NOVELA ANDALUZA: VALENCIA

PASCUAL AGUILAJR, EDITOR

Caballeros, i.

A LOS ESCRITORES, CRÍTICOS

Y POETAS AMERICANOS EN TESTIMONIO DE PROFUNDA SIMPATÍA

Salvador Rueda

Madrid, Marzo 90.

Biblioteca Nacional de España

La Reja

i

I: A TIENTAS

Ya había puesto la tranca ala puerta el padre de Rosalía, llamado entre la gente de Guedeja el lio Justo, que era avaro cuanto receloso, y tosco de cuerpo como de alma.

Poco más que la tranca alzaba del suelo el huesudo y rehecho hombre.

Su cuerpo, de la chata figura de un tapón, dejaba adivinar el engranaje de huesos como una urdimbre de bronce.

Dominaban al tío Justo dos pasiones: la avaricia, y un apego increíble al trabajo. Labraba su huerto, cavaba su vina, remendaba su casa, y todo lo nacía con la ceguera del cerdo, que mete la palanca de la jeta en el suelo y levanta y tritura las pizarras.

bu cara tenía la expresión de la de! nombre que mira de soslayo y anda de igual modo para caer por la espalda sobre su enemigo. La intención, una intención que era casi instinto, iba derecha al objeto; pero la mirada dijé-rase que hacía ángulo en el camino.

uuando este hombre supo que su mja tenía relaciones amorosas con bernardo, mozo á carta cabal aunque oseo, pero sin la posición que para sí quisiera la ambición del tío Justo, miró a kosalia como si fuera á atravesarla con los ojos, y bajando y reconcentro la voz—manera suya de expresarse, -dijo con un resuello hablado:

-Melnardo te jace morisquetas v carrantonas, y trata de engatusarte una cosa vía ecirte; es que no quió novio, y menos ese ejambrio que no tiene onde caerse muerto.

Pero cuando esto sucedía estaban va Rosalía y Bernardo, como si dijéramos, encajados moral mente uno en otro, y de tal modo, que el amor no había dejado señal de la juntura.

esperaba temblando las horas en que todo busca su ley de gravedad en el sueno, para salir á la reja v hablar con él, mientras se deslizaba con andar no sentido la noche. Sabía el tío Justo que su hija seguía enamorada de Bernardo, y acechaba á toda hora, receloso y brutal, el momento de cogerla en callado palique con el mozo.

Rondaba la reja como grajo la carne muerta, y sólo cuando en el fondo de la sombra hervía, á medianoche, el concierto de levísimas voces del silencio, dormíase con suefio de plomo.

Hasta para dormir era atroz aquel hombre pequeño: su espíritu caía en los abismos psicológicos como una piedra en la sima; habría que darle con un mazo para despertarle.

Despenado se hallaba en uno de estos sueños, y también dormía á pierna suelta (oda la familia, la noche en que, tras de varias de no verse, había citado Bernardo á Rosalía en la reja.

El (rayecto desde el cuarto de ésta a la ventana era un camino erizado de obstáculos. ¡Qué mujer no le ha recorrido para asistir al suave coloquio de la reja!

Para acudir, tendría la moza que saltar sobre camastros tendidos en el suelo, rozar casi la cabecera del lecho de su madre, escurrirse bajo el catre donde el padre dormía, y correr toda suerte de peligros conteniendo la respiración y acallando los leves crujidos de la ropa.

La reja daba á una calle, que tenia por limite el campo. El aire mecía á aquella hora entre los hierros las tres mil campanillas de una profusa enredadera, que parecían tocar á gloria por las fiestas invisibles que las cosas celebran á medianoche.

Nada turbaba el reposo del pueblo, blanqueado de un modo fantástico por la luna.

Las pizarras lejanas que en las laderas fingen bajo-relieves con figuras y diseños, caballos lanzados á la carrera, lanzas en combate y cuanto quiera idear la imaginación, sostenían una leve "escarcha" de luz que el astro tendía sobre ellas.

Los vallados de pilas que cercaban por todos lados el pueblo, los moños de chumberas que simulaban fantasmas y visiones, los ramajes lóbregos de la cañada donde cantaba algún desvelado ruiseñor, y el anillo de montañas, altas y mudas, que encerraban el cuadro sombrío y medroso, daban al pueblo el aspecto de un coliseo en ruinas, que hacía más misterioso el sosiego augusto de la noche.

Rota la colosal gradería por el lado donde se seguían tristes y solas las cruces del calvario, aparecía un ancho fondo de mar, en cuya superficie temblaba un plateado reguero de chispas de luna.

En las ventanas goteaban con largas intermitencias las regadas macetas de albahaca, que esparcían su aroma en el aire, unido al original y picante del clavel.

Son éstas las noches en rjue las cabezas juveniles se llenan de sueños y en que los ojos buscan las estrellas para descansar en sus luces como sobre amantes pupilas de mujeres.

La reja de Rosalía, abierta á causa del bochorno, parecía altar dispuesto para decirse en él la misa del amor.

Pendía de un clavo la alcarraza, goteante de trémulo rocío; cabeceaban los claveles á los golpes del aire, saludando á algo invisible que pasaba; dormía en la varilla el canario convertido en maravilloso equilibrista; escondíase en lo alto del umbral, como telón rizado, la persiana; y el follaje de las tres mil campanillas escondía y agraciaba la reja, como el cabello en desorden agracia un rostro de mujer.

Allá adentro, sondaba Rosalía con los brazos, puestos en forma de balancín, la sombra, y se disponía á emprender su carrera de obstáculos hasta llegar al lado de la reja.

Cuando tocó el quicio de la puerta, ya fuera del lecho, apoyó en el muro la cabeza queriendo venir al suelo de emoción. En la sombra creía ver musarañas luminosas, juegos de claridad que titilaban un momento y se desvanecían haciendo resaltar con más intensidad las tinieblas.

Aplicó ansiosa el oído.

La respiración de su madre, que dormía en la estancia inmediata, sonaba con el ritmo plácido que indica el reposo absoluto del cuerpo.

Valida de la vista del tacto, que lleva un ojo sin retina en cada dedo, palpó la pared que á la estancia conducía y alargó el pie desnudo con esa instintiva inteligencia de la materia.

Cerca del lecho de su madre, la conciencia le trazó una interrogación en la sombra; pero la imagen de Bernardo, que se alzó de pronto en su cerebro, sustituyó el signo por una afirmación, y la desvelada siguió su lento camino de tropiezos.

Fuera de la estancia, dió vista á un extenso corral, con puerta al campo, donde dormía el ganado bajo techos de cañas y donde exhalaba un espeso vegetal su fragancia: de él voló, con un richinante ruido de alas, un pájaro de la noche.

La mujer estranguló un grito en la garganta al sentir aquel ruido, y recibió una sacudida en los nervios que se los dejó vibrando como campana.

La sangre corrió por su cuerpo huyendo á refugiarse en el cerebro, de donde cayó con pesadumbre al corazón.

Muda permanecióalgunos instantes.

Durante ellos, creyó que se había petrificado: largos le parecieron los momentos, hasta el extremo de creer que ya no estaba allí, que aquella escena había pasado hacía tiempo, que soñaba, que el hilo de la vida se había roto, y que ella iba envuelta en un rodar de horas sin medida.

Para romper aquellos siglos de quietud, echó nuevamente el paso y penetró en la habitación del hermano. No oía la respiración de éste, pero llevando todas las facultades de su ser al oído, adivinó, mejor que oyó, el compás largo y callado del aliento, que revelaba una absoluta paz en el espíritu.

Siguió. Sus manos hendían la sombra dando paladas á manera de remos en las olas. De vez en cuando tocaba el muro, cerca del cual se deslizaba.

Al llegar á la cocina, á cuya puerta se hallaba extendido el catre del padre, percibió fuera, allá en el cañaveral de la hondonada, el bronco concierto de las ranas, que á aquella hora cantaban sobre las piedras del estanque devolviéndose unas á otras la canción.

Inclinó el cuerpo para pasar bajo el lecho: una codorniz, encerrada cerca, en la jaula, atolondró de pronto sus oídos con tres golpes de tímpano, que cortaron el silencio y llenaron el aire de ondas sonoras y alegres.

La cara le blanqueó á la mujer de miedo en medio de la sombra. Se irguió con el repetido temblar de una fuente y se apoyó en un objeto que había sobre una silla. Era la pistola que ponía el tío Justo cerca de su lecho por si era asaltado á deshora.

La idea del arma, llegando por conducto del tacto á su cerebro, le hizo lanzar un pequeño grito.

Trepidando dentro de sí misma se llevó las manos á la frente, que es donde busca apoyo el espíritu cuando vacila.

Era morir aquella situación.

Un ruido, un golpe dado en un mueble, un tropiezo cualquiera podían despertar á su padre. Entonces, tomándola por un intruso, era evidente, la haría rodar al suelo disparando el arma sobre ella.

La emoción huyó por su cuerpo haciendo temblar el complicado ramaje de sus nervios.

Necesario era que tuviese un inmenso amor á Bernardo para afrontar aquellos peligros.

Las angustias supremas que pasaba eran solo las de la ida. De regreso le esperaban los mismos sobresaltos, los mismos temores, y el riesgo de ser vista sería mucho mayor, porque se separaba de la reja cuando por el lado del mar temblaba el primer reflejo del día.

Midiendo el peligro en que se hallaba, se pegó trémula de miedo al muro, semejante á un bajo-relieve, y contuvo la respiración.

Otra vez volvía á perder la idea del tiempo, del sitio, de la escena: su naturaleza parecía volverse de mármol, según lo petrificado de los músculos.

A poco, desentumeció el cuerpo, que crujió por las coyunturas de los huesos como si la larga quietud de un siglo hubiera soldado las junturas.

Lejos oyó un rumor levísimo, un murmullo en el que parecían venir sonidos metálicos, zumbido de gritos y de voces, golpes de tos que conducía, borrosos, el aire, y rumores de patru¬ lla, en fin, que á semejanza de los de una multitud, venían, avanzaban, des¬ tacaban entre si ecos de ecos, risas do risas, acentos de acentos: era una ale¬ gré parranda que iba de reja en reja, dejando en los desvelados oídos de cada moza una copla sentida y un ara¬ besco de notas.

¿Se pararía delante de su reja? ¿Ten¬ dría la mujer que retroceder á su cuarto antes de que el padre volviera del sueno?

Un mozo cantó a lo lejos esta copla, con voz que llegó atenuada y débil á los oídos de Rosalía:

En el altar de tu reja digo una misa de amor; tú eres la virgen divina, y el sacerdote soy yo.

—¡Es Alejo!—habló con el pensamiento la mujer, reconociendo la voz del que cantaba.

La belleza de aquel inesperado efecto que rompía el silencio de la noche le hizo olvidar un momento su situación.

A pesar de su estado de angustia alargó el oído hacia la fiesta, y quedó en suspenso aguardando.

Otra voz dió al aire esta dramática

copla, cuyo final quedóse borrado en la distancia:

Que no me den tal suplicio mándale á tus ojos negros; ellos, firmes en matarme; y yo, más firme en quererlos.

La parranda cruzó el fondo de la calle y se alejó en dirección opuesta, llevando consigo sus ecos plañideros y sus coplas profanas.

La moza volvió á «hundir» los oídos en el silencio.

Inclinó de pronto el cuerpo con heroica decisión, pasando bajo la cama del padre, y se halló en la cocina, frente á frente á la reja.

Fuera, se deslizó un bulto y vino hacia la pared adoptando precauciones y cautela. Era la figura de Bernardo, que, hundiéndose entre el follaje, aproximó la cara á los hierros.

Un figurado repique triunfal alzaron las tres mi! campanillas, que temblaron de gozo al pasar corriendo por ellas la delicada mano de la brisa...

II: PELANDO LA. PAVA

—¡Ay, qué angustias, Bernardo!— gimió, apenas llegó á la reja, Rosalía. Pisando sobre la voluntá mesma pa no jacer ruío, ni sé cómo llego á echarte los ojos encima.

—¡Y ganas que había yo reunió de cruzar los míos con ellos!

—Si lo dices con sorna, sabe que no es mía la culpa.

—No digo que la tengas, pero en días del mundo te alvierto que esto no pue seguir asín.

—Pues ya lo ves tú. A pesar de que mi padre se opone á que nos queramos, corro estos peligros por verte.

—Duro es tu padre y cabezón, pero ya sabes la copla que dice:

Una gotera contina ablanda un duro peñón.

Quió decir que, puesto que yo aino, aina tamién tú y gánate palmos y terrenos.

—En ello tengo los cinco, pero con mi padre no valen razones; na puen lágrimas contra piedras.

—No me quié por probe, ¡el, que marca por suyo cuanto mira! Pero anque me cubre jergueta, que no fino vestío, y no traigo justillo jaque-lao, traigo si quereres jondos y ver-daeros.

—Lo sé de sabio y no es menester repetirlo; pero ve con esas á mi padre.

—Pues ello es que hay que ganar terreno.

—Tú dirás cómo.

—Estar en un pie es padre del conseguir, y el que vela, con más razón espera que el que duerme.

—Muy á lo sabio platicas y asotilas la mente, pero te digo que no encaja tu discurso.

—Pues por las veras del amor que te tengo te lo juro; no por buenos respetos á tu padre he de dejar de jacer una temeriá si la cólera me se sube á los altos.

—Eso si que no lo consiento.

—Si se empeña en no dejarnos vivir, te digo que jaré lo que sinifico.

—¡Ay, Bernardo! ¡Cuándo llegará el dia en que esto se dó por finio en bien.

—De ese talle me viera que no aquí de solo á solo y con la reja promedio. Mas, cuando hasta me paece... que no eres conmigo la mesma.

—¡Que no soy! ¿Por quién sino por ti salgo á la reja, cuando mi padre me la tiene prometía?

—Pos una cosa via ecirte.

—¿Qué?

—Que te tengo entre ojos... vamos, que creo que no me quiés como antes.

—¡Jesús Maria!

—Dicho está y no me retrato.

—Días de ver á Dios hay, Bernardo, y entonces has desabercómo te quiero.

—Mientras que aquí no sea...

—¿Qué más quieres que jaga?

—Soy un jauto, lo sé; un jibaro apegao al terruño y no á la letra, como esos presumios que te enamoran con gusto y venia do tu padre.

—¿Y qué me importan á mí esos?

—El uno, Antolín, ata el caballo á tu reja enterrao en jaeces y abalorios, y el otro, con el achaque de primo vengo y te veo; con el aquel de que tu tía gusta oir las gracias se Primores, éste se te entra por la puerta y venga de ia fabla.

—No hay peligro en na de eso, Bernardo; si el uno ata el caballo a mi reja y el otro viene á dejarme sus decires en el oío, á mí quien rne gusta eres tú; y antes que vestir jamete y tener los tantos y los cuantos, prefiero tu probeza y el carino que en ley de Dios me tienes. ' *

—Sí que te lo tengo. Jaz tú como yo, que me abrazo á lo que quiero y no lo suelto.

—Ya sabes que en ese punto tampoco me dejo vencer.

—Pues toma bien de memoria lo que digo: fu padre pone los ojos, antes que en tí, en la pecunia. Primores, su vivir tiene y su pufiao de onzas, manque al hablar no tenga más que chanfaina; Antolín, por el caballo que monta y por las seas que le cuelga, bien se ve que tamién le tocó algo de hacienda, si no es que le tocó mucho. Yo soy el que no he de tener en la vía cosa de argén, porque un pufiao e tierra y una barca no jacen la suerte de naide; conque ersamina tú este juicio á ver lo que risuerves.

—Resolvio lo tengo dende tiempo; naide vale pa mí ante tú; y si mi padre me enfada la vía y no me quita lo amargo de la boca, lo llevaré con pa-cencia, pero seguiré esperando á que esto puea acabarse en bien.

—Pues ello es que hay que elermi-nar casarse.

—¿Sin la cosentiá?

—Escansa en mi, que, como saco palante la raya del arao, sacaré esto tamién derecho.

—¿Piensas en un sacorio?

—Acertates. ¿Qué ices á ello?

—Sería una campana en el pueblo.

—Y gorda, pero hay que tener pecho.

—Es que eso es escaparse de la casa.

—Si, pero en siendo deposita y viniendo por ti, en caballos que bien juyan, padrinos, testigos y el juez...

—Con to, piénsalo bien, Bernardo. A la fin del mundo iría yo contigo en tú queriendo, pero ya sabes las jabli— Has lo que son, y además que, si por mi padre menos, por mi madre, que no tiene culpa, no quió comportarme asine. Luego...

—Luego ¿qué?

—Que me paece... vamos, que me paece que eso no lo manda Dios.

—Dios es quien lo dita cuando contra lo que es giieno y santo se oponen hombres como tu padre.

—Pero es mi padre al fin.

—A los perros mesmos lo echaría yo, manque así sea.

—Ármate de pacencia, Bernardo.

—Yo soy de ese corte y asine. Me pisan y callo; pero en la indinación sintiendo, estrangalariaal Pleste mes-mo de las Indias si á mano lo hubiera.

—Menos mal tú que no oyes su cantata.

—Bien que la oyo, pero po un oío me entra y po otro me sale. Y escucha, que yo llevo puesta la mira en lo que importa: pa risolverte á ejar la casa tómate los dias que quieras, no siendo muchos; y si lo que risuelves es lo que debes, sábete que escomienzo á preparar el sacorio pa que sea en las fiestas e la Virgen.

—Es que estamos en vísperas, y las cosas jechas de prisa mal salen; más vale revinayo, Bernardo.

—Revinao y más que revinao lo tengo. Con la casucha mía hay pa que los dos vivamos, y á mi agüela debo la fineza; por otra parte, mi jornal, ganao con la barca, da pa el garbanzo y el pan; conque, si tu no lo ices¿ no veo más cabos que atar.

—No paece sino que algo te ataraza.

—Así es y digolo asi.

—¿Qué te pasa? Jabla.

—Mil fantasías celosas me conturban.

—¿Vuelves al lema?

—Y volveré.

—Pues ¿sabes lo que digo? Que no me entones más ese ensalmo y que vacies de pantasmas la cabeza.

—Es que traes al redopelo toas las voluntaes y memorias, y aunque sea sin querer, se fijan en tí mozos y viejos.

—Trabajo les doy en que miren.

—Pues eso es lo que no quiero.

—No me des más tártago con ese son, hombre.

—Tártago y muerte daría yo á quien te tocara á la vira del zapato.

—Si quieres, créeme; toma pacencia y no me desmenuces así con los ojos; to sa de arreglar como deseas.

—Pero que sea pronto, Rosalía, piénsalo.

—Lo pensaré. Y adiós, que escomienza á clarear el ciclo y no quiero que nos vean en la reja.

—¡Mal rayo parta al día, que siempre ha de venir antes de tiempo!

Y desembocando de pronto en la calle la parranda, que durante el diálogo estuvo sonando á lo lejos por distintos sitios, cortóse la plática amorosa y quedó desierta la reja.

Bernardo se deslizó apresurado rozando las plantas del muro; Rosalía hizo otra vez instintivo balancín con los brazos al empezar el regreso á su cuarto; y el propio Primores que venia ni frente de todos los mozos arrancando arabescos de notas a las cuerdas, dio al aire esta copla dirigida á Rosalía, que salió de sus labios envuelta en un andaluz jaez de escalas y suspiros:

Para yamarme Primores no jayo ningún derecho; para primores tu cara, y para ingrato ta pecho.

III: EL ADIÓS DE LA PARRANDA

Tenía razón en lo que cantaba el j mozuelo.

La hija del tío Justo era lo que se llama un primor de bonita, una moza como un oro.

Sólo que también era cierta la última parte de la copla. Cierta, desde el punto de vista en que tomaba el asunto Primores, que ignoraba toda la risa que producía en la muchacha su pasión, y lo que era indiferencia en ella, tomábalo él por las piedras y abrojos de que todo enamorado gusta adornar el camino de quien adora.

Pero á bien que para algo puso Dios en la conciencia del mozo la persuasión de que no había en todo Guedeja moza en la edad de merecer, casada no satisfecha de la unión conyugal, y jamona que soñara con el matrimonio, que de él no se enamorasen; y tenia mayor seguridad de esto, al ver el mozo que poseía charla viva y alegre, y figura que era la propia majeza en punto á no desviarse una línea de los ritos del andar corto y pulidamente, de aparecer airosa y macarena en el baile, currutaca al liar con detalles mil el cigarro, encorvada con arte al hacer hablar, en medio de un corro de mozos, á la guitarra, y modelo, en fin, de lo lindo, gallardo y pulido, y de todo lo que es la figura de un mozo lleno de finura y circunstancias.

Barredor de corazones, sabía ceñirse como ninguno los artísticos pliegues de la faja; tiraba las cañas sin marrar una vez el golpe; entretenía con embelecos la atención de cualquier mozuela, do modo que le dejaba en suspenso voluntad, razón y memoria; liábase la capa dando prodigios que ver á los ojos, y era el único mozo que se vió en punto á saber coplas, motetes y decires, y pintiparado para echar un romance en medio de una fiesta, con mucho de accionar á lo majo y de engallar y mostrar por los cuatro lados la persona.

Pasando Rosalía por ser la más delicada flor de Guedeja, claro es que no podía Primores estar sin hacerle los guiños consiguientes y las carantonas de hombre enamorado, todo con gusto y venia del tio Justo, que detrás de los abalorios y prendas del mozo adivinaba una buena olla de onzas soterrada en sitio seguro.

Imposible era que saliese á la calle una parranda, más si en ella iba punteando la guitarra Primores, y que dejara de llegar á la reja de Rosalía y allí el mozo echara todas las despedidas imaginables, desde la que Ci'islo echó en el coro, como dice la copla, hasta la que echan los marineros, pasando por la que echan los albañiles, hortelanos y demás seres del género humano.

Apoyando la pulida punta del pie en una piedra de la calle y haciendo arco gentilísimo con el cuerpo, cantó el enamorado Primores la primera despedida á la ventana de la moza, y dijo, haciendo correr un hilillo de notas por las cuerdas:

La despedía te echo, la que Cristo echó en el coro; adiós clavel, adiós rosa, adiós maceta de oro.

No sabía Primores qué despedida era la que Cristo había echado en el coro, y de seguro no lo hubieran sabido tampoco, caso de habérselo preguntado, los demás mozos de la parranda; pero la copla fuó recibida con una explosión de entusiasmo y los requiebros consiguientes al mozo.

Otro de la parranda, con voz enronquecida de lanzar coplas, siguió al cómico pretendiente de Rosalía y se despidió de este modo:

La despedía te echo, no te la quisiera echar, pero se apaga la luna y las estreyas se van.

Poniendo de pronto el grito en el quinto cielo, gorjeó un gansazo, Alejo, mozo que partía las almendras con las yemas de los dedos, esta fresca copla, y ya era el tercero que se despedía:

No quisiera, luz del alma, echarte la despedía, pero ya canta la alondra, señal de que viene el día.

Tres casas más abajo de la de Rosalía, mascaba bilis y bufaba de cólera Bernardo viendo lo cumplido que todo el mundo quería estar con su novia, pues ninguno consentía alejarse sin antes haberse despedido.

Cosquillas hacíanle en el alma los celos.

Sus ojos llameaban en la sombra, y hubiera querido hacer una de pópulo bárbaro en la parranda.

Lo que más reconcentraba su enojo era que, á provecho de su gusto, se pavoneara ante la reja el acicalado Primores llamando á la que Bernardo quería con toda el alma, niña de plata, niña de oro, y otros embelecos por el estilo, sintiendo el corajudo mozo cómo revoloteaba en el aire una bofetada que buscaba un carrillo donde dar.

Bien es verdad que Primores no se había percatado de aquellos amores de Rosalía y Bernardo, al revés de todo el pueblo, y en esta dichosa ignorancia batía y redoblaba en el yunque, mostrando la hipérbole de su pasión; que si de otro modo fuera, él, que no usó jamás palabra descompuesta, sino que las pensaba y acicalaba antes de que salieran de sus labios, hubiera enfundado su cariño hasta mejor ocasión con cierta inquietud impropia de mozo de tales prendas, y hubiera entonado sus coplas á la luna ó á otra moza, porque él tenía que entonárse-selas á alguien.

Como nada sabía de esto, y su garganta por otra parte lo hacía bien de veras en eso de colgar á una copla en forma de alegres fermatas todos los caireles, flecos y morillas de que ha de ir revestida, extremeció de gozo los aires con este otro cantar, que arrojó haciendo primoroso canuto con la boca y dándole al rostro todo el acentuado carácter que requería:

Despierta, niña preciosa, que estoy llamando & tu reja, y quiero darte mi adiós antes que el día amaneja.

No solamente se hallaba despierta Rosalía, sin necesidad del aviso de Primores, y con los ojos de par en par—como que aún no comenzaba el regreso á su cuarto, y temía que el padre se despertara,—sino que al tumulto de voces que acogió el cantar del mozo, oyó que se sentaba en la cama el tío Justo, azollispado como bestia á quien pica la mosca, el cual blandió los ojos en la sombra como dos llameantes espadas.

Rosalía tembló con emoción terrible y se apoyó en la pared cerca del lecho del padre. La idea de que allí próxima estaba el arma de fuego que el hombre ponía cerca del lecho para en caso de defensa, la sacudió con fuerza espantosa y le puso en la boca un irresistible deseo de gritar.

Permaneció muda, sin embargo, y aguardó hasta ver qué sesgo tomaba el incidente.

El tío Justo aplicó el oído para persuadirse de los mozos que iban en la fiesta. En medio de la biliosa acritud del despertar quedó en suspenso y procuró llevar la evidencia á su razón.

Cerca del día las voces que han cantado durante Ja noche son difíciles de reconocer.

La vibración cascada que les da la continua libación, el timbre gangoso y nasal que pone en la voz la madrugada como si le produjera un leve resfriado, el cansancio de ideas que trasmiten su entorpecimiento á la lengua, y los ruidos que vienen de todos lados, tales como la canción de la rana en el charco, el golpe de tos del desvelado, el rumor de la bestia en la cuadra, hacen que percibamos lo real como un sueno y que una niebla rodee el pensamiento, dislocando las impresiones que llegan al cerebro.

Al olfato del tío Justo, cuando so hubo sentado en el lecho, llegó el olor intenso á verano que entraba de fuera y que so difundía por la casa, y mezciados y confundidos percibió instintivamente el olor á era llena de espigas, á pasas tostadas por el sol, á fermentación de vinagre que en las tinajas producía su rumor misterioso, y á exuberancia de vegetación que por todas partes se derramaba.

No hizo alto en esto, atento como estaba á lo que sucedía en la calle.

La parranda seguía revelándose del mismo modo.

Gritos estentóreos; palabras dichas con voz ronca; carcajadas sin alegría, cuyo eco repetía, triste y sola, la cuenca lejana; la fatiga de cada mozo manifestada en el ruidoso y largo bostezo; la frase obscena expresada con la más descomunal hipérbole, queera acogida con gritos desiguales; el continuo gemir de la guitarra, siempre doliente y melancólica, interpretando la angustiosa soledad del amanecer; el cerdeo metálico de los platillos amarrado indefectiblemente al compás; el ¡jah! del bebedor, exhalado después de pasar el trago de aguardiente; cuanto detalle da carácter á este cuadro difuso y poético, metía su maraña en los oídos del hombre, no pudiendo éste percibir claramente quiénes eran los que daban serenata á la moza, ni si iría entre ellos el fosco y cauteloso Bernardo.

Volvióse en el lecho del lado de la reja, y alargando la cabeza á la cocina pudo ver el primer reflejo del día, que alumbraba trémulo y azul la raya temblorosa del mar.

Puesto en actitud de acecho descubrió á través de la enredadera, alumbrados escasamente por el alba, varios rostros que tenían la palidez y el aspecto de los cadáveres.

Las fisonomías ostentaban los rasgos agrandados por el desvelo, los ojos mustios y hundidos, las mejillas escuálidas y sin color. Un matiz verdoso daba tristeza á las facciones, y en las manos mostraban los hombres esa suciedad que se adquiere durante la noche.

La última copla, el adiós último de la parranda lo dió el incomparable Primores.

Trayéndose el corazón á los labios y poniendo cierto dejo de tristeza en las palabras, hizo el primoroso canuto con la boca, y, tirando de las cejas al medio de la frente y bnjándolas después hasta {abrochárselas encima de los ojos, cantó con hondo sentimiento esta copla:

Sal ya, niña, de tus sueños y asómate á la ventana, que dora tus campanillas la luz primera del alba.

La parranda se fuó alejando gradualmente.

Primero sonó con todo su estrépito, después amortiguó sus gritos y canciones, y por último no dejó oír más que la voz de Primores, que volvía á repetir en la distancia:

Sal ya, niña, de tus sueños y asómate á la ventana que dora tus campanillas la luz primera del alba.

—¡Perra, mala hija!—gritó, tirándose dol lecho, el lío Justo, para vestirse, tropezando á pocos pasos, en la obscuridad, con las manos de Rosalía, que iban sondando las tinieblas.

—¡Padre! ¡padre! —exclamó aterrorizada la mujer, puesta la idea en el arma de fuego.

—¡Picara!

—¡Padre, soy yo, soy yo!

—¿Qué buscas aquí, mala pieza?

Y zamarreándola fuertemente y empujándola al medio de la cocina, anadió revolviendo con la espantosa lengua la ira y colocándose frente á ella:

—¿Qué buscas? Habla.

IV: YO PECADORA

Mudada de color por la emoción recibida, y queriendo á sí misma desvanecerse con tal de evitar la escena, ni supo al pronto qué contestar.

Primero iluminó su mente, y pasó con rapidez suma, la idea de decir que había escuchado la parranda, y que, notando que venía en ella Primores, determinó salir á la reja.

Este ardid hubiera podido salvarla del trance, dado que el padre miraba con buenos ojos al mozuelo y no deseaba otra cosa sino que Rosalía prestara atención á sus palabras; pero su naturaleza rechazaba por instinto la mentira y se- le vino la verdad á la boca.

—No me dé aceda repuesta, padre, á lo que voy á decirle—suspiró una vez hecha su resolución,—ni me mire tan ahincadamente y asine.

—¡No te dé aceda repuesta! Reniego de tus mal colocaos pensamientos. ¿Te paece que voy á andarme con melindres cuando te escarrias por tales caminos?—ladró el perro viejo, sin conmoverse en la menor fibra.

—Yo diré la verdad, padre, pues no quiero sino abriye mi pecho. Sepa que estampa llevo en la memoria la cara de un hombre, el cual me quiere en ley de Dios y viene con güenos pensamientos.

—Más honraos han de ser los do cualquiera que los de Melnardo, si es que á los suyos te refieres.

—Su proceer y güen término acredi-tanle de honrao y le dan puesto pren-cipal entre los mozos.

—¡Como no estuviás namorá más que de ese eljambrío que no tié onde caerse muerto!... - .

—Tiene su conduta, padre, que á las veces vale más que los caudales.

—Una poca de conduta pués echar en la olla á ver qué caldo jase. Por lo visto, quiés verte pie á pie y sin más compañía que la miseria, y que de igual respetive mos veamos tos.

—Padre, no sea tan desamorao;

Bernardo es formal, jacendoso. Si no es lo parlero y galán que otros, ni tiene porte á lo señor, él me quiere y desea jacer mi feliciá.

Cobrando un tanto los espíritus iba Rosalía, viendo que su padre no se disparaba tan pronto como de costumbre, y se atrevió á añadir, acariciando la mano del lobo para suplir con cariño lo que faltara de elocuencia á sus palabras.

—No siempre ha de tenor cara fosca conmigo. Alegro el alma, y alégremela á mí, que de tanto andar metía en tristezas, ni acierto á demostrarle el carino que le tengo.

—¿También gazmoñerías? Si piensas que voy á consentir que sigas hablando á ese tunante, guarda tus lloriqueos y apártate de en medio.

No hizo caso del empellón la moza.

Estrechóle con más fuerza la mano y empezó á darle de un beso hasta mil volviendo á deshacer á besos la cuenta.

—No dejaré nunca la casa si usté lo quiere, padre; viviremos juntos aquí yo y Bernardo, y él podrá ocuparse en la labor como su voluntá de usté ordenare.

—Quita si no quiés que te jogue el piscuezo. ¡Conque es decir que amor

tan aguo es el tuyo que así atropeyas por to, sin querer dar la cara á quien te propone vivir holgamente y traerá la nuestra su hacienda!

—Yo no quiero á Antolín, padre.

—Otros hay que puós querer.

—Ni á Antolín ni a Primores; no manda la persona en su volunta; yo bien quisiera poer tener carino á los que mienta pa dar regalo y gusto á mi padre.

—Pos no has de jacer el tuyo, tunanta. Mira, san acabao las contemplaciones. Bien te he tratao hasta aquí, pensando que darías tu brazo á torcer, pero toma bien de memoria lo que te digo.

Atentísima quedó Rosalía, inundado el pecho de sollozos y viendo alzarse nuevos obstáculos ante ella.

Colgada del relato, bajó los ojos al suelo y esperó en actitud resignada.

—No has de ir á fiesta—añadió el terrible tío Justo echando cólera por los ojos,—ni á jolgorio ninguno, ni á cosa que dó ocasión á que ese perdió te jable.

De casa no has de salir sin mi consentía, y no podras asomarte á la reja.

Dende que Dios amaneja hasta las avemarias, no has do apartar la vista é la labor, y en cuántico enlobreezca, á la cama.

Yo te daré Melnardo y tejaré sentir quién yo soy.

Pa acabar: como al vierta que tratas de salirte con la tuya, te pongo las peras á cuarto y te las espacho con los puños.»

Suspensa é imaginativa quedó la moza después del fuego graneado de su padre, viendo perdidos los caminos de su defensa.

Usando del arma de toda mujer, del llanto, púsose á suspirar con desconsuelo.

En su mente bullían mil contrarias imaginaciones.

Pensaba acceder á lo del sacorio sin respeto al que así ponía más afán en la codicia que en su felicidad, y se acordaba también de la madre, á quien tenía un profundo cariño y por quien soportaba todos sus contratiempos.

Pasaba esta escena áso/o toce, conteniendo ella los sollozos para que no fuesen oídos, y hablando quedo el padre, no porque temiese que se pusiera de punta la casa, sino porque era su modo de hablar reconcentrado y duro. '

Con todo, el rumor del emocionado diálogo no fué tan levo que dejara do traspasar la habitación y llegara á los cuartos que ocupaban las restantes personas de la familia.

La primera en oír algo de la conversación fué la bondadosa madre de Rosalía: ¡siempre que llora el hijo la madre despierta!

Acostumbrada á escenas semejantes y á los malos tratos de su marido, había adquirido la infeliz mujer un estado de atortolamiento que era su nota característica.

La señora Prudencia, en fuerza de sufrir tales martirios, había dado, sin advertirlo, á su voz un tono lloriqueante y había acomodado su palabra á una sola nota, aguda, doliente, maquinal y sin variaciones, que aplicaba con intensidad igual á todas las cosas de la vida, dándoles el mismo colorido.

Había do hablar la señora Prudencia del asunto más indiferente, y sin embargo su voz era la misma, igual el tono atiplado y doliente, como si en todo caso suplicara.

Esta resignación, y el ser la infeliz de una bondad infinita, le habían acarreado las simpatías de todo Guedeja, el cual creía á la mujer á dos dedos de la santidad. Por sencilla que era, no había una sola persona en el pueblo que al recordarla no lo hiciera con ese cariño mezclado de respeto que inspira lo bueno cuando va acompañado de la desgracia.

Acentuaba más esta simpatía la indignación constante de todos contra aquel bárbaro de tío Justo, compuesto de cerdo y de hombre, que trataba á su delicada mujer y á su hija lo mismo que si fueran dignas del más hondo desprecio.

No había para la señora Prudencia diversiones, como las hay anualmente para todo el mundo.

Metida en su casa, cuya sombra había dado á su tez de mujer añosa la suavidad y distinción que tiene la do las personas nobles y ricas, lo más que se permitía en días do paz era sentarse al lado de la reja y permanecer con la vista perdida en el mar, viendo las bandadas de gaviotas que flotaban en lo poético de la distancia, y el reguero de humo, bello y vago, que dejaba algún vapor tendido sobre el dorso azul de las olas.

Sin embargo de lo inocente de esta distracción, se conocía que era gran-do fiesta para su espíritu: su imaginación se espaciaba gustando ese reposo sagrado de la naturaleza.

Como despertaba á la del alba, porque á su edad y con sus cuidados el sueño es mariposa sobre los ojos, pudo recoger las últimas palabras del tío Justo, y presintiendo algo terrible, se echó del lecho vistiéndose apresurada, y salió á la cocina, donde padre é hija se encontraban.

—Válgame Dios, Justo!—rompió en palabras humildes la pobre.— Todavía no echa Dios sus luces y ya estamos de disgusto. ¡Qué nueva cosa viene á desesperarte, hombre, para que te pongas tan duro con Rosalía! .

—¿Estás aquí ya tú?—resolló según su modo de expresarse el hombre, dejando ir chispazos de cólera por los ojos.—Igual eres tú que ella. Si no cobijaras sus culpas, no sería ésta mala hija.

—¡Jesús María, hombre! ¡Cómo empiezan las vísperas de fiesta! Ahora que llevábamos unos días en sosiego y todo iba como una seda, vuelve á atascarse el carro. ¿Por qué ha sido el disgusto, hombre, por qué ha sido? ¡Válgame Dios!

Y con una solicitud llena del más suave cariño, que en ella se manifestaba sin esfuerzo alguno:

—Anda, Rosalía—clamó dirigiéndose á la hija,—anda y arréglale á tu vestío los buyones, que no vas á tener tiempo de acabarlo. Siempre está bregando con tó, y una vez que compra un vestio pa lucirlo en las fiestas, quieres darle un nuevo disgusto. Anda, anda, y antes de ponerle á coser, dale un limpión á la casa.

—Pa lo que quiere, bien que tiene tiempo de sobra esta tunanta. Más valia que, en vez de estar toa la noche de palique y de pensar en perifoyos, tuviera más empeño en obedecer á su padre—clamó éste colérico y terrible.

—¡Qué quieres que jaga á sus años, hombre! ¿Quieres que se meta en un rincón á echar kirieleisones?

—Pos ya le he leío la cartilla. Como no obeezca á lo dicho, juro que he de tomar la justicia por mi mano.

Nada decía la infeliz moza, resignada con las brusquedades del padre. Con la vista clavada en el suelo, de ese modo humilde que saben emplear las mujeres que tienen conciencia y sentimiento, oía la malhumorada filípica después de haber hecho con todo miramiento su defensa.

La claridad del día, triste y vaga, que penetró á través de la enreda-era como un mustio resplandor de Calvario, ponía, al igual que antes había hecho con las figuras de la parranda, pálidas manchas de muerte en los muros y daba á los semblantes, especialmente al de tez blanca y cerosa de la madre, el nimbo que los cirios derraman en torno de los cadáveres.

Únicamente las mejillas del tío Justo, acabadas en pómulos salientes, mostraban, á causa del arrebato, un tono sanguíneo que amortiguaba lo obscuro y tostado de la piel.

En un volver de cabeza vió Rosalía el fanal colocado sobre la mesa.

Los peces se agitaban como doradas notas en él.

Inquietos sonámbulos del agua, habían girado durante la noche en medio de la sombra, abriendo con movimiento mecánico las bocas.

—Vamo, anda, mujéj avísale á, tu tía que se levante y te ayude á arreglar la casa; yo voy á regar estos dompedro antes que el sol llene la facha.

Y tomando cada cual por su lado,

—¡Válgame Dios con tanto dijusto! —repetía maquinalmente doña Prudencia internándose casa adentro en busca de la regadera.—¡Válgame Dios, qué cruz!

V: LIMPIEZA GENERAL

El porracear formidable de unos talones sobre el pavimento, indicó que aparecía un nuevo personaje en escena.

Era éste una hermana del tío Justo, una idiota con estatura de gigante y rostro de carátula, uno de esos seres deformes que parecen el castigo de las familias á que pertenecen.

Anita como se hacía llamar ella, Anaza como le decía la mayor parte de la gente del pueblo, y

¡Anona, Anona, cuerpo de gigantona!

como la designaban en son de crítica los muchachos cada vez que pasaban ante su casa y miraban por la reja, emprendiendo luego la fuga, era medio tonta, medio cuerda; mitad cerebro caótico y oscuro, mitad cabeza dotada de razón; y puesta en medio de ese si es, si no es; dudosa entre si son flores ó no son flores; dejaba entrever la nota fisonómica de su naturaleza, que se inclinaba del lado erótico y amoroso, consecuente con la máxima que achaca á todos los de escasa medida encefálica la manía que resaltaba más que en ninguna otra persona en Anita.

Fea hasta dejárselo de sobra, horrible hasta producir hartazgo ó indigestión, su rostro era un conjunto de anfractuosidades, entre las cuales asomaba la idiotez con una perpetua risa de deseo, con un vivo alegramiento de la carne.

Oir las garrulerías de Primores, que con el pretexto de tropezar con los ojos de Rosalía entraba en la casa y daba en tono de broma insustancial conversación á la giganta, era la alegría suprema de ésta.

«Anita por aquí, Anita por allá, rosa do Alejandría, capullo de cien hojas, flor del jardinito de mi alma, girasol, paloma,» eran los motes de la letanía galante del mozuelo, que puesto que era en broma su amor, haciase-lo delante de lodos, aunque bien sabía el tío Justo dónde iba la pedrada y por qué rostro suspiraba el ensartador de decires y el fecundo derrochador de agudezas.

Apareció Anita en la puerta que daba ála cocina, y quien no estuviese acostumbrado á afrontar de pronto aquella cara y aquel cuerpo, echaría un paso atrás, tomando por aparición de furia á la mujer.

Con varios goterones de cal en las hondonadas del rostro, y la pelambrera enmarañada y suelta que rodeaba el cuello negruzco y echaba sobre la frente su bardal salvaje, indicaba que su última lucha de la noche anterior había sido con la cal y con los escobones, de que se sirvió para tapar la negrura de los rincones, para enblan-quecer la campana de la chimenea, y para lavar el rostro, en fin, á la casa, como se hacía en todas las restantes del pueblo.

No sólo andaban listos los escobones y los cubos del ocre y del azul en cada vivienda; también estaban desmontados en cada domicilio los vasares, y sobre mesas que empezaban á sacarse á las puertas, se veían el polvoriento jarro empavonado de azul prusia con estampadas flores de almendro, que había de someterse al lavatorio; el vaso con profusos tallados, que los nifios pedían á sus nradres para mirar á través de sus facetas el sol; la fuente con el fondo cubierto de pájaros brillantes que abrían el pico, pero no exhalaban la voz; la copa esbelta que producía la nota la, trémula y vibrante, cada vez que chocaba con el vaso de ancho asiento y asa cristalina.

Sobre lebrillos medios de agua caliente, que alzaban su vapor azulado á la luz primera del sol, caían la sopera panzuda que perpétuamente estuvo de adorno en el vasar; la taza cubierta de dibujos, con sus líneas de colores y sus escenas de grotescas figuras; el plato de china con sus toques dorados y sus hebras de oro por los bordes; el jarrón de cuello de cigüeña y pie esbelto que el soñador muchacho creyó alguna vez un milagro del arte, el sueno de un genio convertido á la forma plástica.

Conforme se abrían las puertas de las casas, se reanudaban las escenas de limpieza, volvía á oirse el retintín de la cristalería pasando bajo los chorros de agua, comenzaban á sonar las coplas que se entrelazan á la tarea, y todo adquiría el entusiasmo que se advierte en vísperas de fiestas.

A la puerta de alguna casa reuníanse varios chiquillos con los pemiles remangados, los rostros dados de sucias pinceladas y la mayor parte del cuerpo descascarada de vestido. ^

En un descuido atrapaban el jabón del fregadero.

—¡Che, mira! Date asín y repóyate, que vamos á jacer pompas—decía uno a los demás.

La frotación pasaba de mano a mano, y todos mostraban embadurnados de espuma los dedos.

—Ahora soplad como yo, eh?—agregaba el primero, juntando ambas manos á lo largo de los dedos meniques.

Él aire dibujaba por debajo de las manos una bolsa cristalina que crecía, se agrandaba, poníase oronda y turgente ensanchando sus elásticos muros, y tomaba después la forma de esferoide, hasta que cerrábase la película frágil, y lanzábase al aire con ruidosa algazara de los chiquillos, que veían la rotación del orbe microscópico y le seguían encantados do sus juegos de iris y sus luces.

Los cerrojos lanzaban á modo de bostezos de sueño al dejar paso al día, el cual daba movimiento á las personas y llenaba de ruidos las casas.

En la de Rosalía no flotaba la atmósfera de júbilo que respiraba el pueblo entero preparándose para recibir á la Virgen. Un ambiente de frialdad daba tristeza á los rostros, y ponía el desconsuelo de esperanzas perdidas en los pechos.

Rosalía pensaba en sus pretendientes amorosos: en Antolín, que ya le había hecho su primera visita de novio, y el cual no le inspiraba simpatía; en Primores, que la dejaba en absoluta indiferencia, y en Bernardo que era la atracción constante de su alma.

El día acabó de desbordarse sobro el pueblo, ó iluminó vigoroso y espléndido los campos.

Todo se convirtió en un hervidero de vida, en un espectáculo sublime de luz.

La naturaleza, ol pueblo, los términos lejanos y el mar que mostraba el lampo de chispas doradas del sol, se bañaron por igual en átomos luminosos y en la pura y bendecida gracia de Dios.

VI: BUSCANDO AMORES

Muy ajeno á las desagrables escenas que ocurrían al amanecer en casa del tío Justo, echábase del lecho, en su cortijo, distante del pueblo, el mínimo cuanto apasionado Antolín, dispuesto á hacer su segunda visita de pretendiente á Rosalía, la cual no sólo era norte y fin amoroso de Primores y de Bernardo, sino que también era luz suave que alumbraba las noches de ciego afán de Antolín.

Era éste el primogénito de la casa de León Cumbrales, cortijero el más rico de Iznayas partido que lindaba con el mar; contaba próximamente treinta años, y alzaría poco más de un metro del suelo.

Esta miniatura humana, este hombre pequeño, era una primorosa cinceladura, un acabado tino de belleza dentro de su incomprensible tamaño.

Tenía patillas de un negro brillante que resaltaban sobre el mate pálido de la tez, nariz correcta y preciosa que parecía tallada en marfil, labio pulcramente rasurado hendido por currutaca canaleja, con lo azul que deja la tonsura en una barba frondosa; cejas de arcos tan correctos como los cantados por Bernardo de Valbuena, frente donde lo pálido se hacía más espiritual y tomaba como á modo de brillo de idea, pestañas apretadas y largas que daban aletazos de mariposa negra en su rostro, y pupilas de un azul profundo llenas de serenidad y nobleza.

Este primor de hombre daba complemento ásu persona cuando echaba ia particularísima voz de su cuerpo.

Era ésta un débil pitido, una «hebra do nota,» un penetrante acento de mosquito, pero acento que se ajustaba á las diferentes entonaciones de los períodos hablados y producía todos los matices en agudo, del mismo modo que produce infinitas variaciones una misma cuerda.

Cuando más hacíase notar su voz de trompetilla de insecto era cuando Antolín sostenía conversación con su padre ó con alguno de sus hermanos» —Antolín—decía en grave profundo á su hijo el sesudo cuanto honrado León,—ándate con pies de plomo en esos amores y condúcete como debes, que se trata de familia desavenía entre sí y según es el viento debe de ser el tiento. No tengamos conque si te casas, dao que ella consienta, la moza resulte astilla de tal palo.

Y á la experiencia que vertía en la oreja de Antolín el reflexivo padre, contestaba el hijo en tono sobreagudo que producía indefectiblemente la risa.

—Sabio me tengo de coro—decía la hebra sonora—cuanto me platique al caso, padre; na tiene que ver Rosalía con el suyo porque modesta es cuanto humilde, y avaro y aferruzao os su padre; y si el dicho dice que de tal palo tal astilla, cuando el palo, es tronco é rosal como es la madre, del palo no puen salir sino rosas. Esto, sobre que no quiero que se me vaya más tiempo en flores.

—Ni yo quiero tampoco que las gastes sin que tras de ellas vengan los frutos. Güeno que te vayas del pie á la mano, si es que en lo firme caminas, y desees tenerla por mujer, pero ya sabes el refrán de que hombre pre-venío vale por ciento.

—Su recato mismo, padre (entonación aguda), da garantías á su honor; y la honestiá y el mirar corto y bajo de sus ojos, cosas son que más me encienden el deseo.

—Atempera, Antolín (voz de sochantre) y no sueltes los frenos á la pasión; antes bien, mira y remira, al modo que lo haces al ir poniendo esos ropones encima del caballo, y no des paso sin ver antes dónde.

Era como lo decía el padre: más cuidado ponía Antolín, como hombre que fija su empeño en agradar, en poner con majeza las mantas y abalorios del aparejo, que en reflexionar los resultados que pudiera traer el ir á pedir amor y dulces miradas á quien tan solicitadas tenía las de sus ojos.

Lo particular de esta enumeración de pretendientes era que, excepto Bernardo, el cual sabía quiénes eran los que hacían rueda de pavo real á su novia, los demás, Primores y Antolín, ignoraban que Rosalía fuese por nadie rondada y cada cual creía el camino expedito para recorrerlo en alas del deseo.

Pero el pueblo tenía más abiertos ojos y oídos á aquellos amores que los pretendientes mismos, quizás porque sentía honda indignación hacia el padro de Rosalía, que así la maltrataba, y lo que no pudieron sospechar uno ni otro mozo, lo sabía de corrido la gente que con tanto afán tomaba cartas en el asunto.

Hasta su apodo correspondiente había puesto el pueblo al hijo de León Cumbrales en su primera visita á la moza.

Cuando algunas mujeres vieron al de Iznayas entrar pueblo arriba á lomos del caballo, exclamaron: Ahí está el mono que tiró el tiro.

Sin embargo, no sé qué tenia el reducido galán con su aire de hombre de circunstancias y principalidad; no sé si era el atractivo de la reducción de su persona, ó si consistía en el deseo que despiertan en todo espíritu el hombre demasiado grande y el demasiado pequeño de saber si determinada parte de su cuerpo guarda relación con las demás, lo cierto es que, sobre todo las mujeres, sentían irresistible curiosidad mezclada de simpatía hacia el diminuto enamorado, y siempre que había ocasión le hacían una disección con la mirada, validas de ese instinto anatómico que se oculta en cada mujer.

Después del análisis venían las sonrisas maliciosas, y tras de la risa un secreto deseo de lo extraño...

Puesto que hubo Antolin todos los bordados ropones del aparejo sobre el caballo, posó el pie en la estribera que hizo con las manos el padre, y el mozo quedó esparrancado sobre la bestia, la cual enarcó con gentileza el * cuello, tascó el freno produciendo tintineo metálico, y revolviendo en un arrogante escarceo los brazos y destacando, al gallardear con las ancas, la lustrosa y redonda culata, pisó el comienzo de la vereda y relinchó al tender los ojos por el paisaje.

¿Quién era Antolin Cumbrales y qué contrapeso tenía que poner á su escasa estatura para.lanzarse así, sin temor á lo ridiculo, detrás de una moza tan bella como Rosalía?

El contrapeso era simplemente una olla de peluconas, de seguro mayor que la de que había de ser heredero Primores, olla que León, el cortijero de Iznayas, tenía enterrada cerca del poste de la parra en el corral.

Por si parece esto poco, tenia además Antolín hacienda de abundantes obradas, casa que era la mejor de todo el largo partido, crédito antiguo que traía heredado de su abuelo—un hombrecillo que dicen los que le conocieron se parecía en lo pequeño á Antolín,—y ganado que llenaba de balidos la comarca.

Cuando se lleva lastre, y es de oro, en el bolsillo, y se es dueño de una casa y de una hacienda, se marcha con una seguridad absoluta.

Si algún defecto físico pesa sobre la persona que de tal modo camina, el resplandor lo oculta á los ojos, los cuales ven sólo la principalidad y traza á lo pudiente del susodicho.

Si como las vecinas de Guedeja habían estudiado anatomía en el galán, le hubieran analizado el bolsillo, las sonrisas maliciosas se convertirían en acatamientos rendidos, y el deseo de lo extraño se volvería pasión violenta, pasión por lo original de la figura y lo primoroso de sus prendas.

Atravesando las portadas de los lagares sobre el tren de sedas de su caballo y dejando atrás casas y casas del partido, donde tanta moza estaba penada por el pretendiente, buscaba allá en lo lejano, que es lo poético, el pueblo que guardaba á la mujer que llenaba su pensamiento.

En Guedeja, sólo el tío Justo, después de la primera visita de Antolín, había indagado qué casta de pájaro era el mozo y la hacienda rica y saneada que poseía.

Calcúlese si, dada la avaricia del rehecho y pequeñuelo padre de la moza, que si no en lo menudo se parecía un poco en la estatura á Antolín, le hormiguearía en el cerebro la idea de atrapar la exigua persona de hombre tan bien forrado de riqueza, y si tendría los cinco sentidos puestos en indagar quién de los dos, si el hijo de Cu mb rales ó Primores, sería dueño de mayor fortuna, ya que el segundo heredaría de su abuela, que el pueblo la suponía podrida de dinero, lo que puede constituir la riqueza de una persona.

¡Cómo había de crecer su caudal— pensaba en un inédito monólogo el padre de Rosalía—cuando á sus trojes fuera á caer como cascada de oro el trigo que producía la hacienda de An-tolin, y sus aceitunas fueran al molino unidas á las suyas, y su campo empalmara con los del mozo, haciendo la mitad del contorno suyo, y su vista, en fin, cayera siempre sobre cosa propia, mirara del lado que mirase!

Pues ¡y si la olla de onzas de I remores reventaba en la Vicaría y dejaba á él, á su hija, al novio, anegados los pies en riqueza!...

Pero el tío Justo parecía decidirse por Antolín, no porque valiera más su hacienda, sino porque ocupaba mucho terreno y la extensión deslumbraba sus ojos, hechos á correr sobre los campos.

El dinero se lo figuraba siempre el tío Justo en duros aparatosos y deslumbrantes, nunca en delgados billetes, y lo que le ocurría con el dinero le ocurría con la fortuna en campos y en hacienda: mucho terreno, leguas empalmadas do terreno por las cuales pudiera tenderse hasta un telégrafo, que corriera por obradas de viña hasta el mar.

Echando se hallaba uno de estos cálculos, cuando Antolín, caballero en su enjaezado caballo, pisaba las piedras del Calvario de Guedeja y entraba en el pueblo, cogiendo con su tren de sedas la calle.

En un pueblo pequeño es un acontecimiento, sobre todo para los muchachos, la aparición de una persona semejante, que así muestra primores y riqueza. Las mujeres se asoman al umbral de las puertas con la nariz arrugada por la curiosidad y la tuano abierta sobre los ojos para evitar el sol y hacer bien la cámara oscura; los hombres echan una mirada sobre la traza del caballo y sobre la escopeta que va clavada al aparejo, y los chiquillos, que tienen mucho de alondras, se precipitan entre cabriolas a la aparición, rodeándola como á las andas de una imagen.

No menor cosa son para ellos aquellos colorines del aparejo, aquellas mantas llenas de flecos que se mecen de gentilísimo modo, aquella crin del caballo desmelenada y flotante,que parece un haz de reflejos, y aquella cola, atracción eterna de todos los muchachos criados en pueblos de Andalucía, como que de ella, de la cola, sacan la sortija de pelo, el castillo labrado, la trenza del torero, que ellos se afianzan y dejan caer con gallardía al cogote.

Todos á una, las mujeres que hacían los fregados de los vasares en las puertas de las casas, los hombres que, con el escobón mojado en la cal ó en el ocre, vestían de limpio las paredes, los chiquillos que escandalizaban con la alegría que les da la víspera do cualquier fiesta, prorrumpieron al ver entrar por la calle Real á Antolín:

Los muchachos:

—¡Ché! Mira, mira, vamos á ver el cabayo—y zumbó una nube de rapaces con el ruido de una bandada de pájaros.

Las mujeres, suspendiendo un instante su fregado:

—Otra vez está ahí el mono que tiró el tiro.

—¿Si vendrá á hacer la segunda visita á Rosalía?—agregó una moza, tomando el asunto por el lado amoroso.

—¡Buen dinero lo habrá de dar al avaro del padre si es asi, pues por el aire se saca la persona!—arrimó al diálogo una vieja.

Algún mozo se fijó en las patillas del galán é hizo instintivo parangón con las suyas.

Otro aficionado á armas de fuego se fijó en la escopeta que detrás del mozo iba apuntando á la tierra.

—¿Cabatjo á la reja tenemos, Dolores?— preguntó con malicia una mujer, á otra, usando el dicho sacramental en estos casos.

—Eso parece—agregó la interrogada cuando Antolín hubo pasado.— Pero si no es más rico que el otro...

—¿Que quién?

—Que Primores, mujer. ¿No sabes que el padre ha jurado que Rosalía se ha de casar con quien más lleve á su casa?

—Parece mentira que haiga padres así. ¡Ay, hijal

—Pero tú no sabes lo mejor.

—¿Quó? ,

Que esta mañana ha habió una de San Quintín allá en su casa.

—¿En casa de Rosalía?

—¿No oites esta madrugá la parranda?

—Yo nó. .

—Yo la oí—saltó desde la puerta inmediata otra vecina que quería meter baza en la plática. ,

—Pues como madrugo pa ir por algunas hortalizas á lo mío agrego la de antes,—pasé frente á la casa del tío Justo una mijiya después que hubo es-tao allí la parranda.

—¿Y qué?

—¡Ay, hija! Yo nosó como hay hombres tan*fieros en el mundo. Estaba el avaro del hombre dando voces á Rosalía y regañándola con duras palabras porque creía que Bernardo iba en la fiesta. Le decía tunanta, mala hija...

qué sé yo.

Ese la va á matar, como va a matar también á la infeliz de su mujer.

—¡No hay un castigo del cielo pa estos hombres!—añadió poniendo los ojos en blanco laque llevaba la voz cantante.—Pero hay más todavía agregó.

—¿Quó? Cuenta.

—Que cuando acudió la madre a las

- Salía pa evitar que el mal-vao jiciera una trastá—¡yo lo oí colocá a un lao de la reja, señores!—el tío Justo le pegó una guantá á su mujer.

—¡Jesús María!—gritó con dolor una de las oyentes, como si sintiera en las entrarías el daño que se le hacía a la infeliz.

—Una guantá, y grande—recalcó la protagonista de la escena, haciendo con la mano llena de espuma de jabón el ademan del que abofetea.

—Kse lobo va á dar fin de toas.

—¡ues si el pueblo se entera de lo ti timo y da en ponerse en masa contra ese tunante, no sé lo que va á pasar. ^

Cargaíya está la gente con eso.

1 arece que esto es la Providencia* Dios ha enterao al pueblo do osos amores pa que no deje al padre jacor una picardía-repuso dándoselas de inspirada la nuo hacia de alma del ¡n-teresante dialogo.

-Yo, por mí, añadió la del «¡Jesús Mana.»—no se me quearía la piedra en la mano si llegara el caso.

Lo que debía Rosalía jacer era Que la sacaran, que la sacara Bernardo, que es á quien ella quiere.

-Eso digo yo; una cita, caballos con Jos padrinos y acompañamiento, y se hacía el sacorio sin que lo notara el padre.

—Es muy mira, y no consentiría ella en eso.

—Pues entonces no veo otro medio.

—¡Ay! Lo cierto es que si esto toma vuelo, el tío Justo va á llevar un susto gordo que se lo va á da la gente.

—Además de mal padre, es ladrón— agregó la suscitadora del diálogo.

—Di me lo á mí— clamó con sorprendente prontitud una de las mujeres.— Con el achaque de que él tiene un poco de lo, si roba pimientos dice que son de los suyos, si uvas que las produce su viña, si garbanzos que de su garbanzar, y así, hija mía, na se le puó echar en cara porque de to tiene él.

—¡Si tendrá malicia el marrajo!

—¡Ay qué presi.yo, hija!

—Presiyo y mazmorra. A los tunantes asi se les debe poner á la sombra.

No á la sombra, sino en plena luz y en medio del extenso corral de su casa, estaba el tío Justo haciendo un trozo de pleita, cuando tiró de su oído el trote de un caballo que se paró de repente á la puerta; volvió los ojos, avisado por el oído, y vió una espléndida caballería que se paraba ante la casa; de ella creyó ver bajar una especie de mono que saltó de un brinco al suelo.

Se aproximó el padre de Rosalía poco á poco, y vió al mismo Antolín en persona que, después de atar el caballo á la reja, como hacen en Andalucía con donaire y rumbo los mozos, entró pasadizo adentro y dijo con el saludo clásico de la tierra.

—¡Dios guardaustés, cabayeros!

VII: EL CABALLO Á LA REJA

—Vengastó con Dios—respondió echando chiribitas de alegría por los ojos el tío Justo, y alargó una silla al mozo para que se sentara.

Ya bastante entrado el día, enviaba el sol, que ascendía sobre el mar, vivos esplendores al pueblo, y en la casa de Rosalía, que daba vista á la cercana playa, entraba á borbotones la luz.

El día era de los de remate de vendimia.

Uno de esos días en que no só qué fenómeno de la naturaleza hace que suban del mar espesos ejércitos de gaviotas y cubran como una nevada movible los campos.

Este sublime espectáculo dicen los pescadores que se verifica dias antes de una terrible tempestad.

En cuanta extensión de tierra se domina, los ojos todo lo ven blanco de pájaros marinos. Primero empiezan á ensanchar el festón de blancura de las olas dando vueltas y pasadas sobre el agua.

Después nievan todo el remate de la costa entre chillidos salvajes que se oyen á enorme distancia.

Luego suben, suben con el lento abanicar de sus alas por las pendientes pobladas de viñedos, por las laderas donde los algarrobos reciben el empuje del viento del mar, dejando á sus ramas luchar á brazo partido con la tromba.

Suben siempre las viajeras y llenan de blancura los olivares, cubren el gigante cuerpo de los pinos abriéndose en velo espléndido sobre ellos, escalan las cimas erizadas de rocas, aletean en lo azul como los millares de pañuelos de una colosal ovación, se arremolinan en blancas espirales, se abren de pronto produciendo un espectáculo de blancos diversos, y siempre avanzan tierra adentro y siempre salen nuevas avalanchas del mar.

Todo es una agitación de alas, un temblor inmenso de blancura, un nevar incesante que borra los caseríos lejanos, viste de pureza los huertos, cubre de pinceladas el paisaje, y convierte los campos en una extensión cubierta por magníficos almendros en flor.

De las plumas de estos pájaros se desprende una emanación de olores marinos.

El aire, al ser batido por las aves, adquiere los frescos átomos de la brisa salada, llena de yodo y de salud.

El constante sacudimiento de alas acaba por cubrir toda la tierra.

Los zancudos pájaros siguen siempre tierra adentro chillando como en un loco día de huelga en que se emancipan de las velas y jarcias y del continuo rodar de las olas.

Como plumas en cascos guerreros, flotan y avanzan: parece que el mar se ha vuelto todo espuma y se desborda en alas móviles que van cabalgando sobre los pueblos.

La retina cree ver alguna plaga bíblica y primitiva que descarga sobre la tierra.

El motivo único del cuadro, el ala agitándose lenta y engendrando el mismo movimiento, se trasmito á todos los millares de alas; y esta monotonía acorde, este motivo i (isócrono, se despliega en variedades infinitas de sí mismo, y produce un. esplendor de movimientos, una explosión de blancura que se multiplica y desborda en agitaciones igualmente pausadas y lentas.

Toda esa profusión de aves, todo eso inacabable ejército de alas montadas sobre cuerpos que pasan y huyen, desfilaba, en copia rápida y microscópica, en manchas negativas y fugaces, por el muro cristalino de los vasos del profuso vasar de Rosalía, por el brillante vientre de las botellas, por los tallados del cristal limpio y radioso y por todo lo que tenía una lejana semejanza de espejo.

No hacía alto en aquel simulado desfile el hijo de Cumbrales, sentado entre la reja y el vasar, y apenas si del desfile que iba por los aires dijo Antolín al enredar la conversación con el tío Justo:

—Señal de que hay que retirar las velas á la costa.

—Sí—repuso el rechoncho padre de la moza, echando una sonrisa sobre su rostro como un reflejo sobre un pedrusco.—Hoy están alborotando estas locas la comarca.

Luego poco más se dijo del nublado de gavietas, y mientras fluía la conversación entro ambos, conversación que parecía un tanteo por parte del tío Justo, seguía pasando aquel deslumbramiento blanco sobre el pueblo.

—¿Y dónde bueno se camina?—preguntó echando la sonda el avaro, á tiempo que sacaba la petaca del bolsillo.

Hizo primero Antolín un ¡psch! que dió carácter al diálogo, y echando luego fuera el hilo de voz, lo envió al oído peludo y basto do su oyente, diciendo:

—Me amosqué tamién como las gaviotas allá arriba y he tomao el camino de ellas. Cansa al cabo el golpea que golpea del mar, y una cana al aire en el pueblo, dá resuellos y espíritus.

—Quearán bien amarras las barcas en la costa, porque paece que será cosa segura el temporal. Afortunao el que tió cascos que amarrar y rees que tender.

—Algo hay quo amarrar, aunque no mucho, tío Justo, que la jacienda más está tierra aentro que en el borde del vaso—replicó el mozuelo, llamándole en el hiperbólico lenguaje andaluz, vaso al mar.—Solamente se echan cuatro rees cuando el tiempo ríe; cuando está el mar picao, ni una.

—Pero habrá en cambio buenas obrás y fanegas por esas laeras arriba, ¿eh?— anadió el Luis Onceno de aldea, buscando las medias vueltas á su interlocutor.—¿Cuántas, cuántas fanegas podrá usté contar? Vamos á ver.

Y mientras deiaba caer una sonrisa dulcificadora sobre lo atrevido de su pregunta, Antolín se canteó en la silla, restregando entre sus dos palmas la porción de tabaco de un cigarro, y aparentando indiferencia dijo:

Psch! No le fallará mucho á las diez mil fanegas.

Esperaba mucho el buen hombre, pero fuó tan superior el número de fanegas al que él soñaba, que tartamudeó por efecto de la sorpresa y dejó pasar por sus ojos violentísimas ráfagas de emoción.

—¿No estará mal jech* esa cuenta? —se aventuró á añadir, como quien teme que se le escape una buena noticia.

—A eso hay que agregar—repuso despalillando la porción de tabaco el mozo—las obrás que me dejó mi madre al morir, que no bajarán de ocho mil, de manera que... .

—¿Ocho mil de usté solo, mas )o que heree en llegando el caso?

—Asi es—repuso modestamente Antolín, que no había mentido en una cepa.—No es fortuna pa oscurecer la de naide—agregó,—pero se va viviendo de ella; y descontao gastos de bina, yuntas pa lo llano, cavas y enladrillas, la jacienda rinde libres al ano un puñao de miles de duros.

Si Antolín se hubiese fijado, hubiera visto al tío Justo abrir instintivamente la mano cuando oyó hablar de los miles de duros.

No lo vió, pero oyó, en cambio, lo siguiente, que llevó á Antolín al terreno que buscaba desde que hubo entrado por la puerta.

—¿Y con ese apaño y ese vivir no busca usté una mujer con quien casarse? ¿O es que no desea ingresar en el gremio?...

—Atao está el caballo á la reja, tío Justo, y ya sabe usté la costumbre de la tierra: ¿qué quiere decir sino que busco amores mi visita?

—¿Será posible—clamó fuera de sí el avaro—que haya usté puesto los ojos en esta casa?...

—En ella busco mi parejita.

—Mi hija poca fortuna tiene, á decir verdá, ni cosa de dinero.

—No es lo que más me gusta la regular jacienda que tiene Rosalía: lo que más me gusta de ella, tío Justo, es el garabato.

—No es desgracia, según dicen...

Los muchachos, que desde el principio de la conversación habían empezado á meter ruido en la calle en torno del caballo, llevaron á tal punto su gritería, que Antolín hubo de cortar el diálogo y salir á la puerta á ahuyentar la bandada de rapaces.

Estos, como do costumbre, habían metido mano á la cola del caballo y habían extraído un buen mazo de cerdas, con las cuales uno labraba una sortija, otro hacía un primoroso castillo, y ninguno tenía la mano ociosa ni la boca callada.

—¡A ve si dejai la cola del cabayo! —dijo, regañando á los muchachos, Antolín.

Pero ellos, al oir aquel hilo de voz aguda y leve, empezaron á darse manotadas cerca del oído, como si les molestara un invisible mosquito.

Tuvo que intervenir el tío Justo, que hubiera aplastado á los muchachos que de tal modo venían á cortar conversación tan interesante para él.

Apenas pisó el escalón, la bandada huyó dispersándose y gritando como siempre que pasaba por delante de la casa del lio Justo:

¡Anona, Anona, cuerpo de gigantona!

—¿Con que esas tenemos?—agregó con labios de merengue a! diálogo el viejo, apenas volvieron á ocupar ambos interlocutores sus asientos.

—No he de gastar mi juventú paseando los jaeces del cabayo, hoy yendo á un pueblo á ver á una moza, mañana requebrando á otra de otro lugar, y siempre lo mesmo; el hombre estao quiere, y lo que busco ya es una mujé de bien que me dé hijos y bienestar. , ,

Cualquiera que no hubiera sido el tío Justo, hubiera soltado la carcajada al oir las comodidades que pedía aquel mono que apenas levantaba una cuarta de la silla, y que tan sobre si estaba en la cuestión casamentera pidiendo larga sucesión.

—Es muy justo—repuso solamente el viejo—que en llegando cerca de los treinta el hombre se rodee de familia y goce las alegrías de ser padre.

—Sólo falta en este asunto—inició Antolín, apretando á la punta del cigarro con la uña del pulgar el clavo de la yesca,—sólo falta que mis pren-

-TGdns agraden á la moza; oíros pretendientes habrá de más majeza y gala; que más la quieran y más trastornaos estén por su palmito, ninguno.

Añila, con aquel su admirable oído para las cosas del amor, recogió al pasar tras una puerta las últimas palabras, y asomándose por una hendidura de la madera, enfocó aquella figurilla que tan atracada decía estar de pasión.

Tan peregrina le pareció la idea, que solió la risa por la nariz, no queriendo dejar oir la voz, y quedó con la pupila dilatada abarcando aquel cuadro donde parecía hablarse de noviazgo.

_—No creo que ella ponga reparo ninguno á un hombre como usté— respondió á la objeción el tío Justo,— de prendas tan cabales, y repleto de honradez...—El tío Justo dijo también para sí: «y más repleto de onzas.»

¿Si hablarán de mí?—preguntó en sus adentros Anona, sin apartar la pupila del cuadro.

—¡illa no se sabe lo que dirá, tío Justo, y esto es lo que me atosiga y me jace pasar en claro las noches.

—Una mujer que está bajo mi félu-ra tiene que conducirse con juicio y hacer lo que yo ordenare.

—Entonces peia quedará á mi tercera visita. Veremos si es porra aen-tro, ú porra afuera.

Aludía Antolín á la costumbre de algunos pueblos de Andalucía, que consiste en llevar consigo el novio, al hacer la tercera visita á la mujer que pretende, una porra toda emperejilada de lazos y envuelta en una carga de cintas, la cual arroja á los pies cíe la moza, diciendo á guisa do declaración amorosa:

¿Porra aertiro, ú porra afuera? i$i es favorable la suerte al enamorado, contestará la mujer la primera parte de la leyenda; si adversa, pronunciará la parte segunda.

La nobleza del amor, el cual para declararse quiere pronunciar palabras brillantes y párrafos luminosos, disponiendo más que de frases rotas y balbucientes, ha inventado estas fórmulas, ridiculas en apariencia, pero sublimes en el fondo.

La gala es llevar una porra que luzca una verdadera riqueza de lazos.

Considérese si la que habría de llevar Antolín, dada su desahogada posi* ción, seria porra y cachiporra.

—¡De mi hablan, sí!—confirmó desde luego Anita, cuyo cerebro no necesitaba mucho para convencerse.—¡Me piden por novia! Por fin—agregó—me van á dar con la chivata.

—Tío Justo—dijo levantándose para irse Antolín,—no falta más sino que empatemos la moza y yo en esta cuestión. De aquí á tres días volveré áatar el cabayo á la reja. Si entonces la moza dice que si... Con que...

—La pa e Dios sea en esta casa— dijo entrando á tiempo que se despedía Antolín el dicharachero Primores, cortando las palabras del primero.

Salió el hijo de Cumbrales, deshizo la lazada de las riendas que había echado á los hierros, extremeció el caballo al ponerse en movimiento todo el lujoso tren de sedas y ropones, y á lomos el pretendiente amoroso, la bestia lozaneó antes de partir trazando espirales y gallardías, y enarcó el soberbio cuello de donde colgaba como una manta de rizos flotantes la crin.

—Pasao mañana, primer día de las fiestas, dese por convidao—pronunció en tono de última despedida el tío Justo.

—Vendré—contestó solamente el mozo, y partió entre el deslumbramiento de colores de la montura.

VIII: GAVIOTAS Y LÁGRIMAS

—¿Qué majeza es la que sale de casa, tío Justo?—preguntó Primores, apenas se perdió de vista el peripuesto hijo de Cumbrales.

Sorprendido el viejo por lo inesperado de la demanda, quedóse como aquel á quien preguntan qué es cosa y cosa.

No había contado con que el mozo podía llegar á tiempo que él echaba sus cálculos acerca de la fortuna de Antolín, y un momento estuvo dando trasijos con las razones sin poder colocar una en el arco para dispararla.

Vínole á sacar de su apuro la presencia de Anita, que una vez que oyó

-SOla voz de Primores empezó á chorrear deseos de ponerse al habla con él.

Avanzó con su estatura de gigante cocina adentro, y cortó la atención del mozo, que escudriñaba en la cara del viejo la respuesta.

—Venga con Dios—dijo el mozuelo en viéndola, con su lenguaje de quintaesencia y su jugar airoso del vocablo, —venga con Dios el rosal de pitiminí, la mata de clavellinas, la postura de claveles de oro, y diga ¿qué mozo es el que sale engalanao de tales’galas y ata el caballo á la reja?... Al redopelo traes las memorias, Ana, y con ese han de llover los novios que te pretendan.

Viendo que Primores mismo le indicaba la salida, el tío Justo, que allá dentro de sí estaba dando y tomando en lo que decir debía, aprovechó el ningún juicio de su hermana, que seguramente habría de creérselo, y

—Asi es—contestó.—Jace un momento me decía Antolín que se había fijao en Ana, y que por buenas ó mediante sacorio habrá de llevársela de la casa.

—¡Dios me asista!—agregó mentalmente el viejo,—pero asi tendré tiempo de elegir entre la hacienda de éste y la del otro.

—¿Con que esas tenernos?—exhaló rebosando alegría Primores, sin ser poderoso á contenerse.—¿Con que la boca de princesa, leve cinturita de jarra y labios de flor de granao, trae á remolque las personas de más princi-palidá, las cuales se desparecen por sus pedazos? ¡Juyuyuy las jembras de salero!

La doncellez no tocada de Anita se cubrió de un rubor premioso á las palabras del mozuelo, y á tiempo que se iba hacia el corral el tío Justo encogiéndose de hombros, como quien dice «¡á mi qué se me da!», contestó la grandullona haciendo confianza en el mozuelo:

—He oío la conversación; Antolín dice que está loco por mí, que á la tercera visita echará la porra á mis pies y sabrá lo que le contesto.

—¿Y qué le responderás, Ana, cara bonita, manzano lleno de flores?

No sólo dijo Ana que sí, dijo que resi.

—¿Y qué vas á hacer con este corazón—agregó en tono de zumba á la tonta el mozuelo, que no aguardaba sino que saliera Rosalía para verla,— qué vas á hacer de quien por tí pena, de quien por tí vive, de quien no ve sino por tus ojos?

Halagada con la palabrería galante, Anita soltó una carcajada de idiota.

Las carnes le palpitaban de risa al verse festejada de aquel modo.

—Quien ha de llevarte en sacorio á lomos de un caballo, mi reina, es mi persona: cuando yo me acerque á la reja, y te diga «taí noche, á tal hora,» tú huye tras de mí, y te colocaré en las ancas de mi potro.

Esto que decía Primores á Anita no lo hubiera hecho jamás, pero sí le hubo pasado alguna vez por el magín decírselo á Rosalía, y hasta ponerlo en práctica.

Nueva carcajada de Anita al oir la proposición de rapto del mozo; pero carcajada sintiendo en las carnes el latigazo brutal del amor.

Sus pupilas se dilataban bebiendo el relato del hombre, y adquirían el grandor que deja en el órgano de la visión la atropina.

No ya de escapar á caballo con el mozo, de escapar á pie y á través de riscos y breñales, hubiera sido capaz la mujer, impulsada por la fuerza avasalladora de su naturaleza.

En estancia contigua á la en que sonaba este diálogo, y cumpliendo el cautiverio impuesto por su padre, miraba Rosalía con resignados ojos, colocada cerca de una puerta que daba al campo y al mar, aquolla colosal flotación de alas blancas que seguía en inmenso desfile sobre el pueblo.

Oía los agrios chillidos de las viajeras, que en avalanchas sin número, con algo de las primeras rachas de tempestad en las plumas y teniendo el espacio infinito para resbalar, subían siempre de la playa y cubrían como una alfombra blanca la tierra.

Al borde del mar veía á los fuertes pescadores mover los cascos pesados para ponerlos á salvo de las olas; miraba los granujas marinos, los charranes de playa, producto de las costas do Málaga, cruzar con las cargas de redes, con las cuerdas ásperas de la tralla, con las levas hinchadas y los corchos húmedos, á guarecerlos en las casetas de madera donde rebullen su vida denigrante los barqueros.

Todo era preparativos de defensa, precauciones contra las violencias del agua, voz de alarma que corría por toda la costa al son del estruendoso cántico del mar.

Los espumarajos flotaban en las crestas movibles y se abrían en sábanas blancas sobre el lecho crujiente de las conchas.

Estaba algo picado el mar, pero aún no traspasaba los limitos donde de ordinario venia á abrir sus sonoras lenguas de espuma.

En la base de un faro que se veía desde el pueblo, faro que allá en la noche alumbraba con reflejos de sangre la negrura de la tempestad y la furia de la espuma soberbia, saltaban los arcos de agua y se abrían en palmas brillantes.

Picaba el aire salino en la nariz con nervioso cosquilleo, alternaban en el aire ráfagas de bochorno y de frescura, y palpitaba en todas las cosas un germen de fuerza contenida, un impulso que aguardaba para surgir una voz de mando de la naturaleza.

Y las alas de nieve, los blancos abanicos del aire, seguían y seguían en ejércitos más nutridos, siempre con el mismo pausado movimiento, siempre acompañando el grito salvaje que era como el agrio preludio de la tempestad.

Algunas nubes esponjosas y claras, de esas que parecen de alumbre calcinado, corrían por el cielo llevadas en alas del aire, ó iban proyectando su sombra sobre los caseríos lejanos, sobre los árboles que removían sus hojas asustadas como presintiendo un rudo combate, sobre las huertas simé* tricas donde la noria dejaba oir el penetrante chirrido de las ruedas, sobre los paseros con los últimos racimos tendidos á secar, y sobre la orla de los cañaverales, que ácada empuje del viento desentumecíase como la ola, diseñando series de curvas elegantes.

Cada vez que una de esas sombras pasaba sobre aquel diluvio de alas, éstas adquirían todos los blancos diversos, desde el vivo del clorato de potasa hasta el mate del carbonato plúmbico.

Y siempre iban desfilando las aves, siempre salían en nuevos y apeñuscados ejércitos del mar.

Rosalía, en fuerza de mirar la agitación de blancura, se había acostumbrado al deslumbramiento.

Sus 'ojos habían adquirido esa vaguedad que da un pensamiento fijo, una constante pena; orlados del nimbo de tristeza que suelen tener los ojos de los locos, nimbo como un sutil sombreado de luna, echaba la vista sobre las alas y la dejaba cabalgar é ir flotando con ellas.

Mecida su alma de este modo, pensaba con pena que habría de tener por fin que aceptar la proposición que le hizo Bernardo la última noche en la reja, que tendría que sor depositada ante el juez y los padrinos en una casa de su confianza hasta tanto que llegara el día de su boda.

Hacía esfuerzos inauditos por soportar el trato de su padre y por dominar la propia pasión; pero así como su vista flotaba inconsciente en la fiesta de blanco de las alas, así su pensamiento flotaba siempre en la fiesta de azul del amor.

Estaba presa por el corazón, por los ojos y por el cerebro.

Maniatada de espíritu, habí a agotado todas sus fuerzas y era casi una autómata de la pasión.

La modestia de Bernardo, sus actos de hombre serio y de honor, su tesón que denotaba lo que tanto gusta á una mujer, un carácter, y su hosquedad misma, en el fondo de la cual había algo del afecto tierno y ruboroso que tome manifestarse, se habían metido en su alma sin que ella fuese parte á evitarlo, y comprendía que no podía ser de otro hombre, sino solamente de aquel que la amaba casi con la cortedad de confesárselo.

Bien veía y consideraba la pobreza del mozo y calculaba que el recio ejercicio del mar, á que especialmente se dedicaba, no era suficiente á rendir lo necesario para una vida sin desvelos;

pero el amor desconoce los números, y en torno de la llama que había elevado en su pecho, ardían, retorciéndose, las débiles mariposas de sus ideas.

No quería, sin embargo, dar un mal paso, conducirse de un modo que pudiera deslustrar su decoro, dar disgusto alguno á su madre, por la cual sentía misericordia infinita porque era más desgraciada que ella.

En su apuro no hallaba otra salida que aceptar la idea del sacorio.

Aceptarla; pero ¿cómo decírselo á su madre?

Si Rosalía se iba de su lado, ¿qué sería de la pobre vieja, sola en aquellas estancias, oyendo siempre las interminables reprensiones del esposo?

Por un momento creyó ver á la infeliz abofeteada y tirada por tierra, y sintió que se le removían de sentimiento las entrarías.

La visión fué rápida y perfecta.

El padre la cogía del cabello y la arrastraba por las losas, como una noche le vió hacer Roealía, con sobrehumano espanto de su alma; oyó que su madre invocaba su nombre, pidiendo auxilio; y al considerar que, ausente de su casa, habría de dejarla morir, sintió que le crujían los huesos y que un nudo angustioso ponía una tenaza de hierro en su garganta.

Corrieron de sus ojos las lágrimas y declaró á la soledad su tormento.

¡Qué triste vió entonces la agitación de alas blancas pasar con su deslumbramiento cándido ante ella!

Todo lo que descubrían sus ojos, la huerta que recogió tantas inmotivadas risas de su niñez, el estanque en cuyo fondo vió por vez primera reflejado el misterio sublime de los astros, las vides de Septiembre con su corona mustia de la cual se empezaban á caer las esmeraldas, los paseros sobre cuyos lienzos vió caer tantas veces la fantástica luz de la luna, todo trajo los recuerdos de horas pasadas á su mente, y el patrio amor y el maternal cariño se fundieron en un solo raudal do llanto en su pecho.

Adiós, si se ausentaba de su madre, las serenatas de los ruiseñores á su reja, adiós los florecimientos de los rosales al llegar con su diadema do capullos de almendro la primavera, adiós el cielo quo cobijó su casa, desdo cuya portada deletreó en las noches de fcstío la palabra do Dios en las estrellas.

Desatado el raudal de su pena, lloró invómil y callada hasta desahogar el oprimido pecho.

Junto á la reja seguía, fuera, ensartando palabras como hilus de falsos corales, el segundo pretendiente de Rosalía, que tomaba por parapeto á la idiota para echar los ojos encima á la hija del tío Justo.

Los ojos que buscaba Primores, estaban poseídos del espectáculo más sublime que puede haber en ellos: los bañaba el raudal puro y silencioso de las lágrimas.

IX: CONTRA VIENTO Y MAREA

No solamente en el pueblo se ponía todo saltando para recibirlas fiestas de la Virgen y so fregaban en cada casa vasares y peroles; también en la playa se sacaban los últimos copos del mar, y se hacían apresuradamente las faenas que anteceden álos días de huelga en honor de la patrona.

Únase á esto los preparativos contra el temporal en toda la costa, el afianzamiento de casetas á los puntales fijos en la arena, el guardar levas y maromas, y todas las tareas que los pescadores de Guedeja ejecutan con la alegría de quien va á dar la espalda al trabajo durante varios días, y se tendrá idea del hervidero de vida, de los cantos, del bullicio que animaban la orilla del mar hacia donde Rosalía dirigía las miradas.

Empezaba á caer la tarde.

Las maromas más lentas, tiradas por forzudos barqueros que clavaban los pies con resistencia de cariátides en el suelo, traían ya amarrados á sus puntas y pendientes de largos rosarios de corchos los copos henchidos de peces, que al salir al borde del mar se revolvían como deslumbrantes montones de plata.

Sólo una barca entraba mar adentro cuando salían espaciosamente las demás.

Lra la de Bernardo, que iba en compañía de su gente.

Había sacado el mozo por la mañana considerables arrobas de pescado, pero su idea fija y tenaz, la idea del sa-corio de Rosalía, y el considerar que si le verificaba habría de casarse á más andar, y todo el dinero sería poco, le impulsóá tender de nuevo las redes para sacar nuevo producto y gastarlo en los preparativos de boda.

Ignoraba Rosalía la decisión de su novio. Le había visto pasar no lejos de su casa, ya terminadas sus faenas, y estaba segura de que el barrunto de tempestad no era voz de previsión para Bernardo.

El arrostraba á conciencia la ira de las olas como la arrostraban sus compañeros; pero ¿quién había de retroceder, conocida la resolución do Bernardo?

Con el mismo desprecio con que juegan los pescadores sus escasas monedas á las cartas, juegan diariamente la vida entre las olas.

Un golpe de agua más dentro del casco, bajar unas veces más á los abismos trémulos y montar en las crestas furiosas, es para ellos dar varias chupadas más ó menos al cigarro.

Saldrían bien de la lucha, como habían salido tantas veces.

¡Eoó, eoó!,—gritó de un modo acorde, metiendo los hombros al casco, la patrulla de hombres, y la barca rosbaló sobre las traviesas y quedó flotando en el agua.

Cayeron los remos hacia afuera y se movieron como las patas de un reptil; púsose uno de los barqueros en el timón; empuñó Bernardo con sus manos duras el largo punzón de madera que apontocó en el fondo del agua varias veces mientras corría por un lado de la barca, y ésta empezó á bailar sobre el penacho blanco de las olas.

—¡Sos vais á arrepentir!—gritaron varios de los que tiraban de la tralla, presintiendo lo que no dudaban ya los tripulantes, que habría lucha y tempestad.

Algunos volvieron los rostros para mirar con estupor aquel casco lleno de héroes que se perdía mar adentro, y nadie volvió á ocuparse del asunto.

Picaba el sol, ya bastante derribado del zenit, y las nubes, blancas como de día de bochorno en el Mediodía, se ensombrecieron y tomaron un cariz sañudo, como el de unas cejas que se juntan antes de que relampagueen de ira los ojos.

Era lo que aguardaba todo el pueblo; los pescadores apresuraron sus faenas en la playa.

—¡Tira, que viene encima el agua!

—¡Tira, tira, que ya sale el copo!

—¡Tira, tira!—gritaban con su voz caracterísiica los barqueros y doblaban el cuerpo de bronce bajo la cuerda que iba enredada á las maromas.

La serie de figuras tostadas clavando los pies en la arena y dibujando sus escorzos violentos, daba magnífico tono de fuerza al cuadro que se destacaba á lo largo de la costa.

Un vocerío de entusiasmo, un clamoreo de victoria por el copo que se aproximaba repleto de peces, una á modo de oración salvaje acompañada del canto del mar, que salía de todas las bocas, subía por la atmósfera, cargada de electricidad, y se derramaba por las playas como un acorde religioso.

Quien no haya visto este momento del mar, este instante supremo en que el pescador presiente la carga de peces que arrastra y se deshace en himnos de gracias á la Virgen que desde una gruta de rocas mira las tempestades y las bonanzas, no ha sentido la emoción profunda de las playas ni ha oído la oración sublimo del mar.

Los hombres que en su trato brutal y en su lenguaje fiero arrojan por los labios como un caño de inmundicias el idioma, los mismos que hacen relampaguear la faca en medio de un derrumbamiento de copas en la taberna, y que atraviesan un pecho en un arrebato de pasión, llegan al más puro arrebato místico cuando las redes se acercan con su carga de riqueza á la costa.

Una excitación á agotar el último esfuerzo, un llamamiento al vigor dormido en brazos de musculatura soberbia, un contagio delirante de alentarse, de trasmitirse el entusiasmo por el éxito do la tarea, se oye á lo largo de ja playa, donde, á las cuerdas que sa-en paralelas del agua, van amarrados os hombres á modo de notas al pentagrama, exhalando cada cual su canto y su armonía.

De pronto, una visión de fuego en medio de la tarde triste, una llamarada inmensa de electricidad, incéndia el horizonte y antecede al zumbido de un trueno que se queda rugiendo en la distancia.

Por los desgarrones de un nubarrón terrible pasan algunos rayos de sol en forma de varillaje, y dan toques do oro a las crestas.

Luego el abanico se cierra y la noche se anticipa vertiendo negruras v tristezas de crepúsculo.

Algunas gotas empiezan á clavarse como saetas en la arena.

Son gotas cálidas, anchas, esponjosas y crujen en la tierra como besos irritados del cielo.

Un vibrante rasgo azul, de una viveza ofuscadora, parte el fondo del horizonte y deja ciegas las retinas.

Ls que la tempestad arroja su vaho de fuego en el espacio.

En el pueblo recorren las calles, al empuje de la ventolera, los trozos de papel que giran en espirales extrañas, los fragmentos que el huracán saca de sus resquicios para que bailen la danza siniestra del naufragio.

Las mujeres corren, presintiendo un no frecuente temporal, á la explanada desde donde se mira toda la extensión que ocupan los pescadores.

Algunas, puesto en el cuerpo un saco hecho jaique, bajan á la playa á ayudar á sus maridos para que no les sorprenda el aluvión en la ribera.

—¡Si será como el de ogaiíazo el temporal!—clama una mujer mientras se santigua en medio del esplendor de un relámpago.—¡Si será como aquel que dejó rotas las barcas en la costa y mató al hijo de la Petra!

—Calla, mujer.

—Es que siempre ha de haber alguna borrasca en vísperas do las fiestas de la Virgen; parece que es castigo de Dios por los abusos de estos días.

—Mientras no esté en la playa su hijo de usté...

—¿Bernardo? Sacó su copo hacia la mitá del día y estará escondío en la taberna. Pero aunque no sea mi hijo, considera el estrozo de las olas y que alguien pué haber en el mar.

—Nó, porque naide habrá salió.

—¡Tía Frasca, tía Frasca!—resolló con los carrillos destilando sangre, á causa de la carrera, un rapaz que llegaba al grupo de las dos mujeres.— Su hijo de usté ha salió á echar la barca y está en la ma con la gente.

—¿Mi hijo? ¿Qué dices?

—Si, yo mismo lo he visto y toa...

—¿Qué?—exigió la mujer, echa un ascua de viva, porque el viento borró las últimas palabras del muchacho.

—Que lo he visto con toa la gente en la playa.

—Pero si echó esta mañana la barca.

—La ha güerto á echar otra vez.

—¡Dios de Dios!—rugió con expresión de loba la madre.—¿Pero lleva ya rato dentro?

—Debe es... vuelta.

—¿Qué? Habla, habla.

—Que debe estar ya de vuelta.

Giró la mujer sin oir más palabra y sin sentir los porrazos de las gotas en su cuerpo, hacia la esplanada, y tendió una mirada horrible, inmensa, sobre el mar.

Más veíoz que el telégrafo la desgracia, corrió por el pueblo la noticia de que Bernardo, se hallaba corriendo la borrasca, y todo el mundo se interesó vivamente por el mozo.

Rosalía dirigió los ojos ala playa con ansia extraordinaria, infinita.

Sintió un deseo súbito de salir co rriendo á la orilla y desafiar la furia de las olas.

Con las manos agarradas al marco de la puerta, quedó abierta en cruz y absorta en el peligro.

Las crestas doblaban ya á una grande altura sus blancos penachos con la majestad de las sublimes borrascas del mar.

Blancos degajamientos de espuma florecían el dorso de la onda, que verde y turbia formaba un arco gigantesco, y lo derrumbaba con estrépito bronco y formidable.

Las lenguas rumorosas se abrían y alargaban más allá del límite marcado á su carrera.

No es como en la costa cantábrica la faena de echar la red en el Mediterráneo.

En éste ocupa la tripulación el casco, intérnase mar adentro, y á media lengua de la costa, regresa la barca, soltando tras de sí, primero la malla que queda sujeta de corchos flotantes, y después las dos maromas atadas á la malla, de lars cuales tiran desde la arena los jabegotes enredando en ellas la tralla.

Bernardo adelantó á golpe de remo la media legua, pero afponer la popa á África y la proa en dirección del pueblo, barrió una ola deforme dos remos de manos de los pescadores y azotó el casco combatido; otro golpe de mar arrancó el cerebro á la barca, el timón, y quedó hecha una autómata del agua.

Empezaron aquí las angustias horribles.

Bernardo, como tallado en la barca, dirigía las maniobras del remo, trasmitiendo á todos su presencia de ánimo.

—¡Eó, eó!—gritaba sometiendo á un ritmo salvaje el moverse de cada remo, hasta arrancar el compás de aquellos cuerpos vibrantes.

Pero los palas azotaban á veces el vacio en las concavidades que descubría el mar tremendo, y otras veces chocaban de pronto con la masa ingente que impulsaba el casco y lo lanzaba al cielo, subiéndolo por el filo de una cresta.

Desgarradas las camisas bajo las cuales los pechos so hinchaban con aspiraciones soberbias, remangados los brazos que ensenaban la anatomía de bronce, chorreando agua salobre por los cabellos retorcidos y crespos y siempre con un eco gutural en las gargantas, con una especie de ¡burra! frenético, do excitación delirante, defendíanse los hombres de las fauces del abismo, que á cada momento les daba nuevo avance, derrumbando una ola sobre la barca.

—¡Eó, eó!—gritaba siempre Bernardo, como si fuera la conciencia de los remeros puesta de pie ante sus ojos.

Las mecidas trágicas de la nave veíanse desde la costa cuando los hombres montaban una cresta.

—¡Miradlos, miradlos!—gemían con acento de compasión infinita al contemplar la instantánea visión desde las rocas.

Luego corría el clamoreo por toda la playa, donde la gente se encaramaba sobre las piedras.

La Frasca enredaba las manos á sus cabellos para tirar con fuerza desesperada, pero no sentía dolor alguno: el dJor de su alma borraba todos los dolores de su cuerpo.

Al querer abrirse paso por las olas, el mar, como si ella no fuese mujer ni madre, la envolvía, la arrollaba y la escupía como un salivajo á la arena.

Los remeros, en medio del naufragio, veían ya con el desencajamiento se ojos del delirio, pasar los velos de algas flotantes como ropas desceñidas de náufragos, los remolinos de espuma hervidora que se hundían corno bocas bajo ellos, las paredes de agua altas y espesas, que de súbito se trocaban en abismos horrendos.

—¡Eó, eó! —gritaba siempre Bernardo, clavado en el centro de la nave.

El mar atrajo como un imán todo el pueblo.

Rosalía acudió también, saliendo por la puerta que daba al campo, en la cual se había quedado de pie al oir la noticia de su novio.

Solamente no acudieron á la playa la señora Prudencia y el tío Justo, la una por no permitírselo su estado de salud, y el otro porque daba gracias al mar, que de un modo súbito iba á quitar de en medio á quien impedía que su hija contrajera matrimonio con el de Cumbrales. Quedóse ajustando sus cuentas, sin pensar en que Rosalía fuese capaz de ir, devorada por el suceso, á la playa.

La infeliz miraba con ojos acrista-lados la extensión marina erizada de olas enormes, y cada vez que un penacho alzaba en alto la barca, lanzaba un grito horrible y se cubría el rostro con las manos.

Apartada del resto de la gente y de pie inmóvil en una roca, llevaba con los ojos, con el corazón, con su ser todo, cuenta de los menores incidentes del naufragio.

A uno de sus gritos volvió la cara toda la gente.

—Ved; Rosalía es, Rosalía que mira la desgracia de su novio.

—¡Oh!—clamó con lástima infinita el cuadro entero.

—Ahora podrá el padre casarla con uno rico—dijo una mujer, indignada.

La nave asomó de pronto cuando nadie menos la esperaba, á una distancia de la playa que sorprendió á todos por lo corta.

Un clamor sublime dominó el estruendo del mar.

En seguida la ola misma llevóse mar adentro la barca.

En ella eran ya los hombres, más que remeros, visiones.

De un mouo mecánico movían per-pétuamente el remo y obedecían el ¡eó, eó! como un ¡hurra! valiente de Bernardo.

El desgajamiento de una ola deforme, colosal, echó entre uno de sus pliegues el casco á la orilla, que se volcó al encallar en la arena.

Los hombres cayeron en tierra, con el respirar de un ahogamiento espantoso.

Bernardo seguía clavado en la barca.

Acudieron á rodearle hombres, niños, mujeres, cuanta gente presenciaba atónita el suceso, y antes que nadie, la madre de Bernardo, y Rosalía.

Ambas, con los ojos agrandados por la emoción, alargaban los brazos para recibir en ellos al héroe y hacerle bajar hasta la arena.

—No paece sino que uno no tiene pies pa tajar—masculló hoscamente Bernardo, con vergüenza de que le prestaran auxilio mujeres, y rechazando á ambas, saltó del bordo del casco á la playa.

Todo el mundo se postró entonces de rodillas para entonar la oración de los pescadores después de la salvación de un naufragio.

Al estruendo del trágico que seguía dando tumbos en la arena, se entreoyó á la última angustiosa luz del crepúsculo, entre las rachas furiosas de la tempestad y el valiente acorde de las olas:

«Salve, María, faro sublime, luz de las playas, reina del mar...»

X: LA CONJURA

Por la noche hubo más palos y más malos tratos que nunca en casa del tío Justo.

—¡Haber ío esta mala hija—decía el viejo, con la puerta atrancada para que no se oyeran desde la calle las voces,—haber ío esta tunanta detrás de ese pescaorcillo porque tuvo un mal tropiezo en las olas! A fe que si yo me muriera no habrías de tomarlo tan á pecho. ¡Valiente hija de su madre! Nó, pues lo que es de mí no se burla ninguna...

Y una bofetada dada en la belleza de aquel rostro, donde tenía su más puro altar la modestia, fué la señal de Ja elocuencia persuasiva del hombre.

Se echó á llorar Rosalía de sentimiento, no del dolor que le produjo la mano del bruto puesta á modo de pezuña en su tez.

—Aquí se ha de jacer lo que yo mande y me se ha de obedecer en tó.

No valia más sino que una mala pécora me trajera de cabeza con su conduta puerca y desvergonzá.

Por lo visto, no has tomao bien de memoria lo que te tengo dicho: no has de salir á parte ninguna, no has de asomarte á la reja, no has de prestar oío á las palabras de ese tunante.

Y cuenta que si no lo jaces, con estos cinco con que te dao la primera, te he de dar...

La señora Prudencia paró en sus manos la nueva bofetada que iba dirigida á su hija.

Esta, aunque vió que iba para ella el golpe, sufrida y resignada, ni hizo ademán siquiera de evitarlo.

—Hombre, no ha hecho mal en ir á la playa, que está un paso, á ver si podía prestar auxilio á alguien. A la playa fué todo el pueblo, por lo mismo que se trataba de un naufragio.

—rEs que ella iba en busca del novio, en busca de ese á quien no ha querío tragarse el agua y nos hubiera dejao en paz.

—Hombre, Justo, marido, deja á la muchacha y no la trates de ese modo. ¡Válgame Dios con tu rigor! ¿Hace ella algo que no sea bueno por acaso? ¿Hace ella...

—No vengas con sermones esta noche, porque juro á Dios que á ti y á ella os he aplastar bajo mi puno. Eso faltaba: que vinieras tú ahora á defender como siempre sus fechorías y á darle alas pa que vuele.

—No parece—respondió en el mismo tono maquinal y doliente la mujer —sino que ha llevao siempre una mala conduta tu hija; no parece sino que es el baldón de la familia, cuando es un ángel la pobre, una mujer de su casa como pocas.

¡Hombre, Justo, por Dios, no digas semejantes cosas, que si alguien te las oyera podía creer que eran verdá.

—¿Con que me dejas por embustero? ¿Con que te propones esta noche agotar mi paciencia? Mira, Prudencia, que me quea muy poca, mira que no te quiero pegar, y mira que te voy á arrastrar otra vez por el suelo.

—¡Jesús, qué noche, hombre; Jesús, qué noche! Bien podía hacer la Virgen el milagro de volverte el buen humor.

—¿Luego eso quiero decir que soy un furioso, un loco que doy malos tratos á mi familia? Ven acá, mala vieja, que vas á ver lo que es bueno.

—¡Nó, padre! ¡nó! ¡nó!—gritó horrorizada, yendo al encuentro del hombre Rosalía, á detenerle la mano con que hizo acción de coger á la inteliz

Prudencia por el pelo. .

Un golpe dado en la puerta, seguido de un traqueteo formidable, suspendió la acción terrible del avaro.

Aplicó éste el oído en medio de un repentino silencio, y percibió el correr de un pelotón de chiquillos que habían estado oyendo la riña.

Una voz, sin embargo, que no era de niño, sino bronca y dura, dijo desde fuera, sopeando las palabras por el ojo de la cerradura:

—¡Ladrón, lobo, mal padre!

Era un mozo de los varios que, sospechando la gresca que habría de armarse en casa del tío Justo por la bajada de Rosalía á la playa, habían ido á rondar la casa, por si llegaba un momento supremo.

Alejo fué el de la voz.

No apretó á correr como los muchachos, antes bien, permaneció clavado en la puerta, por si salía ei viejo y había que cascarle las nueces.

Los dedos del mozo, aquellos que partían, oprimiendo las yemas del pulgar y del índice, las almendras, no tuvieron que triturar ninguna costilla.

El silencio duró un minuto seguido dentro de la casa.

El viejo hacía sus trabajos de inquisición cuando nadie podía oir los lamentos, pero en el instante en que sospechaba que alguien podía oir las ruedas del tormento, suspendía la tarea para continuarla en mejor ocasión.

Alejo indagó con el oído á través de la cerradura, y nada pudo escuchar: el mar únicamente seguía con su trajín de cíclope en la playa imponiendo su canto bélico á la costa.

Fuése el mozo, seguido de los que le acompañaban, á la taberna, que era ateneo, café y círculo de Guedeja, y luego de echada una ronda por cuenta de Alejo mismo, clamó éste con algo de aire tribunicio que le comunicaban el caso extremado y la indignación de que se hallaba poseído:

—Esto—dijo—es menester que acabe. En el pueblo no es posible que queramos verdugo, porque aquí no hay á quien llevar al tablao.

Si ustedes me ayuan y Bernardo quiere, se arman los preparativos de sacorio, y el que ha de ser su novio que se lleve á Rosalía y la libre do manos de ese bribón.

—Pero ¿qué ha habío, muchacho, qué ha habió?—preguntó en tono de chismorreo la tabernera, á la cual se le alegraron los ojos así que oyó que se trataba del noviazgo que era ya el tema constante del pueblo.

—Na—contestó un mozo largándole dos buenos pares de tragos al vaso; —que ese marrajo se ha empeiiao en matar á Rosalía.

—¿Su padre?

—Su padre, sí, que le vamos á dar un susto gordo si sigue ofreciendo ese espetáculo al pueblo.

—¡Ay, jacen ustedes bien! Una moza como una plata—añadió la escanciadora de copas,—una moza que no tiene naide por qué ponerle pero, y ese indecente la maltrata como á un presiario.

—Hay que ver lo que se jace—dijo recogiendo su roto discurso Alejo;— hay que ver, ó de espantar á ese ave-chucho de Guedeja, ó de que se prepare el sacorio si están conformes las partes.

Tú, Caetano — dijo dirigiéndose á uno de los mozos presentes,—llégate y dile á Bernardo que venga.

Como si fuese cosa de comedia, asomó en aquel instante el exnáufrago, tan impasible y sereno como si nada le hubiera sucedido.

—Manuela, arrima un vaso más á la ronda—ordenó el que guiaba la conjura, á la dueña del circulo, y ocultando el mozo el caso de los palos de aquella noche á Rosalía,

—Te había mandao llamar—añadió —pa proponerte una cosa que píe too el pueblo.

—Tú dirás.

—Que estamos toos dispuestos á ja-cernos de caballos, á hablarle al juez y á ayuarte á que saques á tu novia. Ese bárbaro del padre la va á matar el día menos pensao.

—¿La tocao hoy quizás al pelo?

—No losé, pero si no es un día, otro, ese mal alma la va á quitar de en medio.

—Si es que no le quito yo antes á él —respondió de un modo bastante seco Bernardo. .

—Pa evitar eso es pa lo que queremos hablarte; que te lo digan, si no, los presentes.

¡Asín es!—respondieron en confusión los que se hallaban en la taberna.

—Tú debías decir que sí—atravesó en la conversación la dueña del tugurio,—debías recoger el ofrecimiento que te hacen los mozos, ponerte de acuerdo con Rosalía pa la noche que había de ser, y sacarla pa acabar de una vez de verla sufrir.

—Eso es lo que decimos toos—añadió el partidor de nueces, dando con el puño en la mesa.

Tú tienes al pueblo de tu parte, al juez, á los amigos: ó sacas á tu novia antes de dos días, ó ese perro ladrón se va á quear sin alguna costilla.

Y como tuviera Alejo en las manos una ficha de dominó, é hiciera ademán de partir, la ficha cayó de sus dedos hecha dos pedazos, que reconocidos se vió que eran las dos partes iguales del blanco doble.

—Eso es el tío Justo pa mí—agregó viéndolas el mozo,—un blanco doble que no tió ni siquiera media manguzá de mi mano.

¿Queamos conformes en que acetas?

—Hablaré, á ver— dió por toda contestación Bernardo, siempre sobrio en echar las palabras del cuerpo.

—Entonces—peroró Alejo de nuevo,—esta noche damos una música á Rosalía; tú mientras, hablas con ella por la reja, y si el padre gruñe, por la cuenta que le tiene, oirá la parranda con pacencia. ¿Qué decís,muchachos?

—¡Que sí, que sí!—se oyó en diferentes tonos de voces en el fendo del tugurio.

—Venga otra ronda por mi cuenta —repuso Bernardo, que sabia quedar en todo caso como el primero.

Chocaron nuevamente las copas, alegráronse los ojos con el entusiasmo y con la fuerza del vino, pidió uno la guitarra, otro descolgó los platillos, arrancó otro con la concha una sarta de notas árabes á la bandurria, y echóse la parranda á la calle para dejar en el santuario de cada reja una copla.

Bernardo fuese á rondar la casa de Rosalía para hacerle la señal de los casos extremos, con la cual sabia la mujer que tenia que salir á la reja.

Alejo dió comienzo á las coplas de la parranda, y lanzó con voz fresca este cantar, interpretando el estado de ánimo de Bernardo:

¡Cuando quedrá Dios der cielo y la Virgen de la luz, que tu ropitay la mía las guarde el misino baúl!

XI: MURMURACIÓN EN LA IGLESIA

—¿Conque mayordoma, doña Hortensia?

—¿Ha visto usted, doña Ana? ¡Casualidad como ésta de salir mayordomas el mismo año!... '

—No es malo para que luzcan las fiestas de la Virgen; buen tiempo durante la vendimia, muchas cajas de pasas que darán de sí buenas onzas, y alegría y juventud en el pueblo; si éste no es un buen año...

—Asi lo creo, y aparte del temporal que tal susto nos dió, no frecuente en esta costa, el tiempo esiá que ni do perlas; hoy ha amanecido un día hermoso; echa chiribitas el sol.

—La Virgen no podía portarse de otra manera; sabiendo lo que se divierte Guedeja en la fiestas, ha querido decir allá van dias de oro.

—Tras una noche de borrasca, porque mire usted que la hubo y buena anoche, no sólo en la playa, sino en casa de ese avaro que Dios confunda.

—¡Ave María purísima! Mujer, que estamos en la iglesia.

—Es verdad. Pero yo lo sé por mi hijo, que fué de los que corrieron también el temporal.

^-¿Cuál, el de la playa?

—Nó, el de la fiesta. Dieron anoche parranda, como usted sabe, á Rosalía, y fué con el objeto de que hablara, mientras, con ella, Bernardo y arreglara qué noche habían de llevará término el sacorio.

—Pero ¿qué, la saca?

—Tras de eso anda; más diré á usted, doña Hortensia; pero por Dios que es un secreto todavía, y de saberse llegaría á oídos de ese condenao de tío Justo y vendrían los planes por tierra.

—Pierda usted cuidao.

—Verá usted... Mas tome usted asiento en esta silla, y adornará más descansada ese lado de las andas; esta costumbre de que las mayordomas vistan de flores y telas las andas de la

Virgen y le cuelguen sus hileras de campanitas de plata, á mí no me disgusta.

—Ni á mí, pero siga usted con su cuento.

—Historia y muy historia, doña Hortensia.

Verá usted. Mi hijo, como he dicho, era de los de la parranda; por él sé que se han propuesto todos los mozos, ó ayudar al sacorio de Rosalía sin que se entere el padre, ó matar á disgustos á ese bribón que quiere dar fin de la muchacha.

—¡Mire usted que á lo que ha llegao ese escándalo!...

—Pues á más tiene que llegar todavía, usted no sabe... Pues verá usted.

Bernardo fué y habló primero con Rosalía por la reja, aprovechando un descuido del bribón, que no la deja á sol ni á sombra.

No se habían acostado en la casa del tío Justo, y por eso pudieron cambiar algunas palabras.

Terminaban ya la plática, señalando día y hora para el sacorio, cuando sin que hubiera necesidad de que los mozos avisaran con coplas á Rosalía de que Bernardo necesitaba hablarla (pues que lo hacía en el momento), desembocó en la calle cerca de la casa la parranda, y ¡Dios mío de mi alma! no sé cómo fué, pero al ruido acudió á la reja el tío Justo y cogió á la muchacha hablando con el mozo.

¡Jesús! ¿Y quó hizo?

—A eso voy. A Bernardo no pudo hacerle nada porque tenía los hierros como defensa, pero á ella la cogió de un brazo y del primer tirón la hizo dar de boca contra el suelo.

—¡María Santísima! ¡Qué hombre!

—Eso dijo la pobre madre, que acudió á los gritos y á los ayes; pero ¿sabe usted, doña Hortensia, lo que hizo entonces ese mal alma? ¡Si es un condenao! Fué y derribó también de un golpe terrible á la infeliz.

—¡Dios debía hacer un milagro con hombres tan malos como ese!

—Ya puede usté suponerse el jaleo, las voces, el escándalo, el barullo que se armó en la calle con este belén.

Hubiera seguido hasta no sé qué hora de la noche, si á uno de los mozos no se le ocurriera un ardid que acabó de un modo doloroso para el tío Justo, pero que puso remate á la escena.

—¿Y qué fué ello, doña Ana?

—Cuando más engolfao estaba el bribón sacudiendo manotadas á su mujer y á su hija, Alejo va y llama á la puerta y dice:

«¡Abra usté á la justicia!»

Inmutóse el de dentro al oir que llamaba á su puerta tal huésped á tal hora, y no sé si maquinal mente, no sé si empujado por su misma conciencia, hija mía, lo cierto es que quitó el hombre la tranca á la puerta y puso de par en par las dos hojas.

—¿Y entonces?...

—Gomo la argucia de Alejo era solo porque quería darle al padre dos palos...

—¿Qué? .

—Que se los dió; pero no fueron solamente dos palos de padre, fueron de padre y señor mío. Le presentó primero el garrote, como si fuera la vara de la justicia, y le dijo: «¿Reconoce usté en este bastón á la autoridad? Pues con él le sacudo á usté dos estacazos para que no se los dé usté todos á estas infelices.»

La mayordoma que oía, hacia el final del relato, ya ni escuchaba, ni miraba, ni hacía cosa alguna más que abrirse literalmente de risa y limpiarse las lágrimas con el pañuelo, imaginándose representada la comedia sugerida al mozuelo.

—¡Ay, qué dos palos tan bien daos!

—decía.— ¡Qué dos palos daos con tanta gracia!

-—Porsupuesto—agrególa relatante de la historia—que cuando se sepa el sainete, el pueblo en masa va á aplaudir el donoso engaño de Alejo.

Lo que hay ahoraes q ue toda la familia del tío Justo, que es muy lar^a Stí ha puesto contra Bernardo, que es el causante de esto, y parece que en la procesión va á haber sus carreras y hasta sus linternazos. Todo porque quieren, con el avaro, que Rosalía ó case con Antolín ó con Primores.

Sólo eso faltaba para que llegase á su colmo el escándalo.

—Pues mucho me equivoco ó algo ha de haber de ello. El rosario de la Aurora pienso que va á ser este año lo mismo que el que cuentan que acabó á farolazo y á bofetada.

—¡Doña Ana, por Dios, que estamos en el templo!

Así nos librará, si estamos en él durante el rosario, de que nos dé algún farol en la cabeza.

_ \ diga usté—preguntó la compa ñera, que parecía quedarle aún más ganas de chismes, —¿ese Primores no dicen que anda también tras de Rosalía?

—¡Valiente zángano! Ni ella lo puede ver, ni en el fondo él lo siente pizca, porque para él no se ha hecho el sentir cosa alguna, y no obstante está, siempre que se presenta ocasión, dando jarabe de pico á la mozuela, la cual, si no lo ha espantado ya de su casa, es porque el tío Justo tiene afición á la herencia, bastante buena, de Primores.

—Pero usté está enterada do todo, dona Ana.

—No me gusta andar de ceca en meca ni de llerodes á Pilatos, oliendo aquí y fisgando allá, como hacen otras que jamás cesan de darle al talón en provecho de su curiosidad; pero oigo, y veo, y comparo, y junto cosas y dichos, y el resultado es que no se me escapa nada.

Vaya que no se ha fijado usté en una cosa.

—¿En cuál?

—En el mono que viene de Iznayas á hacer sus visitas á Rosalía, en An-tolin.

—Si que lo he visto, pero no sé con con quó fin viene.

—Toma, pues estará usté tonta. ¿No ve usté que ata el caballo á la reja de Rosalía?

—Pero el padre de ella...

—¡Ya! ¡ya! El padre se decidirá por el que tenga más dinero; me huelo que el lío Juslo vola por el do Iznayas.

—¿Y ella, votará?

¡Quiá! Ella es de Bernardo y de nadie más.

—Pero... una cosa se me ocurre, doña Ana.

—Veamos.

—¿Vendrá ese mozo de Iznayas por Anita?

Esta vez tocó á la mayordoma más chismosa abrirse en canal de risa, al oir el original despropósito.

—Pero hija—luchaba por decir doña Ana entre bascas horribles de risa, —pero hija, si Anona necésita un novio como un gigante; ese se le... ese se le perdería...entre las manos. ¿No se ha fijado usté en él? Si debe de ser tan poquita... tan poquita cosa...

Viendo el sesgo picaresco que tomaba el diálogo en la propia casa de Dios, doña Hortensia, más mogigata, no más religiosa,

—Pero doña Ana, pero mujer—decía,—que estamos dentro de la iglesia, repare usté...

Por fin pasó la crisis nerviosa y vino la necesaria reacción.

Las andas, durante el diálogo, se habían ido vistiendo de preciosas telas y flores, y aparecieron al cabo tan briliantes como si hubiera caído una primavera sobre ellas.

Sólo aguardaban á la imagen, que traída en hombros por los mozos desde la playa, ocuparía su esbelto trono, entre el nutrido tintineo, parecido á un llover de golas de oro, de las breves campanillas de plata.

XII: CONFIDENCIA

Y fueron los mozos por la Virgen, por la Virgen que invocaba el marino en las tempestades, por la santa pa-trona del pueblo, que había de dejar su gruta de rocas para ser paseada por las calles y parada á la puerta de losenfermos.

En estado de aparecer ante ella estaba ya la pobre Prudencia á causa de su padecimiento al corazón, exacerbado con las últimas penas; en estado do pedirle misericordia, como hacen los delicados de cuerpo, los afligidos de alma, los que llevan algún dolor grande y oculto.

Habían ido desapareciendo de la mujer ilusión tras ilusión, gracia tras gracia, como caen del tallo una á una las hojas do la flor.

Los anhelos de la vida, la esperanza de llegar á épocas más llenas de alegría y esplendores, todo había escapado de ella como huye el enjambre del tronco en que tuvo su miel y sus panales.

Su sér era ya solo un espíritu, un alma que paseaba, muda y triste, por aquellas estancias de su hogar desiertas de cariño.

En su mirar resignado y humilde, sin mezcla de nada de la tierra, flotaba la vaga expresión de lo místico y se notaba ese hundimiento de todo el sér, de todo el espíritu hacia vida más suave y hermosa.

Rezaba la infeliz á toda hora, y en sus labios, tibios y puros, era como una luz invisible la oración.

No sentía ya el dolor que despierta el golpe dado en la materia; calcinado su cuerpo por las penas y con toda su actividad de vida lejos del mundo, parecía una mujer distinta de la que recibía los tratos ásperos y rudos del marido.

Era ya una casi visión, una mujer casi mariposa, un sér todo luz.

La compasión sacudía, al mirarla, todas las cuerdas del sentimiento y excitaba á darle corazón, sangre, fuego, y á infundirle en las venas una nueva primavera de vida.

Gustaba la señora Prudencia de extasiarse en la contemplación de lo blanco, sin que ella misma se diese cuenta de ello: del mar, miraba la espuma y el nevado plumaje de las gaviotas; del cielo, las estrellas primeras cuando aparecen como blancos espíritus; del hogar, los cándidos muros; de las flores, los lirios de color de marfil.

Su cuerpo asentaba aún ambos pies en la tierra, pero su espíritu tendía ya á la flotación, como las espirales del humo y del incienso.

Reminiscencias de tiempos pasados, recuerdos que bullían con removerse de crisálidas en su mente, ráfagas lejanas de días felices, elevaban su sér á la presencia de las nuevas fiestas con sus rumores de alegría y su ambiente caldeado de luces.

—Yo no veré ya otras fiestas—decía;—mi cuerpo busca la tierra y mi alma busca á Dios.

Sólo deseo ver casada á mi hija, á la infeliz Rosalía, tan maltratada por su padre.

¡Qué sería de ella entregada en sus manos sin mi auxilio! La Virgen haga el milagro de que Justo consienta en casarla con Bernardo. ¿Quó más puede ella desear que un hombre de bien como es él? ¡Malhaya la ambición, que da vida tan triste á las personas! Que se case con quien ella desea, es á lo que aspiro antes de cerrar los ojos para siempre. Luego, que Dios no la deje sola en el mundo y derrame en su casa la gracia que no derramó en la mía. .

Lloró al llegar aquí la mujer lágrimas de amarguísima pena, y sintió oprimírsele la garganta por los sollozos.

Rosalía se acercó al lado de su madre al verla llorar.

—Madre, ¿por qué llora?—le preguntó echándose también á temblar su voz, como mariposa cogida por un ala. —¿Le pegó padre, es cierto?

—No, hija; pero pienso en tu suerte, puesto que pronto habré de dejarte; ya ves, tengo muchos años, mi vida so gastó demasiado á prisa.

—Pero ¿qué dice usté? ¡Dios mío! ¿Quó pasa?

—No to asustes, no es que vaya á morirme, pero es decirte que quisiera verte casada antes de dejarte, porque si quedas al lado de tu padre, ya ves el porvenir que te aguarda.

—¡Qué ideas tan tristes tiene hoy, madre!

—Si las mías, que soy vieja, son tristes, ¿cómo serán las tuyas, hija mía?

Pero ahora que ha salido tu padre, y no puede oírnos, quiero decirte una cosa.

—No deseo sino oírla.

—¿Tú estás enamorada de Bernardo? ¿Lo elegirías para vivir tu vida entera al lado suyo?

—También quiero yo hablarle de eso. Le quiero como á la persona que ha de vivir con una siempre, y le quiero porque es noble y bueno. No es rico, pero gana para vivir con su barca, y como yo no aspiro á mantones de los de cinco en púa ni á sayas bordás de perlas, me acomodo á lo suyo, y le doy mi alma y mi vía. Decir esto no es acarrear malecencia, cuando se dice la verdá.

—Así quería yo oirlo de tí para que veamos el modo de convencer á tu padre de que deje á Bernardo entrar en la casa.

—Eso sí que no lo hará nunca. Bernardo, anoche, me ha propuesto un modo de salir bien; yo, como quería acabar estos escándalos, y no sabía si tendría mejor ocasión de hablar con él, jice buen semblante á lo que me dijo.

—¿Y qué te dijo?

—Me propuso un sacorio con toa la formaliá y buen ver de justicia y padrinos. Si no place á mi madre esto, jaré á Bernardo que me devuelva mi palabra.

—Siempre que teconduzcascomo sabes, como siempre te has conducido...

—No reciba pesadumbre, que me ofende si otra cosa pensare de su hija. Bienafortuná yo que alcanzo la con-sentiá de mi madre: sabré portarme á su gusto y al mío.

—Cosa frecuente es entre las personas de más principalidá del pueolo el sacorio cuando las familias se oponen al casamiento; no he de oponerme yo al tuyo, cuando hasta me parece, Rosalía, que pocas veces más te veré.

—No me dé pena, madre, y seque el llanto. ¡Quién sabe si dentro del tiempo perdonará mi padre, y volveré otra vez á su lao!

—Nó; me da el corazón que hemos de separarnos para siempre. Goza tú un poco de la vida, y acuérdate de que por cada alegría que tengas, viviré un día más.

—¡Oh, madre mía—lloró en amargo raudal Rosalía, escondiendo el rostro en el regazo de la pobre.

Se hinchó muchas veces su pecho con los sollozos, se desbordó en emoción sobre aquellas rodillas donde tantas veces había jugado de niña, quiso fundirse con aquella mujer que de tal modo había recorrido su calvario.

En aquel mismo instante, se alzaba en hombros de los mozos, sobre el azul inmaculado del mar, la Virgen bellísima que velaba el sueño de las playas y tendía su mirada á los náufragos.

Un clamor vago y dulce como el de una muchedumbre que vitorea y que tan triste llega á los oídos del que llora, llenaba el cielo de la tarde vestido de celajes purísimos como los que adornan aquel cielo del arte y de la luz. El rumor crecía, se agrandaba, venía con el estruendo del rodar de olas y conducía esas notas que la distancia hace poéticas y nos recuerdan las voces que hemos oído en los sueños.

Vivas á la Virgen del Mar, aclamaciones de voces infantiles, que tienen ecos de violín, rezar fervoroso que era contestado por la multitud en nutridísima explosión de salves aladas, escopetazos de los mozos que conducían á su Virgen—casi á su novia—á la iglesia, cantos, plegarias, algo quo arrastra con irresistible poder al entusiasmo religioso, lo extraordinario de un pueblo que cree y reza, se acercaba cada vez con más fueraa, como una tempestad en la cual ardían entusiasmados los corazones.

Rosalía percibió aquel inaugurarse triunfal de las fiestas que removía en su alma tantos recuerdos pasados, sintió que se partía su alma al choque de tan hondas tristezas, y besó los labios de su madre, aquellos labios que habían sacado el color de sus mejillas á besos.

Luego la procesión se alejó gradualmente con su rumor de desoargas hacia la iglesia en medio de un repique triunfal de campanas.

Pensativas y serenas como se queda detrás de los grandes desprendimientos de lágrimas, Rosalía y su madre bebían, con los ojos en éxtasis, la última luz del crepúsculo, que allá en el límite del mar dibujó en un celaje una visión de fuego, y pasó por ios tonos cárdeno y morado, muriendo por último en la sombra.

XIII: DESFILE

La mañana siguiente despertó con la plaza hecha una feria de alegría. Pregones de turroneros por aquí, peroratas de «saltimbanquis» por allá, cruce de mozuelas por medio del gentío, el cual Ies colgaba un rosario de requiebros y agudezas; bullir de chiquillos por todos lados con sus ropitas nuevas, que les desfiguraban y les daban el tono desusado del día de fiesta; puestos de dulces colocados sobre mesas de pino, que empezaban en la puerta de la iglesia y corrían dando vuelta á la plaza; campaneo á misa mayor, que volvía loca á la gente; mucho de olores á ropas guardadas en el fondo del arca; de perfume á limpieza y á cal que hacía irradiar al sol las paredes; de semblantes afeitados en los que la tonsura disimulaba lo tosco y bronceado de los vientos del mar; de mantillas tocando las cabezas; de peinados con rodetes de menudísimos ramales; de lujo, de gala, de donaire, de algo muy español; todo lo cual se revolvía con brillantez de palela, y daba carácter y particular fisonomía á la plaza.

—Más adelante se verá—chillaba en un monótono desagüe de palabras el franchute dueño del desvencijado cosmorama,—más adelante se verá la bizarra figura de Prim, descollando entre sus soldados con el sable desenvainado y arengando las tropas. A su derecha va el general O'Donnell, notable y valiente general, que estudia el plan de acorralar y hacer huir á los enemigos. «Darabos» á dos se esfuerzan por ganar el parapeto que se descubre en el fondo, donde el pérfido moro se defiende y atrinchera.

¿Quién va á verlo, señores, quién va á verlo? Es un cuadro nunca visto; sólo una mota vale arrimarse: ¿quién se arrima, quién se arrima?

El cuadro siguiente—continúa desbarrando el de la «catalineta»—es el de las lanzas de Velázquez. En el

Museo está, señores; ¿quién no lo ha visto? A la derecha están las lanzas, delante de las cuales se ve la lustrosa culata de un caballo. Don Antonio de Solis se inclina ante Bonaparte, excitándole á que le entregue los Castillejos; él se resiste, mas llega un emisario á todo correr, que dice que el enemigo ronda la fortaleza. ¿Quién va á verlo, señores, quién va á verlo?

Más adelante se verá; es el cuadro de Rosales: doña Isabel la Católica está muriéndose de amor por Don Felipe el Hermoso. El Cardenal Antolín, en traje de obispo, está sentado en un sillón ayudándole á bien morir; la criada se acerca por detrás, con ojos de loca, y mira á su ama en aquel trance. Solamente á mota, señores, solamente á mota. ¿Quién va á verlo, quién?»

Los paletos de tierra adentro doblan los cuerpos enmarcando el rostro en los cristales de aumento y muestran las popas al concurso; la gente de la playa, zumbona y picara, se ríe de la candidez de los gañanes que miran el mundo por un agujero para referir luego en su pueblo, más desfigurado aún que lo oyen de labios del franchute, el relato de deslumbrantes palabras.

En este puesto de confites, un campesino extiende el moquero y manda echar varias libras de lo dulco para llevar á la novia la característica pañola; en aquél emplea la regocijada abuela un rial ele piala en peladillas para sus nietos; junto á aquella mesa tira un corro de mozos las canas, atravesando apuestas de aguardiente, que corre escanciado en las copas; más al fondo exhibe á un mono amaestrado un malicioso sátrapa que hace al cuadrumano dar saltos de gimnasta con mucho de parpadeo del mamífero y de mover precipitado las manos.

Sobre el cuadro el sol cabrillea, brilla, tiembla y se rompe sobre pañuelos, sobre mantillas, sobre colores; y por medio de la pintura atraviesa el desfile de personas que caminan á misa mayor, todas emperejiladas y despidiendo de si rayos y esplendores.

Allí viene —¡mirad!—la oronda y resoplante médica, con todo su temblor de mollas de carne, que sólo atraviesa la plaza de año en año para oir la misa y el sermón.

Detrás viene la alcaldesa con sus hijas, éstas con sombreros á estilo de la capital y bullones en la parte trasera, y aquélla con su manto que deja ver tras una reja de bordados negros la cara.

Vienen pisándoles los talones la boticaria y su prole, con olor á drogas y menjurjes, pero bien cubiertas de lujo y con perifollos por todos lados.

¡Rancho, rancho! Que viene hacia acá la flor que en Guedeja parte con Rosalía el cetro de lo lindo y de lo bello; su andar es corto y pulido; lozanea y se mueve con gallardo cuneo do caderas mientras dirige el menudo pie de la china á la piedra, como si pisara sobre plata. Al entrar en los dominios de la plaza, un graneado de piropos corre á lo largo de los puestos; ella los entreoye, tiñe de rubor las mejillas, baja los párpados con modestia y deja un rastro de juventud, de poesía, de amor.

Aquí llegan las de la casa de la fuente, de las que, si dicen, si no dicen. ¡Qué trajes vistosos! ¡Quó mano-teos y qué mover de ojos! ¡Quó olor á almizcle en las ropas! ¡Les vende su aire y su atavío!

Seguidamente avanza la del estanco... ¡Qué estela deja á tabaco! Lleva en la persona, alta y fría, lo oficial do la muestra del establecimiento; su abanico es una explosión de colores nacionales.

Pero ¡callen! El redrojo do la de Bo-riche, que se ha pasado hasta los trece años agujereando á pedradas las pencas, apenas si se la conoce bajo la mantilla que dibuja á la luz del sol mariposeos de sombra en sus mejillas de albaricoque y en su garganta marfileña y turgente. Á medida que se acerca crece más el asombro de todos.

—¡Olé ya, la nena!

—¡Bien por mi niña!

—¡Bendito Dios qué allajo!

—¡Viva Mayo y Abril, oló!

—¿Cómo ha sío eso, mujer?

¡Vivan los capullitos de cien hojas y los rosales de pitiminí—dijo con más majeza que ninguno Primores, quitándose la chaqueta y arrojándola al suelo para que la pisara la moza. Ésta la bordeó enseñando un pie como una «ayosa,» y pasó como una graciosa aparición de juventud.

Pero lo bueno está aún por desfilar. Ved poner el pie en el dintel de la plaza á una mata de mozos de los lagares cercanos. ¡Qué tonsurados los labios, qué afeitados los cogotes, qué primor de vardazca con la cual se dan golpe-citos á lo largo del pernil, qué sombreros de felpa con crujiente papel do oro tras el enrejado de la badana! La petaca llévanla en un lado del sombre.

ro de barquilla, y del otro cae un deslumbrante pañuelo de seda, tan vivo que pudiera seducir á las alondras.

Vienen los mozos entre un tropel de colorines, de sedas, de flores colocadas tras las orejas, y de telas alegres y vistosas. Sólo muestran una cortedad inaudita; se juntan como grupo de cabestros, se comprimen, se acorralan, y ninguno saca á vistas la figura.

Pues allí vienen los grupos de pescadores con su calzón de paño terroso, su blusa, de ta que se exhala un suave olor á marisco, su faja arrollada al cuerpo, y los cirios corpulentos, las enormes hachas que á la madrugada lucirán en hileras delante de la Virgen en el rosario de la Aurora.

Los charranes de playa vienen con sus trajes nuevos y lindos, y ellos, lo mismo que los pescadores, describen al andar el penduleo que imprime á los cuerpos humanos el vaivén del barco y de las olas.

Todas las personas del pueblo y de las cercanías, unas con trajes lujosos que acusan posición é independencia, otras con la humilde jergueta cubriendo sus cuerpos, las de allí remedando en el donaire á las figuras de Fortuny, las de allá cargadas de adornos y do lazos, todas con la alegría en los rostros, con el entusiasmo en los pechos, se arremolinan ceuca do la iglesia, en la cual ya luce el paño brillante en el altar, la vestidura de oro en el pulpito, el ascua que ha de quemar la olorosa resina en el incensario, y la Virgen puesta en las andas entre una constelación de luces y esplendores.

Entró la gente en la iglesia, y se dió principio á la misa.

XIV: SERMÓN

En el momento, allá ribera del mar arriba, en el cortijo de Cumbrales, echaba galas y galas sobre su cuerpo el más que nunca apasionado Antolín, dispuesto á hacer la tercera visita á Rosalía, y la porra que había de servirle de declaración amorosa yacía acostada en una silla frente al espejo, por el cual se veía su tropel de cintas y de lazos.

Era la porra de algarrobo, y parecía un colosal as de bastos al que se hubiera vestido de máscara, agotando en ello cuantos colores idear pudo la luz.

Las escarapelas de guitarra, vivas y airosas; el adorno de cintas de las sonadoras castañuelas, espléndido y vario; la mona bordada para corrida de lujo, son sombra y negrura comparados con el vivísimo traje de la chivata, la cual habría de abrirle el corazón de la mozuela.

Antolín, por su parte, quería convertirse en émulo del garrote, pues sobre el justillo de brillantes bordados y de la pechera sembrada de ojetes y pespuntes, se ataba un pañuelo como tirado a11 i al descuido, y pañuelos de seda asomaban por sus bolsillos, pañuelos de seda iban en su cintura y por todas partes enseñaba vistosos pañuelos de seda.

—Asienta bien el pie en el paso que vas á dar, Antolín—decía Cumbrales á su hijo con voz que parecía salir del fondo de un coro de catedral por lo grave,—asienta bien el pie, que onde menos se piensa salta la liebre. No vayas á ir demasiado por lo llano y la moza te devuelva la porra con los lazos.

—¡Qué me va usted á decir á mí de mujeres, padre (voz de trompetilla de mosquito), qué me va usted á decir á mí que yo no sepa! La mujer es como la sandía, que la que no está sana está podría.

La sentencia á lo Pero Grullo de Antolín no desconcertó al padre en sus recomendaciones.

En do grave y profundo, anadió:

—Es que á las veces las hay con partes güeñas y con partes malas.

—Pos entonces, padre—respondió al abejorro la abeja,—no hay más remedio que hacerles la cala, y la cala es el matrimonio.

—Cierto de toa certeniá (rumor de violón), pero tamién sirve tener ojo de buen cubero.

—Aojo nadie me gana, padre; en el ojo llevo yo la malicia, y lo que á mí me se escape que venga otro y lo coja.

—Lo que quiero decirte es que te conduzcas de un modo formal y serio y que el apellío de Cumbrales quee en el sitio que debe.

—Por encima de los mismos penóles queará, padre (trompetilla de insecto), y en to Guedeja no he detallar un mozo que sepa echar conmigo la porra á una mozuela. ^

Pos ya debes montar sin más retraso (voz de profundis), para que vengas á pasá por la plaza á tiempo de salir la gente e misa.

Montó en el caballo, mejor aparejado que nunca, Antolín; colgó el padre el retaco con el cañón hacia tierra en la trasera del aparejo; alargóle luego la porra, que el mozuelo colocó delante de si para que bien se viera el lujo de ella, y partieron caballo y caballero.

—«¡Amados hermanos míos en el Señor!»—decía el sacerdote en el pulpito, ya mediada la misa, cuando el armado caballero do declarar amores clavaba la espuela en el ijar del alazán, y éste porraceó con las primeras pisadas el camino.

—¡Qué día éste de esplendor para la Iglesia católica! ¡Qué día éste, repito, en que se celebra la fiesta de la Reina del cielo, Madre de los ángeles, Señora nuestra; día en que podemos decir con las palabras del Apóstol!... (Aquí una parrafada latina). _

¡Hermanos míos en el Señor!—continuó.—El tema de mi discurso de hoy es el de la celebración de los méritos de la Virgen, de la santa patrona del pueblo, que hoy viene á honrarnos desde su humilde morada, dándonos ejemplo de humildad y mansedumbre.

¡Qué honor tan grande para mí, hermanos en Jesucristo! ¡Qué honor tan grande poder referir los milagros de María, ensalzar sus virtudes; decantar su gloria, describir las excelencias de su alma, y poder decir con las palabras del Apóstol!... (Segunda parrafada latina).

Porque no es ella solamente la que da fruto á los campos y viste de luces los cielos; no es ella solamente la que defiende bajo su «égida» al enfermo y cobija á los pobres bajo su manto; María es la que tiende sus ojos á nuestras almas desde la orilla del mar y piensa siempre en nosotros!

¡Oh, hermanos míos en Jesucristo! ¡Qué poder tan grande el de María! ¡Qué poder tan grande, que alcanza á todos como la luz del sol hermoso, como la luz misma que hace su beneficio sin ruido ni pompas vanas, sino en silencio, como besa aquel rayo de sol que veis entrar por aquella ojiva los pies del Crucificado!»

Esta imagen que pronunció el cura antes de estar otra vez conforme con el Apóstol, produjo honda sensación en la iglesia.

Los rostros se volvieron como girasoles, primero á la luz que entraba en forma de hebra azul llena de átomos por la ojiva, y después á los clavados pies del Crucifijo, cuyo rostro se rodeaba del nimbo misterioso que dan los templos á las imágenes.

Hubo un momento de inspiración religiosa en el pueblo al ver aquel beso callado, puro, misterioso, del sol que aplicaba su boca de luz á los sangrientos pies del Redentor.

Comprendiólo así el cura, y añadió para levantar el corazón de los fieles: Lo mismo que ese Crucifijo recibo la caricia del cielo, debemos nosotros recibir las bondades de María: tristes, apenados, con el dolor en ei alma por haberla ofendido, y considerándonos unos humildes hijos de Dios.

Porque María es la que en la arena, la que allá desde su gruta de rocas, que viene á salpicar de perlas el mar, tiende sus ojos al náufrago, y lo salva; la que en la noche sirve de faro a vuestros hijos, la que consuela á vuestros esposos, la que oye la oración de vuestras madres, y sostiene á los hombres del mar sobre el abismo.

Arrodillémonos, ¡oh hermanos míos! ¡oh hermanos en Jesucristo! ¡Sí, arrodillaos ante la santa Patrón a del pueblo, ante la excelsa...»

No se oían ya las palabras del sacerdote.

Un clamoreo inmenso, nutrido, un plañido de todas las bocas, un sollozar de frases inarticuladas, de gemidos, de rezos subía como una avasalladora ola religiosa á estrellarse á los pies de la Virgen, que sobre el fondo del altar resplandecía en medio do un incendio de luces.

XV: ¿PORRA AENTRO, Ú PORRA AFUERA?

Cuando terminaron el sermón y la misa, y ya empezaban á salir las personas de la iglesia, entraba calvario arriba el de Cumbrales, que esta vez no parecía con la porra á cuestas el mono que tiró el tiro, según la frase de las mujeres, sino antes bien una viva y emperejilada sota de bastos.

Anita, que á última hora se lanzó con una amiga vecina suya á la iglesia, fuó la primera en divisarlo á lo lejos, y después de sentir un brinco en el corazón que la dejó sin color y medio muerta, graduó el paso para que toda la gente estuviera en la plaza á tiempo que ella llegase, que sería en el momento preciso de entrar también el pretendiente.

La voz de que se acercaba la presencia del mozo cundió con una alegría extraordinaria.

Unas personas por haberle visto hacer las anteriores visitas á Rosalía, otras por haber oído hablar de él, todas entraron en inusitado deseo de verle á caballo, y el pueblo entero apresuró el paso hacia la plaza.

Iba á ser aquello una ovación colosal para Antolín, un triunfo en medio del cual, él, que había ya notado desde ejos el arremolinamiento de gente, hubiera querido echar la porra á los pies de la moza, para que el mundo entero fuera testigo de su gala y de su amor.

Fué subiendo calle arriba; se acercó más; entró por fin en la plaza con el caballo deshaciéndose en escarceos.

Sobre el mozo cayeron millares de miradas ansiosas.

—¡La porra! ¡la porra! ¡Ahí trae la porra!—fué lo que circuló de boca en boca á su presencia por todos los ámbitos cercanos.

Anita, muy emperifollada y puesta, adelantóse cogida del brazo de su amiga, y atravesó, ante todos los ojos, delante del caballo.

Antolín que la ve por detrás, cogida del brazo de la otra moza; él, que considera que puede ser realidad lo del triunfo soñado; él, que toma á la mujer que acompañaba á Anita por Rosalía, tírase sin más de la bestia, enar-bola y sacude en el aire con toda la majeza de que era dueño el tropel de lazos de la porra, y antes de encararse con ambas mujeres y poniendo una rodilla en tierra, arroja al suelo el garrote y pregunta:

—«¿Porra aentro, ú porra afuera?»

Retiróse la acompañante de Anita, quedó sola ésta con la declaración a sus pies, y resonó una carcajada colosal, inmensa, indescriptible, en toda la plaza.

Antolín, reconocida su equivocación lamentable, sintió que le flaqueaban las piernas; montó como pudo en el caballo; amorró la cara contra el pecho corrido de vergüenza, y salió calle abajo, para no volver más al pueblo, queriendo huir de si mismo y de la tierra.

En la plaza, cada cual soltando por su lado grandes carcajadas entre contorsiones horribles, se ofrecía un cuadro trágico de hombres condenados perpétuamente á la risa.

XVI: PREPARATIVOS DE UN LANCE

—Quien te quiere á tí—dijo acercándose a Anita, Primores, después del cómico sainete y con aquel farandulear suyo y afición á requebrarlo todo,— quien te quiere á ti, Anita, rama de limón en flor, tallo de yerbabuena, es este corazoncito de oro, este pecho que si respira es por tí, si siente es porque tú le extremeces, y si vive es porque todavía no me has dicho que no.

Otros intentan declararte su pasióh y te dejan; yo siempre sigo queriéndote, porque no miro sino por tus ojos.

No obstante el pasillo á que había dado motivo la moza, al escuchar (siempre era la misma su naturaleza) aquella explosión de flores que salía de boca de Primores, extremecióse su cuerpo y sintió la picadura del amor.

La iba acompañando él hacia su casa, no sólo porque era camino de la del mozo, sino porque durante los días y noches últimos, en los cuales habían, pasado tantas cosas relativas á Rosalía de que él no pudo enterarse, estuvo encerrado en su casa erre que erre, buscando los términos de una carta que enviar á la hija del tío Justo, proponiéndole lo que ya tenia ella convenido aquella noche con Bernardo, el sacorio, y miraba en Anitael vehículo que condujera la carta á su destino.

Viendo de hacer coyuntura para endosársela, tiraba del ovillo de flores, que ella oía siempre tan á gusto.

—Lindo ramillete de dalias, Ana, Anita, no lleves la boca tan queda cuando sabes que tus palabras me sirven de alimento; échame una limosna, por Dios, do tu voz en el oío.

—No puedo creer que me quieras— dijo con mascamientos de deseo la gigante.

—¿Que no te quiero, dices? ¡Ay qué muerte de palabra acabas de darme! ¿Con que no vivo por tí, y no sueño contigo, capullito de granao, lirio celeste, paloma mensajera?... ¿Sabes tú lo que es paloma mensajera?

—Claro que lo sé.

—Pues yo besaría donde tú pisas, y giraría los ojos donde tú, y mudaría mi corazón á tu pecho, si tú, paloma de luz, ave de oro, llevaras en tu pico un papel escrito á Rosalía.

—¿Una carta?

—Como ésta; si lo haces como deseo y me complaces, copito de espuma, búcaro de flores, te he de robar el aliento para alimentarme con él, te he de tomar medida de la boca pa mandarle hacer á un rosal un capullo como ella, he de besar la maceta que venga bien con tu cintura, y he de comerme la almendra que tenga el tamaño de tu pie. . .

Anona, con tal que siguiera en su letanía amorosa Primores, guardóse la carta y puso abierto el oído.

—Contigo he de bailar esta noche en la plaza; no faltes á la fiesta; mandare hacer un trono en ella pa que en él coloques tu cuerpo; tú serás reina de la noche y de mi alma, y yo no sabré sino mirarme en tus ojos.

Aludía Primores á la fiesta publica, al fandanpo que cada año se celebraba en Guedeja la primera noche de feria.

Era el sitio elegido para celebrarla, la plaza. .

Apenas anochecía, un acarreamien.

to formidable de tablas, extraídas con venia de sus dueños de los establecimientos de cajas, un trasiego de sillas, de bancos, de puntales, de todo lo que se necesita para alzar un inmenso tablado, daba vida á las calles del pueblo, el cual se preparaba para sacudir los zancajos al son de la música y para dar una batalla á los cuerpos.

Cuando llegó la noche, toda esa vida, todo ese movimiento se notaba en la gente, sobre todo en los mozos y mozas, que veían llegado el instante de decirse varias ternezas en la pilla que te coge de las mudanzas.

Fué lo primero que apareció á orilla del tablado una bandada de chiquillos con corpulentos cigarros en la boca y mucho de escupir y gallear echándola de hombres, como que ya entraba en las audacias de su imaginación seguir en el baile á alguna moza y echarla á los pies cuatro flores.

Luego comenzaron á hulusmear la plaza, sin darse francamente á vistas, las comadres y murmuradoras, que habían de encontrar tema en la fiesta para su comidilla diaria, salpimentada con la dosis de exageración conveniente y con los falsos testimonios al caso.

Siguieron á éstas algunas madres con sus hijas, no ya para tomar asiento é ingresar en la fiesta, sino para dar un val$óny una jopada, y aquilatar, y ver, y tomar medidas y distancias.

Con un buen golpe de mozos, ya alpist.elad.os con alguuos pares de tragos, llegó la banda de música, cada hombre con su instrumento bajo el brazo, que relumbraba á la luz de la luna y á la de los candiles y velones de cuatro piqueras, velones de Luce-na, que colgados de los altos postes daban parpadeantes reflejos, cuando el viento soplaba, al auditorio.

El músico del bombo, rodeado de una espesa nube de chiquillos, avanzaba con su colosal barriga sobre la que caía el parche tremendo, y una vez cerca del tablado se descolgo el aparatoso instrumento entre el pasmo y el recelo de los muchachos.

Todos los pileros, lo mismo el de manos de largos dedos y secas falanges que «arañeaban» sobre los boquetes de la flauta, que el de los platillos, los cuales parecían á los muchachos vivas ruedas de sol, que el del bajo con su inmensa boca dorada, poi donde salía como un rumor de terremoto, mostraban sus crecidas melenas, sus trazas extrañas, su aspecto de hombres mitad brujos mitad machos de aquelarre, y que tenían el poder, el don diabólico de sacar aquellas algarabías de notas de los instrumentos mientras ostentaban sus narices de loro y se comunicaban con incoherente hablar de cotorras.

Desfundaron unos los clarinetes, otros los cruces y enredos de su aparato músico, aquél el cerdeante oboe con sus llaves metálicas que tecleó con soltura increíble el profesor, éste la trompa que rodeó á su cuerpo como un espantoso culebrón dorado, y ocuparon una esquina del tablado en torno á los atriles de forma de lira y dejaron en el centro del circulo al maestro.

Este mostraba unas gafas espatarradas en las narices con más mugre que capotin de pordiosero; repartió las partituras, llenas de hormigas cabezonas, á los músicos; colocáronlas éstos sobre los atriles ai lado del cabillo de vela que las alumbraba, y comenzó un tanteo de dedos, un desplegamien-to de agilidad, un á modo de leer y deletrear con los instrumentos en las hojas como muchacho que repasa precipitado la lección para darla inmediatamente con el maestro.

Este miró á uno y otro lado con la varita mágica en alto, desvió el brazo para hacer con la batuta y la música lo que hizo con la vara y el agua Moisés en el peñasco, y al subir la mano á la mayor altura, un golpe de viento repentino le arrancó al hombre el sombrero de la cabeza y lo hizo un embrollo sobre el rostro la melena.

Escupió al contacto de los pelos que le entraron en la boca, corrió tras la caperuza, mientras el aire le abría los faldones, y unos músicos con el pie, otros con ¡a mano, intentaron detener á la prófuga, que al fin fué sometida á prisión.

Entre un triunfo de risa de los muchachos, el maestro alzó, de nuevo el brazo y lo dejó ca«r con aplomo y brotó el acorde valiente, el raudal de música grata, la expresión más popular del arte que puede llegar á ojos, entendimiento y oídos.

Aquello fué un «desracimarse» del pueblo al oir el compás brillante de la música.

Huyeron primero los muchachos en todas direcciones hasta desembocar en la plaza; precipitaron las mozuelas su tocado con mano temblorosa y rostro alegre, dándose el último vistazo al espejo; liáronse las madres los mantones por si allá, á medianoche, se alzaba gris en la plaza, y todos, grandes, chicos, hombres, mujeres, hasta la vieja con dientes del tamaño de dientes de ajo y varias generaciones encima, estiró las zancas y fuó á dar su olida á la fiesta.

Sólo no acudieron varias porsonas: el tío Justo, porque en celebración de la noche se había emborrachado atrozmente y roncaba como un cerdo en la cama, con aquel sueño profundo de su cuerpo; Rosalía y su madre, porque se aproximaba quizás su eterna despedida, que había de verificarse más tarde, y Anita, porque encerrada en su cuarto á piedra y lodo, leía y releía á la luz de su velón un papel: era la carta de Primores.

Con su olfato sutil para lo amoroso, olió que aquel sobre encerraba algo dulce para el alma y algo gustoso para el cuerpo, y so decidió á sacar lo escrito y á leerlo con mezcla de envidia y de deseo.

«Si accedes—decía en uno de los párrafos la carta,—la señal será un pañuelo, una cinta, que pondrás á medianoche en la roja.»

No eran aún las doce, y ya el aire sacudía entre las flores de la ventana un blanco jirón que la trémula mano de Añila había colgado en los hierros, secuestrando la aventura á Rosalía.

«¡Qué gusto ser sacada, ir suspendida del hombre que se quiere, confundirse los alientos en la carrera, estrecharse, huir de la persecución de la gente!...» Todo esto pensaba á su manera la tonta, consecuente con la vocación de las de su medida cerebral, y abrasada en deseo, preparaba el lance más chusco á Primores, que tuvo nadie en la tierra.

El, que esperaría ver caer en sus brazos desmayada de amor á Rosalía; él, que desearía oprimir su cintura al arrebatarla á las ancas del caballo; él, que se prometería mil barrumbadas ante los mozos después del lance, diciendo á voz en cuello en la plaza: «Mirad la más linda flor do Guedeja por mí depositada y sustraída á su padre,» iba á dar el crismazo mayor que dio hombro nacido, ó iba á ser el hazme reir, más que lo era, de la gente.

La hora que señalaba Primores era la de las dos de la mañana, cuando fuese terminando la fiesta.

Abriría ella la puerta de la calle con el mayor sigilo, y allí la esperaría el mozo, dispuesto á subirla de un frenético abrazo á su caballo.

Contaba Anita los minutos, las horas, soñando con la fuerza de los brazos que habían de ceñirla y con las palabras de amor que habían de caer en sus oídos.

Noche señalada también para el sa-corio de Rosalía, no se hallaban el ánimo do la hija, que se iba, ni el de la madre, que se quedaba—menos el del cuerpo bruto del hombre,—para percatarse del teje maneje de Anita, ocupada en colgarse cuantos lazos encontraba á mano y en llenarse el rodete de flores y moñajos.

Dió la una de la mañana.

Por detrás de la casa de Rosalía se oyó—solamente desde aquel lado—un rumor nutrido de hombres, un patear de bestias, una confusión de resuellos agitados como de tropel que hubiese llegado á la carrera.

Seguramente se trataba, no era posible dudarlo, de sacorio.

XVII: LA DESPEDIDA

Era la gente de Bernardo.

Con el pecho anhelante y tratando do ahogar los ruidos que producía con el vestido, descorrió Rosalía la puerta del corral y quedó sobrecogida de emoción.

En un ángulo de la tapia se veía medio escondida la puerta que daba al campo, por la cual habría de escapar.

Detrás de ella la aguardaban, de antemano convenidos, una lucida cabalgata de mozos, el juez del pueblo que había de testificar el robo de la novia, la madrina con todas sus randas y abalorios encima, á las ancas del caballo que montaba el padrino, y Bernardo, que puesto que cada cual tiraba á ir bien portado y á lucir ricas prendas, delataba á la legua ser el novio desde la bota sembrada de arabes-eos y torzales hasta la felpa del sombrero, y dejaba ver en su persona pantalón Heno de colmenares de plata, faja que rodeaba su cintura, justillo con unas motas de azul y otras de rojo, chaqueta con golpe de trencillas en la espalda, y la camisa más llena de pespuntes, calados y ojetes que se vió en pretendiente enamorado.

Así era él cuando llegaba la ocasión.

Una sensación fría heló el cuerpo de la mujer al persuadirse de que venia por ella aquel tumulto. Sintió pavor, miedo, falta de acción en el cerebro, algo como el atosigamiento de una pesadilla.

Jira evidente, allí estaban ya Bernardo, los padrinos, el juez para tomarla en depósito; no era á otra persona á la que buscaban: era á ella,á ella misma.

El temblor de todo su cuerpo era infinito. _

Gomo si despertara del sueño de muchos años y saliera un instante de su atolondramiento,doña Prudenciase sintió en aquel supremo instante más madre que en todo el resto de su vida. Hizo un profundo esfuerzo como si se llenara de energía, se sacudieron todas las fibras de su alma, agrandada de pronto hasta desbordarse, echó «garras» en los ojos, y afianzó con ellas y con las manos á Rosalía.

—¿Son esos?—preguntó con un abrazo que tenía algo de estrangulación.

—Ellos, ellos son.

—Pero...

No supo cómo seguir la mujer.

Parecía efectivamente sueño todo aquello.

Llevarse á la hija suya, á Rosalía, á la única que le tenía cariño en aquella casa, á la que había criado y visto gatear en sus rodillas, y crecer, y llegar á ponerse á la altura del beso de su boca...

Apretándose ambas en un abrazo, como si fueran á fundir sus dos cuerpos, quedaron sin acción unos instantes: en esa idiotez de los casos supremos se acordó Rosalía, por un fenómeno rarísimo, de una vez, cuando ella era pequeña, que se le cayó un espejo de las manos; luego no volvió á acordarse de ello en toda su vida.

—Pero ¿es cierto que te vas?—dijo llorando con las entrañas la madre.— ¡Oh! ¡me vas á dejar sola, sola!

—¡Madre mía!—sollozó con un dolor inmenso, imposible de pintar, la moza; y no hallando palabras de mas honda y poderosa expresión, volvió á repetir:—¡Madre de mi alma! ¡Madre mía

Caía de los ojos de ambas un diluvio de lágrimas.

¡Qué noche de despedida!

Resonaba á lo lejos la fiesta con un rumor que hacia triste la ráfaga do viento que mecía el acorde, trayéndo-lo al oído y alejándolo.

Era la expresión del pueblo que gozaba, que reía, que aprovechaba con ansia los instantes de aquella noche feliz, que no regresaría hasta otro año. En la casa nada se oía, á no ser la respiración bronca del cuerpo alcoholizado y el murmullo de la conversación de madre é hija, como un doliente y apasionado aleteo de tórtolas.

—¿No me olvidarás nunca? ¿ l e acordarás de esta pobre vieja?—decía con los labios cosidos á las mejillas de la hija la infeliz solitaria, que tenía por última vez entre sus manos la estrella que dejaría en obscura noche su vida.—No sabes cuánto te quiero; ahora que salen tus raíces de mi, siento que me quedo sin corazón y sin. alma. ¡Adiós, adiós!...—Y daba nuevos besos en sus mejillas, y volvía á oprimirla á su pecho, y le alzaba el cabello de la frente y colmaba de besos sus pensamientos. Se veía que lo que deseaba besarle era el alma, y la buscaba con los labios á través de las mejillas y de la frente.

Rosalía derramaba en silencio, para no levantar ruido alguno, los sollozos que se acumulaban en su boca.

—¡Adiós tú también, padre!—dijo muy quedo, volviendo los ojos á la habitación que éste ocupaba.

En aquel instante no recordaba la hija las injurias de la bestia que yacía en el lecho, ni sus tratos inicuos y feroces.

Perdonaba las ofensas recibidas en aquel adorado sagrario de su niñez y se hacía ella misma para andar un camino de lágrimas.

Otra vez resonaron nuevos adioses, volvieron las caricias, estallaron los sollozos y se soldaron por largo tiempo los labios.

—¡Eh! ¿Quién anda ahí?—borbotó con voz mitad ronquido, mitad eco inteligible, el padre, bregando y haciendo crugir el lecho de su alcoba.

Una petrificación de los cuerpos de ambas mujeres y un silencio comple-. to, absoluto, siguió al rugido de la fiera, que, aun vencida, luchaba con las cadenas do su profundo sueño.

Allá muy lejos, hacia el sitio donde hormigueaba la fiesta, se oyó desde la casa en aquel instante, más claro que nunca, el vocerío vago del pueblo, el rum-rum de muchedumbre que se agita, las voces aisladas que llegaban como de lo profundo de un sueño, y la ráfaga musical leve y poética que apenas se atrevía á herir con una levísima cadencia los oídos.

Un nuevo crujido del lecho cortó aquel mágico efecto de la noche.

Las mujeres dieron un paso atrás, presas de un terror inmenso, y quedaron pegadas al muro.

XVIII: ÚLTIMO ADIÓS

Era que el estado del cuerpo del hombre traía á los labios de éste frases confusas y terribles.

La congestión se cernía sobre él moviendo sus olas de sangre; pero no había que temer por su vida, porque se agarraba con demasiada fuerza á su cuerpo.

Era feroz para todo el tío Justo, hasta para caer vencido: sólo que no pudo sospechar que mientras él durmiera, la condenada por él á prisión huiría sobre las ancas de un caballo.

Un último abrazo tan callado y mudo que solo se percibió por un cruji-miento de huesos, fué la despedida postrera de madre é hija, temerosas de que despertase efectivamente la fiera.

Rosalía abrió ambas hojas de la puerta y quedó enfrente de la noche.

La extensión, limitada por tapias con cobertizos á los lados para los pastores, que señalaban el anchuroso corral, se bañaba de profundo misterio y reposaba con el sopor de la naturaleza que descansa.

Dormía en largo palo, bajo techado, la larga retahila de gallinas; apeñuscaban los cerdos cuerpos y cabezas dibujando una mancha en el suelo, rumiaban las cabras con soñoliento mover de mandíbulas, y en un ángulo dejaba caer la parriza, en forma de racimo, un cairel de oro del verano.

La moza tuvo que reunir toda su fuerza en un arranque de resolución para no volver atrás y dejar en una perpetua cita á los mozos.

Se paró á escuchar unos momentos.

Lejos sonaba el bronco concierto de las ranas; un ruiseñor entonaba desde un álamo blanco la ultima estrofa del eslío, y poblaban el aire rumores de insectos extraños, vibraciones de alas que «tijereteaban» á la luz de la luna...

Rosalía oyó aquella medrosa canción de la noche.

Se aproximó más á la puerta de escape y percibió palabras pronunciadas á media voz por los mozos que fuera aguardaban su salida.

Notó asi como el trasiego de una numerosa comitiva, golpes de cascos en la tierra, respiraciones fuertes de caballos, toses ahogadas y el rumor, en fin, del sacorio.

Una sensación fría corrió por su cuerpo, y retrocedió algunos pasos.

Detrás de aquella puerta le esperaba el hombre con quien había de unirse para siempre; la aguardaban los mozos que huirían con ella, haciendo volar sus caballos y despertando á la gente con los triunfales disparos de sus armas.

Se apoyó un instante en el muro para no venir al suelo de emoción.

Cerca vió el techado que guardaba los enseres de los pastores, que á aquella hora daban brincos y saltos en la fiesta. Colgados de varias estacas contempló los recios sajones que á diario luchan en el monte con las jaras, las árguenas conteniendo el duro pan de la gente.

Iba ya á abrir la puerta para escapar, y apoyada tenía la mano en el cerrojo, cuando sintió un ruido tras de ella, que la hizo volver de repente y quedar pegada é inmóvil en el muro.

Á la dudosa claridad de la noche avanzó desde un extremo del corral un bulto blanco, que una vez que hubo andado algunos pasos quedó parado no lejos de la tapia. ¿Seria algún pastor que estaría en su acecho, y una vez que la vió decidida á escapar salió de algún ángulo donde lo tendría oculto la penumbra? .

La contracción nerviosa ocasionada por el sobresalto hizo azulear de miedo su rostro.

Luego acelerósele el ritmo de la sangre y sintió horribles martillazos en el cerebro, igual que si sobre su cabeza se construyera un macizo arco de templo. .

Apartar la vista del objeto que produce terror parece que nos pone más lejos de él. Rosalía clavó los ojos en el muro, pero dijórase que veía por todo el resto de su cuerpo.

Era en aquel instante una mujer todo pupila.

Con un poco de temblor en los labios permaneció no pudo saber el tiempo. No se movía la visión, ni se movía ella tampoco.

Al cabo, cuando dió algunos pasos más la sombra, y la mujer vino en conocimiento do lo que era, el terror ocasionado se resolvió en un profuso y apenado diluvio de lágrimas.

El animal elegido por ella desde pequeño para darle la comida en su mano, la oveja que tomó parte en sus juegos, se había alzado de la piara que dormía en el suelo y acudía á su encuentro después que hubo notado su presencia. .

Era, con la de su madre, la única despedida que recibía, al huir de aquella casa para siempre.

La idea removió los sentimientos que dormían allá en todo lo más hon-o de su alma ó hizo temblar de pena sus entrañas. _

Llamó á la oveja con la seña! convenida, y el bulto blanco resbaló hasta llegar á su lado.

Rosalía dejó en su cuello uno de los más tiernos abrazos de su vida.

No podía resistir por más tiempo aquella escena, y puso la mano en el cerrojo.

El hierro chirrió dentro de los anillos oxidados, y abrió ambas hojas de la puerta, dejando ver á Rosalía el confuso tropel de hombres y caballos.

XIX: EL SACORIO

Fue la primera manifestación de su virtud apellidar á la justicia, puesto que ya estaba fuera del lindero del hogar; y cuando llevó á su conciencia la persuasión de que estaba custodiada por la ley, con frases de mucho comedimiento y un incomparable modo de respeto, saludó á los que de aquel modo desplegaban rumbo y gallardía en su obsequio, y se dejó coger en brazos por el padrino, que alzándola dos varas del suelo, la sentó á las ancas del caballo que montaba el felicísimo Bernardo.

—¡Bienafortunao yo!—deslizó solamente en el oído de la mujer el mozuelo, sintiendo que ella lo rodeaba la cintura con un medio abrazo, por una inevitable exigencia de la postura.

El sacorio se realizaba hasta aquel instante sin tropiezo.

Quien haya asistido á esta costumbre clásica; quien haya visto esta fiesta típica del amor en una serena noche de estío, cuando la vida rebosa en los cortijos y están llenos los campos de gente; quien haya formado en la cabalgata espléndida donde cada escopetero va á lomos de andaluz caballo echando de sí rumbos y donaires; quien haya presenciado el despertar ansioso del pueblo cuando salen á la calle viejas y mozas á comentar el escandaloso suceso; quien haya escuchado los gritos, las voces, el estruendo de cascos en las piedras, los infinitos ladridos de los perros, y el tumulto que se produce en la comarca, podrá formarse idea del arrebatador aspecto del cuadro y de la confusión que reinaba en sus figuras.

No faltaba un tilde á la «indumentaria» de cada bestia de las que componían la cabalgata.

Lucía soberbio aparejo redondo el brioso caballo de Bernardo; y sobre el lomo reluciente, de pelo tan negro como la sombra, hacía su oficio un elegante sudador que sujetaba finísimo albardón molinero; descansaban sobre éste una anea trasera y otra delantera

con profusas sedas que rozaban la piel del anima); tres ropones con aguacero de hebras á las bandas completaban la artística carona, y encima de ésta abríase una enjalma con atajarre bordado de estambres y rosas de colores; pendía del ancho y majestuoso pecho un pleital magnifico, del que caían pájaros bordados y caireles espléndidos; ensenaba un mandil con cabezal su oleada de flores alternadas con lazos y arabescos: y ciñendo la sobre-enjalma, comparable á una profusa carga de rosas, de la que salía el blando y cómodo cujón de las ancas, oprimía la cincha el recio vientre del bruto, que, con escarceos gentiles, hacía ondular los lazos del bocado y de la arrogante curva del cuello y sobre las nalgas, anchas y airosas, mostraba el atacóla de seda, del cual caía un raudal de borlas de tonos vivos y brillantes.

Al tenor de la del caballo de Bernardo eran las demás monturas.

Por donde quiera no se veía más que largas caídas de sedas, atajarres bordados, mantas de una riqueza suma y bellos adornos y primores.

Arrancó el primero de todos el padrino, y su caballo levantó una explosión de chispas de lumbre de las piedras y dió la señal de movimiento al pelotón confuso de las bestias.

Unos jinetes enterrando las manos en las crines para afianzarse en la postura, otros ciñendo en forma de paréntesis las piernas á ambos lados del bruto, éstos inclinados hacia adelante como se inclina el jockey en la carrera, y todos revueltos y confundidos, azotaron el camino que huíaá lo largo de la tapia del corral y desembocaron en la plaza.

En aquel instante, hora de la cita de Primores, se aproximaban por el otro lado de la casa del tío Justo, por el lado donde se hallaba la reja, los mozos amigos del derrochador de decires, con el objeto de coger en su propio nido al pájaro que acababa de volar por la otra puerta.

Primores y los que le acompañaban iban en la absoluta confianza de que Rosalía era la que habría de descorrer el cerrojo y arrojarse en brazos de su amante.

Hay que decir, en honor del galante rondador, que si bien la cabalgata que dispuso en honor de la moza no era lo lucida que la de Bernardo ni llevaba aquel nutrido pelotón de caballos, por lo menos contaba entre los hombres al alcalde, que había de dar legalidad al robo de la moza.

Pero esta formalidad misma era una circunstancia qué favorecía lo cómico del lance y le daba relieve y colorido puesto que se traía allí hasta al alcalde, para que diese fe de que Primores, el gárrulo mozo de Guedeja, la nata y flor de lo pulido y de lo majo, cargaba, no con la linda Rosalía, causa de su pasión, sino con el armatoste humano, con la imbécil que había interceptado su carta, con la tarasca horrible cuya popularidad era extraordinaria en el contorno.

—¿Eres tú, lucero, estrella de la mañana?—preguntó muy quedo Primores, pegando con misterio la cara á los hierros entre el profuso follaje de la enredadera.—Por fin te apiadas de este pecho, de este corazón que le adora y no sabe vivir sino por tí.

Anita respondió por lo bajo al susurro amoroso con un,

—Sí, estoy esperando tu cita —que cayó como un trozo de paraíso en el oído del mozuelo.

—No sabes la felicidad que llena mi pecho viendo que acudes á la reja, que consientes en darme tu mano y que te hallas dispuesta á seguirme, flor do las flores, ruiseñor divino, campanilla de tu reja. ¿Tienes ahí la llave de la puerta?

—Sí—contestó, sin voz, Anona, cuyo rostro no se veía en la penumbra del follaje.

—Pues abre con sigilo, niña mía, cachito de cielo, que aquí están el alcalde y los mozos, esperando que salgas para que huyas con nosotros del pueblo.

Los ojos de Anona chispearon de gozo; sus pupilas adquirían una dilatación ávida que daba sello monstruoso á su rostro;

Con todo el comedimiento y la compostura de quienes habían de hacerse cargo de un tan delicado tesoro como Rosalía, esperaban los mozos cerca de la rejaá que apareciese en el umbral la visión divina de la moza.

Caía la luna blanqueando la calle desierta y le daba ese aspecto misterioso que tiene la mudez de las cosas á medianoche.

Sonó un ruido fuerte, producido por la corpulenta mujer, la cual se dirigió á tientas á la puerta, ansiosa de meter la llave en la cerradura.

Dormía el lío Justo, y la señora Prudencia, después de la despedida, había quedado hundida, sepuliada en el más hondo abismo del doloró insensible ya á las cosas de la vida.

Se agachó Anita para quitar la tranca á la puerta, arrancóla con mano forzuda, ó hizo la casualidad que cayera de sus manos al suelo, levantando un ruido fortísimo, el ruido del palitroque que rebota y suena como si estuviera templado por música.

Esta vez despertó de pronto la fiera.

Se incorporó bruscamente, y vió atravesar ante la mancha blanca de luna que dejaba ver la reja, un cuerpo enorme y rápido, un contorno de mujer.

La impresión de que pudiera ser Rosalía, que tuviera cita con Bernardo, le barrió al hombre la borrachera del cerebro.

Absolutamente fresco, tiróse de la cama y se precipitó á la ventana.

Anona, deseosa de acabar, metió la llave en la cerradura, abrió y dió un paso hacia la calle.

Lanzóse Primores á su encuentro.

—¡Rosalía! ¡Oh, Rosalía!—dijo cogiéndola entre sus brazos y volviendo la espalda á la puerta, cuyas hojas quedaron entornadas.

Pero al ver, con asombro imposible de decir, que estrechaba como un apasionado á la gigante, la cual deshacíase en babas amorosas, y al oír la carcajada espantosa, terrible, del alcalde y de los mozos, creyó que venía al suelo de emoción.

Tomando todo aquello el tío Justo por aue Bernardo escapaba con su hija, abrió ambas hojas de la puerta con movimiento repentino.

—¡Toma, ladrón de mi hija, toma! —dijo hecho un monstruo de ira, y dió dos furiosas patadas á Primores, ¡en qué sitio, Dios justo, para su fama de apuesto y enamorado!

Volvióse á la «alusión» el mozuelo, y el viejo fué esta vez quien quedó mudo de sorpresa.

¡Primores robar á su hija! ¡Primores, el de la herencia! ¡El de la olla de onzas que debía de estar guardada en sitio seguro!...

Hubiera dado la vida por devolver los dos puntapiés á su zapato.

Disponíase á pedir perdones, cuando recibió la tercera sensación de la noche: fué al mirar el rostro de la prófuga.

Pero... ¿era su hermana aquella?... Su hermana, sí, su hermana misma, no estaba soñando. Pero ¿y su hija?...

—¡Rosalía, Rosalía!—gritó, furioso, recorriendo las habitaciones de lacasa.

Allá, en la plaza, donde deseuibo acaba en aquel instante el sacorio, so oía un gritar inmenso, una voz como de alarma que salía de todas las bocas y decía:

—¡Sacorio, sacorio! ¡La hija del tío Justo, la hija del tío Justo y Bernardo!

El viejo, que oye este aviso; él, que percibe la tremolina y júbilo lejanos; él, que no halla en la casa á su hija, coge la escopeta y se lanza, resuello á matar, á la calle.

Lejos oíase como un grito universal de alegría:

—¡Sacorio, sacorio! ¡La hija del tío Justo y Bernardo!

Vino después de este primer estruendo el echarse en cada casa, los que se habían acostado, del lecho; el asomarse por rejas y balcones, el preguntar y el registrar con ojos ávidos la calle.

Todo el mundo,grandes, chicos, viejos, jóvenes, retozaban y brincaban de júbilo ante la ¡dea de que había sido burlada la temible fiereza del tío Justo.

Á la calle se echaron con prontitud nunca vista comadres dándole á la lengua y acompañando la acción á la palabra, viejas con la sarta de chismes en la boca, mozuelas que deploraban no ser ellas las sacadas y se mordían los labios de envidia, y una invasión de chiquillos que para todo parece que brotan de las piedras.

—¡Por fin le dieron esquinazo al bribón!—decía una mujer, con la cara soltando chorros de alegría.

—Pa e! amor no valen cerrojos.

—Al cabo y á la postre fué vencía la fiera.

—Como que hubiera sío una lástima si no.

—Mira que han urdió bien la trama; naide sabía si la cosa era esta noche.

—Claro, como que él y ella se habrían cosío las capas y se habrían puesto de alcuerdo.

—Malegro con toa mi alma; bien mereció lo tiene el ladrón.

—Eso digo yo, bien mereció lo tiene.

—Esta noche esde alegría pa el pueblo.

—Eso es que ha jecho un milagro la Virgen; la Virgen na más ha sío.

—Si no poía ser más que así.

—Pues Rosalía bien triste que lleva la cara.

—Es natural, mujer, al fin deja su casa y su madre.

Todos estos diálogos, todas estas exclamaciones, todas estas frases y decires se revolvían, chocaban entre sí, cundían de todas las bocas como un contagio do alegría, y sólo eran acallados un momento cuando pasaba por medio de los grupos alguna persona de la familia del viejo echando lumbre por los ojos.

La cabalgata pasó como un tropel fantástico por varias calles del pueblo, hizo algunos disparos al aire para dar más acentuado carácter al sacorio, y salió con su retintín de bocados, de espuelas, de armas, por la lejana punta de! calvario.

Á aquel ruido inmenso, los trabaja-doresque en los distantes cortijos dormían á la cabeza de los toldos, los arrieros que velaban teniendo las apacentadoras bestias áprao, los pastores que descansaban bajo los cobertizos, y todo mozo y todo cortijero, aplicaron el oido á la distancia y escucharon claro y distinto el ruido de la fiesta.

—¡Sacorio, sacorio! —resonaba en todo el contorno comouna vozinmen-sa dejúbilo, y el estruendo crecía, los gritos cabalgaban en el viento despertando los ecos de los peñascos y el tropel de escopeteros ponía furioso redoblante á aquella imponente sinfonía.

El tío Justo, con cara aferruzada y terrible, de donde partían rayos do venganza, cruzaba entre la gente quo se abría á su paso, y empuñaba e! arma mortífera, deseando meter la bala en algún pecho. Bufaba, echaba espumarajos por la boca y trituraba entre los dientes un monologar sordo y profundo.

La cabalgata vació, formando un alegre graneado, sus armasen la* distancia; dió á los novios los postreros vivas, que llegaron atenuados y débiles en el viento; y todavía, allá detrás de los valles y de las lomas, se vió un último fogonazo que dejó rotas como por una viva herida de luz las tinieblas.

El viejo, viéndose impotente para alcanzar ni con los plomos á su hija, tiróse al suelo, presa de un ataque de ira, y empezóá revolverse, describiendo las contracciones y saltos de una danza de rabos de reptiles.

Cuando regresaba la gente á la plaza, unoáquien había sabido á poco la fiesta, cantineó entre dientes, entre risas maliciosas y comentarios alegres:

No hay tren, caballo, ni viento para el amor que se escapa, ni su carrera se vence con el correr de una bala.

XX: EL ROSARIO DE LA AURORA

Los dos bandos en que, á última hora, se dividió el pueblo —tal incremento habían tomado los amores de Bernardo y Rosalía,—el uno, el mayor y casi el que lo era todo, partidario de que el codicioso tío Justo cediera la mano de su hija á Bernardo, y partidario el otro de que Rosalía fuese, bien para Antolín, bien para Primores, se habían dividido en la procesión cuando á la madrugada salió de la iglesia, y cada cual con su cirio encendido ocupaba la hilera que le correspondía, formando calle delante de la Virgen.

Mucho era el odio que de súbito llegaron á profesarse para que sus pensamientos fuesen entregadosá místicos transportes antes que al afán de armar escandalosa sarracina cuanto una sola persona dijese algo á favor ó en contra del sacorio.

En las caras retratábase el deseo de ir del propósito á las palabras y de las palabras á los hechos, sin respeto alguno al severo cuadro religioso, y flotaba en la atmósfera ese algo que antecede á los sucesos extraordinarios.

Abría marcha á la procesión un alto y musculoso portaestandarte, partidario del triunfo de Primores; seguían dos largas hileras de devotos, largas hasta ocupar casi de punta á punta la calle, lanzándose miradas de reojo y empuñando el encendido cirio con más gana de romperlo á cintarazos que de consumirlo puestas las pupilas en la Virgen; marchaban en seguimiento los hermanos, con las insignias en el pecho; los mayordomos, mostrando su principalidad é importancia; los pescadores, abiertos en hilera ante la imagen con las inmensas hachas apoyadas en las cinturas; los mozos vestidos de escopeteros que iban dispa» rando al aire salvas de gloria; iban también hombres de los lagares vecinos con sus pañuelos de seda asomando por todos lados; sacristanes; acólitos; la Virgen con su manto cayendo de la corona hasta el suelo; y detrás de la manga de la parroquia, entre cuyo flecó se ocultaba !a cabeza del monaguillo, sin orden, sin concierto, procurando cada uno ir lo más cerca de la imagen, mezclábanse beatas, con el breviario bajo el mamo color de ala de mosca; viejas con cuatro vueltas de rosario á la muñeca; impedidos dando cojitrancadas y pidiendo un súbito milagro á la Patrona; zurcidoras de voluntades que se amparan en la religión para que no se vean sus pecados en la penumbra de los templos; viudas pidiendo marido flamante sin los de-fectosdel primero; mozas demandando novio á golpe de pecho; adúlteras implorando valor para el momento de tropezar con los ojos del amante, y cuantas personas tenían pretensiones mundanas ó divinas, pecados terrenales ó aspiración á místicos favores.

En la sombra de la noche parpadeaban las luces de los cirios esparcidos á lo largo de la calle.

Los rostros mostraban por un lado el resplandor rojizo de las velas, dejando el otro en la sombra, como esas caras que vemos en los cuadros antiguos.

Nadie osaba decir palabra que alterase el orden de la marcha, nadie rebasabael límite déla prudencia, temeroso de provocar el conflicto.

Había de suscitarse, sin embargo, y el cohetero fuó quien hizo encenderse los ánimos, bien en la creencia de que sólo produciría alegre y atronadora algazara.

La causa fué un cohete rastrero lanzado donde mayor era el número de gente.

Escupiendo su furioso chorro de chispas, y una vez dueño del aire, se metió en tales figuras geométricas y describió tales brincos y saltos, que no quedó falda de beata, guarnición ó volante de moza, chaqueta de mozuelo y hopalanda de monaguillo que no chamuscara á su paso, produciendo los empujones, gritos y disputas con-siguien tes.

Una de ellas so entabló entre dos partidarios distintos de los amores de Rosalía.

Pisó uno al otro en medio de la oleada de gente, y el ofensor, sin que pudiera evitarlo, dejó chocar su mejilla con la mano callosa del contrario, no habiendo necesidad de más aviso en cuantas personas componían la procesión.

Quien se hayaimaginadoel momento culminante de una batalla, quien haya entrevisto con la fantasía el remolino de piernas, brazos, cabezas, escorzos violentos y actitudes extrañas de un revuelto combate, podrá formarse idea de lo que aconteció después de la bofetada.

Como reguero de pólvora corrió la detonación, repetida por otras muchas, y cada figura perdió su puesto, cada luz se agitó con movimiento automático, cada estandarte y cada manga so inclinaron como empujados por una racha de viento, y todo perdió postura y equilibrio.

En el fondo de la noche producía fantástico efecto ver elevarse las rojizas luces y caer produciendo detonaciones de cuerpos golpeados.

Cada figura, con el cirio puesto en alto, daba palos horribles que arrancaban gritos y blasfemias.

Revoleaban en el aire los faroles, y un desgajarse de cristales indicaba el golpe descargado.

Aquello era una lucha celebrada en las tinieblas, de las cuales salían respiraciones fatigosas, resuellos producidos por manos que oprimían rudas y tenaces las gargantas.

La imagen en tanto, temblequeando entre sus adornos, ramos y guardabrisas, presidía el espanto de las mujeres, que juntaban las manos y las elevaban hacia ella.

Las más consternadas se hincaban de rodillas y rezaban á grito herido, como en las grandes catástrofes de la vida.

Toda esta confusión, todo este estruendo corría á lo largo de la calle, que tenía de un lado el mar y hacia resaltar sobre él posiciones y figuras.

La claridad del alba empezaba á teñir de una delicadísima claridad el cielo y dibujaba sobre el fondo la batalla.

A aquel reflejo leve se destacaban vagamente las figuras como un dibujo negro que careciera de lineas y contornos. La confusión bullía semejante á una gran sombra en el horizonte.

Brazos en alto, cuellos torcidos, piernas abiertas, cabezas desgreñadas con algo de furia, diseñábanse sobre la línea de azul que vertía purezas en el cielo.

Nadie profería palabra donde la lucha se componía sólo de hombres.

En silencio caían los tremendos cirios en hombros y cabezas. Sin otro ruido que el de la cristalería saltando en mil pedazos, daban los parpadeantes faroles en espaldas y pechos, arrancando ahogados gemidos.

Sobre el lienzo del mar veíase á veces quedar dos figuras solas en un perdido espacio: se agarraban, se impelían, hacíanse una sola fusión de sombra, y juntas daban en tierra, para que pasaran otras cien y otras cien sobre ellas sacudiendo broncos cintarazos.

Jamás pincel alguno pudo seguir el movimiento y sorprender los miles de detalles de cuadro tan profuso. La pluma que posee el color, la linea, el rasgo escultórico y la armonía, es sólo capaz de producir tantas sensaciones por segundo y deslumbrar los ojos con riqueza tan extraordinaria y hermosa.

La última fiesta de las que componían el programa de la Virgen, la postrera ceremonia con la que habían de cerrarse las fiestas, se había convertido en batalla colosal, en campamento donde se disputaba á farolazo limpio y á cirio batiente, acabando con la misma confusión y atronadora algazara del célebre Rosario de la Aurora.

Appendix A FIN DE LA NOVELA

Creative Commons Attribution (CC BY 4.0)

Rechtsinhaber*in
José Calvo Tello

Zitationsvorschlag für dieses Objekt
TextGrid Repository (2022). Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. La reja. La reja. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001C-2443-E