a si misma.

—Lo has acertado.

—Tal vez, si no hubiese cometido la debilidad de creer a su falso amante...

—Mucho lo ama, muchísimo; pero más que todo le espanta la idea de su deshonra, y más aún el que su hijo no tenga un padre ni un nombre.

—Tiene razón.

—No pensamos lo mismo: en mi concepto lo peor es el chasco y la deshonra.

—Pero una criatura sin nombre a nada puede aspirar, ni aún a tener amigos, porque el mundo comete la injusticia de despreciarla; y una madre no puede mirar con indiferencia esta desgracia de su hijo, ni estar tranquila puesto que ella ha sido la causa con su debilidad.

—No parece sino que has escuchado a doña Andrea.

—¿Dice lo mismo?

—Sin quitar ni poner palabra: esa es su pesadilla, y no hay quien la tranquilice.

—Ahora,—repuso Antonio, que no había variado de postura ni apartado la mirada de Juan,—has de decirme si doña Andrea es mujer de alientos.

—Antes déjame beber: tengo seca la boca...

—Bebamos.

Apuraron el contenido de los vasos, y Juan repuso:

—¿Conque querias saber?...

—Hasta donde alcanza el valor de doña Andrea y sí la crees capaz de sacrificar, aunque sea su amor, por salvar su honor y dar a su hijo un nombre.

—Dices dos cosas contrarias, Antonio. ¿Te has mareado?

—No.

—Si doña Andrea sacrifica su amor, es porque no se casa con el hombre a quien ama, y entonces ¿lo entiendes, Antonio? entonces, si no se casa, no pone a cubierto su honor ni da nombre a su hijo.

—¿Qué te importa?

—Si,—replicó Juan, que empezaba a trastornarse y a hablar con algúna dificultad;—me importa saber cómo se entiende eso, porque es... lo mismo que decirme que... si quiero beber mucho sacrifique mi gusto de beber. ¿Lo entiendes, Antonio? Si doña Andrea... no se casa... su honra está perdida... y su hijo no tendrá padre...

—Respóndeme, que a su tiempo comprenderás lo que te parece ahora imposible.

—Ya te he respondido... Sentiré que... que por hacerme tercio hayas bebido mucho y...

—Juan, con dos mil díablos, dime si tu señora es tímida...

—¿La vieja?... Es un tigre... Dios te libre de ella...

—Bien, bien...

—Esta mañana me tiró el bastón...

—Hablo de su hija.

—¡Ah!

—Necesito saber si tendría valor...

—Para todo: es... de las personas que... hablan poco y... hacen mucho... Así, como yo... ¿Lo entiendes, Antonio?

—Entiendo.

—Una mirada suya, nada más que una mirada me hace temblar...

—Y a mí,—murmuró Antonio, estremeciéndose.

—¿La conoces?

—Si.

—¿Pues cuándo la has visto?

—Muchos días en su balcon...

—Se asoma pocas veces.

—Y en misa en santo Domingo el Real.

—No mientes, allí va... yo la acompaño... y como es tan hermosa...

—¡Como un angel!—exclamó Antonio, cuyos ojos relumbraron como dos centellas.

—¿también a tí te gusta?... Como a todos, es claro... a quién no encantan... aquellos ojos como el cielo... y aquel pelo como el oro fino... y... ¡qué pelo! ¿Pues y la mano?... ¿Y el pie?... ¡Ay!... ¿Entiendes, Antonio?

Este no miraba ya a su amigo, tenía los ojos medio cerrados, permanecia inmóvil y parecía entregado a meditaciónes profundas.

Su rostro estaba más contrariado que antes.

Juan siguió hablando de la llamada Andrea cuanto se le ocurrió sin reparar que no era escuchado, hasta que algunos minutos después, Antonio lo interrumpió, diciéndole:

—Ya es tarde.

—¿Y qué?

—Debes irte para evitar un disgusto con tu señora.

—Que me despida.

—¿Cómo favorecerias entonces a doña Andrea?.

—Es verdad...

—Vamos.

—Antes apuraremos ese vino.

—No es prudente.

—¿Crees que estoy borracho?

—Sin estarlo pueden conocer que has bebido.

—Si; pero...

—En la primera fuente que encuentres lávate.

—Antonio, te has empeñado en que mi cabeza está mala, y te equivocas. ¿Lo entiendes?

—Toma mi consejo: no debes dar a la vieja el menor motivo para que te despida.

—Bien; pero acabemos la conversación... porque aún no me has dicho...

—Mañana, porque ya es tarde.

—Perderemos un día.

—Si te acuerdas, dí a doña Andrea que desconfíe de su amante.

—¿Nada más?

—Nada o se perderá todo.

—Descuida.

Antonio pagó el vino y las sardinas.

Salieron de la taberna.

El aire puro y fresco de la noche empezó a despejar la cabeza del sirviente.

—¿Hasta mañana?—preguntó.

—Si, a la misma hora y en el mismo sitio.

Apretáronse las manos y se despidieron.

Juan tomó calle abajo en dirección de la de Postas.

Antonio, por el lado opuesto, hacia la plazuela de Santa Cruz.

Las tinieblas los envolvieron.

Perdiose el ruido de sus pasos y no se oyó más que el murmullo sordo que salía de la taberna.

[]

Si te acuerdas dí a doña. Andrea que desconfie de al amante

CAPÍTULO II.
Quién era el amante, objeto de la conversación de Antonio y Joan.

Cuando Juan, con la cabeza más despejada, atravesaba la calle Mayor, un coche tirado por dos corpulentas mulas negras entraba en el anchuroso portal de una casa grande que por entonces había cerca de la calle de Coloreros.

El portero, que vestia librea verde, se apresuró a tirar de una cadenilla de hierro que pendía de una campana colocada a bastante altura en la pared, y cuyos vibrantes sonidos avisaban a los criados de escalera arriba para que se prepararan a recibir a los señores.

El lacayo abrió la portezuela del pesado vehículo, saliendo de él una mujer de pequeña estatura, envuelta en un ancho abrigo de paño negro que no permitía ver más que una parle de su cabeza y su enjuto rostro.

Juan, que se había detenido junto a la puerta para ver quien iba en el coche, murmuró, sonriendo según su costumbre.

—Si antes la nombramos, antes la encuentro. Hé aquí a la madre del galán, la señora duquesa de Miraguas, que no consentirá jamás que su hijo, aunque segúndon, se case con una mujer que se llama a secas Andrea Castillejo, hija de don Pedro, simple hidalgo que no fue más que un golilla por más que muriese siendo oídor de la real chancillería de Granada.

Efectivamente, la mujer que acababa de salir del carruaje era la duquesa de Miraguas, dama de la reina.

En su rostro pálido, huesoso y arrugado llevaba escrita su edad de cincuenta y dos años, y en sus ojuelos negros, redondos y despestañados, pero cuyo brillo no había podido apagar el tiempo, se revelaba su altivo orgullo, y un carácter duro, violento, que rara vez debía contenerse por una prudencia bien entendida.

Seguida del lacayo, subió la escalera y entró en las primeras habitaciones sin mirar a los criados que se apresuraban a abrir puertas y levantar cortinas, haciendo profundas reverencias.

Dos doncellas la recibieron en un salon ricamente amueblado, y la acompañaron a un gabinete no menos lujoso y con chimenea donde ardían algunos troncos de encina.

Cuando la noble dama se quedó sin el abrigo que la envolvía, dejó ver su cuerpo flaco y mal formado, verdadero esqueleto o momía vestida. Lo mismo que su rostro, sus brazos parecían no tener más que los huesos y el pellejo, y a pesar de lo artística y hábilmente que estaba hecho su vestido, no podía disimular completamente su pecho hundido y sus hombros estrechos y casí puntiagudos. De entre los ricos encajes flamencos que se levantaban rizados adornando su traje, salía su largo y delgado cuello como sale de su concha el de un galápago, rematado por la cabeza, que sino muy abundante de pelo, estaba recargada de adornos de gran valor.

Toda la vida de aquella mujer parecía haberse concentrado en sus ojos, cuya mirada ardiente, enérgica, expresiva, daba idea de un espíritu tan fuerte como débil era su cuerpo.

Sin dejar que sus doncellas la despojasen de adornos y mudasen el vestido, se dejó caer en un ancho sillon, entre cuyos blandos almohadones de terciopelo azul quedó oculta.

Acercó los pies al fuego; quitóse los guantes, dejando descubiertas sus tabículas y largas manos, y con voz destemplada y breve acento dijo a una de las sirvientes:

—¿Y don Juan?

—Hace algunos minutos llegó, y según entiendo ha pedido otra ropa para volver a salir.

—Dejadme y que venga.

Salieron las criadas y poco después se presentó un joven que podría tener veintidós años, de regular estatura y bien formado, rostro ligeramente moreno, nariz aguileña, negros y expresivos ojos, y que si no podía llamar la atención por su belleza, era al menos agradable el conjunto de sus facciones y fácilmente podía interesar el corazón de cualquiera mujer.

Llevaba un traje de paño azul oscuro sin bordados ni adornos, que sin duda, como había dicho la doncella, acababa de cambiarlo por el que había tenido puesto aquel día.

—Buenas noches, madre mía,—dijo, acercándose a la duquesa.

Esta clavó en el joven su mirada penetrante, y con acento un tanto irónico, replicó:

—¿Os habéis vestido así para ir a ver a su majestad?

—No he pensado,—repuso el mancebo con algúna turbación,—ir a palacio esta noche...

—Ni lo pensasteis ayer, ni lo pensareis mañana, ni probablemente os ha ocurrido jamás.

—perdónad, madre mía; pero...

—Don Juan, sentaos y escuchadme. El asunto de que se trata os importa mucho; medían en él personas muy respetables y no puede mirarse con indiferencia.

—Ha ocupado mi atención constantemente,—dijo el joven sentándose frente á la duquesa, cuyo semblante no perdía la gravedad, sino para sonreír irónicamente.

Hubo entonces algunos instantes de silencio.

Don Juan, como si quisiese evitar la mirada incisiva de su madre, tenía la suya fija en las oscilantes llamás de la chimenea, y no procuraba o no podía disimular el disgusto que le causaba aquella conversación.

—Si os aguardan,—dijo al fin la duquesa,—excusaos conmigo y quedará satisfecho el más exigente.

—Nadie me espera.

—Don Juan, la reina ha vuelto a hablarme de vos.

—Le agradezco la honra...

—Pero no mostrais deseos de pagarla.

—¿Por qué, señora?

—Hace muchos días que habéis debido resolveros y tomar una parte activa en el asunto de vuestro casamiento.

—Me hablasteis de esa boda,—replicó don Juan, procurando siempre no encontrar con la suya la mirada de su madre,—y os respondí que pensaría.

—Tiempo os ha sobrado.

—Señora, se trata de mi felicidad, del reposo de mi alma, de mi conciencia...

—De vuestra fortuna.

—Madre mía, en cuestiones de corazón una ligereza es, no solo una falta imperdónable, sino una desgracia horrible y que con nada se remedía.

—¡corazón!—dijo con ironía la duquesa, revolviéndose impacientemente entre los almohadones.—Es preciso quedar en una situación clara. Ya ha sucedido otras veces y no quiero que suceda ahora: después de una larga conversación nos hemos separado y nada he podido deducir de vuestras palabras.

—Creo que siempre me he explicado con claridad.

—Muy claramente; pero aún no conozco vuestras intenciónes.

—No me he negado a complaceros.

—Tampoco habéis dicho que sí. ¿Puedo tomar vuestro silencio o vuestra reserva por una decision afirmativa? Respóndeme y dejad para otra ocasíón las disertaciones sobre el espíritu, porque a nada conducen; dejad vuestras consideraciones filosóficas sobre el amor como idea abstracta, y concretaos al amor de la mujer que os brinda con una fortuna inmensa. ¿Qué hareis?

—Voy a deciros una cosa con la franqueza que un hijo debe hablar a una madre.

—Sepamos.

—No he nacido para amar mucho tiempo a una mujer: mis pasíónes son violentas, rayan en la locura; pero acaban pronto. Confieso mi debilidad, o más bien dicho, mi desgracia, porque estoy privado de ser feliz con ningúna mujer. La que más amo, es luego la que miro con más indiferencia, y aún llego a aborrecer a la que se empeña en no romper los lazos de nuestro amor. Mil veces he intentado combatir esta horrible volubilidad, esta instintiva, natural tendencia a la mudanza; pero ha sido en vano, solo he conseguido atormentarme y hacer una víctima más de mi desgracia. Ahora, decidme vos también con franqueza si debo pensar siquiera en casarme.

—Si.

Don Juan miró con sorpresa a su madre.

—Vuestro mal,—añadio esta,—tiene fácil remedio; muy fácil.

—Señora...

—Os curará una mujer que pague vuestras caricias con desvíos, porque no habéis amado nunca.

—Creo que os equivocáis.

—No, don Juan, no habéis amado; habéis buscado amorosos triunfos que satisfagan vuestra vanidad, y alcanzados, habéis sentido el vacío, la necesidad de otros nuevos. Si os lo hubieseis explicado así, habríais comprendido lo que era eso que llamais vuestra instintiva tendencia a la mudanza.

—Y aún siendo así,—dijo el mancebo cada vez más turbado,—¿quién me asegura que la mujer cuya mano se me ofrece sabrá despertar en mí un verdadero amor? Todas, madre mía, no tienen vuestro talento.

—Puede esa tener mis consejos y es bastante.

—¡Oh!...

—¿habéis meditado bien sobre vuestra posicion?

—Demásiado bien,—dijo con amargura don Juan.—Ya sé que las leyes establecen una diferencia entre el hijo que nace primero y los que nacen después; pero tengo la fortuna de que me gusta ser pobre. En este momento estoy mejor que he estado en todo el día, cubierto de bordados, encajes y joyas: me incomoda el lujo; creedme.

—Sin embargo, llevais un nombre ilustre, estáis dotado de una inteligencia superior, y podeis brillar en el mundo. Vos no lo deseáis; pero yo soy vuestra madre y lo deseo, lo quiero.

—Gracias, madre mía.

—Contando con vuestra obediencia me he comprometido, y como nadie hubiera creido que en tantos días no habíais decidido, me he visto obligada a responder a la reina por vos.

—Su majestad es...

—Muy bondadosa.

—Si, conoce sus intereses: necesita tener en Portugal un hombre poderoso que sea suyo, y ha aprovechado la ocasíón.

—¿Pero cuál es el resultado?

—Que me hacen rico...

—Luego si vos sois el primer beneficiado...

—Debo agradecer, callar y no meterme en buscar la causa de tan buenos efectos.

—No es la reina quien ha propuesto el casamiento...

—Es el rey de Portugal, lo sé; me hace rico por evitar que su sobrino sea más poderoso que él. Tampoco debe importarme esta causa; el efecto es bueno para mí.

—Don Juan, extraviais la cuestion.

—¿queréis que la terminemos?

—Sí; pero antes es preciso que quedemos de acuerdo en lo que ha de hacerse.

—¿Es vuestro deseo que me case con la de Villanueva?

—Así lo quiero... os lo mando.

El joven cruzó los brazos, inclinó la cabeza sobre el pecho y no respondio.

La duquesa se movio otra vez con mal contenida impaciencia, fijó en su hijo una mirada ardiente, y luego dijo:

—Sabeis que la reina ha dado su palabra.

—Lo sé,—murmuró don Juan.

—No ignorais que del asunto está encargado fray Manuel, como persona de la mayor confianza del rey don Juan, y os he dicho que la reina, si ha de quedar en una posicion ventajosa, necesita desentenderse del fraile. Para esto hay que tomar una determinación que nadie espere, que dar un golpe decisivo, a fin de que cuando fray Manuel quiera oponer su influencia a nuestra habilidad, sea ya tarde.

—¿Y habéis convenido?...

—En todo.

—¿De manera que?...

—Ya no es tiempo de retroceder,—respondio la duquesa.

—¡Oh!...

—Don Juan, preparaos para marchar a Portugal al primer aviso.

—¡Señora!...

—Os he dicho que ya es tarde,—replicó enérgicamente la dama.—Si no queriais casaros, pudisteis haberlo dicho con tiempo.

—Pedí el necesario para pensarlo...

—Para decidirse a aceptar una fortuna inmensa basta un segúndo.

—Para decidirse a hacer lo que no puede deshacerse, es poco un año. Además, me gusta la pobreza, ya os lo he dicho.

—Casaos y luego sed pobre.

—Señora...

—Si no queréis, decidlo a la reina.

—¿Por qué no?

—Echad sobre mí el ridículo, promoved un escándalo.

—Exagerais.

—¿Falta mucho para que suceda así?

—Nadie se ha ocupado de este asunto, es un secreto, y por consiguiente...

—Palabras he oído esta noche de boca del de Osuna, que me han herido en el alma.

—No acierto...

—Ni es menester; pero os advierto, don Juan, que es preciso que acaben vuestros amorosos devaneos.

El joven palideció.

—A mi edad,—dijo,—no hay hombre que no galántee.

—Sin embargo, vuestras locuras empiezan a ser objeto de la murmuración.

—¿Qué puede echárseme en cara?

—Líbreme Dios de averiguarlo.

—¿Me permitís que me retire?—preguntó don Juan.

—Sí, porque nada tengo ya que deciros.

El mancebo se puso de pie.

—Madre mía...

—Sabeis mi resolución y... la orden de su majestad, caballero.

—Bien, señora.

—Al primer aviso saldreis de Madrid.

—Saldré,—respondio el joven, apretando los puños.

Y con el rostro pálido dejó el aposento.

—Temí mayor resistencia,—murmuró la dama a la vez que tiraba del cordon de una campanilla para que entrasen sus doncellas.

Don Juan se encerró en su habitación y se dejó caer pesadamente en una silla.

—¡Oh!—exclamó.—Esto es horrible: mi madre y la reina de un lado; Andrea y su honra del otro... ¡Vive el cielo!... ¿Qué he de hacer? No puedo librarme de un mal sino con otro: me encuentro entre un puñal y un abismo... ¿Hay eleccion posible? Una mujer a quien no amo ni amaré jamás, y otra a quien amé y que ya no puede inspirarme más que cariño tranquilo, fraternal; ambas me piden el mismo sacrificio, el de mi libertad querida. ¿Cómo desobedezco a mi madre y a la reina, poniéndolas en ridículo? ¿Cómo desoigo las súplicas de Andrea en nombre de nuestro hijo y de su honor?

Ciertamente era difícil la situación del joven.

Sin embargo, antes de que se le quisiese obligar al casamiento de conveniencia que se le proponía, estaba decidido a abandonar a Andrea, porque su amor, como él mismo había dicho, era siempre fugaz y le había sucedido con aquella mujer lo que con todas. No se le pedía, pues, más sacrificio que el de su libertad, que renunciase a sus amorosos devaneos y entrase en una vida tranquila.

Andrea estaba, por consiguiente, destinada a ser una de tantas víctimás de la ligereza de don Juan; pero como no era lo mismo hacer el propósito que llevarlo a cabo, cuando llegó el día de abandonar a la infeliz que había perdido su honra, la conciencia del mancebo, que no era un hombre depravado, empezó a atormentarle.

Por primera vez en su vida sintió que le faltaba el valor para rechazar las súplicas de una mujer, y era que hasta entonces no había visto correr las lágrimás de la madre.

Aunque siempre es tiempo de obrar bien, don Juan consideró que ya era tarde para reparar su falta. La reina, fiada en que ningún inconveniente encontraria por parte del joven, había contraído compromisos serios, y era arriesgado dejarla en una falsa posicion, obligarla a confesar que había procedido de ligero y que no tenía ni autoridad ni influencia para hacerse obedecer.

Además ¿qué sería entonces de la duquesa? tendría que responder de todo, porque ella no más había comprometido a la reina, respondiendo de su hijo, y a este le faltaba el valor para luchar con su madre, única persona que, sin saber por qué, le infundía, no solo respeto, sino miedo. La ardiente mirada de la duquesa no la había podido nunca resistir don Juan sin sentirse subyugado, amedrentado. Aquel sér débil era el único que había conseguido dominar el espíritu fuerte, independiente del mancebo.

Iré a Portugal, había dicho el joven, y ya no era tiempo de retroceder.

Una hora o más pasó, haciéndose estas reflexiones, y a no interrumpirlas hubiera concluido por sentirse completamente trastornado.

Era la primera vez que en caso semejante despertaba su conciencia.

Para él era una travesura inocente engañar a una mujer en asuntos de amor.

No debía tardar en comprender que cometía una infamía imperdónable.

A veces duerme la conciencia mucho tiempo; pero al fin despierta más inexorable que nunca.

La atmósfera del aposento parecía ahogarle.

Necesitaba respirar un aire más puro y más frío.

—¿Por que me atormento?—dijo, poniéndose de pie.—Andrea no ha de ser mi esposa, y por consiguiente, la alternativa que tanto me da que pensar es imaginaria, no es más que un peligro el que debo temer, y como ese no puedo evitarlo... ¡Oh!... Aun no ha llegado el día.

Don Juan se esforzaba para tranquilizarse; pero en vano, porque su conciencia no respondía a sus deseos, sino que le acusaba sin cesar.

—Andrea me esperará esta noche,—añadio;—iré a verla... ¿Quién sabe si será la última vez? Además, no hay razón para faltarle en las consideraciones que se merece como señora, aunque se la engañe como mujer.

Ya habían dado las diez y la cita era a las once.

El joven ciñó su espada, tomó su capa y su sombrero sin llamar a ningún criado, y salió.

Lo dejaremos pasear mientras llega la hora de la cita y nos trasladaremos a la calle de la Justa para dar a conocer a su pobre víctima.

CAPÍTULO III.
Donde daremos a conocer a doña Andrea.

Ahora es estrecha, tortuosa y fea la calle de la Justa; pero en la época á que nos referimos era más irregular, estaba más sucia y presentaba peor aspecto. Ya no existe, esquina a la calleja de Peralta, una casa que entonces había, compuesta de tres pisos; hace algunos años que se derribó y en su lugar se ha levantado otra mucho más elevada, tanto como se permite a la especulacion contra la salud pública.

En el cuarto principal de aquella casa era donde vivia Andrea con su anciana madre, Juan y otra criada que hacía las veces de cocinera, doncella y lavandera.

Como ya hemos oído decir a Juan, el padre de Andrea había sido oídor en la chancillería de Granada, había vivido decorosa, pero modestamente, y había muerto sin dejar a su familia más que lo que él había heredado de su padre, dos o tres censos y algunos pedazos de tierra en la Mancha, cuya mezquina renta no hubiera podido cubrir las primeras necesidades de la vida sin un régimen admirablemente ordenado y una constante economía.

Andrea estaba dotada de una belleza singular, y como toda mujer hermosa, pobre y huérfana, se había visto perseguida por muchos enamorados que la hicieron deslumbrantes promesas; pero su virtud había salido siempre triunfante, y si había aceptado los galánteos de don Juan, fue porque éste no le ofreció más que su corazón.

Que la infeliz llegó a enamorarse ciegamente, no es menester que lo digamos: su debilidad dice que su pasíón rayó en locura, o más bien fue bastante para enloquecerla.

Creyó ella que su amante, aunque de una familia tan ilustre como la de Miraguas, pobre como segúndon, sería su esposo, y esta confianza ayudó a perderla.

El día del desengaño, que como vamos viendo se acercaba, debía ser terrible, mortal para Andrea.

No tenía más que su honra y la había perdido.

No le quedaban más afecciones que su madre, y esta la rechazaria.

Sin padre, sin fortuna, sin honor ¿á dónde iria, llevando además el testimonio vive de su flaqueza, el hijo de su falta?

Desde que don Juan se mostraba indiferente y frío, habían surgido en la mente de Andrea estos tristes pensamientos; pero había procurado desecharlos porque la más leve sospecha la atormentaba horriblemente.

Su madre debía vivir poco: hacía dos años que apenas podía moverse; pero la tranquilizaba la idea de que su hija se casaria con don Juan, quedando así a cubierto de los azares de la vida.

Un desengaño hubiera sido un golpe mortal para la anciana, doblemente si al perder la esperanza de la felicidad de su hija veía también manchada su honra.

La conducta de don Juan iba, pues, a ser causa de desgracias horribles: no pensaba el mancebo que iba a llevar a una honrada familia el dolor, el llanto y la muerte, condenando a una vida de remordimientos, de tormentos horribles a la mujer que todo se lo había sacrificado.

Cuando Juan llegó a casa de su señora, su compañera de servidumbre le abrió la puerta, diciéndole:

—Ya era hora.

—¿Han preguntado?

—La vieja antes de acostarse murmuró un poco.

—¿Pero ya duerme?

—Si.

—¡Qué felicidad!—exclamó el sirviente, restregándose las manos con alegría.

—¿Tienes frío?—le preguntó, sonriendo irónicamente su compañera.

—No, Petra de mi vida...

—Deja los requiebros para otra.

—En cuanto te veo se me pone el pecho como una fragua.

—Ya se conoce que has procurado calentar tu estómago, pero ten cuidado con la cabeza.

—¡Petra!...

—Hueles a vino.

—No me lo digas.

—Procura no acercarte mucho a doña Andrea.

—Ni siquiera la veré.

—Me ha dicho que entres en cuanto vengas...

—¿Para qué?

—Lo ignoro.

—¿Tendremos cita?

—Sospecho que sí.

—Lo siento, porque el cuerpo me pide cama.

—Si no bebieras...

—Compromisos, Petra, compromisos que no pueden evitar los hombres.

—Hace muchas noches que te sucede lo mismo.

—Y las que quedan,—dijo para sí el sirviente, siguiendo a Petra.

Esta entró en la cocina y colgó el candil.

—¿Qué haces?—preguntó, viendo que Juan se sentaba.

—Ya lo ves.

—¿No te he dicho que te aguarda doña Andrea?

—Es verdad; pero...

—Levántate.

—Pienso descansar un momento...

—No está buena tu cabeza, Juan.

—¿Otra vez la manía?

—¡Si supiera la señora que pasas la noche en la taberna!...

¡Dios mío!...

—Te equivocas.

—Bien; pero si continúas así...

—¿Qué sucederá?

—Ya lo sabes, no quiero hombres viciosos.

—Ni yo mujeres murmuradoras.

—Entonces...

—Te convenceré de que no puedes encontrar un marido como yo.

—Juan, doña Andrea te aguarda...

—Allá voy.

Levantóse de mala gana el sirviente, salió de la cocina y se dirigió a un gabinete donde estaba la hija del oídor sentada cerca de un brasero.

No tendría la joven más de diez y ocho años.

Su cuerpo era esbelto, y su rostro de una blancura trasparente como el nácar.

Bajo sus arqueadas cejas, rubias como el oro, y sombreados por largas pestañas, brillaban sus grandes ojos azules, expresivos, de mirar lánguido y tierno.

Era su frente espaciosa y altiva, revelando inteligencia y dignidad.

Sus labios tenian una frescura encantadora; pero en sus mejillas no se veía el carmin que en leve tinta brota a los pocos años_._

Un inteligente observador hubiera conocido que el alma de aquella mujer abrigaba algún pesar;.

Estaba la tristeza pintada en su semblante, lo mismo cuando se encontraba sola que cuando delante de su madre se sonreía.

Pero la anciana, preocupada con sus males, no había podido advertir la mudanza de su hija, la diferencia entre las sonrisas de otro tiempo y las de entonces. Verdad es que una madre, cuando es virtuosa y ha enseñado a serlo a su hija, no comprende que esta pueda faltar a sus deberes.

Andrea estaba encantadora a pesar de la nube de tristeza que velaba su rostro, y aun nos atreveríamos a decir que la hacía más interesante la expresión melancólica de sus miradas.

Juan entró en el aposento, y sin acercarse a su señora por miedo de que le sucediese lo mismo que con Petra, preguntó:

—¿Me esperabais?

—Sí,—respondio la joven con acento dulcísimo.

—A saberlo, me hubiese apresurado a venir; pero me encontré a un amigo y paísano...

—No importa.

—Sois muy bondadosa y...

—Acercate.

Juan no se atrevio a dar más que un paso.

—Mandadme,—dijo.

—Esta noche,—repuso Andrea,—vendrá don Juan.

—¡Ah!.

.—¿Hay algún inconveniente?

—ningúno por mi parte; pero me sorprendo, porque como hace ya tantos días que no viene sino por la mañana...

—Por eso precisamente vendrá esta noche.

—Bien,—repuso Juan, encogiéndose de hombros,—si así lo disponeis...

—Acaba.

—Obedeceré y le abriré.

Andrea fijó una mirada escudriñadora en el rostro de su criado y luego dijo:

—Tú piensas o sabes algo que me importa.

—Nada, señorita,—respondio el sirviente con un acento que significaba:

—Sé, pero no quiero hablar.

La curiosidad y el temor de Andrea crecieron.

Juan no sabía cómo decir lo convenido entre él y Antonio, y precisamente su torpeza le hizo obrar como un hábil intrigante.

—No puedes negarlo,—repuso la joven,—algo me ocultas.

—Pensaba que... ¡Oh!... Temo que os enfadeis.

—No; explícate...

—Como otras veces...

—¿Vas a hablarme de don Juan?

—Eso es.

—Tus sospechas, tu desconfianza...

—Ni más, ni menos.

Andrea sonrió tristemente.

—Yo,—dijo,—estoy tranquila.

—Pues yo...

—¿Tienes algún motivo en qué fundar tu sospecha?

—La misma conducta de don Juan.

—Es poco.

—Veremos quién acierta.

—¡Oh!... Me haces temblar...

—¿Por qué?

—Nunca me has hablado como ahora...

—Es porque nunca he pensado tanto en vos.

—Pero tú,—replicó vivamente Andrea,—sabes más de lo que dices.

—No...

—Juan, nada me ocultes; no desmientas tu lealtad; en nombre de mi honra...

—Callad, señorita,—interrumpió el sirviente.—No me digais esas cosas...

—Todo lo sabes: no se trata solamente de tener que atormentarse para olvidar un amor desgraciado...

—Pues bien, es preciso que esteis con cuidado: don Juan no es el mismo, nadie lo conocería.

—Es verdad: su conducta me inspira serios temores: hace algún tiempo que tú tampoco estás tranquilo; pero nunca me has hablado con tanta seguridad, y hasta tu semblante te hace traicion.

—Mi semblante... no sé...

—Ya lo ves,—replicó la joven con firmeza,—me engañas.

Y fijó una mirada penetrante en su criado.

Este no supo qué decir, se creyó perdido, y para salir del apuro decidiose a hablar sobre su amigo Antonio.

—Nada sé,—dijo después de algunos instantes,—pero sabré hasta lo que piensa don Juan.

—¿Cómo? ¿Por quién?—preguntó afánosamente Andrea.

—Por un amigo mío, criado de otro amigo de don Juan, con quien suele hablar de vos.

—¡Ah!... ¿Y qué le ha dicho?

—Mi compañero es muy reservado y no he conseguido que me cuente lo que sabe;pero no pierdo la esperanza...

—Querrá dinero...

—Tal vez.

—¿Y nada absolutamente te ha indicado?

—Solo me dijo: «Bueno será que tu señora no se fie mucho de su amante.»

—¡Dios mío!

—Tranquilizaos, señorita, que aún no puede decirse lo que sucederá...

—¿Cómo se llama ese amigo de don Juan?

—Lo ignoro.

—¡Ah!...

—Tampoco nos importa.

—Juan,—repuso Andrea con afán creciente,—refiéreme cuanto hayas oído a ese hombre.

—Lo que os he dicho, y eso me ha hecho pensar que no ando descaminado en mis dudas.

—¡Mi honor de boca en boca!

—No ha tocado semejante punto mi amigo; solamente a vuestros amoríos ha hecho relación, y me ha ofrecido su ayuda. Estamos citados para mañana, y me ha prometido decirme cuanto sabe por las conversaciónes entre don Juan y su amo, que escucha.

La enamorada joven inclinó la cabeza sobre el pecho y quedó pensativa.

—¿A qué hora vendrá don Juan?—preguntó el sirviente, que queria acabar aquella entrevista.

—A las once,—respondio distraídamente Andrea.

—Está bien, ¿queréis algo más?

—Nada,—murmuró la joven.

No esperó el sirviente nueva orden.

volvióse y se dirigió a la puerta; pero su señora, levantando la cabeza repentinamente, lo llamó.

—Malo,—dijo para sí Juan, haciendo un gesto de disgusto;—si me pide más explicación es, estoy perdido.

Y luego, añadio en voz alta:

—¿Qué me mandais?

—Jura que no sabes más de lo que has dicho...

—¡Señorita!...

—Júralo...

—¿Desde cuándo os merezco tan mal concepto?

—No dudo de tu lealtad ni del cariño que me tienes.

—¿Entonces?...

—Pero quizás, creyendo equivocadamente hacerme un bien, me ocultas algo.

—Solo una cosa he dejado de deciros, porque no la creo de importancia.

—¿Qué es?

—Mi amigo asegura que cuenta con medios para evitar que tengais el disgusto de que os vuelva la espalda don Juan.

—! Ah!... ¿Qué dices?... Eso sería disponer, no solo de la voluntad de don Juan, sino de su corazón.

—Me parece imposible, y por eso no he hecho caso de sus palabras. ¿Quién sabe si así quiere explotaros? Sin embargo, lo afirma con mucha seriedad.

—Preciso es que lo averigües todo...—¡Oh!... Tiemblo al pensar si algúna indiscreción...

—No lo creo.

—Juan, no dejes de acudir mañana a la cita.

—Pero tened en cuenta que mi amigo reservará para conmigo lo mejor, porque dice que al fin soy un criado y no debe revelarme ciertos secretos.

—¡Dios mío!—exclamó la joven, elevando al cielo una mirada de dolor.—¡Mi deshonra no es ya un secreto!...

Y se cubrió el rostro con las manos.

El llanto corrió en abundancia por sus mejillas.

—Está visto,—dijo para sí el sirviente,—tengo la cabeza trastornada y cada vez lo hago peor. Antonio tenía razón al aconsejarme que no bebiera más. Creo que lo más acertado será aprovechar estos momentos y salirme; así evitaré cometer otra torpeza.

Hizolo así el cándido Juan, añadiendo:

—Mi ilustre tocayo me arrancaria las orejas si llegara a saber lo que he dicho.

Andrea no se apercibió de la ausencia del sirviente.

Siguió entregada a las atormentadoras ideas de sus dudas y temores, y dando a sus lágrimás libre curso.

—¡Mi honra, mi honra!—solia murmurar con voz ahogada por los sollozos.

Y su llanto corria, y profundos y dolorosos suspiros se escapaban de su agitado pecho.

Así pasó cerca de una hora.

Cuando se hubieron secado sus ojos, brillaron sus pupilas.

Su frente se contrajo y su rostro cambió de expresión.

Su amor de madre y su dignidad de señora se hicieron sentir en su alma como nunca, más que su pasíón ni el natural deseo de ser feliz.

Por fin dieron las once.

Andrea se estremeció como si el vibrante sonido de la campana que anunció la hora hubiese sido un dardo que se hubiera clavado en su corazón.

Pocos minutos después se sintió ruido de pasos en la calle Ancha de San Bernardo y entró en la de la Justa un hombre, que se detuvo frente a la casa de Andrea, tosiendo dos o tres veces.

No tardó en abrirse silenciosamente la puerta de la casa, y el hombre, sin bajar el embozo, entró, encontrándose con Juan, que iba provisto de una luz.

El embozado, que como se figurarán nuestros lectores, era el hijo de la duquesa, preguntó a medía voz:

—¿Duerme la vieja?

—Sí, señor,—le respondio el sirviente.

Y cerrando la puerta, siguió a don Juan.

Cuando llegaron arriba, el noble mancebo se dirigió al gabinete de Andrea, y el criado volvió a la cocina para seguir, al amor de la lumbre, el interrumpido sueño a que estaba entregado cuando aquel llegó.

Don Juan se quitó la capa y el sombrero y se acercó a la joven, intentando sonreír; pero su rostro pálido y contraído delataba el estado de agitación en que su espíritu se encontraba.

Ella quiso también sonreír; pero fácilmente se conocía en su triste mirada el dolor de sus negros temores.

—Ya ves,—dijo el mancebo, sentándose,—que he sido puntual esta noche.

Y tomó una de las blancas y mórbidas manos de Andrea, y la besó con fríaldad ceremoniosa.

La infeliz se estremeció ligeramente y retiró la mano, murmurando con voz ahogada:

—Gracias, don Juan.

—¿Estás indispuesta?

—No.

—Tus mejillas parecen más pálidas que otras veces...

—Casualidad... Podeis estar tranquilo.

—¿Por qué usas ese tono, ese lenguaje?... ¡Oh!—repuso el mancebo, cuya frente se contrajo más de lo que estaba.

—Don Juan, preguntaos a vos mismo, a vuestra conciencia...

—¡A mi conciencia!... En nada os he faltado,—dijo el caballero, cambiando también de tono como si le enojaran las palabras de Andrea.—Hace ya algunos días que os quejais continuamente de mí, me tratais con fríaldad, hasta con dureza, pero sin determinar el motivo, y así jamás llegaremos a entendernos. Dejad las palabras vagas, las reticencias, y decidme de una vez y con claridad lo que os ha disgustado.

La joven levantó la cabeza, su frente se contrajo, tiñéronse por un instante de púrpura sus mejillas, y fijando en su amante una altiva mirada, dijo:.

—Las explicación es deben ser vuestras y no mías; sobradamente me comprendeis, y no puedo hacer el triste papel de aclarar mis quejas cuando no han de ser por eso más atendidas.

—¡Andrea!...

—Don Juan, si porque os sacrifiqué mi honra de mujer habéis creido que abdiqué mi dignidad de señora, os equivocasteis. Podré verme abandonada de vos; pero no rechazada, porque no os suplicaré. Vuestra conducta es...

—Calificadla sin temor.

—No os importa ¿es verdad?

—Me gustan las situaciónes claras.

—Pues yo,—repuso Andrea, palideciendo como un cadáver y estremeciéndose convulsivamente,—yo tiemblo de que se aclaren mis dudas...

—¡Vuestras dudas!—dijo el mancebo con fingida sorpresa.—¿Acaso las abrigais con respeto a mi amor?

—Comparad,—replicó la infeliz con amargura y oprimiéndose el pecho,—comparad con los presentes otros días, y dejad que hable vuestra conciencia.

—estáis incomprensible,—replicó don Juan con algúna asPéreza.—¿Cómo he de responderos ni qué tiene que ver mi conciencia cuando ningúna falla he cometido? Os amaba y os amo: ¿no estáis satisfecha? ¿De qué dudais? ¿Qué teméis?

Las mejillas de Andrea volvieron a teñirse de púrpura. Como un puñal se habían clavado en su corazón las palabras del mancebo, y en algunos instantes le fue imposible contestar.

—Basta,—dijo al fin con voz ahogada;—si ya no me amais, al menos no me atormenteis. No os pido el imposible de una ternura que ya no podeis tener para mi; pero tengo que hablaros de mi honra...

—Limpia está para el mundo mientras no se descubra el secreto...

—Si sabeis guardarlo...

—Doña Andrea,—replicó vivamente el joven, cuya frente se contrajo, y fijando una sombría mirada en su víctima,—esa ofensa no os la toleraré jamás. Caballero nací y caballero soy...

—Entonces, como buen caballero, pagad la deuda que habéis contraído, cumplid vuestras promesas, vuestros juramentos. Alguien más que vos conoce mi falta, ya lo sabeis; no es, como vos, hidalgo, y puede cometer la deslealtad de publicar mi deshonra.

—Juan es bueno, os quiere...

—Además, llegará un día, no muy lejano, en que será imposible ocultar nada...

—Para entonces...

—El tiempo vuela.

—Es verdad; pero...

—Mi madre morirá el día que conozca mi falta...

—Ya sabeis que tengo que vencer obstáculos gravísimos.

—Con tal que no sea el de vuestra voluntad que se oponga a vuestro deber...

—Mi madre...

—¿No teneis esperanza de convencerla?

—Por ahora...

—¡Dios mío!—exclamó Andrea con acento desgarrador.

Y por sus pálidas mejillas corrieron lágrimás abrasadoras que le fue imposible contener.

—Don Juan,—dijo la infeliz,—no soy la mujer que os pide amor en cambio del suyo, olvidando su dignidad y su decoro, soy una desdichada sin honra, una madre sin nombre para su hijo...

—De eso ya hemos hablado,—interrumpió el caballero, sintiéndose turbado;—no es menester que me expliqueis lo crítico de vuestra situación, porque la conozco bien; ni vos tampoco ignorais que no basta mi deseo de cumplir lo prometido. ¿Puedo ser vuestro esposo sin consentimiento de mi madre? No, ya lo sabeis.

—Lo sé; pero me habéis hecho abrigar la esperanza de que vuestra madre cedería a vuestros ruegos.

—Ciertamente.

—Y ahora vais perdiendo la esperanza...

—Un poco...

—¡Ah!—exclamó Andrea, fijando en el caballero una mirada de angustioso, de mortal afán.—¡Mi honra, mi hijo, nuestro hijo, don Juan!... ¿Qué será de nuestro hijo, sin padre y sin nombre? Nada os pido para mi: no me améis, abandonadme, despreciadme; pero antes dad un nombre a la inocente criatura que no debe responder de mi falta, evitad a mi madre infeliz que muera de dolor y maldiciendo a su única hija, a su única afección.

—Cálmate, Andrea,—repuso don Juan con dulzura,—te atormentas sin motivo...

—¡Mi madre, mi hijo!—exclamó la joven con febril arrebato y sin poder apenas respirar.

Y se oprimió el pecho y extendio los brazos, añadiendo Con acento de súplica desgarradora:

—Nada para mi; pero tened compasíón de dos séres inocentes... ¡Ah!... Vuestra madre no puede cerrar los oídos a vuestros ruegos de padre y de hombre honrado, no es posible que mire con indiferencia tanto dolor.

El caballero se sintió vivamente conmovido.

Aunque de su pasíón por Andrea no le quedaba ya más que el recuerdo, el grito de una madre había penetrado hasta el fondo de su alma; la voz de la desdichada mujer que pedía su honra, había despertado más su conciencia.

A dejarse llevar de los nobles, aunque pasajeros impulsos de su corazón, en aquel momento habría don Juan pagado su sagrada deuda.

Empero no podía hacerlo así, y al día siguiente no se debía contar con él.

El mancebo se conocía perfectamente y había confesado con ingenuidad a su madre su mayor defecto.

Era en extremo impresionable; pero ligero, veleidoso, inconsecuente.

Al recibir una impresión, se le encontraba dispuesto para todo; a las dos horas, para nada.

Por eso prometió amor eterno y justa reparacion a la pobre Andrea sin importarle los inconvenientes con que habría de luchar, y algún tiempo después, pasada la amorosa impresión, le hemos visto prometer a su madre ciega obediencia.

En aquellos momentos, bajo la influencia del acento conmovedor de la joven, y con el recuerdo del compromiso que había contraído dos horas antes, don Juan sintió desgarrada su alma por una lucha tenaz entre sus deberes y el invencible miedo que le infundía su madre.

Su rostro se contrajo hasta desfigurarse.

Su corazón palpitó con violencia.

Quiso mirar a Andrea; pero no se atrevio.

Intentó levantarse y no acertó a moverse.

Abrióse su boca para hablar; pero ni una sílaba salió de sus labios.

¿Qué había de decir?

¿Iba a hacer nuevas promesas que no podía cumplir?

Esto hubiera sido horriblemente criminal, y ya hemos dicho que don Juan no era un hombre depravado.

¿Iba a desengañar a la infeliz Andrea?

De ello se encargarían el tiempo y los sucesos, y no había para qué adelantar la desgracia, los tormentos de aquella pobre mujer, que por mucho que sufriese con sus dudas y sus temores, debería sufrir más con el desengaño.

Hé ahí porque el mancebo, ni acertaba a hablar, ni a moverse, ni a mirar á su víctima.

Ella, como si hubiese agotado sus fuerzas con sus últimás palabras calló también.

Ocultó el rostro entre las manos.

Sus lágrimás corrieron.

Sus penosos suspiros interrumpieron el silencio profundo que reinó en la estancia.

Largo rato pasó.

Andrea seguía llorando.

El caballero se puso de pie, y con los brazos cruzados y la cabeza inclinada sobre el pecho, paseóse de un lado a otro de la habitación con desiguales pasos.

Su agitación crecia por instantes.

Muchas veces se le vio apretar los puños con toda la fuerza de una ira reconcentrada y mal reprimida.

Desesperábase porque no encontraba medio de salir de la critica situación en que lo ponian las ordenes de su severa madre y de la reina y las justas reclamaciones de Andrea.

Como antes había dicho, estaba colocado entre un abismo y un puñal.

Y lo peor de todo era que, aún haciendo el sacrificio de su libertad, de sus sentimientos, de sus convicciones, nada adelantaría, porque obedeciendo a su madre haría horriblemente desdichada a Andrea y a su hijo, y atendiendo a estos tendría que sufrir aquella las consecuencias gravísimás del enojo de la reina.

Uno de ambos peligros era inevitable.

había que conformarse con la desgracia y sufrir con resignación.

Empero don Juan, ni queria conformarse ni estaba dispuesto a sufrir resignado.

Por eso luchaba y se desesperaba.

Al fin hizo lo que todo el que encuentra lo imposible por obstáculo, y no quiere darse por vencido.

Dejó la resolución del problema al tiempo, con la esperanza de que este le diera ocasíón para salir del apuro.

Se entregó al azar.

Decidio seguir los sucesos; pero no provocarlos.

De repente se detuvo, limpióse el sudor que corria por su pálida frente, hizo un esfuerzo para aparecer tranquilo, y volviendo a sentarse, dijo:

—Bien, así se remedíará todo; con quejas y lágrimás, con temores vanos...

—Don Juan,—interrumpió Andrea descubriéndose el rostro y fijando en el caballero una mirada dolorosa,—soy muy desgraciada..

—Yo tampoco soy feliz; pero...

—Tenedme lástima.

—¿Aun me hablas con ese lenguaje serio?

—¡Oh!...

—Creí que mis palabras te habían hecho comprender la injusticia de tus acusaciones...

—¡Injusticia!... En otro tiempo jurabais con un acento de verdad que parecía arrancado del alma, que hasta la vida la sacrificaríais para salvar mi honor...

—Y ahora,—replicó el mancebo,—juro también que ningún sacrificio dejaré de hacer para limpiar tu honra y legitimar a nuestro hijo; pero no puedo responder de los sucesos; sólo Dios sabe lo porvenir...

—¡Ah!—exclamó Andrea con amargura.—Entonces si respondíais del triunfo...

—¡Andrea!...

—¿habéis olvidado vuestros proyectos?

—¿Y vos habéis olvidado a mi madre?

—Antes era un inconveniente que estabais seguro de vencer...

—No he perdido la esperanza.

—Pero sí la firme resolución de que nada os arredre ni os detenga.

—Tampoco ahora...

—¿Qué ha sido de vuestros planes?—dijo Andrea, clavando en el mancebo una penetrante mirada.

—Mis planes,—repuso don Juan turbado,—son siempre los mismos... ya os lo he dicho.

—¿queréis,—interrumpió Andrea con creciente exaltación,—queréis que repita vuestras palabras de otro tiempo?

—No comprendo...

—«Si mi madre, me dijisteis, se muestra sorda a mis ruegos, podrá más en mí el deber de salvarte que el respeto de hijo, y abandonaré mi casa...»

—Andrea,—replicó el mancebo sin poder escuchar tranquilamente aquellas palabras,—todo eso...

—Ha llegado el día, don Juan,—dijo severamente la joven, cuyas fuerzas parecían haber renacido en pocos instantes,—es preciso acabar de una vez; hablad a vuestra madre, suplicadle, emplead toda vuestra influencia de hijo, y si se niega terminantemente a consentir nuestra union, entonces... ¡oh!... entonces...

—¿Qué he de hacer?

—Vos, nada; pero yo,—repuso enérgicamente Andrea.—yo, en nombre de mi hijo, de mi honra, iré a pedirle justicia, le rogaré como ruega una madre, y mi dolor, mí llanto...

—¡Ah!—exclamó don Juan, mirando con sorpresa a la joven.—¿habéis perdido la razón?

—Tal vez.

—¿No comprendeis que ese imprudente paso nos colocaría en peor situación?

—¿Por qué?

—Andrea,—repuso el doncel, procurando dulcificar su acento,—no conoces el mundo.

—Conozco mi desgracia.

—Tranquilízate, escucha mis consejos, deja que el tiempo nos presente algúna ocasíón favorable...

—No podemos esperar mucho sin que sea conocida mi falta por todo el mundo...

—Aun tenemos algunos días... ¿Has perdido la fé en mi cariño?—repuso don Juan, estrechando entre las suyas las ardientes y temblorosas manos de Andrea.

Esta inclinó la frente y calló.

No se había olvidado de la advertencia de su criado, y buscaba medio de hablar a su amante del amigo a quien confiaba sus secretos de amor.

—¿No tienes,—dijo después de algunos instantes,—un amigo verdadero, que sea respetado por tu madre, y que quisiera interceder en nuestro favor?

—¡Amigo!... No los hay para eso. Muchos me ofrecerían servirme, y abusarían de mi confianza.

—¿No has intentado?...

—Nunca.

—Pero alguno que conozca nuestros amores...

—Es un secreto que a nadie he confiado, '

—Nada de particular tendría.

—Tus criados son los únicos...

—Entonces... estoy tranquila...

—Andrea, tú me ocultas algo...

—No...

—¿Qué significan esas vagas indicaciones?

—Te equivocas... Hablo de eso por hablar...

—Quiero saber...

—Olvida eso: sigue tranquilizándome, lo necesito.

Don Juan fijó una mirada escudriñadora en la joven; pero esta pudo disimular por algunos momentos, y su rostro no expresó más que su profunda tristeza.

Hubo algunos instantes de silencio, embarazoso para ambos.

Dieron las doce.

—¡Con cuánta rapidez,—dijo don Juan,—se pasan las horas a tu lado!

Andrea sonrió tristemente y respondio:

—Sí, el tiempo pasa veloz cuando se espera la desgracia o se goza de completa felicidad; pero cuando se aguarda esta o se sufre, son siglos los instantes.

—¿Vuelves a tus sombríos pensamientos? Te he rogado que no te atormentes en vano; aún cuando hubiera de suceder lo que tanto temes, no lo evitarías con tales pensamientos. Esta noche está exaltada tu imaginación: todo lo ves negro y horrible. Descansa, Andrea,—añadio el mancebo, poniéndose de pie:—es preciso que te tranquilices, tu salud puede quebrantarse...

—Gracias...

—Si enfermáses...

—No seré tan dichosa.

—¡Andrea!

—¡Ah!... Si Dios se apiadara de mí, me enviaría la muerte... Ese es el remedio único de todos mis males.

—Estás provocando la cólera divina.

—¿Qué es la existencia para mí?—repuso Andrea, cuyos ojos brillaban más cada vez con el fuego de la fiebre.—Cuando se sufre noche y día y se espera sufrir más, la vida es una carga insoportable, una continua agonía que no puede acabar sino con la desesperación, la locura o la muerte. ¡Ah!... Levanto al Eterno mis suplicantes miradas para que me dé alivio; recurro a todas las fuerzas de la cristiana resignación; pero...

—Que me haces sufrir horriblemente,—interrumpió el doncel.

Y se acercó a la joven, le tomó una mano y se la besó, añadiendo:

—En nombre de nuestro amor, Andrea, de nuestro hijo, que necesita una madre, no mengües así tu existencia...

—Es verdad, no me pertenece,—replicó la joven, esforzándose para sonreír.

—Acuéstale y reposa...

—Tengo miedo al sueño.

—¿Por qué?

—¡Oh!... Apenas se cierran mis ojos, se me presentan espantables fantasmás envueltos en la negra bruma del horizonte de mi porvenir.

—Andrea...

—Ya estoy tranquila... Vete y... piensa en mí...

—Nunca te olvido.

—¡Piensa en mi honra, en nuestro hijo!—exclamó la joven con desgarrador acento.

Don Juan no acertó a responder.

Sentía herida la fibra más delicada de su corazón.

No podía escuchar el nombre de hijo sin conmoverse profundamente.

—No podré resistir cinco minutos más,—dijo para sí.

Y tomó la capa y el sombrero, dijo algunas palabras de ternura a la joven, y salió del gabinete.

Andrea se pasó las manos por la frente, se oprimió el pecho, meditó algunos instantes, y dijo:

—Preciso es que yo vea a ese hombre que conoce el secreto de nuestro amor, a menos que le dé a Juan satisfactorias explicación es. ¡Oh!... Estoy perdida... ¡Dios mío!...

Entre tanto el mancebo salía de la casa, diciendo al criado: '

—Cuida de tu señora, no está buena...

—Cuidaré como acostumbro,—respondio el sirviente con soñolienta voz.

Y cerró la puerta.

A pesar de que era intenso el frío, don Juan aspiró con avidez el aire libre, y exclamó:

—¡Vive el cielo!... Me ahogaba... ¡Oh!... No puede comprender mi madre lo que me hace sufrir... ¡Pobre Andrea!... Dentro de pocos días se habrán realizado sus temores, estaré yo en Portugal y... no habrá remedio, ningún remedio más que la muerte, como ella dice.

Con precipitados pasos tomó el turbado mancebo el mismo camino que había llevado.

Apenas volvió la esquina de la calle de la Justa, del hueco de una puerta salió un hombre, se detuvo algunos instantes, y bajo el embozo de su capa se le oyó murmurar con sorda voz:

—¡Oh!... Ya puedo respirar... Parece que tengo el infierno dentro del corazón... Un poco más algunos días y quedaré satisfecho... Gracias, ilustre don Juan; sin vos tendría que ahorcarme. Juan me ha engañado: me dijo que esta noche no vendría el galán... Tal vez lo haya ignorado hasta el momento de abrir la puerta. Mañana veremos.

Al concluir estas palabras echó a andar hacia la calle del Perro, y pocos instantes después se perdio entre las tinieblas.

Cuando ya no se oyó el ruido de sus pasos, del hueco de otra puerta salió un segúndo bulto.

No habló pero se detuvo también, sin duda a escuchar, y después de algunos segúndos tomó con tardos pasos calle arriba.

—Bien,—dijo al fin, cuando estuvo lejos de la casa de Andrea,—somos dos á observar. Si esto se enreda mucho, tendrá que desenredarlo mi señor, porque no estoy en el caso de volverme loco. Pero sea lo que fuere, no hay duda que se aman: el galán entra en la casa a deshora de la noche y ocultamente: lo demás Dios lo sabe y yo lo sospecho. Lo más importante está averiguado... ¡Lástima de sueño que estoy perdiendo!...

El embozado se interrumpió para bostezar, y luego añadio:

—Tendré que cenar otra vez.

Pero ni el frío, ni el hambre, ni el sueño, le hicieron andar más deprisa, y siguió tranquilamente en dirección a las calles de la Estrella y de la Luna.

CAPÍTULO IV.
Donde volveremos d encontrar a dos antiguos conocidos.

Cuando el embozado se encontró en la calle de la Estrella, seguro sin duda de que nadie lo seguia, sacó una linterna sorda, la abrió, y favorecido por la luz, aceleró un poco el paso, aunque no tanto que pudiera fatigarse ni caer.

debía ser hombre precavido, pues no volvía ningúna esquina sin convencerse de que nadie se ocultaba allí ni se acercaba a las paredes, por lo cual hubiera sido imposible sorprenderlo.

Nada podemos decir del rostro de aquel hombre, porque lo tapaba con el embozo de su larga capa y con el sombrero negro, o pardo, de anchas alas que llevaba metido hasta las cejas.

Su estatura era regular; parecía más bien grueso que delgado, a juzgar por el bullo y por la parte de pierna que dejaba ver.

No volvió a pronunciar una palabra, y como a nadie encontró ni nada de particular le sucedio, nos permitirán nuestros lectores que no lo sigamos paso a paso y digamos solamente que un cuarto de hora después se encontraba en la calle del Caballero de Gracia, y a los pocos minutos entraba en la de Alcalá.

—Voy llegando felizmente,—dijo entonces.

Y llevó devotamente la diestra al sombrero al pasar frente a la iglesia del Cármen calzado, cuyas paredes estaban en parte iluminadas débilmente por los dos faroles, que aún se conservan y encienden delante de la imagen de la Virgen que corona el pórtico.

Siguió, volvió a la izquierda, entró en la calle del Barquillo, y luego se detuvo junto a una puertecilla que daba entrada al convento y que ha sido tapiada en una de las cien reformás que ha sufrido el edificio.

Siempre con su sistema de precauciones, el embozado aplicó el oído al agujero de la cerradura, escuchó, y como nada oyese, sacó una llave y abrió la puerta sin hacer el más leve ruido, entrando y volviendo a cerrar y encontrándose en un sótano o pasíllo, que todo podía ser, lóbrego y húmedo.

Ayudado por la luz de la linterna, atravesó una parte de aquella habitación, subió una escalerilla pendiente, y se encontró en otro aposento solitario.

De allí, dejando atrás pasíllos, galerías, escaleras y habitaciones, llegó a una del último piso, estrecha y sucia, donde se veían algunos muebles rotos, y entonces, dejando la linterna en una mesa se quitó la capa, el sombrero y la espada, y siguió despojándose de ropa hasta quedarse sin chupa, zapatos ni medías.

Nunca mejor para examinar su rostro y su cuerpo, que efectivamente, era lleno de carnes según antes dijimos.

Su cara redonda, de facciones vulgares y un poco abultada, estaba dilatada como para sonreír, y la mirada de sus ojos pequeños, redondos y pardos, expresaba la satisfacción de una completa dicha.

Aparentaba una edad de treinta y cinco años.

El pelo era negro y lo tenía todo cortado, de manera que podía verse perfectamente la forma de su cabeza.

Cuando hubo terminado su operación de desnudarse, hizo con la ropa un lio, en cuyo interior colocó la espada, se subió sobre la mesa y trepó a un desvan, después de haber metido en él la linterna.

Aquel desvan o camaranchón no era otra cosa que el hueco que quedaba entre el tejado y el techo de otras habitaciones: tenía bastante extensión; pero en algunos sitios, ni sentado podía estar un hombre sin dar con la cabeza en las vigas, cubiertas de telarañas.

En el fondo se veían en montón algunas sillas rotas, un arcon apolillado y los restos de una o dos mesas.

algunos ratones corrieron despavoridos al iluminarse aquel escondite.

Nuestro personaje, que empezaba a tiritar de frío, se apresuró a llegar donde estaban los muebles rotos, separó algunos, metió en el arca el lio de ropa, sacó otro y una palmatoria con vela de cera, encendiola, apagó la linterna y la guardó también, y después de colocar los muebles como estaban, salió de allí, bajando como había subido.

El lio que había sacado era la ropa de fraile, y en pocos momentos quedó vestido.

Ya sabemos que no era un ladrón, ni persona extraña a la comunidad; pero tampoco un fraile, porque le faltaba el cerquillo y la corona: debía ser simplemente un donado, es decir, uno de aquellos sirvientes que había en los conventos y que asístían con cierta especie de hábito religioso, pero sin hacer profesion.

Transformado, sin temor ya al encuentro con algún compañero o padre, tomó la palmatoria, dejó aquel aposento, y volviendo a bajar escaleras y atravesar galerías y habitaciones, llegó a una celda, cuya puerta abrió sin hacer el más leve ruido.

La celda de un fraile, especialmente de la orden de carmelitas descalzos, nada presentaba que pudiera llamar la atención. Las reglas interiores de la comunidad se observaban con bastante rigor, porque no habían podido olvidarse sus severas prescripciones en el tiempo que contaba la reforma hecha por la insigne Santa Teresa a costa de tantos sinsabores y padecimientos. '

Sin duda por una gracia especial de que gozaba el individuo que habitaba aquella celda, había en ella luz a hora tan avanzada de la noche.

Allí no se veía más que la pobre cama, sobre cuya cabecera había colgado en la pared un Crucifijo de talla de dos pies de altura, y en el extremo opuesto, cerca de una ventana, una mesa grande de nogal que sostenía un pequeño armario de pino, algunos libros, papeles, un tintero de piedra jaspe y una salvadera de bronce.

Sentado en una de dos macizas sillas, únicas que había en la celda, delante de la mesa y leyendo en uno de los libros, estaba un fraile, cuya edad era dudosa a primera vista, pero que no pasaria de los cuarenta años, y aún parecía no llegar cuando tomaba su rostro, que podemos llamar hermoso, cierta expresión de tranquilidad y dulzura que rara vez duraba más de un minuto.

Eran sus ojos grandes, negros, brillantes y expresivos; estaban rodeados de largas pestañas y coronados de relucientes y finas cejas, y por sus pupilas parecía escaparse el fuego de un alma ardiente, grande y sensible.

Su frente, de una blancura mate, era espaciosa y altiva, estaba surcada por dos arrugas que partian de entre las cejas, y revelaba una inteligencia superior.

Todas sus facciones eran de un dibujo admirablemente correcto, y hasta su dentadura pudiera haberla envidíado la mujer más presumida.

Sus maneras tenian a la vez un aire de dignidad y grave modestia que infundía respeto; pero les faltaba algo de esa especie de retraimiento, de humildad propios de los que se educaban y pasaban su vida apartados del mundo.

Al verlo y observarlo con atención había que preguntarse si aquel hombre había nacido para cortesano o fraile.

Fácilmente se comprendía que había abrazado la vida religiosa, o por obedecer a sus padres en una edad en que no tuviese aún valor para resistir, o huyendo desesperado del mundo, donde hubiese sufrido algúna horrible desgracia.

En lo que no podía haber duda era en que había recibido una educación esmerada y que tenía costumbre de tratar con personas de distinción.

Si el lector tiene buena memoria y quiere tomarse el trabajo de hacer algunas comparaciones, es posible que conozca a este personaje, a pesar de que se lo presentamos de muy distinto modo cuando lo dimos a conocer; pero si no lo recuerda, sabrá más adelante quien es: ahora diremos solamente que su nombre de religión era el de fray Manuel de San' José y que hacía poco tiempo que había sido trasladado desde su convento de Pamplona al de Madrid.

Tratábasele con distincion particular hasta por el mismo prior, y se le dispensaba de ciertos deberes, cuya falta a nadie se le hubiera tolerado.

Fray Manuel de San José estaba protegido y apoyado por altos personajes, principiando por el rey, y tanto por sus relaciónes como por su talento privilegiado y su instrucción, era muy respetado y en la corte representaba algo más que un fraile, hacía el papel de un cortesano.

Su mayor influencia la tenía con el rey de Portugal, de quien podía llamarse amigo a pesar de la diferencia de posiciones.

Como ya hemos dicho, el donado entró silenciosamente, cerró la puerta, y acercándose a fray Manuel, dejó en la mesa la luz y dijo mientras se restregaba las manos:

—Buen frío hace...

—Pronto has vuelto,—interrumpió el fraile, cerrando el libro y mirando al sirviente.—¿Acaso me equivoqué?

—Señor,—repuso el donado, que cuando hablaba a solas con fray Manuel, ni lo llamaba padre ni usaba el lenguaje que era costumbre en la comunidad,—muy lejos de eso, he visto más de lo que pensaba ver.

—Explícate, Martín.

—Poco tengo que deciros; pero muy interesante, porque confirma vuestras sospechas.

—Sepamos.

—Antes de las once,—repuso Martín,—estaba yo escondido en el hueco de una puerta, lo mismo que las tres noches anteriores; pero esta, a los pocos minutos, llegó un embozado, se paró frente a la casa, suspiró ruidosamente, tanto, que sus suspiros parecían, más que tales, los resoplidos de un toro; rechinó los dientes y murmuró algunas palabras que no pude entender, pero que debieron ser maldiciones y blasfemías en vez de requiebros.

—Supongo que no sería don Juan.

—Nada de eso.

—Las señas son de un hombre rudo, algún asesino...

—Todo lo contrario: es un hombre que piensa ahorcarse...

—¡Martín!—interrumpió sorprendido el fraile.

—Es la verdad,—replicó con calma el donado.

—Dices cosas tan extrañas...

—Me explicaré, señor.

—Sepamos.

—El embozado debe amar a doña Andrea y estar desesperado, por lo cual desearía morir. Así lo comprendí después; pero no paso adelante, para no confundirme, y os referiré lo que he visto por orden de sucesos.

—Bien.

—Cuando el hombre suspiró, rechinó los dientes y murmuró, escondiose tras una esquina de la calle de Peralta.

—¿Y luego?

—Dieron las once y llegó otro embozado.

—¿Era don Juan?

—El mismo, que tosió, le abrieron y entró en casa de doña Andrea.

—¡Oh!...

—Después nada de particular,—repuso Martín, siempre con su calma y su sonrisa;—don Juan salió después de las doce y se fue.

—¿Y el hombre de los suspiros?

—Salió también de su escondite, volvió a pararse delante de la casa y a suspirar.

—¿Y de dónde deduces que quiere ahorcarse?

—De que volvió a murmurar, y entre otras palabras que dijo, pude entender las de, «gracias, ilustre don Juan,» acabando la frase con estas otras: «hubiera tenido que ahorcarme.»

—Has debido seguir a ese hombre.

—Se fue en seguida y no me dio tiempo a pensar si era prudente hacerlo así.

—Martín,—replicó el fraile con marcada impaciencia,—tu calma ha de causarnos gravísimos males.

—Señor, más vale meditar antes que arrepentirse después:. el tiempo que se pierde en pensar, luego se gana porque se obra con seguridad completa.

—Siempre el mismo.

—Es verdad, y por eso no debe sorprenderos.

—Sabes que no podemos perder un día.

—Mañana volveré, aunque apriete el frío como esta noche, y si el embozado se presenta...

—Bien, bien.

—En cuanto a lo más interesante, ya lo tenemos averiguado. No hay duda que don Juan es amante de doña Andrea, y esas entradas y salidas a medía noche, hacen sospechar que no han de romper el amoroso trato con tanta facilidad como desearía la reina. ¿Quién sabe si la conciencia del galán es un estorbo para el casamiento que se le propone?

Fray Manuel cruzó los brazos, inclinó sobre el pecho la cabeza, meditó por espacio de algunos segúndos y luego dijo:

—Tal vez no te equivoques.

—Por eso...

—Me alegraría.

—No hay mal que por bien no venga.

—algunas palabras de la reina me han hecho sospechar que quiere prescindir, no solamente de mí, sino de nuestro buen rey de Portugal, en cuyo caso, sería preciso poner a cubierto la dignidad del rey, haciendo comprender a la reina cuán poco vale sin la ayuda de su noble aliado...

—Y sin la vuestra,—repuso Martín, sonriendo.

—Yo nada valgo.

—En el asunto de que se trata...

—Ya lo sabes, no tengo más interés que corresponder a la confianza con que me honró el rey de Portugal, encargándome tratar esa boda que a todos convenía, menos a la que ha de casarse. Ella tiene dos que solicitan su mano: uno de ilustre cuna, pero pobre; su amor es correspondido; pero el conde no lo quiere para su hija; el otro, que es Saldanha, lleva riquezas y el primer nombre del reino; pero el rey conoce bien a su sobrino y teme que se haga demásiado poderoso. En esta alternativa se ha buscado un término medio y se ha pensado en don Juan. ¿Pero cuál será el resultado? Hacer desgraciadas a dos personas. La condesa no será feliz con don Juan, porque no lo ama, ni él tampoco, porque ama a otra. He obedecido, ignorando lo que ahora sé, y cuando ya parece todo arreglado, porque don Juan se aviene y la condesa no resiste, la reina, para no estar obligada a nadie, quiere obrar por si, probar que para nada necesita nuestro apoyo, con lo cual ofende al rey.

—Y vos,—repuso Martín,—vos que no me pareceis, es decir, que pensais las cosas en un instante, habreis pensado cómo desbaratar esa boda, dejando burladas a la reina y a la duquesa, y haciendo felices a la condesa, a don Juan, a doña Andrea y al otro pretendiente pobre.

—No es imposible lo primero, pero lo segúndo...

—Es la consecuencia natural.

—¡Quién sabe!

—Si don Juan queda libre...

—Temo, sin embargo, que doña Andrea sea víctima. Por lo poco que sé y he podido observar, sospecho que la desgraciada no es correspondida en su pasíón: así lo prueba la facilidad con que don Juan ha convenido en casarse con la hija del conde.

—¡Dios me libre de esa horrible enfermedad que llaman amor!—dijo filosóficamente el donado.

—Sea como quiera,—repuso el fraile,—en esta ocasíón necesito tu ayuda como nunca, buen Martín.

—¿habéis dudado?...

—No puedo dudar de ti: me tienes dadas hartas pruebas de tu cariño y lealtad. Por mí fuistes soldado, a pesar de tu aficion a la vida sosegada.

—¡Qué tiempo aquel!—dijo Martín, exhalando un suspiro.

—¿Lo echas de menos?

—Por lo de andar a tiros y cuchilladas, siempre a medía racion y sin cama donde dormir, no, señor; pero entonces erais feliz, esperabais serlo más, y a mi me quedaban más años de vida.

—Sí; yo era dichoso,—murmuró fray Manuel, cuya frente se contrajo, y ahogando un doloroso suspiro.

—Señor...

—Dejemos esos recuerdos.

—Es verdad, lo pasado no puede deshacerse... Pues como os decía, contad conmigo.

—Según el aspecto que toma el asunto, creo, Martín, que tendrás que dejar por algunos días tu calma, montar a caballo y correr mucho.

—No importa.

—Como te has acostumbrado a la quietud...

—Aun sabré tenerme a caballo, y en llevando las alforjas bien provistas, vengan penas.

—Prepárate, pues.

—Lo principal es, señor, que probeis a la reina que no sois un pobre fraile, que solo sabe rezar.

—No he pensado mortificar el amor propio de nadie, ni hacer daño alguno; pero cumpliré con el deber que me impone la gratitud. De buena fe acepté el encargo del rey don Juan y traté con la reina y la duquesa, sin creer que lo que era un asunto de conveniencia para todos, se convirtiese en una intriga. Pero ya no tiene remedio lo sucedido: han provocado la lucha y es preciso que quede en su lugar el rey; no puedo abandonarlo, sobre todo, estando de su parte la razón y la justicia. Conozco el mundo y temo que algún día cueste mucha sangre a dos pueblos valientes la herida hecha en el amor propio de una mujer que aún no ha sufrido ningúna contrariedad. Una chispa puede producir una hoguera. después de amargos desengaños, perdidas todas las ilusiones, y la última esperanza de ser feliz, me retiré del mundo con el alma transida de dolor. Creí que me dejarían, entregado a mis tristes recuerdos, llorar mis desdichas en la soledad del cláustro, sin que otro pensamiento que el de Dios ocupase mi mente; pero no han querido los hombres, vinieron a interrumpir el silencio de mi morada, y como no respondí, llamó la gratitud a la puerta de mi retiro y obligóme a abrir mi conciencia. No quieren dejarme: se empeñan hace un año en que he estar en el mundo, y al fin conseguirán colocarme en tal posicion que no pueda cumplir mi deseo.

—Pero de nada pueden acusaros, porque ningúna mala intención os guia ni os ha movido a cambiar de conducta.

—¿Pero y mi tranquilidad? Sólo pido al mundo que se olvide de mí. ¿No tengo derecho a que me concedan el olvido?

Fray Manuel decía lo que sentía: no era fingido su deseo de vivir fuera de todo trato para consagrarse a la oracion y al estudio, únicos medios que había encontrado de calmar sus dolores; pero se le había obligado a mezclarse en el asunto de la boda de don Juan, haciéndole ver que se trataba de hacer un beneficio, y nada de extraño tendría que tuviere, mal de su grado, que seguir entendiendo en las consecuencias que aquello podría tener.

—Espero,—dijo Martín,—que terminado mal o bien este negocio, no vuelvan á molestaros, y como antes, podamos volver a nuestra antigua vida, vos rezando y leyendo, y yo durmiendo y máscando.

—No, porque todo se combina para que yo no logre lo que quiero. Empiezan á ser demásiado frecuentes las visitas de Patiño a la reina, y creo que esta lo escucha más de lo que debiera.

—Jamás, señor, hubiera yo creido que en el cuerpo ruin de la duquesa de Miraguas, que parece una mona vestida, se encontrara tanta malicia y astucia.

—No es una mujer vulgar, y tiene mucha influencia en la corte. Ella ha conseguido sacar de la oscuridad a Patiño.

—Mientras él no sepa que el fray Manuel encargado del asunto, es el antiguo capitán llamado don Manuel Freire de Silva...

—Lo sabrá por mi desgracia.

—En último caso nada teneis que temer.

—Martín, en un momento de exaltación, de locura, nos juramos odio eterno, guerra sin tregua si volvíamos a encontrarnos.

—Pero vos...

—No conservo odio para nadie, renuncio a la guerra; pero ¿me dejará él en paz?

—Señor, dice el refrán que cuando uno no quiere, dos no riñen.

—Sí; pero cuando uno ataca y hiere, otro tiene, si no que herir, al menos que defenderse.

—Eso...

—Consiste también en el temperamento de cada cual.

—Ciertamente.

—Es posible que tú, una vez decidido a no defenderte, te dejes matar.

—De seguro, si había hecho el propósito; pero comprendo que no todos tienen mi calma.

—Haré cuanto pueda, es mi deber...

—Pero veo,—replicó Martín, que se había restregado los ojos dos o tres veces,—que estáis atormentándoos por lo que puede suceder, pero que tal vez no sucederá.

—Me había olvidado de tu sueño,—dijo el fraile, comprendiendo la intención del donado.

—Señor...

—¿Vas a negarlo?

—Verdad es que tengo sueño y hambre.

—¿No has cenado?

—Sí; pero el paseo de aquí a la calle de la Justa y de allí aquí, y el haber subido dos veces al camaranchón que me sirve de guarda-ropa, es bastante para abrir el apetito a cualquiera.

—Vele, Martín y descansa.

—¿Y qué vais a hacer vos?

—Seguiré leyendo un rato...

—Son las dos de la madrugada o poco menos.

—¿Qué me importa?

—Pensad que os quitareis la vida.

—Ya ves que no se quebranta mi salud.

—Os quedareis ciego... ¡Siempre con los libros!

—Son mi única distraccion.

—Pero no tanto, señor, no tanto.

—Sin ellos, el dolor y la tristeza hubieran acabado por matarme o desesperarme.

Martín se encogió de hombros, tomó la palmatoria, dio las buenas noches á fray Manuel y salió de la celda.

, El antiguo capitán portugués se pasó las manos por la frente, que había palidecido más de lo que estaba, cruzó los brazos, inclinó la cabeza sobre el pecho, y olvidándose del libro, se entregó a sus tristes pensamientos.

CAPÍTULO V.
Donde procuraremos dar d conocer d la reina y diremos algo sobre el rey, su corte y la nación.

No vamos a hacer una reseña histórica del reinado de Felipe V, ni a ocuparnos de todos los importantes personajes de aquella época, porque iremos dándolos a conocer cuando lo requiera el relato de los sucesos de esta interesante historia: nombraremos a alguno, mencionaremos algún hecho y nos ocuparemos de la reina, cuya figura se destaca entre todas en el interesante cuadro de España en los dos primeros tercios del pasado siglo.

Isabel de Farnesio, hija del duque de Parma, fue la segúnda esposa de Felipe V.

Cuando vamos a presentarla a nuestros lectores tenía treinta y cuatro años, si bien no aparentaba más de treinta.

Era gruesa, o como dijo Alberoni cuando habilísimamente hizo la pintura de ella, engañando a la astuta princesa de los Ursinos, fuerte, robusta, saludable, y aunque no estaba dotada de una belleza singular, era, sin embargo, bastante hermosa para agradar, y tenía sobrado entendimiento para hacer encantador su trato.

Su severa madre la había educado con bastante sencillez, la había tenido casí aislada de la sociedad, y más que en hacerle conocer el mundo y los negocios, por si un día se sentaba en el trono de su padre, se ocupó en inculcarle sanos principios de virtud.

Empero la elevada inteligencia de la joven, su voluntad de hierro, suplieron el descuido o capricho de la madre, y aprovechando su soledad estudio y se esforzó por aprender con una constancia admirable.

La vida que hacía, casí siempre encerrada en su aposento, sin ver más que a sus padres y a sus criados, no le era nada agradable; pero nunca pronunció una palabra que revelase su disgusto, porque era demásiado altiva para quejarse cuando no tenía medios de luchar y vencer.

Decir que estaba mal y sufrir sin rebelarse, hubiera sido para la orgullosa Isabel una humillación, y antes que humillarse prefería morir.

Toda pasíón o instinto que se contiene por una fuerza extraña, cuando cobra la libertad va hasta el desenfreno.

Nunca la corriente de un rio va con más violencia que después de haber roto el dique que la contenia.

Por esta razón, cuando Isabel de Farnesio se vio libre del yugo de sus padres, dio rienda suelta a sus instintos dominadores sin que la detuviese ningúna consideracion.

ningún hombre hubiera sido más a propósito que su esposo para el carácter de Isabel.

Felipe V era débil como esposo e indolente como rey, así como fuera de su palacio y de los negocios de la administracion pública, como general, como soldado, era incansable, valiente hasta rayar en temerario y merecía el cognomento de Animoso que se le dio.

Ha sido Felipe de Borbon uno de los hombres más dignos de estudio por los contrastes rarísimos que presentaba su carácter....

veíasele constantemente entregado a una profunda melancolía, y aunque amaba sinceramente a su pueblo, le deseaba prosperidad y estaba animado del más ardiente deseo de que España recobrase su antiguo esplendor y preponderancia, dejaba obrar a sus ministros, aprobando y desaprobando con arreglo a la opinión de su esposa, y nunca tomó la iniciativa sino cuando se trataba de asuntos que podían dar lugar a una guerra.

Hablaba poco, mostrábase a todo indiferente, y algún gesto, o lo más una palabra, solia arrancársele en los asuntos de mayor gravedad.

Empero decirle que era preciso salir al encuentro de un enemigo formidable, sufrir las privaciónes de una campaña y arriesgar la vida en los horribles peligros de las batallas, decirle esto, repetimos, y relumbrar sus apagados ojos, erguirse con fiereza su frente pálida y enderezarse su cuerpo con la energía propia de un alma ardiente y entusiasta, todo era uno.

Si en los más críticos momentos de una batalla queria encontrarse al rey Felipe V, no había que buscarle en su tienda, ni en una lejana cumbre, observando y dirigiendo como general, sino entre la metralla y el humo de la pólvora, donde la sangre corria con más abundancia, delante de todos y batiéndose como el último soldado.

Y sin embargo, aquel hombre valeroso, que no se estremecia al oír el silbido de las balas y los desgarradores ecos de la agonía, ni al ver la sangre y la destrucción, aquel hombre que sonreía y aun parecía entusiasmarse ante la muerte, era débil, no tenía voluntad, ni siquiera se atrevía a acariciar un pensamiento ante su mujer.

Al encontrarse fuera de su palacio, lejos de su familia, era otro hombre: como por encanto se disipaba su melancolía y renacían sus fuerzas.

Al volver a su opulenta morada, caía repentinamente en su tristeza y para todo le faltaba el valor.

Hé ahí porque hemos dicho que los rarísimos contrastes que presentaba lo hacían digno de un profundo estudio.

Lo mismo que su primera mujer, su segúnda, doña Isabel de Farnesio, fue dueña absoluta del corazón y de la voluntad de Felipe V.

Ella gobernaba el reino por medio de él.

Con ella consultaban los ministros y los embajadores.

A ella acudían, adulándola y halagando sus ambiciosos y dominadores instintos, los que querian alcanzar altos puestos, y aún durante el brevísimo reinado de Luis I, cuyo tiempo pasó con su esposo en su retiro de San Ildefonso, de ella también se valían, porque ganada su voluntad se tenía conquistada la de Felipe, y lo que este ordenaba en tono de consejo, lo ejecutaba ciegamente el joven rey.

La primera mujer de Felipe V gobernó sin contradicción; pero a su vez estuvo gobernada, fue un instrumento, un juguete de la princesa de los Ursinos, verdadera soberana.

La segúnda no se dejó dominar: solamente escuchó los consejos de Alberoni, se sirvio de él como de un libro para estudíar al pueblo español; pero cuando aprendio bastante, el maestro fue más bien un estorbo y viose al célebre cardenal caer desde su inmensa altura.

Desde entonces nada se opuso a la despótica voluntad de Isabel.

Más de una vez puso en conmocion a los gobiernos europeos con una orden, con una palabra.

Para conservar el dominio sobre su esposo, siguió un sistema que prueba su claro entendimiento: no le contradecía, aprobaba todas sus determinaciónes y hasta lo apremíaba para que las ejecutase; pero siempre encontraba medios de hacerle variar de opinión cuando así le convenía.

Su altivez, la dureza de su carácter sabía disimularla y dominarla y era con todos dulce, tenía para todos palabras agradables y sonrisas de benevolencia.

Una sola persona poseía su confianza intima, y con razón, porque supo corresponder lealmente: era su antigua azafata doña Laura, viuda de un noble sin fortuna, y a ella solía confiar Isabel muchos importantes secretos.

En cuanto a Felipe V, solo tenemos que advertir que a pesar de su debilidad y su indolencia, estaba dolado de un talento superior y de un alma noble y generosa.

Réstanos solamente decir algunas palabras no más sobre el estado de España en aquella época.

Los gastos enormes, fabulosos pudiera decirse, que para sostener su descabellada política de ambición habían hecho Carlos I y Felipe II; la gran parte de población y tesoros perdidos y el golpe terrible que sufrió la agricultura y la industria con la expulsion de los moriscos en el reinado de Felipe III; el completo abandono en que estuvieron todos los negocios públicos mientras la corte de Felipe IV hacía comedías y bailaba en el Buen Retiro, dejando perder territorio y marina y que se arruinase el comercio, fueron causa de que durante el reinado tristísimo del desdichado Carlos II, llegase a ser completa la ruina de España.

Sin administración, sin gobierno, y aún pudiéramos decir sin monarca, el último vástago de la casa de Austria nos dejó el último y más doloroso recuerdo de su dinastía.

A la muerte de Carlos II no teníamos marina, ni ejército, ni armás, ni municiones, ni fortalezas; había disminuido, casí en su mitad, la población; los campos se cultivaban poco y mal; la industria era desconocida; el comercio nulo; la misería horrible, y la desmoralizacion había llegado a su último grado.

Y en tan triste situación, sin recursos porque el gobierno de Carlos II había apelado hasta el vergonzoso medio de abrir suscriciones para atender a las más perentorias necesidades del monarca y del tesoro público, encendiose la sangrienta guerra de sucesión, cuyo término, felizmente, fue la victoria de la casa de Borbon, que vino a borrar hasta la última huella de la política fatal de la dinastía de Austria.

No es nuestro propósito, ni cabe en la índole de esta obra, hacer la apología del primer Borbon; pero bajo su reinado principió la regeneración de España y le somos deudores de gratitud.

Felipe V tuvo sus defectos, no hizo todo lo que pudo hacer; pero hizo mucho, porque luchando con inconvenientes que parecían insuperables, empezó a ponerse orden en la administracion pública; se corrigió la inmoralidad; aumentóse considerablemente la marina; convirtióse en ejército disciplinado y fuerte, lo que era un puñado de bandidos; fomentóse la agricultura, la industria y el comercio; creáronse academías y escuelas que dieron gran impulso a las ciencias, la literatura y las artes, y fuimos, en fin, respetados por todas las naciónes.

Si Felipe V hubiera tenido más experiencia para evitar escollos en que otros habían caido, y menos debilidad para romper con determinadas influencias y preocupaciónes, el pueblo español, con su patriotismo, la fuerza de sus honrosas tradiciones, su noble carácter, su buen juicio, su hidalguía y los poderosos medios que le ha dado la naturaleza, sería hoy una de las principales naciónes del mundo.

Empero el nieto de Luís XIV era un niño cuando ciñó la corona; desconocía en todos sentidos al pueblo que iba a gobernar; todo aquí era nuevo para él, todo le sorprendio, el carácter, las costumbres, el idioma y hasta el traje y la etiqueta rigorosísima de nuestra severa corte, y tuvo que perder mucho tiempo en estudíar y conocer lo que era enteramente opuesto a cuanto había visto desde que nació.

Los escritores de aquella época acusan más o menos duramente a los ministros; pero ningúno al rey, cuya bondad de instintos y capacidad reconocen.

Prueba de esto la tenemos en el periódico de que hemos hecho mencion y cuyo titulo es el de esta novela: en él se hacen, en tono festivo o serio, gravísimos cargos al ministerio Patiño, injustos muchas veces; pero solo de demásiada bondad, de debilidad por no sobreponerse a ciertas influencias, se acusa al monarca.

Y no sería ciertamente porque su autor escribiese bajo la presion de leyes restrictivas, ni porque temiese el enojo de Felipe: no, porque no daba su nombre y tenía la seguridad de que no habían de descubrirlo. Además, el satírico escritor sabía muy bien que ofender a Patiño era herir a la reina y disgustar profundamente al rey, y lo mismo debía temer atacando a este que al otro.

Los hechos no mienten, y los mayores enemigos de Felipe de Borbon, no han podido negar los beneficios de aquel reinado.

La dinastía de Austria cubrió de oropeles un esqueleto, y la decantada preponderancia y riqueza española del siglo XVI, no fue la verdadera fuerza, sino el esfuerzo poderosísimo, pero breve, de nuestra agonía.

Brillamos, deslumbramos y llegamos en aquella época a causar tanto espanto como admiración, porque de una vez gastamos cuanto teníamos.

¿Cómo debíamos acabar?

Como acaba el mancebo disipado que en pocos días gasta todo su caudal, apareciendo el más rico.

Muere de hambre.

Misería, horrible misería, desorden y desmoralizacion había no más al advenimiento de Felipe de Borbon al trono.

¿Cómo estaba la nación cuando Fernando VI ciñó la corona?

Teníamos administración, marina, ejército, comercio, industria, agricultura y una política, más o menos buena, pero española, y un poder, más o menos grande, pero independiente.

La casa de Austria fue siempre extranjera, desde Felipe el Hermoso a Carlos el Hechizado.

Felipe V nació francés y murió español.

Combatió con armás francesas para ganar el trono de España.

Pero llegó un día en que buscaba ocasiones de emplear las armas españolas contra el gobierno de Francia.

Conoció lo que era nuestro pueblo, nos hizo justicia y debemos pagarle con gratitud, sean cuales fuesen nuestros principios políticos.

En los días en que comienza esta historia estaba para terminar su carrera uno de los ministros más tristemente célebres de aquel reinado.

Hablamos de Riperdá, hombre de clara inteligencia, pero que no le servía más que para concebir grandes proyectos; torpe cuando había de realizarlos y falto de valor para resistir los ataques de sus enemigos. Perdiéronle su vanidad, su jactancia y su poco disimulo. Sus proyectos eran adivinados fácilmente en sus conversaciónes, porque los revelaban su turbación, sus palabras impremeditadas y hasta sus gestos. Tampoco trataba de disimular su ambición desmedida, porque creía que ningúna influencia podría contrarestar la suya con Isabel de Farnesio, llegando su imprudencia hasta decir públicamente: «Sé harto que me aborrece la nación española; pero me burlo de su malquerer en tanto que pueda contar con la protección de la reina a quien he prestado los mayores servicios. Tengo seis amigos especiales: Dios, la Virgen María, el emperador, la emperatriz, el rey y la reina de España.»

Riperdá no pudo cumplir ningúna de las promesas que había hecho al emperador de Austria desde que principió las negociaciones para la alianza de aquella potencia con España, contra la política inglesa y francesa; y combatido en todos terrenos, sin recursos y espantado de las proporciones que tomaba la negociacion y del resultado que prometía, intentó cambiar repentinamente de plan, aconsejando al rey y a la reina que se uniesen a Inglaterra.

Esto disgustó a Felipe, que empezó a mirar como locuras los planes de su ministro, cuyas halagüeñas promesas empezaron también a ser dudosas para Isabel.

La declaracion publicada por Inglaterra y Francia de su union intima, acabó de espantar a Riperdá y disgustar a los reyes.

La voz pública pregonó sin rebozo el descontento de España.

Entonces el partido de oposicion, a cuyo frente se hallaban los hermanos Castelar y Patiño, emplearon todos sus medios de ataque, y se resolvio la caida del ministerio.

Sin embargo; haciendo los esfuerzos de la desesperación, como el moribundo que lucha con la agonía, Riperdá pudo aún sostenerse algunos días, fingiendo no comprender las manifestaciones de disgusto del monarca. Tenia un rayo de esperanza en la reina, engañado por el disimulo de su enojo con que esta pensaba hacer más duro el golpe por lo inesperado.

Felipe V buscaba un pretexto para despedir claramente a su ministro, ya que de nada servían las insinuaciones.

De esto se encargó la reina, porque estaba segura de que apenas diese a entender que se hallaba dispuesta a seguir protegiendo contra todos a Riperdá, este cometeria más de una imprudencia que daría la ocasíón deseada.

El favorito debía caer en el lazo y acabar allí su carrera, que pudo ser gloriosa.

La corte se encontraba, pues, en días de agitación.

Unos temían y otros esperaban ansiosamente, según eran partidarios o amigos de tal o cual personaje.

Era de ver en las antecámaras de palacio las miradas recelosas, las sonrisas fingidas y los gestos de mal disimulada impaciencia de los cortesanos.

En tales momentos meditaban todos mucho antes de hablar y escuchaban con grande atención.

No había que esperar respuesta categórica a pregunta algúna, porque los interrogados temían comprometerse al contestar.

Sucedía con esto, que todos caían en el escollo de que iban huyendo, y aparecían preocupados cuando querian engañar con fingida indiferencia.

Así estaba la corte y los negocios cuando principia esta historia.

Creo, lector, que lo dicho basta para comprender los extraños sucesos que voy a referirte, y con tu licencia vuelvo la hoja para comenzar otro capítulo.

CAPÍTULO VI.
Donde volveremos a encontrar a otro antiguo conocido.

A las once de la mañana del siguiente día, la duquesa de Miraguas, que hacía más de una hora que había almorzado y estaba vestida como para salir, se encontraba en el gabinete que ya conocemos, junto a la chimenea y, como la noche anterior, escondida, puede decirse, entre los almohadones de su sillon.

Sus ojuelos, medio cerrados como si empezase a dormir, se abrían de vez en cuando y relumbraban como dos centellas.

Luego extendía un brazo, tiraba del cordon de la campanilla, y cuando asomaba por entre la cortina de una puerta la cabeza de una sirviente, le preguntaba:

—¿No ha venido?

—No, señora duquesa,—le respondía la criada.

Y haciendo un gesto de impaciencia, volvía a quedar oculta entre los blandos almohadones.

Así transcurrieron diez minutos, durante los cuales repitió la vieja cuatro veces su pregunta, y al fin, cuando iba a llamar por quinta vez, se levantó la cortina, diciendo un criado en alta voz:

—El señor don José Patiño.

Y se presentó un caballero de más de cuarenta años, de rostro aguileño, ojos redondos y hundidos, de pupila ardiente y mirada expresiva y penetrante.

Su frente era espaciosa y estaba surcada de arrugas.

Su cabeza se inclinaba ligeramente sobre el pecho, no agobiada por el peso de los años, sino por la costumbre adquirida después de muchos años de estudio y trabajo constante.

Esta circunstancia hacía que su mirada pareciese más recelosa de lo que era, más extraña, pues tenía que suplir la inclinación de cabeza, levantando las pupilas.

Su estatura era regular y sus formás proporcionadas; pero enjuto de carnes.

Aunque nada podía pedírsele a su vestido, que era hasta cierto punto lujoso, ni a sus maneras, que revelaban al hombre de esmerada educación, advertíase en él ese descuido natural de los que nunca piensan en cómo van vestidos o se vestirán, porque su imaginación está ocupada con más importantes ideas.

El caballero, que no era otro que el que ya dimos a conocer con el mismo nombre, en el prólogo de esta historia, aunque de la ilustre familia de los marqueses de Castelar, era pobre como segúndon, había servido al Estado a las ordenes de Alberoni, y se le separó de su destino al entrar Riperdá en el ministerio.

Desde entonces había trabajado Patiño, en union de su hermano Castelar y demás ministros caidos, para derribar a Riperdá, y ya no se contentaba con que le volviesen su antiguo empleo, queria ser ministro de cualquier ramo y confiaba en que, si esto conseguía, llegaría en breve a ser otro omnipotente Alberoni. Sentíase con fuerzas, tenía fe en sí mismo, y por eso no pedía más que los medios de darse a conocer, tomando a su cargo hacer lo demás.

No se equivocaba: habíale dotado la naturaleza de un talento privilegiado; comprendía los más arduos negocios a la primera insinuación; no perdía la serenidad en las situaciónes de mayor apuro; nunca pidio en vano recursos a su imaginación fecunda, y combinaba con claridad y orden admirable los más complicados proyectos.

No le bastaba la protección de su hermano, y por eso al trabajar con él y los de su partido en provecho de todos, había buscado los medios de hacer algo más en provecho propio, empezando a conseguirlo con la amistad de la duquesa y las relaciónes de la azafata doña Laura, madre política del duque de Monteleon.

La duquesa de Miraguas, que contaba como hecho el casamiento de su segúndo hijo, y como consecuencia de este acontecimiento el favor ilimitado de la reina, para asegurar su valimiento había pensado que fuese hechura suya el primer ministro, y por esta razón protegió a Patiño con toda la influencia que le daban las circunstancias.

Se comprende fácilmente que a la penetracion de Patiño no se escaparía el plan de la duquesa; pero aceptó la partida, puesto que se le ofrecia la ganancia, sin temor a lo que sobreviniera después, porque una vez logrado su intento estaba seguro de que no habían de faltarle medios de romper los lazos a que aparentaba gustoso sujetar su libertad de accion.

En cuanto a doña Laura, el astuto Patiño había sabido cómo ponerla de su parte. La antigua azafata tenía dos hijas, una de ellas casada con Monteleon, y era una de esas mujeres en quienes el amor maternal raya en delirio. Patiño alababa en todas partes la hermosura, el talento y las virtudes de las hijas y conquistó el corazón de la madre.

Cuando el aspirante a ministro entró en el gabinete de la duquesa, esta le dijo vivamente:

—Caballero, me habéis hecho sufrir mucho: debo estar en palacio antes de las once y medía.

—perdónadme,—respondio Patiño con gravedad,—no es mía la culpa, sino de mi reloj que atrasa.

—Vuestro reloj es vuestro enemigo, conspira contra vuestra fortuna.

—Es verdad, señora,—replicó el caballero, sonriendo con cuanta dulzura le permitía su severo rostro;—pero hay que tolerarlo, sopeña de dar con otro peor: el vuestro os esclaviza y os habrá hecho muchas veces perder la tranquilidad, que es prenda más estimable que la fortuna que espero de vuestra protección.

—Sentaos,—dijo la duquesa:—ahora estamos bajo el dominio de mi reloj tirano, y como sus minutos vuelan, es preciso no perderlos.

—En todo, señora duquesa,—repuso Patiño, haciendo una profunda reverencia y sentándose,—dais pruebas de vuestra brillante imaginación...

—Gracias, caballero...

—Me teneis a vuestras ordenes, señora.

—Nuestro asunto,—dijo la de Miraguas después de meditar algunos instantes,—está en el mejor estado.

—No me sorprende siendo vos la medíadora.

—La reina está casí decidida.

—Entonces falta solamente...

—Que vos acabeis de decidirla.

—¿Y cómo?

—¿Eso me preguntáis?

—Señora, vuestros consejos valen mucho.

—Teneis sobrado entendimiento para necesitarlos en esta ocasíón.

—Sin embargo, conocéis mejor que yo a su majestad...

—Y vos sabeis que no necesita sino convencerse de que valeis más que cuantos la adulan y le hacen promesas irrealizables.

—¿La adulan y le prometen?

—¿Acaso lo ignorais?

—Tengo, pues, entonces muy poderosos contrarios.

—¿Os acobardais?

—Desconfío, señora.

—Hoy os desconozco,—replicó asperamente la duquesa.

—Señora,—repuso Patiño con calma,—si hay quien adule a la reina, diciéndole que sin ella se perderia la nación, y quien le prometa que se realizarán los proyectos respecto a Italia, y le hable mal de los franceses, de los ingleses y portugueses, y le haga soñar con pactos con los alemanes, mi derrota es segura.

—¿Y por qué no habéis de hacer vos lo mismo?

—Porque de todo eso no puedo prometer por completo más que una parte, otra a medías y nada de lo restante.

—Os aconsejo por vuestro bien: lo que se gane o se pierda es para vos.

—Y a vos también os interesa el asunto.

La duquesa fijó su penetrante mirada en Patiño.

—Y digo que os interesa,—añadio este sin turbarse,—porque me teneis particular estimacion y deseais mi fortuna, y porque habéis hecho vuestra la cuestion, y vuestra, más que mía, sería la derrota.

La de Miraguas se mordio los labios.

—Ya sabeis,—prosiguió diciendo el caballero con su inalterable tranquilidad,—que nada de lo que en palacio sucede queda oculto, y por eso no es extraño que nadie en la corte ignore que vos, con vuestra poderosa influencia y con los dalos suministrados por mí, habéis apresurado la caida, que es ya casí un hecho, de Riperdá, y trabajais en mi favor.

—Mirada así la cuestion...

—¿Puede colocársela en otro terreno?

—En fin,—replicó la duquesa, procurando disimular su impaciencia,—ya no es tiempo de retroceder.

—Dispuesto me teneis a seguir adelante.

—Es preciso que veais a la reina.

—¿Cuándo?

—Hoy mismo, antes de una hora.

—¿No vais a palacio?

—Sí, y cuando vos llegueis, ya estará dada la orden para que os anuncien á su majestad, que os espera, aunque fingirá sorprenderse con vuestra visita.

—Iré.

—Pensad bien lo que habéis de decirle.

—La verdad. ¿Quién sabe si mi franqueza producirá en su animo mejor efecto que las halagüeñas mentiras de mis contrarios?

—Adivino vuestro plan,—repuso la duquesa sonriendo,—y estoy tranquila.

—Señora...

—Basta, señor Patiño; veo que vuestros estudios no se han concretado al de las graves cuestiones de la política y la Hacienda: también conocéis á la mujer, y sobre todo, a la reina.

—Mientras no le adivine todos sus pensamientos, nada tendré que temer de mis enemigos.

Estas palabras, cuyo significado nadie hubiera comprendido, hicieron palidecer a la duquesa, cuyos ojuelos, brillando como nunca, lanzaron a Patiño una mirada escudriñadora.

El caballero aparentó no advertir la alteración de la dama, y varió de postura con su calma habitual.

—No os comprendo,—repuso la duquesa.—¿queréis explicaros con más claridad?

—Quiero decir que algunas veces disgustará a su majestad que yo le adivine el pensamiento, porque así la privaria de la satisfacción que había de sentir su vanidad al ser iniciadora de algúna buena idea.

La explicación era completamente falsa; pero tuvo que aceptarla la duquesa.

—¿Me habéis entendido ahora?—añadio Patiño.

—Sí, nosotros nos entendemos perfectamente.

—¿Con qué aprobais mi plan de conducta?

—Lo apruebo completamente.

—Pues bien, en palacio me tendreis antes de una hora.

—Tened entendido que la reina piensa hablaros del casamiento de mi hijo, y conviene que no se os adelante fray Manuel.

—¡Oh!... Siempre ese fraile...

—¿Le teméis?

—No debo temerle porque en nada de lo que me interesa se ha mezclado; pero el proyecto de la reina puede convertirlo en nuestro enemigo.

—¿Qué importa?

—No lo conozco; pero tengo noticias de que vale mucho, lo creo por lo que de él me habéis referido, y un hombre así puede hacer tanto bien como mal. ¿Quién es? ¿Por qué el rey de Portugal es su amigo, y el de España le guarda tantas consideraciones, y lo atienden los ministros, y hasta la misma reina no se atreve a romper con él abiertamente, ni siquiera a excusarse de recibirlo a cualquier hora que se presente en palacio? Nada hace el tal fray Manuel más que cumplir las ordenes del monarca portugués; en ningúna intriga se mete; contra nadie ha mostrado odios; parece que nada pide para sí ni nada desea, y hasta ha rehusado aceptar lo que le han ofrecido; pero ¿qué queréis? en mi opinión, ese hombre hace algo más de lo que vemos, y si llega a recibir de la reina algún desaire, no lo perderé de vista. Confieso que es una preocupación mía que no tiene fundamento, una verdadera manía, tanto más caprichosa y sin valor, cuanto que ni siquiera conozco a fray Manuel, y por eso a nadie más que a vos os hablaria de esta manera; pero hay preocupaciónes contra las que lucha en vano la razón.

—Pues bien,—respondio la duquesa,—ya que con esa franqueza me habíais cumpliendo nuestro pacto de leal correspondencia, os diré que me sucede lo mismo que a vos; el fraile me preocupa, no sé por qué, y estoy segura de que cuando llegueis a conocerlo, veais aquella frente y aquellos ojos que revelan un tesoro de inteligencia y una voluntad poderosísima, os afirmareis más en vuestra opinión.

—¿Qué dice de él la reina?

—¡Oh!—La reina, admiraos, con todo su valor, con todo su talento, con todo su poder, le teme.

—¿Y por qué?

—No sabe explicarlo; pero se siente subyugada, verdaderamente fascinada ante el que se presenta como un pobre fraile, suplicando que le dejen tranquilo en su celda.

—¿Es decir que acabareis todos por justificar mi manía?

—Nadie ha conseguido infundir a su majestad ese temor, ni aun el cardenal Alberoni con su mirada de aguila y su rostro tan imponente y severo como feo.

—Y sin embargo, fray Manuel...

—Ha hecho bajar algúna vez los ojos a la reina, yo lo he visto: le ha hecho bajar los ojos con su mirada serena, le ha infundido miedo con su rostro, que es hermosísimo y que nunca se altera; con aquel rostro, velado siempre por una nube de tristeza que lo hace más interesante, y donde no se adivina jamás, ni la alegría ni el enojo, como si su alma fuese indiferente a todo, estuviese enteramente poseída del amor divino, sin dar lugar a ningún otro sentimiento.

—Necesito conocer a ese hombre.

—Y estudíarlo con tanto acierto como a la reina,—dijo la de Miraguas con acento que revelaba una segúnda intención.—Preciso es que llegueis a conocer el corazón del fraile como habéis conocido el de su majestad, sin que una sola fibra se escape a vuestro escalpelo.

—Sí, es preciso,—repuso el caballero fríamente, como si no hubiese comprendido la grave intención de las palabras de la duquesa.

—Mucho nos importa...

—Creo que lo conseguiré.

—Debe haber en su vida algún misterio, quizás horrible.

—Podeis asegurarlo.

—Ya tiene probado que no es un hombre vulgar.

—¡Y nadie conoce sus antecedentes!...

—Nadie sabe lo que fue en el mundo, ni siquiera, el nombre que llevó: solamente ha podido averiguarse, y aún no sé si con certeza, que es portugués.

—El rey don Juan sabrá su historia.

—Debe ser el único depositario de ese secreto.

—¡Oh!... No hay duda, amigo mío, que fray Manuel ha sufrido mucho o ha hecho sufrir.

—Un hombre como ese no se ha separado de la sociedad por vocacion religiosa.

—No.

—Lo ha llevado a la celda una gran desgracia o un gran remordimiento.

—Extraño es,—repuso la duquesa,—que no lo conozcáis, cuando rara es la persona en la corte que no lo ha tratado: vuestro mismo hermano...

—Ha tenido la ocasíón de hablarle algúna vez.

—¿Y qué opinión ha formado?

—Señora, a vos puedo hablaros con franqueza: mi hermano tiene muy buen entendimiento; pero nunca ve más que el exterior, la superficie. Dice que fray Manuel vale mucho; pero no le da la importancia que debiera, y por esta razón, ni trata de conquistarlo como amigo ni guardarse de él como adversario. Un fraile que en nada se mezcla, que nada ha pedido ni aceptado, que de nadie murmura ni a nadie adula, no es para mi hermano más que lo que aparenta, un fraile a quien reconoce más o menos talento, en quien respeta más o menos virtud y sabiduría.

—Teneis razón, y por eso vereis que, si triunfamos, sin caer en desgracia, vuestro hermano se eclipsará lentamente y vos ireis ganando terreno hasta quedar dueño de la situación.

—Afortunadamente su ambición se satisface con el triunfo, cuyos resultados, lisongeros para otro, llegarían a enojarle.

—No sereis el jefe del ministerio cuando salga ese vanidoso Riperdá; pero llegareis pronto a su puesto, porque comenzais mejor que ningúno. La prueba de confianza que la reina os da al hablaros del casamiento de mi hijo...

—Es muy grande.

—Un asunto de conveniencia privada...

—No estamos de acuerdo, perdónad.

—Convengo en que algúna parte política tiene...

—El todo, señora. Ya conocéis las leyes de sucesion portuguesa, y comprendeis que si su majestad fidelísima quiere evitar el casamiento de su sobrino con la hija del conde, es para impedir que aquel llegue a ser más poderoso de lo que conviene a la tranquilidad del reino y a la suya, y este inconveniente se obvia haciendo que el esposo sea extranjero. Nuestra reina encuentra en este plan cuanto deseaba, porque con el matrimonio proyectado tendría en la corte de Portugal un vigilante fiel que le serviria de mucho.

—No hay para qué negarlo.

—¿Y qué fin se propone su majestad al querer que fray Manuel no entienda en el asunto?

—Primeramente, es ofensivo a la dignidad de la reina tratar con un hombre oscuro, que al fin no es más que un simple fraile, y que este tenga poderes bastante amplios para imponer y aceptar condiciónes a su antojo.

—Ahí encontramos ya a la mujer, no a la reina.

—¡Oh!

—Cuestion de amor propio.

—Exagerais.

—Su majestad cree rebajarse al estipular condiciónes con un hombre oscuro, y sin embargo, ese mismo hombre, pobre fraile, le infunde respeto y aún temor. ¿No es esta la verdad, señora duquesa?

—Pero esas juiciosas consideraciones hay que sacrificarlas a la dignidad, al rango, a exigencias sociales, que serán injustas, necias, pero que tenemos todos que aceptar.

—Bien,—repuso con calma Patiño,—que la reina haga un enemigo de fray Manuel, y que para combatirlo después acuda a la dignidad.

—¿Os habéis convertido en defensor del fraile?

—No, sino de los intereses de su majestad, de los vuestros y los míos. Es una desgracia, señora, y convendreis conmigo, porque vos no teneis el juicio de mujer. ¿No es achaque de vuestro sexo olvidar lo pasado, y ocuparse solo de lo presente sin pensar en lo futuro?

—Siento que no estemos conformes, amigo mío.

—Yo también.

—La opinión de la reina es la mía.

—Principiaremos por estar en desacuerdo.

—Cuidado, señor Patiño, con herirle el amor propio, porque según vos mismo asegurais, es la peor herida que puede hacerse a la mujer.

—Si para cada sentimiento tuviese una fibra el corazón, las más delicadas del femenil serían las del amor propio, la vanidad y la envidía.

—¿Cuándo,—replicó la duquesa, sonriendo y con tono de dulce reconvención,—cuándo aprendereis a ser galánte?

—¿Acaso no lo soy?

—Afortunadamente las mujeres se han acostumbrado a oíros hablar así, y toman por gracias lo que en boca de otro les parecerían ofensas.

—¿Y vos, señora duquesa, que opinión teneis de mí con respecto al bello sexo?

Iba la dama a responder; pero la vibrante campana del reloj la interrumpió.

—¡Las once y medía!—dijo, poniéndose de pie.—Y aún tengo que ir a palacio... ¡El coche, el coche!—gritó a la vez que tiraba repetidas veces del cordon de la campanilla.

—Está esperando,—le respondio una doncella que acudio.

—¿Y don Juan?

—No ha vuelto.

—¡Oh!... No puede venir ahora... Tampoco verá hoy a la reina... Dentro de medía hora, o más bien antes, señor Patiño, ya lo sabeis...

—Estaré en palacio.

—Eso es.

—Descuidad.

—No os fieis de vuestro reloj...

—Echad la culpa al vuestro para excusaros con su majestad.

—Bien necesito serías disculpas... ¡Todo puede perderse por algunos minutos!

—Señora duquesa,—dijo Patiño, inclinándose,—procuraré demostraros que la ingratitud no cabe en mi alma.

—¿Y el olvido?

—Ya sabeis que a la naturaleza plugo darme de memoria lo que me negó de talento.

—Soy vuestra mejor amiga...

—Mi generosa protectora...

—Guárdeos Dios...

—Y a vos os dé larga vida y felicidad.

El caballero salió.

—¡Oh!—murmuró la dama, dirigiéndose también a la puerta donde la esperaban sus doncellas y un lacayo.—Ha adivinado la chispa que empieza á inflamar el corazón de la reina. Si algún día llegase Patiño a abusar de esa ventaja, habría yo trabajado para otro... pero no, porque entonces su perdicion sería cierta.

Dos minutos después, con el rostro contraído y las pupilas destellantes, se dejaba caer en el fondo del coche, diciendo al lacayo.

—A palacio.

Y las corpulentas mulas, arrastrando la pesada máquina, partieron hacia el Buen Retiro.

Patiño se había detenido cerca de la casa y permaneció inmóvil hasta que desapareció el carruaje.

—Bien,—dijo luego, doblando la esquina de la calle de Bordadores,—creo que esta será la última de tus intrigas.

capítulo VII.
Isabel de Farnesio.

La morada de los reyes de la dinastía de Austria había desaparecido con el último de los vástagos de aquella familia que había dominado dos mundos por espacio de más de dos siglos, disponiendo a su placer de la suerte de todas las naciónes. Un incendio había destruido el antiguo alcázar real, y Felipe V habitó alternativamente los palacios del Buen Retiro y del Pardo, mientras hacía construir el de San Ildefonso, que le sirvio de retiro los pocos meses que, a consecuencia de su abdicación, reinó su hijo Luis I.

El palacio del Buen Retiro no era vivienda digna de un rey más que por la riqueza y lujo con que se habían decorado sus habitaciones, cuya construcción no tenía ni belleza artística ni solidez; por esta razón excusamos hacer descripciones que podrían ser enojosas, y sin más permiso que el del lector, pasaremos al interior del edificio y llegaremos hasta la cámara de la reina, donde acababa de entrar la duquesa de Miraguas.

El interior del aposento estaba adornado con singular gusto y riqueza. Todos los muebles estaban primorosamente tallados y dorados, haciendo resallar más el forro de los sillones y divanes y las colgaduras, que eran de riquísimo damásco azul. Sobre la chimenea, que era de mármol blanco, había un magnífico reloj de bronce dorado, obra de arte, dos candelabros del mismo metal y dos grandes floreros de porcelana de la China con flores llevadas de los invernaderos reales. Bellísimos cuadros, grandes espejos y cornucopias de caprichosas formás cubrían las paredes y con otros muchos y riquísimos objetos completaban el adorno de aquella deslumbradora estancia.

La reina estaba sentada indolentemente cerca del fuego.

Al lado opuesto, de pie y apoyando una mano en la chimenea, había una mujer que frisaba en los sesenta años, y cuyo rostro de grave expresión revelaba la bondad de un espíritu tranquilo.

Era doña Laura, la azafata de quien hemos hecho mencion en los capítulos anteriores y que, como casí siempre sucedía, era testigo de las conversaciónes más reservadas de la reina.

Según hemos dicho, la duquesa acababa de entrar, y se hubiera considerado en el colmo de la privación real y de la dicha, si a la sonrisa de benevolencia con que la recibió Isabel de Farnesio no hubiese acompañado una mirada al reloj que significaba:

—habéis venido tarde.

La astuta duquesa, como antigua cortesana, y por consiguiente acostumbrada a traducir miradas y gestos, se apresuró a decir:

—Pido a vuestra majestad perdón, y le ruego acepte la excusa de mi tardanza. La conversación que acabo de tener con Patiño era demásiado interesante para dejarla a medías, y me he atrevido por esta razón a dilatar algunos minutos el cumplimiento de mi deber.

—¿No piensa venir?—preguntó la reina que en el tiempo que llevaba en España no había perdido aún el acento de su país.

—Precisamente,—repuso la duquesa, comprendiendo que ya estaba perdónada,—me ha preguntado si me parecía oportuna su visita a vuestra majestad.

—¿Cuándo he dejado de recibirlo bien, para que así tema ser importuno?

—Quiere evitar en lo posible que se le llame intrigante, y vuestra majestad no ignora que desde hace algunos días se murmura mucho y él, más que nadie, es el blanco de la murmuración.

—Pero ello es que vendrá...

—Muy pronto.

—Doña Laura,—repuso la reina, dirigiéndose a su azafata,—ordenad de mi parte que en cuanto venga Patiño lo anuncien.

—¿Y si está fray Manuel?—preguntó doña Laura.

—¡Oh!—murmuró doña Isabel con marcado disgusto.—No puedo dejar de recibir al fraile, porque sospecharía...

Y después de reflexionar algunos instantes, añadio resueltamente:

—también. ¿Qué importa que se vean aquí? Son dos hombres que valen mucho, es posible que lleguen a ser enemigos, y bueno es que antes de luchar se conozcan. Además, así ganaré un día o siquiera medio, porque fray Manuel no se atreverá a tocar la cuestion delante del otro. Sí, que ambos entren cuando vengan.

—Entonces yo misma esperaré en la antecámara.

Doña Laura salió y ocupó su sitio la duquesa.

—Y bien,—dijo la reina después de algunos instantes,—¿qué opina Patiño?

—Tiene miedo, señora.

—¡Miedo!

—La situación es grave. Los desaciertos de Riperdá han traído compromisos que colocarán en un terreno muy falso a los que le sucedan, y como a nadie le agrada pagar ajenas culpas, es natural que Patiño tema responder de los resultados infelices de desaciertos que no cometió. Sin embargo, por servir a vuestra majestad, arrostrará con gusto todos los peligros de la situación.

—Comprendo,—dijo la reina con fríaldad:—Patiño quiere que yo aprecie en lo que él cree que vale su talento o... su atrevimiento.

—Señora,—balbuceó la duquesa,—Patiño...

—Cumple con su deber sirviendo a su rey, aunque tenga que arrostrar peligros, como es obligación de todo vasallo.

—perdóne vuestra majestad,—repuso la de Miraguas, comprendiendo tarde una torpeza que nadie hubiera esperado de su astucia ni de su experiencia cortesana.—Me he explicado mal. Lo que desea Patiño que vuestra majestad comprenda es que toda su voluntad no será bastante para vencer en seguida los obstáculos que se le han de presentar y para cumplir con prontitud los deseos de vuestra majestad.

—No acostumbro a pedir imposibles.

—Pero él teme no complacer a vuestra majestad, lo cual consideraría como la mayor desgracia, y su temor lo funda en que cree que jamás podrán realizarse ciertos proyectos.

—¿No piensa en todo como yo?—preguntó Isabel, mirando con algúna ansiedad a la duquesa.

—Señora,—respondio esta, que parecía no atreverse a decir la verdad,—piensa... pero...

—Quiero saber su opinión, y si vos me la ocultáis, él será más leal para manifestármela.

—Pues sepa vuestra majestad que en algunas cuestiones...

—¿Es de distinto parecer?

—Enteramente opuesto.

—¡Ah!—exclamó la reina.—Me felicito por haber encontrado un hombre que sirva para decirme que no... Bien, duquesa; Patiño vale más de lo que yo creía.

La de Miraguas, sorprendida en extremo, no acertó a responder y miró a Isabel de Farnesio, diciendo para si:

—Más de lo que yo creía también la conoce Patiño.

Y luego añadio en voz alta:

—Señora, la felicidad es mía por haber traído a vuestra majestad una nueva agradable.

—Podemos equivocarnos, lo mismo el rey que yo, y necesitamos hombres que nos hagan ver nuestro error y evitar desgracias como las que han sucedido.

La duquesa estaba cada vez más sorprendida: nunca había oído hablar así á la reina, y aún hubiera jurado que era imposible se explicase jamás de tal manera.

¿Qué significaba semejante cambio?

¿Cómo la altiva italiana tan poseída de vanidad, confesaba lisa y llanamente que podía equivocarse, y lo que era más, que habían sucedido desgracias, hijas de errores que indudablemente había cometido ella?

¿decía lo que sentía?

¿Eran sus palabras un lazo tendido a la duquesa para averiguar cuanto pensase Patiño?

La conducta de la reina era tanto más sospechosa cuanto que en las muchas veces que habían hablado del mismo asunto, no se había expresado como entonces.

Una sola palabra podía comprometer el éxito del bien combinado plan de la duquesa y dar la victoria a sus enemigos; pero como el silencio hubiera sido sospechoso, la astuta dama, después de algunos instantes de meditación y de intentar en vano adivinar en el rostro de Isabel lo que esta sentía, decidiose a dar otro giro a la conversación para evitar el riesgo de cometer una torpeza.

—Creo,—dijo,—que vuestra majestad quedará enteramente satisfecha de Patiño: le sobra talento, actividad, y sobre todo, es muy previsor. Por eso me alegro de que vuestra majestad haya decidido consultarle en el asunto del casamiento de mi hijo...

—¿Le habéis indicado algo?

—Nada, señora.

—Como ya sabíais mi intención...

—Sin embargo, por si vuestra majestad determinaba otra cosa, no he creido conveniente hablarle de semejante asunto.

—No he variado de parecer.

—En cuanto a mi hijo,—repuso la duquesa, contentísima porque había conseguido su objeto,—dispuesto está a salir de Madrid a la primera orden de vuestra majestad.

—Duquesa,—replicó Isabel, mirando fijamente a la dama,—aún no me he convencido de que vuestro hijo os obedece gustoso.

—Señora...

—Os lo tengo dicho, su conducta es extraña.

—Conoce vuestra majestad su carácter...

—Por lo mismo; ya sé que es impresionable, y a ser de su agrado la proposición, estaría impaciente por verla realizada.

—Nada he ocultado a vuestra majestad,—repuso la duquesa, que empezó a temer dar en un escollo peor del que había huido:—mi hijo es opuesto al matrimonio y jamás se le verá entusiasmado, tratando de casarse. ¿Pero qué importa si obedece? Ya se convencerá de que está equivocado sobre ese punto, mucho más si la esposa que le den lleva riquezas y honores que él no puede heredar.

—Si no fuera más que ese el motivo de su retraimiento...

—ningúno, señora.

—Desde que se trata de su matrimonio apenas viene a palacio.

—Nunca ha venido con mucha frecuencia...

—Pero ahora...

—Una de tantas alternativas, nada raras en él...

—Parece,—replicó la reina, sonriendo ligeramente,—que para esta ocasíón ha guardado el periodo del retraimiento.

—Señora,—balbuceó la duquesa turbada,—es una coincidencia casual...

—Así como,—repuso Isabel de Farnesio, volviendo a sonreír y sin apartar su mirada de la dama,—también es una coincidencia casual la del alejamiento, retraimiento, reserva, o como quiera llamársele, de vuestro hijo, con lo de ciertos devaneos amorosos, envueltos en misterio impenetrable, que de él se cuentan.

La de Miraguas palideció.

—¿Qué os parece, mi querida duquesa?—añadio Isabel, variando de postura y volviendo el rostro hacia la chimenea.—¿No encontrais rarísimás esas casualidades?

—Siempre,—respondio más turbada la duquesa,—se ha murmurado de mi hijo, haciéndole héroe de aventuras de comedía, inventadas las más veces por los mismos que las referían... Suya es la culpa en gran parte, lo confieso, porque las extravagancias de su carácter se prestan admirablemente a semejante entretenimiento de los ociosos; pero si hubiésemos de juzgar por lo que dice la murmuración, nuestros juicios serían casí siempre desacertados.

—Tranquila estoy, porque me habéis respondido de él...

—Y respondo a vuestra majestad. Se habla de unos amores... ¿Quién es la mujer amada? Nadie sabe decirlo.

—Pero si que a ciertas horas de la noche, y no las primeras, deja a sus amigos sin decir adonde va ni retirarse a vuestra casa.

—Bien puede ser que pierda algunas horas, galánteando a cualquiera mujer; pero ¿acaso probaría eso que está su corazón interesado?

—No.

—Anoche mismo me preguntó por vuestra majestad con el interés que siempre lo hace, y cuando le hablé de la posibilidad de que tuviese que partir muy pronto para Lisboa, me prometió ciega obediencia, con aire de estar sumamente satisfecho.

—Bien, duquesa; no hago más que advertiros, porque todas las precauciones son pocas en tan delicado asunto.

—Yo, señora, más que nadie, desearía saber si hay algo de verdad en lo que se dice.

—¡Oh!—murmuró la reina, cuya frente se contrajo.—Si vuestro hijo estuviese enamorado, fray Manuel tendría un arma terrible en caso de rompimiento.

—Un rompimiento...

—¿Lo teméis?

—Francamente, señora, no quisiera tener por adversario al fraile.

—¿creéis, duquesa,—repuso vivamente Isabel de Farnesio,—creéis que pueda valer más la influencia del fraile que la mía?

—Creo solamente que es un hombre que vale mucho.

—¿Qué ha de hacer desde su celda?

—No lo sé; pero...

—Vanos temores—replicó desdeñosamente la reina.—ningún interés tiene fray Manuel en ese casamiento.

—El de servir al rey de Portugal.

—Ya os he dicho, duquesa, que en mi concepto ese fraile no es tan ajeno á las cosas del mundo como parece, y aunque sospecho que algún día ya por cariño al rey de Portugal, ya porque sienta herido su amor propio, intente desbaratar nuestros planes, estoy segura de que nada podrá conseguir.

—Señora...

—Sobre todo, su medíación en el asunto del casamiento es perjudicial, y su nueva exigencia de dar parte de todo al príncipe de Asturias, me ofende, porque significa que mi resolución no es bastante.

—Pienso como vuestra majestad.

—¿Qué he de hacer entonces sino oponerme a sus deseos?

—¿Y qué hará el rey de Portugal cuando fray Manuel le diga que os oponéis?

—Creo, duquesa, que estamos dando al fraile demásiada importancia.

—Tal vez.

—Soy la reina,—replicó Isabel con acento de enojo,—y me ofende la sola idea de que un vasallo mío pueda valer más que yo o se atreva a luchar conmigo, siquiera a contrariarme.

—Señora...

—Descuidad, mis planes están bien meditados y vuestro hijo se casará con la condesa sin que nadie más tome parte en este asunto, mal que pese a fray Manuel.

—Ese es mi deseo.

—¿En tan poco ha de tenerme el rey de Portugal que no le baste mi aviso sin la aprobación del extraño embajador que me ha enviado?

—No, no,—repuso la duquesa,—no es posible que tal desaire os haga. Además, él ha hecho la proposición, y debe bastarle con vuestra conformidad, una vez que yo consiento y mi hijo acepta.

—Haré la última tentativa, y si aún insiste el astuto mercenario, disimularé, lo entretendré tres o cuatro días, y cuando piense en dar el primer paso ya estará todo hecho.

—Tengo que echarme en cara la necedad de mis temores,—dijo la de Miraguas, sonriendo,—porque habiendo tomado vuestra majestad a su cargo el asunto, no he debido dudar un instante del éxito.

La duquesa mentía: el miedo que le había infundido Patiño no lo habían disipado las palabras de la reina.

Los planes de esta, urdidos con toda su admirable habilidad, hubieran dado el mejor resultado, tratándose de otro hombre menos sagaz que fray Manuel y que no hubiese contado, como éste, con la voluntad y decidido apoyo del rey de Portugal.

Fray Manuel no era hipócrita: el deseo que mostraba de que lo dejasen en paz en su retiro, era verdadero, su única aspiración, su solo afán; pero estaba obligado a servir al que había depositado en él toda su confianza y a velar por los intereses de su antiguo señor, cuyos señalados favores no podía olvidar sin dar pruebas de la mayor ingratitud.

Ni la reina ni la duquesa comprendían esto: veían solamente a un hombre que por su talento y su misteriosa influencia, podía ser un adversario temible; pero no temían que aquel hombre pensase siquiera en hacer uso de sus poderosos medios, mientras no sintiese herido su amor propio o su dignidad o se viese atacado en algúna ambición que ocultase cuidadosamente, pero que hasta entonces nadie había podido traslucir en su conducta ejemplar.

Una imprudencia hija del carácter apasíónado, violento y altivo de Isabel de Farnesio, debía producir un cambio en la vida de fray Manuel, obligándolo a volver al mundo, por más que no anhelase sino vivir ignorado en su celda, entregado al rezo y al estudio.

Grave era la responsabilidad del que apartase al dolorido sacerdote de su santa ocupación; pero la reina, juzgando, como mujer, por sus impresiones, sin atender a la reflexión, no vio en la humildad de fray Manuel más que una estudíada hipocresía, creyendo que aquella indiferencia hacia las cosas del mundo era una máscara de hielo con que intentaba ocultar el fuego de su desmedida ambición.

Sin embargo, fray Manuel nada había pedido ni nada había aceptado cuando el rey le había ofrecido, insistiendo siempre en vivir y morir en su humilde retiro; pero esto, mirado con la malicia que en la mujer suele suplir a la perspicacia, era para Isabel un plan bien meditado para que nadie desconfiase del que a nadie podía estorbar, pudiendo así dar el golpe con seguridad completa en el momento oportuno.

algunos minutos permaneció callada la reina, con la mirada fija en las oscilantes llamás de la chimenea, como si estuviese absorta en aquella pueril contemplación.

Hasta dónde fue en aquellos momentos su imaginación ardiente, es imposible decirlo.

Forjó, modificó y desechó mil planes sobre el asunto de que se trataba, lo cual hubo de recordarle necesariamente, no solo al príncipe de Asturias, sino a su hijo don Carlos, y como consecuencia inmedíata su ambición de madre, sus miras sobre Italia, y por último todas las cuestiones políticas que estaban pendientes en aquella época y que eran de una trascendencia incalculable.

Repentinamente se tiñó de púrpura el blanco rostro de Isabel.

—¿Qué pensará?—se preguntó la duquesa, a cuya penetrante mirada no se escapó la alteración del semblante de la reina.

No era fácil adivinarlo.

Sin embargo, la astuta cortesana, añadio para si:

—Ha de venir Patiño... ¡Oh!... La chispa no se apaga... y esa chispa puede llegar a ser una hoguera... ¿Qué sucederá entonces?... Con la confianza del rey, el corazón de la reina y el poder en sus manos, Patiño sería más que el rey... Sin embargo, ¡ay de él si se deja arrastrar por una pasíón que abriría a sus pies un abismo!

Palideció el enjuto rostro de la duquesa a medida que se coloraba la frente de Isabel.

Y ambas meditaron y guardaron silencio, abrigando tantas esperanzas risueñas, como atormentadoras dudas y temores.

Solo se oyó el ruido igual y acompasado de la péndola del reloj, que marcaba los instantes de vida que perdían aquellas dos mujeres, y algún crujido de los troncos que ardían, consumiéndose para convertirse en polvo, que debía llevar el viento con un soplo débil, por más que antes en los bosques hubiesen desafiado la furia del huracán.

Al fin la reina, volviendo a dar a su rostro la expresión tranquila y risueña que antes tenia, levantó la cabeza y dijo, como siguiéndola conversación:

—Eso no quiere decir,,mi querida duquesa, que deba perderse de vista a fray Manuel ni fiar en las apariencias.

—Por supuesto—murmuró la de Miraguas, que en su preocupación no sabía qué responder.

—Nuestro disimulo ha de ser grande para que no se adivine el plan.

—Por mi parte...

—sería conveniente que cuando hablaseis con fray Manuel, aparentaseis inclinaros en su favor.

—De ese modo...

—estaría completamente descuidado...

La reina se interrumpió.

Habíase levantado la cortina de una puerta, y doña Laura anunció a Patiño.

Por un instante volvió a encenderse el rostro de Isabel y a palidecer el de la duquesa.

El presunto ministro entró en la cámara.

capítulo VIII.
De cómo el rostro de Patiño se vio alterado par primera vez.

Patiño entró en la cámara de la reina con la misma tranquilidad que una hora antes había entrado en el gabinete de la duquesa de Miraguas.

Cualquiera otro cortesano hubiera dejado ver la más viva satisfacción al escuchar de Isabel de Farnesio las palabras de:

—Bien venido sois.

Empero el rostro de Patiño no expresó ni alegría ni tristeza, y con su acento frío respondio:

—Gracias, señora.

—La duquesa me había anunciado vuestra visita,—repuso la reina sin apartar su ardiente mirada del presunto ministro,—y como son tan pocas las que me hacéis, confieso que me sorprendí.

—Señora,—dijo Patiño con la misma calma que antes,—son tantos y tan graves los negocios que pesan sobre vuestra majestad, que no me atrevo...

—Precisamente porque negocios graves me agobian necesito la ayuda de mis amigos leales. Hoy, por ejemplo, habéis estado muy oportuno en venir: tengo que consultaros y pediros un consejo.

—Mucho me honra vuestra majestad, y si puedo servirla seré muy afortunado.

La reina calló como si meditase.

después de algunos momentos entreabrió los labios como para hablar; pero no pronunció una palabra, porque volvió a levantarse la cortina y se oyó la voz de doña Laura, que anunció a fray Manuel de San José.

La frente de Isabel de Farnesio se contrajo ligeramente.

Patiño permaneció inmóvil; pero su penetrante mirada se fijó en la puerta. Si a pesar de los años transcurridos reconocía a su antiguo rival, su sorpresa debía llegar al último grado.

El fraile entró.

Su continente grave, severo, imponente, no había variado; su aparente tranquilidad era la misma de siempre.

Sus primeras palabras fueron sencillas y respetuosas; pero pronunciadas con acento de una dignidad que probaba cuán lejos estaba aquel hombre de la humillación, cuán distante de adular para conseguir favores que indudablemente despreciaba.

La reina le contestó con su acostumbrada dulzura, procurando disimular su disgusto con una leve sonrisa de satisfacción, y luego miró a Patiño para ver el efecto que le había producido el religioso.

Empero, el presunto ministro, a pesar de su sangre fría, de su calma inalterable en todas las situaciónes, había empezado a palidecer.

El rostro de fray Manuel había despertado en el alma de Patiño el recuerdo de una tristísima historia, y su frente se contrajo, oscureciéndose como si una espesa nube la velase.

Dudó un momento.

Sus redondos ojuelos se abrieron como si fueran a salirse de sus órbitas.

Relumbraron como dos ascuas sus pupilas, y clavaron en el religioso una mirada de indescriptible avidez.

En pocos segúndos aquella mirada había examinado hasta los más insignificantes detalles del hermoso rostro de fray Manuel.

A cualquier otro le hubiera sido imposible reconocer en el severo fraile, sin más pelo que el del cerquillo y envuelto en su ropa talar, al bizarro capitán portugués, de bigote retorcido marcialmente y empolvados bucles.

Empero, Patiño encontró trazos característicos que disiparon completamente sus dudas, y sus mejillas siguieron palideciendo hasta ponerse como las de un cadáver, y su frente se contrajo más y más, y sus delgados labios se entreabrieron como para dar salida a una exclamación de sorpresa y miedo.

Tan notable alteración no era posible que pasase desapercibida para Isabel de Farnesio ni para la duquesa, acostumbradas a leer en el rostro lo que el alma sentia.

Ignoraban la causa del incomprensible efecto producido por la presencia, nada extraña, del religioso en Patiño, y su sorpresa fue mayor, porque conocían la calma de este, nunca alterada por nada.

¿Qué misteriosa influencia era la de fray Manuel que había logrado arrancar la máscara de hielo con que el presunto ministro ocultaba todas sus emociónes?

Si hasta entonces el fraile había infundido respeto y aún temor a la reina, desde aquel momento se sintió esta más dominada por la severa mirada de aquel.

Ya no era posible dudarlo: fray Manuel era un hombre extraordinario, y por consiguiente muy temible como enemigo.

Sin embargo, la vanidad, tan mala como intima y querida consejera de la mujer, no podía permitir que Isabel de Farnesio, obrando con juiciosa prudencia, decidiese hacer del religioso un amigo y poderoso auxiliar, sino por el contrario, que ciega y locamente confiada en sus fuerzas, resolviese entraren una lucha, cuya victoria favoreciese sus miras y halagase su amor propio.

La reina quiso convencerse de si se había equivocado en cuanto a la turbación de Patiño, y para ello le dirigió la palabra, diciéndole:

—Me alegro que esteis aquí ahora... Supongo que conocéis al reverendo fray Manuel de San José...

Patiño no oyó lo que Isabel le decía: estaba tan entregado a sus tristes recuerdos, que no veía a nadie más que al religioso, y aún pudiera decirse que se había olvidado del lugar en que se encontraba.

—A vos—le dijo fray Manuel con tranquilo acento—á vos os habla su majestad...

—¡Ah!—murmuró Patiño con voz ahogada.—Si... si...

Pero ni acertó a moverse, ni apartó su mirada del fraile.

—¿Qué os sucede?—le preguntó la reina.—No me respondéis...

El presunto ministro hizo un esfuerzo sobrenatural para dominar lo que sentía, y volviéndose a la reina, dijo con insegura voz:

—Señora... perdóneme vuestra majestad... pero me sentí indispuesto, y.... Ya pasó... no ha sido nada... sin duda la falta de sueño, porque he estudíado casí toda la noche... y luego he madrugado. Vuelvo a pedir perdón a vuestra majestad.

—¿queréis tomar algo que pueda aliviaros?

—Gracias, señora, ya estoy muy bien—repuso Patiño, que iba recobrando su serenidad.—Suele sucederme esto; pero me dura pocos instantes.

La reina comprendio fácilmente que era una mentira el repentino mal; pero aceptó la excusa, porque hubiera sido favorecer al fraile el poner en mayor apuro a Patiño.

Este, cuya situación era en aquellos momentos muy difícil hubiera pedido permiso para retirarse; pero no lo hizo, pensando que el alejarse entonces, era declararse desde luego en derrota, y dar a su antiguo rival una ocasíón que aprovecharía ventajosamente.

Fray Manuel había permanecido silencioso, indiferente, como si nada comprendiera, y Patiño fuera para él la persona más desconocida.

La duquesa se había estremecido cien veces; sus diminutos ojos habían relumbrado como centellas, y observado con afán angustioso; pero no se había atrevido a pronunciar una palabra por miedo de desconcertar los planes de Isabel, o de colocar en peor situación a su protegido.

Hubo algunos momentos de silencio, embarazoso para todos menos para el fraile, que esperaba, como debía, a que le hablase la reina.

—Padre—dijo esta al fin con toda la dulzura de su acento italiano,—Patiño merece toda mi confianza, y no debeis tener reparo en hablar delante de él. Conoce el asunto de que habéis de tratar, porque le he consultado; y por consiguiente, podeis explicaros con entera franqueza.

—Mucho me alegro—repuso fray Manuel—que vuestra majestad haya consultado á una persona de tan elevado entendimiento como el señor Patiño: sus consejos pueden ser de mucha utilidad en negocios arduos. Y en cuanto a la reserva que deba guardarse sobre el proyectado matrimonio de don Juan, sabe vuestra majestad que siempre he opinado que no debía ocultarse el asunto con el cuidado que lo hemos hecho, sino al contrario, hacer que tomásen parte en él cuantos pudiesen contribuir a su éxito.

Patiño volvió a fijar su penetrante mirada en el fraile.

Este siguió aparentando que no advertía el interés con que se observaban hasta sus menores gestos, y añadio tranquilamente:

—Supongo, señora, que después de saber la opinión del señor Patiño, habrá cambiado la de vuestra majestad en cuanto se refiere a su alteza el príncipe de Asturias.

—Antes—replicó Isabel—debierais haber preguntado si Patiño opina como yo.

—Así lo creo de su talento y experiencia.

—¿Y qué diríais si os equivocaseis?

—Nada—repuso con indiferencia fray Manuel;—ni me sorprendería, ni me disgustaría.

—Padre...

—Señora, soy una miserable criatura tan sujeta a errores y debilidades como todo pobre mortal.

—Pero tal vez, confiado en vuestro buen juicio...

—Confio más en el ajeno, señora.

—Entonces—replicó Isabel sonriendo con satisfacción—la opinión de Patiño, en quien tanto entendimiento reconocéis, ¿podría cambiar la vuestra?

—¿Quién lo duda? Así sucedería, señora, sí con claras razónes me probaba mi error, y me daba a conocer los medios de evitar los peligros que pudieran tocarse.

—Mucho pedís.

—Yo no, señora: la buena lógica nada admite sin demostración, y en esto, seguro estoy que opinará como yo el señor Patiño.

—Fray Manuel—replicó la reina con acento de disgusto—empezais a divagar.

—Señora..

—Por lo menos os separais de la cuestion.

—Creo,—repuso tranquilamente el fraile—que sigo a vuestra majestad.

—Bien, bien; concretémonos al punto que nos importa.

El religioso hizo una reverencia, y fijó su expresiva mirada en Isabel de Farnesio.

El presunto ministro, cuyo rostro había tomado otra vez su fría expresión, permaneció inmóvil como una estátua.

La duquesa variaba de postura cada instante sin poder disimular su impaciencia.

Reinó un silencio profundo.

La reina, después de meditar algunos instantes, dijo:

—Se trata únicamente de si el príncipe debe entender en el asunto del proyectado matrimonio de don Juan.

—¿Y el señor Patiño?...

—Cree que tales asuntos no importan al príncipe.

—Señora,—repuso fray Manuel,—el matrimonio en cuestion no puede ser un suceso aislado, sin consecuencia, o como si se dijese, un asunto de familia, sino que puede algún día tener influencia en las relaciónes y amistad de dos naciónes.

—Le dais demásiada importancia.

—Si no la tiene, poco o nada debe interesar que se guarde el secreto. ¿Por qué el heredero del trono ha de ignorar lo que se confia a un vasallo?

—¿Y por qué,—replicó Isabel de Farnesio con algúna asPéreza,—teneis tal empeño en que el príncipe entienda en el asunto? ¿Cuál es vuestra misión? ¿Cuáles las instrucciones que habéis recibido del rey de Portugal? Decidlo de una vez, explicaos claramente y sabremos a qué atenernos.

—Señora,—respondio fray Manuel con más calma que antes, pero con mayor firmeza,—la mision que el rey de Portugal me ha confiado, es sencillísima: proponer a la duquesa de Miraguas el casamiento de su hijo segúndo, con la primogénita del conde de Villanova, porque así le conviene a su majestad para evitar que su sobrino pretenda la mano de la condesa. En cuanto a mis instrucciones, puede verlas vuestra majestad en la carta que tuve la honra de entregarle.

—¿Pero estáis autorizado para imponerme condiciónes?

—Estoy solamente encargado de dar mi opinión sobre la conveniencia de ese casamiento, en vista de las condiciónes con que se ajuste...

—Decidlo de una vez,—interrumpió la reina, cuya frente se contrajo,—sois el juez que ha de fallar...

—Soy el consejero.

—Hasta ahora,—repuso Isabel sin procurar contener el arrebato de su orgullo,—habéis cumplido mal vuestra misión. Aprobais o desaprobais sin miramiento alguno, quizás sin poderes para tanto.

No se turbó fray Manuel; al contrario, pareció dulcificarse la expresión de su rostro, y dijo:

—Señora, el rey de Portugal os dice entre otras cosas en su carta: «El portador hará presente a vuestra majestad cómo y por qué propongo esta boda, y cómo puedo consentirla.»

—¡Oh!...

—Así lo he cumplido: me falta solamente saber la resolución de vuestra majestad para cumplir mi encargo de consejero.

—¿Y ese consejo cuál será?

—Que no se efectúe la boda sin la aprobación de su alteza.

—¿No basta la mía?—preguntó vivamente Isabel en tanto que sus mejillas se ponían rojas.

—Sí, señora.

—Entonces no os comprendo.

—Señora, no basta mi deseo ni la confianza que vuestra majestad me inspira; tengo forzosamente que atender a otras circunstancias.

—Tampoco os comprendo.

—Basta y aún sobra vuestra aprobación para el presente; pero ¿me responde vuestra majestad de lo futuro?

—Sí,—dijo la reina con altivez.

—¿No teme vuestra majestad equivocarse?

—No,—repuso asperamente Isabel.

El fraile desplegó una leve sonrisa, que hubiera podido tomarse por la expresión de un sentimiento de humillante tima.

La reina palideció: aquella sonrisa había herido su orgullo.

Empero no podía mostrarse ofendida, sopeña de aceptar una ofensa que tenía que dejar sin castigo.

Patiño arrugó el entrecejo, porque había adivinado el plan de fray Manuel y veía la vergonzosa derrota de la reina.

—Muy bien, señora,—dijo el fraile con más calma y más dulzura que nunca.—La cuestion varía: ya estamos de acuerdo y me es indiferente que se consulte o no a su alteza.

Isabel de Farnesio no pudo disimular su sorpresa y fijó en el religioso una mirada de desconfianza, de duda, y aún casí de temor.

—¿Qué decís?—preguntó.

—Que ya estamos de acuerdo...

—¿Tan repentinamente habéis cambiado de opinión?

—Tan pronto como vuestra majestad se ha dignado darme una seguridad que nunca creí obtener.

—¡Oh!—murmuró Isabel, a quien ya era imposible fingir calma.—Si habéis de seguir hablando enigmáticamente, callad y dejadme.

—¡Enigmáticamente!... Será mi torpeza...

—O vuestra astucia,—interrumpió la reina.

Fray Manuel se encogió de hombros y repuso tranquilamente:

—Me explicaré.

—Sí, explicaos o callad.

—He dicho que tenía seguridades que nunca creí obtener.

—¿Y qué seguridades son esas?

—Las que me ha dado vuestra majestad sobre lo porvenir, y más particularmente las de que vuestra majestad no se equivoca.

—Así lo he dicho.

—¿Debí nunca esperarlo?

Patiño, que comprendía la turbación de Isabel de Farnesio quiso ayudarla, tomando parle en la conversación con el fin de darle un nuevo giro y evitar que fray Manuel acabase por donde queria.

—Padre,—dijo sin dar tiempo a que la reina contestase, y quebrantando la etiqueta,—habéis entendido mal: su majestad ha querido decir...

—Entiendo,—interrumpió el fraile;—ha querido decir... ha dicho que no se equivoca, o lo que es lo mismo, que es infalible...

—¡Oh!—exclamó la reina, por cuyas mejillas parecía que iba a brotar la sangre.

—¡Infalible como Dios!...

—¡Respetadme!—dijo imperiosamente Isabel.

—Señora,—repuso el fraile con severo acento,—el sacerdote puede predicar la humildad delante de los reyes.

Nadie se había atrevido a hablar así a la altiva Isabel de Farnesio.

Y sin embargo, nada tenía esta que responder.

No podía humillarse hasta el punto de confesar su falta, ni defender su imprudente vanidad.

La soberbia y la ira acabaron de trastornarla, y no acertó en algunos momentos a articular una sílaba.

Lo difícil de aquella situación lo comprendio sobradamente Patiño; pero no se atrevio a hablar hasta que pudiese hacerlo con seguridad completa de no cometer un error, dando nuevas armás a su contrario.

—En este momento,—dijo al fin la reina,—no teneis para qué ocuparos de vuestra mision de sacerdote, porque habéis venido a tratar de un asunto puramente mundano. Ahora sois el vasallo.

—Pero el vasallo que habla en nombre del rey de Portugal... ¡Imponga vuestra majestad silencio y mande salir al representante de su majestad fidelísima!

Así lo hubiera hecho Isabel, porque así se lo aconsejaban su orgullo y su ciego coraje; pero la contuvo una expresiva mirada de Patiño, y después de hacer un supremo esfuerzo para dominarse, dijo:

—La cuestion está debatida.

—Sobradamente, señora.

—Os he dado cuantas razónes tengo para no querer que el príncipe tome parte en el asunto.

—No disipan mis temores.

—¿Qué hemos de hacer?

—Sí vuestra majestad no cambia de opinión, escribiré al rey de Portugal, diciéndole, que no me parece conveniente el matrimonio y que puede hacer feliz a dos criaturas, permitiendo que la hija del conde se case con el hidalgo pobre a quien ama.

—Esa ofensa...

—¿A quién?

—A mí con el desaire a mi protegido.

—Tal vez así haríamos también la felicidad de don Juan.

—¡Su felicidad, quitándole la ocasíón de hacer su fortuna!... ¿Por qué decís eso?

—Porque no parece inclinado al matrimonio.

La duquesa palideció y miró al fraile para no encontrar la mirada que le lanzó la reina.

—Bien,—dijo ésta después de algunos instantes;—quiero meditar y os comunicaré mi última resolución mañana o... pasado...

—No tengo prisa, señora.

—Me bastan dos días.

—Vendré cuando haya terminado ese plazo.

—Pero os aconsejo que vengais como particular, como embajador, como gustéis, menos como sacerdote para predicar.

—Y yo me consideraré feliz,—repuso fray Manuel, haciendo una profunda reverencia,—si vuestra majestad guarda su enojo para los que la ofenden.

—ningúno quedará sin castigo.

—Temo que haya mal entendida indulgencia para alguno...

—Nombradlo y vereis...

—Hace dos horas que, sin respeto a la real jurisdicción, sin miramiento alguno, se ha puesto preso como al último criminal a un guarda de su alteza el príncipe de Asturias.

—¿Por qué?

—Porque ha matado un perro que se metió en los jardínes de la casa de campo y estropeó las flores.

—¿Y quién,—preguntó sin alterarse la reina,—ha dispuesto la prisión?

—Vuestro ministro Riperdá.

Este nombre produjo en Isabel un efecto mágico.

Se contrajo su frente, brillaron sus ojos y exclamó:

—¡Riperdá!... ¡Tanto atrevimiento!... Gracias, padre, por vuestro oportuno aviso... Decis bien, una indulgencia malentendida ha dado lugar al abuso; pero bien sabeis que es difícil encontrar un hombre que pueda ser buen ministro.

—Los hay, señora, con sobrado talento y experiencia en los negocios públicos, honrados y leales...

—¿Son muchos?

—Con uno teneis bastante, y ese no está lejos,—repuso el fraile, señalando a Patiño.

Tan inesperado era esto, que la reina no pudo contener una exclamación de sorpresa, y con más motivo Patiño, a pesar de su calma, quedó con la mirada fija en el fraile sin saber qué decir.

—Señora,—añadio fray Manuel con acento de profunda sinceridad,—nunca he dicho sino lo que sentia, y si vuestra majestad me permite hablar con franqueza...

—Si, si,—dijo Isabel, dejándose dominar por aquella nueva impresion y olvidándose del casamiento de don Joan.

—No es para nadie un secreto que Riperdá será pocos días ministro, ni que el señor Patiño puede sustituirle; si así sucediese felicitaré de todo corazón a vuestra majestad y a la nación, y ofreceré al nuevo gobierno mi pobre influencia y mi escaso talento, por supuesto que a condición de que nada, absolutamente nada ha de dárseme.

—Os agradezco el consejo.

—Y yo,—dijo Patiño, que aún no había salido de su aturdimiento,—os agradezco también...

—Nada, porque os hago justicia,—replicó gravemente fray Manuel.

—¡Oh!...

—Señora, si vuestra majestad me lo permite, vuelvo a mi convento...

—Dios os guie...

—En su santo nombre os bendigo,—repuso el fraile.

Y salió murmurando:

—_Pax vobis._

La reina miró alternativamente a la duquesa y a Patiño.

Empero este, con la cabeza inclinada sobre el pecho, guardó silencio profundo.

La de Miraguas temblaba aún de coraje y de miedo.

—¿Qué significa todo esto?—dijo para si Isabel.—¿Qué proyecta el fraile?

—Ha dicho _pax vobis_,—pensaba Patiño.—¿Es que ha olvidado su antiguo ódio y renuncia a la venganza? ¿Me tiende un lazo’ Me recomienda, me ofrece sus servicios y dice _pax vobis..._ ¡Oh!... Que es él no lo dudo... Calma y prudencia.

Tal efecto habían producido las últimás palabras de fray Manuel, que Isabel de Farnesio permaneció callada, meditando para encontrar explicación a lo que tan extraño y misterioso le parecía.

Tampoco la de Miraguas se atrevio a romper el silencio: temía que la reina tocase nuevamente el punto de la conducia de don Juan.

Patiño aprovechó aquella tregua para pensar lo que más le convenia decir sobre su turbación cuando había visto al fraile, porque indublamente le pediria explicación es la reina.

Esta fijó al fin en Patiño una mirada afánosa, y le preguntó:

—¿Quién es ese hombre? Vos lo conocéis...

—Señora...

—Sí, lo conocéis, porque al verlo se ha inmutado vuestro rostro... ¡Oh!... Su historia debe ser muy interesante.

—Ese hombre,—dijo Patiño,—es portugués...

—Lo sé.

—fue en su juventud capitán...

—¿Y después de ser soldado?...

—Se retiró a un convento.

—Bien, pero...

—Nada más, señora: esa es su historia.

—Es el compendio...

—¿Quiere vuestra majestad detalles?

—Sí..

—Son de escaso o ningún interés.

—Imposible.

—Yo al menos, no sé de su vida otra cosa sino que siempre lo ha distinguido el rey de Portugal con un especial cariño; que fue el soldado más valiente de su época, un verdadero héroe, y que terminada la guerra desapareció. Ahora lo encuentro por primera vez hecho fraile, y el mismo fraile de quien tanto se habla, y mi sorpresa ha sido grande al reconocerlo, tan grande que en aquel momento no pude pensar en otra cosa y puse toda mi atención para convencerme de que no me equivocaba, porque me parecía imposible que hubiese buscado descanso en una celda aquel impetuoso joven que con su valor, su talento y sus buenas relaciónes tenía en su patria un brillante porvenir.

La reina había escuchado con religiosa atención las palabras de Patiño, diciendo al concluir este.

—Proseguid, proseguid.

—Nada más sé.

—¡Nada más!

—Ignoro su historia secreta, es decir, la historia del corazón.

—¿Fuisteis amigos?

—No, señora.

—¿Pero os conoció él en su juventud?

—Creo que si,—respondio con indiferencia Patiño.—¿Pero qué nos importa el pasado de ese hombre?

—Necesito conocerlo para hacer deducciones en cuanto a su carácter.

—serían inútiles.

—¿Por qué?

—Porque ha cambiado mucho.

—Siempre queda...

—Nada en ese.

—¡Oh!...

—Antes era un joven impetuoso, impaciente, franco y que no sabía dominarse; y ahora es un hombre astuto, reservado, y de una calma inalterable.

—Le digo que vuestras opiniónes son contrarias a las suyas, y me recomienda que deposite en vos mi confianza. ¿Cómo entendeis eso?

—De ningúna manera, porque temo equivocarme y prefiero la duda, dejando al tiempo la aclaracion de la verdad.

—Sea como quiera, ese hombre me ha ofendido, me ha herido en lo más profundo del alma.

—¿Y vuestra majestad quiere castigarlo?

—Sí.

—Señora,—replicó Patiño,—creo que sería más prudente esperar otra ocasíón.

—¿He de dejar sin correctivo las atrevidas palabras del fraile? No, Patiño: quiero hacerle comprender quién soy, lo que valgo y lo que puedo, y que no en vano se me ofende y provoca.

—Pues yo, en el lugar de vuestra majestad, cederia ahora para dar con más seguridad el golpe después.

—O al menos, se atrevio al fin a decir la duquesa,—buscar un término medio...

—¡Un término medio!—replicó vivamente la reina, cuya frente se contrajo.—¡Ceder!... Está interesado mi amor propio, se opone mi dignidad... ¡Oh!... Cuando el fraile escuche de mis labios una negativa terminante a sus exigencias, don Juan estará en Portugal. Decís que es reservado y astuto... No importa, tengo bien combinado mi plan.

—¿Y si fray Manuel adivina ese plan?

—Es imposible: él mismo me ha propuesto esperar para darme tiempo a meditar mi resolución, y no lo hubiera hecho a sospechar que me daba armás para combatirlo.

—Señora,—dijo Patiño, moviendo la cabeza con aire de duda,—yo traduzco de distinta manera el proceder del fraile: no creo que ha querido dar tiempo a vuestra majestad para que medite, sino tomárselo para avisar al rey de Portugal.

—Esa traicion...

—No de tal la calificará fray Manuel, sino de ardid, de un medio lícito para vencer.

—¡Oh!

—Y si es que no me equivoco, sucederá al contrario de como vuestra majestad desea, y no el aviso del fraile, sino don Juan será el que llegue tarde a Lisboa.

—No retrocederé,—replicó enérgicamente Isabel de Farnesio:—la lucha está empeñada, y antes que proponer una vergonzosa transaccion, quiero la derrota.

Patiño se encogió de hombros y luego se inclinó con su acostumbrada fríaldad.

—Sí, sí,—dijo la duquesa:—eso pide la dignidad de vuestra majestad y la mía.

—Todo lo que puede suceder,—repuso la reina—es que el aviso del fray Manuel y don Juan lleguen al mismo tiempo a Lisboa, y entonces, el rey de Portugal elegirá entre la reina de España y el fraile.

—Exponerse a recibir esa ofensa...

—¿No me ayudaríais a vengarla si llegase el caso?—preguntó vivamente Isabel de Farnesio.

—Vuestra majestad puede contar conmigo para todo: una cosa es mi opinión y otra mi deber.

—Duquesa, no perdais un momento, ordenad a vuestro hijo que se prepare...

—¿Para cuando?

—Para mañana... para esta noche...

—Señora, después de comer saldrá mi hijo de Madrid.

—Ya sabeis lo que importa la reserva.

—Nada sabrán ni los criados que lo acompañen,—repuso la duquesa:—se les dirá que van a Toledo a cazar como otras veces, y cuando estén fuera de la población tomarán el camino conveniente.

—Bien.

—¿Nada más tiene vuestra majestad que ordenarme?

—Nada.

La duquesa, cuyos ojuelos relucían más que nunca, salió de la cámara, y doña Laura entró, a pesar de que no la había llamado la reina.

—Patiño,—dijo esta,—avisad a vuestro hermano para que venga a ver al rey... Dentro de una hora dejará Riperdá de ser ministro.

Patiño obedeció con tan fría calma como si no se tratase de su fortuna.

Isabel de Farnesio, sin cuidarse de su azafata, se recostó en su sillon, inclinó la cabeza sobre el pecho y quedó inmóvil y silenciosa.

Su frente palideció y se contrajo.

Luego vagó en sus labios una ligera sonrisa.

Gozaba anticipadamente con el terrible golpe que tenía preparado a Riperdá.

No dudaba tampoco del triunfo en la lucha empeñada con fray Manuel.

Su vanidad empezaba a sentirse halagada.

Empezaban a verse satisfechos sus deseos más vivos, sus más ardientes ambiciónes.

capítulo IX.
Donde se verá que Patiño no se había equivocado.

Cuando fray Manuel salió de palacio se dirigió apresuradamente a su convento.

La expresión tranquila de su rostro había cambiado.

Habíase contraído su frente y brillaban sus negros ojos como en su juventud.

—¡Oh!—murmuró con sorda voz.—Ofrezco la paz y la re chazan. Quieren la lucha, la provocan, yo la excuso y me obligan... Haré el último esfuerzo... ¡será en vano!... La reina es mujer y no perdónará al que ha herido su orgullo, su vanidad, su amor propio. Intentará vengarse; pero le ha faltado el disimulo y he adivinado su plan. ¡Cuán fácilmente puedo darle una dura lección!... Sin embargo, no quiero tener que echarme en cara una ligereza y aguardaré hasta que no me quede duda de sus intenciónes; pero si mi franqueza y mi lealtad quieren pagarlas con el engaño y la traicion, entonces habré de probar a la soberbia italiana que no todo está sujeto a su voluntad y que el humilde fraile sabe representar dignamente a un monarca. Nada temo, porque nada poseo ni ambicióno y mi conciencia está tranquila; no pueden hacerme sufrir más de lo que he sufrido, y por consiguiente lucho con la ventaja de que mi adversario no puede encontrar sitio donde herirme, mientras que él me presenta por todos lados el corazón para recibir mis golpes.

No tardó fray Manuel en llegar a su convento, subir y abrir la puerta de su celda, encontrando allí a su antiguo criado, que sin duda lo aguardaba para darle algúna noticia de interés, porque dijo:

—Gracias a Dios que habéis llegado.

—¿Tanto tiempo hace que me esperas?—pregunto el fraile.

—Más de medía hora,—respondio Martín, poniéndose «le pie con calma.—Ya empezaba a dormirme, a pesar de...

—Para eso no necesitas estar cansado ni fastidíado.

—Bien, señor, bien; no podré convenceros...

—Sepamos,—interrumpió fray Manuel dejándose caer en una silla,—lo que tenias que decirme.

—Lo que he visto y lo que pienso.

—¿Dónde has estado?

—En acecho en la calle de la Justa.

—Empiezas a corregirte, buen Martín; te tomás el trabajo de pensar, lo cual es mucho para ti.

—Señor, tarde o temprano habreis de reconocer...

—Al asunto, Martín: nunca has hablado más que lo preciso y me alegraré que en esa parte no cambies.

—Estuve,—repuso con calma el donado,—en la calle de la Justa; esperé; salió doña Andrea con su criado; fueron a oír misa a santo Domingo, y los siguió un hombre del pueblo embozado hasta los ojos. Doña Andrea se arrodilló en el lugar más solitario de la iglesia, y el embozado a corta distancia.

—Entonces pudistes verle el rostro.

—Se lo vi.

—¿Sos señas?

—Una cara que infunde miedo, repugnancia o no sé qué; pero es lo cierto que al mirarlo sentí un escalofrío. No quiere esto decir que si me encontrase frente a él con espada en mano me hiciese huir o dejar de acometerlo briosamente.

—Al asunto.

—Moreno, ceñudo, mirada penetrante... una cara que repele, pero que no es de tonto.

—¿Y doña Andrea lo miraba?

—Puede asegurarse que no se apercibió de la presencia de semejante hombre. El criado sí lo vio y aún creo que le lanzó algúna mirada significativa.

—¿Quién crees que sea?

—El que anoche habló de ahorcarse.

—Soy de tu opinión.

—Si es un enamorado galántea de distinto modo que los demás: procuraba ocultarse y ni a la entrada ni a la salida ofreció agua bendita al objeto de su amor.

—Bien.

—Doña Andrea, con la cabeza inclinada, no apartó la mirada de su libro de devociones, y yo que estaba muy cerca de ella, aunque no le veía los ojos, pude ver las hojas del libro manchadas con lágrimás.

—¡Pobre mujer!—murmuró tristemente el fraile.

—Se acabó la misa, salió doña Andrea, seguida de su criado, que tiene cara de estúpido, y detrás el embozado y yo.

—¿Y al llegar a su casa?

—Entráronse ama y sirviente y los espías quedamos como dos guarda-cantones junto a dos esquinas.

—Ese hombre, si como crees no es tonto, ha debido conocer que observabas...

—¿Quién lo duda?

—¡Oh!

—después de algunos momentos, el embozado clavó en mí su mirada de demonio, acercóseme y me dijo: «Hermano, os evitaré la molestia de averiguar; esa mujer se llama...» Pero yo lo interrumpí, replicándole sin alterarme: «Lo sé, hermano.»

—¿Y entonces?

—El embozado volvió a decirme: «Ama al hijo segúndo...» Y volví a interrumpirle para decirle: «Lo sé.»

—¿Qué hizo después de tu respuesta?

—Añadio tranquilamente: «Pero ignorais que don Juan no la ama ya...» «Sé más que eso, hermano,» le repliqué. «No necesito noticias; lo que quiero son chuletas, pues aunque es viernes, como soy simple donado...»

—¡Martín!

—Señor, el embozado no tiene un pelo de tonto, y puede uno entenderse con él. Comprendio mi indirecta, y si bien no aceptó la proposición, tampoco la rechazó, porque volviendo la espalda y alejándose, me dijo: «¿Quién sabe si algún día las almorzaremos juntos?»

—Es preciso saber quién es ese hombre.

—Lo sabremos, señor; pero no lo seguí, porque es demásiado listo y se hubiera reido de mi candidez.

—Tienes razón.

—Eso es lo que ha sucedido.

—Falta lo que de ello piensas.

—Pienso, señor, que cuando una mujer que tiene amante de su gusto, reza mucho y llora más, es porque teme verse abandonada, olvidada y algo más.

—¿Y en cuanto al embozado?

—Lo que ya os dije, ama a doña Andrea y funda sus esperanzas en la inconstancia de don Juan y en la desesperación de ella.

—Bien,—dijo el fraile después de meditar algunos momentos;—pues es preciso seguir el hilo de esas intrigas.

—No lo perderé.

—Se trata de la honra y la felicidad de una mujer.

—Tal creo.

—Escucha, Martín, y guarda bien en la memoria lo que voy a decirte y has de ejecutar.

El sirviente cruzó los brazos y se dispuso a escuchar con religiosa atención.

—Es menester,—repuso fray Manuel,—que sepa doña Andrea que su amante la engaña y que dentro de pocos días marchará a Lisboa para casarse.

—¿Y cómo ha de hacerse eso?

—Como quieras.

—No es tan fácil...

—Mucho: sabes escribir...

—Bien, señor.

—Doña Andrea empleará todos los medios de que puede disponer para estorbar o dilatar el viaje de don Juan.

—Siquiera por salvar su honra...

—Además es preciso que sepamos fijamente el papel que representa ese misterioso embozado.

—Para eso,—replicó Martín,—habrá que esperar a que quiera aceptar mi convite...

—Esperaremos.

—¿Qué más?

—Vas a convertirle en espía de don Juan, siguiéndolo a todas partes.

—¡Oh!...

—Sospecho que de hoy a mañana saldrá de Madrid, y esto es muy interesante.

—Comprendo, señor; quieren tomaros la delantera...

—SI.

—Aun sé montar a caballo y hacerle correr hasta que reviente...

—No necesito darte más explicación es.

—ningúnas: conozco vuestros planes, veo que quieren engañaros y engañar al rey de Portugal...

—Si, creo que me tienden un lazo...

—Servirá para ellos.

—Confio en tu lealtad y buen entendimiento.

—Descuidad.

—Puedes empezar desde ahora...

—Vos excusareis mi falta...

—Sí, diré al superior que te tengo ocupado, lo cual no es nuevo.

—Voy, pues, a tomar un bocado,—repuso Martín.

Y sin hacer más observaciones, salió tranquilamente de la celda.

Contra su costumbre comió con algúna prisa, bebió un vaso de vino y dejó el convento, encaminándose por el Prado a la calle de San Juan, donde se detuvo a la puerta de una casa de miserable apariencia y que no tenía más que el piso bajo.

Martín dio algunos golpes en la puerta y pocos instantes después preguntó desde adentro una voz gangosa y en extremo desagradable:

—¿Quién es?

—Abrid, hermana,—respondio el donado.

La puerta se abrió, apareciendo una vieja horrible y miserablemente vestida.

El rostro flaco, verdoso y barbilargo de la vieja, con su boca descomunal, donde sólo un diente negro y corroído había; con sus ojuelos despestañados, lagrimosos y torcidos; con su nariz remangada, presentando anchas aberturas, ennegrecidas por el tabaco rapé, como el tubo de una chimenea por el hollín; con sus cabellos grises, asperos y desarreglados; tal rostro, decimos, repugnaba y no hubiera podido imaginarse más a propósito para una bruja. Tenia un hombro más alto que otro, la espalda prominente y hundido el pecho, de tal manera que no parecía sino que le habían colocado la cabeza al revés, y su estatura era tan menguada como debía ser su alma, que se traslucia con ruines sentimientos por sus aviesos ojos.

—Alabado sea Dios,—dijo Martín, entrando.

—Por siempre alabado y bendito,—respondio la vieja, sonriendo.—Bien venido seáis, hermano Martín. Dos días hace que no honrais esta pobre casa y he temido que estuvieseis enfermo.

—No.

—¿Y el padre Manuel?

—Bueno también.

—¡Ay!—exclamó la vieja suspirando.—Me quitais un peso de encima. Con tanto cuidado me teníais, que esta tarde pensaba ir al convento a preguntar por vos: hace muy poco que he comido, de vigilia por supuesto, y estaba acabando de rezar para salir...

—Gracias, hermana Gregoria...

—Venid aquí y sentaos,—repuso esta.

Y seguida de Martín, entró en un reducido aposento casí desamueblado.

—No he tenido un momento mío,—dijo el donado, sentándose en una banqueta medio apolillada,—y si ahora vengo a veros es porque necesitamos de vos en un asunto de importancia, muy grave, hermana Gregoria, como que se trata nada menos que de abrir los ojos a una incauta y virtuosa doncella á quien la venenosa seduccion de un libertino galán tiende un lazo infame.

—¡Jesús!—exclamó Gregoria, santiguándose y haciendo un gesto de horror.

Y luego sacó de la faltriquera una caja de estaño, cuya tapa golpeó suavemente, y abriéndola, alargóla a Martín mientras decía:

—Vaya, hermano, tomad un polvo...

—Os daré del mío,—replicó el sirviente, sacando a su vez una caja redonda de pasta negra charolada.

Y después de los golpecitos indispensables para que se desprendiese de la tapa el polvo que hubiese en ella, abrióla, dejando que la vieja metiese los dedos, tomáse del aromático tabaco y lo aspirase de una vez, diciendo:

—¡Qué diferencia va de este al mío!

—Es del que gasta el padre prior.

—¿Con que decíais?...

—Que el asunto que me trae es gravísimo; pero muy sencillo en cuanto a su ejecución.

—¿Y qué he de hacer?

—Voy a poner cuatro letras, dando aviso de la intriga...

—Entiendo.

—Y es preciso, buena Gregoria, que os encargueis de entregar hoy mismo el papel a la persona a quien debemos salvar.

—Fio en vos...

—Caso de conciencia, hermana,—repuso gravemente Martín.—Además, podeis fácilmente desempeñar vuestro encargo y ganar así un par de pesetas que no he querido que se lleve otro.

La mezquina cantidad que ofreció el donado debía ser de mucha importancia para la vieja, porque sus ojuelos brillaron alegremente y respondio:

—¿Cómo he de negarme a serviros? Sea lo que quiera, ya sé que no puede comprometerme nada que venga de vos.

—Tomad pues,—dijo Martín, sacando una moneda de plata:—guardad ese medio duro...

—Es más de lo ofrecido...

—No importa.

—¡Siempre tan generoso!...

—Supongo que no os fallará un pedazo de papel: ya sé que teneis tintero y pluma...

—Aunque no lo gasto, de todo hay, porque suelen necesitarlo los señores que me honran para socorrerme.

—Daos prisa...

—Al instante.

Gregoria se levantó, abrió una alhacena, sacó un tintero de plomo con una pluma cuyo primitivo color blanco había cambiado ya en amarillo, y un pedazo de papel, poniéndolo todo sobre la mesa que había en la estancia, y diciendo:

—No sé si tendrá bastante tinta, porque hace ya algunos días que no ha servido: si queréis le echaré un poco vinagre...

—No es menester,—replicó Martín.

Y tomando la pluma, con letras grandes y mal trazadas, porque no sabía escribir de otra manera, puso lo siguiente:

«Don Juan se irá muy pronto a Lisboa para casarse con la primogénita del conde de Villanova: si no estorbais el viaje, estáis perdida. »

—Me parece,—dijo para sí,—que no es menester más.

Y doblando el papel, lo entregó a la vieja, añadiendo:

—En la calle de la Justa, esquina a la de Peralta, vive una señora viuda, anciana y enferma, que se llama doña Luisa Mendoza, aunque se la conoce por el apellido de Corbalan, que era el de su marido.

—¿Tiene algúna hija?—preguntó maliciosamente la vieja.

—Lo habéis adivinado, pero os equivocais en cuanto a vuestras sospechas.

—Dios me libre...

—A esa hija,—repuso Martín,—habéis de entregar secretamente este papel, y si podeis hablarle, decidle: «El hombre a quien amais os engaña: aquí esta vuestra salvación.»

—Ya.

—¿Comprendeis ahora?

—Sí, perdónadme.

—Eso ha de quedar hecho hoy.

—¿Precisamente?

—No puede dejarse para mañana.

Gregoria cerró los ojos y meditó.

—¿En qué cuarto vive?—preguntó después de algunos instantes.

—En el principal.

—Bien; sereis servido, hermano...

—Volveré a la tarde para saber...

—Volved... ¿queréis un polvo?

—Tomad otro del mío.

Sorbió la vieja una buena cantidad de tabaco, y Martín se levantó.

—¿Ya os vais?

—Tengo que hacer mucho y vos también.

—El cielo os bendiga...

—No perdais tiempo, hermana.

El donado salió, y tomando calle arriba llegó a la de Atocha siguiéndola para buscar la de la Almudena.

—Bien,—decía con su calma habitual,—tengo arreglada una parte del negocio. Esa picara bruja cumplirá el encargo: yo no hubiera podido hacerlo en algunos días hasta que se me hubiera presentado una ocasíón favorable, y según mi amo se explica, la cosa es urgente. En buena danza nos hemos metido, o mejor dicho nos ha metido la reina y esa intrigantuela de Miraguas, que tiene ya un pie en la sepultura y no debía ocuparse más que en rezar y pedir a Dios la perdóne. Esto no me gusta: me encontraba muy bien con mi sosegada vida de fraile, comiendo mucho, durmiendo más y sin tener que ocuparme del día de mañana ni que acordarme del pasado. Pero en fin, no es tampoco la desgracia para desesperarse: así variaré y luego me parecerá mejor la tranquilidad.

Martín no sabía cómo podría cumplir la orden de su señor en lo referente á don Juan. El traje que vestia no era el más a propósito para ponerse en acecho tras una esquina ni seguir a nadie mucho tiempo, y por esta razón se encontraba apurado.

En tal situación ocurriéronle algunas ideas y formó algún plan; pero ningúno aceptable.

La fortuna se encargó de ayudar a Martín, y cuando este, sin saber aún que hacer, llegó a la puerta de la casa de don Juan, vio que en el portal estaba el coche esperando y que un lacayo abría la portezuela.

—A pedir de boca,—dijo el donado.

Y apartándose a un lado añadio:

—Desde aquí veré quien va dentro.

Efectivamente, pocos momentos después salió el coche, y en su interior, á través del cristal de una de sus ventanillas, pudo ver Martín a la duquesa y a don Juan.

—¡Oh!—murmuró el sirviente.—Juntos la madre y el hijo: esto sucede rara vez... Se dirigen hacia San Felipe... tal vez a palacio... No se equivoca mi señor; quieren jugarle una mala partida; pero ignoran que en el convento hay un pobre donado que conoce el camino de Portugal mejor que las calles de Madrid y es tan buen jinete como el primero... Veamos: no podré alcanzar el coche ni seguirlo; pero si van al Buen Retiro, los veré volver. Me alegro, así pasearé, que es sano y la mejor para abrir el apetito.

El buen Martín no se dio prisa.

Con tranquilo paso siguió en la misma dirección que el coche.

Este atravesó la Puerta del Sol, entró en la Carrera de San Jerónimo, y atravesando el Prado, llegó al Buen Retiro y a la morada real.

La duquesa y su hijo encontraron a doña Laura en la antecámara de doña Isabel.

—¿Y su majestad?—preguntó la de Miraguas.

—Está en el despacho del rey.

—¿Hay algúna novedad?—preguntó afánosamente la vieja.

—Creo que sí.

—¿Favorable?

—Tal vez...

—¡Oh!

—Esperaos.

—Es que si tarda...

—No puedo avisarle: ha mandado terminantemente que nadie más que su alteza el príncipe y Riperdá entren.

—¿Y Castelar?

—Por orden de su majestad espera en la antecámara...

—¡Patiño es ministro!—exclamó la duquesa sin poder contenerse ni disimular su alegría.

Don Juan, que no había pronunciado más palabras que las indispensables para saludar a doña Laura, y que parecía en extremo preocupado, se dejó caer en un sillon.

—¿No me oís?—le preguntó su madre con impaciencia.

—Sí, señora...

—¡Y permaneceis indiferente!...

—Es que no me sorprendo, porque nunca he dudado del triunfo... Teneis demásiado talento, madre mía, para no haber salido victoriosa.

—Como sucederá también en vuestro casamiento, a pesar de vuestra indiferencia y de las intrigas de fray Manuel.

—No lo dudo,—dijo don Juan.

Y luego añadio para si:

—Mi casamiento es mi desgracia más horrible y por eso se realizará a pesar de todo.

La de Miraguas se sentó también, inclinó la cabeza sobre el pecho y quedó inmóvil y silenciosa.

Veamos lo que entre tanto sucedía en la habitación de Felipe V.

CAPÍTULO X.
Donde daremos a conocer al rey.

Los muebles de la habitación donde acostumbraba a trabajar y a despachar Felipe V tenian un sello de severidad, de tristeza, puede decirse, que revelaban el carácter y gustos de aquel monarca. Veíanse allí objetos de bastante valor y mérito artístico, que si bien daban idea del hombre amante de lo bello, no podían satisfacer al que fuese amigo del lujo y la ostentacion.

En la forma eran los muebles del gusto de la época, y estaban primorosamente tallados, pero no así en la materia; el palo santo y terciopelo verde dominaban, y solo algún toque dorado se veía en los adornos de bronce. Hasta la alfombra era de colores oscuros y sencillo dibujo, y el mármol negro, y ya sin brillo de la chimenea, acababa de hacer triste y sombrío el aposento.

El silencio, la soledad y la gravedad en su morada, o el sol, el campo y el estrépito de la caza en los bosques o en la guerra.

Felipe V no podía vivir sin tocar uno u otro extremo.

Cuando lo presentamos a nuestros lectores tenía el nieto de Luis XIV cincuenta y tres años.

Su rostro, de facciones regulares, tenía la expresión de una profunda melancolía.

Su mirada era vaga, indiferente, pues ya hemos dicho que sus ojos brillaban con el fuego del entusiasmo solamente cuando se trataba de lanzarse a los peligros de la guerra.

No era Felipe V uno de esos hombres inclinados a la tranquilidad y para los cuales la quietud es la única felicidad positiva su espíritu necesitaba conmociones violentas, rudas, y solo así podía vivir; la tranquilidad le hacía languidecer, y la languidez era su muerte.

Sin embargo, a pesar de su taciturno aspecto, de que su estatura no era más que medíana, de la pequeña deformidad que en su cuerpo se advertía, su continente grave y noble le daban un aspecto agradable.

En su corte infundía respeto, pero no temor.

En los combates se trasformaba, aparecía imponente y nadie podía adivinar en él al monarca, porque no se veía más que al soldado.

En cuanto a su vestido puede decirse lo mismo que de los muebles de su aposento: era costoso, de buen gusto; pero sencillo.

Estaba Felipe V sentado delante de la mesa y había interrumpido la lectura de unos papeles manuscritos para escuchar a su esposa, que se había colocado cerca de él.

Acababa la reina de hablar.

El monarca había guardado silencio como si meditase, y apenas trascurrieron algunos segúndos, preguntó con algúna impaciencia Isabel de Farnesio:

—¿No queréis responderme?

—Si, si,—respondio Felipe con dulzura;—pero me habéis dicho tantas cosas á la vez...

—Todas,—repuso la reina con un mismo fin, sobre un mismo asunto.

—Comprendo: todo ello no significa más si no que es conveniente reemplazar a mi primer ministro.

—Precisamente.

—¿No hemos convenido ya en hacerlo así?

—¿Pero cuándo?

—No espero más que la ocasíón, ya lo sabeis, y no puede lardar, porque...

El monarca se interrumpió, y poniendo una mano sobre los papeles que tenía delante, añadio, cambiando de tono.

—Ahora que hablamos de asuntos de Estado, me ocurre que podríais llevaros estos apuntes y examinarlos... Es un gran pensamiento, un plan...

—¿De quien?

—De Riperdá... ¿no hablamos de él?

—¿Y aún os ocupaís de las locuras de ese hombre? Veo, señor,—repuso con algúna dureza Isabel,—que el propósito de vuestra majestad...

—Os equivocáis, interrumpió Felipe;—es que mientras llega el caso...

—¿Qué haríais si se presentase hoy mismo una ocasíón?—preguntó la reina, fijando una penetrante mirada en su esposo.

—¡Oh!—murmuró este con vacilación.—Si se presentase hoy mismo...

—La dejariais pasar,—replicó desdeñosamente Isabel de Farnesio;—la fatuidad de ese hombre es para vos...

—Nada, absolutamente nada. ¿Sospechais acaso que me falta resolución?

—Pienso, señor...

—Tranquilizaos,—repuso con dulzura el monarca:—no quiero prolongar esta situación.

—Hoy ha sufrido un nuevo ataque vuestra dignidad, vuestra autoridad...

—¿Pues qué sucede?

—Riperdá ha dispuesto la prision de un guarda del príncipe...

—¿Y con qué motivo?—preguntó Felipe, cuyo rostro se animó por un instante.

—El guarda ha cumplido con su deber, matando un perro que se metió en la casa de Campa y estropeó las mejores plantas de los jardínes.

—¿Y solo por eso?...

—El perro era de Riperdá, que no ha vacilado para atropellarlo todo, y algunos miserables alguaciles han penetrado en vuestra real jurisdicción...

—Basta, Isabel,—replicó el monarca.

—¿Es bastante?

—Sobra... ¿habéis visto hoy a Castelar?

—Sé que espera en la antecámara.

—Nada me han dicho... ¡Oh!... No puedo hacerme obedecer... Mis criados cumplen mis ordenes cuando les acomoda... Por eso me gusta la guerra; los soldados obedecen mis ordenes... Haré entrar a Castelar...

—¿No sería mejor,—interrumpió Isabel,—que esperaseis a Riperdá y por escrito?...

—Si, sí,—dijo el rey.

Y sonriendo levemente añadio:

—Os be comprendido y soy de vuestra opinión... Gracias, mi buena Isabel, gracias por vuestros cuidados, vuestros desvelos... Me tienen aburrido, y si no fuese por vos...

—Abusan de vuestra bondad y os tienen por débil...

—¡Débil!—murmuró Felipe con amargura.

Y a la vez que una fugaz centella se escapó de sus pupilas añadio:

—Vengan enemigos para luchar noblemente, peligros que arrostrar, y veremos. Pero ¿qué he de hacer con los hipócritas cobardes, con los falsos aduladores, con los intrigantes por ambición? Los desprecio; son serpientes que aplastaré si se ponen en mi camino; pero si se apartan...

—Aquí, señor, no se puede luchar como en la guerra; pero puesto que conocéis a los intrigantes ambiciosos...

—Pocos no lo son de cuantos me rodean.

—Los más humildes, los que aparentan ser más indiferentes a todo, aquellos son los más temibles.

—Preciso es,—repuso el monarca después de algunos instantes,—separar la buena de la mala semilla.

—Ante todo,—dijo Isabel de Farnesio con dulzura y bajando los ojos con un aire de humildad, que su esposo encontraba encantador,—ante todo, señor, quiero que vuestra majestad se convenza de que no intento intervenir en los negocios del Estado, ni al hablar de Riperdá he pensado siquiera influir en su caida.

—¿Por qué me decís eso?—preguntó Felipe con tono de cariñosa reconvención.—¿Acaso he puesto en duda la rectitud y sinceridad de vuestras intenciónes? Vuestras palabras no son una excusa, sino una acusación.

—Señor, se murmura...

—¡Qué se murmura!...

—No lo ignorais, se me acusa de que os impongo mi voluntad en los más graves asuntos...

—¿Qué os importa?—replicó Felipe, estrechando cariñosamente una de las mórbidas manos de Isabel.—Ese es el desahogo de los descontentos. ¿No está tranquila vuestra conciencia? ¿No conozco yo vuestro proceder mejor que nadie?

—Sin embargo, mi más ardiente deseo es que nadie se ocupe de mí; quiero ser vuestra esposa, y no ocuparme más que de amaros y complaceros.

—Pues bien, mi esposa y nada más sois, y hartas pruebas me habéis dado de vuestro amor. ¿Qué quieren los intrigantes ambiciosos? ¿Les pesa que os consulte y escuche los consejos de vuestro talento privilegiado? Como buena esposa, teneis el deber de señalarme los peligros que yo no conozca: así lo habéis hecho; pero sin exigirme nunca que adopte resoluciónes contrarias a mi opinión. He escuchado siempre vuestras palabras con la atención que debía; he meditado y he decidido con arreglo a mi juicio y mi conciencia; y si mis decisiones han estado conformes con vuestra opinión, prueba que teneis buen juicio, que mis ideas son las vuestras; pero no que me he sometido ciegamente a vuestra voluntad.

—Esa es la verdad, señor; pero no se me juzga así, y estoy resuelta...

—A nada,—interrumpió Felipe.—Os debo mucho...

—Cariño nada más, que me teneis pagado con creces,—replicó la reina.

—Nunca, mi querida Isabel, he necesitado de vos tanto como ahora. Mis fuerzas disminuyen, porque se aumentan mis años y se agravan mis dolencias, y apenas puedo soportar el peso de la corona. ¿Dónde encontraré una ayuda leal, desinteresada? Si me abandonais, lo abandonaré yo todo; abdicaré otra vez, y buscaré en la soledad de mi retiro la tranquilidad y el descanso. Esto traeria complicaciones graves, y ofreceria muchos peligros. ¿Es prudente hacerlo?

—Señor, los derechos de nuestros hijos podrían perjudicarse.

—Tenemos, pues, que sacrificarnos por ellos.

—Además, nuestro pueblo...

—también es acreedor a mis sacrificios, porque es un pueblo desgraciado; porque ha sido siempre noble y generoso; porque en épocas en que debiera haberse convertido en un pueblo depravado, miserable, abyecto, ha conservado su dignidad y sus virtudes, y un pueblo así tiene derecho a que se le haga feliz.

—Pensais noblemente.

—Pues bien, eso no podré hacerlo si me negais vuestra ayuda. Proseguid, mi buena Isabel, y vivid tranquila. Si de la caida de Riperdá se culpa a vuestra influencia, que respondan los que antes os han acusado de apoyar á un ministro que estaba labrando la desgracia de la nación. Ved,—añadio el monarca sonriendo con amargura,—con cuánto acierto seos juzga, y cuánta consideracion merecen tales juicios.

—Señor,—dijo Isabel disimulando su alegría con la gravedad que dio a su rostro,—si he de serviros, todo lo arrostraré, todo lo sufriré.

—Gracias, esposa mía.

—Hay momentos en que me falta el valor, porque me hieren en el alma...

—Despreciad a los ruines.

—Ya veis lo que acaba de suceder: han ofendido a nuestro hijo, a vos...

—Castigaré la ofensa.

—Y temo que,—repuso Isabel, fijando una escudriñadora mirada en su esposo,—temo que antes de pocos días, otra persona en quien tenemos ciega confianza...

—¿Quién?

—Fray Manuel.

—¡Fray Manuel!—repitió sorprendido el rey.

—Sí.

—¿Dudais de su lealtad?

—Dios me perdóne, pero...

—Eso es muy grave,—replicó Felipe.

—Mucho.

—¿En qué os fundáis?

—En algunas palabras suyas, al tratar del asunto del casamiento de don Juan...

—Hace algunos días que no hemos hablado de eso,—repuso el monarca con indiferencia.

—¿No os habéis convencido aún de la gravedad del negocio?

—Aun admitiéndola, no comprendo que fray Manuel pueda hacer otra cosa más que cumplir bien o mal su encargo.

—El rey de Portugal tiene sus miras...

—Y nosotros las nuestras.

—¿No las aprobais, señor?

—Sí, ya lo sabeis.

—Pues bien, esas miras de conveniencia que tenemos, quedarán ilusorias si se acepta la proposición del fraile.

—Doña Isabel,—repuso Felipe con calma,—supongo que fray Manuel hará cuanto pueda en favor del rey de Portugal, y así dará una prueba de que sabe corresponder a la confianza que en él depositan.

—Es muy justo.

—¿Entonces?...

—Ignorais que fray Manuel, por supuesto con gran disimulo, se jacta de que sin su aprobación no se hará el casamiento, lo cual quiere decir que cree valer para el rey de Portugal más que vos y que yo.

—¿Os ha dicho eso?

—No; pero se comprende por su conducta y por su lenguaje.

—Me basta vuestra opinión,—dijo el monarca, después de algunos instantes.—¿Y qué pensais hacer?

—Espero vuestras instrucciones...

—Es puramente vuestro el asunto. El rey de Portugal, ya por no dar a ese casamiento un carácter de gravedad que no le conviene descubrir, ya por cualquiera otra razón, se ha dirigido a vos, y no puedo, por consiguiente, darme por entendido.

—Pero sí podeis darme un consejo.

—Eso es otra cosa.

—No os pido más.

—Bien, decidme lo que habéis pensado hacer, y con franqueza os manifestaré mi opinión.

—Si aprobais mi plan, don Juan irá a Lisboa sin que lo sepa fray Manuel; llevará una carta mía...

—Y se casará,—añadio Felipe.

—Veo con alegría,—repuso Isabel,—que pensais lo mismo que yo.

—Sí, sí, de esa manera quedarán cumplidos nuestros deseos.

—Sobre una sola cosa falla discurrir, y es preciso preverlo todo.

—¿Qué?

—Si el rey de Portugal no atendiese mi carta por fallar la aprobación de fray Manuel...

—Esa ofensa...

—Puede hacérseme.

—El que os ofende es mi enemigo.

—Gracias,—murmuró la reina sin poder disimular su alegría.

—¿habéis podido dudarlo?

—No; pero no hubiera sido prudente exponerse a la derrota, sin contar con los medios de intentar la reparacion, lo cual hubiera sido aceptarla humillación.

—Podeis estar tranquila. El rey de Portugal no es nuestro amigo de corazón: la guerra que sostuvimos terminó por necesidad y no por nuestro gusto, y aún no sabré decir si deberíamos considerar una desgracia otro rompimiento. El casamiento de don Juan no puede jamás ponerse en la balanza de los negocios de Estado; pero si en la de nuestras particulares afecciones, y cuando se desea romper no falta un pretexto.

Nunca había hablado Felipe V tanto, ni tan explícitamente, por grave que fuera el negocio de que se tratara. Un gesto, o todo lo más una frase vaga era lo que se conseguia de él en casí todas las ocasíónes.

Isabel de Farnesio extrañó encontrar a su esposo tan dispuesto a entrar en explicación es, y aunque no acertó la causa del cambio, decidio aprovechar tan favorables momentos y dijo:

—Entre tanto, soy de vuestra opinión, es preciso separar la buena de la mala semilla, desenmáscarar a los hipócritas.

Sin duda el monarca había gastado de una vez toda su fuerza y buena disposicion para hablar, porque cayendo repentinamente en su indiferencia, murmuró distraídamente:

—Si... sí...

Y no articuló una silaba más.

—Es fácil conocerlos,—repuso Isabel;—los unos son demásiado imprudentes para no delatarse ellos mismos con poco que se haga, y los otros se descubrirán también si se pone a prueba el desinterés fingido con que nos engañan.

—Hemos de tratar de eso,—dijo Felipe en tanto que miraba un reloj que había sobre la chimenea.

Y luego, variando de postura, añadio;

—Extraño que Riperdá no haya venido...

—Estará ocupado en combinar alguno de los planes con que os entretiene, ó en consolar a su esposa por la pérdida del perro.

El monarca volvió a mirar al reloj, y no pronunció una palabra.

—Si teneis que trabajar me iré,—dijo la reina.

—No, no os vayais.

En aquel momento se levantó la cortina de una de las puertas del aposento, y Riperdá fue anunciado.

El tristemente célebre ministro era un hombre de escasa estatura, muy grueso, de abultado abdómen, de marcada complexión apoplética. Su rostro era redondo, colorado, de facciones vulgares y pronunciadas, si bien su frente era espaciosa y su mirada inteligente.

Vestia con extraordinario lujo: su casaca y su chupa estaban cuajadas de riquísimos bordados; los encajes de su camisa eran de los mejores que salían de Flandes, y los sellos que pendían de los extremos de las cintas de sus relojes, estaban cubiertos de díamantes.

El rey y el ministro formaban raro contraste.

Este, lleno de relumbrones, con su aire jactancioso y altivo, revelando en todo su deseo de ostentar, hubiera hecho creer que su robustez exagerada era hinchazon de vanidad, pues no parecía otra cosa, y aún se hubiera pensado que en el cuerpo no le cabia el orgullo y el amor propio, y que lo desahogaba con su violenta respiración, que era una série no interrumpida de prolongados resoplidos.

¿Y quién hubiera dicho que semejante hombre, con tan altivo continente, se turbaba, se aturdía, se espantaba al primer gesto, a la primera palabra de desagrado del rey, y cambiando su aspecto, se humillaba, se arrodillaba, y más de una vez hasta lágrimás vertieron sus ojos, para aplacar el enojo de su señor?

Así había sucedido: la caida de Riperdá estaba decretada hacía mucho tiempo; pero a la primera indicacion que el rey le hacía para que dejase el codiciado puesto, en vez de retirarse con la dignidad de un hombre, demandaba perdón con la debilidad y el llanto de un niño.

Felipe V no había tenido nunca valor para rechazar a su ministro al verlo de hinojos y llorando.

Por eso el monarca encontró felicísima la idea de su esposa, idea manifestada con tanto disimulo, tan embozadamente, que era menester adivinarla, que se habría ocultado al más astuto, y solo podía ser comprensible para el que conocía el lenguaje especial de aquella mujer.

Riperdá saludó respetuosamente a los regios esposos, y poniendo en la mesa la magnífica cartera de piel de armiño con broches y cordones de oro, en que llevaba los papeles para el despacho, dijo:

—Señor, espero las ordenes de vuestra majestad.

Pero no bien hubo pronunciado estas palabras, la cortina de la puerta volvió a levantarse, apareciendo el joven príncipe de Asturias, que dijo con grave tono:

—Si vuestra majestad me lo permite, entraré.

—Adelante, hijo mío,—respondio cariñosamente el monarca.—Voy a despachar, pero no me estorbáis.

—Volveré después,—repuso don Fernando sin contestar al profundo saludo que le hizo Riperdá.—Para que vuestra majestad me otorgue justicia es buena toda hora.

—¡Justicia a vos!—exclamó el rey, mirando con sorpresa a su hijo.—¿Contra quién la necesitáis?

—Señor, la necesito contra quien se atreve a penetrar en nuestra real jurisdiccion y atenta contra la seguridad individual de mis criados.

Riperdá palideció como un cadáver; estremecióse convulsivamente, y queriendo evitar el peligro que le amenazaba, dijo con entrecortada voz y acento de súplica:

—Ruego a vuestra majestad...

Empero el monarca lo interrumpió, diciéndole asperamente:

—Está hablando su alteza.

El infeliz ministro, turbado, aturdido por el miedo, creyó que lo más conveniente, el único recurso que le quedaba, era dejar pasar el primer impulso del enojo de Felipe y ablandarlo después con ruegos y lágrimás como en otras ocasíónes; pero vio esta esperanza desvanecida, porque al dar un paso para retirarse, el rey lo detuvo, diciéndole:

—Quedaos: se trata de hacer justicia y os necesito.

Riperdá quedó inmóvil como una estátua.

Sus ojos abiertos como si fuesen a sallar de sus orbitas, fijaron en el príncipe una mirada de terror.

Faltóle la respiración por algunos instantes, y por su pálida frente corrieron gruesas gotas de frío sudor.

Isabel de Farnesio permaneció indiferente y grave.

—¿Y quién,—preguntó el monarca a su hijo,—ha osado ofendernos así?

—Uno de vuestros ministros,—respondio don Fernando.

—¡Uno de mis ministros!...

—Delante lo tiene vuestra majestad.

Riperdá quiso arrodillarse, suplicar y llorar como otras veces; pero no acertó a moverse ni a articular una sílaba; solo pudo exhalar un gemido ahogado.

—Basta, hijo mío,—dijo el rey.—Los pormenores de ese suceso me los referireis después; ahora no quiero perder un instante en hacer justicia.

—Señor,—murmuró al fin el ministro,—señor...

—Esta vez,—repuso el monarca,—os perdóno.

—¡Ah!...

—Se pondrá en libertad a ese criado, lo cual se hará en la forma que yo determine... ¡Oh!... Quiero que este asunto no deje lastimados nuestros derechos... Vos mismo, Riperdá, ejecutareis mi orden... Callad...

Felipe V tomó una pluma y escribió, cerrando luego el papel.

El ministro se creyó salvado y pudo respirar.

—No os impongo el castigo que mereceis,—repuso el monarca, dando el pliego a Riperdá;—pero he dictado disposiciones que harán imposible la repeticion de tales abusos... En la antecámara encontraréis al marqués de Castelar; entregadle esa orden, decidle que la lea y... él os comunicará su contenido.

—Gracias, señor...

—Es urgente la orden,—replicó Felipe.

Riperdá, sin haberse aún repuesto de su turbación, salió del aposento, diciendo para sí:

—Castelar, mi mayor enemigo... Comprendo el plan... quiere imponerme el castigo de una humillación... pero no dejaré de ser ministro.

El hermano de Patiño estaba efectivamente en la antecámara, escuchando las adulaciones de algunos cortesanos que tenian ya por cierta la elevacion de los dos hermanos.

El ministro, cuyo rostro tomó en aquel lugar la expresión de orgullo que lo caracterizaba, acercóse a Castelar y le dijo:—Mi querido marqués, servios escucharme un momento.

Y apartándose a un lado, entregó la orden real cuyo contenido ignoraba.

El marqués abrió el pliego, leyó, dos centellas de alegría se escaparon de sus ojos, y preguntó a Riperdá:

—¿Sabeis lo que es esto?

—No...

—Leed... Vuestra destitucion de ministro y prohibicion de que os presenteis a su majestad... Siento haber sido elegido para daros tan desagradable noticia...

Riperdá extendio los brazos para coger el papel; pero no acertó.

volvió a palidecer su rostro y a faltarle la respiración por algunos intantes.

—¡Ah!—murmuró con voz ahogada, y mirando a Castelar como si este fuera un mensajero de la muerte.

Un sudor copioso y frío inundó su rostro, y tuvo necesidad de apoyarse en el respaldo de una silla para no caer, porque sus piernas se negaban á sostenerlo.

Aunque los demás cortesanos no habían oído las palabras del marqués, vieron el efecto que habían producido en Riperdá, y cruzaron una mirada de inteligencia, porque adivinaron lo que sucedía.

El golpe había sido terrible, tanto más por lo inesperado, y porque quitaba al ex-ministro la ocasíón de recurrir a las súplicas y lágrimás que tan buen resultado le habían dado en otras ocasíónes.

Hubo algunos momentos de silencio.

Silencio horrible, espantable, aterrador para el infeliz Riperdá, a quien las miradas, a la vez compasívas y burlonas, fijas en él, le parecieron rayos que iban a descargarse sobre su cabeza.

El desdichado hizo un supremo esfuerzo y con voz balbuciente pregunto al marqués:

—¿Qué habéis dicho?

—Que aquí,—respondio Castelar fríaraenle,—está vuestra destitución...

—Es imposible... Su majestad...

—Leed...

—¡Ah!—exclamó el obeso magnate, logrando exhalar un suspiro.—He sido engañado...

—Os aconsejo,—replicó el marqués bajando la voz,—que no perdais tiempo en quejaros, porque os conviene más aprovecharlo en poneros a cubierto de cualquiera otro golpe...

Riperdá se estremeció como si le hubiese picado una víbora, miró con espantados ojos a su enemigo, y sacando fuerzas de su mismo miedo, preguntó con angustioso afán:

—¿Estoy en peligro?

—Lo ignoro; pero...

—Señor marqués, siempre he sido vuestro amigo leal, por más que la política nos haya separado... Ya veis de la manera indigna que se me trata... Sois generoso, no me abandonéis... es de nobles dar la mano al caído.

—No os niego mi ayuda...

—Pero...

—Nada sé.

—Siquiera... por compasíón...

—No me supliquéis,—replicó el marqués con glacial cortesanía;—vuestra triste situación me aflige; pero nada puedo hacer en vuestro favor...

—Podeis advertirme...

—Ya lo hago.

—¿Pero su majestad?...

—Desconozco sus intenciónes.

—Y sin embargo,—repuso Riperdá más agitado cada vez,—me aconsejais que me aleje...

—Vuestra desgracia estaba prevista; se esperaba lo que ha sucedido, se hablaba de ello, y los vagos...

—¿Qué?

—Murmuran... amenazan...

—¡Oh!...

—Y... no sé...

—Esto es horrible... ¡Me ahogo!—exclamó el ex-ministro, limpiándose el sudor que bañaba su rostro.

—El populacho es brutal,—repuso el marqués con la misma calma,—se deja arrebatar fácilmente...

—¿Es decir que mi persona peligra?

—No lo creo; pero se ven algunos grupos de gente sospechosa en estos alrededores...

—¡Dios mío!...

—Y como nunca faltan mal intenciónados o villanos que a título de buenos españoles quieren satisfacer particulares venganzas...

—En una palabra, teméis que me asesinen...

—No tanto; pero si que os insulten...

—¡Oh!...

—Y aún tal vez que os apedreen.

—Entonces no debo irme.

—Sí; pero no a vuestra casa, porque si luego el pueblo se desborda... Ahora se espera vuestra caida y no se atreverán a mucho; pero cuando se sepa...

—Gracias por el aviso...

—Su majestad me espera... Que el cielo os guarde,—dijo el marqués.

Y se dirigió a la cámara del rey.

Riperdá miró a su alrededor, y no vio a nadie.

Los cortesanos habían desaparecido, y la noticia corria de boca en boca con rapidez.

—¿Dónde me refugiaré?—se preguntó Riperdá oprimiéndose las sienes, que le latían como si fuesen a romperse las arterias.—¿Dónde encontraré un amigo?... ¡Oh!... ¡Amigos en la desgracia!...

El infeliz sonrió con amargura, meditó algunos instantes, y luego, como si hubiese encontrado la salvación, exclamó con voz ahogada:

—¡Ah!... Si, si... allí estaré seguro... y si se niega a recibirme, le ofreceré lo que nunca ha podido pensar conseguir... ¡Aun puedo mucho!... ¡Aun soy temible!... ¡golpe por golpe, traicion por traicion!

Agitado, trastornado aún por el miedo y la ira, salió de la antecámara con cuanta prisa pudo.

En las habitaciones que tuvo que atravesar encontró a muchos palaciegos; pero no recibió ningúno de los saludos humildes a que pocos minutos antes contestaba con sonrisas de protección o gestos de desdén. Todos lo dejaron pasar, sin hacer más que fijar en el infeliz miradas de desdén, de compasíón, de burla o de odio.

Riperdá no perdio el tiempo en entregarse a las amargas consideraciones á que daba lugar la conducta de los que se habían llamado sus leales amigos, sus fieles servidores, o sus defensores ardientes; había comprendido que corria su persona un inminente riesgo, y lo que más le importaba entonces era salvarse.

Por fin salió de palacio, y respiró como si hubiese logrado escaparse de un calabozo.

Cuando vio que el coche de la duquesa esperaba cerca del suyo, murmuró:

—Sí, si: todo es obra de esa picara vieja y de la reina.

Entró en el carruaje, y sentándose en un rincón, dijo al lacayo:

—A casa del embajador de Inglaterra.

El coche partió.

Riperdá había concebido un proyecto díabólico de venganza, pero que debía aumentar los peligros, ya grandes, de su crítica situación.

El marqués había dicho la verdad.

Cerca del Buen Retiro había más gente que de costumbre, y algunos grupos de donde partieron siniestras miradas y algún silbido.

Al atravesar el Prado fueron más vivas y claras las demostraciónes: además de las miradas y los silbidos, se oyeron algunas voces gritar:

—¡Muera!

—¡Ahí va el ladrón!—¡Que se le ahorque!

—¡Más aprisa, más aprisa!—dijo Riperdá a su cochero.

Y crugió el látigo, sin que los alborotadores se atreviesen a más que a tirar dos o tres piedras al coche sin causar ningún daño.

Capítulo XI.
Cómo desempeñó su comisión la vieja Gregoria.

Mientras tenía lugar la escena que acabamos de referir, la devota Gregoria entraba en la calle de la Justa con pasos más lardos y vacilantes de los que la habían llevado hasta allí. Su rostro había tomado una expresión de dolor y tristeza profunda, y solia dejar escapar algún suspiro lastimero capaz de conmover al corazón más duro.

Aquel aire dolorido tenía su explicación: era un plan muy meditado, era una habilísima traza de verdadera bruja hipócrita que no repara en los medios con tal de llegar al fin.

La hermana Gregoria por razónes que daremos a conocer más tarde, estaba obligada a servir a Martín, y como además tenía que legitimar el derecho á la propiedad del medio duro recibido, había recurrido a toda su astucia, que no era poca, para salir del lance como era menester.

Algo había abusado o se había extralimitado también Martín, tomando el nombre de su señor, quien a decir verdad, no tenía más trato ni otro conocimiento con la vieja que el haberla socorrido algúna vez; pero el donado obró así por dar más fuerza a su pretensión, y considerando que en nada perjudicaba a fray Manuel.

La casa de Andrea no podía equivocarse, así que, Gregoria no vaciló, y entrando en el portal, comenzó a subir la escalera, exhalando con más frecuencia sus lastimeros suspiros y sosteniéndose en las paredes como si estuviese próxima a desfallecer.

De aquella manera llegó a la puerta de la habitación, y llamando con dos ó tres golpes, aguardó mientras se quejaba con voz débil.

—¿Quién es?—preguntó desde adentro la voz de Petra, que asomó por un ventanillo.

—Por el amor de Dios,—respondio Gregoria, lijando en la sirviente una mirada suplicante,—una limosna...

—perdóne la hermana,—replicó Petra.

—¡Ay!—exclamó la vieja, como si exhalara el último aliento.—Por la Virgen... No he comido... y... siquiera...

Y se interrumpió como si le faltasen las fuerzas para hablar.

A pesar de que representaba habilisimamente su papel, y a cualquiera hubiese conmovido, la criada, que no debía ser muy tierna de corazón, iba a cerrar, despidiendo nuevamente a la fingida mendiga; pero otra voz dulce y grata preguntó en aquel instante:

—¿Quién es?

—Una pobre,—dijo Petra:—dice que no ha comido; pero...

Por el ventanillo se vio el bellísimo y pálido rostro de Andrea, que fijó una compasíva mirada en Gregoria y exclamó:

—¡Infeliz!... Está a punto de desfallecer.

Y abrió la puerta.

Gregoria pareció querer hablar; pero solo hizo un gesto, extendio los brazos, y al intentar moverse, cayó en el suelo.

—Corre, Petra,—dijo entonces Andrea:—una taza de caldo... ¡Pobre anciana!

Y se inclinó, cogiendo cariñosamente las manos de la bruja.

La sirviente obedeció.

Gregoria abrió los ojos, miró al interior del aposento, se convenció de que nadie la observaba, y reanimándose repentinamente, dijo:

—Señora, os amenaza un gran peligro...

Andrea dejó escapar un grito de sorpresa y miedo, y quiso apartarse de aquella mujer.

Empero no pudo, la vieja no soltó sus manos, y añadio:

—Silencio y nada temáis...

—¿Quién sois?

—Vengo a salvaros...

—¿Quién sois?—repitió Andrea más espantada cada vez, y temblando convulsivamente.—Dejadme...

—Tomad...

—Gritaré...

—Tomad,—repuso Gregoria metiendo entre los dedos de la joven el papel escrito por Martín:—esa es la salvación de vuestra honra...

—¡Ah!...

—Callad... vuestra criada...

Sonaron los pasos de Petra.

La bruja exhaló un suspiro.

Andrea, sin acertar a moverse ni hablar, quedó inmóvil.

Se le hablaba en nombre de la honra.

Se le prometía salvación.

¿Qué había de hacer?

Lo único que pensó la enamorada joven fue que nada arriesgaba ni podía perder con leer aquel papel y romperlo.

Esta única idea que le ocurrió en medio de su turbación, le hizo callar y conservar en su mano el papel.

¿Pero quién era aquella mujer misteriosa?

¿Quién la enviaba?

Era preciso averiguarlo.

[]

"Esa es la sálvacion de vuestra honra.

Petra llegó con el caldo.

—Yo se lo daré,—dijo Andrea:—entre tanto, vé a mi gabinete, abre el cajon de mi mesa y trae dinero...

—Tengo aquí para darle,—replicó la sirviente;—dejadme y retiraos, señorita... estáis pálida... ¡No fallaba más!

Y acercó la taza a la vieja.

Esta comprendio el plan de Andrea, y fingiendo que se reanimaba, dijo:

—Si, retiraos, buena señora... Dios os bendiga... yo puedo tomar el caldo... ¡Sois una santa!...

No esperó la bruja más, bebió algunos sorbos del sustancioso liquido, se enderezó, y cuando hubo dejado la taza vacía, se asíó a un brazo de Petra, con cuya ayuda se levantó.

—¡Ah!—exclamó.—Me habéis vuelto la vida... Dios os lo premie...

Y al recibir algunas monedas de cobre de mano de la sirviente, añadio:

—No pasará día sin que ruegue a Dios y al milagroso San Antonio por vos...

—Esperad,—dijo Andrea con intención de ganar tiempo y buscar un nuevo pretexto para quedar a solas con la vieja.—estáis muy débil...

—No, mi caritativa señora; me siento ya bien...

—Pero...

—¡La santísima Virgen os bendiga y os dé salud!—dijo Gregoria, disponiéndose a marchar.

—Es una imprudencia... Aguardad..

—Estoy bien... Dios os lo pague... Dios os lo pague...

Y repitiendo estas palabras empezó a bajar la escalera. Aun intentó detenerla la joven; pero oyó la voz de su madre que llamaba y preguntaba lo que sucedía, y hubo de retirarse, tan turbada y confusa, que le parecía un sueño cuanto acababa de suceder.

—No sé,—decía la criada mientras cerraba la puerta,—no sé por qué esa vieja me da mala espina... Dios me perdóne el mal pensamiento; pero no me gusta su cara.

Apenas Andrea satisfizo la curiosidad de su madre, corrió a su aposento, desdobló el misterioso papel y fijó en él una mirada de medroso afán.

Sus manos temblaban convulsivamente, y era tal su agitación y trastorno, que no pudo leer al primer golpe de vista.

—¡Dios mío!—murmuró, oprimiéndose el pecho, como si quisiera contener las violentas y desiguales palpitaciones de su corazón.—Presiento una horrible desgracia...

La infeliz hizo un esfuerzo, volvió a fijar la mirada en el papel, y apenas leyó el nombre de don Juan y el anuncio del viaje de este, exhaló un grito desgarrador y se dejó caer en una silla.

—¡Fuerzas, Dios mío!—exclamó, levantando al cielo los ojos.

No derramó una lágrima, sus azules pupilas brillaron con el fuego de la calentura, y su frente, pálida y ardorosa se contrajo.

Acabó de leer.

Con fuerza convulsiva estrujó el papel entre sus dedos.

—¡Mi honra!—dijo con voz reconcentrada.—¡Mi honra, mi madre, mi hijo!...

Un torbellino de contrarias ideas pareció agolparse a la mente de la desdichada joven, cuyo trastorno crecia por instantes.

Su desgracia no podía ser más horrible.

Amaba ciegamente a don Juan y se veía despreciada.

El hombre a cuyo honor había la infeliz confiado el suyo, la abandonaba.

Tenía que ocultar con vergüenza su manchado rostro.

En la locura de su amor había creido que el sacrificio de su honra probaba a los ojos de su amante la intensidad de su pasíón; pero no había pensado que la debilidad no puede jamás producir más que la deshonra y el desprecio; no puede probar más que la falta de la virtud.

debía verse, pues, abandonada y despreciada.

Su hijo inocente no tendría padre ni nombre.

Su anciana madre sucumbiria al terrible golpe, después de una vida de privaciónes y sufrimientos, y espirando con la más amarga y desconsoladora de las agonías.

Aquella pobre madre, al exhalar el último aliento, no podría mirar a su bija sin sentir el más agudo de los dolores.

Todas estas tristísimás ideas surgieron a la vez en la mente calenturienta de la desgraciada joven, cuyo tormento se aumentaba con las acusaciones de su inexorable conciencia.

¿Qué hacer en tal situación?

podría ocultar al mundo su falta, pero no a su madre; y aun consiguiendo esto también, no libraría a su hijo de la desdicha que le estaba reservada.

Andrea debió sucumbir a impulsos de su dolor; pero la fiebre le dio fuerzas, le hizo cobrar alientos la consideracion de que dependían de ella la felicidad y la vida de dos séres inocentes, su madre y su hijo.

Era preciso luchar.

Tenia el deber de imponerse nuevos sacrificios.

No se trataba ya de ver realizadas las ilusiones de un amor ardiente.

Nada importaban ya para Andrea los desengaños con toda su hiel.

Su madre, su hijo y su honra fueron desde aquel instante los únicos móviles que debían impulsarla para la nueva lucha que iba a sostener.

Si un resto de amor quedaba en su pecho, ella sabría ahogarlo.

—¡Ah!—decía con el acento de su febril excitación.—Salve a mi madre de la muerte y a mi hijo de una vergonzosa orfandad; oculte yo al mundo mi falta, y me creeré feliz aunque mi pasíón y los remordimientos me desgarren el alma y me hagan morir con la más dolorosa de las agonías.

El que es muy desgraciado se contenta, y aún se cree feliz con librarse de la parte más horrible de su desgracia.

Largo rato pasó Andrea luchando y atormentándose con las negras reflexiones a que daba lugar su crítica situación.

Al fin se humedecieron sus ojos por dos lágrimás y pudo exhalar un consolador suspiro.

Empezaba a sentir la enervacion consiguiente a la excitacion por que había pasado.

Entonces fue cuando pensó que podría ser falso cuanto se le decía en el misterioso papel.

Ella no creía tener enemigos; pero podía tenerlos don Juan.

—¿Quién sabe,—se preguntó la infeliz, que buscaba con el afán del dolor una idea consoladora,—quién sabe si esto es una venganza? ¿Por qué he de entregarme a la desesperación sin la prueba de que es cierto cuanto se me dice en este escrito?

Y como si lo amargo y lo consolador alternasen para aumentar su tormento, tras la idea tranquilizadora brotó la triste de que, fuese o no cierta la traicion de don Juan, no podía dudarse que su deshonra no era un secreto.

Estaba justificado lo que su criado le había dicho la noche anterior.

Tal vez el misterioso papel estaba escrito por el amigo de don Juan, a quien el sirviente se había referido.

Andrea creyó que había encontrado un punto de partida para sus averiguaciones.

—Es preciso,—murmuró,—no perder un momento, no despreciar ningún incidente, no desaprovechar ningúna ocasíón.

Y más que nunca se afirmó en su propósito de tener una entrevista con el amigo del cándido sirviente, a menos que este pudiera obtener claras explicación es.

Antonio iba, pues, ganando terreno.

La fatalidad que precipitaba hacia un abismo a la dolorida Andrea, ayudaba en sus planes al misterioso personaje, cuyas intenciónes no habían podido ser adivinadas por el bueno de Juan.

La joven sin experiencia y aturdida por la gravedad de su situación, no había sospechado siquiera que podría encontrar mayores peligros donde mismo buscaba su salvación.

La voz de doña Luisa volvió a dejarse oír.

Andrea secó apresuradamente sus ojos, guardó el papel y salió del aposento con vacilantes pasos.

Capítulo XII.
Lo que resultó de la segúnda entrevista de Juan y Antonio.

Apenas Andrea tuvo ocasíón de hablar a su criado, le refirió cuanto había sucedido, y hasta le leyó el misterioso papel en que se le anunciaba la partida de don Juan.

El fiel sirviente quedó sorprendido, se aumentaron sus temores, y no permitiéndole su inocencia y escaso entendimiento examinar a fondo la cuestion para buscar la causa del mal y aplicar el remedio, fijóse solamente en que sus sospechas se iban justificando, y acabó por asegurar que el hijo de la duquesa era un mal caballero.

—Ya lo veis,—dijo,—hoy no ha parecido por aquí don Juan, y quizás no venga tampoco esta tarde.

—Pero ¿de quién,—preguntó Andrea,—sospechas que procede este papel?

—De nadie,—respondio sencillamente Juan:—no soy adivino...

—Esto es obra de ese amigo de don Juan...

—¡Ah!—interrumpió el criado, dándose una palmada en la frente.—El amo de mi amigo...

—Sí.

—Teneis razón... ¡Y no se me había ocurrido una cosa tan sencilla!... Verdad es que estoy trastornado.

—Juan, de tu lealtad espero mi salvación...

—Si es bastante mi lealtad, ya estáis salvada.

—Es preciso que ese amigo tuyo se explique...

—De eso os respondo.

—¿No dices que has de verlo esta noche?

—A menos que vuestra madre y mi señora...

—No advertirá tu falta: le diré que te sentías malo y te has acostado...

—Buena idea.

—Así podrás hablar tranquilamente y despacio con él.

—Pero os advierto que, ya sea por hacer valer la ayuda que promete, ya por otro motivo, mi amigo Antonio me dijo que solamente algunas cosas me confiaría.

—Si es para sacar más partido de sus revelaciones, págale...

—Lo sé, señorita: por el dinero baila el perro; pero si efectivamente calla por prudencia...

—Díle que deposito en tí toda mi confianza, que no tengo secretos para ti...

—Ya lo hice.

—Pues bien,—replicó Andrea resueltamente,—si ese hombre se empeña en callarse, que venga. Se trata de mi honra, de la felicidad de mi hijo, de la vida de mi madre, y a todo, absolutamente a todo estoy dispuesta.

—Es que...

—Mi falta no es un secreto para tu amigo, ya lo ves...

—Tal creo.

—¿Qué perderé con escucharlo?

—Bien, lo vereis si se empeña en ello.

—Juan, piensa en mi desgracia,—repuso la joven, por cuyas mejillas corrieron algunas lagrimás:—no más que a tí en el mundo puedo acudir...

—Por Dios, señorita,—interrumpió conmovido el sirviente:—no me digais esas cosas porque me hareis llorar también... ¡Voto al díablo!... Si don Juan os engaña, juro que no ha de valerle su nobleza y... En fin, consolaos, Dios no os desamparará, porque sois buena y todo se remedíará. ¿Quién sabe si mi amigo Antonio tiene medios de salvaros como asegura? Esperad, que tiempo teneis para sentir.

Andrea pagó con algunas cariñosas palabras los sinceros consuelos de su criado, y este salió para meditar sobre la conducta que debía observar con su amigo.

Aquella tarde fue don Juan a casa de Andrea.

Su visita duró pocos minutos, y aunque se esforzó para hablar y sonreír como siempre, su semblante delataba que su espíritu estaba más intranquilo que nunca.

Al salir dijo a Juan:

—Esta noche volveré; adviértelo a tu señora.

—¿A la hora de costumbre?

—Sí, a las once.

Llegó la noche, tan ardientemente esperada por Andrea, y tan temida por don Juan.

Este hábil dilatado su viaje hasta la siguiente mañana, de acuerdo con su madre y con la reina, las cuales, sospechando si fray Manuel espiaría los pasos del mancebo, quisieron inspirarle más confianza.

A la hora convenida, el sirviente se dirigió a la taberna, y excusado es decir que ningún plan había combinado, porque no alcanzaba a tanto su entendimiento.

Antonio, con la frente apoyada en las manos, y los codos en la mesa, esperaba en el mismo sitio que la noche anterior, y no se apercibió de la llegada de su amigo hasta que este le tocó en un hombro y le dio las buenas noches.

Las sardinas y el vino de costumbre estaban preparadas.

Juan se sentó frente al misterioso personaje, cuyo rostro parecía más sombrío que nunca.

—Mi buen amigo Antonio,—dijo el sirviente,—antes de empezar, debo advertirte que esta noche pagaré yo el gasto o no beberé.

Si te empeñas,—respondio Antonio,—pagarás; pero antes que acabemos, espero convencerte de lo contrario.

—Lo veremos.

—Hoy, como siempre, vendrás de prisa...

—No.

—¿Tienes licencia de la vieja?

—La tengo de la joven, a quien he dicho que me esperaba un amigo y paísano, y ella lo arreglará con su madre.

—Bien.

—Quiero que hablemos despacio...

—Bebe y empieza,—replicó Antonio, llenando los vasos.

Bebieron, miráronse un instante, y mientras descarnaban el esqueleto de una sardina, dijo el sirviente:

—¿Sabes, Antonio, que has cometido una imprudencia?

—No te comprendo, Juan.

—¿Por qué nos has seguido esta mañana cuando fuimos a misa?

—Porque tuve que hacerlo así.

—Eso no es decir nada.

—¿Quieres saber el motivo?

—Si.

—Antes es justo y natural que tú me digas en qué consiste mi imprudencia.

—Has podido comprometerme...

—No sé cómo.

—Si mi señora te hubiese visto...

—Hubiera dicho que un hombre la seguía, lo cual le hubiera desagradado más o menos; pero ¿qué tenias tú que ver con un desconocido? ¿Podías tú evitarlo? ¿No le habrá sucedido cien veces como a toda mujer bonita?

—Es verdad; pero...

—Juan, ves visiones,—replicó Antonio, sonriendo burlonamente.—Bebamos a la salud de la vieja, y así podrás discurrir con más acierto.

—Bebamos cuanto quieras, Antonio,—repuso el sirviente, tomando su vaso, y comprendiendo que acababa de cometer una torpeza:—sí, bebamos; pero ten entendido que no veo visiones...

—Bien, concedido; pero no negarás que por mirar lo que nada importa, dejas de ver lo que te interesa.

—Ahora me toca a mi no entenderte,—dijo Juan, mirando con sorpresa a su amigo.

—Te olvidas del mosto...

—No... A tu salud... ¡Bueno!... ¿Quieres explicarte'?

—¿Quieres tú decirme lo que piensas del fraile carmelita?

—¡Del fraile!—repitió Juan, abriendo extremadamente los ojos, y mirando con estupefaccion a su amigo.

—Sí.

—¿Has bebido antes de venir yo?

—Juan, eres demásiado bueno,—repuso Antonio, volviendo a sonreír.

—Si con la palabra bueno, quieres llamarme inocente o tonto...

—No.

—Seré lo que quieras; pero es difícil engañarme.

—Te probaré lo contrario.

—Antes,—replicó el sirviente, que no acertaba a comprender a su amigo,—quiero que te expliques sobre lo del carmelita.

—¿Acaso no lo vistes esta mañana?

—Pero ¿á quién?

—Al fraile, hombre, al fraile regordete y con cara de pascua, pero con ojos de ladino que os siguió a misa...

—¡Antonio!

—¿Tampoco lo vio tu señora?

—¿Te has propuesto volverme loco?

—No, y dejo este punto: doña Andrea podrá darte explicación es...

—Sabe lo mismo que yo...

—Eso me sucede a mí, sin más diferencia, que yo me apercibí del carmelita, y tú no.

—Pero ella...

—Pregúntale, porque no puedo decirte más.

Juan se pasó las manos por la frente.

Empezaba a aturdirse, lo cual era muy fácil que le sucediera.

En su limitada imaginación no cabía más que una idea: dos a la vez lo trastornaban.

—No entiendo este enredo,—dijo después de algunos instantes.—Por un lado don Juan, que dice una cosa y hace otra; por otro tú, que hablas de tu amo y de doña Andrea, sin que pueda comprenderte nadie; además la vieja, y para que no falte nada, salimos ahora con que también hay de por medio un fraile...

—Un fraile que no lo es.

—¡Que no lo es!

—Un simple donado...

—¡Ah!...

—¿Lo entiendes?

—Sí, lo mismo que la vieja,—repuso Juan, sin pensar que decía lo que más importaba callar,—una vieja que parece una mendiga y es una bruja.

—¿De qué vieja hablas?—preguntó vivamente Antonio.

—¡Yo!... De ningúna,—respondio el sirviente, mirando recelosamente a su amigo.

—Si, de una con apariencias de mendiga.

—No te importa, o mejor dicho, no quiero explicarme: si quieres saber más, pregúntale a tu amo.

Y Juan, muy satisfecho, porque creía haberse vengado, hiriendo por los mismos filos, se sonrió con candidez, añadiendo con acento burlón:

—Donde las dan las toman.

Antonio sonrió también, llenó su vaso, bebió con calma y replicó:

—Veremos si todo lo que te dan puedes devolverlo.

—¿Me provocas?... Bien, aguardo sin temor,—replicó Juan, apurando también un vaso de vino.

—Esa vieja,—repuso Antonio,—se presentó fingiéndose mendiga para conseguir su intento, como lo consiguió.

La sorpresa del sirviente llegó a su colmo.

Ya no le quedó duda de que Andrea no se había equivocado, y que el papel llevado por la bruja estaba escrito por el desconocido amigo de don Juan.

Todo fingimiento era, pues, inútil, y aún podía ser perjudicial, porque debía ser conocido por Antonio, y éste no llevaría a bien la reserva, cuando se le pedía ayuda.

El sombrío personaje había aventurado demásiado al hablar de lo que ignoraba; pero se atrevio a hacerlo así, fiado en la torpeza del criado, y creyendo que este no podía mezclar en el asunto a la vieja en cuestion, sino porque esta se hubiese dejado ver en cualquiera situación y con cualquier motivo.

No podía ser otra cosa; se hablaba de personas desconocidas que habían aparecido con ocultos fines.

Hubo algunos momentos de silencio, que dieron a Antonio tiempo para meditar, y al sirviente ocasíón de calentarse más la cabeza, trastornándose más.

—Bebamos,—dijo al fin el del negro vestido,—sosiégate y hablemos con calma.

—Amigo Antonio,—replicó Juan mientras llenaba los vasos,—seamos leales, francos...

—Convenidos.

—¡A tu salud!

—¡A la de doña Andrea!

—¡Pobrecita!... Poco ha faltado para que hoy me hiciese llorar.

—Puedes hacer mucho por ella.

—Veo, Antonio, que sabes de este enredo tanto o más que yo, y por consiguiente...

—Sí; de nada te servirá mentir.

—Por eso te diré con franqueza que ya no me cabe duda de que el papel que llevó la vieja es cosa de tu amo.

La frente de Antonio se contrajo.

—El papel,—dijo,—que llevó la vieja... Explícate Juan.

—¿No hemos convenido en decir la verdad?

—Sí.

—Entonces no empieces por aparentar que ignoras lo que sabes.

—Bien.

—Digo que el papel que en tanto cuidado ha puesto a doña Andrea está escrito por tu amo.

—¿Y suponiendo que así sea?...

—Tú puedes decirme si efectivamente don Juan se irá muy pronto a Lisboa para casarse.

—¿Lo duda tu señora?

—¡Vive el cielo!... Esa villanía...

—Juan, en asuntos de amores se perdóna todo.

—Es asunto de honra.

—Lo cual prueba que don Juan, como tú dices, es un villano.

—Y yo vengaré a mi pobre señora...

—Harás mejor en salvarla.

—¿Cómo?

—Ese es mi secreto.

—Antonio, lo convenido...

—Ya te lo dije anoche, solo una cosa te oculto...

—Pero...

—Debes ignorarla ahora, y así lo quiere doña Andrea.

—Entonces no adelantaremos nada.

—Mucho.

—¿Qué importa que tú tengas medio de salvar a mi señora, si ese medio lo desconoce ella?

—El remedio es fácil.

—No acierto, Juan.

—Yo revelaré el secreto a doña Andrea.

—¿Y cómo?

—Hablando con ella despacio.

—¡Oh!...

—¿No te parece bien?

—Eso es imposible.

—Entonces demos por terminado el asunto,—replicó Antonio con tono de indiferencia, y volviendo a llenar los vasos.—Amigo Juan, bebamos para olvidar penas, hablemos de cosas alegres como buenos camaradas, y dejemos que ruede la bola. ¿Por qué hemos de mezclarnos en asuntos ajenos?

El sirviente hizo un gesto de impaciencia.

—Antonio,—dijo,—esta noche debo yo estar loco o tú borracho.

—Tal vez, y para no cometer ningún desacierto, ocupémonos solamente de beber y reir...

—¡Vive Dios!...

—Juan, el vaso se derrama...

—Como quieras,—repuso el sirviente, volviendo a beber y restregándose los ojos.—Reiremos, sí; pero no por eso dejaré de tener razón para quejarme...

—¿De qué?

—Me prometistes salvar a doña Andrea...

—¿Sigues con el mismo cantar?

—Y seguiré eternamente...

—Lo que prometí estoy dispuesto a cumplirlo; pero tú me lo estorbas.

—La condición que pones...

—Es precisa.

—No tal. Doña Andrea me ha dicho esta tarde: «ningún secreto tengo para ti.»

—A pesar de eso...

—Antonio, las cosas claras: justo es que cada cual mire su conveniencia: tú vas a servir a mi señora y debes ser recompensado...

—Es verdad.

—Pues bien, sin necesidad de verla, tendrás el premío de tu buena accion...

—¿Quién me lo dará?

—Yo, que estoy autorizado...

—Envidio tu candidez,—interrumpió Antonio, sonriendo de una manera extraña.

—¡Mi candidez!

—Amigo Juan, veamos lo que me ofreces en pago de mis servicios.

—Cuanto dinero quieras, sino es más del que mi señora puede darte.

—¡Dinero!—murmuró con amargura el misterioso personaje.—No lo quiero, me sobra.

Juan volvió a restregarse los ojos y miró a su amigo con más sorpresa que nunca.

—¿Qué deseas?—preguntó después de algunos instantes.—¿Acaso buscas favor para que te den un empleo?...

—No,—replicó vivamente Antonio.

—Entonces...

—La recompensa que busco no es otra que la satisfacción sin igual que me proporcionaría el poner a cubierto la honra de doña Andrea y dar un nombre a su hijo.

El sirviente se encogió de hombros, y cruzó los brazos con aire de resignación.

Empezaban a confundirse sus ideas y tenía que darse por vencido.

—Escucha,—dijo, queriendo hacer la última tentativa,—es menester que sepas...

—Nada me expliques,—interrumpió Antonio.

—Pero...

—Dentro o fuera.

—Así me gusta.

—¿Quiere tu señora mi ayuda?

—Sí.

—La tendrá y salvará su honor si quiere entenderse conmigo.

—¿Y si se negara a recibirte?

—No volverás a hablarme de ella o dejaré de ser tu amigo.

—Bien, la verás,—dijo resueltamente el criado;—pero me queda el sentimiento de tu reserva conmigo...

—Antes de ocho días lo sabrás todo y me harás justicia. Ahora bebamos, bebamos a la salud de doña Andrea,—repuso Antonio, cuyas pardas pupilas relumbraron como dos ascuas.—¡Me abraso!... ¡Tengo sed!...

Y su mano, convulsa y ardiente como la de un calenturiento, asíó el vaso y lo levantó, añadiendo:

—¡Bebe, Juan, bebe!

A cualquiera otro que al cándido sirviente le habría llamado la atención el repentino cambio de Antonio, cuya calma sombría desapareció en un instante; pero Juan no paraba mientes en semejantes cosas, mucho menos entonces que el vino empezaba a trastornar su cabeza.

Entre alegres risotadas y brindis, dieron fin al espirituoso liquido y a las sardinas.

El fiel criado tenía ya por cierta la salvación de su señora y no cabia en sí de gozo y de orgullo, porque se atribuia la gloria de haber conquistado a su amigo.

Antonio, si no creía seguro el logro de sus ardientes deseos, tenía por lo menos grande esperanza, y dejaba que por sus ojos se escapase en relucientes centellas el fuego de su alegría.

¿Quién era aquel hombre?

¿Cuáles eran sus proyectos?

Estas dos preguntas debió habérselas hecho Juan antes de adquirir ningún compromiso, pero el inexperto sirviente creyó que le bastaba con saber que su amigo se llamaba Antonio, y que era según decía, criado de un caballero rico.

El misterioso personaje apuró vaso tras vaso con la avidez del calenturiento que quiere apagar su devoradora sed; y sin embargo, no bebia impulsado por el vicio de hacerlo ni para alegrarse como Juan; su intento era embriagarse para olvidar, para no sentir.

Empero su cabeza era demásiado firme, y no lo consiguió.

—Vamos,—dijo al fin, poniéndose de pie;—aquí hace un calor insoportable.

—Es verdad,—respondio el sirviente, que con lo que había bebido, y en medio de aquella pesada atmósfera, no hubiera podido resistir algunos minutos más sin dormirse.—Pero te advierto, amigo mío... ¿lo entiendes?... te advierto que... no estoy borracho...

—Ya lo veo.

—Es que... ¿lo entiendes, Antonio?

—Sí, vamos...

—¿Y... quién paga?

—¿No ’o has visto?

—Pero...

—Ya está pagado.

—No es lo convenido...

—Como no te has opuesto...

—Pero mañana... ¿lo entiendes?... mañana...

—Vamos, Juan.

Salieron de la taberna y ambos respiraron con avidez el aire húmedo y frío que corria.

—Mañana,—dijo Antonio,—me dirás el día en que he de ver a tu señora.

—Sí.

—Adviértele que no puede perderse el tiempo.

—No se perderá.

Apretáronse las manos y se separaron.

—¡Oh!—exclamó Antonio, dirigiéndose a la plazuela de Santa Cruz.—¡Si supiera quién soy!...

Detúvose como si le faltase el aliento, se pasó las manos por la frente, y añadio:

—¡Tengo el infierno en el pecho!... ¡Estoy loco!

Capítulo XIII.
Explicaciones.

El frío y el movimiento despejaron la cabeza del sirviente, y gracias a esta circunstancia, pudo entrar en explicación es, cuando se presentó a su dolorida señora.

Esta aguardaba a su fiel criado con el afán y el temor consiguientes a su apurada situación. La infeliz había contado los instantes como el que cuenta los que le quedan de vida.

Entre esperanzas y temores, a solas en un aposento unas veces, derramando lágrimás de intenso dolor otras, exaltada por la fiebre que desde aquella tarde abrasaba su pecho y trastornaba su razón, había sufrido horriblemente.

Reinaba en toda la casa el silencio más profundo.

La rojiza luz de un belón iluminaba débilmente la habitación de Andrea, cuyo rostro pálido y desfigurado daba claras muestras de su pesar.

Eran las diez cuando Juan llegó.

—¿Lo has visto?—le preguntó vivamente la joven abriendo sus melancólicos ojos y fijando en el sirviente una angustiosa mirada.

—Sí, señora,—respondio el sirviente con su calma habitual:—acabo de separarme de él, y...

—Explícate... ¡Oh!... No sabes con cuánta ansiedad te he esperado.

—No he podido acabar antes, señorita: para hacer hablar a mi amigo...

—¿Te ha dicho al fin?...

—Nada.

—¡Nada!—repitió Andrea con sorda voz.

—Se empeña en callar sobre los medios con que cuenta para salvaros...

—¿Pero el papel que trajo la vieja?...

—Eso es otra cosa: mi amigo no dice claramente que lo haya escrito su amo, pero tampoco lo niega.

—¡Ah!...

—Y además, me ha hablado de la vieja que se fingia mendiga...

—No debe dudarse.

—Y asegura que don Juan se irá a Lisboa, y se casará allí...

—¡Dios mío!—exclamó Andrea con acento desgarrador.

—Sin embargo,—repuso Juan,—no hay que apurarse por eso: mi amigo Antonio asegura y jura que puede libraros de los males que os amenazan.

—¿Cómo puede ser eso, si es cierto que se casa don Juan?

—No lo entiendo,—dijo el sirviente encogiéndose de hombros.—En eso consiste el secreto...

—Ese hombre te engaña...

—¿Con qué fin?...

—Querrá dinero...

—No lo acepta.

—¿Entonces?...

—Me ha dicho que no busca más recompensa que la satisfacción que ha de causarle el poner a salvo vuestra honra y dar un nombre a vuestro hijo.

—Pero los medios...

—A vos, señorita; sólo a vos quiere confiar el secreto...

—Andrea dejó caer la cabeza entre las manos, y meditó algunos instantes.

—¿Crees,—preguntó luego,—que tu amigo es un hombre tan generoso?

—Yo lo tengo por bueno...

—Pero tanto desinterés...

—Le sucede lo mismo que a mí.

—Es verdad, tú también eres pobre, y sin embargo, no te mueve a hacer bien la esperanza de la recompensa, sino tu buen corazón... Estoy decidida: veré a tu amigo...

—Eso quiere él: con esa condición se compromete a ayudaros.

—¿Hace mucho tiempo que tú le conoces?

Juan, que no esperaba esta pregunta, vaciló, y después de rascarse la frente, como si así llamáse a la memoria, dijo:

—Hace... como... seis meses...

—¿Y el nombre de su amo?

—¡Oh!... nunca ha querido decírmelo.

—Tanta reserva...

—Es muy discreto, muy prudente y...

—Juan, la conducta de ese hombre es misteriosa, y tengo miedo.

—Es carácter, señorita: tiene un genio muy raro; pero es leal, buen amigo. Verdad es que algunas veces dice cosas que lo dejan a uno con la boca abierta; pero yo creo que son palabrotas que aprende de su señor.

—Tanto empeño en verme; tanta seguridad en sus promesas y tanto cuidado en ocultar sus planes...

—¿Qué perdereis por escucharlo?

—¡Oh!...

—Por mi parte haced lo que os plazca.

—¿Qué le has dicho?

—Que le contestaré...

—Bien,—replicó Andrea con resolución;—lo recibiré mañana si se confirman mis sospechas.

—Además,—repaso el sirviente,—es preciso que sepaís que otra persona os vigila...

—¿Quién?—preguntó vivamente la joven.

—Un fraile.

—¡Juan!...

—Es decir, un donado, carmelita...

—Pero...

—¿No lo visteis esta mañana?

—A nadie vi...

—Pues nos siguió hasta la iglesia, y después hasta dejarnos en casa.

—Nada me has dicho...

—Porque nada advertí; pero esta noche me lo ha dicho mi amigo Antonio.

—Y ¿cómo lo sabe él?

—Lo sabe,—respondio el sirviente volviendo a vacilar,—lo sabe... porque... En fin, es otro secreto suyo.

—Ese amigo desconocido de don Juan, su misterioso criado, la vieja, el religioso... ¡Oh!—murmuró la pobre Andrea, oprimiéndose las sienes.—Parece que soy objeto de algúna intriga horrible... ¿Qué significa todo eso?... ¡Dios mío!... Acabarán por trastornar mi razón.

El sirviente no se atrevio a decir más, porque veía que sus explicación es no servían sino para confundir a su señora y atormentarla.

Tampoco se atrevio Andrea a preguntar más: empezaba a sospechar una cosa horrible, que su deshonra era pública, y no queria convencerse de ello.

La razón más firme se hubiera trastornado en semejante situación.

Lo que sucedía era en extremo sencillo; pero como la joven ignoraba los proyectos de Antonio, creía en la existencia del amo de este, y con impenetrable misterio veía aparecer desconocidos personajes; no acertaba á comprender más, sino que ella era el blanco de una tenebrosa intriga, cuyo fin no podía ser bueno, puesto que tan cuidadosamente se ocultaba.

¿había tenido la desgracia de interesar con su belleza a alguno de esos hombres ricos y de costumbres desenfrenadas, y se le tendía un lazo?

¿Era todo obra de don Juan para romper sus compromisos?

Andrea no acertaba a responderse a estas preguntas.

Aumentábase su confusion cuanto más meditaba.

Lo único que encontraba indudable, horriblemente claro y cierto era la mudanza de don Juan, y el que su falta fuese conocida al menos por una o dos personas, según lo probaba el papel llevado por la vieja y cuanto había dicho Antonio al sirviente.

Largo rato permaneció la joven con el rostro oculto entre las manos, entregada a sus desconsoladores y sombríos pensamientos.

Juan, que temía nuevas explicación es, y sentia la necesidad de dormir, siquiera fuese sentado, hasta que llegase la hora de abrir la puerta al amante, retrocedio un paso, luego otro, y como nada le dijese su señora, siguió andando hacia atrás hasta encontrarse fuera del aposento.

Andrea no varió de postura.

Estaba demásiado preocupada para advertir lo que pasaba a su alrededor, mucho menos la silenciosa retirada del sirviente.

Así pasó cerca de una hora.

En la calle sonaron pisadas y una tos bastante conocida.

Petra interrumpió el sueño profundo de Juan, que, sentado en una silla, roncaba descuidadamente.

—Despierta, animal,—le dijo.

—¿Qué quieres?—preguntó el criado, restregándose los ojos.—¿No me dejarás sosegar? Ya te he dicho que ahora no puedo explicarte nada...

—Ni quiero.

—Entonces...

—Ahí está don Juan.

—¡Ah!...

—Levántate...

—Voy corriendo...

—¡Maldito vino!

—¡Pícara lengua!

Pocos minutos después entraba don Juan en el gabinete de Andrea.

El rostro del mancebo estaba contraído y pálido como nunca.

Su mirada pareció fijarse con miedo en la desdichada joven.

Los azules ojos de esta brillaron con el ardor de la fiebre, y examinaron con indecible afán el semblante anublado del caballero.

Hubo algunos momentos de vacilación, de silencio verdaderamente embarazoso para ambos.

Quizás por primera vez en su vida se había sentido don Juan turbado delante de una mujer.

Andrea se oprimió el pecho y ahogó un doloroso suspiro.

Su hermosa frente se contrajo más de lo que estaba.

había comprendido que su perdicion era cierta.

En aquel momento su espíritu elevado y fuerte, sus nobles instintos se rebelaron contra toda idea de humillación.

Ya que todo se perdiese, queria salvar al menos la dignidad.

¿Podría conseguirlo?

Cuando agotase sus fuerzas la mujer, apelaría la madre a todo para salvar a su hijo.

Esto no lo sospechaba Andrea.

Iba a pedir explicación es, y era probable que las obtuviese; pero cuando de las explicación es pasase a las reclamaciones encontraria todas las dificultades que aún no había tocado en su crítica situación.

Ardientes protestas de amor podían salir de los labios de don Juan; pero no formales promesas que disipasen las dudas y los temores de Andrea.

Al fin el noble doncel procuró sonreír con dulzura, y mientras dejaba en una silla la capa y el sombrero y se sentaba cerca de la joven, pronunció algunas frases lisonjeras, de estudíada galántería, recibiendo en contestacion algunas palabras vagas que ningún significado tenian.

Como no podía dejar de suceder, la conversación se interrumpió, porque él no sabía cómo expresar lo que tenía que decir, ni ella acertaba a preguntar lo que deseaba saber.

Para poner en el mayor apuro a don Juan y colocarse en un terreno ventajoso, Andrea no tenía que hacer más que hablar de cosas indiferentes; pero no estaba su cabeza para formar plan alguno, ni creía tampoco que su amante hubiese ido para tratar de lo que otras veces ni mencionar queria.

La infeliz joven hizo, pues, todo lo contrario de lo que le convenia, y fijando en don Juan una severa mirada, dijo con acento breve:

—Don Juan, es preciso que me escucheis, que os expliquéis, que yo sepa lo que debo esperar, que de una vez, en fin, se resuelva esta situación...

—De una vez,—interrumpió el mancebo sin manifestar sorpresa,—de una vez ha de resolverse, así lo deseo, porque es demásiado violenta, demásiado comprometida para mi. '

—¡Para vos!—murmuró con amargura Andrea.

—¿Lo dudais?

—¿Y para mí, caballero?

—Os he hablado con franqueza, y conocéis mis intenciónes tan bien como yo.

—No basta.

—Lo sé, queréis mucho más, exigís lo que es un imposible ahora...

—Don Juan...

—Sí, un imposible ahora y...

—¿Y después?—preguntó afánosamente Andrea.

—después... si logro vencer todas las dificultades con que lucho...

—¡Ah!—exclamó la joven arrebatadamente.—Me engañais, don Juan...

—¡Andrea!...

—Sin duda al entrar aquí os olvidais de quién sois, de lo que me debeis, de lo que os debeis a vos...

—Señora,—replicó enérgicamente el mancebo,—yo jamás me olvido de mi hidalguía...

—¡Hidalgo el que engaña, el que hiere al débil, al indefenso!... ¡ Oh!...

—Me ofendeis...

—Os acuso...

—Basta, señora,—interrumpió vivamente el doncel.—¿No teníais otra cosa que decirme?

—Antes de blasonar de noble y caballero,—repuso Andrea con creciente exaltación,—debierais consultar vuestra conciencia, preguntaros si con las pruebas de vuestro proceder podían haceros doblar la frente que tan alta levantais para hablar de vuestra hidalguía.

—¿Sabeis lo que decís?

—Que me engañais villanamente.

—¡Doña Andrea!

—Don Juan, vais a partir para Lisboa...

—¡Ah!

—Vais a casaros... ¡Decid que sois caballero!

El mancebo no acertó a responder en algunos instantes.

Fijó en la joven una mirada de sorpresa, y sus mejillas se tiñeron por un momento de púrpura.

—¡Que me voy a Portugal!—murmuró al fin.

—¿Os atrevereis a negarlo?

—No... pero... un viaje no es un crimen...

—¿Y vuestro casamiento?

—Es... es un proyecto de mi madre... pero nada más que un proyecto...

—¡Ah!—exclamó Andrea con acento desgarrador.—¡Estoy perdida!...

—Señora...

—No era un lazo que se me tendía; no es la mentira de un enemigo, es la advertencia de un amigo oculto, leal y desinteresado...

—¿Qué estáis diciendo?

—No me engañaban; era verdad...

—¿De quién habíais? ¿Quién os ha dado esas noticias?

—Ya lo veis, don Juan; vuestro proceder es indigno de un hombre honrado...

—Pero...

—Me abandonais y...

—Calmaos.

—¡Que me tranquilice!—replicó la joven con febril acento.—¿Y mi honra, mi hijo, mi madre?...

—No os he abandonado aún,—dijo el caballero, a quien empezaba a faltarle el valor;—todavía...

—¿No partiréis?

—Sí; pero...

—¿Y mi honor; qué habéis hecho de mi honor? decid.

—Para el mundo...

—Está manchado.

—Es un secreto.

—¡Un secreto!—exclamó Andrea con amargura.

Y mientras dejaba escapar una carcajada nerviosa, sacó de su agitado seno el papel escrito por Martín y lo arrojó a don Juan, diciéndole:

—Ved si el secreto está bien guardado.

El mancebo fijó en el escrito su sombría mirada, y estrujando luégo el papel entre sus dedos con toda la fuerza de su reconcentrada ira, exclamó:

—¡Oh!... ¿Quién es, decid, el villano miserable que ha hecho esto?

—¡Villano!—repuso Andrea con ironía.—¡Villano miserable quien advierte el peligro, quien presta generosa ayuda al débil!...

—Quien oculta su nombre no es bien nacido.

—Ocultarlo para hacer bien, es noble; así como dar el nombre y el rostro para hacer mal, es, no sólo villanía, sino repugnante cinismo.

—Señora, me hareis perder la razón...

—Yo he perdido más...

—¿Quién os ha dado este papel?

—Una persona a quien no conozco, una anciana, una mendiga a quien socorrí...

—¿Cuándo?

—Esta tarde... ¿Pero qué importa todo eso?

—Quiero averiguar...

—¿Es o no verdad lo que se me dice?

—Tranquilizaos un poco,—repuso el doncel, limpiándose el sudor que empezaba a correr por su frente;—yo también procuraré dominarme; es preciso discurrir con calma si hemos de adelantar algo. Esos que vos llamais vuestros amigos ocultos, son mis enemigos alevosos.

—¿No son los mismos nuestros intereses?

—Sí.

—Entonces no pueden ser enemigos vuestros mis amigos, no son para vos traídores los que me favorecen.

—Los que me acusan...

—No tal,—interrumpió Andrea,—no os acusan; me advierten...

—Bien, bien, como os plazca; pero en todo caso, preciso es aclarar...

—¿queréis saber quién ha escrito este papel?

—Sí.

—Un amigo vuestro a quien habéis confiado el secreto de nuestros amores.

—A nadie he hablado de vos.

—¿estáis seguro de que la memoria no os es infiel?

—Os lo juro, Andrea; lo juro por mi fe de caballero; por Dios, por la inocente criatura que se abriga en vuestras entrañas...

—Don Juan...

—Por mi madre, por mi alma,—repuso el doncel con solemne acento.

—¡Oh!....

—Una prueba, señora, una prueba...

—El criado de vuestro amigo dice que ha escuchado vuestras conversaciónes, y así debe ser, porque ha referido a Juan hasta lo que éste no sabía...

—¿Quién es ese hombre?

—Lo ignoro.

—Pero su criado...

—Me ofrece la salvación, y nada más...

—Miente.

—Don Juan...

—Miente como un miserable; os engañan, sabe Dios con qué fin...

—No me engañan, puesto que me dicen la verdad.

El caballero estaba tan aturdido como Andrea.

Levantóse, paseó agitado de un extremo a otro de la habitación.

Meditó, puso en verdadera tortura su imaginación acalorada, y pensó en cuantas personas conocía y podían tener más o menos interés en su casamiento.

Empero nada consiguió.

Su madre no podía tener parte en aquella intriga, cuyo fin aparente era favorecer a Andrea.

Esta esperaba con ansiedad.

Su mirada afánosa seguia todos los movimientos del doncel, observaba todos sus gestos, y parecía querer penetrar hasta el alma para averiguar lo que en ella sucedía.

Hubieran podido contarse las palpitaciones del corazón de la infeliz.

Un temblor convulsivo agitaba sus miembros.

Su frente parecía abrasarse por la calentura.

—Esto es horrible,—dijo al fin don Juan con voz sombría.

Y sentándose otra vez, añadio:

—Preciso es que yo sepa quién es ese miserable impostor que se llama mi amigo.

—Su criado lo oculta...

—Pero ese criado...

—¿queréis verlo?

—Sí.

—Mañana a esta hora lo encontraréis aquí.

—¡Mañana!—murmuró el doncel, pensando que aquella madrugada debía salir de Madrid.

—¿Os parece largo el plazo?

—Sí.

—antes es imposible: Juan no sabe dónde vive, y no lo verá hasta la noche...

—Es tarde.

—Sufrid un día más como yo.

—Imposible.

—¿Por qué?

—Mañana a la noche,—repuso don Juan después de vacilar algunos instantes,—estaré lejos de Madrid.

Andrea no pudo contener un grito desgarrador.

—¡Mañana!—exclamó.

—Sí,—dijo resueltamente el caballero,—mañana... dentro de seis horas partiré...

—¡Dios mío!...

—Pero... volveré... así lo espero...

—No,—replicó la joven,—no partiréis, esperareis un día...

—Es imposible...

—Un solo día, don Juan; un solo día por mi honra, por vuestro hijo...

—Mi madre...

—Vuestro hijo...

—La reina, sabedlo de una vez, me ha mandado salir hoy para Lisboa...

—¿Qué importa la reina, ni vuestra madre, ni consideracion algúna, ante deberes sagrados que os sujetan aquí? Nada os pido más que el cumplimiento de vuestras promesas, de vuestros juramentos...

—Basta,—interrumpió don Juan, volviendo a levantarse;—basta... ¡Oh!... Es imposible, imposible... Os juro que lucharé hasta el último instante, que haré todos los sacrificios; pero debo partir dentro de seis horas, y partiré.

Andrea no pudo resistir más.

Acabó la falsa energía que le había comunicado la fiebre.

La mujer había agolado sus fuerzas.

Ya no quedaba más que la madre, que queria a toda costa salvar a su hijo aunque hubiese de humillarse suplicando.

Ambos callaron algunos instantes, como si quisiesen recobrar el aliento para proseguir la lucha.

Don Juan recorrió la estancia como el tigre su prision.

Sus ojos brillaban como dos luciérnagas.

—Es preciso que lo sepáis,—dijo al fin:—mi madre y la reina han contraído un compromiso formal, y me exigen el sacrificio de mi corazón; pero aún no me he casado, hay que vencer algunas dificultades, y por consiguiente, no debeis todavía entregaros a esa loca desesperación. En cuanto a mi viaje, es otra cosa, no puedo evitarlo, solamente he conseguido, Dios sabe a costa de qué, dilatarlo hasta mañana para tener tiempo de despedirme de vos, de rogaros que confieis en mi cariño, y de juraros que si sucede la desgracia que yo temo tanto como vos, no será por haber dejado de hacer todo género de sacrificios.

—¡Por vuestro hijo, don Juan, por vuestro hijo!—exclamó Andrea extendiendo los brazos con suplicante ademan.

—Me atormentáis...

—¡Mi honra!...

—Callad... me desgarrais el alma...

—Suspended vuestro viaje...

—Imposible.

—Un solo día...

—Ni una hora.

—¡En nombre de Dios!—exclamó la joven, cuyos ojos dejaron al fin escapar dos raudales de lágrimás.

—Dejadme,—murmuró el doncel, con voz ahogada por la emoción y sin atreverse a mirar a Andrea.

Esta se puso de pie, y acercándose a su amante, le asíó de un brazo, diciendo:

—No, no saldreis sin prometerme que volvereis mañana...

—¡Oh!...

—Mañana vereis a ese hombre, le obligareis a explicarse...

—Os tienden un lazo...

—Pero ya que no se remedie mi desgracia, conoceré a mis amigos y a mis enemigos; se aclarará el misterio con que se rodea ese hombre, el que encubre a la fingida mendiga, el que hace incomprensible la presencia de un fraile, que espía mis acciones...

—¡Un fraile!—interrumpió vivamente don Juan.—¡Un fraile!... Explicaos...

—Sí un carmelita que esta mañana me siguió a la iglesia.

—¡Ahora lo comprendo todo!...

[]

No—dijo.—Andrea con el acento de una loca.

—¿Qué decís?... Don Juan, hablad...

—¿A qué hora salisteis?

—A las doce...

—¡Oh!...

En aquel instante se oyó una voz destemplada y estridente, que gritaba:

—¡Andrea, Andrea!

—¡Mi madre!...

—¡Vuestra madre!... Corred.

—Esperadme...

—No,—replicó don Juan, dando un paso hacia la puerta.

—¡Deteneos!—exclamó la joven, cayendo de rodillas; pero sin soltar el brazo de su amante.

Este intentó desasírse y salir.

—No,—dijo Andrea con acento de una loca,—no saldreis sin arrastrarme.

Y sus azules ojos, extremadamente abiertos, relumbrantes como dos luces fosfóricas, clavaban en don Juan una mirada de desgarradora súplica.

La frente del mancebo, pálida y contraida, estaba inundada de frío sudor.

Su respiración era trabajosa y desigual.

Su corazón palpitaba como si fuese a romperse en cien pedazos.

No sufría menos que Andrea.

No era un hombre depravado, ya lo hemos dicho, y en aquel momento le faltaba el valor para abandonar a la infeliz que todo se lo había sacrificado.

—Ya que no un día,—decía la desdichada,—una hora siquiera... ¡cinco minutos!...

—¡Andrea, Andrea!—volvió a gritar doña Luisa con más fuerza.

—Vuestra madre...

—Esperad... es la última súplica.

—¡Dios mío!—murmuró el doncel con voz ahogada.

—¡Por vuestro hijo!...

—¡Oh!...

—¡Por mi honra!... ¡Por caridad!...

—¡Andrea!—gritó la anciana con acento de ira.—¡Andrea, Andrea!

Juan entró precipitadamente en la habitación.

—Que llama la señora,—dijo.

La infeliz joven, aunque sin pensar lo que hacía, impulsada por un sentimiento instintivo de dignidad, se levantó para que su criado no la viese en la humillante posicion en que se encontraba.

Don Juan aprovechó aquellos instantes, y tomando su capa y sombrero, exclamó:

—¡adiós!...

—¡El adiós postrero, eterno!—murmuró Andrea, apoyándose en un hombro de su fiel criado.

El noble mancebo, sin poder apenas respirar, trastornado, loco, salió del gabinete.

Petra acudio también, y al ver el rostro pálido y desfigurado de Andrea, dijo:

—¡Dios mío!... ¿Qué os sucede, señorita?

Y corrió a sostener a la joven, que estaba próxima a desfallecer.

El criado salió entonces para abrir la puerta de la calle a don Juan.

Seguia doña Luisa gritando cada vez con más fuerza y mayor ira.

La desdichada Andrea se oprimió el pecho, exhaló un penoso suspiro, hizo un esfuerzo sobrenatural, y levantando al cielo los ojos, exclamó:

—¡compasíón, Dios mío!

Luego se desprendio de los brazos de Petra, y con vacilantes pasos salió del aposento para ir a ver a su madre.

Tenemos que hablar de la entrevista de Andrea con su madre y de lo que hizo don Juan, y como ambas cosas no podemos referirlas a la vez, nos permitirá el lector que sigamos a la joven y dejemos al doncel bajar la escalera, para encontrarlo después en la calle.

Vuélvase, pues, la hoja.

Capítulo XIV.
La madre y la hija.

En cualquier otra ocasíón y en iguales circunstancias, doña Luisa hubiera prorumpido en quejas y agrias reconvenciones, porque había llamado muchas veces sin que nadie le respondiera y acudiera; pero aquella noche, sin que podamos decir por qué, recibió a su hija con dulzura, dilatándose, al verla, su pálido y demacrado rostro.

La anciana se encontraba en su lecho.

El dormitorio estaba casí a oscuras, porque delante de la débil luz de una lamparilla que ardía sobre una mesa en un rincón, había una pantalla que impedía que se esparciesen los rojizos rayos.

Esta circunstancia favoreció a la joven, porque era imposible ver su palidez, ni las señales del llanto en su desfigurado rostro.

—perdónadme, madre mía,—dijo al entrar y acercándose al lecho:—no he venido en seguida porque...

—Siéntate, hija mía,—interrumpió la anciana con dulzura.—No me oistes ¿es verdad?

—No, señora,—respondio la joven, sorprendida por el tono cariñoso de su madre.

—Desperté,—repuso doña Luisa.—me pareció oír ruido de voces, y te he llamado para preguntarte lo que sucedía, aunque presumo que Petra o Juan...

—Ambos y ningúno,—respondio Andrea, procurando disimular su agitación.

—¿Qué han hecho?

—Siento disgustaros, y...

—No, hija mía; una torpeza más o menos, no puede ser otra cosa, porque ellos son buenos, leales...

—Sí, una torpeza, un descuido...

—¿Han roto?...

—Han perdido, es decir, no se encuentra hasta ahora una cuchara....

—Descuida.

—Son las únicas alhajas que poseemos, un recuerdo de mi buen padre...

—Ya se encontrará, hija mía; Juan y Petra son fieles, y la cuchara no puede estar perdida.

Andrea miró con mayor sorpresa a su madre.

¿Qué significaba aquel cambio en la anciana?

Era inexplicable.

—Mucho te has incomodado,—añadio doña Luisa cogiendo una mano de la joven:—tiemblas...

—Ya estoy tranquila.

—Todo se arreglará.

—Si, pero...

—Además es preciso disimular algo, perdónar una torpeza sin intención a los que nos aman. El día que yo te deje para siempre, que está cercano...

—No hableis de eso,—interrumpió la joven.

—¿Por qué? mi enfermedad se agrava, mis años son muchos...

—Madre mía...

—Si te hago sufrir...

—Es tarde, os conviene reposar...

—Bien, dormiré; pero queria decirte que debes disimulará nuestros antiguos criados algunas de sus faltas, porque todos las cometemos. Además, son leales, nos aman, y sus servicios pueden serte muy útiles. Cuando yo deje el mundo, ni parientes, ni amigos le quedarán, y en tu soledad, pobre y sin experiencia, esos servidores fieles no te abandonarán, y serán para tí verdaderos protectores. Mis esperanzas de vida...

—Mi querida madre,—interrumpió la joven, que queria terminar la conversación, porque sus fuerzas menguaban por momentos,—¿os sentís peor?

—No,—respondio la anciana.

—Como no pensais más que en la muerte...

—¿En qué ha de pensar un viejo enfermo? No estoy peor, Andrea; pero siento una cosa que no acierto a explicar, y... lo único que puedo decirte es que esta noche me parece que te quiero más que nunca.

Y la anciana fijó una mirada tan tierna en su hija, que ésta sintió una conmocion profunda, y no pudo contener algunas lágrimás que brotaron de sus ojos.

—¿Por qué lloras, hija mía?—preguntó con dulce acento la enferma.

—Vuestras ideas son tan tristes...

—Ha de llegar el momento terrible, y debemos esperarlo con resignación. La idea de la muerte no me espanta sino por ti, que has de quedarte sola; pero en cambio de ese pesar, tengo la consoladora esperanza de que el esposo que te ofrece la fortuna, te hará feliz.

Andrea se estremeció ligeramente y no acertó a responder.

—Don Juan,—prosiguió la anciana,—sabrá apreciar tu virtud...

—Hablais más de lo que conviene a vuestra salud.

—No importa.

—Es muy tarde.

—Déjame disfrutar de estos momentos... ¡Te encuentro tan hermosa esta noche!—dijo la anciana can toda la ternura y el orgullo de una madre, y oprimiendo contra su pecho la mano de su hija.—¡Dios te bendiga!... ¡Bendita seas!... Me has hecho feliz con tu cariño y tu virtud... Acercate, hija mía, acercate...

La joven inclinó la cabeza.

Apenas podía respirar.

Las últimás palabras de doña Luisa habían producido en su alma una conmocion tierna y dolorosa a la vez, que nunca había sentido.

Los labios secos y fríos de la anciana estamparon un beso en la abrasada frente de su hija.

Esta permaneció inmóvil, y sus lágrimás ardientes cayeron sobre el pecho agitado de su madre.

Transcurrieron algunos segúndos de silencio solemne.

—¡Madre mía!—murmuró la infeliz joven como si una dura mano le oprimiese la garganta.

—¡Hija mía, hija mía!...

—¡Madre mía, yo quisiera morir con vos!... ¡Ah!...

—¡Morir conmigo!—dijo la enferma, cuyos ojos se habían humedecido.—¡Morir conmigo cuando tan pocos días me restan de vida!...

—¿Qué me espera sola en el mundo?

—Goces, felicidad...

—Sufrimientos, llanto...

—El sepulcro es negro...

—La orfandad es triste, dolorosa, horrible...

—No para ti, hija mía, que eres amada por un corazón noble... ¡Ah! Dios ha querido compensar en mis últimás horas mis amarguras de muchos años, y espiraré sonriendo como ahora, porque le dejo en el camino de la dicha.

No sospechaba la anciana que sus palabras, en vez de un bálsamo consolador, eran un puñal que desgarraba el alma de su pobre hija.

La dolorida joven seguia vertiendo lágrimás; y a pesar del estado en que se encontraba, agotadas sus fuerzas, y trastornada su razón, no podía separarse de su madre en aquellos momentos solemnes, en que recibía bendiciónes y caricias en vez de las acusaciones y castigo que merecía por su grave falta.

Nunca como entonces comprendio Andrea todo lo horrible de su situación.

La anciana se consideraba feliz en su agonía, porque dejaba a su hija virtuosa y amada.

¡Cuánto debía sufrir la desdichada madre el día que se desvaneciese su ilusión, y enseñándole la realidad, viese la deshonra de su hija y el criminal proceder de don Juan!

Entonces, las amarguras de muchos años, que esperaba ver compensadas con un momento de suprema felicidad, las vena concluir con penosas horas de una espantosa agonía.

Esto, solamente Andrea lo podía comprender, y es imposible explicar lo que padecía.

Además, se aumentaba el intenso dolor de la joven con el cambio que advertía en su madre.

parecía que ésta presentía su cercano fin, y hacía el último esfuerzo de amor maternal.

Tal vez no se equivocaba.

La fría razón de un extraño hubiera juzgado quizás que la muerte de doña Luisa era, como vulgarmente se dice, una desgracia con fortuna para la joven.

Empero, ésta consideraba la muerte de su madre como la mayor desgracia.

después de un largo intervalo de silencio, durante el cual solamente los sollozos de la hija y los besos de la madre sonaron en la estancia, hizo Andrea un esfuerzo, recordó nuevamente la hora que era, y manifestó deseos de descansar.

—Sí, sí—dijo la anciana;—te estoy robando el sueño...

—Nada importa por mi; pero vos...

—también dormiré... y soñaré contigo... ¡Ah!... Otro beso... adiós...

Andrea no pudo responder.

El adiós de su madre había sonado en sus oídos como una despedida eterna.

En el transcurso de medía hora le habían dicho adiós, quizás para siempre, los dos séres más queridos, las dos únicas afecciones de su alma.

Era demásiado sufrir.

Cuando entró en su dormitorio, pálida, desfigurada, vacilante, se dejó caer pesadamente en el lecho y quedó inmóvil.

Un gemido leve se escapó de sus labios.

CAPÍTULO XV.
Lo que hizo don Juan cuando salió de casa de Andrea.

Como si huyese de un enemigo, don Juan bajó precipitadamente la escalera.

—¡Me ahogo!—exclamó.

Y aspiró con avidez el aire húmedo y frío que soplaba aquella noche, y sus ojos relumbraron en la oscuridad como los de un tigre.

Por algunos instantes contempló la silenciosa morada donde acababa de dejar la desgracia, los más horribles sufrimientos y el llanto, y con voz trémula murmuró:

—¡adiós!... ¡adiós para siempre!... ¡Pobre Andrea!... Hoy he comprendido cuánto vale; hasta hoy no ha respondido mi corazón a un sentimiento que siempre desconocí... ¡Ya es tarde!... Aquí dejo una felicidad que nunca comprendí... Pero cumpliré mi última promesa, haré el postrer esfuerzo... ¡Oh!...

El mancebo se interrumpió, pareció meditar, y después de algunos momentos, dijo:

—Sí todo es obra del fraile... ¿Lo impulsa un sentimiento noble, o sólo el deseo de desbaratar los planes de mi madre y de la reina?... No es fácil adivinarlo; pero sea cual fuere el móvil de su conducta, quiero verlo, necesito explicación es... ¡Y no puedo disponer más que de algunas horas!... No importa, lo intentaré: iré al convento, llamaré a todas sus puertas, alguien me responderá, y... entonces veré el medio de conseguir entrar, aunque tenga que valerme de una mentira.

El mancebo miró otra vez los balcones de la casa de Andrea; un sordo gemido se escapó de su pecho agitado, y se alejó rápidamente, maldiciendo su mala ventura, como si él no fuese la causa de sus propios males.

Del hueco de una puerta salió entonces un hombre, miró a un extremo de la calle, y tomando el mismo camino que don Juan, dijo con calma:

—Bien: ahora sí que no entiendo este enredo... No ha venido el otro, y don Juan sale desesperado; habla de un fraile y dice que ahora va al convento... No hay duda que el fraile es mi señor, y por consiguiente, no necesito correr, porque encontraré al loco mancebo llamando a una y otra puerta, sin que nadie le responda, y entonces veremos lo que conviene hacer.

Don Juan había desaparecido ya.

Martín, después de escuchar y convencerse de que nadie se acercaba, sacó la linterna sorda que bajo la capa llevaba oculta, abrióla y siguió tranquilamente, meditando lo que debería hacer cuando encontrase al galán en los alrededores o a las puertas del convento.

No encontró el buen donado alma viviente en el camino.

El ruido de sus pasos era el único que interrumpía el silencio de las solitarias calles, y la luz de su linterna se esparcía trabajosamente entre las tinieblas de aquella noche.

Aunque Martín era tardío en adoptar resoluciónes, como el camino que tuvo que andar era largo, sobróle tiempo para pensar y decidir.

—Bien,—dijo cuando llegaba a la calle de Alcalá,—no encuentro inconveniente en que don Juan cumpla su deseo de ver a mi señor; pero tampoco debo ofrecérselo de buenas a primeras, ni dejarle comprender que busco la ocasíón de que lo solicite.

Miró a todos lados a favor de la linterna, y a nadie vio.

—¿Habrá variado de propósito?—se preguntó.

Y siguió hasta encontrarse en la calle del Barquillo.

Allí la rojiza luz de la linterna dio de lleno en un bullo que estaba inmóvil junto a la puertecilla por donde el donado había de entrar.

Martín siguió andando tranquilamente, pero cuando estuvo a corta distancia del embozado, éste, subiendo más el embozo y dejando ver la reluciente punía de su espada, dijo con acento breve:

—Al otro lado o atrás.

El donado se detuvo, enseñó también la hoja de su estoque, aunque sin levantar el brazo, y respondio con su tranquilidad habitual:

—Ni atrás, ni al otro lado.

—¡Atrás, vive Dios!

—¿Es que no queréis que pase adelante?

—No.

—Entonces,—repuso Martín con calma,—me quedaré donde estoy, y así de os disgustaré.

—¿Os burláis?—preguntó don Juan con iracundo acento.

—En mí vida me he tomado el trabajo infructuoso de burlarme de nadie.

—Entonces...

—Es que no quiero moverme de aquí.

—Sois tenaz...

—No lo niego: me llaman testarudo y creo que tienen razón'

—Pues sabed que mi paciencia se acaba muy pronto.

—La que a mí me sobra suplirá la que a vos os falta.

—Acabemos.

—¿Para qué habéis principiado?

—Me estorbáis...

—Y vos a mi.

—Siendo así,—replicó arrebatadamente el caballero, dando un paso hacia Martín,—el acero decidirá quién ha de quedarse.

—Más calma, señor don Juan,—dijo el donado.

Al oír su nombre el caballero no pudo contener una exclamación de sorpresa; pero reponiéndose al punto, replicó.

—Os equivocáis...

—Puede ser.

—Ni me conocéis, ni os diré quién soy.

—No os lo pregunto.

—Lo que importa es ver quién queda dueño de este sitio: y si buscáis excusas para ganar tiempo...

—No me asusta vuestra espada,—replicó el sirviente;—pero no quiero batirme porque no sois enemigo mío.

—Pues retroceded o apartaos...

—¿Y lo que he de hacer aquí?

—Yo también tengo que hacer, y no quiero testigos.

—Os diré dos palabras, señor don Juan...

—¿Otra vez?

—¿Qué os importa que os dé ese nombre, si por eso no dejareis de ser quien quiera que seáis?

—Sed breve.

—Digo, señor don Juan, que vengo a mi casa; y no se comprende que un hombre tan razónable como vos me estorbe el paso. ¿No queréis testigos? pues dejadme seguir y pronto estareis solo.

Ni el caballero pudo comprender cómo había sido conocido, ni cuál era la casa del hombre de la linterna, puesto que allí no había más que el convento.

Noche era aquella de sorpresas y misterios.

El galán había salido aturdido y confuso de casa de Andrea, y su aturdimiento y confusion se aumentaron con la aparición y palabras de Martín.

No eran ya cuchilladas lo que convenia para terminar la extraña aventura, sino explicación es que diesen a conocer la relación que pudiera haber entre unos y otros sucesos, entre unos y otros personajes..

—Las pocas horas que he de estar en Madrid,—dijo para sí don Juan,—debo aprovecharlas.

Y convencido de que la espada era en aquellos momentos un estorbo, la envainó, y cambiando de tono dijo a Martín:

—Puesto que mostrais el propósito de no batiros, y apelais a la razón, daré por algunos momentos tregua al enojo que me ha causado vuestro impertinente empeño, y os convenceré de que no conseguireis conocerme ni averiguar mis intenciónes, porque teneis poca habilidad para mentir ni engañarme.

—¡Mentir!

—Ante todo ocultad esa luz.

—La ocultaré,—respondio el sirviente, haciéndolo como lo decía.—Ahora, si no lo llevais a mal, decidme en qué consiste mi engaño...

—Vuestra torpeza.

—Me es igual, no tengo amor propio.

—Decís que vais a vuestra casa...

—Sí.

—Entonces ¿por qué no echais por el otro lado de la calle?—Porque me alejaría de mi vivienda.

—No comprendo cómo pueda ser así.

—Ni podeis comprenderlo sin saber adónde me dirijo.

—Aquí no hay más que el convento.

—Pues precisamente en el convento he de entrar. ¿Lo entendeis ahora?

—¡Ah!—exclamó don Juan sorprendido alegremente por la buena ocasíón que se le presentaba.

Pero sospechando que su interlocutor podía mentir, guardó silencio, reflexionó, y luego dijo:

—Eso no es verdad.

—Si es o no cierto, señor don Juan, lo vereis tan pronto como os separeis de esa puerta, cuya llave tengo en la mano.

—¿Quién sois?

—No os importa.

—Mucho.

—Don Juan, no volvais a separaros de la razón. Mi nombre nada tiene que ver para el caso...

—Pero...

—¿queréis o no dejarme entrar?

—Os digo qué me interesa saber quién sois...

—Pues si solamente con esa condición habéis de apartaros, será tiempo perdido el que empleemos en hablar, y me iré, porque la noche está fría y no me encuentro bien aquí parado.

—¿No pretendeis haberme conocido?

—Estoy seguro de ello.

—Justo es entonces que yo sepa con quién hablo, como vos lo sabeis.

—también es justo que, como yo, también lo adivineis sin que os lo digan.

—No creo que seais un religioso...

—No lo soy.

—Entonces...

—¿Me dejais pasar?—interrumpió Martín.—Tengo frío y hambre, y si no he de entrar en el convento, iré a buscar a otra parte cama y cena.

Don Juan, que tampoco queria perder tiempo, se apartó dos pasos de la puerta, y repuso:

—Entrad, pues.

—Gracias,—dijo Martín.

Y metió la llave en la cerradura y abrió, añadiendo a la vez que entraba:

—Buenas noches.

—¡El cielo me lo envía!—murmuró el caballero.

Y se acercó a la puerta, vuelta a cerrar por Martín, diciendo:

—Aguardad, tengo que hablaros.

El sirviente abrió, asomó la cabeza y preguntó:

—¿Qué se os ofrece, señor don Juan?

—Os repito que no me llamo Juan...

—Pues que Dios os guarde...

—Esperad... ¡Vive el cielo!

—Si os empeñais en negar vuestro nombre no os escucharé, porque a estas horas es peligroso hablar a un desconocido.

—¡Oh!... Esa calma...

—¿Qué queréis?

—Entrar,—respondio el mancebo con tono de impaciencia.

—¿Para qué?

—Para ver a un religioso.

—Volved mañana.

—Tengo que comunicarle un asunto urjente, importantísimo...

—Es imposible.

—¿No entrais vos?

—Pertenezco a la comunidad, soy donado; tengo a un pariente enfermo, y el superior me ha dado licencia para salir y volver a esta hora.

Apenas don Juan supo que aquel hombre era un sirviente, creyó que con ofrecer dinero allanaría todas las dificultades; así que, sacando algunas monedas y alargándolas a Martín, a la vez que las hacía sonar, repuso:

—Tomad, y...

—No os molesteis,—interrumpió el criado;—ni aceptaré dinero, ni os escucharé si me lo ofreceis otra vez. ¿Pensais que he puesto inconvenientes para hacerme pagar el servicio que me pedís?

—Esto no era más que una muestra de...

—De lo poco en que me teneis.

—Todo es raro esta noche.

—Ciertamente; un criado fiel es cosa bien extraña.

—Puesto que os resistís...

—Si otra cosa no teneis que decirme...

—Repetiros mi súplica.

—¿De entrar?

—Sí.

—Os he dicho que no puede ser.

—Habiéndome conocido, no sé lo que teméis...

—Nada; pero aunque os dejase entrar ¿qué adelantaríais?

—Ver a la persona a quien busco.

—Todos los padres duermen.

—Despertándolo...

—¡Dios me libre!

—Ya que no sois codicioso, satisfaré vuestra curiosidad, que es lo que queréis.

—Tal vez.

—¿Sabeis de parte de quien vengo?

—No.

—Del rey,—dijo don Juan, creyendo producir gran efecto en el donado.

Este soltó una carcajada.

—¿Por qué os reis?

—¿Con que os envía su majestad?

—Ya os lo he dicho.

—Podreis convencerme con razónes; pero engañarme con mentiras...

—¡Oh!...

—No os enfadeis...

—Acabemos...

—Si, acabemos... Buenas noches...

—Aguardad... ¡Vive el cielo!

—Señor don Juan, me hacéis perder el sueño y el descanso...

—Necesito ver a fray Manuel...

—¡Ah!...

—¿Qué os admira?

—Quiero decir que fray Manuel de San José no es un fraile como todos: tiene licencia para acostarse a la hora que le place, y es posible que aún esté despierto.

—De que yo lo vea depende quizás la suerte de una familia...

—Eso es otra cosa. ¿Por qué no me lo dijisteis antes? La suerte de una familia... ¡Oh!... Si no conseguís vuestro deseo, no será porque yo deje de ayudaros.

—Os deberé...

—Nada, aunque me comprometo. Esperad sin impacientaros, porque antes de ver a fray Manuel he de mudar de vestido.

Martín cerró la puerta, sin escuchar las palabras de gratitud de don Juan, y se encaminó al camaranchón donde guardaba su ropa.

—¿Cómo,—se preguntaba,—tomará mi señor lo que acabo de hacer? Es la primera vez en mi vida que pongo algo de mi parle y hago más de lo que se me manda. Veremos si acierto.

Fray Manuel esperaba a su antiguo criado como la noche anterior: pero con más afán, porque habían variado las circunstancias.

—Mucho has tardado,—dijo apenas entró en la celda Martín.—y de ello deduzco que algúna nueva me traes.

—No os equivocáis, señor,—respondio el sirviente;—pero es lo malo, que no sé por donde empezar, porque estoy algo aturdido con tanto enredo.

—Refiere simplemente y por orden de sucesos cuanto hayas visto, y todo se aclarará.

—Así lo haré,—dijo Martín con calma, como si nadie le esperase.

Y después de meditar, como para coordinar sus ideas, añadio:

—Esta noche no ha ido el hombre del vestido negro.

—¿Y don Juan?

—A las once en punto.

—¿Ha estado mucho tiempo?

—Más que anoche.

—¿Y así que salió?...

—De un brinco se puso en la calle, como si lo persiguiesen; los ojos le relumbraban ni más ni menos que los de un gato, y respiraba como quien se ahoga.

—¡Pobre Andrea!

—La entrevista no debe haber sido nada agradable.

—¿Qué hizo después don Juan?

—Se detuvo, miró a los balcones y pronunció algunas palabras.

—¿No las entendistes?

—algunas.

—Repítelas, Martín,—repuso el fraile con muestras del más vivo interés.

—«adiós para siempre»—dijo.

—¡Se va!... ¡Intentan engañarme!...

—No hay duda, señor.

—Prosigue.

—Luego calló, y hablando después de algunos instantes, pude entender solamente estas o equivalentes palabras: «Todo es obra del fraile... ¡Y no puedo disponer más que de algunas horas!... Es preciso que yo lo vea... Iré al convento...»

—¡Sospecha de mí!

—Tal vez por mi carta...

—Acaba, Martín; nada olvides...

—En seguida partió como una centella.

—¿Lo seguistes?—preguntó afánosamente fray Manuel.

—Corría mucho y...

—¡Martín!—replicó el fraile con asPéreza y clavando en su sirviente una severa mirada.

—Dejadme concluir, señor.

—¿Qué hicistes?

—El galán venia al convento, y como yo venia también, no corrí tras él porque aquí había de encontrarlo.

—Y sin embargo...

—No me equivoqué.

—¿Ha venido?

—En la calle espera a que yo lo traiga aquí.

—¿Le has hablado? ¡Oh!... Temo que me hayas comprometido.

—Esperad a que me explique, y después juzgareis, señor.

—Ya le escucho.

El donado se restregó los ojos, meditó algunos instantes, y no muy tranquilo, porque temía haber cometido una torpeza, empezó a relatar punto por punto su conversación con don Juan.

Cuando concluyó, fray Manuel sonrió levemente, y dijo:

—Buen Martín, no has desmentido tu claro entendimiento.

—¡Ah!... Ya estoy sin cuidado...

—Vé a buscar a don Juan. Conviene que ahora muestres algunas dudas sobre si es él o no, porque así no sospechará que has seguido sus pasos.

—Entiendo, señor.

Cuando Martín volvió al sitio donde esperaba el galán, éste dejó escapar una exclamación de alegría.

—Un instante,—dijo el sirviente estorbando el paso al mancebo.

—¿No venís por mí?

—Sí, caballero; pero no quiero tener un segúndo disgusto; y me perdónareis la desconfianza que me obliga a no permitiros entrar, sin convencerme antes que sois el hijo de la señora duquesa de Miraguas.

—¿Pues no me habíais conocido?

—Vuestra voz me ha parecido la de don Juan, pero no es eso una prueba segura. Fray Manuel, que me ha reconvenido agriamente, os recibe en el concepto de que sois el hijo de la señora duquesa, y si me equivoco, no me perdónará la torpeza, y saldré para siempre del convento.

—¿Y qué prueba queréis?

—Descubrid el rostro...

—¿estáis convencido?—preguntó el caballero bajando el embozo.

—Sí,—respondio el sirviente.

—Entonces...

—Seguidme,—repuso Martín.

Y sin pronunciar una palabra más, atravesaron las silenciosas galerías del convento, y en pocos minutos llegaron a la celda del fraile.

Este recibió a don Juan con amistosas palabras; ofrecióle una silla, y como si verdaderamente ignorase el motivo de aquella inesperada visita, dijo:

—Grave, debe ser el asunto que os trae, mi buen amigo don Juan, cuando a tales horas y sin la seguridad de poder verme habéis venido.

—Gravísimo,—respondio el mancebo, sin poder ocultar su agitación, ni evitar que su rostro pálido y desfigurado revelase el estado lastimoso de su espíritu.

—¿Puedo serviros?

—De mucho.

—Explicaos,—repuso fray Manuel, cuya penetrante mirada observaba atentamente el semblante de don Juan.

—¡Ah!—exclamó este al hacer un gesto de dolor y exhalar un penoso suspiro.—El reposo de mi conciencia, mi felicidad y...

Interrumpióse, cogió entre las suyas, temblorosas y ardientes, una mano del portugués, y mirándolo con angustiosa ansiedad, añadio:

—Padre mío, decidme que vuestra noble franqueza responderá a mi voz...

—¿Lo dudais?

—No, perdónad...

—Don Juan, estáis pálido y agitado...

—¡Oh!—exclamó el doncel con reconcentrada voz, y apretando los puños con toda la fuerza de su ira impotente.—Estoy trastornado, loco, desesperado...

—Tranquilizaos,—repuso con dulzura fray Manuel;—la desesperación no es el remedio de ningún mal, sino el camino de los peores. La calma es la luz del entendimiento, y la confianza en la misericordía divina es la mayor fuerza del espíritu. La desesperación es la falla de fe y la ceguedad de la razón, y entre tinieblas y sin aliento no puede encontrarse jamás el camino de la salvación en los momentos de desgracia.

—La calma,—replicó el mancebo,—es imposible en mi situación; y si he perdido la esperanza de que se remedien mis males, ha sido porque me amenazan dos igualmente horribles, y solo puedo librarme de uno buscando el otro.

—No puede ser.

—¿Sabeis acaso?...

—Nada.

—¿Entonces?...

—Sin temor de equivocarme, presumo que es falta de buena apreciación, y que no son igualmente temibles ambas desgracias.

—¡Oh!...

—Y aún siendo vuestra situación tal como la veis y decís, es queda Dios, cuya misericordía no niega jamás consuelo al que confia en su justicia y obra con rectitud.

—Vos juzgareis,—replicó el doncel, sonriendo con amargura.—Si está mi entendimiento cegado por el dolor, vos disipareis las tinieblas.

—Si os parece imposible el remedio ¿por qué habéis venido a buscarlo?

—Ni sé lo que busco, ni lo que me conviene...

—Don Juan, sosegaos os digo, y explicaos, que aún ignoro vuestra desgracia. Vuestra visita me ha sorprendido, y mucho más las sentidas quejas de vuestros males, precisamente en los momentos en que os brinda la fortuna con un porvenir el más halagüeño.

—Esa es mi desventura.

Fray Manuel miró a don Juan como si no comprendiese lo que oia.

—Me lleváis,—dijo,—de sorpresa en sorpresa... ¿Adónde vais a parar?

—Padre,—repuso el mancebo,—creo haberos dicho que confiaba en vuestra noble franqueza...

—Y no teneis motivo para ponerla en duda, porque si para aconsejaros o ayudaros me faltan entendimiento y fuerzas, estad seguro de que me sobra lealtad y buen deseo.

Don Juan inclinó la cabeza sobre el pecho, quedó inmóvil y silencioso por algunos instantes, y luégo, más tranquilo o más debilitado, dijo:

—No sois extraño al asunto de mi proyectado casamiento...

—No.

—Sabeis que mi madre ha respondido por mí en lo que toca a mi voluntad...

—Sin duda,—interrumpió el fraile,—la señora duquesa ha respondido de vos, porque contaba con vuestro consentimiento.

—Contaba con mi obediencia de siempre; creía que sus ordenes sobre este punto no podrían dejar de ser cumplidas sin violencia de mi parte, y se ha comprometido...

—Ha comprometido a la reina.

—Eso es.

—¿Y vos,—preguntó fray Manuel, mirando con mayor afán al caballero,—vos no queréis casaros con la hija del conde?

—No puedo.

—¡Que no podéis!

—No, padre mío, no puedo sin faltar a otros deberes.

—Basta, don Juan,—replicó gravemente el religioso:—no necesito más explicación es: sea cual fuere vuestra situación, si teneis conciencia que os advierta con tiempo, para nada habéis de menester mis consejos.

—¡Mi conciencia!... Me atormenta, pero no me ayuda...

—Obrad como hombre honrado, y acertareis.

—Preciso es que lo sepaís todo: estoy decidido a depositar en vos toda mi confianza, ya que me habéis prometido ser franco y no ocultarme la verdad de cuanto sabeis.

—No os comprendo,—replicó el fraile con tono de extrañeza.—Nada sé que vos no sepáis: lo que se ha tratado sobre vuestro casamiento...

—también sabeis que otra mujer...

—¿No sois dueño de vuestro corazón?

—Mi corazón sufre, pero no ama...

—Se murmura de vuestros galánteos, ya lo presumiréis; pero ningún valor he dado a la murmuración, como tampoco vuestra madre...

—¡Oh!—interrumpió con impaciencia el mancebo.—Hablemos con claridad, padre mío.

—Eso quiero, don Juan. ¿Qué buscáis aquí? ¿Venís a participarme vuestra resolución de no casaros con la condesa? Basta para eso que lo digais así: no necesito saber los ¡fundamentos de tal decisión, ni creo que el comunicármelo fuese tan urgente.

—¿!,o deseais así?

—Me es indiferente.

—Padre,—replicó el caballero, que empezaba a dejarse arrebatar otra vez por su dolor,—lo que habéis hecho, movido tal vez por un sentimiento de noble generosidad...

—Lo que he hecho,—interrumpió con calma fray Manuel,—ha sido cumplir las ordenes del rey de Portugal, proponiendo la boda...

—Hablo de Andrea.

—¡Andrea!... No os comprendo.

—La mujer cuya honra, por mí sacrificada sin compasíón, habéis intentado salvar, advirtiéndole mi viaje a Lisboa, y aconsejándole que me detenga...

—Don Juan, vuestro dolor os ha trastornado el juicio...

—Padre,—replicó el doncel con dureza,—me prometisteis...

—Cuidado, caballero, con lo que decís.

—¿Quién es,—repuso con exaltación don Juan,—quién es el carmelita que espia las acciones de Andrea, que ha penetrado el secreto de su debilidad, y que le advierte el peligro que corre su honra? Vos sois, nadie más que vos, porque todo el mundo ignora que debo partir en breve. Vos, fray Manuel, seguisteis esta mañana a esa mujer...

—¿A qué hora?—preguntó el fraile, cuya tranquilidad no se había alterado.

—A las doce...

—A esa hora conferenciaba yo con la reina en presencia de vuestra madre y de Patiño.

—¡Oh!...

—Otro es el fraile, don Juan.

—¿Y la mendiga?

Fray Manuel se encogió de hombros, y respondio con calma:

—estáis trastornado, creedme.

—No he venido a escuchar ofensas...

—Ni yo os he recibido para que me acuséis, porque así se os antoja. Os perdóno, don Juan, porque hay momentos en que los hombres son injustos a su pesar. ¿queréis que os diga cuánto sé de vuestros amores con esa mujer a quien habéis engañado? Preguntadlo así, y os responderé con la leal franqueza que os prometí.

—Pues bien, decídmelo.

—No es para mí un secreto la desgracia de esa pobre huérfana; sé que le habéis prometido poner a cubierto su honor, y que os ha faltado valor para cumplir vuestra promesa. Esto no es nuevo para vos; pero sí ignorais que teneis un rival.

—¡Un rival!...

—Que sigue constantemente a Andrea, que observa de noche oculto tras una esquina, y que oye las palabras que imprudentemente pronunciais al salir de la casa de vuestra víctima. De qué medios se vale ese hombre para llegar a conseguir su deseo, lo ignoro; pero sí puedo aseguraros que da muestras de una constancia muy firme.

El caballero miraba a fray Manuel, y no acertaba a articular una sílaba.

Un rival no era cosa extraña siendo tan hermosa Andrea.

Lo que no se explicaba era cómo el rival daba a la joven avisos como el que llevó la mendiga.

A esta observación, hecha por el mancebo, se encogió de hombros el fraile.

No había, pues, medio de aclarar las dudas.

¿Qué recurso quedaba a don Juan?

Hasta aquel momento no comprendio que había estado muy torpe al hablar con fray Manuel.

Este no perdio la ocasíón que se le presentaba de averiguar con certeza si estaba dispuesto el viaje de don Juan a Lisboa.

—Ahora,—dijo después de algunos momentos de silencio,—permitidme que os haga algunas preguntas, porque si no, será imposible que lleguemos a entendernos.

—Si padre; preciso es que conozcamos nuestra respectiva posicion.

—¿habéis venido a pedirme consejos o explicación es que aclaren vuestras dudas?

—Si he de deciros la verdad...

—No lo sabeis,—repuso el fraile:—os ha traído la desesperación; necesitáis un imposible, y lo habéis buscado aquí. Por eso principiasteis llamándome vuestro salvador, y habéis concluido acusándome de intrigante. ¿estáis convencido de que el dolor ha trastornado vuestro juicio?

—Padre...

—Don Juan,—repuso el religioso con dulzura,—si buscáis consejos, no os los negaré; pero no aguardéis explicación es que no puedo daros. En el asunto de vuestro casamiento he procedido con lealtad, aunque he comprendido que se hacía objeto de intriga lo que no debió ser nunca más que un amistoso y desinteresado convenio; lo que era privado asunto de familia, se ha convertido en grave y trascendental negocio de Estado, y antes que vuestra felicidad se ha tenido en cuenta el provecho que se reportaría. Sin embargo de todo esto, no me he separado del buen camino, y si sé de vuestros amores lo que os he contado, es porque la casualidad me ha revelado el secreto que no tuve interés en descubrir.

—¿conocéis a mi rival?

—No.

—¿Ni sabeis de él más de lo que me habéis dicho?

—Solamente que su vestido y sus maneras revelan que pertenece a la última clase...

—¡Un plebeyo!

—Así parece.

—¡Cada vez más confusion, más oscuridad!

—No consiste en eso vuestra desgracia.

—¡Ah!—exclamó el joven.—Un consejo, padre mío, un consejo...

—Dejadme meditar, y os lo daré mañana.

—Ahora...

—Es el asunto muy grave, y no me perdónarla jamás una ligereza.

—Pero yo necesito decidirme, y...

—algunas horas más no pueden influir en el resultado de vuestra resolución.

—No puedo esperar esas pocas horas.

—¿Por qué?

—¡Oh!... no puedo esperar; creedme, os lo juro.

—Don Juan, no os comprendo,—replicó fray Manuel, a quien ya no quedó duda de que el doncel debía salir de la corte al otro día.

—No necesitáis comprenderme: respetad mi secreto y atended mi súplica.

—Pues bien,—repuso el fraile,—os aconsejaré ahora mismo, puesto que así lo queréis.

—¿Qué debo hacer?

—Casaos con doña Andrea.

—¡Ah!...

—Reparad vuestra falta, cumplid vuestra promesa.

—Imposible.

—¿No teneis valor?

—Mi madre...

—Vuestro deber...

—La reina...

—La honra de esa desdichada...

—¡Dios mío!—exclamó el doncel apretando con desesperación los puños y elevando al cielo una mirada de súplica desgarradora.

—¿Por qué,—dijo fray Manuel con severidad,—no rechazasteis a tiempo las proposiciónes de vuestra madre? ¡Y llamais desgracia a lo que es obra vuestra! Don Juan, no queda sin castigo ningúna falta, y habéis de expiar la que habéis cometido. ¿Qué pedís, la impunidad? Os equivocáis. La misericordía divina lo perdóna todo; pero su justicia es inexorable. perdónado sereis el día del arrepentimiento; pero ese día no ha llegado, y el de la justicia si.

El mancebo había inclinado la cabeza sin atreverse a sostener la ardiente mirada del religioso.

—Don Juan—añadio éste, cuya voz era por instantes más grave y solemne,—habéis engañado a una mujer cándida y trastornada por la pasíón, le habéis robado la honra, que es cuanto poseia... ¡Sois un ladrón, arrepentios, restituid, y os absolveré en nombre de la infinita misericordía del Omnipotente!

Don Juan se estremeció convulsivamente, y su rostro pálido se inundó de sudor frío.

Sus labios se entreabrieron sin poder articular una sílaba, y su frente se inclinó más, como agobiado por el peso de las imponentes palabras del fraile.

Reinó en la celda un profundo silencio.

Ya hemos dicho que el hijo de la duquesa era extremadamente impresionable, y en aquel momento, ante el sacerdote que le hablaba en nombre de Dios, sintióse como subyugado, aterrado, y su primer impulso fue el de postrarse de hinojos, e implorar la bendición divina como pecador arrepentido.

Medía hora antes, Andrea, con el rostro pálido y descompuesto, el cabello en desorden, los ojos llenos de lágrimás y la mirada febril, había parecido más bella que nunca al galán.

Medía hora antes, cuando la infeliz joven no pedía amor, sino reparacion, justicia; cuando ningún valor tenian los juramentos; cuando iban a romperse todos los lazos, y debían hasta borrarse todos los recuerdos, don Juan sintió reavivarse el fuego de la pasíón, que había creido apagado, inflamarse como nunca su corazón.

El mancebo se había separado, pues, de Andrea con el alma transida, como se separa uno del objeto amado.

había visto en las lágrimás de Andrea lo que nunca había comprendido en las sonrisas amorosas.

Los ayes de la joven le habían revelado lo que nunca había podido adivinar.

El acento maternal y el grito de la honra sonaron en los oídos del mancebo, no como una enojosa acusación, sino como una promesa de felicidad incomparable.

Por eso el adiós postrero que salió de sus labios desgarró su alma.

Se separaba de Andrea, la perdía para siempre, y en aquel instante Andrea era para don Juan la dicha suprema, la felicidad soñada.

Y perder la felicidad cuando empieza a conocerse, es más horrible que perder la vida.

Hé aquí por qué don Juan, cuando llegó al convento, estaba preparado para recibir todas las impresiones que tuviesen relación con las que acababa de experimentar.

Su amor había renacido.

Debían seguir los remordimientos.

Hasta entonces había callado su conciencia, porque dormía; pero un solo grito debía despertarla.

Respondería al primer llamamiento.

Fray Manuel había hablado en nombre de la justicia divina, y la conciencia dijo entonces: «Yo soy la voz del Omnipotente.

El orgullo suele robar el nombre a la dignidad, y engaña al hombre, haciéndole creer que lo engrandece.

Y sin embargo, nunca es el hombre más pequeño, que cuando el orgullo lo levanta; nunca está más por el suelo, que cuando se hace la ilusion de que se remonta en las alas de cera de su loca vanidad, tan digna de compasíón como de risa.

No es el orgullo más que una de tantas debilidades de la pobre humanidad.

Por eso el modesto, el humilde, que está más lejos de las miserías de esta vida, se encuentra más cerca del cielo.

Muchas veces el hombre no tiene valor para declararse pequeño ante lo grande, y cree que se engrandece con no reconocer su pequeñez.

¡Y a esta cobardía se le da el nombre de valor!

Don Juan, aunque modesto relativamente a su clase, no podía, sin embargo, desentenderse por completo de su orgullo de raza, y tenía de la dignidad falsas ideas de que no era justo hacerle responsable, porque eran vicios de aquella generación, el último esfuerzo de una sociedad caduca, fanática e ignorante, que moria ante otra sociedad naciente, y que se preparaba a lanzarse por el camino de la justicia y del saber.

Don Juan no podía sentir de otra manera, ni saber más de lo que le habían enseñado.

En la época llorada por los panegiristas del socialismo de los siglos XVI y XVII y de la Inquisición, nuestra aristocracia conocía perfectamente sus derechos, es decir, sus privilegios; pero ignoraba sus deberes, porque nadie le había hablado de ellos, así como al pueblo no se le hablaba nunca de sus derechos, enseñándole solamente sus deberes.

En el siglo XVIII, Felipe V dio el primer paso hacia la civilización, protegiendo las ciencias y las letras, no como otros monarcas, cuya protección consistía en dar _limosnas_ a los literatos y a los artistas que los adulaban, sino honrando a los sabios, creando academías, que bien pronto llegaron a tener tanta importancia como las corporaciones más respetables.

Empero, la generación que desaparecía no había renunciado a sus tradiciones, y los rayos del sol de una nueva civilización no pudieron disipar en pocos días la espesa bruma de nuestras arraigadas preocupaciónes, de nuestra añeja ignorancia.

¿Qué había de sucederle a don Juan?

Sentíase impulsado por el espíritu reformador de su época; pero sus buenos instintos no pudieron dar el fruto que debieran, porque encontraron la insuperable barrera de una educación severamente ajustada á la historia de las razas privilegiadas.

Hechas estas reflexiones, puede comprenderse la conducta de don Juan aquella noche, sus vacilaciones y sus extrañas alternativas.

En los primeros instantes sus sentimientos generosos respondieron a las exhortaciones de fray Manuel, y doblando la frente con respeto ante el sacerdote que hablaba en nombre de Dios, sintióse con bastante fuerza para hacer frente a todos los obstáculos y reparar sus faltas.

Espantóle el tormento de su conciencia, que sería mayor cuanto más se agravase la horrible situación de su desdichada víctima.

Era preciso salvar de la más triste de las desgracias a una criatura inocente.

No era posible, sin ser un miserable, envenenar los últimos instantes de la vida de una madre virtuosa, y que no tenía más felicidad que su hija.

Una lucha desgarradora sostuvo el dolorido espíritu de don Juan.

Iban a triunfar los buenos principios.

—Llegará un día,—volvió a decir el religioso, cuya espaciosa frente, levantada con majestuosa dignidad, recibía de lleno la luz, y parecía coronada por una aureola divina,—llegará un día, no muy lejano, en que vuestro hijo, pobre, sin nombre y despreciado por el mundo, os pedirá cuentas de vuestra conducta, preguntándoos con qué derecho le disteis una existencia horrible para satisfacer vuestras pasíónes: llegará un día en que os maldecirá la mujer que todo os lo sacrificó y desde el cielo, la anciana, cuya vida toca a su fin, os llamará para acusaros ante el tribunal divino. Entonces os arrepentireis; pero será tarde para reparar el mal; sólo os quedará la expiación.

—Padre mío,—murmuró el mancebo con voz ahogada,—padre mío...

—¡De rodillas!—exclamó el fraile poniéndose de pie y extendiendo los brazos como si se dispusiese a bendecir al pecador.

El orgullo, callado o vencido hasta entonces, hizo el último esfuerzo, y rugió en el alma del doncel como el leon herido.

Don Juan pensó que un vástago de la ilustre familia de Miraguas no debía humillarse.

¿Por qué postrarse de hinojos?

No había ido a confesar sus pecados, sino a poner en claro sus dudas.

No era la absolución lo que pedía, sino explicación es, todo lo más consejos.

Al fin fray Manuel no era más que un simple fraile, y en aquella época de tan decantado espíritu religioso, un noble de la alcurnia de don Juan no consentia que un fraile, a menos que perteneciese a una elevada familia, lo tratase de igual a igual.

El mancebo sintió hérido su orgullo de raza, y creyó que se había atacado su dignidad de hombre y de caballero.

Creyó que su actitud respetuosa era una humillación indigna de un hombre de su clase.

Su madre lo habría mirado con desdén compasívo.

Tales ideas surgieron en la acalorada mente de don Juan.

Avergonzóse de su debilidad, de su miedo pueril, y se puso de pie, irguiendo la cabeza con aire altanero.

Su ardiente mirada se fijó audazmente en fray Manuel.

—Aún,—dijo,—no me he decidido a confesar, porque antes necesito hacer exámen de conciencia. No he venido, pues, a buscar al sacerdote, sino al hombre amigo o enemigo, según lo encuentre.

Por toda respuesta, el fraile desplegó una leve sonrisa; miró al joven con expresión de lástima, como se mira a un niño o a un loco, y se sentó sin dar muestras de haberse alterado.

Bien,—dijo con calma;—¿con que no habéis examinado vuestra conciencia? Pues dejadlo para otro día, y será tarde. Hasta ahora habéis tenido la desgracia de equivocaros en todo, y temo que lo mismo os sucederá después. habéis venido a buscar al hombre, y encontrais al fraile: queriais saber si yo era vuestro amigo o vuestro enemigo, y os declaro que ni lo uno ni lo otro... '¡Soy vuestro hermano, nada más que hermano como de todos los hombres!

—Fray Manuel...

—Permitidme que os haga una advertencia.

—Decid.

—Si habéis venido para hacerme partícipe de intrigas, perdereis el tiempo.

—No lo perderé, si obtengo las explicación es que necesito.

—¿Sobre qué?

—Vuestra conducta...

—Basta,—interrumpió severamente el fraile.

—No olvideis quien soy...

—Pensad vos donde estáis.

—¡Oh!...

—¿Quién sois, don Juan, para pedirme cuentas de mi conducta?

—Y vos,—preguntó el joven arrebatadamente,—¿quién sois para acusarme, quién para mandarme que doble la rodilla? Respeto vuestro carácter; pero no por eso desconozco lo que se me debe, y lo exijo en todas las situaciónes, en todas las circunstancias. Nada me importa vuestra conducta, si me hubieseis dejado tranquilo; pero desde el momento en que habéis tomado parte en los sucesos de mi vida privada, tengo derecho a pediros explicación es.

Fray Manuel se encogió de hombros, y siguió mirando tranquilamente al caballero.

—¡Oh!—exclamó éste cada vez más arrebatado.—Vuestro plan está conocido.

—Fácil es conocerlo; pero decidme cuál es por si os equivocáis; y después que yo rectifique, vereis como, a pesar de vuestro ilustre nombre y de esas consideraciones que todo el mundo os debe, os hago salir de aquí como al último plebeyo.

—¡Fray Manuel!—gritó don Juan, cuyos ojos despidieron dos centellas.

—No os altereis,—replicó con calma el fraile.—No os alteréis, porque ni me asusta vuestro enojo, ni en éste sitio se puede gritar. Mi plan, caballero, mi plan, y agradecedme que os escuche, porque no estoy obligado a ello.

—Así como antes estabais interesado en que me casase con la de Villanova, ahora que la reina no está de acuerdo con vos...

—Entiendo,—interrumpió el fraile.—queréis decir que me valgo de doña Andrea como de un instrumento para estorbar vuestra boda...

—Si.

—¡Ah!—exclamó Fray Manuel.—Me reiria mucho si no se tratase de una cosa tan respetable como la honra de doña Andrea. Don Juan, vuelvo a deciros lo que antes, y creedme de buena fe: el dolor os ha trastornado.

—Me ofendeis...

—Vos a mí, creyendo que intrigo, y lo que es más, que no alcanzo a intrigar sino por medios tan vulgares.

—¿Se explica de otra manera lo que ha sucedido?

—Lo mismo es eso que lo de haber estado yo a las doce en la calle de la Justa.

—Podeis haberos valido de otro compañero...

—A las doce estaban en el convento todos mis hermanos. ¿queréis una prueba?... Os han engañado.

—Aun así...

—Don Juan, para estorbar vuestro casamiento, no necesito recurrir a doña Andrea, me basta con escribir al rey de Portugal.

—Mucho fiais en vuestro valimiento.

—Si me equivoco, el mal será para mí; pero sea como quiera, de cuanto hemos hablado, nada se saca en limpio más que una cosa.

—¿Cuál?

—habéis venido a verme sin saber para qué. Vuestra madre y la reina por un lado, doña Andrea por otro, y en vuestro interior, la conciencia y el miedo. Esa es vuestra situación, y en tal apuro, no sabiendo qué hacer, habéis hecho cualquiera cosa; y sólo me ocurre compararos con el que se encuentra en un desierto, se ve acometido de las fieras, no puede salvarse y pide socorro, y grita aunque está convencido de que nadie puede oírlo ni socorrerlo. ¿Sabeis por qué es eso? Porque el grito de espanto es instintivo, involuntario, como el movimiento de los ojos que se cierran al amago del menor golpe. ¿Y no queréis que os compadezca? Sólo consejos podía daros, me los pedisteis y no os los negué. Reconocisteis vuestras faltas, os ofrecí el perdón y la tranquilidad que tan afánosamente buscáis, y decís que os ofendo...

—Acabemos, Fray Manuel.

—Hemos acabado.

—¿No queréis decirme?...

—Una sola cosa, y os daré así una prueba de lealtad, cuyo valor no podeis ahora comprender.

—Sepamos.

—Si fueseis a Portugal, y a pesar de todos los cálculos de la reina, volvieseis sin casaros, de seguro iríais a buscar a doña Andrea, y a toda costa repararíais vuestra falta.

—No os equivocáis.

—Pero entonces,—repuso fray Manuel,—es posible que llegaseis tarde...

—¡Tarde!...

—¿No os he dicho que teníais un rival?

—¿Y creéis?...

—Todo lo creo.

—Imposible.

—Don Juan, ni conocéis el mundo, ni el cuerpo de la mujer.

—Tengo algúna experiencia.

—Vuestras amorosas travestirás no os han enseñado nada: teneis fama de maestro en el arte de galántear; los maridos os temen, los padres os miran con recelo, y las mujeres os adoran por lo mismo que os hacen el héroe de mil aventuras. ningúna ha podido aprisionaros; no había redes para vuestro atrevimiento y vuestra inconsecuencia; pero engañando a las mujeres no se las conoce.

—¿Era eso cuanto teníais que decirme?

—Solamente eso.

—Gracias por vuestros consejos; pero no puedo seguirlos.

—Pensad que no hay nada más horrible que arrepentirse cuando es tarde para remedíar el mal...

—Sufriré—replicó el mancebo.

—¿estáis decidido a abandonar a doña Andrea?

—Sí.

—¿Y si no os casaseis con la de Villanova?

—Entonces...

—¿Qué?—preguntó afánosamente el fraile.

—Andrea sería mi esposa.

El rostro de fray Manuel se dilató.

—¿Sabeis la hora que es?—preguntó después de algunos instantes.

—¿Me despedís?

—Sí.

—Antes de irme tengo yo también que haceros una advertencia.

—Como gustéis.

—Nadie debe saber que os he visto esta noche.

—Nadie lo sabrá.

—El hombre que me ha abierto la puerta me ha conocido.

—No importa.

—Es un criado...

—Os respondo de su discreción.

—Me voy tranquilo en cuanto al secreto.

Fray Manuel, cuya calma no se había alterado, levantóse y abrió la puerta.

—¿Quién me enseñará la salida?—preguntó don Juan.

—Esperad un poco.

algunos segúndos después se presentó Martín con una luz.

—Padre,—dijo el mancebo,—el día de la desgracia que me anunciais...

—Venid a buscarme, que no os negaré mis consuelos.

—Guárdeos Dios.

—A vos os ilumine para que sigais la senda del bien, que habéis perdido.

El eco de los pasos del caballero se repitió en las sombrías bóvedas.

Cuando guiado por Martín llegó a la puerta de la calle del Barquillo, se detuvo y dijo al donado:

—Fray Manuel me ha respondido de vuestra discreción.

El sirviente se encogió de hombros.

—Ya sabrá lo que se ha hecho,—respondio.

Y abriendo la puerta, dejó el paso libre a don Juan, mientras añadio:

—Buenas noches.

El caballero se puso de un brinco en la calle, y desapareció entre las tinieblas.

Martín volvió a la celda de fray Manuel.

—Al amanecer,—le dijo éste,—saldrá don Juan de Madrid.

—¿Y yo?

—Harás lo mismo, pero correrás más que él.

—Bien, señor.

—Llevarás una carta...

—Entiendo.

—Y volverás a Madrid con la misma prisa que vas a Lisboa.

El donado meditó.

—¿Te ocurre algúna dificultad?—le preguntó fray Manuel.

—No, señor: pensaba dónde encontraré a don Juan a mi regreso.

—A la mitad del camino.

—Probablemente.

—De manera que tú estarás de vuelta en Madrid antes que él llegue a Lisboa.

—Haré cuanto pueda, señor.

—Lo harás, si te decides...

—Estoy decidido.

—Entonces lo doy por hecho.

—¿Vais a escribir?

—Sí.

—Y yo a descansar.

—Duerme con descuido que yo te llamaré a la hora conveniente.

—Gracias, señor.

—¿Lo tienes todo preparado?

—Caballo, comida y dinero, es cuanto necesito para ir al fin del mundo.

—Ya sabes,—repuso fray Manuel,—que tu viaje es un secreto de gran importancia.

—No quedará rastro, descuidad.

—El único papel que llevas...

—Aunque me matasen,—dijo el sirviente,—no caería en manos de nadie, porque antes de morir me lo comería, para lo cual necesito pocos momentos.

—Sé lo mucho que vales... adiós, buen Martín,—repuso cariñosamente el religioso.

Pocos minutos después roncaba el donado.

Fray Manuel se paseaba en su celda.

No parecía, como antes, estar completamente tranquilo.

Su respiración era agitada.

Se había contraído su frente.

Su mirada era sombría.

después de largo rato se detuvo.

Sentóse delante de la mesa, tomó una pluma y la dejó correr sobre el papel.

CAPÍTULO XVI.
El misterioso amigo de Juan empieza a dar a conocer sus planes.

Solamente el buen Martín, que caballero en una yegua torda se alejaba de la corte, presentaba el semblante tranquilo, risueño, como quien nada teme ni desea.

Los demás personajes conocidos de nuestros lectores, tenian el rostro como el día, pues aquella mañana los rayos del sol no habían podido romper las espesas nubes que encapotaban el horizonte.

Don Juan había salido también de Madrid; pero no risueño como el donado, sino taciturno y maldiciendo su estrella.

La noche anterior se había despedido de su madre, diciéndole:

—¡No sabeis cómo llevo el alma!

Y cuando la duquesa, sorprendida por tales palabras, pidio explicación es, el desesperado mancebo le respondio:

—perdónadme, madre mía, que por la primera vez deje de obedeceros y no satisfaga vuestro interés o vuestra curiosidad. Cumplo ciegamente vuestra orden y me caso... ¿Qué más podeis exigirme?

Don Juan debía presentarse en Lisboa como quien era, y por consiguiente, tuvo que llevar en su compañía criados y equipo que no le permitían caminar sino en coche y mucho más despacio que Martín.

Se habían tomado todas las precauciones para ganar tiempo.

Seis poderosas mulas arrastraban el pesado vehículo en que iba don Juan, y a pesar de que podían sustituirlas por otras a cada jornada, no era, sin embargo, posible que hiciesen el viaje con la rapidez que el sirviente, el cual, cambiando también de cabalgaduras y sin más peso ni estorbo que sus alforjas, ganaría mucho tiempo.

Tampoco la reina estaba más tranquila.

A pesar de la seguridad que tenía en su bien combinado plan, inspirábale serios temores el fraile, y lo mismo que la duquesa, no podía disimular completamente su inquietud.

Fray Manuel estaba también pensativo y triste.

había salido del convento más temprano que de costumbre, y haciendo uso de los privilegios de que gozaba, no había vuelto hasta después de anochecido.

¿Dónde había estado?

¿Qué había hecho?

No se le había visto en palacio.

No había visitado a ningúno de sus amigos.

Para que nada faltase a lo sombrío de aquel día el pueblo también parecía de mal humor.

Desde muy temprano se veían grupos en los sitios más concurridos de la corte.

No había rostro que no estuviese contraído.

Todos hablaban del acontecimiento del día anterior.

Riperdá era el objeto de todas las conversaciónes.

Las lenguas, antes contenidas por el miedo, soltáronse entonces y se murmuró, se exageró y hasta se inventó.

El ministro caido fue acusado por cuanto había hecho y por lo que ni siquiera había pensado hacer.

—¿Y qué le han hecho?—preguntaban algunos.

—Ya estará encerrado.

—Si, pero donde no puedan echarle el guante,—decían otros.

—¿Dónde?

—En la embajada inglesa, donde se refugió.

—Como si dijésemos, ha tomado iglesia.

—Si no lo hubieran dejado escapar...

—¿Qué ha de suceder?

—Es verdad, es verdad.

Y cuando aquí llegaban, el nombre del monarca pasaba de boca en boca, diciéndose que era demásiado bueno, que le faltaba energía para castigar á los que le engañaban, y que siempre se estaña lo mismo, si no se hacía un escarmiento.

—Será preciso,—decían los más atrevidos,—que nos tomemos la justicia por nuestra mano.

Esta idea se acogia con muestras de entusiasmo, y ya fuese porque hubiera planes combinados anteriormente, ya por una rara coincidencia, es lo cierto que todos los murmuradores concluian por la misma proposición, que parecía buenísima a cuantos la escuchaban.

Los grupos fueron aumentándose.

Dejó de hablarse en voz baja.

Luego se gritó.

El nombre de Riperdá fue pronunciado entre amenazas espantosas y entusiastas vítores al rey.

A las nueve de la mañana numerosos grupos de hombres del pueblo y mujeres desgreñadas y haraposas recorrían la plaza y calle Mayor, de Alcalá, Carrera de San Gerónimo y, el Prado, obstruyendo el paso en muchos puntos.

La amenazadora concurrencia iba aumentándose con los que desembocaban por las calles de Toledo, Montera y Preciados.

Antes de una hora, Madrid presentó el aspecto de una población amotinada.

Sin embargo, ningúna medida se había tomado para calmar la popular agitación.

Los soldados estaban en sus cuarteles.

Nada tenía que temer el rey.

Su nombre se pronunciaba con respeto.

Los ministros habían creido conveniente permitir al pueblo un desahogo, que bien mirado, no podía ser más inocente ni justo, más inofensivo.

Aquello era una verdadera demostración pacífica.

No ofrecia ningún peligro, y como los alborotadores no tenian más objeto que el de alborotar, se cansarían al fin sin molestias de nadie.

Así pensaba Patiño, y el rey se conformó con esta opinión.

Pero como en tales casos los gritos suelen producir los efectos del alcohol, calentáronse las cabezas y pensaron muchos que sin la novedad carecía de gracia el lance.

Otros pensaron que no merecía la pena de incomodarse para gritar solamente, sobre todo si nadie había de hacer caso de los gritos, ni tomar por lo serio el popular motín.

Tras estas ideas surgieron otras más díabólicas.

—¿Qué hacéis, parlanchines?—dijeron algunas mujeres.

—A casa de Riperdá,—añadieron otras.

—No está allí...

—No importa...

—Si está....

—¡Vamos!

Y cundio rápidamente la determinación de dirigir el ataque contra la morada del ministro caido.

Blandieron los hombres gruesos garrotes y algúna otra enmohecida espada.

Las mujeres chillaron como furias.

Los muchachos se proveyeron de piedras, y corrieron bailando alegremente.

La broma empezó, pues, a hacerse pesada.

Dejaba de ser pacifica la demostración, y empezaba a ser algo brutal, porque los más inocentes, quizás los pobres criados de Riperdá iban a ser las víctimás.

Afortunadamente no sucedio así.

La esposa de Riperdá, temiendo lo que llegó a suceder, había salido de Madrid la noche anterior, sin dejar en la casa ni un sirviente.

En pocos minutos la espaciosa morada del antiguo ministro, antes llena de animación, tan concurrida de aduladores y pretendientes, se vio asedíada por la enfurecida muchedumbre, cuyos gritos resonaban cada vez con más fuerza.

Al ver el aspecto de los amotinados, y más al escuchar sus incesantes y destempladas voces, hubiérase creido que era una infernal legión escapada de las negras regiones, y que celebraba su libertad.

Solamente el eco respondio a los recios golpes descargados en la maciza puerta de la casa; y cuando algunos proponían romper la cerradura para entrar a sangre y fuego, según decían, aunque su intención era la de entrar a saco, un grito, más bien un ahullido salvaje, resonó, y una lluvia de piedras fue a dar en las paredes del edificio, cayendo en menudos pedazos y con grande estrépito los cristales de las ventanas y balcones y aún algunas astillas de las hojas que los cerraban.

Los alborotadores parecieron entonces embriagados.

Gritaron como nunca, y la idea de romper las puertas para entrar y destruir lo que decían haberse adquirido malamente, fue acogida con entusiasmo.

Viéronse blandir sobre las cabezas grandes martillos y gruesas barras de hierro, llevadas en un instante no se sabe de dónde.

El inofensivo desahogo era ya un serio ataque a la propiedad.

Cuando Felipe V había preguntado a su nuevo ministro Patiño, si convendria reprimir el alboroto, éste, con su habitual sangre fría y aparente indiferencia, había respondido:

—Señor, el pueblo necesita de vez en cuando un desahogo, y se contenta con gritar, porque es tan poco juicioso y falto de intención como un niño. ¿Por qué no hemos de dejarlo satisfecho?

El monarca se había encogido de hombros, y ni siquiera volvió a preguntar lo que sucedía.

Pero cuando llegó a palacio la noticia de que los alborotadores se aumentaban, y empezaban a hacer algo más que gritar, Patiño, temeroso de que sus personales enemigos y los partidarios de la casa de Austria aprovechasen la ocasíón, preguntó a su vez al rey:

—¿Qué hacemos, señor?

—El pueblo.—dijo el monarca,—empieza gritando, pero acaba obrando; y no se contenta con hacerse justicia, tenga o no razón. Para dejarlo satisfecho, tendríamos que hacer ahorcar a Riperdá y a algún otro.

—No se equivoca vuestra majestad: algún otro nombre empieza a correr de boca en boca.

—Aun irán más allá.

—Supongo que no se atreverán...

—¿Sabeis,—replicó el monarca,—por dónde han empezado los descontentos?

—Sí, señor.

—¿Y podreis asegurarme dónde acabarán?

—Puedo decir dónde les haremos acabar.

—Entonces no dejeis lo cierto por lo dudoso.

Pocos minutos después algunas patrullas recorrían las calles.

Medía docena de alguaciles intentó apaciguar a los que atacaban la casa del ex-ministro; pero fueron apedreados, y hubieron de emprender la fuga.

Ya había un motivo para hacer uso de la fuerza armada contra los que habían resistido y maltratado a los representantes de la autoridad.

Las costillas de los desdichados corchetes habían decidido la cuestion: sirviendo de toque a las piedras, habían sido la piedra de toque para apreciar el alboroto, declarándolo verdadero motin en lugar de inofensivo y natural desahogo.

La verdad es, que se había empezado a hablar de Riperdá y se acabó hablando de otros elevados personajes que ocupaban altos destinos, de impuestos, de cortes y otras cosas.

Semejantes ideas no habían, de seguro, nacido de los haraposos que gritaban: otros las habían trasmitido a estos.

El pueblo comprende lo que necesita y se le debe; pero no acierta a expresarlo, y camina a ciegas cuando se levanta contra lo que le perjudica.

Entonces nada hace, porque gasta las fuerzas mientras vacila.

Es el brazo fuerte; pero sin cabeza.

Pero si le dan la fórmula para expresar su deseo, si la cabeza se une al brazo, su primer golpe es el último también.

Esto no se ocultaba a Patiño, y por eso se reia cuando el pueblo pedía la cabeza de Riperdá, y amenazaba destruir cuanto tuviese relación con el ex-ministro, y proponía como medio supremo de la salvación y felicidad del país la confiscación de los bienes que decía mal adquiridos.

Pero cuando en vez de pedir estas o parecidas cosas, que sólo afectaban los intereses particulares de un individuo, el pueblo expresó con fórmulas claras y precisas ideas más trascendentales, y habló de sus antiguos fueros y de las cortes, y atacó los vicios de la administracion pública, en vez de atacar a determinadas personas, entonces, decimos, el nuevo ministro dejó de reír, porque comprendio que el brazo tenía cabeza.

Esto no era conveniente a Patiño.

Sus planes eran altamente beneficiosos, como lo demostró haciendo lo que ningúno de sus antecesores, y preparando el camino a sus sucesores para hacer más; pero en cuanto a las antiguas libertades del pueblo castellano y a los derechos de éste, representado por sus procuradores en cortes y por sus municipios, no pensaba conceder nada.

Patiño, como otros muchos hombres ilustrados, creía que la centralización y la fuerza eran las fuentes del orden político, económico y administrativo, porque participaba del error, no desarraigado aún, de que sin la centralización y la fuerza no puede existir el orden, la unidad política ni la administrativa.

Era, pues, contrariar sus madurados proyectos, el imponerle interdicciones ni participaciones.

—El alboroto,—dijo,—ha llegado a ser motin, y el motin tiene ya cabeza, y puede convertirse en revolución. El rey dice bien, no sabemos dónde acabarán... Pues hagamos que acaben sin ir más lejos, o lo que es lo mismo, nos tomaremos el trabajo de acabar nosotros, ya que ellos se han tomado el de principiar.

Una compañía de soldados blanquillos sustituyó a los alguaciles en los momentos en que se abría la puerta de la casa de Riperdá.

No huyeron los amotinados; pero se detuvieron y cesaron los gritos.

No tenian armás de fuego, y aunque eran superiores en número a los soldados, la lucha sería desigual y ventajosa para los que podían herir sin acercarse.

En aquel momento salió del zaguán de una casa un hombre vestido de negro, cuyos ojos pardos y expresivos brillaban como dos centellas.

—¿Qué queréis?—dijo con reconcentrada voz, y fijando en los descontentos una mirada penetrante y fascinadora.—¿Qué pensais hacer? ¿Vais a quemar la casa y a arrastrar a Riperdá si lo encontrais?

—Si,—respondieron algunos.

El aparecido sonrió desdeñosamente.

—¿Y para eso,—repuso,—alborotais y llenais de espanto a los tímidos? ¿Y para tan mezquina obra llamais a los buenos españoles, los excitais en nombre de la justicia, y les pedís ayuda?... No mereceis más que compasíón... Idos, que ningún hombre que se estime en algo os seguirá.

Los que habían escuchado estas palabras, miraron con sorpresa al hombre misterioso, luego lo rodearon, y después de algunos instantes, le dijo el que parecía más atrevido:

—¿Quién eres tú que nos acusas poco menos que de ruines?

—Un hijo del pueblo, como tú,—respondio el aparecido, que no había bajado el embozo de su capa.—Os acuso de pequeños, y os advierto que no encontraréis ayuda.

—De los que tengan miedo...

—¡Miedo!... Decid que vais a reconquistar vuestros fueros; a hacer que se reconozcan los derechos de todo hombre; a corregir los vicios de una sociedad estúpida y miserable, y entonces vereis como vuestras palabras encuentran eco en todos los corazónes como el esclavo rompe sus cadenas para seguiros, y el pobre se levanta orgulloso, y el oprimido se revuelve fiero. Sí, declarad la guerra a la sociedad, a esa sociedad que no reconoce nada para cada uno de vosotros, que os ha desheredado, que os desprecia, que os ahoga... ¡Que os rechaza!

La sorpresa el asombro se pintó en todos los semblantes.

Las palabras de aquel hombre eran para sus oyentes enigmás incomprensibles.

Sin embargo, se sintieron dominados, arrastrados por la ardiente mirada y enérgico acento del desconocido.

—¿Y qué hemos de hacer?—preguntó uno.

—Nada,—dijo otro.—Mirad, nos cercan los soldados, nos harán fuego, y tendremos que huir como tú harías.

—Yo,—replicó el hombre misterioso,—sabría morir sin retroceder, y mi cuerpo serviria de parapeto a mis hermanos. ¿queréis seguirme para conquistar nuestros derechos? Moriremos; pero no importa, oíros vendrán á sustituirnos, la lucha será larga y tenaz porque el tigre no suelta su presa fácilmente; pero al fin la victoria será de los buenos; triunfará la santa causa de los desheredados.

No hubo quien acertase a responder.

—Mirad,—añadio el desconocido, echando atrás su capa y presentando el pecho a los soldados.—Así, imitadme.

El hombre misterioso no era otro que el amigo de Juan.

Todos contemplaron aquel pálido rostro, sombrío, de correctos y atrevidos perfiles, de dura expresión; aquel rostro hermoso, pero que infundía terror a muchos sin acertar a explicarse la causa.

En aquel momento los soldados, viendo que los rebeldes volvían a blandir sus armás, y recogían piedras, como si se dispusiesen a resistir, amenazaron hacer fuego, si no se dispersaban los grupos.

—¡Hermanos!—gritó Antonio con voz potente, que dominó el general murmullo.—Seguidme y triunfaremos, porque Dios nos protegerá: nuestra causa es santa, porque es la causa del débil contra el fuerte, del esclavo contra su cruel señor: la humanidad nos contempla; no retrocedais ante un puñado de nuestros cobardes opresores.

Empero, cuando algunos con imprudente temeridad se disponían a seguirle, uno, señalando al intrépido Antonio, pronunció a medía voz una palabra que produjo el efecto de un rayo en cuantos la oyeron.

Aquella palabra corrió de boca en boca, siempre a medía voz y pronunciada con acento de espanto, y los más decididos alborotadores, los que parecían haberse entusiasmado más con el extraño discurso de Antonio, fueron los primeros en retroceder y huir.

Esto fue bastante para que corriesen todos.

Muchos ignoraban la causa del movimiento; pero antes de pedir explicación es, creyeron prudente ponerse a salvo.

No tuvieron los soldados necesidad de nueva intimacion y amenazas.

El rostro de Antonio se había dilatado por una sonrisa horriblemente sarcástica, profundamente amarga, desgarradora, y con los ojos relumbrantes como dos luciérnagas, inmóvil y cruzado de brazos vio desaparecer la multitud, murmurando con un acento que debía desgarrarle el alma:

—¡Huyen!... ¡Huyen de mí los que no huian de la muerto con que les amenazaban!... ¿Dónde iré, dónde iré?... ¡Olí!... Esa es la sociedad que tanto se envanece con lo que vale, que tanto habla de la justicia...

Antonio se embozó en su negra capa y desapareció.

Los soldados no persiguieron a los revoltosos.

Cuidáronse únicamente de custodíar la casa de Riperdá, para evitar nuevos atentados.

—¿Y por qué huimos? ¿A dónde vamos?

Esto preguntaron algunos después de haber dejado atrás algunas calles.

—Riperdá está en la embajada inglesa,—volvió a decirse.

—Pues a la embajada.

—Es territorio inglés.

—¿Qué nos importa?

—Será una invasíón, y habrá una guerra.

—Pelearemos con los ingleses.

—¡A la embajada, a la embajada!

—¡Sí, a la embajada!

Y volviendo a resonar la destemplada gritería, corrieron hacia la morada del embajador ingles sin dar importancia a la gravedad de su loco intento.

Ya habían medíado contestaciones entre el marqués de Castelar y el representante inglés sobre la entrega de Riperdá; pero la reclamacion había sido en vano, porque el embajador había contestado enérgicamente que protegería al que se había acogido al pabellón de su país.

No dejó de causar extrañeza esta conducta, porque todos sabían que entre el ex-ministro y el embajador no había relaciónes de buena amistad, sino por el contrario graves motivos de queja.

¿Por qué aquella protección al mayor enemigo?

¿Era noble generosidad para el desgraciado, o encerraba semejante proceder algún interesado fin?

Cuando los alborotadores llegaron a la embajada, se detuvieron, y los que iban delante como dirigiendo el movimiento se agruparon para conferenciar.

—Antes,—dijo uno,—haremos una intimación, porque lo cortés no quita lo valiente, y si buenamente nos entregan al criminal, evitaremos un conflicto.

—Veo,—replicó otro,—que ignorais lo mejor.

—¿Qué?

—El marqués de Castelar en nombre del rey ha reclamado a Riperdá.

—¿Y el embajador?...

—Se ha negado.

—Imposible.

—Lo sé de buena tinta.

—Entonces perderemos el tiempo.

—Y nada conseguiremos, porque antes de medía hora estaremos otra vez rodeados de soldados.

—Dejémonos de contemplaciones.

—Entremos, y cuando vengan los blanquillos se encontrarán al ladrón colgado de uno de los balcones.

—No hay que retroceder.

Iban ya a dar el grito de acometida, cuando de la casa del embajador salió un fraile con hábito de carmelita descalzo.

Llevaba la cabeza y parte del rostro cubierto por la capucha.

Sin embargo, podían verse sus negros y brillantes ojos, cuya mirada, sombría en aquellos momentos, se fijó en los amotinados.

Estos se apartaron respetuosamente para dejar el paso libre al sacerdote.

Pero en vez de seguir adelante, el carmelita se detuvo, y dijo con severidad:

—¿Qué hacéis?

—Ahí,—respondio el más atrevido,—se oculta un criminal.

—¿Y quién,—repuso el fraile,—sois vosotros para juzgarlo?

—Ha sido el azote de España...

—En España hay tribunales, y luego está la justicia de Dios. ¡queréis castigar un crimen cometiendo otro!

—Queremos evitar que se escape...

—¿A dónde irá con sus remordimientos? Ya está castigado.

—El embajador se niega a entregarlo...

—No se negará cuando se le acuse del delito que acaba de cometer, un delito de Estado...

—¿Qué decís?—preguntaron todos afánosamente y rodeando al carmelita.

—Riperdá ha revelado al embajador todos los secretos de Estado...

—¡Ah!...

—Compadecedlo.

—¡Y no lo sabe el rey!...

—Ya lo sabrá...

—¡A palacio, a palacio!...—gritaron los cabecillas.

—¡A palacio!—repitieron maquínalmente los demás.

Y como antes, al correr algunos corrieron todos.

El fraile, que era fray Manuel, siguió calle arriba con la cabeza inclinada sobre el pecho.

Cuando los alborotadores llegaron al Buen Retiro, se encontraron con una novedad que nadie había sospechado.

algunos carruajes de camino, escoltados por un regimiento de caballería, se alejaban de la régia morada en dirección a Atocha.

Sus majestades partian para Aranjuez.

El viaje se había dispuesto en pocos minutos.

—Me incomoda el ruido,—había dicho el monarca.

—A mi también,—le respondio la reina;—y si vuestra majestad tomáse mi consejo, ahora mismo saldríamos para Aranjuez.

—Sí, ahora mismo,—repuso Felipe,—que enganchen sin perder un momento.

Y por más que los jefes de la real servidumbre hicieron presente que se necesitaba por lo menos todo el día para disponer lo más necesario, el monarca y su esposa insistieron, y salieron de palacio antes que arreglaran equipajes.

Los que tal novedad encontraron quedaron sorprendidos.

Unos victorearon a los reyes.

Otros pregonaron la traicion de Riperdá.

Y antes que la confusion cesase, la régia comitiva había desaparecido, sin que Felipe ni Isabel comprendieran lo que el pueblo les decía.

Intentaron les alborotadores volver a la embajada; pero dos compañías de soldados que desembocaron por la calle de Alcalá y Carrera de San Gerónimo los pusieron en completa dispersión.

Medía hora después Madrid estaba en calma y las calles más desiertas que nunca.

Dejaremos alejarse al Rey y a sus ministros, prometiéndonos encontrarlo después, y referir el desenlace de este episodio, y volveremos a tomar el hilo de la triste historia de Andrea, para empezar a conocer las intenciónes y planes del misterioso amigo de Juan.

Llegó la noche, tan fría y oscura como la anterior.

algunas patrullas de soldados recorrían las silenciosas calles.

Los alcaldes, con sus rondas de alguaciles, vigilaban con más cuidado que de costumbre.

A las ocho se encontraba Antonio en la taberna, y había pedido un jarro de vino, no para beber, sino para tener el derecho de permanecer allí sin que nadie le inquietase.

Su rostro estaba pálido.

Su mirada era más sombría que nunca.

Su frente estaba más contraida que en los momentos en que arengaba aquella mañana al pueblo, y presentaba su pecho a los soldados.

Cuando se sentó, apoyó los codos en la mesa, dejó caer la cabeza entre las manos y quedó inmóvil.

En la vida de aquel hombre extraño debía haber algún misterio horrible.

Debía sufrir alguno de esos dolores que se apoderan del alma y como un incesante roedor la atormentan día y noche.

Tal vez el tormento de aquel hombre era de esos que no dan tregua, ni dejan esperanza.

Un tormento de esos que persiguen a todas horas, en todas partes y en todas las situaciónes.

Que a la luz son nuestra sombra, y en la oscuridad, fantasma.

Que durmiendo son espantable pesadilla, y despiertos horrible realidad.

¿Quién era aquel hombre?

Ya hemos dicho que la primera vez que se presentó en la taberna, hasta los más desalmados criminales que allí concurrían le miraron con desagrado, murmuraron y aún mostraron su disgusto al tabernero.

también hemos visto a los amotinados huir de él más que de las armás de los soldados.

¡Y su sonrisa expresaba una amargura desgarradora, al ver que era objeto de espanto!

Sin duda para la desgracia de aquel hombre no bastaba el remedio en cuanto a lo presente y lo porvenir, sino que se borrase lo pasado, ¡que no hubiera sido lo que fue!

Y pedir lo imposible es luchar en vano, es desgarrarse el alma con el afán de la desesperación, es buscar el tormento contra el sufrimiento.

No sabemos si serán acertadas estas suposiciones; pero en lo que creimos adivinar en el rostro de Antonio cuando lo presentamos a nuestros lectores, no nos equivocamos, según lo que vamos viendo: era uno de esos desgraciados séres divorciados y en guerra con la sociedad, con más derecho para ser ellos acusadores que acusados.

Así lo prueba el efecto que su presencia producia en todas partes, y sus palabras cuando excitaba aquella mañana a los amotinados.

Por espacio de medía hora permaneció inmóvil.

No parecía sino que aquella atmósfera pesada y nauseabunda había narcotizado al meditabundo personaje.

Quizás otra medía hora hubiera pasado sin que se moviese, a no interrumpir su aparente calma el cándido Juan.

—Temprano te duermes,—dijo el fiel criado a su amigo.—¿No has querido esperarme para brindar?

Antonio se estremeció como si a sus pies hubiese reventado una bomba, y levantó la cabeza.

Su rostro estaba más pálido y desfigurado que antes.

Su frente más contraida.

Su mirada era más sombría y más intenso el brillo fosforescente de sus pupilas.

—¿Te has quedado mudo?—repuso Juan, viendo que su amigo no le contestaba.

—Estaba distraído,—dijo Antonio.—No te he visto llegar, y... Has tardado... ¿Hay algúna novedad?

—Extraño que me preguntes cuando tú lo sabes todo,—replicó el sirviente.

—Nada sé ni he querido averiguar. Tú debías traerme esta noche la noticia de la resolución de tu señora, y he aguardado.

Juan creyó que podía dar un gran golpe de ingenio, de astucia, cogiendo á su amigo en una mentira, y preguntó:

—¿Ha estado hoy don Juan a ver a tu señor?

—No,—respondio Antonio.

—Veo que no miente,—dijo para si el criado.

Luego añadio en voz alta:

—Bien, bebamos y hablemos.

—Antes de beber necesito saber si esta noche veré a doña Andrea.

—¿Por qué?

—Porque si he de verla no probaré el vino.

—No entiendo.

—A las damás les disgusta hablar con quien huele a taberna.

—¿Qué le importa?

—Además, necesito tener la cabeza despejada, porque es muy delicado el asunto de que hemos de tratar.

—A ti no te hace efecto el vino.

—No importa.

—Como quieras; pero...

—¿Veré o nó a tu señora?—interrumpió Antonio con vivo afán.

—Sí.

—¡Ah!—murmuró el sombrío personaje, apretando los puños con fuerza convulsiva.

—¿Qué te sucede?

—Nada... Bebe, Juan, bebe....

—No me acompañas...

—No.

—Tendré que beber por ti y por mi.

—Cuanto quieras.

—Y si me emborracho...

—No importa, con tal que te quede el suficiente conocimiento para llevarme al lado de tu señora.

—¡Pobrecita!—dijo el sirviente, llenando el vaso.

—Debe sufrir.

—Y temo... ¡A su salud!... Temo que le suceda otra nueva desgracia.

—¿La muerte de su madre?

—Lo has acertado... ¿Cómo te compones, amigo mío, para adivinarlo todo?

—Sé que está enferma...

—Y desde anoche parece otra: ya no se enfada con nadie, ni aún conmigo; y cuando un enfermo cambia tan repentinamente, es mala señal.

—Juan, la pérdida de una madre es una desgracia de las más horribles; pero ¿quién sabe si Dios se lleva a la pobre anciana para evitarle algúna amargura?

—Ahora que su hija va a ser feliz...

—¡Feliz!—murmuró Antonio con ironía.

—¿No me has prometido salvarla del peligro en que se encuentra?

—Sí, pero... cuando se remedía un mal viene otro: en este mundo no hay completa felicidad.

—Si doña Andrea se casa con mi ilustre tocayo...

—Bebe, Juan, bebe,—interrumpió Antonio que queria evitar contestaciones.—Esta noche te olvidas del vino.

—Estoy disgustado: la suerte de mi pobre señora me tiene de mal humor, sobretodo desde anoche.

—¿Por la enfermedad de la vieja?

—Por don Juan, que al fin se quitó la máscarilla, y en buenas palabras dijo que no le daba la gana de cumplir lo prometido.

Un relámpago de viva alegría brilló en los ojos de Antonio.

—¿De manera,—dijo con visible emoción de júbilo,—que se separarían para siempre?

—Él dijo que tal vez algún día...

—Esa promesa dudosa...

—No significa nada.

—Un consuelo estúpido y ofensivo.

—Ya ves, hoy debe haber salido de Madrid para Lisboa, donde le espera otra mujer para casarse.

—¡Oh!

—Sin embargo, me tranquiliza tu promesa formal de...

—¿No bebes?

—A eso voy...

Juan llenó y vació un segúndo vaso.

—Lástima es que no lo pruebes,—dijo.

—¿Por qué no brindas?

—Es verdad,—repuso el sirviente volviendo a echar vino;—me olvidaba... la tu salud!

—Gracias, mi buen amigo.

—Verdadero.

—Venga tu mano... aprieta... ¡Amigo!—exclamó Antonio con acento indefinible y una intención que nadie hubiera podido adivinar.—¡Un amigo!

—Como yo lo soy, aunque me esté mal decirlo, hay pocos, muy pocos.

—¡Un amigo!—repitió el sombrío personaje, como si por primera vez en su vida pronunciara este nombre consolador.

—Haces bien en entusiasmarte, porque...

—Bebe, Juan, bebe,—interrumpió Antonio, que aquella noche no mostraba su calma glacial de siempre.—Bebe y jura por tu salud, por tu alma, que estrecharás mi mano y me llamarás amigo en cualquiera situación que me encuentres.

Juan apuró otro vaso, se restregó los ojos y dijo:

—¿Por qué no he de jurarlo? Si no eres traídor conmigo, juro que...

—No,—interrumpió vivamente Antonio,—no prometas... ¡Oh! ¿Quién sabe lo que puede suceder? Hay circunstancias en la vida de los hombres...

—Si eres leal...

—Puedo serlo contigo y cometer un crimen, o que el mundo me acuse, y dar el titulo de amigo a un criminal o a un hombre rechazado por los demás...

—A pesar de eso...

—Te arrepentirías...

—Yo no me avergüenzo de ser amigo de quien lo es verdadero mío...

—No, no jures,—replicó Antonio estremeciéndose,—y perdóna mi loca exigencia... ¡Soy un egoísta!

El sirviente miró con sorpresa a su amigo.

—Bebe, Juan, bebe...

—Vaya, pues... ¡Por nuestra amistad!

Antonio cruzó los brazos, inclinó la cabeza sobre el pecho, y quedó silencioso.

El vino empezaba a trastornar a Juan.

—De manera.—dijo,—que tú tampoco te atreverás a jurarme que siempre serás mi amigo. Bien, como quieras, otro día trataremos de eso. Ahora... ¿Me entiendes, Antonio?... Ahora... lo que importa es doña Andrea, por si llega a morirse pronto su madre... Esta noche no he comido sardinas, pero tengo mucha sed.

El sirviente apuró otro vaso, y prosiguió:

—¡Pero cómo ha cambiado la vieja!... ¿Creerás, amigo mío, que ahora parece un angel? Por eso digo que se muere. Ayer mismo, porque no acudí pronto cuando me llamó, me tiró el bastón dos veces y riñó a su hija, acusándola de ser demásiado tolerante conmigo; y hoy, a pesar de que veinte veces no la he obedecido, no ha tenido más que palabras dulces. Me he reconciliado con ella, y ahora siento haber murmurado de la pobrecita.

Antonio no contestaba, ni daba muestras de escuchar a su amigo; parecía absorto en sus tristes ideas.

—¿Te has dormido?—le preguntó el sirviente, volviendo a restregarse los ojos, porque los párpados le picaban y pesaban, cerrándose a su pesar.—Te aseguro que cuando anoche... ¿entiendes, Antonio?... cuando anoche vi a doña Andrea de rodillas como si don Juan hubiera sido un rey...

—¡De rodillas!—exclamó Antonio, enderezándose repentinamente.

Y mientras su rostro se enrojecía, como si fuera a brotar la sangre, añadio:

—¡De rodillas ante don Juan!...

—Por la honra y por un hijo ¿entiendes, Antonio? se hace eso, y...

—¿Y qué hizo el miserable?—preguntó Antonio con voz reconcentrada.

—Como gritaban, todo lo oí... ¿entiendes?

—¿Pero él?...

—Dijo que tenia que irse al amanecer, y que no podía esperar...

—¡Oh!...

—Así, lo mismo que tú me puse yo, y a no ser por Petra que me sujetó...

—¡Y no lo castigastes, no vengastes a la que te da el pan y deposita en tí su confianza!...

—Por ella me contuve... porque al fin... ¿entiendes, Antonio?... al fin... sino, lo que es mi tocayo... no baja la escalera por su pie, o sale por el balcon; pero... como ha de casarse con ella... ¿entiendes?... como ha de casarse... según tú aseguras, y...

—Eres un necio.

—Antonio,—repuso el sirviente con voz soñolienta,—no te entiendo, y... en fin, te explico esto, para que sepas... ¿entiendes?... para que sepas... y veas...

—¿A qué hora podré ver a doña Andrea?

—La vieja se acostó al anochecer, y podemos ir cuando te dé la gana...

—¿Por qué no me lo has dicho antes?

—Estaba... bebiendo...

—Vamos,—replicó Antonio, poniéndose de pie;—vamos...

—Aguarda... hemos de pagar...

—Ya he pagado.

—¡Siempre lo mismo!

—Vamos, Juan, vamos,—repuso con impaciencia Antonio, asíendo de un brazo al sirviente y obligándole a levantarse.—Puesto que es buena cualquier hora, no perdamos tiempo.

—Es verdad... se trata de la suerte de doña Andrea.

Salieron de la taberna.

Antonio aspiró el aire frío con avidez, y exhaló un suspiro trabajoso.

—Me agrada este fresco,—dijo el sirviente.

Y sin pronunciar una palabra más, tomaron la calle de San Cristóbal abajo.

Llegaron a casa de Andrea.

Juan llamó, y pocos momentos después abrió Petra, que ya estaba avisada de que un nuevo personaje debía ir con el criado.

Las mejillas de Antonio estaban más pálidas que antes.

Su mirada era más sombría.

La infeliz Andrea no podía mirar sin espanto aquel rostro, que sin carecer de varonil belleza, tenía, sin embargo, una expresión repulsiva, repugnante, amedrentadora.

¿Qué sucedería cuando la joven supiese que aquel hombre misterioso, y que tanto terror le infundía, la amaba con locura?

Afortunadamente aquella noche Antonio no pensaba presentarse a Andrea como enamorado, sino como un hombre que poseía el secreto de la desgracia de la infeliz, y tenía medios de salvarla.

Juan llevó a su amigo a la cocina, le dijo que aguardase allí, y fue a dar aviso a Andrea.

Petra hizo un gesto de disgusto, fue a situarse en el rincón más apartado, y dijo para si:

—¿Es este el amigo de Juan? Me da mala espina: la cara es espejo del alma, y éste la tiene de condenado... ¡Con buena gente anda ese bruto de Juan!... ¡Pobre señorita si se fía de este hombre!

Reinó un silencio profundo.

La respiración de Antonio era cada vez más agitada.

Hubieran podido contarse las violentas palpitaciones de su corazón.

Petra no apartaba su mirada de aquella negra figura, y temblaba sin saber por qué.

La pobre sirviente era supersticiosa; el candil estaba apagado, y el miedo la hizo ver con forma vaga, fantástica, al amigo de Juan, acabando por creer que era ni más ni menos que Satanás, que había tomado la forma humana para hacer algúna de las suyas.

—Si me mirase,—decía Petra para si,—haria la cruz, y estoy segura de que desaparecería echando fuego por los ojos, narices y boca. Juan es tonto y se ha dejado engañar... ¡Dios mío!... ¡Cómo le relucen los ojos!... ¡Y respira como un buey!... ¿Qué va a ser de nosotros?...

Si no huyó la cándida sirviente, fue porque el miedo no le permitió moverse del rincón en que se había metido.

Por su fortuna, Juan no lardó en volver para anunciar a su amigo que podía entrar en el aposento de Andrea.

Antonio, sin pronunciar una palabra, siguió a su amigo.

CAPÍTULO XVII.
Proposiciónes de Antonio.

Andrea creía que Antonio, si no el criado de un amigo de don Juan, era la persona de quien otro se valía para conseguir sus fines; pero de ningún modo sospechaba que fuese el mismo interesado. Solamente el tener que hablar de su deshonra con quien la conocía, debía atormentar a la joven; pero sin que el sombrío aspecto del amigo de su sirviente, si bien le desagradase, le hiciese experimentar la repugnancia que en otro caso hubiera sentido.

Cuando Antonio entró en el gabinete, fijó en Andrea una mirada ardiente de incomparable avidez, pudiendo apenas balbucear algunas palabras.

Su visible turbación podía ser hija de la falla de educación y trato con personas distinguidas, y por consiguiente no debía causar extrañeza a la joven.

Esta volvió sus melancólicos ojos hacia el misterioso personaje, y examinándolo con toda su atención, estremecióse y dijo para sí:

—No es éste un hombre vulgar.

Era muy difícil principiar la conversación por ella o por él.

Antonio parecía haberse olvidado del objeto de su visita.

Inmóvil como una estátua, contemplaba a la infeliz joven, cuya belleza lo había fascinado como nunca.

Es verdad que nunca la había visto tan cerca, y que nunca tampoco su mirada ardiente se había encontrado con la de aquellos ojos de trasparente azul y sin igual encanto.

En aquellos momentos Antonio, que hubiera desafiado a la muerte con la mayor sangre fría, tuvo miedo a su pasíón, espantóse de si mismo.

La idea de que algún día pudieran sus manos estrechar las de aquella mujer sublime, le infundio el terror que siente el ladrón que va a tocar el sagrario.

Para Antonio, efecto de su particular situación, Andrea era un sagrado a donde no le era permitido llegar sin cometer un crimen.

Empero, así como la fuerza de la codicia hace que el ladrón domine su espanto, y profane lo divino para apoderarse de lo material que desea, el amigo de Juan luchaba entre su arrebatadora pasíón y su conciencia, y acabó por decirse:

—¿Por qué dudo? ¿No soy un hombre como otro cualquiera? ¿No puedo llamarme inocente de todo crimen, según las leyes hechas por los hombres?

La sentencia de Andrea estaba pronunciada.

Antonio lucharía, se atormentaría horriblemente; pero su pasíón tenía más fuerza que todas sus reflexiones, que todos sus escrúpulos.

En cambio de la profanación, como él llamaba a su intento, de aquel tesoro de belleza, y aún pudiera decirse de virtud, Antonio hacía un sacrificio en lo que pensaba conceder a Andrea, sacrificio de no escasa importancia por más que fuese un hombre despreciable o despreciado por la sociedad.

La joven, creyendo que el desconocido callaba por respeto, rompió el silencio al fin, diciendo:

—Mi leal criado Juan me ha hablado de vos, diciéndome que le habíais asegurado poder ayudarme eficazmente en la apurada situación en que me encuentro.

El acento dulce de Andrea hizo estremecer a Antonio, que sólo se estremecia en ciertas situaciónes y momentos dados, bien horribles por cierto, de su desgraciada vida.

Era la primera vez que sonaba en sus oídos la voz de la desdichada joven.

—Excusaremos,—añadio ésta,—entrar en pormenores de lo que, según tengo entendido, sabeis tan bien como yo; pero no lleveis a mal que quiera asegurarme de que no me tendeis un lazo. No os conozco, ignoro a quién obedeceis, y no están claramente demostradas las intenciónes que os guían. perdónad, pues, que no es ingratitud, sino prudencia.

—Señora,—respondio Antonio después de algunos instantes, y dando un paso hacia la joven,—en las mismás proposiciónes que he de haceros, está la prueba de mis intenciónes; pero antes de explicarme, necesito saber una cosa de la cual depende todo.

—Según lo que me preguntéis.

—No os comprometerá la respuesta.

—Decid,—repuso Andrea, mirando fijamente a su interlocutor.

—¿Teneis esperanzas de casaros con don Juan?

—No.

—¿estáis dispuesta a sacrificar vuestro amor por vuestra honra y vuestro hijo?...

—¡Oh!...

—Creo que si, doña Andrea,—repuso Antonio;—pero necesito oírlo de vuestra boca.

—Lo que decís,—replicó la joven después de algunos momentos de reflexión,—no se comprende, es una contradicción.

—Os equivocáis.

—Si renuncio a mi amor, o lo que es lo mismo, a ser esposa de don Juan, no salvaré mi honra ni daré un nombre a mi hijo.

—No os ofendáis, señora,—replicó el sombrío personaje, que seguía esforzándose por aparentar una calma, que estaba muy lejos de sentir;—pero me obligáis a deciros que no se os ha ocurrido más que a vuestro criado.

—Reconozco mi torpeza; pero...

—Respondedme, y os explicaré lo que os parece un enigma, una contradicción.

Andrea volvió a examinar el pálido rostro de Antonio, cuya manera de explicarse no era la que esperaba de las noticias que de él tenia, ni de su rudo aspecto.

—Por mi honra,—repuso la joven,—por mi hijo, renunciaría a mi amor, porque los deberes son antes que las pasíónes. ¿Quién duda eso de una mujer que sólo en un momento fatal de olvido fue débil? ¿Quién duda eso de una madre?

—No me equivoqué, señora. Teneis corazón, mucho corazón... ¡Ah!... Don Juan no os ha conocido... ¡Harto castigado está con perderos!

—Bien, bien,—replicó Andrea estremeciéndose.

—¿queréis mis explicación es?

—Quiero saber quién sois...

—Os diré mi nombre, y os quedareis con la misma duda.

—¿Pero no sois el criado de un amigo de don Juan?

—Soy el criado de quien piensa en vos, su único amigo, su íntimo confidente...

—No sois un hombre cualquiera...

—¡Un cualquiera!... ¡Ojalá!—exclamó Antonio, exhalando un profundo suspiro.—Daria lo que me resta de vida por ser un hombre cualquiera, el último miserable.

Estas palabras aumentaron la sorpresa y curiosidad de Andrea.

¿Qué era aquel hombre que envidíaba al último miserable?

¿Quién era su íntimo amigo a quien servia de confidente y mensajero?

¿Por qué no se presentaba el verdadero interesado en tan grave asunto?

Andrea necesitaba salir de estas dudas.

No era nada tranquilizador el misterio con que se cubría el sombrío personaje.

—He cometido una imprudencia,—dijo para sí la joven, que empezaba a sentir miedo.

algunas gotas de frío sudor corrieron por la ancha frente de Antonio.

Debía sufrir mucho.

—Señora,—dijo,—no espereis nada de don Juan, pensad solamente en cubrir vuestra honra y en dar un nombre a vuestro hijo.

—No puedo seguir escuchándoos sin saber quién os envia, quién sois y cómo habéis descubierto el secreto de mi desgracia.

Por ahora no os diré más sino que tengo los medios de salvaros, suponiendo que habéis perdido la esperanza de ser esposa de don Juan. ¿No queréis escucharme? Como gustéis; os dejaré.

—Pero ese misterio...

—Dais importancia a lo que no la tiene,—replicó Antonio,—y os infunde miedo lo que no puede haceros mal. ¿Qué es lo interesante, el nombre de la persona que os ofrece salvaros, o la salvación? ¿Qué es más peligroso, mi entrada aquí o mis palabras? Nadie dudaría en la elección, nadie subordinaría lo principal a lo accesorio; y sin embargo, vos renunciáis a la salvación, porque el salvador no os dice antes su nombre; permitís que llegue hasta vuestro aposento un desconocido, y teneis miedo a sus palabras, le prohibís que os haga proposiciónes que podeis rechazar. Lo que llamais misterio, no lo es, pues se reduce a que ignorais quién soy. Si os basta saber mi nombre, os lo diré: me llamo Antonio Pérez; mi clase es la última, esa que se llama plebe. En cuanto á mi vida, es... la de un desgraciado... Básteos saber que no vivo del robo, sino que gano el pan como mandan las leyes de los hombres, aunque me consideraría feliz si pudiera cambiarme por un salteador... ¿estáis satisfecha?

—Envidíais al miserable, al criminal... Ese es el incomprensible misterio... ¿Qué sois?

—Jamás sabreis más de lo que os he dicho, señora.

—¿Y queréis que os escuche?

—Nada os exijo.

—Entonces...

—¿queréis que os deje?—replicó Antonio como si se dispusiese a salir.

Nada había que oponer a sus observaciones: la imprudencia consistía en haberle permitido entrar allí, pero no en escucharlo. Lo primero podría ser peligroso, mientras que con lo segúndo no se perderia en todo caso más que algún tiempo.

Además, dado el primer paso, no debía retrocederse sin saber de una manera positiva las ventajas o inconvenientes que ofrecían las proposiciónes de Antonio.

Por mucho disgusto que causase a la joven hablar de su desgracia; por más que ofendiese su dignidad y sentimientos de delicadeza aquel extraño contrato de arreglo sobre su honra, no debía desmayar, se trataba de su hijo y tenía el deber de sacrificarlo todo como madre.

Esta consideracion, y no su amor desdichado, le había hecho la noche anterior olvidarse de todo y caer de rodillas ante el hombre que estaba en el caso de arrodillarse ante ella.

No había, pues, más que entregarse a las circunstancias, pedir fuerzas al dolor y a la desesperación y luchar como lucha el desesperado.

Andrea inclinó la cabeza sobre el pecho; su frente se contrajo y se tiñó de carmin, y después de algunos segúndos, fijó en Antonio una mirada ardiente, y dijo con acento breve y enérgico.

—Hablad; os escucho.

Los ojos de Antonio relumbraron como si por ellos se hubiesen escapado dos centellas de su pasíón, y enrojeciéndose y palideciendo luego su rostro, hizo un esfuerzo sobrenatural para mostrarse tranquilo, y dijo:

—Señora, hay un hombre mucho más desgraciado que vos, que sufre mucho más, porque está cometiendo el crimen de amaros, y su conciencia le atormenta con remordimientos espantosos.

—¡Crimen, remordimientos!—murmuró Andrea, a quien cada palabra de Antonio producia una nueva y mayor sorpresa.—¡Remordimientos solo por amar, crimen el amor!...

—No podeis comprender eso, aunque es verdad, ni yo puedo explicároslo.

—Se comprende, si por amarme ha olvidado deberes...

—ningúno, señora: ese hombre es libre.

—Entonces...

—Básteos saber que os ama, lo cual podreis comprender fácilmente, y que su pasíón es de esas que encienden el alma y trastornan la razón...

—Yo,—interrumpió Andrea,—no puedo ni debo escuchar palabras de amor.

—¿Por qué?

—Si es cierto, lo que aún no puedo asegurar, que la ofensa que he recibido y mi dolor de hija, mujer y madre han extinguido el fuego que en mejores días ardio en mi pecho, para amar nuevamente no habrá quedado sentimiento a mi alma.

—El tiempo calma el dolor...

—Teneis,—repuso Andrea,—un entendimiento claro, y habíais como quien comprende y siente las grandes borrascas del espíritu, y no se os debe ocultar que la hiel de los desengaños esterilizan el corazón.

—Eso,—replicó Antonio, que seguia esforzándose para disimular su agitación,—eso, señora, no probaría más, sino que ya no podeis amar a ningún hombre.

—Así es.

—Pero como no se os pide amor...

—¿Se me piden mentiras, engaños?

—menos aún.

—Cada vez os hacéis más incomprensible.

—¡Oh!... cada vez, señora...

Antonio se interrumpió.

En su incesante desasosiego había sacado la mano derecha de debajo de la chupa, donde la había ocultado.

Las extremidades de los dedos estaban manchadas de sangre.

¡Se había herido el pecho con las uñas!

—Permitidme que concluya,—dijo después de algunos momentos.

—Proseguid,—repuso Andrea con visible turbación.

—El hombre que os ama os ofrece su mano para salvar vuestra honra; aceptará como suyo vuestro hijo, y le dará su nombre, que aunque oscuro, es un nombre al fin.

Andrea no acertó a responder: tal efecto produjo en su animo la proposición.

Sintióse a la vez indignada, confusa y aturdida.

El hombre que por satisfacer una pasíón se obligaba a hacer lo que Antonio ofrecía, no podía tener el más leve sentimiento de dignidad, estaba muy lejos de sentir el noble orgullo que eleva a los más humildes, y Andrea, a pesar de su deshonra, le parecía que era demásiado rebajarse el ponerse al nivel de un hombre tal.

Sin embargo, en los primeros momentos de su sorpresa, no encontró palabras con que expresar lo que sentía, y sólo pudo mirar el rostro pálido de Antonio, como si en él quisiese descubrir la intención de las palabras que acababa de oír.

—Basta,—dijo al fin.—El hombre que os envia es indigno de que se le escuche.

—¡Oh!—murmuró Antonio con voz ahogada.—¡Indigno!... ¿Por qué, señora?

—Porque abdica su dignidad, porque trafica con ella, la vende a precio de un capricho, de una pasíón...

—Olvida la honra, queréis decir.

—Sí.

—Entonces...

—El que olvida la honra o la pospone a la satisfacción de sus pasíónes...

—No es eso, no,—replicó arrebatadamente Antonio;—es que hace a su pasíón el sacrificio de su honra, aceptando todas las consecuencias, hasta la vergüenza, la humillación.

—¿Y aún se llama hombre?

—Como vos os llamais señora, y os acusa como lo acusais.

Andrea se estremeció convulsivamente.

En su turbación, no había comprendido hasta entonces la injusticia de su acusación, ni que se acusaba ella misma.

—¿Qué habéis hecho vos?—añadio Antonio.—¿No habéis sacrificado vuestra honra a vuestra pasíón? ¿No aceptasteis todas las consecuencias de vuestra debilidad, y habéis pasado por la humillación y estáis pasando por la vergüenza?

—Basta, basta,—replicó la infeliz joven.

—El hombre que os ama,—repuso Antonio con creciente arrebato,—es aún menos criminal que vos, porque al abdicar su dignidad, al vender su honra, no hace mal a nadie, sino al contrario, os salva de la deshonra y hace a vuestro hijo un bien, que no podría conseguir ni a costa de su sangre; un bien que vos, con todo el amor de madre, con ningún sacrificio hubierais podido hacerle.

[]

¿No habéis sacrificado vuestra honra a vuestra pasíón?

—Basta,—volvió a decir Andrea cubriéndose el rostro con las manos.

—perdónadme, sé que os atormento, que abro más vuestras heridas, y hago otras, quizás más profundas; pero es preciso que sepaís que ese hombre es más digno de compasíón que de desprecio; es preciso que no os quede duda de su amor, como no os quedará cuando conozcais los sacrificios que está dispuesto a hacer para endulzar en cuanto sea posible vuestra situación, si aceptais sus ofrecimientos.

—¡Unirme a un hombre a quien no amo!

—Escuchadme, doña Andrea, escuchadme y luego decidid. En vuestra situación teneis que sacrificar algo, si algo habéis de conseguir.

—Hay sacrificios...

—ningúno es grande para una madre.

—¿Pero quién es ese hombre? ¡Oh!... Decid quién es, por qué se oculta...

—No tardareis en conocerlo; pero antes habéis de conocer sus intenciónes.

—después.

—Primero su alma, su corazón; luégo su nombre, su persona.

—¿Qué más habéis de decirme?

—Lo que puede halagaros algo, hacer para vos más aceptable lo que os propongo.

—Me atormentáis; no se os oculta...

—¿Acaso no sufro yo tanto como vos?

—¡Vos!

—Yo, si...

—¡Dios mío!—exclamó Andrea con doloroso acento.—¿Porqué no acabais con mi existencia?

—Señora,—replicó Antonio,—Dios no escucha esos ruegos de cobardía, de debilidad. Yo también he pedido muchas veces la muerte, sin pensar que hacía una ofensa a Dios, y que me dejaba dominar por un egoísmo miserable. ¿No queréis aceptar la lucha con que el Omnipotente pone a prueba vuestra fe? ¿Os negais a cumplir vuestra misión? Es preciso, señora, apurar hasta el fin la amarga copa de nuestra existencia.

—Es verdad,—murmuró la joven, cuya falsa energía empezaba a desaparecer.

Y volvió a inclinar la cabeza.

Tanto como su desgracia le hacía cavilar a la infeliz Andrea los contrastes rarísimos que en todos sentidos presentaba su misterioso interlocutor.

El que Antonio concurriese a la taberna, no probaba que fuese un hombre oscuro, podía ser un noble disfrazado para conseguir sus fines ocultos; pero lo que no daba lugar a duda sobre su humilde condición, eran sus maneras, que revelaban una educación poco delicada y la falta absoluta de trato con personas de elevada clase.

Y sin embargo, Antonio se expresaba en algunos momentos como hubiera podido hacerlo el mismo don Juan.

Sus ideas no eran vulgares; las formás de su lenguaje no carecían muchas de elegancia, y parecían doblemente buenas comparadas con otras, rudas como su aspecto y hasta groseras.

¿Cómo un hombre así no había de dar mucho que pensar a la joven?

Como si ambos hubiesen agotado las fuerzas, guardaron silencio.

Antonio no apartaba de Andrea, quizás porque no podía, su mirada afánosa y ardiente.

Ambos estaban agitados, tenian la frente contraída y pálido el rostro, donde se pintaba el dolor de una lucha callada y mortal.

La luz se reflejaba en los rubios y descompuestos cabellos de Andrea, y daba de lleno en el semblante duro y repulsivo de Antonio.

después de algunos minutos se estremeció la joven, levantó la cabeza, y dijo:

—Creo que podemos dar por terminada nuestra conversación.

—Yo creo que no,—respondio Antonio:—aún he de explicaros...

—Perderemos el tiempo sin conseguir más que disgustarnos, atormentarnos.

—¿Porqué, señora? ¿Pues no queriais saber cuáles eran los medios con que yo contaba para salvaros?

—Sí.

—Entonces...

—Quise conocer esos medios, suponiendo que eran para conseguir que cumpliese sus promesas don Juan; pero no siendo, así...

—¿renunciáis a tener un nombre para vuestro inocente hijo?

—No; pero antes que alcanzarlo de la manera que me proponeis apelaré al último recurso.

—ningúno os queda.

—Uno todavía.

—intentáis engañaros.

—Tranquilizaré mi conciencia de madre.

—¡Oh!

—Si puedo dar a mi hijo un nombre ilustre, no debo por debilidad privarle de él.

—Sólo conseguireis atormentaros más.

—Estoy acostumbrada a sufrir.

—Recibireis nuevos desengaños.

—No, porque he perdido la esperanza.

—Entonces, si nada esperáis...

—Ya os lo he dicho; satisfaré todas las exigencias de mi conciencia de madre.

—¿Qué habéis de hacer? Don Juan está camino de Lisboa.

—Lo sé.

—¿Ireis a buscarlo para que os rechace otra vez, para que os desprecie?

—No.

—Cualquier paso agravará vuestra situación.

—No puedo daros explicación es.

—Pues bien,—replicó Antonio,—permitidme que yo os las dé sobre lo que os he propuesto.

—Para nada me interesa conocer lo que desde luego no quiero aceptar.

—Sin embargo...

—habéis dicho lo más importante: hay un hombre que me ama y que está dispuesto a ¡sacrificarlo todo, hasta su dignidad, por ver satisfecha su pasíón.

—Si.

—Basta, pues.

—¿Rechazais sus ofrecimientos?

—Sí.

—¿Resueltamente?

—Sí.

—¿Y si no os diese resultado ese último esfuerzo que intentáis hacer?

—Entonces...

—Entonces, decid... ¡Oh!...

—No sé...

—¿Dejareis sin nombre a vuestro hijo?

—¡Dios mío!—exclamó Andrea.

—¿Lo dejareis sin nombre?—repitió afánosamente Antonio.

—Si mi postrer esfuerzo no me da resultado,—repuso la desdichada joven,—entonces... ¡Oh!... entonces... no sé lo que en mi desesperación haré.

—¿queréis fijar un plazo para determinar?

—No.

—Será preciso que yo vuelva a veros.

—Me vereis si lo que es muy difícil, me resuelvo a entrar con vos en nuevas explicación es.

—Tened entendido que el hombre que tanto os ama hará todos los sacrificios para endulzar vuestra situación hasta el de dejaros en completa libertad, y no veros sino algúna vez que se lo permitieseis: tanto os ama, señora,—añadio Antonio con acento de febril exaltación,—es tan intensa su pasíón...

—Callad,—interrumpió Andrea estremeciéndose,—callad, dejadme...

—Doña Andrea...

—Dejadme, dejadme,—replicó la joven, haciendo el último esfuerzo.—Dejadme... Ni una palabra más ¡Ah!

Y levantándose, desapareció por una puertecilla que daba a las habitaciones interiores.

Antonio, con los ojos chispeantes, el rostro pálido y desfigurado, anhelante, ébrio, dio un paso para seguir a Andrea; pero se detuvo, un rugido de desesperación se escapó de su agitado pecho, apretó los puños con toda la fuerza de su loco arrebato, y exclamó con voz ronca:

—¡Será mía, será mía!

Sin duda estas palabras con que Antonio declaró imprudentemente ser él mismo el oculto enamorado, llegaron a los oídos de Andrea, y lo creemos así, porque se oyó un grito de horror, de espanto, y luégo un ruido sordo, apagado, como si alguien hubiese caido al suelo.

En su trastorno nada oyó el amigo de Juan.

algunas palabras ininteligibles salieron de su boca, y abandonó el aposento y luégo la casa sin responder a las multiplicadas preguntas de Juan, más que:

—Bien, bien... Cuando me necesite tu señora, búscame en la taberna.

Pocos momentos después Juan y Petra acudían en socorro de la joven, que había perdido el conocimiento.

—¿No lo decía yo?—repetia la supersticiosa sirviente.—¿No lo decía yo, que ese no era hombre, sino el mismo Satanás en figura humana? ¡Ay, Juan, pedazo de bruto, simplón! ¿Cómo te has dejado engañar cuando no había más que mirarle los ojos?

—Calla,—replicó el criado,—no digas desatinos. Trae agua y vinagre...

—Agua bendita es lo que hace falta.

—Mira, ya vuelve en si...

—¡Buen amigo te habías echado!

Cuando Andrea recobró el conocimiento exhaló un penoso suspiro.

—Era él, era él mismo.

—¿Lo oyes?—dijo en voz baja Petra a su compañero.—La señorita lo ha conocido también, y dice que es el mismo díablo.

Por fortuna de Andrea no despertó su madre aquella noche, y pudo llorar y entregarse a la madrugada a un sueño reparador.

Falta le hacía recuperar las perdidas fuerzas para soportar el dolor de los nuevos golpes con que le amenazaba la desgracia.

CAPÍTULO XVIII.
Cómo empezó Patiño a ganar terreno, y la reina a quitarle estorbos.

La noticia de la fea traicion de Riperdá cundio con prodigiosa rapidez, y aquella noche llegó a Aranjuez, llevada por los cortesanos y la parte de la servidumbre real, que no habían podido dejar a Madrid sino algunas horas después que el monarca.

Con éste habían ido Grimaldo, Castelar y su hermano Patiño, ministros de Estado, Guerra y Marina, quedándose en Madrid Arriaza, ministro de Hacienda; pero los hermanos Castelar, a pesar de no ser los encargados de los negocios de política exterior, eran los que hacían el principal papel, los que puede decirse que tenian la iniciativa, y aún para hablar con exactitud de los dos hermanos, era don José Patiño la verdadera alma del ministerio, no solo por la superioridad de su talento, sino por la decidida protección de la reina y el apoyo del conde de Koningseg, embajador de Austria.

El apoyo de este personaje era tanto más decidido, cuanto que Patiño se había comprometido y hecho comprometer a sus compañeros a cumplir las atrevidas promesas de Riperdá.

A pesar de ser Grimaldo el ministro de Estado, se había dejado al marqués de la Paz que continuase dirigiendo las importantes negociaciones con la corte de Viena, dando ésta circunstancia mucho que pensar al embajador inglés, y poniéndole en mayor cuidado, cuando Riperdá le hizo las revelaciones de que hemos hecho mención.

Estaba, pues, conocido el espíritu del nuevo gobierno.

Iba a ser más intenciónada la sorda, pero tenaz lucha entre España é Inglaterra, y no debía cesar el estado de mal disimulada desconfianza entre los gobiernos español y francés.

Si Patiño aprovechaba, como efectivamente hizo, algunos pensamientos de Riperdá sobre el sistema de comercio, Inglaterra sufriria inmedíatamente las consecuencias, y no debía tampoco quedar muy bien parada Francia si se llevaban a término con habilidad los atrevidos proyectos del ex-ministro algunos de los cuales eran ya estipulaciones con Austria, sobre desmembración del territorio de aquella nación.

Pocas épocas tan delicadas como aquella ha atravesado la Europa; pocas cuestiones tan graves ha tenido que resolver la diplomacia; pocas de trascendencia tal, que aún hoy preocupan los animos, y son la causa de complicaciones que no se salvarán sino a costa de grandes sacrificios, de mucha sangre, y después de perturbaciónes de esas que conmueven a la sociedad en sus cimientos, y que todo lo salvan o todo lo pierden.

No podemos entrar en detalles que fatigarían la atención del lector y robarían todo su interés a los sucesos de esta historia; solamente, y para que se comprenda cuanto hemos de referir, diremos que la influencia alemana fue más poderosa que nunca, desde que se nombró el nuevo ministerio.

La alianza con Austria era la base de la política española, y el que pensase siquiera en la conveniencia de un acuerdo con Inglaterra y Francia, debía renunciar a ser amigo del monarca y mucho menos de la reina., cuyos sueños de ambición se veían tan halagados con los proyectados casamientos de don Fernando y don Carlos con las archiduquesas austríacas, y con el aumento de territorio de nuestra nación.

Cuantos pensasen en otra cosa debían ser sacrificados a estos planes, por más que fuesen antiguos y leales favoritos. Los que habían resistido á todos los ataques y conservado el favor real contra toda clase de influencias, debían sucumbir a la primera tentativa para que cambiase o se modificase la política exterior.

Harto cara costaba.

La alianza del emperador se pagaba con crecidos subsidios, de manera que se gastaban nuestros recursos en llenar las arcas del tesoro austríaco, mientras se desatendían nuestras más apremíantes obligación es.

Riperdá se había asustado de sus propios planes, había empezado a desconfiar de las promesas del emperador, y empezado a preparar el terreno para una nueva política. Pocos días antes de su caida se habían enviado a Viena trescientos mil duros, con intención de que esta cantidad fuese la última, y además dispuso que se retirasen las tropas que había en la frontera de Francia y costa de Galicia, como una amenaza constante a los gabinetes de París y Lóndres.

Patiño, con un atrevimiento sin igual, a pesar del estado de nuestro tesoro, aseguró que podrían cubrirse los subsidios prometidos al Austria, y apenas fue nombrado ministro, se empezó a negociar un empréstito de cincuenta y ocho millones de reales, que se destinaron casí en su totalidad a la corte de Viena, disponiendo que inmedíatamente volviesen las tropas a los puntos que ocupaban.

Koningseg fue así el hombre de más poderosa influencia, y por indicacion suya continuó, como ya hemos dicho, el marqués de la Paz, encargado de seguir las negociaciones con Austria, sin mirar la ofensa que se hacía al marqués de Grinaldo, ministro de Estado.

Estas y otras graves disposiciones fueron causa de ardientes celos y profundos odios, y dieron lugar a serías disputas y tristes desavenencias, con que nada ganaban los públicos intereses harto lastimados desde la deplorable administracion del tiempo de Carlos II.

Por lo que dejamos ligeramente apuntado, se ve que en la corte de Felipe V se sostenía una guerra cruda de rivalidades, más encendida cada vez por impacientes ambiciónes.

Y en medio de aquellos cortesanos nunca satisfechos, dispuestos siempre á herirse, estaba el nielo de Luis XIV, melancólico, indiferente, y sin más ambición que la de no ser rey, pues si halagó el dorado sueño de ceñir la corona de sus antepasados, en los medios que empleaba para conseguirlo, probaba que a ello le movia, más que la ambición, el cariño á la madre patria.

El alma de todo aquel movimiento lo era Isabel de Farnesio, cuya imaginación viva y ardiente, cuyo enérgico carácter se avenian mal con las dulzuras del tranquilo retiro ambiciónado por su esposo.

Si Felipe V no abdicó más que una vez, fue porque la segúnda que intentó hacerlo se lo estorbó la reina.

Varias eran ya las personas designadas por Patiño, de acuerdo con doña Isabel, como víctimás inmoladas a la influencia alemana.

El primero que debía sufrir las consecuencias del cambio ministerial era el padre Bermúdez, confesor del rey, sacerdote virtuosísimo y ajeno a cierta clase de intrigas; pero era enemigo declarado de la alianza austríaca, y había intentado algúna vez llevado de un espíritu desinteresado de conciliación, el restablecimiento de las relaciónes sinceramente amistosas con Francia.

Esto era un grave delito para Isabel de Farnesio, que para inutilizar a este enemigo de sus planes, no esperaba más que una ocasíón oportuna.

No debía tardar en presentársele.

Bermúdez había aconsejado al cardenal Fleury que escribiese al rey, proponiéndole la reconciliación.

Felipe V no podría dejar de responder, y su confesor esperaba que una vez entablada la correspondencia, se llegaria a un feliz acuerdo.

El cardenal había tomado el consejo y escrito al rey, enviándole la carta a Bermúdez.

No desconocía éste las dificultades o más bien peligros de su misión, y aguardaba un momento en que poder hablar al monarca, sin que estuviese presente doña Isabel.

El día en que estamos, es decir, el siguiente al en que tuvieron lugar las escenas que hemos referido, la reina se hallaba muy ocupada en consultar con Patiño y el marqués de la Paz, sobre el grave asunto de Riperdá y otros no menos importantes.

Felipe V, entregado a su melancolía, no había querido tomar parte en la conferencia, contentándose con ordenar al marqués, que después de meditada una resolución, se la propusiese para aprobar o desaprobar.

ningúna ocasíón pareció a Bermúdez tan oportuna como aquella. Isabel de Farnesio, ocupada con los ministros, dejaria en completa libertad a su esposo siquiera por medía hora, y este tiempo era suficiente para entregar la carta de Fleury, leerla y hablar sobre su contenido.

No contó Bermúdez con la perspicacia de la reina, ni sospechó que ésta, en su prevision y habilidad, podría haber dejado dispuesto que le avisasen si su esposo recibia al confesor.

El cielo estaba nebuloso y la atmósfera húmeda.

Los bosques y jardínes de Aranjuez se encontraban en aquella estacion desnudos de verdor y de flores.

Como el viaje de los reyes había sido tan repentino e inesperado, no había dado lugar a que acudiesen allí los numerosos cortesanos que en los días de jornada real llevaban la animacion y cuanta alegría permitían las severas costumbres de la austera corte española.

Encapotado el cielo, triste el día, solitario y callado el lugar, preocupados los animos y adustos los semblantes, no parecía sino que todo se había conjurado para aumentar la melancolía del monarca.

Sólo en su aposento, sentado cerca de la chimenea, con los brazos cruzados y la cabeza inclinada sobre el pecho, estaba Felipe V inmóvil hacía ya algunos minutos, como entregado a la más profunda meditación.

Tal era su continente y habitual postura, particularmente desde que murió su hijo Luis I y volvió a sentarse en el trono.

Cuando le anunciaron que su confesor deseaba hablarle, levantó la cabeza, hizo un leve gesto, y dijo:

—Que entre.

El padre Bermúdez, hombre de rostro apacible, de dulce mirada y sencillas maneras, se presentó.

—Señor,—dijo con el tono pausado con que siempre hablaba,—sentiré haber llegado en momentos en que incomode a vuestra majestad.

—No, padre,—respondio el monarca,—al contrario, venís oportunamente.

—Me felicito, señor.

—En estos momentos de confusion, de agitación para todos, yo me aburro. Tanto suceso desagradable me aféela demásiado, me cansa, y todo lo dejo, me quedo solo, y acabo por entristecerme, por fastidíarme.

—La situación es crítica, si son ciertas las noticias que corren.

—Empiezan a darse pormenores que me hacen creer en la traicion de Riperdá.

—Semejante proceder...

—No hablemos de eso, padre; las ingratitudes me hacen mal, porque son desengaños. ¿Teneis noticia de vuestros amigos de Francia?

—Sí, señor; no solamente noticias, sino que se me ha confiado una mision importante, que no sé si debo aceptar.

—¡Una misión!

—Cerca de vuestra majestad.

—Explicaos.—repuso Felipe, variando de postura y disponiéndose a escuchar.—Ya sabeis que a pesar de todo, guardo en mi corazón un tiernísimo cariño a mis nobles parientes y a mi patria.

—Sin embargo,—dijo Bermúdez, que tuvo por buen principio las palabras del rey,—he comprendido que no era del agrado de vuestra majestad tratar ahora de arreglos ni transacciones con el gobierno francés...

—No importa, explicaos.

—Me ha escrito el cardenal Fleury.

—¿Y qué os dice?

—Me envia una carta, rogándome muy encarecidamente que la entregue a vuestra majestad.

—¿Y dudabais en complacerlo?

—Temía...

—¿Qué?

—Desagradar a vuestra majestad.

—Dadme esa carta, padre, dádmela sin temor.

—Gracias, señor, gracias,—dijo el sacerdote lleno de satisfacción, y sacando y entregando la carta al rey.

—El cardenal,—repuso éste, rompiendo el sello y desdoblando el papel,—concluye por donde debiera haber empezado. Es un hombre que vale mucho, pero suele cometer la torpeza de pensar en lo que vale.

Felipe V se recostó en el sillon como para leer tranquila y cómodamente.

Bermúdez esperó con ansiedad.

Empero, en aquel instante, sin más aviso ni anuncio, se abrió una puerta y apareció Isabel de Farnesio, deteniéndose como si no se atreviese a entrar.

Palidecieron los rostros de aquellas tres personas.

Hubo un segúndo de silencio.

El padre Bermúdez comprendio que su perdicion era cierta, y no acertó a moverse, ni hablar para saludar a doña Isabel.

—perdóne vuestra majestad,—dijo ésta al rey:—no sabía que estabais ocupado, tal vez en asuntos de gravedad, y... No quiero interrumpiros...

—Entrad,—respondio el monarca, esforzándose para sonreír y disimular su turbación.

—después volveré...

—No tratamos de nada reservado para vos, mi querida esposa... Al contrario, podreis aconsejarme... Acercaos.

La reina llegó hasta su esposo.

El confesor, turbado aún, no acertó tampoco a articular una silaba.

Por su frente corrieron algunas gotas de frío sudor.

—¿En qué puedo serviros?—preguntó la reina cariñosamente y sin mirar al sacerdote.

—El buen padre Bermúdez,—repuso Felipe,—acaba de entregarme esta carta, que le ha enviado el cardenal Fleury.

—¡Fleury!—repitió Isabel.

—Si, leed...

—¿Qué dice?

—Aún no lo sé; pero...

—Comprendo,—replicó gravemente la reina.

Y extendio un brazo para apartar el papel que su esposo le daba.

Felipe V se acercó más a la chimenea.

Puede asegurarse que estaba casí tan turbado como su confesor.

—Por las indicaciones,—dijo,—del padre Bermúdez, entiendo que se pretende...

—¿Pediros perdón?

—Entrar en negociaciones...

—Sí, se pretende lo que siempre se ha pretendido,—replicó Isabel,—que rompamos nuestra amistad con Austria.

—sería demásiado pedir para quien está obligado a dar.

—Nada,—repuso la reina, fijando en su esposo una ardiente mirada,—nada aconsejo a vuestra majestad, porque... os he visto, señor, dispuesto a quemar esa carta sin leerla.

—¡Oh!—murmuró el monarca dando entre sus dedos mil vueltas al papel.

—Y no podía ser de otro modo,—añadio Isabel de Farnesio,—porque así lo exige la dignidad, el decoro de vuestra majestad.

—Yo,—pudo al fin decir el sacerdote,—no he hecho más que acceder a un ruego...

—Vos,—replicó asperamente la reina,—sabeis que la hija de vuestro rey fue a Francia para casarse, y que el día que debió verificarse el desposorio, en vez de conducirla al altar, se la despidio de la corte, enviándola con su padre. Esa ofensa, que no solamente a una infanta, sino a una señora no puede hacérsele, la conocíais.

—Señora...

—Vos, señor Bermúdez, visteis entrar en Madrid, humillada y avergonzada á la hija de vuestro rey... ¡Oh!... ¿Ha podido borrarse ese recuerdo de vuestra alma de español?

—No, no lo he olvidado; pero...

—también sabeis,—interrumpió la reina, que empezaba a dejarse dominar por su creciente arrebato,—sabeis que su majestad, para olvidar esa ofensa, ha puesto por condición precisa que el hombre que la infirió venga a pedir su perdón, postrándose de rodillas ante los ofendidos.

—Es verdad, lo sé.

—Pues bien; el día que de Francia os encarguen venir a decir a su majestad que está aceptada la condición... entonces...

Isabel de Farnesio se interrumpió y miró al monarca.

Este arrojó al fuego la carta de Fleury, y luégo, como acabando de expresar la idea de su esposa, dijo:

—Sí, entonces volved a verme.

Estaba pronunciada la sentencia.

Hubiera sido perder tiempo y humillarse en vano el alegar excusas.

La destitucion del confesor era asunto de antemano resuelto y muy meditado.

Bermúdez no era soberbio, ni siquiera orgulloso; pero tenía la suficiente dignidad para no exponerse a recibir otra reconvención, tanto más sensible cuanto buenas eran sus intenciónes.

Así que, sin hablar más, hizo una reverencia y salió.

Como si el rey hubiese hecho algo, siquiera pensar en despedir a Bermúdez, lo cual no pensó sino cuando se lo indicó su esposa, le dijo ésta:

—Os felicito, señor, por la energía que habéis mostrado, y me alegro no haberos aconsejado, porque así no podrá decirse que obrais por mi influencia.

Felipe V había inclinado otra vez la cabeza y guardó silencio.

—He conferenciado,—añadio la reina,—con el marqués y con Patiño, y opinan como yo.

—Me alegro,—respondio distraídamente el monarca.

—Debemos, pues, aprovechar el tiempo...

—Sí.

—¿queréis que vengan?

—Sí.

La reina llamó y ordenó que dijesen al marqués de la Paz y a Patiño que entrasen.

El antiguo rival de fray Manuel tenía un estorbo menos.

Muy pronto debía verse libre de los demás.

—¡Oh!—murmuraba Bermúdez mientras se alejaba de palacio.—¡Al rey le hacen daño las ingratitudes!... A mi también... Paciencia, resignación: la justicia infalible es la de Dios... Volveré a mi tranquila vida... No es la corte para mí.

CAPÍTULO XIX.
Cómo terminó la cuestion de Riperdá.

Solo Patiño entró en la cámara, diciendo al rey que el marqués de la Paz estaba hablando con uno de sus agentes secretos que acababa de llegar de Madrid con noticias de importancia.

—Bien,—respondio el monarca con su acostumbrado laconismo y sin mostrar ni curiosidad ni impaciencia.

No tardó en presentarse el marqués con aire un tanto pensativo, que aumentaba la gravedad natural de su aspecto.

Su mirada que parecía salir trabajosamente por entre sus párpados, casí siempre medio cerrados como los de un míope, se fijó en el rey por un instante y luego en Patiño, como si quisiese comunicar a éste el resultado de una rápida observación.

—¿Qué sucede?—preguntó Isabel de Farnesio sin esperar a que el diplomático acabara las frases con que saludó a Felipe V.

—Uno de mis agentes,—respondio el marqués,—acaba de llegar para decirme dos cosas importantes.

—Explicaos,—repuso la reina con afán.

El rey se contentó con volver la cabeza hacia el marqués.

—Señora,—dijo este,—ya no puede dudarse de la traicion de Riperdá: tengo una prueba de ello, sé de donde partió la noticia, y me he convencido, no solamente de que es cierta, sino de que la persona que la dio lo hizo así para llevar a cabo algún plan. Está, pues, explicado cómo el populacho que ayer gritaba supo la traicion antes que nosotros y que los más Íntimos amigos de Stanhope.

—¿Y sabeis también,—preguntó Patiño,—quién enseñó a ese mismo populacho ciertas palabras, ciertas fórmulas que no podían estar al alcance de su ignorancia y su rudeza?

—No; pero es posible que esté relaciónado lo uno con lo otro.

—Sí, si, sepamos.

—Cuando ayer se disponia la plebe a invadir la embajada inglesa, a lo cual nadie se opuso, salió de casa de Stanhope un fraile.

—¡Un fraile!—repitió Isabel.

—Si, señora, un fraile, que con solo dar la noticia de la traicion de Riperdá, evitó el atropello.

—¿Y no habéis averiguado quién es?

—Es la única torpeza cometida por mis agentes, aunque la disculpan con razónes que he tenido que aceptar: estaban entre los alborotadores, y cuando llegó la voz al sitio donde se encontraban, llegó también el movimiento irresistible de retirada y fueron arrastrados a su pesar por la muchedumbre, en tanto que el religioso desapareció.

—¿Y por qué no han seguido haciendo averiguaciones?

—Uno de ellos queda haciéndolas; pero el otro ha tenido que venir para avisarme la salida de Madrid del embajador.

—¿Viene?—preguntó vivamente la reina.

—Creo que antes de cinco minutos estará aquí. Mi agente, con gran trabajo, ha podido adelantar muy poco el coche de Stanhope.

—Ya lo veis, señor,—dijo Isabel de Farnesio al rey.—No nos habíamos equivocado, es preciso aprovechar el tiempo y determinar para no estar desprevenidos cuando venga Stanhope.

—Bien, determinemos,—respondio el monarca, variando de postura, dispuesto a escuchar y a pronunciar un sí o un no, según su costumbre; pero no a hablar ni a discutir.

La reina se sentia aún exaltada por la anterior escena con Bermúdez, y si con gran esfuerzo contenía los impulsos de su enojo, con el más leve motivo que lo aumentase estallaria sin remedio.

—¡Un fraile, un fraile!—murmuró como si se olvidase del asunto que se trataba y de lo importante que era, según ella misma, no perder un momento.

Pero volviendo luego a la cuestion y dirigiéndose a su esposo, dijo:

—Señor, tiempo es ya de que los ingleses se convenzan de que no estamos dispuestos a tolerar sus abusos, y que nos sobra fuerza y energía para rechazarlos.

—La situación es violenta, muy violenta,—añadio el marqués para esforzar los argumentos de la reina; pero con el mismo tono que hubiera podido hablar del frío de la estación.—Por mi parte confieso que mi pobre entendimiento y mal aprovechada experiencia no alcanzan a sostener unas relaciónes con los que tienen el odio en el corazón y la amistad en los labios.

—Por eso,—repuso Isabel.—es preciso quedar dentro o fuera: la guerra de intrigas no puede aceptarla un alma noble como la de vuestra majestad.

—No,—dijo el rey.

—Si Stanhope intenta ocultar la traicion que lo ha hecho dueño de los secretos más importantes, no debe escucharle vuestra majestad, porque sería aceptar la burla y honrar la mentira.

—¿Cuál es vuestra opinión?—preguntó el monarca a Patiño.

—Supongo,—respondio éste,—que el embajador vendrá con intento de desmentir los rumores que corren, aunque no creo que en último apuro se empeñe en sostener su negativa, que no podría dar más resultado que favorecer a Riperdá.

—Tal vez por pagarle las revelaciones...

—Señor, los ingleses no compran nada a subido precio,—replicó Patiño:—son hábiles mercaderes y no pagan caro lo que han de revender barato.

Felipe V sonrió levemente.

—¡Ah!—exclamó la reina sin ocultar la satisfacción que le habían causado las palabras de su protegido.—Los conocéis.

—Bien,—dijo el monarca.—¿No habíais hablado ya sobre ese enojoso asunto?

—Sí, señor.

—¿Y habéis convenido en lo que conviene hacer?

—también.

—Pues entonces, proponedme y aprobaré. Estoy conforme en despedir a Stanhope si niega la traicion de Riperdá; pero ¿y si la confiesa?

—Exigirle la entrega del traídor.

—¿Y si no accediese?

—Energía, señor, energía,—dijo la reina, que parecía cada vez más exaltada.

—¿Pero cómo he de mostrar esa energía?

—Sacando a Riperdá de casa de Stanhope.

—¡Oh!

—¿Han de ser,—repuso la reina,—las casas de los embajadores seguro refugio donde los criminales encuentren la impunidad?

—Se consideran territorio extranjero...

—¿Para todos los delitos? ¿Han de gozar Las embajadas de privilegios que no se conceden a las iglesias? Señor, se trata de un crimen de Estado, de alta traicion. Decid, marqués, vuestra opinión para que su majestad deseche sus temores, o más bien sus escrúpulos.

—Señora,—respondio el nuevo marqués,—no hay sobre eso una jurisprudencia clara y terminante; pero tenemos ejemplos de no haber servido para la impunidad de ciertos grandes crimenes el asílo del templo, y opino como vuestra majestad, que la casa de un embajador no ha de traer más privilegios que la de Dios. Sin embargo, como el asunto es delicadísimo y puede tener muy serías consecuencias, para eliminar toda responsabilidad y dar a la defensa más fuerza, convendria consultar el punto al Consejo de Castilla. Esto daria también a la resolución un carácter de imparcialidad muy conveniente, alejando toda sospecha de que la había dictado la exaltación del enojo.

—¿Os parece bien, señor?—preguntó la reina a su esposo.

—Sí.—respondio éste.

Y volvió a cambiar de postura como quien se fastidía.

La conferencia fue interrumpida por un gentil-hombre, que entró para avisar la llegada del embajador inglés.

Al instante fue recibido Stanhope.

Contra su continente grave y frío se estrellaron la mirada ardiente de Isabel y la escudriñadora de Patiño.

El marqués de la Paz, con los ojos medio cerrados, parecía absorto en contemplar las oscilantes llamás de la chimenea.

—¿Es reservado lo que teneis que decirme?—preguntó el monarca después de recibir y contestar el saludo ceremonioso del inglés.

—Al contrario,—contestó éste,—deseo, señor, que pe haga público el asunto, porque obrando a ruegos de otro, podré siempre atestiguar que cumplí el encargo con fe, si no con acierto ni fortuna.

El rey se encogió de hombros como quien no entiende lo que oye.

Patiño y la reina, sorprendidos, porque tampoco comprendieron, cruzaron una mirada interrogadora y acabaron por hacer un leve gesto.

El marqués miró un instante al embajador, luego a la reina, a Patiño y al rey, y no encontrando lo que buscaba, volvió a contemplar el fuego.

—Explicaos, pues,—dijo Felipe.

—Señor,— repuso Stanhope,—un desdichado que a nadie puede acudir me ha pedido ayuda y no he podido negársela porque todo hombre está obligado a favorecer la desgracia y a pedir misericordía hasta para el último criminal.

—¿Vais,—interrumpió vivamente la reina,—á hablar de Riperdá?

—Señora,—respondio gravemente el inglés,—empezaba a exponer el objeto de mi venida; pero vuestra pregunta quedará satisfecha en breve, porque tengo ya poco que decir.

Estas palabras eran una reconvención, e hicieron comprender a Isabel de Farnesio la inconveniencia que le había hecho cometer su impaciente afán, interrumpiendo al embajador.

Un ligero carmin tiñó por un instante las mejillas de la reina, y Stanhope, como si nada advirtiese, prosiguió diciendo al monarca:

—Traigo una carta en que pide perdón y permiso para acabar sus días en un destierro el último ministro de vuestra majestad.

Y sacando un papel, añadio:

—Si vuestra majestad quiere recibirla...

—Nó,—dijo Isabel, que no podía contenerse.

—Yo,—repuso Stanhope, siempre dirigiéndose al rey,—he aceptado el encargo, porque siempre he visto admitir sin inconveniente las súplicas de los criminales, lo cual no quiere decir que se les ha de hacer gracia, y aún suponiendo el mayor delincuente a Riperdá, creí que vuestra majestad, si no lo perdónaba, se dignaría escucharlo.

—Sí, la justicia oye siempre,—respondio el monarca, tomando el papel y dejándolo sobre la chimenea.—Me ocuparé del asunto... ¿queréis algo más?

El embajador se sintió algo desconcertado.

Y como para vengar a la reina, el marqués de la Paz, tomando parte en la conversación, dijo a Stanhope.

—¿Se considera Riperdá en estos momentos bajo la autoridad de su majestad y la jurisdiccion de los tribunales españoles?

—No, respondio el inglés:—ahora está en territorio extranjero.

—Entonces,—repuso el marqués, desplegando una leve sonrisa,—no opino como vos, señor Stanhope. A los criminales se les llama, y cuando se presentan a responder, tienen el derecho de defenderse y de hacer escuchar sus súplicas; pero cuando se ocultan donde la justicia no puede alcanzarlos, según las leyes pierden el derecho de defensa, de súplica, y se les juzga en rebeldía sin que puedan ni aún protestar. Ved, pues, que su majestad os ha otorgado una gracia especialísima, recibiendo ese papel.

El rostro de Isabel de Farnesio se dilató.

—¿No conocíais,—dijo al embajador,—esas leyes de nuestro país?

—Las conozco,—contestó Stanhope;—pero como el razónamiento del señor marqués se funda en una hipótesis, desde el momento en que ésta no se admita se destruye aquel por sí mismo. Riperdá no puede ser juzgado porque no es acusado: no pide perdón de ningún crimen, sino de la falta de acierto que le ha hecho caer en desgracia de su majestad. Por eso no se defiende ni se defenderá mientras no se le acuse de algo.

—¿Por qué huye y se esconde si es inocente?

—Se refugió en mi casa, porque el populacho le perseguia para asesinarlo.

—Señor embajador,—dijo gravemente el rey, que queria terminar cuanto antes aquella enojosa conferencia,—os equivocais al afirmar que Riperdá no es un reo.

—Señor...

—Está acusado.

—Ignoro de qué...

—De traicion contra nuestra real persona y contra el Estado.

—¡De traicion!—murmuró Stanhope.

—Sí,—replicó Felipe V asperamente en uno de los arranques de incontrarestable energía que mostraba por tan pocos momentos y tan raras veces.—La justicia le ha buscado y os lo ha reclamado. ¿Ignorais eso también? Si el pueblo intentó apoderarse de él, fue indignado por la fealdad del crimen, porque el pueblo español aborrece a los traídores; pero se le contuvo, se le ha castigado, a pesar del noble sentimiento que le inspiró su indignación, porque el pueblo amotinado no es juez, sino mero ejecutor de las sentencias dictadas por las pasíónes; se le ha castigado porque robaba sus fueros a la justicia. Ahora es preciso castigar también al criminal, y se le castigará sin que le valga el asílo que ha buscado, asílo cuya inmunidad no puedo reconocer, tratándose de ciertos crimenes. Leeré su carta por deferencia a vuestra persona; pero entre tanto, señor embajador, entregadlo a la justicia para evitarme y evitaros el disgusto de que yo me apodere de él.

La sorpresa fue general, porque nadie esperaba que hablase tanto ni con acento de tal firmeza el monarca.

Stanhope pareció vacilar, pero después de algunos instantes se decidio a decir:

—Señor, por hoy está Riperdá bajo el pabellón de la Gran Bretaña.

—De entre sus pliegues,—replicó Felipe con más dureza que antes,—lo sacará un pobre alguacil.

—Fuerzas ha de tener para desgarrar la bandera del Reino Unido.

—No importa: la harian girones las bayonetas de mis soldados.

Todas las frentes se contrajeron.

Hasta la reina, que era la que más exigente y exaltada se había mostrado, se estremeció como si tuviera miedo.

El monarca había ido quizás más allá de lo que permitía la prudencia en aquellas circunstancias.

—Señor,—dijo Stanhope,—¿me autoriza vuestra majestad para que trasmita esas palabras al gobierno inglés?

—Si,—respondio el monarca;—pero a condición de que trasmitais también todas las vuestras.

—No me acuerdo de ellas.

—Bien,—dijo el rey.

Y como si se hubieran agotado sus fuerzas repentinamente, volvió a dejar caer la cabeza sobre el pecho y quedó inmóvil y silencioso.

Isabel de Farnesio comprendio que le había llegado su vez.

—Confesad,—dijo al embajador,—que defendeis la causa de Riperdá con el mismo ardor que si fuese un inocente perseguido y no un criminal.

—Aún no sé,—respondio Stanhope, aprovechándola ocasíón de dar a la conversación un giro menos acre,—aún no sé cual es el crimen de Riperdá.

—¿No sois vos quien puede darnos más exactas noticias sobre ese punto?

—Señora...

—¿No sois vos quien ha escuchado y aprovechará las revelaciones de secretos de Estado hechas por el traídor para pagar vuestra hospitalidad?

Stanhope se sonrió como si no diese importancia al asunto, y respondio:

—El infeliz no ha hecho más que confirmar sospecha. Entre suspiros y sollozos me habló de los casamientos de sus altezas y de los proyectos de desmembrar de Francia la Alsacia, el Franco Condado, la Borgoña, Navarra, el Rosellon y otras provincias, que debían repartirse entre España y Austria, también me dijo algo sobre ideas relativas a la sucesion de su majestad al trono de Francia, y nombró a Gibrallar y explicó no sé qué pensamiento sobre ordenanzas de comercio; pero todo con tal desorden que me costó gran trabajo entender algúna cosa.

En muy pocas palabras y con tono de completa indiferencia, había tocado Stanhope los más importantes asuntos políticos, había probado que conocía todos los secretos y que podía fácilmente entorpecer los efectos del tratado concluido sigilosamente entre el rey y el emperador.

Las mejillas de Felipe V se tiñeron de púrpura y su frente se contrajo; pero como si nada hubiese oído, ni se movio ni pronunció una palabra.

—Nada de eso,—añadio el embajador,—me ha sorprendido; pero si que vuestras majestades toquen semejante punto, lo cual me obligará, con harto sentimiento, a pedir algunas explicación es al gabinete español.

—Si, pedidlas... Empezad,—dijo Isabel de Farnesio.

—No,—replicó el monarca;—para eso está el ministro de Estado y el marqués de la Paz.

—Entonces,—repuso el inglés,—nada más tengo que exponer.

—Guárdeos el cielo, señor embajador,—dijo el rey.

Stanhope salió de la támara diciendo para sí:

—No lo conozco, no lo conozco; ese no es el rey de ayer... Olí!... ha trastornado mi plan... No importa, soy dueño de todos sus secretos.

Entretanto Felipe V decía al marqués de la Paz:

—Hoy mismo ¿lo entendeis? hoy mismo ha de salir Riperdá de Madrid para Segovia.

El marqués hizo una profunda reverencia y salió del régio aposento.

—¡Ah!—exclamó Isabel.—Señor, sois un gran rey y un gran hombre, y me honro con ser el más leal de vuestros vasallos y vuestra esposa.

Diez minutos después tomaba al galope el camino de Madrid un jinete que había salido de la morada real, y antes de otros diez minutos dejó atrás el coche del embajador inglés.

Cuando éste llegó tres horas más tarde a su casa, encontró a la puerta un destacamento de guardías de corps, mandado por el general Valanza.

Bajó del carruaje sin hacer ningúna observacion ni que se la hiciesen; entró en el portal y vio algunos alguaciles.

—Señor,—le dijo un criado,—arriba espera un alcalde de corte.

Subió, y efectivamente encontró al alcalde don Luis Corellan que, después de saludarle, le entregó un papel.

Stanhope leyó, escribió algunas lineas a continuación, y dijo al alcalde:

—¿Tendreis inconveniente en firmar aquí para que conste mi protesta?

—ningúno,—respondio Corellan después de enterarse.

Y firmó, diciendo luego:

—¿Y vos tendreis reparo en indicarme la habitación donde se encuentra el reo?

—No puedo decíroslo sin anular mi protesta.

—Como gustéis.

El alcalde abrió la puerta que primero vio, y entró en un gabinete.

Allí estaba Riperdá.

Su aspecto infundía compasíón: estaba pálido como un cadáver y desfigurado.

Veíanse en su rostro todas las señales del insomnio y del llanto.

Al ver la grave y negra figura del alcalde, exhaló un grito ronco de terror.

—Siento,—le dijo fríamente Corellan,—tener que cumplir el penoso deber de mi noble ejercicio.

El desdichado ex-ministro no acertó a responder.

—En nombre de su majestad,—añadio don Luis,—os mando que me sigáis.

Ni observaciones, ni resistencia hubieran servido de nada, pero aún sirviendo, no estaba Riperdá para hacer la una ni las otras, y obedeció sin replicar, con vacilantes pasos y tan aturdido, que a no advertirle el olvido el alcalde, hubiera salido sin sombrero.

Medía hora después se alejaba para siempre de Madrid el célebre Riperdá, encerrado en un coche, y custodíado por un fuerte destacamento de caballería.

Stanhope, que había dirigido una enérgica protesta al ministro Grimaldo, escribió a su gobierno refiriéndole minuciosamente cuanto había sucedido.

Al mismo tiempo que Riperdá, Keen, cónsul de Inglaterra, salía de Madrid con el importante pliego.

Lo que menos importaba al ministro inglés era la prision del traídor, ni que para verificarla hubiesen invadido la embajada; bien conocía que había razónes poderosas para que obrase así el gobierno español, de cuya parte estaba la razón toda: lo más interesante para Stanhope eran los secretos de que se había hecho dueño.

Por si nuestros lectores tienen curiosidad de saber lo que fue del ex-ministro, les diremos que permaneció quince meses en el alcázar de Segovia, de donde logró evadirse, gracias a la ayuda de una joven con quien tuvo relaciónes amorosas. Retiróse a Holanda, luégo fue a Lóndres, y por último pasó a Africa renegando de la fe católica con la misma facilidad que para poder ser ministro había abjurado del protestantismo, y entrando al servicio del emperador de Marruecos, que le nombró bajá. Allí pasó el resto de su vida, nada envidíable, muriendo en Tetuan el 17 de Octubre de 1737.

Triste fin para quien había ocupado tan brillante y elevada posicion; pero no podía tener otro premío la traicion, la intriga y el egoísmo.

Espantosos remordimientos debieron atormentarle en los últimos días de su existencia: había especulado con todo, hasta con las creencias religiosas, y no pudo dejar esta vida sin una dura expiación.

Capítulo XX.
Último esfuerzo de Andrea.

Golpe tras golpe, la infeliz Andrea debía sufrir muchos antes que se decidiera su suerte.

El fiel criado Juan no se había equivocado.

El cambio que se advirtió en el carácter de su anciana señora, era una señal cierta del término de la enfermedad de la noble viuda, un anuncio de la muerte que Dios le enviaba para librarla tal vez de sufrimientos no merecidos a su larga vida de raras virtudes.

El día siguiente al en que Riperdá salió de Madrid amaneció nebuloso y húmedo.

Los rayos del sol no pudieron romper la espesa niebla.

Y como si la tristeza del cielo o las condiciónes atmosféricas hubiesen influido en el animo o en la salud de la anciana, ésta se sintió más abatida que de costumbre, más débil, y al responder con palabras tranquilizadoras a los que le preguntaban, desplegaba una sonrisa glacial y de tan extraña expresión que más de una vez hizo estremecer a su hija.

No permitió ésta que su madre se levantase, y dispuso que el médico la viese.

Empero, la ciencia nada encontró.

Como ningúna alteración se advertía en las funciones de la materia, el médico sólo dijo a la joven:

—Vuestra madre está siempre en peligro porque padece una enfermedad crónica, que acabará con su vida; pero ese peligro no es mayor hoy que la Última vez que la vi hace un mes. Lo que os alarma no tiene hasta este momento ningún valor, son síntomás que nada significan. La atmósfera está hoy muy húmeda, la temperatura es más alta que ayer, y no es extraño que semejante cambio atmosférico resienta una naturaleza delicada. Sin embargo, habéis hecho bien en no permitirle que se vista: abrigadla, observadla y avisadme si advertís algúna novedad.

Tranquilizóse Andrea, y creyó que podía ocuparse otra vez de su situación particular.

había dicho a Antonio que le quedaba un recurso extremo a que apelar, un esfuerzo que hacer para que don Juan cumpliese sus promesas, y la infeliz había pasado todo el día anterior pensando en las consecuencias que podría tener el paso que intentaba dar.

Era verdaderamente desesperado el recurso, y más que todo probaba la absoluta inexperiencia y falta de conocimiento del corazón humano.

Aunque Antonio desconocía el plan de Andrea, no se había equivocado al advertirle que tuviese cuidado de no colocarse en peor situación o recibir un desengaño más, que aumentase sus amarguras y tormento.

Lo que había pensado hacer la dolorida joven era ver a la duquesa de Miraguas, referirle lo sucedido, hacerle comprender su horrible situación y pedirle justicia.

Andrea creía que la honra de una mujer, cuando no era arrastrada por el vicio, se miraba por todos como la cosa más respetable, y que nadie se atrevia a subordinarla, a sacrificarla a mezquinos intereses, a pasíónes egoístas, a necias vanidades.

No conocía la infeliz el mundo, ya lo hemos dicho, y con sus sentimientos y su educación severa y cristiana no podía pensar de otra manera.

No sucede por desgracia así.

Ignoraba que en el mundo hay quien hable con indiferencia, con desenfado repugnante, con sarcasmo horrible de la honra y de cuanto respetable y santo existe.

Si esto no es la regla general, es por lo menos la excepción.

No queremos decir que la de Miraguas hubiera de burlarse de la desgracia de la joven; pero sí era posible que no le diese importancia a la cuestion, que considerase de más valor sus compromisos y los intereses de familia.

El mundo ideal imaginado por Andrea, no era el mundo real, la vida práctica de que ni la más ligera nocion tenia, y por eso, con la ardiente fe que en su alma ardía, poseída de sus nobles sentimientos, se decidio a apelar a aquel último recurso.

Lo peor que creyó que podría sucederle era no conseguir nada.

Una vez resuelta a dar tan delicado paso, no era conveniente perder tiempo, porque don Juan estaba camino de Lisboa y debía casarse muy pronto.

Andrea llamó a su fiel criado.

—Juan,—le dijo,—vé a casa de la duquesa de Miraguas...

—¡A casa de la señora duquesa!—interrumpió el sirviente, mirando sorprendido a su señora.

—Sí.

—¿Y qué he de hacer allí?

—Voy a decírtelo: ten calma para escucharme y sé diligente para obedecerme.

—Bien, señorita, ya os escucho.

—Pregunta si la duquesa a ido a Aranjuez con la corte.

—¿Y si me dicen que sí?

—¡Oh!... Entonces... nada más.

—¿Y si me responden que nó?

—Que te digan cuál es la hora más a propósito para ver a la duquesa, porque quizás tenga señalada algúna para recibir a las personas desconocidas.

—¿Pensais verla?

—Sí.

—¡Dios mío!—exclamó Juan como asustado.

—Obedece...

—Temo que tengamos otra por el estilo de la de mi amigo Antonio... perdónadme, señorita, pero...

—Es preciso.

—Si conocieseis a la señora duquesa, si la hubieseis visto una sola vez, no pensaríais hacer semejante locura: su cara dice lo que puede esperarse de ella. Ya os he dicho muchas veces que parece una mona vestida de mujer, y os aseguro que no conseguireis de ella más que un gesto o algúna mueca que os haga reir o que os desespere.

—Estás diciendo simplezas,—replicó la joven;—corre, que te espero con impaciencia.

Aunque a su pesar, el sirviente obedeció.

Calóse hasta las orejas el sombrero, embozóse en su ancha capa y se dirigió a la morada de la duquesa.

Cuando hubo llegado entró en el portal.

El portero le salió al encuentro, preguntándole con asPéreza:

—¿Qué queréis?

—Quiero,—respondio Juan,—saber si está en Madrid o en Aranjuez la señora duquesa.

—Su excelencia está en Madrid.

—Bien, muchas gracias, señor portero.

—¿Se os ofrece más?

—Si.

—Pues acabad pronto que tengo que hacer, y además está prohibido que aquí se detenga nadie.

—No os enfadeis,—repuso Juan con calma y dulzura y mientras contemplaba con cierto gusto y quizás envidía la barriga enorme y los abultados molletes del cancerbero,—no os enfadeis; pero me falla saber lo principal para cumplir la orden que traigo.

—Acabad, pues.

—¿A qué hora acostumbra su excelencia a recibir a las personas desconocidas?

—A ningúna.

—¡A ningúna!

—¿Cómo ha de recibir a quien no conoce?

—Recibiéndolo y escuchándolo.

—No le bastarían entonces las veinte y cuatro horas que tiene el día,—replicó gravemente el portero.

—¿Y qué hace el que necesita verla?

—Si es para pedirle limosna, un memorial que se me entrega a mi y yo al mayordomo.

—No es para pedirle nada, absolutamente nada, sino para hablarle de un asunto interesante y reservado, que sólo puede tratarse con la señora duquesa.

—Eso es otra cosa.

—Vamos entendiéndonos.

—Entonces la hora mejor es ésta o un poco más tarde, sin que por eso pueda decirse que hoy precisamente concederá la audiencia.

—Vuelvo a daros las gracias y a dar cuenta de todo ¿mi señora, porque es mi señora la que ha de venir.

—Dios os guarde.

El criado no se detuvo más.

Andrea, que esperaba con impaciencia, escuchó coa afán cuanto le dijo su sirviente, produciéndole algún disgusto las palabras del portero, y empezando a temer que intentasen hacerle sufrir algúna humillación.

Empero, no estaba dispuesta a retroceder, porque, como ella decía, ni el sacrificio de su dignidad, queria negarle a su hijo.

—Ahora mismo,—dijo la joven,—ahora mismo iré a ver a la duquesa. Tú me acompañarás, Juan: diré a mi madre que vamos a misa.

—¿Lo habéis pensado bien?

—Sí.

—Adelante.

La joven se puso un vestido negro de fina tela de lana y un manto de igual color, que hacía resaltar más la palidez mate de su bellísimo rostro, y estaba en perfecta armonía con la profunda tristeza, con el dolor intenso que revelaban sus azules y expresivos ojos.

—¡Qué hermosa estás! ¡qué hermosa estás, hija mía!—exclamó la anciana, estampado sus labios secos y fríos en la ardorosa frente de la joven.—Reza con fervor, con mucho fervor, hija de mis entrañas, y pide a Dios que me conceda vida hasta que yo vea realizada tu felicidad.

Andrea salió apresuradamente del dormitorio para ocultar dos lágrimás que a su pesar se escaparon de sus ojos.

No podía sospechar la noble anciana a donde iba su desdichada hija, porque a imaginarlo siquiera, el dolor le hubiese quitado la vida.

Seguida de Juan, recatándose el rostro para evitar las miradas curiosas, agitada y con desiguales pasos, encaminóse la infeliz Andrea a la suntuosa morada de la duquesa.

Las distancias le parecieron más largas que nunca; creyó que los transeuntes fijaban en ella los ojos, como si adivinaran su deshonra y su dolor; y como para huir de todos, aceleraba el paso más y más, sin atender a las oportunas observaciones de su sirviente.

Puede decirse que en aquellos momentos su razón estaba trastornada por la fiebre y por el dolor.

Apenas podía respirar.

Parecíale que la espesa niebla que la envolvía la oprimía como si quisiese ahogarla.

Llegó a la calle de las Fuentes.

Aunque sus fuerzas disminuían, aunque no le quedaban otras que las ficticias de su dolor, de la calentura que la devoraba, subió la pendiente calle con la misma o mayor celeridad.

—¿Pero estáis loca?—le dijo el sirviente con la franqueza propia de su sencillez.—No parece sino que voy persiguiéndoos y vos huyendo de mí a buscar donde refugiaros.

Andrea no le respondio.

Quizás no le oyó.

En pocos minutos se encontraron en la calle Mayor, y al fin la joven, casí sin aliento se detuvo a la puerta de la casa de la duquesa.

¡Cómo palpitó su corazón en aquel instante supremo!

Su mirada se fijó con expresión medrosa en el sombrío edificio, como si allí le esperase la muerte.

Su primer impulso fue el de retroceder.

Si tras la deshonra encontraba allí la humillación, su desgracia sería insoportable.

Ya lo hemos dicho, sin la fuerza de la desesperación, de la locura, Andrea no habría tenido valor para tomar una resolución tan arriesgada.

Retroceder era declararse vencida ante el primer obstáculo peligroso que se le presentaba, y la joven tenía un corazón grande, un espíritu enérgico, una voluntad demásiado firme para doblarla frente al primer golpe de su enemigo: había aceptado la lucha, y antes moriria que retroceder.

Su valor era, pues, el de la temeridad, el valor de la ignorancia; pero al fin era un valor ciego, un arrojo que si no vencía, tampoco cedía por nada ni ante nada.

Conociendo el carácter de Andrea y dadas las condiciónes de su situación, no podía dudarse de que una vez que salió de su casa entraria en la de don Juan: podía suceder que vacilase, que temblase; pero no que dejase de cumplir su propósito.

Sus azules ojos, no llenos de lágrimás por el dolor, sino encendidos por el fuego de la fiebre, se levantaron, dirigiendo al cielo una mirada de súplica desgarradora.

Juan, en su sencillez, no podía explicarse lo que sufría su infeliz señora; pero lo comprendía instintivamente, y estaba en extremo afectado, verdaderamente turbado por el dolor.

No acertó, pues, el cándido sirviente a hacer nuevas observaciones.

Andrea se estremeció, contrájose su frente más de lo que estaba, oprimióse el pecho y entró en el espacioso portal.

Lo mismo que antes, el portero presentó su abultada y ridículamente grave figura, preguntando a la joven:

—¿A quién buscáis?

—A la señora duquesa de Miraguas,—respondio Andrea con acento breve.

—¡Oh!—exclamó el cancerbero.—A la señora duquesa... Bien... su excelencia vive aquí, no venís equivocada.

—Esta señora,—dijo Juan para abreviar la conversación,—es mi ama, la misma de quien os hablé...

—Ya, ya me acuerdo... Hace medía hora estuvisteis aquí...

—Eso es.

—Como ve uno tanta cara nueva.

—Ya os dije que mi señora...

—Sí, desea verá su excelencia; pero creo que será imposible ahora, y que todo lo más conseguirá que le señale día y hora para darle audiencia; por supuesto contando con que no se trata de las peticiones que deben hacerse por memorial.

—Nada vengo a pedir,—replicó Andrea con altivez, _y_ fijando en el portero una mirada que le hizo turbarse y bajar respetuosamente la cabeza.

—perdónad,—dijo el estúpido cancerbero:—vienen tantos importunos pretendientes que me tienen aturdido, y... comprendo que vos...

—¿Puede o no verse a la señora duquesa?

—Creo que sí... Subid y lo sabréis, porque yo no puedo hacer más que franquearos la entrada.

La joven, seguida de Juan, subió la escalera, mientras que el portero hacía sonar la campanilla para avisar a los criados que estaban arriba.

Estos debían mostrarse más atentos; porque si Andrea fuese un pretendiente cualquiera no se le hubiese permitido llegar hasta allí.

Andrea llevaba, pues, ya una garantía de su distincion con la licencia que para subir había obtenido del portero.

Al llegar al primer aposento, Juan se detuvo a la puerta, desembozóse y se quitó el sombrero, como si comprendiese que aquellas alfombras no debían ser pisadas por él, ni serle permitido permanecer cubierto ante el lujo de aquellos muebles y adornos.

El leal sirviente suspiró, miró como con lástima a su señora, y dijó para sí:

—Será tiempo perdido: al ver todo esto se me alcanza que no es posible que don Juan se case con mi pobre señorita.

La joven entró sin detenerse ni reparar en el lujo que la rodeaba, y como si así hubiese de probar su distinguida clase, dejó ver su pálido y noble rostro al criado que se le presentó.

—¿Qué se os ofrece?—preguntó este con menos asPéreza, pero con tanta gravedad como el portero.

—Deseo ver a la señora duquesa,—respondio la joven,—para hablarle de un asunto importante y reservado.

—Ver a su excelencia...

—Os advierto que no vengo a importunarla con ningúna petición, porque no necesito ni sus favores, ni sus socorros.

—Cuando os han dejado subir, supongo...

—Podeis decirle que una señora tiene que tratar con ella un asunto que puede interesarnos a las dos, y que no conviene dejar para otro día sin que sobrevengan males graves.

—El lacayo, lo mismo que había sucedido al portero, se sintió dominado por la mirada de la joven, y haciendo una profunda reverencia, dijo:

—Si no lo llevais a mal, sentaos, señora, mientras doy el correspondiente aviso, porque yo no puedo entrar en las habitaciones de su excelencia.

Andrea se dejó caer maquínalmente en una silla.

Entonces miró a su alrededor, y vagó en sus labios una amarga sonrisa.

Tal vez había pensado la mismo que su fiel sirviente.

El lacayo desapareció por una puerta cubierta con un riquísimo tapiz flamenco, donde estaba dibujado con vivos colores y rara perfeccion el escudo de armás de los Miraguas.

Reinó un silencio profundo, interrumpido solamente por la agitada respiración de Andrea y el acompasado ruido de la péndola de un reloj que había en un rincón del aposento.

Pasaron tres o cuatro minutos.

El lacayó volvió.

—Venid,—dijo a la joven;—el mayordomo os espera para disponer, según creo, que se os anuncie a su excelencia.

Andrea, sin pronunciar una palabra, se levantó y siguió al criado, que le hizo atravesar algunas habitaciones, dejándola en una donde había un hombre vestido de paño negro y más grave y adusto que los demás.

—Señora,—dijo después de examinar cuidadosamente y con el mayor descaro á la joven,—conozco el objeto de vuestra venida, y me atreveré a disponer que se moleste a su excelencia, confiado en que es cierto que el asunto que os trae es urgente, del mayor interés y completamente ajeno a toda pretensión.

Las mejillas de Andrea se tiñeron por un instante de vivo carmin.

—Bien,—replicó sin poder dominar el enojo de su orgullo herido,—puesto que lo sabeis no me hagais esperar.

—Sentaos,—repuso el mayordomo.

Y salió.

Volvieron a trascurrir otros tres o cuatro minutos, que fueron para Andrea un siglo de sufrimiento.

Levantóse al fin una cortina, el mayordomo asomó la cabeza, y dijo:

—Entrad.

La joven obedeció y fue conducida a otra habitación, dejándola allí con una de las doncellas de la duquesa.

—Aguardad,—dijo la joven sirviente con dulzura;—voy a pasar recado a la señora duquesa, aunque creo que será muy difícil que la veáis, porque no parece que se haya levantado de buen humor.

Andrea respiró con más libertad.

Le inspiraba confianza el lenguaje franco de aquella joven cuyo aire y maneras en nada se parecían al de los otros criados.

—Os agradeceré,—dijo la infeliz,—que hagais comprender a la señora duquesa lo importante y urgente del asunto queme trae.

—Descuidad, señora, lo haré con mucho gusto,—repuso la doncella.—Entretanto sentaos y descansad: parece que estáis fatigada... ¡Ah!... No me ha dicho el mayordomo vuestro nombre...

—¡De qué os servirá saberlo si la señora duquesa no me conoce!

—No importa, es preciso. No es curiosidad mía...

—Quisiera ocultarlo...

—Bien, lo haré presente a su excelencia... ¡Es tan exigente para todas estas formalidades!

La graciosa sirviente sonrió, y haciendo una reverencia desapareció.

Pasaron tres, cuatro y cinco minutos sin que volviese la doncella.

Andrea tuvo que sentarse.

Su agitación crecia.

Hasta entonces no temió que le faltasen las fuerzas en los momentos más críticos.

Como todo era nuevo para ella, todo sorprendente, empezó a sentir algún aturdimiento, parecióle que soñaba.

A su turbación contribuyó no poco la soledad de aquellas vastas habitaciones, el silencio absoluto que reinaba en todas partes, silencio no interrumpido ni aún por el ruido de los pasos, porque estos no sonaban en las blandas alfombras. Solamente la péndola de algún reloj se dejaba oír; pero como todo ruido acompasado, igual y no interrumpido, nada de su tristeza quitaba al silencio.

Otros cinco minutos trascurrieron.

La doncella volvió.

—Al fin lo he conseguido,—dijo alegremente;—y muy pronto os recibirá la señora duquesa. Como ocultais el nombre, me preguntó vuestras señas, y yo no he podido decirle más, sino que era una señora joven, muy hermosa y con aire muy distinguido...

—Gracias...

—Venid.

La sirviente llevó a Andrea a una habitación amueblada con más riqueza y gusto que las anteriores.

—Sentaos,—dijo en voz baja, y señalando un divan forrado de terciopelo azul.

Andrea se dejó caer en los blandos almohadones, encontrándose sola cuando levantó la cabeza para preguntar si aún tendría que esperar mucho.

Maquínalmente recorrió su mirada todos los muebles y adornos; pero al fijarse en una gran cornucopia que estaba colocada frente a ella tembló, como asustada.

Le había infundido miedo su rostro pálido como el de un cadáver, contraído y desfigurado.

Entonces buscó afánosamente entre los cuadros que cubrían parle de las paredes, alguno donde estuviese representada la consoladora imagen de Jesucristo; pero todos eran de asuntos mitológicos, que nada expresaban para Andrea en aquellos momentos de dolor.

Sus convulsas manos oprimieron el pecho.

Apenas podía respirar.

Un penoso suspiro se escapó de sus labios secos y ardientes, y su cabeza se inclinó como agobiada por el peso de sus negras ideas.

¡Qué sublime y conmovedor era su aspecto en aquellos instantes de verdadera agonía!

La infeliz pensaba en su madre.

En su querida madre que con tanto amor, con tan sin igual ternura la estrechaba contra su pecho.

En la madre que la había llevado en sus entrañas, y que por no separarse de ella no queria dejar el mundo, donde no hacía más que sufrir, ni esperaba más que sufrimientos.

En la madre que le decía con el acento y la sencillez sublime del amor maternal: «¡Hija mía, hija de mi alma!»

No parecía sino que la infeliz Andrea, para atormentarse más, queria comparar el recibimiento que le hiciese la altiva duquesa de Miraguas con las tiernas palabras de su cariñosa madre.

El resultado de la comparacion debía ser horrible.

No sabemos hasta dónde hubiese dejado volar su imaginación exaltada la dolorida joven.

Pero sus tristes pensamientos fueron interrumpidos por el ruido de una tos seca y nerviosa que sonó en el inmedíato aposento.

Luego se oyó el vibrante sonido de una campanilla, y a los pocos instantes una voz aspera y chillona que dijo:

—Que entre esa mujer; pero advertirle que no tengo mucho tiempo que perder en oír sus impertinencias.

Andrea comprendio que estas ofensivas palabras se dirigían a ella, y en vez de turbarse más de lo que estaba, sintió renacer todas las poderosas fuerzas de su espíritu.

Se había rebelado su dignidad.

había despertado su orgullo de mujer, herido en la parte más delicada.

La duquesa le había prestado un gran servicio.

Le había devuelto las perdidas fuerzas.

Levantóse una cortina, y la doncella apareció, diciendo:

—Entrad, su excelencia os espera.

CAPÍTULO XXI.
Una esperanza que se Ya y otra que viene.

La duquesa estaba en el mismo gabinete en que ya la hemos visto otras veces, sentada cerca de la chimenea y en el sillon donde su exigua humanidad quedaba escondida, sin que se viesen más que sus relucientes ojuelos y sus largas y huesosas manos al moverse cuando hablaba.

Andrea, por efecto del cambio que acababa de experimentar, entró con la cabeza erguida orgullosamente, como dispuesta a no sufrir ningúna humillación, a no suplicar, a acusar, a exigir reparacion, y a imponer condiciónes.

En su trastorno, no comprendía la infeliz que una palabra, un solo gesto de la duquesa, podía arrancarle su última esperanza, hacer salir a su rostro el carmin de la vergüenza.

No pensó que a pesar de sus derechos, de todo lo respetable de su desgracia, podían echarle en cara su deshonra, y hacerle doblar la frente que levantaba con tan inoportuna altivez; no había comprendido que pedir reparacion era confesar su falta, que acusar a don Juan era acusarse a sí misma, que ella había sido débil antes que su amante perjuro.

Andrea no podía pensar en nada de esto; el dolor había ofuscado su razón, y en aquellos momentos no comprendía más sino que había sido engañada, y que tenía derecho a pedir reparacion.

¿Podía dejar de escucharse la voz de la justicia?

Podía mirarse con desdén la honra de una mujer que siempre había sido virtuosa, y que sólo un momento de olvido había tenido en su vida?

¿Podía nadie ser indiferente a la desgracia?

Andrea creía que no.

Empero Andrea, ya lo hemos dicho, no conocía el mundo.

La duquesa fijó su penetrante mirada en la joven.

A su experiencia y sagacidad no pudo escaparse que no era una mujer vulgar la que tan extraña y aún misteriosamente se le presentaba.

—¿Quién será? ¿Qué puede querer?—se preguntó.

Y volviendo otra vez sus ojuelos hacia Andrea, examinó, devoró, puede decirse, aquel rostro pálido y bello, aquellas pupilas ardientes y expresivas.

—¡Oh!—añadio para sí.—Ese cuerpo encierra un alma grande, un alma que en estos momentos se agita con una verdadera convulsión, en medio de una gran borrasca... Debo prepararme a todo.

Para este exámen, para tales reflexiones bastaron a la duquesa pocos segúndos.

La lucha era desigual.

La ignorancia y la candidez contra la experiencia y la astucia; el sentimiento contra la insensibilidad; el arrebato del dolor contra la firmeza del cálculo.

Andrea se equivocó: después de las ofensivas palabras que habían llegado á sus oídos, creyó que la duquesa la recibiria con desdén, con altivo menosprecio y fríaldad.

Empero la noble dama, desplegando una benévola sonrisa y dando a su acento toda la dulzura de que era susceptible, dijo, a la vez que señalaba el sillon que estaba al lado opuesto de la chimenea:

—Sentaos.

Andrea, que había empezado a murmurar uno de esos saludos que nada significan, se interrumpió sorprendida.

—Sentaos,—volvió a decir la anciana,—sentaos ahí cerca del fuego, que aunque no hace hoy mucho frío, la humedad de la niebla destempla los miembros y es conveniente equilibrar el calor.

—Gracias, señora,—respondio la joven, sentándose.

Y en su pálido rostro dio de lleno la luz que entraba por el balcon, mientras que la duquesa quedaba envuelta en la sombra del respaldo de su sillon, y con pretexto de que el calor de la chimenea le incomodaba, se puso también a cubierto de los resplandores del fuego con un abanico de plumás de la Indía.

La astuta cortesana podía observar fácilmente hasta las más leves alteraciónes del rostro de Andrea sin que apenas pudiera distinguirse el suyo.

Esto no lo comprendio la joven, ajena al trato de la sociedad en que la duquesa vivia: la desdichada iba a exponer con franqueza su triste situación y a reclamar con energía la reparacion a que tenía derecho; pero no a entablar una lucha de astucia y de doblez en que el triunfo debía ser del más hipócrita, del más hábil, y no del más noble ni del que defendiese la mejor causa.

—Me han dicho,—repuso la duquesa,—que teníais que hablarme de un asunto de importancia; pero que queriais ocultar vuestro nombre. Está bien, respeto las razónes que tengais para obrar así y estoy dispuesta a escucharos.

—Es verdad,—dijo Andrea sin poder fijar su expresiva mirada, por la dificultad de ver la diminuta figura de la duquesa entre los almohadones del sillon,—me trae un asunto muy grave, de tanta importancia, como que es para mí más que la vida. Y en cuanto al nombre, no es a vos, sino a vuestros criados solamente a quien he querido ocultarlo. No, señora duquesa, sería necia y ridícula precaucion callar el nombre, que nada significa, cuando se descubre lo que encierra el alma.

Y como si estas palabras le hubiesen costado Un supremo esfuerzo, detúvose la joven.

La duquesa, sin saber aún el terreno en que le convendria colocarse, apeló a su tos para no responder, y luego dijo:

—perdónad, os he interrumpido; pero no puedo contener esta incómoda tos, contra la que se ha estrellado la ciencia por espacio de diez años... ¿Con que decíais?...

—Que a vos os diré mi nombre...

—Como gustéis; no os lo exijo...

—Yo deseo que lo guardeis en la memoria.

—Bien.

—Me llamo Andrea Corbalan y Mendoza.

—Corbalan... Mendoza,—murmuró la duquesa como si quisiese recordar algo.

—Mi buen padre,—repuso la joven,—á quien perdí hace seis años, fue oídor.

—Proseguid.

—Sólo conservo a mi madre, anciana y tan enferma, que muy pronto será completa mi orfandad.

—¿Y no os han quedado bienes de fortuna?—preguntó la de Miraguas para acabar de convencerse de que la joven no iba a pedirle una limosna.

—Pocos, señora, muy pocos; pero los suficientes para vivir, si bien con estrechez, con decoro y sin necesidad de ser gravosos a nadie.

La duquesa fijó con más afán su escudriñadora mirada en el rostro de Andrea.

—¿Qué puede querer?—dijo para si.—No hay duda que sufre: empieza hablando de su desgracia... No comprendo.

Y luego añadio en voz alta:

—La pérdida de nuestros padres es muy dolorosa; pero es una triste ley de la naturaleza igual para todos, y no os es tan adversa la fortuna si os quedan recursos para vivir decorosamente y sin depender de nadie.

—No ambicióno riquezas.

—Sin duda,—repuso la duquesa, que no podía convencerse de que la joven no fuese a pedirle algo,—sin duda, para asegurar más vuestro porvenir, deseais entrar al servicio de su majestad la reina...

—No, señora.

—Entonces no comprendo en qué puedo seros útil.

Andrea vaciló algunos instantes como si le faltase el valor para explicarse, y luego, haciendo un esfuerzo y en tanto que sus pupilas adquirían mayor brillo, exclamó:

—¡Ah!... Podeis darme más que la vida, podeis convertir mi horrible desgracia en la más risueña felicidad... Hay una persona de quien depende la tranquilidad de los últimos instantes de la vida de mi anciana y virtuosa madre, el porvenir de una criatura inocente y...

La joven se detuvo, clavó, con expresión indefinible, su mirada febril en la duquesa, y añadio con desgarrador acento:

—¡Y mi honra!

La de Miraguas, sorprendida, no acertó a responder ni supo qué pensar de lo que oia, y apeló a su tos para salir del apuro.

Andrea se cubrió el rostro con las manos.

Dos lágrimás abrasadoras corrieron por sus mejillas, y aunque arrancadas por la vergüenza parecieron aliviarla.

Hubo algunos momentos de silencio.

—Comprendo,—dijo al fin la duquesa como si no hubiese dado a la palabra honra todo el valor que tenia,—necesitáis mi influencia para conseguir de otra persona algún favor...

—Para que se me haga justicia.

—Ahora no os entiendo.

—Ya os lo he dicho,—repuso con enérgico acento la joven,—se trata de mi honra, y la honra de una mujer bien nacida no puede ser nunca objeto de favores.

—Confieso mi torpeza,—replicó la anciana con fríaldad y encogiéndose de hombros,—no os comprendo, ni tampoco me explico por qué me habíais así, como quien acusa o se queja, cuando nada tengo que ver con vuestra honra, cuando soy ajena a vuestras desgracias, cuando ni siquiera os conozco.

—Es verdad,—dijo Andrea,—no me conocéis; hasta el presente nada habéis tenido que ver con mi honra y mis desgracias; pero desde hoy no sereis ajena a mis desgracias ni a mi honra.

—Si os explicaseis...

—Me explicaré, principiando por referiros una historia tristísima que debeis conocer.

La duquesa empezó a impacientarse, y aunque sin adivinar aún el objeto de Andrea, no se le ocultó que la conversación debía ser muy enojosa y terminar desagradablemente.

—Creo,—replicó sin disimular su disgusto,—que ganaremos un tiempo, que es para mí muy precioso, si suprimís el relato de esa historia y principiais por decir lo que de mi queréis.

El rostro de Andrea se tiñó por un instante de púrpura.

Acababa de ser herida por segúnda vez en su dignidad.

—Señora,—dijo,—para referiros esa historia he venido.

—¿Acaso pensais que vuestra desgracia ha de interesarme más por sus detalles?

—Es preciso que los conozcais para que juzguéis.

—Pues bien, yo no acepto el papel de juez en vuestros asuntos.

—No basta vuestra negativa...

—¿queréis obligarme a escucharos?

—Sí,—respondio con firmeza la joven.

—Basta,—dijo asperamente la duquesa.—habéis llegado aquí con un pretexto: mis criados os han dejado entrar porque asegurasteis que teníais que hablarme de un asunto urgente y tan importante para mí como para vos, y ahora veo que lo único que queréis es que os ayude, influyendo con una persona que puede remedíar vuestros males. Mi benevolencia ha sido tal vez excesiva, y sin conoceros y a pesar de vuestro abuso, os he ofrecido mi valimiento, resultando de mi generoso proceder, que habéis cobrado aliento para cometer un segúndo abuso, intentando obligarme a que escuche el relato de una historia triste que nada me interesa, como si no tuviese yo que ocuparme más que de las desgracias ajenas.

La infeliz Andrea sintió abrasadas sus mejillas y afluir a su cabeza toda su sangre.

Latieron sus sienes con desigual violencia, como si sus arterias fueran á romperse; la luz huyó por algunos instantes de sus ojos, faltóle la respiración y estuvo a punto de perder el sentido.

Tal efecto le habían producido las duras palabras de la duquesa.

En su trastorno, no pudo la joven articular una silaba en algunos instantes; pero luego, recobrando las fuerzas y exaltada por su noble orgullo profundamente herido, atendiendo más a defender su dignidad de señora que a procurar el remedio de su desgracia de mujer, replicó con energía:

—Basta, digo a mi vez, señora, basta de ultrajes, que ni vuestro nombre ni vuestras riquezas os autorizan para ofender a quien vale por lo menos tanto como vos, por más que sea pobre y de humilde cuna. ¿No sabeis con qué derecho he llegado aquí, con qué derecho quiero hacerme escuchar? ¡Ah!... Son tan respetables mis títulos, que no pueden desconocerse sin desconocer la justicia y la razón. No, señora duquesa, no: la huérfana, pobre y desvalida, no está dispuesta a sufrir ofensivas humillaciónes, porque si le robaron su honra, no abdicó su dignidad.

Interrumpióse la joven como para tomar aliento.

La de Miraguas la miró con mayor sorpresa que antes y se arrepintió de su proceder, no por consideracion algúna de justicia, sino porque tal vez se había colocado en un terreno desventajoso, tratando con desdeñosa superioridad a la que con tanta seguridad afirmaba que no iba a pedir favores, sino a usar de respetables derechos.

Ya fuese por una de esas obcecaciones que las personas de más entendimiento suelen tener, ya por el natural efecto de la sorpresa, es lo cierto que la anciana pensó en todo menos en su hijo, y por consiguiente, no pudo adivinar lo que significaban las palabras de Andrea.

¿Qué hacer en aquella situación?

Borrar el mal efecto de sus anteriores palabras, aclarar el misterio y obrar después según las circunstancias y con la seguridad de no errar segúnda vez el golpe.

Esto era lo que a la duquesa convenia.

Así lo comprendio, decidiéndose a ejecutarlo, para lo cual le sobraba astucia y habilidad.

No había duda de que la joven no era un pretendiente importuno.

también había probado que no era una mujer de espíritu vulgar.

Y estas dos consideraciones tranquilizaron a la orgullosa duquesa en cuanto a los escrúpulos de vanidad, porque el adversario no era indigno de luchar con ella, y la lucha no la rebajaba.

—perdónad,—dijo la astuta dama;—no he tenido intención de ofenderos, y me complazco en declararlo así. Preciso es que os hagais cargo de mi situación. ¡Si supieseis cómo abusan de los ricos los que, para vivir en la holganza, comercian con el llanto y la mentira, sorprendiendo la buena fe de las almás nobles y caritativas! Y como la verdadera desgracia es la que menos veces llama a nuestras puertas y hemos sufrido tan duras lecciones, siempre recibimos con desconfianza a los que no conocemos. Sin embargo, con vos he seguido distinta conducta; vuestro aspecto os recomienda, y os he acogido tan bien como pudierais desear.

—Bien,—repuso Andrea, esforzándose para dominarse y aparecer tranquila,—agradezco vuestras excusas, porque me hacen justicia, y las acepto para evitarme un dolor más. Yo tampoco he querido fallaros al respeto que mereceis: no he tenido intención más que de colocarme en mi lugar, defenderme, haceros comprender que no he venido a explotar vuestros nobles sentimientos ni a exigiros más de lo que debo.

—Estamos, pues, en nuestro lugar,—dijo la duquesa, desplegando una leve sonrisa:—ya sabemos a qué atenernos... Os escucho... Manifestad, si os place, el objeto de vuestra visita, porque, os lo aseguro sinceramente, no lo he comprendido.

Y acercando más el abanico a su cara, de marera que apenas se la veía, esperó para dar el golpe terrible y decisivo.

—Señora,—repuso la joven como si tuviese miedo de hablar, como si sus palabras abrasaran sus labios,—á pesar de nuestra pobreza y nuestras desgracias, yo vivía feliz, porque no conocía el mundo ni sabía lo que eran desengaños. Querida por mi madre, adorándola con el más profundo y respetuoso amor, recibiendo sus caricias, y con las mías endulzando su vejez, mi existencia se resbalaba tranquilamente y era parecida mi dicha á la de uno de esos ensueños que no nos dejan ver más que flores y sonrisas. Aquella felicidad no puedo hacérosla comprender, porque no hay palabras con que expresar semejantes goces: pero quitad a la criatura el roedor de deseos que no puede satisfacer, la agitación de violentas pasíónes y el temor de todas las desgracias, y tendreis la verdadera dicha, mi dicha de entonces...

—La dicha de los angeles,—murmuró la duquesa sin apartar su penetrante mirada del rostro de Andrea, que en aquellos momentos expresaba la tristeza más profunda.

—Sí,—repuso la joven, exhalando un suspiro,—la dicha de los angeles, esa era la mía.

—Y la perdisteis porque todo es pasajero en este mundo, porque sólo en la otra vida puede alcanzarse la eterna bienaventuranza.

—La perdí, señora, el mismo día que yo creí que empezaba a ser mayor. No había visto más que virtud en mis padres y mi alma no abrigaba más que sentimientos nobles y generosos. Mi ignorancia había sido mi felicidad y debía ser mi desgracia, porque yo de sospechaba ni comprendía la mentira ni el engaño y tenía ciega fe en la sinceridad de todos.

—No es ese el mundo,—dijo fríamente la duquesa, a quien no había conmovido el sencillo y tierno relato de la joven:—tan injusto es creerlos malos a todos como fiarse de todos.

—¡Ah!—exclamó Andrea, cuyos ojos brillaron otra vez con el fuego de su febril exaltación.—Un hombre que se decía bien nacido, que hablaba con profundo respeto de la virtud, que aparentaba rendir culto a los sentimientos nobles y generosos, encendio en mi corazón el fuego de un amor sin igual, de una pasíón intensa que bien pronto llegó a dominar mi razón. Mi buena madre, engañada como yo, daba al cielo gracias porque ya su pobre hija no quedaría sola y sin amparo en el mundo. Yo, con toda la confianza de mi inocencia...

—Entiendo,—interrumpió la de Miraguas, que volvió a sonreír, satisfecha del giro que tomaba la conversación:—el hombre a quien amabais os prometió, juró ser vuestro esposo, y vos, ciega por la pasíón, en un momento de debilidad, de fatal olvido, en uno de esos momentos de alucinación, de verdadero extravío, en que uno no debería ser responsable de sus acciones, sucumbisteis.

—Si, sí,—repuso la joven, cuya agitación crecia por instantes,—un momento de locura... el trastorno de la pasíón, la fe en sus promesas...

—¡Promesas!—murmuró la anciana con acento de fría compasíón.—No conocéis el mundo: los juramentos de amor nada significan, son una fórmula, así está convenido y aceptado; una palabra agradable como otra cualquiera: se jura como se dice «te adoro,» y sabido es que por mucho que un cristiano ame no adora, porque sólo para Dios se reserva la adoracion.

Estas palabras parecieron helar la sangre de Andrea, que no comprendía cómo podía hablar así de lo que ella tenía por tan respetable.

—Señora,—dijo,—un juramento no es una palabra vana, es una obligación que se contrae ante el más respetable de los testigos, ante Dios, y las promesas del hombre que me robó la dicha con la honra, me dan indisputables derechos.

—Derechos que procurareis hacer valer, es muy justo y natural.

—Amo a ese hombre, a pesar de su proceder; pero más que por mi amor, por mi anciana madre, por el hijo que llevo en mis entrañas...

—Y bien,—interrumpió la duquesa,—¿en qué puedo serviros?

—¿Pues qué,—replicó vivamente la joven,—no habéis adivinado el nombre de mi seductor?

—No, ni es posible que lo adivine: de lo que me he convencido es de que no me equivoqué cuando os dije que vuestra desgracia no tenía relación conmigo y que no comprendía por qué queriais obligarme a escucharos.

La indignación que sintió la joven hubiese sido mayor a poder ver el gesto desdeñoso y altivo de la duquesa.

El arrebato de la infeliz creció: ya le era imposible contenerse.

—Se trata de vuestro hijo,—gritó,—de vuestro hijo don Juan...

—¡Ah!...

—¿Comprendeis ahora el derecho que me asíste para llegar a vos, para pediros reparacion?...

—Os arrebatais... Calmaos,—interrumpió severamente la duquesa:—si teneis motivo para quejaros, no teneis derecho para gritar.

—¿Acaso no sabeis lo que vale la honra?

—Sí, y por eso la he conservado...

—Y yo... yo la he perdido... ¡Oh!... No, señora duquesa: yo he sido engañada, vilmente engañada...

—¿Y queréis que yo obligue a mi hijo a casarse con vos?

—No es menester que le obliguéis: él jura que está dispuesto a pagar su sagrada deuda; pero que vos se lo estorbáis.

—¿Acaso me ha pedido licencia?

—Le habéis mandado casarse con otra...

—Sabeis demásiado.

—Cuanto me conviene.

—Pues bien, escuchadme y terminemos esta enojosa conversación. Ante todo es preciso que yo me convenza de que sois una verdadera víctima...

—¿Lo dudais?

—No os conozco.

—¡Oh!...

—Si efectivamente habéis sido engañada, reconvendré a mi hijo, haciéndole ver lo inconveniente de su conducta, para evitar que me vengan con nuevas quejas; y en atención a vuestra escasez de recursos, mandaré entregaros una cantidad suficiente para que eduqueis a vuestro hijo, como indemnización...

—Basta,—interrumpió Andrea en el colmo de su arrebato y poniéndose de pie.—¡Oh!... ¡Poneis precio a mi honra!

—Eso prueba que la estimo en algo. ¿Os quejais en vez de agradecerlo?

—¡Un nuevo ultraje!

—¿Acaso os atrevereis a esperar ser la esposa de mi hijo, del que puede un día llevar la corona de su padre?

—¿No vale, señora duquesa, la nobleza de mi alma tanto como la ilusoria de vuestro nombre, mi virtud tanto como vuestra corona?

—¿Habíais de virtud después de haber confesado vuestra liviandad?

—¡Oh!

—Pensadlo bien,—replicó la de Miraguas, sonriendo irónica y burlonamente y sin cuidarse ya de ocultar el rostro con el abanico;—si yo hubiese de amparar y defender a todas las mujeres que han querido dejarse engañar por la seduccion de mi hijo...

—¡Ah!... ¿No advertís que vuestros labios están vertiendo veneno?

—Os perdóno porque estáis trastornada...

—Señora duquesa...

—Basta... Decís que mi hijo desea cumplir su juramento... Nada más necesitáis. Yo no le daré licencia para semejante locura; pero todo será que espereis: dentro de poco tiempo será don Juan dueño absoluto de sus acciones, y entonces podreis casaros.

—Entonces será tarde. No ignoro que a estas horas camina hacia Portugal, obedeciendo vuestras ordenes y las de la reina...

—¿Quién os ha dicho eso?—preguntó la anciana, brincando en el sillon, como si le hubiese picado una vívora.—Os han engañado.

—Lo sé por don Juan...

—¡Ah!... Lo comprendo todo... Ha recurrido a ese pretexto para librarse de vos...

—Tengo pruebas...

—Imposible.

—Antes de saberlo por don Juan se me dijo por otra persona.

—¿Quién?

—No os importa saberlo.

—Mi hijo está en Toledo...

—Camino de Lisboa.

—Pues bien,—replicó la duquesa con despecho,—creed lo que os plazca; pero dejadme.

—Señora...

—Si teneis derechos que reclamar, acudid a los tribunales,—repuso la dama, levantándose y dirigiéndose a una puerta.

—¿Qué hacéis?

—Os dejo porque no me dejais, y para evitarme el disgusto de mandar que os echen.

La duquesa desapareció.

Andrea no acertó a moverse.

Se oprimió el pecho con fuerza convulsiva y levantó al cielo los ojos.

—¡Dios mío!—murmuró después de algunos instantes.

Y con vacilantes pasos salió del gabinete.

Como enviado por Dios para calmar sus intensos dolores, para consolarla en aquellos momentos de mortal angustia, presentósele en la habitación inmedíata un sacerdote, cuya mirada triste y dulcísima se fijó en la infeliz.

Era fray Manuel, que sin duda esperaba allí para hablar a la duquesa, a quien solia visitar, y que tal vez había escuchado parte de la anterior conversación.

Andrea se detuvo instintivamente, fijó su mirada ardiente en el carmelita; intentó hablar, pero no pudo articular una silaba; su cabeza se inclinó sobre el agitado pecho, como la azucena cuyo tallo se rompe, y cayó de rodillas, exhalando un penoso suspiro.

Fray Manuel extendio las manos, y con acento de conmocion profunda exclamó:

—¡Dios os bendiga!

—¡Padre mío!—murmuró al fin la joven, de cuyos ojos brotó un torrente de lágrimás consoladoras.

—Fe, esperanza,—repuso el fraile bajando la voz;—tened fe en la justicia del Omnipotente y sereis feliz.

—¡Ah!... mi desgracia no tiene remedio...

—Sí, don Juan será vuestro esposo...

Andrea levantó la cabeza, clavó una afánosa y penetrante mirada en el carmelita, y preguntó con voz ahogada:

—¿Qué decís?

—Que Dios os consuele,—respondio fray Manuel, bendiciendo a la joven y dando un paso hacia el gabinete de la duquesa.

—Deteneos...

—Nada más puedo deciros.

—Pero ¿quién sois?... Vuestro nombre...

—Fray Manuel de San José.

—Necesito un consuelo que sólo vos podeis darme... En nombre de mi madre infeliz, por caridad...

—Cuando me busqueis me encontraréis en mi convento,—repuso el fraile.

Y desapareció sin dar lugar a nuevas réplicas.

Andrea se puso de pie, oprimióse el pecho, exhaló un suspiro, y después de secar sus ojos, recatóse el semblante con el ancho manto y empezó a atravesar habitaciones.

A los pocos segúndos llegó donde se había quedado Juan, que la esperaba, hablando con un lacayo.

—Vamos,—dijo con acento breve.

Y seguida del fiel criado bajó apresuradamente la escalera.

Cuando estuvo en la calle aspiró con avidez la húmeda atmósfera, y siguió sin detenerse para entrar por la calle de Coloreros.

De un estrecho y oscuro portal frente al de la duquesa salió un hombre embozado hasta los ojos y calado el sombrero negro de anchas alas hasta las cejas.

Sus pupilas, relucientes como las de un tigre, fijaron en Andrea una mirada penetrante.

—¿Qué debo hacer?—dijo, deteniéndose después de dar dos o tres pasos.—Ella volverá a su casa con la esperanza perdida, y siguiéndola, no conseguiré más que verla... El fraile que ha venido no es el otro; pero ambos son carmelitas descalzos, donado aquel, éste profeso... ¿Quién sabe si son amo y criado?... Aguardaré.

El embozado, que no era otro que Antonio, volvió a entrar en el oscuro portal, dispuesto a no moverse de allí hasta que fray Manuel saliese de casa de la duquesa.

CAPÍTULO XXII.
De cómo se enreda la situación para aumentar los males de Andrea.

Antonio permaneció inmóvil por espacio de más de un cuarto de hora, cuyo tiempo lo empleó sin duda en combinar algún plan, tan atrevido probablemente y tan peligroso como todo lo que concebía su imaginación ardiente.

Luego se separó de la pared, donde había estado apoyado, y un rayo fugaz de alegría se escapó de sus ojos.

—¡Oh!—murmuró con voz ahogada como por una emoción violenta.—La lucha será tenaz; temo que se empleen contra mí muchas fuerzas; pero no cederé, no descansaré un instante.

Asomóse a la puerta y miró impaciente, porque una vez trazado su plan y resuelto a seguirlo, parecíale un siglo cada minuto que trascurría.

Aún tuvo que esperar otro cuarto de hora.

Fray Manuel, con la cabeza inclinada sobre el pecho, salió de casa de la duquesa, dirigiéndose hacia la Puerta del Sol.

—Va muy pensativo,—dijo Antonio.

Y tomó el mismo camino que el fraile, siguiéndolo a pocos pasos de distancia.

Sin duda por estar demásiado preocupado, no advirtió el carmelita que lo seguían, y continuó su pausada marcha, siempre con los brazos cruzados y la cabeza inclinada, hasta llegar al convento.

Pero cuando iba a entrar en la silenciosa portería, Antonio se adelantó, púsosele al lado y le dijo:

—Buen padre, perdónad.

Fray Manuel se detuvo, miró al sombrío interpelante, su frente se contrajo ligeramente por un segúndo, y preguntó:

—¿Qué queréis?

—Hablaros reservadamente, y os suplico que me escucheis algunos minutos. ¿queréis otorgarme ahora esta merced?

—Venid a mi celda,—respondio el carmelita.

Y entró seguido de Antonio, mientras decía para sí:

—No es la primera vez que yo he visto a este hombre. ¿Pero cuándo y dónde ha sido?

Por más que el misterioso amigo de Juan hiciese experimentar a primera vista un sentimiento inexplicable de repulsión; aunque su rostro, que ya hemos dicho era bello, su frente espaciosa, testimonio de inteligencia privilegiada, estuviese oscurecida por una sombra extraña que parecía el anatema de Dios y del mundo, estampado allí para distinguirlo entre todos los hombres; por más que todo esto, y más aún desagradable, revelase su aspecto, como sus maneras, si bien enérgicas y algo rudas estaban muy lejos de la grosería, sin conocerlo, sin saber quien era, no había derecho para recibirlo desdeñosamente ni dejar de tratarlo con la atención y miramientos que exigían el decoro, las buenas formás con que él se presentaba.

Pertenecía a la última clase social, según las distinciones de aquellos tiempos; más para fray Manuel, como sacerdote, no había nobles ni plebeyos, y como hombre, según sus principios, buscaba la nobleza en el corazón y en las virtudes.

Llegaron a la celda.

—Sentaos,—dijo el carmelita, haciéndolo él y sin dejar de mirar a Antonio con más atención de la que hubiera empleado para cualquier otro desconocido.

—Gracias; pero no puedo,—respondio Antonio con un acento que hizo comprender al fraile que no debía insistir en su ofrecimiento.

—Os escucho, pues,—repuso el carmelita, apoyando un brazo en la mesa.

Antonio meditó algunos instantes para convencerse de si debía seguir su primitivo plan, y luego, clavando su penetrante mirada en fray Manuel, dijo:

—Sé que estáis interesado por la suerte de la mujer que salió de casa de la duquesa de Miraguas pocos minutos después que entrasteis vos.

La frente del carmelita volvió a contraerse ligeramente.

—No podeis negarlo,—añadio Antonio con seguridad,—porque no podeis mentir: todo lo más que podeis hacer es callar.

—En eso no os equivocáis; pero no tomeis mi silencio por afirmaciones, porque puede ser reserva, tanto más natural, cuanto que no os conozco. ¿Quién os ha dicho que yo me intereso por la suerte de ningúna mujer?

—Tengo completa seguridad: os repito, padre, que lo sé.

—Y aún suponiendo, nada más que suponiendo, que así sea...

—Siendo así debemos hablar, entrar en explicación es, porque no soy tampoco indiferente a la suerte de doña Andrea.

Estas palabras le hicieron comprender al fraile con quien estaba hablando: se acordó de las señas que Martín había dado del amante misterioso que expiaba a la joven, y una mirada le bastó para convencerse de que era el mismo que tenía delante.

Martín lo había retratado admirablemente.

—Lo sé,—dijo el carmelita sin temor de equivocarse,—estáis locamente enamorado de doña Andrea, y es para vos una gran dicha el mal proceder de don Juan.

—Es verdad, padre; pero eso no quiere decir que yo desee la desgracia de doña Andrea, sino que me alegro de mi probable felicidad.

—Pero sí probará vuestro egoísmo.

—Prueba que amo, y el amor es siempre egoísta si es verdadero.

—¡Oh!...

—¿No opinais como yo?

—No.

—Bien, padre: esto es cuestion de ideas, de apreciacion, y no hace al caso: lo que importa es que amo, como habéis dicho, locamente.

—Espiais a esa infeliz mujer...

—Decid que la espiamos: un criado vuestro la sigue y observa como yo.

—¿Otra suposición?

—Otro hecho.

Fray Manuel examinó atentamente el rostro de su interlocutor mientras pensaba lo que había de responder, porque se convenció de que con aquel hombre era peligrosa cualquiera ligereza.

—Y bien,—dijo al fin,—¿qué adelantaremos con nuestras explicación es? Puesto que amais a doña Andrea, y según vuestros principios, el egoísmo es una consecuencia natural del amor, una de sus condiciónes precisas, trabajad para lograr vuestra dicha a costa de la ajena, mientras que yo trabajo para remedíar la desgracia de esa infeliz mujer. No os estorbaré, es decir, no haré nada directamente contra vos, sino en favor de la que sufre y necesita ayuda.

—Nuestras explicación es, o más bien las mías, servirán para que sepaís lo que ignorais.

—¿Y si os digo que nada quiero saber?

—Será porque partís de un error.

—¿Esperais que yo os dé noticias que puedan serviros?

—Tengo cuantas son menester para mi propósito.

—Entonces...

—Nada vengo a buscar ni a pedir, sino a ofrecer. ¿queréis remedíar, siquiera en parle, la desgracia de doña Andrea? Yo os daré los medios para que lleveis a cabo tan buena obra.

Fray Manuel miró con extrañeza a Antonio.

—No me comprendeis,—añadio éste,—y es natural que así suceda. Si me lo permitís, me explicaré.

—Tales cosas decís, que siquiera por curiosidad...

—Pues escuchadme algunos momentos.

—Ya os escucho.

—Doña Andrea no puede aspirar ya más que a una felicidad, no hay para ella otra posible.

—¿Cuál es?

—Cubrir las apariencias, engañar al mundo en cuanto a su honra y dar un nombre a su hijo.

—Pero...

—Os he dicho, padre, que nada ignoraba, conozco su debilidad y su estado.

—¡Ah!

—¿Sois de mi opinión?

—Eso no es felicidad, ni siquiera alivio de la desgracia, sino un medio de evitar que esta sea mayor.

—Poco importa el nombre: lo cierto es que no puede esperar otra cosa.

—¿En qué os fundais para creerlo así?

—En el convencimiento de que el corazón de doña Andrea no ha quedado para sentir un nuevo amor.

—¿Y don Juan?

—Si tanto sabeis, padre mío,—repuso Antonio con el mismo tono de seguridad que antes,—no ignorareis que el hijo de la duquesa no se casará con la víctima de su seducción.

—¿Por qué?

—Porque es imposible.

—Os equivocáis.

—Padre...

—Don Juan se casará con doña Andrea.

—Voy,—replicó Antonio, sonriendo levemente,—á daros una noticia, que sin duda no ha llegado a vos, y os convencereis de vuestro error.

—Convencerme...

—El hijo de la duquesa está camino de Portugal, a donde va a casarse.

—¿Quién os ha dicho eso?

—Yo lo sabía, y doña Andrea me lo ha repetido.

No intentó el carmelita negar: comprendía que hubiera sido en vano: se había convencido de que para aquel hombre no había secretos, y que lo más conveniente era abordar la cuestion con franqueza, y procurar obtener el mejor resultado posible.

—Bien,—dijo;—puesto que tan enterado estáis de todo, y que doña Andrea ha cometido la imprudencia de descubrir semejante secreto, hablemos con claridad y sepamos a qué atenernos.

—Empezamos a estar de acuerdo...

—No acabaremos lo mismo.

—Tal vez; pero...

—Entretanto, no sé siquiera quien sois.

—Os lo diré después.

—¿Y por qué no ahora?

—¿Qué importa mi nombre? Yo también ignoro el vuestro, y no sé de vos más de lo que dice vuestro rostro y las generosas intenciónes que revelan vuestras palabras. Básteos saber que no soy criminal, que vivo con areglo a las leyes hechas por los hombres; esas leyes,—añadio Antonio, sonriendo con amarga ironía,—que según sus autores están en armonía con las de Dios, en nada contradicen a las de la naturaleza; esas leyes hijas de la experiencia, de la sabiduría.

—¡Oh!—murmuró Fray Manuel,—¿comprendeis todo el valor de lo que acabais de decir?

—Sí, padre mío.

—¿Quien os ha educado?

—No soy ningún noble disfrazado; soy un miserable, el último plebeyo. Mi padre ni aún leer sabía, y si yo aprendí, lo debo a la generosa compasíón de un santo sacerdote, cuya temprana muerte me privó del único guia y apoyo que me hubiera separado de una senda horrible. ¡Ah!—exclamó Antonio con visible emoción de una ternura que nadie hubiera supuesto en él.—Siempre recordaré con profunda gratitud a aquel hombre virtuoso, el único que, después de mis desgraciados padres, ha estampado en mi frente de niño besos consoladores, el único que no me ha rechazado... perdónad, padre mío: he olvidado nuestro asunto...

—No importa,—dijo el fraile cada vez más admirado;—proseguid.

—después, cuando sepaís quien soy, estarán en su lugar estas reflexiones y otras muchas, porque me presentaré a vos tal como soy, os dejaré ver mi corazón, podreis examinar lo más recóndito y oculto de mi alma.

No era posible hablar con aquel hombre misterioso y singular, sin perderse en mil contrarias conjeturas y llegar a confundirse.

Puesto que él había prometido darse a conocer, el carmelita dominó su impaciente curiosidad, y dijo:

—Respeto los motivos que teneis para obrar así, y volviendo a doña Andrea...

—Os repito,—interrumpió Antonio,—que no será esposa de don Juan.

—Pues bien, yo os aconsejo que desistais de vuestro empeño: don Juan ha ido a Lisboa, pero volverá.

—¿Sin casarse?

—No es imposible.

—Veo que no afirmais con tanta seguridad como yo niego.

—¿Quién puede hablar de lo futuro?

—Nadie; pero puesto que, con razón o sin ella, es mayor mi convencimiento que el vuestro, insisto en mi opinión, y os ruego que hagamos una suposición, puesto que nada se pierde por suponer.

—Antes os haré una advertencia con toda lealtad, porque sinceramente deseo vuestro bien.

—Gracias, padre; os escucho con gratitud.

—Lo que habéis averiguado sobre el viaje del hijo de la marquesa, es un secreto de Estado.

—¡Un secreto de Estado!

—Sí, os lo aseguro con mi palabra.

—¡Oh!...

—Y ya sabeis que hay secretos peligrosos, porque tienen la propiedad del veneno más activo.

—Comprendo, y aprovecharé el aviso.

—Ahora explicaos.

—Suponiendo que don Juan no ha de casarse con doña Andrea, el único remedio de la desgracia de ésta, la única dicha a que puede aspirar es a salvar las apariencias, según he dicho, y a legitimar a su hijo con un nombre cualquiera, aunque sea el nombre del último plebeyo.

—Ciertamente.

—Pues bien, yo, a pesar de mi amor egoísta, estoy dispuesto a hacer un gran sacrificio...

—¿Ofreceis vuestra mano a doña Andrea?

—Si, padre; se la ofrezco y acepto todas las consecuencias. Nada le pido en cambio más que el derecho de amarla, pero no que me ame, porque es imposible; la dejaré en completa libertad, y si mi presencia la desagrada, me conformaré con no verla más que de tarde en tarde. ¡Oh!—exclamó Antonio, cuyo rostro enrojeció.—Todo, todo lo haré por ella... ¡hasta amar a su hijo como si fuera el de mis ilusiones! No puedo ofrecerle riquezas, pero sí bienestar: he trabajado donde no me conocían y trabajaré más.

—¿Os sentís con fuerzas para ese sacrificio?

—¿Lo dudais?

—No,—dijo el carmelita.

—Una sola condición impongo.

—¿Cuál?

—Que doña Andrea no ha de saber más que mi nombre, pero no mi triste condición social; ha de respetar el secreto horrible de mi existencia, no por mi, sino por ella misma, solo por su interés.

—Proseguid.

—Ahora bien; puesto que os interesais por la suerte de esa desgraciada, y ella no tiene más salvación que la que ofrezco, debeis apoyar mi pretensión.

—Así lo baria tal vez, si la suposicion de que habéis partido fuese un hecho; pero somos de distinta opinión: vos teneis por cosa cierta que don Juan no volverá, y yo no he perdido la esperanza.

—Padre...

—No me convencereis,—replicó fray Manuel.

—Entonces...

—Ya sabemos a qué atenernos.

—Trabajad, pues...

—Y vos también.

—No retrocederé.

—¿estáis satisfecho de mi franqueza?

—Sí.

—Pues bien, cuando me necesiteis buscadme; me llamo fray Manuel de San José.

—¡Ah!

—¿Qué os admira?

—Tengo noticias de vuestra virtud y rara sabiduría... Necesito de vos; os diré quien soy, y otro día volveré a buscar la luz de vuestros consejos, el consuelo de vuestras palabras...

—Si puedo consolaros, como decís, si mis consejos pueden serviros para marchar por la senda del bien, no espereis a mañana, estoy pronto a cumplir ahora mismo mi deber.

—No, padre; he hablado de mi pasíón, que domina mi sér; mi espíritu se encuentra agitado en estos momentos, y no estoy más que para deciros bajo el secreto de la confesion, que yo soy el hombre reprobado por la sociedad y amparado por las leyes; el hombre quizás maldito de Dios; el inocente que vive horriblemente atormentado por su conciencia; el instrumento buscado por los hombres, y por los hombres rechazado...

—Basta, basta,—interrumpió el fraile cuyo rostro se contrajo y palideció cadavéricamente.

—¿habéis comprendido?

—No sé... no me atrevo...

Los ojos de Antonio, más sombríos que nunca, relumbraron como dos centellas, y con voz ronca y acento que parecía arrancado del alma, exclamó:

—¡Soy el verdugo!

—¡El verdugo!—repitió fray Manuel.

—¿Vos también me rechazareis?—preguntó afánosamente el ejecutor de la justicia humana.

—No, hermano...

—¡Gracias, Dios mío!—exclamó Antonio elevando al cielo una mirada indefinible.

Y sin pronunciar una palabra más ni dar tiempo a nuevas observaciones, agitado y con el rostro descompuesto, salió precipitadamente de la celda.

Fray Manuel, cuya espaciosa frente estaba inundada de frío sudor, se dejó caer de rodillas, cruzó las manos, inclinó la cabeza y quedó inmóvil.

—¡Infeliz!—murmuró.—¿Qué va a ser de ella si don Juan olvida sus deberes? ¡Dios mío, compadeceos de esa desgraciada!

CAPÍTULO XXIII.
Una desgracia que Andrea tuvo por la mayor y la última.

Suele decirse: «Bien vengas mal, si vienes solo,» y es porque rara vez deja de venir una desgracia sin ser seguida de otra.

La fortuna es caprichosa, coqueta y sobre todo alegre: así es que huye de la tristeza y de las lágrimás, yéndose en pos de los que rien y son dichosos. Tampoco le gustan los harapos ni las habitaciones lóbregas, y menos que todo los viejos. El emperador Carlos V la conocía perfectamente, y por eso se retiró a un convento en los últimos años de su vida: estaba seguro, y así lo decía, de que sus canas y las arrugas de su rostro habían ahuyentado a la loca fortuna, que preferiria a cualquier mancebo aunque valiese menos que él.

Los malos sucesos lo mismo que los buenos parecen llamarse, atraerse, y por eso el desgraciado acaba por morirse de desesperación y el dichoso de aburrimiento, resultando por consiguiente verdad aquello de que no hay felicidad cumplida en este mundo.

No por ser esto muy sabido es menos cierto, y cumpliéndose así en Andrea, viose la infeliz amenazada de un nuevo golpe.

¿Podría resistirlo?

Dicen que el dolor no mata: es verdad, nuestra naturaleza, que tiende siempre a la reaccion para buscar el equilibrio, lucha y vence, y rara vez el dolor acaba repentinamente con la vida; pero no hay duda que la mengua. El dolor, como todas las grandes sensaciónes, gasta, destruye.

Cuando Andrea llegó a su casa, abrazó a su madre, y esta la preguntó si había rezado mucho, colmándola de caricias; entonces comprendio como nunca todo lo horrible de su situación y sufrió como no había sufrido.

Es verdad que al quitarle la duquesa una esperanza, fray Manuel le había dado otra; pero la joven desconfiaba ya de todo; porque el dolor, cuando busca mucho tiempo el alivio sin encontrarlo, suele volverse escéptico.

Sin embargo, una esperanza, para el que no tiene otra cosa, es mucho y no se deja escapar fácilmente; y aunque desconfiando, Andrea dio en su alma cabida a la esperanza débil que se había escapado de los labios del carmelita.

Aquella tarde se sintió más débil doña Luisa.

Su hija volvió a llamar al médico, y éste no opinó como por la mañana: encontró una alteración que podría ser muy bien principio de otra mortal.

Andrea se olvidó entonces de sus desgracias.

Sólo pensó en su madre.

Aunque nada dijeron a esta del carácter grave que empezaba a tomar su enfermedad, comprendio que en su estado la más leve alteración podía acabar con su vida, y pensó en el arreglo de sus intereses, para que su hija no tuviese luego disgusto alguno más que el dolor de su triste orfandad.

Ya hemos dicho que aquella desgraciada familia vivia separada de todo trato, lo cual fue causa de que la anciana encontrase una gran dificultad que vencer al elegir la persona que debía ser tutor de Andrea.

¿A quién encomendar el cuidado de su hija?

El caso era muy grave.

Doña Luisa meditó; pero como a nadie conocía, a nadie pudo elegir.

¿Qué hacer en aquella situación?

Al fin le ocurrió una idea que tuvo por feliz.

El nombrar tutor a Andrea era para cumplir con la ley, no para atender a una necesidad, porque la joven era juiciosa, estaba acostumbrada a manejar los intereses que poseían, y la persona que se encargase de velar por ella, no le serviria sino para incomodarla.

Para evitar esto, se necesitaba un tutor que lo fuese solamente en el nombre, que sirviese de verdadera ayuda, y que estuviese dispuesto a obedecer, y no se atreviese a mandar.

El designado fue, pues, el que más lejos parecía estar de hacer en la familia tan importante papel, el criado Juan.

Una vez decidida la anciana, manifestó su deseo de testar, y a pesar de los ruegos de su hija, cumplió su voluntad aquella misma tarde.

La determinación no pudo ser más oportuna.

Su enfermedad se agravó rápidamente, y cuando llegó la noche declaró el médico que la ciencia nada podía conseguir.

El dolor más intenso se apoderó de la joven.

Juan y Petra derramaron copiosas lágrimás, y desde aquel instante reinó en toda la casa ese silencio, que podemos llamar amedrentador, que rodea el lecho de los moribundos, silencio que se interrumpe solamente por el murmullo del que pregunta al oído de otro qué hora es o qué medicamento toca administrar, por el roce leve de la ropa al andar o por algúna tos que no ha podido ser contenida.

Andrea no se apartó del lado de su madre, que pasó algunas horas sumida en un sueño letárgico.

Su respiración era cada vez más breve y trabajosa.

Al amanecer exhaló un suspiro, abrió los ojos y fijó en su hija una mirada tan tierna, tan dulce y tan triste, que la joven se sintió por algunos instantes trastornada y como si no circulase la sangre por sus venas.

—¡Hija mía!—murmuró la anciana con apagada e insegura voz.

—¡Madre mía!—dijo la infeliz Andrea.

Y al asomar dos lágrimás a sus ojos estampó en la frente de su madre un beso de inmensa ternura, del más intenso dolor.

—Es preciso,—repuso la enferma,—es preciso creerlo y resignarse por duro que sea... no somos eternos...

—No,—interrumpió vivamente la joven,—vuestra vida no peligra hoy más que ayer.

—Ese es tu deseo; pero yo presiento la muerte, y aunque no, adivinaría mi peligro en vuestros semblantes... No debo perder estos preciosos momentos que Dios me concede, y quiero tranquilizar mi conciencia... Llora, sí, hija mía, llora; pero no te dejes dominar por el dolor... Consuélate con la idea de que yo moriré siendo feliz, y que mi felicidad la has hecho tú con un cariño sin igual., con una virtud rara.

—Madre mía...

—Don Juan no tardará en volver cuando le participes mi desgracia: es bueno, y se apresurará a venir para enjugar tu llanto... Su amor no te hará olvidar el mío, pero calmará tu dolor... Yo os contemplaré desde el cielo, si Dios se apiada de mí, y rogaré por vuestra dicha...

—Callad, os fatigais,—dijo Andrea, esforzándose para ocultar lo que sufría.—El médico os ha recomendado el silencio, la calma...

—El médico no puede darme la vida... he de espirar pronto, y no quiero privarme del último y único goce que puedo tener, hablar de tu cariño, de tu virtud, de la felicidad que le espera...

Una sonrisa, tal vez la postrera, vagó en los secos labios de la anciana, cuyos ojos se revolvieron trabajosamente en sus orbitas y fijaron en la joven una mirada de indecible afán.

Andrea no acertó, o más bien no pudo articular una silaba.

Sentíase medio ahogada.

Su corazón palpitaba con desigual violencia, como si fuese a romperse en mil pedazos.

Doña Luisa calló también, como para recobrar el aliento, y después de algunos segúndos volvió a decir:

—Quiero ocuparme de la salvación de mi alma, así esperaré la muerte con tranquilidad. Que llamen a un sacerdote.

Andrea hizo algunas observaciones, aunque estaba convencida de que no había medio de evitar la desgracia; pero al fin aparentó ceder a los ruegos de su madre y salió del dormitorio.

El recuerdo del carmelita acudio a su memoria, y llamando a Juan le dijo:

—Mi madre quiere confesar...

—Os evita el disgusto de tener que decirle que se muere... ¿queréis que llame al señor cura?

—Sí, para que venga más tarde con el Viático.

—¿Y para confesar?

—Quiero que avises a un carmelita descalzo que se llama fray Manuel de San José.

Juan obedeció, y medía hora después estaba el fraile junto al lecho de la enferma.

Cuando hubo cumplido su deber, se despidio, diciendo a la joven algunas palabras de consuelo, y prometiendo volver más tarde y aún quedarse aquella noche si fuere menester.

No era aquella ocasíón para hablar de don Juan: ya hemos dicho que Andrea se había olvidado de sus desgracias de mujer, y sólo sentía su dolor de hija.

Fray Manuel tenía demásiado entendimiento para no comprenderlo así, y no hizo la más ligera indicación, sobre tal punto.

El triste episodio que referimos debía terminar bien pronto y desgraciadamente.

Como si la muerte no esperase más que a que la anciana tranquilizase su conciencia, los primeros síntomás de la agonía se presentaron aquella tarde.

Al ocultarse los últimos rayos del sol, sintió renacer sus fuerzas, y pudo hablar.

Era el último esfuerzo de la vida en su lucha desesperada con la muerte.

Entonces dirigió la palabra a su hija, y ésta le respondio con voz ahogada mientras que por sus pálidas mejillas corria en abundancia el llanto.

¡Qué breves les parecieron aquellos minutos!

¡Iban a separarse para siempre!

Andrea pidio repetidas veces perdón a su madre, y ésta la bendijo.

La virtuosa anciana hizo un doloroso esfuerzo y se estremeció convulsivamente.

—¡Hija mía!—murmuró con acento que parecía llevarse tras sí el alma.—¡Hija de mis entrañas!...

No pudo la joven contener un grito desgarrador, y abrazando a su madre la besó con frenesí.

Fray Manuel se presentó, y acercándose a la cama, dijo con voz grave y solemne:

—Respetad las providencias del Omnipotente... En su santo nombre os mando salir...

—¡Mi madre!... ¡Madre mía!...

—No puede hablaros; pero os oye, y vuestro dolor aumenta el de su agonía.

El carmelita, pálido y agitado, separó a la desgraciada joven de la cama, y la hizo salir de la habitación.

Pocos momentos después sólo la voz grave del sacerdote y los sollozos de Andrea interrumpían el silencio de aquella triste morada.

A las dos horas todo había concluido.

—¡Sola en el mundo!—exclamó Andrea, extendiendo los brazos hacia el carmelita.

Y cayó sobre el duro pavimento, quedando sin sentido.

¡Desdichada!

Cuando volviese a la vida, nada debía encontrar más que los tristes recuerdos de su pasado, los dolores de su presente desgracia y las negras nubes que encapotaban el horizonte sombrío de su porvenir.

CAPÍTULO XXIV.
El carmelita se prepara a dar mucho que hacer.

Seis días pasaron, y hacía dos no más que Andrea había dejado la cama, donde la había tenido una liebre nerviosa, que puso en peligro su vida.

Fray Manuel la había visitado con frecuencia, consolándola con la más tierna solicitud; pero aún no habían vuelto a ocuparse de don Juan.

Los reyes volvieron a Madrid, y desembarazado ya Patiño de todo estorbo, había empezado a poner en ejecución sus vastos y atrevidos planes, obrando en todo de acuerdo con la reina.

Los graves asuntos de Estado que habían tenido que resolverse, dieron pretexto a Isabel de Farnesio para aplazar su respuesta relativa al casamiento de don Juan, y como fray Manuel no mostrase tampoco prisa, fingiendo tener en consideracion que había otras cuestiones de mayor importancia, consiguió la reina que pasase en tal incertidumbre el tiempo que necesitaba para asegurar el golpe que tenía preparado.

Tranquila estaba, pues, satisfecha y aún llena de vanidad por lo hábilmente que creía haber trazado sus planes; pero no así, tranquila ni satisfecha, se encontraba la duquesa, que temía un mal suceso desde que por Andrea supo que no era un secreto el viaje de don Juan a Lisboa.

El carmelita disimulaba.

—Los veré presos en las mismás redes que me han tendido,—decía.

Y madrugando más que de costumbre, volviendo casí todos los días de noche a su convento, y velando hasta hora más avanzada, no se le vio descansar, como si le ocupase algún gravísimo asunto.

algunas veces, cuando al volver de la calle entraba fray Manuel en su celda, sacaba de debajo de sus hábitos un envoltorio de papel, que debía contener un objeto pesado, y lo guardaba, ya entre las ropas de su lecho, ya en el cajon de su mesa.

también algunas noches, cuando todos los religiosos dormían, el portugués dejaba su celda, atravesaba los sombríos cláustros, bajaba algunas escaleras, siempre con el oído atento al más leve ruido, y seguia por solitarios aposentos hasta llegar donde había entre las losas del pavimento una compuerta de madera, que levantaba, dejando ver una estrecha y resbaladiza escalera.

El carmelita se entraba por allí, dejando caer tras él la compuerta, y no salía sino después de una o dos horas.

El día en que estamos salió más tarde que los anteriores.

Se paseó largo rato en su celda con aire meditabundo, repitiendo:

—Hoy debe llegar.

A las diez fue a casa de Andrea, que seguia más aliviada.

Luego visitó a Patiño, haciendo recaer la conversación sobre don Juan, y diciendo que al día siguiente iria a palacio a preguntar a la reina si había resuelto sobre el asunto.

A las doce volvió al convento, y preguntó si alguien había ido a buscarlo o le habían llevado algúna carta, y cuando le respondieron negativamente hizo un gesto de disgusto.

Martín no había regresado de su viaje ni enviado noticia algúna.

¿Le habría sucedido algúna desgracia?

A medida que pasaban las horas se aumentaba la inquietud de fray Manuel.

Ya sentia haber anunciado su visita a la reina.

El sol se ocultó.

—Preciso es determinar al instante,—‘dijo el carmelita.

Y apoyando los codos en la mesa, dejó caer la cabeza entre las manos.

La puerta de la celda se abrió y al resplandor de los crepúsculos pudo verse la abultada figura de Martín y su rostro tranquilo y risueño como siempre.

—¡Martín!—exclamó el fraile, levantándose precipitadamente.

—Señor,—dijo el donado con su calma habitual,—aquí estoy... ¿Acaso no me esperabais?

—Empezaba a desconfiar y a temer.

—Nada me ha sucedido.

—Bien, mi querido Martín, bien... Explícate sin perdida de tiempo,—dijo el carmelita afánosamente.

—No perderé mucho, señor, porque tengo un hambre devoradora y mucho sueño.

—Pronto comerás; y... en cuanto a dormir, no podrá ser en seguida.

—¿Por qué, señor?

—Ya lo sabrás... Ahora lo que interesa es que me digas...

—Hoy a las ocho de la mañana se habrá casado la hija del señor conde con su amante el señor Ferreira de Souto...

—¡Ah!...

—Y según calculo, por el sitio en que a mi vuelta he encontrado a don Juan, hoy también habrá llegado éste a Lisboa.

—¡Hemos triunfado!...

—Y hemos hecho felices a dos personas.

—Y podremos también volver la calma a la desdichada Andrea...

—Hablaremos de eso,—interrumpió Martín, sacando un papel.—Ahora tomad.

—¿Del rey?

—Sí.

—Veteá comer y a descansar...

—¿Y dormir?

—Puedes hacerlo, pero sólo hasta las doce...

—¿Del día?

—De la noche.

—Señor, he llevado la cuenta exacta, y desde que salí de Madrid he perdido veintinueve horas de sueño, que con diez que corresponden a esta noche, hacen treinta y nueve. Ahora no me concedeis más que seis escasas... ¿Y las treinta y tres restantes?

—Las desquitarás en quince días.

Martín hizo un gesto de resignación y salió de la celda, mientras fray Manuel abría y empezaba a leer la carta, por cierto bien extensa, del rey de Portugal.

A los pocos segúndos se había dilatado su rostro con muestras de alegría y la más viva satisfacción.

—¿Con qué le pagaré?—dijo al fin, besando cariñosamente el nombre del monarca.—No he conocido otro padre, no he tenido amigo tan fiel... Suya es mi vida si la necesita.

Luego guardó el papel entre el pergamino y el carton de un tomo en fólio, y después de meditar algunos instantes, dijo:

—El golpe es terrible para una mujer, y no debo esperar perdón, ni siquera compasíón si se me humillase, sino cruda guerra que no me dejará reposo.

Aquella noche no bajó solo el carmelita al sótano; lo acompañó Martín, que ignoraba los proyectos de su señor, y no salieron hasta dos horas después.

Cuando fray Manuel estuvo en su celda, sacó de debajo de los hábitos un manojo de papeles impresos, los metió entre el colchon y las tablas de la cama, desnudóse, apagó la luz y se acostó.

El donado se acostó también, diciendo para si:

—Buena se armará mañana en palacio, y toda la villa, porque antes de mediodía no se hablará de otra cosa... ¿Qué va a ser de nosotros?

Llegó el siguiente día, que era jueves.

Poco después de las diez salió el carmelita del convento, y atravesando el Prado, llegó al Buen Retiro, entró en la morada real y preguntó por doña Isabel de Farnesio.

Para él estaban abiertas a todas horas las puertas de palacio.

En la antecámara de la reina encontró a la azafata doña Laura, que se dirigia a otra habitación, y deteniéndose, dijo:

—Buenos días, padre...

—¿Puede verse a su majestad?—preguntó el fraile, después de saludar a la dama.

—Ya sabeis,—respondio ésta,—que para vos está siempre visible. Tendreis que esperar un poco.

—No importa.

—Sentaos mientras aviso a su majestad, que ha entrado en su tocador a arreglarse el peinado...

—Gracias.

—No tardará en volver a su gabinete.

Doña Laura desapareció.

La frente del carmelita se contrajo como si hubiera surgido en su mente una idea de mucha importancia, y meditó un segúndo.

Luego miró a todos lados.

Estaba solo.

Acercóse a la puerta del gabinete de Isabel de Farnesio, y escuchó.

después se atrevio a levantar la cortina, y una rápida ojeada le bastó para convencerse de que nadie había en aquella habitación.

Pareció que dudaba otra vez; pero decidiéndose, entró en el regio aposento sin hacer el más leve ruido, porque el de sus pasos se ahogaba en la alfombra.

Un instante palideció su rostro.

Brillaron como dos centellas sus pupilas.

Cerca de la chimenea había un velador, y sobre éste algunos papeles y un tintero de oro cincelado.

Fray Manuel sonrió.

Sacó de una de las mangas de su hábito un papel impreso y lo metió entre los que había en el velador.

Sin detenerse, y a la vez que miraba a todas las puertas, salió del gabinete, respirando como quien se encuentra libre de un gran peso.

Nadie lo había visto entrar ni salir.

—Ya no puedo retroceder,—murmuró.

Y volvió a dar a su rostro la expresión tranquila que siempre tenia.

Cinco minutos pasaron.

La cortina de la puerta del gabinete real se levantó, saliendo doña Laura y diciendo a fray Manuel.

—Su majestad os espera.

CAPÍTULO XXV.
Donde el duende se da a conocer, probando lo que puede y lo que vale.

Isabel de Farnesio recibió al fraile con una sonrisa que hubiera hecho reventar, permítasenos la palabra, de satisfacción y orgullo a cualquiera cortesano.

Estaba contenta, muy contenta, porque calculaba que aquel día debía llegar don Juan a Lisboa, y ya no había medio de frustrar sus planes.

Halagada su vanidad por la victoria, que ya contaba segura, y sin que le inspirase temor su contrario, doña Isabel consideraba aquel día como uno de los más felices de su vida. Engañar la astucia, sobrepujar el talento, triunfar, en fin, del hombre con quien nadie se hubiera atrevido a luchar, era más que suficiente para satisfacer el amor propio de una mujer, para embriagarla de júbilo.

El carmelita comprendio la significacion de aquella sonrisa, supo apreciarla en todo su valor, y sonrió también, pero de tan extraño modo, que no hubiera podido decirse si su sonrisa era justa correspondencia a la de Isabel, o lástima.

Una vez decidido a defenderse, colocado en la senda resbaladiza, por donde le habían obligado a caminar, no solamente no podía retroceder el fraile, sino que tenía que hacer uso de armás iguales a las que contra él empleasen sus contrarios.

El antiguo capitán dirigió, pues, a la reina frases más humildes que de costumbre, como quien reconoce el error de haber intentado locamente medir sus fuerzas con un gigante.

—Bien,—dijo para si doña Isabel.—empieza a esquivar la lucha para evitar la derrota... No se le puede negar entendimiento.

Y volvió a dilatarse su rostro con más viva alegría, mientras que a su vez el fraile se decía:

—Ya no duda de su victoria... Peor para ella, porque el desengaño será más cruel... Yo no espero más que el triunfo a medías, porque ignoro si Martín ha podido cumplir su difícil encargo.

Hubo algunos momentos de silencio.

—Padre,—dijo al fin la reina,—habéis llegado muy oportunamente.

—Me felicito, señora, y agradezco a vuestra majestad la honra que me dispensa, recibiéndome con tan lisonjeras palabras.

—Cuando me anunciaron vuestra visita pensaba en vos.

—Señora...

—Me había dicho Patiño que deseabais terminar el asunto referente al casamiento de la condesa...

—Deseo cumplir mi encargo solamente por corresponder a la confianza depositada en mí. Nada he contestado aún al augusto amigo y aliado de vuestra majestad, y mi antiguo señor, y porque no se achacase a descuido mío...

—Teneis razón.

—Por lo demás, don Juan, primer interesado, no muestra prisa, y en vez de esperar afánoso la resolución de vuestra majestad, se va a cazar a los montes de Toledo...

—Ya lo conocéis: es raro, extravagante...

—Es joven y mira con desdén la fortuna.

—Ciertamente.

—Graves negocios han ocupado la atención de vuestra majestad estos días, y no he creido prudente recordarle los de interés secundario.

—¡Siempre el mismo!—dijo Isabel sonriendo con dulzura.—Con justicia gozais la fama de prudente y sabio.

—Probaré a vuestra majestad que se equivocan los que tan favorablemente me juzgan. Como nada hago, en nada yerro, y como nunca yerro, me tienen por juicioso y sabio.

—Esa explicación, padre, es una prueba de vuestro claro talento.

—Señora...

—Hablemos de don Juan.

—Aguardo vuestras ordenes.

—Tengo la grata esperanza,—repuso Isabel de Farnesio después de algunos instantes de reflexión,—de que hoy estaremos de acuerdo.

—Fácilmente puede suceder eso,—dijo con calma fray Manuel,—si vuestra majestad ha cambiado de opinión...

—¿Acaso vos persistís en la idea de hablar al príncipe?

—Para hacerlo o decir al rey de Portugal que se valga de otro intermedíario más feliz, no espero, señora, más que la última resolución de vuestra majestad.

—Basta,—replicó Isabel, cuya frente se contrajo:—hemos concluido.

El fraile se inclinó respetuosamente.

—Señora,—dijo,—lo siento por dos razónes.

—Si una es el temor de desagradarme, vivid tranquilo; respeto vuestra opinión.

—Gracias, señora: así no lo sentiré más que por don Juan, que pierde una gran fortuna.

—¿Aun teneis,—repuso la reina, que empezaba a dejarse llevar de su arrebato,—aún teneis la vanidosa pretension de valer más que yo para el rey de Portugal?

—Valgo menos, señora.—repuso con calma el fraile,—mucho menos; pero pueden valer más las razónes en que fundo mi opinión; y si no temiera faltar al respeto a vuestra majestad me atreveria a hacerle una pregunta.

—Preguntadme cuanto os plazca, os autorizo para ello.

—¿Escribirá vuestra majestad al rey?

—¿Lo dudais?

—Ya no lo dudo.

—¿Vais a aconsejarme que evite mi derrota?

—Sin que me los pidan, no doy nunca consejos; solamente a fuer de leal haré a vuestra majestad una advertencia.

—¿Cuál?

—Creo que en vista de mi carta, el rey casará a la condesa sin perder un día, y para evitarlo, no debe vuestra majestad perder tampoco ningúno. Hoy mismo, antes de una hora, escribiré...

—Parece,—dijo Isabel más exaltada que nunca,—que dudais aún de la firmeza de mi resolución...

—Señora...

—Testigo sereis... Esperad... ¡Quiero pagar vuestra leal franqueza!... Leereis mi carta a vuestro antiguo señor.

Isabel de Farnesio había perdido completamente la calma: estaba en uno de los momentos de exaltación que la hacían olvidarse hasta de sus propios intereses y en que ante nada ni por nada se contenia.

Las palabras de fray Manuel las había tomado como un reto, y su primer impulso fue responder a él, con tanto más valor, cuanto que tenía por cosa cierta su triunfo.

Con un movimiento rápido y nervioso asíó de los brazos el dorado sillon en que estaba sentada, y arrastrándolo, acercóse al velador y tomó una pluma que había en el tintero.

El carmelita permaneció inmóvil y silencioso.

[]

La reina ahogó trágicamente un grito de despecho.

No se había alterado su semblante.

Ni un leve gesto hizo que revelase lo que sentia.

La reina tomó un papel para doblarlo, y el impreso quedó delante de sus ojos.

Sin voluntad leyó la primera línea compuesta de grandes caracteres, y que decía:

EL DUENDE DE LA CORTE.

—¿Qué es esto?—preguntó sorprendida.

—¡Ahí—exclamó fray Manuel, fijando también su mirada en el papel.—Lo conozco...

—¡Que lo conocéis!...

—Señora, esta mañana al levantarme encontré sobre la mesa de mi celda otro impreso igual a ese... lo leí... despreciélo como entretenimiento de algún desocupado...

—A vos y a mi...

—Entre otras cosas, dice una que me hizo comprender por qué lo habían llevado a mi aposento... No le di importancia... pero ahora... Creo que vuestra majestad debe leerlo antes de escribir al rey de Portugal.

La reina palideció, y su mirada afánosa se fijó en el misterioso papel.

El contenido de éste era una sátira demásiado punzante a Patiño, que hizo tornar rojas de coraje las mejillas pálidas de Isabel.

después de la sátira decía:

«Correo del Duende, llegado en una hora de Portugal.»

«Hoy a las ocho de la mañana se ha casado la hermosísima hija del conde de Villanova. El hijo de la señora duquesa de Miraguas, que hoy también llegará a Lisboa, tendrá que volverse corrido.»

La reina ahogó trabajosamente un grito de despecho.

El golpe era terrible.

Comprendio que estaba vencida, aunque no sospechase que aquello era obra de fray Manuel. Del secreto del viaje de don Juan dependía el éxito de la intriga, y ya no podía dudarse de que tal secreto había dejado de serlo.

—Ya lo ve vuestra majestad,—dijo con calma el fraile:—ahí se dice una cosa que sería muy grave si fuere cierta. He creido que ese papel se había introducido en mi celda para incomodarme, haciéndome dudar de las personas en quienes tengo más confianza; pero no comprendo por qué lo traen aquí, como no sea por lo referente a Patiño.

Isabel de Farnesio, ciega de cólera, clavó en el carmelita una penetrante mirada, y después de algunos momentos, dijo:

—Si, esto es muy grave... ¡Oh!... Pero no quedará sin castigo su autor... Yo lo descubriré. Esperad: haré venir a la duquesa, y ella me ayudará.

Como para evitarle el trabajo de dar la orden, levantóse la cortina de la puerta y doña Laura anunció a la madre de don Juan.

—Que entre al instante...

La anciana entró agitada, con los ojos relucientes como dos luciérnagas, y mientras fijaba en el carmelita una mirada recelosa, echó sobre el velador un papel impreso que llevaba, y dijo arrebatadamente:

—Ved, señora, eso... ¡Oh!...

—¡A vos también!—exclamó la reina, viendo que el papel era otro ejemplar de El DUENDE.—¿Quién os ha dado eso?

—Lo han entregado con un sobre para mi a mis criados.

—¿Qué decís de esto?—preguntó Isabel al fraile.

—Que ya somos tres,—respondio éste con tranquilidad,—lo cual no me extraña, porque no se habrían tomado el trabajo de imprimir el tal Duende para un solo ejemplar... Ya debe correr de mano en mano entre los noticieros de las gradas de San Felipe, y tal vez con ellos esté su autor.

—Bien; la justicia se encargará de este asunto.

La cortina se levantó otra vez y la azafata anunció a Patiño, que entró con aspecto más sombrío que de costumbre.

Una rápida ojeada le bastó para comprender lo que sucedía, y después de intentar en vano adivinar más en el rostro de fray Manuel, sin dar tiempo a que la reina hablase, le dijo, sacando otro ejemplar de El Duende:

—Señora, yo también lo he recibido, y aunque no lo esperaba, no me ha sorprendido como a vuestra majestad. El autor promete hacernos una visita cada jueves, y creo que cumplirá su palabra; pero he de dejar de ser quien soy, o cumpliré yo la mía de hacerle visitar un calabozo, de donde no le sacará todo su sobrenatural poder.

—Aquí,—dijo la reina,—entre estos papeles estaba; la duquesa también lo ha recibido, y fray Manuel, en su celda...

—¿A vos también?—preguntó con calma el ministro al religioso.—No lo extraño, saben que sois mi amigo...

—Y de ello,—replicó el fraile,—os daré tales pruebas, que nadie pueda ponerlo en duda.

Estas palabras fueron pronunciadas con tal acento de verdad, que desconcertaron a Patiño.

Desde aquel momento la reina y la duquesa hablaron a la vez y con tal prisa, que no parecía sino que sus palabras se escapaban de la boca como prisioneros que recobran la libertad. Ni la una se acordaba del respeto que debía a su señora, ni ésta pensaba en que se le fallaba al respeto, y ambas dirigían a Patiño y fray Manuel multiplicadas preguntas sin dar tiempo a las respuestas, y hacían mil observaciones distintas y contradictorias.

Una mujer más allí, y la confusion hubiera sido completa: imposible llegar a entenderse.

El carmelita pidio permiso para retirarse; pero la reina lo detuvo.

Patiño dijo entonces que iba a ver al rey.

—Todos iremos,—añadio Isabel.

La duquesa temía el momento en que con calma se analizase la cuestion y se entrase en averiguaciones, porque desde la visita de Andrea sabía que su hijo era el que había revelado el secreto del viaje y el objeto de éste.

El monarca, que estaba solo en su habitación, y melancólico como siempre, se vio, pues, rodeado de aquellas cuatro personas, cuya presencia le producia tan distintas impresiones.

Los rostros, que palidecían y enrojecían alternativamente, de la reina y de la duquesa, la frente contraida y la mirada sombría del ministro y el tranquilo semblante del religioso, formaban el más singular contraste.

El rey no pudo mirarlos sin sorpresa, preguntando:

—¿Qué sucede?

Su esposa le refirió lo ocurrido, y le dio el perturbador papel.

—Veamos,—dijo el monarca.

Y leyó sin que al parecer se sintiese tan viva y desagradablemente impresionado como la reina.

—¿Que os parece?—preguntó esta.

—Está intenciónado,—respondio Felipe V con fríaldad.—Su autor debe ser alguno que haya quedado sin empleo, o que no haya podido alcanzarlo; pero no hay duda en que es hombre de ingenio.

La indiferencia del monarca encendio más la ira de Isabel.

—Señor, eso es un crimen...

—Una burla,—replicó el monarca,—nada más que una burla.

—Que desprecio,—dijo Patiño.

—Y hacéis bien: no se ataca vuestra honra.

—Pero...

—Lo que no comprendo,—repuso Felipe,—es esto último.

—¡Que no lo comprendeis!...

—Quiero decir que no sé qué importancia pueda tener el casamiento de la condesa para otro que don Juan... En fin, siempre es esto un... abuso; y si se descubre a su autor, será bueno castigarlo con un par de meses de encierro.

—La reina, que hasta aquel momento y con gran trabajo se había dominado, no pudo ya contenerse, y empezó a hablar con toda la violencia de su excitación.

No necesitaba el rey tanto para sentirse aturdido; así que a los pocos instantes se puso de pie con muestras de estar sofocado, y dijo a su esposa:

—Tranquilizaos, mi querida Isabel, dejadme meditar... El hecho es grave, teneis razón... ¡Oh!... Tranquilizaos.

Y su frente se bañó en sudor, que quiso limpiar; pero con el pañuelo salió del bolsillo de su casaca un papel impreso que cayó sobre la alfombra.

Era otro ejemplar de El DUENDE.

La reina no pudo contener un grito de reconcentrada ira.

La frente del carmelita se contrajo por un instante, como si también él se hubiera sorprendido. Sin duda Martín, con la impavidez de su calma se había atrevido, y conseguido felizmente, hacer más de lo que le ordenara su señor.

Como el lector puede figurarse, la confusion creció, declarando el rey que era casí imposible averiguar quién ayudaba al autor del escrito, y que no había cosa más fácil que introducir en sus bolsillos un papel, porque su ropa, después de acostarse, y antes de vestirse, pasaba a lo menos por diez manos distintas, y concluyendo por decir asperamente:

—Basta... Que se busque al criminal y se le castigue... Dejadme solo.

Aunque con disgusto de la reina, hubo que obedecer la terminante orden.

—¡Oh!—murmuró el monarca, volviendo a dejarse caer en su sillon.—Me han aturdido... ¿Qué me importa el casamiento de don Juan, ni dónde está el delito por decir que otro se llevó la novia? En cuanto a los versos, no hay ofensas graves, les encuentro gracia.

Fray Manuel salió de palacio y se dirigió a casa de Andrea.

La duquesa y Patiño se quedaron con Isabel de Farnesio.

Cuando ésta se encontró sola con sus amigos de confianza, dijo:

—Ya lo veis, nos han vendido; pero ¿quién?

—Nadie,—respondio Patiño;—el secreto se adivinaba fácilmente: ya tuve la honra de advertirlo a vuestra majestad.

—¿creéis que fray Manuel sospechaba?

—Lo prueba la paciencia con que ha esperado.

—¿Pero cómo puede saber lo que hoy ha sucedido en Lisboa?

—Señora desde que quedó aplazada la cuestion ha podido ir un hombre y volver, trayendo la noticia de que hoy era el día fijado para el casamiento: y en cuanto a don Juan lo habrán encontrado en el camino.

La duquesa respiró: empezando a tranquilizarse:

—¡Oh!—exclamó la reina.—Es preciso desenmáscarar al fraile.

—Tenemos una ocasíón de poner a prueba su desinterés.

—¿Cómo?

—Ofreciéndole la plaza de confesor de su majestad que ha dejado vacante el padre Bermúdez.

Una sonrisa dilató el rostro de Isabel de Farnesio.

Patiño se despidio para ir a empezar sus averiguaciones, y salió de la cámara, llevándose una mirada expresiva que se escapó de los ojos de Isabel.

CAPÍTULO XXVI.
De cómo Antonio era un rival más temible de lo que pudo creer el fraile.

Fray Manuel no se había equivocado: aquel día EL DUENDE DE LA CORTE corrió de mano en mano, dando entretenimiento a los ociosos y gran contento a los enemigos de Patiño.

El carmelita, mientras se alegraban unos y sufrían otros, ocupóse en llevar al alma de Andrea todo el contento que podía sentir en su situación. La noticia de que don Juan no de había casado, ni podía casarse con la portuguesa, fue para la desdichada joven una esperanza tan consoladora como el primer rayo de luz que ve el ciego.

Desde entonces todas las tentativas de Antonio para ver y hablar otra vez a Andrea fueron inútiles: ésta le hizo entender por medio de Juan que estaba resuelta a todo, como mujer y como madre, antes que aceptar la proposición que le hacía para salvarla.

Antonio tenía sobrado entendimiento para no comprender que todo efecto tiene su causa, y meditando sobre cuál sería la de aquella determinación tan repentina y firmemente manifestada, comprendio que no podía ser otra que la esperanza fundada de Andrea de casarse con don Juan.

¿Qué había sucedido para esto?

No era fácil adivinarlo; pero El Duende de la Corte, que la casualidad llevó a manos de Antonio, se lo explicó todo.

—¡Vuelve!—exclamó a la vez que su rostro se desfiguraba por una violenta contraccion, y que sus ojos relumbraban como dos carbunclos.—¡Vuelve para que fray Manuel despierte su conciencia con el poder de su palabra! ¡Vuelve, quizás arrepentido de su proceder y dispuesto a reparar su falla! ¡Oh!... que venga, que venga; pero no dejaré que me arrebaten mi única felicidad sin haberla defendido coa los alientos que me dan mi desesperación y mi amor. Preciso es que el noble señor acepte la lucha con el despreciable verdugo: ahora es cuando somos verdaderos rivales, ahora que los dos queremos lo mismo. Si yo tuviera el corazón de verdugo, como tengo las manos, esto acabaria bien pronto con una puñalada alevosa; pero no puedo: una gota de sangre vertida traídoramente, una sola gola sobre las manchas de lo pasado, sería un peso insoportable para mi conciencia, me malaria con el más horrible de los tormentos, y como tampoco don Juan querria cruzar su acero con el mío, tengo que recurrirá la astucia, a la intriga... la la intriga como una mujer o como un cobarde!

Antonio se paseó como un tigre aprisionado, recorriendo en todos sentidos, su sombrío aposento, que describiremos más adelante.

Al cabo de una hora había formado su plan.

Empezaba a oscurecer.

El ejecutor de la justicia humana caló su sombrero, envolvióse en su ancha capa negra y dejó su habitación.

Aceleradamente y absorto en sus ideas atravesó algunas calles y en pocos minutos se encontró en la del Humilladero.

Allí se detuvo delante de una miserable casa que no tenía más que un cuerpo, y cuando iba a coger el negro aldabon de la puerta, ésta se abrió, apareciendo un hombre de repugnante aspecto.

—¿Dibujo?—dijo Antonio, desembozándose.

El interpelado, respondiendo a tan extraño apodo, miró al recien llegado, y conociéndolo, exclamó con voz ronca y desagradable:

—¡Ah!... Llévenme cien mil legiónes de demonios si te esperaba, y ya creía no volver a verte hasta que tuvieras que apretarme el gaznate.

—Por si así llega a suceder...

—No lo dudes, Antonio; de seguro moriré en el aire y bailando,—replicó el llamado Dibujo.

Y como si hubiese dicho un chiste el más ingenioso y agradable, soltó una carcajada.

—Sé,—repuso Antonio,—que la vida no te importa un comino, y por eso vengo a buscarte ahora.

—¿Ha caído trabajo?

—Y de provecho.

—Soy tuyo.

—Pues vuelve a entrar y hablaremos.

—Mejor será que vayamos a otra parte donde podamos remojar la boca mientras hablamos.

—No, porque puede haber algún importuno que nos interrumpa. después iremos adonde quieras.

Entraron; siguieron por un estrecho pasíllo; atravesaron un patio; Dibujo abrió una puertecilla, y se encontraron en una habitación que sólo pudo verse cuando encendieron un candil.

En un rincón había un colchoncillo y una manta; en otro lado un banquillo de madera, y al extremo opuesto un arcon sucio y apolillado.

Esto era cuanto se veía en aquel aposento de negras paredes, húmedo piso y nauseabunda atmósfera.

El rostro de Dibujo, de abultadas facciones, estaba lleno de señales de viruelas, afeándolo más una larga cicatriz que le cogia parte de la frente y la mejilla izquierda.

Su apodo de Dibujo era, pues, un epigrama.

Sentóse en el arca y del banquillo se aprovechó Antonio.

—¿Cuentas,—preguntó éste,—con un amigo de confianza?

—Con Castañuelas, ya lo conoces.

—Vale tanto como tú.

—Y está como yo, sin blanca y oliendo donde guisan... Tiempo más perro que este no lo he conocido. En lo que va de invierno, que es cuando cae más que hacer, no he ganado ocho doblones.

—Ahora lo desquitarás si quieres.

—¿Hay que dar una puñalada?

—No.

—¿Una paliza?

—Tampoco.

—Entiendo: tendremos que sacar de las uñas de un padre tirano o de un marido celoso algúna pobrecita mujer...

—Nada de eso.

—Entonces...

—Tienes que hacer lo que yo te diga.

—Ya te escucho.

—Necesitamos tres caballos,—repuso Antonio.

—Empiezas a pedir cosas caras.

—Que pagaré.

—Adelante.

—¿Tendremos los caballos?

—Sí,—respondio Dibujo después de meditar algunos instantes.—¿Para cuando?

—Para mañana a las cuatro de la tarde.

—Bien.

—A esa hora, tú y Castañuelas, con las cabalgaduras, me esperareis en Atocha.

—¿Hemos de ir muy lejos?

—Hasta donde yo disponga.

—¿Estaremos fuera de Madrid muchos días?

—Los que fueren menester.

—Antonio, esa es mucha reserva para un amigo.

—¿Qué te importa adonde vas ni el tiempo que hayas de tardar en volver?

—Pero si tendrás que decirnos lo que hemos de hacer.

—Ver, oír, callar y obedecerme.

—¡Voto a Satanás!

—Comereis bien, bebereis mucho, pero no hasta emborracharos y dormireis cuando se pueda.

—Ya sabes que soy tu amigo, Antonio, y me tienes dispuesto a servirte; pero...

—¿Te ocurre otra observación?

—En la inteligencia de que no mataremos...

—Amenazareis nada más.

—Ni robaremos...

—Dios os libre de semejante tentación, porque no volveríais con vida.

—¿Ganaremos más que la comida y el vino que nos prometes?

—Veinticinco pesos cada uno.

—Si el viaje no dura más que una semana...

—No.

—Negocio hecho.

—Hemos concluido.

Antonio se puso de pie.

Dos meses antes no hubiera encontrado nada de particular en el trato del asesino; pero después de haber conocido y amar a Andrea, le inspiraba horror y desprecio aquel hombre, cuya mano había estrechado tantas veces, dándole el nombre de amigo.

—¿Vamos a refrescar?—preguntó Dibujo.

Antonio hubiera querido negarse, pero no le convenia ni podía en aquellas circunstancias.

El asesino apagó el candil, y pocos momentos después se encontraban ambos en la calle, y se encaminaban a una taberna.

El atrevido plan del verdugo empezaba a realizarse.

Iban a convertirse en humo las esperanzas de Andrea.

CAPÍTULO XXVII.
El corazón y la conciencia del verdugo.

A las dos de la tarde del siguiente día. Martín entró en la celda de fray Manuel, quien, sin duda porque era miércoles, parecía más preocupado que de costumbre.

—sabía que Patiño, tan activo como sagaz, había dispuesto cuanto es imaginable para dar con el autor de EL Duende, y si la semana anterior había podido circularse éste con poco riesgo, no así entonces, que podía sorprendérsele por ser muchos los interesados, y estar todos sobre aviso.

La empresa era en extremo dificultosa y arriesgada; pero no podía retrocederse sin el descrédito, y como además el satírico escritor se había propuesto corregir algunos abusos, estaba decidido a seguir adelante con todo el entusiasmo de quien hace una buena obra, sin buscar más recompensa que la satisfacción de su proceder.

—Señor,—dijo el donado al entrar,—ahí está, ahí está esperando...

—¿Quién?—preguntó el carmelita.

—El enamorado que jura como un hereje y suspira como un huracán.

—¿Qué te sorprende?

—Nada, señor.

—Ya sabes que estamos en relaciónes...

—Sí; pero no por eso deja de desagradarme menos su catadura: y hoy parece que está de peor humor; le relucen los ojos más que nunca y tiene el rostro pálido como el de un muerto.

—Díle que entre, y ten cuidado de que nadie nos interrumpa mientras esté aquí.

Salió Martín de la celda, y pocos momentos después entró Antonio, cuya mirada, más sombría que nunca, revelaba el estado de agitación de su espíritu.

—Padre,—dijo al entrar,—perdónadme que ocupe vuestra atención; esta será quizás la última vez que os moleste con mi presencia, y os suplico que me escucheis.

—Sentaos,—respondio fray Manuel con dulzura,—sentaos sin escrúpulos; en este lugar no hay clases ni distinciones, todos somos hijos de Dios, todos hermanos. Vuestra presencia no es para mi desagradable, es triste, porque sois un desgraciado que sufrís mucho.

—Soy,—repuso Antonio, sentándose,—una víctima de la sociedad.

—No acuseis al mundo.

—¡Que no lo acuse!—murmuró Antonio.—Padre mío, cuando busqueis un testimonio irrecusable de la injusticia de los hombres, recurrid a mí. Vos lo habéis dicho, soy un desgraciado, horriblemente desgraciado... ¿Y á quien debo mi desgracia? ¿No me han obligado a ser lo que soy? ¡Ah!—exclamó, oprimiéndose el pecho y elevando al cielo una mirada de desesperación.—Yo no nací para ser instrumento de un horrendo abuso de la sociedad, y ofrecí a mis hermanos un corazón virgen, que encerraba los gérmenes de todos los sentimientos más nobles; pero el mundo me rechazó don desprecio; escupió en mi rostro, puso en mi frente un sello de infamía, cuando aún era yo inocente, y me vi solo, aislado, y sin poder seguir otro camino que el que la fatalidad había hecho recorrer a mi padre. ¡Si supierais mi historia, la historia de mis sufrimientos, de mi corazón, de mis luchas! ¡Si pudieseis comprender el tormento de mi conciencia!

Antonio se detuvo como fatigado, y limpió algunas gotas de sudor que habían brotado de su ancha frente. Su rostro, aunque sombrío como siempre, tenía una expresión más dulce y agradable; había en su mirada una ternura que nadie hubiera esperado en él.

No hablaba entonces como el hombre rudo y grosero que ha pasado su vida en un ejercicio brutal y separado de cuantos pudieran haberle inspirado un solo sentimiento noble.

—¿Y no habéis,—preguntó fray Manuel,—intentado nunca separaros de esa horrible senda? ¿No os resististeis a aceptar la triste herencia de vuestro padre?

—Si; pero en vano,—respondio Antonio, exhalando un penoso suspiro.—Hasta la edad de ocho años estuve al lado de mi madre, recibiendo de ella la escasísima instruccion que me podía dar para hacerme comprender mis deberes de cristiano, en tanto que mi padre algúna vez me enseñaba los instrumentos de su oficio, explicándome su uso con una minuciosidad y una calma que me hacía estremecer y parecía helarme la sangre. No fue bastante el tiempo para acostumbrarme a ver con tranquilidad todo aquello, y siempre escuché a mi padre, poseido de espanto, mirándolo con estupor y guardando silencio, lo cual tomaba él por la fríaldad de un valor sin igual, lisonjeándose de que no tendría que violentarme para cumplir a su tiempo aquellos deberes. Pero llegó el día de la prueba... ¡Oh!... Jamás lo olvidaré... Mi padre dispuso que lo acompañase a una ejecución, y yo trastornado como siempre por el miedo, le seguí sin acertar a pronunciar una palabra. Como la máquina que obedece a la fuerza que la impulsa, caminé en medio de la triste comitiva sin poderme dar razón de lo que veía ni oia, pues a mis ojos parecían sombras vagas y gigantescas las compactas másas de la multitud que llenaba las calles, y el rumor que de ellas partía, sonaba en mis oídos como el zumbido lejano del huracán. Por fin llegamos al lugar del sacrificio; subí al tablado fatal, y haciendo un esfuerzo quise mirar a mi alrededor; pero solo vi como un lago negro de movibles olas y algunos puntos luminosos, que debían ser los reflejos del sol en las armás de los soldados. La luz huyó de mis ojos, y aún perdí la sensibilidad por algunos instantes. Entonces hice un segúndo y más doloroso esfuerzo, volví a contemplar la multitud que se apiñaba bajo mis pies, me pareció que aquella mása negra giraba en torno mío, y se aumentó mi espanto y mi aturdimiento. Aun luché y resistí: me acordé de las ordenes de mi padre y fijé en él mis ojos para ver cómo cumplia su deber: en aquel momento colocaba la cuerda al cuello del infeliz sentenciado, mientras que el sacerdote con voz conmovida cumplia su santa misión. ¡Ahí... No pude más... cerré los ojos; mi trastorno fue completo; habían acabado mis fuerzas, y sólo pude, sin pensar lo que hacía, asírme a los hábitos del religioso y sostenerme así de pie. Ignoro lo que entonces sucedio; solamente recuerdo que pocos momentos después me pareció oír un ruido espantable, semejante al bramido de la tempestad. Si los sucesos posteriores no hubieran venido a demostrarme lo contrario, hubiera creido que todo aquello no había sido más que un sueño horrible. Al fin volví o me hicieron volver de mi aturdimiento. El silencio y la calma había sucedido a la agitación. No pude ver al infeliz que acababa de espirar, porque el caritativo sacerdote, que había comprendido lo que pasaba en mi alma, lo evitó, colocándose a mi lado. Entre él y mi padre se cruzaron algunas palabras que no recuerdo; pero sí que al separarse de nosotros corrían dos lágrimás por sus mejillas.

Antonio volvió a interrumpirse.

Su respiración era agitada.

Habíase aumentado la palidez de su rostro.

Fray Manuel permaneció silencioso y como entregado a profundas y dolorosas meditaciónes.

después de algunos momentos el ejecutor de la justicia humana prosiguió:

—Aquel mismo día participé a mi padre mi resolución de no ser verdugo.—¿Crees que mi ejercicio es un crimen?» me preguntó.—«No, le respondí para evitar herirlo, para que no creyese que lo acusaba; pero me falta valor.«—Entonces mi padre, sonriendo con amargura, me preguntó: «¿Qué quieres ser? ¿Qué harás para vivir? Tú no puedes ser más que verdugo... ¿Quieres la prueba? Hoy mismo la tendrás... Ya es tiempo de que empieces a conocer a los hombres.» Así sucedio. Mostré el deseo de aprender un oficio cualquiera; pero no hubo artesano que quisiese enseñarme: todos me rechazaban con horror, solo porque mi padre era verdugo. Quise aprender a leer y escribir, y no fui admitido en ningúna escuela... «Ya lo ves, me dijo mi padre: solo dos cosas puedes ser, ladrón o verdugo... Escoge...» La Providencia acudio en mi auxilio. El religioso que había confesado al reo se presentó en mi casa, obtuvo de mi padre el permiso para educarme y me prometió enseñarme el oficio de carpintero, que él había tenido en el mundo. Mi alegría no tuvo limites. Mi angel salvador me llevó libros y todos los días pasaba una hora lo menos a mi lado. Como emprendí el estudio con avidez, adelanté rápidamente, y en poco tiempo pude leer y escribir. Mi padre no había podido comprarme lo necesario para mi enseñanza de carpintería, y pasé dos años sin hacer otra cosa más que leer. Al fin me anunció mi padre que en breve me compraria lo necesario para comenzar a aprender el oficio; pero ya era tarde: la muerte me arrebató en pocos días a mi santo protector. Lloré como se llora por un padre. Seguí leyendo y aprendiendo; pero aquello no podía darme para vivir, y otra vez me encontré en la horrible alternativa de ser ladrón o verdugo. Comprendí como nunca la injusticia de los hombres; del dolor pasé a la desesperación, quise herir a la sociedad que me heria, quise vengarme, y... ¡fui verdugo!

—¡Desgraciado!—murmuró fray Manuel, cuyos ojos se humedecieron.

—Defended, padre mío, defended ahora a esa sociedad que busca y paga a los verdugos y los maldice; que los declara inocentes y los odía; que hace expiar al hijo la falta del padre; defended a esa sociedad que gasta en verdugos el oro que debiera emplear en evitar crimenes, haciendo hombres honrados de muchos que lo serían sin el abandono y la misería, de muchos que son criminales como yo llegué a ser verdugo... ¡Hablad de la justicia de los hombres!—exclamó Antonio con sarcástico acento.

Y cambiando la expresión de su rostro, vagó en sus labios una sonrisa amarga que hizo estremecer al carmelita.

¿Qué podía contestársele? ¿Acaso la sociedad tiene menos de qué acusarse que los verdugos que busca y paga? ¿No es ella la que ha dispuesto de la vida del hombre? ¿Es más culpable ni odioso el que ejecuta la sentencia que el que la dicta? No habría verdugos si los hombres, atentando a la naturaleza, no dispusiesen de la vida de sus semejantes.

La sociedad impone la pena de muerte, dicen sus partidarios, con un fin bueno, y el verdugo la ejecuta por un interés mezquino y vil.

Hé ahí la diferencia que establece entre el legislador y el ejecutor.

Es verdad, no pueden compararse: nosotros también vemos en el verdugo al hombre indigno y sin corazón, al criminal; pero la sociedad lo tolera, lo consiente en su seno, y lo recompensa.

¡La pena de muerte!

Ese es el borron de la historia de la sociedad.

¡Arrancar el alma al cuerpo donde Dios la puso!

¡Atentar contra la obra del Omnipotente, contra la más querida de sus obras, contra la única que mereció el privilegio de que no se creara con solo el _¡tal,_ que bastó para que de la nada saliese el firmamento!

La mancha de la sociedad no es como la del verdugo, pero es una mancha.

No es nuestro propósito entrar en esta cuestion; pero hemos tenido que tocarla, manifestando nuestra opinión, al hablar del verdugo.

El corazón de éste ya lo hemos visto: valía por lo menos tanto como los de algunos de los que le despreciaban, y más que los de muchos de ellos.

Nos falla conocer su conciencia, es decir, cómo apreciaba su posicion con respecto a la sociedad y los deberes que para con esta se creía obligado a cumplir.

El precioso manuscrito de que, como ya dijimos a nuestros lectores, tomamos esta peregrina historia, nos presenta a fray Manuel como varon tan sabio como virtuoso y de ideas más avanzadas que las de su época, aunque sin dejar de ser hombre de orden y profesar los más sanos principios. Por esta razón lo hemos visto escuchar a Antonio sin saber qué replicarle, y no tener más que algúna palabra de caritativa compasíón.

Hubo algunos momentos de silencio, interrumpido solamente por la agitada respiración de Antonio, por cuyos ojos parecía brotar la hiel que rebosaba su pecho, volviendo su mirada y su pálido rostro a tomar la expresión dura y sarcástica que tan desagradable efecto producía.

Este cambio no pasó desapercibido para fray Manuel.

—¿Por qué,—dijo,—no habéis de ser siempre lo que hace algunos instantes? No, ya no sois el mismo hombre...

—Ahora,—replicó Antonio,—soy el verdugo.

—¡Oh!

—Hace algunos instantes pensaba en mis desgracias, hablaba de lo que he sufrido, y despertó en mi corazón la ternura de mi niñez; pero cuando he tocado el segúndo período de mi vida, pienso solamente en lo que soy, en lo que me espera, y como quien soy tengo que sentir y hablar. Además, padre mío, esos recuerdos de ternura, en vez de aliviar mis dolores, los hacen más crueles, me desgarran el alma... ¡Oh!... Evocar esos recuerdos es abrir las heridas de mi corazón. Debo olvidar todo eso, porque soy verdugo. Poned al tigre el corazón del cordero, y habreis cortado sus garras. Mantened en mi corazón los tiernos sentimientos de mi niñez, y mis manos habrán perdido la fuerza para ahogar a las víctimás de la estúpida inhumanidad de los hombres. Soy el verdugo... ¡Oh!... soy el verdugo... estoy ya separado de la sociedad, nada tengo de comun con los que nacieron mis hermanos: si no me aplastan como a un reptil, es porque no pueden; si me dejan vivir entre ellos, es porque me necesitan; pero me desprecian, me odían y me maldicen... ¿Qué les debo?... ¡Ah!... los trataré como me traían, les daré lo que me han dado...

—Esa es la venganza...

—Es la reparacion, la justicia, la defensa...

—No.

—¿queréis que les dé mi cariño?... Se lo ofrezco y lo rechazan, escupiendome al rostro... Ya es tarde, padre mío. ¿Por qué me han hecho verdugo? Un abismo me separa de los demás hombres: ningúno me inspira compasíón más que los infelices que espiran entre mis manos; y para eso, cuando en los momentos terribles de una ejecución siento que mis miembros se agitan y se oprime mi pecho, miro a los demás, renace mi odio, y para vengarme acabo con la víctima, diciendo a la sociedad que me contempla: «Ya tienes otra mancha, ya eres responsable de un crimen más. » Y como creo que Dios en aquel instante lanza sobre los hombres el rayo de su mirada de enojo y reprobacion, quedo satisfecho porque considero a los demás iguales a mi.

La exaltación de Antonio crecia, probándolo claramente la incongruencia de sus razónamientos.

—Todo tiene sus goces,—prosiguió.—Cuando se tienen valor y fuerzas para aceptar y sostener la lucha con un gigante, se tiene orgullo de nuestras fuerzas y valor, y os confieso que algunas veces he sentido halagada mi vanidad, porque yo solo lucho contra todos los hombres, y aún no me he declarado vencido, aún me sobran alientos para disputar el triunfo.

—El dolor os extravia...

—Me da vigor.

—¿queréis vencer a ese mundo con quien lucháis? ¿queréis ser más grande que todos los hombres?

—No, padre mío, no me deis ahora consejos,—interrumpió vivamente Antonio,—porque en estos momentos, según mi espíritu se encuentra, temo que vuestras palabras me debiliten. No he venido hoy por la luz y el consuelo que de vos puede esperarse; me ha traído mi amor por Andrea, y si os he referido mi historia, si os he dejado ver mi corazón y apreciar mi conciencia, ha sido para justificar mi proceder.

—¿Qué intentáis?—preguntó nó muy tranquilo el carmelita.

—Seguir luchando como siempre, porque la lucha es mi vida.

—Pero....

—No temais que manche mis manos con un crimen; pero sí haré cuanto pueda para lograr mi deseo, y os lo advierto con leal franqueza.

—¿Acaso sabeis?...

—Que don Juan no se ha casado y volverá; y aunque no ame mucho a Andrea, es posible que por lástima o porque vos le hagais comprender sus deberes, se case.

—¿Y cómo pensais estorbarlo?

—Ya os lo he dicho, padre; haciendo cuanto pueda, menos verter alevosamente la sangre de mi rival.

—Nada conseguireis.

—Sé hasta donde alcanza vuestras fuerzas; estoy seguro de que vuestras amonestaciones decidirán a don Juan a pagar la deuda de honra que tiene, y por eso vengo a preguntaros si queréis desistir de vuestro empeño en favorecer esa union.

—Esa pregunta,—replicó severamente el fraile, es una ofensa. Yo no desisto de mis propósitos cuando son buenos, porque al cumplirlos cumplo con mis deberes.

—perdónad,—repuso Antonio, que iba recobrando su fría calma,—no he puesto en duda vuestro amor al bien, ni la rectitud de vuestros sentimientos; pero una observacion mía podrá haceros cambiar de resolución.

—No os comprendo.

—¿Qué haríais si tuvieseis la seguridad de que no habíais de conseguir vuestros deseos?

—Esa seguridad no puedo tenerla ni nadie puede dármela, porque no hay quien sepa lo porvenir.

—¿Y si por lo menos todas las probabilidades estuviesen en contra de vuestro plan?

—Trabajaria con más ardor, y si todo se perdía, no me quedaria más que el dolor por la desgracia de esa mujer; pero no el remordimiento por haber abandonado el camino de mi deber.

—Aumentariais los tormentos de la infeliz, haciéndole sufrir desengaños cuando se disiparan las esperanzas que le habíais hecho abrigar.

El carmelita miró fijamente y por algunos instantes a su interlocutor, diciendo luego:

—Puesto que con tanta lealtad queréis proceder, y así lo prueba el aviso que me dais, no tendreis inconveniente en decirme con qué medios contais para evitar el matrimonio de Andrea.

—No puede llevarse la lealtad hasta ese punto: daros a conocer mi plan, sería inutilizarme, porque os sería fácil combatirme y vencerme.

—¿No conocéis vos mis recursos?

—Sí; pero como los vuestros son la palabra, la perseverancia y la virtud, y contra eso no puedo, nada perdeis con que yo los conozca. Si don Juan quisiese aceptar un duelo, yo le disputaria con la espada la mano de Andrea; pero en esto no debo pensar, porque un noble no mediria jamás sus armás con el verdugo; tengo que recurrir a la intriga y suplir con la astucia el valor de que no puedo hacer uso. Os lo advierto así, y es cuanto debo hacer; pero daros a conocer mis trazas, sería perderme. Básteos, padre, el haber penetrado en el fondo de mi alma: así sabreis lo que vale el enemigo con quien teneis que luchar. Puesto que os negais á desistir de vuestro propósito, desde hoy trabajaremos cada cual para conseguir sus fines.

Antonio se puso de pie.

—Esperad,—dijo el carmelita.—Ahora debo yo hablaros...

—perdónadme,—replicó el verdugo;—ya os dije que hoy no puedo escucharos; tengo miedo a vuestras palabras, que podrían menguar mi valor, despertar en mi conciencia escrúpulos que no me dejasen satisfacer mi pasíón.

Y sus ojos brillaron y sus mejillas enrojecieron.

Fray Manuel intentó detenerlo; pero en vano.

Antonio se negó enérgicamente a escuchar nada que pudiera hacerle desistir de su empeño, y abriendo la puerta de la celda exclamó:

—¡Padre mío!... compadecedme, estoy loco, son mis intentos criminales, pero todas las fuerzas de mi voluntad no bastan para dominar mi pasíón... ¡Oh!... ¡Al infierno iria, si preciso fuese, pira sacaren mis brazos a Andrea!

El fraile no pudo reprimir un grito de horror, y se cubrió el rostro con las manos.

Antonio salió de la celda agitado, con el rostro desfigurado y los ojos chispeantes, desapareciendo mientras murmuraba con ronca voz:

—No, no... Antes que renunciar ¿ella, la muerte, todos los suplicios, la condenación eterna.

CAPÍTULO XXVIII.
Antonio prepara el primer golpe.

En el camino de Extremadura y como medía jornada o poco más distante de Madrid, había en la época de esta historia una posada que tenía fama de ser la mejor de cuantas se encontraban en diez leguas a la redonda, y aunque su dueño no gozaba de la misma buena reputación, paraban en ella muchos viajeros, que no se cuidaban de los extraños episodios que referían los murmuradores, porque sólo les importaba estar bien asístidos.

Al día siguiente del en que tuvo lugar la escena que hemos dado a conocer a nuestros lectores, se veían a la puerta de la posada a maese Lucas el posadero y al verdugo. Estaban sentados en un banco de piedra, y no hablaban ni parecían ocuparse el uno del otro.

El sol se acercaba a su ocaso y ni soplaba el viento frío que otros días, ni la más ligera nube empañaba el trasparente azul del horizonte. Las lejas del edificio, donde aún llegaban los rayos del sol, relumbraban, así como las pedregosas cumbres de algunas montañas, que parecían remataren oro, en tanto que en los valles empezaban a extenderse las sombras que anunciaban las tinieblas de la noche.

El silencio y la calma eran completos: solamente en el interior de la posada solia sonar algúna voz.

Antonio, sombrío como siempre, tenía la mirada fija a lo largo del camino, y si allá a lo lejos se levantaba una nube de polvo al pasar un rebaño, estremeciase apretaba los puños, enrojecía su rostro y decía:

—Mira, Lucas.

El posadero, que era un hombre de cuarenta años, de complexión robusta, rostro moreno y aviesos ojos, miraba y respondía con calma:

—No es.

Y continuaba inmóvil e indiferente.

Así pasó largo rato.

—Mucho tarda,—dijo Antonio, que empezaba a impacientarse..

—Ten calma,—replicó el posadero.

—Ya sabes que la pierdo rara vez.

—De una me acuerdo...

—No hables de eso, Lucas.

—Pues yo, como considero que yací aquel día, o que más bien resucité...

—Piensa en lo que ahora nos interesa.

—Está pensado, Antonio.

—Si no viniese hoy...

—Vendrá mañana, sin que por eso deje de caer en el lazo.

—¡Oh!...

—Te he prometido que le haré pasar aquí una noche: conoces mi plan, y debes estar convencido de que todo saldrá como quieres.

—Es verdad, hemos contado con todo.

—Hasta con las casualidades.

—¿Y el carro?

—Preparado como sabes para ponerse en su puesto a la primera señal..

—Si llega temprano, temo que no sirva de nada tu previsión, porque el coche se sustituye con un caballo.

—Mientras eso decide, hay tiempo para hacer que los caballos presenten también su inconveniente.

—Lucas, no estoy tranquilo.

El posadero se encogió de hombros y calló.

Antonio volvió a fijar su mirada afánosa en el camino, y apoyando los codos en las rodillas y la barba en las manos, permaneció inmóvil.

El sol había descendido, y parecía descansar sobre una de las más elevadas cumbres de Occidente.

La misma soledad que antes en aquellos alrededores, el mismo silencio.

Lucas cruzó una pierna sobre otra, se recostó en la pared y empezó a cantará medía voz.

algunos pajarillos cruzaron el espacio en busca de los arboles donde tenian sus nidos.

Cerníase el gavilán contemplando la tierra, y luego se dirigia a las más escarpadas montañas.

Aunque lejano, oyóse el ladrido de algún perro y el balido de las ovejas.

Empero, ni un solo caminante asomaba.

Y el sol empezaba a ocultarse.

Y por el Oriente recobraban las tinieblas su negro imperio, y aunque con timidez, algúna estrella relumbraba al Norte.

Al fin, del sol no se vieron más que los resplandores de despedida, y la trasparente y dorada faja del crepúsculo no esparcia sobre, la tierra más que una débil claridad.

El posadero interrumpió su canto para decir:

—Eres muy afortunado, Antonio.

—¡Vive el cielo!...

—Llegarán de noche, que es cuanto podemos desear, y se detendrán en mi posada.

—Ó no llegarán....

—Según el sitio donde los dejastes y el paso que traían...—¿Quién sabe lo que puede haber sucedido?

—Es verdad; pero...

—Si dentro de medía hora no está aquí, volveré a buscarlo.

—Pues esa medía hora espera sin incomodarte.

—Bien, bien; pero bueno será que el carro se ponga en el sitio convenido, porque si llega cuando haya cerrado la noche y no los vemos antes...

—¿No has dejado eso a mi cuidado?

—Sí.

—Entonces no me des consejos.

—Lucas...

—Una imprudencia puede comprometernos.

—Y un descuido....

—Nos quedamos a oscuras; pero... mira...

—¡Ah!...

—No me engaño...

—Si... sí...

—Quizás...

—¡Debe ser él!—exclamó Antonio.

Y poniéndose de pie, miró con relumbrantes ojos un bulto informe, que parecía moverse en dirección a la posada.

Ya no quedaba del crepúsculo más que la última sonrisa. Empero, pocos momentos después, Lucas y Antonio se convencieron de que se acercaba un carruaje.

había llegado la hora deseada.

—Antonio,—dijo el posadero,—vé con los tuyos a vuestro escondite.

—El carro, Lucas, el carro...

—¡Voto al infierno!... Déjame.

El verdugo entró en la posada.

El posadero dejó escapar un silbido agudo, y pocos intantes después abriéndose la puerta del corral, que estaba a la parle opuesta del edificio salió un carro tirado por dos poderosas mulas negras, tomando el camino de Madrid, y deteniéndose después de dar medía vuelta como a unos cincuenta pasos de la posada.

Cinco minutos después, un coche tirado por cuatro mulas y seguido por dos jinetes se detuvo a la puerta del edificio.

El posadero, provisto de un farol, acudio presurosamente, y se acercó a una de las ventanillas del vehículo antes que los jinetes se hubieran apeado.

No omitió el astuto Lucas reverencias y ofrecimientos para dar de su trato y casa la mejor idea; pero la persona que ocupaba el coche, dijo que solo queria un vaso de agua y que se detendría algunos instantes, más que por descansar, por dar tiempo a que sus criados se calentasen y bebiesen.

Y salió del coche y entró en la posada.

—Señor,—le dijo Lucas,—vuestra señoría podrá disponer lo que quiera; pero debo advertirle que quedan más de cinco leguas hasta Madrid, y que es el peor trozo de camino, pues particularmente cerca de la corte, aún de día los viajeros no están seguros. Ahora anda por estos alrededores con su partida haciendo de las suyas el famoso Monaguillo, y si vuestra señoría puede perder una noche, hará muy bien en no arriesgarse.

El viajero, que era don Juan, hizo un gesto de indiferencia, y respondio:

—No importa; seguiré:

Y añadio, volviéndose a sus criados.

—Teneis cinco minutos para descansar.

No perdieron ni uno los sirvientes: incluso el cochero, entraron en la posada, dejando solos caballos y mulas, que estaban harto cansados para moverse.

Lucas llevó a don Juan a una sala donde se veía una cama, sino lujosa, cómoda y limpia, algunas sillas y una mesa con recado de escribir, y un enorme belón, que encendio.

Luego mandó que llevasen el agua que había pedido el viajero, y mientras este bebia, prosiguió diciendo:

—Mande otra cosa vuestra señoría, que en todo será bien y prontamente servido, porque como mi casa es honrada por muchos caballeros, está provista de todo. Si hubiera determinado quedarse vuestra señoría, podría ofrecerle una buena cena, pues tengo conejos, pollas, ternera, perdices, huevos, leche, jamon y otras muchas cosas, sin faltar el mejor vino de la Mancha, y pan de flor cocido de hace seis horas. La cama es esa, con cuatro colchones nuevos y blandos como de pluma, y en cuanto a tranquilidad, no digamos, porque casualmente a nadie tengo ahora más que á vuestra señoría.

Don Juan parecía muy preocupado, y no se dignó contestar a los tentadores ofrecimientos de Lucas.

—¿Conque,—añadio este,—nada más tiene que mandarme vuestra señoría?

—Nada. .

—Pues voy a ver si asísten bien a los criados, que deben traer bastante frío.

En aquel momento se oyó el ruido de un carro que parecía acercarse presurosamente a la posada, mientras sin duda su conductor daba grandes voces.

Casí en seguida y como si repentinamente se hubiera abierto la tierra y vomitado una legión de demonios, resonó como un infernal tropel y el estruendo de gritos desaforados, patadas, relinchos y gran confusion.

—¡Ah!—exclamó Lucas, fingiendo sorpresa.—¿Qué sucede?

Y se lanzó fuera del aposento, gritando también con toda la fuerza de sus pulmones:

—¿Qué pasa, qué pasa?

No fue bastante el estrépito a mover siquiera la curiosidad de don Juan que, sentado junto a la mesa, con los brazos cruzados y la cabeza inclinada sobre el pecho, permaneció inmóvil, indiferente, como si de nada se hubiese apercibido.

El alboroto creció por instantes, y pocos después volvió el posadero con muestras de gran sofocación y coraje, diciendo:

—¡Señor, señor!

—Pero ¿qué sucede?—preguntó al fin don Juan.

—Roto el coche de vuestra señoría, destrozada una de sus ruedas por el carro de ese condenado Blas, por sus maldecidas mulas que son dos toros...

—¡Roto mi coche!...

—Sí, señor... ¡Oh!... No sé como me contengo... Ya van tres... tres desgracias por esas mulas...

Don Juan salió del aposento y acudio al sitio de la desgracia.

Efectivamente, el carro que había salido del corral estaba cerca del coche, y éste con una rueda hecha pedazos. Los criados de don Juan y los del posadero, la familia de éste y algunos arrieros que se encontraban allí, y mientras unos sujetaban las mulas del coche, que espantadas habían intentado huir, otros rodeaban al carretero, que parecía estar enteramente aturdido y amedrentado.

—Ese es, ese,—gritó Lucas con acento de ira,—ese es, señor, el bárbaro delincuente.

El fingido carretero, medio llorando, excusóse con la oscuridad y con la fogosidad de las mulas; suplicó que nada se le hiciese, que él venderia su carro, que era toda su hacienda, y pagaría, aunque luego hubiese de pedir limosna, y concluyó por dejarse caer de rodillas a los pies del caballero, implorando compasíón.

Con pretexto de examinar detenidamente el daño, volvióse al lado opuesto Lucas, para que no viesen una sonrisa burlona que retozó en sus labios, y no pudo contener al contemplar en tal guisa al ladino Blas.

Este, quizás también para reir, no para recoger sus lágrimás, ocultó el rostro entre las manos, y con la cabeza inclinada, permaneció inmóvil como el reo que aguarda la sentencia.

—Señor,—murmuraba,—señor... vuestra merced... vuestra señoría... yo pagaré... soy un pobre...

—Levantaos y dejadme,—replicó don Juan.—No me importa el coche, sino el haber de quedarme esta noche aquí... ha concluido el alboroto.

—¡Noble señor!

—Basta.

Ya nadie se atrevio a decir una palabra a Blas, que volvió a su carro, mientras don Juan recibia de Lucas la seguridad de que el coche quedaria corriente para el amanecer, pues el daño no era mucho y podría remedíarlo prontamente un amigo carretero a quien enviaria a buscar al instante.

Aunque el caballero sentía perder la noche, no tenía tampoco tanta prisa que pensase para aprovecharla acabar el viaje a caballo, con las molestias y peligros consiguientes a la hora, la estacion y el lugar, y resignándose, volvió a la sala, ordenó que le hiciesen de cenar, y se entregó nuevamente a sus tristes pensamientos.

Dos horas después reinaba el silencio más profundo en la posada.

Don Juan, sin desnudarse, se dejó caer en la cama, y al cabo de pocos minutos dormía.

capítulo XXIX.
La sorpresa.

Era la medía noche.

Don Juan continuaba entregado a un sueño tan profundo como era consiguiente a los días de insomnio y de fatiga que llevaba.

Sus criados, más cansados aún, dormían también no menos pesadamente, después de haber bendecido a la casualidad por la rotura del carruaje, que les permitía tan deseado reposo.

Como Lucas había prometido hacer cuanto necesario fuese para que al otro día pudiera continuarse el viaje, ningúno se cuidó más que de satisfacer el apetito con una abundante cena.

Don Juan no había apagado la luz, bien fuese por distraccion o porque no quisiese quedarse a oscuras, había dado una vuelta a la llave de la puerta, más que por miedo, por evitar que el aire la abriese, y no había fijado la atención o dado importancia a otra puertecilla que se veía cerca de un rincón, y que lo mismo podía ser la de un cuarto excusado que de un pasíllo. Estaba cerrada, pero no tenía puesta la llave', y como si no se abriese para nada, no se había contado con ella para la colocación de las sillas.

La luz del belón, no muy provisto de aceite, empezaba a tomar un color rojizo oscuro y a perder su intensidad, anunciando su agonía.

Sus vacilantes resplandores apenas llegaban a la cama, colocada en uno de los rincónes del aposento.

De vez en cuando llegaba allí el lúgubre canto del buho, único ruido que interrumpia el silencio, como no se moviese alguno de los caballos o mulas que estaban en la cuadra.

La luna había dejado ver su cara de mujer boba, y esparcido sus nacarados resplandores.

Sin hacer el más leve ruido, abrióse la puertecilla de que hemos hablado, y asomó la cabeza de un hombre que llevaba el rostro cubierto con un antifaz negro.

Como si escuchase, permaneció inmóvil, y a través de los agujeros de la máscara, viéronse relumbrar sus ojos como dos centellas.

Luego se retiró la cabeza, y pocos momentos después asomó una mano que separó la silla que había delante de la puerta.

El del antifaz entró, y por su estatura, su aire y su vestido no podía dudarse de que era Antonio.

Dos hombres con sendos puñales desnudos lo siguieron.

El uno era Dibujo, conocido ya de nuestros lectores.

El otro debía ser el llamado Castañuelas, de pequeña estatura, flaco y tan mal vestido como su compañero. Sin embargo, no era su aspecto tan repulsivo: la mirada de sus ojuelos brillantes, tenía más de alegre y burlona que de mal intenciónada.

Solo un instante se detuvieron para mirar a su alrededor, como si quisiesen convencerse de que nada tenian que temer.

Luego con pasos silenciosos llegaron hasta la cama.

Ya debían haber formado su plan y saber cada cual lo que tenía que hacer, porque sin consultarse empezaron a obrar.

A la derecha se colocaron Antonio y Dibujo, y al lado opuesto Castañuelas.

Los tres extendieron el brazo izquierdo, de manera que sus manos quedaron en disposicion de caer a la vez y en un instante sobre las muñecas y la garganta de don Juan.

Este seguia durmiendo tranquilamente.

Antonio levantó la diestra como señal de mando, y al mismo tiempo su mano izquierda cayó sobre un brazo de don Juan, y las de Castañuelas y Dibujo sobre el otro y la garganta.

El caballero se estremeció violentamente, abrió y fijó una mirada de sorpresa y espanto en aquellos tres hombres y en los dos puñales que relumbraban sobre su pecho.

No le oprimía Dibujo la garganta hasta el punto de hacerle daño, porque solo habían querido tomar una medida de precaución; pero el noble mancebo en el aturdimiento natural producido por tan inesperada y brusca acometida, no acertó a articular una silaba en los primeros momentos; y antes de darle tiempo a reponerse, a que se convenciera de que aquello era la realidad y no una pesadilla, Antonio, a medía voz, pero con acento enérgico, dijo:

—Silencio, don Juan, no intentéis dar un grito, porque lo ahogará la mano que teneis al cuello; no hagais la locura de moveros, porque estos puñales se clavarán en vuestro corazón. Además, vuestros criados duermen lejos de aquí y nadie acudiria a socorreros. Callad, pues, y obedecedme, y así os dejaremos la vida; que aunque no la estimeis en mucho, no querreis tampoco perderla tan sin gloria, ni miserablemente. Si queréis hablar porque os ocurra algúna observación, hacedlo, pero en voz baja y con las menos palabras que os sea posible.

Convencióse don Juan de que la resistencia sería una locura, y aunque era valiente y no le importaba mucho la vida, perderla de aquel modo le parecía más horrible. Era preciso resignarse, sufrir y dejarse robar, porque tal creía que fuese el objeto de sus acometedores. Sin embargo, en sus ojos, relucientes como dos carbunclos, en su frente contraida y en sus mejillas rojas como si fuese a brotar la sangre, conocíase el reconcentrado y rabioso coraje que en su pecho hervía.

—¡Cobardes!—dijo con voz ahogada por la ira.—No sé si debo odíaros o compadeceros.

—¡Cobarde a mí!—murmuró Antonio con amargura.

—¿Qué queréis, matarme?

—No.

—¿Solamente robarme?... Pues pudierais haberos llevado mi equipaje todo y dejarme tranquilo.

—Vuestro equipaje irá a Madrid con vuestros criados, sin que nadie toque la prenda de menos valor.

—¿No sois ladrónes?

—No, don Juan.

Este miró con extrañeza al verdugo.

—¿Quién sois?—preguntó.

—A su tiempo lo sabréis.

—¿Por qué os ocultais el rostro?

—Porque me conviene, y no porque os tengo miedo.

—Entonces....

—Basta, don Juan: no puedo daros más explicación es. Solamente os diré que la rotura del coche era un suceso preparado por mí, porque necesitaba que os quedaseis aquí esta no che; y que por consiguiente están tomadas todas las medidas, y será inútil que intentéis resistir, porque no conseguiríais más que empeorar vuestra situación.

—¡Oh!—murmuró don Juan con voz reconcentrada.—No queréis robarme, ni asesinarme... ¿Qué queréis?

—Solamente que no volvais a Madrid hasta pasados algunos días.

—Pero...

—La razón que trae mueve a estorbaros el viaje, no podeis reconocerla hasta mañana.

—¡Vive Dios!

—Sosegaos, don Juan; pronto se romperá el velo del misterio que tanto os enoja. Ahora resignaos, porque no teneis otro remedio: obedecedme sin replicar, y así os evitareis el disgusto de que yo os haga obedecer por fuerza, lo cual os sería doblemente doloroso. Y para probaros que no debeis esperar socorro, os soltaremos, si bien os prohíbo que gritéis, no por temor a vuestros criados, que no podrían acudir, si no por si la casualidad hace que algún viajero atraviese el camino y oiga vuestras voces.

El caballero se vio libre de las duras manos que le sujetaban como ligaduras de hierro, y se sentó en la cama, sin hacer más observaciones, porque acabó de convencerse de que nada adelantaría.

—Venid,—dijo Antonio, acercándose a la mesa,—sentaos aquí y escribid una carta a la señora duquesa, vuestra madre.

—¡Una carta!...

—Si no queréis, no lo hagais; eso lo dispongo en vuestro obsequio, para tranquilizar a vuestra familia, que os creeria muerto.

—¿Y queréis que diga a mi madre que estoy encerrado?

—habéis de decirle que no queréis volver a Madrid en mucho tiempo, porque no os sentís con fuerza para arrostrar el ridículo en que os ha colocado el proyectado casamiento con la portuguesa, añadiendo que estáis aburrido, desesperado, y que habéis resuelto vivir libre y probar fortuna.

Don Juan miró al verdugo con más sorpresa que nunca.

—Si habéis de hacerlo,—añadio Antonio,—ha de ser en seguida, porque no tenemos tiempo que perder, y si no, dejadlo.

—Escribiré; pero diciendo que estoy prisionero.

—No.

—Entonces...

—Cuando vuestros criados despierten, se encontrarán solos en la posada. Sacad vuestro reloj... teneis un minuto para decidir.

El caballero quedó pensativo.

Sus guardíanes tenian fijas en él las miradas, y estaban prontos a impedir cualquier intento de resistencia o de fuga.

—Escribiré; pero habéis de hacerme una promesa, si es que debo fiarme en vuestra palabra... ¿Sois noble?

—No.

—¡Necio de mí, que os lo pregunto cuando vuestro proceder revela vuestra villanía!

—Sí, don Juan, soy plebeyo, el último plebeyo; pero no he robado la honra a nadie, como vos habéis hecho con toda vuestra nobleza.

—¡Miserable!...

—Don Juan, no olvideis que un solo gesto mío bastaria para haceros callar...

—No, no olvido vuestra cobarde traicion.

—¿queréis probar mi cobardía?—replicó Antonio, dando un paso hacia el caballero.—Tomad vuestra espada y cruzadla con la mía, sin preguntarme mi nombre ni mi clase, y aquí mismo, teniendo por testigo y juez a Dios, acabará nuestra contienda ¡Oh! Si yo hubiese sabido que habíais de aceptar un duelo con uh desconocido o con el más despreciable de los plebeyos, no os hubiese acometido alevosamente. Pero aún es tiempo, decidios, y quedareis aquí sin vida o dareis con el pie a mi cadáver, siguendo vuestro viaje a Madrid.

—Tanto honor...

—No lo merezco, ¿es verdad?... ¡Ah!... Siempre sereis los mismos, vuestro orgullo os pierde... Escribid, pues, si os place.

A don Juan le sucedio lo que a todo el que hablaba con Antonio, confundíase cada vez más, y con las explicación es no conseguia sino aumentar sus dudas. Muy cerca estuvo de aceptar el duelo que se le proponía; pero no lo hizo porque se le aseguraba que no se trataba de asesinarlo, y consideró una locura arriesgar la vida por una causa que le era tan desconocida como su enemigo. también la curiosidad tuvo parte en esta determinación; queria descubrir el misterio; era para él ya una necesidad saber en qué podía interesarle a nadie su vuelta a Madrid.

El noble mancebo había sufrido mucho en pocos días; desde que se despidio de Andrea, y escuchó las severas palabras de fray Manuel, su espíritu había sostenido una lucha muy dolorosa, y como el resultado de su sacrificio había sido una nueva herida en su dignidad, en su amor propio de caballero y de hombre, había concluido por desesperarse, siéndole indiferente cuanto le pudiera suceder, no temiendo lo malo, ni deseando lo bueno.

Desde que había salido de Lisboa, su pensamiento constante había sido Andrea; pero aún dudaba y luchaba, vacilaba como siempre. Su conciencia había empezado a despertar, su juicio a modificarse, apreciando de distinto modo; pero aún no era tiempo de que su carácter hubiese cambiado. Don Juan había vivido como la pluma que se deja llevar por el viento en todas direcciónes; nunca había tomado una resolución, el azar se había encargado siempre de decidir y él se había conformado, y la primera decision debía costarle mucho.

Como no era cobarde, pasada la primera turbación de la sorpresa y calmada la indignación producida por la alevosa conducta de su misterioso enemigo, pudo meditar, y a pocas reflexiones que se hizo, convencióse de que el lance en que se encontraba debía tenerlo por afortunado. Como siempre, la casualidad su protectora se había encargado de darle la solucion que buscaba al problema de su situación, y esto tranquilizaba su conciencia, que aunque desde algún tiempo era descontentadiza, no se mostraba aún muy exigente. Privado de su libertad el tiempo decidiría, y él no tendría que arrepentirse de ningúna mala accion, ni echarse en cara ningún desacierto, porque no había sido dueño de su voluntad.

El rostro de don Juan cambió, dilatándose con expresión más tranquila.

—Escribiré,—dijo;—pero envainad esos puñales, no porque me den miedo, sino porque esa amenaza que no puedo castigar me ofende.

—Dejadlo,—dijo Antonio.

Los asesinos guardaron sus armás.

—A fe de caballero,—repuso don Juan,—os prometo no gritar ni intentar huir o defenderme en estos momentos.

Y sentándose, escribió con pulso firme a su madre en el sentido que le había indicado Antonio.

Este leyó la carta y la encontró a su gusto.

—Ahora,—dijo,—debemos partir: vuestra prision no es esta.

—¿Adónde queréis llevarme?

—No muy lejos: en menos de medía hora habremos andado el camino. El aposento que os espera no es peor que este, y tendreis allí una libertad que no se os podría permitir aquí. Ireis a caballo, os taparé los ojos para que jamás podais reconocer el sitio, y para mi seguridad os ataré los brazos, a menos que renoveis vuestra promesa de no intentar huir ni defenderos, en cuyo caso no haré más que poneros la venda.

—también podreis suprimirla, si os prometo que jamás haré ningúna averiguación.

—Don Juan, el tiempo suele hacer variar las promesas o al menos disminuir su valor.

—¿Dudáis?

—Sí.

—¡Oh!...

—¿No habéis prometido nunca, y aún jurado, sin cumplir después?

—No.

—Teneis mala memoria, y mañana os haré confesar vuestro error, recordándoos lo que parece habéis olvidado.

—Ahora.

—No puede ser.

—Sí...

—Don Juan, perdemos el tiempo. Dejad que os tape los ojos y excusareis que nuestras manos vuelvan a ponerse sobre vos y a relucir sus puñales.

—Violencia, ofensas... ¡Vive Dios!

—Acabemos,—interrumpió Antonio.

—¿Insistís?

—Sí.

—Puesto que mi palabra vale para que me dejeis libres los brazos, os prometo no intentar huir ni acometeros, mientras llegamos a mi prisión.

—Acepto la promesa.

Antonio sacó un pañuelo blanco, lo dobló en forma de venda y lo rodeó a la cabeza de don Juan, tapándole los ojos. Luego le puso la capa y el sombrero, y dijo:

—Vamos.

Un rugido de cólera se escapó del pecho del noble mancebo, que empezaba á sentirse arrepentido de no haber aceptado el duelo..

Guiado por Antonio y seguido de los dos asesinos salió del aposento por la puertecilla de que hemos hablado, y a oscuras atravesaron un pasíllo, dejaron atrás otra habitación, y bajando tres escalones de piedra se encontraron en un corral.

Entonces pudo verse el extraño grupo a la claridad de la luna.

Don Juan continuó silenciosamente.

En pocos segúndos llegaron a otra puerta, y pasando el umbral se encontraron en el campo.

Allí estaba el fingido carretero con uno de los caballos de don Juan.

Este, obedeciendo a su rival, cabalgó, pero sin tomar las riendas, que quedaron en manos de Dibujo.

—Ya sabes lo que has de hacer,—dijo Antonio al llamado Blas;—que no quede una sola huella...

—Entendido.

—Y que Lucas no tarde en cuanto se vea libre de sus importunos huéspedes.

El carretero volvió a entrar en el corral, cerrando la puerta sin hacer el más leve ruido.

—Vamos,—dijo Antonio.

Y guiados por él pusiéronse en marcha silenciosamente.

Uno de los asesinos llevaba el caballo.

Otro iba junto a don Juan.

Y éste, dejándose conducir, parecía haberse resignado.

La luna alumbraba aquel grupo, cuya sombra se proyectaba en el desigual terreno que atravesaban, pues iban fuera de camino.

Entre tanto volvió a reinar en la posada el más profundo silencio, que sólo fue interrumpido cerca del amanecer por algunos golpes.

Cuando el sol dejó ver sus luces, el posadero despertó a los criados de don Juan; y cuando estos preguntaron si el coche estaba compuesto y si se había levantado su señor, respondioles aquel:

—El coche está compuesto, y en cuanto a vuestro señor, ha madrugado más que vosotros, como que no pensaba salir la aurora...

—¡Y no nos habéis avisado!...

—¡Dios me libre!... Lo primero que me dijo fue: «No desperteis a mis criados hasta que venga el día...» ¿Está loco?

—¡Loco!... ¿Por qué decís eso?

—Porque es una locura lo que ha hecho, y Dios sabe lo que puede sucederle... No será porque no le dije lo que debía; pero respondio malamente, mandándome callar, y tuve que obedecer...

—Explicaos...

—La carta lo explicará.

—Creo,—dijo uno de los criados,—que el loco sois vos. ¿Qué ha sucedido?

—Dejadme hablar.

—Sepamos.

—Poco después de medía noche me llamó vuestro señor, me pidio papel y pluma y me mandó ensillar uno de sus caballos, advirtiéndome que no os llamáse. Obedecí, y entonces, pagándome espléndidamente todo el gasto, sin olvidar la compostura del coche, me dijo estas palabras: «Entregad esta carta a mis criados, y que la lleven a la señora duquesa de Miraguas. Yo me adelanto y los espero en Madrid. »

Lucas sacó la carta y la entregó al mayordomo de don Juan.

Figúrese el lector la sorpresa de los sirvientes.

Hicieron mil preguntas, pero Lucas no pudo añadir nada a lo dicho.

Revisaron los equipajes, y como vieron que nada faltaba, desecharon la idea de un robo.

La carta, cuya letra reconoció el mayordomo, los tranquilizó algún tanto.

El suceso era extraño en demásía, pero estaban acostumbrados a lo que todos llamaban extravagancias y rarezas de don Juan, y acabaron por creer que era una de tantas su partida.

El mayordomo, como advirtiese que la carta estaba abierta, se atrevio a cometer el abuso de leerla, para quedar más convencido, protestando antes solemnemente que así obraba obligado por las circunstancias y en bien de sus señores.

Esto acabó de disipar hasta la última sospecha contra Lucas, y ya no se dudó de la calaverada del ilustre mancebo.

¿Pero adónde había ido?

El posadero fingia creer que e Madrid, como quien ignoraba que la duquesa de Miraguas fuese madre del caballero; pero los sirvientes comprendieron que se trataba de una calaverada mayor que el haberse adelantado solo y a medía noche.

En vano cavilaron: al fin comprendieron que lo más prudente era correr a Madrid para dar parte de lo sucedido a la duquesa.

CAPÍTULO XXX.
La reina empieza a confundirse y el rey a creer que el carmelita merece toda su confianza.

EL DUENDE había cumplido su promesa, presentándose a la pública luz con gran contento de los que no lo estaban de los gobernantes.

Patiño lo encontró entre las hojas de un expediente; la reina no lo recibió, y el monarca se creyó libre de la visita cuando se sentó a la mesa para almorzar sin que hubiese llegado a sus manos ningún papel; empero al quitarle, para ponerle otro, el plato en que acababa de comer un trozo de exquisito lenguado, El Duende de la corte apareció hecho cuatro dobleces, produciendo un mágico efecto en cuantos se encontraban en el comedor.

El almuerzo fue interrumpido, y la reina, sin poder disimular su enojo, cogió el papel y lo leyó con afán.

Su frente se contrajo; sus mejillas enrojecieron como si fuese a brotar la sangre, y con voz ahogada por la ira, dijo a su esposo:

—Permitidme, señor, que no entregue a vuestra majestad este criminal escrito: es indigno de que fijeis en él vuestra mirada.

—No importa,—replicó el monarca,—quiero leerlo; porque si está como el del otro día, más debe divertirme que desagradarme, y si no, veré que he de tomar seríamente el asunto, y haré lo que convenga.

—Señor...

—El otro no pasaba de ser una broma casí inocente de algún ocioso de buen humor.

—Hoy...

—¿Se descubre al mal intenciónado?

—Al criminal.

—¿Me ofenden?

—Fingen respetaros, para conseguir más fácilmente su deseo.

—Dadme el papel, señora.

Felipe V leyó con calma; pero al fin se contrajo también ligeramente su rostro.

EL DUENDE estaba más intenciónado que la vez primera, y aunque con festivo tono, trataba de graves cuestiones de Estado, y acusaba a los ministros de ideas contra los intereses del pueblo, censurando crudamente algunos despilfarros que se hacían para salisfacer particulares ambiciónes o caprichos.

Al monarca se le trataba con el mayor respeto, y sólo se le nombraba para advertirle que abusaban de su buena fe.

Más que las chispeantes sátiras del misterioso papel, el abuso que se cometia introduciéndolo en la régia morada, fue lo que enojó a Felipe.

—Más tarde o más temprano,—dijo después de mirar a cuantos le rodeaban,—ha de descubrirse al autor y a sus auxiliares, y prometo que he de castigar más duramente al servidor desleal que ha puesto aquí el papel, que al vasallo atrevido que lo escribe.

No hubo rostro que no palideciera, y por algunos instantes reinó un profundo silencio, que al fin rompió doña Isabel para interrogar a unos y otros, y amenazar tan inútilmente como la semana anterior.

Diéronse nuevas ordenes, se distribuyeron los cargos, haciendo a cada cual responsable en cuanto tuviera relación con aquello que se le encomendaba; y se tomaron cuantas medidas son imaginables.

El monarca se retiró a su aposento, y la reina lo acompañó para hablarle de EL DUENDE, y encarecerle la necesidad de obrar con energía.

Pocos minutos después anunciaron a fray Manuel.

—Señor,—dijo vivamente Isabel de Farnesio,—esta es la ocasíón...

—¿No estáis aún convencida de que el carmelita es solamente un virtuoso sacerdote y no un cortesano ambicioso?

—Haced la prueba.

—Sereis testigo y luego fallareis.

El fraile entró.

Nunca había tenido su hermoso rostro una expresión tan tranquila y dulce.

Como de costumbre, saludó respetuosamente, pero con su aire de noble dignidad.

Felipe V lo recibió afablemente, y la reina con tanto cariño como a su mejor amigo.

—Sin duda,—dijo el monarca,—os habrá visitado hoy El DUENDE.

—No,—respondio fray Manuel con la mayor naturalidad;—si ha cumplido su promesa de salir a luz, no ha querido tomarse el trabajo de ir a mi celda, y ha obrado con acierto, porque era un viaje inútil y tal vez peligroso.

—Tomad y leed,—repuso Felipe, dando el misterioso papel al carmelita.

Este leyó con fingida sorpresa.

—Señor,—dijo,—esto es muy intenciónado, y producirá muy mal efecto. El pueblo, siempre descontentadizo, y muchas veces incomprensible, empieza á murmurar de los nuevos ministros, acusándoles poco más o menos de lo que en este papel se les acusa, y añadir fuego a la hoguera es crear un conflicto más peligroso cuanto más criticas son las circunstancias. No creo que fácilmente pueda descubrirse al autor, que debe contar con la ayuda de personas muy atrevidas, como lo prueba el haber conseguido que llegue el papel a manos de vuestra majestad, y por esta razón, creo que deberia quitársele importancia al Duende, haciendo ver que sus sátiras sirven de diversion en vez de producir disgusto. ¿Quién sabe si así el mordaz escritor arrojaria la pluma con desaliento?

—'¿Qué os parece?—preguntó el monarca a su esposa.—Ese consejo es digno del esclarecido talento de fray Manuel, y es tan ingenioso el medio, que estoy por ponerle en práctica.

—Es verdad,—respondio Isabel de Farnesio;—es ingenioso el plan y tal vez daria buen resultado; pero la justicia no cumpliria con su deber si dejase de procurar a toda costa que no se repitiese el delito. Además, señor, en ese papel se hacen alusiones a mi persona, porque se censuran duramente actos que de público se dice son ejecutados por los ministros para satisfacer mis caprichosas exigencias.

—Creo que exagerais, mi querida esposa...

—Señor, en vano nos reiremos de El Duende, si el pueblo no serie... Pero en fin,—añadio Isabel con marcado disgusto,—puesto que se trata de mi persona, nada pido, dejaré en libertad al autor de esos libelos, que yo tengo bastante con la tranquilidad de mi conciencia.

—¡Oh!—se apresuró a decir el rey.—No, eso no: si es a vos la ofensa, no la perdónaré.

—Señor...

—Basta, basta, mi querida Isabel; el criminal pagará su crimen: y si mis ministros no tienen bastante habilidad para descubrirlo, los despediré, y nombraré al último de mis vasallos con tal que sirva para el caso, aunque nada más se pueda hacer.

—Llevada a ese terreno la cuestion,—dijo el carmelita,—opino como vuestra majestad.

—Ahora,—repuso el monarca, dirigiéndose al fraile,—tratemos de otro asunto de mucha importancia, y para cuya acertada resolución necesito vuestro consejo.

—¿Valdria mi súplica,—preguntó el carmelita,—para que vuestra majestad me dispensase de dar mi opinión en ningún negocio de gravedad?

—Y vos padre,—replicó Isabel,—¿nos negareis vuestra ayuda cuando la necesitemos?

—Espero las ordenes de vuestras majestades,—dijo fray Manuel, haciendo una reverencia.

El monarca y su esposa miraron atentamente el rostro del carmelita.

—Ya sabeis,—dijo Felipe V después de algunos instantes,—que estoy sin confesor.

—Es público, señor.

—No faltan aspirantes,—repuso el rey;—pero como para dirigir la conciencia de un monarca se necesita mucho talento y gran conocimiento del mundo además de virtud, es difícil encontrar quien reúna todas estas cualidades.

—¿Y quiere vuestra majestad que yo juzgue?...

—Quiero, padre, que me saqueis del apuro en que estoy, designando una persona que pueda cumplir tan delicada misión.

En los labios de fray Manuel vagó una leve sonrisa, cuyo significado no pudieron comprender los augustos esposos. La perspicacia del carmelita acababa de descubrir el lazo, y su sonrisa era de lástima.

—Señor,—dijo,—puesto que vuestra majestad quiere un confesor, nada más que confesor, ajeno a los negocios de Estado en cuanto nada tienen de comun con la conciencia, yo tendré la honra de decirle donde puede encontrarlo.

—Si, sí.

—En mi convento lo teneis.

—¡En vuestro convento!

—¿Qué os admira, señor?

—Nada.

—Uno de mis hermanos en Cristo, que cuando no se ocupa de hacer bien a su prójimo, porque no tenga ocasíón, vive sólo para Dios. Todos admiramos su virtud y su rara sabiduría, y él nos ama creyéndose el más pequeño, cuando es el más grande.

—hacéis la pintura de un santo.

—¿No los hay entre los pecadores?

—Sin duda.

—Pues en su celda lo teneis...

—¿Su nombre?

—Fray Juan de Dios, nombre que lo justifica con su caridad.

—Gracias, por vuestro consejo, padre,—repuso el monarca;—pero sin ofender a ese santo varón, vacilo entre él y otro que hace algunos días no se aparta de mi pensamiento.

La reina miró más afánosamente al carmelita; pero el rostro de éste no se había alterado, ni era posible adivinar en él otra cosa que lo que decían sus palabras.

—Entonces a vuestra majestad toca la elección, que será acertada.

—Antes he de saber vuestra opinión.

—Yo señor, me atreveria a rogar a vuestra majestad que decidiese antes.

—No, no.

—Así yo, sin temor de inclinar el animo de vuestra majestad, diria con entera franqueza...

—Padre, quiero saber vuestra opinión.

—perdónadme, señor, que haga otra súplica.

—¿Cuál?

—Sea vuestra augusta esposa el juez...

—Pues bien,—dijo la reina, intentando sorprender al carmelita para no darle tiempo a meditar y fingir,—¿para qué cansarnos? Ya es cosa decidida desde ayer y meditada desde que se despidio Bermúdez: el elegido sois vos.

Una segúnda sonrisa, más dulce que la anterior, dilató el rostro del fraile.

—¡Pobre de mí!—dijo.—Nunca he podido imaginar tanta honra, porque nunca he ambiciónado tanto.

—Por esa misma razón, porque no quiero ambiciosos, he pensado en vos.

—¿Y he de levantarme tan alto que puedan mirarme todos los ojos? ¿Y he de ser tan afortunado que pueda excitar la envidía?

—¿Acaso os negareis?

—perdónadme, señor, pero estoy resuelto a morir simple fraile.

—¡Padre!

—Imposible, señor.

—¿No estáis obligado a escuchar al penitente que llega a vos?

—Si; es mi deber y lo cumplo sin violencia.

—Entonces...

—Búsqueme vuestra majestad como un pecador cualquiera, y me encontrará; pero no me obligue a ser el confesor del rey, es decir, a ocupar un alto puesto, porque ningúno, absolutamente ningúno ambicióno y ningúno aceptaré.

Dijo el fraile estas palabras con acento tan firme, que no daba lugar a que se dudase de su resolución.

Felipe V miró a su esposa como si quisiese decirle:

—¿estáis convencida del desinterés y virtudes de este sacerdote?

Isabel de Farnesio bajó los ojos y se mordio los labios.

Hubo algunos momentos de silencio.

El rostro de fray Manuel seguia inalterable.

—¿Y si yo os lo mandase?—preguntó al fin el rey.

—Señor, vuestra majestad no puede obligarme a que acepte un empleo.

—¿Y si os lo ruego?

—No conseguirá vuestra majestad más que hacerme sufrir, porque no corresponderé a la honra que me dispensa.

—¿Resueltamente?

—Tan firme es mi resolución que nada me obligaria a cambiarla.

—Bien, padre,—repuso el monarca:—respeto vuestra decisión; pero siento mucho privarme de vuestros servicios. Siempre esperé que os negaseis; pero crei que al fin cederíais a mi ruego. estáis en vuestro derecho: nunca me habéis pedido nada, y no teneis obligación de darme lo que os pido.

—Señor, muchas veces he pedido; pero lo ha olvidado la generosidad de vuestra majestad.

—Para vos, nada.

—Para otros..»

—habéis hecho obras de caridad, solicitando empleos miserables de mozos, guardas y porteros o cosa parecida para algún infeliz.

Efectivamente, fray Manuel no había hecho nunca uso del favor que gozaba, sino para pedir algún empleo de poquísima importancia. Esto, sin embargo, que lo había hecho por pura caridad, le sirvio de mucho cuando se decidio a entrar en lucha con su antiguo rival, porque encontró en sus protegidos ayuda.

La gratitud puede mucho, y los favorecidos por el carmelita, queriendo pagar de algún modo el bien recibido, se prestaron a ser instrumentos ciegos en aquella intriga.

¿Quién había de sospechar de ellos? Todos eran honrados, y nadie podía creer que se vendiesen, en lo cual no se equivocaban; y para comprender que movidos por un sentimiento noble se prestaban a servir al carmelita, era preciso saber quién era el misterioso duende.

El plan estaba hábilmente trazado: Martín era el encargado de entenderse con los demás, trasmitiendo las ordenes de su señor; de manera que bastaba una palabra del carmelita pronunciada a medía voz en su celda, para poner en movimiento a veinte o treinta personas, que sin conocerse ni sospechar unas de otras contribuían al mismo fin. Cada cual creía ser solo, y se guardaba de los demás con todo el cuidado de quien puede verse gravemente comprometido; resultando de esto que todos obraban con admirable prudencia y discreción.

Fallábale a fray Manuel desorientar a sus enemigos, y ya tenía sobre este punto combinado también su plan, pero no era tiempo de ponerlo en ejecución.

Tales y tan poderosos eran los medios con que contaba el carmelita.

Sin que su rostro, como hemos dicho, dejase por un instante la expresión dulce y tranquila contra la que se estrellaron las miradas penetrantes de Isabel de Farnesio, continuó la conversación, haciéndola recaer nuevamente y con la más exquisita habilidad sobre EL DUENDE DE LA CORTE.

Harto contrariada estaba ya la reina para que al tocar semejante punto no sintiese más excitado su enojo y se aumentase la desconfianza que le inspiraba fray Manuel; pero éste, como si se hubiese propuesto hacer experimentar sorpresa tras sorpresa, dijo:

—Puesto que vos, señora, opinais ser la más ofendida por esas sátiras, os ruego acepteis mi débil ayuda para descubrir al criminal.

—¡Vos!—murmuró Isabel, mirando al fraile como si no pudiera comprender lo que oia.

—Yo señora, yo, sin que deba admiraros mi ofrecimiento.

—Si,—dijo el monarca,—sí, padre, acepto esa ayuda, y ya doy por descubierto al Duende.

—Señor, no prometo conseguirlo, sino hacer cuanto pueda.

—Nada más os pido.

—Bien, señor; pero habrán de pasar algunos jueves, porque El Duende no caerá en el primer lazo que le tiendan. Buscarlo aquí ni en casa de los ministros me parece inútil; creo que en las calles lo encontraremos más fácilmente.

—¡Ah!—exclamó la reina.—Si llegaseis a descubrir al traídor, me probaríais ser el más leal de todos mis amigos.

—Señora, esas palabras me obligan más, porque sólo ambicióno probar a vuestras majestades que soy su vasallo más leal, su amigo más fiel, su más decidido servidor y ardiente defensor.

Felipe V pagó con algunas cariñosas frases las del carmelita, y éste se despidio, saliendo de la cámara con el mismo aire de tranquilidad con que había entrado.

El monarca miró a su esposa con toda la satisfacción del triunfo que acababa de alcanzar.

La frente de Isabel se contrajo.

—Qué decís ahora?—preguntó el rey después de algunos momentos.

—Señor...

—Sed franca como yo lo hubiera sido,—repuso Felipe cariñosamente.—He ofrecido a fray Manuel, simple fraile, lo que hace algunos días pretenden con afán el cardenal arzobispo de Sevilla y otros dos obispos. ¿Direis que es ambicioso? Dudasteis de su lealtad y aún llegasteis a sospechar que él fuese el autor de las sátiras, y ha pagado vuestras, sospechas prometiéndoos descubrir al misterioso Duende, lo cual no podrán conseguir mis ministros con toda la estúpida policía de que disponen y que tan cara cuesta.

—Cuando fray Manuel haya señalado al criminal, me convenceré de que su ofrecimiento no es un ardid.

—Mi querida Isabel...

—Pruebas, señor, pruebas...

—El tiempo fallará.

—Dejémoslo al tiempo.

—¿Y en cuanto a la ambición?

—En cuanto a eso... ¡Oh!... Fray Manuel es un hombre incomprensible.

Felipe V se encogió de hombros y dejó caer la cabeza sobre el pecho, cruzándose de brazos.

Difícil hubiera sido hacerle pronunciar ya más que algún monosílabo.

La reina, que había quedado en un terreno desventajoso, no quiso reanudar la conversación, y despidiéndose se retiró a su aposento, donde la esperaba la duquesa de Miraguas.

Capítulo XXXI.
Donde se verá el efecto que produjo la desaparición de don Juan.

Cuando Patiño supo lo que hemos referido en el capítulo anterior, quedó tan confuso como la reina, tuvo que reconocer el desinterés del carmelita, y cas¿se acusó de injusto por haber dudado de las buenas intenciónes del religioso, y sospechado que fuese el autor de El Duende. Sin embargo, no era el ministro tan incauto que por sólo aquella prueba quedase enteramente convencido y viviese descuidado: suspendio su juicio y se propuso hacer nuevas y más escrupulosas observaciones, si bien decidido a no ser jamás un amigo cariñoso de su antiguo rival.

El día siguiente a las ocho de la mañana el coche en que había viajado don Juan se detuvo a la puerta de la casa de la duquesa, y el mayordomo, saliendo del vehículo, entró precipitadamente en el portal y subió la escalera sin responder a las preguntas del portero, que miraba sorprendido a los criados sin que con ellos llegase el señor.

El rostro sombrío y la agitación del mayordomo probaban que ningúna nueva agradable tenía que comunicar.

—Que avisen a su excelencia,—iba diciendo por cuantas habitaciones pasaba y a cuantos criados encontraba.

Hasta que en el gabinete próximo al dormitorio de la anciana, "una doncella preguntó al atribulado sirviente:

—¿Qué ha sucedido? ¿Por qué alborotais así la casa?

—¿No se ha levantado la señora?

—Ni ha despertado, gracias a Dios.

—Pues despertadla al momento, y decidle que hemos llegado y que le traigo una carta importantísima del señor don Juan.

—¡Don Juan!...

—Sí.

—¿Dónde se ha quedado?

—Lo ignoro... Despertadla...

—Pero...

—Despertadla os digo, que el negocio es demásiado urgente para que me detenga a explicaros lo que necesito que me expliquen.

A tales razónes no había que replicar.

El caso era extraordinario, y la doncella se atrevio a entrar en el dormitorio de su señora.

El nombre de don Juan, la carta, la urgencia y algunos comentarios que la sirviente tuvo a bien añadir, hicieron que la duquesa de Miraguas sacudiese repentinamente la Péreza del sueño y se incorporase con muestras de gran sorpresa.

—¿Qué estáis diciendo?—preguntó, asomando la cabeza por entre las ricas cortinas de la cama y esforzándose para abrir los ojos.

—Que han llegado los criados del señor don Juan...

—¡Sus criados!

—Sí, señora.

—¿Y él?

—Su mayordomo trae una carta...

—¿De mi hijo?

—Sí, señora.

—Pero...

—No me ha dicho más que eso, y que se despertase a su excelencia.

—Que entre.

La doncella salió del aposento.

La duquesa se pasó las manos por la frente como para acabar de desaturdirse, preguntando al mayordomo apenas entró:

—¿Qué sucede?

—Señora,—respondio el criado, que temblaba de miedo,—esta carta explica... porque yo... aún no he comprendido...

La anciana arrebató el papel y empezó a leerlo mientras sus manos se agitaban convulsivamente y sus ojuelos relumbraban.

Tal sorpresa le causó el escrito, que permaneció con la mirada fija en él por algunos segúndos sin acertar a pronunciar una palabra.

Su rostro palideció cadavéricamente y se contrajo hasta tornarse de feo en horrible.

No acertaba a comprender lo sucedido: la fuga de don Juan era demásiado extraña, y sus explicación es eran evidentemente un pretexto.

El temor al ridículo en que don Juan fundaba su loca determinación era puramente imaginario. El viaje era un secreto, lo mismo que el proyectado matrimonio, y nadie podía burlarse de lo que ignoraba, pues si bien EL Duende de la Corte había divulgado la noticia, el mancebo no podía haber visto el misterioso papel.

Todo aquello debía ser el resultado de una intriga.

La duquesa puso en tortura su ardiente imaginación, hizo mil suposiciones, pensó en cuanto había que pensar, y no consiguió más que confundir sus ideas, aturdirse y sofocarse.

Entonces recurrió al criado con la esperanza de comprender por las explicación es de éste lo que no había podido adivinar por la carta.

—Explicaos: decidme cuanto haya sucedido en el camino, dónde se ha separado don Juan de vosotros, y repetid sus últimás palabras.

—Señora,—dijo el mayordomo, sin atreverse a mirar de frente a la duquesa,—en el camino nada ha sucedido de particular, absolutamente nada.

—¿A quién habéis encontrado?

—A muchos viajeros desconocidos.

—¿ningúno ha hablado con don Juan?

—Nadie se le ha acercado, y la repentina determinación de su señoría me sorprendio tanto como a vuestra excelencia. Primero sospeché que todo era una farsa para tapar un crimen, y para convencerme...

—¿Qué hicisteis?

—Una cosa que no sé si vuestra excelencia llevará a mal porque...

—Acabad.

—Leí esa carta...

—¡Ah!...

—Pido perdón en gracia de...

—Pero ¿que os dijo don Juan al separarse de vosotros?

—Me explicaré, señora; estoy tan aturdido que...

—Sí, explicaos pronto y claramente.

El mayordomo refirió entonces con todos sus detalles cuanto había sucedido en la posada de Lucas, y esperó su sentencia; porque, si bien era inocente, creyó que su señora descargaria sobre él todo su enojo.

Empero no sucedio así: la duquesa pareció olvidarse del criado y se perdio en conjeturas, haciendo nuevas suposiciones, sin lograr comprender más que antes, sino al contrario, confundirse.

—Corred,—dijo después de algunos segúndos,—corred al convento de carmelitas descalzos, y decidle de mi parte a fray Manuel de San José que necesito hablarle ahora mismo; pero cuidado con referirle una sola palabra de lo sucedido.

No esperó el sirviente a que le repitieran la orden: creyóse salvado y de un brinco se puso fuera del dormitorio mientras la duquesa llamaba a sus doncellas para que la vistiesen.

A pesar de lo sucedido el día anterior en la cámara del rey, la de Miraguas seguia creyendo que el carmelita no era completamente extraño a la guerra declarada a los ministros por EL DUENDE, y estaba casí segura de que también era dueño de cuantos secretos se referían al intentado casamiento de don Juan. La indiscreción de éste, probada por Andrea, era el fundamento de todas las suposiciones de la anciana, y por esta razón acusaba al mancebo con más dureza que nunca.

Para la duquesa, su hijo segúndo era el lunar de la familia: se había hecho partidario de las modernas ideas, defendiendo los principios, que ella llamaba peligrosos, de los filósofos nuevos, y dando tan poca importancia a sus timbres de antigua nobleza, que nadie hubiera creido que por sus venas circulaba la sangre ilustre de los Miraguas.

Esto era una desgracia horrible para la noble anciana, tan envanecida con su historia de familia, tan apegada a los principios que en aquella época recibieron el primer golpe de muerte.

Al parecer, la vida de don Juan no corria ningún peligro, y descuidada sobre este punto la madre, sólo pódía sentir enojo la señora.

Sentada en el mismo sillon en que la vimos por primera vez, esperaba con impaciencia al carmelita.

Este llegó al fin.

A su mirada no podía escaparse la alteración de espíritu que revelaba el semblante de la duquesa y comprendio fácilmente que algún grave acontecimieuto había tenido lugar.

—Sentaos, padre, sentaos;—dijo la anciana, después de corresponder al saludo del fraile.

—Os ruego, señora duquesa,—dijo el carmelita sentándose,—que me saqueis del cuidado en que me ha puesto vuestro aviso: la hora, la premura...

—Tranquilizaos: es grave el asunto de que he de tratar con vos; pero no ha sucedido ningúna desgracia.

—Aguardo, pues, vuestras explicación es, y desde luego os ofrezco mi ayuda si la necesitáis.

—Gracias,—repuso la duquesa, que desde su asíento, que pudiera llamarse su escondite, examinaba atentamente el rostro de fray Manuel.

Empero, éste no dejaba ver más que una curiosidad que era muy natural.

—Sé,—añadio la dama,—que sois uno de mis mejores amigos, y por eso acudo á vos antes que a nadie.

—Señora,—respondio el carmelita sonriendo,—os agradezco esa confianza tanto más, cuanto hace pocos días no pensabais lo mismo. Es de almás grandes reconocer los propios errores y hacer justicia a los que la merecen.

—¡Fray Manuel!—exclamó la duquesa sin poder contener un movimiento de exaltación repentina.—Me acusais...

—Os acusasteis vos, enviando secretamente a vuestro hijo a Lisboa.

—¿Acaso ignorais que yo no era dueña de mi voluntad?

—¿Acusais a la reina?

—No,—respondio vivamente la anciana,—á nadie acuso más que a las circunstancias...

—Olvidemos ese asunto, señora: yo no tenía ningún interés en el casamiento de don Juan; pero aún teniéndolo o suponiendo que me hubiere disgustado la doblez con que se pagaba mi franqueza, la determinación del rey de Portugal bastaria para dejar satisfecho al más descontentadizo.

Los ojos de la dama dejaron escapar dos centellas: su orgullo de mujer y de gran señora se sintió profundamente herido.

—Esto,—prosiguió el carmelita con tranquilidad,—no es más que una leccion que puede seros muy desagradable por lo inesperada, puesto que a vuestra edad, con vuestro talento y gran conocimiento de mundo creeríais que nada podía enseñaros un pobre fraile: no la olvidéis, señora; pero sí estas palabras, porque si llegasen acidos de la reina, El Duende, que todo lo sabe, podría decirle que vuestro hijo don Juan fue el primero en revelar el secreto de su viaje a Lisboa.

—Es inútil vuestra amenaza,—replicó la duquesa sin disimular su despecho;—nos conocemos, fray Manuel, y debemos hablar con franqueza. Bien ha probado El Duende de la Corte que para vos no hay secretos. Sabíais que mi hijo iba a Portugal y le preparasteis el golpe, que le ha hecho perder una gran fortuna y le ha colocado en un ridículo. Esto, que es la verdad, no saldrá de mis labios más que para vos, descuidad, porque sé muy bien que mi acusación, fundada en suposiciones, me la haríais pagar con otra acusacion fundada en hechos, que fácilmente probaríais. ¿Puedo ser más explícita con vos? Ya lo veis; y puesto que nos entendemos y nos conocemos, no hay para qué tratar más sobre este punto.

—¿Comprendeis las consecuencias que pudiera traer la indiscreción de vuestro hijo?

—Si.

—Me alegro.

—¿Y conocéis los resultados del golpe que he recibido?

—Serán graves; pero me prometo que ganará en ello la justicia y la moral.

—¿Por qué?—preguntó vivamente la duquesa.

—¿Acaso no lo adivinais? ¿No sabeis que hay una persona muy interesada en el casamiento de don Juan?

—Basta, fray Manuel.

—¿Lo habíais olvidado?

—Os referís a una mujer que ha tenido la osadía de venir a pedirme que mi hijo se case con ella...

—Esa mujer,—dijo gravemente el carmelita,—perdio a su madre al día siguiente de venir a veros.

—¡Ah!...

—Ya ni aún eso le queda... Le habían desgarrado el corazón, le habían robado su honra...

—¿Por qué fue débil?

—¿Por qué sois vos ambiciosa?—replicó el fraile con energía.

—¡Oh!... yo tengo títulos para ambiciónar... para ser mucho...

—Ella los tiene para ser honrada.

—En buen hora; pero si espera la honra con la mano de mi hijo...

—Señora, don Juan volverá arrepentido de sus errores; su conciencia despertará muy pronto si no ha despertado ya...

—Por esta vez,—replicó la duquesa con aire dé triunfo, os habéis equivocado.

Y sacando la carta del mancebo, la arrojó orgullosamente al carmelita, diciendo:

—Leed.

Fray Manuel leyó el escrito y su rostro palideció. había adivinado la verdad, el noble doncel debía estar en poder de Antonio.

Por primera vez vio la duquesa alterado el semblante del carmelita, y creyó que era efecto del golpe que había recibido.

Una sonrisa dilató los delgados labios de la anciana, brillaron sus ojuelos, y dijo:

—¿Qué os parece de eso? Si ha despertado la conciencia de mi hijo, se ha dormido su memoria, y se ha olvidado de su víctima.

No se desconcertó el fraile; al contrario, sonrió también y replicó con calma:

—No canteis victoria tan pronto, porque puede sucederos lo que a la reina.

—Esa carta...

—¿Qué significa para vos?

—Una de tantas locuras de mi hijo.

—Yo veo en ella un crimen de algún enemigo de don Juan.

—¡Padre!—exclamó alarmada la duquesa.

—Olvidaos de todo para pensar que sois madre...

—Sí, sí,—repuso la anciana que a su vez palideció.—¿Teneis antecedentes para creer que peligra la vida de mi hijo?

—No; pero creo que lo tienen encerrado, y no le devolverán muy pronto la libertad.

—¡Por Dios, explicaos! Vos lo habéis dicho, soy madre...

—Tranquilizaos, ya os he dicho que no peligra la vida de don Juan...

—¿Pero sabeis?...

—Sospecho....

—¿Y me prometeis?....

—Cuanto pueda; pero con una condición.

—Todas las acepto.

—Que si don Juan quiere casarse con la infeliz a quien ha engañado, no os opondréis.

—!Oh!...

—Decidios.

La duquesa fijó su penetrante mirada en el carmelita. Acostumbrada a desconfiar de todo el mundo, no pudiendo comprender más que la intriga y la mentira, sospechó que la fuga de don Juan era una farsa para arrancarle su consentimiento al casamiento con Andrea.

—Eso,—dijo,—no puedo aceptarlo.

—Basta, señora,—replicó fray Manuel con acento de indignación;—estoy leyendo en vuestro rostro la sospecha ruin que abrigais.

—¡Sospecha ruin!....

—Si.

—queréis a toda costa que yo consienta la union de mi hijo, del descendiente de los Miraguas, del que puede tener un día una corona con una mujer oscura y deshonrada...

—Quiero que no sea perjuro, que no lleve sobre sí el peso de un crimen, que se arrepienta y repare su falta para que Dios le perdóne. Eso quiero, porque es mi deber ayudar al débil y al desvalido, socorrer al pobre y consolar al que sufre, y porque la honra de una mujer oscura vale tanto como la de una gran señora y mucho más que todos los pergaminos del mundo. Si supierais el peligro que amenaza a la desdichada víctima de vuestro hijo, os horrorizaríais. habéis creido que para obligaros se ha recurrido a una comedía indigna y tan torpemente representada que la habéis conocido al primer golpe de vista. Señora, si no queréis reconocerme buenas intenciónes, hacedme al menos la justicia de creer que tengo bastante entendimiento para disponer con más habilidad cualquiera intriga.

—Proseguid,—dijo la duquesa, cuyas descarnadas manos temblaban convulsivamente,—y acabad por ofenderme.

—Acabaré por deciros amargas verdades, porque este no es un asunto que hemos de tratar diciéndonos venenosas galánterías. Vos me habéis propuesto que hablemos con franqueza, y he aceptado. Os ofrezco prestaros un gran servicio; arrancar a vuestro hijo de entre las manos de gente que le odía, y pido una recompensa, impongo una condición que es un acto de justicia, de humanidad. ¿Aceptáis, señora? Responded simplemente; pero respetad la desgracia y el dolor.

—Pues bien, no acepto.

—Hemos concluido;—dijo el fraile, poniéndose de pie.

—¿Os vais?

—Si no teneis que hablarme de otra cosa, quiero emplear el tiempo en favor de mi protegida, y no estorbaros para que busqueis a vuestro hijo,.

—¿No volvereis a verme?

—Si os dignais recibirme, no alteraré mi costumbre de visitaros.

—Si yo variase de opinión...

—Me encontraréis dispuesto a serviros.

Era demásido orgullosa la duquesa para entrar, al menos entonces, en transacciones con el fraile; así que, esforzándose para volver a dar a su rostro la expresión que antes tenía, dijo:

—Padre, soy vuestra mejor amiga y os deseo felicidad.

—Que el cielo os proteja, señora,—respondio el carmelita.

Y salió tranquilamente.

La duquesa tiró del cordon de la campanilla con tal violencia, que lo arrancó del torniquete a que estaba sujeto, y cuando sus doncellas acudieron precipitadamente, gritó:

—¡El coche, el coche!

Entretanto fray Manuel, triste y meditabundo, se encaminaba a casa de Andrea.

CAPÍTULO XXXII.
Sigue dando qué hacer la desaparición de don Juan y la aparición de El Duende.

La duquesa de Miraguas no dudó ya que su hijo estaba encerrado, siendo por consiguiente una intriga, lo que antes le pareció una calaverada.

Colocado el asunto en este terreno, su importancia era grandísima para la duquesa, y no quiso perder un instante en poner los medios para desbaratar los planes de sus enemigos. La complicidad del posadero era evidente; y esto proporcionaba un punto de partida para llegar al fin deseado.

Cuando se tiene el hilo puede fácilmente llegarse a encontrar el ovillo: así lo pensó la anciana, y pensó bien; sólo faltaba que el hilo estuviese en sus manos como creía.

Nunca tuvo que desplegar mayor habilidad que entonces para contar a la reina lo sucedido y manifestarla su sospecha, de que en todo ello se ocultaba un crimen, porque al hablar de sus temores había de fundarlos en algo, y no le convenia nombrar a Andrea ni al fraile; y esto hubiera sido lo mismo que delatar la indiscreción de don Juan.

Empero, salió bien de su empresa: la fama que el mancebo tenía de no haber respetado mujer algúna que fuese medíanamente bonita, debía haberle proporcionado muchos enemigos, y la reina no encontró extraña la sospecha.

La noticia cundio con rapidez en la corte, desfigurándose a medida que circulaba, y acabó por darse por cosa cierta que don Juan había sido secuestrado para exigir un crecido rescate.

La gente de justicia tomó el negocio por su cuenta, y un alcalde, un escribano y diez o doce alguaciles con el mayordomo de don Juan salieron de Madrid con dirección a la posada para echar mano al posadero, es decir, para coger el hilo del oculto ovillo.

Pero como el hombre propone y Dios dispone, cuando a las tres de la tarde llegaron a la posada, salió a recibirlos un hombre de cincuenta años, obeso, de rostro cándido y maneras humildes, que en nada se parecía a maese Lucas.

—¿Sois vos el posadero?—le preguntó el alcalde mientras descabalgaba.

—Para servir a Dios y a vuestras mercedes,—respondio el interpelado.

Y ya iba el representante de la ley a mandar que se apoderasen de aquel hombre cuando el mayordomo lo estorbó, diciendo que no era el mismo del día anterior.

Sin entrar en la posada empezaron las averiguaciones.

Admiróse el posadero de que no se le reconociese por dueño absoluto de aquel recinto, y prometió dar en los ojos con los títulos de propiedad al que la pusiese en duda.

Las primeras explicación es no dieron más resultado que la confusion, y viendo el alcalde el giro que tomaba el asunto, mandó cercar la posada, con orden de que nadie saliese, y entró con el escribano, el mayordomo y el posadero para continuar el interrogatorio.

El acto se verificó en la misma sala que la noche anterior había ocupado don Juan.

El posadero declaró su nombre, que era Andrés García, el pueblo de su naturaleza y vecindad, y luego dijo:

—Señor, hace un mes compré a su antiguo dueño Lucas Mendez esta posada con todo lo que contenía, en precio de dos mil ducados, y a condición de que me hiciese la entrega tal día como ayer. Firmamos la escritura, entregué el dinero, y cuando terminado el plazo me presenté a tomar posesion de lo mío, me suplicó que le permitiese estar aquí hasta hoy para arreglar algunos asuntos con personas que debían llegar. El favor no era de importancia, y como no sé decir que nó, lo concedí: volviéndome a mi pueblo. Esta mañana a las diez vine, encontré a Lucas solo, me hizo entrega formal sin que faltase una hilacha, y aparejando su mula y prometiéndome algúna visita, se fue camino de Madrid, adonde me dijo que iba a establecerse, poniendo una taberna.

Si esto era mentira, estaba contado con acento de verdad, con una sencillez que hubiera engañado a cualquiera.

Sin embargo, el alcalde hizo nuevas preguntas y pidio la escritura de venta de la posada, que Andrés le presentó, probando cuanto había dicho.

La justicia no podía contentarse con esto ni detenerse al primer contratiempo, y el alcalde dispuso que se extendiera la primera declaración, y se procediera a un escrupuloso registro del edificio.

Andrés, a pesar de su sencillez, protestó, alegando que la posada no estaba en jurisdiccion de Madrid; pero el alcalde continuó ejerciendo sus funciones, seguro de que su conducta sería aprobada.

Nada resultó del registro que pudiera comprometer al nuevo posadero.

La inocencia de éste se comprendía, teniendo en cuenta que había comprado la posada antes de que hubiera podido pensarse en aprisionar a don Juan.

Así lo pensó el alcalde; pero como no había de volverse a Madrid sin haber adelantado absolutamente nada, dispuso llevarse preso al pobre Andrés y cerrar la posada, sellando las puertas, no sin haber hecho embargo de cuanto allí se encontraba.

Tal fue el resultado de los primeros pasos de la duquesa. El hilo se había perdido y el alcalde desconfiaba de encontrar el ovillo.

Entretanto fray Manuel, después de haber participado a Andrea lo sucedido, volvió a su convento, llamó a Martín, y le dijo:

—Mi querido Martín, hay un hombre que vale tanto como nosotros dos.

—¿Podrá encontrar al Duende?,—preguntó el donado no muy tranquilo.

—Ni siquiera intentará buscarlo, porque no le importa.

—Entiendo, señor: se trata del misterioso pretendiente de doña Andrea.

—Sí.

—¿Aun no puedo saber quién es ese hombre?

—Me alegraria que lo averiguases; pero yo no puedo decírtelo..

—¿Con que ese hombre vale más que nosotros dos?

—Si, porque es capaz de hacer lo que nosotros no haríamos. Escúchame con atención, sabrás lo que sucede, y lo que es preciso hacer.

Martín se cruzó de brazos, y miró sin pestañear a su señor.

El carmelita refirió lo sucedido.

Por toda muestra de gran sorpresa y admiración, el donado abrió más los ojos y arqueó un poco las cejas.

—Bien—dijo con su calma habitual;—es un acontecimiento imprevisto, y suponeis que el hombre de la cara adusta ha encerrado a don Juan, para que doña Andrea pierda la esperanza...

—Sí.

—¿Y qué he de hacer?

—Desde hoy serás un espía constante de ese hombre.

—Seré su sombra.

—Martín, no te digo más...

—Basta, señor: tendré ropa de seglar fuera del convento, porque estas faldas no convienen. La hermana Gregoria me servirá de mucho... ¿queréis algo más, señor?

—Nada.

—Voy a prevenir el estómago por lo que pueda suceder.

Martín desde aquel día pasaba fuera del convento muchas horas.

A fray Manuel le sucedía lo mismo.

Y todos, con el afán consiguiente a su situación, contaban hasta los minutos.

¿Qué era de don Juan?

Ya lo sabremos, si Martín tiene la fortuna de encontrarlo.

Así pasó un día, dos y hasta seis.

El donado cumplia fielmente su encargo; pero sin fruto, porque Antonio vagaba por las calles sin fija dirección, y sólo se detenia en la de la Justa para contemplar la casa de Andrea, pasando en la taberna una hora cada noche por si Juan iba a buscarlo; pero le sucedía lo que a todos, aguardaba en vano, y se desesperaba.

Llegó el miércoles y dieron las doce de la noche.

Nada había conseguido ningúno de los personajes de esta historia.

Desde las nueve Patiño trabajaba en su despacho, revolviendo papeles y tomando apuntes para terminar un proyecto importante y reservado que queria presentar al rey al otro día.

Llevaba muchas noches de vigilia y el sueño se empeñaba en cerrar los ojos del incansable ministro.

—No,—dijo, soltando la pluma y restregándose los ojos,—no lo dejaré... Este sueño es debilidad... son las doce... Con algún alimento y medía hora de descanso podré seguir.

Solamente un criado había despierto en la casa, y éste recibió la orden de hacer chocolate a su señor.

Cuando dejaron de oírse los pasos del sirviente volvió ¿reinar el más profundo silencio.

Patiño paseó su mirada por la habitación, a cuyos extremos no llegaba la luz de las dos bujías con pantallas de seda verde que ardían sobre la mesa.

Luego apoyó sobre esta los brazos el ministro, y dejó caer la cabeza sobre las manos.

Aunque su intención no era dormir, pocos momentos después sonó más fuerte su respiración.

El sueño había podido más que su voluntad.

Pasaron diez minutos.

Oyóse nuevo rumor de pasos, y el sirviente apareció en la puerta con el chocolate.

—Señor,—dijo acercándose a la mesa.

Pero Patiño no despertó.

Contemplólo el criado, y como si dudase entre despertarlo o dejarlo dormir, y decidiéndose por esto último, permaneció inmóvil y pareció meditar..

Luego fijó su mirada en el papel escrito por su señor, y relumbraron sus ojos.

La escena que siguió no dejó de ser interesante aunque muda.

El ministro seguia durmiendo.

El sirviente se colocó a su lado, y sin dejar el chocolate ni su actitud de presentarlo respetuosamente, volvió a dirigir su mirada a los papeles, y empezó a leer el proyecto con avidez.

Su rostro iba cambiando de expresión, palideciendo y dilatándose con muestras de una viva emoción de alegría, que pocos momentos después hizo temblar sus manos.

Era preciso volver la hoja para seguir leyendo; pero si Patiño despertaba ¿qué escusa dar?

—Sí,—pensó el sirviente,—le diré que separaba los papeles para que no se manchasen.

Y extendiendo una mano trémula, el criado volvió el pliego y continuó su lectura.

Bastábale retener en la memoria los puntos más principales sobre que trataba el escrito, y antes de seis minutos había terminado felizmente su arriesgada empresa.

Dejó el papel como estaba, y silenciosamente volvió a salir de la habitación.

Cuando estuvo en la inmedíata dio con un pie en una silla, fingiendo que había tropezado y llegó a la puerta del despacho, diciendo con voz bastante fuerte:

—Señor, señor.

El ruido de la silla y la voz del sirviente despertaron al ministro, que levantó la cabeza, se restregó los ojos y se dispuso a tomar el ligero alimento con que pensaba reanimar sus fuerzas.

No ocurrió entonces otra novedad.

Cuando Patiño hubo terminado lo que él llamaba su segúnda cena, el sirviente volvió a la cocina, luego corrió a su dormitorio y tomando papel y pluma, se puso a escribir apresuradamente.

No hubo escrúpulo ni consideracion que lo detuviese.

El proyecto del ministro era de esos que, conocidos de todos, tienen que abandonarse.

El sirviente no hacía más que indicaciones en su escrito; pero bastaban estas para una persona de inteligencia elevada y de conocimiento de los negocios públicos.

La pluma corrió con rapidez por espacio de seis o siete minutos.

El criado, que parecía presa de una agitación febril, tenía la frente bañada en sudor.

Tal vez le atormentaban los remordimientos, porque empezaba a comprender los graves males que podía producir su traicion.

Cuando hubo concluido se acercó a una ventana y la abrió. Tosieron en la calle y él también tosió.

Luego silbaron de una manera extraña, y el indiscreto criado dejó caer a la calle el papel que acababa de escribir.

El secreto de Estado acababa de ser revelado a los enemigos del ministro.

En la calle sonaron pasos que en breve se perdieron.

CAPÍTULO XXXIII.
EL DUENDE sigue haciendo de las suyas.

El día siguiente, que era jueves, a las nueve de la mañana se vistió Felipe V.

Su primer pensamiento fue El Duende de la Corte, y su mirada recorrió el dormitorio, como para convencerse de que no lo había visitado el misterioso papel.

Luego pasó a su gabinete, preguntó por su esposa, y le dijeron que aún dormía.

El monarca inclinó la cabeza sin despedir al gentilhombre que lo acompañaba.

Pocos minutos después miró a la ventana, y haciendo un leve gesto de disgusto, murmuró:

—Sigue nublado.

—Creo que lloverá antes de una hora,—se atrevio a decir el gentilhombre para recordar que aún estaba allí.

El monarca lo miró como sorprendido.

—¿Y Patiño?—le preguntó.

—No ha venido, señor.

—A esta hora... Habrá velado... Trabaja mucho... ¡Parece imposible!... Que entre apenas venga... Dejadme...

Quedó solo Felipe V.

Como algunas veces hacía, empezó a repasar en su memoria todos los sucesos de su vida desde que tuvo uso de razón.

En sus labios vagó algúna sonrisa; pero de esas sonrisas tristes que revelan el pesar de la pérdida de lo que se ha querido mucho.

Luego se anubló su frente.

Permaneció inmóvil, y trascurrieron cinco o seis minutos.

Repentinamente se animaron sus ojos, brillaron como en los mejores días de su juventud, y se puso de pie con una energía que hubiera admirado a cuantos le conocían.

¿En qué pensaba?

Sin duda habían despertado en su mente sus recuerdos de soldado.

Acercóse a la ventana, contempló el nebuloso cielo, y extendio la mirada por los bosques y jardínes, que estaban silenciosos y solitarios.

Poco a poco, como el pájaro que al acercarse a los dorados hierros de su jaula, se convence de que está encerrado, Felipe V pensó en el encierro de su morada, y en que habían pasado para no volver los tiempos en que era feliz entre sus soldados.

Su semblante volvió a entristecerse.

Quiso buscar con la mirada en los jardínes algúna cosa que le distrajese; pero sólo consiguió ver un hombre que atravesó una pradera y se perdio en un bosquecillo.

—Me aburro y moriré de fastidio,—murmuró el monarca, dejándose caer nuevamente en un sillon.—Empiezo a arrepentirme de haber cerrado la puerta al travieso DUENDE: si hubiera venido me divertiría.

Al pronunciar estas palabras sonó en una de las ventanas un golpe, rompióse en menudos pedazos uno de los cristales, y penetró en el aposento, cayendo a los pies del monarca, un pequeño envoltorio de papel.

Felipe V no pudo contener una exclamación de sorpresa, volvió a ponerse de pie, y se acercó presurosamente a la ventana, sin descubrir a persona algúna.

Luego recogió el papel, lo desdobló, quitando una piedra que contenía, y se encontró con EL DUENDE DE LA CORTE.

No se detuvo a leerlo: llamó, ordenó que corriesen en busca del atrevido que había tirado la piedra, y volvió a la ventana para observar.

Todo en vano.

La noticia cundio con prodigiosa rapidez, y en pocos minutos se aumentó considerablemente el número de exploradores.

Tal vez alguno de ellos era el delincuente.

Aquel día tomó el rey con más seriedad el asunto y cambió de opinión, enojándole tanto EL DUENDE como a su esposa y a Patiño.

La lectura del misterioso papel le produjo una segúnda sorpresa porque encontró el provecto reservado del ministro, proyecto de que se había ocupado la noche anterior, y debía presentar aquella mañana.

Felipe V volvió a llamar, y mandó que fuesen a buscar inmedíatamente a Patiño, y que se despertase a la reina, dándole conocimiento de lo que acababa de suceder.

Paseóse el monarca de un extremo a otro de la habitación con paso tan acelerado y firme como en los mejores tiempos de su juventud.

Nadie lo hubiera reconocido en aquellos momentos.

De sus ojos había desaparecido la expresión melancólica que los velaba siempre.

Aquella energía no debía durar mucho.

A los pocos minutos se detuvo el monarca, se miró a un espejo como sorprendido de sí mismo, como si quisiera convencerse de que realmente era él quien mostraba tales fuerzas, y luego se dejó caer en un sillon, murmurando con más calma:

—Si hubiese entrado por la puerta, lo perdónaría; pero por la ventana, rompiendo los cristales sin miramiento alguno, como un ladrón, y sin pensar que el golpe pude recibirlo en la cabeza... No, no... preciso es poner coto a tanto atrevimiento. EL DUENDE lo sabe todo, y no ignora que me ha hecho gracia, y como los niños mal criados cuando les rien una travesura, se ha envanecido, y ha querido probarme que aún vale para más.

El curso de estas reflexiones, bien extrañas por cierto en aquella situación, fue interrumpido por la llegada del ministro, y en seguida por la de Isabel de Farnesio.

Esta presentaba en su rostro claras señales del efecto que le había producido la noticia; pero antes de pronunciar una palabra, miró a su esposo como si le interrogase.

Patiño disimulaba más su enojo; pero eran aquella mañana algo más profundas las dos arrugas que atravesaban su frente partiendo de entre las cejas.

—Sentaos, mi buena Isabel,—dijo el rey a su esposa.

Y cuando ésta lo hizo así, aquel prosiguió dirigiéndose al ministro:

—¿Cuánto nos cuesta la policía entre sueldos y gastos de espionaje?

—Señor,—respondio Patiño con marcado disgusto,—no puede Ajarse una cantidad: a veces cuesta en un día, en una hora, más que en otras ocasíónes en un año, porque si hay confidencias importantes...

—Bien, bien,—interrumpió el monarca,—lo mismo es para el caso. Con el sistema que pienso establecer, la cantidad será invariable. Hoy mismo despedireis a toda esa canalla, que espía para proteger a los criminales, y delatar a los hombres honrados que en un momento de expansion dicen algunas palabras imprudentes.

[]

—Luego le leeréis; antes deseo despachar los asuntos que Patiño me presente.

Isabel de Farnesio y el ministro fijaron en el rey una mirada de extrañeza.

—Me ofrecen de balde lo que cuesta mucho dinero, y debo aceptar. Desde hoy,—repuso el monarca, sonriendo,—ningún gobierno tendrá una policía mejor ni más barata que la nuestra. Cumplid esta orden, dejad de perseguir al DUENDE, y vereis el resultado.

—Señor,—dijo el ministro,—ya tengo noticia del nuevo atentado...

—Basta... No hablemos más de eso...

—¿queréis,—preguntó la reina,—darme el papel?

—Luego lo leereis: antes deseo despachar los asuntos que Patiño me presente.

—Pero...

—Aguardad,—mi querida Isabel,—replicó el monarca.

Era la primera vez que éste se mostraba tan enérgico, y la reina calló, mordiéndose los labios con despecho.

—Señor,—dijo el ministro,—hoy no pensaba presentar a vuestra majestad más que un proyecto...

—¿Relativo a la grave cuestion del trono de Nápoles?

Al oír estas palabras Patiño no pudo contener un gesto de sorpresa, abrió extremadamente los ojos y no acertó a responder. ¿Cómo era conocido su proyecto, cuando a nadie, ni aún a la reina, lo había confiado, cuando apenas hacía cinco horas que acababa de trasladarlo al papel?

—¿No es verdad?—añadio el rey.

—Sí, señor,—balbuceó el ministro.

—Ese plan,—repuso el monarca,—prueba vuestro privilegiado talento y el acendrado amor que nos teneis; pero presenta sus inconvenientes: la reina no puede juzgarlo, porque lo mirará con la pasíón de madre, yo con la de padre, y nuestro hijo don Carlos no puede tampoco ver más si no que se le ofrece un trono. Precipitar los sucesos es peligroso, y creo que es preferible un camino más seguro aunque sea más largo. Además, la realizacion del plan es imposible, siendo conocido, y ya lo conoce todo el mundo; lo ignorais porque la policía que tanto dinero cuesta no ha podido averiguarlo tan pronto como la mía que trabaja de balde.

Pálido palideció.

La reina tuvo que hacer un esfuerzo para dominarse y callar.

—Ved,—añadio el monarca, dando a su ministro EL DUENDE DE LA CORTE,—ved si es ese vuestro proyecto.

Pocos instantes necesitó Patiño para convencerse de que había sido sorprendido su secreto.

El misterioso papel pasó luego a manos de la reina, que lo leyó con avidez.

¿Cómo se explicaba aquello?

El periódico había debido imprimirse lo más tarde la noche anterior, y entonces el ministro escribia su plan: era preciso que El DUENDE hubiese adivinado.

Estas reflexiones, que Patiño hizo al monarca, no sirvieron más que para dar importancia y valor al autor del satírico papel, y probar la torpeza de los que no podían descubrirlo.

Felipe V, como sí hubiese agolado sus fuerzas con lo mucho que había hablado, inclinó la cabeza sobre el pecho y quedó silencioso.

—¿Quién,—dijo la reina, cuyos ojos brillaron como dos carbunclos,—quién hay en Madrid que valga bastante para hacer esto? Sólo uno, no más que uno conozco...

—¿Y ese hombre quién es?—preguntó el monarca haciendo un esfuerzo.

—Permitidme, señor, que calle su nombre hasta que el tiempo justifique mis sospechas.

Patiño se sonrió.

—Bien, calladlo... Y vos, Patiño, no olvideis lo que voy a deciros... Tres días teneis para encerrar en un calabozo al autor de esos escritos...

—Señor...

—Si no lo conseguís, otro será más afortunado que vos.

La amenaza de una destitucion no podía ser más clara ni terminante.

El rostro de Isabel de Farnesio se cubrió de mortal palidez, y el de Patiño enrojeció como si fuese a brotar la sangre.

La conversación fue interrumpida por el anuncio de la llegada de fray Manuel, a quien el rey mandó entrar.

El carmelita vio en los rostros de sus adversarios las señales de la borrasca; pero fingió no advertirlo, y saludó como de costumbre.

—En buen momento llegáis,—dijo el rey mientras que su esposa y el ministro cruzaban una mirada de inteligencia.—Hablamos de noticias y vos traereis algunas. ¿habéis visto El DUENDE?

—Señor, de mano en mano corre por toda la villa; sin recato se lee y se comenta en calles y plazas, formando juicios que me han hecho variar de opinión, convenciéndome de que es un papel peligroso.

—Ya lo he visto.

—Entonces nada tengo que explicar a vuestra majestad. Lo que EL DUENDE dice sobre ese supuesto plan relativo a Italia, hace murmurar a la gente, acusando a vuestro gobierno de que no se ocupa más que de ambiciónes locas...

—¿Quién se atreve a hablar así?—preguntó vivamente Patiño, que había perdido la serenidad que tan pocas veces le abandonaba.

—¿queréis saberlo para castigarlo?

—Sí.

—Pues salid de aquí y mandad que prendan al primero que encontréis,—repuso tranquilamente el fraile.—Pero hay otra cosa que importa más, el autor de esos escritos.

—No hay que pensar en él,—dijo el rey;—la policía se declara impotente para encontrarlo.

—¿Qué importa eso?—replicó la reina, creyendo llegado el instante de asestar un golpe certero.—Fray Manuel nos ha prometido su ayuda, y descubriremos al criminal.

El carmelita sonrió levemente, miró algunos instantes a Isabel de Farnesio, y luego respondio con más calma que nunca.

—Una cosa es descubrirlo, y otra apoderarse de él. Lo primero está a mi cuidado, lo segúndo toca a vuestro gobierno, es decir, a sus agentes, y pueden ser tan torpes para prenderlo como han sido para buscarlo.

Fray Manuel vio fijarse en su rostro tres miradas que revelaban el efecto que había producido con lo que acababa de decir.

El rey había salido de su indiferencia.

Isabel de Farnesio se encontraba contrariada, porque temía tener que confesar que se había equivocado con respecto al carmelita.

A Patiño le mortificaba que otro probase que valía más que él. ¿Qué diria el monarca cuando viese que un fraile desde su celda había conseguido hacer más que el ministro con una numerosa y bien pagada policía.

Hubo algunos momentos de silencio.

—Explicaos, padre,—dijo al fin el rey.

—Señor, entrando por la plazuela de Herradores en la calle de las Hileras, se encuentra a la izquierda una casíta, que es la segúnda, que no tiene más que el piso bajo, y está siempre cerrada como si nadie la habitase. Sin embargo, algunas noches suena ruido en su interior, y hay quien asegura que todas las tardes al oscurecer llega un hombre embozado hasta los ojos, abre y entra sin que se le vuelva a ver salir.

—¿Y sospecháis?...

—Creo que ese es EL DUENDE.

Las tres miradas que se fijaban en el carmelita brillaron más; pero ningúno de los tres personajes acertaron a pronunciar una palabra; contentáronse con entreabrir la boca como para dejar salir una exclamación de sorpresa o de despecho; pero se ahogó en sus gargantas.

Isabel de Farnesio hubiera dado diez años de vida por alcanzar el triunfo que hacía sonreír al fraile.

—Ya lo sabeis,—dijo éste al ministro:—todas las tardes al oscurecer...

—¡Ah!... Hoy mismo...

—Pero no olvideis la circunstancia de que el embozado entra y no sale.

—Véale yo entrar, que el hacerle salir corre de mi cuenta.

—Entonces me voy tranquilo.

—¿Ya nos dejais?

—He de estudíar un sermon; y si vuestra majestad me lo permite...

—Quisiera, padre, que a la hora de prender al DUENDE...

—Como por casualidad apareceré por la calle de las Hileras.

—Nos habéis prestado un gran servicio.

—He cumplido con mi deber, señor.

—No,—dijo el monarca como si se hubiese propuesto mortificar a su ministro,—ese era un deber de mi gobierno, de la justicia, que nada han hecho, a pesar de que para eso les paga el Estado; pero no vuestro... ¡Y os habéis negado a ser mi confesor!...

—Nada, señor, nada quiero más que tener la honra y la satisfacción de servir a vuestra majestad.

Y al pronunciar estas palabras, el carmelita salió del aposento, mientras la reina y Patiño, éste pálido de coraje, y aquella enrojecida por el despecho, cruzaban una mirada ardiente.

—Ya lo veis,—dijo el monarca a su esposa,—el tiempo, según deseabais, ha venido a sacaros de dudas, probando lo infundado de vuestras sospechas.

—Me alegro, señor,—respondio Isabel de Farnesio, poniéndose de pie,—así puedo estar segura de tener un verdadero amigo más.

Y también dejó la cámara.

El rey volvió a inclinar la cabeza como dispuesto a no hablar más, y Palmo pudo salir sin inconveniente para ir a reunirse con la reina.

Entre esta y aquel medíaron pocas palabras.

—Ya lo veis,—dijo el ministro sin disimular su enojo,—mis enemigos trabajan con resultado...

—Pero yo os sostendré,—replicó la impetuosa italiana, cuya mirada ardiente parecía querer penetrar hasta el alma de Patiño.—¡Ah!... Os sostendré, aniquilaré a vuestros enemigos, o dejaré de ser quien soy. El último ministro de Felipe V lo sereis vos, porque el día que intente sustituiros, dejaré de oponerme a que abdique por segúnda vez.

Y la reina tendio, como si la abandonase, al favorito una mano, que él besó, diciendo luego mientras señalaba a su corazón:

—Señora, aquí era preciso que vieseis lo que había: mis palabras no pueden expresar... mi gratitud...

Y salió de la régia cámara.

Isabel se oprimió el pecho y se dejó caer sobre un sillon, como si en un segúndo se hubieran agotado sus fuerzas.

CAPÍTULO XXXIV.
De cñomo Patiño cometió una segunda torpeza.

Como el cielo estaba nublado aquel día, a las cuatro de la tarde empezó á oscurecer como si ya el sol tocara a su ocaso.

Un observador hubiera podido ver a aquella hora que por la plazuela de Herradores, calle de las Hileras y las Fuentes, atravesaron separadamente algunos embozados, que miraban de reojo a su alrededor; seguían paso entre paso, y al llegar a la primera esquina que encontraban, retrocedían como sí no quisiesen dejar aquellos sitios, pero tampoco estar parados, porque habrían infundido sospechas.

ningúno de ellos tenía traza de ser persona de calidad: solamente uno, que fue el primero que llegó, parecía ser un caballero, aunque iba modestamente vestido.

Pasó medía hora, y como el sol descendía y espesaban las nubes, oscureció más, y viose brillar algúna luz en el interior de las casas.

Entonces los embozados dieron más cortos sus paseos, y algunos se pararon en la plazuela aunque sin reunirse ni mirarse.

viose entonces subir otro embozado por la calle de las Hileras, el cual, como si fuese muy preocupado, no miró a los que por allí andaban, ni aparentó apercibirse de ellos, y acercándose a la casíta misteriosa, sacó una llave y abrió la puerta, entrando y volviendo a cerrar sin haber dejado ver el rostro.

El otro que hemos dicho parecía ser un caballero, y en quien nuestros lectores habrán reconocido a Patiño, no perdio un instante: acercóse a la puerta y escuchó mientras relumbraban sus ojos.

Los demás fueron acercándosele, y en pocos momentos se reunieron diez hombres, quedando todos agrupados alrededor del ministro.

Este se desembozó, dejando ver su semblante pálido y contraído, y después de meditar algunos instantes, su convulsa diestra asíó el aldabon y dio algunos golpes.

Nadie respondio.

En cambio algunos curiosos se asomaron a los balcones y ventanas de las casas vecinas y otros se detuvieron en la calle.

Patiño volvió a llamar; pero tampoco le contestaron.

—No me equivoqué,—murmuró,—y he obrado con acierto en venir prevenido.

Y volvióse hacia uno de los que le rodeaban, sin duda para dar una orden, pero se detuvo porque vio a un fraile que desde la calle Mayor llegaba a la plazuela.

—Debe ser fray Manuel...¡Oh!...

Efectivamente, pocos minutos después se le acercaba el carmelita, preguntando:

—¿Ha venido?

—Sí,—le respondio el ministro,—acaba de llegar, he llamado...

—Supongo que no habrá respondido...

—Lo cual,—replicó Patiño,—no me importa; he hecho que me acompañe un cerrajero, y en breve tendré la entrada libre.

—¿No habéis tomado ningúna otra medida par$ echar mano al DUENDE?

—Creo que lo primero es abrir la puerta para llegar hasta él.

—Somos de distinta opinión,—dijo con calma el fraile.

Patiño lo miró con sorpresa.

—Os dije,—añadio fray Manuel,—que una falta de prevision podía dejaros burlado.

—¿Y esa falta?...

—Ya la habéis cometido.

—¡Padre!—exclamó el ministro, cuya agitación crecia.

—Os advertí, señor Patiño, que al DUENDE se le veía entrar, pero no salir.

—Lo cual prueba que permanece aquí la mayor parte de la noche y sale cuando duermen los que pudieran verlo...

—O que sale por distinto lado del que entra.

—¡Oh!—exclamó el ministro, apretando los puños con desesperación.—Corred cuatro de vosotros a la calle de las Fuentes, situaos a las puertas de las casas que hay tras esta, y que nadie salga, absolutamente nadie... ¡Pronto, canalla!

La orden fue ejecutada con prontitud.

Los cuatro guardíanes encontraron solitaria la calle de las Fuentes, no viendo más que a un fraile carmelita que salía de ella, para atravesar la plazuela de Herradores.

Fray Manuel también lo vio, y un fugaz relámpago de viva alegría se escapó de sus ojos.

Las tinieblas recobraron su imperio.

Uno de los dependientes de la autoridad encendio una linterna.

El cerrajero empezó a ejercer sus estrepitosas funciones, y los golpes del martillo resonaron con gran extrañeza de los curiosos.

En pocos minutos quedó franca la entrada de la supuesta guarida de El DUENDE.

Patiño se adelantó.

—Deteneos,—le dijo el carmelita estorbándole el paso.—No sabemos si aquí se oculta un asesino. ¿Es posible que hayais perdido la calma que nunca os abandonó?

Y dirigiéndose a los esbirros añadio:

—Entrad, y si teneis miedo, dadme la luz y yo entraré.

Salieron de sus vainas seis espadas, y cuatro de los agentes de la autoridad, seguidos de fray Manuel y el ministro, entraron en la casa, mientras los dos restantes quedaron guardando la puerta y mandando que se alejaran los curiosos transeuntes que iban reuniéndose.

El edificio estaba pronto registrado, pues no tenía más que tres o cuatro aposentos.

En uno de estos había una caja de imprenta llena de letra, y una mesa grande donde se veían algunos papeles, tinta y un rodillo, que debía servir para estampar a falla de prensa, pues no la había, encontrándose además una parle de composicion de letra, que resultó ser de la que había servido para el último número del periódico, y que estaba por distribuir.

había también un belón, y sobre una silla, única que se encontraba en el aposento, una capa verde oscuro y un sombrero negro de extendidas alas que parecía ser el mismo que llevaba el hombre que antes había entrado.

—Ya lo veis,—dijo el carmelita con su inalterable tranquilidad,—se ha escapado... ¿Qué dirá el rey?

—¡Vive el cielo!—exclamó Patiño, que ya no trataba de disimular su desesperación.—¿Pero por dónde se ha ido, por dónde?... ¡Oh!... ¡Se ha burlado de mí!...

—Por donde se ha ido lo veremos, puesto que los hombres no se evaporan... Venid aquí...

Abrieron una puertecilla y se encontraron en un patio.

—Ya lo veis,—dijo el carmelita, señalando a la tapia que daba a otro palio, y una escalera de mano que en ella había apoyada.

Patiño ciego de coraje, arrojó al suelo su capa, y sin pensar en el peligro que podría correr, ni escuchar las advertencias del carmelita, trepó velozmente por la escalera, y de un sallo se puso al otro lado de la tapia.

Los esbirros lo siguieron mientras fray Manuel se volvía para buscar a lientas la puerta de la calle.

El lance, que había empezado siendo muy serio, acabó por ser cómico y prestarse admirablemente al ridículo desde que Patiño subió a la tapia como un alguacil.

La ira del ministro rayó en locura.

dio multiplicadas ordenes, y sin miramiento alguno, sin comprender que representaba un papel indigno de su elevada posicion, registró una por una todas las habitaciones, todas las casas que rodeaban la guarida del travieso DUENDE.

En tales casos pagan justos por pecadores, y esto sucedía más fácilmente en aquella época, en que la justicia no era muy escrupulosa en los medios que empleaba para cumplir su misión. Una casa se allanaba por el último corchete, y cualquiera persona era encerrada en un calabozo, sin más motivo que la presuncion caprichosa de un alcalde.

Así sucedio entonces: cuatro honrados vecinos tuvieron la desgracia de que les viniese el sombrero abandonado por EL DUENDE, y los cuatro fueron alados y conducidos a la cárcel.

Cuando ya no hubo que hacer más que extender diligencias, autos y declaraciones, abandonó Patiño la misteriosa casa.

¿Cómo presentarse al rey?

¿Cómo decirle que sin una loca imprevision estaría ya preso el autor de las sátiras?

¿Cómo confesar una torpeza indisculpable,.dando así más valor al carmelita?

Si Felipe V estaba como por la mañana, el ministro para obrar con dignidad tendría que presentar su dimision, con lo cual EL DUENDE había conseguido sus deseos, triunfando a despecho de la reina.

Patiño, trastornado, más exaltado por la ira cuanto más se convencía de su impotencia, llegó a la régia morada más pronto de lo que hubiera deseado, y sin conseguir dar a su rostro una expresión tranquila, llegó á la antecámara del rey.

—perdónad,—le dijo un gentil-hombre, deteniéndolo,—su majestad ha ordenado que antes de que entreis, digais si os habéis apoderado de El DUENDE.

—¿No quiere recibirme?—preguntó el ministro, cuyas mejillas, antes rojas como el carmin, palidecieron cadavéricamente.

—Sí; pero antes...

—Sólo a su majestad puedo decir...

—Es orden terminante.

Patiño reflexionó y luego repuso:

—Bien; decid a su majestad que hay presos cuatro hombres, entre los cuales uno debe ser el criminal, a pesar de que todos niegan, como es consiguiente.

El gentil hombre entró en la cámara real, volviendo pocos momentos después.

—¿Qué ha dicho su majestad?—preguntó el ministro afánosamente.

—Me escuchó sin levantar la cabeza, y me respondio a medía voz: o Bien».

—¡Ah!... ’

—Entonces me atreví a preguntarle si queria veros, y movio la cabeza significando que nó.

Esto no podía ser más elocuente para quien conociese el carácter del monarca, y Patiño se persuadio de que al día siguiente dejaria de ser ministro, a pesar de la decidida protección de la reina.

El triunfo de EL DUENDE iba a ser completo, y mortificábale a Patiño más que una torpeza suya fuese la causa de su derrota.

Sin perder un instante, el desesperado ministro se dirigió al aposento de Isabel de Farnesio.

—Todo lo sé,—dijo esta apenas vio a su favorito.

—¡Que todo lo sabeis!—repitió el ministro con gran sorpresa.

—¡Oh!—exclamó la reina con voz ronca por la ira.—Mirad...

Y señaló a un papel que había sobre el velador de que en otra ocasíón hablamos.

Patiño tomó el papel, que estaba escrito, y leyó con avidez.

Era una relación exacta de cuanto había sucedido en la intentada prision de EL DUENDE, concluyendo con las siguientes razónes:

«Esto probará a vuestra majestad que los cuatro presos son inocentes, pues si alguno de ellos fuese el llamado criminal, no podría tener la honra de escribiros tan pronto. Los infelices no han cometido otro delito que tener la cabeza igual en volúmen a la mía... Debe haber perdido la suya el gran Patiño cuando no ha encontrado más recurso que mi pobre sombrero. Sin embargo, confieso que el medio es ingenioso, y abre un ancho camino a los jueces: si todos los criminales olvidasen su sombrero, ningún crimen quedaría impune.».

—¿Cómo,—preguntó Patiño estrujando el papel entre sus convulsas manos,—cómo ha llegado aquí esto, señora?

—No lo sé... aquí estaba...

—¡Oh!...

—Ya lo veis, ningúno de esos cuatro...

—Señora, me prometisteis protección...

—La tendreis...

—No puedo aceptarla,—replicó el ministro con breve acento.

—¿Pensais renunciar?...

—Pienso, señora, obrar con dignidad.

—Patiño...

—Señora, perdónadme: esta mañana era mi situación muy critica, ahora es muy peligrosa, y mañana será ridícula.

—Más calma,—dijo la reina, esforzándose para aparecer tranquila y poder inspirar confianza al favorito.—No se ha perdido todo.

—El rey acata de negarse a recibirme.

—Os recibirá mañana: le direis que EL DUENDE está preso, y sólo falta distinguirlo entre los cuatro que hay en la cárcel...

—Llegará el jueves...

—Para entonces no sabemos lo que habrá sucedido: ahora lo que nos importa es ganar tiempo.

—Pero este papel...

—Mi esposo no lo verá, porque entonces mandaría poner en libertad a los presos.

La conversación fue interrumpida por la llegada de un gentil hombre que iba de parle del monarca con un papel.

—Señora,—dijo,—su majestad ordena que se os entregue este escrito que acaba de recibir.

Isabel tembló, y apenas salió el gentil hombre, ella y Patiño examinaron el papel.

Era enteramente igual al que acababan de leer.

La reina dejó escapar un grito agudo y su semblante enrojeció como si fuese a brotar la sangre.

—Ya lo veis,—dijo el ministro con voz ahogada.—Ya lo veis, no hay remedio... ¡Estoy en ridículo!...

—Vengadme, Patiño, vengadme... vengaos a vos mismo.

—Pero ¿dónde está ese miserable, dónde?... ¡Oh!...

El rostro de Isabel cambió de expresión.

Una sonrisa extraña dilató su boca, en tanto que sus miembros se agitaban convulsivamente.

—¡Dónde está!—dijo.—¿No habéis adivinado quién es? ¿No comprendeis que sólo un hombre hay capaz de hacer eso, un sólo hombre que tanto valga?

—Fray Manuel...

—Sí.

—Pero él ha sido quien ha delatado...

—Ha querido que no se piense en él, distraer nuestra atención...

—¡Ah!...

—Es preciso espiarlo...

—Ya no tengo duda: esto es obra del fraile: ahora comprendo... ¡Se ha burlado de mí!... Calma, sí: ya tengo la calma que me pedíais... Señora, permitidme que os deje; no quiero perder un instante...

—Sí, corred...

—Os debo más que la vida...

—Bien, pagadme.

—Es deuda del corazón, y el mío es todo vuestro... como el de un vasallo fiel...

Isabel de Farnesio no acertó a contestar.

Patiño salió convulso de alegría.

Capítulo XXXV
Donde le verá que Martín encontró el hilo tan buscado por la duque.

La influencia de Isabel de Farnesio pudo evitar la caida de Patiño; pero no que el monarca persistiese en la extraña idea de que si su ministro no lograba descubrir al DUENDE, probaba que era un hombre poco menos que inútil.

Desde entonces, como fácilmente se comprende, fue muy falsa la posicion del favorito, y para evitar su ruina, se necesitó todo su privilegiado talento y el decidido apoyo de la reina.

No era menos peligrosa la situación de fray Manuel: desde el siguiente día de la pesada burla de la calle de las Hileras, el carmelita tenía dentro del convento un espía que lo observaba día y noche, y fuera del convento otro seguía todos sus pasos.

Olio que nuestro fraile, hubiese caido pronto en el lazo; pero él, si bien los primeros días no se apercibió de que era espiado, temió serlo y tomó sus medidas.

Si hubiesen seguido a Martín, todo se había descubierto; pero ¿quién había de pensar en el pobre donado?

Así pasaron dos, tres y cuatro días, sin que ningúno de ellos dejase de preguntar el rey a Patiño si tenía esperanzas de encontrar al DUENDE.

Entretanto Martín, aunque no corria ni parecía que se moviese mucho, cumplía todas las ordenes de su señor sin olvidar la de seguir a Antonio para descubrir el paradero de don Juan.

Una tarde, la del martes por cierto, iba el donado tras el verdugo, y éste, en vez de vagar por diversas calles, tomó la de Atocha y siguió hasta encontrarse fuera de Madrid.

Allí había un hombre con un caballo.

Antonio no había visto que lo seguían, y sin detenerse más que a ponerse unas espuelas, cabalgó y partió.

Martín dudó entonces, si seguir hasta donde pudiera al enamorado misterioso o al que lo había esperado con el caballo.

El primero había tomado al trote un camino que era muy conocido del donado: era imposible seguirlo a pie, y por consiguiente tiempo perdido.

Decidiose Martín a espiar al otro, que siguió la calle de Atocha, la de la Magdalena y Lavapies y entró en una de esas casas, verdaderos nidos de criminales, donde el mejor agente de policía no consigue averiguar quienes son los verdaderos inquilinos, pues tampoco puede asegurarlo el dueño de la casa.

El donado esperó dos horas con su paciencia sin igual; pero el desconocido no salió.

Entrar en la casa para hacer averiguaciones, era arriesgado por las sospechas que pudieran despertarse, y el resultado no prometía ser satisfactorio.

Como había tenido dos horas para reflexionar, Martín se convenció de que había adelantado mucho, y trazó su plan para el día siguiente.

Cuando volvió al convenio dijo a fray Manuel:

—Señor, el hombre misterioso ha montado a caballo en Atocha y ha tomado el camino de Extremadura.

—¡Ah!—exclamó el carmelita.—Ha ido a ver a don Juan.

—No he podido seguirlo; pero no irá solo el segúndo viaje que haga: desde mañana tendré un caballo preparado...

—A caballo, en la soledad de un camino, se apercibirá de que lo siguen...

—Por eso iré delante, veré donde se detiene, y otro día se hará lo demás.

Fray Manuel aprobó el plan.

No se equivocó Martín: al otro día volvió Antonio a las inmedíaciónes de Atocha y partió a caballo; pero el donado iba delante, como un viajero cualquiera.

Dos horas anduvieron.

El sol estaba cerca de su ocaso, y Martín empezó a temer que el viaje se prolongara hasta la noche.

—Nunca,—pensó,—he sido tan torpe; nada traigo de comer y no podré detenerme en ningúna posada si no se detiene mi hombre. ¿Habrá conocido el juego y querrá darme un chasco? La broma sería pesada.

Y volvió la cabeza con la esperanza de que Antonio se detuviese o retrocediera; pero quedó sorprendido al ver que ya no lo seguia.

—¡Ah!—murmuró con inquietud.—Tiempo perdido... Paciencia...

Detúvose, miró a todos lados, y al fin descubrió a Antonio que había tomado una vereda y seguia sin permitir a su caballo que dejase el trole.

—Bien,—dijo Marlin ya tranquilo;—no he perdido el viaje, si bien tendremos que esperar un día más, porque no sería prudente seguirlo... Dentro de una hora en Madrid, porque espolearé a mi caballo con la misma fuerza que me atormente el hambre.

El verdugo siguió sin volver atrás la cabeza, y a los pocos minutos se perdio de vista.

Una hora después se encontraba el donado en Madrid.

Para no exponerse a quedarse sin cenar, el buen Martín se previno al día siguiente de una tortilla de huevos y jamon, pan, agua y vino, y aunque empezaba a llover, con las alforjas llenas emprendio su camino alegremente.

vio que esperaba el desconocido con el caballo, y no se detuvo, sino que siguió el camino que habían andado la tarde anterior, y tomando la vereda adelantó buen trecho.

—Aquí esperaré, y apenas lo divise emprenderé la marcha.

El donado eligió para aguardar el pie de un copudo castaño, cuyo espeso ramaje le protegía contra la lluvia, que empezaba a espesar, y sacando la bota, bebió como por entretenimiento.

Un cuarto de hora después divisó un bulto; luego vio que era un jinete.

—Es él,—dijo Martín.

Y cabalgando nuevamente siguió la vereda, mirando atrás de vez en cuando.

Las nubes parecían amontónarse sobre las cabezas de los viajeros; el viento arreciaba; se hacía cada momento más copiosa la lluvia, y el resplandor de algunos relámpagos iluminó el horizonte.

Antonio avanzaba con más rapidez que la tarde anterior, y Martín hacía lo mismo.

En las continuas revueltas del camino se perdían muchas veces de vista; pero el donado no queria detenerse ni aflojar el paso, por temor de infundir sospechas.

Tan preocupado iba Antonio que no se apercibió del jinete que iba delante de él.

Al cabo de medía hora de mal camino, vio Martín a la derecha, en medio de un terreno pedregoso, una casíta de rústica construcción y miserable aspecto, y como por allí, en cuanto alcanzaba la mirada, no había otra vivienda, el buen donado concibió la esperanza de haber llegado al término de su viaje.

No se equivocó.

Antonio puso su caballo al galope, y en pocos momentos llegó a la casíta, cuya puerta se abrió como por encanto, y apeándose entró y tras él su cabalgadura.

A pesar de la lluvia y de que las espesas nubes cerrarían más pronto la noche, Martín, soldado antes que fraile, se detuvo y esperó con la misma calma que si se encontrase en la mejor celda del convento.

Diez minutos después dijo:

—Casí puede asegurarse que don Juan está encerrado ahí; pero debo asegurarme.

Y descabalgando, ató las riendas de su corcel al tronco del único arbol que por allí se veía, y con su andar reposado, sin importarle la lluvia que caía ni el todo en que se hundían sus pies, acercóse a la casa y se colocó junto a una ventana con reja de hierro, que había próxima a la puerta y a poca altura del suelo.

Escuchó y nada oyó.

Atreviose a mirar y vio un aposento de paredes ahumadas, con un hogar desmantelado, una mala cama y algunas vasíjas y muebles sucios.

Cuando lo examinó todo, separóse de allí, y arrimado a la pared empezó a dar vuelta al edificio, sin encontrar otra ventana y llegando a la tapia de un corral.

—Es una verdadera prisión,—dijo el donado, cuya calma no se alteraba.

Y siguió su exploración.

Terminó la tapia, y siempre arrimado a la pared, continuó, encontrándose al fin en el punto de partida.

No había encontrado otro agujero ni oído nada.

Tal vez sin el zumbido del viento ni el crujido de los true nos, que se repetían con frecuencia, hubiera percibido algún rumor de voces.

volvió a mirar y escuchar por la reja, y algunos momentos después llegó á sus oídos el murmullo de voces, que bien pronto fue sofocado por el estruendo de la tormenta.

Era, pues inútil aguardar, y en extremo imprudente hacer cualquiera otra tentativa, mucho más tratándose de Antonio, que había visto otras veces al donado y podía reconocerlo.

Así lo comprendio Martín, y decidio comer un pedazo de la tortilla, echar un trago y volver a Madrid; pero cuando llegó donde estaba su caballo y metia la diestra en la alforja, se abrió la puerta de la casa y salió Antonio con su caballo.

—Esto es otra cosa,—dijo Martín;—debo esperar.

El ejecutor de la justicia, más sombrío que nunca, cabalgó, embozóse en su ancha capa, y partió como si quisiese competir en velocidad con el viento que silbaba.

—Buen viaje,—murmuró el donado.

Y sacó la tortilla, comió, empinó la bota y desató las riendas de su caballo, acercándose a la silenciosa casa.

habían cerrado la ventana.

Martín descabalgó, llegó a la puerta y dio en ella varios golpes con la mano.

Nadie respondio.

Entonces cogió una piedra para llamar más cómodamente y con mayor ruido.

Pero tampoco le contestaron.

'Nuevos y más recios golpes y más silencio convencieron al donado de que era inútil esperar.

Si don Juan estaba allí, su carcelero, para evitar compromisos, se hacía el sordo.

Ocurrióle a Martín romper la puerta, que no era muy fuerte, o escalar la tapia; pero ¿quién le aseguraba que semejante paso no era pronunciar la sentencia de muerte del ilustre mancebo?

Esta consideracion detuvo al donado, a quien sobraba valor para entrar en la casa y habérselas con los carceleros de don Juan.

Se acercaba la noche y la lluvia no cesaba.

Antonio había partido como si quisiera dejar atrás el viento, y Martín corrió como si intentase alcanzar a Antonio.

capítulo XXXVI.

Fray Manuel opinó como su criado, y creyó que don Juan estaba encerrado en la solitaria casita.

—¡Gracias, Dios mío!—exclamó el fraile.—habéis tenido piedad de la infeliz huérfana.

Y al día siguiente a las nueve de la mañana, fue a casa de Andrea para comunicarle las noticias que había llevado Martín.

Los sufrimientos dejan en el rostro huellas indelebles, y cuando se intenta ocultarlos con sonrisas, estas son tristes como el canto de la tórtola. Los dolores hacen envejecer, porque menguan la existencia, apagan el brillo de los ojos y velan el semblante con la sombría nube de la ancianidad. Por eso las sonrisas de los desgraciados son tristes y amargas como las de la vejez, que mira desdeñosamente la vida que ha pasado, que se burla de las ilusiones que ha perdido y comprende la única realidad que no ha de desvanecerse como todas las esperanzas de la juventud, el sepulcro donde ya tiene un pie. Un corazón marchito, una imaginación que no sueña; un alma que siente si le hacen sentir, pero que no es susceptible de experimentar una emoción; unos ojos que ven realidades horribles, como el esqueleto bajo la púrpura, el humo en los honores, la nada en las riquezas y la fosa entre las llores que nos encantan y siempre abierta a nuestros pies, cuando corremos tras el fantasma ilusorio de la felicidad; una experiencia que todo lo examina, todo lo encuentra pequeño, imperfecto y dudoso... ¿Es esto vida?... Esto es la transicion entre la vida y la muerte, es la vejez con su indiferencia unas veces, con su egoísmo otras, pero siempre triste, sombría, amarga, sarcástica... Y como la vejez no son los años sino la proximidad a la muerte, el punto donde nos encontramos del camino que Dios nos manda recorrer, los que impulsados por sus dolores caminan muy aprisa, llegan en pocos años cerca del término fatal, y desaparece de su rostro el encanto de la juventud, se apagan sus ojos como los del anciano, y su belleza, si se ha conservado a pesar de las lágrimás y el insomnio, no es la belleza que cautiva. Para apreciar la juventud es necesario conocer los sufrimientos. Todos hemos de pasar por las pruebas señaladas en nuestro destino, y llegada la última, la existencia acaba, porque la criatura no tiene razón de ser; y por eso el que apura más aprisa sus dolores, aquel a quien las circunstancias van arrancándole ilusiones y presentándole realidades en menos tiempo, deja de existir más pronto.

Los sufrimientos habían estampado en la frente de Andrea su sello inequívoco; se había conservado su belleza sin igual, pero ya no se escapaban de sus azules ojos los destellos que habían encendido tantos corazónes. Sin embargo, la expresión melancólica de su pálido rostro, sus tristes sonrisas y su languidez hubieran conmovido profundamente un alma delicada.

En el gabinete que ya conocemos, sentada con el abandono de su enervación, recibió la joven al carmelita, único ser que comprendía los dolores de la desdichada.

—Padre mío,—dijo Andrea con dulzura y besando respetuosamente la diestra del sacerdote,—no me olvidáis, venís como siempre a consolarme... ¡Gracias!

—Vengo,—respondio fray Manuel con ternura,—á recordaros que es infinita la misericordía de Dios, que jamás desoye nuestros ruegos si tenemos fe en su divina justicia...

—Sí, padre mío; fe en su santa justicia tengo; sufro con resignación los dolores que me envia; pero nada espero en la tierra.

—¡Eso decís cuando ha sucedido lo que no pudisteis esperar, porque lo creíais imposible! Cuando os participé mi esperanza de que don Juan volviese de Lisboa sin casarse, me respondisteis con una sonrisa de duda.

—Es verdad,—repuso la joven;—pero ¿de qué ha servido? Don Juan se encuentra en poder de su rival...

—Lo sacaremos de su prisión.

Andrea movio tristemente la cabeza.

—Ya sabeis,—añadio el carmelita,—que no me entrego fácilmente a risueñas esperanzas, para evitar desengaños que no hacen más que agravar los dolores; pero esta vez, si Dios quiere ayudarme como la anterior, volverá don Juan a Madrid antes que un nuevo día.

—¿Qué estáis diciendo?—preguntó vivamente Andrea, cuyo rostro cambió de expresión.

—Escuchadme con calma, os referiré lo que ha sucedido...

—Sí, sí, padre mío... ¡Dios os bendiga!...

—No olvidéis, doña Andrea, que con la libertad de don Juan no se ha conseguido todo.

—Lo sé: falta que luego quiera pagar su deuda; pero vos le hareis comprender su deber, y al fin cederá, porque su alma es generosa a pesar de los extravíos de su juventud. Decidme, pues, lo que habéis conseguido...

—Lo que ha hecho mi fiel criado Martín.

—¡Siempre generoso!... Martín estorbó el casamiento de don Juan, y según vos nada debo agradeceros; ahora también es Martín el salvador...

—Solo él...

—Bien, padre mío: él o vos sacadme de la ansiedad que me atormenta, y que el cielo premie vuestra abnegacion y la lealtad de vuestro criado.

Fray Manuel refirió cuanto había sucedido los días anteriores en el camino de Extremadura.

Andrea cruzó los brazos, elevó al cielo una mirada de gratitud y exclamó:

—¡Dios mío!

La voz se apagó en sus labios.

Un raudal de lágrimás brotó de sus ojos.

Cayó de rodillas, inclinó la cabeza sobre el pecho y quedó inmóvil.

El carmelita extendio las manos sobre la infeliz joven, y levantando al cielo sus negros y expresivos ojos, húmedos por dos lágrimás de ternura, oró fervorosamente.

El sol, oculto hasta entonces por espesas nubes, se dejó ver, y sus rayos penetraron en la estancia, reflejando en la espaciosa frente del carmelita y en los dorados cabellos de la joven.

¡Cuadro sublime!

¿Qué pintor hubiera podido trasladarlo al lienzo con toda su conmovedora expresión?

Aquel llanto pareció aliviar a la infeliz.

Cuando hubo rezado y recibido la bendición del sacerdote, se sintió más tranquila, y envio al sol, en pago de su inesperado destello, una tierna mirada y una dulce sonrisa.

volvió a reanudarse la conversación; Andrea quiso conocer el plan del fraile, y éste le dijo que aquella tarde él mismo seguiría a Antonio, entraría en la solitaria casa y sacaría de allí a don Juan, seguro de que el misterioso amante no se atrevería a hacer uso de la fuerza para estorbarlo.

En aquel momento se presentó Juan en la puerta del gabinete.

El fiel sirviente, que no podía disimular lo que sentía, estaba agitado y revelaba en su rostro la intranquilidad de su espíritu.

—¿Qué sucede?—le preguntó Andrea.

—perdónadme, señorita,—respondio el criado con timidez,—no sé si he hecho bien; pero... en fin, si os disgusta... como si no lo hubiera hecho, nada se ha perdido.

—Explícate, Juan...

—He encontrado a mi amigo, es decir, al que tuve por amigo antes que se atreviera...

—Antonio,—murmuró Andrea.

Fray Manuel palideció, presintiendo una nueva desgracia.

—Acaba,—dijo la joven a su criado:—no olvides ni una palabra de ese hombre...

—Es precisamente lo que él desea,—repuso Juan;—y para que no las olvidase me hizo escribirlas en una taberna. «Ya ves, me dijo, que solo se trata de hacerle comprender a tu señora su verdadera situación...»

—¡Ah!—exclamó Andrea.—Dame ese papel...

—Os explicaré cómo ha sucedido...

—Lo que importa es lo que diga ese hombre... ¡Dios mío!

Andrea, temblando, tomó un papel que le daba su sirviente, y leyó en voz alta:

«Señora, hoy se decidirá nuestra suerte, y si puedo sobrevivir a un fallo adverso del destino, os juro que respetaré vuestra dicha; pero si por primera vez quiere favorecerme la fortuna, perded toda esperanza de que vuestro hijo lleve el nombre de su verdadero padre, porque no habrá en lo humano remedio para vuestra desgracia. Hoy, con la ayuda del virtuoso sacerdote a quien yo amo y respeto tanto como vos, que le debeis mucho, podeis aguardar un fin venturoso; pero mañana será tarde: vuestro protector no podrá hacer más que llorar y orar por vos en su celda. Si la suerte me favorece y me rechazais también, moriré desesperado mientras que el dolor acaba con vos. Señora, nací plebeyo y soy el último hombre de la sociedad, ni aún como hombre soy tratado; pero ¿qué noble os daría la prueba de lealtad que os doy con este aviso, que puede ser un arma terrible en manos de vuestro protector? Si no queréis aguardar a mañana, esta noche podré decir a vuestro criado lo que ha decidido la suerte: si a las nueve no me encuentra Juan en el sitio donde otras veces nos hemos reunido, podeis consideraros feliz; pero no me maldigais en medio de vuestra dicha; na me maldigais, que no soy un criminal, sino un desgraciado, una víctima de la sociedad: llorad por mi si sois generosa, o al menos, rezad como cristiana.

El papel se escapó de las temblorosas manos de Andrea, cuya mirada se fijó alternativamente en su criado y en fray Manuel.

Este, a pesar de la costumbre que tenía de disimular y dominarse, no pudo ocultar su inquietud: se había contraído su frente, y había aumentado la palidez de sus mejillas.

El carmelita había comprendido lo que significaban las palabras de Antonio.

Andrea, aturdida, encontraba en la carta de su misterioso amante un enigma más.

—¿Qué te dijo?—preguntó afánosamente a su criado.

—Que él no escribía para que no se reconociese su letra, y además me dio mil razónes para convencerme de que no os enfadaríais conmigo por hacerlo yo.

—¿Y luego?

—Nada, absolutamente nada más sucedio que una cosa que todavía me parece mentira.

—¿Qué?...

—Cuando acabé de escribir miré a Antonio y lo vi llorando, ni más ni menos que una mujer... Luego, maldiciendo como un condenado, se fue sin decirme una palabra.

Fray Manuel se puso de pie.

—¿Ahora os vais?—le preguntó la joven con sorpresa.

—Sí, el tiempo es precioso y no debo perderlo... Volveré a la noche....

—Pero...

—Nada puedo deciros. ¿Cómo adivinar lo que va a suceder?. Ese hombre dice la verdad, no lo dudo...

—¿creéis que hoy?...

—Se decidirá vuestra suerte.

—¡Oh!...

—Tened confianza en Dios...

—¡Padre mío, protegedme!

—Están explicadas las visitas que ese hombre ha hecho estos días a don Juan...

—Tiemblo.

—Tranquilizaos; yo asístiré a la última entrevista que van a tener, y Dios me ayudará, me inspirará. Esperadme a la noche; pero si tardo o no vengo, no os entregueis al dolor de imaginarios temores, porque tal vez mi tardanza sea para vuestro bien.

Andrea no pudo contestar.

El llanto volvió a correr por sus mejillas, y bañó, al besarla, la mano que le tendio fray Manuel.

Este, inquieto, agitado y triste, salió de la casa y se dirigió a su convento.

capítulo XXXVII.
Donde se verá de qué manera don Juan y Antonio decidieron de la suerte de Andrea.

Aquella tarde, a la hora en que Antonio acostumbraba a ir a la casa solitaria, el carmelita se encaminó a las afueras de Atocha, donde lo esperaba el fiel Martín con una corpulenta mula de paso.

Apenas amo y criado se vieron, éste dijo a aquel:

—Señor, daos prisa.

—¿Ha venido?—preguntó afánosamente el carmelita.

—Hace un cuarto de hora.

—¡Oh!...

—Lo esperaba el hombre con el caballo de siempre, y desde aquí lo vi emprender la marcha.

—¿Y observastes?...

—Todo, señor, según me habíais ordenado. Llevaba espada, contra su costumbre, y lo que debe estarle permitido.

—Bien.

—Miró a todos lados, y como no pudo verme, ni había por aquí personas que lo observasen, se desembozó, sacó otra espada que llevaba oculta bajo la capa además de la que ceñía, y se la dio al hombre para montar más desembarazadamente, tomándola y ocultándola después que se acomodó en la silla.

—¿Y luego?

—Habló al desconocido, aunque poco, lo cual no ha hecho ningún día, y el otro le respondio moviendo la cabeza y gesticulando como si dijese que sí y que descuidase.

—¿Nada más?

—Se alejó al trote largo y lo perdí de vista pronto.

—No me equivoqué,—murmuró el carmelita,—se prepara una escena horrible, una escena de sangre... No me sorprende: donjuán se burla de todas las preocupaciónes sociales del tiempo de sus abuelos, desprecia los pergaminos de su familia, y profesa las ideas que han de trasformarlo todo el siglo venidero.

Fray Manuel cabalgó, y disponiéndose a partir, dijo a su criado.

—adiós, Martín, no olvides mis advertencias.

—Descuidad.

—Espérame toda la noche.

—¿Y si no habéis vuelto por la mañana?

—Irás a buscarme.

—¿Al encierro de don Juan?

—Sí.

—¿Y si no os encontrase allí?

—Donde creas que puedes encontrarme, desde la superficie a las entrañas de la tierra.

’—Bien,—respondio simplemente Martín.

Pero en él significaba que estaba dispuesto a recorrer las cinco parles del mundo hasta encontrar a su señor, sin que pudiera estorbárselo más que la muerte.

Fray Manuel se alejó rápidamente: hacía un cuarto de hora que Antonio caminaba y era preciso alcanzarlo.

Hubiera preferido el fraile entonces un caballo, pues aunque su mula era excelente y hacía una jornada en mucho menos tiempo que el corcel más corredor, no adelantaba tanto en el primer arranque, que era lo, que entonces necesitaba.

El cuadrúpedo, sin embargo, correspondio a los deseos del jinete, y éste picándole y aquél corriendo, resultó que en poco más de medía hora el carmelita descubrió a lo lejos un caminante, que debía ser Antonio.

Verlo y obligar más a su cabalgadura, fue todo uno para fray Manuel; pero el que iba delante, por casualidad, o porque hubiese observado que le seguían, picó también la espuela.

Ambos corrieron igualmente y quedaron a la misma distancia.

Desde aquel momento la marcha del que parecía ser Antonio, fue desigual; pero en pocos instantes adelantaba lo que había dejado de andar en muchos minutos, y el carmelita no lograba alcanzarlo, porque sin cabalgadura no servia para una carrera veloz, aunque fuese corta, si bien su paso igual y su resistencia eran bastante para no perder terreo.

Una hora más de incertidumbre penosa pasó fray Manuel.

El jinete que le antecedía, y que no había atrás, volvió a la derecha y salió del camino.

No había duda, era Antonio.

—¡Ah!—exclamó el fraile.

Y espoleó sin compasíón a su fogosa mula.

Empero el verdugo, haciendo lo mismo con su caballo, partió como una centella y a los pocos instantes se perdio de vista.

La angustia de fray Manuel puede comprenderse.

Llegaría tarde para evitar una horrible, desgracia: tal vez no podría prestar más que los auxilios de su sagrado ministerio al hijo de la duquesa.

Adelantaba con rapidez la mula: pero no se descubría bulto alguno.

Entretanto Antonio corria corno si el viento le hubiese prestado sus alas.

Su caballo, cubierto de espuma, parecía animado por un vértigo. Nada le detenia en su veloz carrera: trepaba las colinas, salvaba los cercados, y lo mismo corria por los sembrados que sobre la arena y las piedras: habíase salido de la vereda siguiendo la línea recta para acortar la distancia.

Antonio, con el rostro contraído, la mirada sombría, indiferente al peligro que le amenazaba, se dejó llevar, y pocos minutos después se encontró a la puerta de la casíta.

Ya era tiempo: el caballo no hubiera podido resistir más.

La puerta se abrió, apareciendo maese Lucas, que tomó las bridas mientras el verdugo descabalgaba y sin hablar entraba en la miserable vivienda.

El interior de ésta era tan feo como su exterior. La primera habitación que se encontraba no recibia más luz que!a que entraba por la puerta, y estaba completamente desamueblada.

A la izquierda se veía otra puertecilla con llave y cerrojo, que Antonio descorrió; pero se detuvo antes de abrir, quedó pensativo, su rostro enrojeció por un instante, vagó en sus labios una amarga sonrisa, y murmuró:

—Ya nadie, nadie fuera de Dios podría ponerse entre mi brazo y mi rival...'Los hombres llegarían tarde.

Luego abrió y entró en una habitación espaciosa donde se veía una cama modesta, pero limpia, una mesa y algunas sillas. La luz penetraba allí por una ventana grande que daba al corral.

El hijo de la duquesa se paseaba de un extremo a otro del aposento y se detuvo al oír el ruido de la puerta. Los días que llevaba de encierro habían menguado, aunque poco, sus carnes y cubierto de palidez su rostro, donde se veían las señales inequívocas del insomnio, así como su mirada sombría revelaba el estado de su espíritu.

Al ver a su rival sin el antifaz con que siempre acostumbraba a presentársele, el ilustre mancebo hizo un gesto de sorpresa, retrocediendo involuntariamente un paso, porque ya liemos dicho que el hermoso rostro de Antonio hacía experimentar al primer golpe de vista un sentimiento inexplicable de repulsión.

—Don Juan,—dijo el verdugo, sonriendo porque había adivinado el pensamiento de su rival,—muy pronto sabreis quien soy y comprendereis el disgusto que os causa mi semblante... Vais a conocer el último secreto, el más importante, y que tal vez os haga arrepentiros de hacer aceptado el duelo que debe acabar con la vida de uno de nosotros y con nuestra rivalidad.

—¡Arrepentirme!—replicó el mancebo, clavando en Antonio una dura mirada.—Si la noche que os apoderasteis de mí me hubieseis dicho lo que os movia a proceder tan villanamente, uno de nosotros habría dejado de existir; pero me ocultasteis el motivo, vuestro nombre y hasta vuestro rostro, y yo no podía aceptar un duelo, cuya causa me era desconocida, ni exponerme a morir ni a malar, sin saber de quien recibia la muerte o á quien la daba. ¿Qué me importa vuestra clase ni condición? ¿No sois un hombre? ¿No amais a la misma mujer a quien yo amo más desde que comprendí cuanto valía su alma grande y noble, y aprecié la intensidad de los dolores que la he hecho sufrir? Pues somos iguales.

—¡Iguales!—murmuró Antonio con acento de sarcasmo y volviendo a sonreír.

Y brillaron sus ojos como si el alma, convertida en fuego, hubiera intentado escaparse de sus pupilas.

—Acabemos,—repuso don Juan arrebatadamente.—Vuestro nombre, una espada y...

—Don Juan,—interrumpió Antonio con una calma horrible,—yo soy la mancha de la sociedad, el testimonio vivo de una impiedad repugnante, del más horrendo atentado de los hombres contra la naturaleza... ¡soy el verdugo!

—¡El verdugo!—exclamó el mancebo horrorizado.

Y a pesar de su despreocupación y su valor, retrocedio espantado, quedó luego inmóvil y no acertó a pronunciar más palabras.

—Pero soy un hombre como vos,—repuso Antonio con la misma calma glacial,—amo a la misma mujer a quien amais, y como ella no puede ser más que de uno, sobra otro...

—¡Oh!...

—Reflexionad y acabará vuestro espanto: no vivimos más que de aprensiones. Yo, que soy verdugo, que estoy acostumbrado a matar a sangre fría, que he visto espirar entre mis manos centenares de hombres que ningún daño me habían hecho y que hasta podían ser mis amigos, como algunos lo eran, no he tenido valor para asesinaros, he sentido rebelarse mi conciencia a la sola idea de verter alevosamente la sangro del rival a quien odio. Ya lo veis, soy el verdugo y tengo corazón y conciencia.

Don Juan se pasó las manos por la frente bañada en frío sudor, dio un paso, volvió a contemplar a Antonio con extrañeza y luego dijo:

—Teneis corazón... y conciencia...

—Os lo he probado.

—Y decís que sois...

—El verdugo.

—¡Ah!...

—¿estáis arrepentido?

—No,—respondio el mancebo que había recobrado su energía.

—Tomad,—repuso Antonio.

Y sacando la espada que llevaba oculta la entregó a don Juan, añadiendo:

—Vamos.

El ilustre mancebo, sin pensar más que en morir o verse libre, en matar á su rival o hacer feliz a Andrea, tomó su capa y su sombrero, echó una última mirada a la habitación como si quisiese despedirse de los muebles que le habían rodeado en su soledad, y en tanto que de sus negras pupilas se escapaban dos centellas, dijo:

—Vamos, sí.

Y siguió al ejecutor de la justicia.

Don Juan era valiente, y su valor se había aumentado con la costumbre de sacar la espada en frecuentes lances y verse siempre favorecido de la fortuna; además, manejaba admirablemente el estoque, lo cual le dada gran confianza, y estaba dotado de fuerzas no comunes: así que, ni asomo de miedo le turbaba en aquellos instantes, ni daba importancia a lo que otro hubiera considerado como un suceso gravísimo.

Ya no volvieron a dirigirse la palabra aquellos dos hombres.

había llegado, pues, el momento terrible: iba a correr la sangre y a decidirse la suerte de la infeliz Andrea, sin que fray Manuel pudiera evitarlo, porque no llegaba, y antes de cinco minutos don Juan y Antonio se habrían alejado de aquel lugar.

Salieron de la casa y encontraron a Lucas con dos caballos en vez de uno.

—Ya sabes lo que has de hacer,—dijo el verdugo al antiguo posadero.

—No lo olvido,—respondio éste mientras tenía el estribo para que montase el hijo de la duquesa.

Y luego cerró la puerta, guardó la llave y se alejó a buen paso.

Antonio cabalgó también, y esparció la mirada en todas direcciónes por si alguien los observaba; pero a nadie vio.

¡Pobre Andrea!

Un minuto más y todo se había perdido.

La última esperanza de la infeliz iba tal vez a perderse con el último suspiro de don Juan.

Como el día anterior habían convenido en todos los detalles del duelo, no tuvieron que detenerse los rivales.

Arabos picaron a la vez la espuela y partieron velozmente en dirección opuesta a la en que pudieran haber encontrado al carmelita.

Aun era tiempo...

Fray Manuel no llegaba...

Tres minutos después se perdieron de vista don Juan y Antonio.

Pasados otros tres minutos se descubrió a lo lejos un jinete, y a los pocos momentos pudo verse que era un fraile que se dirigia corriendo a la solitaria casíta...

¡Ya era tarde!

CAPÍTULO XXXVIII.
El duelo.

Don Juan y Antonio no se alejaron mucho: diez minutos después de haber dejado la casa se detuvieron cerca de un olivar, apeáronse de los caballos, y dejándolos, se internaron algunos pasos hasta encontrarse en un sitio donde el terreno era firme y bastante igual.

Allí, sin más testigos que Dios, debía quedar uno de aquellos hombres.

Allí debía disiparse la última esperanza de Andrea, o de allí debía salir el remedio de sus males.

Aun suponiendo que fray Manuel! al encontrar desierta la casíta, pensase recorrer los alrededores y tuviese la inspiracion de dirigirse hacia el olivar, no podía llegar a tiempo de evitar el duelo, porque los combatientes necesitaban pocos minutos para terminar su sangriento convenio. Por consiguiente, dejaremos por ahora al fraile, y nos ocuparemos solamente de los que iban a disputarse la vida.

Como si midiesen sus fuerzas, contempláronse algunos momentos los dos rivales, y arrojaron al suelo las capas.

Ni una palabra pronunciaron; pero se contrajeron más de lo que estaban sus rostros, y relumbraron sus pupilas como luciérnagas.

Colocáronse a la conveniente distancia, afirmaron los pies en tierra como si quisiesen clavarlos, decididos a morir antes que retroceder, y desenvainaron los aceros, cruzándolos en seguida.

Nadie hubiera conocido al verdugo en Antonio: su apostura nada tenía que envidíar a la del ilustre mancebo, y al primer golpe de vista se comprendía que no era extraño al arte de manejar la espada.

Así lo comprendio don Juan sólo al ver la posicion de su enemigo.

El silencio profundo que allí reinaba fue interrumpido por el chis chas de los aceros.

Los rostros, antes pálidos, se tornaron rojos.

Antonio acabó de probar su rara maestría, su valor y su serenidad.

Y como no era menos hábil ni sereno y valiente el hijo de la duquesa, fueron inútiles los certeros golpes que se asestaron, y que fueron parados con rapidez.

Esta igualdad de medios de ataque y de defensa debía prolongar la lucha y la hacía más dudosa.

Cuando cada cual conoció o creyó conocer el juego de su contrario, dirigiéronse más a menudo las estocadas y se hizo más peligroso el combate.

Ni uno ni otro apelaron a ningúno de los medios vedados entre hombres de honor y adversarios leales.

Antonio parecía el más cumplido caballero.

Si don Juan hubiese podido pensar entonces en algo más que en defenderse y herir, habría dudado que su rival fuese el verdugo.

Buen rato pasó.

Ni uno ni otro habían perdido la linea, ni avanzado, ni retrocedido.

Los golpes sé multiplicaban.

La fatiga levantaba los pechos.

La ira, más reconcentrada cada vez, se escapaba en centellas por los ojos.

Para el carácter vivo e impaciente de don Juan, era aquello demásiado.

No había perdido fuerzas ni menguó su valor; pero comenzó a impacientarse.

Perder la paciencia era ya mucho perder con un adversario como Antonio.

Este comprendio la ventaja que sé le ofrecía, y dejando de atacar, no hizo más que defenderse, poniendo en esto todo su cuidado, de manera que era casí imposible Herirle.

—¡Oh!—exclamó al fin don Juan Con voz reconcentrada.—Acabemos.

Y dejándose llevar de su arrebato, quiso avanzar.

Pero el verdugo no se movio, y su brazo, que parecía de hierro, contuvo á su rival, asestándole una estocada, que si no le hirió, le hizo retroceder a su primitivo puesto.

Estas dilaciones podían ser quizás la salvación del ilustre mancebo, porque daban tiempo al carmelita para llegar allí y evitar que corriese la sangre.

Sin embargo, a nadie se distinguia en cuanto alcanzaba a descubrir la mirada; ni el más leve rumor se percibia; sólo el ruido estridente de los aceros resonaba en aquellos solitarios lugares.

Fray Manuel podía no estar lejos; pero más cerca se encontraba del corazón del noble mancebo la punta de la espada de su enemigo.

Antonio rompió al fin el silencio.

—Don Juan,—dijo,—quiero ser leal hasta el último instante, y os advierto que ahora es cuando me decido a concluir; por consiguiente, estad prevenido, porque lo que me habéis visto hacer es nada en comparacion de lo que puedo.

[]

Contempló a su moribundo rival, y pareció espantado de su obra.

—Esa arrogancia...

—No, no es arrogancia, es una advertencia con que quiero acallar los últimos escrúpulos de mi conciencia, porque me he convencido de que con la espada sois muy inferior a mi.

—Basta... Acabemos.

—Muy pronto...

—¡Oh!...

—Preparaos, don Juan; si conseguís parar mi golpe" decisivo, podreis matarme fácilmente, porque me habré quedado sin defensa...

El rostro de Antonio se contrajo hasta desfigurarse, y un fuego extraño pareció encender sus pupilas.

—Don Juan,—añadio con voz sorda,—os odio porque sois de los privilegiados por las leyes arbitrarias de los hombres, y porque soy el enemigo de la sociedad, que me ha obligado a ser verdugo para despreciarme y maldecirme luego; os odio porque Andrea os ama...

—Yo os desprecio,—interrumpió don Juan.

—!Me despreciais cuando valgo más que vos!... ¡Oh!.. ¡Defendeos!

Y al pronunciar esta palabra relumbró el acero del verdugo, girando rápidamente en opuestas direcciónes y yendo a clavarse en el pecho de don Juan.

Este exhaló un grito, abrió los brazos, vaciló algunos instantes y cayó pesadamente al suelo, mientras su rostro palidecía y se desfiguraba, y se apagaba el brillo de sus ojos, un momento antes tan animados.

Antonio quedó inmóvil.

Cambió repentinamente la expresión amedrentadora de su semblante, contempló a su moribundo rival y pareció espantado de su obra.

Luego envainó la espada, se pasó las manos por la frente, que sentía abrasada, elevó al cielo una mirada ardiente, cuyo significado hubiera sido muy difícil comprender, y se inclinó sobre don Juan, tomándole una mano y poniéndole otra sobre el pecho.

—¡Oh!—murmuró con voz apagada.—Aun late su corazón; pero se extiende por su cuerpo el frío de la muerte: va a espirar.... Mi odio ha concluido; pero estoy solo y nada puedo hacer... ¡Ah!... No lo abandonaré mientras no se acerque gente que pueda socorrerlo. Soy cristiano y tengo corazón... ¡Tengo corazón a despecho de los hombres que me lo niegan, más corazón que los que me desprecian y me llaman miserable y vil!...

Interrumpióse Antonio, levantó la cabeza y miró afánosamente al interior del olivar.

Habíale parecido oír ruido de pasos y de voces.

Sus ojos brillaron como dos carbunclos.

No se había equivocado: aunque trabajosamente, por entre los arboles, y á unos cincuenta pasos se distinguia el bulto de dos o tres hombres, que parecían dirigirse al lugar del combate.

El ejecutor de la justicia no vaciló.

Separóse de don Juan, recogió su capa y gritó con cuanta fuerza pudo:

—¡Ha de los que pasan!

—¿Quién llama?—se oyó decir.

—Socorro para un moribundo,—volvió a gritar Antonio,—venid.

Los que se acercaban, que eran dos, aceleraron el paso, y seguro Antonio de que su rival sería en breve socorrido, salió del olivar, montó ligeramente en su caballo y partió como una centella.

Poco después dos hombres, que por su ropa parecían ser labriegos, se encontraban junto al herido.

Puede figurarse el lector cuál fue la sorpresa y temor de los campesinos: el peligro de verse envueltos en una' causa criminal, los tuvo perplejos por algunos instantes; pero venciendo al fin los humanitarios sentimientos, acudieron al moribundo, no sin haber buscado antes con la mirada, y observado con estrañeza que había desaparecido el que les había demandado socorro.

—¡Ah!—exclamó uno de ellos.—Es un caballero, y si no está muerto le falta poco... ¿Qué hacemos, José?

—Mira,—dijo el otro,—tiene atravesado el pecho y está espirando; por consiguiente, de nada nos servirá comprometernos, y será lo más prudente que lo dejemos...

—Es una crueldad.

—¿Y la justicia. Pedro? El herido no habla y no podrá declarar, y nosotros iremos a la cárcel y nos daremos por muy satisfechos con que no nos suceda más que estar encerrados seis meses.

—José, somos cristianos; yo no abandono a este hombre. Dios ha querido que nuestro amo determine no volverse hoy a Madrid: debemos avisarle y el curará a este infeliz. ¡Dejarle morir como un perro, teniendo un médico a cien pasos!... Yo no haré semejante cosa... ¡Oh!... Corre, José, corre y dile lo que pasa...

—Es verdad, somos cristianos...

El llamado José atravesó corriendo el olivar y llegó a una casíta que no tenía más que el piso bajo, y a cuya puerta se encontraba un hombre que frisaba en los cincuenta años, de rostro enjuto y de grave expresión, dándole un aspecto más severo su vestido, que era todo de paño negro sin ningún adorno.

—Señor,—le dijo el labriego, que en su cara revelaba el miedo de que estaba poseido,—venid corriendo...

—¿Qué sucede?—preguntó sorprendido el caballero.

—A la otra parte del olivar hemos encontrado a un caballero atravesado de una estocada y que está espirando...

—¡Un hombre herido!

—Y otro que nos llamó, pidiéndonos socorro, pero que huyó sin esperarnos... también hay un caballo... ¡Ah!...

—¿Y le habéis preguntado?...

—No sé si Pedro lo habrá hecho mientras yo he venido, ni si el infeliz podrá hablar...

—Vamos, José... Trae una escalera y unas mantas y... Mis instrumentos...

El caballero entró precipitadamente en la casa, abrió un pequeño armario, tomó una bolsa de cuero y se dirigió al sitio indicado por su sirviente, mientras éste sacaba las mantas y una escalera de mano, con que podía improvisarse una camilla.

Cuando llegó donde estaba el ilustre mancebo, dejó el grave Hipócrates escapar una exclamcion de sorpresa, restregándose lo ojos como si dudase de lo que veía, y dijo:

—Don Juan...

Y sin perder un instante, procedio a reconocer la herida, mientras preguntaba con trémula voz a Pedro:

—¿Ha hablado?

—SI, señor..

—¿Qué ha dicho?

—Que lo han herido en un desafío, y que el honor le prohíbe descubrir a su contrario.

—¡Oh! después de tantos días de haber desaparecido misteriosamente... ¿Qué más ha dicho?

—Pidio un sacerdote...

—Con razón... ¡Es mortal la herida!...

—también pidio un médico y le respondí que precisamente se encontraba cerca de uno que lo era mi señor y dueño de esta finca don Luís Vallejo...

—¡No podré salvarlo!—exclamó con desesperación don Luis.—¿Y. al oír mi nombre?

—Dijo que érais su amigo, el médico de su familia; que le avisáseis a su madre, y que se guardase el secreto. Nada más pudo decir: quedó como muerto y yo temblando.

El médico no hizo más preguntas: ocupóse solamente de la delicada operación que practicaba, y sólo después de algunos minutos ordenó a sus criados que fuesen a buscar trapos y venilas, en tanto que él hacía girones su pañuelo de hilo y el de don Juan, que seguia sin dar señales de vida.

Terminada la operación, fue colocado el mancebo en la improvisada camilla, y llevado por Pedro y José a la casa, donde se le puso en la cama que don Luis tenía para cuando pasaba allí algúna coche.

Todos los criados recibieron de su señor las más minuciosas. instrucciones, y éste, un cuarto de hora después, se dirigia a Madrid para dar parte de lo sucedido a la duquesa, porque aquella delicada mision no podía confiarla a nadie.

¿Qué había sido de fray Manuel?

La desgracia lo había perseguido aquel día que él había tenido por venturoso.

Cuando llegó a la casíta llamó una y otra vez sin que nadie le respondiera, y sin pensar en el peligro que podía correr, hizo escala de su mula y salló la tapia del corral.

Recorrió la casa y a nadie encentró; pero se convenció de que allí había estado don Juan, porque en medio de la misería que revelaba aquella morada vio una cama limpia y cómoda, y encontró sobre una silla un finísimo pañuelo de hilo.

—¡He llegado tarde!—exclamó.

Y volviendo a salir empezó a recorrer al acaso en todas direcciónes.

Sólo a dos o tres campesinos encontró: les hizo mil preguntas; pero ningúno pudo satisfacerle, dejándolo todos, después de besarle la mano y pedirle la bendición, más angustiado y desesperado que antes.

Pasó cerca del olivar; pero ya estaba don Juan en la casa de don Luis y éste camino de la coronada villa.

La noche se acercaba, y después de ir y venir tantas veces y en tan opuestos sentidos, el carmelita acabó por no saber donde se encontraba.

Los rivales habían tenido sobrado tiempo para batirse y era ya inútil buscarlos.

Si don Juan había sucumbido, Antonio se habría vuelto a Madrid para ir a la taberna aquella noche, según lo prometido a Andrea.

Si la suerte había favorecido al hijo de la duquesa, éste se habría encaminado a su casa.

En Madrid, pues, era donde el fraile podría adelantar algo, siquiera saber lo que había sucedido.

Con la ansiedad consiguiente a la situación, fray Manuel tomó nuevamente el camino de la corte, sin poder adelantar cuanto deseaba, porque a su deseo no correspondía su fatigada cabalgadura.

CAPÍTULO XXXIX.
De cómo la duquesa favoreció los planes de Antonio

Ni aún en las situaciónes más graves procedía la vieja duquesa de Miraguas con franqueza y sencillez: la costumbre de intrigar y fingir era en ella asaz añeja para que pudiese prescindir en ningún caso de explotar los sucesos en favor de sus planes.

Eran las siete de la noche.

La duquesa acababa de volver de palacio y se preparaba a cambiar de traje, cuando se oyó el ruido del trote de un caballo que pareció detenerse a la puerta de la casa, y pocos momentos después entró en el aposento una doncella, diciendo:

—Señora, el médico don Luis acaba de llegar y quiere hablar con vuecencia para un asunto muy urgente.

—¡Mi médico!—murmuró sorprendida la dama.—No acierto...

—Ha venido a caballo, lleno de polvo...

—Que entre,—dijo la duquesa.

Y añadio cuando hubo salido la sirviente.

—¿Qué puede querer? A esta hora, a caballo y como si viniese de fuera de Madrid... Veremos.

En aquellos momentos no pensaba en su hijo don Juan.

El médico, que a pesar del frío que hacía tenía el rostro cubierto de sudor, presentóse algo turbado, porque aún no sabía cómo dar cuenta de la desgracia, para que el dolor de la madre fuese menos intenso.

—Sentaos, don Luis,—dijo la duquesa,—y explicaos, porque me ha puesto en cuidado el anuncio de vuestra inesperada visita.

Dejóse el Galeno caer en un sillon; limpióse el rostro para tomarse tiempo de pensar cómo había de comenzar a explicarse y luego dijo:

—Señora, ante todo deseo saber si habéis tenido algúna noticia de vuestro hijo don Juan.

—¡De mi hijo!—exclamó la dama, fijando en don Luis una mirada penetrante.—¿Venís a hablarme de mi hijo?

—Precisamente.

—Nada sé de él, y he perdido la esperanza de que nada se averigüe, porque me he convencido de que la gente de justicia es tan torpe como Pérezosa. Dinero, mucho dinero es lo que llevo gastado, y pienso cortar este asunto, y que se ponga en libertad a un infeliz inocente, cuya honrada familia viene díariamente a suplicarme conmoviéndome con sus lágrimás. Pero vos, sin duda, habéis adquirido algúna noticia...

—Puedo deciros donde se encuentra don Juan, y...

—¡Ah!... No sabeis, don Luis, el servicio que me habéis prestado...

—Señora»—repuso el médico,—vuestro hijo está en mi casa.

—¡En vuestra casa!—repitió la duquesa más sorprendida que antes.—¡Mi hijo en Madrid y no ha venido a su casa, sino que ha ido a la vuestra!... Esto es incomprensible... Explicaos...

—Lo comprendereis, señora, cuando sepaís que a unas cuatro leguas de Madrid tengo una finca....

—¡Ah!—exclamó.!a duquesa.—¿Y allí está mi hijo?

—Allí lo encontró... cu el olivar... y allí, en la casa, lo he dejado...

—Lo comprendo,—replicó la dama:—eran infundadas las sospechas de que se hubiesen apoderado de mi hijo y lo tuviesen encerrado: era verdad lo que me decía en su carta, y no se atreve a presentárseme después de semejante locura... Tantas ha hecho, que me tiene ya acostumbrada a ellas: así debiera comprenderlo y desechar su temor...

—estáis equivocada, señora: ignoro si don Juan ha hecho algúna locura, o si lo han tenido encerrado; pero si sé que el no haber venido ahora ha sido porque... no puede...

—¿Quién se lo estorba?

—Nadie; pero no está en disposicion de moverse...

—¿Se encuentra enfermo?

—Sí, señora.

—¡Ah!... ¿Porqué no me lo habéis dicho desde luego?... Acabad de explicaros... ¿Qué tiene mi hijo?

—No os alarmeis hasta que mañana...

—Doctor,—replicó vivamente la duquesa,—explicaos de una vez...

—Pues bien, señora, don Juan está herido.

—¡Herido!—exclamó la dama, brincando en su asíento y escapándosele de la mano el abanico con que ocultaba el rostro a la luz y a los resplandores de la chimenea.—¡Herido mi hijo!...

—En un duelo.

—¿Con quién? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Es grave la lesión?... ¡Ah!... Todo, decídmelo todo, don Luis.

—Don Juan, como buen caballero, no ha querido revelar el nombre de su adversario; el lance ha tenido lugar donde yo mismo lo encontré, en mi olivar, y... nada más sé, porque ha hablado poco, y no he querido hacerle hablar más... Os nombró, encargó que se os avisase...

—¿Pero su herida?...

—La tiene en el pecho...

—Ah!...

—Sin embargo, no le ha interesado los pulmones ni la region del corazón...

—¿Pero ofrece peligro?

—Es grave, señora...

—¡Dios mío!...

—Aunque no puede pronosticarse con seguridad hasta ver los síntomás que presenta.

—Quiero ver a mi hijo... Al instante...

—¡Verlo!... ¿Y cómo?

—¡Cómo!—repitió la duquesa, a cuya primera impresion habían respondido solamente los sentimientos maternales.—Lo veré, yendo adonde está...

—Es imposible a estas horas...

—¿Por qué?...

—De noche, y por un camino que en parte sólo puede atravesarse a caballo... Aun de día es para vos muy difícil...

—Con mi coche irá una silla de manos, y en ella iré la parte de mal camino.

—Hay otros peligros...

—Llevaré buena escolta, y luces...

—Señora...

—Veré esta misma noche a mi hijo,—replicó enérgicamente la dama.

El médico inclinó la cabeza.

—Entonces,—dijo,—esperaré para acompañaros, y mientras preparais vuestro viaje, iré a buscar algunos medicamentos que necesito. Además, convendria que viniesen otros médicos, porque la herida es grave, y si sucediese una desgracia, mi responsabilidad...

—Esperad.

Los sentimientos de madre habían empezado a dar participacion en el triste suceso a las miras de conveniencia, y la intriga iba a representar su papel.

La duquesa meditó.

—Ya lo veis,—dijo después de algunos segúndos,—en lo que sucede a mi hijo de algún tiempo a esta parte, hay algo de misterioso: yo me lo explico, porque conozco antecedentes que vos ignorais.

—Efectivamente, la desaparición extraña de don Juan y su aparición después de tantos días cerca de Madrid y cuando acaba de tener un duelo...

—Doctor, importa guardar el secreto de lo que ha sucedido.

—Así lo ha encargado don Juan.

—razón tiene.

—Por mi parle...

—Cuento con vuestra discreción.

—Descuidad, señora.

—Necesito además, que me presteis otros servicios, que serán recompensados largamente.

—Señora...

—Dentro de una hora es preciso que esteis con un coche y una silla de manos en el Prado.

—Quedareis complacida,—dijo don Luis después de algunos instantes de reflexión.

—también habrá necesidad dedos hombres de confianza...

—Comprendo.

—Y nadie, absolutamente nadie, ha de saber que he salido de Madrid: sobre este punto el mismo secreto que sobre la herida de mi hijo.

—Vuestros criados...

—Ignorarán mi viaje: creerán que paso la noche en palacio.

—Perfectamente,—repuso don Luis, poniéndose de pie.

—Aguardad... me ocurre una idea...

—Decid.

—Los dos hombres que han de conducir la silla de manos, podrán ser muy fieles; pero al fin villanos y pobres, y no hay seguridad de que dejen de vender el secreto si se lo pagasen bien.

—Si hay quien tenga interés hasta el punto de pagar...

—!Oh!... Con oro a manos llenas.

—¿Cómo se evita ese inconveniente?

—Con mucha facilidad.

—Sepamos,—dijo el doctor, más admirado cada vez de que en medio de situación tan grave, angustiada por un dolor que hubiera trastornado a la mujer de más espíritu, la duquesa combinara planes tan hábilmente y sin olvidar ningún detalle ni circunstancia.

—Supongo,—repuso la anciana,—que el cochero que llevaremos no será un ladrón ni un asesino.

—No os responderé de su discreción, porque no la tengo probada; pero sí de su honradez.

—Pues bien, adelantaos a caballo, ved cómo sigue mi hijo, y en seguida, acompañado de dos labriegos, volvereis al sitio donde yo debo bajar del coche, y me esperareis si no he llegado.

—Entendido, señora.

—¿Os parece bien?

—Admiro vuestro ingenio, señora.

—No perdereis, pues, un instante, doctor.

—Ahora mismo...

—Ya lo sabeis, el coche en el Prado, frente a la Carrera de San Gerónimo y a disposicion de la persona que diga al cochero: «en busca del doctor.»

—Esas palabras servirán de contraseña.

—Don Luis, el ciclo os guie.

—Señora...

—Sed discreto y salvad a mi hijo, y no tendrá límites mi recompensa.

El médico hizo una profunda reverencia y salió.

La duquesa llamó.

—Que vuelvan a enganchar mi carruaje,—dijo a una doncella,—y dadme otro abrigo más fuerte que el que he traído. Me quedaré esta noche en palacio.

Diez minutos después se alejaba la duquesa de su casa, y recostada en el fondo de su coche, decía:

—Es preciso que fray Manuel ignore que ha parecido mi hijo, porque de otra manera alimentaria las esperanzas de esa huérfana a quien protege. Si mi hijo sana, como creo, desde la casa donde está le haré emprender un viaje para Alemania, y allí permanecerá con su hermano hasta que éste regrese. Habrá pasado un año, y si aún persiste en la descabellada idea de casarse con esa muchacha, veremos cómo se consigue que ella salga de Madrid antes que él vuelva. Ahora diré a la reina lo que pasa, le haré comprender que el fraile es la causa de todo, y ella me ayudará a triunfar y a vengarme. Patiño hará mucho también, porque aborrece al carmelita y ama a la reina.

El coche siguió la carrera de San Gerónimo, y se perdio entre las tinieblas del Prado.

Antonio tenía un aliado desconocido o ignorado. No hubiera hecho él mismo en su provecho más de lo que hacía la duquesa.

capítulo XL.
De cómo la noche terminó para el carmelita tan poco afortunadamente como había empezado.

Cuando fray Manuel llegó a Madrid se dirigió a su convento, más que para buscar el descanso de su cuerpo, para tranquilizar su espíritu y coordinar sus ideas. Puede asegurarse que desde el día en que lo vimos, junto al cuerpo inanimado de la única mujer a quien amó, no se había sentido tan trastornado ni desesperado.

Las desgracias de Andrea le habían inspirado el más vivo interés. había perdido familia, amigos, todas sus afecciones habían desaparecido, estaba verdaderamente avido de amar su tierno corazón, y cuando encontró á la desdichada huérfana tan digna de ser amada y víctima de la más horrible crueldad, puso en ella todo el cariño de un padre.

Hé ahí por qué el terrible golpe que amenazaba a la infeliz joven trastornó hasta tal punto al carmelita, y el fundado temor de que don Juan hubiese muerto a manos de Antonio le hizo sentir el dolor de la desesperación.

Y no era sólo aquella desgracia la que Andrea debía sufrir; como una consecuencia casí inevitable le aguardaba el horrible porvenir de ser la esposa del verdugo, echando sobre su inocente hijo una mancha más negra para el mundo que la falta de nombre.

Contra esto no había más que la casualidad: si un incidente cualquiera hacía que Andrea supiese que su misterioso amante era el verdugo, podría librarse del mal; pero fray Manuel, sin faltar a uno de los deberes más sagrados del sacerdote, no podía revelar el secreto que bajo el de la confesion se le había confiado.

después de meditar, se convenció el carmelita de que el primer paso que debía darse era buscar a Antonio, y si se le encontraba, lo cual sería muy mala señal, tener explicación es que despejasen la situación. Pero al verdugo no podía encontrársele más que en la taberna, adonde había prometido ir aquella noche, y a fray Manuel le era imposible presentarse en semejante lugar; decidio encomendar el asunto, en cuanto a la primera parte, al fiel Martín, a quien al llegar al convento le había referido cuanto sucedía.

Con tal propósito, el carmelita llamó al donado, y cuando éste entró en la celda, le dijo aquel:

—Buen Martín, necesitamos salir de la horrible incertidumbre en que estamos.

—Fácil es, señor: yendo a la taberna...

—Es lo que debe hacerse.

—Pues esta es la hora; y como supongo que vos no podeis buscar a ese demonio en el sitio donde estará, iré si así os parece bien.

—Si, Martín.

—Dadme instrucciones.

—Si no estuviese en la taberna, aguárdalo hasta las diez, que si a esa hora no hubiese ido, casí por seguro puede tenerse que el triunfo ha sido de don Juan.

—Y si lo encuentro?

—Díle que lo espero esta misma noche, que venga contigo, que es indispensable que hablemos.

—¿Y si se niega?

—Insiste, ruega, amenaza... En fin, tú harás cuanto sea menester, cuanto convenga... ¿Qué más bode decirte? Te sobra entendimiento y buen deseo.

—Bien, señor, voy a dejar estas faldas, y si tardo en volver no os impacientéis, porque será que se ha resistido, y contra su resistencia pienso emplear toda mi tenacidad y toda mi calma.

—En ese terreno saldrás siempre vencedor.

—Temo, señor, que ese hombre tenga una cabeza tan dura como la mía.

—Martín, Dios te ilumine.

—Y no permita que esta noche me quede sin mi segúnda cena y sin dormir.

Ya sabemos que el donado tenía dentro y fuera del convento ropa de seglar: evitaremos, pues, innecesarios detalles, y nos trasladaremos con él a la taberna en que antes se reunían Antonio y Juan.

Eran las nueve.

En el mismo sitio en que otras veces lo hemos visto beber, se encontraba el verdugo, más sombrío y más pensativo que nunca, sin ocuparse del jarro que tenía delante lleno de vino, y que había pedido para tener el derecho de permanecer allí.

Martín se caló el sombrero hasta las cejas, subió el embozo de su capa, y fue a sentarse frente a frente de Antonio ni más ni menos que si éste lo esperase o fuesen antiguos amigos.

El ejecutor de la justicia miró al importuno que tan sin miramiento interrumpía su meditación, y ya iba a interpelarle bruscamente, cuando el donado, sin bajar el embozo y con su calma habitual, dijo:

—Buenas noches.

—¿Qué queréis?—preguntó asperamente Antonio.

—Hablaros,—respondio Martín, descubriéndose el rostro. Mirólo el verdugo con sorpresa, hizo un gesto de desagrado y palidecieron su mejillas.

—¿Recordáis,—añadio el donado,—haberme visto algúna vez?

—SI,—dijo Antonio después de breves instantes de reflexión,—os he visto otras veces.

—Teneis buena memoria...

—Y soy buen adivino, puesto que os esperaba esta noche, y no me he equivocado.

—Yo no esperaba veros...

—Y me encontrais aquí, lo cual sentireis ¿no es verdad?

—Me es indiferente.

—¿No os interesaba saber si yo estaba vivo?

—No.

—¿Entonces?...

—He venido para cumplir una orden, cuyo fin desconozco.

—Antes os haré una advertencia.

—¿Cuál?

—Vais a perder el tiempo.

—Por esta vez os habéis equivocado: os buscaba y os encuentro, y por consiguiente, he conseguido hasta ahora cuanto deseaba.

—¿Quién os envía?

—¿No lo sospecháis?

—Sí fray Manuel.

—Exactamente.

—Pues bien,—replicó Antonio, que no parecía dispuesto a prolongar la conversación,—decid a vuestro amo que recuerde lo que hablamos en nuestra última entrevista: nos separamos para trabajar cada cual en favor de sus planes, y para nada tenemos que comunicarnos. ¿Quiere saber lo que ha sucedido esta tarde? Que lo averigüe, pero que no espere de mí ningúna explicación. ¡Oh!—exclamó el sombrío enamorado con repentina exaltación.—Basta ya, basta: he dado hartas pruebas de lealtad, y para probar lo que es mi corazón y mi conciencia no necesito dar a mis adversarios más armás con que herirme.

Martín se encogió de hombros.

—No comprendo,—dijo con tranquilidad,—una sola palabra de todo eso. Fray Manuel no me ha mandado averiguar nada, solamente me ha encargado que os busque, indicándome que aquí os encontraría, y que os diga que quiere hablaros, y os ruega vayais esta noche al convento.

—Imposible.

—¡Imposible!... ¿Por qué?

—Porque no quiero.

—Esa respuesta...

—No es nada cortés; pero es categórica, concluyente. Además, a nada conduce nuestra entrevista: lo que únicamente interesa a fray Manuel es saber si su protegida debe abrigar algúna esperanza, y eso podeis vos decírselo.

—Repito que mi encargo...

—No importa, decid a vuestro amo que don Juan no se casará con doña Andrea, porque es imposible, asegurádselo así.

A pesar de su calma, no pudo Martín contener una exclamación de espanto.

—¿Es decir,—preguntó con ansiedad,—que el hijo de la duquesa?...

—No me pregunteis por él.

—¿Pero ha muerto?

—Lo ignoro.

—¿Pero no os habéis batido?

—¿Que os importa?

—¡Vive el cielo!...

—Dejadme ya.—replicó asperamente Antonio.

—¡Dejaros!... No, no os dejaré; he de cumplir mi encargo...

—¿queréis llevarme al convento?

—Quiero que vayais.

—Pues no iré.

—¿Es decir, que?...

—¡Basta, voto al infierno!—interrumpió Antonio.

Y clavó una terrible mirada en el donado.

—Poco a poco,—dijo éste;—os advierto que no me asustan las voces, ni tampoco hay para qué darlas. Os hablo tranquilamente, os ruego...

—Yo os respondo que no iré al convento, insistís y gritó por si así os convenzo de que nada, absolutamente nada, me hará cambiar de resolución.

Comprendio Martín que Antonio no cederia; pero era demásiado tenaz para darse por vencido, y decidio recurrir a su calma y paciencia sin igual, seguro de que en semejante terreno, como le había dicho fray Manuel, sería vencedor.

—Bien,—dijo,—estáis en vuestro derecho: yo también usaré del mío.

Y se acomodó en su asíento como dispuesto a no moverse.

—Aquí,—añadio,—me darán de cenar y no perderé más que el sueño.

El verdugo conoció la intención del donado, meditó algunos instantes, llamó luego al tabernero, pagóle el vino y se puso de pie.

—Soy muy duro de cabeza,—murmuró Martín levantándose también.

Ni uno ni otro volvieron a pronunciar una palabra.

Salieron de la taberna, delante Antonio y Martín detrás.

El primero tomó a la izquierda en busca de la calle Mayor.

Siguióle el segúndo como la sombra al cuerpo.

Y paso entre paso, como quien no tiene prisa, dejaron atrás una y otra oscura calle.

—¿No se cansará de que lo siga?—dijo para sí el donado.

—¿No se cansará de seguirme?—pensó el verdugo.

—Es cuestion de paciencia, y la mía no tiene igual.

—Cuestion es esta de tenacidad, y no tiene igual la mía.

Ya que otra cosa no consiguiese, abrigaba el donado la esperanza de averiguar quién era el misterioso personaje, suponiendo que este se dirigiría a su casa; pero no sucedio así: Antonio vagó sin dirección fija por espacio de una hora, encontrándose al fin en la cuesta de Santo Domingo.

Allí se detuvo como si dudase por qué lado seguir; pero sin cuidarse de su perseguidor, como si este no se encontrase a pocos pasos de distancia.

también se paró Martín. Su paciencia no se había agotado; su calma no se había alterado; pero empezaba a atormentarle la idea de quedarse sin cenar ni dormir.

Pasó un cuarto de hora.

En aquel sitio era doblemente sensible el aire norte que venia de las nevadas cumbres de Guadarrama.

Poco tiempo más habría bastado para que nuestros personajes quedaran convertidos en estátuas, o muriesen al día siguiente de una pulmonía.

Con gran contento de Martín, Antonio volvió a emprender la marcha hacia la calle Ancha de San Bernardo.

¿Adónde había de ir a parar un enamorado que no tenía que hacer más que vagar de un lado para otro?

La calle de la Justa fue el término del paseo.

Antonio se situó frente a la casa de Andrea, sentándose en el escalon de una puerta.

Por entre las rendijas de uno de los balcones se escapaban algunos débiles destellos de luz.

La joven velaba: aguardaba a fray Manuel con el ansia mortal consiguiente a su situación.

—Bien,—dijo el donado para sí:—esto significa que piensa pasar ahí la noche, y como está enamorado, no le atormentaran ni el hambre ni el sueño. ¿Tendré que volver al convento sin haber adelantado nada?

La idea de que otro pudiera ganarte en tenacidad, paciencia y calma, era lo único que podía exaltar a Martín, porque en ser testarudo era en lo único que se interesaba su amar propio; así que, cuando trascurrieron algunos minutos y Antonio permanecia inmóvil, como si formáse parte de la pared donde estaba recostado, el cachazudo criado, perdiendo por primera vez en su vida la calma, decidio apelar e un recurso extremo, que justificó con el razónamiento siguiente.

—Este hombre no se moverá de aquí, y nadie puede obligarle a que vaya al convento. El principal objeto de fray Manuel era averiguar lo que esta tarde ha sucedido, y esto puede deducirse del hecho de estar sano y salvo este demonio, que no ha de decir más de lo que ha dicho. ¿Qué adelanto con esperar? Nada. ¿Qué podemos hacer en favor de doña Andrea? Quitarle este estorbo y vengar a don Juan. Soy soldado viejo; sé manejar la espada; este hombre es valiente y no dejará de responder a una provocacion... Estoy decidido a matarlo o que me mate, y en esto me saldré con la mía... ¡Oh!... Si me volviese al convento, teniendo que confesar que otro era más duro de cabeza que yo, me mataría el coraje.

Martín se acercó al verdugo y le dijo:

—Escuchadme cuatro palabras.

—Ya os escucho,—respondio tranquilamente Antonio.

—habéis matado a don Juan, porque os estorbaba para casaros con doña Andrea, y ahora os lo estorbo yo...

—No podéis.

—Sí podré, teniendo esta espada,—replicó el donado.

Y desenvainó el acero.

—Levantaos,—añadio,—y en guardía si no sois un cobarde... ¿Por qué no he de aspirar yo también a la mano de doña Andrea? Los mismos títulos tengo que vos... Sobra, pues, en el mundo uno de nosotros.

—¿Me provocais a un duelo?

—Sí.

—Bien,—repuso Antonio con la misma tranquilidad que antes,—nos batiremos mañana.

—Ahora.

—Es imposible.

—¿Os falta el valor?

—Me falta una espada.

—!Oh¡—exclamó Martín con despecho.

—Por lo demás, os agradezco la proposición, y os agradecería mucho más que me mataseis: la vida es para mí un tormento, y si me veis defenderla es impulsado por mi pasíón, porque me es imposible renunciar a la mujer á quien adoro. ¿queréis saber por qué no he puesto fin a mis días antes de abrigar este amor, cuando ningúna esperanza risueña, ningúna ilusion me sonreían? Porque he tenido valor para luchar con mi desgracia, para devorar en silencio mis dolores; porque el suicidio es la locura o el valor de la cobardía, y yo no soy loco ni cobarde.

El donado tenía también que renunciar a batirse, y esta segúnda contrariedad acabó de desesperarle.

—¡Vive Dios!—exclamó con voz reconcentrada.—¡Todo se conjura esta noche contra mí!...

—¿Deseais de todas veras batiros?

—¿Lo dudais?

—Hay un medio,—repuso Antonio, poniéndose de pie.

—¿Cuál?—preguntó el donado, que no parecía el mismo de siempre.

—Llamad a casa de vuestra protegida, que a vos os abrirán, pedid una espada...

—¡Una espada doña Andrea!...

—No faltará de su padre...

—Es verdad; pero será lo mismo que decirle que va a verterse sangre, y además, me veré en el compromiso de responder a preguntas que ni siquiera debo escuchar antes de recibir ordenes de fray Manuel...

—Entonces dejadlo para otro día: siempre me encontraréis dispuesto a dar ó recibir una estocada.

—¿Volveis a sentaros?—preguntó Martín, viendo que Antonio se dejaba caer otra vez en el escalón.

—Aquí pasaré la noche; por consiguiente, si algo teneis que hacer, podeis iros descuidadamente; que si volvieseis antes del amanecer, en este sitio me encontraríais.

No dudó Martín que aquel hombre singular cumpliría su propósito, y por consiguiente, retardar la vuelta al convento no daria más resultado que prolongar la ansiedad del carmelita, impidiéndole al mismo tiempo que aquella misma noche tomáse algúna resolución que creyere conveniente.

El donado envainó, pues, la espada, embozóse y se alejó sin pronunciar una palabra.

El esfuerzo que había tenido que hacer para ceder por primera vez en su vida, fue verdaderamente heróico y produjo en su espíritu un trastorno que nunca había sentido.

Latían con violencia las sienes del buen donado, ardíasele la frente y su respiración era agitada y desigual.

—¿Qué sucede?—le preguntó alarmado fray Manuel.—Estás pálido, sofocado...

—Estoy desesperado, señor.

—¡Tú desesperado!—exclamó el fraile como si no diese crédito a lo que oia.

—Yo, si, con toda mi cachaza, con toda mi paciencia, con toda mi sangre fría... Oh!... Ahora no está fría, parece fuego que me abrasa las venas...

—Pero...

—¡He encontrado un hombre más duro de cabeza que yo!...

—Basta, Martín: comprendo tu trastorno; te ha sucedido la mayor desgracia que podía sucederte; tu tenacidad ha tenido que ceder a otra mayor... Pero aquí de tu paciencia: aguarda y cobrarás ciento por uno... Tranquilízate y explícate.

El donado refirió en pocas palabras lo sucedido.

—Don Juan ha muerto,—murmuró con voz ahogada el carmelita.

Y elevó al cielo una mirada dolorosa, y dejó luego caer sobre el pecho la cabeza, quedando inmóvil.

Martín tuvo que sentarse: tal había sido su trastorno, que le había producido fiebre.

después de muchas y muy tristes reflexiones, el carmelita decidio ir a ver a la duquesa, y salió del convento sin permitir que le acompañase su fiel criado, en lo cual obró acertadamente, porque de otra manera el donado se hubiese hecho tan sospechoso como su señor para los que a éste expiaban.

Como se comprenderá fue tiempo perdido: los criados de la duquesa dijeron al fraile que su excelencia pasaria la noche en palacio.

Los instantes eran preciosos y la situación demásiado grave.

El carmelita, sin pensar en la hora que era ni en el peligro que corría, se dirigió en medio de las tinieblas al Buen Retiro.

Empero en la morada real dijeron a fray Manuel que efectivamente, la duquesa había entrado a cosa de las ocho y medía o las nueve sin volver á salir; pero que ya debía dormir lo mismo que sus majestades, y que no era posible darle ningún recado.

Nada le quedaba que hacer.

Pensó en Antonio; pero como lo conocía, estaba seguro de que no lograria arrancarle más explicación es que las que había dado a Martín.

Andrea debía esperar con afán el más angustioso; pero ¿no era preferible el afán y la duda al más horrible de los desengaños?

Por esta razón el carmelita decidio no visitar aquella noche a Andrea.

Así acabó la noche para fray Manuel.

Al día siguiente muy temprano apenas despertó Patiño, mandó que entrase en su dormitorio un hombre que esperaba rato hacía en la antesala.

—¿Qué hay?—preguntó el ministro al recien llegado.

—Señor, anoche después de las once salió el fraile del convento, fue a casa de la señora duquesa de Miraguas y habló al portero, yéndose luego á palacio, donde no se detuvo y volviendo luego al convento.

—¿Nada más?

—Nada, señor.

Patiño despidio al hombre con un movimiento de cabeza y volvió a quedar solo.

—Cuestion de don Juan,—dijo:—no me importa por hoy.

Pocos momentos después entró un criado y le entregó un papel cerrado como una carta.

Abrióle y leyó lo siguiente:

Desde que volvió a las ocho estuvo en su celda hasta las once, que salió por la puertecilla de la calle del Barquillo, y estuvo fuera cerca de una hora. Sigue dejándosele en completa libertad.».

Sigue el asunto de don Juan,—dijo Patiño.

Y pidio una luz y quemó el papel.

CAPÍTULO XLI.
Cómo se encontraba Andrea.

Eran las diez de la mañana.

Negras y espesas nubes ocultaban el sol, amenazando descargar en la coronada villa torrentes de agua y llenar de espanto a los tímidos con el fuego de las centellas y el crujido de los truenos.

Fray Manuel, pálido y triste, con los brazos cruzados y la cabeza inclinada sobre el pecho se dirigió a casa de la duquesa con pasos desiguales, según lo impulsaba su afán o lo detenian sus temores.

Además había puesto el carmelita en juego cuantos medios son imaginables, seguro de lograr descubrir la verdad de lo sucedido, si bien después de algunos días, pues don Juan, herido o muerto, deberia haber sido recogido por alguien, la justicia habría tomado cartas en el asunto, y el secreto no podría guardarse.

—Su excelencia,—dijo el portero al carmelita,—no ha vuelto de palacio; pero no debe tardar, porque hace una hora que mandó a pedir el coche.

—Subiré y la esperaré,—respondio el fraile.

—Como gustéis, padre; ya sabeis que para vos están a todas horas abiertas las puertas de esta casa... ¡Ah!... Creo que... Si, es su excelencia,—añadio el cancerbero, mirando un coche que se acercaba.

Fray Manuel se estremeció, y en tanto que dudaba entre esperar o subir, llegó el coche y bajó la duquesa, en cuyo rostro pálido y sombrío se veían claras señales de insomnio y llanto.

El religioso la observó atentamente y se acercó a saludarla, en tanto que ella, al verlo, hizo una señal a sus criados para que se apartasen.

Los sirvientes obedecieron, y la dama, sin dar tiempo a que fray Manuel le hablase, le dijo:

—Gracias, padre; ya sé que me buscasteis anoche como buen amigo que acode en los momentos de desgracia...

—Señora...:

—también sé que ayer por la tarde corristeis en socorro de mi hijo, y no es menor mi gratitud porque no llegaseis a tiempo.

Tan sorprendido quedó el carmelita, que no acertó a responder en algunos instantes.

—Señora duquesa,—dijo al fin,—tengo motivos para sospechar una desgracia; pero ignoro la verdad y he venido...

—Comprendo,—interrumpió la anciana con amarga ironía,—á la vez que venís á consolarme, queréis saber hasta qué punto debe tener esperanza vuestra protegida de la calle de la Justa... Pues bien, decidle que renuncie para siempre ¿lo entendeis? ¡para siempre!...

—¡Ah!...

—Sabíais donde se encontraba mi hijo, y para arrancarme una concesion que ofendía mi dignidad, me habéis ocultado tan importante secreto, dando así lugar a lo que ha sucedido...

—Señora,—exclamó con enérgico acento el carmelita.

Y clavó una dura mirada en la duquesa.

Pero esta llamó a su lacayo, en uno de cuyos hombros se apoyó, y dirigiéndose a la escalera, dijo:

—Vuelvo a daros las gracias, padre; pero no vengais a verme, porque a nadie recibiré en muchos días.

El carmelita, tan confuso como dolorido, salió a la calle, y a no haberse cubierto bien con su capucha, hubiera podido verse su rostro desfigurado y pálido como el de un cadáver.

—Me espian,—dijo después de algunos segúndos,—me espían a todas horas... ¡Y no lo había sospechado!...

A pesar de todo su talento y astucia, la anciana había cometido una gran torpeza; porque hacer comprender al fraile que se le espiaba, era lo mismo que enseñarle el lazo que se le tendía para que huyese de él. Empero la orgullosa dama, cegada por el deseo de ver siquiera una vez confundido y turbado a su enemigo, no pensó que el golpe que descargaba la herida de rechazo con más fuerza que a fray Manuel.

Este, aunque pensaba ir a ver a Andrea, tomó opuesto camino, y cuando estuvo en una calle solitaria, detúvose como si variase de intento, y volvióse, descubriendo a quince o veinte pasos de distancia un hombre vestido de negro.

—Pronto,—dijo,—sabré si es mi espía.

Y tomó por el mismo camino que había llevado, cruzándose con el desconocido, que seguia adelantándose muy poco a poco.

Fray Manuel siguió sin volver la cabeza, dejó atrás calles y calles, y cuando estuvo en la de San Bernardo, y al doblar la esquina de la en que Andrea vivia, miró disimulamente a su derecha, y vio al mismo hombre que en su seguimiento iba.

Estaba averiguado.

—Bien,—dijo el carmelita,—rae falta saber si también me espían dentro del convento, y si Martín se ha hecho sospechoso y es objeto de la misma observación.

Y entróse en casa de Andrea.

Con ver la palidez mate de las mejillas de la huérfana, el semicírculo amoratado que rodeaba la parte inferior de sus grandes ojos, y el brillo extraño de sus pupilas y sus labios secos y descoloridos, comprendíase que la vigilia, el llanto y la fiebre habían luchado con aquella naturaleza privilegiada que tan prodigiosamente había resistido los más rudos golpes.

Al ver al carmelita no pudo la joven contener un grito y fijó en su protector una mirada de temor y afán.

Ambos se contemplaron por espacio de algunos segúndos sin pronunciar una palabra.

Luego Andrea se oprimió el pecho como si quisiese contener las violentas palpitaciones de su corazón, elevó al cielo una mirada que lo mismo podía ser una súplica que una acusación, y con voz reconcentrada, con toda la fuerza que le daba su mismo dolor y la fiebre que la abrasaba, exclamó:

—¡Estoy perdida!... ¡Ya no hay esperanza!...

—¡Ah!—murmuró fray Manuel, trastornado aún por las palabras de la duquesa.—¿Qué decís? ¿Por qué habéis perdido la esperanza?

—No, padre mío, no podreis ocultarme la verdad para consolarme, porque en vuestro rostro he leido la sentencia horrible de mi eterna desgracia.

—Os equivocáis: en mi rostro se pintará mi dolor, porque aún no he podido traeros la dicha que os deseo; pero esto no significa...

—¿Y don Juan?—preguntó vivamente la joven.—¿Lo habéis visto?

—No.

—¿Sabeis lo que ha sido de él?

—Sospecho, empiezo a ver un rayo de luz que me servirá de guia; pero...

—Ayer ha debido decidirse...

—Eso había decidido un hombre: pero ¿habrá podido llevar a cabo su determinación? Sobre nuestros propósitos está la mano del Omnipotente.

—Padre mío...

—Calmaos y escuchadme...

—Es en vano,—interrumpió la joven, que en vez de abatida parecía cada momento más exaltada,—no lograreis convencerme. después que ayer os fuisteis, comprendí el horrible significado de las palabras de ese hombre misterioso que me persigue; mi suerte debía decidirse con la espada. Don Juan es valiente y habrá aceptado hasta con alegría un duelo... Uno de ambos rivales habrá dejado de existir... ¡Ah!... Fácil es averiguar lo sucedido, y anoche pude saberlo; pero os esperé, quise cumplir vuestro encargo y renuncié a que mi criado encontrase la prueba de mi desgracia o de mi dicha. Además, tuve miedo, un miedo que me era imposible dominar... Aquí,—añadio la huérfana, cuyos ojos habían adquirido en pocos instantes extraordinario brillo_,_—en medio de mi soledad y del silencio de las tinieblas, me sentí poseída de un terror inexplicable, y las ideas más tristes, los más negros presentimientos se apoderaron de mi imaginación. ¡Cuánto sufrí! ¡Con cuánta lentitud pasaban las horas! Ya era cerca de la medía noche y no me había movido de este sitio. Se abrasaba mi cabeza como si encerrase un volcan; mi corazón palpitaba como si intentase romper el pecho, y... No puedo explicar lo que sentía... Al fin me pareció oír rumor de pasos en la calle, y pensando que fueseis vos, me levanté anhelante y corrí a la puerta; pero el ruido cesó; los que habían entrado en la calle se detuvieron delante de esta casa, y desde entonces cada minuto me pareció un siglo. No me atreví a moverme; se había aumentado mi terror... Luego se oyó la voz de un hombre que hablaba, después la de otro que le contestaba, y me estremecí, y me acerqué al balcon para escuchar...

Interrumpióse la joven como para tomar aliento.

Palpitaba su corazón con desigual violencia.

Su respiración era más agitada y trabajosa.

Sus pupilas, más dilatadas, iluminábanse por intervalos.

Empezaba a ser vaga su mirada.

Fray Manuel contempló a la infeliz joven con espanto y lástima; pero no supo qué decirle; continuó silencioso como si no se atreviese a hablar.

Dejar entrever a Andrea un rayo de esperanza, era un consuelo momentáneo, que había de costarle después un desengaño más cruel que ningúno de los que había sufrido. Tampoco podía el fraile confirmar los temores de la huérfana, porque él dudaba; y aunque las indicaciones de Antonio y de la duquesa parecían significar que había sucumbido el ilustre mancebo, no eran, sin embargo, bastante claras para dar como cierta la desgracia.

Por otra parle, Andrea no era una mujer vulgar; había probado su grandeza de alma cuando perdio a su madre, y estaba probando en aquellos momentos que la naturaleza la había dotado de un espíritu elevado y fuerte. Su trastorno era el de la fiebre que la abrasaba: apenas había tomado alimento el día anterior, había pasado una noche de insomnio y de angustiosas y horribles dudas; y esto, tras muchos días de no interrumpidos sufrimientos, altera la organizacion más resistente. Otra mujer habría sucumbido. también contribuia mucho a su excitacion nerviosa el estado de la atmósfera húmeda y cargada de electricidad.

Los vidrios del balcon crujieron azotados por la lluvia, que empezaba a caer en abundancia.

Iba a estallar la tormenta para hacer más triste y sombrío aquel doloroso cuadro.

El vestido negro de luto de la joven contrastaba con el blanco hábito del carmelita, cuya noble figura se destacaba entre la opaca luz que se esparcía en el aposento.

Andrea exhaló un penoso suspiro, y después de algunos segúndos, prosiguió:

—No pude entender lo que aquellos hombres hablaban; pero creí reconocer la voz de uno de ellos, y me sentí desfallecer como si la sangre se helase en mis venas. Me acerqué más al balcon, seguí escuchando, y callaron repentinamente... ¡Ahí... quise salir de dudas, abriendo el balcon, pero volvieron a sonar los pasos y todo quedó en silencio. Tenia que esperar más y me faltaban las fuerzas; me senté; parecióme que las horas pasaban con más lentitud, mis ideas empezaron a ser confusas, a mi vista perdían su forma los objetos... No sé si dormí... pero soñé... vi horribles fantasmás, a mi madre que lloraba, a don Juan moribundo entre sangre... ¡Oh!... desperté espantada, era de día, busqué con la mirada el cielo y el sol, y sólo vi nubes...

—Basta,—interrumpió el carmelita,—os estáis matando.

—¿Qué me importa la vida?

—Sois madre.

—Es verdad, debo vivir para mi hijo, para verlo desgraciado, para verlo despreciado... ¡Aun debo sufrir más! Ya veis cómo el mundo me ha tratado; hasta el derecho de pedir reparacion para mi honra se me ha negado, porque no llevo un nombre ilustre; me han mirado con lástima humillante, me han llamado loca cuando he llegado a exigir el cumplimiento de promesas solemnes, y me han ofrecido una limosna para aliviar mis dolores, para pagarme mi honor... ¡Oh!... Mañana el mundo será más injusto aún para mi hijo inocente... Sí, padre, sí,—añadio la desdichada con el arrebato de su extravío,—viviré para odíar al mundo, viviré con el corazón seco, la fe perdida...

—¿Qué estáis diciendo, desgraciada?

—Es una mentira la justicia de los hombres...

—Esperad la de Dios...

—¿No ha venido la muerte a arrebatarme mi última esperanza con la vida de don Juan?

—¡Infeliz!...

—¡Ah!—exclamó Andrea con amargura, y dejando escapar una carcajada estridente que hizo estremecer al fraile.—Ayer dejé de creer en la justicia del mundo, y hoy empiezo a dudar...

Al pronunciar esta palabra, el azulado fuego de un relámpago iluminó por un instante la habitación.

Interrumpióse Andrea y se cubrió el rostro con las manos, crispadas y temblorosas.

En seguida, el horrísono tableteo del trueno arrancó a la joven un destemplado grito de pavor.

La infeliz cayó de rodillas y quedó inmóvil como si se hubiese petrificado.

—¡Desdichada!—exclamó fray Manuel con grave y solemne acento.—Dudad de la justicia del Omnipotente, su voz os responde... un solo atomo del fuego de su mirada os ciega y hace doblar la frente... Responded a esa voz, arrostrad esa mirada. Así, de rodillas, arrepentios, llorad... habéis blasfemado...

—¡Padre mío!—murmuró Andrea con voz débil.—¡perdónadme, en nombre de Dios misericordioso!... Sufro mucho, el dolor me había trastornado... ¡Estaba loca!...

El religioso extendio las manos sobre la cabeza de Andrea y elevó al cielo una mirada de tierna y dolorosa súplica, mientras que de sus negros y expresivos ojos se escapaban dos lágrimás que rodaron por sus pálidas mejillas.

Reinó un profundo silencio interrumpido solamente por el monótono ruido de la lluvia y por el de la agitada y desigual respiración de la joven.

Pocos momentos después la infeliz se encontraba en un estado de completa enervación.

Quiso hablar, pero no pudo articular una sílaba, y fijó en fray Manuel una mirada del más profundo dolor.

Luego extendio los brazos como buscando un apoyo para poder sostenerse, porque se sentía desfallecer, dejó caer la cabeza, cerró los ojos y algunos mechones de sus dorados cabellos se esparcieron por su rostro lívido y desfigurado.

El carmelita exhaló un grito de terror y acudio a sostener a la pobre huérfana que había perdido el conocimiento.

CAPÍTULO XLII.
De cómo Isabel de Farnesio empezó a desahogar su enojo contra el rey de Portugal.

La fortuna empezaba a volver la espalda a fray Manuel y sus amigos.

La duquesa, sin saberlo, había favorecido los planes de Antonio, y éste, también sin intención, ayudó a la duquesa y a la reina, que esperaban ansiosamente a que la casualidad les presentase una ocasíón en que hacer pagar la derrota que habían sufrido en el desdichado asunto del casamiento de don Juan.

A las cuatro de la tarde entraban por la puerta de Alcalá cuatro soldados y un alguacil, custodíando a un preso que, atados los brazos codo con codo, caminaba con paso firme y levantaba la cabeza con un aire de orgullo que no cuadraba bien al que parecía ser un criminal. Sus negros ojos lanzaban de vez en cuando al alguacil miradas de altivo desdén o de terrible amenaza, fijándolos luego en los transeuntes como si quisiese decirles que su conciencia estaba tranquila, y que se consideraba honrado, a pesar de encontrarse en aquella situación.

En la época a que nos referimos, entre lo que es hoy calle del Pósito y la parte del Prado que entonces se llamaba Paseo Viejo, atravesaba un ancho arroyo, que en tiempo de lluvias sólo podía cruzarse por un puentecillo que se ideó construir en vez de igualar el terreno y recoger las aguas en otro sitio.

Por allí solían vagar a todas horas muchos ociosos y transitar buen número de los que iban a beber el vino Pardillo, ya entonces famoso, y á comer cabritos y liebres a los ventorrillos extramuros de la población, y de los que aún algunos se conservan.

Como aquel día había llovido hasta las doce, y a las dos el sol había podido romper las nubes y enviar sus rayos a la villa tres veces coronada, los vagos, que habían tenido que permanecer en sus casas, aprovecharon la ocasíón, y un gran número se esparcieron por los sitios que díariamente frecuentaban. Por esto, a la hora en que estamos, eran muchos los que se encontraban paseando o en grupos junto al puente, contándose entre ellos algunos lacayos del embajador de Portugal, que ocupaba la misma casa que hoy se ve a la izquierda y la primera al entrar en la calle de Alcalá.

El preso, como era consiguiente, llamó la atención de los ociosos, que se agolparon al puentecillo, unos para mirar y otros para preguntar al alguacil, qué delito había cometido aquel hombre.

Como el paso era estrecho, los soldados hubieron de detenerse y decir a los curiosos que se apartasen.

—Dejadnos,—dijo uno de estos,—que lo veamos bien.

—¿Qué tiene de particular un asesino?—respondio mal humorado el alguacil.

—Mientes,—dijo el preso en voz bastante alta para que todos lo oyesen.

—Silencio y adelante...

—No callaré... ¿Por qué me llamais asesino? Vosotros, cobardes, que erais dos...

—Callad...

—Que hable,—gritaron algunos.

Y los curiosos invadieron el puentecillo, dispuestos a obligar al corchete a que permitiese al reo que usase en su defensa de la palabra.

—Que hable, sí,—repitieron,—ó el señor alguacil con toda su autoridad se verá remojado en el arroyo.

—Eran dos,—dijo el reo, señalando al corchete,—este miserable y otro, que quisieron atropellarme en mi misma casa, y porque me resistí, me acometieron con las espadas desnudas. Entonces me defendí, estaba en mi derecho, y cogí una silla y se la rompí en la cabeza al que más se me acercó, dejándolo allí tendido.

Este relato produjo un efecto sorprendente.

La multitud rugió: levantáronse algunos puños amenazantes y aún relumbró algún puñal.

Para aquellos hombres el preso era una víctima.

El alguacil, que conocía muy bien el odio que el pueblo profesaba a los de su clase, palideció como un difunto, tembló como un azogado, y aunque por costumbre o pura fórmula llevó la mano a la espada, miró atrás para convencerse de que en caso necesario tenía expedito el camino para la fuga.

—Sí,—dijo un hombre vestido de negro, dirigiéndose a los alborotadores,—dejadlo que lo lleven para que lo ahorquen.

Todas las miradas se fijaron en aquel personaje, que no era otro que el verdugo.

—Si,—añadio con sarcasmo,—sed esclavos siempre porque no mereceis otra cosa: las cadenas se han hecho para los cobardes que no se atreven a romperlas.

No pudo proseguir: sus palabras fueron interrumpidas con gritos desaforados y amenazas terribles, y aunque los soldados se dispusieron a defenderse, habrían sido arrollados, si uno de los lacayos del embajador no hubiese propuesto un medio seguro de salvar a la víctima.

—Dejadlos,—dijo,—dejadlos hasta que lleguen junto a la casa de mi amo, y entonces ayudaremos a ese valiente para que tome asílo donde ni alguaciles ni soldados pueden entrar.

Hubo diversos pareceres; pero al fin se decidio poner en práctica el plan del lacayo.

Creyeron los guardíanes del preso que los alborotadores no se atreverían á consumar su loco intento, que tomaron por hijo de un momentáneo arrebato, y continuaron su camino.

Pero un nuevo discurso de Antonio avivó el fuego que los animos encendía, y los vagos siguieron al preso.

Llegaron frente a la vivienda del embajador.

—¡A ellos!—gritaron los lacayos.

—;A ellos!—repitieron los otros.

Desenvainó el alguacil su espada.

Prepararon sus armás los soldados, amenazando hacer fuego; pero como eran cuatro no más, y los alborotadores pasaban de treinta, porque desde el arroyo se les habían reunido algunos, la lucha fue corta y decisiva.

Cada soldado se vio rodeado de cinco o seis hombres que lo sujetaban y desarmaban, y en pocos minutos se vio el preso libre y en el espacioso portal de la casa del embajador.

El alguacil había emprendido la fuga, pidiendo socorro en nombre del rey, y los soldados, sin armás, tuvieron que hacer lo mismo para salvar la vida.

Cuantos pasaban por allí se detenían, y fue grande el número de curiosos que en pocos segúndos se reunió.

—Cada cual por su lado,—dijo Antonio.

Y aprovechando la confusión, desaparecieron los alborotadores.

El embajador estaba en su casa, y apercibiéndose de la gritería, asomóse á un balcon cuando había terminado la refriega.

—¿Qué sucede?—preguntó, mirando sorprendido la compacta mása de curiosos.

Y cuando le informaron del caso, se anubló su frente y bajó al portal.

Comprendio el noble portugués las graves consecuencias de aquel suceso, y para dar una prueba de que era ajeno al escándalo, mandó quitar las libreas a los lacayos que habían cometido el abuso, y les hizo salir de su casa.

En cuanto al preso, estaba ya bajo la protección del pabellón portugués, y honrosamente no podía abandonarlo. Era preciso salvarle la vida, y como retenerlo en la embajada ofrecia gran peligro, determinó el embajador que se llevase al acusado a la iglesia de la Trinidad.

En aquella época nuestras leyes disponían que se respetase el asílo sagrado, y esta antigua costumbre, convertida en derecho, no ha desaparecido hasta nuestro siglo. Muchos criminales salvaron la vida refugiándose en una de las iglesias designadas al efecto.

Hecho esto, el embajador dio aviso al ministro de Estado y al cardenal presidente del Consejo de Castilla, recibiendo de estos una contestacion atenta, que nada significaba, pero que lo dejó tranquilo.

—Bien,—había respondido el ministro,—daré cuenta a su majestad.

Y el cardenal había dicho:

—Agradezco que el señor embajador haya tenido la atención de participarme el suceso. Su majestad determinará en cuanto a la cuestion de Estado, y los tribunales procederán conforme a derecho.

Se trataba de un alguacil y de un hombre oscuro, y no creyó el embajador que tuviera más consecuencias el suceso, porque ignoraba los motivos del disgusto que abrigaban la reina y Patiño, para aprovechar la primera ocasíón de romper con Portugal.

Hé aquí, pues, como Antonio había pagado a la duquesa.

El embajador era inocente; pero ¿qué importaba? Podía dársele a la cuestion un carácter gravísimo.

El rompimiento con Portugal costaria mucha sangre a los dos pueblos; pero quedaria satisfecho el amor propio de dos mujeres.

El monarca recibió la noticia con su acostumbrada indiferencia, despidio á su ministro de Estado diciéndole que resolvería, y quedó con su esposa.

—Ya lo veis, señor,—dijo Isabel de Farnesio, fijando en su esposo una penetrante mirada.

—Sí,—respondio con calma Felipe V,—ya lo veo: para ser buen rey es menester conocer al pueblo, y esto no se consigue sino cuando uno tiene ya un pie en la sepultura.

—Hablo,—repuso la reina, cuya frente se anubló,—del escandaloso suceso...

—Pues bien,—dijo el monarca con la misma fríaldad que antes,—á eso me refiero. Si se encuentra a los culpable», se les castigará severamente; pero es preciso confesar que la plebe tiene un instinto admirable. Ahora que nadie me oye os diré que ese hombre acusado de homicida, es ante mi conciencia un inocente. Protestó contra un abuso, y quisieron maltratarlo, y nada más natural que se defendiese. ¿Hizo algo más? No usó de ningún arma, echó mano de lo primero que encontró, de una silla, y si fue mortal el golpe que descargó, no fue su intención más que evitar el que le asestaban... ¡Oh'... Es pobre, pero valiente y pundonoroso. ¡Ya lo creo!—añadio el monarca, cuyos ojos se animaron por un segúndo.—Ha sido soldado, hizo la campaña en Italia cuando yo mandaba el ejército; es uno de aquellos bravos que sabían morir, pero no volver la espalda; de aquellos que al morir gritaban con ese noble orgullo de los españoles: «¡Viva España! ¡viva el rey!» Hay que confesar, mi querida esposa, que este pueblo no se parece a ningúno... No, no morirá ese hombre: lo han respetado las balas, y siendo honrado, no ha de acabar ignominiosamente en manos del verdugo, porque se ha defendido y ha roto la cabeza a un corchete.

—Soy de vuestra opinión,—dijo Isabel, esforzándose para disimular su disgusto,—pero como ese valiente ha tomad» iglesia, se ha salvado y no debe preocuparos su suerte. Lo que no es asunto concluido y debe fijar vuestra atención, es la conducta del embajador portugués.

—¿No ha dado cumplida satisfacción despidiendo a sus criados y haciendo las protestas más solemnes?

—Fórmulas, señor; palabras que nada valen en comparacion con los hechos.

—Doña Isabel...

—Señor, el embajador es responsable de cuanto hagan sus criados como súbditos portugueses, y él mismo ¿no ha amparado al criminal?

—No podía negarse sin mengua de la nación que representa.

—Eso mismo,—replicó la reina,—alegó en su favor Stanhope cuando Riperdá se refugió en su casa. ¿Qué se hizo? ¿Se reconoció como principio que las casas de los embajadores tuviesen el privilegio de un lugar sagrado? ¿Qué sería entonces de la justicia? Señor, es preciso ser consecuentes.

Felipe V, que había hablado más de lo que debía esperarse de él, se contentó con mirar a su esposa y encogerse de hombros.

—Nada aconsejaré a vuestra majestad,—añadio la impetuosa italiana;—pero es cuestion de honra hacer ahora lo que entonces se hizo, y prender a los criados del embajador, por si entre ellos hay alguno de los delincuentes.

—Un rompimiento...

—Nuestra dignidad, señor, la dignidad de la nación...

—Costará una guerra; estamos sosteniendo otra en Italia.

—Señor...

—Inglaterra ayudará a los portugueses...

—Antes que pueda hacerlo estarán los españoles en Lisboa.

El monarca miró sorprendido a su esposa.

—Mi querida Isabel,—dijo;—¿de quién es ese plan de campaña?

—¿Lo encontrais bueno?

—Buenísimo, habiendo sigilo y actividad para enviar una escuadra a nuestros vecinos, sin dar tiempo a los ingleses para que nos opongan otra más fuerte.

—Enviaremos un cuerpo de tropas a Badajoz, como si sólo intentásemos atacar la frontera, y mientras los portugueses hacen lo mismo, para lo cual tendrán que dejar a Lisboa cuasí desguarnecida...

—Comprendo.

—Así opina Patiño...

—¡Oh!... Patiño sería buen general.

—Es un ministro celoso...

—Bien,—replico el monarca, decidido a terminar la conversación,—consultad con él y proponedme lo que os parezca mejor.

Un rayo de alegría se escapó de los ojos de Isabel: había conseguido cuanto deseaba, y salió del aposento mientras el rey se recostaba indolentemente en su sillon.

Para vencer al monarca no había más que fatigarlo, obligándole a discutir: por no hablar, todo lo concedía, porque todo le era indiferente.

El lector, que conoce antecedentes, puede comprender que la resolución que llegó a tomarse, como aconsejada por la reina, no fue nada conciliadora.

A las ocho de la mañana del siguiente día, dos compañías de los soldados llamados blanquillos, entraron en la calle de Alcalá y se situaron delante de la casa del embajador con gran extrañeza de los transeuntes.

El edificio fue cercado por la mitad de la tropa, como si allí se ocultase algún criminal, y el resto siguió al jefe que entró de bien extraña manera en el espacioso portal.

Terminantes y duras debían ser las ordenes que llevaban, a juzgar por la manera con que dieron principio al atropello.

La primera víctima fue el portero, que se acercó al capitán, preguntándole qué buscaba, y por toda contestacion lo rodearon, sujetaron y maniataron como a un criminal.

El prisionero pidio explicación es, protestó, amenazó y acabó por gritar, y su sorpresa creció cuando acudieron otros criados y sufrieron la misma suerte.

—Que no quede un rincón ni uno de estos canallas,—fue lo único que dijo el capitán.

Y los soldados, como si entrasen a saco en plaza enemiga, esparciéronse en desordenado tropel por palios, galerías y habitaciones, insultando y maltratando a cuantos encontraban, abriendo armarios y cajones, echando á rodar muebles y aún rompiendo algunos de los más delicados.

En pocos minutos se encontró la casa en completo desorden; todo era confusion, por todas parles ruido de voces, puertas, muebles y pasos.

El embajador, que aún no hacía un cuarto de hora que estaba levantado, no acertó a comprender la causa de tan extraño alboroto, y queriendo averiguarlo por sí mismo, se dispuso a salir del aposento en que se encontraba; pero la puerta se abrió estrepitosamente y entró el capitán con la espada desnuda y seguido de algunos soldados.

—¿Qué significa esto?—preguntó el portugués sorprendido.

—Caballero.—respondio el oficial,—vengo a registrar vuestra casa y a prender a vuestros criados.

—¡A registrar mi casa y prender mis criados!...

—Si, señor.

—¡Ah!... Sin duda os equivocáis...

—No, caballero.

—¿No habéis visto sobre la puerta de esta casa?...

—Las armás de Portugal, y por eso he entrado.

El embajador palideció de ira.

—¡Oh!—murmuró con voz reconcentrada,—y así entrais arrollándolo todo...

—perdónadme, soy soldado y tengo que obedecer...

—Enseñadme la orden que justifique vuestro proceder indigno...

—La orden se me ha comunicado verbalmente.

—¿Por quién?

—Por el mismo señor ministro de la Guerra, y os ruego que no opongais resistencia algúna, porque estoy autorizado para hacer uso de la fuerza.

El noble portugués hizo un esfuerzo para contener su coraje, y para no dar pretexto a la más leve queja, se limitó a decir:

'—Protesto en nombre de mi soberano contra este inaudito atropello.

Y se cruzó de brazos quedando inmóvil.

Pero cuando vio que el capitán abría una puerta que estaba cerca de él, añadio:

—Deteneos: esa es la habitación de mi esposa que aún está en la cama.

—Se le respetará,—respondio el oficial.

Y siguió adelante con los soldados..

La espora del embajador, joven y hermosa, se encontraba en su lecho, y al ver a la atrevida soldadesca, dejó escapar un grito de terror y de vergüenza, procurando ocultarse cuanto pudo.

Lo que en aquellos momentos sufrió el portugués para dominarse, no es fácil comprenderlo.

Los soldados se esparcieron por el perfumado aposento.

Allí, como en las demás habitaciones, nada respetaron, y después que hubieron registrado cuantos muebles había, des ordenándolo todo, salieron para ir a reunirse con los demás, que habían recorrido toda la casa, y apoderádose de los criados, sin dejar más que el cocinero, dos lacayos y las doncellas.

[]

Allí coma en las demás habitaciones nada respetaron.

El embajador no acertó a tomar resolución algúna: aturdido, ciego por la ira, paseábase en su despacho, y así habría permanecido algunas horas, si no entrasen a decirle que acababa de llegar su compatriota y amigo fray Manuel de San José.

—¡Que entre!—exclamó el embajador, como si el carmelita hubiese de sacarle del apuro.

Capítulo XLIII.
Cómo terminó el suceso de la embajada.

Al día siguiente del en que tuvieron lugar los sucesos que hemos referido, el embajador portugués, que había quitado de la puerta de su casa las armás de su país, recibió la orden de salir de Madrid inmedíatamente, lo cual le puso en grande aprieto, porque le faltaba dinero para los crecidos gastos del viaje y dejar cubiertas todas sus obligación es. Esto lo sabía muy bien Patiño, y para poner al embajador en una situación difícil, casí ridícula, se dio la orden con tanta premura. En cualquiera otra ocasíón habría salido fácilmente del apuro el noble portugués, acudiendo a un amigo; pero entonces todos se negarían a servirle, temerosos de desagradar al rey, que en tal ayuda veria la que se presta al enemigo declarado de la nación.

Empero fray Manuel no vio más que el apuro de un amigo; no pensó más sino que el honor del embajador era el de su patria, y sin hacer de ello un secreto, acudio a un rico comerciante amigo suyo, pidiole mil pesos y se los entregó a su compatriota, pudiendo éste así cubrir todas sus atenciónes y salir de la corte con el decoro debido a su rango.

El monarca vio por primera vez con disgusto la conducta del carmelita, y así se lo indicó; pero éste, sin que le alterase aquella muestra de desagrado, dijo sencillamente:

—Señor, he cumplido un deber de amistad y pagado con este favor otros muchos que he recibido. Con negar al embajador el auxilio que pedía, no se favorecía la causa de España, todo lo más podría satisfacerse un deseo nada cristiano de herir al indefenso. Soy portugués, señor; pero en esta cuestion me mostraré neutral: no me pidais ayuda contra mi patria, porque no soy mal hijo; pero tampoco temais que favorezca los intereses de Portugal, porque soy agradecido y no puedo olvidar que en esta tierra se me ha tratado mejor que merezco. Sufriré y callaré; sufriré cuando se derrame la sangre de dos pueblos valientes.

—Sí,—respondio el monarca,—es muy doloroso; pero a los pueblos les sucede lo mismo que a los hombres, tienen que mirar antes por su honra que por su vida; tienen que arrostrarlo todo para defender sus derechos; todo deben sacrificarlo a la justicia.

—Señor,—replicó el carmelita con un valor y una firmeza que sólo él se hubiera atrevido a demostrar.—no se derramará sangre...

Pero se interrumpió porque se levantó una cortina y apareció Isabel de Farnesio.

Saludóla fray Manuel y se dispuso a salir; pero lo detuvo el monarca, diciéndole:

—Proseguid...

—Sí,—añadio la reina, sonriendo dulcemente;—proseguid, que ya sabeis con cuánto gusto os escuchamos.

El carmelita, con la misma gravedad y entereza, continuó:

—Digo, señor, que no se derramará sangre por tan respetables causas como vuestra majestad ha mencionado, porque el embajador portugués, ni como particular, ni como representante de una nación, ha inferido ofensa al honor español, ni ha atacado ningún derecho, ni ha despreciado la justicia; al contrario, ha sido objeto de...

—Que habíais al rey,—interrumpió Isabel.

—Le obedezco,—replicó el fraile:—su majestad me ha mandado hablar.

—Sí,—dijo el monarca;—continuad.

—Ya que han referido a vuestra majestad lo que unos lacayos del embajador, españoles por cierto, han hecho por si y ante sí en la calle, debieron haberle contado también lo que vuestros soldados han hecho en casa del embajador, obedeciendo, según aseguraron, las ordenes que tenían. No se limitaron a prender a los que, con razón o sin ella, se les llamaba delincuentes, sino que maltrataron de palabra y de obra a cuantos encontraron, profiriendo repugnantes palabras y amenazas, tanto más ridículas cuanto que se dirigían a hombres indefensos y débiles mujeres, y recorrieron la casa, rompiendo cerraduras y destrozando muebles, y acabando por invadir el dormitorio de una señora tan virtuosa como ilustre, que tuvo que arrostrar las impúdicas miradas de aquella gente grosera. ¿Es esto la reparacion de una ofensa, el castigo de una falta? Es, señor, la venganza de la vanidad herida...

—¿Qué decís?

—Que no es vuestra majestad responsable de lo que ayer sucedio, sino aquellos que poco noble y menos lealmente le aconsejaron. Eso pienso, señor, y eso digo para obedecerá vuestra majestad, rogándole perdóne mi franqueza y me dé permiso para retirarme.

—Volved mañana,—dijo el rey.

El carmelita salió.

—Ya lo veis,—dijo el monarca a su esposa.

—¡Oh!—exclamó Isabel de Farnesio, por cuyas mejillas parecía que iba a brotar sangre.—¡Y eso sufre vuestra majestad, eso sufre el rey!...

—Ya sabeis,—replicó Felipe V con marcada intención y sonriendo con amargura,—ya sabeis por experiencia que yo lo sufro todo.

Isabel de Farnesio se puso de pie, y pudiendo apenas respirar, salió del aposento.

Desde aquel día fray Manuel, sin abandonar a la infeliz Andrea, tuvo que dedicarse a favorecer cuanto le fue posible los intereses de Portugal.

La guerra era inevitable y la patria del carmelita no se encontraba en disposicion de sostenerla.

Con arreglo al plan de campaña aconsejado por Patiño, se puso en movimiento para Badajoz un cuerpo de tropas, y los que estaban en Extremadura recibieron orden de concentrarse hacia la frontera, aprovisionándoselas plazas fuertes de toda aquella parte, como si el gobierno intentase solamente invadir por allí el territorio enemigo; pero secretamente se enviaron a Cádiz ordenes para armar a toda prisa una respetable escuadra, que con tropas de desembarco se presentase en las costas portuguesas.

El plan estaba perfectamente combinado: para hacer frente al enemigo, reunirían todas sus fuerzas en el punto amenazado, y entonces los españoles, entrando de improviso por la opuesta parte, llegarían a Lisboa, sin que pudiesen resistir su inesperado ataque.

Empero no contaron con fray Manuel, el desconocido duende que todo lo averiguaba, y sucedio que éste¡noticioso de los preparativos que en Cádiz se hacían, comprendio el proyecto y dio de todo aviso al rey don Juan.

La cuestion varió de aspecto.

El amenazado pudo amenazar.

El monarca portugués, al mismo tiempo que enviaba tropas a la frontera, pidio ayuda a los ingleses, y antes que nuestra flota saliese del puerto de Cádiz, se presentó en las costas lusitanas una fuerte escuadra inglesa.

Tan terrible golpe desesperó al gobierno español, que no sólo veía frustrado su plan, sino que tenía que pasar por la humillación de retroceder antes de empezar una lucha que él mismo había provocado.

Las tropas no pasaron de Badajoz, ni la escuadra llegó a salir del puerto gaditano.

La mano del fraile estaba demásiado visible en aquel asunto, y ni aún el rey dudó que el inesperado golpe había sido preparado por el carmelita; pero no había pruebas y no podía castigársele.

Aumentó la importancia de fray Manuel; pero desde entonces se le trató con mucha reserva, y se le espió tan cuidadosamente que para no ser descubierto tuvo hasta que suspender sus conversaciónes con Martín, entendiéndose con él por escrito.

Así pasaron quince días, un mes.

EL Duende de LA corte no dejaba un sólo jueves de salir a la pública luz y entrar en la cámara del rey. La intentada guerra con Portugal presentó al satírico escritor ancho campo para dirigir terribles ataques a Patiño. El asunto se prestaba admirablemente al ridículo.

Entretanto Andrea seguía en su mismo tristísimo estado; había perdido su última esperanza; pero nada había resuelto para ocultar su deshonra y evitar la desgracia que amenazaba a su hijo. Aconsejábale fray Manuel que esperase; pero el tiempo volaba, y muy pronto no podría la infeliz negar su falta.

La conducta de Antonio era singular: no había intentado otra vez llegar hasta la joven, ni aún se dejaba ver en ningúna parte. ¿había renunciado á su ardiente deseo, o era su retirada un plan?

No era menos incomprensible la conducta de la duquesa: tampoco se dejaba ver, ni en palacio, y si visitaba a la reina, debía hacerlo muy secretamente.

Era imposible salir de dudas: el carmelita empezaba a creer que don Juan vivia; pero como no tenía ningúna prueba, no se atrevía a dar a la joven nuevas esperanzas, porque el perderlas otra vez hubiera sido un golpe mortal.

¿Estarían de acuerdo la duquesa y Antonio?

Todo era posible en la intrigante dama; pero esto no era probable.

Un día recibió el carmelita una carta que un desconocido había dejado en el convento, y con asombro leyó lo siguiente:

«Buscan al duende y no tardarán en encontrarlo.»

—¡Ah!—exclamó.—¡Hay quien conoce mi secreto!

Y cuando Martín tuvo noticia del misterioso papel, dijo con su calma habitual:

—De soldado a fraile... bien; pero de la celda a un calabozo... mal, muy mal.

El mismo día llamaron a la puerta del cuarto de Andrea.

La criada abrió el ventanillo para ver quien era; pero apenas miró dejó escapar un grito de espanto, volvió a cerrar y huyó santiguándose como si hubiese visto al demonio.

había visto a Antonio, que se alejó sin insistir.

La tregua había concluido: iba a comenzar de nuevo la lucha.

Sepamos cómo se encontraba don Juan.

Capítulo XLIV.
Donde volveremos a ver al hijo de la duquesa.

El lector habrá de seguirnos hasta la casa de campo del doctor Vallejo, y entrar con nosotros en un aposento cuadrado, bastante grande, donde hay unas cuantas sillas de nogal, un sillon, una mesa con travesaños de hierro, un armario y una cama limpia y cómoda, pero modesta, donde se encontraba el noble don Juan, pálido, ojeroso, y como quien ha pasado por los bordes del sepulcro.

Junto al lecho, sentada en el sillon, con la frente contraída y la penetrante mirada fija en el enfermo, estaba la duquesa, envuelta en un largo y anchísimo abrigo de paño negro sin ningún adorno, y que hubiera podido servir de cumplida capa, de manera que solamente presentaba un bulto sin más forma que la de un ancho saco a medio llenar de lana, coronado por la cabeza, especie de erizo blanco, pues iba peinada según costumbre y moda y cuidadosamente empolvada su cabellera, mitad postiza.

El herido debía encontrarse fuera de peligro y haber recuperado buena parte de sus fuerzas, porque su voz, aunque algo débil, no dejaba de ser bastante segura, y parecía dispuesto a sostener una animada conversación.

—Otro día,—decía la anciana,—otro día trataremos de ese asunto. A pesar de vuestra notable mejoría, no conviene que hableis mucho, ya sabeis que el doctor os lo ha prohibido.

—Madre mía,—respondio el mancebo;—me siento bien, muy bien, hasta el punto de poder dejar la cama, como lo haria si no me tuviese aquí aprisionado Vallejo. Creedme, estoy completamente curado, y si yo fuese un pobre, ya me habría dado el médico licencia para pasearme; pero me cura a lo rico, sin comprender que al cuidar así mi cuerpo hace daño al alma. ¡Oh!—añadio el mancebo con tono de impaciencia mal contenida.—Cada día que pierdo es un tesoro inapreciable, y un siglo de tormento de mi conciencia. Necesito volver a Madrid...

—Don Juan,—interrumpió severamente la duquesa,—os obstinais en hablar ahora de lo que debe tratarse con mucha calma cuando hayais recuperado todas vuestras fuerzas.

—Pues bien, madre mía, no hablemos de semejante asunto ni hoy ni nunca; es lo mejor que podemos hacer. Al fin nuestra discusion no ha de dar resultado, porque mi resolución está tomada.

—¡Don Juan!...

—perdónadme, señora; pero no cederé. Antes era mi casamiento solamente cuestion de corazón, y a este se le puede sacrificar, aunque sea a costa de la vida; pero hoy es cuestion de conciencia, y a esta no se le hace callar ni con la muerte.

—¡Dios mío!—exclamó la duquesa, como horrorizada de lo que oia.

—No comprendo vuestra sorpresa: habéis visto que a riesgo de la vida he disputado a mi rival el objeto de mi amor, y eso prueba que estoy decidido a todo.

—Os habéis batido para alcanzar vuestra libertad.

—Para eso me bastaba haberle prometido alejarme de la pobre huérfana.

—Ya que es preciso, DOS explicaremos,—repuso la dama, que no acertaba a comprender cómo su hijo se atrevia por primera vez en su vida a contradecirla y resistir sus mandatos.—Escuchadme, y si no consigo convenceros de que intentáis una locura, dejaré de ser la madre tierna y haré uso de mi autoridad.

El doncel hizo un gesto de resignación y se dispuso a escuchar por obedecer.

La duquesa guardó silencio por algunos segúndos, y luego dijo:

—Ya sabeis que la salud de vuestro hermano es muy delicada, efecto de su débil complexión, y que no es probable que viva muchos años, según opinión de todos los médicos. Con los viajes, la vida campestre y otros mil cuidados se ha conseguido algún alivio; pero no tanto que pueda declarársele fuera de peligro. Pues bien, si ese queridísimo hijo llegase a morir pronto, vos, que ahora no sois más que un noble de más o menos ¡lustre cuna, y que no teneis otro caudal que los alimentos que os corresponden en vuestra calidad de segúndon...

—Yo,—interrumpió don Juan con desdén,—sería duque de Miraguas, marqués de Potosí, conde de la Isla, vizconde de la Rivera, grande de España, inmensamente rico... ¿No ibais a decir eso?... Comprendo, madre mía: en vuestras ideas no se os alcanza cómo un gran señor así puede tener por mujer a la hija de un simple hidalgo, oscura, pobre, modesta... ¡Ah!... si otras razónes no teneis que darme, os fatigareis en vano. Duque y rico, lo mismo que segúndon y pobre, esa mujer humilde puede hacerme feliz y honrarme.

—¡Dar honra quien la ha perdido!...

—No, madre mía; esa infeliz ha sido víctima de un engaño.

—Y vos, que no habéis respetado mujer algúna...

—Ya os lo he dicho, madre mía, soy otro: antes no sentía más que los latidos de mi corazón, y ahora siento además los gritos de mi conciencia. En otro tiempo me dejaba llevar por mis pasíónes sin encontrar otro inconveniente que la punta de la espada de un rival, y me sobraba valor para que semejante obstáculo me detuviese; pero hoy tienen esas pasíónes un freno que no pueden romper, les sale al paso un enemigo que les espanta.

—¡Y sois mi hijo!—exclamó la duquesa.—¡Y corre por vuestras venas la sangre ilustre de los Miraguas!

—Sangre como la de todos los hombres,—respondio fríamente el mancebo,—sangre como la del último villano... lo mismo que la del verdugo...

—Callad... ¡Oh!... Callad... Ultrajais la memoria de vuestros abuelos...

—Preocupaciónes...

—Sois indigno del nombre que lleváis,—replicó arrebatadamente la anciana, cuyo rostro se había desfigurado y cuyo cuerpo temblaba como poseida de espanto.

—Tranquilizaos, madre mía, y mirad con calma lo porvenir. Vale más renunciar de buen grado a lo que ha de quitarnos por la fuerza el tiempo. El horizonte está cargado de nubes, no tardará en rugir la tormenta, para que brille después el iris de una nueva civilización. El tiempo avanza, los pueblos aprenden, y cuando acaben de conocer sus derechos, esos a quienes hoy despreciamos, nos dominarán, porque son más fuertes que nosotros, y nos pedirán estrecha cuenta, porque hemos abusado de su ignorancia.

—¡Basta, basta!—replicó la duquesa con voz ahogada.

Y no pudo decir más: tal era el trastorno que le habían producido las palabras de su hijo.

El rostro de la anciana, antes pálido como la cera, se tiñó de un vivo carmin.

En aquella ocasíón le fue imposible el disimulo con que tan hábilmente sabía ocultar lo que sentía.

Estaba sofocada y tuvo necesidad de echar atrás su pesado abrigo.

—¡Dios mío!—murmuró después de algunos segúndos y dejando caer la cabeza entre las manos sin pensar en los empolvados bucles.—¡Qué escucho! ¡Mi hijo convertido en filósofo moderno, en uno de esos monstruos que predican el trastorno, la destruccion de la sociedad, de los que llaman á la canalla pueblo noble, de los que dan el nombre de desheredados a los pobres y el de tiranos a los ricos! ¡Esto es horrible!

Y la duquesa, sin poder apenas respirar, se puso de pie.

—Pero no,—añadio clavando en el mancebo una terrible mirada.—No sois mi hijo... ¡Ah!... sois la mancha de una ilustre familia...

Un fuerte golpe de tos no permitió a la anciana proseguir, y tuvo que volver a sentarse, dejándose caer como si hubiese perdido todas las fuerzas.

Don Juan escuchó con resignación la serie de acusaciones de su madre, y sólo dijo:

—Calmaos, madre mía: lo que ha sucedido no puede deshacerse, y os atormentais en vano atormentándome porque os veo sufrir. Mi resolución es irrevocable. Sólo un medio teneis para evitar mi casamiento con esa desdichada, el mismo que adoptó mi rival, creyendo que yo no cruzaria mi espada con él, encerrarme; pero con tanto cuidado que para recuperar mi libertad no sean bastante mi fuerza y mi astucia. Nada conseguireis de otro modo, no quiere engañaros: cuando deje esta casa iré a Madrid y Andrea será mi esposa, mi hijo tendrá padre, tendrá nombre y no será víctima inocente de mis extravíos. Dios dé a mi hermano larga vida: no deseo sus títulos ni sus riquezas, aunque protesto contra la horrible injusticia de nuestras leyes, que me condenan a la misería, porque he nacido después que mi hermano. Yo le enseñaré a mi hijo a despreciar también lo que a vos os envanece, porque le haré comprender que la verdadera nobleza está en el alma, y que el hombre que más vale es el que más trabaja, porque es el más útil a sus semejantes. Nada pido, nada quiero, señora, y si no os ofrezco renunciar a mi nombre, es porque es el de mi virtuoso padre.

A la anciana no le quedaban fuerzas para contestar, ni acertaba tampoco qué decir.

Empezaba a creer que la razón de su hijo estaba trastornada, y con los locos no se discute.

Levantóse, pues, y sin pronunciar una palabra salió del aposento, mientras sus convulsas manos abrían una cajita de oro guarnecida de brillantes y sacaban una pastilla de las que usaba contra la tos.

El médico la esperaba en otra habitación.

—¡Señora!—exclamó al verla,—¿Qué teneis?

—Nada...

—Estáis...

—Dejadme ahora, doctor, que luego me pulsareis, y decidme cuánto tiempo tardará mi hijo en poder abandonar el lecho.

—Lo menos quince días.

—Dice que se siente bien...

—Le engaña su deseo, señora; si ahora se levantase se caeria antes de dar el primer paso.

—¿Cuándo podrá salir de aquí?

—Dentro de tres semanas.

—¿Antes no?

—Imposible.

—Bien.

—Y ¿un así, con precauciones: en la silla de manos hasta el camino real, y luego en coche.

—¿No podrá montar a caballo?

—Ha de pasarse más de un mes.

—Más de un mes...

—Suponiendo que no tenga novedad, de lo cual nadie puede responder, y que sigue mejorando con la rapidez que hasta ahora.

—¿De manera que todavía ofrece peligro su vida?

—Sí, señora, a pesar de su naturaleza envidíable y admirable.

—!Oh!...

—Un esfuerzo, una conmocion violenta lo mataria casí instantáneamente.

La duquesa no hizo más preguntas y pareció entregarse a una profunda meditación.

Medía hora después, sin despedirse de su hijo, en la silla de manos, se alejaba de la casa.

había recobrado su calma, y volvía a ser la mujer temible de siempre.

—Bien,—decía,—he perdido todo mi prestigio, toda la fuerza de mi autoridad; pero me queda la astucia... ¡Oh!... No se casará mi hijo con esa mujer. Hay otro que la ama hasta el punto de arriesgar por ella su vida... Pues bien, con ese se casará cuando haya perdido completamente la esperanza de conseguir la mano de mi hijo, lo aceptará, sea quien fuere, porque necesita a todo trance poner a cubierto su honra perdida.

Capítulo XLV.
Donde se verá que las mujeres son mujeres antes que todo.

Al día siguiente volvió a presentarse Antonio en casa de Andrea: Juan abrió el ventanillo, y al ver a su antiguo amigo, estremecióse y le dijo bruscamente:

—¿Qué buscas? Mi señora no quiere verte.

Y cerró sin esperar más.

El verdugo bajó la escalera sin pronunciar una palabra.

Aquel día también recibió el carmelita otra carta, advirtiéndole que se buscaba al duende, y se le encontraría.

Tercera vez fue al otro día el ejecutor de la justicia a casa de la huérfana, y cuando Juan lo despidio asperamente, añadiendo una amenaza, se alejó diciendo:

—A pesar de todo, me verá.

Fray Manuel recibió también un tercer anónimo de la misma letra, que decía:

—habéis despreciado un buen consejo, y antes de un mes el duende estará en un calabozo. Si entonces puedo serviros, contad con la más leal y decidida ayuda.»

El fraile sospechó que estos avisos eran de Antonio.

No se equivocaba.

La duquesa varió también de sistema. Lo mismo que el verdugo, y como si estuviese de acuerdo con éste, se dejó ver en todas partes con rostro alegre.

Esto acabó de confundir al carmelita.

¿Qué significaba tan repentino cambio?

Don Juan no podía haber muerto, porque la anciana era madre al fin, y no habría llevado el fingimiento hasta tal punto.

Sin embargo, don Juan no parecía, nadie tenía noticias de él.

¿Habría conseguido su libertad, renunciando para siempre a la huérfana?

Esto explicaria la conducta de la anciana, su contento, y y así podía también deducirse de las frases oscuras y de doble sentido de Antonio.

Este acabó por pasear día y noche frente a la casa de Andrea, y la duquesa por decir a cuantos le preguntaban por su hijo, que éste regresaria dentro de pocos días, pero su estancia en Madrid sería corta, porque tenía proyectado otro viaje.

Fray Manuel lo supo y acabó de perder la esperanza, porque se convenció de que la inconsecuencia y ligereza de don Juan no tenian cura, por lo menos hasta la vejez. A la penetracion de Antonio no se había escapado el defecto capital del mancebo, y había sabido explotarlo.

Así pasaron ocho días, que fueron de mortal angustia para nuestros amigos.

La situación era para todos muy violenta y no podía sostenerse mucho tiempo.

Una mañana, poco después de las once, llamaron a la habitación de Andrea.

Juan salió a abrir y se encontró con un hombre vestido de negro, que le preguntó por su señora.

—En casa está,—respondio el criado;—pero a nadie recibe..

—No importa,—dijo el recien llegado,—avisadle. Tengo que darle un recado de parle de mi señora.

—¿Y quién es?

—La señora duquesa de Miraguas...

—!Ah!—exclamó el sirviente con sorpresa.—¿Vos?...

—Soy el mayordomo de su excelencia...

—¿Pero habéis dicho la señora duquesa de Miraguas?

—Sí, la misma.

Juan, completamente aturdido, corrió al gabinete de la huérfana, y entró diciendo:

—Señorita... ahí está... dice que es el mayordomo... quiere hablaros...

—¡El mayordomo!—murmuró la joven, mirando con extrañeza a su criado.—¿Qué le sucede?

—No lo sé; pero... ¿Es para menos? ¿Qué puede querer la señora duquesa?

—¡Ah!... ¿Qué dices?

—Que el mayordomo de la duquesa de Miraguas...

—¡Dios mío!—exclamó Andrea estremeciéndose.

—Temblais como yo, y con razón, porque de esa mona no debe esperarse nada bueno...

—¡Oh!... ¿Me trae la felicidad, o viene a abrir una nueva herida en mi alma?...

—¿Qué hago, señorita?

—Que entre,—respondio la joven, esforzándose para dar a su pálido rostro la expresión de tranquilidad posible.

Salió Juan, y pocos momentos después se presentó el grave mayordomo.

—Señora,—dijo,—su excelencia me manda venir para deciros que tiene que hablaros de un asunto de interés.

—¿Y por qué,—replicó Andrea con altivez,—no ha venido? ¿Teme que no le abran la puerta de esta casa?

El mayordomo quedó desconcertado: no esperaba semejante contestacion: al contrario, creía que la huérfana recibiria como una honra singular el aviso de la duquesa.

—Ignoro,—repuso el criado después de algunos instantes,—por qué su excelencia no ha venido; pero si es seguro que tendrá sus razónes para llamaros, cuando así lo hace. Yo no soy más que el mero ejecutor de una orden: os digo lo que me dicen, y responderé lo que respondáis.

El rostro de Andrea iba por momentos tomando una expresión de mayor dignidad y aún de orgullo.

—Pues bien,—contestó con acento breve y sin mirar a su interlocutor,—decid de mi parle a vuestra señora que venga si necesita hablarme, como yo fui cuando me encontré en el mismo caso... Con Dios id.

Y un leve gesto y un ademán de despedida de la joven hicieron salir al mayordomo sin atreverse a replicar.

—¡Oh!—exclamó la infeliz cuando hubo quedado sola.—He tenido fuerza para hacer que triunfe mi dignidad... No vendrá, no; pero si viniese la recibiré como me recibió y la despediré como me despidio.

La duquesa se puso colorada como un tomate, luego amoratada como una remolacha, y al fin pálida como la cera, cuando recibió la contestacion de la joven; pero haciendo un esfuerzo sobrenatural para acallar su orgullo herido, dijo:

—Si, iré... ¿Qué me importa su triunfo pasajero, engañoso, si alcanzo el mío? Bien puede recibirse un golpe que hiera con tal de asestar uno que mate.

En seguida mandó que le preparasen el coche, y un cuarto de hora después se dirigía a la calle de la Justa.

Aun suponiendo que la anciana visitase a la joven, no creyó ésta que fuese tan pronto, así que, sorprendiose cuando oyó el ruido del pesado carruaje, que se detuvo delante de la casa y que llamaban poco después a la puerta.

Juan, que había recibido las necesarias instrucciones, salió a abrir, encontrándose con un lacayo de empolvada peluca y casacon amarillo, que preguntó:

—¿Está doña Andrea?

—Sí,—respondio Juan.—¿Qué queréis?

—Decidle que su excelencia, la señora duquesa de Miraguas, espera licencia para subir.

Juan fue al aposento de Andrea, volvió con la respuesta afirmativa, desapareció el lacayo y la anciana subió y fue introducida por el fiel sirviente en la sala que desde el difunto oídor no servia más que para recibir las visitas de pura etiqueta.

El mueblaje, si no era de lujo, era decoroso, y aunque antiguo, estaba bien conservado. De la blanca pared se destacaba el amarillo anaranjado del damásco con que estaban forrados los asíentos de las sillas de nogal, las cortinas de la misma tela y color y algunos cuadros con los retratos de los padres y abuelos de Andrea, entre los que resaltaban dos cornucopias. Del techo, cuyas vigas de color pardo oscuro estaban descubiertas, no pendían arañas, ni el suelo estaba cubierto más que por una estera de esparto blanca y negra, ni sobre la maciza mesa de nogal se veía más que una urna de dos pies de altura, bajo cuyos cristales se guardaba una imagen de la Virgen del Rosario, primorosamente vestida por la abuela materna de Andrea.

La duquesa se sentó, quedando sola, y algunos segúndos después entró la huérfana, que aunque se encontraba bastante débil, atravesó el aposento con paso firme, porque su dignidad, el noble orgullo de que se sentía poseida, le daba fuerzas y la hacía levantar la frente con aire de altivez, como si ella fuese la gran señora y se viese obligada a escuchar a un pretendiente importuno y tengo una complacencia en escucharos.

—No, deseaba hablaros,—respondio la ilustre dama,—me obligan a ello, y lo hago porque me aseguran que así cumpliré Un deber de humanidad.

—No os comprendo.

—Quiero decir que nada necesito de vos...

—Lo suponía,—repuso la joven con amargura;—los ricos no necesitan a los pobres más que para una cosa...

—Esas consideraciones...

—Las dejaremos, porque nos harian perder un tiempo de que no puedo disponer... Explicaos, si os place.

La duquesa, tan sorprendida como contrariada, empezó a comprender que Andrea no era una mujer vulgar.

—Una persona,—repuso la anciana,—á quien amo demásiado para negarle nada, ha querido que yo os hable y os haga un beneficio...

—¿Y esa persona?....

—Es mi hijo don Juan.

Andrea palideció, estremecióse convulsivamente, y sólo después de algunos segúndos pudo decir:

—¡Vuestro hijo!

—¿Qué os sorprende? ¿No esperabais que volviera a ocuparse de vos?

—Creí que había muerto,—repuso Andrea, que apenas podía disimular su agitación.

—¿En un duelo?

—Sí.

—Yo también, porque así parecía justificarlo una serie de extrañas circunstancias; pero Dios ha querido conservármelo: no ha tenido lugar semejante duelo.

—¡Ah!—exclamó la joven, olvidando en aquel instante el papel que se había propuesto representar, y elevando al cielo una mirada de gratitud..

—Sí,—repuso la duquesa,—anoche tuve el placer de estrechar entre mis brazos a mi hijo,.y dentro de pocas horas me separaré de él otra vez, porque debe emprender un viaje a las Indías...

—¿Qué decís?

—Que don Juan tiene proyectado recorrer el archipielago filipino, y establecerse para algunos años en Manila, donde, si su majestad quiere protegerlo, servirá un empleo digno de su clase.

La joven no pudo responder: su mirada estaba fija en la duquesa, y permanecia inmóvil como una estátua.

—Antes,—prosiguió la duquesa como si no advirtiese el trastorno de la joven,—antes de emprender tan largo y aún peligroso viaje, ha querido mi hijo dejar terminados todos sus asuntos de aquí, y ha pensado en vos...

—Gracias,—murmuró Andrea con amargura.

Y en sus labios vagó una amarga sonrisa, que parecía llevarse tras sí el alma.

—Supongo que sabeis que mi hijo ha estado encerrado en poder de un hombre que os ama, y sólo ha conseguido su libertad cuando ha logrado convencer a su rival de que no pensaba estorbarle en sus amorosos fines. ¡Oh!... Mi pobre hijo ha sufrido mucho, ha tenido que hacer una solemne promesa de alejarse de vos, y se ve obligado a cumplirla... Tranquilizaos... veo que tembláis... Yo os perdóno el mal que me habéis hecho, y mi hijo, no solamente os lo perdóna también, sino que quiere probaros su generosidad. Ya comprendereis que para despedirse para siempre de vos, no debía venir a veros, y me ha rogado que yo lo haga.

La joven había escuchado sin moverse, sin hacer el más leve gesto.

Su rostro, cadavéricamente pálido, se había contraído hasta desfigurarse, y sus ojos, fijos como los de un epiléptico, habían adquirido un brillo extraño.

La anciana comprendio lo que sufría su víctima; pero no tuvo compasíón.

—Mi hijo,—añadio con fríaldad,—quiere asegurar el porvenir del vuestro, y me encarga que arregle con vos este asunto, conviniendo en la cantidad...

El rostro de Andrea se tiñó súbitamente de vivo carmin; sus pupilas relumbraron como dos centellas; su frente, que había empezado a inclinarse como agobiada por el peso de su dolor, irguióse altivamente, y oprimiéndose el pecho con la mano izquierda extendio el brazo derecho en dirección a la puerta, y dijo con acento imperioso y duro:

—Salid.

La duquesa se estremeció; todo su orgullo se retrató en su semblante, y clavó una mirada penetrante como un dardo en la huérfana.

Ambas se olvidaron de todo en aquel instante, no pensaron más que en herirse, mostrando a porfía mayor desprecio la una de la otra. Eran mujeres, sentían su amor propio ultrajado, y esta clase de ofensas no puede perdónarlas una mujer.

—Salid,—repitió Andrea después de algunos momentos.—habéis intentado humillarme, porque no me conocéis... ¡Oh!... Decid a vuestro hijo que... lo desprecio tanto como a vos...

—¿Y os atrevéis?...

—Me sobra dignidad y energía para hacer que mis criados os arrojen ignominiosamente de aquí.

—¡Oh!—exclamó la duquesa, poniéndose de pie como impulsada por un resorte.—Os trastorna el despecho: habéis querido levantaros hasta mí y cuando reconocéis vuestra impotencia y teneis que confesar vuestra pequeñez, os desesperáis. ¡Y habla de dignidad quien no tiene honra!...

—Honra que pudieron robarme con falsos juramentos, pero no comprarme con oro vil; honra que en un momento de fatal olvido pude perder; pero no venderé jamás.

—Yo abatiré ese orgullo...

—Por de pronto os echo de mi casa, a pesar de vuestros títulos, de vuestra corona... Salid, salid pronto o llamaré a mis criados.... ¿No os moveis?... ¡Juan!—gritó resueltamente la joven.—Esta mujer...

[]

_.y_ dijo con acento imperioso y duro:

Salid.

La duquesa dejó escapar un rugido de cólera, lanzó a la huérfana una terrible mirada, y salió del aposento.

Ya era tiempo: la huérfana no hubiera podido resistir dos segúndos.

Oprimióse el agitado pecho con ambas manos, elevó al cielo una mirada de intenso dolor...

Un raudal de lágrimás, que era entonces un gran alivio, corrió por las pálidas mejillas de la infeliz.

Exhaló un profundo suspiro, cayó de hinojos ante la imagen de la Virgen, apoyó la frente en la mesa y quedó inmóvil.

CAPÍTULO XLVI.
De cómo empezaron a cumplirse los anuncios de Antonio.

El plan de la duquesa estaba admirablemente concebido, y debía dar un resultado completo, porque no solamente perdería, si algúna le quedaba, su esperanza Andrea, sino que haria desaparecer el horror que a la joven debía inspirarle ¡apersona que había derramado la sangre de don Juan.

Así sucedio: para la huérfana no quedaba ya esperanza: sufrió más con el desprecio de su amante que había sufrido por la supuesta muerte de éste, y desde aquel día no vio en Antonio más que un hombre ciego por su pasíón, pero sin que sus manos se hubiesen teñido en sangre.

Además, la supuesta conducta del ilustre mancebo lo hacía parecer un hombre indigno de ser amado, y esta consideracion daba al verdugo mía inmensa ventaja, porque le hacía adelantar tanto como perdía su rival.

Por otra parle, el carácter de don Juan y su vida anterior no desmentían la invención de la duquesa.

Estas y otras reflexiones hicieron caer al carmelita en el.

—Pero cuando eche de menos al fraile...

—El prior responderá.

—Teneis razón dijo Isabel después de meditar algunos momentos.

—No esperaba más que la aprobación de vuestra majestad...

—La teneis.

—Entonces, hoy saldrá de Madrid el carmelita, sin darle tiempo a recoger sus papeles, y mañana tendremos la prueba que tanto deseamos.

—Sí, si...

—Voy, pues, a contestar a este aviso.

La reina despidio al ministro con más muestras de afecto y distincion que lo había recibido.

Triste y en extremo preocupado con la desgracia de Andrea, entró fray Manuel en su convento a las tres de la tarde, y apenas llegó a su celda le dijo un donado que fuese a la del superior, donde éste lo esperaba.

No desconocía el religioso los peligros de su situación, ni habían dejado de ponerle en cuidado los misteriosos avisos de Antonio; pero no sospechaba que su desgracia estuviese tan próxima.

Aunque triste, como hemos dicho, entró sereno en la espaciosa celda del prior.

Este, que era extremadamente obeso, de rostro abultado y de expresión tranquila, como quien no conoció ayer los cuidados, ni hoy los tiene, ni para mañana los espera, dormitaba en su ancho sillon, y abriendo sus redondos ojuelos, fijó una mirada penetrante en fray Manuel, mientras decía con meliflua voz:

—¡Ahí!. ¿Sois vos, hermano?... Bien venido y a tiempo...

—Me han dicho...

—Sí,—repuso el prior con una dulzura incomparable,—os he llamado para deciros que teneis que salir de Madrid.

—¡Salir de Madrid!—repitió fray Manuel sorprendido.

—Si, eso es, viajar.

—No comprendo...

—Pues es muy sencillo,—dijo el superior que cada vez hablaba con más dulzura,—conviene que vayais a Portugal.

—¿Con qué fin, padre?

—Con el de que no esteis en España.

Fray Manuel palideció ligeramente, y miró con extrañeza al prior.

—¿Tampoco me entendeis?—añadio este.—Pues me explicaré con más claridad. Ireis a Portugal y permanecereis allí hasta recibir nuevas ordenes.

—Eso es un destierro...

—Es un viaje que os mando hacer.

—Padre,—replicó fray Manuel respetuosamente, pero con energía,—esa orden...

—Hermano,—interrumpió el prior,—no entremos en el exámen de si mi autoridad alcanza a tanto. Conviene así, os lo mando bajo santa obediencia: yo cuidaré de dar cuenta a nuestro general.

—Yo también...

—Sí, podeis acudir a su paternidad reverendísima; pero entretanto obedecereis.

El mandato bajo santa obediencia no admitía réplica ni la más sencilla observación, y fray Manuel no pudo hacer más que inclinar la frente con humildad y decir:

—Bien, padre: en lo que queda de día dejaré arreglados todos mis asuntos, y estaré dispuesto a partir al amanecer, si no quiere vuestra paternidad concederme mayor plazo.

—Partireis hoy.

—¡Hoy!

—Si.

—¿A qué hora?

—Ensillada está vuestra mula.

—¡Padre!—exclamó fray Manuel, cuya frente se contrajo.

—Ahora mismo...

—¡Oh!... Partiré... Voy a tomar la ropa más necesaria...

—Todo lo encontraréis dispuesto y en la mula, ropa, comida, dinero...

—Gracias, padre mío, por vuestros cuidados... No perderé un momento... Recogeré mis papeles...

—¿No los teneis guardados?

—Sí.

—Entonces dejadlos para vuestra vuelta.

Fray Manuel tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para dominarse.

algunas gotas de frío sudor corrieron por su pálida frente.

Latíanle las sienes como si fuesen a romperse las arterias.

—¡Ah!—murmuró.—Esto es...

—Hermano.—interrumpió el prior con toda su calma y dulzura,—ya os lo he dicho, bajo santa obediencia... Seguidme.

Y levantándose, salió de la celda y tras él nuestro fraile, trémulo y trastornado.

Lo que sufrió en aquellos momentos fray Manuel es inexplicable.

Ni aún despedirse de Martín podía, porque preguntar por él hubiera sido hacerlo sospechoso y comprometerlo.

Resignóse pues, ahogó en su pecho su coraje, y no pronunció una palabra.

Cinco minutos después se alejaba del convento y el prior volvía a su celda.

CAPÍTULO XLVII.
De mal en peor.

La corpulenta mula torda que montaba el carmelita, espoleada sin compasíón, atravesó velozmente el Prado, llegó a Atocha, y cuando volvió á la derecha hacia el camino de Toledo, sintióse repentinamente refrenada.

—¡Martín!—exclamó el fraile.

—Señor,—dijo con su calma habitual el donado, que acababa de salir de entre unos matorrales,—he tenido que correr mucho para llegar aquí antes que vos.

—¿Acaso sabes?...

—Que os destierran.

—¿Cómo lo has averiguado?

—Aprovechando una ocasíón feliz y escuchando parte de vuestra conversación con el prior. Como hablaros allí era imposible sin infundir sospechas, vine a esperaros aquí. ¿Qué debo hacer? La desgracia está encima.

—La combatiremos.

—Bien pensado, señor: opino que debemos ponernos a salvo. ¿No habéis podido recoger vuestros papeles?

—No, Martín.

Este hizo un gesto de disgusto.

—Pero ya sabes.—añadio el carmelita.—que los papeles que pueden comprometerme más, están donde es casí imposible que den con ellos.

—Casí imposible,—murmuró el donado.

—Sin embargo, Martín, es prudente que desaparezcan, así como otros que encontrarian fácilmente, y que si nada prueban, algo me perjudicarían.

—¿Pero no pensais poneros fuera del alcance de nuestros enemigos?

—Huir sería declararme reo. En Portugal encontraré protección...

—Pero antes de salir de España...

—Estoy tranquilo. Cuando se contentan ahora con desterrarme, es porque no pueden hacer otra cosa, y mientras encuentran medios de justificar determinaciónes más duras, habré pasado la frontera.

—Señor...

—Tranquilízate, buen Martín. Ahora lo que interesa es evitar que mis libros _y_ papeles caigan en poder de mis enemigos. No llegará el día de mañana sin que registren mi celda.

—Así lo creo.

—Pues bien, vuelve al convento y haz que desaparezca cuanto puede comprometerme.

—¿Y luego?

—Observa, escucha y particípame cuanto ocurra.

—¿Es decir, que no debo acompañaros?

—No.

—Paciencia.

—Buen Martín, volveré pronto: pienso acudir al general y se me hará justicia.

—Obedezco, señor, pero contra mi voluntad: creo que os perdereis: vuestro? enemigos son poderosos y os odían.

—Aun no me han vencido... Dame tu mano... los brazos,—repuso el carmelita, inclinándose para abrazar a Martín.

—El cielo os guie...

—Cuida de la pobre huérfana, y dile que "no olvide mis consejos, que rechace las proposiciónes de Antonio, si no quiere ser más desgraciada.

—.¡Me dejais solo y entre frailes!—murmuró Martín.

No como amo y criado, sino como dos antiguos amigos, abrazáronse y se separaron pronunciando un adiós con voz ahogada.

Fray Manuel desapareció en pocos instantes.

—¡Es preciso correr otra vez!—dijo el donado.

Y se encaminó apresuradamente hacia el convento.

había comprendido toda la gravedad de la situación: perder un minuto podía ser perderlo todo.

—Si registran,—decía,—no creo que lo harán hasta la noche; pero tampoco es seguro que así suceda... ¿Quién sabe si en este momento no está ya perdido mi buen señor?... Aprisa, aprisa...

Y Martín dobló el paso y llegó al convento bañado en sudor.

Sin detenerse un instante se dirigió a la celda de fray Manuel.

La puerta estaba cerrada y nadie había por allí.

El donado empezó a tranquilizarse.

Tan pronto no podían haber registrado, y, o no pensaban hacerlo, o lo habían dejado para después.

Puso lo mano en el picaporte, lo levantó...

A pesar de su sangre fría faltó muy poco para que dejase escapar una exclamación de rabia y algún juramento a lo soldado.

La puerta no se abría.

Sonaron pasos y un lego apareció.

—¿Qué buscáis,—preguntó,—hermano Martín?

—Busco al reverendo fray Manuel.

—No está.

—Pero me llama la atención...

—¿Que esté la llave echada?

—Sí.

—La guarda el prior.

segúnda vez tuvo que contener el donado una exclamación de ira; pero logró dominarse, y encogiéndose de hombros,.dijo:

—Es cosa rara.

—Si supieseis...

—Nada sé.

—Ya lo comprendereis.

—Si me lo explicáis...

—Hermano,—replicó el lego maliciosamente,—hay que andar con cuidado, porque dicen que... no sé lo que dicen, pero algo sucede.

—Sea lo que fuere no me importa,—repuso Martín que había recobrado toda su calma.—¿Y a vos, hermano lego?

—Tampoco,—respondio éste.

—Si la celda de fray Manuel está cerrada, será porque no ha de venir ahora, y como es el padre que más me ocupa, resulta que tengo uno menos que me mande, y podré descansar. ¿Me acompañais?

—¿A dónde?

—A mi celda.

—¿Vais a rezar?

—Voy a limpiar una botella que está sucia hasta la boca.

—¡Hermano!

—No peco, soy donado...

—Yo simple lego y...

—Obligado a servir a los padres, y como el servir requiere fuerzas...

—Hermano Martín,—replicó el lego, cuyos ojuelos, redondos y vivos, brillaron extraordinariamente,—ya os lo he dicho en cien ocasíónes, sois la tentacion andando.

—Una vez,—repuso el donado bajando la voz,—os dejasteis tentar; entrasteis en mi celda triste y cabizbajo como un cartujo, y salisteis contento y alegre. ¿Ayunais hoy?

—No.

—¿Quién os aguarda?

—Nadie.

—Venid, hermano, y olvidaremos por medía hora nuestra triste condición. Yo os contaré mis aventuras de soldado y vos vuestras travesuras de acólito.

Y Martín echó a andar y lo siguió el hermano lego.

Ambos iban silenciosos, con los brazos cruzados y la cabeza humildemente inclinada sobre el pecho.

Llegaron a la celda de Martín, entraron, y aunque les estaba prohibido, cerraron la puerta con llave.

El lego acallaba fácilmente sus escrúpulos con la consideracion de que no había recibido las sagradas ordenes: además, no era gran pecado beber un vaso de vino sin embriagarse ni escandalizar.

CAPÍTULO XLVIII.
El donado sigue corriendo inútilmente.

Más de una hora permanecieron encerrados Martín y el lego, y éste salió con el rostro más alegre que nunca.

—adiós, hermano,—dijo,—sepultad el secreto...

—Si,—replicó el donado, cuya mirada era en aquellos momentos sombría,—lo sepultaré como el Oporto que hemos trasegado.

—Olvidad cuanto os he dicho...

—Voy a dormir y luego creeré que he soñado,—repuso Martín.

Y cuando estuvo solo añadio apretando los puños...

—!Ah, bribón, siete veces menguado!... ¡Oh!... No hay salvación... llegaré tarde aunque corra mucho, y... Pero no he de dejar de intentarlo: aquí nada tengo que hacer porque la celda está cerrada... A caballo, pues.

—Martín perdio su calma, hasta entonces inalterable: exaltóse, corrió... Nadie lo hubiera reconocido.

Si sólo a él hubiera amenazado el peligro, de seguro lo hubiésemos visto esperarlo tranquilamente, quizás durmiendo; pero el amenazado era su antiguo señor, su verdadero y único amigo, su bienhechor, y el cariño y la gratitud pudieron en Martín más que todo.

El buen donado salió del convento, y medía hora después había cambiado de traje, y caballero en una yegua, corria más que el viento por el camino de Estremadura.

Dejémoslo correr, y adelantándolo con las ligeras alas de nuestra imaginación, llegaremos a Getafe, y nos detendremos a la puerta de la posada conocida ya de nuestros lectores desde que les referimos el triste prólogo de esta historia.

El sol empezaba a ocultarse.

En el momento en que llegamos, fray Manuel se apeaba de su mula y daba las riendas al posadero, diciéndole:

—Dadle un abundante pienso sin desaparejarla.

—¿No se queda esta noche vuestra merced?

—No; pero si teneis desocupada una habitación, descansaré mientras come la mula.

—De todo tengo para vuestra paternidad,—repuso el posadero.

Y entregando la mula a un mozo, condujo al carmelita al mismo aposento en que había tenido lugar el principio de duelo provocado ante el cuerpo frío de Margarita.

Fray Manuel palideció, estremecióse convulsivamente, y miró a su alrededor como si tuviese miedo.

Nada había cambiado allí.

Los muebles eran los mismos y colocados de la misma manera.

Era también la misma hora que el inolvidable día en que el antiguo capitán perdio toda su dicha.

Por su frente, sombría como si la velase una nube, corrieron algunas gotas de frío sudor.

¡Cuántos recuerdos se agolparon a su mente!

Sus sienes latieron con violencia, y se sintió sofocado como si le faltase aire que respirar.

—¡Ah!—murmuró con voz ahogada.

Y abrió la vidriera que cerraba la ventana, y se asomó para refrescar su ardiente cabeza; pero al extender la mirada por la campiña, vio las ruinosas tapias del cementerio y la cruz de piedra, donde reflejaban los últimos rayos del sol.

Allí estaban los restos de Margarita.

Allí había encontrado el noble portugués la muerte horrible, la más espantosa realidad, cuando buscaba la vida, la belleza, las ilusiones, el amor.

El mundano amor que en otro tiempo había encendido el corazón del carmelita, se había extinguido para siempre; pero el dolor... ¡Ah!... el dolor, templado por los años, se había recrudecido a la vista de aquellos recuerdos; la llaga cerrada, aunque no cicatrizada, abrióse otra vez.

La prueba era dura.

Fray Manuel clavó una ardiente mirada en la triste mansion de los que fueron, recurrió a todas las fuerzas de su espíritu, y quiso orar, orar por los que allí yacían, por los que allí derramaban lágrimás...

Imposible: al intentar arrodillarse se sintió desfallecer, y tuvo que separarse de la ventana, dejándose caer pesadamente en una silla.

—¡Dios mío!—exclamó, elevando al cielo una mirada suplicante.

Y la luz huyó por algunos momentos de sus ojos.

Y atravesaron por su mente, todos a la vez, en verdadero torbellino, confusos como fantasmás informes, recuerdos de alegría y de dolor, de llanto y sonrisas, de ilusiones y realidades... ¡Todos los recuerdos de su juventud, todos los de su amor, todos los de su desgracia!

No podemos hacer comprender lo que en aquellos supremos instantes sufrió el carmelita.

Con la cabeza inclinada como si la agobiase el peso de sus recuerdos, permaneció inmóvil.

El sol se había ocultado, y el resplandor del crepúsculo se extendía en Occidente.

El silencio fue interrumpido por el sonido vibrante de una campana.

Fray Manuel se estremeció como si lo despertasen de un profundo sueño y dejó escapar un grito ahogado.

No era, sin embargo, como en otra ocasíón, el toque de difuntos el que había sonado; era el _Angelus_ que avisaba a los fieles el principio de la noche, recordándoles que debían orar para que el angel guardían los protegiese en las horas de las tinieblas.

El carmelita cruzó las manos, dejóse caer de rodillas, apoyó la frente en la mesa que a su lado tenia, y rezó.

algunos segúndos después se había perdido en el espacio el eco de la campana.

Empero el silencio fue nuevamente interrumpido por las pisadas de caballos que se detuvieron delante de la posada.

El fraile, o no se apercibió del ruido, o no le dio importancia.

Los recien llegados debían ser muchos, según las distintas voces que se oyeron.

Cinco minutos después se abrió la puerta de la habitación y apareció un caballero flaco, de elevada estatura, mirada penetrante y rostro tan sombrío como su vestido negro.

Fray Manuel se levantó, pintóse en su semblante la sorpresa, y exclamó:

—¡Vos aquí!

—Ya lo veis, padre,—respondio el caballero;—aquí estoy mal que me pese.

El carmelita comprendio lo que significaba aquella inesperada visita, y se acordó del acertado consejo de Martín.

Pero ya era tarde, y lo único que podía hacer el religioso era disimular y tener cuidado de no aventurar una sola palabra que lo comprometiese.

—Pues yo,—dijo con cuanta calma le fue posible,—tengo a fortuna la casualidad que os trae, proporcionándome el placer de saludaros.

—Gracias.

—Sentaos: por esta noche tengo aquí mi aposento, y lo pongo a vuestra disposición.

—Permitidme,—replicó el caballero,—que abrevie mi visita, nada grata por cierto: me trae el cumplimiento de un deber que no he podido excusar.

Fray Manuel hizo un gesto de extrañeza.

—No os comprendo.

—Tengo que comunicaros una orden...

—¿Desagradable?

—Mucho.

—¿Y vaciláis?—dijo el carmelita sonriendo.

—Sois mi amigo...

—Cuando no ejerceis vuestras funciones en representacion de la ley: y como parece que ahora...

—Soy solamente el juez.

—Entonces explicaos sin temor.

—Fray Manuel, tengo orden de prenderos.

—¡Prenderme!

—Sí.

—¿Por qué?—preguntó el fraile, cuya mirada se fijó atrevidamente en el hombre de justicia.

—Os lo diré cuando os tome declaración: ahora no puedo.

—¿Y esa orden?...

—Es de su majestad.

—¡El rey manda que se me prenda!..

—Sí, padre.

—¿El rey por sí y ante sí?

—¿Acaso no es bastante?

—No.

—Previendo esa negativa, aunque infundada, se ha dado la orden de acuerdo con vuestro superior.

—¡Ah!...

—Mirad,—repuso el caballero, sacando y enseñando un papel al carmelita.

—Basta,—dijo este con calma y dignidad,—no dudo de vuestra palabra... Estoy a vuestras ordenes, caballero.

—Esta noche la pasareis aquí, y mañana marcharemos en un coche.

—Bien.

—A la puerta de esta habitación habrá toda la noche un hombre por si algo os ocurre.

—Entiendo, un centinela.

El juez hizo una reverencia y salió.

En aquel momento sonó el ruido de las pisadas de otro caballo, y llegó a la puerta de la posada un jinete.

Era Martín.

Al ver el donado los soldados y alguaciles que aún estaban en la calle, apretó los puños con desesperación; pero dominó su coraje, y descabalgando entró en la posada.

—No puedo teneros aquí,—le dijo el posadero.

—¿Por qué?

—Primeramente porque está todo ocupado.

—Me acomodaré en cualquiera parte, en la cocina...

—Me lo han prohibido.

—¿Quién?

—Quien puede.

Martín comprendio lo que había sucedido; pero necesitaba convencerse de que su señor estaba en la posada.

—¿Y tampoco podré,—dijo,—dar un pienso a mi caballo?

—Lo preguntaré.

El posadero desapareció, volviendo a los pocos minutos, y diciendo a Martín:

—Entrad en la cuadra; pero no teneis más que un cuarto de hora.

Bastóle al donado ver la mula torda; así que, antes de diez minutos quitó a su cabalgadura del pesebre, pagó y salió de la posada.

A la puerta había dos soldados.

Hubiera sido inútil intentar ver al fraile.

Martín volvió a montar y partió a escape, mientras decía:

—Preciso es llegará Madrid pronto, muy pronto... ¡Siempre corriendo!

Y se perdio entre las tinieblas.

La coincidencia había sido rara: En el mismo lugar donde el portugués y Patiño se habían jurado cruda guerra, allí había recibido el más terrible golpe uno de los rivales.

CAPÍTULO XLIX.
Lo que sucedio en el convento aquella noche y a la mañana siguiente.

Cuando Martín volvió al convento, no era ya un secreto la prision de fray Manuel, diciéndose sin reserva que este era el tan buscado duende, probándolo algunos papeles que se le habían encontrado en su celda.

El temido registro se había practicado; pero la verdad era que sólo se había encontrado, y eso sin concluir, la fábula de que hemos hecho mencion y algunos borradores de cartas sobre asuntos políticos, dirigidas a un embajador. Esto eran indicios, y nada más; pero fue bastante para confirmar las sospechas y dar la orden de prisión.

Los papeles más importantes estaban guardados entre el pergamino y el carton de los forros de los libros, y al registrar no dio el prior con semejante escondite.

Para aquella noche se tenía dispuesto un escrupuloso y nuevo registro de todo el convento, con el fin de buscar la imprenta que suponían debía encontrarse allí.

Esta última noticia no puso en gran cuidado a Martín, porque estaba seguro de que el reconocimiento no daria resultado: lo que le preocupaba era el encuentro de los papeles; porque a juzgar por lo que se decía, todos habían caído en manos del prior.

A las once de la noche, éste, seguido de la comunidad, dio principio al registro.

Silenciosamente atravesaron claustros, galerías y aposentos, llegando al fin al en que ya vimos en otra ocasíón a fray Manuel levantar una pesada compuerta y desaparecer por una escalerilla.

Detuviéronse allí..

La más viva curiosidad estaba pintada en todos les rostros.

—Abrid ahí,—dijo el prior a los donados.

Estos obedecieron, no sin palidecer algún supersticioso, y esperaron nuevas ordenes.

—¿Qué aguardais?—preguntó el superior.

Entonces Martín, tomando una de las linternas que llevaban sus compañeros, empezó a bajar la estrecha y resbaladiza escalera, diciendo:

—Como se trata de un duende, creen que por aquí se va al infierno... No hay cuidado.

El prior siguió a Martín y luego los hermanos, uno a uno, fueron entrando y bajando como una procesion de fantasmás, que se oculta en las entrañas de la tierra.

A los pocos segúndos el cuadro era más imponente y sombrío: la comunidad se encontraba en un espacioso sótano, a cuyos límites no alcanzaban los rayos de luz que salían de las linternas.

El exámen fue escrupulosísimo: recorrieron todo el subterráneo, mirando las paredes, sin encontrar nada que les llamáse la atención, y al fin se fijaron en una gran piedra, colocada sobre otras dos, no se sabe con qué fin, y que lo mismo podía servir de mesa que de banco.

Allí vieron algunas manchas negras, que algunos no titubearon en calificar de tinta de imprenta: pero como nada más encontraron, dispusiéronse a irse y aún empezaron a andar hacia la escalera, cuando el lego a quien ya vimos aceptar el convite de Martín, exclamó:

—¡Ahí... Ya no hay duda... Mirad.

Y recogió del suelo un pedacito de metal blanco reluciente.

—¡Una letra!—dijeron algunos.

—Sí, una letra,—añadio el superior, después de examinar el trozo de metal,—una d... Esto es bastante: ya no hay duda de que en este sitio ha habido una imprenta, y... Hemos concluido, hermanos.

Martín lanzó una terrible mirada al lego.

La comunidad dejó el sótano, y cuando el superior quedó en su celda, esparciéronse los frailes comentando lo sucedido, y teniendo por cierta la perdicion del padre fray Manuel de San José.

Medía hora después reinaba en el convento un silencio profundo.

Pasó la noche.

El sol, esplendente como nunca, se levantaba en un horizonte puro y trasparente.

Aquel día era más crecida que de costumbre la concurrencia de ociosos a las gradas de San Felipe. Desde muy temprano había cundido la noticia del descubrimiento y prision del duende, y esto era un acontecimiento demásiado grave para dejar de producir una profunda sensación en todas las clases de la sociedad.

Cuando empezó a correr la nueva, no se decía quién fuese el acusado; todos querian conocerlo y se disponían a salir al camino para verlo pasar; pero cuando se dijo que el duende era el carmelita fray Manuel tan conocido en Madrid, sucedio la sorpresa a la curiosidad.

A las once de la mañana entró en la villa el acusado: iba en un coche rodeado de soldados y alguaciles, que más de una vez apelaron a enérgicas amenazas y aún descargaron algún golpe para abrirse paso por entre los curiosos que habían acudido al Prado.

Los que ocupaban el coche no pudieron ser vistos, porque las ventanillas del carruaje iban cerradas con las cortinillas.

Llegaron a la portería del convento y se detuvieron, no logrando los espectadores ver al carmelita, porque los soldados despejaron la calle.

Pocos minutos después salió el prior, abrieron la portezuela y salieron del coche fray Manuel y el sombrío caballero que lo había reducido a prisión.

El rostro del carmelita, estaba ligeramente pálido, pero muy lejos de expresar miedo ni turbación. Levantaba la frente con dignidad, casí con orgullo, y su mirada era más tranquila que nunca.

—Venid,—le dijo el prior con su acento melifluo.

Fray Manuel lo siguió.

Ya debían estar dadas todas las instrucciones, porque sin recibir orden algúna, un lego y un donado se fueron tras el superior, y otro lego se llevó al juez por el opuesto lado.

Aquellos atravesaron un patio, se internaron en una larga y ancha galería, dejaron atrás una sala desamueblada, y tomaron al fin por un pasíllo, a cuya derecha se veía una puerta.

Siguieron adelante y encontraron otras dos puertas que no podían tener más objeto que dividir el pasíllo, y llegando luego al final de éste entraron en un aposento reducido y sombrío, pues no recibía más luz que la escasa que penetraba por una ventanilla con barrotes de hierro practicada a bastante altura, y que debía dar a otra habitación o galería.

Un cajon largo y estrecho, que hacía veces de banco, y una mala cama era cuanto allí se veía.

Fray Manuel, que no había pronunciado una palabra, siguió guardando silencio.

—Aquí debeis quedar,—le dijo el superior.

—Bien,—respondio tranquilamente el portugués.

—¿conocéis el motivo de vuestra prisión?

—No, padre.

—¿Y no teneis deseos de saberlo?

—Para tener el disgusto de escuchar una calumnia, es mejor cuanto más tarde.

—Cuidado con lo que decís, hermano.

—Como ningún delito he cometido, forzosamente ha de ser calumniosa la acusación. ¿No es esto lógico, padre? ¡Ah!—La justicia va a perder un tiempo precioso; pero ¿qué hemos de hacerle? se empeñan en ello, y hay que resignarse. No me importa: estoy tranquilo, porque triunfaré. Tal vez sean muchos y muy poderosos mis enemigos; pero cuento con una ayuda más poderosa que todos ellos, la ayuda de Dios. ¿No os parece, reverendísimo padre, que con tal defensor nada debo temer?

—Preguntadle a vuestra conciencia.

—Es excusado: cuando nada me ha dicho...

—Basta, hermano,—replicó el superior, cuya frente se contrajo, quizás por primera vez en su vida.—El juez va a tomaros declaración.

—Estoy dispuesto a contestarle.

El prior salió, cerrando la puerta con llave.

No se cuidó el carmelita de examinar su prisión: era aquella la cárcel del convento, y la conocía.

Sentóse en el banquillo o cajon el perseguido carmelita, y entonces, libre de importunas miradas se arrugó su frente.

—Supongo,—dijo,—que el único papel sospechoso que han encontrado es la comenzada fábula, y siendo así, saldré del apuro. Sin embargo, como mis enemigos son muy poderosos, no encontrarán dificultad para tenerme aquí encerrado mucho tiempo, y debo por consiguiente pensar en la fuga, lo cual, aunque parece imposible, lo conseguiré con la ayuda de Marlin. Por esa ventana no, pues aún sin los barrotes, es estrecha... No queda más que la puerta y después de esta hay otras dos que cerrarán, y los guardíanes que pongan... ¡Oh!... mucho tendrá que pensar el buen Martín.

Fray Manuel recorrió en todos sentidos el aposento, mirando las paredes, el techo y el suelo, y fijando últimamente su atención en la puerta.

Esta era fuerte: tenía una cerradura que no podía romperse sino con buenos instrumentos, y además una aldabilla, endeble, pero que podía resistir cualquier empuje, y que no podía echarse sino por la parte de adentro.

La aldabilla, a disposicion únicamente del preso, que podía estorbar la entrada cuando quisiese, era una garantía que a éste se daba de que no se le sorprenderia durmiendo.

El carmelita volvió a sentarse, y como quien busca el último recurso fijó la mirada en la ventanilla, abierta a unas tres varas del suelo. Sin las dos barras que tenía en forma de cruz, era dudoso que pudiese caber una persona. Por la parte opuesta estaba a la misma altura en una galería, y allí deberia ponerse un vigilante, según en otras ocasíónes se había hecho.

había pasado un cuarto de hora.

La puerta se abrió y entraron dos sirvientes, llevando una mesa y dos sillas, que colocaron en medio de la habitación.

Luego se presentó el juez con otro hombre también vestido de negro, y sobre cuyas largas narices descansaban enormes anteojos con engaste de latón.

Era bastante extraña, o más bien horrible, la figura de este nuevo personaje..tendría cincuenta años; era de escasa estatura, flaco y jiboso, presentando una protuberancia respetable en la espalda junto al hombro izquierdo. Sus brazos, bastante largos, permitían que sus dedos alcanzasen a las rodillas, y con más facilidad a la derecha, porque hacía este lado tenía inclinado constantemente el cuerpo, obligado por el capricho de su joroba, que no había querido colocarse en medio de la espalda. Su rostro no era menos feo: tenía la frente estrecha; los ojos redondos, pequeños y hundidos, y las mejillas tan demacradas, tan chupadas, sin duda por falla de las muelas, que formaban dos concavidades haciendo sobresalir más los casí puntiagudos pómulos y la delgada y corva nariz que, como hemos dicho, tenía dimensiones no comunes. La boca era grande, pero los labios delgados; y si las muelas le faltaban, no así los dientes, que eran largos y afilados, pero desiguales, separados y de color de caoba. Era enteramente imberbe, lo cual no le pesaba, porque le evitaba el trabajo de afeitarse. Sus cabellos grises y asperos no estaban empolvados, sin duda por no permitírselo su clase, que no debía ser la más elevada, a juzgar por la sencillez y pobreza de su vestido de raido paño, y más que todo por sus medías de lana, de negro dudoso, zurcidas con poco disimulo en muchas partes.

Llevaba bajo el brazo izquierdo un lio de papeles, y en la mano un tintero negro de asta.

En tan ruin cuerpo, y por añadidura con el nombre de Ciriaco Gabilan, estaba depositada la fe pública: era un escribano.

Mientras el juez saludaba fríamente al carmelita, el señor gavilán extendía los papeles sobre la mesa, abría el tintero, y sentándose se disponía a escribir.

El rostro de fray Manuel no se había alterado, y hubiera sido imposible leer en él ningún sentimiento.

después de las preguntas de costumbre sobre el nombre, edad y demás circunstancias del acusado, el juez sacó un papel, y enseñándolo al religioso, le dijo:

—¿Reconocéis por vuestro este escrito?

—Si,—respondio el fraile después de ver que era el borrador de la fábula.—Tengo aficion a la poesía que en otro tiempo cultivé con algún resultado, yen mis ocios suelo todavía escribir algunos versos.

—Bien, padre; la ocupación, aunque profana, no es criminal.

—No me está prohibida.

—Pero entiendo,—replicó el juez,—que no os está permitido entreteneros en escribir sátiras contra personas respetables.

—Por eso no lo hago.

—Esta fábula...

—Es profundamente moral,—replicó tranquilamente el fraile.

—Aquí se ataca a determinadas personas...

—Eso lo presumís. ¿No sabeis que en las fábulas no se aplica la leccion moral sino en los últimos versos? Esa está sin concluir, y por consiguiente, vuestra sospecha es aventurada, temeraria...

—¡Fray Manuel!

—Señor juez,—dijo con firmeza el carmelita,—os probaré lo contrario de lo que decís.

—¿Cómo?

—Muy fácilmente: concluiré la fábula si me concedeis algunos minutos...

—¿Qué os propusisteis combatir?

—La traicion.

—Aquí el gavilán...

—Señor,—dijo vivamente el escribano, haciendo una reverencia.

—No hablo con vos... Aquí el gavilán...

—Representa la traicion y la cobardía, y el leon la nobleza, el valor. Ya veis el principio, que dice:

Cerníase un astuto gavilán,

allá cerca a las nubes, contemplando,

con la cobarde saña del traídor...»

—Bien,—interrumpió el juez:—veamos el final.

—Dadme la pluma,—dijo fray Manuel al escribano.

Este obedeció, no sin lanzar al fraile, a través de sus anteojos, una mirada de hiena, porque se creía aludido en los versos.

El religioso meditó algunos instantes, y luego, con pulso firme trazó algunos renglones terminando la fábula, tan ingeniosamente, que nadie habría podido encontrar allí la más ligera alusion a persona algúna.

—Tomad,—dijo;—y veamos lo que el juez encuentra en ese escrito.

El severo alcalde leyó una, dos y tres veces, y se mordio los labios sin saber qué replicar. No estaba convencido; pero legalmente no podía hacer ningúna observación.

—Bien,—dijo después de algunos segúndos y sacando la letra encontrada en el sótano.—¿Y esto qué es?

—Esto es... una letra de imprenta...

—Que vos teníais...

—No,—replicó enérgicamente el fraile.

—Sí.

—No.

—Se ha encontrado en el convento...

—¿Qué me importa?

—Acabemos, fray Manuel.

—Si, acabemos, porque no es una declaracion lo que me tomáis.

—¿Sabeis de lo que se os acusa?

—Lo ignoro.

—¿No lo sospecháis?

—Tampoco.

—Sois, y está ya probado, el autor de ese papel que se imprime ocultamente con el título de EL DUENDE DE LA CORTE.

El fraile desplegó una sonrisa burlona.

—perdónad,—dijo,—que me ría; pero no puedo tomar seríamente vuestras palabras.

—Soy vuestro juez...

—Entonces proceded como tal.

Fray Manuel...

—Pruebas, pruebas...

—Las tengo y os las presentaré cuando os hayais ratificado en vuestra negativa.

—Pues bien, me ratifico, y si no juro es porque soy sacerdote, y vos no podeis recibir mi juramento. ¿queréis más? Vengan, pues, esas pruebas, o de lo contrario estoy en mi derecho de creer que habéis querido sorprenderme.

—¿Qué decís?

—Que reconozco vuestra habilidad; pero que de nada os ha servido, porque soy inocente.

Aunque tarde, el juez comprendio que había cometido un error en discutir con el acusado, y para remedíar la falta en cuanto fuese posible, no hizo más observaciones, y se concretó a tomar en debida forma la declaración.

Fray Manuel se había convencido de que no existían las pruebas en poder de sus perseguidores, y completamente tranquilo, respondio a todas las preguntas sin vacilar, y con las menos palabras posibles.

A pesar de que el hombre de la fe pública escribía con prodigiosa rapidez, el acto duró cerca de una hora.

El alcalde salió pensativo y se dirigió a la celda del superior.

—¿Qué habéis adelantado?—preguntó éste.

—Nada,—respondio el juez,—ni adelantaremos. ¡Oh!... ese hombre vale mucho.

—Pero las pruebas...

—¿Dónde están?

—La fábula...

—Miradla concluida.

La lectura de los ingeniosos versos hizo torcer el gesto al superior.

—Por mi parte,—dijo,—he hecho cuanto era posible: creo que su majestad no tendrá queja de mí.

—Es verdad; y espero que seguireis haciendo lo mismo. Ahora lo que importa mucho es que el preso no tenga comunicacion con nadie.

—De eso os respondo.

—Voy a ver a don José Patiño...

—Hacedle presente mi deseo de servirle.

Dejaremos al buen alcalde ir ¿participar el estado del asunto, y volveremos al lado de Martín.

Capítulo L.
De cómo Martín recibió un señalado favor de quien menos lo esperaba.

La duda atormentaba a Martín: si hubiera podido siquiera ver el rostro del carmelita después de la declaración, habría deducido que no existían las pruebas en manos del juez; sin embargo, el semblante de éste al salir de la prisión, revelaba el descontento, lo cual fue para el donado buena señal.

¿Qué hacer en aquella situación?

A esta pregunta no se ocurrió otra respuesta al buen donado que la siguiente:

—Pensaré, meditaré despacio; porque el acierto es hijo de la calma.

Y se encerró en su celda, sentóse en la cama para estar más cómodamente, cruzó los brazos, inclinó la cabeza sobre el pecho y quedó inmóvil como una estátua.

Así pasó una hora, dos y tres.

Hubiérase creido' que Martín dormía; pero nunca había estado más lejos de entregarse al sueño, a pesar de que había pasado en vela casí toda la noche anterior.

Al fin dio señales de vida.

Pasóse las manos por la frente, se puso de pie y dijo:

—Bien, ya no dudo: a mi señor le conviene salir de su encierro, pues aunque nada puedan probarle, no le devolverán la libertad en mucho tiempo: una causa dura todo lo que quiere el juez; y si éste se empeña y el escribano le ayuda, no acaba hasta que se ha muerto el acusado. Aun cuando ahora no se me ocurre ningún medio de fuga, habrá muchos o algunos, y para no embrollarme, cada día cabilaré sobre uno. Lo primero es ponerme en comunicacion con mi señor, y el cómo ha de ser esto, lo pensaré cuando conozca el sistema de vigilancia que siguen para guardarlo. El averiguar esto es fácil... ¡Ah!... ¿Y doña Andrea?... Es preciso darle parte del suceso... Si, sí... ¡Pobrecita!... Me olvidaba de ella.

Martín dejó el convento y se encaminó a casa de la huérfana.

Con sobrada razón podía compadecerse a la infeliz: había perdido la última esperanza, y tras esto el último consuelo, el único protector que podía guiarla y defenderla en el negro camino de su desgracia.

Si fray Manuel no hubiera perdido la libertad, tal vez, con los poderosos medios que tenía a su alcance, habría conseguido descubrir la farsa inventada por la duquesa, pues no era fácil dar todas las apariencias de verdad, sobre todo para con los criados de la casa, al supuesto regreso y nuevo viaje de don Juan; pero la fatalidad perseguía sin descanso a la desvalida joven, y el destierro y prision del carmelita tuvieron lugar precisamente en los momentos más interesantes.

¿Qué podía hacer Andrea?

Nada, absolutamente nada más que sufrir, y trastornada por el dolor tomar una resolución desesperada.

Para llegar a semejante extremo la fallaba muy poco. Solamente la hubieran contenido los consejos de fray Manuel: sin estos era segura la perdicion de la desdichada, porque no veía el abismo abierto a sus pies.

Apenas había cerrado sus ojos al sueño la noche anterior; la había pasado pensando en su desgracia, y Antonio no se había separado de su memoria.

Todo lo aceptaba, estaba dispuesta a sufrirlo todo, la vergüenza, la misería, la muerte... pero nada para su hijo; por un nombre para su hijo estaba dispuesta a sacrificarlo todo. ¿Qué le importaba su desgracia como mujer si podía vivir tranquila como madre?

Un nombre, por oscuro y humilde que sea, vale más que ningúno: el hijo de un criminal es más considerado que el hijo del crimen.

Así pensaba Andrea, sin que contra semejante razónamiento le hubiese presentado una sola razón el carmelita, porque a éste le era imposible revelar el secreto que se le había confiado en concepto de confesion, porque no podía decir: «ese nombre que te ofrecen es el del verdugo.»

Por consiguiente, los consejos de fray Manuel no habían servido más que para aumentar las dudas, y hacer más dolorosa la lucha que sostenía la joven.

Martín vio en el rostro pálido de la infeliz todas las señales del insomnio y del llanto, la expresión del dolor más intenso, del sufrimiento de una lenta agonía, y por un momento tuvo la intención de ocultar la nueva desgracia hasta otro día; pero comprendiendo que el golpe sería tan cruel después como entonces, no vaciló y dijo:

—Señora, me atrevo a visitaros para cumplir las ordenes del reverendo fray Manuel, vuestro mejor amigo.

—¿Está enfermo?—preguntó la joven con inquietud.

—No; pero le es imposible venir.

—Explicaos,—repuso afánosamente Andrea.—Sin duda venis a anunciarme algúna nueva desgracia o inesperado peligro, que es preciso evitar al instante; porque de otro modo fray Manuel hubiese esperado...

—No os equivocáis, una desgracia...

—¡Dios mío!

—Fray Manuel está preso.

—¡Ah!—exclamó Andrea con acento desgarrador.

Y fijó en el donado una mirada de mortal angustia, sin poder articular una silaba más, porque le faltó el aliento.

—Mi señor,—repuso Martín,—es víctima de una intriga infame: se le acusa de ser el autor de unas sátiras que han corrido impresas; pero esto no es más que un pretesto, pues la verdadera causa de la persecucion que sufre, es el haber estorbado que don Juan se casase con la hija del conde de Villanova. Muy poderosos son sus enemigos; lo tendrán encerrado si no encuentran con qué justificar un duro castigo; pero triunfaremos: fray Manuel saldrá de su prision y llegará el día de las reparaciones.

El donado refirió cuanto había sucedido, acabando por decir:

—En medio de su desgracia no ha dejado mi noble señor de pensar en vos, y os repetiré sus palabras: «No abandones, me dijo, a doña Andrea, y aconséjale que antes que aceptar las proposiciónes de Antonio, prefiera ver a su hijo sin nombre. » No sé lo que esto significa, pero cuando lo dice fray Manuel, sus razónes muy poderosas tendrá.

—¡Siempre misterios!—murmuró Andrea, por cuyas mejillas corria en abundancia el llanto.

—El tiempo se encargará de ponerlo todo en claro: no es cuestion más que de paciencia: esperad y vencereis, porque lo que no se puede conseguir un día, nos lo trae al siguiente la casualidad. ¡Oh! El tiempo es un gran auxiliar, me lo ha probado la experiencia.

—¡Ah!... El tiempo es mi mayor enemigo, porque pasa velozmente, y muy pronto, ni podré ocultar mi deshonra, ni evitar la desgracia de mi hijo.

—Pero antes de ese día...

—Está cercano...

—Aguardad siquiera a que fray Manuel escape de las garras de sus enemigos, lo cual sucederá no sé cuando, pero no tan tarde que no pueda serviros.

—Pero ese hombre misterioso que me ofrece un nombre...

—Sabremos quien es, yo lo averiguaré, porque tengo un medio seguro, si bien que me ocupará muchos días. ¡Oh!... ese hombre es tan testarudo como yo ¿lo entendeis? tanto como yo, y eso es un inconveniente. Antes he de ocuparme de la libertad de mi amo, que está metido donde apenas tiene aire que respirar: además, no estoy tranquilo, porque entre frailes y gente de golilla... Yo me entiendo, los conozco, señora, y os suplico no lleveis a mal que acuda con preferencia a mi amo.

—Es vuestro deber, y tampoco teneis otra cosa de qué ocuparos, porque nada puede hacerse en mi favor.

Martín no servia para consolar a nadie con palabras, porque ya sabemos que si bien no era tonto, tampoco era elocuente. Por esta razón guardó silencio y contempló a la infeliz Andrea, que con el rostro oculto entre las manos dejaba correr sus lágrimás.

Así trascurrieron algunos segúndos, y al fin el donado, ofreciendo a la joven visitarla díariamente, salió para volver al convento y ocuparse de su señor.

Cuando, pensativo y cabizbajo, acababa Martín de bajar la escalera, detúvose en el portal, se contrajo ligeramente su rostro, y a pesar de su calma, no pudo contener una exclamación de coraje.

Se había encontrado con el sombrío Antonio, que llegaba en aquel momento.

Aquellos dos hombres se contemplaron sin articular una silaba.

El donado miró al verdugo con una expresión de enojo que rara vez en su vida se había visto pintada en su tranquilo semblante.

Antonio miró a Martín con la glacial indiferencia que le caracterizaba.

—Me alegro encontraros,—dijo al fin Antonio.

—¿Qué buscáis aquí?—preguntó el donado.

—¿No lo adivinais?

—¿Y vos ignorais que no quiere escucharos la desdichada mujer a quien perseguís?

—Si ella os ha dicho eso, os ha engañado, o por lo menos se esfuerza para engañarse a sí misma.

—Os quivocais.

—Tal vez; pero esto no es para tratado ahora: hay otro asunto que os interesa más. Escuchadme con vuestra calma de costumbre y olvidad por algunos minutos el odio infundado que os inspiro.

Martín pareció meditar, cruzó los brazos y dijo con tranquilo acento:

—A nadie odio; pero me desagradais lo bastante para hacerme pensar con placer que algún día se cruzarán nuestras espadas.

—Sí, algún día lo haremos, si en ello os empeñáis, pero no ahora, porque vos teneis que cumplir antes vuestros deberes con fray Manuel, y yo satisfacer los deseos de mi pasíón.

—Explicaos.

—Supongo que sabeis que se dio un buen consejo a fray Manuel, y que por haberlo despreciado...

—Está preso, es verdad. Os agradezco vuestros avisos aunque no sirvieron.

—Ya lo veis,—repuso Antonio sonriendo levemente,—empezamos a ser amigos.

—Proseguid.

—Hicisteis muy bien en sacar la imprenta del convento...

—No os comprendo,—interrumpió el donado.

—Lo sé todo, y si no queréis ser franco, peor para vos. Concluiré y luego haced lo que os plazca.

—Bien, nada pierdo por escucharos.

—Los enemigos de fray Manuel no tardarán en acertar con el nido de la calle de San Juan, y aunque habéis previsto el caso de una sorpresa, y teneis la huida libre por el patio de la bruja Gregoria, si dan con la imprenta, estáis perdidos, porque la vieja os venderá. Para que esto suceda, falta muy poco, y cuanto antes debe desaparecer cuanto teneis oculto en aquella morada.

Puede comprenderse la sorpresa con que Martín escucharía las palabras de Antonio, que en todo había dicho la verdad.

—¿Sabeis,—replicó,—que si todo fuese como decís?...

—Tendríais que agradecerme un segúndo y saludable consejo, y además el servicio que pienso ofreceros.

Martín guardó silencio como el mejor medio de no equivocarse.

—Desde hoy,—añadio Antonio,—es natural que se vigile a cuantos habitan el convento, y no conviene que falteis a ciertas horas, porque os haria ser sospechoso, si ya no lo sois, y os espiarían, sucediendo al fin que descubriesen lo que tanto importa ocultar. Para evitar esto, yo me encargaré de desocupar la casa, porque puedo hacerlo sin riesgo ningúno. Si encontrais bueno el plan y aceptais mi ofrecimiento, dadme la llave que supongo lleváis, y olvidaos de la imprenta, que mañana se encontrará donde nadie la buscará.

Creció la sorpresa de Martín.

Aumentaron sus dudas.

¿Cómo salir del apuro?

¿debía seguir negando?

Esto a nada conducía, porque Antonio acababa de probar que estaba bien enterado de todo. Además, tendría que rechazar el ofrecimiento, que en aquellas circunstancias era demásiado interesante.

Sabemos que el donado necesitaba mucho tiempo para decidirse, y come entonces no contaba más que con algunos segúndos, le era imposible entrar en reflexiones consigo mismo, y no se dijo más que lo siguiente:

—Peor de lo que estamos no podemos estar.

Luego examinó atentamente el rostro de Antonio, introdujo una mano bajo el hábito y sacó una llave.

—No os arrepentireis,—dijo el verdugo.

Y tomó la llave, añadiendo:

—Vuestro amo no tiene más salvación que la fuga: si me necesitáis, disponed de mi bolsa, de mi brazo y de mi vida; pero no intentéis averiguar quién soy.

—Gracias,—respondio con calma el donado.

Y sin pronunciar una palabra más, salió de la casa, si no aturdido, porque era casí imposible que se aturdiese, poco menos.

En vano atormentó su magin el antiguo soldado: cuando llegó al convento no había podido aún explicarse la extraña conducta de Antonio.

Este entretanto permanecia en el portal, diciendo para si:

—Volveré mañana: el donado acabará de darle la triste nueva, y no es oportuna mi visita en estos momentos.

Y también salió de la casa.

CAPÍTULO LI.
Cómo estaba guardado fray Manuel.

Martín experimentó una segúnda y más desagradable sorpresa cuando llegó al convento. había creido que se tomarían precauciones para guardar al preso; pero nunca se imaginó que el convento se convirtiese casí en un cuartel o pareciese una fortaleza donde se custodía un reo de Estado.

En todas las puertas había centinelas y quince o veinte soldados estaban de reserva para los relevos, situados delante del pórtico de la iglesia.

Para que entrase el donado, fue menester que un lego dijese que aquel era de la comunidad, y nadie podía tampoco salir sin haber dado el oportuno aviso al superior, y obtenido licencia.

Por respeto al lugar, los soldados no prestaban servicio más que en la parte exterior del convento; pero no por eso eran en el interior menos escrupulosas las precauciones.

Ya dijimos que para llegar al calabozo había que seguir un pasíllo y que á la derecha se veía una puerta. Esta era la de un aposento de regular extensión, donde se había situado una guardía de dos individuos legos o donados, que debía relevarse al anochecer y amanecer, teniendo orden de que nadie más que el prior entrasen o saliesen.

Las dos puertas que, según dijimos, interrumpían el pasíllo, se habían cerrado, aunque dejando las llaves puestas, y la tercera, que era la del calabozo, no podía ser abierta sino por el prior, que guardaba la llave.

La ventanilla con reja de la prision daba a una galería, y en ésta se había puesto otro vigilante.

Uno de los extremos de la galería se hallaba incomunicado, y el otro daba paso a un salon por donde necesariamente había que cruzar para ir desde el resto del convento al calabozo, a menos que se rodease mucho, yendo antes a la iglesia, de manera que al salir del calabozo no se encontraban más que dos caminos, el del templo y el del mencionado salón, donde había una tercera guardía compuesta de dos frailes y dos donados, encargados de vigilar a su vez a los otros vigilantes.

Como se ve, la fuga era imposible, y las precauciones tomadas por el prior desconcertaron a Martín y le hicieron palidecer por primera vez en su vida.

Empero el buen donado apeló a su calma, a su inagotable paciencia, y encomendándose al tiempo, su protector favorito, se encerró en su celda para meditar, primero sobre los medios de ponerse en comunicacion con fray Manuel, y luego sobre los de fuga, por más que esto pareciese imposible.

Al cabo de una hora sonrió Martín y dijo:

—Bien, ya tengo lo que quiero: tal vez desde mañana empezaremos a entendernos mi señor y yo. No tiene igual la torpeza de esta gente: muchos guardíanes... ¡y no se les ha ocurrido que puede haber uno interesado en favorecer al preso!... Buen principio. Ahora escribiré, y día y noche iré prevenido para aprovechar la primera ocasíón.

Martín se acercó a la mesa y empezó a escribir.

Medía hora después, acabó, dobló el papel, sacó del cajon una cuerda delgada y bastante larga, y ambas cosas las guardó cuidadosamente en el pecho bajo la camisa.

—Si puedo,—dijo,—con este papel irán otros y un tintero, que mi amo esconderá debajo del cajon que le sirve de banco en el calabozo.

El donado dejó la celda y se fue en busca de más noticias sobre lo que tanto le interesaba.

Como no se hablaba en el convento más que de fray Manuel, pudo fácilmente Martín saber cuan lo deseaba para formar su plan.

El juez fue otras dos veces, acompañado del escribano gavilán, y como la primera, salió de la prision con el rostro contraído y evidentes muestras de profundo disgusto.

Llegó la noche y se relevaron los vigilantes, sin que Martín fuese designado para aquel servicio.

—Mañana será otro día,—dijo el donado con su calma habitual.—Dormiré esta noche más que otras para tener eso adelantado por lo que pueda suceder.

Y efectivamente, cenó como nunca y se entregó al más profundo y tranquilo sueño.

Era imposible que sospechasen de él.

Si el preso estaba muy vigilado, no estaba mal tratado: había tenido buena comida, y se le permitió luz por la noche.

Antes de acostarse el prior fue al calabozo.

Encontró a fray Manuel sentado en la humildísima cama, porque las sillas, así como la mesa, se sacaban apenas salía el juez.

El rostro del carmelita no se había alterado; estaba lo mismo que por la mañana, ligeramente pálido, conservando su fría y grave expresión.

Al ver al prior, se puso fray Manuel de pie.

—No os levanteis,—le dijo aquel con dulzura y sonriendo, según su costumbre:—ahora no soy más que un compañero vuestro que os visita.

—Gracias,—respondio el carmelita.

—¿necesitáis algo, hermano? ¿Puedo hacer algúna cosa para endulzar vuestra situación?

—Mi situación, reverendo padre, no tiene nada de triste, fuera de la oscuridad de este aposento; por lo demás, como estoy libre de todo cuidado, porque nada teme mi inocencia, no debe compadecérseme.

—Hermano,—repuso el prior después de algunos instantes,—todos somos débiles y pecamos, y vuestra falta será perdónada si mostrais arrepentimiento; pero no agraveis vuestra situación con inútiles negativas, porque estas probarían la mala fe a los ojos de los que tienen pruebas de lo mismo que negáis.

—No os comprendo.

—Escuchadme, hermano,—dijo el superior, sentándose y haciendo sentar a fray Manuel.

Entonces dio la luz de lleno solamente en el rostro de éste.

Cambió el acento del prior, su semblante tomó una expresión de gravedad, que le era extraña, y después de algunos momentos de reflexion añadio:

—Siquiera por la reputacion de la comunidad, por el prestigio de la clase, ya que me negueis otro interés más noble y tierno, nadie como yo debe procurar que os salveis del peligro que os amenaza, porque una vez probado vuestro delito, ireis desde aquí a una cárcel pública o a un calabozo de la inquisición, sin que yo pueda libraros, sin que os valga toda la influencia de nuestro respetable general.

—Es verdad,—replicó tranquilamente fray Manuel,—eso sucedería si se probase el delito de que me acusan; pero como no se probará, porque soy inocente, sucederá otra cosa, que yo os diré. No iré a una cárcel pública ni a un calabozo de la Inquisición; seguiré aquí encerrado so pretesto de que no puede ponérseme en libertad hasta que se termine la causa; y ésta no se terminará nunca, porque se invertirán meses y meses en examinar testigos, tomar declaraciones y despachar exhortos. Eso sucederá, porque mis perseguidores me odían y me temen, y necesitan inutilizarme a toda costa. Creen que puedo hacer caer en desgracia a los ministros, desbaratar los planes de la reina y hacerme dueño de la voluntad del rey... ¡Son dignos de lástima!... No comprenden que no soy yo quien tanto puede, ni el misterioso DUENDE quien les ha hecho daño, sino sus injusticias, sus abusos son los que acabarán con ellos.

—Hermano, no pensais lo que decís...

—Pero digo lo que pienso, porque aborrezco la hipocresía; y cuando me sea permitido defenderme, además de lo que pienso, diré lo que sé, la verdad desnuda.

El rostro del prior, siempre colorado como una cereza, palideció por un segúndo.

—Al fin,—dijo después de aparentar que vacilaba,—tendré que revelaros un secreto que importa mucho a vuestro juez que se guarde, porque así tendrá motivo para castigaros más severamente... Sabedlo de una vez, ya que es preciso para convenceros; vuestro delito está probado, porque se ha descubierto a vuestro cómplice.

Fray Manuel se echó a reir con la mayor naturalidad, y luego dijo:

—perdónadme, padre, que os escuche tan poco respetuosamente; pero hay cosas que no pueden tomarse con seriedad. ¿Qué hariais si os dijesen que al fin se había descubierto que erais mujer? Reiros, y nada más que reiros de la mejor gana. ¡Mi cómplice!...

—Sí, vuestro cómplice, de quien nadie hubiera sospechado; pero a quien ha delatado una casualidad, una cosa insignificante... ¡Una mancha de tinta!

El portugués empezó a temer. Lo que el prior acababa de decir era posible y aún fácil; una mancha de tinta podía haber delatado a Martín, y si así había sucedido, lo habrían registrado, encontrándole una llave más acusadora que la mancha, quizás algún papel que lo probase todo, sin que el silencio ni las negativas del leal donado sirviesen de nada.

Sin embargo, fray Manuel hizo un esfuerzo, dominóse y volvió a reirse, y replicó como si se burlase.

—¡Cuánto trabajo perdido!... ¡Es lástima!... Ved lo que son las cosas de este mundo, una mancha, quizás del tamaño de una lenteja, ha hecho más que jueces, corchetes, espías...

—Una mancha y una llave...

—¿Una llave también?

—Y con la llave un papel.

El antiguo capitán estuvo a punto de caer en el lazo tan hábilmente tendido; sin embargo, hizo otro esfuerzo y replicó:

—Pues bien, ya tiene el juez cuanto necesita; vengan las pruebas y el castigo.

—Hermano...

—Padre,—interrumpió gravemente fray Manuel,—no fallará un miserable que se venda para decir que era mi cómplice; pero habrá de probarlo.

—Me ofendeis...

—No dudo de vuestra buena fe, al contrario, me estáis demostrando el más sincero afecto, puesto que venis a ayudarme.

—Así es; pero os obstináis...

—Gracias, padre mío, no puedo aceptar vuestra oferta, porque no necesito vuestro auxilio.

—¿Esperais que se os absuelva?

—Creo que no me condenarán, porque nada que me comprometa resultará de la causa; pero tampoco me absolverán, porque me temen demásiado para dejarme libre.

—¿Entonces?...

—No se terminará nunca el proceso, y yo estaré aquí encerrado, ese es el plan.

El prior se mordio los labios.

—Sin embargo,—añadio fray Manuel,—en esto les sucederá a mis enemigos como en todo, no verán cumplidos sus deseos. Esperaré algunos días, y cuando me canse de estar aquí, me iré.

—¡Que os iréis!

—¿Lo dudais?... Guardadme bien, padre, que contra vuestras guardas tengo la ayuda de Dios, y para salir de aquí no serán inconveniente esos gruesos muros ni las tres puertas, porque sin romper los unos ni abrir las otras volveré a ver el cielo y el sol.

Dijo esto el carmelita con tal acento de seguridad, que el prior lo miró como dudando si escuchaba a un loco, y no acertó a contestar.

Fray Manuel guardó también silencio, y hasta después de algunos minutos no volvieron a cruzarse algunas palabras insignificantes con que terminó la entrevista.

El prior salió pensativo, como al juez le sucedía, y diciendo para sí:

—¡Asegura que se irá!... ¡Oh!... Y no ha perdido el juicio, no... Será preciso vigilar más y dar parte de todo a don José.

No se acostó el prior sin escribir a Patiño, y éste, a pesar de la hora, fue a palacio a dar parte al rey de lo que sucedía. Si se hubiese tratado de otra cualquiera persona, habríanse reido de la amenaza de salir a su antojo de la prisión, pero en fray Manuel se creía todo posible después de lo que se le había visto hacer, y a sus enemigos les puso en gran cuidado, por más que la fuga pareciese irrealizable.

Como se suponía que el carmelita debía tener por lo menos un cómplice entre los individuos de la comunidad, y éste no había podido ser descubierto, no les tranquilizaba el tener a aquel encerrado.

—¿Quién sabe,—decía Patiño al rey,—si vale aún más que fray Manuel el que le haya prestado ayuda en sus intrigas? El portugués conoce bien a los hombres, y habrá sabido buscar un compañero que sea capaz de seguirle en todas las situaciónes, tan atrevido, tan astuto y tan prudente como él. Combinado debe estar ya el plan de fuga y seguro ha de ser, porque de otro modo el carmelita no hubiese asegurado que saldría de su prision cuando quisiese. ¡Oh! es demásiado orgulloso para exponerse a una derrota, para caer en el ridículo y sufrir la burla merecida a su loca arrogancia. Dígalo sino el casamiento de don Juan: antes que la amenaza el golpe.

—¿Y qué hemos de hacer para desbaratar ese plan?—preguntó el monarca con su natural indiferencia.

—Señor, el cómplice de fray Manuel debe estar en el convento.

—Tal creo.

—Por consigiente, lo que hay que hacer es alejar al uno del otro.

—Bien pensado,—repuso el rey.—Búsquese al cómplice, enciérresele, y así no podrá ayudar a su compañero.

—¿Podremos descubrirlo? Y aún consiguiéndolo ¿será tarde? Señor, creo que es más fácil y más seguro trasladar a fray Manuel a otro encierro, por ejemplo, a Segovia, a Granada...

—No,—interrumpió Felipe.

—El prior no responde...

—¿Y opina como vos?

—Lo ignoro.

—Eso no puede hacerse.

El ministro inclinó la cabeza respetuosamente, y como en demanda de ayuda dirigió una mirada a la reina que había permanecido silenciosa.

—Creo,—dijo entonces Isabel de Farnesio,—que no es nada extrañe encerrar en el alcázar de Segovia a un reo de consideracion.

El monarca se encontraba en uno de aquellos momentos, raros en su vida, en que no cedía por nada ni ante ningúna consideracion, en que era vana la influencia de su esposa.

—Fray Manuel,—dijo,—es un sacerdote respetable, y no puede sacársele de su convento sin un motivo de mucha importancia.

—¿No es bastante motivo su delito?

—Es un delito supuesto, y nada más: no hay ningúna, ni la más leve prueba. ¿Hemos de arrancar del claustro a un religioso y mandarlo a una prision de Estado, sólo porque creemos que es el criminal a quien se buscaba? Ved sus declaraciones; ni una sóla palabra que lo comprometa. Registrad sus papeles... ¿qué habéis encontrado? una fábula que pudiera haberse concluido con una ofensa a mis ministros, pero que él la concluyó en presencia del juez con una leccion moral.

—Hay más indicios...

—De ningún valor.

—Piense vuestra majestad...

—Basta con lo hecho,—replicó asperamente el monarca:—que se tomen todas las precauciones imaginables, y que siga la causa sus trámites.

Ni la reina ni Patiño se atrevieron a hacer nuevas observaciones, porque hubiera sido favorecer la causa del carmelita.

Aquella noche no durmieron tranquilos: temían que fray Manuel se evaporase, como si efectivamente hubiese sido un ser sobrenatural, un verdadero duende.

Tampoco el prior las tenia todas consigo, pues conocía bien al preso, y sabía que era hombre capaz de hacer lo que pareciese a todos imposible.

La fortuna, un momento enemiga del antiguo capitán, parecía volver a sonreírle.

capítulo LII.
De cómo la caprichosa fortuna continuaba siendo la más decidida protectora de Antonio.

Al día siguiente, mientras Patiño iba al convento para convencerse de que aún estaba fray Manuel encerrado, y conocer las precauciones que se habían tomado para la fuga, Antonio entraba en la calle Ancha de San Bernardo y se dirigia a la de la Justa, no sabemos si con intención de entrar en casa de Andrea o solamente para contemplar los balcones, y como de costumbre, suspirar, jurar y maldecir su destino.

A su mirada no se escapó un embozado que parecía rondar por allí, y después de examinarlo, murmuró:.

—¿Hoy también? No me sigue fuera de este barrio; pero no hay duda que me espia. ¿Quién será, y qué querrá? ¡Oh!—añadio sonriendo con toda la amargura de su alma.—Si fuera un rival y me matase me haría el mayor favor.

Antonio, como los demás días, se detuvo frente a la casa de Andrea, y aparentó no advertir que lo observaban.

El embozado lo miró muy atentamente por espacio de algunos segúndos, y luego, como quien se decide después de dudar, se le acercó.

Sus primeras palabras no pudieron ser más sorprendentes.

—¿queréis seguirme?—dijo.

Antonio examinó el rostro vulgar de aquel hombre, y con la extrañeza consiguiente le preguntó:

—¿Quién sois?

—Os importa poco o nada. ¿Teneis miedo?

—Preguntádmelo otra vez y os responderé con hechos que no os dejen duda.

El desconocido palideció y se estremeció de miedo.

—perdónad,—se apresuró a decir;—no he puesto en duda vuestro valor: he querido significar que no soy yo la persona que quiere tratar con vos un asunto interesante, y me envia para pediros una entrevista.

—¿Me conocéis?

—Ni aún vuestro nombre sé.

—¿Entonces?...

—Busco al que está enamorado de doña Andrea. ¿No sois vos?

—¿Quién os envia?

—Una dama.

—¿Su nombre?

—No necesitaré decíroslo si venís a su casa, donde os espera.

—Tanto misterio...

—Lo misterioso os gusta.

—¿Dónde vive esa dama?

—En el centro de Madrid.

Antonio meditó algunos instantes, y convencido de que todo lo más que arriesgaba era la vida, lo cual no era para él arriesgar nada, dijo;

—Os sigo.

El desconocido salió a la calle Ancha, se dirigió a la plazuela de Santo Domingo, y luego la atravesó tomando a la izquierda.

A pesar de toda su astucia no pudo Antonio acertar quién fuese la dama que tuviese interés en hablarle, sin más que por ser el que amaba a la huérfana, ni tampoco pudo comprender cuál fuese el objeto de la entrevista.

Sin pronunciar una palabra llegaron a la calle de las Fuentes, entraron en la calle Mayor, y pocos minutos después se encontraron a la puerta de la suntuosa morada de la duquesa de Miraguas.

—Entrad,—dijo el desconocido.

Antonio no pudo contener una exclamación de sorpresa, dudó un instante, pero volviendo a pensar que nada tenía que temer, siguió a su misterioso guia.

El portero no hizo ningúna observación, porque ya estaba prevenido.

Subieron, atravesaron los espaciosos salones, que ya conocemos, sin hablar a los criados que encontraban ni que estos les hablasen, y llegaron a la puerta del gabinete de la noble dama.

—Tened la bondad de esperar un momento,—dijo el guia.

Y entró en el gabinete, saliendo poco después y diciendo, mientras levantaba la cortina de la puerta:

—Su excelencia os aguarda.

No era Antonio hombre que se turbase fácilmente, ni de su glacial indiferencia había podido sacarle el lujo deslumbrador de aquellos aposentos, ni con su temerario valor podía aturdirse, sospechando si se le tendía un lazo para pedirle cuentas del encierro de don Juan y el duelo; pero lo que entonces le sucedía era tan extraño, había sobrevenido tan repentina e inesperadamente, que no pudo reflexionar sobre su situación, ni acertó en aquel momento a hacer observacion algúna, y entró maquínalmente en el gabinete mirando a todos lados y descubriendo al fin en el fondo de su sillon a la anciana duquesa.

Esta, por su parte, había fijado en el verdugo su penetrante mirada, y comprendio que tenía que habérselas con un hombre nada vulgar, por más que fuese, como su traje y continente revelaban, de condición humilde y grosera educación.

—Señora,—dijo Antonio después de algunos instantes y con toda la dureza de su acento,—un hombre, que presumo es vuestro criado, me ha traído y aquí me teneis, esperando saber lo que queréis de mi.

La dama se estremeció como si la voz de Antonio hubiera sido un dardo que se le clavase en el corazón.

—Supongo,—dijo,—que sabeis quién soy.

—Sí,—respondio el verdugo, sentándose frente a la anciana,—ya sé que sois la señora duquesa de Miraguas.

Esta miró al atrevido villano que se tomaba la libertad de sentarse, y dudó si echarle en cara su falta de respeto; pero Antonio, como si le hubiese adivinado en la mirada el pensamiento, añadio:

—Señora, no he solicitado veros ni os necesito para nada, y ya que me he tomado la incomodidad de venir, no es justo que permanezca de pie mientras escucho lo que sólo a vos os interesa.

Estas palabras, por groseras que fuesen, expresaban la verdad, y sobre todo hicieron comprender a la dama su conveniencia.

—Veo,—dijo,—que no me costará trabajo hacerme entender, y que terminaremos pronto y satisfactoriamente el asunto de que voy a hablaros. Pero antes deseo saber quién sois.

—después, señora.

—¿Por qué?

—Porque así me conviene.

—Bien,—repuso la duquesa,—os dejo en libertad de daros a conocer cuando os acomode: vuestro nombre no es lo que me importa.

—Ya os escucho.

—Antes debo advertiros que no pienso tenderos ningún lazo para averiguar cosas ignoradas u obtener pruebas de las sabidas, y que por consiguiente, no hariamos más que perder tiempo si empezáseis por abrigar temores vanos o responder con inútiles negativas.

—Señora,—dijo Antonio con su acento glacial,—á mi vez os haré otra advertencia. No hay nada que pueda infundirme miedo, porque la muerte, que es para todos lo más horrible, me hace sonreír como la más bella esperanza, y el mayor tormento de cuantos pueden los hombres hacer sufrir, es comparado con los míos, una gota de agua comparada con el Océano. ¿Con qué, pues, me amenazarían para hacerme temblar? Nada me han dado los hombres, y nada les debo; me desprecian y yo los odio. La sociedad me ha hecho víctima de su injusticia, y para vengarme, le ayudo á ser criminal; me ha declarado la guerra, y yo la acepto y lucho solo: mi triunfo será sucumbir maldiciéndola; mi mayor gloria será mi muerte.

La duquesa palideció y se estremeció convulsivamente, y poseída de espanto, inclinó la cabeza ante la mirada ardiente y fascinadora del verdugo.

En aquel momento se arrepintió de haberle llamado; pero ya era tarde para retroceder.

A pesar de toda la energía de su espíritu privilegiado, de su costumbre de luchar en arriesgadas intrigas con los hombres más temibles, la anciana tuvo miedo, un miedo que no supo explicarse, verdadero terror que no le era fácil dominar.

—No me equivoqué,—dijo después de algunos segúndos, y esforzándose para disimular lo que sentía,—no sois un hombre vulgar.

Antonio no respondio.

—Vos,—añadio la dama,—estáis enamorado de doña Andrea; habéis conseguido deshaceros de vuestro rival, que es mi hijo don Juan, y sólo os falta que ella acepte vuestras proposiciónes de boda. ¿No es cierto? 

—Proseguid.

—El estado en que esa huérfana se encuentra, le obligará a casarse con vos para salvar su honra y dar un nombre a su hijo, pero tal vez no se decida a ello, o por lo menos se decida tarde, porque tiene que vencer la natural repugnancia que le hace experimentar el hombre en quien ve al matador de su amante. Para ella, lo mismo que para fray Manuel, don Juan murió en un duelo a vuestras manos, y por consiguiente, esa mano ensangrentada no puede ser aceptada por ella. Convencerla de lo contrario es imposible, a menos que el mismo don Juan, o yo que soy su madre, no declare que no ha existido semejante duelo, ni habido tal muerte, ni siquiera una herida. Hecho esto, y haciendo ver a doña Andrea que mi hijo, en vez de volver a buscarla, se aleja emprendiendo un largo viaje, aceptará vuestro ofrecimiento. ¿No opinais lo mismo?

—Proseguid,—volvió a decir Antonio, cuyo rostro no se había alterado.

—Mi hijo fue mortalmente herido por vos, pero ya está fuera de peligro; está decidido a casarse con la huérfana, y lo hará en cuanto sus fuerzas le permitan volver a Madrid, porque se ha rebelado contra mi autoridad, desoye mis consejos...

—¿Y queréis que cuando vuelva a la corte se encuentre casada a doña Andrea?

—Sí.

—¿Y para conseguirlo, estáis decidida a desvanecer el error del supuesto duelo?

—Ya está desvanecido.

—¿Qué decís?...

—La huérfana cree que don Juan ha estado encerrado, y que ha obtenido su libertad renunciado solemnemente a ella.

—¿habéis visto a doña Andrea después que ella vino aquí?

—Sí, hace tres días. ¿necesitáis más?

—Algo más, señora.

—Explicaos. 

—Si doña Andrea supiera quién soy, no se casaría conmigo, y para ocultárselo, es menester que me ayuden los que han de entender en las formalidades que la ley exige se llenen para casarse: si no dispensan algunas de estas, que pueden dispensarse sin compromiso, no conseguiré mi intento.

—¿queréis una recomendación?

—Eso es.

La anciana se levantó, fue a sentarse delante de una mesa, tomó papel y pluma, y disponiéndose a escribir, dijo:

—Ahora necesito saber vuestro nombre.

—Me llamo Antonio Pérez.

—Así se llamó un gran ministro...

—Y mi abuelo de aquella época, siendo lo mismo que yo.

La duquesó trazó algunas lineas, firmó, y entregando el papel a Antonio, le dijo mientras se dejaba caer en su sillon:

—Esa carta va sin fecha, para que podais hacer uso de ella cuando necesiteis. ¿queréis más?

—Nada,—respondio Antonio poniéndose de pie y dando un paso hacia la puerta.—Me habéis hecho un favor por vuestra conveniencia, y además os pago con otro: estamos en paz.

—¡Que me lo pagais!

—Sí, renunciando a malar a vuestro hijo, que será siempre causa de que me atormenten los celos.

—¡Oh!...

—He dicho que estamos en paz... Olvidaos de mi, señora...

—¿Os vais sin decirme quién sois?

—Os lo diré si os empeñáis; pero os aconsejo por vuestro bien que acalleis la curiosidad.

—Más la excitais con vuestras palabras.

—¿No habéis adivinado el papel que represento en la sociedad?

—No...

La frente de Antonio se contrajo, su rostro tomó una expresión más sombría que nunca, y con acento breve, dijo:

—¡Soy el verdugo!

Y salió del gabinete.

La duquesa exhaló un grito de horror, extendio los brazos como si quisiese espantar un fantasma, y sus ojuelos, abiertos como si fuesen a salirse de sus orbitas, quedaron fijos.

Al grito acudio precipitadamente una doncella.

—¡Dios mío!—exclamó al ver a su señora pálida y desfigurada.—Ese hombre...

—Silencio,—replicó la anciana después de algunos instantes.—Dejad a ese hombre... Y llevaos ese sillon... pronto... y quemadlo....

—¡Señora!...

—Obedeced.

La doncella se encogió de hombros, y sin replicar se llevó el sillon en que había estado sentado Antonio.

—¡El verdugo!—murmuró la duquesa cuando estuvo sola.—¡Oh!... Y mi hijo ha cruzado su espada con la del verdugo... ¡Horror, horror!...

Limpió el sudor frío que bañaba su frente, recurrió a su abanico de pluma para refrescar su abrasado rostro, y luego inclinó la cabeza sobre el pecho y quedó inmóvil.

CAPÍTULO LIII.
Martín empieza a poner en práctica bu plan.

Patiño no había desistido de su idea de sacar a fray Manuel del convento y llevarlo a un castillo lejos de los que podían prestarle ayuda, bien por haber sido sus cómplices o por espíritu de compañerismo, y cuando el ministro se convenció de que no podían tomarse más acertadas precauciones para guardar al preso, comunicó su proyecto al prior, pensando que el apoyo de éste decidiría al monarca; pero el superior, aunque deseoso de servir al magnate y nada amigo del portugués, se opuso abiertamente, pues antes que todo era fraile, y no podía tolerar que se quebrantasen los fueros de la comunidad.

Prometió, sí, trabajar sin descanso hasta descubrir al cómplice de fray Manuel; pero jamás permitiría que a éste se le sacase del convento sin pruebas ni razónes con que justificar semejante proceder.

Patiño insistió, empleando toda clase de argumentos, rogando y aún dejando escapar algúna disimulada amenaza; pero fue en vano; el prior, aunque sin dejar su sonrisa y con su acostumbrada dulzura, se negó una y otra vez en nombre de la venerable orden.

Entretanto el buen Martín cavilaba sin haber podido trazar más que un plan de fuga, que consistía en proporcionar una llave con que abrir la puerta del calabozo y aprovechar una noche en que a él le tocase hacer la guardía en el pasíllo y consiguiera que se durmiese su compañero.

Como se comprende fácilmente, este plan era de muy dudoso éxito, y había que vencer muchos inconvenientes. El prior guardaba la llave del calabozo, y era imposible disponer de ella dos minutos para moldearla. Aun conseguido esto, era preciso que se durmiese el compañero que hiciera la guardía con Martín, y últimamente no había medio de salir del edificio, pues todas las puertas estaban guardadas por soldados día y noche.

En todo esto pensó el donado; pero no desistió, y siguiendo su propósito escribió a su amo, guardando el papel con el otro y un tintero de asta que había comprado.

Martín no creyó prudente visitar a Andrea, porque si lo espiaban, sospecharían al ver que estaba en relaciónes con una persona a quien su señor protegía. Era esto obrar acertadamente; pero no comprendio el donado las consecuencias que produciría su conducta: la huérfana se creeria ya abandonada de todos, y acabaria en breve por aceptar las proposiciónes del verdugo.

¡Todo conspiraba contra la infeliz!

El día pasó sin novedad.

A las siete de la noche el prior llamó a Martia y le dijo:

—Esta noche os toca de guardía en la galería: allí no teneis que hacer más que escuchar, y si en la prision de fray Manuel sonase algún ruido, asomaos por la ventanilla o avisad a los hermanos que están en el salen.

—¿Y cómo,—preguntó con candidez el donado,—he de asomarme si no alcanzo.

—Subiéndoos en la silla que allí teneis.

—¡Ah!...

—Sereis responsable de lo que suceda...

—Reverendísimo padre, ese compromiso...

—¿Qué os importa si cumplís con vuestro deber?

—Sin embargo, yo quisiera que vuestra paternidad me dispensase de ese servicio, aunque en cambio me hiciera trabajar día y noche. Hoy se dice que fray Manuel asegura que se escapará cuando quiera, ni más ni menos que si fuese un verdadero duende, y puede suceder...

—Es preciso, obedeced.

—¿Y no he de cenar?

—Os llevarán cena.

Martín hizo un gesto de triste resignación.

Pocos minutos después se encontraba solo en la galería.

Pasaron tres horas, que para el donado, a pesar de su paciencia, fueron tres siglos.

algunos débiles destellos de luz se escapaban por la reja del calabozo, lo cual probaba que fray Manuel, a pesar de lo avanzado de la noche, no se había acostado.

Reinaba un profundo silencio, interrumpido solamente por el ruido leve de los pasos de Martín, que solia recorrer lentamente de un extremo a otro la galería.

El primer momento de prueba había llegado.

No debía esperarse más, porque hubiera sido exponerse a que el carmelita se acostase y se durmiese, puesto que nada esperaba.

Martín escuchó sin percibir el más leve ruido.

—Manos a la obra,—murmuró.

Y sacó los papeles y el tintero y los ató a un extremo de la cuerda.

Luego tosió para que los de fuera supiesen que estaba despierto y no se cuidasen de asomar por la galería.

Colocó la silla al pie de la ventana, subió y miró al interior del calabozo, con el mismo afán que un hijo puede mirar a su padre, pero no pudo ver a su señor, por la estrechez de la abertura y la elevacion de ésta.

volvió a toser, y una tos leve le respondio desde el calabozo.

El donado, tan inalterable, se estremeció.

Introdujo el pequeño envoltorio por la ventanilla, dejándolo caer poco a poco:

Sus manos temblaban convulsivamente.

—Es,—dijo,—la primera vez en mi vida que tengo miedo... ¡Y estoy temblando!... Todo será hasta que me acostumbre.

Pocos momentos después sintió que tiraban de la cuerda y luego la dejaban, y entonces la retiró, bajando inmedíatamente de la silla.

El envoltorio había quedado dentro de la prisión.

El buen Marlin respiró como quien sale de debajo del agua.

Miró a su alrededor y escuchó.

El mismo silencio.

Sin duda los que estaban en el salon inmedíato dormían.

El donado empezó a tranquilizarse y se dejó caer en la silla como si hubiese agotado sus fuerzas en un rudo trabajo.

Medía hora trascurrió.

La luz del calabozo no se había apagado.

Martín permanecia inmóvil como si durmiese; pero nunca había estado tan despierto.

Un cuarto de hora después sonó en el interior de la prision una los.

—¿Será un aviso?—se preguntó el donado.

Y poniéndose de pie, y subiendo a la silla, volvió a introducir y dejar caer por la ventana la cuerda.

No se había equivocado.

Tiraron de la cuerda, y pocos momentos después la subió con un papel que llevaba alado.

¿Qué hacer?

Ponerse a leerlo era provocar demásiado a la fortuna.

Los vigilantes del salon no debían tardar en asomarse, ni tampoco se haria esperar la cena prometida por el superior, y era fácil y aún probable que sorprendiesen en su lectura a Martín.

Así lo pensó éste, y aunque con mucho sentimiento, guardó el papel.

Entonces quedó a oscuras la prisión.

Fray Manuel debía haberse acostado.

A los pocos minutos entró en la galería un fraile para ver si el donado se había dormido.

Estaba hecho lo más importante.

La noche pasó sin novedad.

A las seis de la mañana fue relevado Martín, y aunque el sueño le cerraba los ojos, hizo un esfuerzo cuando estuvo en su celda y leyó el papel, que decía lo siguiente:

«Gracias, mi querido Martín, mi fiel amigo, que no otro nombre mereces.

»Sigue el plan de la llave mientras otro mejor no imaginemos: señalado llevas aquí el tamaño y forma del ojo de la cerradura, lo cual es suficiente para hacer una ganzúa que abriría sin dificultad, y como esto no podrías proporcionártelo, puedes acudir a Antonio, a quien sobran medios para conseguirlo, aunque no es ladrón. Los ofrecimientos que te ha hecho son de corazón: acéptalos sin miedo cuando hubieres menester su ayuda.

» Te daré otro medio de comunicacion conmigo. Cuando te toque de noche de guardía en el pasíllo, prevente de una carta en que pondrás un alfiler convertido en gancho, y si el prior viniese solo a visitarme, como suele hacer, te adelantas a tu compañero, lo acompañas, y a la entrada de cualquiera puerta clava por detrás en el hábito a nuestro superior el alfiler, dejándole así colgado el papel, que de mi cuenta corre quitárselo y aún ponerle otro si puedo.»

—¡Ah!—exclamó Martín admirado.—Hacer al prior llevar y traer nuestras cartas... Voy convenciéndome de que mi buen señor tiene más de duende que de fraile... Es díabólica la idea... Ahora comprendo que lo que he hecho no es nada... ¡Y temblé de miedo!... no volverá a sucederme.

Martín separó del papel el pedazo donde estaba dibujado el ojo de la cerradura, lo guardó y quemó el resto, acostándose enseguida.

A los tres segúndos dormía profundamente.

CAPÍTULO LIV.
Sigue Antonio ganando terreno.

Tres días pasaron y Martín no había logrado encontrar a Antonio. Como la vivienda de este era ignorada de aquel, y sólo podía buscarlo recorriendo los alrededores de la calle de la Justa por si se lo deparaba la casualidad, ésta no quiso ponérselo delante en ningúna de las tres o cuatro veces que anduvo por allí.

Si el donado se hubiera detenido una hora cerca de la casa de Andrea, hubiera conseguido su fin; pero no lo hizo porque sospechaba, no sin fundamento, que se le observaba, y temió que una imprudencia diese al traste con el proyecto de fuga y lo inutilizase para ayudar a fray Manuel.

Eran las once de la mañana.

Aquel día brillaba el sol en un horizonte puro y trasparente y no era el frío tan intenso como en los anteriores.

Andrea, sentada cerca del balcon del gabinete donde tantas esperanzas de dicha le habían hecho sonreír, donde tan amargos desengaños le habían hecho derramar abrasadoras lágrimás, miraba a su alrededor con expresión dolorosa, como si preguntase a cada uno de los objetos que se presentaban a sus ojos, cómo habían podido desvanecerse tantas ilusiones, por qué había conocido en tan pocos días tan horribles realidades.

Allí había sonreído la primera vez con toda la expansion de su alma enamorada; allí había escuchado palabras tan dulces que la embriagaron, juramentos tan solemnes que disiparon las nubes de sus temores, y al pensar en lo porvenir vio un horizonte sonrosado con los resplandores de una eterna aurora; allí había enloquecido, siendo feliz con su locura, y allí también, cuando era más dichosa, las dulces palabras se trocaron en desdén, y despertando de su sueño, vio el horizonte cargado de nubes, comprendio su desgracia y devoró la hiel del desengaño.

¡Cuánto dolor!

había perdido a su madre, al hombre a quien amó con delirio, y hasta la honra, único bien, único tesoro que le quedaba, también la había perdido.

¡Pobre Andrea!

había sufrido horriblemente, y tendría que arrostrar la vergüenza, legándola a su inocente hijo.

Al surgir en su mente esta idea, se contrajo la frente de la desdichada, y exclamó enérgicamente:

—¡No!... ¡Mi hijo!... ¡Todo por él, todo!... ¿Qué debo esperar? Una sóla persona en el mundo se interesaba por mí, y ya no puede favorecerme... Será preciso... ¡Dios mío!...

Andrea se pasó las manos por la frente, miró al cielo como si demandase ayuda, y luego llamó a su fiel criado Juan.

Este se presentó.

—¿No ha venido hoy?—le preguntó la huérfana.

—No, señora,—respondio el sirviente,—ni lo he visto por estas calles como otras mañanas. Sin duda se ha convencido de que pierde el tiempo, porque ayer le dije más terminantemente que nunca, que estabais decidida á sufrirlo todo antes que aceptar su mano. ¡Pues no faltaba más!

—¿Qué contestó?

—Lo mismo que siempre. «Será mía, dijo sin alterarse, y me volvió la espalda.

—Hoy quiero yo verlo.

Juan abrió desmesuradamente los ojos y miró sorprendido a su señora.

—¡Que queréis verlo!...

—Si.

—Pero, señora de mi vida...

—¿Tengo otra salvación?

—Ya sabeis que fray Manuel...

—Está preso.

—Es verdad; pero su criado aseguró que lo sacaria de su encierro...

—Una esperanza que se desvanecerá como las mías, y aún cuando no, fray Manuel tendría que huir después, y no podría ocuparse de mi. Su fiel criado no ha vuelto, a pesar de habérmelo prometido, y temo que haya sido descubierto. Ya lo ves, la fatalidad me persigue, y si alguien tiene lástima de mí y quiere favorecerme, cae también en desgracia y se pierde conmigo. Además, ¿qué consigo con aguardar? Pierdo un tiempo precioso. Cuando don Juan dudaba, pude esperar; pero ya se ha decidido, ha comprado su libertad a precio de su amor y de mi honra; y para evitarme nuevos compromisos se va tan lejos, que ni aún de mi existencia podrá tener noticia. ¿Qué puede hacer fray Manuel ni nadie contra esto? Nada, Juan: ya no hay esperanza: estoy perdida, y sólo debo pensar en salvar a mi hijo.

—Es mucho hacer...

—Poco para una madre.

Juan hizo un gesto de resignación.

—Paciencia,—dijo.

—Si ese hombre vuelve,—añadio Andrea,—intentaré aclarar el misterio que lo rodea, y si no lo consigo...

—¿Aceptareis?

—¡Oh!... No lo sé.

—¿De manera, que si viene?...

—No lo despidas, y avísame; si bien aparentas que vacilas y cedes a sus ruegos.

En aquel momento llamaron a la puerta de la escalera, y Juan corrió a abrir, encontrándose con Antonio, a quien dijo con tono de mal humor.

—Eres muy testarudo.

—No te equivocas,—respondio el ejecutor deja justicia.

—¿Qué quieres?

—¿No lo sabes? Hablar con tu señora.

—¿Y no sabes tú también que ella no quiere?

—Como algún día querrá, vengo todos para saber cuándo.

—Pues no será jamás.

—Juan, estás haciendo daño a tu señora.

—¡Yo!

—Tú, sí, con negarle a pasarle recado.

—¿Y qué adelantarías si yo le avisase?

—Verla.

—Repito que no quiere.

—Si le dices que por última vez deseo que me escuche...

—Antonio,—replicó el sirviente,—no quiero que nunca se me culpe de nada; ya empiezas a decir que estoy haciendo un mal a mi señora...

—Ella te lo repetirá algún día.

—Vas a convencerte de que estás equivocado: avisaré a doña Andrea, y si le recibe será por última vez, según prometes... Aguarda.

Juan desapareció, volviendo a los pocos minutos.

—Entra,—dijo.

Antonio palideció ligeramente, luego relumbraron sus pupila?, y sus mejillas se tiñeron de carmin, como si repentinamente hubiese afluido al rostro toda su sangre.

A pesar de que Andrea estaba prevenida, se estremeció convulsivamente, tuvo que hacer un esfuerzo para dominarse y aparecer algo tranquila. Sin embargo, no miraba a Antonio con tanta repugnancia como cuando creía que éste había vertido la sangre de don Juan.

—perdónadme, señora,—dijo el ejecutor de la justicia;—sé que os desagrado, que mi presenciaos hace sufrir, siquiera sea porque os recuerda vuestra desgracia, que no puede ser mayor; pero os amo locamente, ya os lo he dicho, os lo he probado; y sabeis por experiencia, que cuando se ama no se hace todo lo que se quiere, ni lo que conviene, porque la pasíón tiene más fuerza que la voluntad.

—Es verdad,—respondio Andrea, sin atreverse a sostener la ardiente y dominadora mirada de Antonio;—pero sé también que tampoco el que ama consigue todo lo que quiere: y cuando se ha convencido que lucha por un imposible, debe desistir de su empeño y sufrir con resignación.

—¡resignación!... Dejadla para los débiles. Yo no me he resignado nunca con mi horrible destino, y aunque estoy convencido de que jamás lo venceré, lucho y sostendré mi temeraria lucha hasta morir.

—Sabeis...

—Que no me amais...

—Que no os amaré jamás.

—Por eso no os he pedido amor, sino que tolereis el mío, y en cambio os he ofrecido lo que nadie os daria, lo que me cuesta un sacrificio el más cruel. ¿Por qué me rechazais? Yo nada os exijo y os lo ofrezco todo. habéis dado a mis proposiciónes una importancia que no tienen, y me mirais con el mismo horror que si yo fuese causa de vuestros males. Cuando erais feliz he sufrido y callado sin turbar vuestra dicha; he dejado en libertad a vuestro amante, cuando tantas veces he tenido en mis manos su vida, y sólo he venido cuando os velais abandonada.

—Pero después, ayudado de la traicion...

—¿Vais a echarme en cara el encierro de don Juan? ¡Si supieseis cómo ha recuperado la libertad!...

—No me lo digais.

—Doña Andrea,—repuso Antonio, cuyos ojos brillaban cada vez más con el fuego de la pasíón,—¡os amo como vos amásteis al miserable que os engañó!...

—Callad...

—Os hablo por última vez, señora: por última vez os ofrezco mi corazón, un nombre para vuestro hijo...

—¿Pero quién sois?—interrumpió la huérfana, clavando al fin su mirada en Antonio.—queréis que yo una mi suerte a la vuestra, que os acepte para padre de mi hijo, y principiais rodeándoos de un misterio impenetrable y hasta sospechoso.

—¡Quién soy!... El último plebeyo, ya os lo he dicho; pero con mi trabajo, en fuerza de horrendos sacrificios he logrado adquirir lo suficiente para vivir con más comodidades que muchos hidalgos. ¿Qué más puedo deciros, si nada soy, si los hombres me miran como al último individuo de la sociedad? ¿queréis saber el nombre que llevaria vuestro hijo? Os lo diré puesto que ignorais que mi padre me legó el de Pérez. ¡Ah!—exclamó Antonio con creciente agitación.—No me rechacéis. Os ofrezco cuanta dicha es posible para vos después de vuestra desgracia, la tranquilidad, que es cuanto ambiciónar podéis: viviremos separados para que no os atormente mi presencia, y sólo me vereis de tarde en tarde: sí queréis la soledad, el retiro en el campo, sin más testigos de vuestro dolor que el cielo, sin más compañía que vuestro hijo y las ¡lores, lo tendreis.

El acento y la mirada de Antonio ejercían una extraña influencia en Andrea, que no hubiera acertado a explicar lo que sentía.

—Imposible,—murmuró.

—¡Imposible!... ¿Porqué?

—Tanto sacrificio por vuestra parle, ningúno por la mía; todo para mí, nada para vos.

—¿Qué os importa si yo me considero feliz?

—Dejadme...

—¡Que os deje sin saber vuestra última resolución!... No. De aquí saldré con vuestro consentimiento, o para no volver a veros más. Quiero la muerte o la vida; pero no la duda... Fallad, pues, sin olvidar a vuestro hijo.

Antonio cruzó los brazos, clavó su penetrante mirada en la joven, y quedó inmóvil como una estátua.

Andrea se cubrió el rostro con las manos, y murmuró con voz ahogada:

—Otro día.

—¿Cuándo?

—No sé.

—Mañana,—dijo Antonio.

—Tan pronto...

—Volveré mañana,—repuso el verdugo.

Y como si fuese presa de un vértigo, salió de la habitación.

—¡Dios mío!—exclamó Andrea con desgarrador acento.

Y dos raudales de lágrimás se escaparon de sus ojos.

capítulo LV.
De cómo el hijo de la duquesa seguia en su buen propósito, y de lo que hizo y resultado que dio.

Don Juan continuaba postrado, aunque adelantando rápidamente en su curación, gracias a los asíduos cuidados del médico.

Engañado por su deseo, había intentado dos o tres veces dejar la cama el impaciente mancebo; pero le faltaron las fuerzas, y tuvo que resignarse á esperar los quince días que indispensablemente necesitaba, según el doctor, para emprender su viaje a la corte.

La duquesa no había vuelto a ver a su hijo: desde que no peligraba la vida de éste, se había mostrado inflexible la dama: era imposible que perdónase una rebelion contra su autoridad de madre.

Sin embargo, don Juan, como si quisiese probar que su determinación era una necesidad imprescindible y no falta de respeto, escribió en cuanto pudo a su madre, empleando frases cariñosas, y se propuso hacerlo otras veces, a pesar de que no había obtenido respuesta.

El día en que estamos permitió el doctor que el paciente volviese a tomar la pluma, a condición de que no trazaria más que algunos renglones, e incorporado con precaucion en el lecho, escribió don Juan unas cuantas frases respetuosas dirigidas a su madre, disponiéndose a doblar el papel cuando le ocurrió una idea la más oportuna, escribir también a Andrea.

—Tal vez,—pensó,—crea que he muerto o que la he abandonado, y en la alternativa de casarse con mi rival o arrostrar la vergüenza de su falta y dejar a su hijo sin nombre, aceptará lo primero, quizás ignorando que es el verdugo aquel hombre, mezcla singular de todo lo grande y lo pequeño, lo noble y lo mezquino, lo sublime y lo deleznable. El único protector de la pobre Andrea es fray Manuel; pero está mi madre para contrarestarlo, y sólo Dios sabe lo que puede suceder. ¡Cuánto he aprendido en pocos días, en pocas horas!—murmuró el mancebo, elevando al cielo una tierna mirada de gratitud.—Le escribiré... y... le enviaré la carta al buen carmelita. Para esto puedo contar con Félix.

Don Juan escribió lo siguiente:

«Andrea mía, he escuchado la voz de mi conciencia, que es la voz de Dios; he comprendido cuanto vale tu corazón y cuanto le amo... Cumpliré mi promesa y mi deseo sin retroceder ante nadie ni nada, y pronto te daré el dulce nombre de esposa.

»Mi herida no ofrece ya peligro, y dentro de quince días estaré a tu lado.

»Tuyo para siempre.—Juan.

Concluida esta caria, puso otra, diciendo a fray Manuel:

«Respetable y querido padre, llevad con el adjunto papel la felicidad a Andrea.

»Vos despertásteis mi dormida conciencia, y sé lo que os debo.

«No puedo más, porque estoy bastante débil.

Pronto iré a recibir vuestra bendición.»

Al acabar de escribir estaba don Juan más pálido que antes y sus ojos brillaban más.

Cuando cerró las cartas hizo entrar a uno de los criados que él había enviado la duquesa, y le dijo:

—Vas a llevar una carta a mi madre.

—Bien, señor.

—Además te daré otra que has de ocultar cuidadosamente y llevar al convento del Cármen.

—¿De los Descalzos?

—Sí, para fray Manuel de San José, a quien la entregarás.

—¿Y si no está en el convento?

—Se la dejas: suele recogerse tarde, y no es prudente que pierdas tiempo esperando, porque tu tardanza sería sospechosa. Nadie ha de saber esto, ni los de aquí, ni los de allá.

—Descuide vuestra señoría.

—Es un secreto que me importa mucho, y fio en tu lealtad.

—¿Nada más, señor?

—Que el cielo le guie.

Cuando salió el criado, entró el médico, pulsó a don Juan, hizo un gesto de disgusto, y dijo:

—Hay algún recargo... Debeis haber escrito mucho.

—No más que algunos renglones.

—Mucho cuidado, don Juan, que retrasais vuestra completa curación.

Félix se encaminó a Madrid, a donde llegó sin novedad, y entregó la carta a su señora la duquesa.

Esta leyó con calma, y luego dijo:

—Bien; descansa, come y vuélvete, encargando a don Juan que no me escriba; porque en su estado no le será provechoso.

El sirviente, libre de toda ocupación, quiso aprovechar el tiempo en cumplir la orden reservada de su señor, y se dirigió al convento.

Llamaron su atención los soldados que guardaban las entradas del edificio; pero no acertó con lo que tan extraña cosa significaba, y llegó a la portería.

Allí encontró a un lego, que lo detuvo, preguntándole:

—¿Qué queréis?

—Ver a fray Manuel de San José.

—¡A fray Manuel!—replicó el lego, examinando cuidadosamente con la mirada al criado.

—Sí,—repuso éste.—¿Qué os extraña?

—Nada... es que... no había entendido... ¿Y para qué queréis verlo?

—Para entregarle una carta.

—¿De quién?

—De mi señor.

Iba el lego a hacer una nueva pregunta, pero en aquel momento apareció un fraile robusto y colorado.

Era el prior.

—Este hombre,—le dijo el lego,—pregunta por el padre fray Manuel de San José, a quien trae una carta.

La mirada penetrante del superior hizo otro escrupuloso exámen del exterior de Félix; luego desplegó su dulce sonrisa, y dijo con su acento melífluo:

Fray Manuel salió hace dos horas, y si no queréis dejar la carta, habreis de esperar mucho, porque suele volver tarde.

—Le dejaré la carta,—dijo Félix, sacando el importante papel.

—Se le entregará,—repuso el prior, apoderándose de la carta.

Y aparentando dudar, añadio después de un momento:

—Esperad un poco: puede haber entrado por otra puerta... Lo veré.

Desapareció el superior.

Félix, mientras esperaba, quiso satisfacer su curiosidad, y dijo al lego.

—¿Por qué hay soldados en las puertas?

—¿Acaso no lo sabeis?—replicó el lego con fingida sorpresa.—Pues quizás vos sólo ignorais el acontecimiento. Tenemos gran funcion en nuestra iglesia, y vendrá su majestad para oír a un gran orador, religioso francés, que está en la corte de paso, y predicará en su lengua.

—¡Ahí...

—Los soldados han venido para hacer los debidos honores al rey, y para evitar que entre nadie más que los convidados. Por eso cuando preguntásteis por fray Manuel, mostrando tanto empeño en verlo, creí que buscabais medio de entrar, como en vano lo han intentado otros.

Félix, que ningún antecedente tenía respecto a la prision de fray Manuel, quedó convencido y no hizo más observaciones.

Entretanto el prior se dirigia a su celda, donde, según le dijeron, aguardaba Patiño, que había llegado pocos minutos antes.

La visita no podía ser más oportuna.

—Nunca más a propósito,—dijo el obeso fraile al ministro apenas lo vio, y enseñándole la carta.

—¿Qué es eso?

—Un papel, que quizás nos descubrirá lo que tanto y tan sin fruto buscamos. Lo trae un hombre para fray Manuel, y ha mostrado empeño en entregárselo él mismo.

—¡ Ah!—dijo Patiño, examinando la letra del sobre de la carta.—Esta letra la he visto yo otra vez... no tengo duda... pero no recuerdo...

—Pronto sabremos de quien es.

—¿Abriréis?...

—Si, porque estoy autorizado para ello como superior de la comunidad, doblemente habiendo sospechas... Mirad.

Y el prior abrió la carta, encontrando la que iba dirigida a Andrea.

—¡Otra!...

—Veamos...

Leyeron avidamente.

El prior no comprendio lo que aquello significaba.

Patiño, que nada ignoraba en cuanto a los amores de don Juan, porque todo se lo había confiado la duquesa, hizo un gesto de disgusto, y exclamó con despecho:

—¡Esto no vale nada!

—Pero...

—Despedid al portador, que es un criado de la duquesa de Miraguas...

—¡De la señora duquesa!...

—Ya sabreis lo que esto significa... Despedidlo, diciéndole que se entregará la carta a fray Manuel.

—Pensad que ese hombre, que parece ignorar lo sucedido, lo sabrá bien pronto.

—No lo sabrá; y sobre todo, este asunto nada tiene que ver con el duende, interesa solamente a la duquesa, de cuyo hijo don Juan es la carta, y ahora mismo iré a darle aviso de lo que ocurre, para que evite las consecuencias.

—¿Y al juez de la causa?

—Yo le hablaré de esto.

—Nadie más interesado que vos, señor don José, y cuando así determináis...

—Descuidad, padre,—replicó el ministro.

Y besando respeluosamente la diestra del religioso, salió.

—Bien está,—murmuró el prior, yendo en busca de Félix:—no entiendo una palabra, no ha querido aclararme el misterio... Yo lo aclararé.

El criado quedó completamente satisfecho, y se fue tranquilo; pero cuando llegó a casa de su señora, le dijeron que ésta había ordenado que se volviese al instante sin detenerse a comer.

Creyó Félix que semejante orden era para evitarle que hablase más de lo conveniente con los demás criados, y descubriese el secreto que había prometido callar, y aunque esta desconfianza le ofendía, mostróse prudente, calló y obedeció, montando a caballo y alejándose en pocos minutos.

Patiño se quedaba en el gabinete de la duquesa, escuchando de ésta palabras de agradecimiento por el servicio importante que acababa de recibir.

capítulo LVI.
La lucha.

Antonio, trastornado por la pasíón, no había comprendido el valor de sus proposiciónes de casamiento.

Andrea, no menos trastornada por el dolor, tampoco había acertado a examinar aquellas proposiciónes, bajo su verdadero punto de vista.

Ambos no hacían más que engañarse a si mismos: él buscaba la felicidad donde le esperaba su mayor tormento: ella esperaba el remedio a su mal de quien había de agravarlo.

había llegado el momento de decidirse, y la huérfana había pasado el día sin atreverse a meditar, para tomar una resolución.

Llegó la noche y pasaron sus primeras horas.

Pronto alumbraria un nuevo sol, y Antonio se presentaria por última vez para escuchar el doble fallo que debía decidir de su suerte y de la de Andrea.

Era, pues, preciso meditar también por última vez, hacer el último esfuerzo y pronunciar la sentencia.

A pesar de lo avanzado de la hora, Andrea no se había acostado; había ordenado que lo hiciesen a sus criados, y estaba sola en su gabinete, sentada junto a la mesa, donde apoyaba un brazo, en cuya mano descansaba su frente, abrasada por la calentura.

La rojiza luz de un belón reflejaba en los dorados cabellos de la infeliz, y se esparcían trabajosamente sobre el negro vestido que la cubría.

El silencio era profundo en toda la casa y en la estrecha calle, donde hacía largo rato que no sonaba una pisada.

Dieron las doce en un reló de la vecindad, y se estremeció Andrea como si las vibraciones de la campana hubiesen herido su corazón en la más sensible fibra.

—¡Una hora menos!—murmuró con voz sorda y como el reo que tiene contados los minutos de vida.—¡Es preciso!

Y levantó la cabeza, dejando ver su rostro cadavéricamente pálido, y sus grandes ojos con el extraño brillo que comunica la fiebre, giraron lentamente en sus orbitas, esparciendo una mirada sombría, medrosa, como si temiese encontrar un fantasma.

Luego se oprimió el pecho, exhaló un penoso suspiro y apoyó ambos codos en la mesa, dejando caer la cabeza entre las manos.

En aquel momento empezó la lucha en el alma de la desdichada joven, una lucha desgarradora, horrible, tanto más doloroso y tenaz, cuanto que surgieron en su exaltada mente nuevas ideas que aumentaron sus dudas y su indecisión.

Primero había mirado con desdén al hombre que sacrificaba su dignidad a la satisfacción de su amoroso deseo, pero desde que él la acusó de la misma debilidad, cesó su desprecio porque pensó que hay momentos en que la pasíón extravia hasta el punto de hacer que todo se olvide.

En este caso, Antonio no era ya para Andrea más que un ser desgraciado como ella, digno de compasíón y más merecedor a la ternura de una mujer que don Juan, puesto que éste, gracias a la intriga de su madre, había demostrado no tener un corazón susceptible de abrigar un amor profundo y duradero.

Antonio amaba como Andrea; pero había querido la fatalidad que su amor no fuese mutuo.

Esta consideracion, la de que Antonio no había vertido la sangre de don Juan, y el supuesto proceder de ésto, que había herido en su dignidad a la huérfana, fueron más que suficiente para que la infeliz no mirase con repugnancia al pretendiente misterioso.

Andrea no lo amaba, jamás lo amaria; pero podía corresponderá con gratitud, con el cariño de una amiga, de una hermana, y con el fiel cumplimiento de sus deberes de esposa.

Satisfecho estaba él con esto y nada más, ni aún tanto pedía.

¿Por qué no aceptar?

Era un plebeyo, tal vez su ocupación era un trabajo grosero; pero ¿no había aprendido Andrea de don Juan a no apreciar a los hombres por su nacimiento? ¿El mismo ilustre mancebo no miraba con desdén su nobleza de familia y hacía objeto de sarcástica burla el vano orgullo de los magnates?

A estas reflexiones añadía la huérfana la que ya hemos repetido:

—Mi hijo,—decía,—tendrá un nombre que pronunciar cuando se lo pregunten, y no se enrojecerá de vergüenza y doblará la frente para responder, mientras se le despedaza el alma: «No tengo nombre, soy el hijo de la deshonra, mi existencia es un crimen, la acusacion de mi madre, a quien no puedo defender, porque soy el testimonio de su falta.»

Y cuando esto pensaba Andrea, espantada, en el trastorno de su desesperación, en el extravío de la fiebre, veía levantarse ante ella a su hijo, diciéndole:

—Mira mi frente, lleva el sello de tu pecado; los hombres me desprecian, y si les respondo que soy inocente, me miran con lástima, pero con una lástima humillante. ¿Por qué fuistes débil? Pudistes sacrificar tu honra y labrar tu desdicha, pero no la mía. ¿A dónde iré? ¿Qué será de mí cuando me quede sin madre? Ni aún al cariño y consuelos de una esposa puedo aspirar, porque ningúna mujer querrá unir su suerte a la mía, ningúna querrá que sus hijos no tengan nombre. ¡Ah! Tú, madre mía, no me has dado el ser para tener la dicha de ser madre, para satisfacer una necesidad de tu alma, teniendo un hijo a quien amar; sino para satisfacer los ardientes deseos de una pasíón impura.

Y el espanto de Andrea crecia, y se aumentaba el febril delirio.

Y como la única salvación se le presentaba Antonio, y exclamaba la infeliz:

—¡Todo, todo por mi hijo!

La desdichada huérfana se encontraba en tal estado de exaltación a los pocos minutos de haberse entregado a sus tristes reflexiones.

Estaba decidida.

No había nada de tanto valor que debiera anteponerse a la suerte de su hijo.

Empero con la reaccion vino esa mentida calma de la debilidad, y nuevas ideas surgieron en su mente.

¿Qué era lo que Antonio exigía?

Nada al parecer.

¿Qué significaban sus proposiciónes?

Una compra.

Andrea exhaló un grito, y sus manos, con la fuerza de un convulso, oprimieron sus palpitantes sienes.

Acababa de comprender que su casamiento con Antonio no era más que una venta de su belleza, de su cuerpo, que él pagaba con su nombre y con su dignidad; pero que pagaba porque compraba.

La idea no podía ser más horrible para una mujer como Andrea.

—¡No!—exclamó entonces extendiendo los brazos y echando atrás la cabeza.

La luz dio de lleno en su rostro desfigurado.

En sus azules ojos se pintaba el horror de que estaba poseída.

—¡No, no!—volvió a decir con voz ahogada y moviendo la cabeza.

Y sus crispadas manos se agitaron, como si se defendiera de un fantástico enemigo.

Y algunos mechones de sus blondos cabellos se esparcieron sobre su frente contraída, dándole un aspecto más sombrío.

Luego se abrieron extremadamente sus ojos, y se revolvieron desconcertadamente en sus orbitas.

Relumbraron sus pupilas como dos luces fosfóricas.

Sus miembros se agitaron a impulsos de un temblor convulsivo.

Palpitaba su corazón como si fuese a romperse en mil pedazos.

Era violenta y desigual su respiración.

¡Cuánto debía sufrir!

A su mente se agolparon, como un torbellino de fantasmás, todos sus recuerdos, las más exageradas ideas sobre sus temores, las consideraciones más horribles sobre su situación.

Y continuaba la lucha más tenaz, más desgarradora.

Y en su febril extravío, seguían presentándose a la mirada de la infeliz joven, su severa madre, su hijo, Antonio, y aún don Juan, que la miraba con lástima desdeñosa, como diciéndole:

—Te has vendido: ya lo ves, no eras una mujer digna de mí.

Y volvió a sonar en sus oídos la voz de su hijo, que le decía:—Cuando se traia de mi felicidad, vacilas, te falta el valor para cosumar el sacrificio; pero no vacilastes, te sobraron alientos para sacrificar tu honra cuando se trataba de satisfacer tu pasíón.

Y esta idea, siempre dominante empezó a triunfar.

¡Era madre ante todo!

La desdichada, en el último grado de exaltación, hizo el postrer esfuerzo.

Se contrajeron más sus músculos.

Enderezóse lentamente como un autómata.

Se puso en pie.

Oprimióse el pecho, clavando en él las uñas hasta desgarrar el vestido.

volvió a extender los brazos.

Relumbraron más que nunca sus ojos, y exclamó con voz ronca y destemplada:

—¡Todo por mi hijo!

Luego se dilató su rostro como para sonreír, se abrió su boca, y dejó escapar una carcajada estridente, espantable.

Sus manos se movieron desconcertadamente como buscando un punto de apoyo, vaciló su cuerpo y volvió a caer pesadamente en la silla.

Resonó una segúnda carcajada.

Hizo un gesto del más agudo dolor.

No pudo respirar en algunos segúndos.

El corazón dejó de latir.

Un minuto más, y dejaria de existir o perderia la razón...

Dios se apiadó de la infeliz.

Pudo al fin exhalar un suspiro.

Sus ojos se humedecieron.

Todos sus miembros, doloridos, se enervaron repentinamente.

La desdichada se dejó caer de rodillas, oculto el rostro entre las manos y apoyó la frente en la mesa.

había terminado la lucha, y estaba pronunciada la sentencia.

El hijo del ilustre don Juan, sería el hijo del verdugo.

Cuando Andrea, después de largo ralo, levantó la cabeza para mirar al cielo, vio a su lado a sus fieles sirvientes, inmóviles y silenciosos.

Juan lloraba como un niño, y revelaba en su rostro el dolor más profundo.

Petra lloraba también; pero pensaba en el misterioso amante y sus ojos brillaban con el fuego de la ira.

capítulo LVII.
De cómo el verdugo empieza a cumplir su palabra, prestando grande ayuda á Martín.

A la una del siguiente día salió el donado del convento, decidido a no volver hasta encontrar a Antonio, pues iban pasándolos días sin adelantar nada, y podían presentarse nuevos inconvenientes que hiciesen irrealizable el plan de fuga.

Para ir a la calle de la Justa Marlin tomó por la del Caballero de Gracia, y no bien hubo andado veinte pasos, cuando se encontró frente a frente con Antonio.

—¡Gracias a Dios!—exclamó el donado.

—El cielo os guarde, hermano Martín,—respondio Antonio, cuya mirada no era tan sombría como otras veces, y aún parecía revelarse en su rostro cierta alegría extraña en él.—¿Me buscábais?

—Con mucho afán, hace algunos días.

—¿Y fray Manuel?

—Encerrado y tan vigilado como siempre.

—Supongo que necesitáis de mí...

—Sí.

—Decid en lo que puedo serviros, y os probaré que cumplo lo que ofrezco.

—Hasta ahora sólo he podido combinar un plan para que mi señor salga de su encierro; pero es indispensable una llave...

—¿Nada más que eso?—preguntó Antonio.—Si pudiéseis proporcionarme la medida del ojo de la cerradura, tendríamos mucho adelantado.

Martín sacó el pedacito de papel que había separado de la carta de su señor, y dándoselo al verdugo, dijo:

—¿Es bastante?

—¡Oh!... contad con la llave para mañana. Tendreis la mejor ganzúa que ha salido de las manos de Anton Cornejo, que es el que surte de tales herramientas a los ladrónes de profesion.

—No se equivocó fray Manuel.

—¿Le habéis hablado?

—Me comunico con él por escrito.

—¿Y acepta mi ayuda?

—Sí.

—Dadle de mi parte las gracias.

—¿Con que mañana?...

—Nos veremos aquí mismo.

—Bien.

—Nada más necesitáis?

—Lo que no podeis darme, y por eso no os lo pido.

—Os equivocáis,—replicó Antonio.

—¿Cómo lo sabeis?

—Porque sospecho lo que es.

—Sepamos.

—Os convendria tener en el convento una persona que os ayudase...

—Lo habéis acertado.

—Hace dos días que pienso en ello y tengo un plan seguro.

—¡Oh!... Explicaos,—dijo Martín con afán.—Un hombre que valiese algo y me ayudase dentro del convento, sería la salvación de fray Manuel.

—Pues bien, mañana ese hombre será admitido en clase de donado por el prior.

—Pero...

—Vuestra imprenta está donde estaba.

—¿No me prometisteis?...

—Si había necesidad; pero no la ha habido.

—Bien; pero ¿qué tiene que ver la imprenta con el nuevo donado?

—Que nuestro hombre irá a ver a Patiño, le dirá que sabe muchos secretos de fray Manuel, que se compromete a descubrir el cómplice de éste en el convento, y como prueba de que no miente, empezará por descubrir la imprenta, con lo cual nada perdeis, puesto que los objetos que hay allí no han de pronunciar vuestro nombre.

—¡Torpe de mi!—exclamó el donado.—No se me había ocurrido semejante cosa... Verdad es que no he tenido tiempo para pensar... ¡Oh!... Proseguid...

—El fingido espía será la persona de confianza del prior...

—Entiendo.

—Cuento con un hombre a propósito, fuerte, valiente, astuto, ingenioso... sólo tiene un defecto.

—¿Cual?

—Que es aficionado...

—¿Al vino?

—Eso por sabido se calla.

—¿Entonces?...

—Le gusta apoderarse de lo ajeno...

—¡Un ladrón!...

—Qué no saldrá del convento sin llevarse algo; pero puesto que ha de robar sin que podamos evitarlo, pensad solamente en guardaros de ser vos la víctima, porque no os respetará.

—No importa si nos sirve.

—Entonces nada más tengo que deciros: él llevará la ganzúa... Separémonos por si nos observan...

—Otra cosa deseo saber...

—Comprendo: vais a preguntarme por doña Andrea.

—Si.

—Ha decidido aceptar mi mano...

—¡Oh!...

—Su resolución es irrevocable, y no conseguiríais más que atormentarla, si intentaseis disuadirla.

—Pero...

—El cielo os guarde,—dijo Antonio.

Y se alejó apresuradamente.

Marlin quedó inmóvil, y hasta después de algunos segúndos no se repuso de su sorpresa.

—Este,—dijo al fin,—será un golpe terrible para mi señor; pero ya no tiene remedio. Sin embargo, mañana veré a doña Andrea, y hoy pasaré el día pensando en lo más interesante. Tendré un compañero que me ayude... Esto es otra cosa. Triunfaremos.

Todo sucedio como había previsto Antonio. Aquella tarde se registró la casa contigua a la en que habitaba la señora Gregoria, y se encontró la imprenta.

Por la noche hizo Patiño al prior una visita que duró más de una hora, y al día siguiente se presentó en el convento un hombre de pequeña estatura y flaco, de ojos brillantes, vivos y semblante risueño.

Ya lo conocemos: era uno de los que acompañaron a Antonio cuando se apoderó de don Juan en la posada, el llamado Castañuelas.

Llevaba una carta para el superior, y una hora después estaba admitido en clase de donado, se había cortado el pelo, y vestia la ropa talar.

Desde aquel momento no paró un segúndo: recorrió todo el edificio, examinó el rostro de todos los frailes, habló con muchos de ellos, y al mediodía dijo al prior:

—Ya conozco el terreno y he mirado bien a toda esta gente.

—¿Y seguís creyendo que conseguireis descubrir al otro criminal?

—Antes de ocho días. Empiezo a trabajar. Mañana por la noche seré uno de los que guarden al preso.

—Vuelvo a advertiros, que para que no infundais sospechas, es preciso que useis cierto lenguaje...

—No decir más que padre a todos, cuando no sé quién fue el mío. ¡Voto a Satanás! ha de costarme trabajo; pero haré cuanto pueda, descuidad. ¿Teneis que darme algúna orden?

—ningúna.

—Voy a enredar conversación con el primero que encuentre.

Y remangándose el hábito, para que no se le enredase en las piernas, se dirigió al acaso con intento de buscar a Martín, a quien todavía no había dicho una palabra.

Poco tardó en encontrarlo al atravesar un solitario pasíllo, y deteniéndolo, le dijo:

—Hermano Martín, aquí me teneis a vuestra disposicion y con animos para todo. Llevadme a donde hablemos con algúna libertad.

—En buen hora llegueis,—respondio Martín con su calma habitual.—Aunque comprendí que erais el enviado de Antonio, nada os he dicho por prudencia, pues aquí hay que andar con pies de plomo. Venid a mi celda, hablaremos despacio y vaciaremos una botella de Oporto legítimo y tan bueno, como que es de las que el rey de Portugal envia de regalo a mi señor.

—¿Con que también aquí?...

—Aquí también se seca el tragadero; y además, como yo no soy fraile, sino simple donado lo mismo que vos, no quise con la vida de soldado dejar más que la espada y el vestido, pero no mis saludables costumbres de comer y beber mucho y dormir más.

—Me tranquilizo,—dijo Castañuelas, frotándose alegremente las manos.—Temí que me tuviesen a pan y agua, como dicen los frailes que les sucede, aunque lo desmienten con su gordura, y según voy observando, si bien guardan ayunos y vigilias, vigilias y ayunos los compensan en los demás días con buenas magras y rancio mosto. No me disgusta este retiro: mejor es que el mundo, donde también se ayuna contra la voluntad; y si aquí se azotan con disciplina para ganar el cielo, fuera de aquí lo azotan a uno para enviarlo al infierno. Acabaré por aficionarme a la penitencia, y dar fin a mis días en un convento, si antes no me aprietan la garganta.

Castañuelas era hablador y alegre, y estaba dotado de agudo ingenio.

Martín lo escuchó tranquilamente, y luego dijo:

—Perdemos el tiempo, hermano: venid.

Cuando estuvieron en la celda, sentados y con los vasos llenos, reanudaron la conversación.

Martín examinó la ganzúa de que iba prevenido Castañuelas, guardándola éste, porque en su poder no era peligrosa si se descubría.

Brindaron a la salud de fray Manuel, apuraron los vasos, y Martín explicó su plan, dando al fingido espía todas las noticias que necesitaba.

—Bien,—dijo Castañuelas,—comprendo la situación; pero no me ocurre ahora otra idea para salvar a fray Manuel. Sin embargo, sobre el terreno estoy seguro que formaré veinte planes distintos y a cual mejor, porque no es lo mismo ver las cosas que conocerlas por boca de otro. Mañana por la noche haré la guardía en el pasíllo y después hablaremos. Escribidle a fray Manuel, ponedle al corriente de todo, y sepamos su opinión.

Marlin aprobó con un movimiento de cabeza, y señaló los vasos.

Desde aquel momento hablaron de cosas indiferentes hasta que acabaron con el vino, separándose y quedando convencido el portugués de lo mucho que valía para el caso su nuevo compañero, que en el curso de la conversación había demostrado que tenía un ingenio nada común.

CAPÍTULO LVIII.
Nuevos planes en que Castañuelas demuestra una vez más su ingenio y travesura.

Seis días pasaron.

Antonio, sin dejar de verse algúna vez con Castañuelas o Martín, se ocupaba, con todo el afán de su pasíón, de sus preparativos de casamiento.

Andrea no era menos desgraciada, ni sufría menos; pero parecía resignada con su suerte.

La duquesa había empezado a sentir remordimientos, lo cual no era en ella extraño; pero debemos advertir que no eran sus escrúpulos por el mal que hacía a la huérfana, sino porque no podía conformarse con la idea de que pasase por hijo del verdugo, quien tenía en sus venas la sangre de los Miraguas, y más aún, que llegara a ser verdugo, porque nada podría ser sino lo mismo que su padre. Empero ya era tarde para retroceder.

Don Juan mejoraba rápidamente, y estaba contento y tranquilo, porque suponia que su carta habría llegado a manos de la joven.

Entretanto nuestros amigos del convento cavilaban sin encontrar otro medio de fuga que el de la llave falsa, y estaban decididos a valerse de él en la primera ocasíón; pero también sucedía que como Castañuelas no había hecho más que comer, beber y dormir, el prior empezó a mirarlo con desconfianza, temiendo que el astuto delator no tuviese más fin que pasar unos días de holganza, o tal vez robar.

No pasó el amago de mudanza desapercibido para Castañuelas, y comprendio la necesidad de desvanecer a toda costa la más leve sospecha.

¿Pero cómo?

Esto era difícil.

Pensando en ello se paseaba el fingido donado en una galería solitaria que conducia a unos malos aposentos deshabitados, y al cruzar los brazos sobre el pecho, tentó la ganzúa, se detuvo, diose una palmada en la frente, dejó escapar un horrible juramento, y luego dijo:

—Por fin encontré lo que buscaba. ¡Voto al infierno!... Desde que paso tan buena vida soy torpe, Sacrifiquemos la llave, no hay más remedio. Otra vendrá y no habremos perdido más que algunos días; pero en cambio seré otra vez dueño de la confianza del prior.

En seguida empezó a mirar las paredes, el techo y el suelo, hasta que vio en un rincón medio oscuro un ladrillo despegado.

—Es cuanto necesito,—murmuró.

Y después de convencerse de que nadie lo observaba, sacó la ganzúa, y levantando el ladrillo, la metió debajo, alejándose sin detenerse.

Frotábase las manos alegremente el astuto Castañuelas, y en su rostro se revelaba el mayor contento.

—Sabeis si está el superior,—preguntó al primer fraile que encontró.

—Acabo de dejarlo en su celda,—respondio el religioso.

El ladrón siguió adelante, llegó al aposento de su paternidad reverendísima, y entró sin pedir licencia y diciendo:

—Principio quieren las cosas: el que tiene constancia tiene mucho adelantado. ¡Vive Dios!

—¡Hermano!—replicó severamente el prior.

—Padre, perdónadme: el hablar así es una costumbre en mí tan antigua que no puedo dejarla en pocos días, y cuando sucede lo que ahora, el contento me hace jurar, maldecir...

—Pero...

—¡Gran descubrimiento!... Ya vereis, padre, ya vereis si yo tenía razón en deciros que el preso cuenta aquí con amigos que le ayuden decididamente.

—¿De quién sospecháis?

—De nadie y de todos.

—Entonces...

—Os convencereis.

—Así estamos muchos días, sospechando de todos y de ningúno.

—Pero ahora tengo pruebas, ¿entendeis? pruebas que se ven y se tocan...

—Habíais mucho y nada decís.

—Dejad que me explique...

—Sí, explicaos y pronto.

—Seguidme, padre; os enseñaré, vereis, tocareis, y no tendré que deciros una palabra más, porque os lo dirá lo que he de poneros delante.

El prior miró sorprendido a Castañuelas, y le dijo:

—¿A dónde queréis llevarme? ¿Qué he de ver y tocar?

—Permitidme que lo calle para no evitaros la agradable sorpresa... Venid, venid pronto, no haga el díablo que desaparezca y sea yo el chasqueado.

—¡Que desaparezca!...

—Os ruego, padre...

—Vamos, pues, ya que os obstinais en no explicaros.

Y el prior siguió a Castañuelas, que iba diciendo a medía voz:

—¡Gran descubrimiento!... Y no hay duda que es para fray Manuel: está nuevecita, recien hecha...

—¿Que decís, hermano?

—Nada, ya vereis y tocareis...

—Prudencia.

—No puedo contenerme. ¡Callar cuando se siente tanta alegría!... Imposible... ¡Voto a los cuernos de Satanás!...

—¡Jesús!

—Amen... Dios me perdóne; pero que el díablo me lleve si este maldito vicio...

—Silencio.

—Obedezco, padre.

Siguieron andando con más prisa de la que convenia a la obesidad del prior, y llegaron a la solitaria galería.

—Mirad,—dijo Castañuelas, señalando al ladrillo que ocultaba la ganzúa.

—Ya veo ese rincón.

—¿Y ese ladrillo?

—también.

—Pues levantadlo.

Hizolo así el prior, y al ver la llave no pudo contener una exclamación de sorpresa.

—¿Qué significa esto?—dijo.

—No es ni más ni menos que una ganzúa, muy bien hecha, y que de seguro había de servir para que el preso abriese la puerta de su encierro. Veamos si entra en la cerradura, y quedaremos convencidos. Es nueva, pues lo dice su brillo; no tiene señal de haberse usado...

—Teneis razón,—dijo el prior después de examinar la llave.—¡Oh!... Es un gran descubrimiento...

—Hay, pues, un traídor.

—Pero ¿quién es?

—Yo lo descubriré, lo he prometido y lo cumpliré; pero hay que tener paciencia algunos días. Ya tengo puestos los ojos en uno...

—¿Quién?

—Lo sabreis cuando tenga pruebas, porque de otro modo sería dar el golpe en falso.

—Guardad vuestro secreto,—repuso el prior;—empezais a prestar importantes servicios, y quiero dejaros en libertad para que acabeis vuestra obra. Ahora haré una visita al preso y probaré a abrir con esta llave.

—Si abre sin dificultad...

—No habrá duda.

—Ya me lo direis después.

—No tengo que advertiros que es conveniente guardar el secreto...

—Yo iba a deciros lo mismo.

—Hermano, que Dios os ilumine.

Separáronse.

—Aun es poco,—dijo para sí Castañuelas:—es preciso hacer que aparezca uno de estos frailes como cómplice, y mientras se defiende y prueba o nó su inocencia, haremos nuestro negocio sin que nadie sospeche de mí. ¿A quién haré la víctima que ha de pagar ajenas culpas? alguno habrá que sea enemigo de fray Manuel y que haya contribuido a perderlo, y al que se encuentre en ese caso lo señalaré, y así, no solamente conseguiré mi deseo, sino que daré justo castigo a quien lo merece. ¡Voto a cien mil legiónes de demonios! Hoy me reconozco, sirvo para algo. Voy a ver a Martín, que es un solapado de siete suelas, y él me dirá quién es el mayor enemigo de su amo.

Martín estaba en su celda, pensativo y triste, porque veía pasar los días sin adelantar nada, y temía que cuando menos se esperase, cometiesen algún nuevo abuso con fray Manuel. Disgustábale también la posicion falsa en que Castañuelas empezaba a estar, y se habría desesperado, si con su calma no fuese la desesperación un imposible.

—Hermano Martín,—le dijo el ladrón al entrar,—no cavileis y escuchadme, que acabo de dar un golpe ¡vive el cielo! que os dejará con la boca abierta.

—¿Me traeis buenas noticias?

—Soy otra vez el hombre de confianza...

—¡Oh!...

—Y lo seré en algunos días.

—¿Qué habéis hecho?

—Sacrificar la ganzúa.

—¡La ganzúa!

—Si, está en manos del prior como cuerpo de delito encontrado por mí bajo un ladrillo.

—¿Y el prior?...

—Ha tragado el anzuelo... ¿Qué os parece? El golpe creo que merece la pena de que destapeis una de esas de Oporto...

—¿Y qué haremos sin llave?

—Tranquilizaos, tendremos otras ciento si se necesitan. Sacad la botella, bebamos y me direis una cosa que necesito saber. Luego hareis cuantas observaciones queráis, pero ahora dejad que me remoje el tragadero.

Martín abrió un armario y del doble fondo de un cajon sacó la botella y vasos, y una vez llenos estos, dijo:

—Bebed, explicaos y preguntad cuanto os dé la gana. Castañuelas bebió, relamióse, y después de alabar la pureza de aquel vino, preguntó:

—¿Quién es el mayor enemigo de fray Manuel?

—¿Para qué queréis saberlo?

—Respondedme, hermano, que luego me explicaré.

—El mayor enemigo,—dijo Martín,—es la reina.

—¡Oh!... Nada quiero con esa buena señora... Nombrad otro.

—El ministro Patiño.

—¡Demonio!... Tampoco me atrevo a darle a ese una broma pesada... Proseguid.

—La duquesa de Miraguas.

—Cargue con ella Satanás... Tampoco me conviene esa vieja horrible.

—¿Y el prior?

—No sirve para el caso.

—Entonces...

—¿No hay en el convento ningún otro que haya contribuido a la ruina de fray Manuel?

—Un lego que lo espiaba.

—¡Vive Dios!... Ese, ese,—repuso Castañuelas, volviendo a llenar y vaciar su vaso.—¡A la salud del lego espia!... Decidme quién es ese traídor.

—El hermano Casímiro...

—Sí, si... ¡Pagará lo que debe!... Amigo Martín, brindemos por ese bribonazo de Casímiro, brindemos.

—¿queréis explicaros?

—Con mucho gusto.

—Sepamos.

—Al hermano Casímiro se le encontrará sobre su cuerpo una carta para fray Manuel.

—¡Ah!—exclamó Martín sorprendido y mirando fijamente a su interlocutor.—¿estáis fuera de juicio?

—El descubrimiento de la ganzúa no es bastante: necesito dar otro golpe.

—Pero...

—Acusaré al lego de ser el cómplice de fray Manuel, y como le encontrarán la prueba, lo encerrarán. Negará, jurará que es inocente; pero entretanto yo seré el dueño de la situación y acabaremos felizmente nuestro negocio. ¡Por los cuernos de Satanás! No hay que andarse por las ramás, hermano: a grandes males, grandes remedios. Además, así haremos un acto de justicia, castigando el delito de ese traídor. Mañana veré a Antonio, me escribirá la caria, y en la primera ocasíón haré lo demás.

El donado meditó, encogióse de hombros y dijo con calma:

—Bien, hacedlo...

—Y vos dadle parle de todo a fray Manuel.

Pronto quedó vacía la botella.

Castañuelas salió del aposento y Marlin se puso a escribir.

Mientras esto sucedía, el prior había estado en el calabozo, abriendo sin dificultad con la ganzúa, y convenciéndose de que estaba hecha con el fin que se sospechaba. Sin perder momento fue a ver a Patiño, pensando que al fin habría que seguir el consejo de éste, y trasladar a fray Manuel a más segura prision, lejos de los que podían favorecerle.

No había sospechado Castañuelas que su plan podía perjudicar más que favorecer al carmelita.

La situación no podía ser más delicada.

El asunto se enredaba más cada vez, y nunca fue mayor el peligro que cuando tenian más esperanzas los amigos de fray Manuel.

Tentaban demásiado a la fortuna, y ésta podía cansarse y volver otra vez la espalda el antiguo capitán.

Capítulo LIX.
Sigue acercándose el momento decisivo y crecen los apuros.

El descubrimiento de la ganzúa produjo un efecto nada favorable al héroe de nuestra historia, porque sirvio a Patiño de argumento de gran fuerza para hacer prevalecer su opinión sobre la necesidad de alejar del convento al acusado.

Sin embargo, y a pesar del apoyo de la reina, no consiguió más que adelantar un poco. El monarca siguió negándose a autorizar la traslación; pero no con tanta firmeza como antes.

Era, pues, preciso aguardar momento más oportuno, uno de aquellos momentos en que Felipe V, indiferente a todo y dominado por su melancolía, lo concedía todo por no hablar ni que le hablasen.

El prior no defendio tampoco con tanta energía los fueros de la comunidad; temía que el preso se fugase y que le pidieran cuentas, haciéndole responsable por haberse opuesto a la adopcion de medidas previsoras.

La intriga preparada contra el lego Casímiro por Castañuelas, las debía, pues, dar un mal resultado, pues si bien favoreceria la situación de éste, probaría al monarca que fray Manuel no estaba seguro en el convento, y accederia a que se le trasladase a Segovia.

En esto no habían pensado los amigos del carmelita.

Así pasaban los días.

El de su casamiento, o más bien el de su espantoso sacrificio, lo había fijado ya Andrea, sin que le hiciesen cambiar de resolución las súplicas de Martín.

Afortunadamente para la joven, don Juan recuperaba las fuerzas con más rapidez de lo que debía esperarse, y tal vez llegaria a tiempo de evitar la horrible desgracia de la huérfana. Sin embargo, en la creencia de que esta habría recibido la carta enviada al carmelita, el noble mancebo no pensaba exponerse a una peligrosa recaida por llegar a Madrid un día o dos antes.

Como supondrán nuestros lectores, nada había conseguido el juez con presentar la ganzúa al preso, y aún decirle que la habían encontrado en manos de un individuo de la comunidad: fray Manuel, prevenido siempre contra las sorpresas, se había encogido de hombros y negado terminantemente, sin que fuese posible hacerle decir en sus declaraciones más ni menos de lo que siempre había dicho.

Así las cosas, tocó a Martín hacer la guardía de noche en el pasíllo, y le pusieron por compañero a Castañuelas. Al oscurecer se colocaron en su puesto, y medía hora después, como casí siempre sucedía, el prior, el juez y el escribano entraron en la prisión.

—Traed la mesa,—dijo el superior a Martín.

Y éste, ayudado de su compañero, llevó al calabozo desde el cuarto donde estaban, dos sillas, las únicas que allí había, y una mesa de más de seis pies de largo, pero que apenas tendría dos de ancho, cubierta con una bayeta negra, que caía por los cuatro lados hasta tocar en el suelo.

Poco duró aquella noche la visita: antes de medía hora salieron de la prisión, y deteniéndose cerca de la puerta, aguardaron a que volviesen a llevarse las sillas y la mesa, cerrando entonces el prior y guardando la llave.

Martín y Castañuelas quedaron solos, sentáronse cerca de la mesa, y al amor de la lumbre de un brasero, y después de algunos instantes, dijo el portugués:

—Ya estamos libres de testigos y sobre el terreno, según vos decis: hablemos, pues, hermano.

—Hablemos,—respondio Castañuelas, calentándose y frotándoselas manos.—Empezad, os escucho.

—Poco tengo que decir, no más sino que estamos mal, muy mal. Si tuviésemos la ganzúa, ahora mismo podría salir fray Manuel.

—Tendremos otra,—replicó Castañuelas distraídamente y sin apartar la vista de la mesa.

—Si, pero entretanto no sabemos lo que puede suceder. ¿Qué hacemos?

El amigo de Antonio calló, levantó la negra bayeta y miró debajo de la mesa.

—¿Qué buscáis?—preguntó Martín con extrañeza.—Ni me respondéis, ni me miráis...

—Proseguid.

—Concluyo diciendo lo que vos el otro día: a grandes males, grandes remedios. Es preciso hacer algo ¿lo entendeis? algo, porque esperar ocasíónes no es hacer nada.

—queréis decir,—replicó al fin el ladrón, dejando de contemplar la mesa,—que una cosa es tenderse al pie de la higuera, abrir la boca y esperar a que las brevas caigan, y otra subir al arbol y cogerlas.

—Precisamente.

—Lo primero es muy cómodo.

—Pero suele suceder que las brevas, antes de caer, se secan o se pudren.

—Teneis razón.

—Por consiguiente...

—Volvemos a la mía: a grandes males, grandes remedios,—dijo Castañuelas, sonriendo con satisfacción.—¿habéis mirado bien esta mesa?

—Sí; pero...

—¿La habéis mirado bien?

—No os comprendo.

—Haced lo que os digo y no os enfadeis.

—Eso...

—Mirad,—replicó el ladrón, volviendo a levantar la bayeta.

—Ya veo, los pies, los travesaños, esos dos barrotes de hierro que se cruzan de abajo arriba y... nada más...

—Escuchadme ahora vos.

Martín cruzó los brazos y fijó la mirada en el rostro alegre de Castañuelas.

—Suponed,—añadio éste,—que otra noche estamos aquí de guardía, y que viene el juez a la misma hora que hoy.

—Supuesto.

—Suponed que al salir del calabozo esperan cerca de la puerta a que saquemos esta mesa y las sillas.

—Eso hacen siempre.

—Entonces,—repuso Castañuelas,—podemos suponer que cuando ellos salen del calabozo, fray Manuel se mete debajo de la mesa, se agarra a los hierros, cruza en ellos las piernas y queda ahí colgado y oculto por la bayeta...

—Oh!—exclamó Martín, que a pesar de su calma, dio un brinco en la silla.

—Nosotros sacaremos la mesa con lo que lleva debajo, y luego las sillas; el prior cierra, guarda la llave y se va satisfecho.

—¡Se ha salvado mi señor!

—¿Os gusta la idea?

—¿Cómo no ha de gustarme?

—Pues entremos en pormenores.

—Sí, sí.

—Y cuando estemos conformes, escribireis a fray Manuel.

La alegría de Martín fue tal, que a pesar de su calma en todas las situaciónes, se levantó y abrazó a Castañuelas, exclamando:

—¡No teneis igual!

—Gracias a Dios o al díablo, que os he visto entusiasmado algúna vez.

—Y espero con ansia que nos traigan la cena,—repuso el donado, sentándose nuevamente,—no por comer, sino por sacar las dos botellas que hemos traído y están en ese armario, y brindar a vuestra salud.

—Eso me gusta más que nada.

—Prosigamos, amigo mío, mi mejor amigo, aunque seáis...

—¿ladrón de oficio?...

—Dejemos eso.

—Me ingenio para vivir.

—Prosigamos nuestra conversación.

—Nada más sencillo que mi plan.

—¿Y qué hará luego fray Manuel? Ya sabeis qué para salir del convento hay tantas dificultades como para salir del calabozo.

—¿No os ha dicho que una vez fuera de su encierro, hará lo demás sin ayuda de nadie?

—Si; pero temo que no lo consiga.

—De eso no podemos hablar hasta que llegue el momento, porque ignoramos lo que puede suceder.

—¿Y después de estar en la calle?

—Puede irse a casa de Antonio: os respondo de que allí no lo buscarán.

—¿Por qué?

—Porque no.

—Siempre misterios con Antonio... ¿queréis decirme...

—Nada...

—Pero...

—A mi amigo le interesa ocultar quién es, y le he prometido guardar el secreto. Soy ladrón, asesino y cuanto malo puede ser un hombre, menos traídor con mis amigos: antes que eso, moriria cien veces. Cuanto puedo deciros es que por su fortuna o su desgracia no tiene que robar para Vivir.

Marlin comprendio que era inútil insistir, y volviendo a lo que interesaba a su señor, dijo:

—¡Lástima no tener papel y pluma para escribir ahora mismo a fray Manuel, dándole la carta por debajo de la puerta!

—No tardareis en hacerlo,—repuso Castañuelas:—ya sabeis que algunos se han fingido enfermos para no pasar malas noches, haciendo estas guardías, y a los demás les llega su turno bien a menudo.

—Tal vez pasado mañana...

—Casí seguro.

—Y entonces, dentro de cinco o seis días lo más, volveríamos aquí y sacaríamos a mi señor.

—Antes de una semana estará libre.

Sonaron pasos en la inmedíata galería, y nuestros amigos interrumpieron su conversación.

Les llevaban la cena.

Ambos tenian buen apetito, y como estaban contentos, brindando muy a menudo dejaron vacias las dos botellas.

La noche pasó sin novedad.

Como había previsto Martín, a los dos días le tocó hacer la guardía en la galería, y pudo comunicarse con su señor, recibiendo extensa respuesta a su carta, en que le hablaba del nuevo plan ideado por Castañuelas.

Cuando al amanecer lo relevaron, y solo en su celda leyó el escrito del carmelita, palideció, se restregó los ojos, volvió a leer como si dudase ó temiese haberse equivocado, y al fin dijo:

—¡Oh!... Esto es demásiado... Es verdad que así no podrían sospechar que le habíamos ayudado; pero el riesgo es mayor...

Y esto del pozo... es buena idea... ¿Y el alfiler? ¿Para qué puede servirle un alfiler?... No lo entiendo, ni mucho menos adivino cómo ha de hacer para que se encuentren la puerta cerrada por dentro... Está visto, mi señor es un verdadero duende... ¡Dios nos saque con bien!

capítulo LX.
De cómo llevó Castañuelas a cabo su intentada diablura.

Al día siguiente por la tarde dijo el prior a Castañuelas que a la noche baria la guardía en compañía del hermano Casímiro; y disimulando cuanto le fue posible su contento el fingido espía corrió en busca de Martín y le dijo:

—Ha llegado la hora.

—¿De qué?—preguntó el donado.

—De castigar a ese pícaro lego.

—¡Oh!...

—Esta noche estaremos juntos, y mañana separados por las paredes del calabozo donde se encontrará ese tunante.

—Mucho cuidado.

—No tengais ningúno.

—Os empeñáis...

—Sí, estoy decidido y no vengo a pediros consejo, sino otra cosa que necesito para llevar a cabo mi plan.

—¿Qué queréis?

—Dos botellas, porque después de cenar bien y beber mejor, se duerme profundamente.

El clonado sacó las botellas y se las dio a su compañero de intriga.

—Tomad,—le dijo;—si sólo en esto consiste el que salgais bien, ya lo teneis.

—Gracias.

—¿Y la carta?

—No la he perdido, la llevó bien guardada.

—¡Pobre Casímiro!

—¿Le teneis lástima?

—Opino como fray Manuel, y no quisiera perjudicar a nadie.

—Pero como el lego, si bien ha cometido otros pecados, es inocente del que será acusado mañana, lo absolverán al fin.

—Tal creo; pero entretanto...

—Unos días de encierro y nada más.

—¿Os parece poco?

—Nada.

—Adelante hermano.

—Mañana nos reiremos a costa de todos.

Cuando a la noche se encontraron en la habitación del pasíllo el hermano lego y Castañuelas, éste confió al otro el secreto de que iba prevenido de un par de botellas para cuando cenasen, cuya noticia fue la mejor que pudieron darle al buen Casímiro, aficionado, como ya sabemos, a malar las penas con el jugo de la uva.

El prior, el juez y el escribano hicieron al preso su visita de costumbre, repitiéndose lo de entrar y sacar la mesa y las sillas en el calabozo.

Llegó la hora de la cena, y no hay que decir que las botellas quedaron vacías, y los estómagos completamente llenos, y aunque ambos eran buenos bebedores, y no llegó a turbarles la razón el espíritu del mosto, sintiéronse con ganas de dormir, particularmente el lego, pues Castañuelas lo había hecho por espacio de tres horas aquel día.

Cuando se come y apuran un par de botellas, brindando y riendo con libertad, los indiferentes se convierten en amigos, y en los que ya lo son se aumenta la confianza. Con el primer brindis se hace el último cumplimiento, y después del último vaso se dicen con pasmosa espontaneidad y franqueza muchas cosas que no se dirían por nada en otra ocasíón.

Por esta razón no hay que extrañar que al concluir la cena, el hermano Casímiro arrojase la máscara y se presentase tal como era, hablando, no como un fraile, sino como un amigo con otro.

—No hay felicidad completa.—dijo el lego:—después del exquisito vino con que me habéis obsequiado, no encuentro ningún goce comparable al sueño, y sin embargo, me está prohibido dormir, so pena de que mañana me encierren y me tengan tres días a pan y agua, sino que me manden disciplinarme.

—¿Y cumpliríais esa última parte de la sentencia?

—Os diré, hermano; para todo se necesita humor, hasta para azotarse, y es posible que no lo hiciera, si bien con el propósito de cumplirlo otro día. Tanto rigor os parecerá exagerado; pero ya lo comprendereis: hasta ahora no habéis gustado más que las dulzuras de esta nueva vida; pero ya probareis lo amargo, y más amargo para los que somos simples legos o pobres donados.

—En todas partes se sufre.

—¡Ah!—exclamó el lego, bostezando estrepitosamente y estirando los brazos.—Como este sufrimiento no hay ningúno; tener sueño y no dormir, contrariar a la misma naturaleza...

—¿queréis tomar mi consejo?

—Según.

—Dormid.

—No me atrevo.

—¿Por qué?

—Porque pueden sorprenderme...

—Yo estaré al cuidado, y si alguien se acerca os despertaré.

—La proposición es seductora, pero mi conciencia....

—¡Vuestra conciencia!...

—Si, descansar yo a vuestra costa, dormir mientras vos veíais...

—Haremos un convenio.

—¿Cuál?—preguntó Casímiro restregándose los ojos.

—Dormir cada uno la mitad de la noche.

—Eso... ya es distinto...

—¿Os parece bien?

—Sí; pero habremos de dejar que la suerte decida a quien le toca primero.

—A vos, y hay una razón poderosa para que así sea.

—¿Cuál?

—Ya os he dicho que hoy he dormido tres horas, y por consiguiente puedo esperar.

—Acepto,—dijo el lego sin entrar en más explicación es.

Y a falta de cama, colocó sobre la mesa los brazos cruzados y dejó caer en ellos la cabeza.

—Buenas noches,—murmuró.

Y pocos momentos después dormía profundamente.

—Nada puedo pedirle a la fortuna,—dijo Castañuelas, sonriendo con satisfacción.—Duerme, hipócrita, duerme. Temías que el sueño te costase una encerrona... no te has equivocado; mañana estarás entre cuatro paredes, tan bien guardado como fray Manuel, tu pobre víctima.

No esperó mucho Castañuelas: antes de quince minutos se acercó al lego, lo observó atentamente, y después de convencerse de que el sueño no era fingido, preparóse a ejecutar su plan.

Otro cualquiera hubiese temblado al pensar en lo arriesgado de su empresa; pero el amigo de Antonio estaba demásiado acostumbrado a jugar la vida para que le infundiese temor lo que pudiera suceder.

Tampoco se cuidó Castañuelas de si el hermano Casímiro tendría el sueño ligero, pues esto nada le importaba, siendo consumado maestro en el arte de meter las manos en los bolsillos de los despiertos.

Decidido, pues, a aprovechar la ocasíón, sacó la carta de que iba prevenido, y que había sido escrita por Antonio, metió la diestra por debajo de la falda del lego, buscó la chupa que llevaba interiormente, y en un bolsillo de ésta introdujo el acusador papel.

Todo había concluido.

Castañuelas sonrió con aire de triunfo y un si es no es de burla, y empezó a pasearse de un extremo a otro del aposento.

El lego empezó a roncar.

Y las horas trascurrieron en medio de la más completa calma.

A la hora convenida, Castañuelas despertó al pobre lego, y dejando también caer la cabeza sobre los brazos, fingió dormir hasta que amaneció.

Nunca antiguos camaradas se despidieron más cariñosamente que el ladrón y Casímiro cuando los relevaron.

Dijo el primero que iba a descansar, porque no había dormido bastante, y el segúndo que iba a tomar chocolate, porque durmiendo se le había abierto el apetito.

Este decía la verdad.

Aquel se fue en busca del prior, que acababa de levantarse y le preguntó al verlo:

—¿Qué os trae tan de mañana?

—Un asunto grave,—respondio Castañuelas.

—¿Qué sucede?

—Os diré, padre, lo que he visto; pero no respondo de que sea lo que sospecho, ni de que pueda comprobarse mi relato.

—¿habéis descubierto?...

—Creo que sí; pero repito que no lo aseguro.

—Explicaos,—repuso el superior sin apartar su mirada de Castañuelas.

—Hace algunos días—dijo éste,—que he observado en el hermano Casímiro cosas extrañas.

Sonrióse el prior, movio lentamente la cabeza y replicó:

—Entiendo: habéis visto al hermano lego andar cerca de la prision y como si observase a unos y a oíros.

—Precisamente.

—Temo que deis un golpe en falso... Proseguid.

—Os he advertido que...

—Proseguid que nada se pierde.

—Valga por lo que valiere,—repuso Castañuelas,—os diré que como sospechaba, aproveché anoche la ocasíón, y fingí que me dormía.

—¿Y se acercó al calabozo?

—No, sino que confiado en mi aparente sueño, sacó un papel y se puso a leerlo con mucha atención. Esto nada tenía de particular; pero sí el que se quedase pensativo y volviese a leer, interrumpiendose con frecuencia para meditar.

—¿Y al fin?...

—Guardó el papel, me miró y se dirigió a la puerta; pero quiso la desgracia que en aquel momento me viniesen ganas de estornudar, y como eso no se puede contener..

—Nadie hubiera creido en vos semejante torpeza,—replicó el superior.

—¡Torpeza!

—Si; en un hombre como vos es una torpeza. Entiendo, aunque no lo sé, que vuestro género de vida os pondrá en situaciónes en que un estornudo pueda costaros muy caro.

—No lo niego, padre.

—Pues bien, hermano, por lo que pueda ocurrir, sabed que se contiene sin más que frotarse con un dedo la encía superior.

—¡Ali!—exclamó Castañuelas con admiracion fingida, pues el medio era conocido por él.

—Acabad.

—Poco he de añadir: mi estornudo hizo dar un brinco al lego, hice que despertaba, y aunque después volví a fingir que dormía, no se atrevio a salir.

El prior quedó pensativo y le ocurrió la idea de que el lego podía muy bien haberse vendido a fray Manuel.

—Bien,—dijo después de algunos momentos,—si efectivamente el papel era una carta para el preso, como no se la ha dado, la conservará, y registrándolo se la encontraremos.

—Así lo he pensado.

—Pronto saldremos de dudas: idos a descansar, que luego os diré el resultado.

—Tengo buen golpe de vista, padre; y aunque resulte inocente el hermano Casímiro, os confieso que no me fiaré de él.

—Esos malos pensamientos son un gran pecado.

—Un refrán dice: «piensa mal y acertarás.»

—Hermano...

—Dios os guarde, padre.

Salió Castañuelas.

El prior volvió a meditar, decidiéndose al fin a buscar las pruebas de la acusación, por más que le pareciese imposible que el lego se hubiese puesto de parte de fray Manuel.

—Sin embargo,—decía el prior,—al fin el hermano Casímiro es una criatura débil, y tal vez lo hayan alucinado con tentadoras promesas. Lo que sí puede asegurarse es que su deslealtad, si la ha cometido, es posterior a la prision de fray Manuel, lo cual prueba que hay otro cómplice de más importancia.

El superior hizo ir al lego, y a la vez que le miraba atentamente el rostro, le dijo:

—Hermano, tengo que cumplir un deber durísimo, y antes quiero advertiros que nunca he puesto en duda vuestra probada lealtad.

—Reverendísimo padre,—respondio el lego con humildad,—me habéis honrado con vuestra confianza, y he procurado corresponder.

—habéis prestado un gran servicio, contribuyendo a descubrir al delincuente que se ocultaba entre nosotros; pero a pesar de eso, hay quien duda de vos hace algunos días.

—¡Padre!—exclamó el lego sorprendido.—¿Es posible que se dude de quien ha probado con hechos su lealtad? Soy un indigno hijo del Señor, el más indigno entre todos los pecadores, y me considero lleno de culpas; pero la traicion no cabe en mi... ¡Ah!... Por fortuna, vos, reverendísimo y caritativo padre, me defendereis.

—He rechazado la acusación,—repuso con dulzura el prior;—pero me han delatado hechos, que para ser destruidos necesitan otros.

—¡Hechos!

—Sí, se me ha dicho: «El hermano lego lleva sobre sí la prueba de su delito» Y mi negativa no tiene fuerza si no respondo: «No le acompaña tal prueba, lo he visto.»

—Aquí me teneis, pues,—dijo Casímiro, sonriendo con toda la satisfacción de su inocencia.

—Acercaos,—repuso el prior,—y permitidme que os registre.

Odedeció el lego, lisonjeándose del triunfo que esperaba obtener de sus enemigos, y el prior, levantándole el hábito, metió la diestra en los bolsillos de la chupa, dando con el acusador papel.

—¿Qué es esto?—preguntó.

—No lo sé,—respondio Casímiro, encogiéndose de hombros con la mayor naturalidad:—creía no llevar nada en los bolsillos... Debe ser uno de esos papeles olvidados que uno encuentra por casualidad cuando busca otra cosa... Leed, no será cosa reservada: probablemente algúna cuenta...

—Veamos: por de pronto se ve que no hace mucho tiempo que le guardais, porque está limpio y sin una leve arruga.

Desdobló el prior el papel y antes de leerlo, añadio:

—No es vuestra letra ni de ningún hermano.

Luego leyó lo siguiente:

Pronto seremos dueños de otra llave maestra y recobrareis la libertad. Poco han adelantado, porque no han descubierto lo más importante, que es nuestro plan, ni podrán descubrirlo, puesto que lo guardamos en nuestra memoria. Al fin triunfará vuestra inocencia, y yo, al ayudaros, remedíaré en parte el mal que hice, no por odio a vos, sino por una mal entendida obligación de obedecer. El amanuense encontró al fin lo que buscaba, de manera que nada nos falta ya más que la ocasíón. Sabeis que de mi no pueden sospechar, y por consiguiente no temais que me descubran; pero si así lo dispusiese la Providencia, contad con mi silencio, ya os lo he dicho.

El nuevo donado sigue dándome mucho que pensar: se dice que lo han visto entrar en casá de Patiño: ignoro la verdad; pero si es cierto que ha tenido algúna larga conferencia con el prior, según os tengo dicho. Dios nos ayude.»

Cuando el prior acabó de leer, se había contraído ligeramente su rostro; pero luego volvió a dilatarse, tomando la dulce expresión de costumbre, y después de meditar algunos momentos, guardó el papel.

El lego miraba sorprendido al superior, sin acertará comprender lo que aquello significaba; pero sospechó que no era nada bueno, y algo intranquilo, preguntó:

—¿Se ha convencido vuestra paternidad?

—Sí, estoy convencido, profundamente convencido,—respondio el superior.

Y levantándose, sacó un manojo de llaves, y dirigiéndose a la puerta, añadio:—Venid.

El lego tembló como un azogado; un sudor copioso y frío inundó su rostro pálido como la cera, y su mirada se fijó con espanto en las llaves.

—Padre...—murmuró.

—Venidos digo,—interrumpió el superior:—ya hablareis cuando se os pregunte. Ahora callad y obedeced.

El pobre lego exhaló un penoso suspiro, levantó al cielo los ojos, cruzó los brazos y siguió al prior.

Pocos minutos después estaba encerrado en un estrecho aposento del piso bajo, no lejos del en que se encontraba fray Manuel.

El superior salió en seguida del convento para ir a ver a Patiño.

capítulo LXI.
La intriga de Castañuelas da su natural resultado.

La caria encontrada al lego fue un arma terrible en manos de Patiño, el más poderoso argumento en favor de su plan de llevar al carmelita al alcázar de Segovia.

Antes de las diez de la mañana estaba el ministro en palacio, y era recibido por Isabel de Farnesio.

—Bien venido,—dijo esta con el más dulce acento y desplegando la sonrisa que siempre tenía en los labios para el favorito.—¿habéis visto al rey?

—No, señora,—respondio Patiño:—quise hablar a su majestad hace dos horas; pero se me dijo que había pasado mala noche, y no recibiria a nadie ni se ocuparia de ningún asunto hasta las diez o las once.

La reina hizo un leve gesto que queria decir: «Todo le es indiferente, y por eso todo se perderá... Paciencia.»

El ministro respondio al gesto, inclinando la cabeza, y dijo:

—¿también mirará su majestad con indiferencia que el carmelita logre fugarse? Señora, conocéis toda la importancia que tiene este asunto, porque fray Manuel es para mis enemigos y para el vulgo una víctima de mis arbitrariedades, diciéndose de público que el miedo me ha hecho encerrarlo. Y es la verdad, señora, que el nombre de ese fraile se pronuncia con respeto y cariño, y la plebe le llama su defensor, y no se recata para comparar todas las virtudes que se le suponen con los abusos imaginarios que de mi se cuentan.

—¿Pero hay algúna novedad?

—Ya está probada la existencia de cómplices del carmelita entre los individuos de la comunidad: se ha descubierto a uno y se le ha encontrado una carta, por cuya lectura se ha sabido que hay un plan de fuga, en el cual tienen sus autores completa confianza.

—¡Ah!—exclamó la reina cuyos ojos brillaron de alegría.—La suerte nos favorece...

—No, señora, porque el preso se verá libre, no lo dudéis... Esa es la carta, que aún no la he entregado al juez.

El ministro dio a Isabel de Farnesio el malhadado papel.

Esta leyó con avidez, y dijo:.

—No temáis, Patiño, que el rey persista cuando esto vea. Si se ha descubierto a un cómplice, son desconocidos los demás, y por esta carta se ve que también los hay fuera del convento. Más trabajo costará quizás convencer al prior...

—Ya no piensa lo mismo.

—¿Qué dice?

—Que agradecerá a su majestad que mande sacar del convento a fray Manuel, y que si así no se hiciere, no responde de nada.

—¿Y estáis descontento?

—Dudo...

—No dudéis... ¡Ah!... Id a ver al rey... han dado las diez... yo iré dentro de algunos minutos para ayudaros.

—Así lo haré, diciendo a su majestad lo que el prior a mí: de nada respondo. ¡Oh!—añadio Patiño, cuya frente se contrajo.—Si el carmelita llega a fugarse, abandonaré mi puesto antes que de él me arrojen mis enemigos.

—Eso jamás,—respondio Isabel de Farnesio con energía.—Yo aniquilaré a vuestros enemigos, que son los míos.

—Aquí donde nadie nos oye,—repuso el ministro con aire de despecho,—os confesaré, señora, que estoy convencido de que fray Manuel me vencerá en la lucha, si no lo inutilizo para siempre. Prueba de ello es la cuestion con Portugal: él solo, desde su celda, trastornó todos nuestros planes, y nada pudimos hacer con un poderoso ejército y una formidable escuadra. La mano de fray Manuel encerró nuestros navíos en el puerto, detuvo a nuestros soldados en la frontera, y después de haber amenazado, tuvimos que confesar que no nos atrevíamos y acusarnos de una torpeza. ¿creéis que el hombre que hace eso no puede vencerme?

Isabel de Farnesio inclinó la cabeza y se mordio los labios. Las observáciones de Patiño la mortificaban porque le recordaban la derrota sufrida en el proyecto de matrimonio de don Juan.

—Bien,—dijo después de algunos instantes,—puesto que por tan temible teneis al enemigo, no perdamos la ocasíón... Id a ver al rey.

El favorito obedeció, yendo a la cámara de Felipe V, que aquel día estaba más triste que nunca, y sentado cerca de la chimenea, mirando distraídamente las oscilantes llamás, parecía dispuesto a dejar que las horas pasasen sin pensar en moverse.

Ni siquiera levantó los ojos cuando entró su ministro, y como haciendo un esfuerzo, preguntó:

—¿Me traeis muchos papeles?

—Uno, señor,—respondio Patiño, sacando la carta.—Más tarde, si vuestra majestad quiere despachar...

—No.

—Entonces no ocuparé la atención de vuestra majestad más que para un asunto...

—¿Es urgente?

—Si, señor.

—Empezad...

—Se ha descubierto a uno de los cómplices de fray Manuel...

—¿Qué haré,—interrumpió el monarca,—para no oír hablar del carmelita?

—Señor,—dijo Patiño, disimulando su disgusto,—fácilmente puede conseguir vuestra majestad su deseo.

—¿Cómo?

—Dejando que obre la justicia.

—¿Y por qué no obra? ¿En qué la estorbo?

—El juez no tenía libertad, porque bien puede decirse que el delincuente no está a su disposición.

—Lo que no tiene son pruebas del delito, ni las tendrá porque el fraile esté en el convento o en un castillo.

—El prior, desde que ha visto esta carta, no responde del preso.

—¿Y qué carta es esa?

—Una encontrada en el bolsillo de un lego...

—Dadme... No... Leed,—dijo el monarca con la mayor indiferencia.

Disponíase Patiño a obedecer; pero se detuvo porque en aquel momento llegó la reina.

—Me alegro,—dijo el rey a su esposa.—Llegais muy a tiempo, mi querida Isabel. Sentaos, escuchad a Patiño que me hablaba de un asunto que califica de grave... Se trata del fraile, del duende... Yo he dormido poco, estoy aturdido... Ved lo que os parece, discurrid y yo determinaré.

Felipe V volvió a inclinar la cabeza sobre el pecho, se recostó en el sillon y quedó inmóvil.

El ministro relató el suceso por segúnda vez, haciendo las mismás observaciones que ya le oimos en el aposento de la reina, siguiéndose entre esta y aquel una conversación animada, que escuchó o pareció escuchar el rey sin decir una palabra ni dejar traslucir en su rostro más que la indiferencia, como si se tratase de un asunto que ningún valor tuviese.

No hay que decir que aquellos opinaron que era urgente sacar al carmelita del convento.

—Ahora,—dijo Isabel a su esposo,—vuestra majestad resolverá. Por mi parte declaro que me es indiferente que se adopte tal o cual determinación, pues me enoja este asunto; y si de él acabo de ocuparme ha sido por obedeceros y evitaros la molestia de hablar.

—Bien,—dijo el rey después de algunos instantes y variando de postura,—se trasladará a fray Manuel a Segovia; pero dentro de tres o cuatro días.

—¿Y si entre tanto?...

—Si antes se le hubiese sacado del convento, no hubiésemos descubierto a uno de los cómplices, ni descubriremos a los demás si no esperamos. El carmelita no es duende más que en el nombre, no es un fantasma que se filtre por las paredes, es un hombre más o menos atrevido, de más o menos talento, y no puede hacer nada sobrenatural. Que se le vigile y descuidad... Pronto se pasarán los tres o cuatro días.

—Señor...

—Es mi resolución,—repuso el monarca, y fijó otra vez la mirada en el fuego y medio cerró los ojos, haciendo comprender que no hablaría más que para prohibir que le hablasen.

Mal que pesase a la reina y a Patiño, hubieron de dar la conversación por terminada y dejar al rey a solas con su melancolía.

Tres días pasaron, durante los cuales fingió Castañuelas hacer los mayores esfuerzos para descubrir a los demás cómplices.

El pobre lego había negado como era consiguiente, y juraba una y otra vez que ignoraba cómo la carta fatal se encontraba en su bolsillo; pero no fue esto bastante para que se declarase inocente, si bien el juez, y más el escribano, se inclinaban a creer que Casímiro no era más que un cómplice supuesto.

Todas estas circunstancias, la tranquilidad de fray Manuel y la seguridad con que repetia que recobraría su libertad cuando le acomodase, hicieron comprender que era cada vez más urgente sacar del convento y de Madrid al fraile.

Martín no había podido comunicarse más con su señor; pero no le importaba porque ya estaban de acuerdo en todo.

Al cuarto día se resolvio la cuestion: el rey autorizó la traslacion de fray Manuel, disponiendo que se verificase a la madrugada siguiente con el mayor sigilo y tomando todas las precauciones posibles para evitar un golpe de mano.

Puede figurarse el lector el contento de la reina y de Patiño.

Este conferenció con el juez y el prior y dio las ordenes oportunas para que se ejecutase la orden real.

—Una noche no más habéis de guardarlo,—dijo el ministro al superior.

—Descuidad,—respondio este:—una noche no es nada.

—Con tal que no haga la casualidad que lo vigilen sus mismos cómplices...

—Para evitar eso dispondré que uno de los que queden en el pasíllo sea vuestro enviado.

La suerte de fray Manuel dependía de una circunstancia cualquiera la más insignificante.

La travesura de Castañuelas había, pues, hecho más daño que bien.

CAPÍTULO LXI.
Cómo se encontraba D. Juan.

El día en que estamos era, para los personajes de esta historia, de grandes acontecimientos.

debía quedar decidida la suerte de todos ellos.

Se había resuelto la traslacion de fray Manuel a Segovia, y si aquella noche no lograba escapar de su prisión, le serla imposible conseguirlo después.

también aquella noche debía casarse Andrea, y sólo la llegada de don Juan podía evitar el horrible sacrificio de la infeliz. Antonio se había mostrado incansable, y con la gran ayuda de la carta que le había dado la duquesa, lo había arreglado todo en pocos días, sin que la huérfana llegase a traslucir lo que más le importaba, pues en todas las actuaciones no se decía del misterioso amante más sino que se llamaba Antonio Pérez. La ceremonia debía celebrarse a las ocho de la noche.

¿Para cuál de los dos era mayor desgracia aquel casamiento?

No podemos decirlo.

Ella por ignorancia, y él por el trastorno de su pasíón, ningúno de ambos veía las negras nubes que encapotaban el horizonte de su porvenir, no sospechaban los horribles sufrimientos que tenian que devorar.

¿Qué sería de Andrea cuando supiese que el padre que había dado a su hijo era el verdugo?

¿Qué sería de Antonio, que no había comprendido toda la delicadeza, toda la sublimidad de su amor, cuando viese que el mismo sentimiento irresistible que le arrastraba hacia la joven le impedía con fuerza invencible acercarse a ella?

Ella era víctima de las preocupaciónes de la sociedad: le faltaba un nombre ilustre y no podía ser esposa de don Juan. Este tenía una historia de familia, escrita en pergamino, tenía títulos que le daban derecho a un sobrenombre que, como todo el oropel de las flaquezas humanas, era de mucho valor para el mundo.

Antonio era víctima, más inocente aún, de las leyes de la sociedad; de esas leyes hechas con el mismo criterio que el del estúpido hortelano que en vez de curar el arbol enfermo, le corta; de esas leyes que mandan amputar el miembro gangrenado y nada disponen para evitar que se declare la gangrena; de esas leyes, en fin, que no reconocen por principio las de la naturaleza, tan previsoras, tan admirablemente sábias como emanadas de Dios.

¡Y los hombres están orgullosos de su obra!

Los hombres deben compadecerse a si mismos.

Si fray Manuel conseguía fugarse en las primeras horas de la noche, tal vez evitaría los males que amenazaban a aquellos dos séres desdichados, porque haría comprender a Antonio su verdadera situación, y a no lograrlo, apelaría a cualquiera ingeniosa trama para ganar tiempo y aclarar los misteriosos sucesos de los días anteriores; pero no era probable que el carmelita escapase de la prisión, ni aún escapando era posible que saliese inmedíatamente del convento para llegar a tiempo a casa de Andrea.

—Era más fácil que don Juan desbaratase la boda, y como en su socorro tenemos más esperanzas que en ningúno, iremos en busca del mancebo para ver cómo se encontraba.

Llegaba el sol a la mitad de su carrera, enseñoreándose en un horizonte puro y trasparente.

El viento parecía haber plegado sus invisibles alas.

Los pájaros cantaban más alegremente que otros días, meciéndose en las débiles ramás o atravesando el espacio con manso vuélo.

Corrían más brillantemente los arroyos por entre la menuda yerba y sus trenzas de líquido cristal devolvían, en fugaces reflejos, sus colores al sol.

No podía darse día más apacible; la temperatura era de otoño, y sólo el ramaje desnudo de verdor recordaba que era invierno.

El hijo de la duquesa y el doctor, después de haber comido, se paseaban cerca de la casa.

hacía tres días que el noble mancebo había dejado el lecho: estaba completamente curado, y aunque algo débil, sentíase con fuerzas para volver a Madrid, lo cual hubiera hecho el día anterior, a no oponerse el médico.

—Hoy,—decía don Juan con firmeza,—no me estorbareis el viaje.

—Soy,—respondio el doctor,—responsable de vuestra vida, y vuestra madre y mi señora la duquesa me ha autorizado...

—Me lo habéis dicho cien veces,—interrumpió el mancebo con impaciencia;—agradezco mucho vuestro interés, sé que me habéis salvado la vida; pero no estaré aquí un día más, porque el bien que me habéis hecho se convertiria en el mayor de los males: por consiguiente, con vuestra licencia o sin ella, me iré.

—Aguardad siquiera veinticuatro horas...

—Ni dos.

—Espero carta de vuestra madre, a quien ayer participé vuestro satisfactorio estado, y hoy mismo le contestaré para que mañana os espere un coche en el camino.

—Iré a caballo.

—Imposible, don Juan: son cuatro horas de camino que os harían recaer.

—No importa,—respondio el mancebo:—partiré sin que venga el permiso de mi madre, y perdereis el tiempo si intentáis disuadirme.

Cuando así hablaban se sintieron pisadas de caballos y pocos momentos después llegó un jinete.

Era un criado de la duquesa.

—¡Ahí—exclamó don Juan, reconociendo al sirviente.

Y apenas este se detuvo y echaba pie a tierra, le preguntó:

—¿Traes algúna carta?

—Para el señor doctor,—respondio el doméstico, sacando un papel, que entregó al Hipócrates.

—Con vuestra licencia,—dijo este a don Juan.

Y despidiendo al criado para que entrase a comer mientras le daba la respuesta, se puso a leer.

El mancebo aguardaba con vivo afán si bien no esperaba que su madre le autorizase para volver a la corte.

Su impaciencia no duró muchos segúndos.

—Ahora—dijo el doctor después de haber leido y guardando el papel.—tendreis que confesar que vuestra ardiente imaginación va siempre más allá de donde debe, y que os habéis equivocado al creer que vuestra madre no os autorizaría jamás para volver a la corte.

—¿Qué os dice?

—Que puesto que estáis restablecido y no cedeis en vuestro loco empeño, tales son sus palabras, de volver pronto a Madrid, que os prepareis para mañana, porque al mediodía os aguardará el coche en el camino real.

El mancebo fijó una penetrante mirada en el doctor, se contrajo su frente, inclinó la cabeza sobre el pecho y quedó inmóvil y silencioso. La facilidad con que su madre le otorgaba el permiso le había hecho sospechar algúna nueva intriga: conocía demásiado bien a la anciana, y estaba seguro de que la inesperada licencia no era hija del deseo de complacerle.

En pocos momentos se sintió don Juan atormentado por horribles dudas, acabando por resolverse a no perder aquel día en que tal vez iba a decidirse la suerte de Andrea. No acertaba a darse ningúna explicación; pero lo impulsaba un misterioso instinto, sentíase dominado por un presentimiento doloroso de la desgracia que tanto temía.

No se equivocaba: perder un día era perderlo todo.

—¿Qué os sucede?—le preguntó el doctor, mirándole con extrañeza.

—Nada,—respondio don Juan.

—Creí que os alegraríais...

—Así es.

—estáis pensativo y... habéis palidecido...

—Precisamente por eso... La emoción de alegría... Esa licencia que me otorga mi madre es la señal de nuestra reconciliación...

—¿Quién lo duda? La señora duquesa tiene un corazón excelente es una madre como pocas...

—¡Oh!—repuso don Juan con leve ironía—Es una madre como ningúna... ¡Aun no la conocéis!

—Supongo que le escribiréis...

—¿Para qué si yo mismo le daré las gracias?

—Pero hoy...

—Digo que iré, que hoy veré a mi madre...

—¡Don Juan!...

—Ahora mismo,—interrumpió con firmeza el mancebo,—partiré.

—Pero...

—Si mis criados se niegan a obedecerme, yo mismo ensillaré mi caballo.

—Tened en cuenta que, autorizado por vuestra madre, me opondré...

—Si intentáis hacerlo, llevad desde luego desnuda la espada, porque os juro a fe de caballero que saldré de aquí aunque haya de mataros antes.

Y esto diciendo con tono que no dejaba duda de sus intenciónes, volvió la espalda al doctor y se entró en la casa, llamando a sus criados.

Un cuarto de hora después montaba a caballo el noble mancebo y se alejaba seguido de los dos sirvientes que estaban allí y del que había llegado poco antes; pero hacía cinco minutos que otro criado del médico había partido también con otra carta para la duquesa.

Si esta no evitaba que su hijo viese a Andrea en cuanto llegase a Madrid, la desdichada huérfana se salvaría.

Empero ¿dejaría la astuta dama que en un momento desbaratase su bien combinada intriga, sostenida a tanta costa y con tanta habilidad?

Lo dudamos: no era la duquesa mujer que en el instante decisivo abandonase la lucha, renunciando a un triunfo disputado con todas las fuerzas de su alma.

CAPÍTULO LXII.
Del resultado que dio el plan de Castañuelas.

Llegó la noche, y lo mismo que durante el día, estaba el cielo despejado y serena la atmósfera.

La luna empezaba a dejar ver su redonda faz, esparciendo sus blancos resplandores en tanto que destellaban los innumerables mundos de fuego con que la mano del Omnipotente ha sembrado el inmenso espacio.

En el convento había más silencio que otras veces a pesar de que se encontraban en él todos los individuos de la comunidad, porque a ningúno se le había permitido salir; pero todos estaban preocupados, se paseaban por las galerías o permanecían en sus celdas, sin que para ello hubiese más motivo que el decirse que se preparaban grandes acontecimientos, así como para asegurar esto no había más razón que la prohibicion referida de salir y la de entrar nadie, excepto Patiño y el juez.

Castañuelas y Martín se encontraban ya en el aposento del pasíllo, aguardando el momento de ejecutar su plan, y de vez en cuando se miraban sin hablarse.

Del rostro del donado había desaparecido la expresión risueña que lo caracterizaba: iba a decidirse de la suerte de su querido señor, y por primera vez en su vida tuvo miedo. Ignoraba lo resuelto acerca de la traslacion de fray Manuel a Segovia, pero el atrevido proyecto de Castañuelas no admitía en su resultado término medio, debía ser enteramente satisfactorio o completamente desgraciado, y la duda era por consiguiente horrible.

Castañuelas estaba más tranquilo, ya por la costumbre de verse en apuradísimos lances, ya porque no le importaba de todo ello sino lo que se le había prometido por su ayuda.

—Supongo,—dijo al fin el portugués,—que no habéis olvidado la cuerda.

—No.

—¿Y qué opinais de las ordenes que ha dado el prior?

—Que tienen miedo.

—El mismo debían tener ayer, y sin embargo...

—¿creéis que sospechan algo de nuestro plan?

—No, porque es imposible, como no fuesen adivinos.

—Entonces tranquilizaos.

—No, amigo mío, no me tranquilizaré mientras fray Manuel no esté fuera del convento.

—Es cuenta suya.

—¡Oh!—murmuró Martín con aire de duda.—Temo que se equivoque...

—Tendrá su plan, como nosotros el nuestro, y como ese plan nos es desconocido, no podemos juzgar. Ya veis, os ha dicho que la puerta del calabozo quedará cerrada por dentro: ¿comprendeis cómo puede ser? No, y sin embargo fray Manuel lo asegura como cosa que ningúna dificultad ofrece, lo cual prueba que todo lo tiene bien meditado.

—Es verdad, ni tampoco entiendo para qué puede servirle el alfiler.

—Eso, mi buen amigo Martín, me ha hecho cavilar más que nada.

—Y como no he podido dárselo, ha tenido la buena idea de pedirlo hoy con pretexto de sacarse una espina.

—Preciso es confesar que vuestro amo vale mucho.

—Aún no lo sabeis.

—Pues un hombre como él no se arriesga sin la seguridad de salir bien.

—¡Quiéralo Dios!—murmuró Martín exhalando un suspiro.

Y volvió a guardar silencio.

Castañuelas se entretuvo en examinar otra vez la mesa.

Luego se asomó al pasíllo y recorrió con la mirada el aposento como si midiese todas las distancias o quisiese contar anticipadamente los pasos que había de dar.

Una sonrisa de satisfacción dilató su rostro.

Frotóse las manos y se sentó junto al brasero a esperar lleno de confianza.

Medía hora pasó.

Sonaron pasos.

El prior, el juez y gavilán se presentaron.

Martín se estremeció.

Castañuelas se puso en pie sin dar muestras de haberse alterado.

—La mesa y las sillas,—dijo el superior.

Y siguiendo el pasíllo con el juez y el escribano, abrió las dos puertas y luego la del calabozo.

Nuestros amigos obedecieron y pocos momentos después volvió a cerrarse la prisión, quedando dentro los que habían llegado para hacer el último esfuerzo y comunicar la orden del rey.

Fray Manuel estaba pálido y ojeroso; pero completamente tranquilo, y recibió a los tres personajes con una dulce sonrisa y palabras en extremo corteses.

La cama y el cajón, lo mismo que las sillas, sirvieron de asíento a los cuatro, y después de algunas palabras insignificantes, dijo el prior con su dulce acento:

—Hermano, vuestra situación se agrava y vengo a suplicaros por última vez que escucheis mis consejos.

—Ignoro,—respondio con calma fray Manuel,—por qué se agrava mi situación. ¿Se ha probado acaso el delito de que se me acusa?

—Vuestro cómplice empieza a declarar, y aún sin eso, basta como prueba el papel que se le encontró y la llave falsa.

—Si ambas cosas hubiesen estado en mi poder, serían suficientes.

—Cada día se hace un nuevo descubrimiento, y al fin sucederá...

—Padre, que cumpla la justicia con su deber.

—Pensad...

—¿queréis que me declare autor de un delito que no he cometido?

—Os perderá vuestra obstinación...

—Me salvará mi inocencia.

—Dejadlo,—dijo el juez al prior;—puesto que así lo quiere, que lo sufra.

Y dirigiéndose a fray Manuel, añadio:

—¿Sabeis a lo que ha dado lugar vuestra conducta?

—Probablemente,—respondio el portugués,—mi conducta habrá desesperado a mis enemigos. Lo siento por ellos, no por mí que nada tengo que temer. Aquí me teneis, solo y sin ayuda de nadie, y sin embargo me rio del odio de mis perseguidores y me burlaré de su poder.

—Pronto humillaré esa arrogancia,—replicó el juez, cuya frente se contrajo.—No es la desesperación de vuestros enemigos, sino el justo enojo de su majestad...

—¡El rey!—murmuró el carmelita.

—Vuestra obstinación ha agotado su paciencia.

—Estamos iguales,—repuso el portugués con calma y desplegando una sonrisa.—Me habéis visto pasar un día y otro día, sufriendo con resignación mi penoso encierro y las ofensas de vuestras acusaciones; pero al fin acabó mí paciencia y he decidido poner término a esta situación. ¿Intentan cometer algúna nueva arbitrariedad? Sea; pero antes dejaré este calabozo, sin que podais decir que con mi fuga os he quitado los medios de probar mi supuesto delito, porque tiempo os ha sobrado para ello. Ved por qué os he dicho que su majestad y yo estábamos iguales: ambos hemos perdido la paciencia, y cansados de aguardar en vano, el rey, pruebas que no existen, y yo, justicia que no han de hacerme, hemos resuelto acabar de una vez. No hay en ello más de malo para mis enemigos, que una cosa: que acuden tarde al remedio, muy tarde... ¡Les tengo lástima!

—Bien,—replicó el juez con toda la satisfacción del golpe que iba a descargar,—escuchadme...

—Es verdad, me habéis prometido humillar lo que llamais mi arrogancia... Os escucho.

—No es el rey, sino vos, quien ha llegado tarde. Vuestros cómplices, porque indudablemente teneis más del que se ha descubierto, han andado Pérezosos, y su majestad ha dispuesto que se os traslade al alcázar de Segovia, y antes que amanezca saldreis de Madrid en un coche bien escoltado.

El portugués no se alteró ni dio muestras de la más leve sorpresa, y como si nada oyese o nada le interesase lo que oia, siguió mirando tranquilamente al juez, y después de algunos segúndos dijo:

—¿No proseguís?

—¿Qué más he de deciros o esperáis?—preguntó el alcalde admirado de aquella serenidad.

—Espero saber lo demás que se haya determinado, porque lo que me habéis dicho no es nuevo para mí.

—¡Que no es nuevo!...

—Ya lo sabía yo.. ¿De qué había de servirme ser duende?

—Oh!—murmuró el prior.

—¿Lo dudais?—repuso fray Manuel con la misma calma y sonriendo burlonamente.—Os probaré que digo la verdad.

—¡Que lo probareis!...

—Fácilmente.

—¡Ah!...

—Tan es cierto que lo sabía, que he decidido salir de aquí antes de la hora en que debeis sacarme de la corte, de manera que cuando vengais con el coche y la escolta no me encontraréis. Os lo advierto por si queréis evitaros la molestia de preparar mi viaje.

—¿habéis perdido el juicio?

—Vosotros sois los que habéis perdido el tiempo.

El juez y el prior se miraron como si se preguntasen si debían tomar seríamente lo que acababan de oír, pues realmente no podía imaginarse nada más extraño: o fray Manuel estaba loco, o contaba con tales medios para lograr su fuga, que era imposible evitarla.

Hubo algunos momentos de silencio.

El portugués seguía tranquilo, como si nada de particular sucediese.

Al fin el juez tomó al reo nueva declaración, aunque inútilmente, notificándole la orden de traslacion a Segovia, y en tanto que gavilán alaba los papeles y cerraba el tintero, dijo aquel:

—Me despido de vos, fray Manuel, con el sentimiento de no haberos podido declarar inocente.

—Gracias por vuestro buen deseo.

—Hermano,—dijo el prior poniéndose de pie,—dentro de algunas horas volveré para entregaros al brazo secular...

—Ya no me encontraréis.

—Cuidado, hermano, que con esa provocativa arrogancia, excitareis no solamente el enojo de su majestad, sino el de Dios.

—Espero bu ayuda.

—¡Oh!...

—Anticipareis vuestra visita, reverendo padre, porque os daré aviso de mi salida de aquí, y vendreis a ver si es que he perdido la razón, como decíais, o mis enemigos su presa.

No había medio de replicar a tan atrevidas palabras, y el prior se dirigió a la puerta seguido del juez y el escribano, que llevaba la luz con que habían entrado.

Cuando estuvieron fuera del calabozo, se detuvieron cerca de la puerta, llamando a los donados guardíanes y esperaron a que estos sacasen la mesa y las sillas.

Martín no había podido tranquilizarse y estaba ligeramente pálido.

Castañuelas continuaba risueño.

Entraron en la prisión.

La mirada afánosa del donado recorrió todo el estrecho aposento sin ver al carmelita que ya debía estar en su escondite.

Cogiendo cada uno de un extremo, levantaron la mesa.

Afortunadamente ambos tenian buenos puños, lo critico de la situación aumentó sus fuerzas, y pudieron soportar la pesada carga.

Como el pasíllo era estrecho, el prior y sus acompañantes tuvieron que apartarse a un lado, arrimándose a la pared, y rozando con ellos pasaron los atrevidos donados, que procuraban disimular el esfuerzo que hacían.

Los momentos eran angustiosos para el buen Martín.

Dejaron la mesa en su sitio.

Castañuelas se remangó la falda, sacó una madeja de cordel y la dejó caer en el suelo.

Martín se estremeció y ambos volvieron al calabozo con tardos pasos.

El fingido espia, que no había podido avenirse con su torpeza en adivinar cómo haria el fraile para que quedase cerrada por dentro la puerta, miró esta cuidadosamente y al fin vio que la aldabilla de que hemos hablado estaba levantada y sostenida por un alfiler, apenas clavado en la madera. Estaba comprendido el ingenioso y sencillo medio: al cerrarse la puerta caería el alfiler, y bajando la aldabilla quedaría enganchada.

Sacaron las sillas con más calma que otras veces, para dar lugar al portugués a que saliese de su escondite, y el prior, en extremo preocupado, extendio un brazo, cogió la llave y cerró la puerta.

Pero cuando iba a cerrar la segúnda, llegó Martín y presentando un papel al superior, le dijo:

—Reverendo padre, al sacar las sillas me entregó este pliego fray Manuel, sin decirme una palabra: supongo que es para vuestra paternidad, ó que lo ha dejado olvidado el señor alcalde. No he podido dároslo porque llevaba las manos ocupadas.

El prior tomó el papel, preguntó si era de ellos a sus acompañantes, y como estos respondiesen negativamente, dijo con extrañeza:

—¿Qué significa esto?

La frente del juez se contrajo.

gavilán hizo un gesto de desagrado.

—¿Y por qué,—preguntó el prior a Martín,—no preguntasteis a fray Manuel lo que esto era?

—Estaba el papel en una silla, lo miré y el padre me hizo seña de que lo tomáse. Obedecí, creyendo que se había olvidado...

—Abridlo y ved lo que es,—dijo el alcalde.

—No sé por qué presiento un nuevo disgusto... En fin, saldremos de dudas... Este misterio es sospechoso.

Martín se apartó respetuosamente aún lado. gavilán acercó la luz y el superior abrió el pliego y leyó lo siguiente:

Reverendo padre, cuando leais estos renglones estaré libro, donde no podrán alcanzar, ni la autoridad de mis jueces seculares ni la saña de mis enemigos. Si lo dudais, entrad en mi prisión, dundo no encontraréis más que mi recuerdo. Se desesperarán cuatro personas, la reina, Patiño, la duquesa de Miraguas y el escribano gavilán, cuyas garras no encontrarán costas donde hacer presa. Recomendadles la calma y la resignación.

»Os escribiré mañana sería y extensamente.»

Puede figurarse el lector la sorpresa del fraile: como si no hubiese comprendido, volvió a leer, pero en voz alta, y todos se miraron atónitos.

Era aquel un golpe demásiado terrible para que el prior pudiera conservar su tranquilidad. Su abultado rostro palideció y algunas gotas de sudor frío corrieron por su frente.

La del juez se contrajo y su mirada sombría se fijó en el papel.

gavilán hizo un gesto horrible, y en tanto Martín con la boca abierta los contemplaba con cándida expresión y bien fingida sorpresa.

—Ahí—murmuró al fin el superior.—Ha perdido el juicio.

—Si,—dijo el alcalde con amargura, —ha perdido el juicio, porque sólo así hubiera atentado contra su existencia.

—¿Qué decís?

—Que se ha suicidado...

—¡Dios bendito!...

—¿Qué otra cosa significan sus palabras? Dice que encontraremos su recuerdo, que estará donde no puede alcanzar el poder de los hombres...

—No perdamos un instante,—dijo el prior sofocado.—Entremos en la prisión... Y vos, Martín, corred, avisad a los que están de guardía en el salon y a todos los hermanos... Debemos salvar nuestra responsabilidad.

El donado quedó un segúndo inmóvil, como enteramente aturdido, y luego, remangándose el hábito, se dio a correr como si lo persiguiesen, gritando con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Fray Manuel se ha matado!... ¡Se ha matado! Venid todos a su prisión... El padre prior os llama... ¡Se ha suicidado fray Manuel!... ¡Se ha envenenado!...

Castañuelas se puso en dos brincos en el lugar de la escena, y pocos momentos después llegaron, con muestras de sorpresa y terror, los cuatro hermanos que estaban de guardía en el aposento de que hemos hecho mención.

No acertaba el prior a responder a las preguntas que todos a la vez le hacían, pues en su aturdimiento, sólo se le oia decir:

—¡Qué horror!... ¡Suicida un hermano de nuestra venerable orden!...

Con trémula mano metió el atribulado prior la llave en la cerradura, y su sorpresa y espanto crecieron cuando vio que la puerta no se abría.

—¡Dios Santo!—exclamó.—¡Ha enganchado la aldabilla para que no lleguemos á tiempo de salvarlo!...

Y descargando recias puñadas en la puerta, añadio gritando:

—¡Fray Manuel!... ¡Por la salvación de vuestra alma, abrid!... ¡En nombre de Dios!... ¡Abrid, hermano!

Empero a los golpes nadie respondio y la confusion y el espanto crecieron.

Gran número de frailes había acudido: todos hablaban a la vez y pugnaban por acercarse al calabozo.

—Abajo la puerta,—dijo el alcalde.

—Traed un martillo...

—Una palanqueta,—dijo Castañuelas,—y si no la teneis vengan las tenazas de la cocina.

algunos donados corrieron para obedecer, y a los pocos minutos pusieron una palanqueta de hierro en manos del fingido espia.

Este, consumado maestro en el arle de abrir puertas, hizo la operación con admirable destreza y prontitud.

La entrada del calabozo quedó libre, penetrando en él apresuradamente el prior, el juez y el escribano, y si atribulados y confusos habían llegado allí, más confusos y atribulados se sintieron al esparcir la mirada y no encontrar ni muerto ni vivo al portugués.

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Tal fue su sorpresa, tal su aturdimiento, que ni acertaron a hablar ni a moverse.

Tal fue su sorpresa, tal su aturdimiento, que ni acertaron a hablar ni a moverse.

Contempláronse con espanto, y así hubieran permanecido si los demás frailes que entraron no preguntasen con asombro una y otra vez:

—Pero ¿y el preso?

—¿Dónde está el suicida?

—¿Y el cadáver?

El prior hizo un esfuerzo, exhaló un suspiro, limpióse el sudor que inundaba su rostro, y volviéndose a los frailes les respondio con asPéreza:

—Ya lo veis, se ha evaporado... ¡Oh!... Yo también pregunto: ¿Dónde está el preso?... Acabamos de salir, dejándolo ahí sentado; no nos hemos separado de la puerta; he cerrado; intento abrir otra vez y no puedo; rompemos la aldabilla y... ¿Por dónde se ha ¡do? Por la puerta no, porque estaba cerrada por dentro y porque tenía que pasar por nuestro lado; por esa reja no cabe; las paredes están intactas... Ya lo veis, se ha evaporado en un instante; no puedo decir otra cosa.

El prior decía muy bien: la fuga del preso, realizada en pocos segúndos y a la vista de todos, y con la circunstancia de haber dejado cerrada la puerta, aquella fuga incomprensible, sólo podía explicarse diciendo que el carmelita se había evaporado o filtrado por las macizas paredes.

En vano recorrieron en todos sentidos la habitación y lo examinaron todo escrupulosamente: el fugitivo no había dejado la menor huella.

—Perdemos el tiempo, dijo al fin el juez.—No hay duda que se ha ido, puesto que no está aquí. Cómo ha podido hacerlo, no lo sabemos; pero ello es que si ha salido del calabozo no habrá salido del convento.

Todos opinaron lo mismo, y el prior, el juez y el escribano, seguidos de la comunidad, procedieron a un registro minucioso del convento.

No quedó camaranchón, sótano ni patio que no recorriesen, armario o cajon cuyo interior no examinasen; pero les sucedio lo mismo que en el calabozo.

Nada había, pues, que hacer más que resignarse o desesperarse.

El prior optó por lo primero: estaba cubierta su responsabilidad porque había testigos oculares de su cuidado en guardar al preso y de que había sido imposible evitar la fuga.

Terminado el registro y restablecida algún tanto la calma, envio el superior una carta a Patiño.

No tardó este en presentarse, pálido y agitado y sin poder disimular la ira.

—¿Qué habéis hecho?—dijo con asPéreza al prior.

—Que os conteste por mí el señor alcalde.

—¡Oh!

—Yo puedo guardar a un hombre; pero no a un duende. Salimos del calabozo, dejando allí al preso: no nos separamos de la puerta; volvimos á entrar y ya no estaba. ¿Se comprende eso?No se comprende, y sin embargo, es verdad, tan verdad como que fray Manuel no está en el convento. Por la puerta no salió, puesto que la dejó cerrada por dentro; ni por la ventana, cuya reja está intacta, hasta con las telarañas que tenia; ni por las paredes, ni por el techo, ni por el suelo... ¿Por dónde, pues?No lo adivino.

Patiño quiso examinar la prisión, y en ella pidio nuevas explicación es sin conseguir más que aumentar su aturdimiento y su desesperación.

Al fin hubo de dejar el convento, y restableciéndose poco a poco la calma, los frailes se metieron en sus celdas y volvió a reinar un silencio profundo.

Aunque todos creían que fray Manuel no estaba ya en el edificio, se dejaron en sus puertas los centinelas, encargándoles la mayor vigilancia.

Una hora después, sin luz y con pasos silenciosos, un bulto atravesaba las galerías del convento.

Bajó escaleras, dejó atrás solitarios aposentos y no se detuvo hasta llegar a un patio, donde penetraba el resplandor de la luna.

Entonces pudo verse que el bulto era Martín, cuyo rostro, pálido y contraído, estaba inundado de sudor.

después de escuchar y mirar a todos lados, convenciéndose de que nadie lo observaba, el buen donado se acercó a un pozo que había en uno de los extremos del patio, levantó la tapa que lo cubria, y asomando la cabeza á su interior, dijo en voz baja:

—Señor...

—Mi querido Martín,—respondieron desde adentro.—¿Qué tenemos?

—Se ha registrado todo; ha venido Patiño y se ha ido desesperado.

—¿Y el prior?

—En su celda.

—¿Y los demás?

—también recogidos.

—La fortuna nos protege...

—Señor, replicó tristemente Martín,—no hemos andado más que la mitad del camino. A pesar de que os creen fuera del convento, los centinelas siguen guardando las puertas.

—He previsto el caso...

—¡Ah!... Desconfío...

—Descuida.

—¿Qué hareis, señor?

—Ya te lo explicaré: ahora, ayúdame a salir de aquí, porque hace mucho frío y estoy mal de esta manera, suspendido en el aire y sin más apoyo que esta cuerda.

—¿A dónde iréis?

—¿No está libre el camino de la iglesia?

—Si, señor.

—Pues allí pasaré la noche... Ayúdame a salir y luego hablaremos.

Marlin obedeció, cogiendo y tirando de la cuerda de que estaba pendiente fray Manuel, y éste salió del pozo.

Abrazáronse aquellos dos hombres como dos hermanos o dos antiguos amigos sin que pronunciasen más palabras que:

—¡Mi querido señor!

—¡Mi querido y fiel Martín!

Y la emoción que sentían embargó sus lenguas.

Los ojos de ambos se humedecieron, y palpitaron con violencia sus corazónes.

algunos minutos permanecieron sin moverse.

—Preciso es separarnos,—dijo al fin el carmelita.

—¡Separarnos!... Eso no,—replicó Martín.—Por donde salgais, saldré, y a donde vayais, iré.

—Debes quedarte en el convento algunos días, y luego puedes dejarlo, porque ningún voto te lo impide. Para entonces sabremos si conviene que vayas a reunirte conmigo, o que esperes mi vuelta en Madrid. Esto depende de las circunstancias.

—Por Dios, mi querido señor...

—Ahora, Marlin, asegúrate de que todos los hermanos están en sus celdas. Entre tanto voy a la iglesia y allí puedes buscarme y hablaremos.

El donado inclinó tristemente la cabeza con aire de forzada resignación.

Salieron del patio.

Sin más luz que el conocimiento práctico que tenian del terreno, atravesaron silenciosamente una galería y luego se separaron, alejándose por distinto camino.

Los dejaremos para ir en busca de don Juan y saber lo que había sido de Andrea y Antonio, cuya suerte debía decidirse en aquellos momentos.

Se acercaba la hora fatal, porque faltaban pocos minutos para las ocho.

Fray Manuel no podría acudir en auxilio de la desdichada huérfana hasta el siguiente día, y aún era dudoso que su situación le permitiese hacerlo así.

No había más salvación que don Juan.

capítulo LXIII.
último y más terrible golpe de la duquesa.

Tenemos que retroceder algunas horas, porque mientras tenian lugar los sucesos que acabamos de referir, otros no menos importantes decidían de la triste suerte de nuestros amigos.

Antes de las cuatro de la tarde recibió la duquesa el aviso del doctor, y se sintió vivamente contrariada al saber que su hijo don Juan llegaría á la corte quizás antes que se pusiese el sol. La hora fijada para el casamiento de Andrea era las ocho, y por consiguiente, con sólo ganar dos o tres horas todo estaba conseguido.

Ya lo hemos dicho, la de Miraguas no era mujer que abandonase la lucha en los momentos decisivos, y aunque su conciencia solia remorderle desde que supo que el pretendiente de Andrea era el verdugo, no se sintió con fuerzas para acallar su orgullo de raza, desechar preocupaciónes y permitir que su hijo pagase la deuda de honra que tenia.

Lo primero que hizo la ilustre dama fue enviar a Antonio un aviso, participándole el peligro que amenazaba y diciéndole que hiciese lo posible para adelantar la hora del casamiento; pero no dio resultado, porque Andrea se opuso a ello, por no encontrar razón que lo justificase.

Era, pues, preciso adoptar otro medio.

Muchos encontró la imaginación fecunda de la duquesa, pero todos presentaban algún inconveniente probable.

Escondida en el fondo de su sillon, como otras veces la hemos visto, cerca de la chimenea, pasó cerca de una hora, y al fin sus ojos relumbraron con expresión de díabólica alegría.

—¡Oh!—murmuró.—No llegará a tiempo: cuando pueda verla ya estará casada.

Luego hizo un gesto de disgusto y añadio:

—Hace algunos días que me acibara todas mis satisfacciónes la idea de que esa mujer ha de casarse con el verdugo; y sin embargo, yo no tengo la culpa, yo no favorezco ni quiero favorecer esa union, lo que quiero es estorbar que mi hijo sea quien se case.

Así se tranquilizaba la dama: así se excusaba ante su conciencia, pidiendo a su orgullo, a su egoísmo y a su ambición las fuerzas que necesitaba para llevar a cabo sus planes.

—Las cinco menos cuarto,—dijo mirando al reloj:—no debo perder un minuto.

Y llamó a una de sus doncellas, ordenándole que hiciese ir al cochero.

Este se presentó a los pocos minutos.

—José,—le dijo la duquesa,—engancha al instante y que se dispongan cuatro lacayos para acompañarme a caballo: han de llevar hachas, porque nos cogerá la noche fuera de Madrid.

—Bien, señora duquesa,—respondio sorprendido el cochero.

—Eso es,—repuso la duquesa.—lo que debes hacer ahora. Escucha lo que harás luego.

Y después de meditar algunos instantes, añadio:

—Tomarás el camino de Estremadura con toda la prisa posible, y cuando encontremos a mi hijo don Juan, que viene a caballo, nos detendremos. Yo haré a don Juan entrar en el coche y tomaremos la vuelta de Madrid; pero entonces vendremos todo lo más despacio posible, de manera que no entremos en la corte antes de las ocho. Tara conseguir esto, puedes hacer cuanto quieras ¿lo entiendes? cuanto quieras, con tal que a las ocho no hayamos aún entrado en la villa.

—Entiendo,—respondio el criado.

Y salió del gabinete, obedeciendo a una señal de la dama.

Esta llamó a sus doncellas, hizo que le pusiesen un ancho abrigo de paño con capucha, y pocos minutos después entraba en el coche y se alejaba de su casa seguida de cuatro jinetes con sendas hachas que debían encender al salir de la población.

No quedaba ya de la luz del día más que los últimos resplandores del crepúsculo.

El carruaje atravesó rápidamente las calles y el Prado, y cuando los lacayos, más allá de Atocha, encendieron las hachas, siguió por el camino que hemos hecho recorrer algunas veces a nuestros lectores.

La noche cerró.

La soledad y el silencio eran absolutos en aquellos contornos.

Aun no había la luna dejado ver su nacarada faz.

Las humeantes antorchas esparcían trabajosamente su rojiza luz en medio de las tinieblas.

Medía hora corrieron.

Empezaba a impacientarse la dama y a temer que su hijo hubiese llegado antes a Madrid o tomado otro camino.

El coche quedó parado.

—¿Qué sucede?—preguntó la duquesa.

—Creo,—respondio el cochero.—distinguir gente de a caballo que se acerca.

La anciana, sin temor al frío de que tanto se guardaba siempre, bajó el cristal de una de las ventanillas y asomó la cabeza.

Su mirada se dirigió con afán a lo largo del camino, y logró divisar unos bultos negros.

Luego se oyó el galope de caballos.

Pocos minutos después llegaron cuatro jinetes y a la luz de las hachas pudo reconocerse fácilmente a don Juan y sus criados.

—¡Señor don Juan!—gritó el cochero.

—¡Ah!—exclamó el doncel sorprendido.

Y antes de que pudiera hablar más, dejóse oír la voz chillona de la duquesa, que decía:

—A esto me obligáis, caballero... Venid, y quiera Dios que con este sacrificio que hago por evitaros una recaida...

—¡Madre mía!... ¿Cómo sabíais?...

—Por el doctor que me ha dado aviso de vuestra locura... Venid.

La frente de don Juan se contrajo.

¿Qué significaba aquello?

Para enviarle un coche no necesitaba la duquesa ir en persona, arrostrando los peligros de una enfermedad y de un mal encuentro en el camino a semejante hora.

No podía ser más sospechosa la conducta de la anciana; pero don Juan no podía hacer ningúna observacion ni dejar de obedecer; así que, echó pie á tierra y entró en el coche, dirigiendo a su madre algunas palabras ceremoniosas para darle las gracias por tan tierno cuidado como manifestaba.

El carruaje volvió a tomar el camino de Madrid; pero con la mayor lentitud.

En vano el cochero sacudía el látigo sobre los anchos lomos de las mulas: estas no salían de su Pérezoso paso, como si hubiesen agotado todas sus fuerzas.

De vez en cuando, a través de los cristales, empañados por la humedad, penetraban en el coche los vacilantes destellos de las hachas, permitiendo ver confusamente a la duquesa y a su hijo; pero luego quedaban en profunda oscuridad, sin que hubiesen podido verse sus rostros de manera que pudiese por ellos adivinarse lo que sentían.

Largo rato permanecieron silenciosos.

La duquesa no tenía interés en romper el silencio.

Don Juan hubiese querido que su madre hablara: necesitaba salir de dudas.

La impaciencia, que siempre era en él ardiente, le atormentaba más en aquella ocasíón.

Volaba el tiempo.

Las mulas apenas adelantaban camino.

Aumentábase el contento de la anciana.

Empezaba a desesperarse el mancebo, aunque no conocía toda la gravedad, todo el peligro de la situación.

¡Pobre Andrea!

Hora y medía más y estaba perdida.

Don Juan, haciendo un gran esfuerzo, pudo contenerse y esperó.

Quince minutos trascurrieron, que fueron quince siglos para el doncel.

Al fin se decidio a romper el silencio.

Empero las mulas se detuvieron y el cochero bajó del pescante y llamó a los lacayos.

—¿Por qué se detienen?—dijo don Juan.

—No lo sé,—respondio su madre.

Entonces el mancebo se asomó a una de las ventanillas y preguntó:

—¿Qué sucede?

—Poca cosa, señor,—le respondio uno de los sirvientes:—se ha roto un tirante; pero quedará arreglado antes de un cuarto de hora.

—Cerrad,—dijo la duquesa a su hijo.—Hace un frío insoportable y entra una corriente de aire que me deja helada.

—Bien,—replicó don Juan obedeciendo y dejándose caer nuevamente en su asíento:—si continuamos así estaremos toda la noche en el camino. Las mulas apenas se mueven...

—Estarán cansadas.

—No es tanto lo que han andado y son fuertes...

—Pero no han dejado de correr un instante desde que salimos de casa.

—Tanta prisa...

—Sí, don Juan, tanta prisa para lograr encontraros antes que anocheciese. ¿Sabeis lo que me dice en su carta el doctor?

—Que he hecho una locura ¿no es verdad?

—Que en vuestro estado, un poco aire frío puede produciros una pulmonía que no habría medios de combatir enérgicamente, porque no lo permitirá vuestra debilidad.

—Y eso os hizo salir inmedíatamente de Madrid...

—Ya lo veis.

—Gracias, madre mía; pero con enviarme el coche...

—Don Juan,—replicó severamente la duquesa,—soy madre, he querido yo misma cuidar de mi hijo, y mi hijo me paga...

—Con una ingratitud,—replicó irónicamente don Juan.—¡Oh!... Hace pocos días peligraba mi vida más que hoy, y estabais satisfecha con que me cuidasen dos criados.

—Quise castigaros con mi desvío.

—¿Y ha cesado ya vuestro enojo?

—¿Que vais a deducir de todo ello?

—Nada, señora.

—¿Qué encontrais de particular en mi conducta?

—Encuentro una cosa que no sé explicarme... Madre mía, me conocéis y os tiene probado la experiencia que no sé fingir, que soy enemigo de las frases embozadas, de las palabras de doble sentido, yen fin que lucho abiertamente, mostrando el arma con que he de herir y manifestando el sentimiento que me impulsa...

—Comprendo: vuestra franqueza, según decís cuando queréis explicar el por qué no gustais del trato de los cortesanos y buscáis el de la gente de baja esfera, donde encontrais la nobleza tal como vos la entendeis, tal como os la han hecho entender los filósofos modernos. Por eso sin duda, después de galántear a mujeres de todas las clases de la sociedad, habéis rendido vuestro corazón a la de más humilde cuna; por eso después de haber teñido vuestra espada con sangre de ilustres rivales, habéis dejado que vuestra ilustre sangre tiña el acero del último villano.

—¡Oh!—murmuró don Juan con voz comprimida.—habéis puesto el dedo en la llaga...

—¿Acaso no queriais hablarme de esa mujer a quien pretendeis dar vuestro nombre?

—Sí.

—Pues bien, os abro el camino: decid, pues, cuanto os plazca, que no podrá ser más desagradable de lo que ya me teneis dicho. Nada temáis: os he visto rebelaros contra mi autoridad, y no espero nada peor.

—Madre mía, no habéis comprendido mi situación, lo que sufro y...

—Vos, don Juan, sois quien no la comprendeis, y en cuanto a sufrimientos habéis probado que os importan poco los míos.

—Pero mi conciencia...

—¿No os acusa por haberme desobedecido? ¿No os acusa por haber dado armás a mis enemigos para que me combatan?

—¿Qué decís?

—Descubristeis a fray Manuel el secreto de vuestro viaje, o si no fue así, disteis parte de todo a esa mujer a quien amais, y esta avisó al carmelita, resultando que pudo este burlarse de nosotros, y lo que es peor, dejarme en una posicion falsa con la reina. Hoy, caballero, no soy en palacio lo que era antes, y Patiño, a quien estorba mi influencia, prepara mi ruina con gran facilidad.

—Creo que exagerais...

—En eso os equivocais como en todo.

—Señora...

—Hablemos de la huérfana por última vez.

—Si, será la última.

—Pero tened entendido que nada conseguireis.

—Lo habré intentado y podré responder a mi conciencia como hijo.

—Y yo cumpliré mi deber de madre aunque tenga que deciros algo de lo que ignorais y que puede amargaros mucho.

volvió a crugir el látigo y el carruaje rodó otra vez con la misma lentitud que antes.

—Señora,—dijo don Juan con voz agitada,—os repito que no comprendeis toda la gravedad dé la situación.

—La comprendo, y por lo mismo que es muy grave lo que intentáis hacer, me opongo con tanta firmeza.

—¿Sabeis lo que sucederá si no me caso con Andrea?

—Que se casará con vuestro rival.

—¡Oh!... ¡Eso es horrible!

—¿Por qué?

—No sabeis quien es ese hombre...

—¿Qué me importa ni tampoco a vos? Yo no la obligo a casarse con nadie.

—Tiene que cubrir su falta...

—¿Para qué la cometió?

—Madre mía, perdónadme; pero...

—¿Vais a calificar de poco noble lo que acabo de decir?

—Si,—replicó resueltamente el mancebo.

—Bien, ahora,—repuso fríamente la dama,—proseguid...

—Mi falta obligará a casarse a esa infeliz, porque tiene que dar un padre y un nombre a su hijo, y yo seré responsable de su desgracia, de una desgracia espantosa, cuya sola idea estremece, horroriza.

—Exagerais.

—¡Oh!—exclamó arrebatadamente don Juan.—Mi rival, señora, es...

—Lo sé,—interrumpió tranquilamente la duquesa,—vuestro rival es... el verdugo.

—¡Lo sabeis y aún insistís!—gritó el mancebo con voz ronca.—¡Lo sabeis y lo decís con esa indiferencia!... ¡Mirais con esa fríaldad horrible acercarse el momento de que mi hijo, por cuyas venas circula mi sangre, la sangre vuestra, sea para el mundo el hijo del verdugo, y herede el espantoso oficio de su padre, porque el mundo lo rechazará y tendrá que ser también verdugo!... ¡Oh!... ¡Verdugo mi hijo, verdugo vuestro nieto!...

—Basta, don Juan, basta,—replicó la duquesa, esforzándose para dominar la emoción que empezaba a sentir y a atormentarla.—Basta, habéis perdido el juicio...

—Me queda el corazón, la conciencia...

—Pues bien, yo acepto la responsabilidad de todo, y así podeis estar tranquilo...

—Señora...

—Si no teneis que decirme más que lo que tantas veces me habéis repetido, dejemos esta conversación, que es harto desagradable: dejémosla, al menos por ahora, y la reanudaremos en casa, por última vez, y si aún os obstináis, os abandonaré a vuestra suerte.

—Sea,—dijo el mancebo.—Por última vez hablaremos de este asunto y...

—Elegireis entre vuestra madre y esa mujer...

—Entre vuestras preocupaciónes y mis deberes.

Ambos callaron.

No volvió a oírse más que el ruido del coche, que seguia rodando con lentitud, y algúna que otra vez el crujido del látigo o la voz del cochero, que en vano alentaba a las Pérezosas mulas.

La luz de las antorchas era ya casí inútil, porque la luna se había dejado ver y esparcía sus resplandores, claros como nunca.

Pasó cerca de una hora.

Distinguiéronse a lo lejos algunas luces.

Luego se vieron relumbrar como espejuelos las pizarras que cubrían los campanarios, y al fin, como sobre una alfombra negra, junto a la gran sombra que proyectaba, viose, blanqueada por la luna, la coronada villa.

Don Juan había variado cien veces de postura.

La duquesa permanecia inmóvil como si durmiese.

Cuando el carruaje entraba en Madrid, llevó el viento el vibrante sonido de una campana.

La dama se estremeció ligeramente, y tal vez contra su voluntad, murmuró con voz sorda:

—Las ocho menos cuarto.

En aquel momento era cuando fray Manuel se separaba de Martín y se dirigia a la iglesia.

Y en aquel momento también, Andrea debía dirigirse al altar para pronunciar su terrible sentencia.

Veamos si sucede así: iremos en su busca, puesto que nada podemos decir ahora de don Juan y su madre, y así aprovecharemos el tiempo que hemos de perder siguiéndolos hasta su casa.

Es demásiado interesante la suerte de la infeliz huérfana, para que la abandonemos en instantes tan solemnes.

Capítulo LXIV.
última esperanza perdida.

Cuando el coche de la duquesa atravesaba el Prado, encontrábase Andrea sola en su aposento.

En su rostro, pálido como nunca, se veían las inequívocas señales del insomnio y del llanto.

Su respiración era agitada, y con frecuencia exhalaba suspiros penosos que parecían llevarse tras si el alma.

Oprimíase la infeliz el pecho como si quisiese contener las violentas palpitaciones de su corazón, y su mirada profundamente melancólica, vagaba distraídamente.

Es imposible hacer comprender lo que sufría en aquellos momentos terribles.

Quince minutos faltaban para consumar el sacrificio que la desdichada se había impuesto como madre, y nunca como entonces la atormentaron las dudas y la indecisión.

Ya era tarde.

había empeñado su palabra.

Tampoco habían desaparecido ningúno de los motivos poderosos que la obligaran a aceptar las proposiciónes de su desconocido amante.

ningúna circunstancia había venido a debilitar las consideraciones que la llevaron a tal extremo.

Y sin embargo, como hemos dicho, nunca había sido la lucha tan tenaz.

En el fondo de su alma dolorida se había levantado un presentimiento inexplicable.

Aunque nada, absolutamente nada había sucedido que pudiera hacer concebir la más leve esperanza, Andrea, sin saber por qué presentia que su salvación no estaba lejos.

¿Cuál era la causa de semejante presentimiento?

ningúna.

Andrea no la conocía ni podía explicársela.

Era un sentimiento puramente instintivo.

En su concepto, don Juan la había despreciado y olvidado, y se alejaba de Europa hacia el opuesto hemisferio.

Fray Manuel estaba incomunicado en un calabozo.

La duquesa se dejaria matar antes que ceder.

Y a pesar de todas estas consideraciones, cuando sólo faltaban algunos minutos para que el mal no tuviese remedio, Andrea dudaba y esperaba.

Esperaba y dudaba, porque una voz secreta, nacida en lo intimo de su ser, alimentaba sus esperanzas y sus dudas.

Y vacilaba, y desgarraba su alma una lucha tenaz, desesperada y cruel.

¡Pobre Andrea!

Su esperanza era hija de su deseo.

Sus dudas eran su mismo espanto, el horror que le inspiraba su nueva situación.

Y al confundir esto con un secreto aviso de la Providencia con la voz misteriosa de los presentimientos, cuya causa sólo Dios conoce, aumentaba su tormento y agotaba con la lucha las fuerzas que nunca como entonces había necesitado.

Un silencio profundo reinaba en la casa.

La débil luz del velon esparcia trabajosamente sus rayos en la estancia.

La huérfana, vestida de negro, inmóvil, sentada en un extremo del gabinete, se destacaba del blanco mate de la pared como una sombra del dolor sobre el mármol de un sepulcro.

No reflejaba como otras veces la luz en su blonda cabellera, porque la ocultaba el ancho manto negro con que pocos minutos antes se había cobijado para ir al templo donde debía consumar su horrible sacrificio.

Oscurecíase su pálida frente a medida que se empeñaba más la lucha que tanto la atormentaba, y sus pupilas dilatándose extraordinariamente relumbraban de vez en cuando con extraño brillo, como si dejasen escapar las centellas de la borrasca que en el alma rugia.

A pesar de la palidez cadavérica que cubria el rostro de la infeliz joven, de la sombría nube que parecía velarlo, y del brillo febril de sus ojos, nunca había estado tan bella, o por lo menos tan interesante.

Nunca había podido verse tan bien en aquel rostro toda la grandeza de su espíritu privilegiado.

Nunca tampoco había podido leerse con tanta claridad en aquella frente noble la historia dolorosísima de los sufrimientos de la desdichada.

¿Para qué hemos de repetir lo que ya hemos dado a conocer?

La lucha era la misma que la noche en que vimos a la huérfana dudar y decidirse al fin a aceptar las proposiciónes de Antonio.

Sin embargo, esta segúnda vez parecía luchar con ventaja el sentimiento de dignidad de la mujer ante el de abnegacion de la madre; era más profunda la indignación que algunos días antes habían producido las proposiciónes del amante misterioso.

Y creciendo la excitación, cobrando cada segúndo mayores fuerzas para resistir, arraigándose cada momento más la resolución de arrostrar con firmeza cuantas desgracias pudieran sobrevenir, llegó un instante en que Andrea con voz sorda, pero acento breve y enérgico, murmuró:

—Aun puedo retroceder, y retrocederé: no me arrojaré a un abismo cuya profundidad desconozco... ¡Oh!... No, no.

Y creyendo la infeliz que podría cumplir este propósito sin que otra vez su conciencia y ternura de madre le hiciese sucumbir, hizo un esfuerzo y se dispuso a esperar el supremo y terrible instante.

Antonio, a pesar de lo avanzado de la hora no se había presentado, lo cual era extraño.

¿Cómo recibiria el inesperado cambio de Andrea?

Debemos conocer también el estado de su espíritu, y como los minutos vuelan, iremos a buscarlo.

No hace muchos años, detrás del palacio de la Audiencia, se levantaba un edificio sombrío, en cuyas macizas paredes se veían algunas rejas de hierro de distintas dimensiones y algunas puertas y postigos, cuyas maderas negras, como si estuviesen ahumadas, no se miraban sin horror por los transeuntes, especialmente una que jamás estaba abierta aunque por ella se entraba y salía a todas horas. Aquel edificio, filosófica pero inconvenientemente situado, era la cárcel llamada de corte, donde por lo general se encerraba a los criminales de más consideracion, y en donde tenía su vivienda el ejecutor de la justicia.

Allí vamos a llevar al lector, haciéndole entrar por la puertecilla que hemos mencionado y conduciéndolo a un aposento lóbrego, de regular extensión, donde además de una cama, una mala mesa y algunas sillas, se veían, ya en los rincónes, ya colgados en las paredes, horribles instrumentos de muerte o de martirio y ensebados cordeles.

Excusamos la descripcion minuciosa de tales objetos, porque además de no hacer al caso, repugnaria al lector: baste saber que todo aquello servia al verdugo para ejercer su triste y espantosa profesion de dar tormento unas veces y de matar otras.

La luz de un candil de hierro medio esclarecia la estancia y permitía ver la sombría figura de Antonio que, con los brazos cruzados y la cabeza inclinada sobre el pecho, iba y venia de un lado para otro con desiguales pasos.

En su rostro contraído y pálido, en su agitación, podía fácilmente conocerse que en aquellos momentos, que debían ser para él de suprema dicha, sufría horriblemente.

Su conciencia le atormentaba sin compasíón; la misma conciencia en que pocos días antes creía encontrar un defensor o un juez que lo absolvía, lo acusaba.

Hasta entonces no había comprendido que las ofensas recibidas de la sociedad no debía vengarlas en un sólo individuo, mucho menos siendo éste inocente y víctima como él de las preocupaciónes y de la iujusticia del mundo.

¿Por qué había de pagar Andrea las faltas de todos?

Empero como a los gritos de la conciencia respondía la pasíón, ésta acababa por triunfar, y Antonio, trastornado por su amoroso anhelo, no pensaba más que en la dicha que le esperaba.

Momentos había en que la violencia de la pasíón lo ponía en un verdadero estado de locura, y dando vuelo a su imaginación acalorada, figurabase ser ya dueño de Andrea y tenerla a su lado; pero entonces venía un segúndo sufrimiento que no había previsto, un sentimiento de respeto el más profundo, que le impedía moverse y aún hablar; un respeto que podríamos llamar supersticioso, porque ni acertaba a explicárselo ni lo podía dominar.

Sus manos, que habían ahogado a tantos infelices; sus manos, encallecidas por el roce de los cordeles y de los instrumentos atormentadores; sus manos, manchadas de sangre, impuras, en fin, no podían estrechar las de aquella mujer sublime, y más sublimé para Antonio que tanto la amaba. Tocarla era para él una profanación, y esta idea le hacía estremecerse, temblar como el sacrílego al acercarse al sagrario.

¿De qué le serviria ser, en el nombre, dueño, si no podía llegar a la inmensa altura a que Andrea se encontraba, si no podía tocarla sin rebajarla y que dejase de ser lo que era, sin que una realidad fría sustituyese a la creacion que había halagado sus ensueños?

¿Qué baria cuando se encontrase dueño y frente a aquella mujer?

tendría que renunciar a ella, que alejarse más desesperado y atormentado que nunca.

La lucha era horrible, no menos horrible y desgarradora que las que hemos visto sostener a la pobre huérfana.

Empero como la pasíón, ya lo hemos dicho, estaba sobre todo, no había instinto noble, sentimiento generoso, ni buena idea que no fuese ahogada.

Los impulsos de aquella pasíón lo dominaban todo, y así como en Andrea la ternura y el cariño de madre triunfaban siempre, así en Antonio la sed devoradora de su amor lo arrastraba a despecho de la conciencia y de la razón.

—¡Nó!—exclamó el verdugo con voz ronca.—¡No retrocederé!... Mis escrúpulos son necios, mis temores son vanos... No seré yo quien la manche, sino ella quien me purifique; no la haré descender, sino que ella me elevará... ¡Oh!... ¡Parece que arden mis entrañas!... Ha llegado la hora... Don Juan puede venir... ¡Será mía!

Y tomando su sombrero y su capa, se lanzó como un loco fuera del sombrío aposento.

Su respiración era desigual, y violentas sacudidas nerviosas solían agitar sus miembros.

A pesar de que la distancia era larga, tardó pocos minutos en llegar a casa de Andrea.

Esta no pudo reprimir un grito al verlo.

Ambos quedaron mudos e inmóviles.

Trascurrieron algunos segúndos.

—Señora,—dijo Antonio,—os aguardo... Es la hora fijada por vos...

—Es la hora, sí,—replicó la huérfana, haciendo un esfuerzo;—pero he examinado otra vez mi situación, he consultado a mi conciencia, he preguntado a mi valor...

—¡Oh!—interrumpió el verdugo, cuyo rostro pálido se contrajo como nunca.—No prosigáis, no digais que os habéis arrepentido, porque me prometisteis ser mi esposa y os echaré en cara la falta de que acusais a don Juan.

Lo que estas palabras hicieron sentir a Andrea, es imposible hacerlo comprender.

Trastornada, subyugada por el acento y la mirada de Antonio, púsose en pie como impulsada por un resorte, llamó a sus sirvientes, que debían ser sus padrinos de 'casamiento, y dijo con breve acento:

—Vamos.

Pocos minutos después se encontraban en la calle.

Todos iban cabizbajos, tristes y silenciosos.

ningúno contestó a la importuna felicitacion de una vecina habladora y curiosa, que en la parroquia había sabido el proyectado matrimonio y que á la sazón salía también de casa.

La luna, que ya hemos dicho era en extremo clara aquella noche, iluminó el grupo, que más parecía comitiva de duelo que de boda.

Andrea tuvo que apoyarse en el brazo de Juan.

¡Infeliz!

Ya era imposible que don Juan llegase a tiempo.

capítulo LXV.
Dónde el lector acabará por confundirse más que don Juan.

Mientras Andrea y sus acompañantes adelantaban por la calle ancha de San Bernardo en dirección a la iglesia de San Marcos, la duquesa y don Juan entraban en su casa.

Acababan de dar las ocho, hora fatal tan ansiosamente esperada y temida.

Difícilmente podía la anciana disimular su díabólico contento, y por si se escapaba por sus ojos, cuando se sentó junto a la chimenea, recurrió á su abanico de plumás y se ocultó el rostro.

Don Juan se sentó enfrente, y aunque atormentado por la impaciencia, calló por respeto y esperó a que su madre le hablase.

Esta tosió, miró el reloj para convencerse de que no estaba equivocada en la hora y después de tomar una de las pastillas que siempre llevaba consigo, dijo:

—¿Qué habéis resuelto, caballero?

—Ya lo sabeis, señora,—respondio don Juan.

—Bien,—repuso fríamente la duquesa os diré dos cosas que ignorais para que acabeis de juzgar a esa mujer, y si aún insistís en vuestra locura, nos separaremos para siempre.

—¿Teneis de que acusar a Andrea?

—Juzgad de su recato, de su pudor, de su dignidad, cuando sepaís que vino a verme...

—¡Ah!...

—Que me confesó su falta...

—¿Qué había de hacer?—replicó el mancebo.—Vino por su honra, a pedir una justa reparacion, porque la infeliz no conoce el mundo y creyó que respetariais el derecho que la habían dado mis promesas y juramentos, que os conmoveria su triste situación y sus dolores. ¡Cuánto debió sufrir al verse tratada con altivez y desdén!

—Basta de observaciones, don Juan: puesto que así juzgais, dejemos eso y veamos si pensais lo mismo cuando sepaís que me digné ir a verla con intento de consolarla y de mejorar su suerte y me hizo salir de su casa, amenazándome con llamar a sus criados para que me echasen fuera.

—Fuisteis a ultrajarla...

—Don Juan, es inútil que hablemos: para vos todo es bueno y santo en tratándose, de esa mujer. He perdido el tiempo, he fallado a mi deber, dejando de ir a palacio a las ocho, según me ordenó la reina...

—Efectivamente, es inútil que hablemos de este asunto. No os haré perder más tiempo.

—Ni vos dilateis más hacer cualquiera locura.

Don Juan se puso en pie.

—¿A dónde vais?—le preguntó la duquesa, volviendo a mirar el reloj.

—A ver a Andrea... Hace algunos días que le escribí, diciéndole que estaba dispuesto a darle mi mano en cuanto se restableciese mi salud...

—Lo sé.

—¡ Que lo sabeis!...

—Si, quemé vuestra carta en esta chimenea...

—¡Oh!—exclamó el doncel, temblando de ira y de miedo.—¡ Me vendio el miserable criado!...

—No por cierto... Lo engañaron y... Esto no importa ahora...

—¡Dios mío!... Andrea ignora tal vez lo que ha sido de mí!... ¡Ahí... ¡Qué sospecha tan horrible!... Señora,—añadio el mancebo en el último grado de exaltación y clavando en la duquesa una mirada casí amenazante,—si Andrea, desesperada, ha aceptado las proposiciónes de mi rival; si es esposa del verdugo, respondereis a Dios...

—Silencio,—interrumpió asperamente la dama:—soy vuestra madre...

—adiós, quizás para siempre...

—¿A dónde vais como un loco?

—A salvar a esa infeliz...

—No os apresureis, os sobra tiempo para provocar un lance con vuestro noble rival.

—Si, moriré a sus manos o Andrea será mi esposa...

—Un momento,—repuso la anciana, sonriendo de una manera horrible.

—¿Qué queréis?... ¡Oh!... Vuestra sonrisa es la del triunfo, me anuncia una horrible desgracia...

—Mirad el reloj... Hace diez minutos que dieron las ocho... ¡Diez minutos hace que esa mujer es esposa del verdugo!

Del pecho de don Juan se escapó un rugido espantoso, relumbraron sus pupilas como dos centellas, y lanzando a su madre una mirada terrible, salió del gabinete como si hubiera perdido la tazón.

No se detuvo un instante: impulsado por la fuerza de su desesperación, corrió velozmente y en pocos minutos llegó a la calle de la Justa.

Apenas podía respirar.

Su mirada se fijó afánosamente en los balcones de la casa de Andrea.

Ni un destello de luz.

Escuchó.

Ni el más leve rumor se percibía.

El infeliz mancebo asíó el aldabon de la puerta; pero se detuvo.

Tenia miedo de encontrar las pruebas de la horrible desgracia!

Sus miembros temblaban convulsivamente, ardíase su cabeza y su corazón palpitaba como si fuese a romperse en mil pedazos.

—¡Oh!—murmuró con voz ahogada.

Y haciendo un esfuerzo, descargó tres o cuatro golpes furiosos con el aldabon.

Nadie respondio.

Iba el mancebo a llamar otra vez; pero se detuvo al oír la voz de una mujer que llegó en aquel instante y le decía:

—¿A quién buscáis, caballero?

—A doña Andrea...

—¡Ya!... Sin duda sois de los convidados...

—¿Qué decís?

—¿Acaso no sabíais que esta noche se casaba doña Andrea? Yo soy vecina y...

—Pero...

—Hace medía hora que salieron para ir a la iglesia...

—¡A la iglesia!

—Es claro...

—¿Pero a qué iglesia?... Decid...

—A la parroquia... a San Marcos...

—¡Oh!... ¡Ya es tarde!...

Y se lanzó furioso hacia la calle de San Bernardo, con la esperanza loca de llegar a tiempo.

Tal vez lo hubiera conseguido aprovechando los minutos que perdio en ir á casa de Andrea; pero ya debía ser tarde: la desdichada habría consumado su sacrificio, y para que no dejase de sufrir ningún dolor, se encontraria con don Juan cuando ya no tuviese remedio la desgracia, y se acusaria por no haber esperado más, por haber desoído los consejos prudentes de fray Manuel.

El aire llevó los sonidos del toque fúnebre con que el histórico reloj del convento de monjas de San Plácido anuncia las horas, y aquellos sones tristes excitaron más el dolor del mancebo, porque parecían decirle que había muerto Andrea para él.

Eran los ocho y medía.

Aunque en extremo fatigado, don Juan siguió adelante con la misma velocidad.

Llegó por fin a la calle de San Marcos, y la claridad de la luna le permitió mirar a larga distancia.

A nadie vio.

algunos momentos más y cesarían sus dudas.

—¡Oh!—murmuró con voz ahogada.—¡La vida o la muerte!...

Y como llevado en alas del viento, siguió calle abajo hasta el sitio en que se levanta la iglesia.

En aquel momento salieron cuatro personas por la puerta que conduce a la sacristía.

Los blancos resplandores de la luna iluminaron el grupo.

Don Juan miró con espantados ojos, oprimióse el pecho y haciendo un esfuerzo doloroso, gritó con ronca y destemplada voz, con el acento de un ay que exhala el alma desgarrada:

—¡Andrea!...

La infeliz contempló un instante al mancebo, sus azules ojos relumbraron como dos ascuas; dilatóse su pálido rostro con una expresión extraña, indefinible, y como arrancado también del alma, exhaló un grito agudo y exclamó:

—¡Don Juan!...

Luego extendio los brazos, vaciló su cuerpo, inclinó la cabeza y cayó en brazos de sus sirvientes mientras murmuraba con débil voz:

—¡Es él!... ¡Aun me ama!... ¡Es él... él!...

Del pecho de Antonio se escapó un rugido espantable como el del león; oprimióse con fuerza convulsiva las sienes y quedó inmóvil.

Don Juan, que había quedado como petrificado, hizo un segúndo esfuerzo, elevó al cielo una mirada de desesperación y después de decir:

—¡Es tarde!

Huyó por el mismo camino que había llevado, pero corriendo con más velocidad.

—¡Dios mío!... ¡Don Juan, don Juan!—decían Petra y su compañero, mientras socorrían a su señora.

Y Antonio, al ver alejarse a su rival, extendio los brazos y gritó:

—¡Don Juan!

Luego dio algunos pasos como para seguirlo, pero le faltaron las fuerzas, y tuvo que sostenerse en la fría pared, apoyando en ella las manos y la abrasada frente.

Don Juan, que seguia corriendo, no había podido darse cuenta de lo que hacía, ni estaba en estado de pensar sobre lo que debía hacer; lo único que comprendio fue que su presencia no podía dar más resultado que atormentar a Andrea.

¿Qué debía hacer después don Juan?

Provocar un segúndo lance con Antonio, no podía tener más objeto que matarlo para casarse con la huérfana, y casarse con la viuda del verdugo no era cosa para determinada repentinamente.

Por de pronto, lo que el mancebo necesitaba era algún sosiego y algún consuelo.

¿Dónde lo encontraría?

Solamente en fray Manuel, que era el único que había sabido despertar su conciencia, el único amigo que en aquellos momentos podía dirigirle palabras que llegasen a su corazón transido por el dolor, que tranquilizasen su conciencia, cuyos remordimientos eran horribles.

¡Infeliz mancebo!.

Ignoraba la prision del carmelita, y en vez de correr a los brazos de su madre, en quien no había encontrado más que amargas reconvenciones, corrió al convento.

Cuando llegó a la red de San Luis tuvo que detenerse para recobrar el aliento, y después de algunos minutos siguió por la calle del Caballero de Gracia, pero no con tanta prisa como antes, porque empezaban a faltarle las fuerzas.

Al llegar al convento, vio con extrañeza a los soldados y llamó su atención el crecido número de personas que por allí había, que no eran más que vagos curiosos, llevados por la noticia de la fuga del Duende.

Don Juan se dirigió a la portería; pero el centinela le mandó bruscamente retroceder, sin darle más razón que la de que tenía que cumplir la consigna.

—¿Qué sucede?—preguntó entonces don Juan a un curioso.

—Menester es que vengais de muy lejos para que lo ignoréis,—respondio el interpelado.

—Nada sé.

—Que se ha escapado el Duende, dejando con un palmo de boca abierta a toda la comunidad, pues según aseguran, se hizo invisible y se convirtió en humo, saliéndose por una rendija de la puerta del calabozo.

—No os entiendo.

—¿Tampoco sabeis quién es el Duende?

—Nó.

—Un carmelita, el que escribia las sátiras contra Patiño y el presidente del consejo y hasta contra la reina, zurrando de lo lindo a los covachuelistas y sacando a relucir los trapos sucios de todo vicho viviente.

—¿Pero ese fraile?...

—Era uno muy conocido, llamado fray Manuel de San José.

—¡Fray Manuel!...

—El mismo, el portugués...

—¡Dios mío!—exclamó don Juan.

—¿Qué os sucede? ¿Era acaso el fraile vuestro pariente?

—Era mi amigo...

—Pues no lo digais, porque os llevarían a la inquisición...

—Acabad, os lo suplico, acabad de decirme cuanto sepaís de fray Manuel...

—Con mucho gusto,—respondio el desconocido, que era hablador en demásía.

Y refirió todo lo que del carmelita se contaba.

El mancebo dio las gracias, y con pasos desiguales, pudiendo apenas sostenerse, se alejó de allí por la calle arriba de Alcalá.

Hubo un momento en que pensó ir en busca de Antonio; pero las fuerzas lo abandonaban por instantes y mal de su grado tuvo que encaminarse a su casa.

Al llegar se detenia a la puerta el coche de la duquesa.

—A tiempo venís,—dijo la dama al ver a su hijo.—Acompañadme algunos minutos.

Don Juan siguió maquínalmente a su madre, y esta exclamó cuando estaban en su gabinete:

—¡Oh!... Decidme ahora que exagero... Ya han dado su resultado vuestras locuras.

La agitación de la anciana, sus ademanes descompuestos y el brillo de sus ojos, decían claramente que le había sucedido algúna gran desgracia.

Empero el doncel no se apercibió del cambio, porque no miraba a su madre.

—¿Sabeis lo que acaba de sucederme?—prosiguió esta, que sin disimular su arrebato, parecía en el último grado de la desesperación.—Al excusarme con la reina por mi tardanza, me interrumpió, diciendo fríamente: «estáis perdónada, duquesa. Ya sé que el estado delicado de vuestra salud no os permite cumplir siempre vuestros deberes, y yo abusaria exigiendo más. Exponeis vuestra vida por servirme, y no lo permitiré.. El clima de Madrid os mata... Teneis la licencia que no os atreveis a pedirme, y podeis emprender vuestro viaje a Andalucía. Supongo que os ireis mañana temprano, y como no podreis despediros de mi, os saludo ahora y os deseo buen viaje. En cuanto a vuestro hijo don Juan, que me dijisteis había desaparecido, ya sé que fue herido en un duelo por un noble rival... también le conviene salir de la corte y el rey le da licencia para que vaya a Galicia...» ¡Oh!... Y sin dignarse mirarme, salió de la cámara...

La duquesa calló para tomar aliento y estrujó entre sus convulsas manos el abanico de pluma, haciéndolo pedazos.

Don Juan no se movio.

—¿No me escucháis?—dijo la dama con iracundo acento.—¿No me entendéis?... ¡Estamos desterrados!...

—Vos,—dijo pausadamente el mancebo,—á Andalucía, y yo a Galicia...

—Sí, separados... ¡Eso es para vos una felicidad!...

—Dios ha querido evitar una nueva desgracia, tal vez un crimen... Al amanecer partiré, señora, partiré con mi dolor, mientras vos os alejais por opuesto camino con vuestros recuerdos... Desde Galicia pediré al rey licencia para ir a Italia a pelear bajo la bandera española, al lado de nuestros valientes hermanos, y moriré en el campo de batalla, teniendo al espirar el consuelo de haber hecho algo por mi patria.

Don Juan se puso en pie.

—¿Adónde vais?—preguntó la duquesa.

—A descansar... Me abrasa la fiebre... Mañana os daré el último adiós...

—¡Don Juan!...

—Ya os lo he dicho, madre mía: no me queda más consuelo que la muerte... ¡Oh!... ¡No sabeis cómo tengo el alma!

El mancebo salió del gabinete con vacilantes pasos, mientras la duquesa decía con voz ahogada por el coraje:

—Yo también moriré desesperada: este golpe me matará... ¡Y no tengo una prueba para aniquilar a Patiño, para hacer enmudecer a la reina!... ¡No tengo una prueba, aunque es verdad que se aman!

Don Juan había tomado por providencial el inesperado destierro, y pensando juiciosamente, determinó salir de Madrid sin intentar ver otra vez a Antonio ni a la huérfana. Un segúndo duelo era una locura: si el verdugo sucumbía, don Juan quedaba en una situación la más difícil, y muriendo éste, Andrea tendría un dolor y un remordimiento más.

Una vez decidido, a pesar de su estado de salud, dio las ordenes convenientes para que todo estuviese preparado y marchar al amanecer.

CAPÍTULO LXVI.
Que es el último y el más interesante de esta historia.

Apenas volvió Patiño a palacio, puso en juego cuantos medios estaban a su alcance para buscar a fray Manuel, disponiendo al mismo tiempo que se guardasen las puertas de Madrid con el mismo cuidado que las del convento. Registráronse muchas casas, siendo una la de Andrea, y nada consiguió la policía.

El rey estaba disgustado; pero habló poco y casí con indiferencia del suceso, y se acostó a la hora de costumbre, diciendo:

—Que no vuelvan a nombrarme a fray Manuel, como no sea para decirme que está preso.

La reina no pudo dormir; tampoco el ministro, y menos la duquesa, que tenía un doble motivo para estar desesperada.

Don Juan, debilitado, rendido por la fatiga, pudo conciliar el sueño cerca del amanecer.

El carmelita había hablado con Castañuelas y Martín, pero no más que lo preciso para ponerse de acuerdo.

Cuando el matutino crepúsculo esparció sus primeros resplandores, fray Manuel extendio la mirada por el templo, acercándose luego al cancel que como casí todas las iglesias tiene delante de la puerta principal. Allí estaba la salvación del carmelita: su plan era ocultarse tras uno de los lados del cancel mientras el sacristán salía por la puertecilla del otro para abrir la puerta principal.

—Parece natural,—dijo,—que salga por aquí, puesto que por este lado vendrá: es lo más probable y a ello me atengo. ¡Oh!... Puede perderme una casualidad; espero que otra me salve... Con razón teme el buen Martín...

Estremecióse fray Manuel, y como faltaba poco para el momento decisivo, ocultóse desde luego donde había pensado y quedó inmóvil..

No podía darse mayor atrevimiento: aún suponiendo que el sacristan saliese por donde al fraile convenia, no había razón para creer que entrase nuevamente en la iglesia por el mismo lado del cancel, puesto que entonces se encontraria a igual distancia de ambos.

Nunca había sido más peligrosa la situación.

Trascurrieron algunos minutos, sonó ruido en la sacristía, sintiéronse pasos y entró en la iglesia el sacristan.

El carmelita se estremeció convulsivamente y contuvo la respiración, elevando al cielo una mirada de gratitud cuando el sacristan llegó al cancel y salió por el opuesto lado.

Pocos momentos después oyóse el ruido estridente de llaves y cerrojos y el crujido de las grandes hojas de la puerta principal, y el breve saludo que se cruzó entre el centinela y el sacristan.

Este volvió a la iglesia, entrando por la misma puertecilla y dirigiéndose a la sacristía.

Difícil sería hacer comprender lo que sintió el carmelita: por algunos instantes no pudo moverse, y tuvo que esforzarse para recobrar la calma de que tanto había menester.

Quedábale que vencer otro obstáculo no menos peligroso, el centinela que se paseaba bajo el ancho pórtico; pero fray Manuel estuvo observándolo por una rendija, vio que aquel volvía siempre hacia el mismo lado, y saliendo sin hacer el más leve ruido, pusósele detrás cuando se alejaba de la puerta, y lo siguió.

Llegaron al otro extremo del anchuroso portal, separóse un poco a la izquierda el fraile, giró hacia la derecha el soldado, y mientras este marchaba, aquel bajó los escalones del pórtico y se alejó sin que lo viesen los demás soldados que dormían profundamente junto a las armás.

—¡Libre!—exclamó, encaminándose al Prado.—¡Gracias, Dios mío!

Y sus ojos, húmedos por el llanto, se levantaron al cielo con expresión de inmensa ternura y gratitud, mientras que su corazón palpitaba con violencia.

Muchos y fieles amigos tenía fray Manuel; pero no queria comprometer a ningúno, pidiéndole que lo ocultase en su casa y le ayudase para salir de Madrid, y por esta razón decidiose a aceptar el ofrecimiento del verdugo, hecho por medio de Castañuelas. ¿Quién había de sospechar que el carmelita se había refugiado en la vivienda del ejecutor de justicia?

No había, pues, lugar más seguro, y en tal concepto el portugués siguió apresuradamente Prado adelante, entróse luego por la calle de Atocha, procurando ocultar el rostro con la capucha, y algunos minutos después llegó a la cárcel de corte, viendo con extrañeza que la puertecilla del sombrío albergue de Antonio cedio al primer empuje.

—No teme,—dijo el fraile,—que los ladrónes se atrevan a penetrar aquí...

Y entró sin detenerse, siguiendo hasta encontrarse en el aposento conocido ya de nuestros lectores.

Allí, tendido en el lecho, estaba Antonio, que al sentir ruido levantó la cabeza, y dejando escapar un grito, que lo mismo podía ser de sorpresa que de alegría, sentóse, extendio los brazos y exclamó con acento de conmocion profunda:

—¡Gracias, Dios mío!... Venid, padre, acercaos, sentaos, necesito vuestros consuelos... No mireis a vuestro, alrededor, olvidad que soy el verdugo y pensad solamente que estáis junto a un desgraciado.

—¡Ah!—exclamó el fraile, examinando el rostro pálido y desfigurado de Antonio.—¿Qué os sucede? ¿No habíais llegado al colmo de vuestra dicha, alcanzando el consentimiento de Andrea? ¿Habrá tenido Dios lástima de esa infeliz y será esa la causa de vuestro sufrimiento? Explicaos, aclarad el misterio que envuelve la suerte de don Juan, decidme si la huérfana...

—Padre mío,—repuso Antonio,—Dios ha tenido compasíón de Andrea y de mí... Todo vais a saberlo.

Y después de callar algunos instantes como para coordinar sus ideas y tomar aliento refirió cuanto había sucedido con don Juan, la duquesa y Andrea hasta el punto en que ésta se encaminaba al templo.

Fray Manuel, pálido y agitado, con la mirada fija en Antonio, parecía querer adivinar el desenlace de aquel horrible drama; pero no había articulado una sílaba por no perder un sólo instante, pues los que pasaban atormentado por espantosas dudas, le parecían siglos.

—Llegamos a la iglesia,—prosiguió diciendo Antonio después de exhalar un penoso suspiro,—y allí, ante Dios, subyugado por la solemne voz del sacerdote, que es un anciano de rostro dulce y venerable, no sé lo que sentí, parecióme que me faltaba el aire para respirar. Sin embargo, hice un esfuerzo el último; respondí maquínalmente a lo que me preguntaron, y cuando el ministro de Dios levantaba la diestra para bendecirnos, interpuso las suyas el fiel criado de Andrea, y dijo: «Esperad, señor cura... Y vos, mi buena señora, decidme si por algo más que por dar a vuestro hijo un padre os casais con Antonio, porque Dios me ha inspirado, y pienso que en tal caso basta a vuestro propósito con que yo sea vuestro marido, y con la ventaja de que sabeis quién soy y de que jamás me permitiré miraros sino como el más leal y humilde sirviente.» ¡Ah!... Yo no pude pronunciar una palabra, ni sé lo que sucedio; sólo acertaré a deciros que Andrea, con enérgico acento, juró que no sería esposa de otro hombre que del padre de su desgraciado hijo... Y salimos del templo, y cuando yo iba a dar el último adiós a la huérfana, se presentó don Juan y... No sé lo que hice, perdí el conocimiento y luego me encontré entre la huérfana y sus criados, que me socorrían cariñosamente...—«Señora, le dije, no os acerqueis a mí, os mancháis, ¡soy el verdugo!...»—Y en vez de abandonarme, levantó al cielo los ojos llenos de lágrimás y exclamó:—«¡Desgraciado!... ¡Dios mío, compadeceos de él!... ¡Cuánto debe sufrir!...» ¡Oh!... Sus manos puras cogieron las mías, me ayudó a levantar... ¡Mi pasíón había concluido!... ¡había desaparecido la mujer, cuya mirada encendía mi pecho, y la había sustituido un angel, el angel que Dios me envia para redimirme!... No puedo más, padre mío... Mi vida será corta, pero no moriré como he vivido.

Como si se hubiesen agotado sus fuerzas. Antonio se dejó caer otra vez en el lecho.

—¡Dios misericordioso y justiciero!—exclamó fray Manuel.

Y por sus pálidas mejillas rodaron dos lágrimás.

Por algunos instantes reinó un silencio profundo.

—¿Pero don Juan,—preguntó al fin el carmelita,—qué hizo?

—Os diré lo que recuerdo vagamente. Cuando nos vio don Juan, creyó que nos habíamos casado, y huyó maldiciendo su destino... Yo intenté detenerlo y... No sé más...

—Tal vez en su desesperación y para no agravar la situación de Andrea, haya salido de Madrid... Voy a ver a la huérfana, y si preciso fuese, a don Juan...

—¿Qué intentáis? ¿No pensáis, padre, que pueden descubriros?

—Dios me protegerá.

—Castañuelas no tardará en venir y...

—Hermano mío, cuando el hombre tiene que cumplir un deber, es un miserable si se detiene ante el peligro. Tranquilizaos, volveré pronto, os consolaré, fortificaré vuestro espíritu, y cuando me separe de vos, el Omnipotente me habrá concedido la gracia de daros la calma y la felicidad con la fe, y con la fe la salvación eterna.

Antonio besó con respetuosa ternura las manos de fray Manuel, y éste, sin pensar en el peligro que corria, salió a la calle y se encaminó a casa de Andrea.

Esta no se sorprendio, porque desde que la noche anterior fueron a registrar la casa, sabía que el fraile había logrado recobrar la libertad; pero fue grandísima su alegría porque no lo esperaba y lo recibió con tales muestras de júbilo, sintióse tan conmovida, que el llanto salió en abundancia de sus ojos.

El carmelita la bendijo, dirigióle algunas palabras cariñosas y luego añadio:

—Sé todo lo que ha sucedido y lo que vos ignorais; pero no debemos perder el tiempo en explicación es. Mi presencia aquí puede comprometeros...

—No importa, por vos todo lo arrostraré, padre, porque os debo más que la vida...

—Tengo lugar seguro donde estar, y si a trueque de comprometeros he venido, es porque peligra vuestra suerte.

—¡Ah!... ¿Qué decís?... ¿Acaso fue un sueño?...

—Don Juan cree que estáis casada...

—¡Dios mío!...

—Por eso huyó anoche...

—Por eso no ha venido...

—Y temo que desesperado haga lo que, mintiendo su madre, dijo que ya había hecho. Por consiguiente, es preciso buscarlo y desvanecer el error en que está, siquiera sea para que deje de sufrir, puesto que os ama como nunca y además su conciencia lo atormenta.

—¡Bendito seáis!—exclamó la huérfana.—Aun en estos momentos de peligro, cuando no debierais, cuando no podeis pensar más que en salvaros, olvidais vuestra desgracia para pensar en la ajena, y nada os detiene para acudir en socorro del que os necesita. ¡Ah!... ¡Bendito seáis, padre mío!...

—Que el tiempo vuela; decid a vuestro fiel criado que vaya a buscar a don Juan...

—Le escribiré...

—Es verdad, no había pensado...

—No más que algunas palabras... ¡Cómo palpitará su corazón al leerlas!

Andrea, convulsa de alegría, trazó algunos renglones, llamó a Juan y le ordenó que fuese en busca del ilustre mancebo.

¿sería tarde?

Al amanecer debían haber partido la duquesa y su hijo, y tal vez estarían ya lejos de Madrid.

El leal sirviente, como sabía lo que importaba la comisión, corrió cuanto pudo y llegó jadeante de fatiga a la calle Mayor.

Ala puerta de la casa de la duquesa había dos coches con sendos tiros de mulas y bastantes criados a caballo y armados.

La anciana acababa de despedirse de su hijo y ambos se disponían a ocupar los carruajes.

Juan dio un grito de alegría, acercóse al mancebo, y enseñándole el papel, dijo:

—Deteneos, señor don Juan... Tomad.. No se ha casado.

Todos oyeron estas palabras.

—¡Ah!—exclamó el doncel con acento que parecía arrancado del alma.

Y cogió el papel mientras la anciana exhalaba un destemplado grito, y estremeciéndose convulsivamente caía sin conocimiento en brazos de sus lacayos. ‘

Acabar la lectura, besar el papel, elevar al cielo una mirada de indefinible gratitud y lanzarse como un loco en dirección de la calle de Coloreros, todo fue obra de un segúndo para don Juan.

Ni se apercibió de lo que había sucedido a su madre, ni de la general sorpresa que había producido el extraño incidente.

Ocho minutos después resonaba en el gabinete de Andrea un grito de inmensa alegría, de esa alegría que por su intensidad puede concluir con la existencia instantáneamente...

¿Qué hemos de decir?

Pálida sería toda pintura, faltos de interés todos los detalles.

Diéronse los amantes explicación es con tanta precipitación cuanto era el afán con que las deseaban, y se hubiesen olvidado de todo lo que no era ellos mismos, si fray Manuel no les dijese:

—Basta... don Juan, vuestra madre os buscará aquí...

—¡Ah!... Y os encontrarán también a vos...

—Para evitar nuevas desgracias es preciso que nos separemos; pero antes mi bendición...

—¡Padre mío!

—Sí, os casaré bajo mi responsabilidad...

Pocos minutos después era Andrea esposa de don Juan.

El desmayo de la duquesa los había salvado a todos.

Fray Manuel volvió a casa del verdugo y permaneció allí tres días, al cabo de los cuales, disfrazado y acompañado del valiente y astuto Castañuelas pudo salir de Madrid sin ser conocido.

Antonio, la desgraciada víctima del mundo, el testimonio de la más negra mancha de la sociedad, estaba resignado, y parecía tranquilo; había buscado en la religión el consuelo que no podía encontrar en sus hermanos; esperaba con ardiente fe en la otra vida la justicia que en esta se le negaba y aunque solicitó que le relevasen de su penoso cargo, lo cual era muy difícil conseguir, no podría, ni alcanzar reposo para su espíritu, ni vivir muchos años. Tenia herida el alma, y las heridas del alma no se curan jamás.

A los que crean que un verdugo no puede pensar ni sentir como el que figura en esta historia, les citaremos un ejemplo reciente. Antonio Pérez Sastre, ejecutor de justicia de la audiencia de Madrid, murió no hace un año bajo el peso de su conciencia y transida el alma por el verdadero conocimiento de su triste situación. Tuve ocasíón de verlo y hablarle algunas veces: era joven: en su rostro pálido, que nada tenía de grosero, repulsivo ni aún desagradable, y en sus ojos pardos de muy expresiva mirada, ¡cuánto leí y cuanto aprendí! Pronunciadas con aparente fríaldad, aún con desdén, ¡qué frases tan amargas, terribles y desgarradoras escuché de sus labios! Un día llegó en que le faltó el valor para cumplir su mision horrible, y público es que para las últimás ejecuciónes hubo de llamarse a los verdugos de Valladolid y de Albacete.

El desdichado Antonio Pérez Sastre fue perdiendo las fuerzas y al fin sucumbió... ¿de qué enfermedad? La ciencia lo ignora.

¡Defended la pena de muerte!...

¡Ay de los legisladores el día que sean juzgados por la justicia divina!

Para que quede completamente satisfecha la curiosidad de los lectores, les diremos que don Juan consiguió permiso para estar en Madrid algunos días, emprendiendo luego su viaje con Andrea.

Petra y Juan se casaron algunos meses después, recibiendo de don Juan un crecido dote; pero no abandonaron a sus amos, en cuya casa permanecieron muchos años.

El carmelita logró entrar en Portugal, donde esperó a Martín, y ambos se fueron a Roma, porque no creyeron oportuno permanecer bajo la protección del rey don Juan, agravando así el estado de las cuestiones que éste tenía pendientes con España; pero no renunciaron a volver algún día al lado de sus amigos.

No termina aquí la historia de este célebre fraile, porque después de la muerte de Felipe V pudo volver a España y aún representó un importante papel; pero esto podrá ser objeto de una segúnda parte de esta obra, si el autor, es decir, si yo quiero escribirla algúna vez, lo cual es posible, puesto que escribir es mi oficio.

FIN.

Appendix A

Note: 1 El libro existe en mi poder y la persona a quien me refiero es el ilustrísimo Sr. D. José Fariñas.

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TextGrid Repository (2022). Spanish Novel Corpus (ELTeC-spa). El duende de la corte : edición ELTeC. El duende de la corte : edición ELTeC. European Literary Text Collection (ELTeC). ELTeC conversion. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001B-DA13-8