Libro primero: Almanaque revolucionario

I

Chismosos anuncios difundían el mensaje revolucionario por la redondez del Ruedo Ibérico. Y en las ciudades viejas, bajo los porches de la plaza y en los atrios solaneros de los villorrios, y en el colmado andaluz, y en la tasca madrileña, y en el chigre y en el frontón, entre grises mares y prados verdes, el periquito gacetillero abre los días con el anuncio de que viene la Niña. ¡Y la Niña, todas las noches quedándose a dormir por las afueras!…

II

¡Alea jacta est!

Así terminaba su homilía beatona en un Consejo de Ministros el Ministro de Gracia y Justicia, Señor Coronado. Echada la suerte, sobrevino, como en tiempo de romanos, juramentarse para la guerra sin cuartel a las huestes púnicas de los revolucionarios. Don Carlos Marfori, Ministro de Ultramar, para celebrarlo encendió un veguero de la Vuelta de Abajo: Su jácara matona propuso que saliesen en cuerda aquella noche los conspicuos de la conjura progresista que aún andaban emigrados. La cuadrilla ministerial, con elocuentes murmullos, loaba el cante del Señor Marfori:

—¡A Chafarinas con todos y un barreno en el barco que los lleve!

III

Los Ministros del Real Despacho, en aquellos amenes isabelinos, eran siete fantoches de cortas luces, como por tradición suelen serlo los Consejeros de la Corona en España. El presidente, Don Luis González Bravo, zorro viejo en el corral político, había procurado encaminarles por caminos de avenencia con los espadones revolucionarios, pero alguno de los consejeros, traspasado de escrúpulo beato, hubo de contárselo en el torno a la monja de las llagas, y la seráfica, afligida con el horror de aquella contaminación, se lo sopló en la oreja a la Reina Nuestra Señora. El Majo del Guirigay —nunca las momias apostólicas le perdonaron el remoquete— tañó el primer barrunto por los hipos de paloma buchona con que le habló en un Consejo Su Majestad Católica. Tomó de allí cautela y puso en entredicho al Señor Coronado, Ministro de Gracia y Justicia. El Presidente del Real Consejo, fallidos los volubles ánimos de liberalizarse, gobernó en aquellos amenes isabelinos, supeditado a las camarillas chascarrilleras y rezadoras de las palaciegas antecámaras.

IV

Proclamada la Ley Marcial por hacer inexorable el castigo de los conspiradores, aquellos más comprometidos se apañaron escondite a las esperas de ocasión y disfraz para fugarse de España. El Coronel Lagunero, con patillas de boca de jacha, catite y zorongo, salió tocando la guitarra por el Puente de Segovia. Fernández Vallín abandonó el halago de una prójima para hacer el gato en los desvanes de las Madres Trinitarias de Córdoba. Doña Juanita Albuerne, señora de piso en aquella clausura, era tía del travieso cubano. Don Luís Alcalá Zamora, clérigo privado de licencias, hubo con tales alarmas de cambiarse en melero alcarreño. El Coronel Cembrano, sin bigotes ni perillona, tomó para sí el balandrán y la teja: Luego se propaló que, revestido con los andularios del clérigo progresista y echando bendiciones, había repasado la muga de Francia por Dancharinea. El Licenciado Santa Marta, medroso y heroico, ocultó en el sótano de su botica a dos patriotas de la Plaza de Antón Martín. Por la Tertulia Progresista y la Logia de la Escalerilla corrían barruntos de alarma, con el santo de vecinas trifulcas.—Batallones pronunciados en Zaragoza y Cádiz.—A los gacetilleros de la opinión liberal se les atragantaba el café con media de abajo, y el faisán con trufas al angélico Marqués de Miraflores. Llegó hasta las tabernas el cauteloso hablar en voz baja:

—¡Vamos a bailar con la Niña!

—¡Dígalo usted, que estuvieron más verdes!

—¡Sonsoniche!

—¡A mí, plim!

—¡Que viajas por cuenta del Gobierno!

No faltaron en aquella ocasión, como puede presumirse, las clásicas cuerdas de deportados a los presidios de África, el Colchonero, Pepe el Carambolista, Julepe el Tato, Serafín el Pinturas, Paco el Pestaña y el Ñaque fueron al destierro ceutí con otros patriotas famosos entre Antón Martín y las Peñuelas. Pero no pasó de pocos días el tiempo que logró amordazar las lenguas el temeroso bando del Capitán General de Castilla la Nueva, Excelentísimo Señor Don Juan de la Pezuela, Conde de Cheste.

V

¡Las cuerdas de Leganés! El Capitán Romero García, que logró fugarse, se aprieta la bufanda frente al viento duro en el muelle de Hendaya. Para ganarse la vida sale al mar con los pescadores vasco-franceses y cumple la obligación marinera como ellos:

¡Ay, Marión!
¡Ay, Marión!

Cantan los pescadores al salir de la taberna. Brillan los chaquetones de agua. ¡A embarcar! Tiene una luz anaranjada el muelle, luz vasca, que sube por los prados a refugiarse en el atrio de las iglesias, que huye de la marina, y todos los azules pinta de verde. ¡A embarcar! Lluvia y viento recio. Zaloma y grita: ¡Arriba la vela! En la puerta de la taberna, abierto el compás, barulla un profeta con cuatro copas, ojos y barbas de genio marino:

—¡El Raúl capea todo cuanto se sirva mandar el Napoleón de los Truenos!

Por sotavento viene muy cerrado, y otra no queda que arriar la vela. Con espumante tumbo arbola el mar por la proa. Achican, entre bandazos, los marineros. Cortas palabras, prontas resoluciones. El Raúl embarca más agua que pueden achicar los baldes. ¡Muy negra ha cerrado la noche! Sólo las luces alternas de los faros por la proa. El Raúl corre el temporal a palo seco. Entre el salitre de las olas y el racheo del viento, voces y zaloma alarmada. ¡Hombre al agua! Un remo detrás para que aguante a flote. ¿Por dónde asoma? ¿Pudo o no pudo alcanzar el remo? El Raúl marina como una gaviota. Para verle entrar de arriada se ladean el quepis, a la puerta de sus garitas, los bigotes aduaneros del Imperio Francés.

—¡Bravo!

—¡Un remojazo! Y algo que escribir para la Comandancia… Y menos mal no tener que vestirse de luto ninguna de nuestras familias.

—¿Pues qué ha sido?

—¡El Emigrado!

—¡Menos mal, como usted ha dicho, patrón! ¿No aceptaría usted una copa de vitriolo? ¡Me simpatizan los bravos lobos de la marinería francesa!

VI

El Emigrado, sostenido en el remo, llena de sal la boca, volvía a verse en la cuerda de Leganés. ¡Trigos y sol manchegos en la noche negra del naufragio, doblado sobre el remo! Súbito triángulo de agria y desconcertada luz amarilla. Casernas y pabellones. Soldados que hacen ejercicio. Paralelas. Reductos. Baterías. Pelotones en traje de maniobra. Una corneta. Se desbarata la luminosa y triangulada geometría. En el repliegue de notas se incrusta la luz árida de un polígono militar. Patulea de soldados. Todo cerca y lejos, nítido, cristalino, diminuto, como encerrado en la lentejilla de un anteojo mágico. De pronto, un vértigo dinámico, pero los pelotones que hacen el ejercicio, sin embargo, están inmóviles. Se ha borrado la sucesión de los movimientos, todos se realizan a un tiempo, con un milagro táctico: Todo se desbarata y transporta con rafagueo de cornetas. Azules horizontes. Encendidos trigales. Carretera de Leganés. Sudor y polvo. Fuentecilla de hierro, donde un soldado, con el ros en la cuneta, se lava la sangre de los morros que le hinchó el cabo. ¡La cuerda! ¡La cuerda! Chunga y bullanga. Sobre un ribazo, grandullones y mozuelas, comadres de pueblo, un clérigo con bonete y sotana. Rompe a cantar el zapatero remendón que va en la cuerda:

—¡Tanto cura, tanto cura!
¡Tanto relajado fraile!
¡Tanta monja sin convento!
¡Tanto chiquillo sin padre!

El Teniente de la fuerza ordena silencio. El soldado que tiene la cara llena de sangre enrojece el hilillo de la fuente. Una taberna con frisos azules: La cortinilla levantada sobre la puerta: Enjambre de moscas: El ramo de laurel seco, cayéndose: Húmeda oscuridad, frescuras mosteñas promete el zaguán. Caminar y caminar, la sombra al costado. Fatigosos brillos de micas. Yermos terrones. Yuntas de mulas. Toros caretos que se incorporan bramando. Moscas y tábanos. Remotos piños de ovejas. Polvareda con piaras. Y sobre los términos de la marcha, la torre de la iglesia y el cigüeño en las nubes remontado. Promesas de un corral donde dormir con centinelas. Las baquetas de cabos y sargentos mosquean las espaldas y avivan el paso de los aspeados. En la plaza del pueblo, la murga municipal. Un globo hecho con gacetas se quema sobre los tejados. Tumulto de campanas. ¡Están ardiendo las eras! Se hace todo relampagueo el recuerdo. Abierta la iglesia. Un clérigo deja su confesonario. ¡Aquí! El náufrago escupe la sal que le llena la boca y cobra conciencia de la pértiga que le sostiene entre mar y cielo. ¡Las luces de un barco!

VII

¡Verdes escampadas de lluvia y ventisca, luces de tarde, paseo y melancolía de los emigrados españoles por la orilla húmeda de la carretera entre Irún y Hendaya! En la frontera vasco-francesa, los emigrados engañaban sus atribuladas privaciones con las bengalas de los manifiestos revolucionarios. Aquellos ilusos patriotas del credo progresista soportaban honestamente en sus tabucos muchas gazuzas de pan y tabaco: Formaban un bolo de famélicos iluminados: Alguno profesaba la guitarra por cifra y solfeo, otros se habían puesto a rapabarbas, sin que faltase el carambolista de cartel ni el maestro de baile y castellano: Ejercían sus vagos y amenos oficios con un aire distraído de poetas en busca de consonante: Conspiraban en el humo de los cafés y botillerías con verdes billares. Las tardes de la primavera vasca, cuando hacía claro, salían a pasear por las mojadas carreteras, y la revolución con bufanda, paraguas, chanclos de goma, se asomaba sobre la frontera de España. Por las noches, los que podían dispensar algunos cobres se juntaban a jugar el tute en la botillería de Madame Collette. Entre los ronquidos de la vieja francesa y el remangue de los arrastres se leía el inflamado programa de La Discusión. Fuera, la lluvia azotaba los cristales. Y en el sereno de estrellas, cuando volvían a sus tabucos aprovechando la escampada, se transmitían órdenes secretas llegadas de los círculos revolucionarios, los acuerdos entre los grandes emigrados de Londres, de Bruselas, de París: Se contaban los apuros para bandearse, se hacían pequeños empréstitos de cobres y tabacos, cambiaban noticias sobre el zapatero remendón y el sastre taumaturgo, que volvía la juventud a los gabanes: Murmuraban de la hospitalidad francesa, de la petulancia de los hombres, del poco recato de las casadas, y, con resquemor patriótico, discutían que se hablase en gringo a un paso de la frontera, sólo por hacer de menos al fuero del castellano. Entonces se conmovían y renovaba su juramento Pancho López, Teniente de Cazadores:

—¡Eso es un corte de mangas a mi madre! ¡Señores, aludo a la enseña roja y gualda! ¡Pancho López se juramenta para no hablar más que la lengua patria!

VIII

El Soldado de África, como escribían los retóricos del progresismo, conspiraba emigrado en Londres. Don Juan Prim y Prats, Teniente General, Marqués de los Castillejos, Conde de Reus y Vizconde del Bruch, era el más señalado caudillo de la revolución liberal, que prometía convertir a la patria española en feliz Arcadia. El Soldado de África, enfermo del hígado, amarillo de bilis regicidas, aborrascaba el horizonte político con los metafóricos relámpagos de su matona, aquella que en los albores isabelinos habían feriado las camarillas apostólicas, revolucionadas frente a la Regencia Baldomera. Al General Prim las ratas palaciegas se lo figuraban siempre a caballo. A Caballo, cubierto de polvo, con batallones pronunciados, así le vio por primera vez la augusta niña desde un balcón de su Real Cámara.—La Condesa de Espoz y Mina, Aya y Camarera Mayor, hace recuerdo en sus Memorias.—El General Prim tenía puesto sitio a Palacio. Caracoleando recorría las filas de sus batallones. Arengaba con un brazo en alto: Intimaba la rendición de la guardia. Y sonando espuelas, cubierto de lodo, pisó la Regia Cámara. El General Narváez, también sublevado, se lo presentó a la Reina:

—¡Señora, la más invicta espada de Vuestro Ejército!

La más invicta espada, siempre díscola, ahora esgrime su jaque floreo entre las nieblas del Támesis. Con el torvo y escarmentado despecho de los fracasos anteriores, ya no excusa pacto ni compromiso para sacar a puja la Corona de Castillos y Leones. ¡Lástima que no hubiese sido el despecho agudeza política, porque nada ayudó tanto al descrédito isabelino como aquel sonsoniche con que los revolucionarios corrían las Cortes de Europa!:

—¡Me compra usted un Trono!

El General Prim sostenía secretas negociaciones con los tibios unionistas y los apasionados radicales que escribían La Discusión. Y como aún no convenían todos en el fin antidinástico, chupaban, alternativamente, una vieja tagarnina de Don Baldomero:

—¡Cúmplase la voluntad Nacional!

Pero ninguno daba tantos humazos en aquella colilla miliciana como el Soldado de África.

IX

¡Naranjales de San Telmo! Corte de Infantes. Los Serenísimos Duques de Montpensier conspiran contra su augusta hermana, y las matonas del unionismo tramitan la conjura con sus Altezas Reales. El Infante de Orleáns tiene abiertas sus gavetas para la puja de la Corona de España. Rompiendo cortinas, con fru-frú de sedas, aparece la Señora Infanta: —moño de batería, pañoleta de encajes, falda de volantillos, miriñaque de mucha rueda.—Trae en la mano una carta, se engalla y la muestra con un baile en los largos pendientes de calabaza: Brillantes y turquesas.

—¡De mi hermana! Nos invita a las bodas de su hija. ¿Qué hacemos?

El Duque inclina su enorme nariz con taimada condescendencia.

—¡No faltar! Es un deber de familia… Un desaire sería significarnos demasiado… Tu hermana, en esta ocasión, ha estado muy diplomática.

—¡Pues no lo celebro!

El Duque se vuelve sobre la gaveta y repasa el correo, listas de conjurados y avisos misteriosos, con llantinas y tientos a la bolsa de Su Alteza. Al Serenísimo Infante se le resbalan los lentes sobre aquellos papeles. Las revoluciones no se hacen sin dinero, y tiene comprometida la oferta de tres millones para la compra de generales y sargentos. Negociadores van y vienen. La Unión Liberal, escondiéndose, alarga la mano, pero los viejos del progresismo rehúsan todo pacto y hacen la cruz a los dineros de San Telmo. El Infante de Orleáns, zamacuco y burgués, con la pluma en la oreja, repasa sus libros comerciales y suspira el tango cañí del Adiós mi Dinero.

X

En París de Francia, Don Salustiano Olózaga bate el organillo progresista con la tocata de la Unión Ibérica. Esta música daba prestigio histórico y colmaba de compases elocuentes la tramoya de los emigrados contra la Dinastía Borbónica. El Embajador de Portugal en París sostenía frecuentes y reservadas conversaciones con Don Salustiano. Se intrigaba para que aceptase la Corona de España Don Fernando de Coburgo, desconsolado viudo de Su Majestad Fidelísima. Don Salustiano, por este tiempo, era un hermoso viejo de patilla blanca, epicúreo, sanguíneo, verboso, que aún conservaba joven la mirada y fuegos endrinos de ingenio y travesura en los párpados inflados: Muy ameno conversador, se complacía evocando lances de la mocedad, amores y fortunas, cárceles y destierros: Hacía frecuente memoria de los días en que anduvo enamorado de Rafaelita Quiroga. ¡Aquella Rafaelita que cantaba en las tertulias el Triste Chatas! Don Salustiano, bajo el palio de recuerdos, tenía una sonrisa de epigrama latino: ¡La angelical hermosura de rosas y natas que le había merecido tantos cocos era, por Gracia del Espíritu Santo, la Seráfica Madre Patrocinio! ¡Qué lejos todo y cuántas mudanzas! ¡Aquella Rafaelita Quiroga acaso ya tenía luces sobrenaturales cuando esgrimía su agudeza en los juegos de prendas, cargando navíos de La Habana! Don Salustiano ironizaba, como cualquier mundano Marco Aurelio. Las fantasías de la Unión Ibérica daban luz a las horas de su destierro en la niebla y los reumas del Sena. Pero no le faltaban aprensiones de viejo, y pensaba que pudiera ser su destino irse a la sepultura con el fruto en la era.

XI

¡Unión Ibérica! Sueños que al mar llevan los númenes del río que el pecho saca fuera para hablar a los reyes.—¡Tajo y Texo, cuna de latinas gramáticas que se vierte en el mar de América! ¡Cima de linajes y espadas, arsenal de naves, verbo Ispaniense!— ¡Graves vacilaciones llevó aquel alocado pensamiento al viudo consorte de la Reina Fidelísima!: Don Fernando se finchaba con el cumplimiento portugués:

—¡Muito obrigado!

Don Fernando de Coburgo andaba remiso para comprometerse y las razones que alegaba, muy para tenidas en cuenta: Aducía ejemplos, como en las buenas lecturas piadosas, y recordaba el caso de un judío, joyero en Amsterdam: Se llamaba Fritz. A este judío se llegaron unos burlones. —Fritz, ¿en cuánto tasas la corona de Napoleón? Fritz se puso a reír con una mueca muy fea: —Para calibrar las piedras y tocar el oro con el agua fuerte hay que desmontársela de la cabezota.

Don Fernando de Coburgo celebraba con cuca soflama de príncipe la roma ironía tudesca, y no explicaba nada. Tenía el veguero apagado: Con amable deferencia pedía yesca a un ayudante:

—¡Muito obrigado!

Bajo los miradores reales se desliza, coro de líquidas voces, la verde fábula del Tajo. El emisario de los descontentos españoles, flaco, tuerto, la levita llena de manchas, el chisterín gentilmente apoyado en una cadera, pantalón de franja y trabrillas, las botas fuelles, desbetunadas, tiene un lírico apasionamiento: Explica con vocablo de gacetero los elocuentes telones históricos de Don Salustiano: Y metafóricamente agobiado con el peso de aquel glorioso destino, oye la parrafada el desconsolado consorte de la difunta Reina Fidelísima. Al Don Fernando de Coburgo, obeso elefante tudesco, no dejaban de encandilarle las mirillas, los abalorios de la Corona de España. Pero el destino histórico con que enfáticamente le brindaban, dábale pesadumbre. Don Fernando, muy cuerdamente, temía los enojos ingleses, y, con aquel veto, perder la ocasión de coronarse: Don Fernando miraba el reloj: Era la hora del tapadillo y la cena con una bailarina de la Ópera. Cortó la audiencia:

—¡Oh! ¡La Unión Ibérica! ¡Hermoso sueño! ¡Irrealizable sin el beneplácito de Inglaterra y Francia! ¡Aún nos veremos!

Volvió tarde, se metió en la cama, se puso el gorro y se durmió cansado. Soñó con la Signorina Grimaldi. Bajo los miradores reales, el río sacaba fuera mucho más del pecho y sólo por escrúpulo de la luna no descubría las vergüenzas.

XII

Don Juan Prim aquella noche, en el conciliábulo de emigrados que le hacían tertulia, daba cuenta de un cable llegado de Lisboa. Iba el papel de mano en mano. Don Juan lo reclama, lo dobla y con un palmetazo lo fija en la mesa. Musita una voz:

—¡Algo enigmático!

Y otra de vejete:

—¡Perfectamente claro!

El General, cortando los murmullos, toma el papel y lo desdobla. Lee recalcando:

—Mala feria. Sousa.

Explica a su vecino el vejete:

—Sousa es Carlos Rubio.

Toma la palabra el General:

—Han, sin duda, surgido dificultades por parte de Don Fernando de Coburgo. Mala feria es la frase convenida. Sin embargo, tengo motivos para sospechar que es cosa nada más que aplazada la aceptación. Y si falta esta candidatura, otra habrá con menos inconvenientes.

El vejete cuchicheaba con el vecino:

—El General está en desacuerdo con Olózaga. Alude, claramente, a los tratos de Cascajares con Don Carlos.

—Pues creía que no los aprobase.

—Don Carlos juraría la Constitución.

—No hizo menos Fernando VII.

Proseguía el General:

—El Duque de la Victoria tiene el mejor concepto de lo que debe hacerse, y suya es la frase que lo expresa: —Cúmplase la voluntad Nacional.— Ésa debe ser nuestra enseña. Las Cortes Soberanas elegirán la forma del futuro Gobierno. A nosotros sólo nos cumple, ahora, unirnos para lavar el oprobio que supone el cetro en las manos de Isabel II. Don Salustiano Olózaga, gloria del progresismo, nos abrió el horizonte de una elocuente promesa. Todos los mitos son bellos, y a mi corazón de soldado, ninguno como la Unión Ibérica. Pero yo pregunto: Ese hermoso mito, ¿puede conciliarse con las realidades? La revolución debe alejarse de toda política de aventuras. ¡No soñemos! ¡No soñemos! ¡No soñemos!

Calló el General, y en pie, vuelto el rostro a los oyentes, refrendó con un puñetazo en la mesa el ukase que prohibía los sueños. Finalizó la reunión con alguna colecta. Y en la calle, entre el tapabocas y la niebla, murmuraba el vejete descontento:

—¡Este hombre no hará nada!

Y responde el confidente:

—Sacarnos los cuartos.

—¡La Historia se hace con sueños!

—¡Y con ambición!

—No hay honrada ambición sin demencia.

—Don Juan se pasa de cuerdo.

—Eso le pierde. ¡No hará nada!

—Derribará el Trono. Yo tengo confianza en su acción.

—Le faltan las alas. ¡No sueña!

—¿Quería usted un poeta para hacer la revolución?

—Si a usted le da lo mismo, un Profeta. Mañana me embarco para Pasajes. La inteligencia con los republicanos es indispensable.

—¿Qué dice Don Juan?

—¡Acepta!

XIII

El Capitán Romero García acaba de aparecer con aquel chaquetón de contramaestre que le dieron a bordo del patache holandés. —Buena ginebra, buena peluquilla, no vale olvidarlo.— Brindaba con la petaca. Ha perdido todo nombre anterior y se llama el náufrago. Los jugadores de malilla barajan más lentos. En la taberna, mientras pone velas a un barco de juguete, el náufrago relata su naufragio:

—Completa y redonda como una moneda, mi vida se me volcó en un recuerdo. Me vi todo chico, quebrándole la cabeza a mi abuela. Me vi como era en la Academia. Y frente a Sebastopol. Señores, yo soy un oficial con estudios y he asistido a la guerra de Crimea.

Queda callado poniendo drizas al navío. La malilla revive disputas y remangues del naipe. La tabernera trae una escudilla con vapores de ragout y pimienta. El náufrago, entonces, se encarama y cuelga su navío de tres puentes en un clavo del techo. Salta al suelo. Cojea el banquillo. Un jugador de malilla:

—¡Bien huele eso!

La hija de la tabernera toma un taburete y cabalga la pierna: Bata de percal, lazos azules, un aro de lacre en el pelo, pupilas de mar, labios pintados, rizos en la frente, mejillas inmóviles, con rigidez de albayalde. Melania es su nombre y estudia solfeo.

—Me ha hecho gracia que, en vez de considerar el peligro, se ha visto usted quebrándole la cabeza a su mamá.

—¡Y, sin embargo, es así!

—¡Pues será usted el primero!

Uno que corta la baraja:

—¡Poco tiene de novedad el caso!

La mozuela ríe toda pintada y vieja. La madre, que anota la cuenta, mira por encima de sus anteojos:

—Niña, ¡no seas bachillera!

Otro jugador de malilla:

—Son fenómenos magnéticos.

La tabernera, con un gesto complacido:

—Usted habrá leído el folletín de El collar de la Reina.

—Hay un mundo sobrenatural.

El náufrago contempla el barco de juguete, que navega quieto, colgado de la viga.

—Si no estuviese en desacuerdo con mis ideas se lo ofrecería a la Patrona de los Marineros.

XIV

—¡Mon papa!
¡Mon papa!

Melania corría la casa y mudaba la lechuga al canario con el estribillo de Offenbach. A los vecinos les parecía aquella letra poco respetuosa para Monsieur Trebouchet. La tabernera tenía marido: Quepis azul, galones colorados. Un aduanero de la cáscara republicana, gran lector de las gacetas liberales, muy dicharachero y petulante. Con este tiempo de lluvias y ventiscas no era extraño que volviese apimplado de las guardias en la marina. Madame Collette, mujer inteligente, se lo explicaba con un arrebujo, escondiendo las manos bajo su pelerina de estambre:

—¡Mucho mal tiempo!… ¡A los hombres no les pida usted milagros!

Monsieur Trebouchet elogiaba los encantos y opulencias de su compañera: Nunca, con luces en el campanario, decía mi mujer, porque era un curda romántico. Madame Collette, únicamente sacaba las uñas los domingos, cuando leía los folletines de la semana y faltaba alguno de la serie. El domingo, la niña, sin colegio ni solfeo, se cuidaba del mostrador. Madame Collette, en la sala del piano, devoraba folletines: Tenía un estante con Los Tres Mosqueteros, Las Aventuras de Rocambole, El judío Errante, Las veladas de la Granja. Madame Collette, fofa, mantecosa, rosada, leía en las tardes domingueras con los visillos del balcón levantados. La sala tenía un balcón azul, con crestas de espuma sobre la lontananza de la playa. Melania, abajo, en el mostrador, cantaba:

—¡Mon papa!
¡Mon papa!
¡On ne le connais pas!

Don Tomás, el maestro de solfeo, no podía soportar aquellos compases. Estimaba al matrimonio Trebouchet. Por otra parte, un matrimonio muy respetable. Quería a su discípula, y el precoz descaro de la mozuela le alarmaba: Don Tomás era un emigrado español, músico de charanga, hombre tímido y terco, muy devoto del Soldado de África: Don Tomás leía los folletines que le prestaba Madame Collette: Eran pocas las lecciones y se aburría en su desván de emigrado. Los domingos, anocheciendo, solía aparecer por la sala del piano: Algunas veces se volvía sin entrar, tanto le irritaba el sonsonete:

—¡Mon papa!
¡Mon papa!

XV

Don Tomás otras veces toca aires tristes en la bandurria. Melania canta la letra española engordando las erres. El aduanero se ladea el quepis:

—¡Horas inolvidables!

Melania se asegura el aro lacre del pelo. En unas fiebres se lo habían cortado y lo llevaba en melena. Sobre el canto sale a bailar de la mano de Monsieur Trebouchet: Frente al marido de su madre arquea las cejas. Enigmas crueles la boca pintada en corazón, las azules ojeras, el rígido estuco de la máscara. Inicia una pirueta de cancán y escapa, mofándose:

—¡Mon papa!
¡Mon papa!

Monsieur Trebouchet, con su guiño de franchute petulante, martiriza al profesor de solfeo:

—¡No tienen ustedes los españoles un Offenbach!

Replica Don Tomás:

—¡Tenemos un Eslava!

Se llena de suficiencia el aduanero:

—¡Yo lo ignoro!

Madame Collette, con mucho tacto y dulzura, intervenía para no herir el patriotismo del emigrado:

—Tú, querido, lo ignoras porque no puedes conocerlo todo. Estás hablando con un profesional, y la música no es tu fuerte. Le debes una satisfacción a Don Tomás. En la España hay músicos muy eminentes que no dejan mal a sus modelos franceses. El Señor Eslava, posiblemente, será uno de los primeros.

Suspira Don Tomás desconsolado:

—¡Un maestro universal! ¡La niña estudia por su Método!…

La niña saca la lengua:

—¡Muy aburrido!

Don Tomás, suave y dulzón, dobla la cabeza sobre un hombro:

—¡El estudio siempre es árido! Natural de su joven edad preferir Terpsícore a Orfeo.

Melania, con la flecha clavada en los aceros del corsé, salta en los medios, con una cabriola de escenario:

—¡Mon papa!
¡Mon papa!

—¡Cállate, Melania! ¡A Don Tomás no le gusta que cantes esas desvergüenzas!

—¡Ya lo sé!

—¿Pues entonces?

Don Tomás se resigna:

—Se complace en mortificarme… ¡Por nada del mundo quisiera ser el novio de usted, Señorita Melania!

—¡En todo caso, de mi mamá! ¡Más iguales!

Don Tomás se ruboriza. Madame Collette coquetea, y el aduanero celebra el desgaire de la muñeca:

—¡Lo que ella sabe!

Don Tomás se despide. Con la guitarra al brazo, ejecuta una cortesía tímida, sobre el alfombrín del piano, entre la vasca marina del balcón y la Vista de Versalles.

XVI

En aquellos días isabelinos, los emigrados españoles llevaban por el mundo la negra leyenda de cárceles y destierros: Sobrados de fantasía, cuanto escasos de miramiento, contaban y no acababan, licencias y desafueros de las Personas Reales: Nombraban a la Señora con muy feas expresiones, y daban el remoquete de Paquita al Rey Consorte; de Puigmoltejo, al Augusto Heredero del Trono. Reverdecía por el Ruedo Ibérico la rufa tonada de Juanilla la Beltraneja. ¡Aleluyas antiguas de tan buen compás para los Católicos Reyes Isabel y Fernando! Como siempre, en la sombra, intrigaba el Gran Camarillón del Augusto Consorte. Recibía correos misteriosos y despachaba emisarios a la Corte Romana. Ante los avances demagógicos del liberalismo, aconsejaba la abdicación con todos sus derechos y privilegios en el hijo de la Archiduquesa Beatriz. —Nombrándole con este artificio, se daba advertencia de un cierto interés por parte de Austria. —Renovábase la conjura que años atrás había traído los fusilamientos de la Rápita: El Gran Camarillón del Rey Consorte intrigaba como antaño, y no parece dudoso que, de donde salieron las primeras murmuraciones beltranillas, fue de aquel cabildo. Las cornejas palaciegas, de mucho antes que los emigrados, ya tenían en el pico la castañeta del Puigmoltejo. Pero ello no excusa a los corrillos progresistas que cantaban aquellas boleras por el mundo. Aquellas boleras y el mal ejemplo de una monja que últimamente había parido en Barbastro:

—¿De quién?

—¡Pueden ustedes figurárselo! ¡Del Papa!

XVII

El Gobierno se había reunido en Consejo:

—¡Confirmado, plenamente confirmado el abrazo de Unión y Progreso!

Se burlaba el Señor Presidente:

—¡No es un abrazo! ¡Es una gruesa! Abrazo de Don Juan y Don Baldomero. De Don Juan y Don Salus. Don Salus y Espartero. Espartero y Serrano. Serrano y Don Juan. Don Juan y el Duque de Montpensier. El Duque y la Duquesa. ¡Valiente fandango!

Pero no lo llevaba en paciencia el docto Señor Coronado, Ministro de Gracia y Justicia. Sus ricillos de maniquí se sublevan al humor chancero del Señor Presidente:

—¡Es preciso que la ley, en todo su rigor, sirva una vez de ejemplar escarmiento!

Apoyó el Señor Marfori, que fumaba los mejores vegueros de la Vuelta de Abajo:

—¡La tranca! ¡La tranca! ¡La tranca!

Corrigió pulcramente el Señor Coronado:

—¡La Ley! ¡Déjeme usted a mí con la Ley! ¡No necesito más!

Esclareció con celo ejemplar el Señor Ministro de la Guerra:

—¡La Ley Marcial!

El Señor Coronado era un vejete atrabiliario, sabihondo y tontaina, muy escrupuloso en las devociones de oír misa diaria y comulgar los viernes. Hablaba escuchándose, pero con un aire pulcro, modestamente, porque tenía una voz fatua de ético catedrático:

—Señores, mi sentir es que deben desarchivarse todos los procesos políticos. Tras este pequeño expediente, enviar a la cárcel a muchos ilustres personajes de las logias liberales, que ya debieran dormir en ella para tranquilidad de estos Reinos.

El Señor Ministro de Gracia y Justicia hablaba alambicado, con formas un poco anticuadas, pero, sin duda, muy doctamente. El Señor González Bravo se lucía haciendo pajaritas de papel y las colocaba en las carteras de sus compañeros. Tomó la palabra, doblando el pico a la pajarita número siete:

—El Gobierno tiene noticia de haber recorrido algunas capillas de los barrios bajos Don Nicolás María Rivero.

—¡Muy cierto!

—¡Probado!

—¡Y también Becerra!

—¡Lo sé por mi cochero!

Continuó el Señor González Bravo:

—El Gobierno no debe precipitarse con riesgo de darle al suceso más importancia de la que en sí tiene. Don Nicolás María Rivero pudo haber concurrido a esos lugares de la alegría popular, por expansionarse, sin ánimos de zaragata política… ¡Mera y generosa pasión báquica, como el cochero de mi querido colega Don Martín Belda!

El Presidente del Consejo puso una nueva pajarita sobre la cartera del Señor Coronado. Se le saltaba al docto vejete la dentadura postiza, pareciéndole que el obsequio no venía sin ánimo de picarle. El Señor Coronado era muy comedido, y se contuvo de dar un papirotazo en la cartera y meter todas las pajaritas en vuelo. Pero aquella broma le sulfuraba: Así era su lamento en el locutorio de las Madres de Jesús:

—¡Juzgaba hombre de más seriedad al Señor González Bravo!

XVIII

Rivero y Becerra, con trancas de nudos, calañés y capa, conspiraban por las tabernas de los Barrios Bajos. Era la voz popular entre Antón Martín y las Peñuelas. Ninguno los había visto, pero todos tenían un compadre de mucha verdad, que lo aseguraba. Rondas de la secreta los buscaban, todas las noches, por los cafetines y tabernas que frecuentaba la gente del bronce, pero no daban con ellos, y, como sombras duendes, se les iban de las manos: Donde preguntaban oían la misma relación alusiva a dos puntos que acababan de irse. ¡Dos puntos de calañés, capa y basto! La ronda secreta se convidaba a un chato en el mostrador, deseaba salud y tomaba soleta, atropellando al invariable curda que mea el vino en la acera:

—¡Viva Prim!

—¡Dale un mamporro!

—¡Aquéllos son!

Una carrera. Otra taberna, y hasta el alba con el cuento de la buena pipa, la ronda secreta.

XIX

El Licenciado Santa Marta había trasladado la tertulia de la rebotica al sótano. Don Felipito aquella noche llegó con un nuevo romance. Merengue, puesto en dos patas, sostenía el platillo de estaño. Rasguea el dómine:

—Pro causa naturæ,
el padre Claret
una bula obtuvo
para la Isabel…

Libro segundo: Espejos de Madrid

I

—¡Se redondea el tuno de Don Pancho!…

—¡Vaya pestaña la del gachó!

—¡Ha dado con una mina!

—¡Aquí todo es bufo!

—¡Bufo y trágico!

—¡Pobre España! Dolora de Campoamor.

II

—¡Me gustan todas! ¡Me gustan todas!

En los cafés, los jugadores de dominó; en las redacciones, el gacetillero; en las tertulias de camilla y botijo, el gracioso que canta los números de la lotería; en el gran mundo, las tarascas más a la moda, los pollos en cambio de voz, los viejos verdes, todos los madrileños, en aquella hora de licencias y milagros, canturreaban algún aire aprendido en el Teatro de los Bufos. Un cancán de alegres compases cierra los amenes de la fiesta isabelina, cuando los santurrones candiles dislocaban el último guiño ante las pantorrillas de un cuerpo de baile, y solfas de opereta sustituían al Himno de Riego:

—¡Pero la rubia! ¡Pero la rubia!

III

—¡Ya tenemos Teatro Nacional!

—¡Música y letra!

—¡Es vergonzoso!

—Yo no me siento tan pesimista.

—¡Nosotros, que somos los creadores de la zarzuela, dando entrada al ínfimo género francés! ¿Por qué no llevar a los periódicos una cruzada combatiendo las traducciones de libretos y novelas? ¡Que se hagan ediciones económicas del Quijote! ¡Que se represente a los clásicos!

—¡Por ese camino iríamos muy lejos, Adelardo!

—¡No se prostituya usted con arreglos del francés, Eusebio!

—¡Hay que buscar el dinero donde fluye! ¡Arderíus es otro Salamanca!

IV

Entreacto. La Corte deslumbra con sus lentejuelas de tambor y gaita en el Teatro de los Bufos. La Señora —diadema, pulseras altas, pendientes brasileros— luce el regio descote, pomposa y mandona, soberaneando desde la bañera de su palco, moños y calvas, atriles de la orquesta y cuerpo de baile. Se apoderan del entreacto los galanes de la luneta y asestan los gemelos a las madamas: Aquellas dos, con mucho retoque de ricillos, cejas y lunares, son las Generalas Dulce y Serrano. El cristobalón de las patillas y los brillantes es un fantoche revolucionario que vuelve a lucir su vitola habanera en los círculos y teatros de la Corte. El Señor Fernández Vallín, que viajaba por el extranjero y ha venido, según se dice, con instrucciones de la Junta Revolucionaria de Londres. Los cinco adefesios de aquel entresuelo son las niñas del Conde de Vilomara. El fatuo de la barba cosmética y las perlas de ricachón es el Duque de Fernán-Núñez. La Marquesa de Torre-Mellada y Teresita Ozores deslumbran en la segunda platea de la derecha. —Antes del tercer acto se irán al baile de la Medinaceli.—El Barón de Bonifaz tiene su puesto entre la regia servidumbre. Noche de moda. El gran tono giróla su pingo de lentejuelas a la redonda de la sala, por las rojas y doradas peceras de los palcos. ¡Perlas de la Lombillo! ¡Encajes de la Cenicero! ¡Diamantes de la Casa-Juárez! ¡Rosicleres de Juanita Montes! ¡Falsas pedrerías de la Generala Ortega! ¡Bomboneras y lunares de la Torre-Mellada! ¡Lazos y plumas de Carmen y Josefina Córdova! ¡Gorjeos de Teresita Ozores! ¡Pelucona de la Duquesa de Riela! ¡Descote de la Casalduero! El rojo terciopelo de los palcos enciende un guirigay de luces y vaporosos tules, hombros desnudos, abanicos y brazaletes. En aquel proscenio, izquierda del espectador, asesinan corazones los elegantes del Reino. Pepe Alcañices es el patilludo cetrino y jaque: El rubiales del párpado caído, Gonzalo de Bogaraya: El otro del monóculo y la roseta en el ojal del fraque, un diplomático francés. El Conde de Cheste es aquel fantasmón del sombrero con plumas y la capa blanca, que ahora besa la mano de las Augustas Personas. —Apolo y Marte ciñen sus sienes.—Los tres petulantes que se lucen apostados en el pasillo de lunetas no pertenecen al gran mundo: Por lo excesivo de las corbatas y el ensortijado de las cabezas, parecen del honrado comercio. El buen mozo del calañés y la capa con embozos grana es el Niño de Benamejí. Ahorcados los andularios de clérigo y recobrada la estampa marchosa, se hace de amigos en la Corte. Aquellos bigotes de pabilo son del Teniente General Marqués de Novaliches: Se aloja con la regia servidumbre y le aflige el escrúpulo de haber atisbado, por el rabo del ojo, a los bajos de las suripantas. Gonzalón Torre-Mellada, Pepe Bringas, Angelito Sardoal y Manolo Zambrano, que enamoran a todas las del coro, ocupan las primeras lunetas de orquesta. El húsar, con tantos cordones, es un ayudante del Duque de la Torre. —La Duquesa le confía frecuentemente su escolta, y no faltan murmuraciones.—Preludia la orquesta. La batuta silencia el patio. Se alza la cortina. Moños pimpantes, brazos desnudos, bocas pintadas, tules y talcos, mallas color de carne. Playera de las coristas, con baño de ola. La luz de las candilejas mete en un primer término absurdo y brillante la fila tobillera de erguidos chapines. La Corte abre su pavón de luces, divertida en el encanto fácil de ritmos y bufonadas. La Católica Majestad, siempre magnánima, se digna aplaudir la apoteosis de cancán y bengalas, y al ejemplo real, aplauden las camaristas, los mayordomos, las damas de la banda, los gentiles hombres y el Rey Consorte. Silba en la cazuela un cajista de El Imparcial. ¡Desacato a la autoridad! Le llevan preso.

V

¡Sobresalto en los bastidores de los Bufos! ¡Sonando espuelas, y arrastrando el sable, llegaba el Coronel Ceballos! Coristas y suripantas, en corsé y papillotes, acuden a cerrar la puerta de sus camarines:

—¡Ya tenemos al loco!

El Coronel Ceballos de la Escalera, brillante hoja de servicios, continente marcial, bellas barbas de cobre, ojos saltones, incoherentes y desorbitados, era un bizarro militar, rígido y ordenancista, credo apostólico, maniáticas devociones, propósitos y plumas de orate calderoniano. Gentilhombre de la Real Cámara, tuvo alborotado el sentido, por amores de la Graciosa Majestad. Los augustos ojos —claro celaje madrileño— miraban aquella locura compasivos y chanceros. A pesar de tan dulce ejemplo, algunas lechuzas apostólicas batieron la castañeta del pico, con espantado repulgo. Al Teniente General Marqués de Novaliches —Áulico del Príncipe—, aquel desacatado amor le ponía perlático y confuso. A la Duquesa de Fitero se le torcían las plumas del moño. El Conde de Cheste, Capitán General de Madrid, tuvo tanto enojo al saberlo, que arrestó y dejó sin mando al Coronel Ceballos. Refrendó las órdenes con un rugido poético:

—¡El amor de ese jefe no es un desacato, es un sacrilegio!

Cumplido el arresto, sin mando de tropas, privado del servicio de entrada en los reales aposentos, se le veía rondar en torno a Palacio. Todas las mañanas asistía al relevo de la guardia, en el Patio de la Armería. De uniforme, a la cabeza de mirones y papanatas, saludaba con estentóreos vivas y devotos textos la aparición, tras los cristales, de la Augusta Dulcinea. Repartía cigarros entre los pistolos:

—¡Muchachos, algún día tendréis que verter vuestra sangre en defensa de la Reina! Esa belleza corruptible que habéis saludado con las armas, ni comparable con la belleza de su real ánimo. ¡Quieren hacerla descender del Trono! ¡El Trono es suyo! ¡La Corona de España, suya propia! Ahora no la lleva porque es muy pesada. Estos tiempos son de jaquecas. Se la pone para dormir y tener sueños magnánimos. Las cabezas de todos los masones deben caer esta noche. ¡Vino y doble ración, valientes! ¡Esta noche!

Amonestado por la superioridad militar, dejó de acudir a la Parada. Se le veía en los cafés y botillerías, se hizo noctámbulo, perdía al juego, frecuentaba los garitos y el confesonario, las novenas y los bailes de Capellanes: Llevaba a todas partes el mismo gesto alucinado y maniático de una timidez explosiva. Caminaba rozándose con las paredes y tenía sombra de orate: Salió de su encumbrado delirio erótico para poner los ojos en una suripanta de los Bufos: Frecuentó aquel escenario, tuvo piques con metesillas y sacabancos: Una noche movió gran escándalo por celos y quiso matar a la ingrata. Luego, durante algún tiempo, no se le vio por los círculos de la juerga dorada: Hacía vida devota, confesaba y comulgaba: Solía acompañarse de un capellán castrense, clérigo trabucaire, con marcado estrabismo y anteojos, pobres manteos y zapatos arrugados, llenos de polvo. Juntos hacían largos paseos y visitaban a los pobres de San Vicente. Y en medio de esta vida, impensadamente reaparece en el escenario de los Bufos. Susto, revuelo de faldas. En el pasillo de los camarines, subitáneo cierre de puertas. El traspunte corre en busca de Don Pancho. Don Pancho, mundólogo y efusivo, manda traer pajarete y pasteles:

—¡Formalidad, Coronel! Tenemos a Sus Majestades en el Teatro.

El Coronel le abraza con arrebatado entusiasmo:

—¡Sus Majestades! Don Pancho, noble amigo, ¿no tiene el telón un agujero?

Corrió turulato, y, equivocándose, metió el ojo sobre el palco de las Generalas Dulce y Serrano —dos jacobinas de aquellos amenes—. El Duquesito de Ordax, uniforme de húsares, cordones de ayudante, dábales escolta. Fernández Vallín hacía su entrada con una caja de chocolates en cada mano:

—¡Intrigantes!

VI

Fernández Vallín despidió bajo la iluminada marquesina a las Generalas Dulce y Serrano. Las madamas sacaban los abanicos por la portezuela del coche. El cristobalón cubano faroleaba alzándose la chistera. Y acudía por la puerta del teatro, ondulando la capa andaluza, el Niño de Benamejí:

—Se me había usted eclipsado. Su señor padre político, en carta de hoy, me comunica que tiene usted instrucciones.

—¡Efectivamente!… Me ha escrito… Le daré a usted la carta. ¿Adónde se dirige usted?

—¡A cualquier parte, menos a mi casa!

—Pues vamos al Casino. Leerá usted lo que dice el viejo.

Por la Plazuela de Matute y Calle del Príncipe salieron a la Carrera de San Jerónimo. El Casino de Madrid, en los fastos isabelones, tuvo allí su sede. Subiendo la escalera, tropezaron con un mozo recadista que bajaba corriendo. En lo alto, el ujier, de casaca y medias rojas, se encorvaba sobre el balaustre, y hacía tornavoz con la mano:

—¡La botica de Borrell está abierta toda la noche!

El Niño de Benamejí, con autoritario desembarazo, alargó el bastón cortando el camino al criado:

—¿Qué sucede?

—¡Un accidente! Voy a la botica con esta receta.

El ujier explicó desde lo alto:

—El Señorito Torre-Mellada. Un vómito de sangre.

Don Segis comentó en voz baja, tocando el brazo de Fernández Vallín:

—Un vómito de vinazo. ¡El circunloquio del gachó tiene gracia!

—No me ha parecido que hablase en broma… Ni se hubiera propasado a tanto…

—¡Estamos en un país muy democrático!

—¿Y la receta?

—¡Dos reales de amoniaco!

Bajaban conversando en grupo algunos carcamales reumáticos, embufandados y enchisterados:

—¡La vida de crápula!…

—¡Un tarambana!

—Un tarambana vicioso.

—Si este chico faltase, el título y los bienes de esa casa…

Murmuró Don Segis apresurándose:

—Vamos a ver qué sucede. Tenía usted razón. Un vómito de sangre. ¡Mala cosa!

El ujier, con la mampara entreabierta, explicó:

—Jugaba una partida en la mesa grande.

—¿Ha perdido el conocimiento?

—Desvanecerse, sí, señor. Habla con un hilo de voz. La cara y las manos, una cera.

—¿Dónde está?

—No se le sacó de la Sala de Billares. En seguida apareció un médico y ordenó que se le tendiese sobre el diván y se le dejase en reposo, que era de mucho peligro trasladarle.

Atravesaron el gran salón, que por lo avanzado de la hora tenía las luces casi apagadas. Algunos grupos conversaban aislados en zonas de sombra: —Discretos susurros, lentitud, silencio. Un ujier con bandeja. Solfas de fagot. Vislumbres de una cerilla. La brasa de un cigarro. Un terno.—No estaba más iluminada la Sala de los Billares. Daba su verde resalte, bajo una lámpara con enagüillas, la mesa pequeña de carambolas, donde continuaba la partida de dos maniáticos, que se movían en el fondo luminoso, solos, aislados, con gesticulación desmesurada. En el otro extremo, casi a oscuras, el grupo de amigos silenciosos rodeaba al pollo del trueno, que yacía tendido sobre el diván. Un viejo con los lentes temblándole en la junta de la nariz le tomaba el pulso. El niño de Benamejí se acercó, recogida la capa con garbo torero:

—¡Salud, caballeros! ¿Qué ocurrencia ha sido ésta, Gonzalón?

El Pollo Torre-Mellada amurrió la jeta:

—Segis, conviene avisar en mi casa.

—¿Pero qué es ello?

—El petate para el otro mundo.

—¡Qué asadura!

El viejo de los lentes sacó el reloj y consultó el minutero. Todos callaron, en espera de que hablase el oráculo:

—El pulso marcha bien… Un poco débil… Aires de campo…

Jugó la pañosa el marchoso Don Segis:

—Aires de campo y abstinencia de carne. ¡Gandulazo, a tomar el olivo para Los Carvajales!

Gonzalón entornó los párpados:

—No me abaniques con la capa, Segis.

Abría de repente los ojos y se incorporaba, haciendo con los brazos un ademán afanoso de apartarse la gente. Le saltó por la boca un chorro de sangre.

VII

Las malas noticias tienen alas, vuelan desaforadas en lenguas, hay como un placer en divulgarlas, y así ocurrió con el accidente de Gonzalón Torre-Mellada: Al Palacio de Medinaceli, que ardía en fiestas, se metió el notición de una vez por cien ventanas iluminadas. La Duquesa Ángela, de rosa y crema, en el primer espejo que halló ante los ojos, ensayó un bello mohín de condolencia, indispensable en aquellas circunstancias:

—¡Qué contrariedad!

Pero inmediatamente se corrigió, gustando una fórmula selecta, que satisfacía plenamente las aspiraciones elegíacas de su alma romántica:

—¡Qué dolorosa nueva!

Las damas del gran mundo suelen tomar su lección de retórica en las revistas de salones. La dolorosa nueva, dinámica y sombrona, llevó un ligero trastorno a la fiesta de Medinaceli. Los Marqueses de Torre-Mellada estaban en el número de los concurrentes. La Marquesa, soponciada, fue conducida al tocador. El Marqués corrió turulato, refugiándose alternativamente en los brazos de unos y otros, todos en aquel momento amigos del alma:

—¡Recibiré con resignación el golpe que me envíe la Providencia!

Adolfito valsaba con Eulalia Redín. En un revuelo de colas y compases, le susurró la noticia otra pareja. Cuando se detuvieron para tomar aliento, ya la noticia era de todos. Adolfito vio al desolado padre venir con los brazos abiertos:

—¡Eulalia, tu pobre primo! ¡Adolfo, tu hermano de locuras! Acompáñame hasta el Casino. Dame tu brazo.

Era la hora de la cena, y apenas algunas almas caritativas y dispépsicas se agrupaban en torno del compungido cortesano. Adolfito le abrazó:

—¡Jeromo, aunque me manches de babas la solapa!

—¡Sois como fieras!

Salieron acompañados de unos pocos y llegaron solos a la escalera, brillante de luces, decorada con tapices y guirnaldas de flores valencianas. En el Casino tuvieron los primeros informes ciertos, por el ujier que les abrió la mampara. El Marqués, con empaque muy digno, discretamente, dejó un duro en la palma del criado. Adolfito se sorprendía de no verle más lacrimoso, pero le duró poco este cuidado: Al penetrar en el salón lleno del rumor de las tertulias, comenzaron los chifles del palaciego, las frases elegantes y rebuscadas:

—Los hijos dan trabajos, pero dan alegrías. ¡Perderlos es el mayor dolor que puede enviar el Cielo!

El Niño de Benamejí se destacó del grupo donde conversaba, y abrazó al carcamal:

—Señor Marqués, soy de los amigos que saben compartir un dolor…

—¡Segismundo, conozco su gran corazón! ¿Ha visto usted a Gonzalo?

—Hace un momento. ¡Una hemoptisis, no es la de vámonos!

Renovó sus chifles el Marqués de Torre-Mellada:

—En medio de la felicidad acecha siempre el dolor… Pero esa sentencia árabe no basta al consuelo de un golpe tan inesperado: ¡Es el único hijo, Segismundo! ¡La esperanza y el orgullo de su pobre madre!

El timorato palaciego se apoyaba en el brazo de Adolfito. Aconsejó el Pollo Real:

—¡Hay que ser hombre, Jeromo!

—¡Y lo soy, lo he sido en todas las circunstancias de mi vida! ¡Pero comprende que mi corazón se dilacera!

Se detenía en la puerta de los billares, falso y lacrimoso como si le arrestase la zozobra de una fulminante desgracia. Al cabo, pisando de puntas, con un gesto de aparatosa consternación, acudió al lado de su hijo:

—¡Qué disgusto! ¡No has pensado en tu pobre madre!

VIII

La pobre madre, ya instalada en su nido de cojines y faralaes, en la luz rosa del gabinete malva, olía un pomo de sales y susurraba mimosos cumplimientos a los buenos amigos que dejaban la fiesta por acompañarla. Los buenos amigos respondían haciendo la tornada de los cumplidos: No eran muchos: Teresita Ozores, Jorge Ordax y Pepín Río-Hermoso, muy aprensivo de que podía sobrevenirle un accidente como el de Gonzalón. La Marquesa jugaba muy discretamente la comedia de madre afligida. Su dolor resignado y del mejor tono, contrastaba con el hipo rotundo de Pepín Río-Hermoso:

—¡Pobre Gonzalón! ¡Tan fuerte que parecía!

Los buenos amigos le miraron consternados. Jorge Ordax le dio un pisotón:

—¡No hagas el asno!

—¡Una muerte repentina!

—¡Si no ha muerto, gaznápiro!

—¡Es lo mismo! ¡Una hemoptisis!…

A Pepín Río-Hermoso, las muertes repentinas le asustaban con una luz dramática de relámpagos y naufragios. Hubiera sido feliz si el mundo no abrigase hemoptisis, derrames cerebrales, anginas de pecho y cólera morbo asiático. Pepín estaba saludable, dormía doce horas, era comilón, escupía el vino, no tragaba el humo y nada podía ya asegurarle contra una muerte repentina: Gonzalón, fornido como un toro, arrojando chorros de sangre por la boca, le advertía con una temerosa ejemplaridad cartuja. Y la inicial sugerencia plástica, se le revertía en una zozobra toda nutrida con posibilidades de morir. Pepín Río-Hermoso lloraba no ser inmortal: Como no podía reprimir la congoja, salióse al balcón, abierto sobre el jardín perfumado de magnolias, y se puso a rezar bajo la noche estrellada. El temblor remoto de los astros le enfriaba la carne. Afligíale, cada vez más negra, la zozobra de la muerte, incertidumbre y pavura de dormirse y no despertar: Dejó el rezo, para formularse el propósito de confesar inmediatamente sus pecados. Teresita Ozores salió al balcón con una revolera:

—¡Ridículo!

—¡Moscas!

—¡Vete a otra parte!

—¡Teresita, tócate las narices!

—Estás haciéndole un mal tercio a Jorge y Eulalia. Tienen que hablarse. Se han arreglado. Pepín, rico, toma aire.

Pepín, tras los estores, extendía el brazo hacia la damisela:

—¡Ahora llegan! ¡Un coche acaba de pararse! ¡Tan fuerte que parecía!

Teresita le tomó de la manga:

—¡No digas nada! ¡Vamos a verle!

—¡Es horrible tener que morirse de repente!

Atravesaron el gabinete, con fuga silenciosa, pisando de puntas. La Marquesa Carolina, oculto el rostro en los almohadones, sollozaba nerviosamente con los hombros, como las primeras damas de la Comedia Francesa.

IX

El Palacio de Torre-Mellada, silencioso, con luces mochuelas en salones y corredores, mudó en miedoso susurro la charla voluble de Teresita Ozores:

—¡Pobres padres!

Teresita tomó el brazo de Pepín. Lacayos soñolientos velaban en la antesala. Tapices y armaduras, una silla de manos decorando en el gran rellano de la escalera, un oso blanco cargado de paletós y chisteras. Teresita corrió al balaustre. Gonzalón subía de su pie, apoyado en el hombro de Don Segis. Detrás, acompañaban al desconsolado padre, Bradomín, Alcañices y Adolfito con uniforme de sombrero apuntado y capa blanca. Pepín corrió a dar sus brazos para sostener a Gonzalón:

—¡No ha sido nada!

Gonzalón le reparó los ojos:

—¡Te has anticipado a derramar una lágrima!

Ya hablaba con el fuelle apagado y cínico de los perdis que arrastran la tisis por garitos y billares con treinta y una. En lo alto de la escalera, doblada sobre el balaustre, le acogió Teresita:

—Monín, para que aprendas y no hagas calaveradas.

El Marqués de Torre-Mellada aprobó con un chifle patético:

—¡Ríñele, Teresita!

Toñete, muy compungido, levantaba el portier en el fondo de la antesala, Gonzalón le dio la mano:

—¡Toñete, sube a desnudarme!

—¡Hay que no tirar la salud! Si en la diversión falta el compás, son propios estos contratiempos, y sin más pensarlo…

Las últimas palabras del viejo servidor las apagó el portier. En tanto, el oso disecado se embozaba en la capa blanca de caballero maestrante, y el acongojado padre hallaba refugio en los brazos de Teresita. La damisela, vuelta a su ser casquivano, le daba de ojo al Pollo Real. Bradomín y Alcañices conversaban en voz baja:

—Seguiremos la discusión, Pepe. Usted no puede dudar…

—No dudo. Sé que usted reprueba esa intriga.

—Completamente.

—Pero usted la condena en silencio.

—No puedo hacer otra cosa…

—Seguiremos hablando.

Callaron discretos. Abríase una puerta. Del fondo rosa y malva del tocador salía la desconsolada madama, el pañolito en los ojos, el chal de cachemira por los hombros, los anillos sobre el brazo del Pollo Real. La Marquesa se dirigía a las habitaciones de su hijo. Toda la capilla de fieles amigos dábale asistencia y consuelo. La obertura de la gran escena apagaba las voces y las pisadas, mantenía atentos los ánimos. Y, sin embargo, fue un fracaso. Toñete guardaba la entrada de la alcoba, con un dedo sobre los labios, en consigna de Arcángel:

—¡Está en un mador!

Abrió la puerta sin ruido por deferencia a la Señora Marquesa. Una lamparilla de noche apenas alumbraba la alcoba. La Marquesa Carolina, con el pañolito ahoga los sollozos: Se desmayó en silencio, doblándose sobre las rodillas. El cortejo de buenos amigos, con sigilosa alarma se la llevó en volandas. Gonzalón, vuelto de cara a la pared, fingía dormir, sin tomarse la molestia de cerrar los ojos. No quería escenas.

X

El Doctor Seoane, avisado con urgencia, llegó tarde, malhumorado y soñoliento: Enterado del caso, opinó que no era oportuno turbar el reposo del enfermo, y se fue. Los fieles amigos iniciaron también el desfile. La Marquesa de Redín besuqueó a su cuñada:

—Carolina, procura descansar.

El apenado padre se apartó un momento, conversando con el Niño de Benamejí:

—Segismundo, le agradecería a usted que mañana se hallase presente durante la visita de nuestro Galeno. Si ve gravedad, es muy hombre para soltármelo de un escopetazo. Usted le interroga, se entera, y luego, con toda clase de precauciones, me dice usted lo que hay. Segismundo, nada de alarmas infundadas que puedan alterar los nervios de la Marquesa. ¡Desgraciadamente los padres entendemos a medias palabras!

La Marquesa de Redín se acercó a su hermano:

—¡Adiós, Jeromo! Probablemente no será nada lo de Gonzalón.

—¡Estoy alarmadísimo! ¿Y qué noticias de Fernando?

—Mañana llega.

—¿Deja al chico con su abuela?

—Por ahora. ¡Los hijos nos hacen viejos! Sólo vienen al mundo para darnos disgustos.

El Marqués se alarmó con repentinos gallos:

—Esto de Gonzalito, no hay derecho a suponer que puede tener consecuencias… ¡Creo yo!…

—¡Naturalmente!

La Marquesa de Redín, apoyada en el brazo de su hija, comenzó a bajar la escalera. El lacayo de antesala repartía paletós y sombreros. Bradomín y Alcañices, en un aparte, convenían en verse. El palaciego hacía cortesías, en lo alto de la escalera:

—¡Abrigarse! Segismundo, no olvide usted estar aquí mañana.

El Niño de Benamejí, terciada la capa, se volvió asintiendo y saludando con estilo torero. Al mismo tiempo resonaron pasos en el zaguán, y un clérigo acompañado por el sereno apareció en el primer peldaño. Saludó quitándose la teja:

—¿Llego a tiempo?

Los buenos amigos quedaron inmóviles a lo largo de la escalera, mirándose con un gesto de enigmática sorpresa. El clérigo comenzó a subir. Don Segis le detuvo:

—¿Adónde va usted, padre?

—Me han llamado para auxiliar a un moribundo. ¿No es aquí?

En lo alto sollozaba el palaciego:

—¡Qué gente oficiosa!

Murmuró don Segis:

—¡Y qué mal ángel!…

Todos entendían que el aviso al clérigo era obra de una cínica guasa. Supersticiosos y vejados, permanecían detenidos en la escalera. El clérigo se enjugaba la frente:

—He venido corriendo. ¿De quién se trata?

—¿Quién le llevó el aviso, padre?

—Alguien… No sé quién… Una persona de la familia…

—¡Un gracioso de mala pata! Aquí hay un enfermo, pero no tan apurado que precise confesión.

—En ese caso, me retiro.

Cacareó, desconsolado, el palaciego:

—¡No, padre! De ninguna manera…

Pepín Río-Hermoso recogió la zozobra de Torre-Mellada:

—¡Un sacerdote, en estos momentos, puede muy bien ser un enviado del Cielo!

—¡Naturalmente! ¿Quién nos dice que no le llevó aviso un ángel?

Interrumpió Adolfito:

—¿Le ha sentido usted el aliento, padre?

El clérigo inclinó la tonsura, y pegado al balaustre, subió la escalera, santiguándose, con rezo latino. Teresita Ozores se apoyó en el brazo de Jorge Ordax:

—¡Mal agüero!

—¡O una broma estúpida!

—¿Y qué? ¿Te has arreglado con Eulalia?

—Aún no lo sé.

—¡Tarambana!

XI

El Pollo Real y Don Segis salieron juntos. Era la noche clara y tibia, noche madrileña del mes de mayo. Adolfito, con la contera del bastón, despertó a un cochero de alquiler, dormido en el pescante:

—¿Segis, adónde vamos?

—Yo, al Casino. Estoy allí citado.

—Después de este funeral, parece que la vil materia pide unas cañas. Vámonos a casa de Garabato.

—Me es urgente hablar con Fernández Vallín.

—Le avisas. ¿Tienes algunas esperanzas de resolver pronto mi asunto?

—Adolfo, es negocio que no se resuelve en una mañana. En estos tiempos buscar dinero sin garantías y hallarlo en condiciones, es un problema… Tú no puedes dudar de mi interés en servirte y ando en ello.

—Si el préstamo no se resuelve pronto, mira tú de hacerme un adelanto, Segis.

—¡Oh! ¡Si yo tuviera parneses, no había caso! Pero estoy empapelado, y es una ladronera la justicia histórica en España.

—¡Segis, eres un farsante! Leo en tu corazón como en el mío. A otra cosa. ¿Vallín tiene dinero?

—Ya se me había ocurrido pulsar esa aldaba… Pero una obligación, con hombre tan significado en la intriga revolucionaria, podía comprometer tu puesto en Palacio.

—O asegurarlo.

—¡Si no haces escrúpulo!…

—¡Ninguno!

—Ya sabes que el cubano está muy metido en el jaleo de San Telmo.

—Faroles unionistas, que se apagan en las alturas con un guiño al Duque de la Torre.

—¡Es posible! Pero arriba no hacen el guiño.

—¡Lo harán!

—¡Me achanto!

—La Unión Liberal escala el poder al cerrarse las Cortes… Con ese aviso hago mi juego.

—¡Que no salte y venga la contraria!…

—Mañana conferencian con la Reina, Alcañices y Miraflores. La Señora ha decidido pedirles parecer, y su actitud no es un secreto. El cambio político está en puerta.

—¿Saldrá desterrada la monja?

—¡La quemaremos!

—¿Y es verdad lo de las camisas?

—¡Son secretos de alcoba, Segis!

El coche, trompicando, entró por la calle de la Gorguera. Luces tabernarias. Un terne se pisa la faja. Jaleo de cante y baile. Aromas sanluqueños. La Taurina de Garabato. Apeóse Adolfito, y desde el fondo del coche habló Don Segis:

—Yo llego hasta el Casino.

—¿Vuelves?

—Acaso.

—Bríndale mi alianza al cubano.

—¿Por qué no me acompañas?

—Me pide el cuerpo juerga.

—Debías cortarte la coleta y no lucirte por estos lugares del vicio. Vámonos al Casino. Te comunicaré un secreto para que toques jandoripen…

—¡Vamos allá!

—Da las señas.

El Pollo Real volvió a montar en el coche:

—¡Al Casino!

El Niño de Benamejí murmuró en voz baja:

—¿Tú valimiento llegaría hasta conseguir el indulto de los reos de Solana? Ese indulto puede ser dinero…

—El indulto lo trabaja Torre-Mellada.

—Al Marqués no le supone un cuarto. Cierto que tampoco hay esperanza de que lo consiga. Tú camela a la Soberana. Interesa su magnánimo corazón.

—¿Cuántas son las penas de muerte?

—¡Tres!

—¡El Gobierno quiere hacer un escarmiento! ¡Y después del fracaso de Torre-Mellada!…

—¡Lúcete con una buena faena, sálvame a esos ángeles del garrote, que las buenas acciones siempre hallan recompensa!

—Concreta, Segis.

—¡Cinco mil durandartes!

—¿Haces tuyo el compromiso?

—Con un documento como lo desees. Esa gente es muy agradecida, e indultada de la última pena, vuelve en un periquete a trabajar en el campo. El presidio para esos pollos tiene cien puertas.

—Tu proposición es irrisoria. Por tan poco dinero me parece indecoroso apelar a los magnánimos sentimientos de la Reina.

—¡Son unos pobretes!

—El Ministro de Gracia y Justicia dimitiría la Cartera… Una crisis… El resentimiento de González Bravo… Niño, no puedo tasarme tan barato. Cinco mil durandartes es una cantidad antipática. Los picos le dan gracia a las cantidades. Siete mil setecientos setenta y siete chulis. ¡Ése es un número simpático!

—Reconozco tus escrúpulos, y por eso no he querido hablarte antes de ahora… Esos compadres no son unos Osunas… Debes hacerte cargo… Tú dices, el oro y el moro supone en este caso mi influencia en la Cámara Regia. ¡Corriente! Dignamente no puedo dejarme sobornar por una suma tan exigua… ¡Lógica! ¡Pura lógica! Pero no es cuestión de soborno, ni mucho menos de pagar tu influencia. Tú te interesas por el indulto generosamente. Hombre moderno, te es odiosa la pena de muerte. Has recibido una solicitud de los reos. Desenvuelves tu actuación en una luz meridiana… Los reos, por mi mediación, te hacen un obsequio. Ése es mi punto de vista.

—¡Vaya un astrónomo!

Penetraron en el Casino. Humo de tabaco, salones a media luz. Tertulias de noctámbulos, algún bulto por los divanes. En la sala de billares, tras una zona de tinieblas, dos carambolistas con el reflejo verde de la mesa. Acudió un ujier:

—Don Benjamín dejó dicho que los señores tuvieran la bondad de esperarle. Está en Secretaría conferenciando.

XII

La Secretaría del Casino. Anaqueles y legajos, incómoda y aparatosa sillería de brocatel, gran mesa oficinesca provista de plumas, lacre, cuadradillos, raspadores, obleas, campanilla de plata. Cabildo de fortunones antillanos. Preside Don Antonio de Buen, Marqués de Buen: Hácenle rueda en torno Don José María Calvo, Don Evaristo Fernández de la Mortera, Don Lucas Lombillo, Don Jerónimo López Cué, Don Francisco Xavier de Miranda, Don Manuel García Pando, Don Francisco Ponce, Don Gil Alonso, Don José Zulueta, todos honorables plutócratas con ingenios de caña y vegas de tabaco, plantaciones de café y esclavos de color: Les daba su fortuna influencia en la Corte: Algunos tenían asiento en el Senado: Otros eran grandes cruces y títulos de Castilla. Don Antonio de Buen, Marqués de Buen, daba fiestas adonde acudía el mundo aristocrático, y era una gracia del mejor tono llevarse la plata del servicio, sin escamoteo, con bulla y descaro. El Marqués de Buen solía mirar estas elegantes expansiones con un guiño de gitano filósofo:

—¡La juventud bordea siempre el Código!

Fernández Vallín, apoyado en el respaldo de una silla, peroraba con fácil verba criolla:

—¡Señores, la revolución es un hecho! Reconocerlo no implica, ciertamente, declararse enemigo del Trono. ¿Pero, acaso, nuestros intereses pueden ser ajenos al cambio político que traería la abdicación, voluntaria o impuesta por las espadas? No faltan exaltados que aspiran a implantar la República: Otros, sin dejar de ser monárquicos, son incompatibles con la actual Dinastía: Muchos, los elementos de más solvencia, los que real y verdaderamente representan una garantía para el país, apoyan la candidatura del Duque de Montpensier. Ésta es la situación, y, previniendo los sucesos posibles, no creo que debamos permanecer sistemáticamente alejados de los hombres que, en un mañana muy próximo, escalarán el poder, y serán árbitros de los destinos de la Patria. Yo he meditado largamente sobre el peligro que un régimen liberal llevaría a nuestros intereses de la Isla. ¡La democracia española es antiesclavista, y una ley prohibiendo la trata nos arruinaría!

Murmullos de asentimiento, doctos cabeceos. El Marqués de Buen se sacaba los puños con mancuernas de brillantes:

—No vamos, sólo por el interés de nuestra hacienda, a conspirar contra el Trono de Doña Isabel. Somos caballeros, y debemos lealtad a esa Augusta Señora. Pero, como ha indicado nuestro amigo, sin lanzarnos a la revolución, debemos admitirla como un hecho fatal, temer sus consecuencias, y en lo posible adelantarnos a evitarlas. A ese fin nos hemos aquí reunido. Conozco la opinión de cada uno de ustedes y ustedes conocen la mía.

Nuevas y más solemnes aprobaciones. Fernández Vallín las dominaba verboso:

—Me he reservado comunicar a ustedes, hasta vernos aquí reunidos, ciertas insinuaciones que tuvo a bien hacerme Don Juan Prim. Repetir una por una sus palabras no me sería posible, ni ellas en sí tienen un gran valor desligadas de la ocasión, del tono, del gesto…

El Marqués de Buen mecía la cabeza:

—¡El retintín!

—¡Justamente! El General no es un demagogo, ni un aventurero, como afirman algunos elementos del moderantismo. No es, siquiera, un fanático del credo progresista, como Espartero.

Se infló Don Evaristo de la Mortera:

—Señores, ningún ambicioso puede ser sinceramente demócrata, y ante todo, es un gran ambicioso el Conde de Reus. Si escala el poder, le veremos más duro, más autoritario y menos liberal que Narváez. La situación antillana no le es desconocida. El General ha estudiado nuestros problemas, y sabe que el pleito esclavista no puede resolverse de un modo romántico, concediéndole la libertad a los morenos y prohibiendo la trata.

Solfearon distintas voces:

—¡De acuerdo! ¡De acuerdo!

—¡El romanticismo, para los poetas!

—¡Indudablemente!

—¡La política debe ser siempre realidades!

—¡De acuerdo! ¡De acuerdo!

El Marqués de Buen apuntó su guiño de gitano filósofo:

—¡La prohibición de la trata significa la ruina moral y material de aquellas Islas!

En la pared abría los brazos la sombra cristobalona de Fernández Vallín:

—El General está capacitado del problema. Nosotros no podemos olvidar su actuación en Puerto Rico. ¡Recordemos, señores, el estado anárquico del país, los crímenes de los negros contra los patronos, el incendio de los ingenios, las acusaciones injustas de los periódicos, sus campañas combatiendo la trata! En estas críticas circunstancias pasa a ejercer el mando de la Pequeña Antilla Don Juan Prim. Recordáis todos cómo en poco tiempo cambió el panorama. A la incertidumbre de los negocios, a los motines de los esclavos, a los incendios y secuestros, sucedió un momento de prosperidad no igualado. ¿A qué causas fue debida esta mudanza? ¡A la energía y a las dotes de gobernante que en tal alto grado acompañan al Conde de Reus! Voy a permitirme leer el documento que en aquellas gravísimas circunstancias dictó el entonces Capitán General de Puerto Rico. Veréis, señores, cómo este notable documento confirma plenamente cuanto dejo expuesto.

Don Benjamín extrajo de su cartera un recorte de prensa, y acercándose a la mesa lo metió bajo la luz verde del quinqué. Leyó ceceante:

—Bando del Capitán General de Puerto Rico, Excelentísimo Señor Don Juan Prim y Prats, Conde de Reus y Vizconde del Bruch. —Artículo primero: Los delitos de cualquier especie que, desde la publicación de este bando, cometan los individuos de raza africana residentes en la isla, libres o en esclavitud, serán juzgados y penados militarmente por un Consejo de guerra, con absoluta inhibición de todo otro tribunal. —Artículo segundo: Todo individuo de raza africana, libre o esclavo, que hiciere armas contra los blancos, justificada que fuere su agresión, si es esclavo tendrá pena de la vida, y si libre, se le cortará la mano derecha por el verdugo, pero si resultase herida, será fusilado. —Artículo tercero: Si un individuo de raza africana, sea libre o esclavo, insultare de palabra, maltratare o amenazare con palo, piedra o en otra forma que muestre su ánimo deliberado de ofender a la gente blanca en su persona, será el agresor condenado a cinco años de presidio si fuera esclavo, y si libre, en la pena que a las circunstancias del hecho corresponda. —Artículo cuarto: Los dueños de esclavos quedan autorizados por este bando para corregir y castigar a éstos por las faltas leves que cometieren, sin que funcionario alguno, sea militar o civil, se entremeta a conocer del hecho, porque sólo a mi autoridad competirá, en caso necesario, juzgar la conducta de los señores respecto a sus esclavos. —Artículo quinto: Si, aunque no es de esperar, algún esclavo se sublevare contra su señor y dueño, queda éste facultado para darle muerte en el acto, a fin de evitar con este castigo justo e imponente que los demás sigan su ejemplo. —Artículo sexto: A los comandantes militares de los ocho departamentos de la isla corresponderá formar las primeras diligencias para averiguar los delitos que cometan los individuos de raza africana contra la seguridad pública o contra las personas y las cosas, procurando que el procedimiento sea tan sumario y breve que jamás exceda del improrrogable plazo de veinticuatro horas. Instruido el sumario, lo dirigirán a mi autoridad por el inmediato correo, a fin de dictar en su vista la sentencia que corresponda, al tenor de las penas establecidas en este bando. —Y para que llegue a noticia de todos los habitantes…

Laudosos murmullos. El cristobalón ceceaba:

—Señores, este documento pone de manifiesto que no es un demagogo el heroico General Prim. ¿Pero sabemos hasta dónde puede arrastrarle un pacto con los partidos avanzados? Y llego, señores, a puntualizar lo que he llamado insinuaciones del General Prim. Repetidas veces, refiriéndose a la revolución, me afirmó su deseo de que fuese exclusivamente militar, porque el pueblo la llevaría demasiado lejos. Se mostró pesaroso de verse obligado a conspirar unido a los republicanos, y llegó a significarme la responsabilidad que contraían los elementos de orden no colaborando en la revolución. Aludió directamente a la campaña antiesclavista de los demócratas, y al compromiso que podía significarle. Yo, señores, he creído entender que si en estos momentos iniciásemos una aproximación, nuestros intereses no sufrirían el menor vejamen por la futura política antillana del General Prim. La ayuda que se nos pide, no es necesario decir cuál puede ser, pero no olvidemos que el sacrificio de hoy es una letra con próximo vencimiento.

El Marqués de Buen mecía la cabeza con pausada suspicacia:

—No somos, los aquí presentes, los únicos interesados en mantener y consolidar las valoraciones del capital antillano. Hay otros que, igualmente, deben sacrificarse. Algunos, probablemente, lo rehusarían. Yo, por mi parte, creo prudente seguir el norte señalado por el amigo Vallín. Pero al contribuir con nuestro numerario pidamos garantías contra el utopismo de las democracias españolas. ¿El General Prim está dispuesto a darlas? En ese caso, nuestra colaboración entiendo que no debe serle negada.

Don José María Calvo, Don Jerónimo López Cué, Don Francisco Xavier de Miranda, Don Carlos Argüelles, Don Francisco Ponce, Don Gil Alonso y Don José Zulueta estuvieron de acuerdo, y el cristobalón obtuvo muchas felicitaciones por su negociación diplomática con el Conde de Reus. Convinieron en volver a reunirse para allegar fondos, y se despidieron.

XIII

Un ujier se acercó a Fernández Vallín:

—Don Segismundo Olmedilla espera al señor en el crimen.

Fernández Vallín, metiéndose por un corredor de luces afligidas, extrajo de la cartera algunos billetes, se los puso en el bolsillo del chaleco y contó el oro del portamonedas. Al final, una mampara: La empuja, y penetra en la atmósfera de la sala de juego. Luces y humo de tabaco, paños verdes y puntos de fraque. Angelito Sardoal, rubio, atildado, el veguero entre los dientes, tenía la banca del bacarrat. Apuntaban los de siempre: El Brigadier Valdemoro, Pepe Támara, Manolo Villegas, Manolo Ceballos, Don Pedro Tomé, Bernardino Frías, Pepe Arias, Adolfito Bonifaz y otros trasnochadores, pollos y camastrones del trueno dorado. El Marqués de Sardoal anunciaba las tres últimas tallas. El Barón de Bonifaz tenía delante piletas de oro, fichas y billetaje: Había empezado por un centén, y amenazaba saltar la banca: Casi era el único que jugaba en aquel momento. Apuntaba con fingida indiferencia, un poco pálido, frío y sonriente, gustando la fatua satisfacción de asombrar a los mirones, atraídos por la temeridad con que arriesgaba cuanto tenía delante. Cada pase suscitaba ardorosos murmullos. Don Segis, que seguía el juego, tocó en el hombro al Barón de Bonifaz:

—¡Retírate!

—En tres golpes me llevo la banca.

Don Segis se dobló más, hablándole a la oreja:

—Te expones a perderlo todo, sin desquite posible. ¿Qué tienes delante?

—¡Unas treinta mil pesetas!

—¡Vámonos!

—Necesito llevarme la banca.

—¡No seas insensato!

—¡Déjame!

El Niño de Benamejí, al incorporarse, vio enfrente, a espaldas del banquero, la gigantona figura de Fernández Vallín. Con una mirada se convinieron y aplazaron hablarse, intrigados, de momento, por los azares del naipe. Adolfito, con gesto de aburrida indolencia, empujaba sobre el paño fichas, billetes, carrerillos de oro:

—¡Juego!

Adolfito levantó sus cartas del tapete, se impuso, miró al banquero, y a una muda interrogación, plegó el naipe:

—¡Paso!

El banquero volvió sus cartas:

—¡Nueve!

—¡Cinco!

El Niño de Benamejí, otra vez se inclinaba sobre el hombro de Adolfito:

—¡Vámonos! ¡Sesenta mil pesetas te salvan!

—¡Toma tila, Segis!

El Niño de Benamejí se incorporó acogido de una admiración repentina por aquel perdulario:

—¡Qué corazonazo, compadre!

Adolfito, siempre con los mismos faroles de tedio, repitió la maniobra, de empujar con la raqueta cuanto tenía delante, indiferente, sin darse la molestia de contar la puesta. El Marqués de Sardoal, jugador de raza, le interrogó en el mismo tono de elegante frialdad:

—¿Cuánto llevas, Adolfo?

—¡Creo que unas sesenta mil!…

—No hay tanto en la banca.

Intervino Fernández Vallín:

—Si usted lo permite, va abonado el paño.

El Marqués de Sardoal volvió la cabeza:

—¡Querido Vallín, no se lo aconsejo!… ¡Bonifaz las acierta todas!

—¡Déjele usted que me gane!

Era Fernández Vallín extremado de cuerpo, lucida estampa, negras patillas, vitola antillana, amigo de juergas y toros, amparador de celestinas, docto en caballos, arriscado jugador, carambolista y tirador de armas muy diestro, liberal y valiente: Lográbanle tales prendas el oficioso rendimiento de limpiabotas y mozos de café, floristas y cocheros de punto, trápalas del sable y niñas del pecado. El cristobalón se acariciaba las patillas. Adolfito sonreía con el archigesto del tedio insoportable. Anunció el Marqués de Sardoal:

—¡Abonada la jugada!

El barón de Bonifaz recogió su naipe, lo miró un momento y pidió carta. El Niño de Benamejí se echó atrás espantado los ojos. Adolfito, sonriente, un poco pálido, con ligero temblor de la mano mostró su juego:

—¡Nueve!

El Niño de Benamejí levantaba los brazos y se volvía a todos los vientos:

—¡Pedir con cinco!

Carraspera doctoral a una punta de la mesa:

—¡Siempre!

El que sentenciaba tan rotundo era un viejo que había leído cuarenta años el libro de Vidan. Concluía Don Segis:

—¡Ya lo ve usted!

Corroboraba otro sabio del tapete verde:

—¡Con cinco no se pide jamás!

Un erudito inicia una disertación:

—¡En Monte Carlo, Señores!…

Un patriota:

—¡No estamos en Monte Carlo!

Un filósofo:

—¡Con cinco hubiera ganado!

El Barón de Bonifaz:

—¡Señores, he preferido perder con nueve!

Don Segis no bajaba los brazos del cielo:

—¡Si en la talla anterior habías ganado con cinco!… ¿Por qué no quedarte en el mismo punto?

El Barón de Bonifaz se vendió con una súbita mudanza de voz y de gesto:

—¡Por seguir la corazonada!

Se recobró incontinente, y por un rincón del bigotejo sacó ilesa la sonrisa de fatua indiferencia: Le brillaban algunas gotas de sudor en la frente, sentía y disimulaba la necesidad de moverse, de andar, de emborracharse. El Marqués de Sardoal había cedido su puesto a Fernández Vallín. Ceceles del cubano:

—Caballeros, si hay puntos haré banca. Bonifaz, le ofrezco a usted el desquite.

Adolfito esbozó una mueca fría y desvergonzada:

—¡Gracias! ¡He perdido el último chavo!…

El criollo insistió generoso y farruco:

—Eso no puede ser impedimento. La palabra de usted es el Banco de Londres.

Adolfito Bonifaz acentuaba su mueca cínica:

—¡El Banco de Londres, tronado!

—Repito que en cualquier momento me tiene usted pronto a darle el desquite. Segis, ¿quiere usted ayudarme a tallar?

—Benjamín, me parece que no hay partida, y usted y un servidor aún tenemos esta noche que tratar de la salvación de España.

Fernández Vallín batió las palmas:

—¡Casa! ¡Casa!

Ordenó a un criado que contase el dinero de la banca, y dejó la mesa. El Niño de Benamejí le llevó al fondo de la sala:

—¡Estoy en las parrillas de San Lorenzo! ¿Se decide al préstamo su señor padre político?

—He dejado la carta en el bolsillo del paletó. Usted la verá…

—¿Qué dice?

—El viejo, a la hipoteca, preferiría la compra de Los Carvajales… Le daré a usted la carta.

—¿Me será permitido mostrársela al Marqués de Torre-Mellada?

—Indudablemente.

Abandonaron la sala de juego con el grupo noctámbulo de los últimos puntos, y en tertulia bajaron la escalera, las luces del alba en la claraboya.

XIV

Una vez en la calle, en grupo caminaron por la acera. Los siguió un bulto avizorado, que se ocultaba por los quicios de las puertas. El Niño de Benamejí advirtió la maniobra, y se le fue encima, prevenido con la mano en la culata del revólver:

—¿Qué se ofrece?

—Un aviso para Don Benjamín.

—¿Faldas?

—Por faldas viene. Cosa política, Don Segis. En estos tiempos no hay otra comida. Usted de mí no se recuerda. Paquita la de los Bufos es cuñada mía. Propia cuñada, hermana de mi señora. ¡Destino de las criaturas! Mi señora, la puerca cenicienta. La Paquita, estrella coreográfica con un lujo que mete miedo: Abono a los toros, peinadora, cenas con toda la goma, una alcoba como la de una reina, cama dorada, armario-espejo… Don Benjamín le pondrá a usted más al corriente. Don Benjamín ha sido su protector, y siempre se ha portado muy decente. La Paquita se iba de cena con gente de tono, y me ha dado la llave de su cuarto para que se oculte Don Benjamín. Por una conversación habida en el escenario ha sacado que le tienen armada la ratonera para mandarle fuera de España.

—¡Venga la llave! ¿Cuáles son las señas?

—¡Don Benjamín no sabe otra cosa!

—Toma un duro.

—¡Salud y suerte, Don Segis!

El Niño emparejó con el cubano. Se retardaron por la acera. El criollo, con sornas de valentón, oía el recado de la suripanta, y se guardaba la llave:

—Es un arma defensiva.

—Benjamín, debe usted ponerse a recaudo.

—¡Ya veremos lo que se hace!

—¡El Gobierno le tiene a usted filado!

—No lo ignoro, Segis.

—Pues a jaranearse menos por Madrid. El consejo de esa niña me parece muy acertado y debe usted seguirlo.

A Fernández Vallín en los corros políticos se le tenía por uno de los más eficaces agentes de la tramoya revolucionaria, y aquellos días susurrábase que estaba incluido en unas secretas cuerdas de deportados, todavía no aprobadas del Consejo de Ministros. Se detuvo bajo un farol para encender el cigarro:

—Posiblemente es infundio de la Paquita.

—¡Quién sabe! Poco pierde usted con acudir a su reclamo.

—Sí, acudiré. ¡Segis, a mi cuñado, ni una palabra! De esas cosas la familia no debe enterarse.

Don Augusto Ulloa, Ministro de la Cartera de Ultramar con los Unionistas, calvo, rubio y ventrudo oboe galaico, era cuñado de Fernández Vallín. Hermanas las mujeres, hijas de un famoso liberal de los pagos cordobeses, rico en tierras de pan y olivar, rebaños y reses bravas. Llegaban lejanas voces y risas de la camarada. Había doblado la esquina, y, aprovechando la coyuntura, propuso el marchoso Don Segis:

—Benjamín, será oportuno bajarnos de esos ángeles. Vamos los dos a cenar y a discutir despacio lo más conveniente. ¿Hace la casa de Garabato?

—¡Es noche de borracheras!

—Nos alegraremos para no hacer mal papel.

Fernández Vallín se registró los bolsillos:

—Tenga usted la carta de mi suegro. Verá usted que el viejo está dispuesto a la compra de Los Carvajales.

—La compra, por la acumulación de intereses, vendría detrás de la hipoteca. Hoy es prematuro tratarla…

—Mi suegro desea conocer la producción del coto.

—Se le cumplirá el gusto. ¡Es la mejor finca de la casa!

Amanecía. Fernández Vallín detuvo un alquilón que pasaba:

—Segis, vámonos a tomar chocolate con buñuelos a la Pradera del Santo.

—¡Viva la Pepa!

XV

Humeaban las últimas candilejas por baratillos y tenderetes. Tocaba el acordeón un soldado manco. Acudían a verle mozas de la greña caída y clavel en el rodete, patriotas alumbrados, juerguistas insomnes. El soldado, con el gorro sobre la oreja y el canuto de la licencia al pecho, se fumaba un brigadier:

—¡Manco por la patria, señores! ¿Qué he sacado? Este cigarro puro, que me dio sobre el campo de batalla el heroico General Zabala.

Preguntó un chulo:

—¿Qué tiempo va de eso?

—El cincuenta y nueve. En la campal batalla que libraron nuestras tropas frente a los muros del Serrallo.

—¡Y aún tienes más de medio chicote!

—¡Pues ahí verá usted! Lo considero como una reliquia, y rara vez lo enciendo.

Una gitana se salió del corro, tocando con disimulo la manga de Don Segis:

—¡Niño, que tan extraviado andas!

Don Segis reconoció a la Carifancho:

—¿Has venido sola?

—¡Con mis pecados!

—¿Y el compadre?

—¡Allí lo tienes! Una llaga en la pierna que da compasión, y no junta dos chavos. Parece que por acá la gente es poco devota del Bendito San Roque.

Carifancho, tuno de los pagos cordobeses, al borde del camino, en la fila de lisiados, mostraba una pierna cancerosa, negra de moscas: Le malcubría la cuera una capa remendada, y se oprimía las sienes con un pañuelo de yerbas. Carifancho guiñó el ojo, y brindó su prosa al Niño:

—¡Noble caballero! ¡Un bien de caridad para este pobre trabajador del campo, que se sustentaba de un jornal! Agosto hace el año me pasó por encima la rueda de un carro, y quedé inválido para ganarme la vida. ¡Más me hubiera valido quedar allí muerto, con la cabeza tronzada!

El Niño, con disimulo, entregó un centén a la Carifancho:

—Vengo con un amigo.

—¡Lo he guipado! Don Benjamín, el habanero que casó en Puente Genil. ¡Ahora verá usted cómo se alegra de verme! Majuela Fonda, el cortijo del suegro, otros Carvajales. ¡Don Benjamín, barbillas de almirante, déjeme usted algo bueno!

Don Benjamín miró a la gitana, que repicaba las sonajas del pandero entre los vuelos de la falda:

—¿De dónde me conoces?

—¡Abre los ojos, bien plantado! ¿Ya no recuerdas quién te dijo la buena ventura a la verita del pozo, cuando ferias de Puente Genil? ¿De qué te conozco? ¡Pues no eres tú poco notorio en toda la Andalucía!

Vahos alcohólicos y humazos de aceite chafan las rosas del alba. Cansados tumultos difunden sus ecos noctámbulos por la Pradera. Teclea una polca el acordeón del soldado, y salen a bailarla, cogidos por los meñiques, una mozuela rasgada y un babión adormilado. En el camino, tambaleándose, el gallego de la cuba enrojece de avinada nostalgia:

—¡Viva Sarria!

XVI

El Niño y Don Benjamín entráronse en una barraca de lonas donde servían chocolate y café de recuelo. Detrás, sonajeando el pandero entre los volantes de la falda, jaleándose culebrosa, pisándoles la sombra, se metió la Carifancho. Y por delante de los tres, dos farolonas pintadas, mantón de talle y tacón alto. Se inflamaban los buñuelos en el sartenote de aceite. Tosía el perrillo de aguas que educó un presidiario en San Juan de los Reyes. Tosía la comadre fondona, que, en un tino, lavoteaba platos y jícaras. Al pie del anafre tosía el Tuerto de Valencia. Tosieron las dos farolonas y los usías y la Carifancho:

—¡Azú! ¡Para que se luzca un buen cantador!

El Niño y Don Benjamín celebraron la chuscada. El Tuerto, impasible al pie del anafre, volvió el ojo sobre los nuevos parroquianos. Se apartó del tino la fondona, aguda y cismática, los ojos encendidos del humo, y decidió sonarse, despreciando a toda la casta gitana. La Carifancho, ondulándose, se pegó a la mesa de los usías:

—¿A qué convidáis?

—A lo que gustes.

—¡Chocolate con buñuelos!

—¡El chocolate será ladrillo, y los buñuelos, argamasa!

—¡Os echáis encima una copa de rapañí, resalados!

Entró una pareja fatigada del baile:

—¡No se sigue compás!

—¡Bastante hace para una sola mano!

—¡Almas caritativas!

—¡La gran batalla campal!…

En un rincón, las dos farolonas cuchicheaban y reían, tapándose media cara. El Niño se ladeó el cordobés:

—¿Me autorizan ustedes para convidarlas?

Se descubrieron con ruidosa algazara. Fernández Vallín se puso en pie:

—¿No es una la Paquita?

Taconeó la prójima:

—¡Ven acá, ángel de Dios! Me has tenido toda la noche en la escalera sin poder entrar en mi casa, que es la tuya y la de ese otro caballero.

Saludó el Niño:

—¡Gracias, preciosidad!

El Tuerto les clavaba el ojo de juez. La coima, enjugándose las manos en el delantal, atisbaba la intriga. Se apartó la greña que le cubría la oreja, la Carifancho. Don Benjamín mostraba una llave de puerta, y la morena farolona la recibía bajo el chal con gachoneo de los ojos y saque de lengua. Para mover y prestigiar la gran escena del reconocimiento, habían salido de su rincón las dos palomas, y acudido a encontrarlas en los medios Don Benjamín y Don Segis. Toda la escena, revestida de ademanes y gestos, ya no pasó de un cuchicheo, sin valores dramáticos, apagada, muerta por la salmodia del no que en el camino enseña la pierna con el cáncer pintado:

—¡Más me hubiera valido quedar allí, la cabeza tronzada del tronco!… ¡Almas caritativas!

Finalizó el cuchicheo, sentándose damas y galanes ante un velador.

XVII

La Paquita, con bigotes de chocolate y dedos de aceite, explicoteaba:

—¡El planchazo ha sido bueno! Sin la Feli, que vive vecina, me estoy toda la noche de tiros largos, en la escalera, llamando a la puerta de mi casa. ¡Buen aprecio has hecho de la llave y del aviso que te mandé por mi cuñado! ¡Hay que ver! Llega una con el aquel… Llamo, vuelvo a llamar. ¡Ya se ve, no tenía llave! Dejo pasar un rato. ¡Ese palomo se ha dormido! Otro campanillazo, y a esperar en la puerta. ¡Para sueño ya se me hacía muy pesado! Más repique. ¡Nada! Con el coraje me pongo a tirar de la campanilla. ¡Un escandalazo! Sale ésta. ¡Menos mal! Le cuento el planchazo.

Interrumpe la Feli:

—¡Estaba hecha un basilisco! ¡Lo que pude reírme! La digo: Entra, hija, que para ti siempre hay una cama en mi casa. ¿No fue así?

Tornó a prender el hilo la Paquita:

—¡Gracias a ésta! Nos animamos las dos, me prestó un mantón y una falda, y nos vinimos a oírle una misa al Santo.

Sandungueó el Niño:

—¡Otros autores dicen que a correrla!

La Paca lamió el pocillo de chocolate, sabidilla y rasgada:

—¡Mi desprecio para los incrédulos! El Santo Bendito me ha devuelto la llave del cuarto, y si usted lo quiere más finústico, del abandonado hogar.

La Feli se lanzó, picoteando los enigmas del mundo como paloma sobre una espiga:

—Ésta lo dijo: ¡Vas a ver que no vuelvo sin mi llave! ¡Pues ella estaba tan ignorante como una servidora! Algo le anunciaría el corazón. Puede no ser milagro del Santo… No lo será, pero el anuncio ésta lo tuvo.

Se limpió los bigotes la Paca:

—¡Venía yo tan segura!

Batió las palmas. Llegóse el Tuerto:

—¿Qué se ofrece?

—Estos rumbosos que desean pagar. ¡Niños, caminando!

Tomó al cubano del brazo, y le sacó fuera de la barraca. Don Segis echaba un napoleón sobre la mesa. La Paquita, en la puerta, pellizcaba el brazo de Fernández Vallín:

—¡No es una broma! Te han puesto la fila, y vas a salir embarcado para una isla donde revientes. ¡Tómalo a chunga!

—¿Cómo lo sabes?

—¡Aquellos tíos estaban muy lejos de suponer que yo los escuchaba! Ceballos, como no se contiene, habla siempre muy alto. A ése era al que más se oía. Quieren que desaparezcas… ¡Ándate con cuidado!

—¿Qué oíste? ¡Concreta!

—Lo que te digo.

—¡Las palabras! ¡Procura recordar las palabras!

—Los otros hablaban bajo. A lo que entendí, ya tienes extendido el pasaporte para viajar por cuenta del Gobierno. El que más levantaba la voz era el loco de Ceballos: ¡Ajo! ¡Ese tal, hijo de tal!… ¿Cómo quieres que te lo repita?

—¡Voy a tener que sentarle la mano!

La Paca ladeaba la cabeza, descubriéndose la garganta:

—Mira la señal. ¡Por milagro lo cuento! Le empezó la manía por querer rendirme. A ti no te perdona el haberte llevado el pan de higos.

—Son los celos de un idiota.

La Paquita pellizcaba cruelmente el brazo del cubano:

—¡Tú andas metido en alguna muy gorda! Mira que para ti soy toda corazón, y no te digo una cosa por otra. De mi casa dispones a tu gusto.

—¡Eres un ángel!

—¡Tómalo a guasa!

Don Segis se acercó trayendo del brazo a la Feli:

—Entrego a ustedes a esta joven. Benjamín, se me hace tarde. ¡Ya debía estar en el Palacio de Torre-Mellada!

Sonrió el cubano:

—¡La Paquita lo pinta muy negro!

Recomendó el Niño:

—Debe usted ocultarse.

—Te aconseja bien.

Don Benjamín se metió en una calesa con las dos farolonas. La Paquita, terciado el mantón, dio las señas de su casa. Fernández Vallín se acariciaba las patillas:

—Adiós, Segis. Esta noche tomo el tren.

La Paquita, con un remolino de risas, echaba la cabeza sobre el hombro del criollo:

—¡Te vas y me dejas y decías que mamabas!

—¡Gorberé!

—¿Cuándo?

—¡Para la vendimia!

—¡No seas trueno!

El Niño de Benamejí tendió la vista y llamó a un calesero que, al pie del pescante, inflaba la cara alumbrando una tagarnina:

—¡Costanilla de San Martín! Un caserón con rejas.

XVIII

El Marqués de Torre-Mellada —batín y pantuflas— acogió con severos chifles la presencia de Don Segis. La cara llena de jabón y una toalla a guisa de babero, se arrancó a las manos del ayuda de cámara.

—¡Imperdonable, Segismundo! ¡Imperdonable! ¡No me explique usted nada!… ¡Imperdonable! ¡Confiaba que usted se hallaría presente!… ¡Era natural que confiase! ¡Cómo suponer que fuese un mito la adhesión de usted a esta casa! ¡Segismundo, a su falta de puntualidad debo el rato más amargo de mi vida! ¡El Doctor acaba de irse lanzándome la flecha del parto!

El Niño de Benamejí se santiguó aparatoso:

—¡Pero ese hombre madruga más que un trapero!

—¡No me atrevía a preguntarle! ¡Esperaba que apareciese usted de un momento a otro! ¡Pero a usted se le habían pegado las sábanas! ¡Imperdonable, Segismundo! ¡Imperdonable!

—¿Pero qué opina el Doctor?

—¡Puede usted figurárselo! Segismundo, la ciencia, como la política, no tiene entrañas. Yo, naturalmente, temía el dictamen facultativo, y por eso el ruego que formulé anoche. ¡Imperdonable, Segismundo! ¡Imperdonable!

—¿Caso perdido?

—¡Ya está usted lanzando el absurdo! ¡Caso perdido!… ¡Eso sería el colmo! Segismundo, soy hombre entero; sin embargo, no hubiera podido sobrellevar ese golpe. ¡El caso es para preocuparse! ¡Eso sí!… ¡Para no descuidarlo, Segismundo! ¡Para no descuidarlo! Nos iremos a Los Carvajales… ¡Un destierro para el pobre chico!… Yo iré y vendré. ¡Van a celebrarse las bodas de Su Alteza!… ¡Imposible desatender mi servicio de Palacio!… Iré y vendré. Se dará alguna fiesta. Invitaremos a los amigos. El herradero puede organizarse con algún aparato. ¡Buscarle distracciones al chico!… ¡Hacerle amable el destierro, Segismundo! ¡Hacérselo amable! ¡Comprenda usted adónde voy! ¡La necesidad de fondos, Segismundo! ¡La necesidad de fondos!… ¡Un deber sagrado!

Enlabió Don Segis:

—Señor Marqués, mi deseo, aunque aparezca lo contrario, es complacerle a usted en todo y por todo. Los fondos vendrán… Precisamente, he hablado del caso con el yerno de Gálvez.

—¿El yerno de Gálvez? ¿Ulloa?

—El cubano.

—¡Un hombre muy peligroso, Segismundo! De los más comprometidos en la intriga de la abdicación. Trate usted directamente con el suegro, el yerno es una bala perdida.

—¡Que irá muy lejos, Señor Marqués!

—Trabajos en el vacío, Segismundo. La abdicación, si la hubiese, que no hay caso, sería en la rama sálica. ¡Una rectificación histórica! Una abjuración de todos los errores progresistas… Una afirmación de los derechos monárquicos… Solamente así, y en último extremo, abdicaría la Señora… Ésa es mi opinión… Pero no llegará el caso… Los tratos, con el suegro, Segismundo. ¡El suegro! ¡El suegro!

—Indudablemente, Señor Marqués.

—Hace usted un viaje a Puente Genil.

—Ese asunto queda arreglado en dos semanas.

—Sin dormirse, Segismundo. Sin dormirse. ¡Es un deber hacerle amable el destierro a ese hijo de mi alma! Extienda usted hoy mismo las invitaciones para asistir al herradero.

—¿Nos atenemos a la lista del último año, Señor Marqués?

—Habrá que añadir algún nombre.

Intervino Toñete:

—Un servidor tiene compromiso con dos respetables sujetos. ¡Me lo han derrogado tanto, que no he podido denegarme! Otro a quien también debe tenerse presente, es al peluquero del Señorito. El último año pasó por olvido, pero este año ya no cuela.

Se avinagró el Marqués:

—No me traigas historias de escaleras abajo. ¡Llévate a quien quieras!

Toñete, dando los últimos perfiles a la restauración de su amo, se volvió a Don Segis:

—¡Señor mío, para este cura, tres!

Y levantaba tres dedos en el aire. Don Segis le miró con guasa reservona:

—¡Si recibo esas instrucciones!…

El Señor Marqués hizo un gesto afirmativo, y se arrancó a los cuidados del ayuda de cámara, para mirarse al espejo:

—¡Una fiesta brillante!… Esa criatura necesita distracción…

El Herradero de Los Carvajales gozó de mucho renombre en los amenes isabelinos, y todas las primaveras, finando mayo, era allí una juerga castiza, donde alternaban chulos de la garrocha y elegantes del gran mundo, estrellas del cante jondo y tenores de la ópera italiana, ganadores de pro y jaques chalanes.

XIX

El Marqués recogió el pliego que un lacayo le presentaba en bandeja, y rasgó los lacres. Dejó colgar los quevedos:

—No puedo eximirme de asistir a la Sesión de Cortes. En la orden del día figura la declaración oficial referente a la boda de la Infanta. Segis, almorzará usted conmigo en el Casino. Seguiremos hablando… Esta noche toma usted el tren para Córdoba. ¡Con el yerno, nada! ¡Ese pollo acabará mal! Tengo mis noticias de que no se tardará en ponerlo a la sombra… ¡No acaba bien ese pollo!

El Marqués de Torre-Mellada se abrochó la levita, recogió el bastón y los guantes, se puso cucamente la chistera, sacó con estudio por el bolsillo del pecho una punta del perfumado pañuelo, tanteó si llevaba petaca y cartera:

—¡Vamos!

XX

En el coche le acordó de súbito el duelo que tenía en la casa con el hijo enfermo, y una asustada congoja le tomó los ánimos:

—¡Segis, qué exigencias tan crueles tiene el mundo! Ya me ve usted, agobiado bajo el peso de la desgracia y sin poder excusarme de asistir a la Sesión de Cortes… Sería comentadísimo y muy mal visto en las alturas.

Diputado con carácter palatino, muy apegado al protocolo, y muy petulante, llenaba de sentido trascendental su asistencia a la Cámara. Apuntábanle bajo el bisoñé brotes de espartanas sentencias, frases todavía en nebulosa que esperaba redondear y lucir en ocasión oportuna. —El hijo moribundo, el concepto del honor, las obligaciones de su linaje, la devoción por la Real Familia.—Mirándose en el espejo de su heroica conducta, recogido en el fondo del carruaje, se enternecía. Saludaba, santiguándose, las portaladas de iglesias y conventos. El lujoso atalaje despertaba los ecos verduleros del antiguo Madrid. Desembocó por la esquina de Medinaceli. El Casino tenía su sede en el Palacio del Marqués de Santiago —Carrera de San Jerónimo y Angosta de Peligros.—La bandera Nacional ondeaba en el Templo de las Leyes. Los contrapuestos leones de la escalinata esperezaban un regaño simétrico.

XXI

—¡Al alimón! ¡Al alimón!
¡Que se ha roto la fuente!

Rueda de niñas. Jardinillo municipal. Plazuela del Congreso. El Manco divino que cobra perenne alcabala del ruedo manchego, hace un punto de baile en calzas prietas ante el Palacio de las Leyes.

—¡Al alimón! ¡Al alimón!
¡Con cáscaras de huevo!

Libro tercero: El yerno de Gálvez

I

El Yerno de Gálvez, como repetía malignamente el santurrón palaciego, reapareció en los círculos andaluces, sin disfraz, conspirando con jaque petulancia: Al Gobierno llegaban tardas y confusas noticias del travieso criollo: —Su paso por alguna ciudad sobornando guarniciones con dineros del Duque de Montpensier: Las entrevistas con Barca y con Caballero de Rodas: Los conciliábulos con las Juntas Revolucionarias.—En Córdoba fue descubierto por la Policía, y se corrieron órdenes para prenderle, pero le llegó a tiempo el soplo y pudo ocultarse. Por la ciudad divulgóse un sacrílego susurro. Se santiguaban las beatas.

II

El Gobernador Civil de Córdoba, Señor Méndez de San Julián, había puesto una ronda de vigilantes esbirros sobre el convento de las Madres Trinitarias. Secretas confidencias le aseguraban que en aquella clausura estaba oculto el agente orleanista. De este sacrilegio, aparece culpada una señora de piso, unida por lazos de parentesco con los Gálvez de Puente Genil: Doña Juana Albuerne, que por sus luces y limosnas gozaba de mucho valimiento con la Madre Priora. El Gobernador, sin resolverse a la campanada del registro policiaco, conferenciaba con el Diocesano. Su Ilustrísima, reiteradamente, habíale significado que la masonería era la inventora de aquellos rumores urdidos para descrédito de las Benditas Madres. En la duda, esbirros de gorra y bastón paseaban día y noche las aceras del convento.

III

Cuando a las monjitas llegó aquel mundano runrún de que un fracmasón se escondía por debajo de sus camas, novicias y profesas acudieron a levantar las colchas, a mirar con hipo asustado bajo los catres: Las más púdicas, recordaban haberse puesto en la meorica con poco recato, sin apagar la luz. Cuchicheaban con melindre a cuenta de aquel escrúpulo. Una monja arrugada y sin dientes, golpeaba con la escoba los pies del catre.

—¡Sal para fuera! ¿Etíope del Infierno, qué has podido ver? ¡Soy una esposa del Señor! ¡Mírame como mirarías a tu madre! ¡Sal, negro excomulgado!

La Madre Priora, entre monjas alumbrantes, saludaba con aspergios de agua bendita el umbral de las celdas. Después de estas ceremonias resplandeció la pureza de la clausura y todo se tuvo por obra del Maligno. Volvió al torno la tornera, las novicias a su bordado, a su calceta las viejas, a los almíbares y reposterías, Sor Milagro, Sor Juana Inés, Sor Manuela.

IV

El Yerno de Gálvez aburríase lindamente en el desván de las Madres Trinitarias: Encendía un cigarro en otro, leía folletines y cifraba cartas que un monago zanquilón llevaba secretamente al sotanillo donde conspiraba la Junta Revolucionaria: Alguna diversión tuvo con el susto de las monjas y los apremios del sota-sacristán:

—Mi Señora Doña Juana vive alarmadísima. ¡Son de órdago sus responsabilidades! ¡Hay que considerarlo! De fuera ha venido el soplo, y no se podrá mantener el secreto con la Comunidad. ¡Es mucha la malicia de las mujeres! Se murmura por toda la vecindad, y no es para menos con el escándalo de guindas. ¡Hay que considerarlo, y sus amigos, que no le facilitan la evasión, no lo consideran! Salvo Don Segis, ninguno da la cara. Ésa es la verí. Doña Juanita, repito que está volada y espera que los compinches de usted pongan mayor diligencia… Su señora tía, sin saberlo, ha incurrido en pecado mortal. ¡Profanación y sacrilegio! Nada menos viene a ser la presencia de usted en esta santa clausura. ¡Su Ilustrísima está que bota! Si usted no fuese un erudito tan a la moderna y menda un sujeto tan paupérrimo, me permitiría aconsejarle. ¿Adónde va usted, miembro de una familia cristiana, con rentas más que suficientes para darse la gran vida, con salud, con buena presencia, con relaciones para hacer carrera en el mundo? ¿No considera usted que sus prendas y su educación están reñidas con la bullanga de los que no tienen nada?

Fernández Vallín se divertía con la cultiparla cañí del sota-sacristán. Por la bufarda del desvanillo, cortando la perspectiva de terrados y chimeneas, paseaba un gato. Fernández Vallín, llevado de inconsciente sugerencia, canturreó los primeros compases de una seguidilla antigua:

—¡Quién fuera gato!
¡Quién fuera gato!

Con este soniquete, devanaba el aventurado propósito de fugarse por los terrados. Reiteró el sota-sacristán:

—¡Que sus amigos no se duerman!

—Esta noche me disfrazo y hago la del humo.

—Tampoco se trata de lanzarse, sin medir las consecuencias. Póngase de acuerdo con sus amigos… Ellos pueden hacerle muy bien la capa. Don Segis alguna cosa planea…

—¡Lo dicho! Esta noche me salgo de meditación por las azoteas. ¿Ve usted la bufarda? ¿Ve usted el gato? ¿Ve usted el guardillote de enfrente? ¡Allí ceno yo esta noche!

—¡No pierde usted el buen humor!

—¡Sin choteo!

—Ahí enfrente viven siete niñas huérfanas de militar, con una mamá castrense de coraceros. ¡Dios me perdone este hablar profano! Ahí viven unas desgraciadas que se pasan el día de ventaneo… Para mayor escándalo tienen un lorito que sólo canta procacidades. ¡No quiero condenarme pensando mal! Acaso solamente son criaturas ligeras de cascos, sin mayor malicia… Pero están en la pendiente y dan un malísimo ejemplo a las jóvenes honestas del barrio.

—La mamá de esos pimpollos, si es militara de ley, a poco que vea guita, se pronuncia contra el Gobierno.

—¡No sería extraño, al descoco de esa señora! ¡Hace bajar los ojos con su remangue!… Y bien pudiera no pasar de la apariencia y en todo lo demás observar buena conducta. Don Segis estudiaba alguna diablura por ese lado.

En la perspectiva de terrados y chimeneas rompió a cantar el lorito:

—¡Dame rapé! ¡Dame rapé!

V

Presidía el Comité Democrático de Córdoba Don Epifanio de Castro Belona, personaje provinciano, jefe político de varias provincias durante el bienio, buen señor, con un enfisema doctoral y sabihondo que llenaba su conversación de pausas: Como era abogado con muy buenos pleitos, los envidiosos le habían sacado el alias de Don Juris: También tenía admiradores, y la clientela de burgueses se fanatizaba contemplándole revestido de toga, muceta y birrete, colgado de un clavo entre dos estanterías con tejuelos de lujosas pastas, sobre el barómetro del regalo: Se apoyaba en una columna y tenía bajo el brazo los textos del Derecho. Don Segis tomó asiento y encendió un cigarrillo, seguro de que iba a verle multiplicado en la puerta, con gorro de terciopelo, manguitos verdes, zapatillas bordadas. Y así sucedió, porque sin duda estaba escrito en las estrellas. Don Juris tomó asiento tras la mesa cargada de legajos, y se dispuso a escuchar rascándose la nuez con la plegadera: Se hacía cargo con profundas cabezadas:

—¡Conozco a Gálvez!… No me confía sus asuntos… Eso no obsta… Del yerno tengo los mejores antecedentes. Usted cuenta conmigo. Estamos todos en el deber de ayudarnos.

Apuntó el Niño:

—¡Hoy por ti, mañana por mí!

—El do ut des del romano, querido Olmedilla. ¿No es eso lo que usted quiere significar?

—Probablemente, Don Epifanio.

—Fernández Vallín no es, precisamente, un correligionario. El caso se ha discutido en el seno del Comité. Fernández Vallín trabaja por la candidatura del Duque de Montpensier para Rey de España. En Córdoba, esa candidatura no cae simpática entre los elementos populares, con los cuales, desgraciadamente, necesitamos contar. Yo, personalmente, estoy en todo a la disposición de ustedes. Si se me pide consejo, hasta donde alcancen mis luces, pronto estoy a cumplir ese deber. Sin alguna ayuda de fondos, se hará lo que se pueda. Se dispone en absoluto de mí, amigo Olmedilla. ¿Usted habrá pensado en alguna travesura para que vuele el pájaro? ¿Qué se le ha ocurrido a usted?

—Cegar a los guindas y sacarlo disfrazado por la casa contigua.

—¿La casa contigua no estará desalquilada? Y no estándolo, se nos ofrece esa cuestión previa. ¿Qué datos tiene usted referentes a los inquilinos de esa casa?

—Una tarasca de tropa, con siete pimpollos.

—¿Mujer mundana?

—Probablemente con algún trapicheo.

—¿Usted la conoce?

—De florearla al paso.

—No es grande el conocimiento para abordarla… Había que indagar si alguno de nuestros amigos…

—¡Se ha indagado! El Gran Pompeyo le hace cocos, y no parece que llore desengaños.

—Ese rey de bastos nos está resultando un tenorio. ¿Quiere usted que yo le capte?

—Usted es el llamado.

Este Gran Pompeyo era hermano mellizo y todo en el aire de aquel rotundo hablador, que tanto vociferaba, por las tertulias republicanas de los cafeses madrileños: El Gran Virgilio. La semejanza de los dos hermanos dio pábulo al cuento de que enamoraban a las mismas mujeres sin que lo advirtiesen ellas: Se vestían iguales y jugaban el bastón, un nudoso garrote, con el mismo estilo de gigantes. Eran sobrinos de Don Epifanio Castro Belona por la rama materna. Don Epifanio prometía:

—Ahora salimos juntos a la captura de ese perdis, y al paso le echamos un vistazo a la susodicha casa. Quiero cerciorarme. La San Juana tiempo atrás me ha venido con proposiciones encubiertas. Socaliñas de esas mujeres. La despedí, porque me pareció que era lío caro y de compromiso. Gente de clase… El esposo sin mandar una mota, destinado en el Archipiélago.

Le dio vaya Don Segis:

—¡Siempre la Virgen se aparece a los pastores!

VI

Recayeron por la Peña de la Perla: Tomaba allí café con copa y ejercía de hierofante el Gran Pompeyo. Don Juris se le puso al costado:

—¡Mozo, camomila!

Sumió la voz en profundos bajos el Gran Pompeyo:

—¿Está usted enfermo?

—¡El café envenena!

—¿Y llama usted café al brebaje que nos suministra Demetrio?

—¡Procura hablar bajo!

—¿Hay algo?

—¡Vallín!

—¡Que tiene a todas las monjas embarazadas!

—¡Hombre, no digas atrocidades!

—¡Me ha defraudado!

—¡Hablemos seriamente! Vallín no puede permanecer en su escondite, y se ofrece un medio para sacarlo por los tejados.

Explicó afónico Don Segis:

—Me ha mandado un croquis. Luego lo estudiaremos. Siempre hay mirones. ¡Prudencia! ¡Prudencia! Estamos en la obligación de ayudar al amigo y correligionario.

—¡Jamás correligionario de menda! Ese niño es de los de Antón Perulero.

—Hoy todos trabajamos por lo mismo. ¡Cúmplase la voluntad nacional! Hasta los republicanos convienen en hacer la revolución con ese lema.

—¡Pero no en que la hagan exclusivamente los espadones, sin contar con el pueblo!

—¡Al pueblo, todos los hombres de gobierno le temen!

—Pues yo me declaro enemigo de la revolución de fajines sin masas. ¡Eso nunca será una revolución, será una cuartelada! ¿Espera usted algo de Prim? ¡Otro Narváez!

—¡Pero sin monjas ni frailes!

—¡Con negreros y bolsistas! Aquí hace falta una revolución proletaria que fusile a cuantos llevan fajines y bandas. ¡Y el resto, a la guillotina!

—¡Dirás al garrote!

—¡A la guillotina!

—¡No la tenemos en España!

—¡Se establece!

—¡De acuerdo! Una pregunta, y excusa la franqueza: ¿Tú andas mal de conquibus?

—¡Mal es poco!

—¿No podrás convidar a siete niñas y una mamá?

—¡Ni a mondadientes!

—¿Pero a tener medios?…

—¡A tener medios, convido yo a siete niñas y a siete docenas!

—¡Corriente! Pues tendrás medios.

—¡Orégano sea! Vamos a ver: ¿Esas niñas son de la alta, de la baja o de la intermedia?

—¡Militares pensionistas!

—¿Ultramarinas?

—¡Tienen un loro!

—¡Ganado de buena lidia! ¿Y ha dicho usted que son siete? ¿El autor de sus días un héroe de Joló? ¿La mamá, una jamona muy terne, que aún toma varas? ¡Las conozco! Nada de pensionistas. El autor de sus días es un coronel con mando en el Archipiélago. La familia se divierte con su cuenta y razón. Achuchones, sobeo, de ahí no se pasaba… Ahora no sé…

Intervino Don Segis:

—Supongamos que nada ha cambiado. ¿Tiene usted inconveniente en ponerse al habla con esas tarascas para sacar a Vallín? Mi situación usted la conoce. No puedo dar la cara. Estoy empapelado. Se me infama, suponiéndome encubridor de secuestros, se me embarga, se me procesa. Tengo amigos en la situación, acudo a ellos, y mis cuatro terrones, embargados. ¡Esto anda mal! En Andalucía las guarniciones están ganadas por el Duque. Vamos al caso. A Vallín le urge aburrir el nido. Yo he pensado transbordar al cautivo del coro al caño.

—¿Quiere usted explicarme por derecho?

—Pasar a Vallín por el tejado del convento a la querencia de Doña Leopoldina.

—¡Y poner pasquines!

—Le disfrazaríamos y le sacaríamos por la puerta sin dejar a perro ni a gato salir de la casa. Se interesa su influencia con la Coronela.

—La mejor influencia es una untada de parneses.

—Se trabaja con fondos.

—¡Ole!

Salieron juntos.

VII

El Gran Pompeyo, manejando su basto con estilo de tambor mayor, metióse por el zaguanillo de la casa contigua al enrejado paredón de las Trinitarias. Se arañó el bolsillo y puso dos pesetas en la mano pringosa de la Señá Dionisia:

—¿Cómo andamos?

—¡Aperrea! ¿Y este aguinaldo?

—Para gárgaras.

—Usted dirá. Y como no sea sobre el vedado de los inquilinos, ya puede usted contar con una servidora. Estos días se desocupa un piso con muy buenas vistas. Algo deteriorado de papeles. Aún no se han ido los inquilinos, pero no les importará que usted lo vea.

El Gran Pompeyo sintióse penetrado de una corazonada:

—¿Se muda la Coronela?

—¡Ya podía! Ésa se contenta con juntar recibos y colgar la ropa de las camas en los balcones, faltando a las Ordenanzas. Ya le han caído tres multazos, pero aluego salen por ahí la madre y las hijas moviendo el bulle bulle, y no hay cara para denegarse. ¡Pues que no ha pagado ninguna multa Doña Leopoldina! Y no es mala mujer. ¡Cuando ella tiene a nadie le falta! ¡Buen corazón y amiga de hacer un favor lo es! ¡De las primeras!… Las hijas, hay de todo… Ya no salen tan a la madre.

—¿Reciben visitas?

—No falta algún pelma que por las tardes mande por pasteles y amontillado. La mayor toma lecciones de guitarra. ¡Es la más punto de todas ellas!

—¿No hay de noche gatos por la escalera?

—Yo, después que pongo el fecho a la puerta, me tiendo a dormir, rendida del trajín diario.

—¿Y el sereno no tiene con usted confidencias?

—El sereno pudiese suceder que se hallase más enterado que una servidora. La pregunta de usted, caballero, toca al privado de la honra. En una casa de siete mujeres, con la madre ocho, no pida usted que todas sean santas. Alguna descarriará más que la otra. ¿Adónde irá usted que no se vean esos ejemplos? Novios por las aceras, eso nunca falta… ¡Que alguno suba de ocultis, tampoco sería chasco!

La portera, flaca, dentona, los ojos descoloridos, el pañuelo en la punta del moño, la raya del pelo con calvas, se apartó con bufido de gata resfriada:

—¡En la acera de enfrente se nos ha puesto un guinda! Pues aún no he sacado la caldereta.

VIII

¡Dame rapé! ¡Dame rapé!

Y así todo el día, el escándalo de la cotorra, frente al guinda de centinela en el esquinazo. La mamá y las niñas tan pronto asomaban como se metían dentro: Eran cubanas: La mamá, hija de un Segundo Cabo. Don Leopoldo y Doña Manuela, aquel entonces gobernadores de la ínsula, la tuvieron en la pila: Fue bautizo de mucho lucimiento, con baile y guateque en Capitanía: Doña Manuela y Don Leopoldo extremaron tanto el agasajo, que la ahijada recordó siempre el baile de su bautizo en los salones de Capitanía. —¡Un sarao digno del Conde de Montecristo!— Las niñas mayores parecía que igualmente hubieran asistido al bautizo de su mamá, tan caídas estaban en aquel cuentito de las Mil y Una Noches. Cuando Hermelinda, la mayor, enseñaba a las visitas el álbum de retratos, ya se sabía cómo acababa:

—¡Los Duques de Tetuán, padrinos de mamá! El bautizo de mamá fue sonado en toda la Isla. Hubo unos helados muy ricos de piña y Jerez. ¡Con el calor de aquel clima, deliciosos! Mamá no lloró más que cuando le pusieron la sal.

Doña Leopoldina —Coronela Fajarnés— se sujetaba los peinecillos, se miraba de refilón toda ella, paraba el rabillo del ojo sobre el descote:

—Los helados no eran de piña. Eran de mango y mamey. ¡Segis, le digo a usted que deliciosos!

—¡Así ha salido usted tan frígida!

—¡No sea usted tunante! El repostero iba a poner champaña en el sorbete, pero mi papá le mandó poner Jerez. Papá era muy patriota y quiso que en el bautizo de su hija todas las bebidas fuesen de España.

Jaleó el Gran Pompeyo:

—¡Un rasgo!

—¡Papá era así!

Confirmó Don Segis:

—¡Un buen catador!

—¡Otro tío guasa! Segis, usted que ha conocido a papá…

—Por el retrato.

—¡Ay, qué tío mala sombra! ¡Papá era ciego por su patria!

—¡Lo mejor del planeta, Europa! ¡Lo mejor de Europa, España! ¡Lo mejor de España, la Almunia!

—¡Ve usted cómo le ha conocido!

Solfeó el Gran Pompeyo:

—No saque usted historias que nos hacen viejos, Leopoldina. ¡Este amigo desea tratar con usted un negocio más serio que casar a las niñas!

—¡No es usted nadie!

—Afine usted la pestaña, Leopoldina… Poca exposición y algunos cuartos es el negocio del amigo. Haga usted salir a los pimpollos.

—¡Niñas, ya estáis remontando el vuelo! Y cuidado con ponerse a escuchar detrás de las puertas. Si viene algún pelmazo, le recibís vosotras en el comedor. ¡Formalidad!

Hermelinda, Manola, Lulú, Leopoldita, Pilín, Silvana y Totó se fueron con el álbum de retratos. Repicaba por el achorizado pasillo el campanillote de la puerta. Tras los visillos del balcón era la jaula de la cotorrita policroma:

—¡Dame rapé! ¡Dame rapé!

IX

La Coronela ofrecióse con alma y vida, apenas malició que podían, por aquella gotera, lloverle unos cuartos, pero cuidó de advertir que lo hacía llevada solamente de su entusiasmo por la causa liberal: Sin embargo, a última hora, si querían hacerle alguna fineza no la rehusaría: Con aquel familión veíase muy atropellada: Fajarnés apenas si se acordaba de mandar dinero. ¡Con el sueldo que tenía y las buenas ocasiones para ponerse las botas! Pero nunca había mirado por el porvenir de su familia:

—¿Usted, Segis, conoce a Fajarnés?

—Leopoldina, dejemos los recuerdos para más tarde. Ahora, a lo que importa. ¿Quiere usted enseñarnos la ventana que cae al tejado de las Trinitarias?

—Es el cuarto de la sirvienta.

El Gran Pompeyo soterró la voz:

—Conviene alejar a la maritornes.

—¡Se la aleja!

—Leopoldina, ¿quiere usted aceptar mi modesta invitación y mandarla por pasteles y Tío Pepe?

El Gran Pompeyo, sonando la plata, puso tres duros sobre el velador. Tapete de malla, caracoles y nácares marinos, una licorera de tómbola. La Coronela, con guiño y sandunga, recogióse la falda. Corretona, soltando un chapín, salió al pasillo dando voces:

—¡Crisanta! ¡Crisanta!

—¡Va!

Crisanta acudió limpiándose las manos al delantal de los friegues.

—¡Mujer, no salgas así!

—¡Fuera bueno que enseñase algo!

—Toma ese dinero y baja por pasteles y montilla. Antes arregla tu cuarto, no me lo encuentre hecho una leonera.

—Con no asomar por allí.

—Esa cuenta no es tuya.

Crisanta era moza serrana, rubiales y pecosa, la boca encendida, los ojos aguas verdes: Con las manos bajo el delantal, entró a tomar el dinero que estaba sobre el velador y se escurrió, gazapera. Murmuró Don Segis:

—Leopoldina, que tome boleta la maritornes y que deje el arreglo de su gabinete.

—A gusto de ustedes.

La Coronela se levantó. El Gran Pompeyo y Don Segis quedaron solos:

—¡Buena hembra! ¡Y toma varas!

—¡Pues a ello, Pompeyo!

—¡Me gustan más tiernas! ¡Las niñas dan el opio!

Venía por el pasillo el taconeo de la Coronela. Entró, perfumada y frufrante, un clavel en el escote, recogidas las mangas del peinador, frotándose las manos con una esencia, las muñecas con pulseras.

X

El cuarto de la sirvienta tenía un ventano azul sobre el tejado de las monjas. Pompeyo sacó el cuerpo, estudiando el paso:

—¡No estaría de más advertir al recluso!

La Coronela, que también quiso curiosear, abría los brazos en balancín sobre un banquillo tembleque:

—¡Sosténgame usted, Segis!

El Gran Pompeyo salió al terrado, y al socaire del ventanillo se quitó botas, chaqueta y calzones:

—Me falta la espuerta para ser el perfecto albañil.

—¡A ver si se rompe usted el alma!

—¡Es usted encantadora!

Quebrando tejas y abriendo goteras pasó al tejado de las monjas y cantando, para advertir al cautivo, se acercó a la bufarda:

—¡Levántate, carcunda,
que las cuatro son,
y viene Espartero
con su división!

El gato, que dormía puesta la tripa al sol, saltó dentro. Vallín levantó la cabeza. Saludó el Gran Pompeyo:

—¡No está usted mal instalado!

Vallín le reconoció sin sorpresa:

—¿En qué piensan los amigos?

—De cabeza nos trae usted. Para esta noche tenemos dispuesto el cambio de nido… Luego se verá cómo sacarle a usted de Córdoba. ¡Está la situación muy negra!

—¡Ya lo sé!

—¡Todos andamos un poco a salto de mata!

Fernández Vallín metía el ojo sobre la vitola de Pompeyo.

—¿Se levanta usted de la siesta?

—¡Más quinqué, compadre! Con esta pinta soy el obrero albañil que le repara las goteras a la Comunidad.

—¿Habló con usted el Niño de Benamejí?

—Traigo su representación.

—¿Se puede ganar a la familia militara?

—Se puede conseguir hasta su complicidad, pero no guardarán el secreto. ¡Es una familia a la polca! Segis velará sobre ella hasta que usted se halle seguro. Usted no hace parada: Meterse por la ventana y salir pitando por la puerta de la calle, dándole el cambiazo a los guardias.

—¿Con qué disfraz?

—El disfraz tiene que ser de acuerdo con el pasaporte que podamos agenciar. De Padre Cura no le veo a usted… De arriero, tampoco. No estaría usted mal de contrabandista. El Niño, que es un águila, nos sacará de dudas. Y hasta más ver, que aún tenemos que buscarle a usted el nuevo nido.

—¡Agencien ustedes que pueda salir de Córdoba!

El Gran Pompeyo le alargó la mano por la bufarda, donde había vuelto a tumbarse el gato:

—¡Se harán los posibles y los imposibles!

Descendió por el tejado de las monjas y se metió por el azul ventanillo donde revoloteaban los rizos de la Coronela Fajarnés:

—¡Es cosa de novela! ¡Será preciso que las niñas no se enteren! Yo he leído algo parecido en alguna parte.

Apuntó el Niño de Benamejí:

—En un folletín.

—¡Yo heroína de novela! Solamente falta que alguno de ustedes se chale y me rapte contra mi voluntad.

XI

Don Epifanio Castro Belona sacaba el gorro por la ventana de su despacho, mirando a la calle: Le apuraba el escrúpulo de comprometerse y la zozobra de los tratos con la tarascona militara. ¿Quién sabe si el tapadillo que le prometía la San Juana? Despidió al escribiente, viendo entrar al sobrino con Don Segis. El sobrino jugaba el nudoso basto con dos dedos. Retumbaron los toneles de su vozarrón:

—¡Tío, bátame usted palmas! He visto al recluso, y esto le dirá a usted mi completa victoria con la hermosa Coronela. ¡Todo arreglado para esta noche!

Apremió Don Juris:

—¿Qué dice el cautivo?

—En el preguntar es usted más conciso que un héroe de Esparta. ¡Aún estoy esperando sus parabienes!

—¡Y te los doy!

—El pájaro pía por aburrir el nido.

—¡La ilusión de todo encarcelado! El hombre, como las aves, ama innatamente la libertad. Es el sentimiento de que se nutre la dignidad humana. ¿Y adónde le llevamos esta noche con alguna seguridad?

Terció Don Segis con un quiebro prudente:

—Ese negocio hay que meditarlo. La calle está muy guardada.

El Señor Castro Belona se abstrajo, maduraba un plan bajo el gorro de terciopelo:

—Preparemos un golpe hábil. Sacar disfrazado al Señor Fernández Vallín. ¿Qué dice usted, amigo Olmedilla?

—Que estamos de acuerdo.

—¿Y de qué le disfrazamos?

Terció el Gran Pompeyo:

—De contrabandista.

Se arrugó, displicente, Don Epifanio:

—¡Música de zarzuela, sobrino! ¡Música de zarzuela! La realidad es muy otra. Un disfraz que no diga nada, que pase en todas partes inadvertido. Unas alpargatas y una chamarreta de proletario. Ésa es mi opinión. ¿Qué dice el amigo Olmedilla?

—A mí se me ocurre que lo más disimulado sería sacarle con una sera de carbón, bien tiznada la jeta.

—Viene usted a confirmar mi aserto en cuanto a disfrazarle de proletario.

—Justamente.

Saludó quitándose el gorro el Señor Castre Belona.

—Me congratula la coincidencia de opinión. El atavío de proletario, completo, sin que falte un detalle, tengo el mayor gusto en ponerlo desde ahora al servicio del Señor Fernández Vallín. ¡Veo la sorpresa pintada en los rostros! ¡Caballeros, nada tiene de extraño!… Yo tampoco me juzgo seguro y todos los días recibo anónimos con amenazas. El Gobernador me tiene entre ojos: Le inquieta nuestra propaganda. Como Presidente del Comité, yo recojo todas las responsabilidades, y no hace muchos días se pensó en detenerme, y fue consultado el Gobierno. Nicolás María paró el golpe. Una noche, sin embargo, estuve dispuesto a fugarme. Anselmita, como es la suma prudencia, no quiso darme la llave del armario donde tenía el disfraz. Se alegrará de verlo fuera de casa. El busilis está en sacar el pájaro del convento.

Maduró el Niño:

—Y proporcionarle papeles.

Don Epifanio se rascó la nuez con el cuchillo de marfil:

—No faltarán papeles. La faena de compromiso es sacarle del convento, con el golpe de policía que allí ha puesto el Gobernador.

—No crea usted… También están muy guardadas las salidas de Córdoba.

—¡Ya lo sé! Tengo mi policía y estoy en antecedentes… Sin embargo, entiendo que no debe permanecer en la capital. Aquí sería mayor el riesgo para todos. Los deberes cívicos no están reñidos con la prudencia. Y para nosotros mismos es conveniente alejarle. ¿Cómo? ¡He ahí el problema!

XII

Tras larga polémica, llegóse a un medio acuerdo. El Niño de Benamejí, para cumplimentarlo, buscó a un mayoral contrabandista, terne de la tralla, que le estaba muy obligado.—El Zurdo Montoya, gallo del cañé en el Corral de la Pulgona.— Allí le avistó, y con una seña le sacó del corro de jugadores, en la sombra de un carromato. Salió el tuno ajustándose la faja:

—¿Qué manda su merced?

—¿Puedo contar contigo?

Entonó el crudo una seguidilla cañí:

—Pregunte su merced si el mozo rubio puede en dejar de salir por las mañanas para arreglar los cuadrantes de los Reinos. ¿Qué otra cosa viene a ser la gachapla del padrino? ¡Con este ruin a toda hora se cuenta!

—Te necesito para trasponer a un amigo y dejarle salvo en el Peñón. ¿Te comprometes?

—Por mi parte se hará lo que se pueda. ¿El padrino trae maquinada alguna industria?

—¡Tú sabes cómo eso se hace!…

—Cómo eso se hace lo sabemos todos los nacidos… No es mucha ciencia. Pero estoy sin ganado, esperando a comprar en la feria de Solana. Tengo el carro sin mulas, que es un tener pan y no tener dientes. En esta semana compro tiro. Vendí en la cuadra para ir a la feria con jandoripen, sin supedito… Con el sonacai pronto el que tiene pestaña guipa las ocasiones y se saca otro provecho. La persona se halla a todo pronta. Eso dicho se está. El padrino me manda.

El Niño de Benamejí puso una mano en el hombro del terne:

—Te paso la escusa y hasta las ferias de Solana… Si para entonces no he salido del compromiso, te buscaré. ¡A ver si también tú me resultas rana!

—Padrino, no merezco esa mala razón.

—El tiempo lo dirá. Yo me voy esta noche a Los Carvajales.

—¿Cuándo es el herradero?

—Mañana.

—¿Será de lucimiento?

—Como todos los años.

—No ha mucho he pasado por aquella parte, y vaya unas pinturas. ¡Ni en Jerez he visto potros más bien sacados!

—Asómate por ahí, que puede haber changa.

—¡A qué otra está un pobrete, padrino!

—Déjate ver. Si antes no se puede trasponer el contrabando, contigo cuento.

—¡Hasta el finibus!

—¡Búscame en Los Carvajales!

—¡Mediante Dios!

—No faltes.

—No faltaré.

—Estás convidado.

Don Segis le dio la mano y se fue jaquetón con el cigarro atravesado en la boca y el sombrero aburrido sobre una ceja. Se cruzó con un galán verdino, y se saludaron:

—¡Con Dios, Don Segis!

—Con Dios, Linarejo.

Y el galán verdino fue a sentarse con el Zurdo Montoya. Tramitaban engaños para la venta de un caballo loco.

XIII

El Palacio de Torre-Mellada en Córdoba era un caserón destartalado: —Atrio de limoneros, cales rosadas, iris de un surtidor, arábigos arrayanes, doble arquería del orden toscano.—La Sala del Archivo, rejas y puerta de complicados entalles, estrellada de clavos enormes, caía a la verde penumbra del patio. En la tórrida galbana adormilábase la canturía de unos albañiles, que andaban a gatas por el tejado reparando goteras. En la Sala del Archivo acogió el marchoso administrador al inflado Señor Gálvez.—Don Pedro Gálvez, de Puente Genil, empaque de mayor contribuyente, personaje de pueblo, juez de paz unas veces, otras alcalde, cacique con votos y olivas:

—Estoy muy disgustado con Benjamín. Augusto me escribe en el mismo sentido. Benjamín debió haberse quedado en Madrid. Le hubieran detenido, pero sólo algunas horas. Augusto hubiera parado el golpe. ¿Qué podía sucederle? ¿Que lo metiesen en un barco y lo plantasen en Canarias? Pues todos nos alegraríamos de tenerle allí sujeto.

—Le arde la sangre revolucionaria, Señor Don Pedro. Y siendo así, ¿qué prudencia va usted a pedirle?

—¡Me tiene muy disgustado! ¡Sabe usted cómo están aquellas mujeres! ¡Rosarios y novenas! ¡Luces encendidas por toda la casa! ¡Lo menos que se lo figuran es en capilla! ¡Me tienen loco!

Le abrió los brazos Don Segis:

—Véngase usted a Los Carvajales. Asiste usted al herradero y se distrae y se saca usted unos días de quebraderos. Al Señor Marqués le colmaba usted el gusto. ¡Anímese, Don Pedro!

Bajo el espectáculo de la consternación familiar arqueaba las cejas el hacendado de Puente Genil:

—¡Me tienen loco aquellas mujeres!

—Véngase usted a Los Carvajales.

—¡Me retiene ese mala cabeza!

—Don Pedro, cachaza. El Gobernador no tiene rejo para meter un registro en el convento, y si tenemos esperas, ocasión vendrá de hacer las cosas en debida forma. Ya estudiaremos alguna travesura para trasponer el contrabando. Un tunante que me debe no estar en presidio se me ha rajado, y las razones que me opuso aún no sé si son verdades. El tiempo para ponerlo en claro no será muy largo.

Don Pedro Gálvez se mesaba el perillote de la luchana:

—¡El Zurdo Montoya me ha dado igual desengaño!

Saltó el marchoso Don Segis:

—Nos hemos ido sobre la misma querencia. Ese tunante se calló como un muerto que usted le hubiese buscado. ¿Cómo se disculpó con usted?

—No creo que fuese disculpa: Me aseguró que no tenía ganado.

—A mí, lo propio.

—Siempre lo hallé dispuesto y no creo que ahora…

—La gente se vuelve ingrata.

—Del Zurdo Montoya no lo creo.

—Pronto saldremos de dudas. Yo, como usted, siempre le he tenido en el mejor concepto, y aún no se lo pierdo. Le libré de una condena.

—Ya lo sé.

—Tiene la sangre muy acalorada, pero yo también la tengo, y la causa puede resucitarse. Me conoce y sabe hasta dónde llego…

—No habrá caso.

—En esa idea estoy, y espero a la feria. Decídase usted a ver nuestras fiestas, que este año van a ser de lucimiento. ¿Nos vamos a Los Carvajales?

—No desecho completamente el ofrecimiento.

—Si usted se decide, expídame un telegrama para salir a la estación de Pedrones. Y vaya usted dispuesto a firmar la escritura en Solana. Hay que proteger a ese notario, que es un padre de familia.

XIV

El Gran Pompeyo esperaba noticias en el comedor de la Coronela: Y en medio de la sosada del juego de prendas, cuando el pañolito iba de mano en mano con fláccido vuelo, he ahí que se abre de capa y hace la jarra:

—Niñas, un servidor convida. ¿Dónde les hace a ustedes pasar la velada?

Clamó el coro femenino palmoteando:

—¡Mamá!

—¡Mamá!

—¡Mamá!

Entró por una puerta la mamá, sujetándose los peines:

—¿Estáis locas, niñas?

—¡Éste, que convida!

La Coronela Fajarnés gachoneó los ojos:

—¡Usted siempre tan galante! No puedo consentir que por estas chicuelas se sacrifique usted…

Leopoldina jugaba la comedia, pues era acuerdo anterior alejar a las niñas para meter en casa al fugitivo. Pompeyo, con un ademán, abarcó el ramillete de las niñas coronelas:

—¡Eso y mucho más se merecen estas caras de ángel!

—¡No me las levante usted de cascos, que van a creérselo!

Revolotearon por el pasillo tacones y faldas, vocingles y chuchurrines.

—¡Las tenacillas!

—¡Soy la mayor!

—¿Acabarás con el peine?

—¿Dónde están los polvos?

—¿Mamá, tú vas a rizarte?

—¡Todo el día estoy con jaqueca! Pompeyo, no me hable usted de ver la calle.

Totó, la más pequeña, llevó la noticia a las mayores:

—Mamá sale ahora con que tiene jaqueca.

—¡Pues saldremos sin mamá!

—¡Qué socorrida es la jaqueca!

—¡Ya la convencerá Pompeyo!

—¡Le da rabia que nos divirtamos!

Las niñas coronelas, sentadas por los baúles y en las camas, se estiraban las medias, dejaban caer los galorchos, gritaban por el calzador:

—¡Espérate!

—¡Pues date prisa!

Hermelinda encaróse con Totó:

—Pregunta a Pompeyo que adónde nos lleva.

Volvió Totó batiendo palmas.

—¡Al Circo! ¡Al Circo! ¡Al Circo!

Las niñas, que se peleaban ante el espejo por la brocha de polvos, quedaron deslumbradas.—¡Aquella misma tarde, desde sus balcones, habían visto el desfile de monos, titiriteros, dromedarios y jaulas de fieras, bellos acróbatas, alegres payasos!—Quedó vacía la caja de polvos.

—¡Pilín! ¡Silvana! ¡Tiradme del corsé!

XV

Aún alborotaban las niñas por la escalera cuando ya estaba sobre el ventanillo de la maritornes la luz de una contraseña. Eran en el guardillote el solemne Don Epifanio y Don Segis. Con las cabezas tocaban el cañizo de la techumbre. Por el ventanillo, abierto, entraba un gran silencio de terrados y chimeneas, recogido en el cielo de estrellas. El farol, retirado del alféizar, alumbraba puesto sobre el baulete de la moza. La Crisanta había recibido el aguinaldo de una columnaria para convidar al novio, un quinto de su pueblo. En el fondo de la casa cantaba playeras la Coronela. Don Segis ponía toda su atención en mirar por el ventano: Don Juris, acurrucado a los pies del catre, se alarmaba solemnemente, la atención zozobrante entre el ay de la espera y el boga, boga, marinero:

—¡Mujer de gancho!

—Pues no pierda usted el tiempo.

—¡Muy peligrosa!

—¡Cuestión de trasteo!

—Crea usted que siento haber conocido a esta mujer. Estamos en sus manos expuestos a caer en una ratonera. ¡No lo hemos pensado! ¡Puede entregarnos inermes a la policía! Real y verdaderamente, si no lo hace es una heroína y tiene derecho a un altar en nuestro corazón. ¿Pero cree usted que sea otra Mariana Pineda? Puede costarnos muy caro este servicio a la causa revolucionaria. ¡Con ello y con que luego lo olviden nuestros prohombres!

El Señor Castro Belona amuebló la sombra con los roncones de su enfisema. En aquel momento el fugitivo pasaba la zanca por el ventanuco:

—¡Viva la libertad!

Descubriendo la pinta de la luna saltó dentro. Don Epifanio se sorprendió de que toda la atención se le fuese al canto de la Coronela:

—Deja el remo,
batelera,
que me altera
tu manera
de remar…

Como Ulises, Don Epifanio se tapó las orejas:

—¡No perdamos momento! Urge salir de aquí.

Don Segis se recostó sobre la pared, con la lumbre del cigarro en la boca:

—¡Ya discutiremos eso!…

Don Epifanio había extendido sobre el catre las prendas para disfrazar al prófugo, y se las ofreció con gesto solemne:

—¡Aun a riesgo de comprometer la preciada libertad, le dejaremos a usted fuera de puertas! En Villar Grande un compañero de mi profesión está en antecedentes. Bastará con que usted se presente y le diga: ¡Naranjas!

—¿Villar Grande, cuánto dista?

Bromeó Don Segis:

—Pasa de una legua y no llega a veinte.

Se pavoneó Vallín:

—¡Tendré un buen caballo!

Don Epifanio bajó la voz con afectado sigilo:

—¡Vamos a disfrazarle de humilde proletario! Un servidor se ha puesto alguna vez esas ropas… No aduzco el hecho para dignificarlas, sino como un antecedente…

—¿Pero he de andar a pie ese camino?

La ingratitud del criollo picó a Don Juris: Despegándose de la pared dio con la cabeza en el techo. Retumbó el golpe:

—¡A pie o a gatas!

—¡Me han jorobado!

Fernández Vallín, desabrido y con mal gesto, comenzó a vestirse las burdas prendas, extendidas sobre el catre de la maritornes. El Niño puso el candil en un clavo y tomó asiento sobre el baulete:

—Querido Benjamín, con que usted se pruebe el vestuario nada se pierde. Que pueda concertarse la fuga para esta noche no lo juzgo tan mollar como el amigo Don Epifanio. Villar Grande está lejos y esas carreteras muy vigiladas.

Cortó rotundo el cubano:

—Segis, como quiera que sea, no vuelvo a entumecerme en el desván de las Madres. El compromiso de mi tía es muy grande.

Asentían los hipos asmáticos del Señor Castro Belona:

—¡Mi consejo es alejarse! ¡Alejarse! ¡Volar lejos de Córdoba!… Mi proyecto está cuidadosamente estudiado. En Casariche…

Don Segis sacó lumbre del veguero:

—¡Me lavo las manos!

XVI

La Coronela vino a pulsar en la puerta y tuvo un alboroto de risas entrando:

—¡Ay, qué gracia! ¡Ni su mamá la reconoce!…

Se amoscó, disimulando con bromas, el criollo:

—¿No le parezco a usted bien, paisana?

—¡Me ha dado usted flechazo!

El Niño y Don Epifanio, arrimados a la pared para dejar lugar, disentían en voz baja:

—¡No engaña al más topo con esa pinta!

—¡Porque está usted en el secreto!

La Coronela Fajarnés se volvió:

—¡Era de menos anchuras el difunto!

Confirmó, burlándose, Don Segis:

—Menos anchuras y menos guinda.

La Coronela tomó el farol y pasó la luz sobre la figura del disfrazado, desde la frente a los pies:

—¡Todo flamante!

Fernández Vallín, corrido y contrariado, mirábase los calzones, que apenas le rozaban los tobillos, y las mangas del camisote, sobre las sangrías.—El apresto y los dobleces de aquellas prendas estaban diciendo a voces su estreno.—Lo ridículo de su traza le infundió, con un resentimiento vanidoso y agudo, el absurdo deseo de cubrirse con una careta: Esta sensación de que con la careta se sustraería a las miradas era como el revenir de una credulidad perdida en remotos avatares: Nacido en un ingenio de azúcar, canciones de negras esclavas habíanle adormecido en la cuna: Músicas y bailes cimarrones habían ilustrado su infancia, en las luces del trópico, frente a la fábula del manigual poblado de serpientes. ¡Acaso llevaba en la sangre un escondido efluvio de canela el travieso revolucionario! La Coronela volvió a pasarle la luz por el perfil de la figura. Vallín abría los brazos, náufrago, indiferente, en una suprema entrega al ridículo de su disfraz. La Coronela, sentada en el suelo, con la luz a un lado, reía enseñando la garganta. El prófugo, herido de aquella risa, le dio un puntapié a la luz. Saltó en pie la Coronela:

—¡Una gracia!

Vallín, prevaliéndose de la oscuridad, la aprisionó por el talle. Ella rió disimulando, y con un mismo impulso, en silencio, se besaron. La Coronela Fajarnés apretaba los labios fríos sobre el disfrazado criollo hasta hacerle daño. El Gran Virgilio rozaba un fósforo. La Coronela Fajarnés renovó su risa en la oscuridad y, orientada por el ventanillo, abrió la puerta:

—Vamos a mi gabinete.

XVII

Un quinqué de porcelana alumbraba sobre el velador con tapete de ganchillo. La Coronela, luego de pasar la punta del peinador por el espejo de la cómoda, llamó a Vallín:

—¡Contémplese usted!

—¡Qué aire absurdo! ¡Parezco un náufrago!

Leopoldina y Don Segis, con burlas a dúo, celebraban la facha del criollo. El Niño acabó poniéndose serio:

—Benjamín, insisto en que lo más prudente sería que usted se volviera al desván de las monjas. Ya le sacaremos a usted en condiciones. Espere usted mi vuelta de Los Carvajales.

—¡Imposible, Segis!

El Señor Castro Belona habló con docta madurez:

—Yo observo, y digo resumiendo mis observaciones: ¿Qué falta y qué sobra en el disfraz de nuestro amigo?

Retoñó el enojo de Vallín:

—¡Parezco un náufrago!

—¡Muy bien! Pues vamos en lo posible a darle un carácter al disfraz: Se le hace algún desgarrón, se le mancha, no se le dejan dos botones parejos. Amigo Vallín, de obrero sin trabajo le haremos a usted mendigo. ¡Pero hay que sentirse un poco actor!

Vallín se quitó la chamarreta y, con algunos tirones, desgarró las mangas y el cuello, después la arrugó como una rodilla, pisoteándola. Propuso Don Segis:

—Muy conveniente trasquilarse la patilla, lo que llamamos los clásicos afeitadura de tijera. ¿Leopoldina encantadora, quiere usted suministrarnos ceniza del fogón y hollín de la chimenea?

—¡Ahora mismo!

Con intriga corretona fugóse la tarasca, y puestos los ojos en la puerta apagó discretamente la voz el Señor Castro Belona:

—Mentira parece que esa mujer pueda ser la mamá de una prole tan numerosa. ¡Representa más joven que sus niñas!

Apuntó Don Segis, con jonjaneo:

—¡Y lo es! Simboliza la eterna juventud. Don Epifanio, vamos a conquistarla entre los dos… Para usted solo esa mujer me parece demasiado.

Repulgóse, con aire muy digno, Don Epifanio:

—Me apena profundamente oírle a usted ese lenguaje. Esta señora, por el servicio que nos presta y por ella misma, merece mis más respetuosos homenajes, téngalo usted entendido. ¡El honor de las mujeres para mí siempre ha sido sagrado!

El Señor Castro Belona hablaba con atildada emoción, ingenuo y pedante. Se acercaba por el corredor el taconeo de la Coronela. Frufrante, arremangándose los brazos, entró portando un lebrillo: Calóse los lentes Don Epifanio:

—¡Ya trae usted hecha la mixtura! ¡Es usted una mujer admirable!

La Coronela le puso en las manos el lebrillo con una mirada de lanzadera, sin excusarle ni mohín ni sonrisa. El Señor Castro Belona, ante aquellas muestras, lejos de animarse, cayó en un abatimiento de enamorado sin esperanza. Fernández Vallín, puesto ante el espejo, metía las manos en el lebrillo y se refregaba la cara: Quedó con tanto tizne, que parecía un náufrago escapado por una chimenea. Leopoldina, volándose al recuerdo de un novelón con estampas, le sacó el parecido:

—¡El vagabundo de Clermont-Ferrand! ¡Pero exacto!

Gachoneaba los ojos sobre el criollo, y con celoso pique miró su reloj Don Epifanio:

—Toca a su término la función del Circo. Pronto esta amable señora tendrá el gozo de volver a verse con sus niñas. ¡Urge el tiempo! Amigo Vallín, no se olvide usted de las instrucciones. Nosotros, sus amigos, le deseamos la mejor suerte. ¡Comprendo que el hombre para quien todo son triunfos en el mundo, que obtiene el homenaje de las mujeres, quiera vivir! ¡Cómo le envidio la juventud!

Don Segis alternó un guiño entre la Coronela y Vallín.

—¡Filosofa usted, Don Epi!

—¡Filosofía de sepulturero!

Le puso una vara la Coronela:

—¡Usted, Don Epi, es un hombre en lo mejor de la edad!

Suspiró discreto, el Señor Castro Belona:

—¡Sí, soy viejo; pero ello no impide, señora, que me lleve de usted un imborrable recuerdo! Me ha parecido usted esta inolvidable noche una segunda Mariana Pineda.

Don Epifanio tenía en la voz los trémolos mortecinos de un candil romántico. Estudiado de palabra y sin perder la ingenuidad del sentimiento, se decoraba el buen señor con la pedantería literaria de los conspicuos liberales cuando entonaban en los teatros La Pitita el General Riego.

XVIII

Moviéndose en la punta de los pies, con celo folletinesco, tropezándose las manos, pusieron los últimos retoques en el disfraz del criollo la Coronela y Don Epifanio. Don Segis, plantado enfrente, insistía desaprobando la fuga, y enumeraba los riesgos con doctrina de veterano caído en aquellos lances. La Coronela se lanzó fuera del gabinete, arrastrando a Don Epifanio:

—Nosotros nos entendemos.

Corrieron a la cocina, y por el pasillo, ayudándose, tropezándose, trajeron a rastras la sera del carbón que completase el carácter del fugitivo, según el meditado plan del Señor Castro Belona. El Niño se barrenó la frente con un dedo:

—¡Tenemos a Don Epi chalado!… Y usted, Benjamín, perdóneme que le aconseje…

Fernández Vallín le clavó las pupilas, resaltadas de blanco en el tizne de la cara, pupilas de carbonero:

—A usted, Segismundo, ¿le parece una temeridad?

—¡Una locura!

—¡A mí, lo mismo!

—¿Pues entonces?

—¡Precisamente por eso!

—¡No lo entiendo!

—La fortuna es de los audaces.

—Benjamín, los valientes y el buen vino…

—Cuentos de comadres.

—No digo nada y vamos andando. Encantadora Leopoldina, volveremos a vernos.

Cortó con emocionados hipos el Señor Castro Belona:

—¡No pretenderá usted que salgamos en grupo, Segismundo! Entiendo que debemos darnos un abrazo fraternal y salir escalonados: Vallín, delante, rompiendo marcha, entregado a su destino. Usted, Segismundo, algunos pasos distanciado. En cuanto a mí, juzgo un deber no abandonar a esta angelical señora. Y si me autoriza, quedaré acompañándola hasta la vuelta de sus niñas.

La Coronela le tendió la mano:

—Es usted más galante que los pollos del día. ¡Así me gustan a mí los hombres!

Gachoneaba los ojos, avivándose el carmín de los labios con la punta de la lengua: Corrió al balcón y, lanzada a las resoluciones heroicas, atóse una liga, encandilando al policía apostado en la acera. Con breve intervalo, asomaron en la calle Vallín y Don Segis: Distanciados, sin contratiempo, esforzándose por retener el paso, doblaron la esquina. Resonaban las voces de una tasca: La luz de la puerta cortaba la calle.

XIX

Fernández Vallín, asegurado en que nadie le seguía, mirando atrás, apresuró el paso.—Callejuelas mal alumbradas, faroles trasnochados, palmas que requieren al sereno.—Salió a la ronda, y en la orilla del río tiró la sera de carbón para ir más libre. Sobre el puente brillaba la lumbre de un cigarro. Majuelos con algo de olivar ceñían la polvorienta carretera. Alto cielo, verdes luceros, nocharniego concierto de grillos y sapos, una hoguera sobre un collado, espejos del río, juncales, médanos de luna, en los olivares la castañuela de los mochuelos. Sobre el puente, remota, una sombra levanta los brazos: Brilla la lumbre del veguero. Vallín recordó los presagios del Niño. Se santiguó:

—¡Dios sobre todo!

En los primeros pasos alentóse con gallarda resolución, un impulso romántico prestigiaba su aventura revolucionaria: Lentamente sobrevínole una angustiada mudanza del ánimo, ante la recta sin término de la carretera. Con la fatiga del camino se juntaba el bordoneo del caviloso pensar, inscrito en los círculos de una torva incertidumbre, apretado en ellos, temoso, monótono, sin poder salir fuera de aquel pleroma. La clara noche, los verdes luceros, el silencio del campo, la indiferencia taciturna de todas las cosas, quitaban sentido a los afanes del mundo, los diluían en la angustia de un fin último. Recordó los años juveniles, los estudios, las devociones en el colegio de jesuitas, los propósitos que entonces tuvo de profesar en la regla de Loyola. Se apagaban las estrellas. Ante los ojos del fugitivo aparecía la visión de un pueblo de adobes, con gruñidos y cacareos. Bordeaba la carretera la erosión barcina de un cerrillo.—Grises de olivar; la medalla de la luna en el cielo, sobre las rosas del alba; el artilugio de una noria seca.—Estaba franca la puerta del ventorrillo, y la dueña, refajo, chanclas, pañuelo pingón por los hombros, barría la entrada. Vallín se detuvo irresoluto. Sobre una cerca le ladraba un perro. La mujer del ventorrillo, recogida al umbral, le observaba suspicaz:

—¿Qué se ofrece? ¡No estoy sola en casa!… ¡A ver si tomamos soleta! ¡Aquí no se mantienen holgazanes!

Vallín, llevándose de su natural altanero, puso en entredicho el disfraz:

—Yo pago mi gasto. Sáqueme usted una copa y un rosco y vea usted, tía maulona, si la moneda es de recibo.

Con insensato resentimiento ponía un duro en mano de la mujeruca, que se agachó para sonarlo.

—Suelta otro, majito, que éste tiene hoja.

Vallín iba a dárselo, pero repentinamente sospechó la retorcida intención de la ventorrillera, caído en cuenta de lo que requería el disfraz.

—¿No le parece a usted de ley?

—¿Qué deseaba usted?

—Ya lo he dicho. Una copa y un rosco para andar camino.

—¿Va usted muy lejos?

—Voy adonde encuentre trabajo.

—¿Y no tiene usted otra moneda?

—No la tengo.

La ventera se entró al ventorrillo, y a poco salieron, con garrotes, un mozo y un viejo. Preguntaron a una:

—¿Qué se ofrece?

—¡Reparar las fuerzas!

Intimó el viejo con ceñuda amenaza:

—¡Ya estás tocando marcha! Aquí no tenemos cambio para la moneda que has dado a la parienta.

—¡Pues a volvérmela!

—Eso es muy justo, majito.

Asomó la mujeruca, que tiró en medio de la carretera un duro taladrado. Vallín se inclinó para recogerlo, y al descubrir la engañifa perdió toda continencia:

—¡Ningún hijo de zorra me roba a mí impunemente!

Sacó, arrebatado, un revólver, y alborotóse el grupo ventorrillero, que se metió a los adentros batiendo de golpe la puerta y poniendo las trancas. Comenzó un rifirrafe de insultos y amenazas por las dos partes:

—¡Miserables!

—¡Cabra! ¿De qué presidio escapas?

—¡Bandidos!

—¡Sinvergüenzas!

—¡Ladrones!

Fernández Vallín reprimió los impulsos de su sangre criolla, que le pedía a voces descargar los siete tiros de revólver sobre la puerta del ventorrillo.—A lo lejos brillaba la chapa del peón caminero, recomendándole prudencia.—Siguió adelante, recaído en la zozobra de cavilaciones y presentimientos, contrariado de su conducta en la pasada gresca, prometiéndose no volver a salirse de lo que pedía su disfraz: Caminaba con hambre. Por un cerro amarillo trepaba el cabrero de un rebaño. Eran las lejanías, por aquella parte, como límites de un lago rosa y celeste: Con el sol encendíase el verde de los majuelos en resaltados cuarteles. A una y otra orilla de la carretera, dilatados campos de mieses, apasionadas olivas color de polvo, navas y vargas, toros y jarales.

XX

Entre olivas, a la vera del camino, acampaba un familión de gitanos. Las mujeres se peinaban las greñas. Críos desnudos, perros rabones, amatados jamelgos, asnos meditabundos, metían en ruedo de polvo el carricoche pintado de azul, con toldete de remiendos. Pasaba Vallín de largo y le dio voces una gitana, que levantaba al corito churumbel azotándole la nalga:

—¿Llevas un mixto?

—No llevo nada.

—¡Cachéate bien, rubio serafín!… ¡Me ha escarriado el apaño este venido de las negras calderas!

Tornó a zurrar la nalga del travieso, y le dejó revolcándose en una hoya, llorando a moco y baba. Vallín simuló registrarse.

—Lo dicho. No tengo.

—No hay más que rascarse y esperar que pase algún santo con ese avío. ¿Tú qué norte haces?

—Busco trabajo.

—¿Trabajo buscas, y no encuentras? ¿Quieres tú más trabajo que correr el mundo para no sacar ni un pedazo de pan negro? El que nace sin estrella, con sólo la carga de su suerte, tiene trabajo superado… ¿Y tú de dónde eres? Tú no eres lo que aparentas.

Vallín disimuló:

—Ahí atrás me han tomado por el Saca-Mantecas.

—Ni eres saca-untos ni saca-bolsas.

—Pues seré lo que tú quieras.

Vallín se inquietaba mirando a la ceceosa, suspenso, como en aliento de serpiente. Era flaca, culebrina, morena, con un ojo velido: Se volvió a un vejete que miraba desde un carricoche:

—Estamos sin avío para hacer lumbre, tío Ronquete.

—Ráscate el jopo.

El tío Ronquete echó el busto fuera: Le cubrían el pecho sartas de rosarios, cruces y cadenetes: Mordía alambrillo con un diligente alicate. El vejete aceituno, con el pectoral de brillos devotos, emocionó a Vallín: Le trajo el deseo piadoso de ponerse un rosario al cuello: Pensaba estar más defendido. Se le apareció el abandono de su casa, las velas encendidas a los santos, las novenas familiares, la alta noche y el llanto que la olorosa cabellera reprime en la almohada:

—¿Quiere usted venderme un rosario?

—Si usted paga lo justo…

—¿No estarán benditos?

—¡Benditos por el propio Padre Santo! Y toda la fabricación que sale de mis manos, al igual. El comercio recibe bendito el género, y si las cuentas y el engarce están santiguados, no mete duda que lo estará el rosarete. A ver si nos ajustamos. ¿Cuál te hace el ojo?

Vallín, disimulándose con el habla popular, eligió un rosario: Se arañaba el bolsillo y regateaba el precio con la experiencia de la pasada trifulca.

—¡Catorce cuartos es demasiado! ¡Real y medio!

El tío Ronquete le alargó el rosario:

—¡Pierdo contigo dos cuartos, majito!

Fernández Vallín se lo puso al cuello.

—¡Con otro los ganarás!

—Es la ley del mundo, majito. Te llevas un rosarete de gusto. Mira el engarce.

Dos mozuelas se atusaban la greña, alternando un cacho de espejillo, el peine sin púas y el pringue de la alcuza para matarse las liendres. Saltó, avispada, una de aquellas endrinas:

—¡Dátil fino! ¡Déjate conmigo alguna cosa!

De un escriño sacaba collares en sarta, cadenillas con cruces y patenas, luces y cabrilleos de latón y cristales. Vallín contaba los cobres de la vuelta.

—¡Este rosario me representa una semana de hambre!

—¡Tito arremonjado, mira esta gargantilla! ¿No tienes tú una chavi para quien me la mercar?

Advirtió el viejo:

—¡Ostelinda, deja el rebridaque!

Otro tizne venía cantando por la carretera, y un asnete trotaba delante, con la feria de calderos y peroles:

¡Entre sol e sombra
asoma la aurora
e tocan tambora
en Sebastopol!

XXI

El compadre de las calderas se contraseñó con la culebrosa del ojo velido, y bajo unas olivas se juntaron a tratar en secreto. Ostelinda echaba sus sartas en el escriño:

—¡Poca sal tienes, morcilla ajumada!

Vallín se puso al camino con renovado ánimo. El rosario que llevaba al cuello le servía de escudo. Una voz secreta le había impulsado a comprarlo. Se apartó cediendo camino al otro tizne que venía detrás apurando el asnete cargado de peroles. Se detuvo el compadre:

—¡Buena ha sido la zaragata del ventorrillo!

Acautelóse Vallín:

—¡Cosa de nada!

El compadre aguijó al borriquillo y, viéndole correr delantero, emparejó con el mohíno criollo:

—¡Esa familia es de lo peor que se ha visto!

Vallín se detuvo con aire bravucón:

—¡A mí no me va nada!

El de los calderos se puso a cantar, aguijando con la punta del verduguillo los cuadriles del asno:

—¡Viva Garibaldi,
nostro Capitán!

Se levantaba el sol alargando la línea uniforme de la carretera, entre los campos de mieses, por engañosas lontananzas de marinos horizontes. A la entrada de un lugarón, el pastor comunal sonaba el cuerno, y por todas las callejuelas acudían piños virriatos de ovejas y cabras. Madrugaba el lugarón envuelto en olores de establo y jarilla quemada. Caserío corcovado y tapiales con chumbos se apretaban a la sombra de un tejadillo campanero, bajo el gallo de la veleta, que recortaba con tinta china su vuelo, inmovilizado en la rosa del alba. Sobre el arco de un puente desfila en un caballejo el pardillo de manta y catite, la negra rueda del sombrerote sobre la oreja. Yuntas de ganado muleño labraban una heredad partida por un camino carretero:

—¡Buen día de calores se presenta!

Trotaba el asno con su música de peroles y calderetes, aguijado por el verduguillo del compadre. El encubierto criollo se desazonaba viéndole a su lado. El de los cobres le brindó con la petaca:

—No lo gasto.

—Nuevo eres en andar caminos. Para disimular las cuestas se ha inventado el tabaco. Pregunta a una tropa en marcha si prefieren pan o tabaco. Hubieras tú militado como este ciudadano. ¿Sabes tú quién es Garibaldi?

Murmuró Vallín, divertido a su pesar:

—¿Garibaldi has dicho?

—¡Garibaldi! El moderno Napoleón. Yo he servido en sus filas. Sépase que este ciudadano es un revolucionario enemigo personal del Papa. Con este ciudadano puede usted franquearse. Usted no es lo que aparenta, usted se ha disfrazado para escapar de alguna gorda. Las manos de usted no son las del hombre trabajador. Y si son, enseñe usted los callos.

Amontonó el ceño el criollo:

—He sido escribiente.

—¿Y cómo tanto ha bajado?

—¡Las enfermedades!

Le miró el tuno de los calderos:

—No valen disimulos con esta calandria. Usted escapa del Gobierno. Y como es usted el niño de la bola, se ha encontrado con el ciudadano Martínez de Casariche. En Casariche pregunta usted, y allí le informan hasta los perros de quién es Martínez el Garibaldino. Me conocen con ese nombre por haber servido en las filas del Gran Patriota. El Prim de la Italia, que le pone las perras a cuarto al Padre Santo. ¡Caballero, puede usted confiarse!

—A ti te ha contado un cuento la tuerta del rancho.

Vallín, si con las palabras aún persistía en disimularse, en lo recóndito del ánimo ya se inclinaba sobre el propósito de confiarse y tratar con el tunante. Por los remotos confines de un altillo asomaban dos siluetas con luces de charoles:

—¡La Pareja! Apartémonos del camino, que no es conveniente el encuentro.

Fernández Vallín permaneció irresoluto sobre la carretera, sorprendido de la prisa con que el tuno metía el asnete por una senda traviesa. Comprendía que seguirle era confesarse, y aseguró jactancioso:

—¡Se me da un pitoche a mí de los tricornios!

Le encaró de lejos el compadre:

—¡Ojo! ¡Esa gente no se apea de pedir los papeles!

Fernández Vallín, desabrido, se salió de la carretera, y murmuró el tunante:

—¡Se guipa alguna cosa!

XXII

Por sendas de jaras y retamares entraron a Monte Lebrija. El calderero, vaqueano de aquellos parajes, guiaba hacia Torre Lucera. Vallín, rendido de hambre y de sed, quemados los ojos del polvo, del sol, del sueño, sentía mayor desmayo al ver el mocho almenaje, siempre en lejanía, destacado sobre el horizonte, en una nava de tierras paniegas: Caminaba irritado, pisando la sombra del asnete, que tanto se detenía oliendo las jaras como arrancaba trotero, con música de peroles y calderas. Un enjambre de moscas volaba sobre los ensangrentados cuadriles del bertoldo. El Garibaldino no dejaba la sonsaca:

—Aparentando carecer de posibles saca usted un chulí en el ventorrillo del Maluenda. ¡Para que afile la pestaña el más primavera! Caballero, no lo tome usía a molestia, pero usía es un personaje de muchas campanillas. Sujeto que para escapar de la Justicia se viste de paria, o es un personaje, o un desgraciado de muy poca pupila para guipar lo que sucede en la feria del mundo.

Por las jaras, en aquel pronto, salieron voces, perros y escopetas.

—¡Alto y pecho en tierra!

Vallín, con arrebatada lucidez, reconoció en los asaltantes al mozo y al viejo del ventorrillo: Hizo un disparo y vio volar el sombrero del mozalbete. El padre y el hijo se aplastaron en las jaras. Espantóse el asnete, arrastrando en soga peroles y calderos. Vallín, entre el desgarre de ladridos, esperó el estruendo de las ocultas escopetas. El Garibaldino levantaba los brazos y se ponía por delante.

—¡Amigos, no son maneras! Me interpongo para bien de todos. Vosotros bajáis las carabinas. ¿Es que vamos, por menos de nada, a tener aquí un zafarrancho? ¡Que se os quite de la cabeza! ¡La muerte de un hombre no se esconde así como quiera! Eso se queda para casos más extremos, y no está medio bien buscarse ahora un finibusterre.

El viejo salióse al camino, con el cañón de la escopeta vuelto a tierra:

—¡No me asusta el presidio!

Le siguió el mozalbete, que se había distanciado a la busca del sombrero:

—¡Si a rozarme llega, me le como las entrañas!

El tuno de los calderos fue por el borriquillo, y teniéndole del ronzal inició el parlamento:

—¡Adónde vais vosotros con tantos humazos! El que más y el que menos tiene su contrabando y no está sin la ojeriza de la Pareja. Hay mucha vigilancia estos tiempos.

—¡Repito que no me asusta el grillete, y este muchacho es mi sangre!

El tuno de los calderos se puso a picar un cigarro:

—¡Sois unos ángeles!

Comenzaron los parlamentos y socaliñas. Fernández Vallín, receloso, con el revólver montado, atendía a la conchaba para aliviarle de dineros. Al cabo de cuentas, los tres tunos convenían en ayudarle.

—¡Entendidos!… ¡Y el sonacai por delante!

XXIII

Fernández Vallín, que atendía con un fulgor de cólera, repentinamente se desató en verboso torbellino de temerarias jactancias: Empuñaba el revólver. Tenía el arrebato lúcido, la fría y apasionada tensión de los jugadores en el tapete verde, y a sabiendas arriesgaba la vida en aquel albur de bravatas:

—¡Esto se resuelve a tiros! ¡La vida para mí no es nada! ¡Al primero que haga un gesto le dejo frío! ¡Canallas! ¡Ladrones! ¡Miserables!

Como el viejo y el mozo levantaban las escopetas, tornó a mediar el otro tunante:

—Ahora le ha llegado a este caballero la vez de cantar su valentía. ¡Calma y buen tiempo! Este caballero tiene la mosca en la oreja porque de antes le habéis escamoteado un chulí con muy mala gracia: Caballero, usted no se acalore. El paso en que usted se ve no es nuevo. Usted, como cualquier nacido, tiene sus cuentas con la Justicia y excusa verle la cara. Pues vamos con estos pollos a estudiar cómo usía sale adelante. ¿Es otra cosa la que tenemos hablado? Apéese usía de la sulforosa, que de este mal paso le saca a usía el ciudadano Martínez de Casariche. ¿Tiene usía cincuenta onzas?

—¿Es la tarifa?

Fernández Vallín sostenía la mirada de reto: Metíanse por la jara el padre y el hijo, apartándose cada cual a tomar posición en opuesto flanco, con tácita conchaba. El tuno de los calderos rasgaba con una risa de soflama su boca negra:

—¡Quietos vosotros! ¡Y usía no se vaya del seguro, que aquí está para servirle el ciudadano Martínez de Casariche! Afloje usía la mosca, que conviene tener seguros a estos ángeles. Sepa usía que esa gente puede darle muy buena ayuda.

Repuso el criollo, despectivo:

—¡Cincuenta onzas! ¿A cambio de qué?

—¡A cambio de poner a usía en Gibraltar! ¿Hace?

—¿Y quién me asegura de que no voy a ser traicionado por esos bergantes?

—¡La mosca!

—¡No la tengo!

El compadre se recostó sobre el asnete:

—¡Pues usted verá lo que hace!

Fernández Vallín sentía el aplacamiento de su cólera con un frío desdén por las dos escopetas que, distanciadas y encañonándole, salían por la jara. Se resolvió a parlamentar:

—Ese dinero puedo entregarlo en Gibraltar.

—Vea usía de contentar ahora a esos gachos.

Volvió a sulfurarse la sangre criolla:

—¡Con una bala!

—¡Ya estamos en ello; pero por mi mediación se priva usía de ese gusto! ¡Tíreles usía cincuenta durandartes, y no se hable más!

—¡No los tengo!

—¡Pues usía verá lo que hace!

Fernández Vallín, con dual inquietud, consideraba el peligro de soliviantar la codicia de aquellos tunos con la dádiva, y las consecuencias de la negativa frente a las dos escopetas que le encañonaban. Simuló transigir:

—Tengo fondos en un Banco de Gibraltar. No cincuenta onzas, cien entregaría yo al que me pusiese libre en aquella plaza.

—Conviene antes algún resplandor.

—Pues vais a seguir ciegos. Si uno de vosotros quiere exponerse llevando una carta a Córdoba…

—¿En Córdoba tiene usted fondos?

—Indudablemente.

—Pues escribirá usted esa carta y menda la llevará a su destino. Guárdese usía el revólver, que el trato es trato, y no tenga usía recelo de ninguna cosa.

—¡Ya lo sé! No está vuestro negocio en quitarme ahora la vida, sino en robarme.

—¿Escribirá usted esa carta?

—¡No te repuches tú de ir con ella!

El compadre llamó a los ocultos en la jara:

—¡Allegaos acá vosotros y no hagáis más papeles!

Alobados y por distintos lugares, volvieron al camino los ternes del ventorro. Bramó el mocete:

—¡Ya aburre tanto hablar!

Vallín le despreció con una mirada y acudió el viejo, cambiando su guiño con el ciudadano Martínez:

—¡A ti te toca callar en donde esté tu padre!

Luego, el ciudadano propuso los términos de la componenda, y para discutirla se salieron fuera del camino, a un raso quemado en la jara. El viejo ventorrillero solapaba su dura expresión en un gesto malvado:

—¡Caballero, verá usted cómo se le sirve honradamente!

Brutalizó la voz del mocete:

—¡Que haya luz!

Y entonó con fervor demagógico el ciudadano de Casariche:

—¡En el mundo todos estamos para ayudarnos!

A lo primero se inclinaban por ocultar al fugitivo en el ventorro hasta tener resolución de la carta: Luego apuntó el vejete sus dudas, recapacitando el compromiso que aquello le suponía si llegaba a olérselo la Pareja. Vallín, entonces, insinuó que le llevasen a Córdoba: Aseguróse el viejo:

—¿Podrá usted recoger fondos?

—Indudablemente.

—Pues esta noche a Córdoba. ¡Y ojo!

Fernández Vallín, mirándose en manos de aquellos tunantes, comenzaba a discernir, como lo más seguro, volverse a la bufarda de la Madres Trinitarias. En Córdoba sería lo más cuerdo aflojarse la mosca y cada uno por su lado.

XXIV

Escondiéndose salieron al camino de ruedas que va por Cabrillas y Villar Grande a Nuño Domingo. Transitaba, entre nubes de polvo, el rezago de una feria.—Piños de ovejas y cabras, tropas de mulos y caballos, yeguas de vientre, recuas arrieras, carricoches de lisiados, galerones de titirimundis.— Quedándose a la sombra de unas encinas, volvieron a disputar sobre lo más conveniente. Revolvióse Vallín contra el acuerdo de los tunantes:

—¡El hijo de mi madre no se agazapa aquí sin comer!

El ciudadano de Casariche se golpeó el pecho:

—¡Cada cosa con su compás, caballero! Las ferias de primavera llevan mucha concurrencia por los caminos, y todo hay que mirarlo.

—Yo necesito un pedazo de pan que me sostenga. No faltará cerca algún ventorro.

—No faltan… Pero usted tiene el genio muy súbito, y donde que se vea entre concurrencia nos mueve usted el gran escalzaperros.

—Y me denuncio.

—O le hacen a usted la capa. Esta gente se precia mucho de dar amparo a los delincuentes, y para darle a usted amparo ya estamos nosotros.

Murmuró el viejo:

—Para darle amparo, para cubrirlo con nuestro cuerpo y para servirlo en cuanto se ofrezca.

—Está bien. Pero yo he resuelto hacer mi voluntad.

Terció el ciudadano de Casariche:

—No se quedará usted sin acallar la gazuza. ¡Esto hay!

De un zurrón sacó recado de aceite, sal y vinagre. Santiguóse el viejo:

—¡Alabada sea la gracia de Dios!

Vallín dudaba si tomarlo a broma:

—No es un banquete.

—Haremos gazpacho. El chaval, que no es manco, garbeará algunos frutos por esas huertas.

Fernández Vallín, sin atender aquellas discretas razones, se dirigió al camino, y los ventorrilleros le apuntaron los retacos con alteradas voces:

—¡Que te pongo una bala!

—¡Quieto!

—¡Tente!

—¡Falsario!

—¡Te juegas la vida!

—¡Alto!

—¡Quieto!

—¡Traidor sin palabra!

El ciudadano de Casariche, en el entretanto, corría a tenerle: Fernández Vallín le dobló de una bofetada, y sin volver la cabeza siguió adelante. Los otros dos seguían encañonándole, poseídos de colérico asombro ante aquel desprecio de no volver la cara, nunca visto rentoy al rentoy de sus retacos: Bramó el chaval:

—¿Me lo tumbo, padre?

—Está el camino muy transitado.

—¡Que se nos vuela!

—¡Déjalo que se vaya de naja!

—¡Lástima no meterle una onza de plomo!

—¡Y no sacar cosa si no es el compromiso de la trena!

—¡Nos la ha diñado!

Fernández Vallín, apresurando el paso, se juntaba a una cuerda de trajinantes. Las ferias de Sevilla —no es cosa nueva—, con tanta gente forastera como allí acude, agonizan en luminosas boqueadas por las villas y caminos del Betis. Toda aquella tierra de moros romanizados celebra con festejos de pólvora y campanas los verdes de abril y mayo.

XXV

Fernández Vallín, metido en la cuerda de trajinantes, aun cuando asegurado de momento, se sobresaltaba, presintiendo la delación de los tunos a quienes dejaba burlados: Fortaleciéndose de fe religiosa, besó el rosario que llevaba al cuello, y en aquel amparo descansó la zozobra de sus pensamientos, pero a lampadas fulminábale el recuerdo de los pícaros con sus acechos y malas artes. Andando camino, le distrajo la plática de un mozo que cargaba en espuerta pintada imaginería de barros: —Toros, piqueros, santos de cerquillo, serafines en punto de baile, parejas de vito y fandango.—El mozo, con verba flamenca, ponderaba el rejo de una hembra de entraña que se había fugado de la trena enfriando al carcelero, después de haberle encendido las pájaras. Pidió esclarecimiento la picada de viruelas que acompañaba a un tío vendemantas:

—¿Dónde ha sido ese caso?

—En Solana ha sido.

Desdeñó el de las mantas, azotando al mulo con la vara:

—¡Gachó con tus novedades! Eso todo anda puesto en coplas. La Tuerta del Molino se llama esa mujer, y es una criminal de las más notables, en vía de hacerse notoria por medio mundo.

Fernández Vallín, oscuramente, recordó a la faraona del gitano aduar, las soflamas que había tenido para su disfraz de tizne y guiñapo.—Aquella tunante era también velida de un ojo.—Pasaban por la Venta de Calamucos y, arriscado, metióse adentro para reponer fuerzas. Sonaban ante el portón las amurriadas campanillas de un coche de diligencias con tiro mirando hacia Córdoba: Refrescaban el mayoral y los pasajeros. Fernández Vallín comió, bebió, pagó el gasto y se proveyó de tabaco: Salió a la puerta. El mayoral requería la tralla, subido al pescante, montaban los viajeros, sacudía el tiro las colleras con aprontado son de campanillas. Fernández Vallín observaba a los viajeros.—Una vieja enferma de los ojos con una joven. Dos señorones de pueblo. Un asistente de Infantería con maletines y sombrereras.—Decidióse y, pordioseando, preguntó al mayoral el cuánto de llevarlo hasta Córdoba:

—¡Cinco patacones!

—¿Nada menos?

—Te pongo mitad del pasaje.

Se dolió Vallín:

—¡Mucho para un pobre!

—¡Dobla la costilla a trabajar!

—Estoy enfermo.

Intervino con ceceo campechano uno de los señorones:

—¡Chacota, dale billete a ese barbián!

—Ya lo oyes. Agradéceselo a Don Pedro Antonio.

—¡Gracias, caballero!

El Teniente veterano, con el recorte de un callo en la bota, gorro de cuartel, tapabocas y ronquera, montó el último. Encendieron cigarros los viajeros. Rodó la diligencia. La vieja de los ojos vendados solicitó de la joven que abriese la ventanilla, y sacó la cabeza.

XXVI

Don Pedro Antonio y el otro señorón anudaron la hebra:

—¡No pasamos el verano sin jarana!

Don Pedro Antonio miró de reojo al veterano de la ronquera y el ojo de gallo:

—¿Qué opina usted, mi Teniente?

—Un militar no debe tener opinión política.

—Será usted el primero.

Intervino el otro señorón:

—¿Qué vientos corren por los cuarteles?

—Lo que ustedes digan.

Le ofreció lumbre Don Pedro Antonio:

—No se reserve usted de opinar, mi Teniente. ¡Está usted entre caballeros! La revolución ninguno de nosotros la desea. Es la demagogia, y a ninguno que tenga cuatro terrones le conviene. Todo hay que mirarlo. ¿Pero deja usted suelto al pueblo soberano para que haga mangas y capirotes si rueda lo existente? ¿Adónde iríamos entonces? Hay que mirarlo todo. La revolución, si llega, deben hacerla los elementos de orden. En las manos del pueblo soberano iríamos al caos.

Sacó la voz el clerigote que bostezaba sobre La Esperanza:

—Cerradas las Cortes, algunos espadones van a viajar por cuenta del Gobierno.

—¿Cuándo es la clausura?

—El diario es del martes… Pues esta misma tarde. La cuenta es clara.

Libro cuarto: Las Reales antecámaras

I

Plazuela del Congreso. Jardinillo municipal. El Manco Divino que cobra perenne alcabala del ruedo manchego hace un punto de baile en calzas prietas ante el Templo de las Leyes. Rinconete y Cortadillo, al pie del pedestal, juegan a la uña alfileres y formulas:

—Te pago cinco.

—Me pagas siete.

—Ésa no te la paso.

—¡Por la leche que me han dado!

—Vamos a ventilarlo.

—¡Me caso en Cristina!

—¡No vale rachar la ropa ni mentar la madre!…

II

Ondea el Pabellón Nacional. Clausura de Cortes. Simones y carruajes oficiales: —Galones, escarapelas, aguardentosas bufandas, viseras aburridas.—Esbirros de capa y garrote toman el sol por las esquinas, sostienen los faroles:

—¡Claveles! ¡Claveles!

La florista engatusa con labia pindonga y decora la solapa de los diputados que acuden al Oficio de Difuntos:

—¡Claveles! ¡Claveles!

Corre la salerosa a la portezuela de un charolado landó: Tronco de yeguas inglesas, cochero y lacayo británicos.

—¡Claveles! ¡Claveles!

III

El Embajador de Su Graciosa Majestad, seguido de dos Secretarios, cruza la acera: Flemático, hace la jarra, y en la palma de la morena deja una blanca con tan puritano escrúpulo que los dedos del guante no afrontan el roce más leve. Luciendo los bajos, la florista se apaña la faltriquera, y al requiebro de un chusco responde rasgada:

—¡Si se ve algo, llévalo a los Mostenses!

—¡Está penado expender carne sin patente!

—¡Ya quisieras regalarte con una de mis tajadas!

La voz de un auriga ministerial se mete por medio:

—¡A la Vicenta, si gusta de tomar algo…!

Con inocentona malicia ríen, sin entender palabra, los dos Secretarios de la Embajada Inglesa:

—Tengan ustedes, místeres, un ramo. Se lo regala la Vicenta. ¿No chamullan ninguna cosa? Tenga cada uno su ramo. No es nada, gusto en regalárselo de la Vicenta.

El chusco del tapabocas, que abre las portezuelas, guiña el ojo:

—¡Ya te sacaste la lotería!

La Vicenta jalea el talle y recorre la acera con la banasta en alto.

—¡Claveles! ¡Claveles!… ¡Son roñas estos místeres! El Duque de Fernán-Núñez, por un clavel, le ha dado veinte durandartes a la Trini…

Un simón filosófico:

—No sería por el clavel.

—¡Por el clavel! Luego si ella ha querido corresponder de alguna manera… También pudo guardarse el parné y me alegro verte güeno.

En la escalinata, un ciego romancista recuenta los pliegos del Horroroso Crimen de Solana. Los leones, duales y contrarios, esperezan un regaño simétrico.

—¡La más culpada de todos,
una mujer ha salido!
Oprobio del bello sexo,
por sus perversos instintos,
a las inocentes víctimas
sacaba los higadillos…

IV

Los ujieres saludaban. El Embajador de Su Graciosa Majestad, en medio de los dos acólitos, ocupa la tribuna diplomática. Diputados en los rojos escaños: En el banco azul, el retablo ministerial. Uniformes y cruces, levitas y calvas. El Conde de San Luis dormita en la Presidencia: Velan a los costados anacrónicos bigardones con porras de plata y dalmáticas de teatro. Está en el uso de la palabra el Jefe del Gobierno. Muy entonado, sacándose los puños, anuncia la concesión de honores y haberes de Infante a Su Alteza Real el Serenísimo Señor Conde de Girgenti. Una voz en la tribuna de la Prensa:

—¡Indigenti!

Risas. Protestas. El banco azul se conmueve con gestos y ademanes de reto. El Presidente de la Cámara rompe una campanilla, y aquietando el jollín, vuelve a dormitar solemnemente. Un Secretario lee, y nadie se entera. Los señores diputados desvalijan sus pupitres de plumas, de papel y de obleas. En el aburrimiento de la tribuna pública, el ujier conversa con el cesante que pretende ser repuesto:

—¿Ha visto usted, Señor Cárdenas? Ya tenemos aquí a los loros ingleses.

—Son así. La Diplomacia Británica, a donde va, se entera de los problemas.

—Pues no crea usted que saquen mucha sustancia. Chanelan poca cosa de cristiano. Pero ahí están. No vendrá nadie del Cuerpo Diplomático… ¡Ellos perennes!

—¡Un gran pueblo!

—No soy quien para discutírselo a usted, Señor Cárdenas. Pero un servidor no los traga. Gente que no va a misa ni confiesa, para el gato.

—¡Hombre, así en absoluto!

—Usted los defiende, y luego de sustentar esas ideas se extraña usted todavía de que lo haya dimitido el Gobierno.

—El partido moderado, al que pertenezco desde hace muchos años, no es un partido oscurantista, y el favorable concepto que me merece el pueblo inglés no lo creo, en modo alguno, relacionado con mi cesantía. ¡Otro gallo nos cantara con estadistas a la inglesa! ¿Le parece a usted de buen gobierno que por cochinos seis meses no me jubile yo con los cuatro quintos?

Se distrajo el ujier:

—¡Aplauden!

—¡Insensatos!

—Ya podían haber dado el cerrojazo un mes antes. El Sábado de Gloria que hubiera sido, y me habría colocado de acomodador en el Circo del Príncipe.

—¡No se gobierna el mundo a nuestro deseo!

—¡Ya lo estamos tocando!

—¡Insensatos, aplauden sus exequias!

Terminaba la sesión: Parabienes en el redondel y siseos en la tribuna de la Prensa. El Conde de San Luis se ha puesto el sombrero ante el pomposo retrato de Nuestra Católica Majestad. La Soberana de Dos Mundos, corona y cetro, manto de armiño, vuelos de miriñaque, guipures y céfiros, luce sus opulentas mantecas en una roja sinfonía de sombras, bajo el doselete de la Presidencia: Empopada de joyas y bandas, asoma el pulido chapín por la rueda del miriñaque, entre los cabezudos leones del Trono.

V

El Pasillo Circular. Coros vaticinantes. Sesudas calvas, panzas doctrinales, sabihondas levitas, brillos de espadines y bordados.—Diserta el Señor Presidente del Consejo en la rueda de ilustres compadres:

—¡Ya lo sé, caballeros! Bravo Murillo y San Luis intentaron, sin conseguirlo, sobreponerse al elemento militar. ¡Caballeros, a la tercera va la vencida, y espero demostrar que puede un hombre civil ejercer la dictadura en España!

El Señor Coronado salvó su opinión con pedagógico susurro:

—El milite glorioso tiene siempre más propicia el aura popular.

Confirmó epigramático el Señor Catalina:

—¡Hable el ramo doméstico de niñeras y amas de leche!

Don Severo Catalina, Ministro de Fomento, nunca dejaba de lucir las sales de su ingenio. Feo y cascarrabias, era berrendo en colorado, como pintan a Judas. Tomaba muy a pecho que sus conmilitones no le celebrasen las jocosidades, y ellos, corazones blandos, le colmaban el gusto, salvo Don Carlos Marfori. El Pollo de Loja, con los pulgares en las sisas del chaleco, abravucaba la fachenda:

—¡Mano dura! No es otro el secreto.

Aprobó con unánime arrullo el coro ministerial. El Señor Coronado exhaló su soplo pedagógico:

—¡Dura lex! ¡Dura lex!

—¡Y navajeo! ¡Y navajeo!

El Presidente del Consejo, formulada la honda sentencia, se destacó, requerido por el saludo de un engallado vejete.

—¡Señor Presidente!

—¡Ilustre amigo!

Don Manuel de la Concha, Marqués del Duero y Teniente General de los Ejércitos, vestido de paisano —levita ajustada, chistera, botines blancos—, acogió con brusca intimación al Presidente del Consejo:

—Vengo de casa de Pepe. Esos nombramientos, no discuto méritos, son altamente inoportunos. Como se lo digo a usted, se lo he dicho a Pepe. En las circunstancias actuales crear descontentos en el generalato es tanto como no amar a la Reina. Mi hermano está en el deber de no admitir el tercer entorchado y dar con ello una prueba de deferencia a los ilustres compañeros, que, con razón o sin ella, alegan mayores servicios.

Gitaneó el Presidente del Consejo:

—¿Estima usted que reúne alguien mayores méritos que su ilustre hermano el Marqués de la Habana?

El General se atufó:

—Sé lo mucho que vale mi hermano, pero ello no excluye mi censura respecto a la oportunidad de agraciarle con el tercer entorchado. En el escalafón ocupan lugar preferente los que han mandado Cuerpo de Ejército en África. Sobre los vínculos de la sangre coloco los dictados de mi conciencia, y abogo por el más alto interés de la Reina. Esas mercedes sólo servirán para agriar el resentimiento de muchos leales servidores del Trono.

Acogióse a una terne soflama el Señor González Bravo:

—¡Déjelos usted que rabien!

—No estoy de acuerdo. Pepe debe oponerse, y lo mismo el Marqués de Novaliches.

—Verá usted cómo no lo hacen.

—¡Pepe lo hará!

—El Gobierno mantendrá el nombramiento.

—¡Cosechará usted tempestades!

—Procuraré capearlas.

Bruscos y desabridos, sin darse la mano, se despidieron con las chisteras. El Señor Presidente del Consejo, vuelto a la rueda ministerial, brindó la petaca:

—Este patriota no sufre en paciencia que su hermano se adorne con el tercer entorchado. Ya veremos si un hombre civil puede ponerle el cascabel a los Invictos Generales.

El Señor Ministro de la Guerra, mirándose los galones de la bocamanga, volvió por el fuero de Marte:

—¡El Ejército es la salvaguardia de las Instituciones!

—Justamente, y por eso debiera permanecer apartado de las luchas políticas. No me ha sorprendido la actitud del Marqués del Duero: No me sorprenderá tampoco la de otros espadones, que de antiguo los conozco y todos tienen escrito en sus gloriosos aceros el viva mi dueño de las cachicuernas. El Gobierno puede dimitir, pero en ningún caso someterse al dictado de una conjura militar. Eso es lo que nunca puede hacer el Gobierno. El Gobierno responderá llevando los decretos a La Gaceta. ¡Hasta Palacio han llegado las bravatas de algunos díscolos! ¡Es intolerable! Daremos la batalla a esos gallos, y hasta diré que me alegra tener una ocasión para poder humillarles la cresta. La lucha pequeña y de encrucijada me aburre. Venga algo gordo que haga latir las bilis, con tal que no venga por provocación o negligencia de mi parte. Entonces tiraremos resueltamente de navaja y nos agarraremos de cerca y a muerte. Entonces respiraré ancho, no que ahora todo se vuelven intrigas de comadres.

Tras estas castizas máximas, ejemplario de la política española, tiró el chicote en medio del corro el Presidente del Real Consejo.

VI

Los Señores Ministros, fieles al protocolo, se trasladaron a la Cámara Regia. Nuestra Augusta Señora, aquella tarde, se cansó de la mano, firmando gracias y mercedes: Mirándose los dedos llenos de tinta, beata y maliciosa, engordaba el labio borbónico:

—¡Me apena saber que habrá algunos despechados! Mi corazón quisiera complacerlos a todos, pero no puede ser… ¡Y ésta no me la perdonan los desairados!… Veremos por qué registro salen los espadones cuando vean La Gaceta.

La Católica Majestad, siempre magnánima, correspondía al ingrato desamor de su pueblo, aumentándole de real orden el número de los Héroes Nacionales.—¡Y los españoles sin darse cuenta del ánimo generoso con que los gobernaba su Reina!—Graciosamente, sin recargo en los tributos, les otorgaba dos flamantes Capitanes Generales: Ceñidos de laureles, calvos y asmáticos, se los brindaba sin limitaciones, indistintamente para decorar en las cajas de cerillas y hacer pronunciamientos.—El Señor González Bravo espolvoreaba de arenilla los regios autógrafos:

—Esta noche irán a La Gaceta.

Rememoró la Reina Nuestra Señora:

—¡Pepe Concha y Manolo Novaliches son dos servidores leales y del más ortodoxo credo moderado, enemigos de las novedades que la demagogia nos quiere traer de extranjis! ¡Yo creo que al concederles el tercer entorchado he obedecido a una voz de lo Alto!

Había firmado aquellas gracias con un suspiro de consuelo, feliz de guiarse por las luces de la Seráfica Patrocinio. El Presidente del Consejo, por su parte, había buscado congraciarse el favor de las Camarillas Reales. Las conjuras palaciegas de monjas y frailes, damas cotorronas y apostólicos carcamales, promovían un céfiro santurrón, más traicionero que el aire del Guadarrama. El Presidente del Real Consejo, sabio de ciencia antigua, recordaba que muchas vidas ministeriales, cuando más lozaneaban, habían merado al soplo de los flatos camarilleros. Asistía al Consejo el Rey Don Francisco, y con gesto alambicado se inclinó para deslizar algunas palabras en la oreja de la Reina: La Augusta Señora, volviéndose al coro ministerial, dio a sus mantecas un empaque altanero y una azul frialdad al celaje de los ojos:

—Me olvidaba deciros… La Real Familia ha tomado el acuerdo de reconocer como a uno de sus miembros al Príncipe Luis María César de Borbón. Al realizarlo, cumplimos deberes de conciencia, porque se trata de un nieto del Rey Fernando VII.

Los Señores Ministros se miraban de reojo y con cautela gitana esperaban que acudiese al envite el Señor Presidente del Consejo. La Reina Nuestra Señora enjugábase los dedos manchados de tinta en una salvilla de plata. Con resuello aplopético tomó la palabra Don Luis González Bravo:

—Señora, supongo fruto de maduras reflexiones la decisión que ahora tenéis la bondad de comunicarnos, pero no juzgo ocioso recordaros que a ella era opuesto el Duque de Valencia.

La Católica Majestad tenía una dura resolución en las pupilas de turquesa:

—Es asunto de conciencia que sólo incumbe a la Real Familia. Narváez, autorizado por mí, pudo permitirse un consejo… ¡Más, no!

Chifló el Rey Consorte:

—Su Santidad acaba de agraciar a nuestro sobrino con el título de Príncipe de Borbón. Eso significa el reconocimiento de su jerarquía como vástago del inolvidable Rey Fernando: Desde ese momento es indudable la obligación moral que pesa sobre la rama española. El Gobierno no puede poner en entredicho los actos del Santo Padre.

Inflaba la pechuga la Reina Nuestra Señora:

—De eso no se habla más… Es asunto privativo de mi conciencia. Su Santidad, al agraciarle, me ha mostrado el recto sendero. Reanudemos el despacho.

El Señor Presidente puso a discusión el cisma de las Madres Trinitarias de Córdoba.—¡Aquellas pánfilas, que habían quebrantado la clausura, dando escondite al pollo habanero, notorio revolucionario, y como tal incluido en el listín de las deportaciones que tenía a madurar el Gobierno de Su Majestad Católica!—El Señor Coronado, Ministro de Gracia y Justicia, apostilló el caso con profunda doctrina civil y canónica, manifestándose contrario al registro policiaco de la clausura, como pretendía el obcecado Gobernador de Córdoba.—El Señor Belda, Ministro de Marina, se aprontó a la defensa del Señor Méndez de San Julián:

—¡El Gobernador Civil de Córdoba no ha hecho más que cumplir con su deber! Pero eso a quien cumple decirlo es a nuestro querido Presidente.

Se sacudió el Señor González Bravo:

—¡No me ha dejado usted ni respiro para abrir la boca, compañero!

—Querido Presidente, mis excusas por la viveza con que me he lanzado a intervenir… Francamente, me ha dolido la injusticia de los cargos que se hacen a esa Autoridad… Francamente, se trata de mi cuñado.

El Señor Ministro de Gracia y Justicia entornaba los párpados con escrúpulo timorato:

—Las rondas de polizontes vigilando el convento son escándalo y motivo de murmuraciones que afectan a la conducta de unas Vírgenes del Señor. Yo creo que todo ese aparato ha debido excusarse… Tal es mi opinión humildísima, y al exponerla, en modo alguno he querido causar molestia a mi compañero Don Martín Belda.

La Católica Majestad, con arrebato de sangre en las mejillas, pomposa y mandona, se quitaba y ponía los anillos reales:

—Estoy perfectamente enterada. Mi deseo es evitar maledicencias, pero en ningún caso encenderlas con golpes de policías. Eso me tiene muy disgustada con el Poncio de Córdoba.

En torno al gran velador del despacho adormecían la pestaña los siete pardillos del Consejo Real. El Presidente, con sube y baja del entrecejo, elocuente aparato de la frente calva, puso a tono el asma y el ceceo:

—El Gobierno comparte plenamente los laudables sentimientos de Su Majestad.

—Me das una satisfacción muy grande. Esas pobrecitas monjas son víctimas de alguna maquinación tramada en las logias.

—El Gobierno tiene confidencias que le aseguran de lo contrario.

El Presidente del Consejo arrugaba el calvo frontal con arrugas hondas, cargadas de perplejidades. Se picó la Reina:

—¡Me resisto a creerlo! En los conventos hoy se me quiere, y se trata, según me han enterado, de un intrigante enemigo del Trono.

La Católica Majestad no dejaba el mete y saca de los reales anillos, mirándose las manos de herpéticas mantecas, tan bastas y grandotas que podían manejar como un abanico el pesado cetro de Dos Mundos.

VII

Pepe Concha y Manolo Novaliches son tan leales y bravos militares como buenos cristianos.

La Señora, decorando con el tercer entorchado a los piadosos espadones del moderantismo, había satisfecho su real antojo, pero al firmar aquellas mercedes no era ajena al propósito de aplacar con guiños gatusones el resquemor de los Generales Unionistas. En reserva, con fe borbónica, maduraba cargar la culpa sobre los Consejeros de la Corona. Espadín y calcetas, por entre cortinas, acudió al regio llamado el Marqués de Torre-Mellada:

—Voy a darte una comisión que exige mucho tacto. Mis queridísimos hermanos vendrán a la boda, y me ha llegado el tole-tole de que algunos espadones descontentos proyectan hacerles una manifestación de simpatía. ¿Tú qué has oído?

El Marqués de Torre-Mellada elevó los ojos a las desnudas mitologías del techo. Suspiró santurrón:

—¡No puede creerse!

—¿Pero corren esas voces?

—¡Flatus vocis, Señora!… Una pitada a la cual no creo que se arrojen los Generales Unionistas.

—¡Cría cuervos!

—¡Yo me hago cruces!

—Serrano se ha comprometido a no hallarse ese día en Madrid. Por ese lado estoy segura… Con el pretexto de no asistir al ceremonial palatino de la boda, se irá de cacería a sus posesiones. ¡Con esa excusa los deja pintados a la pared, y el que venga atrás que arree! Yo tengo que agradecérselo. El muy tuno dice que lo hace por serme grato, que no ha dejado de quererme… ¡A otro perro con ese hueso! Adolfo dice que se ha puesto hasta romántico… ¡Me ha hecho gracia!

—¡El Duque de la Torre no puede olvidar los favores que ha recibido de Vuestra Majestad!

Se achuscó la Señora:

—¡Y qué favores, Jeromo! ¡La flor y la nata!…

Encendióse el santurrón, con apurado cacareo…

—El Duque de la Torre, ausentándose en estas circunstancias, rinde un verdadero servicio a su Reina. La conjura queda sin cabeza, y no creo que prospere el acuerdo… ¿Vuestra Majestad, sin duda, lo conoce?

—Acudir a la estación con sus ayudantes, de gran uniforme y espetera… ¿No es eso?

—Angelito Sardoal lo ha vociferado por todas partes.

—Y hace pocas noches ha puesto el paño del púlpito, en esta casa, tu primo Fernando Córdova.

—¡Y todos se lo hemos vituperado!

—Tu mujer la primera. Estoy enterada; y me ha parecido muy discreta su actitud cortándole los vuelos a Metralla.

Se asombró el palaciego con pueril regocijo:

—¡Vuestra Majestad se halla perfectamente enterada!

—Pues así, de todo cuanto ocurre por vuestras casas. Baja a contármelo un pajarito del Cielo.

—¡No lo dudo!

—Vamos a cuentas. ¿Qué pretenden esos Martes? ¿Por dónde respira tu primo Metralla? ¿Pretenden esos insensatos poner veto a mis decisiones? ¡Pues se equivocan! Los decretos que tanto les alteran saldrán mañana en La Gaceta. ¡Hasta ahí podían llegar las bromas! ¡Están dementes! Cuanto son, a mí me lo deben. Con todos he sido demasiado generosa. Algunos me han servido lealmente, y su alejamiento lo creo circunstancial; y si hoy los llamase, no dudo que estarían a mi lado… Por eso, estimo que debe ponerse una salivilla de miel en las escoceduras. Me han defendido con sus espadones, y olvidándolo pecaría de ingrata. El Gobierno, puedes asegurarlo donde convenga, está dispuesto a tener mano dura, y no deben echar por la calle de en medio. ¿Tú te has penetrado de mis sentimientos? Es conveniente que veas a tu primo Fernando Córdova: Le desarmas con buenas palabras; no te quedes corto; mucha mano izquierda; le dejas entrever el bajalato de algún Archipiélago. Me lo ablandas y procuras traérmelo secretamente, para que conferencie conmigo… Ese trueno anticuado es el que más ruido mete… Aduce como mejor derecho que tuvo el mando de la Expedición a Italia. ¡Como si aquel simulacro hubiese sido una guerra extranjera! ¡Más razón tienen Ros y Zabala, que mandaron Cuerpo de Ejército en África! Razón no la tiene ninguno, porque todos los nombramientos son de Gracia Real.

La Católica Majestad se abanicó la pechuga con pava magnificencia. Promovió un susurro beato el Marqués de Torre-Mellada:

—En la medida de mis cortas luces, procuraré satisfacer los deseos de Vuestra Majestad. El General Córdova espero que no desoirá las obligaciones de su sangre.

—¡No me cuentes quién es Metralla! Tú le buscas.

—Precisamente ayer hemos convenido salir esta madrugada para Los Carvajales. Es cosa sabida que no falta ningún año al Herradero.

—Pues arréglale por allá otra montería, retenlo una temporada. Y a propósito de Los Carvajales… Quiero que invites a mi sobrino de la mano izquierda…

—Me cabe la satisfacción de haberme adelantado a los deseos de mi Reina. El Conde Blanc ha recibido una invitación particularísima.

—¡Tú siempre adivinándome los pensamientos!

La Reina Nuestra Señora, empechada y matrona, le despidió con un caramelo, y envidiaron el goloso presente Mayordomos de Semana, Gentiles-Hombres de Casa y Boca, Damas de la Banda y Grandes del Reino, con Ejército y Servidumbre en las Reales Antecámaras.

VIII

Las Augustas Personas, entre golpes de alabarda, con palatina ceremonia, se trasladaron a las habitaciones particulares del Serenísimo Infante Don Sebastián de Braganza: Esta Alteza Serenísima agasajaba con un concierto sacroprofano al nuevo Nuncio de Su Santidad.—Doña Cristina y Don Sebastián, en amante pareja adulona, salieron, con el mundillo de sus familiares, al encuentro de la Corte.—Los Reyes, repartiendo sonrisas y obligando genuflexiones, hicieron su entrada en la saleta de damascos lioneses: Mirando a una plataforma con atriles y solfas, ocuparon en el estrado dos sillones parejos. Promovía un casquivano susurro el séquito de plumas y lentejuelas, entorchados y bandas.—Un solista, acompañado de violas y piano, Analizó el primer tiempo cantando el Stabat Mater, de Rossini. Sus Majestades, con bondad de protocolo, a dúo, le celebraron la voz y el buen estilo de capilla: Le despidieron dándole a besar la mano, y con amable indiferencia, siempre duales, fieles al mismo ritual, le olvidaron completamente, dejándole en una orfandad de levitín y rodilleras. Con transición de teatro, emulándose en las mieles, pasaron a conversar con el Enviado del Santo Padre.—Aquel Monseñor Franchi, Arzobispo de Tesalónica, que tanto había mediado en los arreglos matrimoniales del Conde de Girgenti. Se dobló con aparatosa ceremonia el Legado del Papa. Correspondieron en el mismo aire las Augustas Personas: Gatuseó la Reina:

—¡No ha cantado mal el pobrecito!

—Una voz maravillosa, cuyo descubrimiento se debe, según creo, al Serenísimo Señor Infante.

Chifló el Rey:

—Mi cuñado es el único para descubrir estos genios que se ocultan como modestas violetas.

Se abanicó la Reina:

—Será preciso pensionarle.

El melenudo de levitín y rodilleras pasaba a cosechar los plácemes de la Señora Infanta Doña Isabel Francisca. Su Alteza le dio a besar la mano con brusquedad ramplona, que recordaba el estilo del Padre Claret. La Serenísima Infanta, contrariamente a su costumbre, mostrábase lacónica y reservada, sin que la buena música la hiciese cabecear un sueño pasajero. La Alta Servidumbre rumoreaba que tales vinagres los promovía el acuerdo de matrimoniarla con el Conde de Cirgenti. El Conde Indigenti, de unas aviesas aleluyas que circulaban manuscritas por desvanes y antecámaras de Palacio.

IX

¡El prometido no es una ganga!

Unánimes, las cornejas palatinas repicaban con este rezo la castañeta de pico. El Infante Don Sebastián, por sacar de penurias al pariente napolitano, había sido el primer sugeridor de la boda, piadoso metimiento que le atrajo la repulsa materna. Desde Trieste, con chapurreo portugués, le descomulgaba de hijo la Señora Princesa de Beira: En un pliego, bajo cuatro obleas, por la posta certificada, habíale remitido su maldición con muchos borrones y el sello de sus armas. Al Serenísimo Infante le lloró todo un día el ojo tuerto. La Corte Carcunda de Trieste, santurrona y cismática, no encubría su desacuerdo con la diplomacia vaticanista, y había llevado una conjura de gran estilo para estorbar la boda que convertía en posible Rey Consorte al Conde de Girgenti. La Princesa de Beira acogía con apasionada credulidad todos los rumores referentes a la mala salud del Príncipe de Asturias. Fanática y mandona, recriminaba con atribulado sobresalto la conducta de la Corte Pontificia:

—¡Dios está de nuestra parte! No puede ser de otra manera. Iré a Roma, y veré en audiencia al Santo Padre. Le demostraré cómo se halla obcecado en los asuntos de España. Nuestra Causa es la Causa de Dios.

En el Palacio de Oriente, la Camarilla Apostólica del Rey Don Francisco se arrugaba con el mismo melindre, garabatera de cruces:

—¡Dios ilumine al Santo Padre!

En la Servidumbre de la Reina había dos bandos: El apostólico, de trashumancia carcunda, y el contaminado por las ideas del siglo, que era favorable a la abdicación en el Príncipe. El Príncipe también tenía de su parte al gran tono, los abonados de la ópera italiana, los elegantes que se vestían en Londres.—Asomaba entre cortinas la vieja tramoya, con el reconocimiento de los derechos que representaba la rama de Don Carlos María Isidro. Era la Causa de Dios, y no podía faltarle en la tierra el dulce influjo de la Seráfica Madre Patrocinio:

—¡Amor con amor se paga!

El Padre Claret también acogía con crasas vocales payesas la inteligencia con la rama sálica:

—¡El Vaticano volverá de su acuerdo! ¡Dios es muy grande!

Cautamente, en voz baja, sin salir de la sombra, la diplomacia vaticana acogía la posible regencia mancomunada de los Condes de Girgenti. El rojo solideo se inclinó con aparatosa cortesía.

—Jamás olvidaré tan grata fiesta, que me ofrece el honor de saludar a Sus Majestades.

X

El Rey Don Francisco volvía con deleite los ojos al sobrino de la mano izquierda, recién aparecido a pretender en la Corte.—El Conde Blanc, famoso en las ruletas internacionales, últimamente enrolado en los zuavos pontificios, como Príncipe Luis María César de Borbón.—Los Duques de Parma, Su Alteza Serenísima la Archiduquesa Beatriz de Este, los Condes de Bari y los de Siracusa, la Gran Duquesa de Toscana, le reconocían como bastardo de la sangre fernandina, brote lozano de Su Majestad Católica. La Familia Real de España, indecisa algún tiempo, le abría amorosa los brazos en aquel histórico entreacto, aconsejaba, según se propaló en hablillas de antecámara, por la Seráfica Madre Patrocinio. El Augusto Monarca le habló con merengue, sacando la cadera:

—Pronto recibirás un testimonio de nuestro aprecio. Isabelita quiere darte la gran cruz de Carlos III.

Se dobló solapado el Príncipe Pontificio:

—Es una distinción muy señalada, que estimo profundamente; y, sin embargo, yo… El Rey Carlos III, en algunos sitios, despierta un doloroso recuerdo… El Vaticano en todo evento dirá la última palabra. Para mí sería altamente honroso recibir tan señalada gracia.

Extremó los tiples de marioneta el Rey Don Francisco:

—Me agrada mucho descubrir tus dotes diplomáticas. No se me había pasado por el pensamiento el inconveniente que alegas, y mucho menos a Isabelita. Pero no vas descaminado. No será de Carlos III. Será de Isabel la Católica.

Enternecióse bizarramente el Príncipe Luis María César:

—Gustoso desnudaría mi espada y daría mi sangre por Vuestras Majestades.

El Rey don Francisco, a su modo, arrogantizó la figura, sacando un cuarto de anqueta:

—¡Qué fuego tienes! ¡En todito descubres la sangre que circula por tus venas! Los Borbones todos son valientes.

El Conde Blanc, famoso en las ruletas cosmopolitas, se inclinó con pomposa suficiencia.

—No lo desmentimos, Señor.

Su Majestad Don Francisco le susurró en voz baja:

—En la intimidad, puedes llamarme Tío Paco.

La inolvidable fiesta, donde leves instantes habían sido las horas, terminó con un honesto fandango, que bailaron la Primosora y Malas Cachas.—Estrellas del tablado flamenco, que sabían conducirse en los salones sin alzar un demasiado la pierna.—La Reina Nuestra Señora aplaudió, con los ojos húmedos de emocionado rocío:

—¡Mi adorada España!

Después del concierto, el sobrino de la mano izquierda fue invitado al rosario de familia en la Cámara de la Reina.

XI

Balcón miradero al Manzanares, azules lontananzas con árboles.—La Señora abre la pompa de su regazo entre un rojo solideo y los velos de una tapada. La Reina Nuestra Señora, esperando la hora del rosario, celebra secreta merendona de compota y chocolate con el Padre Confesor y la Madre de las Llagas. El soconusco, en la espiritual compañía de aquellas santificadas personas, era un regalo del Cielo:

—¡Dios sobre todo! Ya están firmados los dichosos nombramientos, y mañana saldrán en La Gaceta. Miraflores me ha puesto esta mañana el alma en un puño con la conjura de los Generales Unionistas. Me ha hecho indicaciones muy claras para que les contente con el Poder.

El Confesor sacó la tabaquera:

—Ese cándido no comprende que está siendo instrumento ciego de las logias carbonarias.

—¡Sabré resistirme! Mi madre tampoco deja de mandarme emisarios, aconsejándome que abdique. Me he contenido para no contestarle que jamás entregaré la tierna flor de un hijo a los cuidados de otro jacobino como Espartero. ¿Y por qué la abdicación? ¿Acaso han triunfado los revolucionarios? ¿Que hay conspiraciones? Las hubo siempre. ¿Que esta vez prometen ir más lejos? Ya se verá. Y en todo caso no ha de faltarme la celestial ayuda y el amor de los españoles.

La monja y el fraile juntaban sus voces, celebrando tan saludables propósitos. Dulzona, extasiaba los ojos Sor Patrocinio:

—La Reina de España es un dulce muy regalado para los festines de Lucifer. Las Legiones Infernales no descansan para poder ofrecérselo.

Sorbió un polvo teológico el Confesor de la Reina:

—¡Naturalmente! Patillas apetece siempre el piperete preferido del Rey de Reyes. La Reina de España, ante todo, debe mostrarse madre cristiana y resguardar de la pestilencia la flor tiernísima del Augusto Niño.

La Católica Majestad remansaba el timorato pensamiento en las memorias de su infancia, bajo las censuras de la Santa Sede:

—¡Abdicar, jamás! ¡Mi hijo educado por la demagogia, jamás! ¡Una abdicación impuesta, jamás!

Remachó el Padre Claret:

—¡Una abdicación impuesta por la ola revolucionaria!

Y entonó la monja, con dolorida expresión:

—Dios se vale de tantos temores y sobresaltos para probar la entereza de su amada hija frente a los enemigos de la Iglesia.

La Reina se arrebolaba de fervores:

—¡Salvaré mi alma!

—¡Digna nieta del Tercer Fernando! Si Vuestra Majestad un día, fatigada del peso de la Corona… El caso no es probable, y sólo en hipótesis coloco a la perspectiva de otro Yuste. Si Yuste abre sus puertas y saluda con sus órganos a la Reina Católica… Santo y bueno. ¡La abdicación! ¿Pero en qué rama? ¡Y cuántas veces no hemos considerado el caso en el Santo Tribunal! La Reverenda Madre tampoco es ajena a estos propósitos. Y referente al supuesto de que la conjura masónica se desbaratase con la abdicación, tampoco conviene cerrar completamente los ojos. La Italia nos habla con sus ejemplos.

Doña Isabel se abanicaba con reservona suspicacia de alcaldesa:

—¡Me creo completamente segura! ¡Para aguar la fiesta de la revolución me bastaría con llamar a Serrano!

El Reverendo se frotaba las palmas, con sorna y rejalgares:

—Tiene muchos bemoles ese liberalismo templado.

Suspiró la Seráfica:

—¡Yo creo muy adicto al Señor González!

Dilataron sus odres las anchas vocales catalanas del Padre Claret:

—¡Muy adicto! ¡En estas alarmas, la mejor garantía del Altar y del Trono! ¡Insustituible para mis luces!

Suaves pianos de la monja:

—El Señor González, hasta el presente, ha dado muestras de una energía muy saludable.

Se apuró la Reina:

—¡Si no he pensado un momento en retirarle los poderes! Nombré a Serrano para indicar que la tormentona revolucionaria se disipa con un abanicazo de esta Santa Bárbara.

El Padre Claret glosó, recogiendo el ruedo del manteo:

—El Arcángel San Miguel tiene un espadón de fuego para defender a la Reina Católica. El Señor Duque de la Torre puede quedarse por allá, muchos años, sacándole filo al suyo.

Sor Patrocinio besaba la cruz de su rosario:

—¡Divino Señor, a todos los momentos abrimos las heridas de tu Santo Costado!

La Reina de España tenía el pañolito sobre los ojos:

—En el Cielo deben estar enojados conmigo, y lo comprendo. ¡Es natural! Los Reyes vivimos en un círculo de tentación. Nuestros alcázares no pueden ser Tebaidas.

Solfeaba el fraile dando lustre a la tabaquera:

—El más arduo problema que se nos ofrece en este valle de lágrimas es el de nuestra salvación. Vuestra Majestad no puede perder su alma, si se mantiene en la gobernación de su pueblo como firme columna de la Iglesia.

Ilustró la monja con melosa intriga:

—¡La Reina Gobernadora ha cometido el mayor de sus yerros aviniéndose a gobernar con jacobinos! ¡Y se ganó las censuras de la Santa Sede!

El Confesor, recordándose del púlpito, abría los brazos:

—¡Que España no vuelva a caer en los errores del liberalismo es la obligación primera de Su Majestad Católica! Dios Nuestro Señor, en sus altos designios, dispuso que en una guerra sangrienta fuese vencida la rama sálica y que las sienes de la augusta huérfana recibieran la corona de San Fernando. ¡Ahí es nada! Dios Nuestro Señor ha coronado vuestras sienes para su servicio en la tierra, no para el fin execrable de entregar al influjo de las logias el Gobierno de la Católica España.

—¡Naturalmente! Para tomar una resolución he de oír a todos los que me aconsejan y rezan por mí.

Sonaban cornetas crepusculares con el relevo de guardias. Remotas, en la orilla del río —azules y moradas de trastarde—, riñen de lengua dos lavanderas, y cada cual se azota la nalga con una mueca para los balcones reales.

XII

Fray Antonio María Claret, Arzobispo de Trajanópolis y Confesor de Nuestra Augusta Señora, guió el rosario en la penumbra de la Regia Cámara. El Conde Blanc, famoso en las ruletas internacionales, fue motivo de edificación para el concurso, rezando en armonioso latín romano, como era de protocolo en el rosario del Santo Padre.—Asistían, con sus ayas y tenientas, las Serenísimas Infantas Doña Paz y Doña Eulalia. Con áulicos y mentores, el Príncipe de Asturias. La Serenísima Infanta Isabel Francisca, con una dama de honor. Con el Pollo Meneses, Gentilhombre de su Cámara, la atiplada Majestad del Rey Consorte.—El Conde Blanc, después del rosario, presentó sus homenajes al Príncipe Alfonso. El Augusto Niño le acogió con vivaz simpatía:

—Me alegro que seas zuavo del Santo Padre. La primera obligación de todo caballero cristiano. En España no tenemos ningún cuerpo de zuavos, y es un uniforme muy bonito. El de los mamelucos ya no me gusta tanto. Cuando yo sea rey, de lo primero que firme será la creación de un cuerpo de zuavos. Es un uniforme precioso, y a ti te va muy bien. ¿Mamá, por qué no creas un cuerpo de zuavos?

Sonrió, picada, la Católica Majestad:

—Te dejo a ti esa gloria, para cuando gobiernes.

El Príncipe se refugió en los brazos de Nuestra Augusta Señora:

—¡No te enfades, mamá!

—¡Pobre tontín, si piensas hacer la felicidad de los españoles con la creación de un cuerpo de zuavos!

El príncipe, sorbiendo una lágrima, se llenó de suficiencia:

—Ya sé que eso no sería bastante. Pero siempre era algo, mamá. Ten seguro que todos los niños de mi edad se alegrarían extraordinariamente.

—¡No lo dudo!

—¡Pues ya era algo! ¿O es que los niños no son nadie?

La señora le miró conmovida, cargados los ojos de dudas y tristezas:

—En estos tiempos los niños son más que los grandes. Despídete, que es hora de que te recojas y duermas; ya te llegará el tiempo de que te quite el sueño el peso de la Corona.

El Príncipe se inclinaba sobre el hombro maternal:

—¿Luis habrá visto muchas veces al Santo Padre?

Bombeó el labio con grata sonrisa la Augusta Señora:

—Puedes preguntárselo.

—Ardo en deseos de que me digas cómo es el Santo Padre. ¿Cojea un poco, verdad? ¿Tú le habrás visto muchas veces? Yo tengo un retrato dedicado. Te lo enseñaré para que me digas si está parecido. ¿Tú le has visto de cerca?

—Muchas veces le he dado escolta, y muchas le he montado la guardia.

—¡Qué suerte!

Se abanicó la Reina:

—Cuéntanos algún particular del Santo Padre. Te oiremos con sumo gusto.

El Conde Blanc era meloso, insinuante, saturado de efluvios eróticos. Estaba muy al tanto de los cotilleos y murmuraciones de las Cortes Extranjeras. Sobre estas gracias mostraba la más acendrada fe religiosa, y era un piadoso regalo espiritual oírle referir la vida penitente del Santo Padre: —Ayunos, cilicios, azotes, dormir sobre una tarima.—Las Católicas Majestades se edificaban, suspensas del relato. La Señora, particularmente conmovida, se despechugó, con uno de sus generosos prontos reales:

—¡Como yo estuviese a su lado, ya te digo que esos disparates no se los consentía! Los Santos son como los niños, y arruinan su salud si se les deja salir con todo adelante.

Chifló el Rey Consorte:

—¡Muy extraño que no sean más conocidos los milagros del Sumo Pontífice! ¡Y con la vida de maceraciones que tú explicas, no está sin el don de milagros!

Decretó categórica la Reina Nuestra Señora:

—¡Apuradamente! ¡Cómo iba a negárselo el Espíritu Santo!

El sobrino de la mano izquierda bajó la voz:

—El Santo Padre no está sin ese don precioso. Pero es tanta la humildad de aquel corazón, que con lágrimas en los ojos ha suplicado el mayor silencio a cuantos nos hallamos en el secreto.

—¡Qué ejemplo!

El Barón de Bonifaz arrobó los ojos:

—¡La Santidad que le arrastra!

El Príncipe Alfonso, al despedirse, antojó ver desnuda la hoja del sable que lucía el Conde Blanc: Un corvo y dorado sable turco que había pertenecido al Gran Duque de Berg.

XIII

Nuestra Augusta Señora se retiró a sus habitaciones privadas, con barruntos de neuralgia. Cerraba un ojo. Olvidados los regios disimulos, llenaba el aire de suspiros y el pañolete de lágrimas. Dócil a las recetas de su camarista, se puso parches de sebo en las sienes y alternó pajarete con bizcochos, para sobrellevar el peso de la Corona. Impensadamente, le sobrevino un cambio de humor, y desechó la preocupada aflicción, con sandunga populachera:

—¡Fuera penas! Pepita, sírveme otro culito de antiespasmódico.

La quintañona, cumplimentado el servicio, sacó un gesto de rancia pudibunda:

—Si Vuestra Majestad me concediese su real licencia, ya le haría entrega de una esquelita.

—Venga.

La Doña Pepita corrió a ponerla en una bandeja, registrándose la faltriquera. Halduda y pilonga, se confitaba con almíbar beato:

—¡Es muy saladísimo!

Su Majestad rasgó el sobre:

—¡Y un corazón de niño! Con haber sido tan trueno, conserva vivo el tesoro de la Fe.

—Permanecer incorrupto en la relajación, presupone un milagro.

—¿Creerás que en ningún momento olvida santiguarse? ¡Aun al pecar! ¡Si te digo que me da a mí ejemplo!

—¡Casi no es para creído!

La Católica Majestad, conmovida por aquellos recuerdos, empañaba de lágrimas la tinta del billete.

—Pepita, voy a tener que acuñar moneda falsa.

—¡Qué gracia bendita!

—Revisas mi joyero, y eliges un lote, para llevarlo al Monte.

—Tendrá que ser un lote de alhajas discretas, que no vayan contando su procedencia.

—No me aumentes la jaqueca. Tú sabes muy bien cómo eso se hace.

—¡Que se vea en tales apuros la Reina de España!

—Un Rey de España ha empeñado su gabán para cenar, y su nieta aún no ha llegado a tanto.

—¡Jesús mil veces!

—¡Hasta hay una función de teatro con ese argumento!

—Como que es un ejemplo muy para considerado.

Reía la Señora, enjugándose los ojos:

—¡Pepita, no hagas dengues! Es preciso que reúnas un buen puñado de dinero… Me ha referido sus apuros… Es tan caballero que tuve que ponerme seria para hacérselos confesar. ¡Ha sido una mala cabeza, pero qué corazón tan noble! Estoy en la obligación de redimirle… Me parece que es una buena acción: Así mi extravío obtendrá más fácilmente gracia a los ojos del Altísimo.

—Vuestra Majestad no ha de salvarse como mujer, sino como Reina de España.

—¡Eso es verdad! Yo seré juzgada por los méritos que contraiga en el gobierno de la Nación Española. Como Reina Católica, recibiré mi premio o mi castigo, pues no me parece natural que se me juzgue por fragilidades que son propias de la naturaleza humana.

—¡Claramente!

—En ese respecto me hallo perfectamente tranquila. Mis flaquezas de mujer son independientes de mis actos como Reina: Teólogos muy doctos me han dado las mayores seguridades sobre este particular. Como Reina Católica he de ser juzgada, y por eso quiero seguir escrupulosamente los consejos de la Santa Sede. Patillas habrá de chincharse, si tengo por abogado en la Corte Celestial a Su Santidad Pío IX.

La Doña Pepita se arrugaba lagartona:

—¡Vuestra Majestad no iba a repartirse con un pie en los profundos y otro en la Gloria de Dios!

—¡Eres muy talentuda! No podría, por mucho que me abriese de piernas.

La Reina sacaba con sandunga el morrete: Envuelta en un peinador de lazos, con desgonce de caderas y celosos arreboles, pasó a su alcoba. Olvidado y caído sobre la alfombra, quedaba el billete, un pliego con escritura cruzada y cifra heráldica. La Doña Pepita, con pulcro cuidado, se lo puso bajo el corpiño, sujeto por un alfiler.

XIV

El Barón de Bonifaz pasó entre cortinas, asido al guiño refitolero de la Doña Pepita. Su Majestad le acogió espantadiza, descubriendo las aprensiones de su real ánimo:

—El Presidente del Consejo me ha puesto los nombramientos a la firma, y no juzgué político excusarme… La coacción ejercida por algunos descontentos me obligaba. Ya verán ahora esos intrigantes que soy la Reina de España. ¡Los más obligados a la obediencia se conjuran y pretenden imponer su veto a la Regia Prerrogativa! Que tengan paciencia. Ya les llegará su vez. Pues ahí los tienes, amenazándome como barateros. ¡Aconséjame!

Adolfito Bonifaz extasiaba los ojos en la manera de Sor Patrocinio:

—La Reina de España ha pecado de complaciente al no diferir la firma. El Gobierno va demasiado lejos, provocando un conflicto que puede costarle la dimisión.

—Eso no es posible.

—¡Tal puede venir la amenaza!

—El Gobierno tiene elementos para resistir.

—¿Y no sería más cuerdo excusar la batalla? Hablo con el pensamiento en la conveniencia de no restar defensores al Trono. La Reina, por esos nombramientos, deja obligados a los espadones del moderantismo, y con una crisis oportuna, desagravia al otro cotarro, entregándole el disfrute del Poder al Duque de la Torre.

—Lo había pensado, pero en los actuales momentos no puede hacerse eso… Compromisos de conciencia me impiden realizar un cambio político, que disgustaría a la Santa Sede. Aconséjame otra cosa. Deseo oírte. Tú no me engañas, y te abro mi corazón. ¡Ay nene, temo el fregado que pueden mover esos revoltosos! Te diré: Tampoco estoy de acuerdo con liarse la manta, como quiere González Bravo. He pensado dejar en suspenso la publicación de los decretos, y esperar… No me parece mucha exigencia… Esperar a que se les aplaque la sulfurosa a los Martes Unionistas. Te aseguro que sería mi mayor satisfacción poder hacerles una jugarreta. Se lo merecen por intrigantes. Les enviaré con promesas a Pepe Alcañices. Me lo traes. Quiero saber por dónde respira. Es posible que, como tú, salga con el registro de dar el Poder a Serrano.

El Pollo Real, a estilo de tablas, metió una rodilla en tierra, pegándose al regazo de la Reina.

—Mi Graciosa Señora, me ha pedido un consejo y se lo he dado lealmente.

Suspiró la Graciosa Señora, tirándole de las orejas:

—¿Quieres que me atraiga las censuras de Roma? Yo he de salvarme por mis actos como Soberana Católica. Y vamos a cuentas. Un pajarito me trajo el mensaje de que mi niño desea juerguearse en el Herradero de Los Carvajales.

Adolfito besuqueó la augusta mano:

—Yo nunca disfruto de mayor juerga que cuando me empleo en el servicio de mi Reina.

La Señora amontonaba con sandunga el labio borbónico, recogiendo el venusto sentido de aquella lagotada:

—Una semana vas a dejar de ocuparte en mi real servicio… Ya ves, no quiero quitarte el gusto de que vayas a Los Carvajales. Lo he pensado… Aprovecho la ausencia para hacer limpia de cuerpo y de alma la Semana de la Purísima.

Adolfito, suspirando entre veras y burlas, requirió las manos de la Señora:

—¿Hoy comienza la privación?

—Sí, porque están sonando las doce… Ya es mañana.

Adolfito apagóse con lacerado lamento:

—Esta noche van adelantados todos los relojes de Madrid.

—Camelista. En Los Carvajales tendrás de compañero a mi sobrino de la mano izquierda. Una pregunta. ¿Qué golpe te ha dado?

—¡Le he visto tan poco!

—¡Es muy apuesto!

—Sin duda.

La Católica Majestad apreció en conocedora:

—Quizá demasiadas redondeces… Pues yo me sé, y tú también, dónde ha dado flechazo… ¡Que existan esos vicios por el mundo! No tengo derecho para ser severa con los pecados del prójimo, sin embargo, se hace de mucha necesidad otra lluvia de fuego… Anda, bésame la puntita del dedo meñique. ¡Sin morderlo!

—¿Así?

—Así hasta que podamos estar como teja con teja.

XV

En el Casino, jugando al monte, esperaban la hora del tren andaluz algunos pollos del gran mundo invitados al Herradero de Los Carvajales. Armando jaleo tiraron los últimos albures, pidieron coches. El Conde Blanc y Adolfito, cambiando cortesías, se metieron en el mismo fiacre, como decía entonces el buen tono:

—¡Clamor del Pueblo!

—¡La Nueva Iberia!

—¡El de la suerte! ¿A quién se lo doy? ¡Mañana sale! ¡El de la suerte!

El Conde Blanc, en el fondo del coche, murmuró escéptico:

—Me han dicho que es caso muy raro la falsificación de billetes… La emisión fraudulenta de series dobles…

El Barón de Bonifaz sacó un suspiro de chunga:

—¡Somos un pueblo sin imaginación!

Desembocó el coche en las arboledas del Prado. Un sonámbulo de quepis y pincho apagaba los faroles:

—¡Clamor!

—¡Iberia!

—¡Café caliente!

Sacó la cabeza el Conde Blanc:

—¡Bella arquitectura la del Museo! ¿Tampoco por ahí se ha intentado un golpe?

Adolfito se tiró de los puños con cínica petulancia:

—¡Todos los buenos negocios están inéditos!

El Conde Blanc, famoso en las ruletas cosmopolitas, le miró con suspicaz extrañeza:

—Carísimo, esos milagros los hace la educación religiosa del pueblo. La España es todavía un ejemplo para el mundo.

En la Estación, bajo la marquesina de cristales rotos, agrupábase una hueste de criados con maletines, líos de mantas, perros de caza y escopetas en funda. La locomotora maniobraba en agujas. De pronto un bulto —paletó, bastón, chistera— salta a la vía, y haciendo la rana, se aplasta en los rieles. Grito del andén. La locomotora negra, sudosa, abierta la válvula del vapor, le pasa por encima lanzando silbatadas. Corren los mozos de tren. Se apea el maquinista, agarrándose la cabeza. Saliendo por fuera de la vía, un brazo trunco agarrotaba un papel entre los dedos. Muchas voces reclaman saber lo que escribió el suicida. Se apodera del papel el viajante de géneros catalanes. Un mozo del andén levanta su linterna:

—Soy una víctima del despótico Gobierno de Isabel. Pascual de Cárdenas.

Murmura el Jefe de Estación:

—¡Un loco!

El Cabo de Polizontes se apodera del escrito y ordena al grupo de curiosos que se disuelva. Deja dos números de vigilancia, se asegura el papel en la correa del cinto y aprieta el paso para poner el hecho en el superior conocimiento de sus Jefes.

XVI

Recibió el parte un chupatintas, y lo pasó a otro tal, que escribía en una mesa cargada de legajos. Este ruin, con el papel del suicida en la mano y la pluma en la oreja, lo elevó a conocimiento del oficial, que dormitaba en una leonera apestosa de tabaco, atufarada del quinqué a media mecha. El papelito del suicida, corriendo rigurosamente todos los grados del escalafón policial, ascendió al Gabinete Negro: Estuvo allí perdido en el acelero de timbres y mamparas, hasta que el secretario lo pasó con la firma al despacho de Su Excelencia. Carlitos Mori se detuvo en la puerta, pidiendo excusas: Pulida petulancia. El Presidente conferenciaba con Don Cándido Nocedal: Eran cuñados: Don Cándido Nocedal, ya por entonces se había puesto boina de carcunda. El secretario hizo ademán de retirarse: Le interrogó el Presidente:

—¿Qué noticias tenemos?

—¡Ya respiramos, Don Luis! El General Córdova ha tomado el tren para Los Carvajales.

—Lo esperaba.

—Por cierto que ha ocurrido un lamentable accidente. Se arrojó a la vía un pobre guillado. ¿Recuerda usted aquel infeliz que redactaba memoriales en verso?…

Le cayó un nublo sobre la cara al Presidente:

—Todavía esta tarde me atracó en el Congreso… Y creo que me ha dado una carta. No la he leído. Aquí la tengo.

Carlitos Mori la tomó, arqueando las cejas sobre aquella coincidencia de mal agüero; y poniéndose bajo la gran araña, rasgó el sobre. Buscó la firma:

—Pascual de Cárdenas. El suicida de la Estación.

—¿Qué escribe?

El secretario leyó con desentono:

—«Ingrato amigo de la Joven España: Si esta carta, como tantas otras, quedase sin respuesta; si el recuerdo de una tierna amistad…»

Cortó desabrido el Presidente:

—¡Nada! ¿Que me anuncia su muerte?…

Carlitos Mori adelantaba los ojos por el pliego:

—¡Así es!

Don Cándido Nocedal se petrificaba en una mueca de bilis y lástimas.

—¡Un botarate de palabra!

—¡Qué remordimiento, Cándido!

—¡Manda que le digan misas por el alma!

—¡No haber leído la carta!

—¡Reperoles! No la has leído, y nada le debes.

—El disgusto que tengo… ¡Y había una vacante!

—Que no hubieras cubierto con ese orate.

Don Cándido Nocedal era un feo cuarentón de mucha planta, ojinegro, cetrino, patillas de jaque, carátula de cartón mal humorada.

XVII

El Señor Presidente comenzó la firma. Quedó con la pluma en el aire:

—Torre-Mellada me ha pedido cuatro tricornios para decoro de una procesión, no sé si de Solana: Se los ha ganado: Le mandaremos seis. Queda a tu cargo que se curse la orden; mañana seguiremos la firma. Te dejaré en tu casa, Cándido. Sólo me faltaba, para quitarme el sueño, la fantasma del pobre Cardenillo. ¡Hasta este momento no había caído en quién era!…

Libro quinto: Cartel de ferias

I

¡Solana ya no es Solana,
que es segundo Guasintón!
¡Tie Recreo y toa la hostia
de una culta población!

II

En la llanura fulgurante, el villaje ancho y decrépito. Fuera de bardas, el gitano aduar. Sobre un cerro de retamares, la ruina del castillo. Triscan las cabras, y el pastor, remontando en la sombra de la ruina, hace calceta.—En Solana del Maestre, como por todo aquel ruedo, las ferias aparejan siempre prematuros calores, y prosperan las alegrías del jarro. Por aquellos días, nunca faltaba el Trueno Madrileño en Los Carvajales. El Marqués de Torre-Mellada —parasol de alpaca, uniforme con espadín, sombrero apuntado—, entre un juez y un alcalde, los murguistas detrás, las vaquillas de la capea por delante, presidía, año tras año, la Ceremonia de los Verdes.

III

Con pólvora y murga, la comitiva penetra en la Iglesia de Santiago. El Marqués de Torre-Mellada ocupa un sillón puesto en el presbiterio, y dormita discretamente durante el oficio con armonium y solfa. En la sacristía, donde luego pasó con el clero, los directores de las bandas y el cabildo de concejales, hubo de pedir que abriesen la puerta para que entrase el aire, y, abanicándose con el sombrero apuntado, dejóse caer en el asiento de una silla rebajada, ruedo de dos gatos, que le subieron por el espadín a olerle la cara:

—¡Qué confianza!

El sacristán los espantó metiéndoles encima el apagacirios. El Vicario de los Verdes, aún revestido con la capa de coro, salió a la calle, deshaciendo a puntapiés el retablo de beatas y zanganillos, venido por ensalmo a curiosear en la puerta. Volvió sofocado, y al del apagacirios le ordenó ponerse de centinela:

—Señor Marqués, nuestro alcalde desea comunicarle la solicitud de indulto que todo este vecindario eleva hasta las gradas del Trono.

Cacareó el palaciego:

—¡Me preocupo! ¡Me preocupo mucho por esos pobretes!

El alcalde se adelantó haciendo una gran genuflexión, con el catite en la punta de la vara:

—Señor Marqués, si usía excelentísima no pone expediente, nuestro secretario hará lectura del documento.

El Marqués de Torre-Mellada opuso un apurado cacareo:

—¡Lo conozco! ¡Está muy bien! ¡Muy sentido! ¡Hasta muy literario!

Con una sonrisa declarándose autor, salióse de línea el secretario, un tipo calvo, de chaqueta y pantalón de trabillas con las arrugas del arca:

—Está de manifiesto, por todos los antecedentes de los archivos parroquial, judicial y municipal, la suma honradez y cultura de este municipio.

Barbolló el Vicario:

—Aquí, como en todas partes, pacen la buena y mala pécora confundidas. Señor Marqués, en su reconocido valimiento pone sus esperanzas, no este núcleo escaso de feligreses, todo el distrito. Señor Marqués, de su favor en las regias antecámaras no esperamos menos que el indulto de nuestros convecinos. ¡Hay que ganárselos al palo!

—¡Indudablemente! El espectáculo del palo es horrible. La pena de muerte, muy necesaria, pero para otros criminales.

—¡Estos infelices son unos hambrientos!

El Marques de Torre-Mellada era muy fácil para las promesas y no concedía la menor importancia a sus buenas palabras: Se complacía con aquella propensión zalagotera, considerándola virtud de cortesano:

—Si contra toda razón no se alcanzara el indulto, se verá cómo sacarlos de la cárcel de Córdoba. ¡Pero se conseguirá el indulto!… Desde ahora apuesto mis dos orejas. Vamos, señores, ¿creen ustedes posible verme sin orejas en la próxima feria?

Con un solo de gallos celebró la ocurrencia, mientras el concurso, ausente a todo espíritu de chanza, con tijeretas de los ojos, le estudiaba las orejas.

IV

Solana del Maestre, famosa por sus mostos y mantenimientos, se halla sobre los confines de La Mancha con Sierra Morena. Antañazo, como rezan allí los viejos, estuvo vinculada en una Encomienda de Alcántara: Hogañazo, las olivas, piaras y rebaños del término se reparten entre dos casas de nobleza antigua y un beato arrepentido, comprador de bienes eclesiásticos en los días de Mendizábal. Solana del Maestre, en llanura fulgurante y reseca, es un ancho villar de moros renegados, y sus fiestas, un alarde berebere.—Pólvora y hartazgo, vino y puñaladas.—En aquellas ferias, con los calores, las calles eran bocanas de lumbre, y un agobio el aire con polvo de trillas y moscas tabaneras. Los negros charros, los gitanos escuetos, el haldudo mujerío con vistosos pañuelos portugueses, adquirían en aquel ambiente una luminosidad agresiva. Entre acecinados pastores de zurrón y montera, trotaban piños de cabras, escandiendo el baladro de las esquilas con un hálito agreste: Iban las piaras tardas y gruñidoras en una tolva: Ringlas de mulos movían con desgarbo las cruces anqueras, y no faltaban trifulcas de arrieros al contorno de los dornajos, por las rinconadas de paradores y mesones. Los vastos zaguanes rebosaban de gente aquel año subversivo de 1868. El cartel de ferias, bronco de rojos y gualdas, anunciaba veintitrés vaquillas de capea y cuatro novillos de muerte.

V

El Niño de Gloria y Curro el Chato, vestidos los ternos de luces —sudados oropeles famélicos—, fumaban recogidos a una alcoba guardillera, en el Parador de Don Lope Calderete: Fumaban en silencio, resignados con estoica cobardía al escarnio, al hambre y a la muerte. La alcoba, llena de sol y de moscas, tenía una buharda en el tejado. Brillaba el espejillo sobre el aguamanil de hierro. El Niño de Gloria, erguido y junto de pies, se pintaba coloretes con un naipe: Menudo, descolorido, triste, con la colilla pegada al labio, tenía un gesto vicioso de cinismo precoz. El Curro, entre nieblas de soñarrera y tabaco, bebía café con largos reposos y alternaba menguados sorbos en la copa de ojén: Era un bigardote tenebrario, cobarde con los toros y bravucón en las tabernas: Lucía un jabeque y la mella de dos dientes: Masculló apicarado:

—Niño, no te comas la azogue, que te vas a ocasionar una fiebre tembladera. ¿Has visto la jeta de los morlacos? Esos guasones saben el calepino para examinarse.

El Niño de Gloria se volvió, bajando un párpado:

—Pues aguantaremos la soflama y los botellazos de la afición. A menda le gritan y le meten en la trena, pero no se deja empitonar por un choto atoreado.

Curro el Chato trasegó el último sorbo de café:

—En el ruedo se pierde la frialdad del razonamiento, se calienta la sangre y es propensa una cegazón.

—Cuando se busca cartel. ¿Y qué cartel vas buscando en este corral de cafres? ¡Ni siquiera han sido para convidarnos las Autoridades!

El Curro escupió la colilla:

—Pagamos el cambiazo de alcaldes.

—Y la poca educación. Nosotros semos contratados para estoquear cuatro novillos, no para nombrar diputado. ¡Me parece! La opinión política, en todas partes es empírica para los toreros. ¡Me parece!

El Niño de Gloria, que hablaba vuelto al espejo, terminó su razonamiento mojando con la lengua el envés del naipe.

VI

Ya llevaban ambos chulos un buen espacio en silencio, cuando apareció en la puerta el posadero: —Aquel Don Lope Calderete, sangrador y albéitar—: El viejales, puesto de levitín y chistera, se movía con resortes de fantoche, sacando la tripa, engallando la cabeza:

—¡Chavales, habéis hecho la suerte! El Marquesito, que ahora llegó con su gresca de amigos madrileños, quiere apurar con vosotros una botella.

Ceceó el Curro:

—Maestro, nos hemos retirado de la bebida.

—Morral, ten pestaña. Al Marquesito os conviene camelarlo.

El Niño de Gloria presumió, mirándose el perfil del talle, y sacó la petaca:

—Ese ganado madrileño está muy atoreado.

—No seáis cepos. Al Marquesito hay que brindarle el primer morlaco.

El Curro tosió, apicarado:

—Le brindaremos la corrida, si es interés de usted, maestro.

Don Lope se apayasó con una mueca:

—¡Ya sería mucha soba!

Curro el Chato, abroncando el ceño, sacó una pregunta, como cabillo de madeja:

—¿Ese Marquesito no estaba convaleciendo en Los Carvajales?

—Justamente.

—Pues entonces viene a ser hijo de un personaje muy repintado.

Atajó Don Lope:

—¡El Marqués de Torre-Mellada, un caballero muy ecuánime!

—No le niego su mérito.

Recalcó el huésped:

—Un gran señor, sin orgullo, cuando le sobran circunstancias para tenerlo.

El Niño de Gloria silbó, aprobando y encomiando:

—A ese personaje le han sacado unas coplas muy chuscas, donde le dicen alcahuete cotorrón. ¡Y cuando el río suena!

Se infló Don Lope:

—El Señor Marqués de Torre-Mellada, tengo motivos para saberlo, es el primero en los secretos de Palacio.

Curro el Chato, que retenía una mosca en el puño, la soltó:

—Aun cuando sea el segundo, maestro.

—¡El primero!

—Corriente, el primero.

—En la casa parroquial le tenéis refrescando con unas madamas.

Se agitanó el Curro:

—También le brindaremos un torete al sexo femenino, si es el gusto del patrón.

Retrucó Don Lope:

—El gusto mío y el provecho vuestro.

—Del provecho ya se verá. No nos haga usted mal ojo.

Presumió el Niño de Gloria:

—Y le brindaremos al padre bonete y a la sobrina, que es un botón de rosa.

Se oía la gresca de comilona en el zaguán. La murga cruzaba la calle tocando un pasodoble, y el tiroteo de cohetes arreciaba entre un repique de campanas.

VII

El Parador tenía una sala baja con cenefas azules y cantarera de barros rojizos, animada por un arlequín de papeles portugueses: A esta sala le decían Sala de los Clérigos. Estaba aparejada con mesas y banquillos que repartían por corros las comilonas de tonsurados y cortijeros, chalanes y cosarios, sin que faltase en aquella parroquia la pepona del biribís y el tuerto de la chirlata. A la redonda de una mesa, la cuerda de señoritos madrileños alborotaban con castizo jaleo de guitarra y palmas. El Barón de Bonifaz, vestido a la cortijera, botines andaluces, calañés y alamares, punteaba con muy buen estilo las carceleras que sacó de mozo, huésped de la trena, el Señor Juan Caballero.—Un hombre, con la cabeza gris de plata y el perfil de medalla romana, comentó en la mesa donde comía con otros chalanes:

—¡De chipén, el niño!

Ladeóse el calañés aquel mozo aguileño que se sentaba frente por frente al encanecido feriante:

—¡Señor Juan! ¿No se le bailan a usted los dátiles? ¿Quiere usted echarse una canilla al aire, maestro?

—Rosalvino, déjalo para luego.

Insistieron, haciendo coro, los otros compadres, dos chalanes y un labrador con muchas olivas en los términos de Estepa. El Señor Juan batía el yesquero, apuntando una lenta y grave sonrisa de filósofo senequista:

—Caballeros, cada cosa a su tiempo. Ya se han pasado para mí los años del cantar y el majear y el revolucionar por el mundo. No es mi avío quitarle la vez a la gente nueva.

Rosalvino recaló el calañés sobre la oreja, donde lucía un arete:

—Señor Juan, deje usted la jonjana. ¿Quiere verse su merced con cuánta política le solicito la tiorba a ese pollo merengue?

Cobró un empaque de dignidad labradora la figura del viejo:

—Rosalvino, hay que no faltar y tener miramiento. Esos caballeros se divierten sin hacemos ninguna molestia, y nos cumple corresponder. Para andar por el mundo, la cortesía es la mejor moneda.

Confirmó el ricacho de las olivas, con gesto reposado y sentencioso:

—Así es la verdad. Más puede sombrero que dinero.

Y los chalanes, cabeceando, también estuvieron en ello. El Señor Juan, como hubiera encendido la tagarnina, se puso en pie. Los compadres le imitaron, y en cabildo se salían todos afuera, a tiempo que entraban, con los capotes al brazo y en pareja, los dos novilleros. La cuerda de señoritos chulos empezaba a romper vasos y botellas, castizamente.

VIII

Los dos chavales toreros alzáronse las monteras, saludando a los feriantes que salían. Entre unos y otros se trenzaron marchosos apretones de manos. El Señor Juan tenía una sonrisa de César:

—¡Tanto güeno!

El Niño de Gloria, con el capote al brazo, hizo un quiebro postinero:

—Lo bueno es la vista de su merced y la compañía.

Zaino y bronco, alardeó de gramático Curro el Chato:

—Lo bueno y lo óptimo.

Don Lope Calderete engalló la cabeza y sacó la panza, en grotesco pugilato:

—Lo bueno, lo óptimo y lo supérfulo.

Rebatió el Curro:

—Cállese usted, Don Calderete. Lo supérfulo ya es adorno, y no necesita adornarse el Señor Juan Caballero. ¿Hablo bien, maestro?

El Señor Juan entristeció los ojos, con la mirada de los viejos, que miran remotas sus glorias y vecina la muerte:

—No sé qué cosa te diga… Pero los buenos caballos se lucen en pelo, y con muchas borlas, los borricos amatados. En fin, sea lo que fuere, vosotros, niños, a cumplir en la plaza y a dejar bien puesto el pabellón. Para la mejor faena tengo yo una pelucona.

Curro el Chato, que se había puesto a la vera del marchoso viejo, le tocó respetuoso con la monterilla en el hombro:

—Señor Juan, semos unos morrales para lo que su merced tiene visto por esas plazas de Dios. Y el ganado no es como para lucimiento.

Presumió, entornando los ojos, el Niño de Gloria:

—¡Se hará lo que se pueda, maestro! Tanta largueza bien vale una cornada.

Rosalvino ceceó con jaque dictamen:

—Al torero lo hace el ganado y el tendido.

El labrador de las olivas le miró con sorna:

—De tu propia opinión era mi compadre el Buñolero. Esa misma sentencia le oí la última vez en Estepa.

De repente, gran estrépito de barros y cristales. Don Lope Calderete rompe y atropella por el corro, aplastándose la chistera. La cuerda de señoritos madrileños había volcado la mesa.

IX

Don Lope, con la chistera hecha un fuelle, abría los brazos ante la cachiza, tan expresivo, que el levitín se le subía al cogote con un aleteo de faldetas: Era la caracterización del fantoche desolado. Un chaval cañí, que venía con la cuerda de señoritos, lloriqueaba, negro y aceitoso, sentado a la punta bailona de un taburete. Se abrazaba con la rota guitarra. En la boca tenía una mueca cobarde y un resabio traidor en el rodar endrino de los ojos, con azulinos blancos. Cacareó Don Lope, sacando el gallo de la voz entre el aspa de los brazos:

—Este desavío supongo que me será abonado. No querrán ustedes, que representan lo mejor de la juventud y de la nobleza, mejor no cabe, arruinar a un pobre industrial, siempre deferente con el público y el progreso. Recomiendo a ustedes que sean benévolos con las faltas. Si tienen alguna queja, les agradeceré que me la manifiesten para ponerle correctivo. Este desavío ya se incluirá en la cuenta. Ustedes, caballeros, no pierdan la formalidad, que están ocupadas todas las camas.

Don Lope Calderete remató la faena del trasteo, saludando a lo payaso con el acordeón de la chistera, entre la algazara y la burla de los perdis madrileños. Gonzalón Torre-Mellada, enternecido y baboso, con rosetas de fiebre, le abrazó y besó la calva.

—¡Calderete, tú eres mi padre!

Y, con filial respeto, le dio en el cráneo una palmada. Creció la gresca. El Barón de Bonifaz cogió al gitano por la oreja y, cautivo, lo arrodilló ante Don Lope.

—Ínclito Señor Calderete, este mal ángel tiene la culpa. Se negó a subir sobre la mesa y bailarse la danza del vientre, como era su obligación.

Sacó las uñas Don Lope:

—¡Charrán, voy a comerte los higadillos! ¿Por qué esa desobediencia, mala sangre?

El gitano, con la greña sobre la frente, metía la cabeza en el pecho:

—¡Ni que me azoten! ¡Pero adonde se halle ese bailón renegado!… ¡Así le vea yo con las tripas arrastrás y picoteándolas todos los grajos de Estepa! ¡Bailar! ¡Cantar! ¡Donde se halle ese bailón renegado, ni siquiera respirar el aire!

El gitano, erguido sobre las dos rodillas, levantaba los brazos, retadores, como los fusilados del Dos de Mayo. Don Lope Calderete tuvo intenciones de aplastarle: Se sostenía sobre un pie, con el otro levantado, bélico arcángel de un inverosímil cielo de fantoches:

—¡Los higadillos he de comerte!

Fulminó el gitano:

—Ese bailón renegado mató a mi güelo, mató a mi güela. ¡Así lo pasen con garfios! ¡Mató a los tres hermanos mayores de mi padre! ¡Y a los chavales de mi tío Antonio el Tuerto! ¡Bailón renegado! A todos quemó vivos dentro de una cueva que llenó de jara.

—Y no hizo con todo ello sino una muy buena obra el Señor Juan Caballero.

El Curro formuló este epitafio con una mano en la cadera y un gran desdén en el labio de púrpura morisca. Se amainó el gitano:

—Señor Curro, cállese usted la sinrazón. Que si mi padre no acabó achicharrado en aquella hora tan negra, lo dimanó la suerte de hallarse en estas ferias de Solana. Hoy se cumplen treinta y dos años. ¡Maldito el tiempo, que corre como un galgo y se lleva la vida y el coraje, sin dar ocasión para cumplir con los muertos!

El Chirolé salióse a gatas del corro. Negro y arrugado, pegóse a un rincón y se limpió los ojos con el puño. Los señoritos y los toreros, pisando en la cachiza, se estrechaban las manos.

X

Doña Quica, la cirujana, una bruja con moño de castañuela, atisbona tras la cruz de su ventano, ceceó a los toreros cuando salían del parador en el corro de señoritos. Rezongó el Niño de Gloria:

—Ya tenemos aquí a la bruja Marizápalos.

Secreteó Don Lope:

—No hay otras manos para bizmas y emplastos. Y, si se pone, receta en latín. El protomedicato le tiene ojeriza.

Llegaba la bruja, lagartijera y corretona, el rebozo de merinillo revolante sobre el moflete: Una castaña pilonga con alas de mosca.

—¡Currillo!… ¡Tú, Gloria Patri!

El Curro hizo los cuernos con la zurda:

—¡Lagarto! ¡Lagarto!

—No me antepongas así, mal cristiano. Ante todo, que no vos ocurra desavío ninguno. ¡Eso por delante! La horilla que os pido para mí la quiero, y porque nada malo vos acontezca tengo puesto una candelilla a Santiago el Verde. Pero cuanti menos se piensa, los santos, santicos de las alturas, no miran abajo, y el diablo sopla en un pestañeo. Primero son los santos, pero cuando entra el cuerno es muy pertinente una mano experimentada. Ya sabéis vosotros que la medicina no vale para los huesos quebrados, que el saber de los libros no es competente.

El Curro escupió por la mella:

—¡Señá madre! ¿Tiene usted el bálsamo de Fierabrás?

Picardeó la vieja:

—Mejor cosa tengo, y aun cuando el torete se vaya con tu cabeza a los corrales, yo te la encuelo, hijo del alma. Tú, Gloria Patri, si el público te pone en cuartos no te desconsueles, que yo te restauro.

—Lo que usted restaura yo me lo sé.

—Calla, desvergonzado. No seáis roñas, rascaros una blanca. Y ustedes, señores condeses y duqueses. Señor Marquesito, ya veo que usted me saca de penas.

Gonzalón le dio un duro. La bruja, zalamera, llena de requiebros, la boca sin dientes, quiso besarle la mano.

—¡Viva la flor de la nobleza española!

XI

—¡Hagan sus mercedes el bien de caridad a un pobre sin ventura que no puede ganarlo!

Era la prosa de un tullido que, aculado en una tabla, sesgaba la rinconada entre nubes de polvo. Por el otro cabo venía trotando la pareja de ciego y lazarillo. Salía de los porches, aireando el talle, la verde gitana que ciñe el pandero al zagalejo y alarga pedigüeña la mano. Voceaba de lejos el Manco de los Romances. Al rezago acudían dos viejas haldudas y una moza enseñando el cirro que le come los pechos, y el evangelista que vende rosarios, y el viejo que pide para San Blas. Dejó su siesta, en los granciones de una era, aquel soldado inválido que lleva al cuello el canuto de la licencia y teclea el acordeón con una sola mano. El Duque de Támara, que había soñado ser teniente de húsares, interrogó al soldado:

—¿Dónde has perdido el brazo?

—El brazo, propiamente, me lo cortaron en el hospital, pero la bala la recibí en los campos de África.

—¿En qué acción?

—En la Batalla de los Castillejos. ¡Creo que es bien nombrada!

—¿Tú has estado allí?

—Y en otras muchas partes. El General Don Juan Prim, creo que es bien nombrado, cuando visitó el hospital me dio un cigarro puro, me estrechó la mano y me prometió una cruz en nombre de la Reina. Aún estoy esperando.

Musitó el pardo santero:

—¿Quieres más cruz que la que llevas encima? Honores en la miseria para nada valen.

Y apostilló el ciego tunante:

—¿Sabes la historia del amén que dijo una vieja en la misa? Pues al sacristán, que era un gran borracho, le sobrevino un parálisis de la lengua, y tomando su vez, saltó mi vieja con el amén, metiendo el zancajo. Y sobre el punto saltó el padre cura con esta sentencia: Amén de putil y de alcahueta, vale menos que una carajeta. Eso te digo.

Pepe Támara puso una limosna en la mano del soldado, y se la estrechó:

—¿Cómo te llamas?

—Francisco Segoviano.

—¿En qué regimiento servías?

—Segundo batallón de Ciudad Rodrigo.

—¿Recuerdas quién era tu capitán?

—El Señor Conde de Valderas.

—Justamente.

—¿Le conoce usía?

Cortó el aristócrata con un gesto imperioso:

—Preséntate mañana en Los Carvajales. ¿Sabes dónde cae el coto?

—Y tanto que lo sé. El que tiene por su desgracia que andar caminos sale veredero.

—Hasta mañana.

—¿Y la gracia de usía?

—Pregunta por el criado del Duque de Támara.

—¿Es usía el Señor Duque?

—Acaso. Tú pregunta por el criado.

Pordioseaba en torno la pelambre de pícaros con lacras y velidas. Llegaban rezando sus prosas el accidentado, el que va sobre ruedas en un camastrillo, el que pide para rehacer su casa quemada. Con este coro, entre manos pedigüeñas, señoritos y toreros llegaron al Compás de los Verdes.

XII

El Zurdo Montoya —Bernal Montoya—, gitano alcalaíno y notorio cuatrero, desde la puerta de unas cuadras, aseñó a la madre curandera, que aún venía enlabiando a condeses y duqueses. Llegó la vieja corretona, y a poco, del adentro, un galán cortijero. El Montoya alzó los hombros y escupió, una mano en la puya y otra en la faja:

—Vamos a ver si esta bendita madre nos remedia.

Se avizoró la vieja:

—Entremos, hijos.

—No es secreto, y puede hablarse en la puerta.

—Estoy muy vigilada. Todo el protomedicato revoluciona en contra de mí. Veamos en qué puedo servir a este niño cortijero, que, si no me engaño, es andaluz de la sierra, y si no, será sevillano.

—Sevillano de Estepa.

—¡Ole! La tierra de los buenos mozos. De allí salió Juanillo Caballero. ¡Un momento hace que le vi! ¡Cuerpo de San Blas! ¡El garbo que conserva ese hombre! Pues cumple mis años. También debe haber reunido buen caudal con el trato de caballerías que ahora trae. ¡Porque es entendido!

El galán cortijero, alto, verdino, silencioso, triste, fumaba reclinado en la puerta. El Zurdo Montoya, al otro canto, estiraba el flamenco compás y metía el ojo sobre el ganado que pasaba. Murmuró el cortijero, con galbana:

—Montoya, tú que eres el doctor, explica el caso.

El cañí, arrimado a la garrocha, se ladeó el catite. La figura de perfil, el brazo y la mano, tenían una reminiscencia de figura faraónica.

—Este amigo, aquí presente, trae a la feria un caballo que ha salido un barrabás. Si se le quiere montar, muerde y cocea. No hay modo de poderlo tener sujeto, y un caballo ansí que no se deja desaminar, no lo puede vender ni el Santo Padre. Yo sé cómo ello se remedia, y hablé del caso con este amigo, y tras eso andamos, porque nos es muy precisa una melecina.

Saltó la vieja:

—Puedo no tenerla. ¿Qué melecina es la que dices?

—Ungüento negro de adormideras. Suministrándole esa melecina en una sopa de vino, el caballo irá a la feria como una oveja.

—El ungüento negro de adormideras es una melecina muy buscada que viene de Oriente.—La tierra de tus antepasados, Benaldillo.—Es melecina muy pagada por las mujeres cuando se interesan porque no se despierten sus maridos. El adarme, no más, vale una onza, y por veces, si hay equinocios y están borrascosos los mares, aún supera, porque entonces los navíos naufragan y otros recelan aventurarse en esas rutas. Pero si el caballo es rebelde, con echarle una copa de aguardiente en la oreja, lo amansas.

—Está la gente caída en esa industria, y el que compra un caballo, si no es un lilailo, lo primero le huele la oreja. El aguardiente es muy denunciador. Si tienes el ungüento de adormideras, sácalo del escondrijo.

—Vale un doblón.

—Ya te contentarás con una peseta columnaria.

—¡Ay, qué enemigo! Voy a darte una maceración de torvisco, que cumple igualmente. La maceración de torvisco tú bien la conoces, Benaldillo.

—Ese caballo está pidiendo el ungüento de adormideras.

—Creo no pase de un dedalillo lo que me resta. Vendrás a mi covacha y lo veremos.

Jonjaneó el cañí:

—Señorito, le veo a usted con el ojo en las entradas del Compás. Usted tiene prisa por se najar a la capea; váyase usted muy conforme, que menda arreglará lo que se pueda con esta comadreja.

El verdino galán aprobó sonriendo, aburrido y nostálgico:

—Arréglalo y aluego nos veremos.

Con estas palabras se fue, y cambiaron un guiño a su espalda el gitano y la vieja. Zongueó el cañí:

—Bata, ajorremos conversación.

—Tú dirás, hijo.

—No se hable más del ungüento de adormideras. La melecina que a esta horilla preciso se la has procurado en pasadas ferias a mi compadre, Antonio Guzmán.

—¿Antonio Guzmán?

—Justamente.

—Del Antonio Guzmán creo recordar. De la melecina, ni idea. ¿Sabes, negro, si vale mucha guita?

—La melecina poco vale, pero el compromiso, si se acontece, o el reparo, o el secreto, en sini fin, lo que pueda terciarse, se paga. Por lo más, la grasa de lobo y los polvos de guindilla no valen en por sí un jeme.

La bruja cruzó los garfios de las manos sobre el merinillo del manto, espetada y doctora:

—Se edicionan polvos de Pica-Pica. Conozco la receta. Yo nunca la he suministrado. Ése que te lo ha dicho es un ruin levantador de calumnias. Conozco la receta porque viene en los formularios. ¡Pero tú, escarriadote, considera en qué pasos tan malos andas! ¡Hasta muertes ocasionó un espanto en las ferias de Mérida!

—¿Bata, hacemos o no hacemos changa?

—¿Y si ventean alguna cosa los Civiles? Vosotros prontamente os trasponéis a otra parte, pero yo tengo aquí mi covacha.

—A todos nos conviene cautela.

—¡Eres propio un diablo tentador!

La vieja, azorrándose, entró en la cuadra. Siguióla el gitano. Cuchicheando en un rincón oscuro se convinieron, y la vieja recibió como señal del trato una peseta columnaria.

XIII

Al resguardo del carro toldero sesteaba el rancho de faraones. Hervía el aceite en las negras sartenes. Apestaba el humazo. El cadillo de chavales pelones jugaba en el polvo. Acezaba el can pitañoso, cautivo de una cadena a la galga del carro. En la vera de unas bardas, el caballo y el pollino, sueltos los jaeces sobre los cuadriles, cruzaban las soñolientas cabezas con un vaivén de pesadumbre, al mismo tiempo que se espantan las moscas con el rabo. El tío Ronquete conversa entre dos mozuelas. Atareados en el mismo quehacer, aparejan cadenas, sartales y rosarios con un veloz triqui-triqui de alicates. El Zurdo Montoya, terciado sobre la ceja el ruedo del catite, venía rozando el hombro con la barda. Dio un varazo y el rocín y el asno se apartaron con trote camastrón. Saltó avispada una de las mozuelas:

—Benaldio, ¿te han dicho por un senigual alguna mala gachapla esos dos?

—¡Undevel, que sí me lo han dicho!

—Me extraña, porque no hay dos más callados en todo el charnín.

¡Triqui-triqui! ¡Triqui-triqui! Mordían el alambrillo los alicates.

El viejo advirtió, disimulado:

—Ostelinda, deja el rebridaque, que el planoró se trae su bulipen.

Saltó la otra mozuela:

—¡Aromali! Ése tiene más letra que el jabicote de la Misa.

El caballejo y el pollino, con los jaeces bailones, tornaban a la angosta sombra del tapiado. Remataba un sartal la otra mozuela, y, preso en dos dedos, lo bailó al sol:

—¡Benaldillo, míralo qué majo! ¿No tienes tú una chaví para quien me lo mercar, resalao? ¿Tú, tan presumido de ligero, cómo no te alcuentras en la capea?

—Estoy bizmado.

Cercioró el viejo:

—A las ferias se viene a ganar un chulí, no a dejarlo.

—Ésa es la chachipé.

Con nuevo varazo espantó el cuatrero la pareja de rocín y jumento. Recalcó el vejete con sorna:

—Anda a modo, que si se espantan, a la sangre que tienen, arman una revolución en el charní.

—Tío Ronquete, cállese usted esa palabra condenada, que es peor que mentar la filimicha. Un espanto apareja muchas ruinas.

—Pues no sería raro, que hay siempre muchos chories con el ojo en eso.

—¿Del Errate?

—Caloré y busné.

—Jabilla usté más de la cuenta, Tío Ronquete.

—Yo nada jabillo, que siempre camino por el drunji.

El catite sobre la oreja, hombro con la tapia, silbando y jugando la vara, iniciaba su camino el cañí:

—Tío Ronquete, tié usted toda la recamara de un juntuno.

—Chavoró, el mal que te deseo es verte con mucho sonacai… Curela tú no caer en las uñas del balicho.

—Tío Ronquete, sepa usted que a ninguno meten en el estaribel por ganarse honradamente el manró manejando las cachas.

Murmuró el viejo socarrón:

—¡Dosta!

—¡Dosta! ¿Quiere usted beberse conmigo una copa de repañí?

—Déjame telerar estos rosarios y vete por alante, que luego me ajunto contigo en el cachimaní.

—¡No retardarse, planoró!

Alzóse el viejo y, atando el manojo de rosarios, murmuró a las mozuelas:

—Sonsoniche, y a ver cómo en el revoluco socalichás a pastesas.

Llegaba la algazara de la capea. Por ventanas, cadalsillos y carromatos se veían jetas encendidas, pañuelos luminosos, picudos sombreros. Los tinglados de talabarte hacían vistosa perspectiva al final de la calle, sobre la pared de un convento. A la puerta de un tabernucho, dos borrachos enzarzados mentaban el Santoral: Prim, Cristo, Cristina. ¡El Copón!

XIV

El Compás de los Verdes, donde se celebraban de antiguo lidias y capeas, era una rinconada con saledizos balcones y chatos soportales, que se cerraban con carros y talanqueras. Por ventanos, terradillos y aramboles promovían vistosa algazara cromática, frazadas, jalmas y sobrecamas. En la casa del cura, al flanco de la iglesia, los damascos parroquiales decoraban el carcomido balaustre de la solana, y un cadalso, con percalinas nacionales, cerraba el Arquillo de los Caballeros. El alcalde, viejo zamarro, con alforjas y bota de vino, manta, vara y catite, presidía la fiesta. A una y otra mano, terciados los capotes de luces, los dos novilleros asistían con seriedad postinera. Era el coso un clamoreo trenzado de pitos y palmas. El gentío se enracimaba por canciles, cadalsos y ventanas. Un chusco de mala sangre arrojaba botellas al ruedo. Jaques y rufos, con baladro vinoso, promovían corros de pendencias, intuidos con la ruda emoción de los romances que narran majezas de bandoleros en Sierra Morena. Una gitana, sacando el luminoso busto, saludaba con donosas bernardinas a los condeses y marqueses que llenaban la solana parroquial. Alargaba la mano centrina y pedigüeña por entre los flecos de su pañoleta de Oriente. Tenía el sol en las sartas y corales del pecho. En el ruedo bramaba suelta una vaquilla zaina, y entre los gritos de una mujer enrojecida, baja a torearla el castizo borracho que se pisa la faja. En algarero ramo aplaudían desde la solana parroquial unas madamas con peinetas de tejón, claveles y madroñera. El Marqués de Torre-Mellada, muy refilotero, recomendábales juicio. Acudían aduladores celebrando los raídos donaires, el tonsurado, la sobrina y la hermana provecta. Cacareaba el Marqués:

—¡No las autoricen ustedes! ¡Acabarán por bajar al ruedo! ¡Son unas locas!

El clérigo, la hermana y la sobrina extremaban el agasajo. Andaba el bonete con la pretensión de alcanzar un beneficio, y las dos mujeres le ayudaban a conquerir la voluntad del cotorrón personaje.

—Señor Marqués, estas rosquillas son obra de mi hermana. No las encarezco, pero debe probarlas. Es una receta de las Madres Calatravas.

—No, hermano, de las Benitas. A cada uno, su palma.

Adolfito Bonifaz hacía guiños a la sobrina, moza de prietas carnes, que bajaba los ojos con malicia mojigata. Arrimándose murmuró con la sorna gachona de toreros y majos:

—¿Y usted qué amasa, niña?

La mozuela hizo un remilgo:

—Ayudo a mi madre. ¡Ay, qué gracia!

—Me gustaría verla a usted amasar.

—¡Ay, qué gracia! Pues tiene mucho que ver.

—¿No se arremanga usted los brazos?

Encendióse la mojigata, aplastándose el vuelo de la basquina, desazonada por la vecindad del perdis, y esquiva quedose mirando al ruedo. Las elegantes tarascas —peinetas, claveles, lazos, fulares—, en vistoso y algarero ramo, se agolpaban al arambol de la solana. En la andanada arreciaba el tumulto.

Los Guzmanes, gitanos cordobeses, enzarzados con unos chalanes, enarbolaban las picas lanzándose insultos y desafíos. La Guardia Civil, fiera de sol en charoles y fusiles, acudía poniendo paz a culatazos. Una madama aplaudió regocijada:

—¡Aquel sargento se parece al difunto Narváez!

El Marqués la amenazó con los guantes. Replicó la tarasca:

—¡Pues claro que se le parece! En el físico y en los procedimientos.

Terció el Vicario:

—Los únicos con esa gente cerril. ¡Créame!

Se dolió el palaciego:

—Desgraciadamente aún nos falta mucho camino para tener derecho a ser libres. ¡Nos falta cultura!

Suspiró la hermana del clérigo con rancio vinagre:

—Pues esta relajación nos viene de extranjís. Antes, en mi tiempo, no se bailaba como ahora el agarrao y había más decencia en las costumbres.

XV

Una añeja chirimía, con flacas falsetas y gallos bélicos, anunció el primer novillo de muerte. Los matadores, envueltos en las capas de luces, con jaleo de brazo y cadera, recorrían el coso al filo de las tablas, tras de haber saludado en los medios. El torete, careto y retinto, salió de un corcovo e inclinó el testuz mirando por la punta de las astas. Curro el Chato le alegró con el capote, corriéndole de rabo a cabeza, con miedo y mala gracia. No paró hasta el burladero:

—¡Morral! ¡Sinvergüenza! ¡Jindama!

Antonio Guzmán, gitano cordobés, le tiró la navaja:

—¡Ladrón! ¡Sevillano habías de ser!

Rosalvino el de Estepa saltó al ruedo, amanotó la cachicuerna y escupió, guardándola en la cintura:

—Si algún cabra se siente con derecho a esta herramienta, que se la pida a un sevillano de Estepa.

Tras esta majeza, volvióse al tendido y se juntó con la tropa de chalanes. El Señor Juan Caballero, que estaba en ella, le clavó los ojos: Tenían una tristeza desolada y cuerda, la melancolía de los viejos sin facultades cuando siguen amando la fuerza y sus juegos valientes. La flaca chirimía daba sus gallos. El Curro, abierto de zancas, en una mano el estoque y el calañés en la otra, brindaba la muerte del novillo al Señor Juan Caballero:

—¡Dios te dé buena ventura!

Con resabio garboso le tiró una onza de oro.

La gitanilla del busto luminoso y moreno gritó, aspando las prietas manos llenas de anillos:

—¡Chato, no quieras parné de bailón, que te traerá la negra!

—¡Así te nazcan alacranes en la lengua!

El Curro empezó el trasteo dejando la muleta en la cuerna del novillo. El populacho acompasaba la vaya con un ritmo ternario de tambor marroquí:

—¡Ma-le-ta! ¡Ma-le-ta!

Una pellejuda desinflada rebotó en las costillas del chulo. La tropa de gitanos cordobeses, varas en alto, rompía con apasionados denuestos la cantilena del tendido:

—¡Falso!

—¡Cabra!

—¡Iscariote!

El Curro, al resguardo de una columna, aguantaba la chacota, jurando por bajo, torcido el ojo al torete, que con las pezuñas desgarraba la muleta, colgante de un cuerno. Mugía la res frente al tendido en gresca. El Curro, temerón y rosmero, con nueva muleta y mal garbo, reanudó la faena. El Niño de Gloria, tras el achaque de darle ayudas, la pintaba revolando el capote:

—¡Curro, déjalo ciego!

—Niño, me ha hecho mal ojo la chavi.

—¡Déjalo ciego!

El Curro, tardo y desabrido, se fue al zaino, que en los canciles del toril mugía y corneaba: Lo trasteó sin arte, y al revuelo del trapo le pinchó los ojos. Arreciaron los gritos, y en el arrecio, con una estocada fullera a paso de banderillas, remató el chulo la faena. Pitos, cencerros, insultos, brazos y varas en alto. La flaca chirimía del alguacil hacía su escala de gallos bélicos. El Compás de los Verdes tenía el sol en los guardillones y en el ruedo la sombra morada de la tarde. El populacho balandrón enronquecía. Mozos y chavales, en racimo, se descolgaban de carromatos y rejas. Se doblaban y vencían talanqueras y canciles. Las mujeres sujetaban a los jaques de la villa: Amoratadas y despóticas, interponíanse dando alaridos. La Pareja de Civiles abría las zancas corriendo por la cima del aborrascado tendido. Daba la ilusión de pisar sobre las cabezas. Gitanos y chalanes se revolvían con furia de voces, picas, tijerones y navajas.

XVI

En un cerco, con la garrocha, se defendía el Señor Juan Caballero.—Aquel encanecido feriante de honrada palabra y honrado en su tierra, que había sido en los años mozos segundo de Joselito María, Rey de Sierra Morena.—Retrocediendo, vino a quedar bajo el arambol donde las damas perejiles, en revuelo de rizos, espantaban los ojos crispando las bocas pintadas. El clérigo, con un bramido, salióse del balcón. Gritóle la hermana:

—¿Adónde vas? ¡Mira por el respeto de tu corona!

—¡No miro más que soy de Estepa!

La sobrina sacó el busto, ansiada y ahogada:

—¡Ánimo, Señor Juan! ¡Ya acude mi tío!

Adolfito Bonifaz le tocó la mano:

—¿Está usted por el viejo?

—¡Por él estoy!

—¡Pues allá vamos!

—¡Pues ande usted!

—¡A su salud, niña!

Se doblaba sobre el arambol, con claro intento de saltar al coso, y le asió del brazo la mozuela:

—No se rompa una pierna. Baje por la escalera.

—¿Adónde cae?

—¡Venga!

Salieron afuera. En la penumbra de la sala el perdis tomó la mozuela por la cintura, besándola en la boca:

—¡Cedo a la tentación!

—¡Qué terrible!

Severa y rebelde, apagaba la voz la muchacha. Reía el perdis:

—¡Así se me doblan los ánimos!

—¡Ande! ¡Corra!

—¡Otro beso!

—¡No se retarde!

—¡Otro beso!

—¡Tómele y váyase!

Dudó Adolfito:

—¡Guárdemelo usted para luego!

—¡Luego, sí! ¡Corra! Váyase.

Salió el señorito, y la sobrina del cura, santiguándose, atravesó por la penumbra y entró en el balcón con apresurado rumor de enaguas: Sobresaltándose miró al coso: En sus pupilas azoradas había más fuego que espanto. Vio en un relámpago que el señorito madrileño tiraba tajos con una cachicuerna, y le vio caer con el rostro cubierto de sangre: Ahogó un grito. Las madamas perejilas, asustadas, se acogían bajo el cacareo llorón del repintado Marqués de Torre-Mellada.—Salían en tropel Gonzalón, Pepe Támara, Alfonsito Oropesa, Pepín Río-Hermoso, Don Segis, el sacristán y un monago.—El Marqués de Bradomín esbozó una sonrisa de premeditada impertinencia:

—Yo me quedo para enterrar los muertos.

El Marqués de Torre-Mellada abría los brazos, cacareante:

—¡La Guardia Civil! ¿Qué hace la Guardia Civil?

Saltó, entre asustada y burlona, Teresita Ozores:

—¿Qué quieres que haga? ¿Que dispare y te alcance una china?

—Tienes razón. Aquí estamos mal. Vámonos, niñas, a la sala.

Gritaba en el tendido una arpía gitana:

—¡Ahora las pagas todas, Juanillo Caballero!

—¡Déjamelo! ¡Déjamelo solo!

El viejo caballista paró un tajo. Tenía delante a un gitano negro y escueto que esgrimía una terrible faca:

—¡Con la vida no pagas, bailón renegado! ¡Degollador!

El Señor Juan se cubrió de asombro y espanto. Aquel gitano baladren, al cual acababa de saltarle un ojo con la garrocha, se convertía de repente en Antonio Guzmán, el Tuerto.

XVII

Guzmanes de Córdoba, Maldonados de Extremadura, Montoyas de la Mancha, toda la grey faraona de esquiladores, cuatreros, jaques, ensalmistas y truhanes, arremetía contra el Señor Juan Caballero. Los de Estepa, en un haz, luchaban cercados en el revuelto golpe de gitanos. Las mujeres y los chavales, para cegarlos, les tiraban tierra a los ojos. El Señor Juan Caballero aún se defendía con la garrocha, pero en la mano izquierda, a prevención, empuñaba una pistola. El Vicario de los Verdes, confundido entre la gitana pelambre, repartía autoritarias bofetadas:

—¡Faraones! ¡Mala ralea!

Los gitanos se agachaban bajo la dura mano sacerdotal, y con las caras rojas se revolvían contra el antiguo bandolero, retirado a los tratos de honrada chalanería en la sevillana villa de Estepa. Bramaba el clérigo:

—Anda, Juanillo, que esta canalla es flato de viejas.

Las mujeres, con las uñas de fuera y la greña en araños, cercaban al bonete. Brujas de cordobán y endrinas mozuelas le acosaban con rabioso plañir:

—¡Padre Cura, no hable su merced tan de a ochavo!

—¡Padre Cura, quítese su merced la corona!

—Si el flato de viejas no mirase las órdenes de su reverencia…

—¡Cuerpo de tal! ¡Tenga su merced quietica la mano, que llevo huesos en la cintura!

Daban sangre algunos rostros. Picas y varas, con seco restallo, saltaban rotas. Relucían puñales y navajas. La cuerda de señoritos, con un impulso, se echaba sobre el gentío gitano. Una bruja clamaba, mesándose:

—¡Pague ese ladrón renegado la deuda que arrastra!

La Guardia Civil repartía culatazos: La cabeza de un chavalillo manaba sangre. Una mujer obesa se desmayaba en un balcón. La Guardia Civil hundía el cachete de las culatas en las jetas endrinas de Montoyas, Maldonados y Guzmanes.

XVIII

El Barón de Bonifaz, cubierto el rostro con un pañuelo, subía la escalera por su pie, entre Gonzalón y Pepe Támara. Las madamas, con lacrimoso veleide, se agolpaban al balaustral. En la alcoba del Cura, la sobrina, seria y reconcentrada, mudaba los lienzos. La Doña Virginia, ante el ropero, rasgaba un vendaje. El Marqués, lloricón, se despintaba sobre el hombro de Teresita Ozores:

—¡Creí que lo habían matado, Teresita!

—¡Yerba mala!

—¡Jesús!

—Toma mi pañuelo y suénate.

La sobrina asomó en la puerta de la alcoba:

—Pasen aquí al herido. Hagan el favor.

Seca y reprimida, le vio llegar, y se apartó. Pepe Támara y Gonzalón, a uno y otro lado, le amparaban. El Marqués, de puntillas, se vino detrás.

—¿Qué ha sido?

Repuso el perdis:

—Un chirlo. ¡Nada!

—¡Creí que te habían matado! Eso es para que tengas juicio. A todos nos has dado un susto que no lo vales. Las chicas están muertas, y a mí tendrán que sangrarme. En Madrid, al saberlo, se harán comentarios, y andaremos en lenguas. Yo, sobre todo, que por mi posición tengo tantos envidiosos.

El Barón de Bonifaz recostóse dolorido en la cama: Recogió el pañuelo, que llevaba como un sudario sobre el rostro, y miró al fláccido palaciego:

—¡Jeromo, vete adonde se fue el Padre Padilla!

La sobrina del cura, iluminándose en tintes bermejos, sonrió al herido, que se arrancó el pañuelo y se incorporó a mirarla, recalcándole los ojos, intensamente pálido, con el pelo pegado a las sienes. Y quedaba en la almohada una huella de sangre, del breve instante que tuvo reclinada la cabeza. Adolfito apagó la voz:

—¿Niña, quiere usted darme un sorbo de agua?

—¿La tomará usted con vinagre?

—Como usted quiera dármela.

Salió la sobrina, y el perdis, rápidamente, murmuró:

—Me estáis jorobando. Saliros fuera.

—¡Qué tío!

—¡Con mil diablos, poneros fuera! Estoy camelando a la niña.

—¡Qué bárbaro!

—¡Está al caer!

—No eres tú nadie.

—¡Poneros fuera!

—Estás delirando.

Entraba la sobrina, y el gesto del perdis fue tan imperioso, que los otros, por no hacerle mal tercio, se pusieron fuera.

XIX

La niña paleta miró a uno y otro lado viéndose sola. Severa y avizorada, acercóse al señorito madrileño, que dejaba caer la cabeza en la almohada y cerraba los ojos haciéndose el muerto. Murmuró con ceño la niña paleta:

—Beba, que le hará bien.

Adolfo mojó los labios y le pasó un brazo por la cintura:

—Después del vinagre, la miel.

—Diga la deuda.

—La miel.

—La deuda. Reclama usted como un judío Iscariote.

—¡Si estás deseando pagarme!

—¡Ave María!

—Tú eres una niña de mucha conciencia, y tendrás escrúpulos de no satisfacer tus deudas.

—Ahora descanse.

—Mira que devenga rédito.

La sobrina, abismada en una afanosa tortura y andando de espaldas, se alejó de la cama. Desde la puerta, trémula, sonajero el cristal que llevaba en las manos, pronunció en voz baja con sombría resolución:

—No soy ninguna fullera. Pagaré lo que adeudo.

—¿Con réditos?

—Con lo que sea. Pero en la presencia de mi tío y de toda la gente que aquí está, ya que usted me pone en esa vergüenza.

Él perdis bromeó:

—Págame y avisa al notario.

—¿Es que no me cree?

—No te creo.

—Usted ha de verlo.

—Mira que es un secreto de los dos.

—Pues romperé el secreto. Oiga la oración: Señor tío, señores presentes, un hombre, por dar ayuda a otro en peligro de morir, me pidió un beso. Se lo prometí. El hombre reclama su deuda como un judío: Sean todos testigos de cómo le pago. Ésta es la oración. ¿Le agrada?

Adolfito, dramatizando, tiróse la venda que le ceñía la magullada frente, y lo hizo con tal arte que la sangre brotó, empañándole la cara con un reguero:

—¿Me cumples lo prometido?

—Póngase la venda.

—No quiero.

—Yo lo mando.

Llegóse ceñuda, recogió la venda sobre el alfombrín y, esquivando el cuerpo, la puso en la frente del señorito farsero. Después, humedecido en el vaso su pañolito, le lavó la sangre de la cara.

—¡Sácame del Purgatorio!

—¿Publicándolo?

—Las buenas obras deber ser secretas.

—Uno, al menos, tendrá que saberlo.

—Nadie.

—¡El que tiene a la cabecera!

Adolfito, instintivamente, volvió los ojos: El Santo Cristo, con el bonete del vicario en el clavo de los pies, abría los brazos. El madero de la cruz resaltaba en el muro de áridas cales. La sobrina, al borde de las almohadas, hacía el intento de cubrir con su pañolito la faz del Crucificado. El Pollo Real la tomó por la cintura. La niña paleta se desprendió, azotándole las manos, y el mal seguro antifaz caía, resbalándose por la cruz. La sobrina del cura, afirmada en los cabeceros, tornó a cubrir con el pañolito la cabeza del Justo. El perdis, incorporado en las almohadas, abría los brazos, aupando a la devota mozuela. Llegaba el regocijado algareo de la capea. Picardeó Adolfito:

—¡Nos aplauden!

—Aplauden la faena del Niño de la Gloria.

—Aquí se ven milagros.

—Milagros del diablo.

Y la sobrina se clavó las uñas en la cara.

XX

El Director de la Banda subió a la Rectoral con el Guardia Roldán: El Señor Cabo de los Civiles era un arrugadillo de pellejos autoritarios, marcial y jaquete, bigote de moco, ojos colgantes estriados de bilis y de sangre, peluquín heredado del General Narváez, la barbilla con mosca agarrotada entre las cifras reales. El Cabo Roldán tuvo un aparte con el Vicario de los Verdes:

—El jefe de la fuerza desea tomar declaración al herido y ponerse a las órdenes del Señor Marqués.

Se atufó el bonete:

—¡El herido! ¿Acaso hay algún herido? Tajos más aparatosos y con mayor hemorragia, me los doy todas las mañanas al descañonarme la barba. El Señor Barón de Bonifaz está descansando, y no es cosa de que le moleste con babionadas de expediente. ¡Ya comprendo, Cabo! Ustedes tienen un formulario y se atienen a esa letra. Yo también tengo mi formulario, y es pasar todos los pleitos a juez de mayor competencia. Ahí tiene usted al Señor Marqués. Formule usted su deseo al Señor Marqués.

El Cabo Roldán penetró en la sala con paso gallero. Por el cotarro elegante de damas y galanes, con líquida risa propalóse que entraba el General Narváez:

—¡Es el mismo, Jeromo! ¡En el otro mundo le han rebajado y puesto a mondar patatas!

—¡Criatura, respeta siquiera a los muertos!

—¡No te pongas lúgubre!

Teresita Ozores volvió los ojos sobre el Cabo Roldán. Aquella arbitraria semejanza, sin apagarle del todo la vena risueña, de pronto le infundía un sentimiento de asombrado misterio. El Niño de Benamejí, en los medios de la sala, dibujaba una revolera, toreando al espectro del Espadón:

—¡Mi enhorabuena, Cabo! ¡Usted querrá saludar al héroe de este Dos de Mayo! ¿Ha visto usted un tío más terne repartiendo leña? Pues para todo el mismo corazonazo. Dispuesto a dar el último duro y la vida por un amigo. ¿Querrá usted que le presente al Señor Marqués?

El Cabo Roldán, abierto de zancas, sacaba la mosca, revolvía el ojo abesugado, en el bolsón del párpado:

—Don Segis, usted conoce los trámites. La fórmula de tomar declaración al herido hay que cumplimentarla. El Gobierno de la Provincia, tratándose de personaje tan importante, ha de poner la fila para la depuración de los hechos y que no queden sin penalidad los autores de la agresión.

El Niño de Benamejí acudió con pomposo galleo:

—¡Cabo, que no trascienda la menor cosa! ¡Así complacerá usted al Señor Barón de Bonifaz! ¡Ni la menor cosa! Los periódicos le sacarían punta, promoviendo una campaña de escándalo para aumentar la tirada. A Córdoba me voy yo en el tren de esta noche, para evitar que hable la Prensa.

—¿Verá usted al Gobernador?

—¡Es posible!

—¡Dígale usted el día de luto que ha evitado la Benemérita!

—Le diré eso, y el valor y la prudencia que usted ha desplegado. ¡Muy bien, Cabo! ¡Muy bien! Veremos ahora al Señor Barón de Bonifaz. Al Señor Marqués le saludará usted luego.

El Niño de Benamejí, apoyado por un guiño del clérigo, se llevó al tricornio fuera de la sala. Teresita Ozores suscitó el comentario de damas y galanes:

—¿Habéis visto? ¡El falso Espadón!

El Marqués de Bradomín trasnochó su galaica humorada:

—¡Resucita siempre que hace falta, en la capea!

XXI

La Casa Rectoral se llenó de hacendados cortijeros y señorío de los villotes comarcanos, clérigos de la parroquia y avinados cofrades de los Verdes. Un viejo de cabeza blanca, vestido sin gala, con zajones de ganadero, y un joven de levitín y castora, quebrado de color, permanecían en la puerta con aire desorientado. El Niño de Benamejí se detuvo con ellos:

—¡Han visto ustedes qué Dos de Mayo! ¡Éstos sí que son toros de sangre!… ¡Y no hemos tenido un día de luto, por la oportuna intervención de la Benemérita!

El Marqués de Torre-Mellada, con la fisga sobre la puerta escuchaba el runrún que le metía por la oreja la hermana del clérigo:

—Don Luis Pineda con el hijo que tuvo en el secuestro. ¡Se ha portado!… En el careo con los presos, declaró que a ninguno reconocía… ¡Un alma de Dios! No así el padre. Por no aflojar una miseria de su caudal, ha puesto a toda esa gente en las manos del verdugo. ¡Y el hijo mucho que lo cuente!… ¡Al mozo que era, no es conocido! ¡Para mí que en los jamases vuelve!… ¡Consunto, Señor Marqués! ¡Consunto!

El palaciego, con un suspiro, espació los ojos buscando a Gonzalón: Le descubrió en el fondo de una ventana, de codos sobre el alféizar, sacudidos los hombros por un acceso de tos:

—¡Son funestos los resultados de la crápula!… ¡Y si fuesen ellos solos a pasarlo!…

La hermana del clérigo, sin parar mientes, soplaba el cismático rezo:

—¡El padre es un Alejandro! Como un toro está porque el hijo no ha declarado contra los presos, y no para de revolver Roma con Santiago. Se le han contrapuesto los parientes de Puente Genil y Don Manuel Reina… El Señor Ulloa, que tuvo un alto cargo, es yerno de Gálvez… El casado con la Manolita. Pues como vengan los suyos ha prometido sacarles el indulto… ¡Por acá los anuncios son de marimorena!

El Marqués, denegando con el ovillejo de los guantes, torcía la boca sobre la oreja:

—¡Necedades! ¡El país está harto de pronunciamientos! Un Gobierno con Ulloa en Gracia y Justicia, no es imposible… Ulloa es persona servicial. En última instancia, yo cuento con interesar la clemencia de la Señora.

—¡Usted, Señor Marqués, de ésta gana el Cielo!

Gonzalón, sofocado, limpiándose la boca con el pañuelo, se apartaba del alféizar. El padre le llamó:

—No estás todavía para bromas. ¡Abrígate! ¡Abrígate! Debes irte y llevarte a esas locas. Tu madre estará con cuidado.

—Yo me quedo al baile del Casino. Llévate tú a ese ganado.

—¡Eres incorregible, criatura!

—¿Qué diversión puede haber para mí en un baile de pueblerinos?… ¿No lo comprendes?… Pero no han aparecido los que esperaba y me quedo por si se presentan.

—¡Deben andar de cabeza!… ¿No has leído El Baluarte, de Córdoba? Trae las cargas de policía frente a Los Tres Clavitos…

—¡Una gente de tan buena posición, metida en jaleos revolucionarios! ¡Es incomprensible!

XXII

Una comadre beatona, picada de entremetimiento, se juntaba al disimulo con la hermana del cura:

—¡Ten ojo con la chavala!

Desvióse, sin ruido, tirándose la mantilla sobre la frente. La hermana del cura, inflado el ruedo de las faldas, se fue detrás con las manos en las caderas. Chifló el palaciego viéndola alejarse:

—¡Doña Virginia! ¡Doña Virginia! ¿Tiene su hermano El Baluarte, de Córdoba?

Volvió el morro la vieja:

—¡Aquí no entran esos papeles!

Don Luis Pineda llamó la atención del hijo que con los ojos bajos castigaba el erótico deseo de contemplar a las madamas forasteras:

—¿No tenías El Baluarte?

El consunto, con aire apagado, se palpó la faldeta. Sacó el pañuelo:

—Debe habérselo usted guardado.

Se registró el viejo la zamarra de negros alamares:

—¡Una vez has tenido razón! Señor Marqués, tenga usted el periódico.

—¡Oh! ¡Amigo Pineda! ¿Qué hacía usted tan retirado? ¿Es El Baluarte? ¡Gracias! Un momento para echarle la vista…

—Puede usted quedárselo.

—¿Usted lo ha leído?

—No tiene mucho que leer…

—¿Qué ha sido del Yerno de Gálvez? Usted estará mejor enterado.

—No mucho. A lo que parece, se fugó, cuando le llevaban al Gobierno Civil… Que se halle escondido donde se murmura, me parece una novela.

—Algunas veces he pensado lo mismo. En Madrid, sin embargo, se ha repetido ese caso, con el Coronel Lagunero.

—¿Que se ocultó en un convento?…

—Le hizo la capa una monja muy influyente. Doña Mariquita Alday.

—Ahora se lo cuelgan a Doña Juanita Albuerne.

—¡Lo verdaderamente escandaloso es que se haya fugado, cuando le conducían al Gobierno Civil!

—¡Le habrán dejado fugarse!

—¿Qué comentarios hace El Baluarte?

—¡Para hablarlo todo de una vez, no le he roto la faja!

El Marqués, desplegado el periódico y con los lentes en la punta de la nariz, salió a recoger el último rayo de sol en la balconada: Volvió agitado, guardándose los lentes en el pecho:

—¡Que gentes de posición se comprometan tan absurdamente! ¡Y parece que se lo ha tragado la tierra!

—¡A lo mejor le hace la capa el propio Gobierno!

—Pudiera suceder… Es una persona decente… Pero no lo creo… El Gobierno se ha decidido a tener mano dura.

—El cubano habrá cegado a los guindas con dinero.

—¡La de siempre! El subordinado que se deja corromper. ¡Falta la conciencia del cargo!

XXIII

El Barón de Bonifaz, con una venda sobre las cejas, sentado en el catre, templaba la guitarra vinculada a todas las fiestas castizas del tablado flamenco, y al trueno elegante. Don Segis entró con el Cabo Roldán:

—Un momento, Adolfo. El Cabo Roldán, Comandante del Puesto, desea recibir órdenes. Ya le puse en autos respecto al deseo tuyo de no dar un cuarto al pregonero.

Atajó el Pollo Real:

—¡Guardia, la mayor discreción! ¿Fumará usted un cigarro?

—¡Gracias! El Señor Barón me permitirá que le pregunte el dictamen emitido por los forenses.

—¡Ni hacen falta, ni han parecido por aquí esos señores!

—¿El Señor Barón reconocería al agresor, si le fuese presentado?

Adolfito se incorporó haciendo gemir la guitarra:

—¡Hombre, sí! Me agradaría poder romperle la cara a bofetadas.

Saludó el Cabo:

—¡Si es habido tendrá algo más que una solfa!

Recordó Adolfito:

—Alto y flaco. Media edad. Trazas de chalán con una brecha abierta, en la sien. ¡Era zurdo!

Agatilló el Cabo:

—No diga más su Excelencia. ¡El Zurdo Montoya!

—¡Cabo, hay que echarle el guante!

—Déjelo Vuecencia de mi cargo.

El Barón de Bonifaz, bajo la albura del vendaje, enconaba el verde veneno de los ojos, cargados de perfidia valenciana:

—¡Cabo, excuse usted los trámites de papel sellado!

Saludó el Cabo:

—Se hará conforme a los deseos de Vuecencia. Si Vuecencia no tiene cosa que mandarme, con su venia me retiro.

Adolfito le tendió la mano:

—Cabo, envíeme usted una nota con su hoja militar para trabajarle una recompensa del Gobierno. Especifique usted en la nota los destinos que pudieran convenirle.

Al Cabo Roldán le temblaba la mosca:

—¡Gracias, Señor Barón! El pundonor militar nos tiene sujetos para muchas reclamaciones que son de justicia: Un servidor, lleva treinta años de servicio: Campaña de Joló, Campaña de Cuba, Campaña de Italia con el General Córdova. ¡Aquello no fue cosa! ¡Campaña de África! Tres años en el Fijo de Ceuta. En la Benemérita, doce… Diez de servicio en esta provincia, que no es la peor de las españolas, porque los malagueños se llevan la palma. Allí pasé los dos años de novato. Pues con tantos servicios, y teniendo interpuesta más de una instancia, no he sacado ni una pensionada. Si Vuecencia se interesa, como manifiesta, tendrá en mí un perro de Terranova.

Saludo militar, media vuelta, y sale más jaquete que un ocho de Iturzaeta. Adolfito se sacudía la mano despegando los dátiles. La guitarra se escurría arrastrando la colcha gaitera.

XXIV

En la solana parroquial las perejilas madamas hacíanse risas y monadas conversándole al Señor Juan Caballero. Del susto chillón habían saltado a la zalamería vocinglera, y jugando de los ojos bajo las mantillas, cercaban con apasionada intriga al novelesco salteador, que, garboso y marchoso, sobrio de ademanes y gestos, las enlabiaba con andaluces requiebros.—Damas de la corte isabelina, intrigantes y zalameras, mezclaban al remilgo orgulloso las sales chulapas, gustando, castizas, la emoción guitarrona y cortijera que asonanta los romances de bandidos.—Cuentos de fraile, majezas de cuatreros, milagrerías de santos iconos, cuernos de maridos, engaños de amantes, cifraban el mundo novelero de aquellas condesas y marquesas, no más letradas que las azafatas, ujieres, lacayos y sacristanes de Palacio.—En la rueda de madamas, con cesárea melancolía, el antiguo bandido gustaba su leyenda de bandido generoso: Reverdecía la ilusión juvenil, tan remota, y aún fragante de cantares serranos. Con castizo requiebro pagaba el acogimiento, y se iba su recuerdo, lejano, lejano, a Joselillo María y la Duquesa de Alba. Recordaba de la cárcel y la reja y la voz que canta al son del guitarro:

¡Ya se murió mi madrina
la duquesita de Alba!
¡Si ella no se muriera,
a mí no me ajusticiaran!

En el Compás de los Verdes —caídos canciles, derrengados caballetes— penetró una cuadrilla de chalanes y cortijeros de Estepa. El antiguo caballista se alzó saludando a todos con la mano. Respondieron diferentes voces:

—¡Salud, Señor Juan y la compañía!

—¡Aún vivimos, maestro!

—¡Aquí estamos para darle a usted escolta hasta Estepa!

—¡Hay que andar sobre aviso!

—Ya sabrá usted novedades: Que le entere a usted el Padre Vicario.

El tonsurado, requerido por una mirada del viejo caballista, le murmuró a la oreja:

—Hay un gitano muerto.

—Ése lo está hace treinta y dos años. Había resucitado esta tarde por el arte del mengue.

—No te alucines, Juanillo.

—Es la verdad de Dios. Me he visto peleando cara a cara con la sombra de Antonio Guzmán el Tuerto. ¿No es ése el difunto?

—Deja esa alucinación. Yo no más sé que el sacristán ha venido por las llaves de la iglesia para hacer señal.

El Señor Juan se inclinó sobre el arambol, interrogando a los jinetes de Estepa:

—¿Quién es el difunto, niños?

Respondió una voz:

—No ha sido identificado…

Lento, grave, el antiguo caballista sonrió al clérigo:

—Si no es fantasma del otro, éste sería su hijo, acaso su nieto…

El Vicario, con brusquedad amistosa, le abatió la mano en el hombro:

—¡Juanillo, fue muy gorda aquélla, y siempre retoña!…

Murmuró el garboso viejo, con desdeñosa sonrisa:

—Hoy pensé que se remataba ese pleito… ¡Nunca he visto tan cerca la muerte!

La sobrina del cura salía a hurto de la alcoba. El vuelo esquinado de los vencejos flanqueaba el campanario de la iglesia, y picoteaba sobre el rojo poniente el gallo de la veleta. El Señor Juan percibió el leve andar de la mozuela en la sala:

—Siento, niña, no poder saludar a ese caballero buen mozo que me ayudó tan valiente.

Murmuró la sobrina del cura, abismada en la penumbra:

—No sé si descansa.

El antiguo caballista dio un paso, buscándola en la sombra:

—¿Quieres averiguarlo?

—Véalo su merced, que sólo tiene entornada la puerta.

—¿Qué te sucede, niña?

—Nada.

Se alejaba la sombra y la voz. El Señor Juan Caballero, con súbito presentimiento, empujó la puerta entornada. La alcoba era toda en anocheceres. Una luminaria de cohetes encendía los cristales de la ventana: Alcanzaron los resplandores al Santo Cristo. De la corona de espinas, cubriéndole la faz, colgaba el pañolico de la sobrina del clérigo, y en el clavo de los pies aguzaba la sombra de sus cuatro cuernos el bonete.

XXV

Don Lope venía por el desierto tendido, saltando de banca en banca, con la chistera apabullada y un vaivén de fantoche: Bordeando de esta suerte pudo avecinarse a la solana parroquial: Traía estudiado un discurso y el papel de la cuenta: Saludó, quitándose la chistera:

—Excelentísimas condesas y duquesas, y otro tanto digo a los varones de mi sexo: Esta culta población celebra…

Aplaudían las tarascas de la solana, graznaban los caballeros. Don Lope sacaba del levitín el papel de su cuenta, y con una genuflexión se lo ofrecía al Marqués de Torre-Mellada:

—¡Dime lo que deseas, querido!

Volvió a saludar Don Lope:

—Cobrar esta cuentecita.

—¡Jesús! ¡Creí que era un memorial pidiendo alguna gracia de la Reina!

—Solamente cobrar.

—Eso es cosa de mi administrador.

—Excelentísimo Señor, es muy grande mi urgencia.

—¡Bueno, hijo! El Señor Vicario me hará el favor de pagarte esa pequeñez. Señor Vicario, vea usted lo que es eso.

Se avinagró la hermana del bonete:

—¡Calderilla, no seas imprudente!

—Doña Virginia, soy un modesto industrial.

El Vicario, repasando el papel, se hacía cruces:

—¡Pero esta cuenta es un escándalo!

—Incluyo la cachiza.

—¡Es un robo!

—Señor Vicario, la traigo para rebaja.

Suspiró el Marqués:

—No se discuta, no vale la pena, querido. Mi costumbre es no discutir las cuentas. ¿Y tú cómo te llamas, badulaque?

—Lope Calderete, para servir a mi dueño el Señor Marqués.

—Ya recuerdo. Ahora te paga el Señor Vicario, Calderete. Tú tienes una hermana lega en el convento de las Descalzas Reales. Ya recuerdo. Me ha sido muy recomendada. Ya sé que tiene el deseo, muy meritorio, de pasar a una fundación de la Madre Patrocinio. ¡Pobrecita! Veremos de que pueda cumplírsele y rece por nosotros. Sólo así nos podemos hacer perdonar nuestros pecados. ¿Verdad, Señor Vicario?

Mudó la carátula, girando los ojos con alborozo refitolero. Un coche de campo tirado por mulillas cubiertas de borlones y cascabeles se metía al Compás de los Verdes. Las perejilas de la solana parroquial se agolparon sobre el arambol, agitando los abanicos.—Carolina Torre-Mellada, Eulalia Redín, Feliche Bonifaz, el Brigadier Valdemoro y Bubi, faldero inglés, ocupaban el coche.—Con buena escuela de picadero, trotaban a los estribos cuatro farolones de contrapuesta elegancia: Fajín y ros, por obtener acatamiento de chicos y grandes, el Teniente General Fernández de Córdova: Con terne atavío de cortijero, el Marqués de Alcañices: Jorge Ordax, de húsar colorado y cordones de ayudante: Con chistera gris perla y polainas inglesas, el Marqués de Bogaraya. Palmoteaba Teresita Ozores:

—¡La capea ha resultado un paso honroso!

Desabrióse el palaciego:

—¡Muy lamentable! A Feliche no le sueltes de sopetón el accidente de su hermano.

—¡Buen cuidado le da a Feliche!

—¡Comprende que, al saberlo, tampoco puede quedarse como un palo!

XXVI

El Brigadier Valdemoro, lastimado de una coz, renqueando, pero siempre galante sargento, se apeó de la bigotera para brindar su mano a las señoras. Las acompañó poniéndose al flanco: Renqueaba con marcial bizarría, apoyado en una garrota de pastor. En el zaguán de la Rectoral las abandonó a los encomios zalameros de la vieja halduda, hermana del Vicario. Se rezagó para juntarse con el General Fernández de Córdova: El General venía muy sulfurado, tirándose del bigote: Jorge Ordax, a su izquierda, le asistía al palo, conforme a Ordenanza:

—¡Jeromo Torre-Mellada es un botarate! Me aseguró que los decretos no llegarían a salir en La Gaceta. Va a oírme cuatro frescas.

—Probablemente ha obrado de buena fe.

—Empiezo a dudarlo… Pues va a enterarse de que conmigo no se juega. ¿Quiere usted molestarse en subir y decirle que baje? Aquí en el zaguán podemos hablar sin testigos inoportunos.

Falso de sonrisa y con secreta alarma, acudió el palaciego:

—¡Me ha dicho Jorge!…

Cortó el General, azotándose las botas con el látigo:

—¡Te advierto que no soy una mona! Me has asegurado que los decretos no llegarían a publicarse, y has tomado el nombre de la Reina. Si estabas autorizado para hacerlo, la burla es todavía más sangrienta. Responde: ¿Te hallabas autorizado, o simplemente has hecho el zascandil, como toda tu pajolera vida?

—¡No te dispares, Fernandito!

—Responde por derecho.

—Probablemente yo estuve torpe y tú has dado una interpretación libérrima a mis palabras.

—Cuanto me has dicho puedo repetirlo ce por be.

—Pues yo, con mis preocupaciones, no tengo cabeza para recordar una conversación sin importancia.

—¡Eres la auténtica mata de habas del cinismo!

—Por ese camino no puedo seguirte. Tú estás obcecado. Me ha dado en la nariz que tus recelos vienen por el lado de Arjonilla. Jorge te ha traído algún mensaje de Serrano.

—Así es. No hago reservas. El Duque de la Torre me ha hecho saber la publicación de los decretos en La Gaceta.

—¡Tan pronto!

Levantó el gallo el General Córdova:

—¿Cómo tan pronto? ¿Tú los esperabas para más tarde? ¡Eres pintado para alcahuete!

Se atufó el Marqués:

—No abuses, Fernandito. Puedes ir tan lejos que hagas inevitable un lance, y en ese terreno yo voy a todas partes. Un lance contigo me sería doloroso, nos hemos criado juntos, somos como hermanos. ¡En un lance contigo, yo tiraría siempre al aire!

—¡Majadero!

—¡No me importaría serlo! ¡Y tú harías lo mismo, no te pongas tan bravo!

Al General Fernández de Córdova le acudió una risa de duros y agresivos gallos:

—¡Eres impagable!

Se compungió el palaciego:

—Deseo transigir diferencias: Las transijo y luego me dejan en las astas del toro.

—¿Estabas plenamente autorizado para hablarme como lo hiciste el día que salimos de Madrid? Si lo estabas, y la burla viene de arriba, no dejarán de oírme en Palacio.

—Fernandito de mi alma, probablemente he retenido mal las indicaciones de la Señora. Tú procura no irte del seguro, que, pese a todas las apariencias, estás en el mejor predicamento con la Reina.

Bajaba el bonete por la escalera, anunciándose con afectadas toses. Venía con el cuidado de que subiese a refrescar el Señor General. Reiteró con escrúpulo de buena crianza:

—El Señor General y su ayudante.

Puso los puntos el sulfurino Marqués de Mendigorría:

—Ayudante del Duque de la Torre.

—¡Igual para el caso! Espero que no me desairen. Se ofrece lo que se tiene, todo ello, pobre don de una rica voluntad, como hace hablar el vate latino al pastor Marcelo.

A requilorio de tan clásicas humanidades, no quedaba otra que capitular, y se metieron escalera arriba. De pronto, interrogó el General Fernández de Córdova:

—¿A qué hora pasa el tren de Madrid por Los Pedrones?

Hizo cuentas el Vicario:

—Pues sobre la madrugada. Nos sacará de dudas mi hermana, que lleva en la cabeza las horas de todos los trenes.

Se alarmó Torre-Mellada:

—¿Vas a dejarnos?

—¡Naturalmente!

El Marqués se le pegó, hablándole a la oreja:

—La Señora me afirmó textualmente, y para que llegase a tu conocimiento, que irás de Capitán General a Filipinas. Mi consejo es que no te muevas de Los Carvajales. Mañana se hace la primera montería. Quédate. Serrano ha sido siempre una pérfida sirena. Si persistes en irte, lo haremos juntos… Pero debes meditarlo.

—Tengo empeñada mi palabra.

—¿Cómo no has pensado en ponerte enfermo?

—No es mi escuela. Unidos diecinueve Oficiales Generales, impondremos la dimisión al Gobierno. Te lo digo para que lo lleves como respuesta mía a las alturas.

—¡Estás obcecado!

XXVII

Al Compás de los Verdes llegaba un confuso ventalle de voces y bramas, encabritados relinchos, carreras, tropeles y zalagarda de cencerros. Las vacas de la capea, súbitamente embravecidas, se corneaban en los corrales. Se alborotaban los vecinos gallineros, y sobre los carros volcados ladraban los perros con las orejas tiesas. Llegaban clamores del gentío:

—¡Un espanto! ¡Un espanto en la feria!

Por las calles, el gentío, revuelto y clamoroso, no cesaba de gritar:

—¡Un espanto! ¡Un espanto!

Se echaban fuera de las tabernas chalanes y ganaderos, las varas en alto, sosteniéndose con una mano los castoreños. Corrían desalentados. A la puerta de los mesones, las monturas alforjeras rompían las riendas. Acudían los espoliques, rasgadas con zafios denuestos las bocas, tintorras del morapio. Un clérigo zancudo, con la sotana entre las piernas, abría y cerraba su paraguas bermejo, cercado por una piara de gruñidores cerdos. Ganaderos y feriantes buscaban burladeros, encaramados por rejas y bardas. Alguno, avezado en estos lances, hacía molinetes con la garrocha, y lograba remansar un espaciado círculo, en la ciega y bramadora fuga de hombres y bestias. Una vieja, con gayo refajo, arrodillada ante su cesto de huevos, abría los brazos. Las mulas y caballos encabritados, revueltos, con terrible rijo, la respetaban.—¡Milagros que se ven por algunas ferias, y son como antífonas del Circo Romano! —Enmudecía el charlatán sobre su calesín. El buhonero, atropellado, rota la hucha de sus lilailos, gritaba en un círculo de espejillos, jabones, peines y navajas. Los tinglados de pañeros y talabartes doblaban sus flacos compases con un guiño absurdo. Se arrugaban tenderetes y tabanques. Un espacio silencioso y vacío sobrevenía a la ciega carrera de hombres y bestias. A la rezaga, pelambres de viejas y pícaros, coimes y coimas, afanaban la dispersa mercadería en la desnuda soledad, cercada de clamores y bramas alejándose. Con recio baladro de cencerros, los piños de cabras salían a las eras.

XXVIII

—¡Hay un planoró muerto en la trena!

—¡Lo mató a culatazos el sargento!

—¡Dai de los Calés! ¡Debel del Otalpe!

¡Madre de los Gitanos! ¡Dios del Cielo! ¡El Errate, atristado y nocturno, sentía el drama del muerto y el melodrama de ignorar quién era! Vagaba en torno del chato y carcomido caserón de la cárcel. Dos Guardias Civiles, las carabinas en descanso, geometrizados bajo el triángulo de charol, y las charreteras y las cruces del correaje, guardaban la puerta. Hacían planto en la calle viejas y mozuelas. Algunos bultos se recogían por las esquinas:

—¿Quién es el defunto?

—Nenguna luz se diquela.

—Los vellerices nos satisfarán, si les sonsacamos.

—O nos zurrarán el drupo.

—No le penela chi.

—Esperemos a que lo embleje la identificación.

—¡Menda se naja denantes! ¡Que lo identifique el Grobelén!

—Puede que ni tal muerto haiga, y que todo, a la fin, resulte jonjana.

—Defunto lo hay, que aúnllan por demás los chureles.

—¿Y por qué había el difunto de ser caloré?

—Es caloré, porque siempre pagamos los del Errate. Cuenta, si no, quiénes han ido al Estaribel.

Un gitano se jactaba entre otros, soterrando la voz:

—Ya le tenía partido el garlochín, cuando impensado salió por la puerta del padre cura el terremoto de chai madrilati, y eso le ha dado la bají.

Doblaba la campana de los Verdes. En el zaguán de la trena encendían un candilejo. Llegaba el tumulto verbenero. Los cohetes, al estallar, desconcertaban con luminosos triángulos el caserón de la cárcel y las rígidas figuras de los dos Guardias Civiles.

XXIX

Se encendían candilejas y pregones. Batía un tambor, tecleaba un organillo, se despepitaba un figle. Sobresalía la voz rajada de un valenciano:

—¡La cogida del Sevilla en la Plaza de Madrid! ¡Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros! ¡María Griñón rezando en capilla! —Esta desgraciada mujer había llevado en sus entrañas al Tigre del Maestrazgo—. ¡El Cura Merino en el patíbulo!

Otra voz, al son de un organillo napolitano:

—¡Vista de Nápoles y erupción del Vesubio! ¡Las cenizas del célebre volcán llegan hasta los navíos fondeados en el puerto! ¡La gran batalla de Sebastopol! ¡El Rey Víctor Manuel pasando revista a las tropas garibaldinas, que le vitorean!

Salta en el organillo el himno del famoso guerrillero. Salmodia una voz:

—¡Para San Blas! ¡Para San Blas!

Otra voz de ruda prosodia tudesca:

—¡El triunfo de la Ciencia! Diploma de la Gran Academia de Berlín. El lente revelador del Universo-Microorgánico. Una pulga aumentada hasta tres mil diámetros. Pasen, señores. El último invento de Berlín. ¡La Ciencia reveladora! ¡El Fiat Lux! Bajo este lente, la pulga, aumentada hasta tres mil diámetros, nos produce el terror de una fiera.

Otra voz de extranjís:

—¡La Sílfide de las Tullerías! La Señorita Hortensia, de paso para el gran Teatro de Lisboa, ejecutará sus arriesgados ejercicios de barra y trapecio. En obsequio al ilustrado público de esta villa, trabajará sin red. ¡La Sílfide de las Tullerías! ¡Estrella de París! ¡Espectáculo preferido del gran mundo!

La voz agarena de una vieja:

—¡Jigas de azabache para el mal ojo! ¡Espejillos, navajas y lendreras! ¡Al barato! ¡Al barato! ¡Papel de cartas, batidores y peines! ¡Jabón d'olor! ¡Jabón d'olor! ¡Agua de esencia para las novias!

La voz huronera y ambulante que se acompaña con el regatón de una pértiga:

—¡Para San Blas! ¡Para San Blas! ¡Para San Blas: Abogado contra peste y rabia!

XXX

El Curro y el Niño tomaban café con el Tuerto de la Chirlata. El Curro había convidado para cambiar la onza que recibiera del Señor Juan:

—Vamos, pues, a descambiar la baria.

El Tuerto le conquería para que entrase con aquel dinero a repartir ganancias en la chirlata. Un negocio de hacerse ricos en las ferias de Portugal. El oro y el moro:

—Nosotros dos, y mejorando si se nos arrima una chulana de buen trapío, como tengamos un tanto de cifra, alzamos un curelo, y abelamos jandoripen.

—¡O vamos con la quimbilia a la trena!

—Ese randiñó te puede caer donde menos lo diqueles.

—Jabillela sin fin de chichís ese burlo.

—Dunquendió que sicobamos para llenar la zayna.

El Niño de Gloria guiñaba el ojo truhán, a hurto del chirlatero:

—Curro, no cierres las mirlas, que el curelo pinta de mucho mampori.

—¡Curelo pesquibado! ¡Barbí! ¡Pirela bastaré!

El Curro fumaba cerrando los ojos.

—¡No me jonjabes duquendió! Esta llama es para socarrar un terno de luces que tengo en la peñaranda de Écija… ¡Por eso no descambio la baria y vas a ser tú el que apoquine los cafeses!

El Tuerto de la Chirlata saludó pinche, hundiéndose dos dedos en el bolsillo del chaleco:

—No tarifemos.

—Gachó, chanela que ha sido jonjona y bulipén. Aún me queda un chulí para abonar el gasto, sin descambiar la baria del Señor Juan.

—¡Dosta, compadre! ¿Y del curelo, cierras las mirlas?

—Chamullaremos callicaste. Horita me najo, que me espera la lacha de una chaví.

Despreció el Niño de Gloria:

—¿Aún queda de eso por este foro?

—Para menda, queda.

—¡Currillo, no tengas que recibir los sudores!

XXXI

También Linarejo Sánchez, el taciturno y verdino galán cortijero, yacía sobre colchones en el parador de Don Lope Calderete. Doña Quica la Cirujana le ponía hilas con aceite en una brecha sobre la tetilla izquierda. Alumbraba Don Lope, a la zaga de la bruja, con una palmatoria, y hacían rueda en circunspecto silencio labradores hacendados del mismo término. Cubierta la herida se santiguaba la bruja:

—Le salvó el Agnus Dei que llevaba al cuello.

Preguntó un compadre:

—¿Es profunda la herida?

—Sí que es profunda, y está símilmente sobre el corazón. Casi que se le ve latir debajo.

Con andaluza jactancia, sacó la voz y el cuerpo un viejo marchoso:

—¡Suerte has tenido, Linarejo!

—A cualquier cosa llamáis vosotros suerte. ¡Me dan una puñalada y me roban el Chorlito!

—¿El Chorlito te han robado? Pues también ha sido suerte, porque ese caballo tiene trastornado el meningito, y estabas a pique de que te estrellase.

La Madre Cirujana doblaba con mucho primor el trapo de las hilas y lo guardaba en el escriño, junto al dedal, alfiletero y tijeras. El herido cerraba los ojos. En la puerta apareció la figura de un hombre con zamarra y gorro de cuartel bordado de oro. Era Don Roque Sabariegos, general convenido de Vergara: Don Lope, con un paso flexible de bolanchera y la palmatoria en alto, le salió al encuentro. Quiso soplar un ladrón y apagó la vela. Murmuró el antiguo faccioso:

—Calderete, siempre tan badulaque.

—Se apagó con el viento de la puerta.

—¿Es mi sobrino el herido?

—¿Sobrino de usted? Se lo preguntaremos.

—¿Y la herida?

—Muy aparente, y de mucha suerte.

Abrió los ojos el herido descubriendo tras el estrellín de la vela las negras siluetas del faccioso y del huésped.

—Tío, yo soy.

Se acercó el veterano:

—¿Cómo ha sido eso?

—Como son estas cosas, por patriotismo.

Se ariscó el faccioso:

—No profanes la palabra.

Pronunció perezoso el herido:

—Patriotismo es…

—Patriotismo de cabila. ¿Qué te debe, ni qué le debes tú a Juanillo Caballero? Los buenos días y las buenas noches.

Comentó una voz del corro:

—Bien se conoce que su merced no es de Estepa.

Gruñó el convenido de Vergara:

—Donde hasta la Virgen Santísima protege a los ladrones. ¿No dicen así por allá?

Cercioró un viejo:

—Así dicen. Y eso dimana de un milagro, que le salvó la vida al propio Señor Juan Caballero. En aquellos entonces no más que le decían Juanillo el Cantaor. El Señor Juan, que sufría una persecución a muerte, estaba esperando que pasase la solanera, metido entre unos olivos, la jaca con más resuello que un galgo, cuando sintió encima la patrulla de miqueletes montados. De un salto se puso a caballo y salió espoleando. Aun cuando llevaba la jaca cansá de correr día y noche, escapando de aquella persecución tan encizañada, los miqueletes ni por soñación le competían, pero el teniente montaba un overo que había sido de un marquesito sevillano. Y como lo llevaba fresco, se veía en mucho compromiso el Señor Juan Caballero. Ya casi que se consideraba perdido. En todo el largo de la carrera, por darle alivio a la jaca, había ido soltando la canana, el trabuco, las alforjas, hasta la silla. La jaca se había quedado en pelo, pero no sacaba ventaja. Llegaron así, ganando terreno el teniente, hasta un barranco muy profundo. El Señor Juan metió las espuelas y pasó al otro lado con este grito: ¡Acórreme, Virgen de Linarejo! El caballo del teniente se reculó, sin atreverse al salto, y fue entonces, según cuentan, cuando dijo el teniente lo que su merced recordaba: ¡Hasta la Santísima Virgen protege en esta tierra a los ladrones!

—Llamar a eso milagro es una blasfemia.

—¿No le parece milagro a su merced ese vuelo de una jaca cansá, que ninguna bestia herrada ha podido dar ni antes ni después?

Atestiguó la bruja:

—Milagro y muy grande. Juanillo Caballero, en aquella ocasión, pasó sobre el manto que le tendió desde el Cielo la Santísima Virgen de Linarejo. Y otro milagro manifiesto que se halle con vida este galán tan guapo. El Agnus Dei que llevaba al cuello fue su coraza.

El viejo faccioso se abismó con ceño de inquisidor:

—Conviene no confundir las obras divinas con los juegos del Diablo.

Socarroneó el viejo:

—¿Viene su merced a significar que no se debe recibir moneda sin haberla sonado?

Ceceó un galán:

—Lo que mi padre ha referido es verdad. Ese salto es un vuelo de pájaro, y no le da ninguna bestia herrada.

Alzó la cabeza el herido:

—Yo lo he dado en el Chorlito.

—¿Que tú lo has dado?

—Yo lo he dado.

Terció el viejo socarrón y marchoso:

—Ese salto se da, pero con una jaca rendida no se da.

Mostró su desdén el convenido de Vergara:

—El peligro presta alas, y el miedo también hace milagros.

Insistió Linarejo, con doloridos acentos:

—Ese salto yo lo he dado por el gusto de hacerle perder el color a una mujer.

Hubo un holgorio novelero de comentarios:

—¡Mucho tenía que valer la gachí, compadre!

—¿Y cuando ibas por el aire, no recordaste de ningún Santo del Cielo?

—Sólo me relampagueó volver los ojos para ver si tenía la cara pálida aquella mujer.

—¡Pues eres tú más que Don Juan Tenorio!

Formuló el faccioso, con dejo áspero de inquisidor:

—La juventud es muy loca.

Y el viejo cortijero:

—Cada edad tiene su caudal, y conforme se gasta uno, se gana otro. Se gastan ilusiones y se recogen experiencias. Tú, Linarejo, más tarde o más temprano, recogerás alguna lección de esa gran locura que cuentas haber realizado con Chorlito. Nada se pierde. Las ilusiones que se pierden en el albur se ganan como experiencias en el gallo.

Linarejo doblaba la cabeza mareado. En nieblas de tabaco agrandaba sus picos sobre la pared la sombra de un gorro de cuartel y hacía cabriolas el borlanchín. Cabriolas muy expresivas y endiabladas. Le sobrevino un dolorido ardor en el pecho y entendió que la bruja le curaba con aceite hirviendo. Andaban todos en rueda a su redor, cerró los párpados y le traspasó el deleite del que vuela en sueños.

XXXII

Don Lope Calderete repica el aldabón: El gallinero del cura cacarea alborotado, ladran remotos canes, abren los brazos por la copa de las higueras grotescos espantos y la luna carirredonda clarea el Compás de los Verdes. El Padre Vicario saca la punta del gorro por medio ventanillo:

—¡Basta de escándalo!

Sujetándose las jaretas salía de su alcoba con una palmatoria la hermana del Padre Vicario:

—¡Caso muy apremiado ha de ser para venir con esa bulla!

Don Lope, en la calle:

—El Santolio para un huésped. ¡Me ha caído la lotería!

La hermana del bonete posa la palmatoria y se ata los refajos: Las pulsaciones del reloj y los ojos del gato amueblan el corredor:

—Hermano, no queda otra que importunar al herido. En la alacena de su alcoba está el cofre del Santolio.

—Sueño de piedra había de tener para no haberse despertado.

—¿No será mal visto que yo entre tan a deshora en la alcoba de ese joven?

—Me pasaré yo. Voy a echarme la sotana.

Con súbito sobresalto fugóse la vieja, llevándose la palmatoria, agarrándose la frente con una mano: Volvió desolada.

—La Rosina no está en su cama.

—¿Cómo que no está?

—Acabo de verlo.

—¡De baile se nos ha ido esa zarandaja! ¡Mañana la baldo!

—¡Ojalá fuera eso! Peor cosa me temo y no me aguardo más un instante para ponerlo en claro.

Corrió a llamar en la alcoba que por el accidente de la capea ocupaba el Pollo Real:

—Caballero, sírvase usted abrir la puerta. ¿Me oye usted, caballero? ¡Mucha prudencia, hermano!

—¿A cuento de qué?

—¡Ahí dentro está la gran relajada!

Bramó el bonete:

—¡Todas unas sois las mujeres! ¿En que fundamentas tus palabras?

—¡Lo siento dentro de mí! ¿Me estás escuchando, disoluta? ¡He de arrastrarte de los pelos! Caballero sin vergüenza, abra usted la puerta.

El bonete apartó a la hermana, y a puras costaladas, jadeando, logró saltar los cierres. Del tantarantán que pegó metióse en la alcoba. Oyó gemir a la sobrina: Reparó la ventana abierta y fue sobre ella. El Pollo Real se descolgaba por una cuerda hecha con las sábanas desgarradas. Acudió el clérigo a descolgar su escopeta de cazador, y en dos zancadas se repuso en la ventana haciendo puntería. Sintióse, de pronto, sujeto en la crispadura de unos brazos. Le sofocó el aliento de la sobrina:

—¡Máteme a mí, si es tanta su saña!

Se interpuso la madre con las uñas de fuera:

—¡Para siempre te encierro en los Tres Clavitos de Córdoba!

—¡Llévatela de mi vista, que me vienen tentaciones de matarla!

Hacía señal la campana. El bonete se rasco una cerilla en el zapato y en las tablas de una alacena buscó el cofre de los Santos Óleos.

XXXIII

Faldeando por el Cerro del Castillo iba de retorno, con buen paso de andadura, la tropa de Estepa. Sobre el roto almenar, las cigüeñas velaban la noche de luceros. Traía el viento remotas voces de pastores y feriantes, en vaga ruta tras las reses descarriadas. Rosalvino, saliendo al raso la tropilla, metió el cuartago a emparejar con la mula bernarda que regía el Señor Juan Caballero.

—¡Ha sido esta feria un estropicio, Señor Juan!

—¡Por ti lo siento!

—A mí me hablaron Lechuga y el Maruxo.

—Buena gente. Pero si vale un consejo…

—Tras él vengo.

—Del sastre apártate cuanto puedas. Le acompaña a ese hombre un sino muy negro… Y sabe ser amigo, y tiene palabra… ¿Recuerdas cuando le vimos en la feria? Pues con solamente verle, me ha hecho mal de ojo. Esta zaragata del espanto y la otra de la plaza te lo confirman. Verle venir para mí y tener un santiamén de todo cuanto después ha pasado, fue una misma cosa. ¿Qué te han propuesto esos dos caballeros?

—Acuñar moneda.

—Poca estimación se tienen. Para esos sujetos ya no hay cortijos, ni diligencias, ni labradores con onzas, ni canónigos y marqueses en Córdoba y Sevilla. ¡En bien poco se precian! Tú, si te pones fuera de ley, hazlo noblemente. ¡Y qué otra voy a decirte, si la ley te pesa! Yo no valgo para predicador, y a más, tengo muchas culpas en la conciencia. Si te sales del camino legal, que sea noblemente: Has de tener el arranque de gritar: Rosalvino de Estepa no reconoce ni jueces ni varas. Él tiene sus leyes. Porque no hay oficio sin su código, y el que mejor lo cumple más prospera. Eso nunca debes olvidarlo, Rosalvino.

—El Maruxo trabaja en todo, ya sabe su merced.

—El Maruxo es buen compañero, fuera de esa aberración de la moneda falsa. Rosalvino, los ímpetus que tú tienes piden mejor empleo. A mí me avergonzaría la celebridad de Luis Candelas. Tú puedes ser Rey de Sierra Morena.

—Usted se chanea, Señor Juan.

—Como yo pude serlo, de no habérseme metido la grima de la sangre con aquellas muertes. Hoy la he sentido. Cuando iba a disparar la pistola he visto resucitado a Antonio el Tuerto. Si no me vale esa ilusión milagrosa, cargo mi vida con otra muerte. ¡Y te hablaba enantes del sino negro de Lechuga! ¡Sino de carbón el de Juan Caballero!

—¿Señor Juan, no volvería usted a la Sierra?

—¡Jamás!

Recapacite usted, maestro, que esta feria ha sido nuestra ruina.

—¡Fuera solamente ruina! Para mí estas ferias han sido el entierro.

—Señor Juan, espante usted esas murrias.

—¡El fin de todo! Al reñir primero, y después en una casa que no nombro he sentido los años. Los gitanos me acorralaban y la casa guardaba para mí un desengaño todavía más cierto.

—¡Malas ferias!

—¡Renegadas!

—Maestro, tire usted de la cantimplora.

—Hoy ha sido mi entierro. ¡Ferias de Solana, qué mal me habéis tratado! ¡Digo las ferias, y es la vida que no quiere nada con los viejos! ¡El Santo Cristo tenía la cara cubierta con un pañuelo! ¡Ay, que no supiera yo el misterio de ese pañolico alcahuete!

Tropezó la mula, y el viejo caballista la contuvo, jurando recio. El grillo y el sapo cantaban alternos. Pastores y ganaderos, en vaga ruta por los campos, tras las huidas reses, se respondían con voces en la clara noche de estrellas. Cuatreros y caballistas, esquivándose a los caminos de cañada, iban arreando los piños garbeados en el espanto de la feria —cabras y recuas de mulas, rebaños de ovejas y gruñidores marranos—. Iban agudo, faldeando los oteros y por la sombra de los olivares para transponer el robo a los cobijadores cortijos de la Sierra. Azacaneaban en la noche. Iban por una desolación de lontananzas con estrellas, suscitando los ladridos de remotos perros.

XXXIV

Por el camino carretero rodaba el carricoche del Tío Ronquete. Había renovado el tiro con una recua de tres mulillas, y el viejo gitano, en vanguardia, montaba la cruz de sus calzones en una yegua bien enjalmada, con alegre caballito al flanco.

—¡Salud, Señor Juan y la buena gente! Ya he tenido noticia del sinjuicio y mala conducta de algún caloré. A ésos llamo yo caballos sin solabarri.

A lo lejos, cruzaba la llanura el tren de Madrid. Para verlo pasar remontando las bardas manchegas asomaba la luna su chato rosicler de Aldonza Lorenzo:

—¡Mucho se oye el pito de la máquina!

—Tenemos el tiempo mudado.

—No podían ser de dura estas calores.

XXXV

Hacía señal de muerto la campana de los Verdes. Por la carretera, en las ancas de un mulo, al cabo de una recua, canta el berebere:

—¡Solana, corral de cabras,
para no verte me voy!
¡Si la entrada tienes mala,
la salida es aún pior!

Libro sexto: Barato de espadas

I

¡Al alimón! ¡Al alimón!

Claras luces madrileñas.—Salón del Prado.—Niñas y ruedas de la tarde, coloquio de nodrizas y roses marciales. Calesines y simones bajan, en puja, a la Estación del Mediodía. Arrastra el viento las silbatadas de la locomotora por las frondas del paseo. El cesante reumático profetiza en un banco:

—¡Agua tenemos!

II

En los amenes isabelinos ocurrieron notorios milagros, pero ninguno tan sobresaliente como la puntual llegada del tren andaluz, aquella clara tarde madrileña, cándida tarde de milagro, perfumada de lilas y canciones de Primavera. Al trote de los maravillados jamelgos retornaban simones y calesines cargados de viajeros, zancas abiertas, sobre el equipaje de valijas y sombrereras. El Marqués de Torre-Mellada, extremoso de mieles y obsequios, conducía en su carruaje al encapotado General Córdova. Brujuleaba por ganarle el aire:

—Te dejo en tu casa, y esperas hasta que conferencie con la Señora. Nada de hacerle el juego a Serrano. Si lo meditas, comprenderás que es un descabello esa cacareada manifestación de fajines. ¿Fernandito, qué le dejáis a las cigarreras? Figúrate que el exprés hubiera traído el retraso de costumbre… Por un momento hazte esa cuenta. No hubieras estado a tiempo oportuno. ¡Es indudable!

En el Salón del Prado la nodriza y el sorche, alternativamente, empujan la rueda del barquillero. Marte enciende una tagarnina de a cuarto. Convida Ceres Pasiega. La tagarnina arde. ¡Hora plena de milagros!

III

El General Fernández de Córdova, sin tomarse descanso, metiendo prisa al asistente, revistióse los arreos militares y engomadas las guías del bigote, ilustrado el pecho con todo el cuelgue de medallas, cruces y veneras, echóse a la calle: Muy farolón, puesto en medio de sus ayudantes, bajó al Prado. Entre los Generales de la conjura mediaba el acuerdo de acudir en cotarro marcial a tomar el sol en aquellas frondas. Como era tarde de milagros, no faltó ninguno de los juramentados Martes.—Vistosas luces de plumeros y bandas engalanaron el barcino arenal, entre las fuentes de Cibeles y Neptuno. En un banco, tibio de sol, el terceto de cesantes, emulándose, canta los nombres:

—¡El Duque de la Torre!

—¡Don Domingo Dulce!

—¿Ha visto usted? No oculta la cara el General Serrano.

—Pierrat, Contreras, Caballero de Rodas, Nouvilas, Echagüe.

—Esto es la caída del Gobierno.

—Buceta, Izquierdo, Sánchez Bregua. Juntos hemos sido escribientes en Oficinas Militares. ¡Suerte de gallego!

—Suerte de gallego, y la buena letra.

—¡Eso sí! Un pendolista de primera. Siendo sargento, puso en un librillo de fumar el Reglamento de Carabineros.

—¡Ya es mérito!

—¡También le ha valido el ascenso a oficial!

—¡Pues es un caso de justicia raro en España!

—Brigadier Letona, Zabala, Messina, Ustáriz, Baldrich, Alaminos, Miláns, Serrano Bedoya.

—¿Los ha contado usted?

—¡Dieciocho!

—¡Si esto no es la revolución, puede ser la mecha! ¡Son muchos charrascos!

—Consecuencia lógica de los nombramientos para las dos vacantes de Capitanes Generales. Crisis de Ultratumba provocada por los Duques de Tetuán y de Valencia.

—¡Tómelo usted a chacota!

—Ahora llega Córdova. Si no he contado mal, son diecinueve.

Ante las luces de charrascos y pompones, un súbito desbarate de las ruedas infantiles prolongaba la arenosa avenida en el rosa y malva del crepúsculo. El cisma de toses y bandas, fajines y ojos de gallo, subió por la esquina de Villa Hermosa. Pregones y tonadillas reverdecieron bajo las arboledas. La pasiega y el sorche tornaron a cambiar promesas, empujando la ruleta pitagórica del barquillero.

IV

El Palacio de Oriente se hizo todo cruces al soplo de que habían salido a pintarla con terno de gala, salivillas y toses, diecinueve jaques del Generalato. Entre apuros y sustos fueron alumbradas todas las santas imágenes de las Cámaras Reales. El Marqués de Torre-Mellada coincidió al pie de la gran escalera con el Marqués de Alcañicea:

—¿Pepe, tú reprobarás la conducta de los Generales Unionistas? Los Grandes no podemos aplaudir esos aires matones. Yo confío que todo pasará como una nube de verano.

Adolfito Bonifaz se les juntó:

—Vengo de tu casa, Pepe. La Señora me ordenó que te buscase.

—Ya ves que me adelanto a los deseos de la Señora.

—Afrontando una silba he dado orden al cochero de meterse por el Prado. Quería cerciorarme por mis ojos para enterar a la Señora… Yo conté hasta catorce espadones.

El Marqués de Alcañices dejóse caer con pausa y reserva:

—Yo he contado diecinueve.

Se apuró a subir la escalera el Marqués de Torre-Mellada:

—El Gobierno, si dispone de la guarnición, debe prenderlos. En el caso contrario, dimitir y dejar libre la elección de la Corona.

Bajaban la Duquesa de Santa Fe de Tierra Firme y la Condesa de Olite, presidenta y secretaria de las Señoras Josefinas. Llegaban resplandecientes, con las regias promesas de un donativo para la tómbola de los parvulines bautizados en Cochinchina: Se detuvieron, coquetas y pedigüeñas. Sonaban las cornetas de San Gil. En el zaguán formaba la guardia de alabarderos: Las madamas se miraron:

—¿Hay revuelta?

Esclareció el Barón de Bonifaz:

—Son precauciones.

La Condesa de Olite se hacía toda misterio:

—Debe haber algo. El Confesor y la Santa han subido por la escalera secreta.

Se asombró la de Santa Fe:

—¿Cómo lo has guipado?

—Pestaña que una tiene.

Insistió la de Santa Fe:

—¿Pero hay pronunciamiento?

Cacareó un tramo de escalera arriba el Marqués de Torre-Mellada:

—¡Una pantomima! ¡Nada! Pepe le ha puesto un nombre muy propio. La Parranda de Marte. Hay que divulgarlo, cubrirlos de ridículo, disolver la manifestación con las mangas de riego.

Le engatusó la de Olite:

—¡Propónselo a González Bravo!

V

El Conde de Cheste, Comandante General de Alabarderos, capa blanca, sombrero con plumas, haciendo piernas barateras, acudió a recibir órdenes de la Augusta Señora. Su Majestad, con magnánima entereza, refrenó los hipos y apuntó donaires:

—Si esos murguistas pretenden llegar hasta mí, quiero que sean inmediatamente arrestados y puestos a pelar patatas. Todos me deben cuanto son. Sin mí, el que más, sería hoy teniente del resguardo. No tuerzas la cara, que tus méritos y los de otros no los olvido en ningún momento. ¿Qué pretende esa Parranda de Marte? ¡Imponerse al Trono! ¿Es así como pretenden esos díscolos llegar a la Regia Cámara?

Aseguró el Conde de Cheste:

—La fórmula estará, sin duda, llena de respeto. Solicitarán presentar un memorial de agravios a Vuestra Majestad. Si Vuestra Majestad no se digna recibirlos, se limitarán a dejarlo para el Despacho en Secretaría.

—¿Y quieres decirme qué boca de ángel te puso tan al corriente?

—Señora, son conjeturas que cualquiera puede hacerse.

—¿Sólo conjeturas?

—¡Absolutamente!

—¿Y si te equivocases?

—Lamentaría que llegase ese caso…

—Vas a darme un consejo de amigo, que pospone la opinión política a los intereses del Trono: ¿Qué hago yo con el supuesto papelito? ¿Qué respuesta le doy? ¿Lo dejo sin respuesta?

—Vuestra Majestad habrá cumplido con someterlo a la iniciativa del Gobierno.

—¿Que resuelva el Gobierno? Tienes razón. Es lo constitucional, y esos templados no tendrían derecho a reprocharme nada… ¡Con todo, una dedalita de miel para amansarlos! ¿Tú, cómo lo ves? El paso de hoy marca un cambio de frente en los Espadones Unionistas: Si pactan con los del progreso, hay que desbaratarles el pacto… La revolución, si estallase, sería para algo más que para un cambio de Gobierno. ¡No me hago ilusiones! Sería para imponerme la abdicación y arrancarme de las sienes la Corona.

Tomó tablas con la mano en el pecho el Conde de Cheste:

—¡Eso querría ser! Dios hará que no se cumpla ese fementido deseo.

Desentonó la Señora:

—Dios y un poco de prudencia en sus criaturas.

VI

Se movió discretamente una cortina, y salió muy entonado el Rey Consorte: —Cabeza de peluquero, levitín de fuelles, bombachos color canela, botitas de rusell con tacón alto.—Pisándole la sombra, salió, desfigurada en beata de merinillo, la Monja de Jesús:

—¡Ave María!

La Augusta Señora abrazó con lagotero compunge a la Seráfica Iluminada:

—¡Patrocinio, interpón tu valimiento con el Altísimo! La cuadrilla de matachines se ha echado al ruedo, y, probablemente, intentará llegar hasta mi presencia.

—Vuestra Majestad cuenta con leales defensores y una heroica espada.

La monja derivaba un significativo golpe de ojos sobre el Conde de Cheste. El General se arrodilló esperando la gracia de besar el cabillo de correa que, por el borde del manto, le coleaba a la Seráfica Madre:

—¡Qué tiempos de prueba, Señor Conde!

El Señor Conde se tocó la espada con garbo de comediante:

—Si los conjurados llegasen en su desmán a pretender hollar la Regia Cámara…

Se apenó la Augusta Señora:

—No extremes las cosas. Si la Guardia hubiese de hacer fuego sobre esos locos, que sea después de agotadas todas las razones. ¡Esa promesa la exijo de ti! Con ella me dejas menos preocupada… Si se ponen pelmas y lo echan por la tremenda, no estará mal un escabeche con todos ellos. ¡Pero había de ser con todos!

Inflóse, fantasmón, el Señor Conde de Cheste:

—Haremos una nueva representación de la Campana de Huesca.

El Rey Don Francisco, que se sonaba en el fondo de un balcón, vino a los medios, doblando con primor el pañuelo, el pasitrote currutaco:

—¿No estará ganada la Guarnición?

Se engalló el Capitán General:

—La Guarnición permanecerá fiel a la Reina.

Apuntó la Señora:

—¿No te cegará la confianza?

—Respondo con mi cabeza.

—¡Dime antes qué hago yo con tu cabeza! ¿Tienes seguridad en todos los Jefes de Cuerpo?

—¡Absoluta!

—¡Como ha visto una tantas ingratitudes!

El Rey Consorte acompañaba con su chirimía:

—¡Tantas! ¡Tantas!… Yo creo que debían ponerse baterías en los ángulos de Palacio. Isabelita, en puridad está indefenso Palacio. Las Guardias, aun cuando hayan sido redobladas, son cuatro gatos… Sin duda harían una brillante defensa, basta para infundirles heroísmo el ilustre soldado que los manda. Pero mi duda está en que puedan los conjurados sacar tropas de los cuarteles y sitiarnos por hambre.

Se quitaba y se ponía los anillos la Reina Nuestra Señora:

—¡Cuando niña, me vi en ese trance!

Refrendó la monja:

—Aquel ayuno os libró de la regencia jacobina y os reintegró a los brazos de Vuestra Augusta Madre.

—¡Así fue! Dos días a galletas y chocolate…

Confirmó el Rey:

—¡En aquellos aciagos días las logias masónicas tuvieron secuestrada a la Corona!

Le salió el pavo a la Reina:

—¡Ese recuerdo me impedirá siempre ceder ante las imposiciones y las intrigas de los interesados en perturbar con otra regencia la paz de España! Ante todo, la tranquilidad de mi conciencia.

El Rey Don Francisco apuntó un discreto comentario:

—Estoy de acuerdo, y, precisamente, ante el alarde de esos díscolos, lógicamente temo que hayan trabajado los cuarteles. Sin duda, no intentarán tomar la escalera y repetir la locura que una vez ha dado tan funestos resultados. ¡Evidentemente! ¿Pero puede asegurarse que, si cuentan con las tropas, no intentarán poner cerco a Palacio? Recogerán las lecciones de la Historia. El asalto a la escalera ha sido un lamentable fracaso; pero, poco después, aquellos mismos hombres alcanzaron el logro de sus ideales poniendo cerco a Palacio. Isabelita ha recordado muy oportunamente la gazuza de aquellos tres días a régimen de galletas y chocolate.

Sacó la Reina el cabillo de sus recuerdos infantiles:

—Al General Prim, desde los balcones, le veíamos caracolear en torno a Palacio… La cara verde de bilis, lleno de salpicaduras de lodo el pantalón colorado. La de Mina le llamaba el Caballo de Espadas. ¡Qué vueltas da el mundo!

Concluyó apenujado el Rey Consorte:

—¡Dios sobre todo!

Con sonrisa de pastaflora, solicitaba el asentimiento de la Madre Patrocinio. La Seráfica aprobó, musical y balsámica:

—¡Procuremos desagraviar con nuestras acciones al Santísimo!

La música afligida de aquella exhortación insinuaba una queja secreta recibida en celestiales confidencias. La Reina Nuestra Señora, puesta en sobresalto, traspasada de recelos, temerosa de verse sometida a un sacrificio insuperable, intentó disimular con chungada borbónica las zozobras de su Real Ánimo:

—La primera falta de esos parrandistas es que se hacen esperar demasiado. Pezuela, confío que tu espada leal sabrá defenderme.

Gatusona y mandona, le despidió dándole a besar su Real Mano.

VII

La Antecámara tenía un aire de velorio; los palaciegos, apagando las voces, se reunían por los rincones, con alcahuetes soplillos. El Marqués de Redín, en servicio de Gentilhombre, recibía las timoratas confidencias de su cuñado Torre-Mellada:

—El Gobierno está reunido, y supongo que de ahí salga la crisis, para dar paso a una situación unionista bajo la presidencia del General Serrano.

El Marqués de Redín, se incrustaba el monóculo, con engalle de británica elegancia:

—Eso sería lo más cuerdo. Hay batallas que no deben darse. Sin embargo, sospecho que la prudencia no sea el numen que en estas circunstancias inspire al Gobierno.

—¡Sobre el Gobierno está la confianza de la Corona!

—El Conde Girgenti, Príncipe de la Casa Real de Nápoles, llega esta noche a Madrid… ¿Crees que puede darle la bienvenida el partido que tiene en su historia el reconocimiento del Reino de Italia? La Familia Napolitana lo tomaría como un agravio, y no olvides que cuenta con el apoyo del Vaticano. Como ves, empieza a dar sus frutos la absurda política de casar a la Infanta con Girgenti.

Torre-Mellada se compungía con asustados pianillos:

—¡Ese absurdo permite al carlismo una actuación contraria a las doctrinas de la Santa Sede! ¡El caos! ¡El caos! ¡Bueno está el partido de las sacrosantas tradiciones! ¡El caos! ¡El caos!

Tenía la voz una celeridad confitada. El Marqués de Redín, con el reflejo del monóculo, temblante en el arco de la ceja, adoptaba un docto y almidonado empaque académico:

—¡Explícate, querido!

—Confirmado, plenamente confirmado la inteligencia del carlismo con los radicales. Mediador, un tal Cascajares. En Suiza está, y celebra conferencias diarias con el Niño Terso. La noticia viene por nuestra Embajada de París. ¡Qué apostasía, Fernandito! ¡Qué apostasía por ambas partes! ¡Qué ausencia de ideales!… La Señora, no sé qué resolución adoptará.

Insinuó con embozada zumba el diplomático:

—La Señora debe escribírselo al Papa.

—¡Todos somos del mismo parecer, en la intimidad de la Señora! El carlismo, hay que reconocerlo, nunca se hubiese lanzado a pactar con las demagogias sin la mediación de la diplomacia pontificia para la boda de Girgenti.

Sentenció Redín con sorna petulante:

—El Vaticano cambiará de política, aun cuando sólo sea al piadoso intento de contener en el camino de perdición al Duque de Madrid. No vaya a tomar ese joven el mal rumbo del autor de sus días, y a parodiar la frase de su abuelo: Madrid bien vale una Constitución.

—¡Sería el colmo!

—¡Os dejaba pintados!

—¿A quiénes?

—A los camarilleros que trabajáis la abdicación en la rama legitimista.

—¡Qué absurdo! ¡Nosotros colaborando con Prim! ¡Un enviado de Palacio, Cascajares!

Sonaba con hoja de moneda fullera el remilgado cacareo del palatino. Redín le miraba incrédulo, con remotos dejos de lástima:

—El carlismo, en esta ocasión actúa con una audacia maquiavélica, que no está en sus tradiciones. Simultáneamente parlamenta con los revolucionarios y con los círculos de Palacio.

Chifló con ladina quejumbre el palaciego:

—¡Fernandito, a mí no me compliques!… ¡Yo soy leal al Gobierno! La Señora no ha pensado en abdicar, y sin ese requisito no hay coyuntura para conversaciones con el Pretendiente.

—¡Sin duda! Pero en el vago supuesto de la abdicación, los camarilleros volvéis los ojos a Don Carlos.

—¡Antes que otra Regencia Progresista!… La abdicación impuesta por los revolucionarios no puede admitirse. ¡El Príncipe, cautivo de las logias! ¿Tú entregarías la educación de un hijo a los redactores de La Nueva Iberia?

El diplomático, burlón y risueño, se ajustaba el monóculo:

—¡Es un grave caso de conciencia!

—¡Me alegro que lo veas así! La Señora no abdicará; pero si abdicase, es indudable que lo haría renunciando a sus derechos y los de sus hijos en la rama desterrada. Otra Regencia Progresista, con allanamiento de conventos y expulsión de monjas y frailes, renovaría la guerra civil en España.

—La Reina es madre, y querrá legar el Trono al Príncipe.

—Es madre; pero también es muy buena cristiana, y se da cuenta de los males que acarrearía una Regencia. La Señora pone sobre sus sentimientos maternales la salvación de las conciencias españolas en el Seno de la Iglesia.

Admiróse Redín con irónica sorna:

—Tú escuchas entre cortinas los sermonetes del Padre Claret.

Adoptaba un aire de fatua suficiencia el Marqués de Torre-Mellada:

—Eres corrosivo. En modo alguno me obceco, y tal como ruedan las bolas, creo que debiera parlamentarse con Serrano. La Señora me parece que está en ello. No lo divulgues. He recibido indicaciones para la busca y captura de cierto mensajero. No puedo decirte más.

Redín le clavó los ojos con aguda malicia:

—Jorge Ordax ha sido llamado a la Cámara de la Reina.

—¡Pues ya lo sabes todo!

—¡Aberrante!

VIII

El duque de Ordax, casaca y llave de gentilhombre, espadín y media de seda, estaba de servicio en la Cámara del Príncipe Alfonso. Con un susurro, le saca por la galería el Marqués de Torre-Mellada. Le introduce en la Cámara Real. Jorge Ordax, ante una benévola indicación, besa la achorizada mano de Su Majestad Católica:

—Mira, vas a quitarte esas preseas para cumplimentar una misión de suma importancia… ¡Muy discretamente! Necesito en estos momentos que me sirvas con la lealtad que es proverbial en vuestra casa. Vamos a cuentas. ¿Sigues entendiéndote con la sirena ultramarina? Antonia todo lo puede con su marido, es la que más intriga para que se pronuncie contra el Gobierno. Tú la ves, y, plenamente autorizado, le aseguras mi propósito de entregar el poder al Duque de la Torre. ¡Un compás de espera! ¡No me mires atónito! Estoy disgustada por haber cedido a la presión del Gobierno. ¡Verás la jarana que arman los dichosos nombramientos de Capitanes Generales! Avístate con esa belleza y no le ocultes que vas de mi parte. Ella que brujulee para apaciguar la bilis de los descontentos. Lúcete, que te reservo una embajada.

El Duquesito de Ordax escuchaba con acentuada ceremonia de palaciego:

—¡La Señora me honra en extremo! Mi deber, como militar, es la obediencia… Pero la diplomacia nunca ha sido mi fuerte… Vuestra Majestad ha sido mal informada y me supone un predicamento, de que no disfruto, con la Duquesa de la Torre.

Empavesó el busto la Católica Majestad:

—Pues eran otras mis noticias.

—Repito que está mal informada la Señora. Media el honor de una dama, y como caballero, estoy en el deber de disipar las suspicacias de Vuestra Majestad.

Se acachazó con un mohín zalamero la Augusta Persona:

—Deja la caballerosidad a un lado y sirve lealmente a tu Reina.

—No es otro mi deseo.

—¡Pues no lo parece!

—¡Al rey, la hacienda y la vida
se ha de dar; pero el honor
es patrimonio del alma,
y el alma sólo es de Dios!

—¡No me vengas con coplas progresistas!

—Don Pedro Calderón no creo que tuviese noticias de Don Baldomero Espartero.

—¡Muy antiguo haces tú ese texto! ¡Parece de Gil! ¡Y es el caso que me suena! ¿De dónde me suena? ¡Del teatro! ¡Justo! ¡La comedia que representan en la Cruz Julián y Valero! Ya recuerdo, es un cantable de Valero. Los monterillas en el teatro hablan siempre para la cazuela. ¡Está bien! ¡Un Grande de España que rehúsa servirme y aduce coplas de un rustico que tuvo la vara de alcalde en Zalamea! ¡Está bien! ¡Un Grande que se zafa del real servicio con un cantable de teatro! ¡Un Grande que toma ejemplo de un monterilla rural, posponiendo las obligaciones de su sangre y el primordial deber de su clase, que es el Servicio de las Reales Personas! ¡Lo tendré presente!

La nieta de cien reyes, empopada y augusta, señalaba la puerta.

Jorge Ordax se retiró con el despecho abierto a la perspectiva de sublevarse y obtener un grado de la Revolución: Recapacitaba bajando la gran escalera:

—El duque de Montpensier tiene algo de Rey de Oros… Prefiero al Príncipe… ¿Pero quién regenta? ¡No hay más que aguantarse con lo que tenemos!… La República acabará haciéndose fatal en España… El Príncipe es un candil sin aceite…

IX

—¡Los Generales de la Unión, en la calle! ¡Muy grave! ¡Muy grave!

—El Gobierno ha provocado el conflicto con los ascensos de Concha y Novaliches.

—¡González Bravo es un impulsivo, y le creo capaz de liarse la manta a la cabeza!

—¿Qué puede hacer? ¿Meter en prisiones a todos los Generales? Sería de hecho la revolución, y nosotros, en todo caso, habríamos de regocijarnos.

La Tertulia Progresista sacaba sus oradores por el fondo verde de los Billares:

—¡Soplan aires de fronda! ¡Anuncios de auroras! ¡El fantasma de la tiranía!…

Un cesante con cara de resucitado:

—¡Veo en el poder a la Unión!

Un camelista:

—¡El seis doble!

Un escarmentado:

—La Isabelona hará el paripé. ¡Se pinta para ello!

—¡Cesante de Pósitos, me repondrían!

—Esta baza la ganan los Príncipes de la Milicia.

—La Tiara tiene puesto el veto al morrión del progreso. España continúa siendo un feudo de Roma. Acuérdese usted de O'Donnell. Yo le he visto solicitar de rodillas con una vela verde la bendición de la Monja Milagrera.

—A estas horas ya se ha ido por los calzones Paquita.

—¡Qué peste!

—El Padre Claret tendrá que menearse, sahumando con la chufleta.

—Pediría para Ultramar.

—¡También anda mal aquello!

—Al Páter, cuarenta palos en las plantas de los pies, por primera providencia. A la Monja, cambiarla de celda y ponerla el catre en casa de la Malagueña.

—¡Viva España con honra!

—¡Y sin Marfori!

—¡Fuera Marfori!

—Y el Pollo Real.

—¡Somos frígilis! El Pollo que se quede para remedio casero.

—El pueblo, el honrado pueblo, no ha escatimado la expresión de su entusiasmo al paso invicto de los héroes más destacados de nuestras modernas epopeyas. ¡El Prado de San Fermín aún resuena con los vítores y aplausos! Oficiales Generales de todas las armas, de todos los partidos, de todas las procedencias, se dirigen en este momento a la Cámara Regia. Allí, como los ricoshombres de otro tiempo, harán resonar la voz de la lealtad castellana. Les oiréis decir: «¡Una España con honra queremos!»

El amargado camelista interrumpe, sardónico:

—¡Eso, con música!

Otras voces:

—¡Música! ¡Música!

El camelista sin tabaco:

—¡Eso se canta!

Compases del Himno de Riego. Trémolos de un hortera romántico, víctima de las injusticias sociales:

—¡Por sus prendas al hombre estimamos,
no tan sólo por conde o marqués!

La bulla deriva en ramplón entusiasmo:

—¡Otro Tamberlick!

El fácil poeta de las gacetillas brinda una letra. Improvisados coros la dan al viento:

—¡Una España con honra queremos,
y que invictos decoren su sien
los laureles de Otumba y Pavía,
de Sagunto y Numancia también!

La música sale por los balcones y recorre las aceras, saltando sobre los mecheros del gas que alumbraban de repente.

X

La Parranda de Marte, esparciendo una brisa alcanforada —preservativo de la polilla en los uniformes—, recorrió algunas calles con escolta de babiones y acabó la bélica jornada encendiendo los vegueros en el rimbombante despacho de Don Augusto Ulloa: —Portieres de brocatel con blasones de linaje: Cerdos de Andrade: Dos gallos picando en un salero: Una constelación de sabrosas truchas del Ulloa: El pomposo farolón, con sorna de tresillistas que tiene una puesta en el plato, ofrendaba odres de optimismo al rejalgar con que venía la Parranda de Marte:

—Creo, señores, que aún no es ocasión de liarse la manta a la cabeza… Confío que esta aldabada produzca saludables efectos en Palacio. ¡Calma! ¡Calma! ¡Calma!

Estalló el General Nouvilas:

—¡Esa Señora es imposible! ¡Se está buscando una patada en el tafanario!

Terció con su clásico navajeo el Señor Duque de la Torre:

—Cambia en una loseta y malogra sus más loables cualidades.

El General Sánchez Bregua destacó su minúscula prosopopeya de cabo con buena letra:

—¡De acuerdo!

Se mantuvo un momento con el pulgar y el índice en rosquilla, pronto a volcarse en elocuentes considerandos. Don Augusto Ulloa, ganándole la vez, dilataba sus fuelles de buey galaico.

—La Reina se hallaba muy bien dispuesta para llamar al Marqués de Miraflores: El Marqués de Miraflores, ilustre prócer —ilustre por su sangre y por su elevado espíritu de cultura—, propugna una loable política de conciliación, y a ese fin hallábase en inteligencia con la Unión Liberal. El Señor Duque de la Torre, el egregio soldado aquí presente, pronto a sacrificarse por los altos intereses nacionales, no le rehusaba el apoyo de su espada. ¿Qué clandestina influencia pudo mudar el ánimo de la Corona? ¡Ah! ¿Qué pensar? La Corona sigue un camino equivocado, un camino que conduce fatalmente al destierro: Pavorosa tormenta cierra la noche de la Historia. ¿Cuál es nuestro deber? Sin duda en el corazón de todos palpita la misma respuesta: Sostener el Trono. Ganar las últimas trincheras del carlismo en la Cámara Regia. ¿Qué veis en lontananza? ¿Vosotros, ilustres tantas veces en los campos de batalla, no descubrís ahora las líneas del enemigo? ¿Sobre qué terreno acampa? ¡Ah! ¡Os es desconocido, ilustres veteranos! ¡No es el terreno donde habéis cosechado tantos laureles! Esa vasta lontananza, poblada de sombras, es el campo de las Camarillas Ultramontanas. La Guerra Civil que habéis ganado con tanto denuedo renace en la Regia Cámara. ¿Ilustres Generales, puede consentirlo vuestro deber de españoles e hijos de Marte? Un hombre civil cree que no. Perdonad mi franqueza, ya que la franqueza es una de vuestras virtudes. Un hombre civil cree llegada la hora de las resoluciones heroicas. El Ejército, en una lucha sangrienta, se ha ceñido los laureles de la victoria, que son de un liberalismo templado. El Ejército no es, no puede ser, una demagogia contagiada de las utopías modernas. El Ejército es la encarnación del Orden. Elementos de los partidos populares conspiran contra la forma monárquica, y otros partidos, más afines con nuestros ideales, conspiran contra la Reina. ¡En nuestro seno combaten opuestas tendencias! ¡Ah! Señores, cualquiera decisión en estos momentos me parece temeraria. ¡Ah! Yo os diría, recordando al llorado Duque de Tetuán: Consultad con la almohada.

Sobrevino un tumulto de voces:

—¡Basta de tolerar sofiones!

—¡Mesalina en el Trono de San Fernando!

—¡Antes que los avances ultramontanos, la República!

—El Ejército no puede ponerse el gorro frigio. El Ejército es el Orden. Retirado en Logroño, el glorioso anciano, invicto adalid de los principios constitucionales, ha consagrado una frase que es todo un programa: Cúmplase la voluntad nacional.

El General Nouvilas interrumpe:

—¿Y si la voluntad nacional fuese la República?

Responde del otro cabo el Marqués de Mendigorría:

—No sería la voluntad nacional, sería la locura nacional, y a los orates se les pone camisa de fuerza.

—¿El General Fernández de Córdova no rehusaría el cargo de loquero?

—El General Fernández de Córdova, en el cumplimiento de su deber, no rehusaría fusilar al más querido de sus hermanos de armas.

—El General Ramón Nouvilas haría lo mismo.

Terció con humor el Duque de la Torre:

—¡Caballeros, que aquí todos somos unas malvas!

Don Augusto Ulloa cubría todas las voces con su orneo de buey galaico:

—Orden y Progreso, encuadrados en un liberalismo templado, es el programa que nos legó el glorioso cuanto prudente Caudillo de África. La Unión Liberal no puede lanzarse a una política de aventuras. ¿Y qué es una política de aventuras? ¿Qué significa? Una política de aventuras es lo contrario de nuestros ideales, lo contrario de nuestra historia, la negación de nuestros compromisos con el País. ¡Desgraciadamente, hay quien tremola esa bandera, quien alienta implacables agravios contra la Corona! ¡No desconocéis las tentativas revolucionarias de un ilustre soldado que vive en la emigración!

El Señor Duque de la Torre inició un aplauso. Con gentil compás de pies, salió a los medios y abrazó al pomposo Don Augusto:

—Esta misma noche debe usted presentarle nuestro ultimátum al Señor González Bravo. El Gobierno sabe dónde estamos… Conviene por ahora no ir más lejos y esperar las decisiones de la Corona.

Con unánime aliento se aliviaron aquellos pechos marciales. Don Augusto Ulloa reiteró el brindis de puros habaneros a los héroes de la conjura, y, alardoso en el obsequio, se los prendía por fajines y bandas. Su voz de labriego en el atrio, pujando la yunta, dominaba todas las voces. La vena gacetillera ha dejado en la métrica de ocho versos la moraleja de Don Augusto Ulloa:

Sin más letras que el Catón,
este gallego Lucense
pasa por otro Brocense
en el seno de la Unión.
Con pieles en el gabán,
mucha voz y mucha panza,
en la Villa y Corte alcanza
fama cualquier charlatán.

XI

Don Juan Prim, con el ros ladeado, desde un marco de oralina, preside la Redacción de Gil Blas. Allí Enrique Selgas, Luis Rivera, Roberto Roberts se reparten café y dan coba al mozo que pide la mosca. El Coronel Lagunero entra de golpe, vestido de paisano, garrote y zamarra:

—¡Qué vergüenza! ¡No hay ideales! La manifestación de espadas se ha quedado en manifestación de vainas. Se les arrugó la bragueta antes de ir a Palacio. Conviene recordarles que en caso análogo ha estado hecho un bravo el General Salazar.

Manolo Palacio recordó campanudo aquel soneto atribuido a Villergas:

—¡Pueblo imbécil, no culpes a Espartero,
Que no pudo hacer más por agradarte!
¡Culpa fue tuya! ¡Culpa de pararte
y no andar el camino todo entero!
¿No has visto en Zaragoza, al marrullero,
Siete días mortales esperarte?
¿Y luego no le vistes enviarte
Al loco Salazar, por mensajero?
¿No entró éste en palacio dando voces?
¡Llamó a Paco cabrón! ¡A Isabel, zorra!
¡A poco más el trono viene abajo!
¿Y aún la intención del Duque no conoces?
¡Si es esto no entender, vete a la porra!
¡Si es esto no querer, vete al carajo!

—¡Bravo! ¡Bravo!

Ante la batiente mampara de gutapercha se aflojaba el tapabocas un hombre pequeño, aceituno, con los bolsillos llenos de papeles, la mirada en constante acto de furibundo revuelo: Era Federico Balart, poeta disimulado y cojo de bastón: Sacó tabaco y se puso a liar un cigarro, con ahínco de moro que pleitea:

—Si la generalada de esta tarde origina la crisis, tendremos Gobierno Serrano-Miraflores.

Bullanga de voces:

—¡Y el suicidio de Montpensier!

—¡Nos queda Don Juan!

—¡El Duque de la Torre tiene compromisos muy serios con el Conde de Reus!

Balart tiraba la bufanda, encendidos los ojos africanos:

—Compromisos que olvidaría de muy buena gana, con tal de poder anularle. Palacio es quien mueve los hilos de este complot, y eso explica que se haya eludido la visita a la Regia Cámara. Barrunto una maniobra para desbaratar los avances revolucionarios de las Juntas Populares. ¡Ha visto uno tanto! No me sorprendería que en la sombra se ocultase una intriga de la Unión Liberal. Se repite siempre la Historia de España.

Paseábase haciendo piernas el Coronel Lagunero:

—Yo hubiera ido directamente a las alturas. ¡Era lo derecho!… Con cuatro tacos, imponerse a la tertulia de monjas y frailes.

Fulminó Balart:

—¡Las espadas se vuelven cachicuernas!

Apuntó Luis Rivera:

—Ahí tienes motivo para unas coplas.

El Coronel se estiraba los bigotes:

—Novaliches es un héroe de rigodón, y el otro, de habanera. ¡Dos trotacámaras! Han sido pospuestos gloriosos veteranos con superiores méritos de años y de campañas. ¡Yo sé cómo respiran algunos, y esperaba que intentasen algo más!

Sobrevino otra bullanga de voces tarambanas:

—¿Una procesión de cofradía te parece poco, Milciades?

—¡Y con la bendición del Padre Claret!

—¡Con indulgencias del Papa!

—¡El recuelo del café se os ha subido a la gavia!

El General Prim, con el ros ladeado, más chulo que un ocho, sofrena su corcel de baraja. Cogotes rapados y brazos con alfanjes espatarran su rabiosa impotencia de perros infieles, bajo el potro de naipe, que otras veces montaba el Patrón Mata-Moros.

XII

El Palacio de Oriente era todo cruces y luces mochuelas, todo un aspaviento, ante las benditas imágenes alumbradas por alcobas, camaranchos y retretes: Se alivió de penas con las noticias del conciliábulo reunido en el rimbombante despacho de Don Augusto Ulloa. Nunca se supo por dónde llegó el soplo a las Camarillas de Palacio: Duendes, sin duda, anduvieron a la escucha tras los portieres: —Entre los gallos, los cerdos y las truchas de la armería galaica, duerme el secreto.—En las palaciegas antecámaras fue de mucho consuelo saber que desistía de presentarse sonando espuelas la temerosa Parranda de Marte:

—¡El Gobierno nos ha tenido indefensos!

—El Gobierno ha dado una muestra de sensatez no concediéndole importancia a la comparsa de espatadanzarys.

—¡Nos hemos evitado una página de sangre!

—¡Sangre de españoles!

—La Guardia tenía orden de hacer fuego.

—¿Qué es el liberalismo? La masonería. ¿Y qué es la masonería? ¡Un pacto con Satanás!

—¿Pero qué pretenden esos jaques? ¿Que abdique la Señora y que sea al gusto de las logias? ¿Prim Regente del Reino? La abdicación puede ocurrir para aunar a todos los que profesan los sanos principios de Nuestra Santa Madre la Iglesia.

—No pueden olvidarse los derechos del Príncipe.

—¡Flor de un día!

—El Conde de Girgenti es un joven de excelente natural, y en ningún caso haría mal papel como Rey Consorte.

—Te recomiendo los Ecos de Asmodeo. ¡Interesantísimos, con la lista de los regalos que ha recibido la Infanta! ¡Te divertirás! Una reseña del trousseau, con todos los modistos equivocados.

—¿De veras? ¡Lo que voy a pudrirle la sangre a ese trasto!

—¡Te las traes con Asmodeo!

—No me las traigo; pero es un estómago desagradecido. Se atraca de pastas finas como de alubias, y no se entera que son de Lhardy. Te gastas los ochavos por divertir a cuatro monos, das fiestas, y apenas si lo señala con alguna cursilería. Intolerable la ligereza de ese bohemio. Nos ha sucedido con el baile de trajes que hemos dado en casa estos carnavales. Uno de mis chicos quería mandarle los padrinos.

—La gente joven es muy acalorada.

—Yo he visto los regalos. ¡Son magníficos!

—Todo se queda en los regalos.

—¿No te convence el Conde de Girgenti?

—Esta batalla la ganó Roma.

—Desengáñate, Fernandito, pudo ocurrir una hecatombe.

—No emplees el griego a tontas y a locas.

—¡No sabía que fuese griego!

—Hecatombe es matanza de cien bueyes.

—Pues no me retracto. Supóntelos con más arranque y que hubieran pretendido hollar la Cámara Regia. ¡Una página de sangre!

El Marqués de Redín bajó el tono:

—La señora, de pechos en el balcón, les daría la bienvenida. Era lo procedente. La Cuerda de Generales, adivinándole el pensamiento, se adelantaba a recibir sus Reales Órdenes.

—¿Y el Gobierno?

—¡Dimitiría!

—¿Tú lo juzgas un cadáver galvanizado?

—La crisis es fatal.

Se espabiló, batiendo un zancajo, la Duquesa de Fitero, Dama de la Reina.

—¡No recuerdo más pulgas en Palacio!

La Leonera, rejas sobre la galería, era como el tinelo de la Alta Servidumbre. El susurro de murmuraciones, trisagios y vaticinios no había cesado en toda la tarde. Sobre una consola con perifollos monjiles, mataba moros, entre cirillos verdes, el Patrón de España.

XIII

En la Cámara del Rey acogíase la intriga apostólica, años atrás fracasada en San Carlos de la Rápita. El Padre Claret entró orquestando con crasas vocales payesas el frailuno latinajo:

—¡Saluten pluriman!

Hábitos rojos, gran solideo, la jeta embridada de la oreja al mentón por el chirlo que le había pintado un moreno de Tierra Caliente. El Rey Don Francisco, dando ejemplo, puso las dos rodillas en tierra para besarle la pastoral amatista. Solfeó con evangélica simplicidad la frailuna Eminencia:

—La Real Majestad, elevando su alma, no considera en mi persona al humilde sacerdote, hijo de padres obreros, sin otro bien que su honradez y su acrisolada fe religiosa.

Cobraba una expresión santurrona la jeta ilustrada con el chirlo de los mártires. El Rey se incorporó, apoyándose en un barbilindo de la llave dorada, muy mimado del Augusto Consorte. La Seráfica Madre saca por entre el misterio de sus velos un papel plegado y sellado con obleas:

—Es un borrador… Otro igual tiene la Señora. Yo confío obtener el real autógrafo.

Maduró la frailuna Eminencia:

—El escrúpulo está muy justificado. ¡Es madre!

Suspiró musical la velada:

—Comprendo la lucha de conciencia que agita en estos momentos el corazón de la Reina.

El Padre Claret abrió el tonel de su prosodia payesa:

—La Barca de San Pedro no puede naufragar; pero esta seguridad no excluye las persecuciones y la posibilidad de una era con nuevos y gloriosos mártires de la fe. Su Santidad, me consta, observa con ánimo acongojado los avances del liberalismo y el auge de las malas ideas en los cenáculos políticos de Europa. Muy especialmente, mira por esta heroica Nación.

Interrumpió con un majestuoso quiquiriquí el Rey Consorte:

—¡La hija predilecta del papado!… Desde los tiempos de mi ilustre abuelo el Rey Recaredo. ¡Ahí es nada! Una tradición que data de los tiempos más remotos, cuando regía la Sede Hispaliense la Lumbrera Isidoriana.

La Seráfica tornaba el misterio de sus velos hacia el Conde Blanc.

—¡Es uno de los monarcas más ilustrados de Europa!

El Rey, con pulida monada, devolvió la palabra al Reverendo. El Padre Claret alzóse el rojo solideo:

—La Santa Sede anhela en todo momento el triunfo de aquellas instituciones que mejor combaten los errores modernos contrarios a las Sagradas Enseñanzas de la Iglesia. En España desea fervientemente cuanto pueda contribuir a una más estrecha alianza de todos los católicos con el Trono. La Diplomacia y las alianzas de familia no pueden ser obstáculo para la realización de tan altos fines.

Se dolió con celestiales músicas la Madre Patrocinio:

—Esa alianza, desgraciadamente, está rota, y corre por medio el río de sangre de nuestras discordias civiles.

Inflóse con fatuos pianillos la Real Persona:

—Yo estoy dispuesto a salvar mi conciencia… Si la sublevación de fajines trae la revolución, todo antes que pactar con las logias. Frente a la insubordinación, los juicios sumarísimos, y resistir hasta el último baluarte.

Asornó el Mitrado de Trajanópolis:

—Como quiera que la demagogia revolucionaria trae en mientes una regencia con el Augusto Niño. ¡Carpetazo! ¡Una y no más! ¡Ni Prim, ni Espartero! ¡Carpetazo!

Su Majestad le señaló asiento a su real diestra. Susurró de secreto:

—¿Isabelita se resuelve?

—¡Es madre!

Sulfurados tiples:

—¡Y Reina! ¡Primero, Reina!

—Ahí está el camino de la amargura. Y Reina, que tiene un plazo muy perentorio para comparecer con gravísimas responsabilidades ante el Justo Juez.

—¿Y se obstina?

—¡Es madre!

—No lo comprendo. Por muy grande que sea la ceguera por su hijo, la salvación del alma es lo primero.

—¡Ciertamente! Y ésas son las lágrimas de Su Majestad.

—Yo salvaré mi conciencia, sea cual sea la decisión de Isabelita. ¡Es el caso de los Reyes Católicos y la Beltraneja!… ¡Un heredero que, a bien decir, no es de tálamo! ¡Pues es el mismo caso!

Aplacó el Confesor de la Reina:

—Vuestras Majestades procederán en todo de acuerdo, dando ejemplo de la mejor avenencia, como debe ser entre esposos que tanto se quieren.

—Padre, es mi mayor deseo. ¡Si en todas las ocasiones he dado pruebas de ser un espíritu conciliador y tolerante!

—¡Muy loable! ¡Muy loable!

Sobre el hombro del valido lucían las reales tumbagas. Con arrumacos de bailarín, bombón y pulido, se puso en pie el Augusto Consorte. Mueve sus velos la beata por el fondo de un espejo. Ha vuelto a sacar el doblado pliego, y lo pone en las reales manos. El Augusto Consorte, en el fondo del espejo, se ha parado a leerlo. A escondidas, volviendo la cara, sorbe un polvo de rapé la Reverencia de Fray Fulgencio. El Rey se desvanecía por el fondo del espejo, con el papel en la mano. El Conde Blanc, famoso en las ruletas cosmopolitas, se inclinó ante los velos de la Seráfica.

—¡Qué rectitud de conciencia la del Tío Paco!

XIV

La Reina Nuestra Señora, aquejada de parecidos escrúpulos, se mira los dedos, manchados de tinta, y se rasca con el cabo de la pluma bajo una coca del peinado. Cuando escribe, amontona las uñas como los niños que andan en palotes. ¡Un borrón! Acude a la lengua, y lo enjuga según lo practicaba el Dómine Candela. Requiere la arenilla, vierte el tintero, se mira las manos, con dediles de luto:

—¡Buena la hice!

Considera con gran sobresalto la tinta en el pliego, en las manos, en el regazo. Hace sonar la campanilla. Acude, rompiendo cortinas, la rancia azafata.

—Limpia esa tinta. Tú, que todo lo sabes, sácame de dudas. ¿Qué significación tiene volcar el tintero?

—¡Eso son brujerías!

—Aun cuando lo sean.

—Lo que supone el vulgar es que la tinta vertida trae tormenta de celos.

—Pues no vas descaminada. Mira la hora, y sin aparecer todavía el palomo.

—Le habrán retenido otras obligaciones.

—¡La obligación primera es conmigo, no tiene otra!… ¿Qué va a ser esto?

La azafata enjuga la tinta empapando su pañolito, con pulcritud de momia repispoleta:

—¡Todo se ha puesto perdido!

La Católica Majestad, arqueando el rubio ceño, paraba los ojos sobre las manchas del regazo. Repentina le acudió la visión del anterior despropósito: Un concierto desconcertado: El papel con deltas de tinta, los dedos negros, la tinta en el regazo. La Reina se acercó al bufete:

—¡Ha sido una inundación!

—¡Si casi parece que cuanto más se limpia más crece!

—¡Ay, Pepita, no sé qué me da! La Madre Patrocinio me había entregado este papel para que lo copiase de mi mano. ¡Mírale! ¡Salvó sin una mancha!

—¡Viniendo de quien viene, casi parece natural ese milagro!

Meditó un momento la Católica Majestad:

—Probablemente, estarás equivocada, y la mancha de tinta significa otra cosa muy diferente de lo que has dicho. Patillas, toda la noche ha estado dándome al codo para que no pudiese escribir. Viendo que nada lograba, a lo último me hizo el cubileteo de la salvadera.

—¡Esas mañas son mucho del tiñoso!

—¡Y ni una salpicadura en el escrito de Patrocinio!

—¡La Madre Patrocinio pone espanto al Infierno! Y bien sabe tirarle de las orejas a Patillas.

—¡Patrocinio tiene luces sobrenaturales!

—¡Para eso es santa!

—¡Ella sin duda sabe lo que debo hacer!

—¡Si ella no lo sabe, no lo sabe nadie!

—Anda, a ver si ha venido el palomo. ¡Qué aberración! Patrocinio rezando por mí, y yo pecando como una mujer liviana.

—¡Las recompensas de amor, en la fuerza de la sangre están dispensadas!

—¡No lo están, Pepita!… ¡Pero somos frígilis!… Anda y entérate, que estoy inquieta.

XV

La rancia azafata no introdujo aquella noche el pecado en la Cámara de la Reina: La Seráfica Madre Patrocinio, usando de poderes sobrenaturales, había tomado su lugar. Allí, en la puerta, se levantó los velos: Resplandeció traslúcido de blancura el bulto de la cara. Su Majestad Católica la llamó con blando bucheo:

—¡Patrocinio, qué vía crucis es el gobierno de los españoles!

La Seráfica sacó el papel, sentándose en el sofá a par de la Señora:

—¡La Reina Católica tiene una deuda pendiente!

Doña Isabel levantaba como reliquias las manos de la Seráfica Madre:

—¡Se me pide algo que destroza mi corazón! ¡No puedo resolverme al despojo de un hijo adorado!

—¡Un hijo que representa la profanación de un Sacramento!

—¡Sí, ya lo sé!… ¡Las cosas son así!… ¡Me casaron una niña, sin experiencia, y así salió ello! Yo, en todo caso, soy la menos culpable de mis faltas. Patrocinio, eso tú bien lo sabes, porque nunca ha tenido secretos para su monjita la Reina de España.

Suavemente retiró la monja las manos y tomó la cruz de su rosario:

—¡La monjita, sin duda, es una ingrata que no sabe corresponder con las regias deferencias!

—¡Nunca he respirado por ahí! ¡Eso me lo cuelgas tú ahora!

—¡Líbreme el Señor! Es un reproche para mí, que no sé recordarme de tantos favores como recibo de la Señora.

—Eres muy lista, Patrocinio. Sueltas una de las tuyas y ya tienes pensado cómo arreglarla.

—¡Una intrigante muy peligrosa! ¿No dicen eso los enemigos de la Iglesia?

—¡No me aumentes la jaqueca! ¡Vamos a ver! ¿Has pensado en lo que se pretende de mí? El Príncipe ha nacido con derechos que yo no puedo quitarle… Paco se mueve por la mala voluntad que siempre le tuvo.

—El Rey ha consultado el caso de conciencia con eclesiásticos muy doctos. Su Majestad Don Francisco no se sale fuera del consejo que aquéllos le han dado tras de maduras reflexiones, como cumple a personas prudentísimas… En mi ignorancia, juzgo muy recto y muy cristiano el escrúpulo de vuestro Augusto Esposo.

—¡Patrocinio, cómo os engaña! ¡Si todo le sale por una friolera!

—¡La justicia no es siempre la virtud de los Reyes!

—Patrocinio, no te rehusó mi firma, pero déjame que lo piense. La comparsa de fajines no es tanto como la pintan. En los primeros momentos, cuando se dijo que venían a decirme cuatro frescas y provocar la crisis ministerial, me reí. ¡Ya ves si los conozco! ¡Cuatro frescas! Es lo más probable que las hubieran oído con las orejas gachas. ¡Me lo deben todo! ¿Qué hubieran sido sin mí? Soldados oscuros. ¡Ya sabía yo que no osarían llegar a su Reina!

La Señora se encendía con despechado desgaire y buches de paloma real. Clavaba su alfiler la monja con musicales mieles:

—¡Faltó otro General Salazar!

Repuso aprontada la Reina:

—¡Aquél era un loco, y éstos son muy cuerdos! ¡No tuviera yo otro toro en la plaza! Patrocinio, eres muy lista, lo penetras todo, tienes luces celestiales, pero no eres madre. ¡La Virgen María se hará cargo que si obro ciega es por amor al fruto de mis entrañas! ¡Patrocinio, no te enojes, pero es una lástima que no hayas parido! ¡Ya veríamos lo que tú eras puesta en mi caso!

Besó la Seráfica la cruz de su camándula:

—¡Jamás he quebrantado mis votos! ¡Jamás he abjurado de mis promesas! Casada en el mundo, hubiera implorado la divina ayuda para guardarle fidelidad al tálamo. ¡Esposo mío celestial, tú sabes cómo tu sierva te ama!… ¡Sin duda, puede mucho el Maligno! ¡Pueden mucho sus tentaciones! ¡Las concupiscencias y los malos ejemplos pueden mucho! ¿Pero qué estado se ve libre de asechanzas y ocasiones de pecar? ¡El ser monja profesa no excusa las tentaciones, y el más santo, más tentado! ¡El Redentor del mundo soportó el pérfido aliento encima del monte! ¡El Ángel Lucifer, siempre humillado, llevó su intento de seducción hasta el Rey de Cielos y Tierra!

—¡Patrocinio, toda tú resplandeces cuando hablas con ese fuego! ¡Tu escrito se ha salvado milagrosamente del diluvio de tinta!

—La Divina Voluntad ha querido reservarlo para que lo copie Vuestra Majestad.

—Patillas no ha dejado gota en el tintero. Tendrá que ser mañana.

La Seráfica tomó entre sus guantes negros las rollizas manos reales, y puso en ellas el papel, oprimiéndolas con fuerte nervio, extraño de blancura el rostro, musical y apasionada:

—¡Rehusaría Isabel ayudar con los mayores sacrificios al reinado del Espíritu Santo!

—¡Si no ha de llegar el caso!

—¡Reconozco esa respuesta! Son las dilaciones que pone a toda obra buena el Ángel Luzbel. ¡Camina a nuestro lado, nunca nos deja, va con nosotros hasta la muerte!

—¡No me asustes! ¡La muerte repentina y en pecado mortal es la cosa que más temo!

La Seráfica puso la cruz sobre la boca de la Reina:

—¡Juremos, juntas, servir los altos designios de Nuestra Santa Madre la Iglesia! En asunto tan grave, todo el escrito debe ser autógrafo de la regia mano. El Sumo Pontífice desea ardientemente la reconciliación de todos los católicos españoles.

—¡Naturalmente! ¡Qué más quisiéramos todos!

Sor Patrocinio se acercó al bufete:

—Escriba Vuestra Majestad. Yo haré el dictado.

—¡No queda gota en el tintero, Patrocinio!

—¡Véalo Vuestra Majestad, rebosante!

—¿Pepita, tú lo has llenado?

—¡Ave María!

Atónita ante el prodigio, cayó de rodillas Nuestra Augusta Señora. Sor Patrocinio extasiaba los ojos con musicales quejas, rendida a los dones del Espíritu Santo. La envolvía el aliento de aquellos celestes mensajes. Exudaba una suave fragancia de rosas y nardos, un divino bálsamo, que hacía traslucido el rostro de la Seráfica.

XVI

Firma la Reina entre lágrimas. Sor Patrocinio retira el papel: En silencio le hace cuatro dobleces y se lo guarda en el pecho, bajo los siete puñales de un corazón de plata. Se aleja entre los sollozos de la Señora. Por el postigo del Moro voló, alechuzada, a meterse en un coche con tiro de mulas que tenía apagados los faroles. Rodó el coche: Una mano presurosa, saliendo entre lutos, bajó las cortinillas. La Seráfica Madre, al trote de las mulas bernardas, huía por las callejuelas del viejo Madrid. Penetró el coche en un zaguán palaceño, y detrás, con lento sigilo, fueron entornadas las hojas del portón. La Seráfica, sin ruido, toda velada, desaparece por una galería con los cuadros del Vía Crucis. De trecho en trecho, un brasero de cobre. El fámulo de sotanilla y vericu corre el sahumerio, inflados los carrillos sobre la chufleta. Al final de la galería, los espejos de un estrado multiplican las luces. La Seráfica iba por el fondo con levitación de marioneta. El vejete, pulcro, mesocrático, manguitos verdes, que escribe puesto el tintero de asta en una mesilla de naipes, se alela con profunda reverencia, los anteojos en la frente, la pluma de ave sobre la oreja. Una mampara de velludo, guarnecida con galones de oro, apaga la polémica de voces eclesiásticas: Se abre de pronto, con apasionante impulso. El Señor Patriarca de las Indias, revestido de sotana morada, apretado en un cortejo de miriñaques y manteos, uniformes militares y laicos levitones, se inclina ante la Seráfica:

—¡Mucha falta nos estaban haciendo las luces y los consejos de la Reverenda Madre!

—¿Ha venido Su Majestad el Rey?

—Le esperamos todavía, Reverenda Madre.

Sale por una punta del portier el fámulo de la chufleta, y lo mantiene en alto. El Rey Don Francisco entra acompañado del Conde Blanc: —Se disimulan con capas andaluzas y sombreros gachos.—Sor Patrocinio saca el pliego que guarda en el pecho y lo aprieta sobre el corazón de plata:

—La Reina, en este autógrafo, somete el caso de conciencia a las decisiones del Santo Padre.

Susurró el Conde Blanc:

—Tío Paco, esta batalla hay que ganarla en Roma.

—Tú serás el portador de nuestras cartas al Santo Padre. Tomas el primer tren para Francia.

XVII

El Consejo de Ministros, con la mosca en la oreja, deliberaba reunido en la antigua Casa de Correos. Era empeñado el debate, disconformes los pareceres.—Las Madres de los Tres Clavitos, aquella noche, estuvieron en los ápices de ocasionar una crisis política y mudar de raíz el Gobierno de España.— De menos cuidado fue para la vida ministerial el Barato de Martes.—La Reina mostrábase muy sentida con el escándalo de chuscadas, a cuenta de aquellas monjitas, y no había recatado un pique de enojo contra el Gobierno. El Consejo se prolongaba y no se ponían de acuerdo los Consejeros. Al Señor Coronado, Ministro de Gracia y Justicia, se le saltaba la dentadura. El Señor Catalina, Ministro de Fomento, era un coco arrugando la jeta. El Señor Roncali, Ministro de Estado, se santiguaba. Se pulía las uñas sobre el marroquín de su cartera el Señor González Bravo. Tragaban alternativamente saliva los otros Consejeros. El Presidente agitó la campanilla, entregó al ujier algunos telegramas para la cifra y tomó un sorbo de agua:

—¡Si a esas benditas se les descubre el contrabando, para qué más! La situación, en términos precisos, viene a ser ésta: No autorizar en ningún caso el registro de la clausura. He dado órdenes terminantes para retirar las rondas de policías, pero a estas horas siguen los corrillos y el escándalo y la chufla de los hijos y nietos de Abderramán. Tengo aquí un recorte de El Baluarte.

—No puede hacerse caso de los diarios liberales.

—Vamos con todo el pecho. La Reina desea que se suspendan las órdenes libradas para prender al cuñado de Ulloa. Que se le permita lucirse en la Corte. Sin duda es el modo de acallar maledicencias. El Baluarte será multado con cuatrocientos reales.

Este acto de saludable energía obtuvo la unánime aprobación del Consejo. El Presidente miró la hora y convidó a chocolate con buñuelos: El vaso de agua con boladillo, remedio de biliosos, produjo la ejemplar avenencia que siempre debe reinar entre los Conductores de Pueblos.—En un salón vecino esperaba Don Augusto Ulloa.—El Presidente del Congreso, con expresiones de amistad, sigilosamente, habíale prometido el salvoconducto para Fernández Vallín.—Dos auditores de la Rota acompañaban al pomposo camastrón galaico. Sobre la mesa de su despacho, bajo los iris de un enorme ojo de cristal, quedaba puesto a dormir el recado de los Espadones Unionistas.

XVIII

—¡La Nueva Iberia!

—¡El de la suerte!

El Señor Presidente del Consejo se retira con amargos de bilis. Noche de Madrid. Clara arquitectura de estrellas. El Circo del Príncipe Alfonso apaga sus luces y asaltan la acera todos los árboles de Recoletos. El tumulto de pregones, esparcido en rebatiña, rueda por la Plaza de Cibeles. El Carro de la Diosa, retenido en su cláusula de cristal, galopa sobre el cielo invertido de la noche.

—¡El de la suerte!

—¡La Nueva Iberia!

Libro séptimo: El Vicario de los Verdes

I

El Gobernador Civil de Córdoba, bajo la presión de los telegramas oficiales, hizo comparecer en su despacho al Director de El Baluarte del Betis. Le amonestó puesto en pie con las dos manos apoyadas en la mesa:

—El Presidente del Consejo me comunica haber sido detenido, al cruzar la frontera, el Señor Fernández Vallín. El hecho ha ocurrido cerca de Irún: En Dancharinea. Tome usted nota. El diario que usted tan dignamente dirige publicará la noticia y una rectificación por haber acogido en sus columnas rumores absurdos, ayudando a extraviar la opinión y los trabajos de la policía. ¡Eso es intolerable, y he decidido multar al periódico con cuatrocientos reales! Para la rectificación, aténgase usted a esas cuartillas. Me deja usted mandado.

El Director de El Baluarte, maestro de periodistas, saludó contoneándose:

—¿Se conserva el estilo?

—Son simples notas.

—¡Perfectamente! Yo mismo les daré forma periodística.

El Gobernador le tendió la mano:

—¡Es una lástima que no podamos entendernos!…

El maestro de periodistas protestó enfático:

—¡Nos entenderemos siempre para todo lo que signifique el bien de la Patria!

Se miraban a los ojos con nuevo estrechamiento de manos. El maestro de periodistas doblaba la cabeza sobre el hombro, con degüello de mártir mulato en cuatrocientos reales.

II

El Baluarte del Betis —Diario Liberal de Córdoba— tenía su redacción sobre la imprenta, en un piso oscuro. Resmas de papel escalonaban el zócalo de las alcobas, y por los altos de la escalera, al pie del pasamanos, nunca faltaba el servicio de café con colillas apagadas. A toda la longura del pasillo iba un jirón de estera, sucio de lodo, con boquetes y tropezones de rómpete el alma. La cocina acentuaba una expresión de cales áridas, los fríos vasares desiertos, el ventanillo con geranios, el fogón apagado, las telarañas en el hollín de la chimenea. Un zángano pitañoso sube y baja las pruebas. La bruja, con ramito verde en el moño, pasa la escoba por la escalera. En la mesa de redacción, los tinteros con plumas multicolores brindan su adorno de caciques africanos al inspirado vate encargado de redactar los Ecos del Planeta: —Don Olegario Botella, que los ingeniosos de la redacción llamaban, alternativamente, Don Ole Botellín, Don Botellín y Don Ole—. Se asoma al pasillo. La vieja de la escoba, el zángano pitañoso y dos compadres suben en volandas al madejón de un espectro con ojos de fiebre: El Zurdo Montoya, que levantaba la mano de cera al entrarle en la sala de redacción y dejarle arrimado a la mesa:

—¡Acallaivos todos y dejaime que hable!

Se dobló, escupiendo sangre. Don Ole, con aire gilí, le ofreció un vaso de agua. Oficiosa, se lo tomó de las manos la madre de la escoba, moviendo los verdes del moñete:

—¡Bebe, hijo! Tú dirás si te la quiebro con unas gotas de vinagre.

Bebió el Zurdo: Se limpió con el cerillo de los artejos y, doblando con quebradura de huesos, abrió el cisma de proposiciones heréticas.

—¡La España, para los pobres que llevamos un trato por las ferias, se está poniendo al tino de una mazmorra de Orán!

Actuaron los compadres:

—¡Así sucede!

—¡Una mazmorra de Orán!

Declamó el Zurdo:

—¡Las Autoridades no son tales Autoridades! Por ahorrarse mandamientos de papel sellado todo lo atropellan, con malos tratos y sinrazones… En un olivar me han hallado estos dos apóstoles repartido en cuartos. ¡Menuda faena han tenido antes de ajuntarlos! Dicen cuando los tienen ajuntados: —«¡Vamos, compadre, una copa de rapañí para acabar de encolarse! Con este remedio se libra usted de una cama en el hospital.»— ¿Qué vos dije cuando se mentó el hospital? Primero me lleváis a los que hacen los papeles para que publiquen el atropello. ¿Es ley a un hombre maniatado llevarlo por fuera de camino y dejarlo en medio de un olivar lisiado para toda la vida?

Don Ole Botellín, rascándose un fósforo en la nalga, se ponía el pitillo en los labios.

—¡Jui! ¡Jui! ¡Jui!… ¡No es nada el lío que ustedes me traen! Las Autoridades, reducidas a los trámites legales, carecen de medios para mantener el orden y tener fila sobre la delincuencia. No soy el Director. Eso, lo primero. La Dirección resuelve en estas cuestiones… Pero, dada la sensatez del periódico, no puede acoger en sus páginas una denuncia tan grave. En ese respecto, nuestra doctrina es no crear dificultades a los Órganos del Poder. No sé si ustedes me habrán comprendido. ¡Es indiferente! El Director viene sobre las cuatro. Para verle antes, en el Café de la Perla. Tiene allí su reunión, a la mano del mostrador, entrando. Ustedes le presentan su queja, estudian la manera de llegarle al corazón. Es posible que le conmuevan. ¡Vayan con Dios! ¡Desalojen! ¡Tengo a mi cargo la confección del periódico! El Director está a las cuatro. Antes, en la Perla. Salgo con ustedes. Unos minutos que le robo, con gusto, al trabajo embrutecedor del periódico. Tomaremos un refresco. Yo convido.

Por detrás de los compadres, la vieja, con la escoba, decía que no. Vio a Don Ole que venía para ella, y sacó las uñas:

—¡Veremos quién paga!

—¡Doña Quica, hágame usted restitución de una melopea!

—¡Que conviden ellos!…

—¡No es decente!

—¡Viva el rumbo a costa ajena!

—¡Doña Quica, que le pico la nuez con el cortapapeles!

—¿Qué sería de usted si una servidora no se compadeciese? ¡Ni siquiera llevaría cuello planchado! ¡Hoy cena gazpacho!

—¡Lo que a usted le plazca, Doña Quica! Afloje la mosca.

—¡Gilí!

—¡Blanca Flor de Chimenea!

—La cuenta es ahora once pesetas, que le guardo.

Doña Quica se alzó la falda y, sujetándosela en los dientes, sacó de la faltriquera el rosario y un diente de ajo, un alfiletero y medio peine. Entre migas de pan pudo contar treinta y dos cuartos con un ochavo.

—¡Doña Quica, rásquese usted una pieza de plata!

—¡No, que la única que tengo es columnaria! Resígnese y tómela en cuartos.

—Doblo la noble cerviz a sus horcas caudinas.

—¿De qué le sirve tanto estudiar?

—¡De poca cosa!

—¡Para volverse loco y no tener camisa!

III

El inspirado vate y los prójimos del bronce se metieron a una tienda de techo bajo, con olores de amontillado. El coime del mostrador lavoteaba los vasos en una tinajilla pintada de verde. Venía la luz de costado a los cristales y a las aguas:

—¿Qué gustan de tomar, caballeros?

Don Ole pasó el índice, lleno de tinta, rozando las fajas de los tres compadres.

—Estos amigos dirán.

Respondieron en terna:

—Usted es el primero.

Saludos por ambas partes.

—¡Un culito de ginebra, Nicandro!

El Zurdo Montoya, con los ojos encendidos de fiebre, se recostaba en el mostrador:

—A menda, una sangría de limonada y vino de la tierra.

Se dobló para caer. El coime, con las manos mojadas, le agarró por el cuello:

—¡Este hombre está privado! ¡Pronto, a sacármelo para fuera! ¡Aquí están por demás las visitas del Juzgado!

Don Ole achicó de un trago el vasete de ginebra, y lo asentó con fuerza en el mostrador:

—¡Haré constar tu conducta en el periódico!

—¿Para usted la buena conducta sería consentir que se viniese cualquier ruina sobre el establecimiento? ¡Pues usted tiene luces para hacerse el cargo!

Llenando la puerta se salían a la acera los dos compadres, con el madejón del terne, que doblaba la cabeza de cera, los ojos vidriados, la sien sucia de sangre. Le dieron aire con los catites. Vino por la esquina un polizonte azul, sable de músico y bastón de autoridad:

—¡No están permitidos estos espectáculos en las calles céntricas! ¿Qué tiene ese hombre?

Se miraron los zainos, alternando la misma tocata:

—¡Pues no sabemos lo que tiene!

—Cuando sea reconocido por un cirujano habrá dictamen. ¿Nosotros cómo vamos a saber lo que tiene este roble? ¡Que lo era, y de los fuertes!… No podemos saberlo. Le descubrimos al paso por unas olivas, y nos pidió que le acompañásemos hasta Córdoba.

El polizonte tocó el hombro del espectro con el puño dorado del bastón:

—¡Te buscaba! ¡Hay orden de ponerte un rato a la sombra! Con que saca fuerzas, y echa p'alante.

Los dos compadres sacaban contra el zurrado una sorna lagartona, adulando el aire del polizonte:

—¡Vamos, Currillo! ¡No es tanta la pena, que a un paso está la posada!

Gimió el Zurdo:

—¡No tiréis de mí, que tengo quebrantadas todas las costillas de ese rumbo!

Le habló, familiar, el guinda:

—¿En qué mala faena te cazaron, Currete?

—Eso, maestro, lo diré en estrados. Llevaime con tiento. ¡Meteime un pañuelo sobre la cara, que la luz me ciega!

—¡Fecha los ojos!

—¡No puedo!

—¡A este hombre se le acaba la vida!

Se volvió el polizonte con el bastón en alto:

—¡Vamos con él! ¿Sois tan flojos que no podéis tomarlo en suspenso?

—¡Son muchos huesos!

Gimió el terne:

—Y los quebrados se cuentan por dobles. Guarda, saque usted la cédula de autoridad y reclame la ayuda de dos vecinos.

El polizonte paseó los ojos por la calle, y a fin de cuentas levantó con el bastón el cortinillo de la taberna.

—¡Nicandrito, procúrame dos puntos que ayuden a llevar un pelma al Cuartelete!

El Zurdo agitó una mano, volviendo los ojos, la lengua atravesada entre los dientes:

—Dejaime arrimado a la pared. ¡Avisai el santolio!

Le recostaron en la pared. El escarrio de comadres pilongas, galopines, maritornes y vagos de acera, se corrió al atisbo de aquel romance carcelero. Sacó una silla la jamona del estanco: Casabé, mitones, pelerina de estambre, el gato sobre el ovillo de la calceta:

—¿Qué le ha dado?

—¡Alferecía parece!…

Salían a la puerta del colmado los doctores del chato y del julepe. El azul polizonte levantaba el bastón, y metido al medio de la rueda, embestía con el pecherín de botones dorados, abriendo plaza. Los dos compadres, movidos de la misma recelosa experiencia, se daban de ojo y salían de naja, para no verse en autos de Justicia.

IV

Un ómnibus destartalado, con viajeros del ferrocarril, se detuvo ante el Parador de la Estrella. Con voces y ternos salió la escalera, que un galopín arrimó a la baca. Se apearon los viajeros, agachándose bajo la amenaza de los fardos que el mayoral arrojaba de las alturas. El Vicario de los Verdes descendió con un maletín de alfombra, y esperó a la sobrina, rezagada en el estribo: Ojos bajos, rizos deshechos, un mantoncillo negro por la cabeza:

—¡Aviva, mala pécora!

La mozuela se limpió los ojos. Ponía sobre el uno la punta del moquero, y atisbaba con el otro las sombras del Parador. El clérigo la hizo caminar delante. Al pisar el umbral, la metió dentro con un empujón, y, clavándole las tenazas en el codo, se la llevó escaleras arriba: La mozuela apenas fisgó un montón de equipajes, sombras de quepis y bufandas, lumbre de cigarros. La escalera, ocupada por el bamboleo del curda que subía las cajas de un viajante catalán, aumentó la quema del bonete:

—¡Vamos a estar aquí toda la mañana!

—¡No llevo una pluma!

Llegaron al piso. El curdela se arrimó a dejarles paso, y penetraron en una antesala con banquetas de hule. Salió un mozo en mangas de camisa, con zorros y mandilete: Por un pasillo lleno de puertas los guió hasta un alcobín claro, con cama de hierro:

—Por la explicación de su carta sacamos que sería esto lo que usted pedía.

La sobrina pasó la puerta mirando las losetas. Sobre el pecho ahogado de sollozos cruzaba el mantoncillo, y en un nudo sostenía las cuatro puntas del toallón con la teja del clérigo: Arrinconada al pie del catre, escondía la cara en el pañuelo. El clérigo pulsaba la doblez de la reja y medía el resguardo sobre la altura y circunstancias de la calle:

—¿No hay un cuarto sin ventana?

—Lo hay, pero cae propio encima de la escalera.

—¡Está bien! ¿Tiene llave la puerta?

—¡Téngala usted! Es de dos vueltas… Para mayor seguridad, tiene cerrojo por dentro. Para usted se le ha reservado una alcoba de la sala. Es buena habitación. Puede usted verla.

—Ya la conozco. ¿No hay otra más cerca?

—La tiene tomada Don Segismundo Olmedilla.

—Es amigo y hablándole se hará cargo. ¿A ver su puerta? ¿Ésa? ¡Pues llama! ¡Espera!… Si está, dile que desea comunicarle una palabra urgente el Señor Vicario de los Verdes. ¿Contesta?

—Para mí que está fuera. Tiene una cuadrilla reparando las cales en el Palacio de Torre-Mellada. Se anuncia que viene a ser madrina de una misa nueva la Infanta de San Telmo.

—¡El Palacio está hecho un cascajo! ¡Veremos que las ratas se comen a la Señora Infanta!

—¡Traerá perrillos ratoneros!

—Perrillos ratoneros nunca faltan en el séquito de las Personas Reales. Muchacha, métete adentro, si no quieres que te meta de una vez para siempre.

La mozuela, que sacaba la corujilla, escapó para dentro. El clérigo vino detrás. Cerró las maderas de la reja, puso los tranquilos, rascó un fósforo, encendió una vela:

—Dame el canal. Esas maderas, como si estuvieran clavadas. ¡Ni llamar, ni moverse!

Tiró sobre sí la puerta, y cerró con dos vueltas de llave. Bajó a la plazoleta. Le sorprendió ver la gente en grupos, estacionada ante La Flor Andaluza. Vinos y licores.

V

Un retablillo de viejas y mozuelas, con acentos populares y dramáticos, se encandilló al ruedo del clérigo:

—¡Venga, señor capellán!

—¡Padre cura, que se va por la posta!

—¡Venga su merced, padre curita! ¡Una bendición con su latinillo para encaminarle a la Divina Presencia!

El cura se sacudió los andularios:

—¡Basta de algazara! ¡Hable uno solo! ¿Qué casa está ardiendo? ¡Uno solo! ¡Que yo me entere!

Le tomó por los andularios la pilonga del ramito en el moñete:

—Señor capellancito de mi vida, venga por esta mano. Otri poco. ¡Hala, dejai paso al señor capellán!

El Cabo de Polizontes levantaba el bastón con los borlines de su cargo, y abría plaza sacando el pecherín de botones dorados. Se clareó la fila de curiosos, y enhebróse la pilonga tirando del manteo. El Zurdo Montoya, caído en la silla, desmadejado de zancas, volvió las pupilas vidriosas sobre la estampa del clérigo:

—¡Padre cura, es la de vámonos!

Abrevió el clérigo:

—¿Estás en disposición de confesarte?

—¡De cabo a rabo toda mi vida tengo a la vista!

La jamona del estanquillo le ofreció un sorbo de agua. Recomendó una ceceosa verdina:

—¡No te canses hablando, Sinforoso!

Otra comadre entremetíase con un jarrico de Andújar:

—¡Aguardiente para fricciones!

Acudió la pilonga de carrerilla, aprontando el pergamino de las palmas:

—¡Vierta usted unas gotas, Doña Rosita! Le refrescaré a este infeliz los pulsos y las sienes.

El clérigo, malhumorado, se quitó la teja e hizo la señal de la cruz. Don Ole Botellín asaltó al clérigo con un guiño misterioso:

—¡Se hace el cadáver!

Giró sobre los tacones torcidos, aleteando las manos en la sisa del chaleco. El Zurdo Montoya, todo un gemido, estiraba las cuerdas del gañote:

—¡A ese niño, mal ángel, que me sirva una copa de aguardiente para dar calor a las entrañas!

El Vicario de los Verdes confundíase en la oscuridad de una sospecha. Aquel tuno estaba complicado en la trifulca de Solana. Le recordó en el tumulto de imágenes, con una brecha en la sien, tirando de faca, viniéndose ciego para cortarle la jeta al odioso Don Adolfito. ¡En qué nada había tenido la muerte aquel pollo crápula! El Zurdo apuró la copa de aguardiente, y tiró la cortina a los ojos de Nicandro:

—¡Toma, negra sangre! Para que te ricuerdes del moribundo a quien has negado un refresco de limonada. ¡Vamos, padre cura, que el alma tengo retenida en la nuez hasta soltar el último pecado! ¡Lo que más prisa me corre es el santolio!

—¡Bueno! ¡Bueno! ¡Conmigo no pintes la comedia! ¿Qué mal es el tuyo?

—¡Todos los huesos quebrantados!

—¡Bueno! ¡Bueno! ¡Un San Benito de Palermo que te han arrimado!… Poca cosa para irse de este mundo. ¡Que te bizmen en el Hospital!

Se ajustaba la teja. El Zurdo le asió del manteo resbalándose de la silla:

—Padre cura, meta usted su empeño para que no me chimpen en el Cuartelete. ¡Sáqueme usted para el Hospital!

El clérigo mudó de ánimo ante aquella lástima, con un sentimiento estoico y sombrío:

—Los auxilios espirituales te los prestaré cuando te halles en una cama del Provincial. ¡Cuatro hombres aquí! ¡Guardia, abra usted plaza!

El mayoral curda, con gorra de pellejos, se levantaba en el pescante:

—¡Venga! ¡De balde lo llevo!

El Cabo de Polizontes abrió filas.

—¡En marcha!

VI

El Zurdo Montoya quedó asilado en una cama del Hospital: Con paños de vinagre sobre la frente, recostado en las almohadas, percibía la blancura de la sala, el vuelo ratonil de las tocas, la lumbre del cigarro y la uña desmesurada con que el practicante, a los pies de la cama, ponía ungüento en una hila: Para ver mejor, se levantó sobre la ceja un pico del paño vinagril:

—Padre cura, no se naje su merced sin tomarme la cuenta de los pecados.

—¡Estoy con el chocolate!

—¡Despachamos en un bostezo!

Intervino el practicante:

—No la diñas por lo de ahora…

El clérigo reparó que por entre las sábanas salía la mano del pecador, con un desvergonzado garabatillo de tres dedos. Barulló, echando sobre la cama su sombra negra:

—¡No te permito que me desacates la corona con ese relajo malvado!

El clérigo trituraba la mano del pecador, rechinando los dientes. El Zurdo se volvió de costado:

—¡Afloje usted el dátil! ¡Una cherinoliya no es para condenarse!

Se acercaron unas tocas:

—¡Pobrecito, qué ejemplo para las otras camas!… ¡Así debían hacer todos al entrar en este santo establecimiento! ¡Confesarse y arreglar sus cuentas con el Divino Tribunal!

El Zurdo Montoya se ajustó el compresil a las sienes:

—¡Un cigarrillo para entonarme, y vamos con el Yo Pecador!

Atropello el clérigo, esparciendo los manteos al borde de la cama:

—¡Despacha o tomo soleta!

Comenzó a santiguarse, con la teja sobre el pecho. La monja y el practicante se alejaron dándose achares. Rumió el clérigo el rezo de latines y sacó el último amén sobre un bostezo:

—¡Vamos a levantar esa sobremanta de malas obras y malos pensamientos! ¡Por el primero! ¡La de siempre! El Nombre de Dios, muy respetado entre ajos y barajos. Por delante todas las concupiscencias, y atrás, arreando palo de ciego, la Justicia Divina. ¡Chúpate ahora ésta! Ibas muy gallo y te dieron en la cresta. Para mí no ha sido mayor novedad. Estabas empupilado desde la feria de Solana. Mírate la conciencia, revuelve en ella, y hallarás el viaje que le tiraste al señorito madrileño, en el zaragatón de la capea. ¿Sabes toda la gracia de aquel pollete? ¡Llevar el desohonor a los hogares! ¡Silbar de serpiente!… ¿Por qué no le dejaste allí seco? ¡Tente, lengua! ¡Es una mala ejemplaridad la que te doy! ¡No la recibas! ¡Los santos, en el altar! ¡Que mis disparates no vayan a confirmarte en propósitos de venganza! Tenías la sentencia desde que le rozaste el viaje. ¡No hay castigo para los crímenes y desafueros de ese pollo!

—¡Muy al cabo lo cuenta usted, padre de almas! ¿Y si no hubiera venido la tormenta por ese lomazo? Menda rastrea otros vientos. Todo hay que decirlo, contando con que se recibe en confesión para no publicarlo. ¿Conoce usted, padre cura, las familias de Puente Genil? De Gálvez el Viejo algo tendrá oído, y del yerno, que es muy personajote en la provincia. Esta noche era la convenida para esperarle con el carro fuera de puertas. De faltar, es mucho el compromiso que se apareja. Se restituye dinero y se restituye palabra. Usted, padre cura, no se complica en la menos. No más que poner en los autos a don Segis Olmedilla. Dónde hallarle, se lo pueden decir en el Parador de la Estrella.

—¿Qué tratos eran los tuyos?

—Esperar esta noche, a hora fija, con un carro de mulas, fuera de puertas…

—¿Nada más?

—Ninguna otra cosa.

Los vuelos del manteo cubrieron el catre, el borde de la caja rozó el paño vinagril del pecador:

—¿Dónde está escondido el Yerno de Gálvez?

El Zurdo Montoya sacó una voz de ultratumba:

—¿Va usted a denunciarle?

—¡Si una palabra de mi boca hubiese de conjurar el trueno gordo, no la pronunciaría! ¡Primero arrancarme la lengua de cuajo! Venga lo que viniere, nunca será la pestilencia de lo presente. ¡Ojalá tuviese en su mano la mecha para volarlo todo el Yerno de Gálvez! Pero no quiero ir a ciegas, y si hay gato, deseo saberlo. ¿Te han buscado para sacar al Yerno de Gálvez de Córdoba?

—Me habló el Niño de Benamejí.

—Está bien. Veré lo que hago… Volveré para que confieses debidamente. Repasa el pozo negro de tu conciencia. Haz examen, con el más firme propósito de enmendar tu vida y servir mejor a Dios…

Atropellaba una bendición. El Zurdo Montoya, incorporándose con quebranto de huesos, le besó la mano.

VII

El Vicario de los Verdes tenía una hermana monja profesa, en la Cuesta de los Tres Clavitos —Madres Calzadas—. A la santa portería, en penumbra de cales, llevó sus negros andularios: Pulsa en el torno:

—¡Ave María!

—¡Gracia plena! ¿Qué desea, hermano?

—¿Ya me desconoces, Sor Pánfila?

—¡No se extrañe! La voz, al pronto, me hizo novedad. Tiene usted encima un pecado muy grande con el cacao que nos ha servido…

Interrumpió el clérigo:

—¡Cayó de un asno para subir a un camello! ¡Soy el Vicario de los Verdes! Mi deseo es saludar a Sor María de la Divina Inmaculada.

—¡Y quería que le reconociese! ¡Tanto tiempo sin acordarse de estas monjitas! Sor María se alegrará de saber que aún le vive el hermano. ¡Alabado sea el Señor!

—Llévele aviso.

—¡Volando!

El clérigo comenzó a pasear la portería. Vino un monago a ponérsele delante y a besarle la mano:

—Sor María le hablará por el coro bajo. Puede pasar por la sacristía… No hay alma en la iglesia… Acabadas las misas, se cierra…

Y enseñaba dos enormes llaves encadenadas. Salió por delante y sobre unas escalerillas se detuvo. Puerta verde, esquilón en el alero. Dejó paso y entró, cerrando la puerta. El Vicario sesgó la sacristía: Era ancha y oscura, con brillos de tallas, cornucopias y salvillas. En las cales del fondo, tres bultos que conversaban volvieron la cabeza, cortando el tema. El clérigo, puesto el canal sobre el pecho, desplegado el manteo, pasó a la iglesia, y con una genuflexión en los límites del presbiterio saludó el altar. Atravesó la nave desierta, las claras luces de la cúpula, la arquería del coro alto. Tras la reja con pinchos de carlanca, las tocas de una monja. Un suspiro:

—Tengo recibida la carta que me puso. ¡Vaya sobresalto! Comuniqué el caso con la Madre Superiora. El depósito de la dote no puede dispensarse, porque se hace ante el notario eclesiástico. Solamente que persona de solvencia se aviniera a suscribir un compromiso, sujetándose con parte suficiente de sus bienes… La Madre Superiora no puede resolver… ¿Qué arrepentimiento muestra ese árbol torcido?

—La cabeza baja.

—¡Menos mal!

—¡Sumisión ciega!

—¿No dará guerra?

—¡Se le encalaboza, hermana!

—¡Hermano, ése no es arreglo!

—¡El mejor!

—¡El que una vez haya sido expediente con otra menos culpada no lo considere!

—¡No amolemos con aguas pasadas!

—¡Ni a ese arbusto torcido ni al mayor criminal le doy yo mi pasado!

Se fue la monja algo lejos, descomulgándose en el aire del hábito: Volvió más encismada:

—¡Guardada estaba la niña! ¿De dónde sacó esos ejemplos?

—¡Un crápula, que la levantó la cabeza!

—¡Antes se había desviado de la recta conducta! Usted propio me lo ha venido a declarar.

—Es muy pajaritera. Si no se la mete bajo rejas no acaba en el escándalo de ahora.

—Su orgullo, hermano, se ve ahora bien castigado.

—¡En ninguna familia honesta debían nacer mujeres!

La monja se echó el velo y gangueó, haciendo papeles:

—¡Hermano, para todos los trámites, en la Secretaría del Obispado! Hoy cayeron así las pesas, hermano. Mañana, otro día, puede encontrar más expedito el camino de sus deseos. ¡Sofismas del mundo, hermano! ¡Nos basta con el duende del fayado! ¡Ave María, esperanza nuestra!

El clérigo advertía que a los añejos resquemores llevaba, aquella vez, su hermana el deliberado propósito de entorpecer la reclusión de la sobrina: No penetraba la causa del malvado capricho ni discernía todas las alusiones. Y las encubiertas palabras con que la monja se fue de la reja le complicaban el enigma. El Vicario de los Verdes atravesó la nave clara y pulcra, con los altares de rizados manteles llenos de velillas y floreros. En la sacristía, los tres bultos del coloquio reservado, con el mismo ritmo de la vez pasada, cortaron la plática y volvieron la cabeza. El clérigo, largo y zancudo, el canal sobre el pecho, sesgó hacia la puerta. Al abrirla, quedaron en la ráfaga de luz los tres del misterio. El Vicario de los Verdes se detuvo dudando si era ocasión de cumplimentar el ruego del Zurdo Montoya. Tenía ante los ojos al Niño de Benamejí: Tampoco le eran desconocidos los otros: Don Pedro Gálvez, de Puente Genil, y el sota-sacristán de las Madres.

VIII

Volvió desde la puerta el Vicario de los Verdes:

—¡Don Pedro Gálvez, de Puente Genil!

Salióse del trío un señorón buen mozo, caña, paletó y chistera: Empaque de mayor contribuyente, farolón de pueblo, juez de paz unas veces, otras alcalde, cacique con votos y olivas:

—¡A sus órdenes! Usted, si no me engaño, es el Vicario de los Verdes.

—¡Ya veo que no me desmiente, al cabo de tantos años! Tengo una comisión para usted, Señor Don Pedro… Lamento hacer de domingo siete cortando la reunión. ¡Una palabra, y despacho! ¿Le parece que pasemos a la iglesia, Señor Don Pedro? Estaremos más a gusto.

Pasaron a la iglesia. La puerta de la sacristía, franca sobre la callejuela, enunciaba una tapia con enredadera de pasionarias, cimada y corrida por un verde de limoneros. El sota-sacristán sacó un gran aspaviento inflado de preguntas:

—¿Usted podría explicarme, Don Segismundo? ¡Yo no lo entiendo! ¿Qué papel juega el Vicario de los Verdes? ¿Le buscó usted? ¡No alcanzo qué ayuda nos traiga!

Don Segis asumía un gesto perplejo:

—¡Estoy en albis!… ¡Lo que sea sonará! ¡Algún pleito en el Supremo! Tiene la pinta. Al Vicario de Solana —a mí me da eso— le trae alguna recomendación para Ulloa.

El sacristán de las monjas extraviábase por otro laberinto de suspicacias:

—Doña Juanita ha ido de secreto al Palacio Episcopal: Su Ilustrísima trabaja un salvoconducto para que salga de España Don Benjamín. ¡Dios que lo entienda! El Señor Obispo aún está con la mosca de que lo tengamos en la clausura… ¡Algo extraño sucede! De guindas, ni uno queda por estos contornos.

—Me pone usted en cuidado. La policía, sin duda, ha tenido algún soplo y rastrea el nuevo escondite.

—¡Ha sido levantada en absoluto la vigilancia! ¡La Coronela, Don Segis!…

—¿Unte?

—Las mujeres todo lo charlan.

—Hay que prevenir a Vallín.

—¿Unte, ha dicho usted? ¡No pondría mi mano en el fuego por esa veleta!

—¡Que la policía ha tenido algún soplo, parece indudable! En fin, esta noche saldremos de dudas. No alarmemos a Don Pedro.

El Vicario de los Verdes y Don Pedro Gálvez tornaban a repasar la puerta del presbiterio y se despedían alternando protestas corteses:

—¡Señor Don Pedro, excuse las gracias!

—¡Le agradezco la molestia, y me obligo a una recíproca! ¡Me manda usted, Señor Vicario! ¡Me manda usted!

Levantaba la voz con aparatosa solfa. El Niño y el sacristán se allegaron con saludos al Vicario de los Verdes. El Niño le observaba:

—¡Qué novedad verle a usted en Córdoba, Padre Verdín!

—La novedad usted la hace, Don Segismundo. A este lugar me trajo la indispensable visita a una hermana carnal, que es aquí monja.

El sacristán sacó un gesto perplejo, de curioso olvidadizo:

—La Madre Adelina de la Cruz de Mayo…

Por el borde del manteo salió una mano de cordobán diciendo nones.

—Sor María de la Divina Inmaculada.

—¡Cabal! ¡Cabal! ¿Cómo encontró a la Madre?

—¡Una gata histérica!

—¡Qué buen humor gasta!

—Si me doy a morder, contagio la rabia. Don Segismundo, de verme con usted ya tenía pensamiento. Podemos ahora quedar citados. ¿Después de comer, usted no toma café? ¿Le parece que nos citemos en La Perla?

Don Segis asintió:

—¡Corriente, Padre Verdín! De dos a tres, en La Perla.

—Supongo que no estará mal visto. La Perla no es un café de cante…

—Todas las tardes está lleno de clérigos.

Explicó el sacristán de las monjas:

—Sacerdotes de los pueblos que vienen por sus asuntos a la capital. Los residentes no frecuentan esos lugares…

El Vicario de los Verdes torció el hilo de sus cavilaciones:

—¡Estoy aquí con la sobrina! Al cabo, hubo que reducirse a cumplir el gusto de que sea monja. Tanta vocación y tanto ruego era por demás. El propósito que allá hicimos era ponerla en la regla de estas seráficas. Y el camino que yo me pensaba tan ancho lo encuentro cerrado. De todo hablaremos, Don Segismundo. No molesto más.

Se fue, y los tres del secreto volvieron a juntarse bajo las dobles miradas del monaguillo y del gato que acaricia en la nota encendida del ropón.

IX

El Vicario de los Verdes quedó un momento irresoluto, la negra silueta talar recortándose sobre el verde postigo, en lo alto de las escalerillas: Descendió reflexivo, jugando con los borlados cordones del manteo, y remontó la Cuesta de los Tres Clavitos. Por Arco del Niño se metió en las luces y vocingles de un mercado: —Lozas andaluzas, frutas, gallinas, huevos, macetas, jaulas, romances de cordel, talabartes, clavos, herraduras: Sobre mesillas con mantelete, roscos y licores: Papeles picados, botillería fabulosa de ámbares, rosicleres y verdes.—Un San Roquito de gubia popular tutela los alfajores de tal tenderete: Una Santa Lucía, con los ojos en el plato, y manto celeste, que fue capote de paseo, da buen paladar a los refrescos y anisados de esta otra mesilla con lienzos caseros, pulcra y vistosa a la sombra de un gran paraguas rojo. El Vicario de los Verdes camina con encontrados pensamientos, que van desde la sobrina burlada al justo castigo que pudiera ser aquella tan anunciada revolución de las Logias. La cólera divina estaba de manifiesto. ¿No era un signo de la subversión de los tiempos la demagogia laborando por la honra de España? El Vicario se abismaba en una rencorosa desolación de eclesiástico. ¡El Trono caído en el fango!… ¡Todos salpicados! La España con honra de aquellos murguistas era el manifiesto de que vivía sin ella. ¡Todos salpicados! ¡Una ola de fango! ¡Burladas las leyes! En la confusión de aquellos pensamientos se levantaban expresiones pulpitables, que trascendían al torvo rencor del clérigo, con ecos de texto moral en latines de seminario. Se acercó a un tabanque de clavos, herraduras, cerrojos y bocados de freno, en el resguardo de una lonilla:

—¡Seis clavos, maestro!

Un vejete fuguillas, con pañuelo de flores a la sien, se corrió a servirle desde el otro cabo:

—¿De qué marca?

—¡Ésos están buenos!

Señaló el clérigo unos clavos negros de la fragua, con ancho remate. El fuguillas, jugando posturas, se los dio envueltos en la hoja rancia de un librote comprado a peso, en servicio de la parroquia:

—¿Alguna otra cosa?

—¡Un martillo!

—Vea usted el que le conviene.

—Un martillo con mango.

—¡Ésos son ingleses! Quiebran todos. No tiene aceptación ese género. El mango encarga usted que se lo pongan.

—¡Me urge emplearlo!

—¡No es nada el tiempo de aparejar un martillo!

—Aparéjalo y me lo llevo.

—¿Quiere su merced el martillo de que yo me valgo? Se lo lleva su merced y me da dos pesetas.

—Una, y está pagado.

—¿No representa nada el recuerdo, padre de almas? En las dos beatas van puestos los seis cuartos de los clavos.

El Vicario, con desabrida avenencia, pagó las dos pesetas, y por las sisas de la sotana manipuló el escamoteo de clavos y martillo: Se fue al sesgo del mercado. Mozuelas peripuestas acudían con alegres pinreles a besarle la mano. Una vieja curra, tras la mesilla de los alfajores, le saludaba levantando el San Roquito. La Santa Lucía del manto torero y la palma dorada, con el brindis de los ojos en el plato, le sugería, entre gulas ácimas, una sacrílega concordancia. Se santiguó para saludarse de aquella malvada ocurrencia y por el enredo de calles morunas encaminó las pisadas al Parador de la Estrella.

X

La sobrina, que escuchaba tras de la puerta, al rechinar la llave, corrió sin zapatos al refugio de un rincón, y allí se pegó haciendo de mojigata: Con la cabeza entre las manos percibió la claridad de la puerta y el transponer de la llave. Otra vez las tinieblas. El ras de una cerilla:

—¿Dónde has puesto la palmatoria, mala pécora?

Lamentó la descarriada:

—Sobre la cómoda.

Se levantó sujetándose las faldas, sueltas de las jaretas. El clérigo alumbró la vela: Miró a la sobrina:

—¡Toma la luz y tenla levantada!

Tanteó las contras de la reja, arrimó una silla, y, subido en ella, sacó el martillo y los clavos por las sisas de la sotana: Se volvió. La sobrina, al pie de la cómoda, se sujetaba las enaguas: La luz de la vela le bailaba en la cara: Los rizos negros y la vislumbre roja en los planos de la mejilla suscitaron en el clérigo, con un tumulto de sangre, dramáticas estampas de anacoretas tentados por hembras lascivas esclavas del Maligno. El clérigo desvió los ojos, puso un clavo en la madera y redobló encima con golpes de martillo. La sobrina, mal sujetas las enaguas y el corpiño flojo, levantó la luz:

—¡No era preciso de clavos!… Estaba lo mismo cerrada con sólo su mandato.

El clérigo levantó el martillo sobre la sobrina:

—¡Relajada! ¡Intentos me vienen de aplastarte!

Tanto vuelo metió al brazo, que la sobrina se espantó con grito, dejando caer la palmatoria:

—¡Madre de mi alma!

El Vicario saltó de la silla y en la oscuridad persiguió a la espavorida:

—¡Aplastarte! ¡Aplastarte!

Tropezó con el cuerpo, escondido al pie del catre, y lo levantó por la mata del pelo:

—¿Qué le dio para así ponerse? ¿No me conformo con su autoridad? ¿Voy acaso contra la suerte que me destina? El Vicario bramó en la sombra:

—Adecéntate para salir al comedor… Luego nos dan las sobras…

Oyó a la mojigata que se metía los herretes del justillo, que se calzaba los zapatos. Le turbó el cateo y el ras de la meorica bajo el catre:

—¡Señor tío, vaya usted saliendo!

—¡Tú por delante!

—¡Pues cuando guste!

El clérigo tanteó la puerta y metió la llave. Hizo pasar a la sobrina. La miró de soslayo:

—¡Recógete esas greñas! ¡En no habiendo bateo, ni meterse un peine, ni pasarse el pico de una toalla por la cara!

La sobrina inclinaba el descolorido perfil con ojeras de Dolorosa. La miró desconociéndola, y recordándola con los juegos rojizos de la vela en cara. Contemplándola, el clérigo sentía todos sus pensamientos vueltos sobre la imagen anterior.

—¡Sierpe de dos cabezas!

XI

El comedor, lleno de bullicio en aquellas horas, era una sala baja de techo con luz de camarote. Tenía vigas azules, descoloridos papeles donde alternaban quioscos, mandarines y piraguas. El asombro de la sobrina fue el reloj de cuadro, donde un tigre movía los ojos de cristal al ritmo del péndulo: Después la mirada se fue al verdigualde de la cotorra, puesta en la reja con una alcándara, y a las furias litográficas del Vesubio. Lo había visto mejor en la Feria de Solana: Allí el Vesubio vomitaba torrentes encendidos de azufre hirviente sobre el aterrado puerto de Nápoles.—Recordó las burlas del pollo madrileño en el panorama, el primer encuentro, el repentino cambio de miradas y el reconocerse perdida, si tal hombre, con aquellos ojos, se diese a seguirla. Sin embargo, no le había consentido que le pasase la mano por la cintura cuando miraban la toma de Sebastopol. ¡Qué filas de soldados! No se lo había consentido.—Siguiendo la sombra del manteo, ocupó una silla al extremo de la mesa. Le pusieron delante un plato: Metió la cuchara con melindre. El punto de azafrán la conmovía como un refinamiento de elegancias, era una proyección del mundo soñado. Por todas partes, luces del mismo engaño que traía en los ojos el tal hombre. La gente contaba que en bailes secretos bebía el vino por el zapato de raso de las mujeres. ¿Qué era aquello? Árida y desolada, como en otra ribera, intuía aquel tumulto de lances en una desgarradura de relámpago: Se asombraba de que pudiera parecerle tan lejana su noche de tormentas. Levantó los ojos para mirar al señor viejo que le pasaba un periódico al vecino Capitán de la Guardia Civil:

—¡Es un escándalo! Las alusiones del articulista son bien claras.

Levantó la voz por el otro lado un energúmeno:

—¿Qué novedad cuenta el periódico? ¡Ninguna! ¡La que todos sabemos! ¡Lo que es público desde el primer día! Al Yerno de Gálvez, si quieren cazarle, que metan los sabuesos en los Tres Clavitos.

El clérigo levantó la cabeza y sorprendió la atención de la sobrina puesta sobre aquel badulaque. Al pronto le pareció absurdo cuanto el sujeto decía, pero como ninguno al escucharle mostraba extrañeza, se avino de golpe sobre una sobresaltada certidumbre y sacó en claro los enigmas de la monja, su hermana: ¡Las Madres de los Tres Clavitos amparando conspiradores! ¡Buenas estaban las seráficas! Miró a la sobrina con adusto aleteo del pensamiento:

—¡Me repudro de que hayas puesto atención a tales calumnias! ¡Ésos son huesos para los perros! Poner atención a ciertos dichos es ponerse a comer bajo la mesa con los perros. Come sin mirar a parte ninguna.

El Capitán de la Guardia Civil se pasaba la servilleta peinando el bigote:

—¡Tiene mano la Nicolasa! ¡Estaban de gusto los callos!

XII

El Vicario de los Verdes, con el último bocado, puso a la sobrina en cierres y bajó al Café de la Perla:

—Café y copa.

Al mozo que le sirvió preguntó por Don Segis.

—Véalo usted. A la mano del mostrador.

Le descubrió en una tertulia de astros coletudos y señoritos jaques. Prefirió enviarle recado:

—A Don Segis Olmedilla dígale usted que tiene el mayor gusto en invitarle a una copa el Vicario de los Verdes.

Vino Don Segis con el cigarro atravesado en la boca:

—¿Qué hay, amigo?

—¡Poco bueno, Don Segis! ¿Usted qué gusta de tomar?

—¡Cualquier veneno! Dame cazalla, Pepe.

Aprovechando el espacio del recado, con el mozo ausente, atropello el clérigo:

—¿Qué pasa en el convento de los Tres Clavitos?

El Niño de Benamejí dio una vuelta al cigarro en la boca:

—Sé lo que dice la Prensa.

—¡Don Segis, no me haga comedias! En los Tres Clavitos hay gatuperio. Hoy he visitado a mi hermana… Daba por llano que más no era preciso para meter a la sobrina en clausura. ¡Usted ya está en antecedentes! ¡Sí, llano! ¡Como una montaña! Aquella comunidad anda revuelta con el gatuperio del Yerno de Gálvez. ¡La aberración de ocultar a un sectario de las logias no es concebible!

—Fernández Vallín es uno de los hombres más religiosos que conozco. Ha estado a punto de profesar en Loyola.

—¡Ah! ¡Que me perdone!

—Vallín media entre unionistas y moderados para sacar la abdicación en el Príncipe Alfonso.

—¿Y la Regencia?

—La nombrarían las Cámaras.

Se sacudió los manteos el clérigo.

—¿Y qué falta hacen Cámaras? ¡Hogueras es lo que hace falta! ¡Hogueras y patíbulos! ¡Usted me mira asombrado! ¡Asómbrese usted más todavía! ¡Si solamente la voluntad bastase! ¡Si fuese posible el deseo, no dude usted que todo rodaba hasta estrellarse! ¡El mal ejemplo cunde por toda España! ¿Que no soy el que era? ¡Cierto que no lo soy! Me mudé en otro. Tanicuanto deje a la sobrina en el convento —y usted puede ayudarme—, renuncio al beneficio, compro un trabuco y me echo al campo.

—¿Para qué?

—¡Para derribar lo existente! La España se abrasa de enconos. ¡Se consume de envidia! Que me pongan delante, sin valimiento, el gallete de Madrid… ¿Que no le muerdo la nuez? ¡Vaya si se la muerdo! ¡No me lo he merendado por quitarme de una cadena para toda la vida y por respeto a las sagradas Órdenes!

—Padre Verdín, le veo a usted con el gorro colorado y una tea.

—¡Hace falta que estalle el trueno gordo!

El Niño de Benamejí, aparatoso y marchoso, echando humo, encaró al clérigo:

—Padre Verdín, tanta franqueza de su parte bien merece que un servidor no guarde con usted secretos. Estaba todo dispuesto para sacar esta noche al pájaro… Y sosegado el convento, juzgo cosa llana que usted deje allí a la sobrina. Nos valdremos de Doña Juana Albuerne.

—¡Conozco la tecla! Y a ese propósito quería hablar con usted.

—En eso y en todo, completamente a sus órdenes, Padre Verdín. Decía a usted que todo estaba corriente para sacar esta noche el contrabando… El Zurdo Montoya debía hallarse con el carro… ¡La noticia de usted nos ha dejado yertos! Vamos a precisar. ¿El Zurdo ha entrado en el hospital?

—Allí lo tiene usted.

—Gálvez sospecha que nuestro complot ha sido descubierto… Yo me guío por otro cuadrante.

—Y un servidor.

—El Zurdo tenía sobre su cabeza una tormenta de palos… ¡Nosotros dos sabemos algo!…

—¡Qué lástima no haberle partido el corazón al pollo mal ángel!

—¡Luto nacional! Vamos a cuentas. ¿Quiere usted servirnos y verse con el Zurdo Montoya? Sacarle dónde encierra el carro. A un hombre se le sustituye por otro, pero el carro y la reata son distinto cantar…

El clérigo asentía amontonando el ceño:

—Veré a ése… Habrá carro y habrá reata, y mayoral si es necesario.

Llamó Don Segis con un duro en el mármol. Disputa y manoteo sobre quién paga:

—¡Otra vez!

—¡No! Pepe, devuelve esa moneda.

—¡Qué importa!

—¡Pero hombre!

—¡Vámonos!

XIII

Aceras angostas. Triangulados azoquejos. Lumbre de cales. El Arcángel San Rafael levanta el estoque sobre el concurso vocinglero de las fuentes. Brisas de azahares y callejones morados ondulando por tapias de huertos y conventos. Labrados canceles.—Motivos del moro.—Patios de naranjos y arrayanes, arquerías y persianas. En el verde silencio, el espejo de la alberca. La tarde, que acendra en el azul remoto una cristalina claridad de sierra, llegaba con remusgado cabrilleo hasta el catre del Zurdo Montoya —Montoya el Mozo—. Tenía el cuerpo una pavorida quietud, y el doblez de la sábana le tapaba la cabeza: Sobre el pecho cruzaba las manos con un ramito de oliva. En el encendido remusgo de la tarde, las moscas que le recorrían el haz amarillo de las manos parecían más negras: El Vicario de los Verdes se detuvo, santiguándose: Luego alzó el doblez de la sábana y miró la cabeza yerta del Zurdo Montoya:

—¡Has acabado!

Volvió a cubrirle con el lienzo y leyó el papel que el médico había puesto en la cabecera. En el catre vecino, un viejo con gafas, que enhebraba una aguja, le interrogó con afectada prosodia:

—¿Señor sacerdote, quiere usted decirme el dictamen del tío matasanos?

El tonsurado barullo:

—¡Ataque de alcoholismo!

Sacó la voz, por otras almohadas, un espectro con la cabeza entre vendas:

—¿Ataque de alcoholismo pone? ¿Qué viene a ser eso?

Explicó el viejo del opuesto costado:

—¡Beber intemperante!

El espectro se hundió en las almohadas:

—¡La cuera que le han arrimado!

El viejo, en el rayo de sol, levantaba la aguja y el hilo, guiñaba un ojo:

—¡No se hacen cargo de las circunstancias! Al tío matasanos, si le quitan la plaza, le ponen los gabrieles en el alero. ¡Ahora se llevan los ataques de alcoholismo! ¡El vino cuesta barato!… ¡Todo hay que decirlo! Hace falta palo, mucho palo. Sin ser doctrinario, señor sacerdote, sin ser doctrinario… Mire usted qué remiendo más bien puesto. En la vida tenemos que hacer de todo. Las Hermanas, unas grandísimas tarascas. Todo el día retozando con los practicantes. Yo lo veo. Todos roban… ¡Un presidio de África! ¡Todos se merecen un ataque de alcoholismo! ¡Je! ¡Je! Usted se hace cargo, señor sacerdote. ¿Cómo se pasa de la vida a la muerte? ¡Ahí está el beber intemperante! ¡Y bebe usted agua, y no le vale! ¡Ataque de alcoholismo, señor sacerdote! ¡Ataque sobreagudo alcohólico! Puede usted levantar la sabanita. Los huesos de las costillas le salen por un costado. Tuvo el capricho de que todos lo viésemos. ¡Ataque de alcoholismo, señor sacerdote! ¡Pin, pan! ¡Tente tieso!

Acudieron los velos corretones de una monja que se barrenaba la sien con el dedo.

—Señor Vicario, apenas de haberse usted ido rindió el alma.

—¡Poco que barajó con sus fantasmas! ¡Je! ¡Je!

—Don Acisclito, usted oye y calla. Traiga que le enhebro la aguja. ¡A ver cómo se luce en este remiendo!

El clérigo sacó una voz asombrada:

—Si ese cadáver no ha sido identificado, yo lo identifico: Es Bernardo Montoya —Montoya el Mozo, por unos lugares, y por otros, el Zurdo Montoya—, tratante en caballerías. Ha vivido, si no vivía al presente, por el Corral de la Pulgona.

Acalla con su ademán la réplica de la monja y se arrodilla al pie del catre, rezando en latín. El vejete de la cama vecina, con el sol en las gafas, estudia el remiendo y anuda la hebra, embebido en una canturria de turulato:

—¡Bueno, bueno, bueno!
¡Se casó Moreno!
¡Malo, malo, malo!
¡Mató a su mujer de un palo!

XIV

El Niño de Benamejí esperaba al clérigo en el Círculo del Recreo.—El Recreo de Córdoba, billares, mesas de tresillo, veladores de dominó, mozos de librea con servicios de café y licores, humo de habanos, ceceos y rijos de los zánganos que en el vestíbulo jalean a las mozas de garbo que cruzan la acera.— Los del chamelo, golpeando la ficha, se juegan una ronda. Los calvos tresillistas, en las salas llenas de humo, la tarde en penumbra y velas encendidas, meditan el arduo problema del Basto y la Espada. Don Ole Botellín, los anteojos en la frente, el lazo de la chalina deshecho, pasa como una exhalación y recorre los corredores buscando al Músico Mayor. Agita un periódico:

—¿Qué signo es éste?

—Un «la».

—¡Ya lo tengo! Llevaba la mano fuera… ¡Ya lo tengo! Me ha costado trabajo. Hasta luego. Aún me falta resolver el Salto del Caballo.

Se fue con la chalina flotante a sumirse en el sabio silencio de la biblioteca. En el velador del chamelo se hicieron comentarios:

—¡Vaya un tío guillé!

—¡Como todos los hombres de talento! Siempre le verán ustedes resolviendo problemas, consultando diccionarios, repasando la Prensa. En fin, ilustrándose… Lo que ninguno de nosotros hacemos. Yo paso.

Entre los señoritos del vestíbulo había tracas de gritos y carcajadas, con espaciados silencios de bostezo y galbana. En los medios de la calle tenían destacado a un jorobeta, que al asomo de las buenas mozas batía las manos y cantaba:

—¡Pájaro!

El coro de zánganos, en tales ocasiones, salía de golpe a la puerta. Oles y rijos sin gracia. Otra vez las disputas de toros, las mentiras de naipes, los relatos de majezas con bordoncete de propósitos obscenos declarados en alta voz:

—¡Esa hembra es para ir un rato a Panticosa!

Todos aquellos señoritos pelmas celebraban el dictamen del Niño:

—¡Segis, muy flojo te hallas!

—¡O muy dispuesto!

—¿Qué harías tú si te vieses teniendo que dar gusto a la comunidad de los Tres Clavitos?

—El cubano quedará mal si no las deja a todas embarazadas.

—¡Quién te diera en su lugar!

—El convento está vigilado de día y de noche…

—Vallín no está en Córdoba. Yo puedo asegurarlo… A estas fechas navega con rumbo a Londres.

Opinó un gallo jaque:

—Siempre he creído que le haría la capa el propio Gobierno.

Y sacó la voz un aceituno con trazas de escribiente:

—¿Ese trapisonda qué va buscando? ¿Arruinarse?

—¡O redondearse!

—¿Tendremos jaleo, Segis? ¿Qué dicen las cornejas de Palacio?

—¡Poca cosa!

—Mayo no acaba sin tremolina. Los anuncios son ésos.

Don Segis sonreía como si estuviese en el secreto:

—No me dan susto las revoluciones cantadas como la lotería…

—¡Hay trabajos!

—Paco Leiva y otros cuantos que se reúnen a jugar al julepe y a beber montilla en los altos de La Perla.

—Las guarniciones están muy trabajadas.

—Se viene diciendo eso desde los tiempos de la Nana.

Cruzó muy de prisa Don Ole. Se detuvo precipitado ante el Músico Mayor:

—¡Tenemos que ponernos de acuerdo!… Combinar una hora que usted tenga libre y que yo la tenga. Va usted a darme unas lecciones de solfeo. Me es indispensable.

El Músico Mayor hizo un gesto de asentimiento. El inspirado vate, la chalina flotante, la pechera fuelle, las manos abiertas y haciendo garabitos con los dedos, se volvió al sabio silencio de la biblioteca.—Obras de Julio Verne, Diccionario Geográfico de Madoz, colecciones encuadernadas de La Gaceta.—La traca de risas duró mucho tiempo. Se contaron extravagancias de Don Ole. Se paseaba en pelo por las afueras: Llevaba los bolsillos llenos de hojas de eucaliptus: Se tragaba toda la Prensa. ¡Rarezas del talento! Había resuelto ecuaciones que los primeros sabios del extranjero no habían podido resolver. Y los vagos del vestíbulo y los profesionales del chamelo reconocían que, aun cuando guillado, era una lumbrera Don Olegario Botella.

—¡Pájaro!

Nuevo golpe de bigardones sobre la puerta:

—¡Mala sombra!

—¡A ver si te arranco las orejas!

—¡No te ganes una soba!

—¡Pelmazo!

El jorobeta, en la esquina, se apretaba los ijares y guiñaba un ojo tras el Vicario de los Verdes.

XV

Don Segis salió al encuentro del Vicario:

—¿Qué hay?

—¡Réquiem in pace!

—¿Cómo?

—Justicias de África.

—¡Muerto!

—¡Ya sabe usted que estaba empupilado! Este crimen va sobre la conciencia del Pollo Real.

—¡Pues nos hemos hecho la santísima!

—¡Ya lo comprendo!

—El Zurdo era el pintado para pasar el contrabando al Peñón.

—¡Han escrito ustedes un compromiso en el agua! ¡Siempre la vida es un soplo, y en estos tiempos, mucho más!…

—¡Se nos viene abajo todo el tinglado!

—¿No puede aplazarse y buscar otro sujeto?… A usted no le faltan obligados entre los tunos del bronce.

—¡El Zurdo era el pintado!

—Pues ése ya no vale…

—¡La tollina tuvo que ser bárbara!

—¡Para no contarlo!

—¡Realmente, se abusa un poco de los procedimientos extralegales!…

Barulló el clérigo:

—¡Se abusa tanto, que uno no sabe ya a qué carta quedarse! ¡Bandolerismo arriba y bandolerismo abajo! Pobretes y potentados, ilustres personajes y tunos de presidio operan con los mismos procedimientos. En todas las esferas se vive fuera de ley. ¡Yo he sido de los más obcecados para no verlo, y sin la bofetada recibida en mi honra aún estaría con la tocata del orden con palo y tente tieso! ¡La España, estos tiempos, vive sin leyes! ¡Y barco sin timón, naufraga! ¡Se estrella! ¡Se hunde! ¡No se salvan ni las ratas!

Calló, y los hábitos tenían un brusco roce atropellado. Se detuvo Don Segis.

—¿Y qué se hace?

—¡Parece usted un doctrino! Se busca otro compadre en el Corral de la Pulgona.

—Si contásemos con el carro y la reata del Zurdo…

—Se ponen los medios.

—¿Quiere usted acompañarme?

—Dejaré los hábitos en el Parador. Don Segis, me engancho en la revolución. Si llega la hora de levantar patíbulos no ha de escaparse del verdugo el Pollo Real. ¡Hace falta un escarmiento muy resonante! ¡Que se oiga el trueno en toda Europa! Más aún de lo que ha sido la Revolución de Francia. ¡Sin aquellas impiedades! ¡Solamente ardiendo en una gran hoguera se purifica España! ¡Está roída de todas las miserias, y si para declararlo tuviese que ahorcar al alzacuello, por ahorcado! ¡Me alisto en las filas revolucionarias! ¡Me junto con los excomulgados! ¡Desoigo los mandatos de Roma! ¡Me futro en el Syllabus! ¡Relajo los votos! Mi conciencia no admite traiciones. ¡El Padre Santo no me quita el rubor que tengo en la cara! ¡Subo, dejo los hábitos y bajo!

El Vicario se metió en el Parador. Tuvo un repentino visaje de la sobrina. Se palpó la llave del encierro. La recordó en la luz roja, abrochándose el justillo. ¿Por dónde se le había metido aquel pensamiento? Palpando la llave se detuvo en la escalera y volvió a bajarla. Se reunió con el Niño. Explicó, aludiendo con el gesto a los hábitos:

—Después de todo, es indiferente. El caso es no perder tiempo.

XVI

Don Ole, la chistera de medio lado, las trabillas sueltas, un rollo de papeles saliéndole por las faldetas del levitín, se echó fuera del café:

—¡Don Segis! ¡Don Segis!

El Niño intentó capearle:

—¡Luego! Voy con este amigo…

Don Ole corrió a cortarle los terrenos:

—He dejado la confección del periódico para darle a usted la noticia. Telegrama de Madrid. El Yerno de Gálvez ha sido detenido al pasar la frontera…

Faroleó el Niño:

—¿Qué me cuenta usted, Don Ole? ¿Detenido al pasar la frontera? ¿Y qué hacemos con la novela de los Tres Clavitos? El Baluarte debe seguir con ese folletín. Un periódico a la moderna sostiene siempre sus opiniones y jamás rectifica. Las Madres de los Tres Clavitos aún pueden dar mucho juego. ¡Ustedes de seguro no publicarán ese telegrama en el periódico!

—¡Si está confirmado!… Son exigencias impuestas por conservar el buen nombre del periódico, su prestigio ante la opinión.

—¿Cuándo ha llegado el telegrama con la detención de Vallín?

—Hace unas horas. He supuesto que a usted, dada su relación con el cubano, le interesaría la noticia.

Soflameó Don Segis:

—¡Es natural! ¡Y muy agradecido, Don Ole! ¡La noticia, seguramente, vendrá por conducto autorizado!

—Nos ha sido comunicada por el Gobierno Civil. ¿La quiere usted más autorizada?

Quedó caviloso Don Segis:

—¡Indudablemente!

—¿No acepta usted una invitación? ¿Y el Señor Vicario? Esta mañana he tenido el gusto de verle. ¡Pues no era broma lo del Zurdo Montoya! ¡Amigo, que la ha diñado! He recogido la versión en el Gobierno. Ataque de alcoholismo.

Cortó el Vicario:

—¡La versión oficial!

—¡Naturalmente! La más autorizada, la única que pueden acoger las columnas de un periódico que tiene como deber primordial no extraviar la opinión de sus lectores. En ese punto me hago solidario del criterio sustentado por la Dirección. ¡Señores, vamos a tomar alguna cosa!

Se disculparon. Pisando con los tacones, el rollo de papeles saliéndole por las faldetas del levitín, se fue Don Ole.

XVII

Don Segis, retardándose en la acera, confiaba sus atisbos al Vicario:

—¡Tenemos al Gobierno Civil propalando falsos rumores! ¡Maquiavelismo de capirote!… Simula ponerse la venda en los ojos y desistir de la captura para infundir confianza…

Asesoró el Vicario:

—¡Ahora es el andarse más avisado! Me sujeta la vigilancia de la muchacha… De no ser así, con todo el pecho me tenía usted a su lado para ayudarle, Don Segis.

Don Segis aprovechaba la buena disposición del clérigo:

—Usted, Padre Verdín, lo primero que hace es dejar los hábitos y verse con el pájaro. Le pone usted en antecedentes de todo lo ocurrido.

—¿Usted dirá cómo me introduzco en el convento?

—No está en el convento. Le halla usted en el mesón de San Blas.

—¿Y en lugar tan concurrido no le han descubierto los guindas?

—Precisamente el mucho entrar y salir de la parroquia le pone a cubierto.

—¿Si alguno le conoce?

—No le conoce ni su señora madre.

Bajaban al Corral de la Pulgona por callejuelas en luz de media tarde, calladas y solitarias. Trota el borriquillo con aguaderas y ondula sus faralaes un pregón muy garganteado:

—¡Agua! ¡Fresca, de la fuente! ¡Agua!

Tapias con geranios. Cales. Volanderos cortinillos de puertas y rejas. En cuerdas al sol, vistosos tendales de ropas remendadas. Mata las pulgas de una frazada amarilla la gitana de la greña untosa y el cuello de bruja, con corales. Un mulo morcillo se revuelca con las herraduras al aire. La vara del arriero lo levanta, y con el lomo sucio de polvo se mete por un portón con alfombra de paja trillada. Cuatro jaques, en una sombra, echados de bruces por tierra, tiran del naipe. Sobre una chumbera da luces un pingo de colorines. Un carro de toldo, con las lanzas mirando al cielo y el perro atado a la galga, escombra el corral. La comadre espulgadora reconoce a Don Segis:

—¡Tanto bueno por estos andurriales! ¡Y con un padre capellán! ¿Viene usted para avenir a algún mal casado?…

El Niño no tuvo tiempo para la réplica. Una gitana con muchas voces y batir de brazos se metió en el corral.

—¡Me lo han matado! ¡Perros asesinos! ¡Me lo han matado!

El Vicario nubló la cara:

—¡Sangre de Montoya!

El Niño asintió:

—¡Vámonos de naja! ¡Aquí no se hace nada!

Los del naipe se habían incorporado. Asomaban por las puertas algunas comadres. Dormilones zagales salían de las cuadras y pajares. Se echaba el pingo colorín por los hombros la vieja chamiza que espulgaba la manta:

—¿Dónde dices que fue la desgracia?

—¡En el santo hospital! Lo recogieron tendido en medio de un campo. ¡Perros asesinos!

—¡No hay más que tener conformidad, Belnadina! ¡Al santo hospital me voy para darle la última despedida!

—¡Perros asesinos!

Bostezó un arriero dormilón, metiéndose por el vano amarillo de un pajar:

—Cállate la boca, que bien estamos sin zaragatas.

El Corral de la Pulgona, con aquella advertencia, se tornó más mudo que El Baluarte del Betis.

El Vicario abría las zancas, echándose fuera.

—¡Esa tunería no está más encontrada con la legalidad que las Autoridades! ¡Con los ejemplos que reciben de arriba hacen bien en vivir como viven! La Pareja asesina en los caminos, y el pueblo soberano lo sufre y no se rebela contra ese freno arbitrario y criminal, más fuera de ley que los penados de Ceuta. ¡Ojalá, como aseguran, estuviese encendida la mecha para volarlo todo!

XVIII

Subiendo al Parador, por la esquina del café, paseando a la puerta, descubrieron a Don Pedro Gálvez. Le abocó el Niño:

—¿Sabe usted la trola que hace correr el Gobernador?

—La detención de mi yerno en la frontera.

—¿Ha visto usted Maquiavelo? ¡Y por los Tres Clavitos no queda una guinda!

—También lo sé.

—¿Y Benjamín lo sabe?

—Lo sabrá cuando usted se lo diga. Augusto, en Madrid, le ha ganado la partida al Gobierno. El Presidente de la Rota es hechura de Augusto. ¡Augusto ha hecho muchos favores! El Presidente de la Rota ha podido interesar al Nuncio: El Nuncio no es extraño que manifieste su disgusto con el escándalo movido alrededor de un convento por las autoridades de Córdoba… Ése ha sido el camino. El Gobernador se ha puesto completamente al servicio de Su Ilustrísima. Son las órdenes recibidas. Le ha hecho entrega de un salvoconducto para Benjamín.

—¿Del Gobierno de Madrid?

—De González Bravo. Para el Gobierno, Benjamín continúa profanando la clausura con su escondite. ¡Son unas águilas! El Secretario de Su Ilustrísima ha puesto el salvoconducto en manos de Juanita Albuerne. En el bolsillo lo tengo.

—¿Pero tan poca vergüenza tiene el Gobierno? ¿Así manda destocar?

—¡Del lobo, un pelo!

—Me ha dejado usted pensativo. ¿No habrá alguna añagaza en todo eso?

—El Gobierno se ha comprometido con el Nuncio.

—¿Podemos confiarnos?

—¡Absolutamente! Usted se lo hace entender así a Benjamín. Llévele usted el pliego.

Sacóse de la levita un sobre con lacres y lo puso en las manos del caviloso Don Segis:

—¿Cree usted en un cambio político, Don Pedro?

—¡Probablemente! Esta baza la han ganado las espadas.

—¡Diga usted las vainas! Los aceros no se han visto.

Un pelotón de chicuelos trotaba calle arriba con alegre vocingle. Detrás, la Guardia Municipal braceaba abriendo ancha calle a las Autoridades de la Provincia. Fajines y bandas, borlados bastones, con oficial prosopopeya, acudían a la estación para presentar sus respetos a los Serenísimos Duques de Montpensier.

XIX

Una compañía, con bandera y música, se alineaba en el andén al paso del expreso de Sevilla. Marcha de Infantes. Saludo de las Autoridades. Diez minutos de ceremonias. Sus Altezas juegan papeles reales: Van a la Corte para asistir a las bodas de su sobrina la Serenísima Infanta.

Libro octavo: Capítulo de esponsales

I

Monseñor Alejandro Franchi, Nuncio Apostólico, luego de haber celebrado misa, desayunábase con puches de polenta ante majestuoso velador de caoba sostenido por tres cisnes dorados. En pie, al otro extremo, un familiar se ocupaba en abrir los sobres de la correspondencia secreta. Monseñor posa la mirada en las manos pulidas del familiar, joven, rubio, alargado en sedeña sotana de abate elegante. La sala, cuadrada y prelacial, tiene una claridad tristona de calle angosta y balcones chatos. Monseñor Franchi, revestido en el reflejo carmesí del capusay, con un gesto sutil, deriva de los puches a la lectura de la correspondencia secreta, que sostiene con el Cardenal Antonelli. Monseñor alargaba los rincones de la boca, sinuosa de disimulos, y repetía con sagaz intención la lectura de un pliego. La escribanía, en el centro del velador, daba sus brillos, coronada de plumas arlequines como la frente de un cacique indiano. Monseñor ha doblado el pliego, se ha santiguado y reza con leve murmullo latino.

II

Silencioso, como si pisase con suelas de goma, asomó el ujier de antesala, encorvado con eclesiástica reverencia sobre las hebillas de los zapatos:

—Su Excelencia el Señor Marqués de Torre-Mellada espera en el salón rojo.

Monseñor hizo un leve gesto de asentimiento. Aún se detuvo a rasguear una esquela. Puso por toda escritura el signo de la cruz en el sobre, y se la entregó al familiar:

—Lorencino, haz el favor de imponerle nemas de lacre y llevarla al Convento de Jesús. Usa de mi nombre y procura dejarla personalmente en manos de la Madre Patrocinio. La santidad no excluye que sea mujer y monja, de suerte que intentará sonsacarte: En ese supuesto, voy a darte mis instrucciones. ¡Toda discreción es poca, hijo mío, y las artes del demonio superan siempre a la prudencia de los hombres! Por esas líneas le pido una entrevista a la Seráfica Madre… Pero nada le aclaro referente a los motivos, y solamente la encarezco la urgencia. No debe fiarse al papel lo que pueda comunicarse por la palabra. Tenemos enemigos poderosos, y en estos momentos ha venido a demostrárnoslo una tenebrosa maquinación, cuyos frutos son el secuestro del Conde Blanc. La Reina Isabel le había confiado cartas secretas para Su Santidad. A lo que parece, ha caído en poder de una secta luciferina, que mantiene relaciones con la demagogia española. Monseñor Antonelli no ha vacilado en iniciar gestiones al fin de recuperar esos despachos; pero los enemigos del orden social exigen una suma cuantiosa, inaccesible para el erario de la Santa Sede. Últimamente han amenazado con enviar alguno de esos documentos a la masonería española… ¡Y eso puede ser muy grave, hijo mío!… ¡Muy grave! La Seráfica Madre no dejará de reconocerlo así… ¡Ve, hijo mío!

Insinuó con flema burlona y devota cadencia el familiar:

—¿Monseñor, y si no pudiese entregar la esquela, por hallarse en tránsito la Reverenda Madre?

Monseñor le caló los ojos sin darle respuesta. Se levantó y estuvo un instante observándole cómo ponía los lacres en la esquela:

—Hijo mío, procura conducirte con prudencia. A la Seráfica Madre no le ocultes las angustias de mi corazón. ¡Los que han hecho el daño que miren de remediarlo!

Y pasó ante los espejos, recogiéndose con estilo estatuario los pliegues del ropón.

III

El Marqués de Torre-Mellada, muy vanipavo, con levitín de fuelles, junco inglés y pantalón de trabillas, se atusaba la onda del bisoñé, el ojo atisbado a la puerta. Con extremosa cortesía acogió la entrada de Monseñor Franchi. La roja figura plegóse con igual ceremonia:

—¡Carísimo Marqués! ¡Desgraciadamente, creo penetrar el motivo de su visita!

Tenía un grave solfeo la voz de Su Eminencia. El Marqués tornó a inclinarse con arcana indicación de pésame:

—¡Estamos sobre un volcán!

Monseñor le estrechó las manos, sin consentirle besar el anillo:

—¡Querido Marqués, estamos en una hora de ensañada persecución a la Iglesia de Cristo! ¿Qué noticias han llegado a Palacio? Entéreme usted. Su Santidad ha tenido una subida de sangre a la cabeza y aún no le dan por bueno sus médicos de Cámara. Para Su Santidad ha sido un golpe muy doloroso y le aflige particularmente el daño que puede acarreársele a Su Majestad. Se hacen gestiones a fin de recuperar un importante documento. Al Santo Padre le preocupa que esos despachos lleguen a manos de los revolucionarios españoles y puedan ser esgrimidos difamando a la Católica Majestad. Para satisfacer la cuantiosa suma que piden los carbonarios se procura un empréstito con la garantía del patrimonio privado de Su Santidad.

El palatino se despeñó por una escala de oficioso cacareo:

—¡La Señora en modo alguno podrá consentirlo!

Monseñor inclinóse deferente, ungido de bálsamos evangélicos:

—¿Y cómo está la Señora? Roma hubiera deseado que ignorase este lamentable incidente. Todavía no tengo cabal conocimiento de los hechos. Se me ha pedido, primeramente, una relación de los despachos que integraban la valija. ¡Correo oficial sin importancia, carísimo Marqués! Lo he comunicado así. Monseñor Antonelli, tranquilizado en ese respecto, no concedió a la sustración del regio autógrafo una importancia máxima. ¡En sí no parecía tenerla, carísimo Marqués! ¡Era, ciertamente, un atentado abominable el secuestro del Conde Blanc!…

El repintado carcamal estiró el cuello con alardosa petulancia:

—¡No apruebo la conducta de ese caballero! ¡Debió haber vendido cara su vida!

Monseñor inclinaba la cabeza con amable sonrisa:

—¡Oh! El heroísmo no puede pedírsele a todas las naturalezas. Tampoco sabemos las circunstancias que concurrieron en el hecho. El Conde Blanc ha escrito una carta, a todas luces impuesta por sus opresores, y esa carta descubre los hilos de la tenebrosa maquinación… El Conde Blanc se declara portador de una carta confidencial, donde la Reina Isabel, como hija amantísima de la Iglesia Católica, somete a la consideración del Santo Padre escrúpulos políticos y privados que en la hora presente torturan la conciencia de la Regia Señora. ¡Esta revelación insospechada nos ha llenado de zozobras! Es una luz, pero luz turbadora como las llamas sulfurosas que enciende el báratro.

El palaciego guardó un edificante silencio, colmado de piadosas reflexiones. Monseñor juntaba las manos y ponía los ojos en las alturas. Ángeles rubios y azules, con inicios de dancil, deshojaban una guirnalda a lo largo del plafón. El palaciego, tras el edificante silencio, recobró el uso de fatuo cacareo:

—¡Estamos sobre un volcán! La Señora hallaría un gran consuelo recibiendo en audiencia a Monseñor. ¡Si Monseñor se dignase acompañarme a Palacio!…

—¡Oh! Ciertamente… Es lamentable que este incidente no haya podido sustraerse al conocimiento de la Señora… A ese respecto he recibido instrucciones muy precisas del Cardenal Antonelli. ¡Dios lo dispuso de otra manera y debemos acatar sus altos designios! Soy con usted, carísimo Marqués.

Cerró el parlamento con una cortesía de gran estilo eclesiástico y salió mirándose en los espejos, estudiando los pliegues del capisayo.

IV

Formó la guardia de pistolos ante la Puerta de Oriente. El Nuncio de Su Santidad, pausado y decorativo, entre golpes de alabarda, acudía, cargado de evangélicos bálsamos, al consuelo de la Católica Majestad. En el estrado de oros y damascos, adonde fue introducido, hacía espera fray Antonio María Claret, Arzobispo de Trajanópolis y Confesor de la Reina Nuestra Señora. Saludáronse los dos eclesiásticos con gregoriano solfeo:

—¡Oh! ¡Qué grata sorpresa!

—No es menor mi satisfacción, aun cuando sabía que era usted esperado en Palacio. ¡La Reina está angustiadísima!

—¿Ha conferenciado usted con Su Majestad?

—No he conferenciado. La Augusta Señora, con feliz acuerdo, buscó los consuelos de la religión y la he oído en el Santo Tribunal. ¡Se ha fortificado en las aguas de ese Jordán! ¡Cuántas tribulaciones sobre el regio corazón de la Señora! ¡Qué brasa encendida de amor a sus súbditos y a la Santa Sede Apostólica!

El Reverendo Padre Claret usaba el tonillo de los predicadores ramplones. Monseñor Franchi, con delicada sonrisa, le reparaba al manteo raído y a las manos con uñas de luto. El Reverendo tenía la boca vasta y oscura, rasgada de pastosas vocales catalanas, partida por el chirlo que diseñaba acentos de clérigo trabucaire, en aquella jeta payesa y frailuna. El Nuncio de Su Santidad guardaba una actitud de extremada reserva:

—Yo, hasta hoy, he ignorado que existía una carta de Su Majestad Católica. El Conde Blanc, guardando una reserva, sin duda impuesta, nada me había comunicado. Lejos de mi ánimo reprochárselo, ha procedido como un hombre de honor. Pero acaso hubiera sido conveniente otra cosa… ¡Acaso! Notoriamente no ha querido oírseme. Es una advertencia, y no volveré a incurrir con mis consejos en el desagrado de Su Majestad… ¡Y, sin embargo, de habérseme oído!…

Lamentó campechano el Confesor de la Reina:

—¡Las asechanzas del maligno han enredado esta madeja!

—¡Era poca toda prudencia! No quiero aventurar juicios, pero quizá mis indicaciones hubiesen sido de alguna eficacia… Tengo una triste experiencia de cómo actúan las Sociedades Secretas.

El Confesor de la Reina se revestía el pardo capillo de frailuco payés:

—La Augusta Señora es indudable que se ha guiado de un loable deseo. ¿Cómo podía ser de otra manera? ¿Quién osará poner en duda los excelsos sentimientos de Su Majestad? En esta ocasión no podía desmentirlos, y parece evidente que el móvil de su conducta ha sido el más ferviente celo religioso… ¡Un escrúpulo muy respetable! La Reina Nuestra Señora ha querido para sí toda la responsabilidad de sus augustas resoluciones, sin comprometer al dignísimo representante de la Santa Sede. ¡Una prueba indeleble de acrisolado amor a la Iglesia!… ¡Su corazón es como un dulce almibarado de los que ángeles y serafines sirven en la mesa del Altísimo!

Monseñor Franchi acogía con especiosa misericordia las razones del Reverendo Padre. Resabios de protocolo movían el ánimo del Prelado Romano: El gran estilo de sus artes diplomáticas se mal avenía con la escuela chabacana del Regio Confesor. Aquellas expresiones ramplonas, dechado de sagacidad frailuna, le inspiraban lástima, y acaso el despecho removía sus larvas en la conciencia de Monseñor: El vuelo ingrávido de un vilano que inicia su levedad en fluctuantes círculos.

V

Tras larga espera, los dos prelados fueron introducidos a la Real Cámara. Nuestra Augusta Señora enjaretó ponderativas disculpas, amable de sonrisas el labio borbónico, majestuosa y pechona, ceñidos los rubios cabellos por una diadema portuguesa, las sienes, con parches de sebo. La Católica Majestad, aludiendo al achaque de su jaqueca, decía cefalalgia, locuaz y sabihonda, inflándose con hipos de paloma. Los evangélicos pastores se dolían con diverso estilo. El Nuncio de la Santa Sede, musical y discreto, encarecía los milagros de las sales inglesas, y retrucaba el Confesor:

—¡Sanguijuelas, Señora! Sanguijuelas en salva sea la parte para bajar la sangre. ¡Es la medicina de los viejos!

La Real Majestad sonreía alternativamente:

—La Pepita Rúa ha sido mi médico de cabecera. Ella está por los parches de sebo.

Se avino el Confesor:

—Sin duda que procuran alivio, pero el mal, de raíz, se lo llevan las sanguijuelas. ¡La sangre viciada hay que echarla fuera del cuerpo!

El Nuncio de Su Santidad inclinaba el rojo solideo:

—Hoy la medicina moderna tiene depurativos… Se tiende a no restar sangre al organismo. Es el concepto de la medicina moderna.

—No me convencen tales innovaciones. En eso, como en otras muchas cosas, me declaro rutinario. ¿Qué nos ha dado la ciencia moderna? ¡El ateísmo! ¡La demagogia! ¡La perversión de costumbres! ¿Creo que estaremos de acuerdo?

Monseñor Franchi, con alambicada sonrisa, plegó los hábitos y cruzó las manos:

—¡No abramos cisma! Ciertamente, el sectarismo científico es abominable. ¡Pero qué maravilloso espectáculo el de la razón humana iluminada por el faro de las verdades eternas!

La Reina Nuestra Señora inclinó las celestiales pupilas, jugando con los cabos de su pañoleta de encajes. Disimulaba con mitones el rosicler herpético de las manos, achorizadas y gigantonas como pedía el cetro de dos mundos:

—¡Estoy volada! ¡Qué audacia la de esas infames sectas secretas!… ¡Atreverse a interceptar mi real correspondencia con el Santo Padre! No soy rencorosa, pero si los autores son habidos debe hacerse un escarmiento… ¡Un escarmiento muy grande, que sirva de ejemplaridad a esos herejes! Los Estados Pontificios debieran crear un organismo como nuestra Guardia Civil. ¡No es tolerable que se repitan semejantes ultrajes!

Solfeó el Padre Claret:

—El Benemérito Instituto haría un gran bien en los Estados de Su Santidad.

El Nuncio Apostólico aclaró con atildada deferencia:

—No estamos sin un Cuerpo de Gendarmes organizado y sostenido por la munificencia del Emperador de Francia.

La Reina Nuestra Señora alargaba el labio borbónico con una mueca de pique, extasiados los ojos sobre las manos:

—¡Poca ayuda nos ha dado en esta ocasión la gendarmería que sostiene Su Majestad Cristianísima!… Desde ahora me ofrezco a sostener una fuerza equivalente organizada como nuestra Guardia Civil. Me tiene muy afligida la suerte de mi sobrino, y, verdaderamente, ese tarambana no debió haberse aventurado sin una escolta, conociendo la inseguridad de los caminos romanos.

El Reverendo Padre derramó el bálsamo frailuno de sus consuelos, embastecida la boca por crasos dejos catalanes:

—¡La juventud es siempre temeraria!

Monseñor Franchi subrayaba una actitud de prudente reserva:

—¡Acaso pudo evitarse este lamentable incidente trasmitiendo por clave la carta de Su Majestad!… Mi consejo hubiera sido cifrar el documento y guardar el real autógrafo en los archivos de la Nunciatura. ¡Ya no tiene remedio!

Se entonó la Reina Nuestra Señora:

—¡No hablemos del pasado! ¿Qué puede hacerse ahora? Creo que esos infames piden una exorbitancia. ¡Algo así me ha significado Torre-Mellada! Yo estimo que nunca será tan grande que no pueda pagarla la Reina de España. Con un millón ya se darán por satisfechos esos pobretes. ¡Es indispensable, sobre este punto, tranquilizar al Santo Padre! Mi embajador en Roma tiene instrucciones del Ministro de Estado. ¡Pobrecito Santo Padre, cuántas muestras de amor le ofrece en todas las ocasiones a su amante hija!

Monseñor Franchi arqueaba las cejas con un gesto colmado de ampulosas perplejidades:

—¡La Corte Romana teme que el real autógrafo pase a poder de los revolucionarios españoles!

Empurpuróse el rostro de la Católica Majestad:

—¡Andan muy derrotados esos intrigantes para poder pagarlo!

Monseñor apuntaba nuevas zozobras:

—Son lobos de la misma carnada, que procuran la destrucción del orden social. Monseñor Antonelli abriga la sospecha de que esa carta haya vuelto a España.

Se atufó la Real Majestad:

—Me alegraría, porque al que se le cogiese con ella encima lo iba a pagar muy caro… Pero me resisto a creer en esa maquinación. Sobre todo, habiéndole puesto precio a mi carta. Lo harían si hubiesen perdido la esperanza…

El Padre Claret inflaba sus bajos:

—Lobos de la misma carnada, sí lo son; pero el cumquibus es muy goloso.

Esclareció el Nuncio de Su Santidad:

—Monseñor Antonelli, al comunicarme sus recelos, no le da otro valor que el de conjeturas. Sin embargo, sus instrucciones son para que prevenga al Gobierno de Su Majestad.

La Majestad de Isabel II trascendía su enojo con buches de paloma real:

—Yo estoy muy reconocida al celo del Cardenal Antonelli. No tengo sus luces políticas, pero confío en la misericordia divina y creo que esa carta será fácilmente recuperada sin ulteriores complicaciones. Esos herejes le han puesto precio y no desistirán de cobrarlo.

Asentía el Padre Confesor:

—No pierden ellos la tajada: El Cardenal Antonelli se nos pasa de listo, y cree en la sinceridad revolucionaria de los emigrados españoles. Entre nosotros, el democratismo es hambre atrasada, y todos sus chinchines tienen por objeto la conquista de La Gaceta. Cuantos hoy conspiran buscan comer. ¡Ahí está el busilis!

El Nuncio de Su Santidad hacía pliegues al ropón:

—Con esa carta redoblarían sus aproches, y sin duda esa posibilidad no se le ha ocultado al Cardenal Antonelli.

La Reina Nuestra Señora tenía un incendio en la cara:

—¡Es posible! Pero me resisto a la idea de que vaya a ofrecerme ese cáliz de amargura el Divino Redentor. Y en último resultado, no quiero pensar en lo que todavía está en ciernes. ¡Eso es llamar por el mal! Con esa carta y sin esa carta, la demagogia jamás entrará en Palacio. Salvaré mi alma si no alcanzo a salvar el Trono. ¡La Iglesia nunca podrá reprocharme el perjurio de entregar mi pueblo a las logias masónicas! A este respecto había escrito al Santo Padre. ¡Se ha extraviado mi carta, pero no se ha extraviado mi palabra real!

Se doblaron, con eclesiástico solfeo de parabienes, el frailuco catalán y el prelado vaticano.

VI

Los dos prelados, recelosos el uno del otro, encubiertas las suspicacias con amistosas expresiones, se despidieron en los umbrales de la Real Antecámara. En el fondo de la galería conversaban la Dama de Servicio, Condesa-Duquesa de Villanueva de los Infantes, y el Marqués de Novaliches: Con un celo previsor de criados encanecidos en las obligaciones de antesala, sabían estar atentos a las puertas, vigilantes sobre todos los pasos, y sostener el coloquio. Su Eminencia el Arzobispo de Trajanópolis, con el familiar al flanco, cruzaba la galería, y todas las cornejas palaciegas, en beato revuelo, acudieron a besarle el anillo pastoral. El Padre Claret se detuvo, pródigo de bendiciones, con el humor chabacano que en los chascarrillos se le atribuye al glorioso San Pedro:

—¡Vaya! ¡Vaya! ¡Vaya! ¡Cuántas ovejas del Señor! ¡Bueno! ¡Bueno! ¡Bueno!

Interrogó la Duquesa de Fitero:

—¿Su Eminencia predica hoy en las Góngoras?

—En las Góngoras, a las tres. Poco después de las cuatro, en las Salesas. A las seis, la novena de Nuestra Señora de Montserrat. A las siete, ejercicios espirituales para jóvenes solteras en la Parroquia de San Sebastián. A las ocho, he de estar a la cabecera de un penitente. ¡Ahí tienen mi jornada! Porque a las nueve, después de la colación y rezar el santo rosario, hago propósito de entregarme a la falsa divinidad de Morfeo.

El Reverendo Arzobispo de Trajanópolis acabó la cuenta tapándose las orejas, negándose a oír el laudoso murmullo del bando palatino:

—¡Cuántas almas ganadas para el Cielo!

—¡Su Eminencia se fatiga demasiado!

—¡Qué conmovedora batalla contra el poder de Satanás!

—¡Supera el esfuerzo humano!

—¡Su Eminencia puede enfermar!

—¡Es muy grande el poder de Nuestro Señor Jesucristo!

—¡Pasmoso que no se fatigue de la garganta!

—¡Se patentiza una ayuda muy señalada del Divino Redentor!

—¿Y no toma ninguna medicina su Eminencia? Yo voy a mandarle una caja de pastillas de malvavisco.

Era una dama la del ofrecimiento, y para acordarse le dio un nudo a su pañolito de encaje. El Padre Claret soterraba las manos labriegas por las sisas de la roja sotana, y en el ristre enlutado de las uñas sacaba hojas de oraciones, medallas, estampas, ramitos de espliego, todo con la bendición del Santo Padre. Barullón de evangélicos consejos hizo partijilla entre Gentileshombres, Mayordomos y Grandes. Con ingrata prosodia catalana tejía una rocalla de milagreras hipérboles que recordaba el estilo de los misioneros en tierras de Oceanía. El coro de la alta servidumbre se apapanataba con remilgos beatos. El Padre Claret sacó entonces su cebollón platero, de cuando era seminarista, y se llevó las manos a la tonsura:

—¡La mañana a pájaros! ¡Y aún tengo que hacer una plática de doctrina cristiana a Sus Altezas!

El General Marqués de Novaliches, Ayo del Serenísimo Príncipe de Asturias, con rancios extremos de etiqueta palaciega, se brindó como introductor. Era un vejestorio de cortos alcances, crédulo, picajoso, caballeresco y bien intencionado. El Padre Claret le pagó las fláccidas cortesías con una medalla de Nuestra Señora de Loreto:

—¡Récela! Es una imagen muy milagrosa y que concede señaladísimas gracias a quien se las pide devotamente.

El Ayo de Su Alteza entonó un solo de chirimía, colgándose la medalla sobre el pecho, en el deslumbrante tinglado de placas, cruces y veneras, regias mercedes concedidas a los claros hechos de aquel aguerrido figurón de antecámara:

—¡A las órdenes de Su Eminencia!

—¡Pues cuando guste el Señor Marqués!

Al salir, aún distinguieron la roja magnificencia del Nuncio de Su Santidad. Pasaba ante los espejos de un dorado salón, declinando saludos con elegante ceremonia.

VII

El Heredero de la Corona recibía las lecciones de catecismo, religión, moral y palotes en una sala del entresuelo. Don Cayetano del Toro, clérigo de buena conducta, tímido y fanático, era el mentor: Las arduas enseñanzas del tonsurado se acendraban con el ejercicio de bayoneta y carabina, bajo el marcial comando del Coronel Zarate. Estas ilustres disciplinas se encaminaban al propósito de que, corriendo los años, fuese otro San Fernando el Príncipe Heredero. Sin embargo, aquella mañana, el noble ejercicio de las armas, por lo mucho que le enardecía y sofocaba, se redujo a disparar tres pistones. Los Médicos de Cámara tenían puesto el veto a toda fatiga corporal, atendiendo a prevenir los resfriados de Su Alteza. El Augusto Niño, a una seña del dómine, adelantóse con ingenua petulancia y, lanzado de carrerilla, lució su mucho saber, aplicación, memoria y felices disposiciones. El dómine, con la mano en suave vaivén, intentaba apaciguar la fuga del egregio discípulo:

—Vuestra Alteza se fatiga demasiado. Es posible que tenga gusto en interrogarle el Eminentísimo Señor Arzobispo.

El Padre Claret marcó un signo de cazurra aprobación:

—¡Muy bien! ¡Muy bien! ¡Muy bien! No estará de más alguna preguntita… Y por delante, mis parabienes al discípulo y al maestro.

—Su Alteza, estos días ha leído, con muy especial aplicación, los libros de Su Eminencia. Los conoce todos y tiene trazado, bajo mi dirección, breves síntesis de la doctrina que en cada uno expone Su Eminencia.

Al Heredero de la Corona le brillaban los ojos con el deseo de lucir su flamante sabiduría: El Padre Claret le acarició la barbilla:

—Me es muy grato saber que mis lucubraciones han merecido el aprecio de Su Alteza.

El Augusto Niño desembuchó con otra carrerilla:

Consejos y Avisos a las Religiosas. Este opúsculo, el primero en el orden cronológico, corrige arraigadas corruptelas y esclarece los caminos de la oración. La Cesta de Moisés entre las siete bocas del Nilo y Avisos saludables a los jóvenes para librarse de las asechanzas del Siglo. Llama la atención este opúsculo, tanto por la mucha doctrina que encierra como por el acierto con que expone y esclarece textos de San Francisco de Sales y San Ligorio: Todas las páginas son una continua y feliz alegoría: El Nilo representa el mundo, y las siete bocas de su delta, siete peligros que amenazan a los jóvenes. El aire húmedo del río representa las falsas máximas del liberalismo. He aquí el ornamento de este precioso libro: —Primero: Cesta tejida con mimbres y juncos de saludables y espirituales avisos, calafateada por el impenetrable preservativo de las virtudes cristianas.—Segundo: Gran Nilo del Mundo, que por siete bocas se precipita en el abismo de perdición temporal y eterna.—Tercero: Malos compañeros. Malos libros. Espectáculos y comedias. Cortejos y bailes. La Ociosidad y el Juego. Amor a los Deleites Sensuales. Amor a las Riquezas y Honores. Falsas máximas del Mundo.—A este opúsculo siguen: Avisos a las Doncellas, Avisos Muy Útiles a los Padres de Familia, Avisos Muy Útiles para las Casadas, Avisos Muy Útiles para las Viudas, Avisos saludables para los Niños, Avisos a un Militar Cristiano. El autor enumera las obligaciones de los diversos estados a los cuales se dirige, los peligros y dificultades que suelen encontrarse en ellos, y el modo de santificarse en cada uno. El Rico Epulón en el Infierno, Maná, El Carnaval y su Entierro, Convite a la Gloria, La Escala de Jacob y La Galería del Desengaño tienden a despertar en su tibieza a los cristianos, muchos en número, pero esclavos de alguna pasión, con la esperanza temeraria de salvarse y no ser por ella condenados. Éstos son los que buscan, ciegos, la suspirada joya de la felicidad en los honores, deleites y riquezas de este mundo, donde cabalmente no pueden estar. La felicidad solamente se halla en Dios Nuestro Señor. Quien por ella suspire ha de buscarla por los senderos de la oración y de la penitencia.

Solfeaba el Padre Claret:

—¡Maravillosa retentiva! ¡Felices disposiciones!

El Augusto Niño tomaba mal los alientos, atropellándose con hipo afanoso, la voz sofocada y sin timbre: Le brillaban los ojos como si corriese sobre aquella sabihonda retahíla a la conquista de una corona de laurel. El Marqués de Novaliches intervino, paternal, en función de ayo:

—¡Su Alteza no debe agitarse!

El Augusto Niño se detuvo con alentar arroncado y fallido de gaita con agujeros. El Padre Claret le premió con una estampita:

—Vuestra Alteza me ha hecho recordar al Gran Rey David, que en edad párvula venció la soberbia filistea aplastando con la piedra de su honda la dura frente del Gigante Goliat. Mis felicitaciones también para el modesto jardinero que mantiene lozano el tierno arbolillo, limpiándole de malas yerbas. Por los países de extranjis se habla mucho de la educación que debe dárseles a los colegiales, y no es raro, en estos tiempos tan decaídos, que se les pervierta poniendo en sus manos inocentes a los autores griegos y latinos, que difunden los más crasos errores del paganismo. Afortunadamente, Vuestra Alteza ha encontrado conductores que saben preservarle de esta cizaña y darle la saludable educación que debe tener el futuro Rey de España. ¡Récele, Vuestra Alteza, al Santo Ángel de la Guarda para que mantenga siempre puro el preciado tesoro de vuestro corazón!

El Dómine se enternecía:

—¡Su Alteza une a las felices disposiciones la más bondadosa índole y la más acrisolada aplicación!

El Marqués de Novaliches, hueco y espetado, pulsaba al Augusto Niño:

—Vuestra Alteza no debe agitarse. Mi obligación es recordarle la prescripción facultativa.

—¡Marqués, no seas aprensivo! ¡Déjame que concluya!

—El Señor Arzobispo creo que abunda en mi opinión.

El Padre Claret se estallaba los artejos:

—¡Así es! ¡Muy de acuerdo! ¡Acatemos la tiranía de los galenos!

Entró un Gentilhombre con el mensaje de que las Reales Personas asistían a la plática de Su Eminencia. Golpes de alabarda. Largo y ceremonioso séquito. La Señora, con los ojos enrojecidos, pero pomposa y risueña, vestida de azul celeste, fayas y encajes, entró apoyada en el brazo del Conde de Girgenti: —El príncipe de la Casa de Nápoles, Prometido de Su Alteza la Infanta Isabel Francisca.—El Rey Consorte, menudo y peripuesto, levitín de alpaca, dijes en la cadena del reloj, pantalón perlino, venía detrás en pareja con la Reina Madre.—El Infante Don Sebastián, pisando las colas, volvía el ojo tuerto sobre la Infanta Isabel Francisca. Después, Damas, Grandes, Gentileshombres, Mayordomos.—El Reverendo Confesor hizo una plática con ornamento de latines: —Textos de los Santos Padres, que traían un resplandor de los retablos dorados, de las barbas ilustres y las nimbadas tonsuras en sabia meditación, sobre misales áureos.—La Corte se retiró edificada. Nuestra Augusta Señora, encendida de amor por las sacrosantas tradiciones, empeñó su real promesa de asistir aquella tarde a los toros con cachirulo de teja y mantilla española.

VIII

La Puerta del Sol lostrega el prestigio oriental de su nombre. Calle de Alcalá. ¡Tarde de toros! Calle de Alcalá, luminosa y retintinante. Puerta del Sol. Bulla de pregones:

—¡Altramuces! ¡Abanicos! ¡Naranjas! ¡El programa de la corrida! ¡La lista grande! ¡Nardos y claveles!

Se vierte sobre las aceras el vocerío de cafetines y tabernas. Zumbona manolería asalta la imperial de los ómnibus. Disputas y zaragatas. Las coimas de rumbo se lucen en calesa, florido el rodete y el pañuelo del talle. La Corte muestra su vana magnificencia en landós y carretelas. Clarines. Escolta de Guardias. Morriones y plumeros. Grupas en corveta. Caballerizos de espadín y tricornio a la portezuela de las carrozas reales. La Reina Nuestra Señora, lozanea entre azules y guipures. A su izquierda se acoquina la pulcra insignificancia del Rey Consorte. Las Reales Personas no disimulan el desacuerdo del tálamo. La Señora saluda apomponada, florea la mano, tiene una afable sonrisa para su Pueblo. El Augusto Consorte se inclina, con urbana mesura, en un término casi olvidado del gran atalaje. Charoles y metales. Cuatro yeguas andaluzas. Encumbrados palafreneros: Pelucas blancas y medias encarnadas. Otra sección de Guardias. Renovados clarines baten la marcha del Príncipe de Asturias. El Augusto Niño —uniforme de sargento— encanta al populacho con la monería de su saludo militar. Sonríe, entre bigotes y perillas marciales. Le asisten y celebran el General Marqués de Novaliches, Mayordomo y Montero Mayor de Su Alteza. El General Sánchez Osorio, Jefe de Estudios. El Coronel Losada, Placa de San Fernando, Medalla de África, Gran diploma de la Asociación de Caza y Pesca, Primer Premio en los Concursos de Tiro, gloria nacional en los ejercicios de carabina y bayoneta.—La Marcha de Infantes. Más landós, más carretelas. Los Duques de Montpensier saludan. Aplausos y vítores.— Los Comités de la Unión Liberal pagan dos pesetas.—El retén de pistolos permanece formado ante la verja del Ministerio de la Guerra. Los Duques saludan. Sonrisa de soberanos. La misma algazara de cornetas. Caballerizos y palafrenes. Las mismas pelucas blancas, las mismas medias encarnadas. Otra sección de Guardias, más coches de la Real Casa. Lando a la Gran d'Aumont. La Infanta Isabel Francisca, rubia, chata, una fábula verde el vestido, cachirulo de carey, mantilla de madroños, belleza manchega de Princesa Aldonza. A su lado, la Duquesa de Casteluccio. En la bigotera un uniforme: Dormán y chascás con pompón de gala. Otra ráfaga de cornetas.— El Príncipe Napolitano, Prometido de la Señora Infanta.— Vítores graneados. La Intendencia de Palacio paga dos reales.

—¡Altramuces! ¡Abanicos! ¡Naranjas! ¡El programa de la corrida! ¡La lista grande!

Alcahuetas y cesantes, pícaros y bohemios, ciegos y lisiados, con donaires y lástimas, dan tientos a la bolsa ajena. El gentío de a pie, con el sol en la espalda, sube hacia la plaza esparcido por las dos aceras. Endrina y garbosa, ondula la gitana prometiendo venturas. Sobre un penco trota el picador, amarillo jinete, con el azul monosabio a la grupa. Un ciego pregona el romance del Horroroso Crimen de Solana. En la imperial de los ómnibus, chungas y algarabías, calañeses y peinetas de teja, bastoneo y pataleo, luces morenas. El mayoral arrea el tiro de mulas. Bailan borlones y cascabeles. Restalla la fusta. Avinados berridos blasfemos. En torno de la plaza, tumulto de ruedas y caballos. Humo de fritangas:

—¡Agua, azucarillos, aguardiente! ¡El programa de la corrida! ¡Agua, azucarillos, aguardiente! ¡Claveles! ¡Claveles! ¡Claveles! ¡Patitas de bailaor, déjame una mota!

Moscas y polvareda. Negrea el gentío en las entradas de la plaza. Disputas taurómacas. Impacientes empellones:

—¡Naranjas! ¡Naranjas! ¡Fresca! ¡Fresquita!… ¡De la Fuente del Berro! ¡Aleluyas de don Pirlimplín! ¡Risa para un año! ¡El programa de la corrida! ¡El Horroroso Crimen de Solana!

Guitarra y solfa. Rondas de morapio. Apolo cuelga su laurel en la puerta de un ventorrillo. Desafina el ciego:

¡En un negro calabozo,
confesados y convictos,
pagan su sanguinidad
los malvados asesinos!
Piden indulto al Gobierno
el clero y el municipio,
militares y paisanos,
viejos, mujeres y niños.

IX

Lleno en la plaza. La charanga de un regimiento acomete la Marcha Real. Mareas de difuso vocerío. Un clarín. Sale a caballo Felipe III. Bronca en el sol:

—¡Naranjas! ¡Naranjas!

Tumulto en la talanquera del toril, y el toro en el ruedo: Bien criado, bien puesto de pitones, barroso, berrendo en colorado, divisa colmenareña. Aplausos al ganadero. La Reina le busca con los ojos y le saluda con el abanico. Las madamas de la grandeza engalanan sus palcos con ondulación de pañuelos chinescos. Algarero ramillete. Revuelo de abanicos. Peinetas, madroños, claveles. Aplausos en todo el ruedo taurino al primer quite de Frascuelo. Un piquero por tierra. Trota el penco al filo de las tablas, pisándose las tripas. En los brazos de azules monosabios se recuesta la mueca del garrochista, que se duele de la costalada. Frascuelo lancea. Palmas y oles. El colmenareño se va suelto sobre la querencia del caballo difunto. Levanta el testuz careto de sangre:

—¡Naranjas! ¡Naranjas!

Frascuelo, vestido de luces —corinto y plata—, subió al Palco Real. El espada era alto, membrudo, la jeta oscura, de una fealdad bravucona: Arrodillándose con garbo de rufo besó la mano de Sus Majestades y Altezas. La Corte acogía al espada con murmullos de lisonjas. La Señora le agasajó con una petaca donde lucían las cifras reales.

—Ya he visto que sabes arrimarte. ¡A mí me gustan mucho los toreros valientes!

Intervino un poco bronca la Infanta Isabel Francisca:

—¡Cúchares nunca ha hecho más!

Asentía el Rey Consorte:

—¡Y los toros eran muy grandes!

Frascuelo explicó, doctoral:

—Codiciosos, y eso es lo que hace falta para poder lucirse y dar gusto a la afición.

Tornó la Reina:

—Del público no estarás descontento.

Certificó el espada:

—¡Es muy noble este público de Madrid!

La Majestad de Isabel Segunda paseó por la plaza las azules pupilas. Comparaba y escondía una queja celosa, por el desamor que el pueblo había mostrado a su Reina. Despidió al espada.

—Ve a verme alguna vez. Ya sabes que tendré mucho gusto en ser madrina del primer hijo que tengas.

Frascuelo tornó a la plaza. Era muy extremada su devoción isabelina y agradecía la petaca en el propósito de lucirla y dar achares a más de uno con aquella muestra del real aprecio. En la barrera tomó el botijo, echó un trago y, sentándose en el estribo, mostró la petaca. Un caballero garboso, brillantes en la pechera, patillas y calañés aparecióse por el callejón repartiendo saludos protectores: Llegó al espada y le asentó familiarmente en el hombro la mano pulida, trilladora de anillos y tumbagas:

—¡De órdago, Salvador! Vamos a nombrarte archipánpano del volapié.

—¿Te ha gustado la faena?

—Superior. Templando y mandando como los propios ángeles.

—No ha estado mal, porque era un bicho de cuidado.

—Ya lo he visto. De los que saben latín.

—¡Y con unos pitones!

—Cúchares lo hubiera despachado a paso de banderillas. Te has pasado de guapo.

—El Señor Curro ya tiene hecho su cartel. Vamos con el quinto, Benjamín.

—Una palabra. Me he comprometido a que le brindes la faena a cierta ilustre dama.

—¿Quién es ella?

—La Duquesa de Montpensier.

—¡Benjamín, no me traigas enredos!

—¡Salvador, me he comprometido!

—¡Hasta los toros queréis llegar con la política!

—¿Dónde ves tú la política?

—Benjamín, que no le doy ese trágala a la Reina.

—La Reina, encantada.

—Déjame de mapamundis.

—¡Si a nada te comprometes con brindarle un toro a la Duquesa!

—¡Con tanto saber, a mí no me la das!

—¿Qué telarañas se te han puesto?

—¡Que no me la das!

—Pues cuento acabado, y a la recíproca, Salvador.

—No te atufes, compadre. Los de la casaca liberal os traéis esta tarde un trasteo de mucho mampori, que decimos por la tierra. Os parecen pocos los vivas, y queréis armar un jaleo. Benjamín, soy empírico, y nada se me ha perdido en la política. En todo lo que no sea por esa querencia, me mandas. Este toro te lo brindaré a ti.

—Yo me retiro ahora de la plaza. Salvador, buena suerte.

El espada encogióse de hombros. Requirió el botijo, apuró un chorrillo y se limpió la boca enorme con el dorso de la mano:

—¡Vamos allá!

Saltó del callejón al ruedo, y apoyado en el estribo, quedó un espacio atento a estudiar las intenciones que descubría el toro entre el capoteo de los peones:

—¡Fresca! ¡Fresquita de la Fuente del Berro!

X

La Familia Real abandonó la plaza al comenzar la lidia del último toro. Las Augustas Personas, con largo séquito de palaciegos, repartían saludos y prodigaban sonrisas al ilusionado populacho de aguardiente y buñuelo. Madrid, polvoriento de sedes manchegas, tenía un último resplandor en los tejados. Sobre la Pradera de San Isidro, gladiaban amarillos y rojos goyescos, en contraste con la límpida quietud velazqueña que depuraba los límites azulinos del Pardo y la Moncloa. La luz de la tarde madrileña definía los dos ámbitos en que se combate eternamente la dualidad del alma española. La Corte de Isabel Segunda con sus frailes, sus togados, sus validos, sus héroes bufos y sus payasos trágicos, obsesa por la engañosa unidad nacional, fanáticamente incomprensiva, era sorda y ciega para este antagonismo geomántico, que todas las tardes, como un mensaje, lleva el sol a los miradores del Real Palacio. En aquellos amenes, la unidad del credo religioso, que a lo largo de tres sombrías centurias pudo hacer las veces de vínculo político, se reflejaba ya impotente para mantener la ficción, una vez abolidas las hogueras del Santo Oficio. La Fe Católica, encendida de dramatismo semítico, había dado su potente boqueada, quemando franceses, como había quemado hugonotes y judaizantes. España sostuvo la última de sus guerras religiosas frente a la invasión napoleónica, y haberlo desconocido es el pecado del vocinglero liberalismo, que legisló en las Cortes de Cádiz. Se quiso entonces coronar el fantasma de la unidad nacional con engañosos laureles militares y enmascarar la furia teológica del pueblo alzado en armas, con los rejos peleones del morapio patriota. Tan ilusas fanfarrias, solamente alcanzaron para engalanar con ramos de floridos tropos, odas, arengas, proclamas, vítores. Sagunto y Numancia, Pavía y San Quintín, Lepanto y el Dos de Mayo, desempolvaron el diccionario de la rima, y los preceptos de la poética seudoclásica. Pero la realidad es siempre más cruel que la mala retórica. Los Ejércitos Nacionales, que con heroicas retiradas, al perder todas las guerras, hacían gloriosos todos los desastres, no lograban mantener la pureza del caduco vínculo nacional, como la hoguera y el fraile.—Dos Españas acendraban luces en el horizonte de herrenales y tejares, dos almas diversas dilataban hasta opuestas playas su vasto secreto, en el silencio de la tarde. Verdes fríos, pinares brumosos, adustos roquedos, mudables mares, lluvias y vientos, intuía la sierra, frente a la llanura encendida de ecos africanos, voncinglera de zambras y majezas, amarilla de espartos, reseca de sedes.— Las Católicas Majestades inmovilizaban una tierna carantoña frente al populacho. Madrid, tendido al sol, con polvo en la greña y moscas en las orejas, ilustraba la tarde con rufas hazañas, por garitos y tabernas.—Una jactancia chispona de jeta con chirlos, pasea su gesto bravucón a lo largo del reinado isabelino: Las fanfarrias militares han trascendido a la conciencia popular, con oles y falsetas de una jácara matona.—Saludaban los Reyes. Promovían bélico artificio de luces, espadines y bandas, charrascos y pompones. El oro de los entorchados y los retintos bigotes marciales, encadilaban a la tunería de daifas y pirantes. Se complacían los marchosos de gusto, con las rubiales mantecas de la Augusta Señora. Partió el cortejo de cara al sol, entre un fugitivo espanto de perros y gallinas que dormían en las hoyas. A la puerta del tabernucho, en una rueda de avinados fervores, enronquecía el ciego, al compás del guitarro:

La más culpada de todos
Una mujer ha salido;
A las inocentes víctimas
Sacaba los higadillos,
Y guisados se los daba
De cena a los asesinos.

XI

El Marqués de Bradomín, a la salida de la plaza, compró el romance. Chifló Torre-Mellada:

—¡No vale la pena de leerlo! ¡Paparruchas! Toñete me ha venido con ese papel. Os diré que casi tengo en la mano el indulto. Mis afanes me cuesta. ¡Qué batalla! La Audiencia de Sevilla ha informado en contra. El Gobierno, inflexible. Yo terne que terne. Me comprometí a que no se levante el patíbulo en Solana. A la Señora la he interesado en favor de los reos, echándome a sus plantas. ¡Es infalible! La Reina Isabel la Católica dicen que era muy buena, pero dudo que aventajase a la Señora. Y muchas veces no puede exteriorizar los sentimientos de su excelso corazón, por las exigencias políticas. Una Reina Constitucional, está siempre un poco atada. A lo mejor se le ocurre discrepar a un Ministro… Lo he dicho siempre, y como yo, pensamos todos en Palacio: A la Señora, para hacer la felicidad de los españoles, le ha sobrado la Constitución.

Murmuró Bradomín:

—Verdaderamente, nada ha estorbado tanto al progreso de los españoles como la Constitución. ¡Muertes, asolamientos, fieros males! ¿Y por qué? Por una hoja de higuera que se había puesto el bando cristino, frente al carlista. Cosa tan exigua, ha encendido la guerra civil, cuando en realidad de las dos ramas borbónicas ninguna quería la Constitución.

Torre-Mellada se adornó con un ramillete de sentencias florecidas en la Real Antecámara:

—La Constitución está en pugna con el Derecho Divino. Ninguna vieja monarquía puede hallarse conforme con recibir el poder del pueblo, cuando lo tiene recibido de Dios. Bien mirado, es una aberración pretender que haya Reyes Constitucionales. Tanto valdría empeñarse en el absurdo de que las monarquías se hagan republicanas. ¡Lógica! ¡Lo que yo digo, lógica!

—Estás hablando en perfecto carlista.

—Como se habla en Palacio. La Reina era una niña, y el pueblo estuvo a su lado por eso mismo. ¡Muy natural en un pueblo de tan nobles sentimientos como el español! Pero siempre se ha puesto por delante el Derecho Divino.

—Y la hoja de higuera constitucional.

—Con toda suerte de restricciones mentales. Así te lo concedo. Era una imposición de las circunstancias… La funesta influencia de Espartero… Pero la Monarquía ha repugnado siempre liberalizarse, y con ella, cuantos aquí representan un sentido de orden: La Nobleza, el Clero, lo más sano de los cuarteles, las clases conservadoras del Comercio. Cuatro oradores de club y otros tantos grajos del periodismo, son los únicos que desafinan; pero el pueblo se mantiene fiel a la sacrosanta tradición de nuestros mayores. Otro Santo Oficio es lo que hacía falta para limpiar al país de esa contaminación. ¡Una turba de descamisados! Porque no son otra cosa. Puedo aseguraros que es intolerable, la tutela ministerial. La Señora, ¡cuántas veces tiene que reprimir los impulsos de su corazón para no disgustar al Consejo de Ministros! Se le ponen trabas cuando quiere mostrarse magnánima, como sucede ahora con el indulto de los reos de Solana.

La Marquesa Carolina sacó una mano entre las blondas, sujetándose los claveles que prendían en el descote:

—¡Comprendo la clemencia para los reos políticos, pero con esos criminales!… El Señor Blasillo, un hombre que tenía nuestra confianza, no es digno de tu interés, Jeromo. Pudimos haber sido sus víctimas. ¡Esos recuerdos me han hecho imposibles los días que acabamos de pasar en Los Carvajales!

Feliche cerraba los ojos con un gesto reconcentrado:

—¡Y aquella mujer!

Evocó Bradomín:

—¡La Sibila Manchega!

—¡Qué horror!

El Marqués de Bradomín ponía los ojos con leve burla en el papel del romance:

—¡Esta mujer, ángel malo,
De lo malo que se ha visto,
En la boca de una cueva
Vigilaba a los cautivos,
Y, por escarnio, los fuerza
A que coman en un pilo,
Perdonando la expresión,
Como si fueran gorrinos!

El coche trasponía con suave mecimiento el gran portón del Palacio de Torre-Mellada. La Marquesa, con dengue, estrechó la mano de Feliche:

—Te quedas a comer conmigo, y nos iremos a los Bufos. Jerónimo tiene banquete en la Casa Grande.

Feliche, agacelada, miró a Bradomín. Era feliz sometiéndose a la voluntad del amado, apretando los lazos de su enamorado cautiverio.

XII

El Marqués de Torre-Mellada, con un revuelo, cacareando, salió de manos de Toñete:

—La capa de maestrante.

Giraba sobre los talones, mirándose en un espejo. El ayuda de cámara le puso sobre los hombros la capa blanca. Pulsaban en la puerta con tremolín de artejos burlones, como de duende. Toñete acudió con quiebro de viejo danzante, y, entornada la hoja, miró por el rendijín. El Marqués le interrogaba sacando el morro: Toñete falsificó una mueca de reverencia:

—¡El Excelentísimo Señor Barón de Bonifaz!

El Marqués, haciendo perifollos, desvióse del espejo para recibir al Pollo Real:

—¡Encantado de verte!

Adolfito, sombrero apuntado, paletó inglés, medias de seda, fumaba un veguero. Con chunga elegante, lanzó una gran bocanada de humo:

—Vengo a pedirte un lugar en el coche. Tengo enfermo el tronco de yeguas normandas. ¡Una friolera! ¡Cuatro mil napoleones!… ¡Tengo enfermo al cochero! ¡Otra friolera! Sesenta duros mensuales. Cierto que es el mejor cochero inglés. ¡William Smith sólo admite competencia con Carlos Alba!… Tengo enfermo al lacayo negro. ¡Otra friolera! Siete libras de carne cruda en cada comida. ¡Igual que el león de la Casa de Fieras!

El Marqués de Torre-Mellada se hacía cruces:

—¡Adolfo, estás en un estado lamentable!

—¡Algo mareado! ¡Todo hace falta para sobrellevar esta vida de calamidades!

—¡No tienes enmienda!

—¡Completamente de acuerdo!

—¡Te pervienten las malas compañías!

—¡Indudablemente!

—¡En tu posición actual, es preciso que cambies de vida!

—¡Y tanto!

—¿Por qué no lo haces?

—¡Porque no quiero!

—Adolfo, con esa conducta te juegas la posición que tienes en Palacio. La Señora abrirá los ojos… ¡Es muy buena! Con todo eso, un día puedes verte sustituido… ¡Acabará, necesariamente, por supeditar los sentimientos de su corazón a las exigencias políticas! ¡Ya se anuncia otro cambio en la Alta Servidumbre! ¡No doy un ochavo por ti si hacen Intendente a Marfori! ¡Tienes muy disgustado al Gobierno!

—¡Nos despedirán juntos!

—¿A mí?

—¡Probablemente!

—¿Sabes algo? ¿Tienes algún motivo especial para afirmar ese disparate? El Gobierno sólo ha recibido de mí pruebas de lealtad. En Palacio he sido el primero que se ha pronunciado por la continuación del Gabinete. Luis Bravo no lo ignora.

—¡No te aflijas! Nos acogeremos juntos al desierto. Siempre será menos aburrido que los trisagios de la Casa Grande.

—Adolfito, tenemos que conservar nuestras posiciones… Por tu bien hablo… ¡Cambia de vida, no te juegues el porvenir tan bonito que ahora te sonríe!… ¡Procura asegurar lo que tienes!…

El Pollo Real, con los ojos chispones, tiraba del cigarro:

—¡En Palacio, los sueldos son irrisorios!

—¡No son sueldos!… Eso es, precisamente, lo que dignifica nuestros servicios a los Reyes. ¡No son sueldos!

—¡Son propinas!

—¡Hablas como un demagogo! ¡Propinas! ¡Te pones inconveniente! ¡Comprendo tus escrúpulos; los comprendo y los comparto! Hasta cierto punto… ¡Nada más que hasta cierto punto! La Señora tiene derecho a conocer tu situación, y, seguramente, dados sus generosos sentimientos, hubiera acudido a remediarla. Es el paño de lágrimas de todo zurriburi, y tú eres algo más para el corazón de la Señora. ¡No seas orgulloso!

—¡Me haces demasiado panoli! He pinchado en hueso, después de una faena que ¡ríete tú de Frascuelo! Cuando ya tocaba la guita, se ha puesto otro más chulo por medio, y cargó con el santo y la limosna.

El Marqués se transfiguró con una mueca turulata:

—¿Hay moros en la costa?

—El Vicario de Cristo. ¡Ese pollo ha copado!

—¡Adolfo, que es el Padre de los Fieles!

—¡A mí me han jorobado!

—¡No blasfemes! Ya me penetro de todo el misterio. ¡Yo las cazo en el aire!

—La Augusta, después de una escena de lágrimas, me ha ofrecido sus alhajitas para pignorarlas.

—¡Qué gran corazón! ¡Otra Isabel la Católica! ¿Te habrás sentido conmovido?

—¡No mucho! Colón pudo darse por satisfecho… Eran otras sus circunstancias… No parece que estuviese muerta por sus pedazos aquella Augusta. ¡Pero yo he sido pospuesto al Niño del Vaticano!…

—¡Es natural, y no debes tomarlo tan a contrapelo! La Santa Sede tiene que ser remunerada. ¡Hazte cargo! Se ha impuesto un sacrificio muy costoso al negociar con los masones. El Santo Padre está con sanguijuelas. ¡Me consta! ¡Ha tenido una subida de sangre al cerebro!

—¡Pamplinas! Que cuelgue la tiara y se venga aquí a pelarla en la regia alcoba. Le cedo el puesto.

—¡Estás obcecado!

XIII

En la Galería del Real Palacio, un mundo de uniformes y mantos, repartido en ruedas vistosas, susurraba fatuos comentarios de política y toros, modas y amoríos, novenas y sermones, desengaños y lisonjas, promesas y esperanzas:

—¡Inexplicable la conducta de Serrano!

—¿Tú esperabas otra cosa?

—La Señora le ha dirigido una invitación especial, para que no excuse su asistencia a la boda de la Infanta.

—No lo creo.

—El Presidente está celebrando una conferencia con los Reyes.

—¿Algo grave?

—¡Barruntos!

—¿A tu hijo le han dado la llave de Gentilhombre?

—¡Estoy agradecidísima!

—Para el mío no ha llegado esa gracia.

—Llegará.

—¡Si Pepe Concha me cumpliese la palabra de nombrarlo su ayudante!

—¡Señores, no hay nada, nada, nada!

—¡Qué faena la de Frascuelo!

—¡Y la mejor no la hizo en el redondel!

—¿Es verdad que se ha negado a brindarle un toro a los Duques?

—¡En el callejón ha sido la mejor faena!

—¡Qué pretensión la de esos señores!

—¡Pues es un caballero Frascuelo!

—Se les aguó el programa a los de la Unión.

—¡Intrigantes!

—¡Un torero que les da lecciones de lealtad!

—¡Qué pitada!

—¡Un fiasco!

—¡Adiós mi dinero!

—¡Parece indudable! Mis noticias vienen directamente de la tertulia del General.

—¿Del General o de la Generala?

—Su Alteza le ha escrito también.

—Todavía lo creo menos.

—La Señora no podía esperar una negativa.

—¿Y ha tomado el olivo?

—Eso parece.

—¡Es inconcebible!

—¡Estamos en tiempos de milagros! El franchute había dado treinta mil reales para la ovación.

—¡Creo que exageras! ¡Déjalo en tres mil!

—¡Barata ovación!

—¡Frascuelo tiene todas mis simpatías!

—¡Vaya barbián!

—¡Mañana lo siento a mi mesa!

—¿Me convido?

—¡Encantada!

—Son noticias de Londres. Hay un pacto de Generales.

—¡Ríete! ¡No hay pacto! Prim gime cautivo en una sonrisa de la Reina Madre.

—¡Qué absurdo!

—¡Si hubo pacto, ya no lo hay!

—¿Tú haces el Mes de María?

—¡Estoy desolada! ¡Se me ha pasado!

—¡El General Serrano, ha salido ayer de Madrid!

—¿Confirmado?

—¡Plenamente! Una huida, para no hallarse presente en las bodas de Su Alteza.

—Le remuerde la conciencia.

—No es hombre de escrúpulos.

El Marqués de Torre-Mellada movíase de corro en corro, refilotero y pazguato. Adolfito recibía dilectas sonrisas de las madamas, serviles saludos de fajines y entorchados, amistosas carantoñas de la servidumbre palaciega, envidiosas miradas de los bizarros de la alabarda.

XIV

Los Serenísimos Señores Duques de Montpensier recibían en sus habitaciones el homenaje del bando unionista que conspiraba sin recato contra la Majestad de Isabel II. Generales, tribunos y poetas decoraban aquella intriga, con grandes gestos de virtudes romanas. La Unión Liberal se disfrazaba de matrona.—Casco, rodela, lanzón, una sábana por manto, jugaba la tragedia, después de haber representado en las tablas políticas el intermedio de baile entre los Muñuelos Progresistas y los Escapularios Moderados.—El Capitán General de los Ejércitos, Duque y Grande, que con su bengala imponía el ritmo de quiebros y mudanzas, había estirado el descomunal zancajo en tierra francesa. El héroe de Luchana se fue del mundo para no ver aquellos amenes. Héroe de cortas luces, pero tresillista de mucha cautela, resplandece en los fastos isabelinos, aplicando a la ciencia política los ardides con que se llevaba las puestas en la tertulia de su Doña Manuela. La Unión Liberal, huérfana y sin compás, croaba la fábula de las ranas pidiendo Rey. La lucida comparsa de vates laureados, elocuentes tribunos y farrucos fajines, rendía acatamiento de testas coronadas a los Serenísimos Infantes. El Duque conversaba en un ángulo con el General Córdova. La Duquesa, asistida de damas y galanes, ocupaba el estrado. Los Señores Alaminos y Torre Beleña desfilaban ante el ujier que sostenía el cortinón. Aún duraban los saludos cuando llegó el General Caballero de Rodas. A poco, casi sin tregua, portando gran fajo de papeles, muy misterioso y circunspecto, Solís y Angulo, Secretario del Duque. Tenían las voces un anovelado susurro de conjura. La Señora Infanta se compungía entre sus damas, oyendo la crónica palaciega de licencias y discordias, intrigas y milagros:

—¡No puedo creerlo! ¡Imposible que mi hermana pueda olvidar a tal extremo las obligaciones de su sangre! ¡Una nieta de San Fernando! Jamás he tenido ambición de reinar, apartada voluntariamente de la Corte… ¡Jamás! Y nunca pensé que me viese forzada a recoger el legado de mi difunto padre el inolvidable Rey Fernando VII. Lejos de estos faustos, entregada a los plácidos goces de la familia, era feliz con mis hijos y mi marido…

Declamó, campanudo, el Señor López de Ayala:

—¡Cuando la impotente mano real deja caer el cetro en el fango, solamente está en condiciones de recogerlo sin mancharse la mano de un ángel!

La Señora Infanta se mostró agradecida, sonriendo con celestial melindre:

—No adelantemos los sucesos, Ayala. La Reina, afortunadamente, puede abrir los ojos y operarse un cambio en su conducta, consagrándose a labrar la felicidad de los españoles. Yo espero que así ocurra. Conozco los generosos sentimientos que atesora el corazón de mi hermana, y que no es culpable de los disturbios que afligen a España. La creo mal aconsejada, pero su corazón es bueno.

El campanudo poeta se llenó de aire:

—Las horas que alcanzamos sólo tienen precedente en la decadencia de Roma. Las causas de las crisis políticas son de tal índole, que hemos de ocultarlas a nuestras madres y a nuestras esposas. España no puede tolerar más tiempo el vilipendio en que yace sumida, la revolución está en marcha, es ineludible, se proyecta en el horizonte como una fatalidad histórica.

—¡Las revoluciones son algo terrible! Ayala, no olvide usted que he visto rodar el Trono de Francia. ¡Por nada del mundo quisiera volver a vivir aquellas horas!

Sobrevino un silencio tembloroso de recuerdos dramáticos. Carolina Torre-Mellada lo aventó con su rubio mohín de rosicleres franceses:

—¡Las turbas descamisadas invadieron las Tullerías!… Yo estaba al lado de Su Alteza. ¡Qué heroica dignidad frente al peligro, cercada por los gritos y las amenazas de aquellos demagogos! ¡Qué ánimo verdaderamente regio cuando los hombres más valientes estaban pálidos!

La Señora Infanta tuvo una mirada furtiva para su Augusto Consorte: El Duque alternaba la lectura de un pliego cabildeando con el grupo de chafarotes de la Unión: La Señora Infanta declinó los ojos sobre las manos cruzadas, y se preparó con un suspiro para el relato de aquellos terribles sucesos ocurridos en la Corte de Francia. Le complacía el recuerdo de sus horas de heroína. El Duque, al otro extremo de la cámara, con taimada mueca de asombro, dobla el escrito y deja caer los lentes, arrugando la nariz de enorme curva borbónica: Se asombraba con crasas erres francesas:

—¡Incomprensible! ¡Verdaderamente esta carta sólo la escribe un perturbado! Sin ver el autógrafo, hay motivo para sospechar de la autenticidad del documento.

El secretario guardaba una actitud circunspecta:

—Indudablemente, para alcanzar una plena convicción, sería preciso hacer un viaje a Londres.

—¿Está el vendedor en Londres?

—Eso dice el sujeto que ha facilitado la copia. En Londres… Un enviado de las Logias…

—¿Qué cifra?

—Quinientos mil reales.

—¡Oh! ¡Qué escándalo!

—En el pedir no hay engaño.

—¡Señores, si esa carta realmente existe, empiezo a temer por la razón de mi regia cuñada!

Aseguró Torre Beleña:

—El Gobierno, me consta, ha dado órdenes para comprar ese documento.

El Duque giró los ojos, y con un gesto paternal llamó a la Duquesa:

—Louisete, concédenos un momento.

La Señora Infanta, con amable sonrisa, salió de la rueda de sus damas para acudir al reclamo del Augusto Consorte:

—¡Estoy apenadísima! Alfonsito, al volver de los toros, sufrió una recaída. ¡Un vómito de sangre! Ahora me lo ha dicho Carolina. ¡Estoy alarmadísima! ¿Era eso lo que tú deseabas comunicarme?

—¡No era eso precisamente!… De Londres se ha recibido una copia de la carta que tu hermana ha dirigido al Santo Padre. Puedes leerla.

El Duque presentaba el pliego:

—¡Lee!

La Señora Infanta tomó el papel y aún insistió curiosa, mientras lo desdoblaba:

—¿Es como ha venido asegurándose?

—¡Mucho más grave!

Leía la Infanta con respiro de párvulo. El Augusto Consorte halló espacio para condolerse por la flaca salud de su sobrino el Príncipe:

—¡Desgraciada criatura! El Destino se muestra inclemente con la Real Familia Española.

Insinuó el General Córdova:

—¡El Príncipe arrastra una herencia fatal! Hace diez años el favorito era Puig-Moltó. No hace mucho, le hemos visto morir tísico.

Hubo un tácito acuerdo. La Infanta abrió los ojos cortando la lectura:

—¿Cómo ha escrito esto? ¡Llamar a la rama legítima! La rama legítima somos las hijas del Rey Fernando VII ¡Ninguna otra! Ella podrá abdicar sus derechos y los de sus vástagos, pero no los míos.

Asintió el coro:

—¡Es indudable!

—¡El Rey Felipe V no podía cambiar la Ley de Sucesión!

—¡Se da por no existente el codicilo del difunto Rey Fernando!

—¡Y la bofetada a Calomarde!

—¡Y una guerra, señores, y una guerra!

El Duque recogía el papel que le devolvía la Duquesa: Prudente y taimado volvía a repasarlo:

—¡Calma! ¡Calma! ¡Hay motivos para dudar que sea auténtica la carta de la Reina! ¡Es incomprensible que medite la abdicación desposeyendo a sus hijos!

Contradijo la Duquesa:

—¡No es incomprensible. Otras veces ha manifestado los mismos escrúpulos! Mi hermana es muy dueña de insinuar reparos a la legitimidad de sus hijos… Cumple, sin duda, con un deber de conciencia. Pero mis derechos nadie ha osado ponerlos en duda, y para sostenerlos, si es preciso, montaré a caballo.

El coro acogió con susurro de adulaciones y plácemes la heroica decisión de la Señora Infanta. La lucida farándula de tribunos, chafarotes y poetas tuvo un trasnochado gesto romántico: Había asistido a los dramones históricos y a las paradas militares, a las glorias masónicas y a los conciliábulos apostólicos: Eran hombres de mundo, viejos galanes con catarro de arrepentidos, que conspiraban por hacer feliz a la Patria. Fraques de Utrilla, cruces, uniformes y bandas se inclinaban en rueda ante la Serenísima Señora.

XV

Las volubles hablillas palaciegas atorbellinaban su murmullo avispero por galerías y antecámaras. Con el taladro de aquellos aguijones, eran lumbre las serenísimas orejas del Príncipe Cayetano María Federico de Borbón, Conde de Girgenti. El Caballero Canofari, personaje de su séquito, le había mostrado una copia del regio autógrafo, que tarifaban los carbonarios italianos, desde la herética sede de Londres. El Príncipe, dura frialdad de turquesa en los azules ojos de estirpe real, amontonaba el rubio ceño, y tenía despechadas palabras juzgando a la Corte de España: Era tanto su enojo que traducía intenciones de romper los conciertos matrimoniales:

—Es indispensable que conozca mi resolución la Familia Real Española. La boda ha sido concertada por interés de las dos ramas, y la abdicación lesiona mis futuros derechos. ¡Oh! ¡Es un despojo que no puedo tolerar de ninguna manera! La Infanta, mi bella prometida, está llamada a reinar, teniendo en cuenta la delicada salud del Príncipe… Con ser tan bella, yo, felizmente, no soy enamorado de sus gracias, no he tenido tiempo para caer a sus plantas. Muy indispensable que sea transmitida mi resolución de romper y tomar el camino de Roma. Las capitulaciones aún no están firmadas, y sin duda no cabe aludir en ellas a la endeble salud del Príncipe Alfonzzino. ¡Oh!… Estaría algo fuera de todo protocolo… Pero lo que no puede escribirse, puede ser objeto de conversaciones.

El Príncipe Napolitano se paseaba por la cámara. Era rubio, menudo, el bigotejo oralino, los ojos azules y crueles. Con el instinto oscuro de lograr sus fines, lanzaba la pueril bravata de romper los conciertos matrimoniales. Príncipe sin dineros, buscaba mejorar de fortuna, por sus bodas, y como acontece a muchos vástagos regios, en la intimidad de sus familias, trataba cínicamente el tema de las usuras y trampas, que le agobiaban: Rencoroso, de cortas luces, frío de alma y viciado de sangre, tenía por veces un mirar insistente y vesánico, una súbita ausencia del pensamiento bajo la cláusula dura de los ojos. Sentía una desorientación de noche oscura, rasgada por súbitos relámpagos altaneros, que descubrían lontananzas de cínica desolación. El Caballero Canofari intervino áulico, ecuánime:

—No está confirmada la versión, y es posible que nunca haya escrito vuestra augusta prima la Reina de España.

El Caballero Canofari, antiguo diplomático, ejercía funciones de mentor cerca del Serenísimo Príncipe Cayetano María Federico. Apostilló otro personaje del séquito:

—¡No olvidemos hasta dónde llega la audacia de las sociedades secretas!

El Conde de Girgenti detuvo su paseo al otro extremo de la cámara, tecleando en el mármol de la consola:

—Admito vuestra duda… Mi situación no cambia. Yo no estoy dispuesto a enajenar mi libertad, sin haber definido cuáles son mis futuros derechos… La Infanta ha sido Princesa de Asturias… Puede volver a serlo… Puede ser Reina de España. La abdicación en la rama carlista es algo que daña mis intereses. ¡Yo esperaba que vosotros me ayudaseis!

Se adelantó, mesurado y dogmático, el Caballero Canofari:

—¿Puede dudarlo Su Alteza? Pero admitamos la posibilidad de un complot urdido contra vuestra augusta prima. Procedamos a cerciorarnos, sin incurrir en la ligereza de dar crédito a las murmuraciones… Otra cosa sería una ofensa a los leales sentimientos de la Católica Majestad.

El Caballero Canofari hablaba con premioso atildamiento, rebuscando las expresiones como si dictase una nota diplomática. Se advertía que sus reparos y salvedades eran fórmulas de protocolo, maneras de viejo cortesano que en todo momento elude la censura de las regias flaquezas. El Príncipe Napolitano insistía, tecleando con nerviosa crispación sobre el mármol de la consola:

—¡Canofari, vas en mi nombre a solicitar una entrevista!

—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!

—¡La Reina está obligada a explicarme la doblez de su conducta!

—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!

La más amable y cauta sonrisa rasgaba la boca del astuto mentor. Arrebatóse la Serenísima Persona:

—¡Tampoco eso!

El Caballero Canofari, morosamente, trascendía a las sinuosidades de la sonrisa un almíbar de sutil confidencia:

—No es, sin duda, el mejor camino para conocer lo que haya de verdadero en el asunto de la carta… Su Majestad no habrá guardado copia, y puede muy bien hacerle traición la memoria en sus referencias. Si Vuestra Alteza me lo autorizase, yo seguiría otro camino… Una gestión con el Nuncio de Su Santidad.

El Príncipe Napolitano asintió con incontinencia petulante de vástago regio:

—¡Ésa ha sido mi primera idea!… Veo que por una vez nos hallamos de acuerdo.

El Caballero Canofari se inclinó, agradador y mundano:

—¡Una vez, que no será la última, Alteza!

Súbitamente se demudó la expresión del Príncipe. Vaciló con los ojos desorbitados, rechinando los dientes, convulsionada toda la figura. Acudieron los familiares a sostenerle. Una espuma epiléptica le asomaba entre los labios amoratados. Musitó una voz llena de prudencia:

—¡Es preciso que no trascienda la noticia de este accidente!

XVI

¡Madrileña calle del Nuncio! El carruaje con blasones reales, que descendía lentamente, se llenó de brillos al doblar el esquinazo de la iluminada taberna. La tapia de un jardín le arrojó encima toda la taciturnidad de su sombra de adobe. Otra vez a trompicar en la luz de un farol. El Caballero Canofari recogíase en el fondo del carruaje, absorto en cábalas de diplomático casamentero. Fluctuante, desconectado de tan graves preocupaciones, invadíale una visual, morosa reminiscencia de calle napolitana, con aquel mujerío gesticulante en los umbrales de las puertas. Cierto humazo de aceite le fijó el recuerdo con sensación desagradable. Sin duda, la calle madrileña tenía el vocinglero y popular anochecer de una calle napolitana. ¡Sin duda! El Caballero Canofari sorbió un polvo de rapé, y, distraído, frotó contra el pecho la tabaquera, regio presente de Su Majestad Napoleón III.—La tapa, de esmalte, ostentaba el retrato de la Reina Hortensia.—El Caballero Canofari disimulaba una grave preocupación, bajo su mónita de vejete atildado.—La Corte de España alentaba una intriga de carcas y apostólicos, con daño de la Real Familia de Nápoles: Su Santidad, sin duda, era ajeno a tales furberías. ¡Debía serlo! La Santidad de Pío IX había mediado para vencer la desgana matrimonial de la Serenísima Infanta. El Príncipe Cayetano María Federico, Conde de Girgenti, se casaba bajo los auspicios del Santo Padre. Al Vaticano, políticamente, le interesaba la unión de las dos ramas borbónicas. Por aquellos conciertos matrimoniales se fortalecían los lazos de la sangre, nacionalizándose españoles los agravios e intereses de la destronada dinastía de Nápoles. El Rey Piamontés hallaría siempre en todas sus aventuras italianas la hostilidad de la Corte de España. El Caballero Canofari, inconscientemente, movido por la reminiscencia napolitana de la calle, se inclinó mirando por el vidrio, levemente distraído de sus cavilaciones. En las remotas lontananzas del pensamiento, solapaba una marrullera desconfianza de la política vaticana, pero dejaba en las afueras del monólogo mental la ronda de suspicacias, recelos y prevenciones. El carruaje entraba por la rinconada de la Nunciatura. Un lacayo, a canto del portón, levantaba los brazos con pausada advertencia. Del ancho zaguán venía el landó de Monseñor. Saludáronse los dos personajes, y simultáneamente se apearon:

—¡Carísimo Monseñor!

—¡Egregio amigo!

—¡Oh! ¡Cómo lamento ser inoportuno!

—¡El Caballero Canofari dispone siempre de mi mejor atención!

—Sólo un instante, Monseñor. ¿Cuándo podríamos entrevistarnos?

—Hablaríamos en este momento, si no tuviese que trasladarme al convento de unas siervas de Jesucristo.

—¿Esta noche, en el concierto de Palacio?

—¡Complacidísimo! Esta noche, en el concierto de Palacio.

Con extremos ceremoniosos volvieron a sus carruajes. Las vecinas cotillearon en las aceras. Cantaba en el aceite el buñuelo. En la tasca, modernizada con un mechero de gas, la mojama y el morapio conjugaban chisponas confidencias. Los dos carruajes, uno en pos de otro, rodaban lentamente, perseguidos por la gritería de unos mozalbetes que jugaban al toro flameando viejos percales.

XVII

La Madre Patrocinio descendió al locutorio, entre dos novicias, con aparato de velillas verdes. Inmóviles y veladas quedaron las alumbrantes a los quicios de la puerta, y la monja se adelantó, previa una profunda reverencia, al rojo Legado Pontificio. En los medios de la estancia volvió a inclinarse, y se alzó, descubriendo el rostro de lunaria blancura. Quedó con los ojos extáticos y las manos en cruz, mística y sobrenatural, envuelta en un aire de lirios e inciensos. Monseñor Franchi, frente a la seráfica milagrera, ajustaba una bella sonrisa de prelado mundano en las comisuras de su larga boca rasurada:

—Reverenda Madre, estamos sobre un volcán, como dice un ilustre personaje de la Corte.

La Madre Patrocinio exhaló un dramático suspiro:

—El lobo elige siempre la mejor oveja del rebaño… ¡Así son las asechanzas del Maligno!

Entonó Monseñor:

—Por eso, algunos doctos teólogos han podido escribir que la mayor tentación es no ser tentado.

Nuevo suspiro de la monja:

—El Maligno está siempre goloso del confite más estimado en la mesa de Dios Nuestro Señor.

El Nuncio apostólico extremaba su deferencia galante:

—Indudablemente, carísima Madre… En esta ocasión, lo importante es que acudamos con toda diligencia a quitárselo de las uñas.

—Monseñor, de nada valdría nuestra diligencia si nos faltase la ayuda divina.

—¡Cierto!… Y para este combate con las potestades infernales, nos serán del mayor provecho las luces de la Seráfica Madre Patrocinio.

—Monseñor, mis luces son esas dos candelas verdes, gusanitos ante el potente faro teologal de Su Eminencia.

La Seráfica Madre sonreía con almíbar de santa que coquetea en coloquio espiritual con un devoto que implora su celeste ayuda. Monseñor, con amplia ceremonia, le designó un sillón, y, recogiéndose las desplegadas hopalandas con estudiada parsimonia, demoró el sentarse hasta que tuvo enfrente a la Seráfica Madre:

—Antes de cosa alguna, carísima hija, he de interesar de esta Comunidad que extreme las preces porque recobre su preciosa salud el Santo Padre.

En este momento la seráfica monja transportóse, besando la cruz de su rosario, y con piadosa congoja cayó de rodillas ante el ahumado lienzo de un Santo Cristo: Quedó en repentino éxtasis, inmóvil la nieve del rostro, las llagadas manos vestidas con albos mitones de seda, dramáticas en un rapto por tocar el Cielo. Acudieron las novicias alumbrantes a sostenerla, veladas como dos arcángeles, y quedó esperando en la penumbra el rojo Monseñor. Llegaba el rezo de la Comunidad, gangoso de colaciones y vigilias con aceite.

Libro noveno: Periquito, Gacetillero

I

—Si es bula o cartilla,
No se sabe bien.
Tres millones dicen
Que costó el papel.
¿Serán tres millones,
O pesetas tres?…

II

A la Historia de España, en sus grandes horas, nunca le ha faltado acompañamiento de romances. Y la epopeya de los amenes isabelinos hay que buscarla en las coplas que se cantaron entonces por el Ruedo Ibérico. Tomaba Apolo su laurel a la puerta de las tabernas, como en la guerra con los franceses, cuando la musa populachera de donados y sopistas, tunos y rapabarbas, era el mejor guerrillero contra Bonaparte. Toda España, en aquellos isabelinos amenes, gargarizaba para un Dos de Mayo.

III

El Majo del Guirigay presumía tener en la mano los hilos de la conjura militar, o, cuando menos, tales seguridades daba en Palacio. Propenso a la jácara matona, con estos alardes entendía curar del hipo a las Camarillas Reales. La Señora hubiera sido feliz sin la bizarría de tanto caporal que se jugaba los haberes a la carta de la revolución, sólo por ganarse dos estrellas y servir a la Patria. Aquellos astrónomos, borrachines y galicosos, se ladeaban el ros, escupían por el colmillo, limpiándose con toses el gaznate y rajaban marciales ternos, jurando purificar de licencias el Solio de San Fernando. Rijos y toros, temas de la charla castiza, alternaban con el cante de los regios devaneos. El escándalo chulapón de coplas y guitarrones reverdecía glorias beltranejas por tascas y por cuarteles, de mar a mar y de frontera a frontera. En vano los morriones progresistas se ponían plumas calderonianas; los corrillos populares tomaban a chunga las regias lozanías, y, sin propósito moralista, las sacaban en coplas, sólo por gustar el puro goce maldiciente. La Católica Majestad ofrecíase al coloquio de las lenguas, como una castiza que no le negaba ningún gusto a sus mantecas. El honor dogmático sólo lucía sus bravatas por los cuartos de banderas, donde un falo heroico presidía las rondas de aguardiente. La Corte, en el escampo, se arremangaba los hábitos, y con cabriola de cancán corría al espectáculo de los Bufos, después del Santo Rosario.

IV

En Londres, un italiano con las botas rotas, feriaba, haciendo misterios, la famosa carta de la Reina Nuestra Señora a Su Santidad Pío Nono.—¡El pliego de escrúpulos y confesiones, caído por artes infernales, en poder de una secta carbonaria!—Entre los emigrados españoles circulaban copias del regio autógrafo: Alguno lo recitaba de coro: Nuestra Augusta Señora, toda en lágrimas de arrepentimiento, exponía sus culpas de mujer, postrada, en metáfora, ante el Solio de San Pedro.—Acusaciones contra el frígido esposo, flaquezas de la carne, alarmas de conciencia, angustias y congojas, maternales quebrantos, cegueras del corazón que suponían detentar en su sangre, por siglos de siglos, la Corona de España. La redacción del papel olía a rapé de fraile: Era el fruto de una gran intriga apostólica, con hilos en Roma, Londres y Trieste. Todo lo movía desde su celda la monja por cuya boca hablaba el Espíritu Santo.—El italiano de las botas rotas, apóstol de la fraternidad universal, enemigo de todas las tiranías, aseguraba, secreto melodramático, que el regio autógrafo, con otros documentos de suma importancia para la revolución social y arreglo del mundo, estaba depositado en un cofre fuerte, bajo bóvedas subterráneas. Agentes orleanistas le habían hecho proposiciones: Al duque de Montpensier le interesaba la posesión del regio autógrafo. ¡Pagaba bien! Pero al italiano de las botas rotas le repugnaba entenderse con la odiada casta de Luis Felipe. Por mucho menos dinero, el apóstol de la fraternidad universal ofrecía el cismático papel a la revolución española: Mostraba una tarjeta de visita:

El Teniente Coronel

FELIPE SOLÍS Y ÁNGULO

Ayudante de S. A. R. El Serenísimo

Señor Duque de Montpensier

V

Los Condes de Reus y de Morella disputaban en catalán: No se entendían en cuanto a la candidatura para Rey de España. El General Cabrera se declaraba por Don Juan de Borbón: El General Prim, ponía las miradas en Don Carlos: Le juzgaba ambicioso, de noble corazón y de buen seso. Su juventud era una promesa. Atendía con mirada de gato el General Cabrera:

—¡Espere usted a conocerle como yo le conozco! Su primera culpa es haberse puesto a la cabeza del neísmo que no reconoce a Don Juan.

—¡Todo el partido!

—¡No todo!

—¡La masa!…

—¡Los partidos son cabezas! El Príncipe ha impedido la evolución del carlismo, conforme al pulso de los tiempos. Un programa político no puede ser inmutable como un dogma. Don Juan lo ha comprendido así, y esta significación no la tiene su hijo, hechura de dos mujeres fanáticas, sin un adarme de sindéresis.

—¿Para usted, el mejor candidato sería Don Juan?

—¡Indudablemente!

—¿A pesar de sus trapisondas?

—¡A pesar de todo!

—Don Juan de nada nos vale si el partido le deja solo y levanta la bandera de Carlos VII.

—Por donde viene usted a condenar, conmigo, la disidencia del Príncipe… Es ambicioso, pero falto de visión política, y no va más lejos que la de Beira. ¡Para esa momia no han pasado los tiempos de Calomarde! ¡La Corte de Trieste aún sueña encender hogueras! Don Carlos, educado en esa escuela, no es una esperanza de la Patria. El propósito de unir la revolución liberal con los derechos de la rama carlista, solamente puede lograrse con Don Juan. Sin duda ha cometido ligerezas, pero es hombre de su tiempo. Se le ha calumniado igualmente por liberales y ultramontanos. Muy superior al hijo en todo. Unir el interés de la legitimidad dinástica con la revolución liberal, me parece muy buena política. Yo, personalmente, no puedo negarle mi pobre colaboración. No faltará quien me acuse de traidor… El Príncipe y sus sacristanes sabrán cómo pienso. ¡Fuesen capaces de comprender el movimiento liberal de nuestra época y se habría salvado España!

El General Prim sacó el pecho y retorció los guantes:

—El triunfo de la revolución no me inquieta. Me inquieta el porvenir. La demagogia republicana, la grave responsabilidad de encender otra Guerra Civil.

El Tigre del Maestrazgo le clavaba los ojos, duros filos verdes:

—Conténtese usted con Don Juan. No es todo, pero es algo… No es el partido, pero es el Derecho Divino. ¡Todavía mucho para el pueblo español! Ponga usted al hijo en guerra contra el padre, y verá usted cómo pierde crédito. Una buena política, en pueblos como el nuestro y el inglés, es apoyarse en los Mandamientos de la Ley de Dios. El cuarto, honrar padre y madre.

El Héroe de los Castillejos escorzóse en el sillón con saludo de litografía, al Héroe de Morella:

—¡Mi General, es usted un maestro! ¡A usted corresponderá toda la gloria de haber dado un Rey a la Revolución! Don Carlos, hablo por referencias, está hoy animado de los mejores deseos, comprende que todas las naciones evolucionan hacia el Régimen Constitucional. Don Carlos no discute este derecho de los pueblos. Mi General, usted, con su indiscutible autoridad, es el llamado a ganar esta batalla. Si Don Carlos da un manifiesto en sentido constitucional, yo le pongo en el Trono de España.

—Siempre tendría usted enfrente a las honradas masas dispuestas a darle guerra. Entendido que Don Carlos no se fuese con ellas, una vez coronado. ¡Eso sería lo más probable! Acuérdese usted del Deseado y las Cortes de Cádiz: De la Napolitana y del Progreso. La ingratitud es condición de Reyes.

—Don Carlos recogería la lección que supone la caída de Doña Isabel.

—Don Carlos profesa ideas de Rey Neto.

Ninguno de los dos se engañaba: Por igual se leían las intenciones. Pasó un ángel y un olor de frutas de sartén se metió en la sala. Daba las cinco el reloj de la consola. Lady Cabrera, mitones y toca de encajes, pulcra momia inglesa, anunciaba el té.

VI

Un séquito rancio de emigrados españoles acompañaban en el destierro a Sus Altezas Reales Don Carlos y Doña Margarita. Don Carlos era un bello gigante mediterráneo, con soles en los ojos y barbas endrinas de pirata adriático. Jugaban en el ruedo materno Don Jaime y Doña Blanca. Doña Margarita era rubia, menuda, la boca grande, los ojos alegres, el peinado en dos conchas, la frente casta, generosa la curva del seno: De no haber nacido en paños reales, hubiera sido morena. El Pretendiente apuró el café, y, dando lumbre al cigarro, salió a la galería seguido del General Algarra y Don Miguel Marichalar, Gentileshombres de Casa y Boca. Doña Margarita besó a sus hijos y, con una seña, indicó al aya que se los llevase. Los vio salir y se quedó abstraída, apoyado el pañolito sobre los ojos. Doña María La Hoz y Pimentel, en veces de camarista, acompañó un mohín de la boca con entorne de pestañas. Era muy bella matrona: Tenía empaque de dama discreta y pagada de serlo. No consentía la broma de que la llamasen Doña Pimentel. Le venía el remoquete por la media lengua de Don Jaime. Doña Pimentel guardaba en el arca del pecho íntimas y llorosas confidencias de la Señora. Doña Margarita estaba celosa y sin consuelo: Asistía entre lágrimas al entierro de sus ilusiones. Doña Pimentel dejó el bordado de una bandera, se quitó los lentes de oro y accionó con ellos doctoralmente:

—Vuestra Majestad vive con la hidra de los celos enroscada al corazón. El Rey sólo piensa en vos, sólo tiene ojos para vos. ¿Dónde iba a buscar cosa que se os pareciese?

Ahogó un sollozo la Reina:

—¡Me dirás que estoy ciega!

—¡Seguramente!

—¡Le hablas y sacas monosílabos!

—Son muchas sus preocupaciones. En Grazt está hoy un agente de los liberales españoles con poderes para tratar con Don Carlos.

—¿Y te parece motivo para no hablarme?

—¡Vuestra Majestad le ha mortificado con sospechas fuera de lugar!…

—¡Es verdad! Sin querer le amargo la vida. ¿Y ese emisario no es un fantasma de tu imaginación?

—Ese emisario, el primer golpe lo ha dado en Trieste. Se llama Cascajares y Azara, familia navarra, contraparientes de Marichalar.

—¡Ya veo por dónde estás enterada!… ¿Y Carlos qué ha resuelto?

—No ha resuelto todavía. Cascajares sólo se ha visto con el General Algarra. Se le ha indicado que formule sus proposiciones en un escrito. Es lo más prudente.

—¿Pero Carlos puede tratar con los liberales españoles?

—Hasta la Reina María Teresa conviene en ello.

Doña Margarita se levantó con sonrojo de lágrimas:

—¡Le amargo la vida cuando tiene más preocupaciones! ¿Pero por qué no me las cuenta?

VII

Doña Margarita salió a la galería acompañada de Doña Pimentel.

—¡Perdóname, Carlos! Te molesté inoportunamente en presencia de todos, y en presencia de todos quiero disculparme.

Recostó la cabeza bajo la barba endrina del Rey. Don Carlos la besó en la frente:

—Que duren los buenos propósitos.

—¿Por qué cuando tienes preocupaciones no me las cuentas? ¿Has recibido a un emisario de los liberales españoles?

—No lo he recibido todavía.

—¿Pero estás en ello?

—¡Probablemente!

—¡No sea un lazo de los fracmasones, Carlos! Te han dirigido un documento. ¿Puedo conocerlo?

Volvióse Don Carlos al General Algarra:

—¿Quieres darme el memorial de Cascajares?

La Reina, conmovida, reclinaba la cabeza en el hombro del Rey:

—Léemelo tú, Algarra.

El General lo desarchivó de una cartera, y se puso al costado de la Señora. Inició la lectura en secreto, y hubo de corregirle Don Carlos:

—No está por demás que todos lo oigan.

El General tomó aliento, y empezó:

—Señor: El cuerpo nacional gime en un lecho de espinas y el corazón de los hombres patriotas pasa por crueles pruebas. El General Don Juan Prim me ha honrado con plenos poderes, y revestido con ellos llego a vos en solicitud de audiencia. Diferentes sucesos políticos, cuya enumeración sería fuera de lugar, socavan el Trono de San Fernando. La revolución llama a rebato. El General Prim, consciente de sus responsabilidades, teme el desencadenamiento de la demagogia republicana, con todos sus horrores, y aleccionado por la experiencia, reconoce en vos al legítimo Rey de España. Públicas son las causas que han enajenado la voluntad del partido progresista al actual Régimen Monárquico. El General Prim, con los hombres más significados de la opinión liberal, se ofrece al servicio de Vuestra Majestad. Todos reconocen vuestros derechos históricos, pero, al mismo tiempo, todos desearían verlos sancionados por el sufragio de la Nación. Sobre estas bases, estoy plenamente autorizado para tratar con Vuestra Majestad.

Doña Margarita parpadeó con un gesto incomprensivo:

—¿Es eso posible?

Don Félix Cascajares venía de Trieste, precedido y anunciado por una carta de la Serenísima Princesa de Beira. Doña María Teresa declarábase ajena, y aun contraria, a la misión del Señor Cascajares. Sin embargo, aconsejaba que se le oyese, aplazando toda respuesta hasta haber consultado con el Conde de Morella. La Serenísima Princesa de Beira, con aquel juego, sin declararlo, se prometía inquietar a la diplomacia vaticana interesada en la pureza del Dogma Carlista. Sólo Doña Pimentel malició las intenciones de la Reina Abuela. Poco después, en la partida de ecarté, se lo declaraba al General Algarra:

—No se pasará de conversaciones. El mayor estorbo será Don Ramón Cabrera. ¿Si el Conde de Reus hace la proclamación, qué le queda al Conde de Morella? Su candidato es Don Juan… Con Don Juan le unen otros lazos, y cuenta más segura su influencia.

El General Algarra se puso un dedo en los labios:

—Hablaremos luego.

La Señora recordaba ante el piano un acompañamiento de zortzico. Entre el haz estrellado de las bujías brillaba el oro de su pelo. Don Miguel Marichalar hinchaba el pecho robusto de elástico pelotari.

VIII

Luces de Baskonia: —Verdes prados, boinas azules, redes al sol, lluvias de la costa, marinos pinares.—En Royal Panorama, las fichas del dominó en los mármoles, los descartes de malilla, las canciones a coro, pregonaban la cerrazón y el aburrimiento de la tarde.—Boinas, sombreretes de suela, pipas y bufandas, chaquetones de agua. El Marqués de Bradomín, en una mesa de la ventana, revisa la Prensa de París: Nieblas de tabaco y olor de achicoria mixtifican la lectura del viejo dandy y la distraen con melancolías del tiempo pasado, memorias desmemoriadas, imágenes de un café provinciano, tedio y amores, años de estudiante, cuando el corazón corría su romántica borrasca. ¡Qué gran arquitecto había sido de castillos de naipes! ¡Cuántos lazos rotos! ¡Cuántas ilusiones fracasadas, ausencias, olvido, ceniza de desengaños!—Levantó la cortinilla de la vidriera y miró al puerto: En el abrigo del muelle barrido por las olas cabeceaban los mástiles de algunas embarcaciones y la chimenea roja de un remolcador. La casilla del resguardo se ladeaba en la playa, y en la punta del muelle lucía con mojados reflejos la charolada capucha de un aduanero. El Marqués de Bradomín dejó caer el cortinillo sobre la verdosa vidriera, donde repicaba la lluvia, y con el ánimo disperso volvió a la lectura de los ecos políticos en Le Journal des Débats.—A la puerta del cafetín se ha detenido con pesada bambolla la venerable antigüedad de un landó tirado por mulas bernardas. Asoma en la portezuela un escuerzo vestido de luto, los pies con chanclos; abre el paraguas en el estribo, y de una carrera se mete al cafetín: Pasa entre las mesas, repara a los rincones, interroga en el mostrador. La rubia le indica la mesa de la ventana. El Marqués de Bradomín ha levantado los ojos del periódico. Aquel escuerzo narigudo era el capellán de la Casa de Luyando.—Un Don Lino Lorce, beneméritus en los Estudios de Oñate. Se acercó, alzando el chisterín con eclesiástico cumplimiento. En dos dedos suspendía el paraguas cerrado, que orinaba por la contera un hilillo de agua. El Marqués le invitó a sentarse:

—¡Con su permiso!

—¿Cómo queda aquella familia?

—¡Señor Marqués, en qué parte faltan trabajos y penalidades! Es el pan cotidiano; un pan ácido y dulcísimo, mezcla de dos sabores, como todo en este valle. Nos redimimos por el don de lágrimas, Señor Marqués.

Cambió en un rictus amargo la sonrisa burlona del viejo dandy:

—¡El don de lágrimas es patrimonio de la juventud!… Don Lino, crea usted que el climaterio trae aneja la retirada de las lágrimas… Cuando la vejez se acerca, los ojos se hacen siempre menopáusicos.

El Don Lino sesgaba la sonrisa gazmoña, haciendo girar el sombrero en el puño del paraguas:

—¡No se declare viejo, Señor Marqués! Y permítame que le arguya. La aridez espiritual de que nos hablan todos los autores místicos no es la carencia de lágrimas, sino la ausencia de consuelo al derramarlas.

Hablaba con tiples nasales y recortada prosodia, euskarizando de zedas el castellano. Al Marqués de Bradomín empezaba a divertirle la ramplona pedantería de aquel narigudo, que sacaba la nuez por encima del alzacuello, con despepite de émbolo dialéctico. El viejo dandy, con sorna complaciente, jugó a colmarle el gusto:

—¡Don Lino, el estudio y las luces naturales harán de usted una lumbrera de la Iglesia!

Don Lino abrió la boca, negra de tabaco:

—Luces naturales, no sé si las tengo; ese cuidado se lo dejo a las personas de superior conocimiento. Amor al estudio, no me falta… Y a todas éstas, aún no le he dicho cosa de los buenos y malos acontecimientos con que se ha dignado visitar aquella casa el Señor de Cielos y Tierra. Libró con toda felicidad Doña Octavia. Pero a nublar la alegría de este suceso ha venido una indisposición del abuelo. No parece grave la dolencia, pero a sus años… Los ochenta ya no los cumple.

—El General Luyando ha sido compañero de mi padre bajo las órdenes de Don Carlos España.

—Lo ha recordado esta tarde, al darme sus instrucciones para que usted le represente en la Junta… ¡Si es que llega a celebrarse!

En el fondo del cafetín, el cotarro de los emigrados progresistas claveteaba con ajos y puños la invariable disputa, preñada de augurios políticos y bravatas revolucionarias. El Marqués de Bradomín bajó la voz:

—Me honraría muchísimo pudiendo ostentar la representación del General Luyando… En principio, y suponiendo una absoluta coincidencia de opiniones… Hablaremos luego, Don Lino.

Se guardaba los periódicos en un bolsillo del carrik, recogía los guantes y el junco indiano con virola de oro. El clérigo levantó la cortinilla para sacar pronóstico de las nubes:

—Tenemos una clara.

Salieron del cafetín y montaron en el estrafalario armatoste, que ostentaba, pintados en las portezuelas, grandes escudos de armería navarra.

IX

Con la mano en la oreja, doblado en el pescante, recibió el cochero la secreta consigna del Marqués. Interrogó con un vaho de aguardiente:

—¿Antes, pues, de llegar a Behovia?

—Al avistarla.

—¿Hay una verja?

—Justamente.

Y el viejo dandy entró en el carruaje seguido del ordenado, que, santiguándose, tomó plaza en la bigotera:

—Venga usted a mi lado, Don Lino. ¡Todavía no soy obispo!

Don Lino rehusó con falsos acentos de beatona protesta:

—Voy como debo… Nada más que como debo. Todavía no soy más que un fámulo, un modestísimo capellán en la noble Casa de Luyando.

El Marqués le tomó de la mano:

—Venga usted y hablemos. Me gustan poco los alardes de modestia. ¿Cuáles son las instrucciones del General?

El escuerzo narigudo se apenó mojigato, resabido de zedas eúskaras:

—No queda con salud para usar de la péñola. Empleo esta locución de los poetas porque es la propia, y hablo con quien es perito en aquilatar el valor de un vocablo.

—¿No trae usted carta alguna?

—No la traigo, ni pensé que me fuese exigida. Traigo, Señor Marqués, el carácter sacerdotal, que considero bastante para dar fe de mis palabras.

—Indudablemente. ¿Qué instrucciones verbales ha recogido usted del General Luyando?

—El Señor General, como por sus achaques no puede actuar de presencia, desea estar representado esta noche en la Junta. ¡Aun cuando no parece que llegue a celebrarse!…

—Don Lino, escúcheme usted un momento y después respóndame con franqueza. Hoy el partido carlista está más deshecho que nunca, por la mala inteligencia en que vive la familia proscripta. En el partido se marcan dos tendencias. Los partidarios de Don Juan…

—¡Muy pocos! ¡Ni siquiera cuentan!… Lasuen y algún otro perdulario.

Se inclinó con amable deferencia el Marqués de Bradomín:

—Usted acaba de nombrarme con una expresión algo arbitraria.

—¿Es usted partidario de Don Juan? ¡Nunca pude imaginarlo! ¡Lejos de mi ánimo la menor intención de ofender al Señor Marqués! ¡Estoy asombrado de verle campeón del Don Juan! ¡Retiro mis anteriores frases! ¡Una ligereza! ¡La ignorancia excusa la ofensa!

—Don Lino, no discutamos palabras. Es indudable que todos los derechos de la sucesión sálica corresponden a Don Juan.

El clérigo, que había cruzado las manos sobre el pecho, se compungía con aviesa mansedumbre:

—El Don Juan, con sus manifestaciones de liberalismo, se ha puesto en pugna con la doctrina del Syllabus.

Acentuaba el viejo dandy su amable displicencia:

—Eso nos ocurre a todos cuando hemos rodado un poco por el mundo. Don Juan no se ha liberalizado más que Don Ramón Cabrera.

—Son noticias falsas, Señor Marqués. Invenciones de las logias, que han sido desmentidas por el Héroe del Maestrazgo. Yo he visto cartas suyas…

—Yo acabo de conferenciar con el General, en Londres. También me ha honrado con sus poderes para representarle en la Junta.

—En ese caso…

—En ese caso creo que el partido no incurrirá en el absurdo de excomulgar al caudillo legendario y al Rey.

Don Lino adelantó el busto, con el reflejo de la luna en media cara, el triángulo de la nariz aplastado sobre la opuesta mejilla:

—El partido, antes que a las personalidades —así sean las más excelsas por méritos propios o timbres heredados—, debe tener presente las condenaciones del liberalismo, expuestas en diferentes documentos Apostólicos.

—Señor mío, no es un demagogo nuestro Don Juan.

El escuerzo narigudo saltó en el asiento:

—¡Es lo más monstruoso que puede darse en quien está ungido con la gracia real! ¡Es un ateo! Lo ha sido, cuando menos… Puede, estos tiempos, haber cambiado.

El Marqués de Bradomín adoptó el empaque de un sutil cardenal:

—Usted y otros deben tener en cuenta que ningún acto del partido puede anular los derechos históricos, vinculados en el hijo de Carlos V. El General Cabrera está dispuesto a sostenerlos frente a la tendencia ultramontana, que desea la abdicación en el Príncipe Carlos.

—Ya existe un acta de abdicación.

—Ha sido revocada.

—Pues habrá otra. El General Cabrera se quedará solo. Nadie le niega sus méritos, pero nuestra comunidad, antes que legitimista, es Católica Apostólica Romana. ¡Líbrenos Dios de otro Carolus Tercius!

—¿Y cree usted que se halla libre de parecérsele el joven Duque de Madrid?

—¡Señor Marqués, ha sido educado por una santa madre en las máximas de la más pura ortodoxia, ha tenido los mejores ejemplos políticos y morales al lado de su ilustre abuelo el Duque de Módena! ¡Oh! Cuantos le conocen alaban su religiosidad, su condición magnánima.

—La rebeldía contra su padre oscurece tan relevantes prendas. El General Cabrera y los descamisados del partido repugnamos esa conducta, y frente a la gran intriga apostólica, sostendremos la candidatura de Don Juan de Borbón. ¿El General Luyando es, sin duda, partidario del Príncipe Carlos?

—¡Acérrimo partidario!

—Siendo así, a usted le corresponde el honor de representarle en la Junta. Lamento no haber podido entrevistarme con nuestro ilustre veterano. El partido tiene fatalmente que evolucionar… Don Carlos, cegado por la ambición, puede llegar en sus concesiones progresistas mucho más lejos que Don Juan. El Príncipe Carlos está en inteligencia con el Conde de Reus.

El clérigo se compadeció con una carcajada omnisciente, orquestada de gallos pedantes.

—¡Para ilusionar al caudillo de la revolución y contener el trueno gordo son esos parlamentos a que alude el Señor Marqués! Sin saberlo, nos está prestando un gran servicio el viejo Cascajares.

La noche de estrellas, con los ramajes del camino blancos de luna, se metió dentro del carruaje. El clérigo retenía la escolástica suficiencia de sus gallos con cautela de Loyola: Recobrada la mónita servil, prolongó la carátula nariguda para sacar una lección de astronomía por el vidrio de la portezuela:

—La luna nos trajo la virazón.

El viejo dandy, insinuante y displicente, se recogió en el fondo del carruaje:

—¡No he dormido la noche pasada!

Don Lino recobró su asiento en la bigotera. El trote de las mulas despertaba los ecos de la noche, rodaba el destartalado landó por un camino de estrellas.

X

El Marqués de Bradomín pasó el ovillejo de los guantes por el vidrio lloroso: Miró sonámbulo:

—¡Parece que hemos llegado!

Un mayordomo, con librea de gala, acudía por una escalinata de mármol. Abre la portezuela. El viejo dandy, que pisa el estribo, friolero y dengoso, se recobra en el acto y sube la escalinata con gallardo continente, como si unos ojos de mujer estuviesen mirándole en cada ventana. El narigudo, guardando distancia, empuña el paraguas cerrado, desviándole del cuerpo con política de aldea. Una araña de cristal y bronces ilumina el salón con pinturas, donde el mayordomo los deja, tras una reverencia del blanco pelucón. El Marqués, en las notas distantes de un piano, reconocía los compases de un aire popular que tocaban en todos los circos ecuestres de Londres. Aquella música le confirmó en la sospecha que había tenido al apearse, con las vidrieras trascendiendo al jardín el reflejo de los salones iluminados. El clérigo atravesaba un ojo, observando al Marqués: —De algo que no lograba captar le advertía su certera suspicacia.—Con roce de sedas penetró en el salón una dama vieja y descotada, muy seca, jirafona y arrogante:

—¡Mon cher de Bradomín!

Mientras le alargaba la mano, volvía un cuarto de perfil sobre el hombro, y con leve inclinación respondía al saludo del clérigo. El viejo dandy se sintió recaer en su tribulación y melancolía al besar el pergamino de aquella mano. Con los ojos vueltos al pasado, cubierta el alma de recuerdos, advertía las mudanzas que aparejan los años. Disimulando sus emociones de galán viejo y romántico, interrogó en voz baja:

—¿Han llegado los amigos?

—La Junta está aplazada. Espeleta ha cursado las órdenes…

—No he recibido ningún aviso.

—¡Usted, no!… ¡Cómo privarnos de su grata compañía!… ¡Tenemos aquí al Señor!…

—Me lo había figurado.

—Viene un poco indispuesto, febril… Por eso ha sido el aplazamiento de la Junta.

La vieja dama tomó el brazo del viejo dandy, y se alejaron por un salón de fiestas vacío, luminoso, brillante.

XI

En el fondo de una galería el piano de cola destacaba su teclado con la solfa en el atril y las bujías encendidas. Unos guantes olvidados en el musiquero, una puerta entornada, un rumor apagado de voces, contenían como en potencia magnética los espectros de una escena que acababa de ser abolida. Se abrió la puerta entornada, y apareció un vejete oralino, condecorado con una banda: El Caballero de Valatier, famoso edecán que acompañó en todas aquellas andanzas al Augusto Pretendiente. El Caballero explicó con erres francesas:

—Realmente, es por mucho lamentable. El Señor se hallaba rendido, y viene de recogerse. ¡Muy contrariado en extremo! ¡Cómo siente no poder verlo a usted esta noche mismo!

El Marqués de Bradomín reparó que a su lado estaba el escuerzo narigudo en prudente atención, con los ojos bajos: La Madama de Tarbes, mirándole a través de los impertinentes, ponía el entono de vinagre con que regañaba a sus falderos y al cotorrín de la Martinica. El Marqués hizo la presentación del clérigo:

—Un capellán de la Casa de Luyando.

Se atizonó el gazmoño:

—Director espiritual y preceptor de sus vástagos.

Madama de Tarbes dejó caer los impertinentes:

—Es que ha venido con usted, Señor de Bradomín.

—Trae la representación del General Luyando.

El capellán se sobaba las manos con un aire apagado y familiar:

—En la Junta esperaba que se me hubiese oído. El Señor Obispo de Pamplona me ha confiado también sus poderes.

El Caballero de Valatier le clavó los ojos con expresión enigmática:

—El General y Su Ilustrísima son dos potencias en la causa legitimista.

Madama de Tarbes, vagamente, le señaló un asiento hacia el fondo del salón:

—Puede usted descansar, señor abate… Estos caballeros, para tratar sus negocios secretos, disponen de la biblioteca.

Inclinándose, asintieron el oralino edecán y el trasnochado dandy. El clérigo sesgaba la boca negra de tabaco:

—¡El Caballero de Valatier no me es desconocido!

Aturulló el edecán:

—¡Probablemente!

Paraba las pupilas sobre el narigudo, con expresiva advertencia de silencio: El Marqués, impuesto de aquel juego, devanaba un hilo de sospechas. Se las confirmó el narigudo con su risa gazmoña: Atizonado bajo el levitín de preceptor con lamparillas, soslayaba la muda advertencia del edecán:

—Al Señor Caballero de Valatier le he sido presentado en una visita que hizo al General Luyando.

El Marqués de Bradomín cruzó entre el edecán y el clérigo para inclinarse ante la vieja Madama de Tarbes:

—Le haré a usted la partida de cartas, mientras estos señores tratan de sus negocios secretos.

El oralino edecán fulminaba los ojos sobre el clérigo, que se había pasmado en un gesto de hipócrita extrañeza: Volviéndole la espalda, acudió oficioso por satisfacer al viejo dandy:

—El Señor consultará con usted la decisión que medita. ¡Todo es problemático! La Junta de esta noche ha sido suspendida para ganar tiempo y cambiar impresiones con usted. ¡El Señor está preso en los hilos de una intriga infernal!

El narigudo se incorporó encogido al borde de su asiento, con los caños barbones despepitándose entre dos cuerdas tirantes: La Madama de Tarbes, jirafona y seca, desplegada la cola, pasa al salón de fiestas: Se abanica ceremoniosa y saluda con galleos del moño.

XII

Salió Don Juan de Borbón, muy dramático, estrujando un moquero humedecido en agua de Colonia. Era pequeño, rubio, bien formado, con aire de bailarín francés, compuesto y petulante, que tiene para todas las cosas un guiño en el ojo y una sonrisa bajo el mostacho, cuando no la gola inflada con arias y declamaciones de Manfredo:

—¡No! No he vendido mi primogenitura por un plato de lentejas. Leo esa frase en tus labios. Si quieres seguir conservando mi amistad, no la pronuncies. Mi conducta dejará de parecerte un enigma cuando me hayas escuchado. ¡Una fatalidad ha pesado siempre sobre mí!…

Don Juan de Borbón copiaba el estilo de los folletines románticos. El Marqués de Bradomín asintió con respetuosa ceremonia y mueca incrédula:

—La fatalidad es una invención de los trágicos griegos y de los arruinados en Montecarlo.

Don Juan, con la cabeza entre las manos, se reclinaba en una consola. Apartóse con el peinado en desorden y un gesto fatalista:

—Querido Bradomín. ¡Graves sucesos desde que me has dejado, en Londres! ¡Un folletín! ¡Algo sorprendente y satánico! Estoy en poder de una secta carbonaria o masónica —no está claro— que opera por el magnetismo.

El Marqués de Bradomín se pasmó con patética ironía:

—¡Discípulos de Cagliostro!

Don Juan de Borbón se ensombrecía:

—¡Estoy en sus manos!… Te contaré… Sentémonos. En Londres, como sabes, este invierno han estado de moda las sesiones de magnetismo. En los salones de la mejor sociedad se ha hecho magnetismo. ¿Qué más? Se ha hecho magnetismo en la Cámara de la Reina Victoria. Yo he visto cosas extraordinarias. ¡Qué más! Mi caso es una novela de Eugenio Sue: Estoy bajo el imperio magnético de una secta carbonaria. Vengo huyendo de Londres. La misma banda, no hace mucho, magnetizó el correo que llevaba un pliego de mi prima Isabel para Su Santidad. ¡Ahora mi caso! Tienen logias en todas las grandes capitales de Europa. ¿En los salones mundanos, en los espectáculos, no has sentido alguna vez el malestar de una mirada? Esa banda se ha introducido en la mejor sociedad. Actúa en Montecarlo, en París, en Londres, en Viena. No se diga en los círculos rusos. Entre sus afiliados hay mujeres bellísimas. Yo estoy en manos de esa banda, por haber sido débil y dejarme hacer el horóscopo por una falsa Princesa polaca. En manos de esa mujer fatal he obrado como un autómata. ¡Me ha sustraído importantes documentos, tan reservados, de tal índole, que sería su publicación la mayor de cuantas catástrofes han caído sobre nuestra familia, y no excluyo el martirio de Luis XVI! Ante eso, el deber de rescatarlos me imponía los mayores sacrificios. Diez mil libras me han pedido por el rescate de esos documentos, y como no disponía de numerario, me dirigí a todos los miembros de la familia interesados en que esos documentos no se divulguen. Todos han respondido llorándose, y ninguno aflojó dos cuartos. Ya estaba desesperado, con la pistola en la sien, cuando una fuerza superior me apartó el brazo, y disparé rompiendo la luna del espejo. Ante aquella advertencia de un poder sobrenatural, tiré lejos de mí la pistola. Huí de Londres. Pensé abandonar el mundo. Retirarme a un convento de Tierra Santa. Sigo en ese propósito, pero el honor de la familia no podía dejarlo caído en los círculos dantescos de una banda tenebrosa. ¡A ese precio he renunciado la primogenitura! La abdicación de mis derechos, el abandono del mundo, el fracaso de todos mis sueños en un platillo de la balanza… En el otro, un cheque para rescatar el honor de los Borbones. ¡Tal ha sido mi odisea! Esta noche espero el desenlace.

El Marqués de Bradomín experimentaba un asombro humorístico oyendo aquellos lances de melodrama. Jugaba el Señor su papel con magnífico desparpajo. Complicando la intriga, el clérigo narigudo salióse de su rincón y cayó de rodillas ante la Augusta Persona:

—La Banca Bilbaína oponía reparos, y hasta hoy no ha podido negociarse la letra sobre Londres. Tengo en mi poder el resguardo. El General Luyando, en nombre de todo el partido, se impone ese adelanto. Luego se verá cómo cada uno contribuye. La abdicación de vuestro derecho es requisito indispensable.

Don Juan, entre las luces de la consola, cruzado el pecho por una banda, con el narigudo a sus pies, tomaba una bella actitud de teatro. Se hizo una colecta, y aquella misma noche el narigudo intrigante salió para la Corte Carlista de Villa Seirlern.

XIII

Cerca de Gratz, en una quinta con musgos románticos, jardines de recortados bojes y fuentes mitológicas se aposentaba la Corte de Don Carlos.—Aquella tarde de nevasca, encendida la chimenea, con el telón romántico del jardín, tras el llanto de los cristales, el emisario de los revolucionarios españoles conferenciaba con el Augusto Pretendiente. Don Carlos, con benévolo acogimiento, le aseguraba que bajo su bandera cabían todos los españoles, y, sin aventurar ninguna promesa, descubría su favorable disposición para ponerse al frente de un movimiento purificador dentro de los límites del progreso legítimo y las posibles concesiones al espíritu del siglo. Don Félix Cascajares, con premioso discurso y música progresista, ponderaba los males de la Patria:

—Señor, no olvidéis que vuestra negativa puede acarrear la más desenfrenada demagogia, días de luto y de sangre…

Don Carlos respiró ancho, poseído de una oscura conciencia histórica:

—¡Todo lo considero!

—Meditad, Señor, en la grave responsabilidad que pesa sobre vuestra conciencia de español y de Rey.

—¡Enorme!

—Aceptad el ofrecimiento de quienes antes fueron leales enemigos y ahora acuden a vos intérpretes del sentimiento monárquico, consustancial con la Nación Española.

Don Félix Cascajares copiaba el estilo de trenos lacrimosos que había pasado de moda con el corbatín del Divino Argüelles. Por la rocalla de tópicos progresistas, apuntaba la buena intención del viejo Cascajares. Entre el acento de la ribera, por veces sacaba notas de chirimía, subiendo la voz a la cabeza como los vascos de la montaña. Don Carlos sentíase animado de generosa voluntad, dispuesto a escribir una página de la Historia de España. El fuego confortador de la chimenea y el paisaje del jardín aterido juntaban una gracia emotiva favorable a las confidencias. El Olimpo de mármoles temblaba corito en lo profundo de las avenidas, bajo los abetos de carbón salpicados de nieve. El Pretendiente estrechó la mano del viejo Cascajares.

—¡Me hallará usted siempre dispuesto a los mayores sacrificios por la Patria! Sólo pido a usted tiempo para reflexionar. En asunto tan grave, deseo asesorarme con el Conde de Morella. El tiempo de escribir y esperar la respuesta de Londres.

Don Carlos tomó de la mesa un retrato y se lo dedicó al Generoso Patriota Español Don Félix Cascajares y Azara. El candoroso progresista lo agradeció de primeras con música baturra, y luego que leyó la dedicatoria al pie de la ventana, con notas de chirimía. El Olimpo, encoritado, huía por la negra avenida salpicada de nieve.

XIV

El Tigre del Maestrazgo, con catarro de cabeza, la barba de ocho días y una mascada indiana al cuello, hacía solitarios en su quinta de Wentworth. Lady Cabrera le ponía un toquillón por los hombros, le cuidaba con tisanas y vahos aromáticos, le mimaba con caramelos. Se puso a observar la disposición del solitario que jugaba el General:

—Hace falta un Rey.

El General se volvió con expresión sagaz:

—¡Precisamente!

Desbarata los naipes y recoge el correo que le presenta el secretario. Con furruña de gato viejo examina un sobre que trae los sellos de Grazt. Se lo pasa al secretario: Soslayando el filo verde de los ojos se limpia las gafas con una punta del pañuelo gargantero:

—Lea usted.

El secretario, un vejete con trazas de sacristán, rasgó el sobre y sacó el pliego:

—¡Carta autógrafa del Rey!

Quedó perplejo en un mudo gesto interrogante. Reiteró el General:

—Lea usted.

Don Quirse Togores, veterano de dos guerras, leyó con amilanado respeto:

—Querido General: Estos días ha llegado un emisario de los revolucionarios españoles. Me hizo entrega del documento que te adjunto, y verbalmente me propuso una fórmula para recibir en audiencia al Conde de Reus. Aun cuando me parece que como español no debo negarme, he rehusado una respuesta afirmativa hasta recibir tu consejo. Me falta experiencia, y desearía que estuvieses a mi lado para aconsejarme en asunto tan grave, y que tan directamente se relaciona con los destinos de España. Contéstame por telégrafo cuándo puedes ponerte en camino. Todos te esperamos. No dudo que acudirás sin tardanza, y ésta será otra prueba de afecto y adhesión que nunca olvidará tu afectísimo.—Carlos.

Hubo un silencio. El General se inclinaba para atizar el fuego de la chimenea:

—Expida usted un telegrama urgente a Grazt. Diga usted que estoy gravemente enfermo.

—¿Y quién lo firma?

—Fírmelo usted.

Se apagó el secretario:

—¿No sería más político que lo firmase la Condesa?

—Ponga usted mi firma. Estar grave no es haberse muerto…

El Conde de Morella, que llevaba la barba de ocho días, pasó a su cámara e hizo comparecer al barbero. Sentíase con ánimos de desmentir el telegrama enviado a la Corte Carlista en Villa Seirlern.

XV

El italiano que hacía la feria del regio autógrafo recorría ahora los círculos de la emigración española, vestido de mago con turbante y hopalanda de Oriente. Realizaba prodigios por los míseros cafetines llenos de humo, y dejaba sobre las mesas papelitos de colores donde aparecía sacándose llamas de la boca: Leía el porvenir en las rayas de la mano, en la lumbre de las cachimbas, en la espuma de la cerveza. Recayó por la tertulia donde sonaba la bolsa un caballero jaquetón, enfermo de los ojos, andaluza fachenda. El italiano llevóse la diestra al turbante y extendió el brazo con saludo masónico: El jaquetón de la pestaña tierna soltó un mal texto:

—¡Vas a leerme el porvenir en el fondo de este vaso!

El farandul doblóse con sonrisa de sabio, y en las uñas negras levantó un sol de oropel que llevaba colgado sobre el pecho:

—Hermano, sírvete, a mi vista, dar tres sorbos en el vaso.

—Voy a complacerte.

Llevó la cuenta con mucha bullanga el cotarro de los emigrados:

—¡Una!

—¡Dos!

—¡Tres!

El farandul tomó el vaso:

—¡Tu estrella es negra! ¡Tu sino, adverso!

Se atufó, con repentino ceño, el jaquetón de la barba rala y los ojos enfermos:

—¿Veré la revolución en España?

—¡La verás!

—¡Pues no es tan negra mi estrella!

—¡Lo es!

—Tú buscas que te sepulte el vaso en los sesos. ¿Quién traerá la revolución?

—¡Todos!

—¡Y Don Juan!

—Pesará sobre ti la acusación de su muerte…

—¡Te la has ganado!

El caballero de la pestaña tierna, con vigoroso golpe, estampó el vaso en la frente del mago, salpicándole de vino y de sangre la media luna en el nudo del turbante. El sulfurado jaquetón se sacó del pecho un fajo de billetes, y con befa los pasó por la nariz del mago: Toda la noche había estado bebiendo por el triunfo de la revolución, y se hallaba borracho:

—¡El General Prim! ¿Alguno lo duda? ¡El General Prim!… He preguntado si alguno lo duda… La revolución es un hecho… El General Prim. He preguntado si alguno lo duda para abrirle el sesamen con una botella. Una bomba son las noticias llegadas esta misma tarde. ¡Una bomba Orsini!… ¡Nos es conocido el telegrama circular de González!

XVI

Madrid.—Presidencia del Consejo.—Telegrama circular a todos los Gobernadores Civiles: —Urgente.—Descifre V. S. por sí mismo P. en T.—La Policía en estas últimas horas ha descubierto los hilos de un vasto complot que en modo alguno halla descuidado al Gobierno. El Gobierno, por anteriores informes, sabía que los partidos extremos buscaban una inteligencia con la Unión Liberal. Realizado el pacto, la Policía no tardó en conocer los trabajos revolucionarios: Se trataba, según todos los informes, de un cambio de Monarquía y Dinastía. Es indudable que la realización de tan criminal propósito representa la ruina del país, y su consecuencia sólo puede ser el triunfo de la más espantosa demagogia. España, con una revolución de esa índole, se igualaría a las más pequeñas e impotentes Repúblicas Americanas. El Gobierno, que considera como el más alto de sus deberes salvar al país de conflicto tan pavoroso, ha detenido a los Generales Duque de la Torre, Córdova, Dulce, Zabala y Brigadier Letona. Al propio tiempo, ante el abuso que de ciertos nombres hacen los revolucionarios, dispone que salgan de España Sus Altezas Serenísimas los Duques de Montpensier. El Gobierno ha puesto en inmediata ejecución los acuerdos antedichos, y sigue reunido en Consejo. Se adoptarán las resoluciones más enérgicas para hacer frente a todas las consecuencias que puedan derivarse, y cualquiera que sea la actitud en que se coloquen los elementos revolucionarios. Sin carácter oficial, conviene que V. S. haga circular la verdad de lo ocurrido, procurando infundir al país la mayor confianza en las decisiones del Gobierno.—Reina el orden más completo en todas las Provincias de la Monarquía. Continúa y continuará inalterable en esta Capital. Recomiendo a V. S. la mayor vigilancia. Cuide V. S. de mantener el orden público, usando, si hubiere para ello el más mínimo pretexto, de un rigor que aniquile inmediatamente cualquier intentona de perturbación.

XVII

Toda España, por aquel tiempo de dictadura y trisagios, roncas y trapisondas marciales, vivía con las manos en las orejas, esperando que estallase el trueno gordo. Se preparaba para el tiro, como al final de un melodrama. Del Ministerio de la Gobernación salían una y otra noche mandamientos secretos de registros y prisiones. Juerguistas, trasnochadores y barrenderos municipales, burras de leche y canes sonámbulos corrían las estrepitosas nuevas por todos los rincones de la Villa y Corte. Los periódicos de la opinión liberal padecían a diario denuncias y secuestros. Se ocultaban sus redactores por sótanos y desvanillos, algunos desfigurábanse con pelucas y barbas de teatro, otros se rasuraban las suyas naturales. La Logia de la Escalerilla, siempre con oradores, propugnaba la moral del tiranicidio, y le ponía un morrión miliciano al Padre Juan de Mariana. La nociva jurisprudencia escolástica tomó auge con la prisión de Doña Walda.—¡Doña Walda, la Estanquera de Leganitos que le hacía los pitillos a Don Nicolás María Rivero!—España, de mar a mar, se encogía con un temblor de luneta, intuyendo la conjura de embozados, el misterio de santos y contraseñas en voz baja, los cabildos tenebrosos, los coros de puñales juramentados.

XVIII

Periquito Gacetillero difundía el mensaje revolucionario por la redondez del Ruedo Ibérico. Y en las ciudades viejas, bajo los porches de la plaza, y en los atrios solaneros de los villorrios, y en el colmado andaluz, y en la tasca madrileña, y en el chigre y en el frontón, entre grises mares y prados verdes, Periquito Gacetillero abre los días con el anuncio de que viene la Niña. ¡Y la Niña, todas las noches quedándose a dormir por las afueras!…

Appendix A

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Rechtsinhaber*in
José Calvo Tello

Zitationsvorschlag für dieses Objekt
TextGrid Repository (2022). Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. Viva mi dueño. Viva mi dueño. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001C-23AA-B