BIBLIOTECA DEL APOSTOLADO DE LA PRENSA
PRIMERA SERIE, TOMO IV
Juan Miseria
CUADRO DE COSTUMBRES POPULARES:
POR: EL P. LUIS C0L0MA
DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS
Yo me asomo á la muralla y a vocee llamo á mi madre.., viendo que no me responde, llamo á la Virgen del Carmen {Copla popular andalusxt.)
ADMINISTRACIÓN DEL APOSTOLADO DE LA PRENSA Plaza de Banto Domiugo, 14, bajo .
' MADRID '
Con las licencias necesarias. Es propiedad.
TIPOGRAÍA DEL SAGRADO CORAZÓN, LEGANITOS 54, MADRID
Primera Parte
I
Célebre como en otro tiempo en Madrid, la casa de Tócame Roque, era, y sigue siendo en el populoso X.** el Corral de Jos Chícharos. Formaba éste, como aquélla, una especie de Arca de Noé, en que, sin -más lazos de unión que la recíproca vecindad y la general pobreza, anidaban, no siempre en paz ni en gracia de Dios,‘individuos, parejas, familias y aun tribus de todos estados, condiciones y oficios. Sólo en una cosa se diferenciaban: la abundancia de población, la estrechez del terreno y la codicia de los propietarios, hacen de las casas de vecindad, que aún llaman hoy en Madrid domingueras, miserables tugurios en que falta á los míseros vecinos cielo, luz, aire,» Las de Andalucía, por el contrario, llamadas allí corrales, tienen un extenso patio que forma su centro, y en ellos brota el agua en abundancia, nacen las flores loza-ñas, ensancha el corazón un alegre cielo, y tienen franca entrada el ambiente puro del campo y el bendito sol de Dios... El bendito sol de Dios, que no encuentra en casa del pobre cortinas que le detengan, y se entra por ellas alegre y confiado, como un amigo cariñoso que le abraza, le besa, le anima, le calienta y le envuelve en sus rayos de salud y de alegría, como para dictarle al oído aquella sencilla jaculatoria:
¡Bendita la luz del día, y el Señor qüe no a laenvíal
Un estrecho callejón terrizo, cortado diametralmente por un caño de agua sucia que iba á desembocar en la calle, daba entrada al Corral de los Chícharos; á la izquierda había una pocilga, á la derecha una cuadra sin inquilinos, y, al final dé aquel obscuro túnel, variaba la decoración de repente, presentándose una frondosa parra dispuesta en forma de arco, y un patio alegre y espacioso, profusamente cubierto de esas flores, mitad silvestres, mitad cultivadas, que brotan espontáneas y abundantes dondequiera que encuentran sol, tierra y agua, como si la amorosa providencia de Dios les hubiese confiado la misión de embellecer de balde la tierra que el hombre pisa. En aquel anchuroso patio se abrían alegres y ventiladas las innumerables viviendas de los vecinos, unas en el piso bajo, otras en el alto, sobre un corredor descubierto, que un viejo barandal de madera rodeaba: en él colgaban las vecinas ropa blanca y no blanca, lavada y por lavar, y cuantos enseres pueden ser suspendidos en la vida doméstica de cabo de barrio. Dos fachadas tenía el Corral de los Chícharos, formando escuadra; una k la callé del Cerro-Fuerte, otra á la de Antón Martín, prolongada por la tapia de un corral en qué había una estancia de bueyes. Abríanse en ambas, sin Orden ni simetría, gran, número de ventanas, grandes unas, chicas otras, á veces altas, á veces bajas, sin cristales todas,-.sin rejas y maderas ninguna.
Eran ya las doce de la noche, y el silencio-más profundo reinaba en el Corral de los Chícharos: ninguna luz dejaban escapar las innumerables rendijas de sus ventanas; ningún ruido-se oíá-que pudiese revelar la existencia de bienio veintitrés personas, encerradas en aquellos muros. Si no disfrutaban todos del sueño del jü¿kr,. debían disfrutar á lo menos del sueño del cansancio. Sólo, un gato ó gata, Dido abandonada ó Eneas fugitivo, paseaba el alero del tejado, ensayando el tema musical de 'Se-míramis*
¡Qual mesto gemito!...
En la época á que nos. referimos (Marzo de 1867), el gas, aliento de la civilización, como cierto escritor lo llama—sin tener en cuenta que si como luz brilla, como aliento hiede,—llevaba ya sus resplandores al humilde Corral de los Chícharos. Un farol empotrado en la misma esquina, esparcía su pálida claridad por ambas calles, esforzándose en vano por alcanzar con su luz, la que sus vecinos de uno y otro lado con igual esfuerzo derramaban. El Municipio, obscurantista entonces, no prodigaba mucho las luces, y hacía apagarlas todas á la campanada de' las doce; desde esta hora, quedaba ei cuidado del alumbrado público á cargo de la casta Diana.
Unos pasos firmes, pero pesados, como de hombre que no trae prisa, resonaron allá en la obscuridad, por la calle del Cerro-Fuerte:' poco á poco fuéronse aproximando aquellos pasos, y pudo al ñn distinguirse á los últimos resplandores del farol, como sombra disolvente que se aclara, el bulto de Un hombre que caminaba pausadamente por la acera opuesta ál Corral de los Chícharos. Al llegar la esquina, atravesó la calle con la misma pausa,, y se detuvo debajo del farol, apoyando la espalda contra un viejísimo cañón, que clavado en tierra, recámara arriba, servía allí de marmolillo. No era un gallardo trovador con laúd, ferreruelo y toca con blanca pluma; era un rústico patán, con zapatos de vaca, calzones remendados, faja medio caída, marsellés pardo con recortes de paño negro, y sombrero ca-lañés inclinado sobre la ceja.
No sabemos si tendría frío; pero á la vista estaba que no tenía capa, ni empleaba otro preservativo contra el sutil airecíllo de la noche, que el de traer las manos en los bolsillos. Quitóse el sombrero para sacar de él una petaca y echar sin duda un cigarro, y la luz del fhrol iluminó de. lleno su rostro. Era un real mozo.
Otros pasos ligeros y precipitados, como de hombre que trae prisa, resonaron entonces por el lado opuesto, á la entrada casi de la calle de Antón Martín. El hombre miró hacia allá vivamente, y echó á andar de nuevo con la misma pausa; á poco se cruzaba en mitad de la calle con un empleado del gas, que venía apagando los faroles.
—Buenas noches—le dijo.
“-Yaya Ud. con Dios—replicó el otro,—y apagando el farol de la esquina con el largo palo que para ello llevaba, siguió con la misma prisa dejando las calles á obscuras, sin que la casta Diana tuviese á bien, encargarse por aquella noche de disipar las tinieblas. Estas parecieron transformar entonces al hombre de las manos en los bolsillos; dio rápidamente la vuelta y comenzó á desandar lo andado, á largos, pero silenciosos pasos; detúvose un momento en la esquina para buscar á tientas el cañón empotrado en ella; dió la vuelta á la calle del Cerro Fuerte, y corriendo la mano por la pared, fué contando las ventanas hasta llegar á la cuarta. Era ésta de una vara en cuadro, abierta á la altura de una persona y, tenía al lad« otra más pequeña y mucho más baja, que parecía tragaluz de algún sótano. El hombre se detuvo de nuevo junto á la cuarta ventana, y pareció escuchar atentamente, si algún rumor resonaba dentro. Nada se oía, y convencido de ello el nocturno espía, dió un silbido prolongado; pero no era aquel un silbido cualquiera: era un silbido ténue, dulce, cariñoso, que parecía tener como tintes de suspiro y asomos de queja. Nadie respondió, sin embargo: el hombre repitió por dos veces el silbido, acentuando más aquellas dulces cadencias que parecían pedir algo. Tampoco contestó nadie, y comenzando á impacientarse el que lo daba, determinóse al cabo á arañar suavemente la puerta misma do la ventana. Por tres veces repitió su maniobra, aplicando otras tantas el oído, hasta que impaciente ya del todo, dió una patada en el suelo murmurando palabras malsonantes, y descargó tres golpes fuertes y secos en las maderas mismas.
Entonces se entreabió la ventana sigilosamente, sin que apareciese nadie, y una voz comprimida y angustiada murmuró desde dentro:
—¡Vetej Juan, vete por María Santísima!... ¡que se va á despertar padrel
—¿Que me vaya?... ¿que me vaya y hace quin-C3 días que no sales á la reja?...
—Ni saldré nunca... Me ha dicho el Cura, qne á una mocita sin madre, no le sientan bien peladeros de pava.
El hombre dejó escapar una barbaridad, contra la gente que viste sotana.
—¡No hables así por Dios, Juan!—replicó la voz entre afligida y colérica...—Mira que no tengo más amparo en el mundo que el Cura: él me ha dicho que si eres hombre de bien, hablará á mi padre, y arreglará la boda.
—¿Pero saldrás á la reja?
—¡No! ¡no!... Hoy he salido porque estaba con el alma en un hilo, no se despertara padre con la bulla que metías, y me armara una jarana.
El hombre dió un puñetazo en la pared, y exclamó furioso:
—¿Pero se ha pensao su mercé que tengo yo sarna, ó que vengo de mulatos?...
—¡No, hombre,-no!... pero dice que tan pobre eres tú como yo, y que el día en que nos casemos; se junta el hambre con las ganas de comer.
—¡Bocas de la Isla.,, que buenos brazos tengo yó para trabajar y mantenerte!... Dime más bien que la fachenda de Pepe López, le ha puesto á su mercé una venda en los ojos. La tonta eres tú, que por mí le llevas la contra, y no te casas con ese Lopijillo, que tiene más dobleces que una manta vieja. -
—¡Juan, Juan, que me matas con esa canse -ral... ¿No te basta que por tu queré me exponga á que un día me esnunque mi padre?..*
Un ronquido prolongado, uno de esos ronquidos asmáticos y vinosos que suelen arrullar la borrachera de un viejo, resonó en aquel momento dentro del cuarto. La voz dejó escapar un—íay 1— de terror, comprimido y angustioso.
—¡Por María Santísima! — dijo:—vete, Juan* vete, que se despierta padre!
—¿Pero saldrás á la reja?...
—¡No, no saldré!... pero toma, toma con tal que te vayas,..
Y una mano asomó entonces por la ventana, dejando caer en las de Juan un objeto largo, es© Biblioteca Nacional de España
trecho y flexible, que exhalaba el suave perfume del suspiro y la albahaca. Mas antes que este pudiera asirlo, otra mano seca y descarnada, que lo mismo pudiera ser la garra de una arpía, que la zarpa de una bruja, salió repentinamente por el ventanillo de abajo, y arrebato el objeto de sus manos, cerrando después el postigo de un solo golpe.
Juan soltó una blasfemia: la voz exhaló un gemido, y la ventana se cerró al punto; pero poco á poco, sin que crujieran las maderas, ni rechinaran los goznes. .
II
Al dia siguiente, cuan’ do la primera luz del alba comenzaba á dorar la pelada cumbre del Cerro del Fruto, ya la vida se sentía bullir en el Corral de los Chícharos: apoco Se abrían sus innumerables viviendas, para vomitar á docenas hombres que desperezándose todavía marchaban al trabajo; mujeres desgreñadas que hacían su toilette al aire libre, como las princesas de la Odysea, pero sin mirarse como ellas en las claras aguas de algún arroyo: chiquillos sin más traje que el de nuestro padre Adán en el paraíso, que saludaban al nuevo día dando zapatetas al aire, entre el coro general de regaños maternos, que como el canto de los pájaros, comenzaba con la aurora. El Arca de Noé sus puertas ofretiendo al mundo, no ya un par de animales de cada casta, sino multitud de ejemplares de la única y curiosa especie del vecino de cabo de barrio.
Á las seis sólo quedaba por abrir la puerta mareada con el número 4: abrióse esta al cabo, y apareció una muchacha de más de veinte años, morena, de nariz chala y respingona, y rasgados ojos de un negro de terciopelo; venía en chancletas y zagalejo, acabándose de arreglar las trenzas de su abundante pelo castaño, en forma de sencillo rodete- Acercóse á una de las muchas matas de albahaca que en el patio había, y cortó una ramita larga, que peló.muy bien, dejando-sólo íaj hojas de la punta: púsose luego á ensartar en ella esas suaves flores especie de campanillas, que en unas partes llaman trinitarias, y en Andalucía llaman suspiros: rodeóse después la guirnalda en torno del rodete, y se entró de nuevo en su vivienda, cerrando la puerta por dentro.
Una vieja había aparecido entre tanto en la de junto, y con los brazos puestos en jarra la miraba atentamente, sonriendo de modo extraño: era aquel personaje la casera del Corral de los Cincharos, curandera famosa en el barrio, conocida por su mucho saber, con el nombre de la Salamanca.
Cuando la muchacha desapareció; en la puerta hizo un mohín de bruja, y entróse también en su vivienda, la más ancha y espaciosa del Corral de los Chícharos: constaba de sala, alcoba y una especie de cuchitril ó sótano, que recibía la luz de un ventanillo, colocado justamente bajo la cuarta ventana de la fachada.
De allí apoco apareció de nuevo en el patio la docta discípula de Hipócrates, con la saya remangada hasta la cintura sobre su zagalejo de bayeta colorada, y los enjutos brazos desnudos hasta el codo; traía arrastrando una canasta de colar llena de ropa, y con dos lebrillos de Triana y un tarugo improvisó instantáneamente un lavadero, en la puerta misma de su sala... Llegóse luego á la del número 4, con el aire preocupado de quien maquina algún enredo, y acercando la boca al agujero de la llave, gritó con fuerza:
—¡Maríanilla!... ¿Me quieres echá una manita pa volcá la canasta de la cernáa?...
La muchacha, ya vestida del todo, apareció al punto en la puerta, diciendo:
—¡Jesú, señá Salamanca, que paece que está usted hueca!... Echese usted una mano al gañote pa que no retumbe, que se va á despertar padre...
—¿Todavía está durmiendo el tío Martín?—dijo la Salamanca con la risueña cara del que pide un favor, bajando el acento á los más profundos tonos de un andante.—¡El demonio del hombre, que va á cria cama como los melones!... Si lo que entra con el capillo sale con la mortaja... Cuando tu padre era mozuelo, tu agüela, que esté en gloria, le decía todas las mañanas de Dios al despertarle para el trabajo:
—Hijo, levántate y serás bueno.
Madre, más quiero ser malo y estarme quieto—respondía tu padre.
—Hijo, que uno por madrugá se encontró ¡un costá.
—Madre, más madrugó el que lo perdió...—Y se estaba tendido á la larga, hasta que íe daba al in-dind el sol en las narices.
—Y que no hay más remedio que tené paciencia, porque con náa que se le ice, se pone su mercé hecho un toro,—contestó Mariana sonriéndose y ayudando á la Salamanca á volcar la canasta en uno de los lebrillos.
La muchacha quiso entonces retirarse; pero la vieja, revolviendo ya en el agua aquellos sucios guiñapos, la detuvo diciendo con naturalidad perfectamente fingida:
—¡Mujé!. ¿Sabes lo que me han dicho?... Mariana se encogió de hombros sin contestar, con marcada indiferencia;
— Pues hate cuenta, que me dijo anoche mi co madre, señá Juanita Perdigón, de que se casa Rosita, la hija de la zapatera.
—¡Noticia fresca pa los callos!—replicó Mariana—Como que ya le están haciendo las'donas, y su madre le ha mercao un catre camero y dos docenas de sillas sevillanas.
La Salamanca hizo un gesto como si indicase su completa ignorancia del suceso, y comenzando á enjabonar la ropa, añadió con la misma naturalidad afectada:
—Pues, hija- mía,- entonces tenemos ya" en el bárrio trés bodas á la piquera.
—¿Tres bodas?
-jCabalito que’sí!.., la de Rosita, la de la Pilonga...
La Salamanca interrumpió su trabajo para mirar picarescamente á la muchacha, y concluyó guiñando sus legañosos ojos:
—¡Y la tuya!...
—Sí, la tuya,,. ¿Cuándo nos dá ese buen día?
—¿Y á qué esperas entonces, muchacha?
—¡Pues me gusta la pregunta!... ¿Qu.e á qué espero?... Espero al novio.
—Vaya, mujé, que entre el cielo y la tierra no hay naa ocurto—replicó la vieja con sonrisa misteriosa.
—¿Por qué me dice üd. eso, señá Salamanca?—preguntó Mariana poniéndose inmutada y clavando sus ojos con ansia en los de la vieja.
Pero los de ésta estaban hechos á prueba de miradas de águila, y contestó tranquilamente restregando su ropa:
—Por náa, hija, por ná... Sino que la gente ha dao en dicir que andas encalabrináa con Juan Miseria, y que...
—¡Ay, señá Salamanca!... ¡Si á too el que ha bla más de lo regula se le cayera la lengua, no andaría er mundo tan perdió como anda!—la interrumpió violentamente Mariana.—El que diga que yo estoy encalabrináa con Juan, miente con toita la boca; la verdá es—y lo digo porque no es pecao mortá—que él me quiere y yo lo quiero, y aquí paz y después gloria,
—Pero ven acá, criatura... Si tu padre no da; el sí—que no lo dará—¿qué vas tú á jacer?...
—Espera, que quien bien quiere, bien aguarda. —No, hija mía, que quien espera, desespera— repuso la vieja,—y menesté es que hayas perdió la chaveta, pa espera á ese Juan Miseria, más esa-borío que las coles, que no es más que pa el ara-che y el cavache.
—Pobre y honrao, como es, lo quiero, y no ri co y sin honra, que es el caudá.. del pobre—contestó Mariana con acritud, al ver colocado á su malhadado Juan en la categoría de los vegetales.— Pero no se meta Ud. en camisón de once varas, sena Salamanca; y el pan que no ba de come, déjelo cocé. ■
-—¡Contigo pan y cebolla!—exclamó ésta rien- . do irónicamente—eso es muy bueno pa habladuría, pero no lo siente así el estómago... Ya tú me dirás á la vuelta de algún tiempo, si por los doblones de mi sobrino Pepe López, que anda muerto y penao por tí. no has mandao á freí monas á ta Juan Miseria.
—¡Ya pareció aquello!—gritó Mariana entre colérica y risueña;—como que se ha pensao la buena de la mujé ésta, que con los doblones de su sobrino, tiene al Rey cogido por un bigote... Pues sepan Ud. y su sobrino, que ni Pepe López, ni el rey Pepe Botella, me hacen recoge á mí una palabra que he dao... ¿Le sienta eso á una mujé de bien?...
La Salamanca se puso pálida de ira, y restregando la ropa fuertemente, dijo con rabiosa calma.
—Pues no, que le sentará mejó andá con peladeros de pava á la media noche—
—¿Por quién dice Ud. eso?—exclamó Mariana dando un paso adelante como para embestir á la vieja.
—Por alguna cochambrosa que yo me sé—replicó ésta sin dejar de restregar la ropa,
Y como viese que la pobre muchacha retrocedía confundida y espantada hacia la puerta de su vivienda añadió con la misma rabiosa burla: —Sujétate bien en el moño la matita de supi-ro... Pué caerse á la calle como anoche, y recogerla algún majo,..
III
Con razón afirmaba la Salamanca de Martín Correa, padre de Mariana, que lo que entra con el capillo sale con la mortaja; pues la pereza, creciendo en él con los años, habíale conquistado entre la gente del barrio, el apodo de Martín GostiUa. Su oficio era el de albañil; pero se le pasaban meses y meses sin coger una piqueta ni levantar un ladrillo.
—El domingo, decía él, es pecado trabajar, que así lo dice la Iglesia; el lunes hay que descansar de la jarana del domingo; el martes es día aciago; el miércoles se parte la semana; el viernes murió nuestro Señor; el sábado es víspera de domingo, y para un día que queda, el jueves, ¿quién va á; trabajar?... : ;
Y como la pereza abre la puerta á todos los vicios, se emborrachaba de continuo, pagando los-desvelos de su hija Mariana,.que, ora lavando,- ora cosiendo, mantenía la casa con un brutal despotismo, Habí ásele puesto entre ceja y ceja la boda de su hija con Juan Miseria¡ honrado trabajador, que. debía su triste apodo á la endeblez en que cuando; pequeño se había, criado. . ,
Juan Miseria era del campo: lo cual quiere decir que se ocupaba en todas las faenas que para la labranza de éste son necesarias, ganando un buen, jornal, que sobrio en sus gustos y morigerado en sus costumbres, siempre le sobraba. . . ,
Con dificultad se hubiera encontrado un hombre de más valer en su clase, y que tuviese de sí mismo un concepto más humilde, lo que indica siempre una gran superioridad moral: pues el mayor de los méritos es el qne admira en los demás lo que ignora poseer en sí mismo, y derrota con su inocente modestia al peor enemigo de la'razón, que es el amor propio.
Muertos sus padres,en la. epidemia del año cincuenta y cuatro, el desamparo, el horrible y aterrador desamparo que hace apartar la.Tista más la tierra, para fijarla en el cielo, le hizo caer en manos de un primo de su padre, llamado el tío Parra: este hombre, borracho de oficio, brusco y casi.feroz, hacíale trabajar de.continuo, arrojándole por toda recompensa un pedazo* de pan que nunca comió el infeliz niño sin haberlo ablandado antes con sus lágrimas. La desgracia fue, pues, la única maestra de aquel pobre huérfano, que víctima del menosprecio de todos, demostró cuán grande era su alma, que lejos de emponzoñarse, supo hacer nula esa terrible píldora que sólo los santos saben tragar, sin sentir corroído el corazón por el más amargo despecho. Me?s como nunca oyó la menor palabra de interés ni de consuelo, fuese armando de una amarga reserva, que en un hombre culto hubiérase llamado misantropía, y que escudaba, como las espinas de un rosal sus flores, los nobles y elevados sentimientos que en su corazón se encerraban. En sus soledades, solía cantar esta copla que el desamparo inspiró á su tosca musa: ■
De este absoluto aislamiento del desgraciado niño, nacieron dos rasgos distintivos de su carácter: una vehemente necesidad de amar y ser amado por lo mismo que jamás encontró su corazón otro que latiese acorde con el suyo, ni sus ojos otros que llorasen cuando ellos lloraban: una completa carencia de esos principios religiosos que in tunden las madres católicas á sus hijos. Su corazón, naturalmente bondadoso, y como vulgarmente se dice, de buen fondoj parecía adivinar á
Dios; mas su inteligencia, inculta y cegada por la ignorancia, no le ponía en comunicación con Él.
El cariño de Mariana vino á saciar su corazón, sediento de amor. Mas su alma, desprovista de toda idea religiosa, recordaba su amargo pasado, veía su triste presente, pensaba en su incierto porvenir, y, preguntándose cuál era la justicia de aquel Dios que oía llamar bueno y misericordioso, sentía ahogarse en su corazón ese instinto de fe, como innato en el hombre, que si bien lo apagaba en él la ignorancia, en los más los seca el orgullo.
Esta hermosa alma se encerraba en la tosca corteza de aquel hombre de la ínfima plebe, grosero y hasta soez en sus formas, como todos los de su clase, imbuido en las falsas ideas que por aquel entonces sembraban los revolucionarios encargados de minar la Religión y el Trono en España, y prevenido por ellos mismos contra toda enseñanza, todo consejo ó precepto que revistiese carácter religioso. Por eso decía de él D. Antonio, el capellán de la Yedra, en cuya casa cosía y lavaba Mariana:
—¿Juan?... ¡excelente bestial
La brutal oposición que á la boda de su hija hacía Martín Costilla, no era un vano capricho: era el egoísmo del viejo libertino que ve pasar á otras manos la gallina de los huevos de oro que mantenía sus vicios. Allá en su gramática parda procuraba el cínico viejo conservarla siempre soltera á su lado, ó casarla con un hombre tan rico en.su clase, que llegase hasta él aquel bienestar que no para su hija, sino para sí mismo ambicionaba.
Por otra parte, estos planes de Martín Costilla no eran vana ilusión: el sobrino de la Salamanca, Pepe López, llamado en el barrio Lopi-jittOyasí como á su padre le llamaban Lopijoi parecía inclinarse bacía la muchacha, reuniendo las condiciones que el taimado tío Martín ambicionaba.
El origen de este apodo del padre, que descendía á diminutivo en el hijo, era el siguiente: En cierta ocasión fueron llamados ambos ante el juez para servir de testigos en una causa criminal: el padre que la daba de culto, dijo al presentarse:
—Pregunte V. S. cuanto guste, que el Evangelio no ha de decir más verdad que el señor Lopes é hijo.
—Así lo espero yo, señor Lopijo— contestó el juez, que era zumbón.
A veces, pequeños detalles fotografían mejor el carácter de una persona, que las más profundas y concienzudas observaciones. La muestra que coronaba la zapatería del.tío Lopijo—pues zapatero era de oficio,—revelaba bien á las claras toda la cultura de aquel moderno sucesor de Grispín y Crispiniano. Sobre dos columnas de madera que ceñían los costados de la puerta, se levantaba en dos.cuerpos aquelln maravilla del arle, rematando en un rollizo ángel, que con los carrillos hinchados, afanábase por despertar un eco en la atronadora trompeta de la fama; mas en vano sudaba y trasudaba el mofletudo. espíritu, para hacer oir aquella trompa, que destinada á ensalzar la virtud, el heroísmo y el genio,-no se avenía á pregonar el cerote.
Un pincel émulo del de Velázquez, había representado en el primer cuerpo, un grupo capaz de producir el arrobamiento de una ilusión cumplida' á los amantes de la Niñci, como llamaban entonces en Andalucía, á la República, que se incubaba. Mezclábanse fraternalmente en aquel confuso remolino, un representante de cada una de las clases sociales de la república de los zapatos: al petimetra botita alta do tacón y corva de empeine; el machucho zapato de orillo, que se abriga con un pellejito de conejo; la enorme bota digna de calzar el pie de un lord goloso; el zapato par-vulito, que se adorna con un lazo rosa; la severa botina de chagrín; el indígena botín de becerro, y hasta la exótica babucha morisca, rodeaban á un zapato de vaca férreamente claveteado, que según testimonio fidedigno de unos gorriones que allí tenían su nido, solía disertar sobre los derechos del ciudadano, mientras insensiblemente se elevaba sobre aquella república pedestre, como los dos elevaron sobre la francesa, ó César Augusto se elevó sobre la romana.
Por debajo de esta elocuente lección á los republicanos de todos los tiempos, había escrito señó Lopijo, como si quisiese demostrar las relácio-nes internacionales de su zapatería de cabo de barrio, con las principales potencias de Europa;
ZAPATOS—SOULIERS—SHOES—SCHUS - CARPE
Pero donde más sobresalían las aspiraciones del ilustrado zapatero, era en el segundo cuerpo de la muestra. Dos niños en que los transformistas hubieran encontrado el ansiado ejemplar de transición entre la familia de los monos y la humana, sostenían un cordón dorado, del cual figuraban pender las letras de esta inscripción:
DON JOSE LOPEZ - ARTISTA ZAPATERO
Allí aparecía retratado al vivo el señó Lopijo, tipo exacto del hombre de nuestra época, nacido para ochavo, empeñado en subir á cuarto; y como la experiencia le probó pronto que jamás podría, su persona salir de los dos maravedises, quiso dar el salto en la de su hijo, haciéndolo Sacerdote en vez de hacerlo zapatero. Porque Lopijo era anterior á esa raza de hombres del pueblo, educada ó nacida en la propaganda impía que preparó la revolución del 68: era creyente, y aunque no miraba en el sacerdote la altísima dignidad de su carácter, veía en él un hombre de posición social muy superior á la suya, y complacíase en rccor-dar en sus sueños ambiciosos que, desde la sotana del monaguillo, hasta la tiara dei Papa, existe un camino franco, recorrido más de una vez por todas las clases sociales. Por otra parte, era la carrera de la Iglesia, por ser la más económica, la única que en su holgada pobreza, pero pobreza al cabo, podía dar á su hijo.
Púsole, pues, á estudiar filosofía en el Instituto, y allí comenzó el muchacho á rodar la pendiente; porque el Lopijillo, filósofo en ciernes y sacerdote futuro, no podía vestir como el Lopijillo que, descalzo de pie y pierna, cazaba aviones en las playas de San Telmo, y el muchacho instó á su padre á que le comprase una levita. Aquella prenda, que le sacaba fuera de su círculo, fué fatal para Lopijillo, porque desde entonces sintió desarrollarse en su corazón el germen de la vanidad y la soberbia, que tenían allí raíces innatas. El primer fruto producido por estas plantas, que raro es el corazón en que no arraigan más ó menos, fue bien amargo para señó Lopijo.
A costa de mil privaciones había logrado comprar á Lopijillo un vestido completo de casimir y una gorra de terciopelo negro, que debía estrenar el Jueves Santo para ir visitando los Sagrarios en compañía de su padre. Pero cuando éste, al verle tan empavesado, reventaba de satisfacción, y su madre, que aún vivía, le miraba con cariño, el muchacho dijo, viendo que la gala de señó Lopijo consistía en una chaqueta remendada y un sombrero viejo:
—Yo no quiero salir á la calle con padre,..
— ¡ Muchacho! — exclamó asombrada" la . madre.—¿Qué estás diciendo?...
—Que no quiero salir con padre.
—¿Pero por qué?.,. .
—Porque va muy mal vestido.
Señó Lopijo sintió un golpe en el corazón, y salió bruscamente del cuarto, porque la ingratitud es un acero que hiere á un corazón amante, que amar es favorecer, y este acero en manos de un hijo, es más que cobarde, es Infame, porque va envenenado. jSu hijo, aquel hijo por quien llevaba el sombrero viejo y remendada la chaqueta.le pagaba sus sacrificios avergonzándose de su compañía!...
Entonces pasó por su cabeza la prudente idea de volver á Lopijillo á la zapatería, que nunca debió abandonar; pero cuando ya iba á ponerla en práctica, vino el muchacho á deslumbrarlo de nuevo con un portento de su ingenio. Una mañana lavaba su madre en el corral, y Lopijillo, señalando la pila, dejó escapar esta profunda sentencia,-que hizo extremecer en sus tumbas á Horacio y á Virgilio: "Pila piloruirij donde se lava la ropa roporum. En otra ocasión, una vecina que se devanaba los sesos por comprender el significado de estas palabras, Charitas, Spes, Fides, que por debajo de una estampa que había comprado se leían, fue á consultar á Lopijillo. El oráculo, sonriendo con esa insoportable afabilidad del orgullo adulado, á la modesta mortal que consultaba su profunda sabiduría, contestó; ' ’
—Esto se'traduce así: Qharüas, estas caritas; Spes. sin pies; Vides, son feas.
.. —¿Con que feas y sin pies?-—replicó la vecina tan satisfecha.—Pues di tú que me lucí con la compra. ’
Estos resultados de. la profundidad y el talento de Lopijillo, asombraron a su padre, y olvidando -sus resentimientos, llegó á creer que aquel pozo de sabiduría tenía razón en avergonzarse de él, pobre zapatero inculto, y ambicionando para su hijo, no ya un bonete, sino una mitra, siguió trabajando para mantenerle en el Instituto.
Pero las calabazas y calabacines que su hijo cosechaba le desengañaron al cabo, y resolvió hacerle trocar los libros por el tirapie, y la pluma por la lezna. Mas ya era tarde, y Lopijillo, que se las hubiera tenido tiesas con Séneca en persona, se negó rotundamente á este cambio que degradaba su dignidad de filósofo y mataba sus ilusiones de orador: vióse entonces precisado su padre, por no consentirle vago, á colocarle de sacristán en la capilla de San Telmo, iglesia en que se venera el Cristo de la Espiración, y de cuya cofradía, compuesta de todos los vecinos que pueblan los alrededores de la capilla, había señó Lopijo sido mayordomo.
Allí creció Lopijillo en tan prolongadas dimensiones, que apagaba y encendía las velas sin necesidad de caña; pero su natural perezoso ahorre-'cía el trabajo, y como todo lo que molesta, desagrada y es o diado—lo cual es razón de que el libertino desprecie la virtud que pone de relieve sus vicios, y el despreocupado la religión que le exige pureza de costumbres,—Lopijillo fué cobrando un odio invencible á aquellas ceremonias religiosas, que por ser para él obligaciones, le eran insorportables. '
—¡Qué tontería de Misa!—decía al salir á ayudarla.
Y como el generalizar es cosa muy fácil para el vulgo infatuado, que todo lo ve por el prisma de la conveniencia y el egoísmo, comenzó por hablar mal del Cura que le reñía y de la Misa que le importunaba, para concluir odiando á la religión, porque ésta era una de sus ceremonias, y blasfemando de Dios porque aquél era uno de sus ministros.
Reprendiéronle en cierta ocasión su atrevida-ignorancia, que le llevaba á reirse y hablar de lo que no entendía, y con la mejor buena fe, porque su amor propio así se lo dictaba, contestó:
—¿Que no entiendo?... ¿Que soy ignorante?... Los ignorantes son esos fanáticos, que quieren hacernos comulgar con ruedas de carreta...
Toda la flLosofía de Lopijillo estaba, pues, compendiada, á los diez y nueve años, en estas dos reglas generales. Lo que me incomoda es injusto y no debo cumplirlo; lo que no entiendo es mentira y no debo creerlo. Orgullosa y egoísta doctrina, que ha producido más de un excéptico y más de un despreocupado, y que reconoce por origen ese espantoso culto que en unos aterra y en otros hace reir, y que Balmes llamó Egolatría,
IV
Aquella misma tarde, las ve-ciñas del Corral de los Chícharos, sentadas á la puerta de la calle, charlaban y cosían, los chiquillos jugaban y gritaban en mitad de la corriente, los hombres volvían del trabajo al santo reclamo del hogar, y la campana parroquial de San Miguel, anunciaba con su lengua de bronce, que tras el trabajo del día viene el descanso de la noche, como tras el trabajo de la vida viene el descanso de la muerte. En el patio, solitario en aquella hora, hallábase la Salamanca, sentada á la puerta de su vivienda, al pie- de un hermoso jazmín morisco, que parecía extender sobre ella sus perfumadas ramas, cubriéndola como un dosel, Entre sus piernas abiertas sostenía un plato de bastísima loza de Triana, en que iba migando un-
cuarterón de pan duro, para formar luego con sus accesorios el fresco y sabroso gazpacho andaluz. La sacerdotisa de Esculapio, tenía decorado su templo con un lujo que ya rayaba en opulencia. Abríase en el fondo de i a sala la puerta de la alcoba, cubierta por almidonadas cortinas blancas, que sujetaban clavos romanos: docena y media de sillas con asiento de anea y agudas perillas en el respaldo, hallábanse entiladas alrededor de )a pared, que perfectamente revestida de cal, parecía haber recibido una lluvia de cuadrilos de todos tamaños, hechuras y asuntos. Ocupaba el testero uno de vara en cuadro, con marco de caoba, que representaba á Nuestra señora del Valle: á la derecha tenía á San José bendito, y á la izquierda un figurón montado á caballo y con la espada desenvainada, que decían ser el retrato, no del Prim libertador de la España con honra, sino del Prim héroe de la batalla de'los Castillejos,
Seguían alternando en paz y gracia de Dios, una tercera parte de los santos de la corte celestial, y varias notabilidades de todas las épocas, que había salvado señá Salamanca de los rigores de baratillos y almonedas. Cuchares, dando un mete y saca, parecía querer pinchar á su vecino San Francisco de Paula, que con ambas manos apoyadas en su báculo, contemplaba la sublime palabra— CharitúúS— entre unos rayos de papel dorado. Más lejos, Femando VII se miraba asombrado la punta de una nariz más que borbónica, é interrumpía los tristes ayes de un rollizo Chactas que lloraba la muerte de mía escúalida Atala, para preguntarle por qué el hombre importunaría á Prometeo hasta el punto, de que mohíno el ladrón de los rayos celestes, arrojase á su obra un pedazo del barro sobrante, que adhiriéndose á su rostro, vino á formar el apéndice que llamamos nariz. Diego Corrientes, el bandido generoso, emboscado en un' rincón, tras una oportuna telaraña, apuntaba con su trabuco á un Napoleón I, cuyo majestuoso rostro habían cubierto las moscas de sucios lunares, sin hacer caso á una Santa Rita, que con una espina en la frente del tamauo y forma de una zanahoria, y un Crucifijo en la mano, parecía querer aplacar aquellos celos de eucrucijadn.
Pero lo que más llamaba la atención de todos cuantos en la vivienda entraban, era una grotesca copia hecha en barro, de las imágenes que la famosa cofradía del Cristo de la Espiración saca procesionalmente la tarde del Viernes Santo. Sobre un cajoncito forrado de papeles de colores, hallábase colocado el Cristo, enclavado en la Cruz, y teniendo á su derecha á la Virgen del Valle, cuya carita, del tamaño de una peseta, cubrían dos lagrimones del tamaño de dos reales, que limpiaba con un pañuelo proporcionado en magnitud á sus lágrimas: á la izquierda el discípulo predilecto, San Juan, sostenía una palma primorosamente labrada con las de una escoba, y empinaba el dedo índice de la otra, como si ordenase algo. Ante el Cristo ardía una mariposa en una jicara sin asa, y al rededor de las tres efigies, hallábanse un dilubio de tazas, alcarrazas y pucheros mutilados, llenos de flores, que diariamente remudaba la Salamanca, en obsequio del Cristo de su devoción* bajo cuyo poderoso amparo ponía siempre álos enfermos de su clientela.
La persona que escribe estas líneas, que conoció y trató á tan singular personaje, puede dar fe de la siguiente cura, que bien necesitaba para lograrse todo el auxilio del bendito Cristo. Un pobre gallego, llamado Pascual, rompióse un brazo al caer de una escalera: entablíllaselo al punto la Salamanca, entre dos tablas sin cepillar, que sacó del fondo de un cajón de pasas; ató fuertemente éstas j enrollando á ellas siete varas de tomiza; untólo todo por fuera con cola de carpintero, y puso encima un escapulario del Cristo, sujeto con cintas amarillas. Cuarenta días después el gallego recobraba por completo el uso del brazo, y la Salamanca le pasaba, como los doctores de nota, la siguiente cuenta, que nosotros mismos leimos y copiamos:
Por el trabajo de curá: 21 cuartos
Por las liblas: 6 cuartos
Por siete varas de tomiza: 3 ochavos
Por la coba nao, que la dio señó Joaquín Blaneo
POr el escapulario nao porque fue envusteros
Nelaton no hizo nunca otro tanto, ni fué tampoco tan parco como la Salamanca, al pedir sus honorarios.
Concluía ésta de migar su gazpacho, cuando entró en el patio un hombre largo y desgarbado, envuelto en un amplio y mugriento gabán, que por uno de sus profundos bolsillos dejaba asomarlas narices al periódico republicano La Discusión. Hacía sombra á su rostro vulgar, insulso" y sin expresión alguna, uno de esos sombreros de altísima copa y extensas alas, llamados á lo Ga-ribaldi, que, satisfecho en su elevado puesto, recordaba al de Gerler, pendiente de una estaca. Aquel hombre era Lopijillo, después de haber sufrido-una metamorfosis que dejaba atrás á todas las de Ovidio, Había abandonado algún tiempo antes la. sacristanía de la Capilla de San Telmo, creyéndose degradado con tan mezquinas ocupaciones, y hecho entonces gastador de aceras y sostenedor de esquinas, comíase los ahorros de su padre esperando ocasión oportuna en que lucir las dotes con que creía él haberle dotado la naturaleza, y llorando, cual otro César á los veintidós años,' por no haber hecho aún nada notable. Una asonada popular le proporcionó su primer ensayo.
¡El pueblo de X*** era todavía bueno y sensato: ciertas doctrinas disolventes que después se le han predicado, no habían pervertido aún su corazón ni extraviado su cabeza. Dolíale el estómago, y, como tenía hambre, el pobre pueblo pedía de comer.
—¡Pan y frijones!—era el grito que pronunciaba aquella compacta muchedumbre, que, en una actitud pacífica, ocupaba los alrededores de las Casas Consistoriales y la extensa plaza del Arenal,
¡Lopijillo creyó llegado el momento de lucir sus dotes oratorias... Corve á la plaza con intención de arengar al pueblo, y sube sobre un poyo, que había de ser el primer escalón que le llevase á la cima de sus ambiciones. -
—¡Pueblo ilustre!—exclama moviendo los brazos como las aspas de un molino.
—¡Pan y frijones!—mugió la muchedumbre, ahogando con su espantoso griterío la voz del orador; y al mismo tiempo, un medio ladrillo, disparado sin duda por mano liberticida, vino á darle en el hombro izquierdo, haciéndole caer de la improvisada tribuna, exclamando:
—¡Pueblo bárbaro!...
Y cubriéndose el rostro con la toga, es decir, tocándose el gabán por la cabeza para poder co-- rrer más fácilmente, tomó más que de prisa el camino de la zapatería de su padre. Durmiendo allí sobre estos primeros laureles, esperaba nueva y más favorable ocasión en que mostrar al mundo sus dotes; y mientras tanto, cual otro Demóstenes que estudiaba á Tucidides para familiarizarse con su estilo, nutríase con ciertas lecturas que, por no poder digerirlas, convertían su cabeza en una olla de grillos.
Pero mientras estallaba el cataclismo político, que según él había de hundir para siempre el obscurantismo y la tiranía, y enarbolar la gloriosa bandera de la libertad, la igualdad y la fraternidad, ocupábase el sacristán cesante y padre de la patria futuro, en hacer la corte á Mariana, con las torcidas intenciones de un D. Juan de arrabales y callejuelas.
—Dios guarde á Ud,, seña Salamanca-dijo con ese tono de protección que guarda el soberbio hacia el humilde, á quien cree honrar con su saludo,
—¡Dichosos los ojos que te ven pasá esos umbrales!—exclamó la vieja alborozada al verle.— ¿Te habías pensao tú, Pepito, hijo, que había algún pozo en la puerta de mi casa?...
—Eso digo yo, seña Salamanca, dichosos los que tienen vista.
—Pues hijo, no hay peor ciego que el que no quiere ve; porque tóos-los días-de Dios me dan. las ánimas de la noche platicando con tu padre, y nunca te veo el pelo de la ropa... ¿Ya se ve! ¡Como siempre ha habido pobres y ricos!..,
—¡Pobres y ricos!—exclamó Lopijillo que no obstante de sentirse halagado, sonrió democráticamente.—Pronto el pobre se igualará al rico, si no es que el rico viene á servir al pobre.
—Habladurías, hijo: jarabe de pico que sirve de engañabobos... Desde que el mundo es mundo unos andan en coche, y otros andan al remo.
-—Pero alguna vez ha de llegar la hora, y tiempo es ya de que desaparezcan esas preocupaciones que por tanto tiempo han cegado al pueblo... ¡al pueblo soberano!
«Sí, señora—prosiguió serenándose el pequeño Kobespierre, que no desperdiciaba ocasión de enrayar sus golpes oratorios, ante públicos benévolos...—Todos los hombres son iguales en su naturaleza; y si la tiranía lia conseguido dividirlos en clases, elevadas unas y bajas otras, muy pronto la civilización y el progreso harán un reparto general de bienes, y todos quedaremos iguales*
—¿Qué me cuentas, muchacho?—exclamó la Salamanca, que le miraba de hito en hito con la boca abierta, dejando ver un diente, que solitario en medio de la Tebaida de sus encías, había enfermado de ictericia.
—Lo que Ud. oye; sí, señora; lo que los ricos tienen lo han robado á los pobres. Y si no, dígame usted... ¿Quién labra las viñas y las hace producir el vino? El pobre... ¿Quién labra el trigo y hace el pan? Et pobre... ¿Pues no es lo regular que este vino y este pan, pertenezcan de derecho al pobre que lo trabaja, y no al ladrón del rico que se lo quita?.,.
—¡Y lleva razón!—exclamó la Salamanca, admirada.—¡Jesii y qué sentí o tan fino tiene este muchacho!.,.
—Si eso es claro como la luz del día. ¿No es el albañil quien fabrica la casa?... ¿Pues de quién sino del albañil debe de ser esa casa, que le ha costado su trabajo levantar?
—¡Qué pico de oro te ha dado Dios, hijo, y cuánto me alegro de que me hayas impuesto!.,. Hate cuenta que estoy jaciendo unas calcetas para doña Pascuala, la de en cá del notario; ¿y no soy yo la que hago las calcetas? Pues mías deben de sé, que estoy en piernas y el invierno se viene encima.
—Despacito y buena letra, seña Salamanca, y cada cosa á su tiempo... No sea que por coger Ja bellota, se quede Ud. sin el puerco.
—Dime, hijo,,¿acaso me tocará á mí algo en el reparto ese? .
—Usté es una ciudadana como otra cualquiera, y tendrá su parte... Pero cuidado con la lengua,— añadió Lopijillo concierto aire de misterioque la cosa está tan tirante como lo que pronto va á estallar, y en un verbo me lo mandan á uno á Fernando Póo, á que lo maten unas tercianas.
—¿Ese Fernando Pon, le tocaba algo al rey Fernandito?,..
—¡¡Quite Ud. allá, señora!.*. Femando Póo es una isla adonde destierran los mártires de la libertad.
—Descuida, hijo, descuida, que me echaré un punto por cima en la boca,., Pero dime, tú que andas en esas cosas, ¿no podrías hacé que me tocara á mí la casita de D. Juan Benítez el meico, y la viñita que está á la vera del conjumbrá que sembró mi Pepe, el...
—Bueno, señora, bueno; pero todavía no es tiempo de eso—replicó impaciente Lopijillo.
—Bien, hijo, bien; si yo no te lo digo pa que sea hoy ni mañana; sino pa que tú quedes á la mira...
—Y hablando de otra cosa—dijo Lopijillo después de un momento de silencio señalando con un gesto la sala de Mariana, cuya'puerta se hallaba cerrada.—¿Qué me cuenta Ud. de ese erizo manzanero?...
—¡Ya pareció aquello, que aunque voy y vengo, no se me olvida lo que tengo—replicó riéndose la vieja.—Cabalmente tenía yo aquí algo que darte...
Y la Salamanca se metió la mano en el seno y sacó liada en un papel de estraza, una guirnalda marchita de suspiros y albahaca, en todo igual á la que llevaba Mariana en torno del rodete. Refirió entonces á Lopijillo cómo la noche anterior había arrojado la muchacha por la ventana aquelias flores á Juan Miseria, y ella lag había atrapado en camino, desde el ventanillo del sótano, donde les acechaba, Lopijillo arrebató furiosamente las flores de manos de la vieja, y dijo poniéndose en pie:
—¡Ahora mismo se las voy á tirar á la cara)
—Bien hecho, hijo... Refriégaselas por el jocico á la muy cochambrosa* -
—¿Estará sola?—preguntó Lopijillo mirando hacia la cerrada puerta de Mariana.
—No lo sé, hijo; que cuando á Mariana se le ajuman las narices, hay que hacerle la crú como al diablo,
—Vaya Ud. como quien no quiere la cosa á ver lo que hace; y si está sola en su cuarto, me cuelo aunque llueva.
—No, hijo, iré yo; que está la masapa pico, y capaz es de arañarme... Pero ahora te diré lo que hace, y vete al toro, Pepe; que el que no se arriesga, no pasa la mar. .
La Sala.ma.nca se levantó, y yendo á uno de varios muchachos que á la entrada del patio jugaban, dijo acariciando su cara, tan fresca y colorada como sucia:
—¡Válgate Dios, y qué rosa de Mayo más llena de churretes!... Mira, Pepe, mira qué cara tan fea.
Conocedora profunda del corazón humano, comprendía la vieja curandera lo que pueden en él la adulación y la codicia.
—Ven acá, chiquillo—continuó llevándolo ha© Biblioteca Nacional de España
cia su'sala,—que te voy á lava esa cava y á darte un cuarto pa jigos,
Y variando de repente de tono, añadió con la más seductora de su sonrisas: -
—Mira, Pacorrete; mientras yo busco en la faltriquera, llégate á la. vivienda de Mariana, y dile que me empreste el almiré pa majá malva-bisco.
El inocente espía partió ligero como un pájaro, sonriendo á los higos que, gracias al prometido cuarto, en lontananza veía.
Sentada Mariana en el poyo de una ventana, cosía apresuradamente, mirando de cuando en cuan do á la calle: su fruncido entrecejo y su apretada boca, demostraban claramente que no estaba la Magdalena para tafetanes. Al sentir que abrían la puerta de su sala, fijó una iracunda mirada en el que osaba turbar sus amargos pensamientos,
—Mariana—dijo el embajador, asomando tímidamente la cabeza,—Dice seña Salamanca, que-le empreste el almiré pa majá marvabisco. .
—Dile que lo maje con la cabeza—replicó la muchacha bruscamente, levantándose á echar el cerrojo,
El chiquillo cerró asustado la puerta, y fué á dar cuenta de su embajada.
—¡Qaé política que gasta la niña, y qué lástima de pimiento chil para hacerla bien hablada!—exclamó la Salamanca al oir la suave respuesta que, con balbuciente lengua, le daba Pacorrete, temeroso de perder el festín de Baltasar que se prometía.
—¿Y estaba sola?—preguntó Lopijillo.
—Estaba cosiendo en la ventana, y dio una re-botáa, y vino á cchá el cerrojo.
—Me quedé con tre3 palmos de narices, eeñá Salamanca—dilo Lopijillo desanimado.
—¡Por vida de los hombres de trapo, que no le temen á un toro de ocho años, y se echan á temblá ante unas naguas!—replicó ésta.—¡Anda, ve por la ventana y amansa esa potranca sin domá!... Lopijillo siguió el consejo de la Salamanca, mientras ésta, con el plato del gazpacho ea la mano, se entraba en su sala murmurando:
—¿Si será verdá lo que dice Lopijillo de los pobres y los ricos?.,.
Pacorrete, que la vio desaparecer sin darle la prometida recompensa, dijo tímidamente:
—Seña Salamanca, ¿y el cuarto?.,.
—¿El cuarto?... Hijo, ayuná cuando lo manda la Santa Madre Iglesia—contestó la chusca vieja, metiéndose para dentro.
V
Y con razón decía seña Salamanca, que á Mariana se le habían ajumado las narices; porque al ver la infeliz muchacha en manos de la chismosa vieja, el secreto de su entrevista con Juan Miseria, un miedo cerval se apoderó de ella, temiendo que no tardaría mucho en llegar á oídos del brutal Martín Costilla. Pasó todo aquel día encerrada en su vivienda, acechando de continuo por la ventana la vuelta de su padre, para hacerse encontradiza con él á la puerta del corral, y evitar así que le hablara la Salamanca: al anochecer, una sombría irritación se apoderó de su ánimo, brusco y violento de suyo, y sentada en el poyo de la ventana cosía precipitadamente, mirando sin cesar á la calle, llena de angustia. ■
Los caracteres fuertes, cuando se hallan excitados, necesitan de muy poco para entregarse á arrebatos de furor: el zumbido de un mosquito, el ruido de una hoja que cae, bastan para producirles un paroxismo.
Por eso, la embajada al parecer tan sencilla de la Salamanca, hizo á Mariana levantarse fuera de sí á echar el cerrojo, y evitar que de nuevo viniesen á importunarla.
Vuelta de nuevo á su asiento, siguió casi ,á tientas su costura; mas de repente interceptó la luz que por la ventana entraba, un hombre que en ella se había detenido. Mariana levantó vivamente la cabeza, y un relámpago de cólera brilló en sus ojos, al encontrarse con los de Lopijillo: hizo un movimiento para levantarse; pero esa altivez que no sólo desafía al peligro, sino que también lo vence, y que tan general es en la mujer del pueblo española y honrada, la hizo permanecer co^ siendo como si tal cosa, temiendo se atribuyese á miedo su fuga.
—¡Qué aplicadita está Ud,!—tartamudeó Lopijillo, que no obstante de darla de liombre de mundo, se hallaba turbado.
Mariana siguió cosiendo sin replicar palabra.
—¿Tiene Ud. algún candadito en los labios?
Mariana se ahogaba de coraje, pero tampoco contestó.
—Mire Ud, que á un grillo es, y se le escucha.
—Haga Ud. el favó de tomá el portante-dijo al fin Mariana sin mirarle siquiera,—que no es usté tan dergao que se claree, y me está tapando la lú...
—¿Quiere decir eso que estorbo?
—Lo que se sabe, no se pregunta.
—No se muerde Ud, la lengua, niña.
—Nací el 12 de Agosto, que es día de Santa Clara, y Clara me llamo.
Lopijillo se agarraba á la reja temblando de coraje, y temblando también de rabia seguía Mariana dando puntadas, con tau poco acierto, que parecía su costura un conjunto de líneas que-bradaa.
—¿Esperaba Ud. á alguien?—preguntó con retintín Lopijillo.
La muchacha le dió leí callada por respuesta.
—¿Sabe Ud,—prosiguió aquél con cierto tono de amenaza—que á mí se me va pronto el santo al cielo?.., '
Mariana levantó lentamente la cabeza, y fijó una mirada de supremo desdén en Lopijillo: luego volvió á bajarla, y continuó impasible cosiendo.
Entonces tuvo Lopijillo una idea del demonio; sacó con mucha calma del bolsillo la guirnalda de suspiros, y, metiéndola por la ventana-, la pasó suavemente por las narices de la muchacha, diciendo al mismo tiempo:
—¿Le parece á Ud. que han perdió ya el o!ó?k.
Mariana estalló ai fin; arrojó la costura en mitad de la habitación y extendiendo hacia la calle su moreno brazo, gritó amoratada de rabia:
—¡Sinvergonzón!... ¡Picaro!... ¿Es eso lo que ' aprende Ud. en los libros?,.. Si quié Ud. palique, vaya á dárselo á aquella esquina ,‘que no estoy yo aquí pa diversión de vagos,,.
Y sin cerrar la ventana, se metió para dentro; Lopijillo permaneció un instante con ambas manos apoyadas en la reja, y luego se alejó lentamente. Entonces asomó Mariana poco á poco la cabeza y pudo ver, estremecida de espanto; en la esquina misma de la calle á su padre, ebrio, tambaleándose, hablando con Lopijillo. Mostrábale éste en el papel de estraza la guirnalda de suspiros, y señalaba con furiosos gestos la ventana de Mariana, j
La muchacha, loca de terror, comenzó á dar vueltas por el cuarto, sin saber dónde meterse,
—¡Me mata!—decía.—¡Madre mía del Valle, me mata!... ¡Padre mío de la Espiración! ¿dónde me escondo?...
Decidióse aL fia á abrir la puerta para pedir socorro. pero ya era tarde. Martín Costilla entraba en el patio, con los ojos sanguinolentos por el furor y la borrachera, amenazador, horrible, blandiendo un grueso y flexible \ erdusco, que al paso había cogido en la cuadra.
La muchachil, lanzó un grito de horror y corrió bacía la alcoba, refugiándose entre la cama de su padre y la pared, que golpeaba con la frente, como si pretendiese abrir en ella brecha por donde escaparse. ' .
Martín entró en la sala y cerró la puerta: oyéronse entonces dos interjecciones obscenas, un golpe, un alarido horrible, y luego, un confuso rumor de porrazos lamentos, gritos, palabras soeces, ruido de muebles que caían, y cacharros que rodaban rompiéndose. .
Los vecinos acudieron al barandal de arriba unos, al patio otros, y pronto so agolparon muchos á la puerta de Mariana. Acudió la primera la Salamanca, alborotando sobre todos los otros,
—¡Ese borrachon! — decía. — ¡Ese tunante!... ¡Socorro, que mata á la criatura!,,.
Abrióse entonces la puerta, y Mariana, desencajada, con las greñas sueltas, el vestido en desor den, y chorreando sangre por una ancha herida que en la frente traía, cayó en brazos de las vecinas, exhalando lamentos de dolor y bramidos de rabia.
—¡Á mi sala!.., Traerla á mi sala! —grito la Salamanca, acudiendo con un puchero cíe! niEb dicina que encerraba su botiquín,
Mas la muchacha irguiéndose con el brío de Ja corralera de raza, con el rencor de la hembra bravia de cabo de barrio, se lanzó á ella barbo tando:
—¿Á tu sala?... ¡Á Santi-Ponce por toa la vida, con tal que te ajogue primero!... .
Y agarrándola por el moño, sin que nadie pudiera impedirlo, la tiró al suelo y le pateó los huesos.
Las vecinas consiguieron al fin separarlas, en medio de la mayor algazara, llevándose unas á la vieja, otras á Mariana: ésta fué conducida á la vivienda de Manuela, prima lejana de su madre, sin que diese muestras de escuchar las palabras de cariño con que la buena mujer la consolaba» la rabia es altiva, y comunica su altivez al corazón que despedaza. Dejóse caer sin decir palabra en un jergón que tendió la a ecina en mitad del aposento j y á poco salían de sus labios esa respiración agitada que anuncia a la fiebre, y esas palabras incoherentes que preceden al delirio. Alarmada entonces Manuela, fué a la botica en busca de un médico.
Mientras tanto, había corrido la noticia del suceso por todo el barrio, comentada y aumentada con la exageración propia de los andaluces. Decíase en unas partes que Mariana había matado á la Salamanca, y en otras que la muchacha éra la muerta y su padre el asesino. Estos rumores llegaron á oídos de Juan Miseria, que corrió desolado á informarse al Corral de los Chícharos; en la plaza de Antón Daza, se encontró con Manuela.
—¿Qué hay?—exclamó ansiosamente deteniéndola por un brazo.
—¡Náa, Juan, náa],,. que te vayas y no aportes por allí en diez leguas á la reonda, si no quiés sé la perdición de esa criatura.
—¿Pero qué le ha pasao á Mariana?..,
—¡Náa, hombre, náa!... Palos y una escala-braura...
Y la vecina refirió en cua tro palabras á Juan todo lo sucedido, culpando como era cierto y ya de público se decía, al miserable Lopijillo. Juan escuchaba pálido corno un difunto; mas al oír aquel nombre aborrecido, la ira, la ira brutal, embriaguez de sangre que pide sangre, se desbordó por todo su ser, haciéndole buscar con los ojos un arma por toda la plaza, algo con que matar, en el fondo de sus bolsillos. Felizmente no llevaba consigo arma ninguna: echó entonces á correr hacia una barbería próxima, donde acostumbraba á parar Lopijillo. El barbero, ilustrado republicano, que lamentándose de vegetar entre las bacías, enmendaba la plana al Gobierno con una ciencia infusa pasmosa, escuchaba á Lopijillo que leía y comentaba los periódicos del día, mientras un infeliz parroquiano esperaba con la cara llena de jabón, á que el rapa-barbas terminase de arreglar el mundo. La cosa -estaba tirante: Serrano y Caballero de Rodas habían sido desterrados á Fernando Póo, y á pesar del silencio que el ñscal de imprenta imponía á la prensa, sentíase mugir la tempestad que amenazaba. Pocos días antes, cuando }a muerte de Narvaez, había aparecido en Madrid este pasquín, firmado por 0‘DonneR, ya difunto, y fechado en los infiernos:
Y aquel día, un periódico atrevido publicaba en forma de lógogrifo, esta amenazadora advertencia, dirigida al último ministro de doña Isabel II:
La palabra se heló en los labios de Lopijillo, al ver aparecer á Juan Miseria con el rostro lívido, los labios blancos, el sello feroz de la ira desbordada, impreso en todo su rostro.
—Dios te guarde, Lopijillo y la compaña-dijo bruscamente.
. —Oye tú, estripa terrones—respondió éste temblando más de miedo que de rabia;—¿no sabes cómo me llamo?..-.
—Vengo á que me lo enseñes.
—¿Enseñar?... Eres tú muy bruto para aprender.
—Pues yo, bruto, he de enseñarte una cosa á ti, sabio.
—¿Tú á mí?...
—Yo á ti.
—¿Y cuál es ella?
—Lo que hace un hombre que tiene vergüenza, cuando se atraviesa en su camino uno que no la tiene. -
—¿Qué has de tener tú, Juan Miseria, más que piojos?... '
Juan se abalanzó á Lopijillo con la mano en alto, y una bofetada llena, sonora, de esas que tienden á un hombre por el suelo, y dejan una quijada limpia de muelas y dientes, atronó los ámbitos de la barbería. La gente que en ella se hallaba se interpuso al punto, y sacó á Juan á la calle, amenazando á Lopijillo con ambos puños mientras gritaba:
—¡Miseria!.., ¡Miseria!... ¡A mucha honra, que pobreza no es vileza!...
Lopijillo, á quien la tremenda bofetada de Juan, había hecho caer en el suelo, murmuraba sin que el miedo le dejara levantarse:
—¡Tú me las pagarás, pillo; tú me las pagarás!...
VI
Toda la noche y todo el día siguiente pasó Mariana en la sala de la vecina, tendida en el jergón que la cari- dad de ésta le pro porcionaba, amodorrada á veces5 entregándose otras á los transportes de furor propios de su carácter violento é irascible, templado sólo por la bondad de un corazón, en que el sentimiento religioso tenía profundas raíces. Kl influjo de estas buenas y malas cualidades, daba á su trato ordinario cierto tinte mudable, haciéndola ora huraña y desabrida, ora complaciente y decidora, á la manera que al huracán que encrespa las olas, desgaja las nubes, y oculta el faro que salva, sucede la calina que sosiega el mar, despe ja la atmósfera y hace que el faro brille alegro y consolador, como la caridad que remedia.
Pero entonces eran los vientos desencadenados demasiado fuertes para que tan pronto renaciese la calma, y hasta el anochecer de aquel día no pudo la muchacha fijarse en el pensamiento que en todas las circunstancias amargas de su vida se le aparecía como iris de consuelo, triste porque no existía ya; pero dulce siemprej como una voz amiga que la animase desde lejos, marcándole con el ejemplo el áspero camino de la Cruz. Acordóse al cabo de su madre difunta, y unido á este recuerdo, con ese misterioso encadenamiento que entre el cielo y el regazo de la' madre existe, acudió también el recuerdo de Dios; del Señor de la puerta del Real, de quien tan devota había sido aquella otra infeliz mártir del brutal Martín Costilla, Recordó cuántas veces aquella santa mujer la había tomado de la mano, y llevado á la Capilla del Señor, donde sin comprender entonces lo que ante sua ojos pasaba, la veía rezar y llorar. Mariana sintió la necesidad de llorar también, en aquella Capilla en que tantas veces había llorado su madre. ¡Tan cierto es que el corazón dolorido tiende á elevarse al cielo!
—¡Dios mío! ¡Señor! ¡PadreL. ¡Padre de mi madre!—murmuró entre sus apretados dientes derramando por primera vez un torrente de lágrimas.—¡Tú ampararás á la hija, como amparaste á la madrel
" Levantóse entonces torpemente pálida todavía, ojerosa y con la frente vendada. Manuela no había vuelto aún de la casa en que hacía los mandados, y á la puerta de la vivienda, una chiquilla suya de siete años, llamada Manolita, jugaba silenciosamente con un niño de barro, que orgulloso de reconocer el mismo origen que el hombre, se negaba á doblegarse á sus caprichos.
Mariana se tocó un pañolón de Manuela, y con ése decoro de la gente honrada del pueblo, que impide en Andalucía á. la mujer soltera, mocita como allí la llaman, salir sola á la calle, dijo á la muchacha que la acompañase. A la puerta estaba la Salamanca, sentada en el umbral. Mariana sintió al verla que todos sus rencores renacían, y procuró pasar de largo, echándose el pañolón á Ja cara; pero la vieja, con una magnanimidad hija de su desvergüenza, le gritó con gran cariño, como si nunca hubieran mediado entre -ellas ni chismes ni cachetes:
—¡Mariana, mujél... ¿dónde vas á estas horas?
—A conté ios frailes, que me han dicho que falta uno—contestó la interpelada sin volver el rostro, mientras Manolilla añadía sacándole la lengua:
—Adonde nos llevan los pés...
Mariana llegó á la Capilla del Real, que ocupa el sitio en que -estuvo la puerta de este nombre, en la-antigua muralla de X** Una reja la divide por medio, dejando á un lado el santuario y á otro los fieles: dos lámparas de plata-arden perennes ante el altar, cnyo remate, terminado en una eligie de la fe, se pierde en la sombra, como imagen viva de la Religión; figura grave y severa que se cubre á medias con un velo, y haciéndonos amar la hermosura de lo que nos muestra, nos hace adivinar y adorar lo que no alcanzamos á ver-. En medio es donde está la magnífica imágen' del Señor, en el cruel paso del Ecce-Romo: el pobre y él ripo, el culto y el inculto, le veneran y ie acatan en aquella religiosa ciudad. El pueblo, que todo lo que admira y ama., lo canta, ha dicho:
Las paredes de la capilla hallábanse totalmente cubiertas de exvotos, que como otras tantas demostraciones dé fe, prueban cuán arraigada estaba en aquel pueblo.
La quietud y el sosiego es la atmósfera que allí se respira, y ni aun la furia de los elementos cuando rugen por de fuera, turban en nada la tranquilidad de aquel santo asilo. No es allí como en esos templos de soberbia arquitectura y grandiosa magnificencia, en que la idea de Dios cae sobre el alma como una sombra inmensa-, haciendo exclamar á la criatura aterrada de su pequenez:^] Dios mío, estoy ante ti y -no muero!—Allí no se posesiona ;del corazón la espantosa sublimidad -de su poder, sino la dulce confianza en su mi-■sericorcha; allí no se presenta el terrible Dios de los ejércitos, sino el suave mártir del Calvario.
Mariana sacó de la faltriquera un cuarto: el cornadillo de la viuda, la inapreciable limosna del pobre, y lo echó en el cepillo destinado á recogerlas. Arrodillóse luego, apoyando la frente en la reja, y lloró, rezó, gimió, y-., esperó!
Manolilla miraba atentamente ai Señor, cuyos tristes ojos fijos en los suyos, le infundían un pavoroso asombro: agarróse asustada á Mariana, y al notar las lágrimas de ésta, hizo algunos puche-ritos, concluyendo por llorar también con el mayor desconsuelo,
—¿Por qué lloramos, Manana?—preguntó muy bajito, con ese respeto instintivo que infunde en los niños un templo.
—Tu, hija mía, culpas ajenas—contestó ésta abrazándola.
Aquella noche volvió Mariana á la vivienda de su padre, y le sirvió la cena tranquila y sosegada^ aunque de su oprimido pecho se escapaban á veces profundos suspiros. El tío Martín, brusco y medio borracho, como de costumbre, la insultó groseramente, echándose después á dormir á pierna suelta.
Al día siguiente era domingo de Carnaval, y desde el amanecer se notaba el trasiego y algazara de este día en el Corral de los Chícharos. Los chiquillos inauguraron la fiesta, sacando á relucir á la luz del sol, que espléndidamente brillaba, cuanto pingajo viejo encontraban á mano: colgábanse unos la saya más rota de la madre, otros un pañolón agujereado, los más opulentos una colcha de zaraza hecha jirones, dispuesta en forma de dominó, y los que nada tenían, poníanse los calzones al revés, echábanse la camisa fuera, y quedaban ya con esto, al decir de ellos, vestidos de valencianos. Cargábanse luego al hombro una escoba ó un palo, y rebosando satisfacción y júbilo, comenzaban á correr las calles del barrio, repitiendo en todos los tonos la consabida frase:
—¡Adiós, que no me conoces!...
Á media tarde, los vecinos del Corral de los Chícharos improvisaron una fiesta en el patio, en tomo de nn columpio hecho con la soga del pozo, por ser esta diversión de las más frecuentes durante el Carnaval en las casas de cabo de barrio. Uno de ellos tocaba la guitarra, y todos jaleaban, bailaban y se mecían por turno, cantando al compás coplas como estas:
Á cada, instante interrumpían la música y el canto mascarones desharapados, que entraban dando atiplados gritos, echábanle los brazos ai cuello al primero que topaban, y al compás de fuertes puñadas y grandes apretones, repetían mi] veces el grito: «¡Adiós, que no me conoces!».., retirándose después tan satisfechos, como si hubiesen dado un gran bromazo, en vez de dar una paliza. Otras veces eran comparsas de los corrales próximos, en que venía Ja vecindad completa. luciendo estrambóticos disfraces, y al frente de todos la casera, con la llave en el bolsillo, vestida ordinariamente de vieja, con peluca de estopa, papalina y media bata blanca, saya de una colcha vieja, y por detrás una almohada bajo ésta, que hacía respingar grotescamente* bailando al son de una pandereta.
fetas comparsas de hombres y mujeres, suplen en los barrios bajos á las estudiantinas que en los días de Carnaval recorren los principales; suelen llevar guitarras, panderetas y castañuelas, y dondequiera que se detienen arman un baile y dos ó tres pendencias.
Entre la algazara que produjo en el Corral de los Chícharos la entrada de una de estas comparsas, deslizóse también en el patio un hombre alio, vestido de mujer, con saya de percal rameado, desteñido pañolón negro y bastísima careta de cartón, simulando la cara de una vieja con anteojos verdes. Deslizóse como pudo entre el gentío? dando acá y allá manotazos, y fuese derecho ha' cia la vivienda de Mariana; la puerta estaba cerrada, y la Salamanca, sentada en el umbral de la suya, contemplaba la algazara, sonriendo satisfecha, como una bruja vieja que se solaza en el aquelarre, con el regocijo de sus jóvenes compañeras. Eí hombre varió de dirección ai verla, y se mantuvo oculto entre el grupo de máscaras y vecinos que rodeaba al columpio.
Una nueva invención de esas que anualmente saca el pueblo á relucir en los días de carnestolendas, desembocó en aquel momento en el patio. Dos fornidos jayanes, vestidos á manera de mozos de cordel, y uncidos ambos, como los bueyes al yugo, á una gran palanca, caminaban lentamente, dando fuertes zancadas, inclinado el cuerpo y anhelante la respiración, como si les rindiese el peso de una sardina arenque, que colgada de fuertes cordeles, pendía de la palanca. De esta suerte dió la pareja proeesionalmente la vuelta al patio, entre las risas y algazara del gentío, y se fué por donde había venido, á llevar la diversión á otra parte. El hombre vestido de mujer aprovechó el remolino de gente que los de la palanca formaban á su paso, para acercarse con disimulo á la puerta de Mariana, y mirar al interior por el agujero de la cerradura. La muchacha estaba dentro, pero el hombre no pudo distinguirla en su rápida ojeada, y se alejó con prisa, al ver á la Salamanca firme en su puesto, como si fuera el cancerbero encargado de vigilar la cerrada puerta.
Una gritería infernal resonó entonces en el callejón que conducía al patio, y docenas de docenas de pilletes y granujas desembocaron en él, precediendo y rodeando al personaje obligado en las carnestolendas de cabo de barrio, al tío dé MgtiUo: invención popularisima en Andalucía, cuyo origen remonta cierto autor erudito á edades antiquísimas, comprobando su aserto con estos versos de Aristófanes:
Era el higuito un mocetón vigoroso, vestido con ruedos y esteras viejas, alto picurucho de lo mismo en la cabeza, y feísima careta de pellejo de conejo en el rostro: traía una espuerta de higos al brazo j y en la mano ima larga caña de cuyo extremo pendía una cuerdecilla con un higo atado en la punta: daba golpecitos en la cana con otra más pequeña, haciendo de este modo saltar el higo, que con espantosa gritería intentaban los chiquillos coger con la boca gritando todos al mismo tiempo:
El higuito fué acogido con aclamaciones frenéticas por la muchedumbre, y nivelados grandes y pequeños por la común alegría, comenzaron á brincar en torno de la caña persiguiendo á los higos que saltaban á su empuje. En vano esperó entonces el mascarón de la careta de vieja que la Salamanca abandonase su puesto para tomar parte en la general algazara: detúvola sin duda su dignidad de doctora, y limitóse á reir descompasadamente, batiendo las palmas cada vez que alguna boca afortunada atrapaba algún higo. El hombre pareció tomar al cabo una resolución definitiva, y agarrando por el pescuezo á uno de tantos pilletesj lo llevó aparte diciendo:
—¿Te quiés ganá una mota, y le das una pega á la Salamanca?...
—¿Dónde está?—preguntó el granuja.
—Allí...
El píllete siguió la dirección que le indicaban con los ojos rebosando malignidad y alegría, y extendiendo una mano en que se veíau petrificadas toda clase de inmundicias, dijo lacónicamente:
—¡'Venga!
La misteriosa máscara sacó entonces del bolsillo del pantalón una moneda de dos cuartos, y la entregó al píllete, diciendo:
. —Toma... y dile que vaya corriendo en cá de Santiaguillo Lapa, que está mu malito...
El granuja dijo que sí con la cabeza, dió un brinco, tomó empuje, plantóse en dos saltos delante de la Salamanca, y remedando con perfección admirable la fatiga de una larga carrera, y el aire azorado que á su papel correspondía, dijo: —[Seña Salamanca!... que vaya Ud. corriendo corriendo en cá de Santiaguillo Lapa; que está dando las boqueáas...
¡Y sin esperar respuesta, se puso de otro brinco al amparo salvador de la caña del higuito.
La Salamanca no se extrañó del recado, porque aquella misma mañana había visto á Santiaguillo Lapa, realmente grave: levantóse, pues, al punto, y sin detenerse más tiempo que el preciso para tocarse el pañolón, se puso en camino como médico de buena conciencia. Sin duda era Santiaguillo Lapa de lo más florido de su clientela.
Á la puerta de la casa, un grupo de vecinos tenía puesta tina pega, de esas que en Carnaval prueban la paciencia de las gentes pacíficas, sin dejarles otro consuelo en su desesperación que el común estribillo: En Carnaval iodo pasa. Habían untado con inmundicias el reverso de una moneda de dos cuartos, y dejádola caer en la calle como al descuido, cara arriba, al lado de la acera. FA incauto transeúnte que la veía al paso, y se inclinaba naturalmente á cogerla,, pringábase las manos, y los vecinos celebraban entonces el chasco con una. cencerrada estrepitosa.
La Salamanca salió precipitadamente á la calle sin reparar en nadie, y topóse á los dos pasos con una comadre vieja del barrio, llamada señá Vicenta, que inocentemente la detuvo al lado mismo de la moneda.
—Mujé—le dijo.—¿Dónde vas, disparáa como una bala?...
—En cá de Santiaguillo Lapa, que está dando los boqueáas...
—¡Válgate Dios, mujé!... ¿Y qué tiene?..,|
—Náa, hija, náa; que hay personas que tienen siete sesos, y los siete hueros.., Hate cuenta que ie salieron antié unas enginillas, y se empeñó en llama al meico.*. ¡Fue! como si estuviera aquí una... El meico le mandó una unción de bcllaona, y ¿qué jizo el anima?... Pues se creyó que aquello era bebió, y como estaba feo, se lo tomó con pan... —iJesú, mujé, qué s infundio!
—Lo que oyes, hija... Con media libreta de pan se zampó en el cuerpo la bellaona, y ¡claro está!... le entró una irritación negra en las tripas, que cuando yo llegué, estaba como quien dice, con la cara tapa... Gracia que le di una frisión en el estógamo, y echó por la boca hasta el reaño; y como...
—¡Mujé, mía que mota!...
Se interrumpió de repente la Salamanca, reparando én la traidora moneda, y agachándose vivamente á cogerla... La cencerrada estalló al punto, más atronadora y burlona que nunca, como si desahogasen los que la daban, los rencores mensuales que guardan los inquilinos hacia el casero; y la Salamanca, con la mano pringada en alto, y echando por la boca sapos y culebras, se entró de nuevo en la casa, para lavarse en una pila que en el patio había... Mas al llegar á ella, disipóse de repente su ira, para dar lugar á otros sentimientos que como en un espejo deslustrado, fuéronsc pintando sucesivamente en su anguloso rostro: primero la sorpresa, luego la duda, después una maligna certidumbre, y la alegría infernal, la alegría de una venganza segura por último. Sus ojos habían divisado al mascarón de la careta de vieja, pegado á la puerta de Mariana y hablando con ella por el ojo de la cerradura: revelóle al instante su sagaz instinto de raposa vieja, que aquel hombre era Juan Miseria, y que el recado de Santiaguillo Lapa, era una astucia con que habían pretendido alejarla del Corral de los Chícharos.
La vieja no se engañaba: aquel hombre era, en efecto, Juan Miseria, que deseoso de librar á Mariana de la brutal tiranía de su padre y de las persecuciones de Lopijillo y la Salamanca, había concertado con D, Antonio, el Capellán de la Yedra, caritativo protector de la muchacha, un sencillo medio. Mariana era ya mayor de. edad, y podía, por lo tanto, ser depositada en casa de la hermana del Capellán, y casarse, á despecho de su padre, cjn Juan Miseria, una vez llenas las formalidades que prescribe la ley. Juan Miseria voló lleno de alegría á proponer á la muchacha este plan satisfactorio, pero Martín Costilla había clavado por dentro la ventana ivienda, y dejaba siempre encerrada á la muchacha bajo llave. Imposible le era, por lo tanto, acercarse á ella sin comprometerla, y ya hemos visto los ardides de que se valió para conseguirlo, aprovechando los disfraces y la confusión del domingo de carnestolendas.
La Salamanca olvidó al ver á Juan sus'aseados repulgos: remangóse la saya para limpiarse sin ceremonia la mano sucia en el zagalejo de bayeta? y realmente disparada esta vez como una bala, co-ri’ió á la barbería en que acostumbraba á parar Lopijillo. El patriota experimentó al oír la noticia del suceso, h misma alegría infernal de la vieja, y ordenando á ésta que le esperase en. la esquina del Corral de los Chícharos, fuese apresuradamente á una inmunda taberna llamada La Cita, en cuyo interior resonaba ese clásico palmoteo, con que suele el pueblo andaluz acompañar sus cantos, alternando con las más soeces interjecciones. Una voz aguardentosa cantaba:
Lopijillo abrió de un puntapié la puerta de uno de aquellos asquerosos cuchitriles, y apareció Martín Costilla,,en compañía de cinco ó seis hombres de malísima catadura, que sentados alrededor de una mesa bebían y cantaban, blasfemando al mismo tiempo. .
—¡Señó Martín! — dijo Lopijillo sin más preámbulo;—¡usté no tiene vergüenza!...
—¿Qué me cuentas, hombre?—exclamó éste levantándose con la laja caída y el sombrero echado atrás, á manera de aureola de santo.
—¡Sí, señor!—continuó Lopijillo.—¡Es Usté un collón!.., ¡Es usté un cobarde!...
—¿Cobarde yo, que no lo temo á Dios ni al diablo?...
—¡Pues usté que no le teme á Dios ni al diablo, le teme á Juan Miseria!...
, —¿Temer yo á ese'mostrenco?... ¿Dónde está?... jdónde está, y .si lo agarro por la cabeza, lo crujo como á una culebra!,..
—¿Qué había usté de crujir?... ¡A ese mostrenco. le dijo usté que no hablase con Mariana, y está pelando la pava con ella por el agujerillo de la llave!...
—¿Dónde está ese pillo?—rugió Martín furioso, sacando de la faja una navaja enorme.—¿Dónde -está, que me voy á queda dormío metiéndole el jierro?...
-¿Qué había usté de hacer, viejo petate, si no pué con los calzones?—dijo Lopijillo con el fin de exasperarle, y azuzar contra Juan Miseria aquella íiera rabiosa.—Allá está en el Corral de los Chícharos, y si aporta usté por allí han de hacerle la mamola,.,
Martín Costilla saltó' como Tin tigre á que abren la jaula, rechazando lejos de sí á un compañera que menos borracho, intentó detenerle.
Lopijillo se fué detrás, diciendo con fingido interés:
—¡Voy allá, no haga ese hombre un desatino!...
En la esquina de la calle se les incorporó la Salamanca, y sin que nadie reparase en ellos, entraron los tres en el Corral de los Chícharos... ¡La desgracia les puso delante á Juan Miseria, á la mitad del estrecho callejón de entrada, solitario en aquel momento!
“|Ese es!... ¡ese!—gritó la Salamanca con furibundo encono.
Y sin esperar otra seña se lansíó á éi Martín como una fiera'hambrienta, con su navaja de cinco muelles abierta en la mano.
—¿A qué vienes aquí, grandísimo pillo?—barbotaba furioso.'—¡Toma!...
Añadió tirándole ana atroz puñalada, .luán Miseria hurtó el cuerpo dando un salto atrás, y se arrancó la careta, como si quisiese luchar corno valiente, á cara descubierta. Aterrada la Salamanca quiso huir; pero Lopijillo la agarró por un brazo, obligándola á presenciar aquella desigual lucha, aquel verdadero asesinato, que tenía lugar casi á tientas, entre las risas y el bullicio de dentro, y las carcajadas y burlas de fuera.
Mientras tanto había logrado Juan Miseria desarmar ásu contrario é intentaba arrojar la navaja por el brocal de un pozo, que había en el mismo callejón, á la puerta de la cuadra; mas los guiñapos de mujer que le cubrían se enredaron en un clavo sujetándole el brazo; quedó el acero de punta, y Martín, que ciego por el furor y la borrachera, se arrojó en aquel momento á su enemigo, vino á clavárselo en mitad del corazón, sin que á Juan le fuese posible evitarlo... El borracho dio un alarido terrible, balbuceando—¡muerto soy!—y cayó boca abajo, con los brazos abiertos, acabándose de clavar aquel innoble hierro, cuya punta asomó entonces por la espalda.
Aquel alarido resonó en el patio y resonó en la calle, y el grito de—¡una riña! ¡una muerte!--sembró el espanto en aquella alegre muchedumbre, que se desbandó instantáneamente por todos lados, huyendo á las viviendas por las ventanas, por los tejados, con ese terror que inspira al pueblo de España el tener que habérselas con la justicia*.. Sólo quedó el cadáver, caliente aún, atravesado en el callejón, sobre una lagareta de sangre. Allá en el patio, se oían los desesperado8
golpes de Mariana en la puerta de su vivienda, sospechando la catástrofe.
Aturdido Juan Miseria, huyó instintivamente á la calle; pero fué detenido á las voces de Lopijillo, que alborotaba gritando con todas sus fuerzas:
—¡Á ese picaro!... iÁ ese picaro, que lia matado á un hombre indefenso!...
SEGUNDA PARTE
Yo me asomo ala muralla y á voces llamo á mi madre,,, viendo que no me responde llamo á la Virgen del Carmen. (Copla popular andaluza.)
I
Había ya estallado la revolución de Septiembre de 1868............................................. . que juzgará la historia.
Su influjo se extendió á lo alto y á lo bajo, á lo grande y á lo pequeño, á la manera que el sol calienta y vivifica lo mismo la cumbres del Hiinalaya que la del Cerro del Fruto, el Canal de Suez que la alcantarilla de Sanlú-car, la catarata del Niágara que la fuente de la Alcobilla, el Palacio de la plaza de Oriente que el Corral de los Chícharos.
Su nacimiento fué celebrado al son del popular himno de Riego. Éste atracón del famoso himno, que hacía exclamar al P. Cobos:—¡Atranca la puerta!—le produjo nn cólico en que, después de mil ansias y bascas, trasudores y desmayos, vomitó á los republicanos federales.
La Revolución el el 68, como las revoluciones de todas las épocas y países, liase asemejado á un vaso de agua, en cuyo fondo hay asientos. Si el vaso se mueve y se agita el líquido, remuévense tes zurrapas, suben, turban la claridad del agua, llegan á la superficie, y parecen ocuparla para siempre; pero bien pronto recobra el líquido su inmovilidad, y las zurrapas, arrastradas por su propio peso, vuelven al fondo de donde no debieron salir nunca.
Así en un Estado en revolución, vénse hombres medianos, insignificantes, criminales no pocas veces, que se agitan, suben y llegan á ocupar los primeros puestos; porque el desconcierto general alienta á los ambiciosos, y no siempre la ambición supone la aptitud ni el talento. Pero una vez; restablecida la tranquilidad y el sosiego, sumérgense estas empinadas zurrapas, arrastradas por su pequenez y su miseria, y vuelven al 'fondo, sin que nadie guarde recuerdo de ellas.
Una de estas empinadas zurrapas fué entonces Lopijillo, á quien encontramos hecho, primero miembro de la Junta revolucionaria, y después Presidente de uno de los clubs republ i cano-federales de X***. Á su sangre fría, á su firmeza de carácter y exquisito tacto de gobierno debiéronse medidas tan eficaces como éstas, que fueron en aquella población eficaz conjuro contra las asechanzas reaccionarias.
Se despojó al corregidor cesante del título de hijo adoptivo de X***, con que pocos meses antes habían premiado sus desvelos, _
Ordenóse á los maestros de escuelas gratuitas que substituyesen con el Himno de Riego la Salve que acostumbraban á cantar los niños al comenzar las clases.
Prohibióse á los serenos que al cantar la hora dijesen; ¡Ave María Purísima!
Prohibióse también que las campanas doblasen por los difuntos, para que aquel clamor de muerte, aquel terrible memento no viniese á molestar á los vivos, justamente cuando el progreso indefinido del hombre sobre la tierra estaba en vísperas de vencer á la muerte. El campo de Alcolea entonces. y las orillas del Rhin más tarde, fueron testigos de ello.
Ante estas y otras tan eficaces como salvadoras medidas, la oprimida patria respiró libremente. El león de Castilla, descansando en Lopijillo, reclinó la melenuda cabeza y se echó á dormir á pierna suelta*
Mientras tanto, Juan Miseria maldecía-su triste suerte encerrado en un calabozo de la cárcel. Designado por Lopijillo como asesino de Martín Costilla, fué preso mientras se extendía la sumaria y se procedía á las declaraciones: los únicos testigos del sangriento drama eran Lopijillo y la Sala-manea, y ambos de acuerdo declararon que Juan Miseria había asesinado alevosamente al padre de Mariana, el cual, desarmado é incapaz de defenderse, le pedía por Dios que le dejase la vida. En vano el desgraciado Juan protestaba contra aquella calumnia: las pruebas venían acordes con las declaraciones de los testigos, y el fiscal pidió contra el inocente acusado la pena de muerte. Mientras tanto estalló la Revolución, y creciendo la importancia de Lopijillo al convertirse en personaje po-Utico, podía darse por cierta la ruina de su víctima.
Mas no se contentaba el padre de la patria con una sola; el amor propio es un globo henchido de viento', del cual salen» al punzarla, tempestades; y al herir el desdén de Mariana el colosal amor propio de Lopijillo, despertóse en aquel mezquino corazón un odio tan violento y tan tenaz, que, no satisfecho con la desgracia de Juan Miseria, buscaba sin cesar á la pobre muchacha para hacerla también víctima de su despotismo republicano, que de todos los despotismos, es el más fecundo en ruines tiranías.
La impresión que sufrió Mariana al ver á su padre muerto y á Juan Miseria teñido con la sangre de aquél, fué tan terrible, que el corazón de la infeliz se dilató en su. pecho hasta dañarse, y cayó al suelo sin sentido, arrojando por la boca un caño de sangre. Trasladáronla de allí al hospital, donde permaneció tres meses entre la vida y la muerte; venció al cabo á la enfermedad su robusta naturaleza, pero quedóle en el corazón un mal terrible, que cual la espada de Damocles, la amenazaba sin cesar con una muerte repentina. Al abandonar el lecho, parecía aún más enferma que cuando privada de sentido en él la acostaron: una palidez terrosa cubría su rostro; rodeábanle los ojos negras ojeras, y los latidos de su corazón eran de continuo tan fuertes, que levantaban la tela de su vestido. Al menor esfuerzo, al menor, sobresalto, refluíale toda la sangre al corazón, y parecía subirle después hasta la garganta, como si fuese á ahogarla; la primera emoción fuerte, ó el primer arrebato de cólera, había de ser, según dictamen de los médicos, el puñal que le produjese una muerte instantánea. Mariana no ignoraba el estado de su salud, y la idea de la muerte ocupaba de continuo su pensamiento, sin que por eso la abandonase aquella tranquilidad de espíritu, que al desechar al borde del sepulcro todo recuerdo mundano, había venido á substituir á su antes iracundo carácter. Las grandes desgracias son paralas malas pasiones del corazón, lo que la mano del jardinero para las hierbas dañinas de un jardín: por eso requiere el alma, para desarrollarse en toda su pujanza, ser sepultada por algún tiempo, bajo los rigores de la adversidad. Siempre alerta, siempre prevenida, como el viajero que esperando de un momento á otro la señal de marcha, no sabe á punto ñjo cuál será la hora, ponía en práctica este profundo consejo del Kempis: «De tal modo te has de ver en todas tus obras y pensamientos, como si enseguida hubieras de morir.»
¡Enterada Mariana do que Lopijillo le seguía la pista, consultó con D. Antonio, el Capellán de la Yedra, lo que había de hacer para librarse de las asechanzas de aquel enemigo de su reposo, y éste le aconsejó retirarse al convento de D.*** pare cuidar de una anciana monja paralítica, que á este propósito éL hablaría, Lopijillo tuvo noticia de esta determinación de Mariana, y exclamó con la arrogancia de un triunfo seguro:
—Caerá el convento, caerán las monjas, y lo pagará Mariana.
Con el corazón íísica y moralmente roto, abandonó ésta el Hospital: su primera salida fué á la Capilla del Real, donde pensaba mandar decir, con diez reales, resto ue sus ahorros con tanto trabajo reunidos, una Misa por el alma de su padre. Pero al llegar á la capilla vio con dolorosa sorpresa, que la puerta se hallaba cerrada: la Revolución de Septiembre, que tantas iglesias había destruido, no perdonó ésta por humilde é insignificante que'fuese,
Mariana no titubeó un instante; arrodillóse ante la cerrada puerta, y oró con el mismo fervor que si hubiere tenido delante la imágen sagrada del Cristo de su devoción... Porque ¿qué tirano es capaz de poner trabas á la fe católica? ¿Qué suponen un templo arruinado y una puerta cerrada, á los ojos del alma cristiana que atraviesa lo infinito, se cierne sobre las miserias de la tierra, y te busca á tí ¡mi Dios! en tu trono de gloria?...
II
Ocupa la cárcel de X.** un antiguo convento de frailes, que nada conserva ya de su aspecto religioso. Forma ella sola una extensa manzana, cuya fachada principal llena por completo el frente de una ancha plaza. Fuertes rejas defienden las tres regulares hileras de sus ven tanas, y sobre la puerta principal, custodiada siempre por doble guardia, léese en una lápida de mármol, este sano consejo: Guarda- la ley, y tu pie no tropezará. Los patios son anchos y ventilados, y los calabozos estrechos y seguros; vénse en aquéllos raterillos neófitos que comienzan la carrera del crimen, mezclados en ociosa conversación con doctores veteranos en ella, qn^ convierten las cárceles de nuestra España en una escuela práctica de todos los vicios. Es exacta esta copla, que leimos escrita por un preso, en el patio de una cárcel:
En los calabozos esperan su. sentencia definitiva aquellos otros reos de delitos mayores, que sólo deben salir de allí con destino á un presidio ó á un patíbulo: en el fondo de nao de ellos esperaba su condena el desgraciado Juan Miseria.
Veíase por este tiempo discurrir á todas horas, por patios y calabozos, á un extraño personaje, que participaba de la libertad del carcelero y del rancho de la cárcel: para él no había puerta cerrada, ni preso desconocido. Era un viejo alto y sobremanera seco, con la cabeza tan rapada ó calva, que sólo se veía en torno del cráneo un estrecho cerquillo de plateadas canas. Llevaba una sotana tan estrecha y corta, que parecía no ser suya, y unos zapatos tan anchos y largos, qué evidentemente no le pertenecían. Llamábanle los presos nuevos Pae Gura; los antiguos le decían Pae Paco, y á yeces Pae Paqnito.
Pertenecía el Pae Paquito á una gran familia andaluza: á los diez y ocho años, sin desengaños en la vida ni romancescas aventuras, que explicasen á los ojos ciegos del mundo aquella resolución, calificada entonces de calaverada, abandonó el palacio de sus padres para entrar en un convento de Capuchinos. La exclaustración le obligó á cabo á abandonar su santo retiro; pero lejos de volver á la casa de sus padres, donde le esperaba la opulencia y el amor de la familia, solicitó y obtuvo la .plaza de Capellán en un presidio, y allí continuó su vida de apóstol entre aquella escoria de la sociedad, -hijos predilectos suyos, porque su caritativa perspicacia descubría, entre el cieno que anegaba sus almas, la imagen de Dios manchada, casi horrada, sin duda, pero en estado siempre de recobrar su belleza primitiva si la llama de caridad que á él mismo le consumía lograba ablandar las ásperas costras del crimen.
En esta ímproba tarea empleó más de treinta años; pero á mediados del 66 abrióse en X*** un convento de Capuchinos, y al saberlo el exclaustrado no titubeó un momento: vistióse de nuevo el pardo y remendado hábito que guardaba para mortaja de su cuerpo, y abandonó su retiro para alistarse en la comunidad naciente, prefiriendo á su Ubre vida de caridad, la sujeta vida de obediencia que había prometido á Jesucristo.
Á poco le enviaron los Superiores á dar una misión en la cárcel de X***. No quedaba entonces en España otra memoria de los frailes, que las changonetas impías y las groseras calumnias inventadas por sus detractores en los pasados tiempos. Así fué que, pasado el primer movimiento de extrañeza que en aquel auditorio de ladrones y asesinos causó la nueva figura del fraile, austera y seca como la de un cartujo de Zurbarán, las burlas, las obscenidades y hasta las blasfemias comenzaron á brotar de aquellas bocas soeces, interrumpiendo el sermón del misionero, que prometía á aquellos seres abyectos, en cambio de una lágrima, el reino eterno de Cristo.
EL Capuchino no se dio por vencido, y por tres días siguió predicando: mas la tempestad arreciaba, dirigida por un presidiario reincidente llamado Tanga. Al segundo día, un troncho de col vino á dar en la cabeza del misionero, y aquella misma tarde, un envoltorio arrojado por mano de un niño, cubrió aquel santo hábito de asquerosas inmundicias. Indignado el Alcaide mandó suspender la misión y castigar á los culpables; pero el Capuchino intercedió por ellos, y no quiso abandonar la cárcel sin despedirse antes de aquella canalla. Presentóse solo en el patio en que hasta entonces había predicado y se puso de rodillas en mitad del semicírculo que formaban los presos; pidióles humildemente perdón por haberles molestado, y comenzó luego á besarles los pies mío á uno.,. Los presos se miraban atónitos, y los insultos y las burlas retrocedían en sus labios, como retrocede un reptil venenoso hacia el fondo de su cueva. Sólo Tanga miraba al misionero con torvos ojos, y cuando aquella venerable cabeza se inclinó sobre sus pies cargados de grillos, levantó rápidamente el derecho y descargó una tremenda patada en el rostro del Capuchino... EL dolor enmudeció á éste por un segundo; repúsose, sin embargo, al punto, y sostuvo aquel pie infame que acababa de herirle, diciendo suavemente:
—Espera, hombre.,. No te he besado el izquierdo.
El Capuchino volvió mesuradamente á la mitad del. patio, con el rostro cubierto de sangre, que caía á lo largo de su blanca barba, dió la bendición á los presos con el Crucifijo que traía al cuello, y añadió, que un solo sentimiento llevaba al marcharse: el de no haber conquistado entre ellos un alma, ¡un alma siquiera para Cristo!.., Una voz bronca gritó entonces:
—¡Aquí tiene Ud. una, Pae Cura..,, si es que los perros la tienen!..*
Y un asesino, un foragido salió del círculo de los presos, agitando sus cadenas, se arrojó de rodillas en medio del patio, y se dejó caer después cuan largo era, dándose puñetazos en el pecho, en la cabeza, llorando á bramidos, á rugidos, como llorarían, si llorasen, los tigres en el desierto.
El Capuchino-le recibió en sus brazos, y quedó la victoria por Cristo; porque la misión continuó entre lágrimas, y todos los presos, excepto Tanga, se confesaron con el misionero. A los tres días, hallándose Tanga en los lugares inmundos, una pared ruinosa se derrumbó sobre él, dejándole muerto en el acto.
Este suceso providencial elevó hasta un grado ya supersticioso la veneración que á los presos inspiraba el Pae Paco, el Pae Paquito, como desde entonces comenzaron á llamarle en son de cariño; y cuando la Revolución del 68 le arrojó por segunda vez de su convento, desde el Aldaide de la cárcel, hasta el último preso, se apresuraron á instarle para que aceptase entre aquellos sombríos muros, el seguro asilo que le ofrecían. El Pae Paco guardó de nuevo su remendado hábito, afeitóse su larga barba, blanca como la nieve, y con una sotana prestada y unos zapatos ajenos, se dirigió á la cárcel, al coto redondo, como él la llamaba, donde á piezas de tanta alzada podía dar segura caza. ■
tina pincelada, y terminamos este largó retrato: pincelada extraña, que para unos será mancha que deslustre, y para otros pedestal que eleve la humildad del capuchino; pero pincelada á que nos obliga nuestro deber de copistas, porque son nuestros personajes creación de la fantasía, sino copia que la observación hace del natural.
Aquel hombre, que cambió una grandeza de España por un hábito pardo, que jamás comió otra cosa que la ración de un convento ó el rancho de una cárcel, que guardaba el remendado hábito para mortaja de su cuerpo, y lo dio un invierno á un preso que tenía frío: que dormía sobre una tarima, teniendo por cabecera el libro enorme en que asentaban en su convento, las sumas á que la caridad daba entrada, y también la caridad daba salida; este hombre, decíamos, al dejar caer la cabeza sobre aquel libro, epopeya muda de la fe de otros tiempos, murmuraba con la fruición del orgullo y la energía de la soberbia:
—¡Duermo sobre millonea!...
Dados estos antecedentes, fácilmente colegirá el lector, que la primera visita recibida por Juan Miseria, en su calabozo, fue la clel Pae Paquito. Acogiólo, sin embargo, el preso con esa repulsión que hacia el sacerdote han sabido infundir al pueblo los modernos revolucionarios, comprendiendo que este lazo de unión entre Dios y los fieles, es más que perjudicial á sus perversos Unes. Pero esta antipatía desapareció bien pronto ante la dulzura y la bondad del fraile, y Juan Miseria agradeció profundamente la desinteresada caridad de aquel anciano, que venía á partir con él, infeliz preso reputado por asesino, las negras horas de una cárcel. El religioso, gran práctico en sondear conciencias de criminales, guardóse muy bien de hablar á Juan Miseria del crimen de que le creía culpable: él lo negaba, y sabía bien el fraile, que, difícilmente revela un preso al confesor el crimen que delante del juez niega por sistema. Habíale enseñado la práctica, que hasta después de pronunciada la sentencia, que arrebata al preso toda esperanza, miente con igual aplomo ante el tribunal de Dios, que ante el tribunal de los hombres, y pretende no pocas veces, con las mentiras pronunciadas en aquél, asegurar las mentiras que sostiene en éste.
Limitóse por entonces á sondear los puntos sensibles de aquella alma extraviada, reservando para más adelante inducirle á la confesión y arrepentimiento del crimen que lo suponía.
—No es una alma perdida—decíase alborozado, al notar la hombría de bien y la sencillez que en todas las palabras de Juan Miseria se revelaba.— Es terreno cubierto de malezas, que una vez limpio, no tardará en dar copiosos frutos.
A poco remaba entre los dos la más ilimitada confianza, y el Capuchino comenzó á enseñar al preso el Catecismo de la doctrina cristiana, que el desgraciado ignoraba por completo. Y como bien pronto echó de ver que la superioridad moral de Juan Miseria estaba muy por encima del nivel ordinario, abandonó al punto la tosca elocuencia y los recursos de brocha gorda que con los demás presos empleaba, para dejarse llevar de su natural culto, elevado y hasta elegante. Habíale enseñado también la práctica, que la elevación del corazón suple á la cultura del entendimiento entre mucha gente ignorante, y que más arrastra y persuade á los hombres toscos del mediodía, en que la imaginación y la sensibilidad se atinan, la elocuencia elevada que se dirige al sentimiento, que el habla tosca que va directa á la razón.
III
Padre—decía Juan Miseria la mañana en que el fiscal pidió contra él la; pena de muerte;—no me quedan ya en los ojos lágrimas que llorar.
—Llora, Juan, llora; qué cuenta tus lágrimas
Para pagártelas en la gloria. —¡Av!... Mucho tiene que pagarme por allá, porque aquí nada le debo.
—No hables así Juan; que si la ingratitud para, con los hombres, es una maldad, la ingratitud p'ira con Dios es una blasfemia... Dios no le debe nada al hombre: la vida que le da...
—¡La yida!... No se la pedí yo, y ojalá que no me la hubiera dado... Cuando niño no tuve ma-áre, toando mozo, me llamaron ¡Miseria!... .Ahora le debo las cuatro paredes de esta cárcel; luego el garrote que me preparan, y después... ¡Después... ni un triste Dios lo haya perdonado/ Porque ¿quién ha de acordarse de un asesino?
Y el pecho de Juan Miseria se levantó, dejando escapar un tremendo sollozo, semejante al rugido de un león herido. Cubrióse el rastro con las manos y balbuceó con una confusa mezcla de dolor y de cólera, de abatimiento y de impotente rabia.
—¿Es esto justo, Señor?.,. ¡Que me digan dónde está Dios; que me lo digan!
—¡Calla, Juan, calla; que nunca el polvo .poárá alzarse contra aquél que lo formó!... ¿Que dónde está Dios, dices?... Míralo en esas lágrimas que brotan de tus ojos; míralo en esta casualidad— ¡casualidad, no providencia!—que me ha hecho aquí á traer luz á tu espíritu, y tranquilidad á tu alma.
—¡¡Ah, señor! Su merco es muy bueno y se acuerda de este pobre preso...
—¡No, hijo mío, no!... No soy yo el bueno: las buenas son las doctrinas que practico. El bueno es Dios,- que me dice:—Ve en mi nombre, busca corazones desgarrados, almas heridas, y cúralas: el bálsamo es la religión. Busca almas extraviadas, y encamínalas a.1 cielo: el camino es el perdón, que puedes conceder en mi nombre... Juan, desconfías do Dios, te atreves á acusarle de injusto y cruel, á trueque de aparecer tú inocente y bueno... Para, hijo, para y aprende antes quién es
Dios, mira luego quién es el hombre, y acúsale después si es que te atreves. Juan Miseria escuchaba con el alma en los ojos las palabras del Capuchino, cuyo expresivo acento venía á herir su corazón desalentado. Éste continuó: .
—No dudes nunca, Juan, que la duda mata.,. Ese Dios á quien tú, miserable criatura suya, osas pedir cuentas, es él más alto: sobre Él no hay nada, ni bajo Él tampoco, que Él es el principio y fin... Alza los ojos, insensato, y mira su nombre escrito con astros en el cielo: Dios te dice la tierra que te produce el alimento; Dios te dice el agua que sacia tu sed; Dios te dice el aire que ensancha tus pulmones; Dios te dice el fuego que presta agilidad á tus miembros... El heroísmo, la virtud, esos sucesos qué llaman providenciales, no son sino el cielo que se abre y deja escapar un reflejo de la luz de Dios... Allí está ÉL reflejando la creación entera, con la misma facilidad y exactitud con que refleja un espejo la fisonomía que á él se asoma... ¿Y á este Ser divino, que es el sólo Ser positivo, porque todo lo que es de El se deriva; á ese Dios—palabra que lo compendia todo— osas tú pedir cuentas?... ¡Tú, hombre! ¡Tú, miseria humana!... ¡Ah, Juan!... Ni sabes lo que es el hombre, ni te acuerdas de lo que tú eres...
Juan Miseria bajó la cabeza subyugado por el poderoso acento del fraile.
~]E1 hombre es tierra, y mala tierra!—dijo humildemente.
—Bien has dicho, Juan, que el hombre es tierra, y mala tierra; abre si no un.a. sepultura, y analízalo si te atreves... Pero si haces abstracción de su envoltura de tierra, y consideras él hálito divino, el soplo de vida eterna que anima á la materia organizada de carne, huesos, músculos y nervios, verás cómo el hombre, que por su pequenez era sinónimo de nada, se confunde de improviso por su magnitud con la Divinidad. ¿Y por qué?.,. Porque tiene ün alma. .
—¡El alma!—murmuró Juan Miseria con cierto pavor sublime...—Decía un barbero del Cerro-Fuerte que, á ninguno de los enfermos que había sangrado, vio nunca asomar el alma por la picadura.
—Ese hombre hablaba como necio; nadie ha visto la palabra, y todo el mundo la oye: así es el alma; se siente, se oye, se toca, por decirlo así, pero no se ve... ¡Ay de ti y de los desgraciados, si el alma inmortal no existiese! Porque entonces sería verdad aquello de Job: «-El malo vive robusto y sano, rico y feliz; el pobre vive en amargura de alma, sin bienes algunos, y con todo eso dormirán juntos en el polvo, y gusanos los cubrirán.» No, Juan; Dios ha dado al hombre un alma inmortal, reina y señora del libre albedrío, con que escoge entre lo bueno y lo malo, y se hace acreedora á un premio ó á un castigo... Ahora bien; no hay hombre, por impío que sea, que no haya hecho algo bueno en su vida, como no hay hombre, por justo que sea, que no haya caído alguna veaY como la justicia infinita de Dios no deja delito sin castigo, ni buena obra sin premio, ve tú por qué ol malvado prospera y es feliz: porque recibe en la tierra el premio de sus buenas acciones como recibirá en la otra vida—si no se arrepiente -el castigo de sus maldades. El hombre justo, por el contrario, sufre, padece en la tierra, y expía aquí sus yerros sostenido por la esperanza del premio de gloria, que Dios le reserva en el cielo. Por eso, para mí es cierto este principio: Maldad y prosperidad constantes, indicio de condenación eterna; virtud y desdicha duraderas, señal de eterna predestinación.
Pero esta, hijo mío, es de las verdades que estorban, y por eso el malvado se refugia en el materialismo, levantando el risible no ¡o creo, para detener el tremendo más allá de la tumba. Y no es que deja de creer, es que teme hacerlo, que teme la eternidad que presiente, que su orgulloso miedo le hace tomar los sofismas de su corazón, naturalmente rebelde, por dudas reales nacidas en su entendimiento, y á fuerza de querer engañarse á sí mismo, llega.al más curioso de todos los engaños: el de creer que no cree.,, Pero llega la hora de llamar al sepulcro, que es la puerta de la eternidad que niega, y este pavoroso eco sumerge sli alma negada en lo infinito del terror, que es lo desconocido; y entonces el malvado muere maldiciendo, porque la muerte suele ser el eco de la vida, y un eco sólo repite lo que ha oido,
Otras veces el orgullo de Satanás queda derrotado, y el corazón del impío se abre como una granada, llamando á gritos al Dios que ofendió. Y el Dios negado, el Dios ofendido, acude junto ásu lecho de muerte para enjugar sus lágrimas, consuela su espíritu y reanima su cuerpo; al uno le señala un lecho de tierra, y al otro el camino del cielo; sobre el uno pone una cruz, sobre el otro una corona... ¡Ah! ¿en lo infinito de su gloria, el más preferido de'los goces de Dios, es sin duda perdonar al hombre!
-¡Bendito sea!—exclamó Juan Miseria involuntariamente.
—¡Bendito sea!—repitió el Capuchino enternecido.
Juan Miseria (salló conmovido, como un hombre que, acostumbrado á una obscuridad profunda, ve de repente suavísimos horizontes de luz, que le hacen distinguir claramente los objetos: después de un momento de silencio, dijo.:
—Quisiera yo. Padre, que su mercé me impusiese, en cómo Dios tan grande, tan inmenso que espanta, se ocupa hora tras hora del homhre tan chico, tan ruin, que sería un reidero, si no fuese una fuente de lágrimas.-
—Eso te probará su bondad sin límites, hijo mío, que le lleva a cuidar día y noche de cosas tan ruin y perecedera como es el hombre... Dios* como Ser é inteligencia infinita, tocio lo ve en una sola idea, única, simplicísima, pero infinita también: su propia esencia. Allí se refleja lo alto y lo bajo, lo grande y lo pequeño, y cuéstale tan poco seguir á la vez los movimientos del gusano rastrero v del rey poderoso, como al arroyo reflejar el robusto álamo y la hyimilde amapola que crecen á su orilla.
—¡Es verdad! ¡es verdad!—exclamó Juan Miseria, como quien va descifrando un enigma.— ¡Quién fuera un sabio, para poder entender bien esas cosas!...
—No te dé pena, hijo, que Dios prefiere los santos á los sabios, y ya que no deseas la santidad y la sabiduría, pide mejor la primera que la segunda,.. La gloria, según Dios, no es la gloria s» gún los hombres: la gloria, según Dios, conmueve el corazón; la gloria, según, los hombres, deslumbra los ojos. Con su sencillez; infinita se hermana mejor el—¡Bendito sea mi Dios—que brota del corazón del rústico á solas en su cabaña, que la magnífica oda que ufano declama el poeta; para Él vale más la lágrima de caridad impotente que el pobre derrama* que la cacareada limosna de la filantropía moderna... ¡Ah! en el reino de los cielos los últimos son los primeros, y lo que aquí es celebrado al son de bombo y platillo, suele ser allí falsa moneda que no corre.
Y para que veas, Juan, lo tiernamente que ama Dios á los pobres de espíritu y ricos de corazón, he de contarte uno de esos bellísimos ejemplos populares, que ponen la moral más sublime al alcance de niños y viejas.
«Había una pobre viuda, que tenía un hijo único, que amaba sobre todo en este mundo: era el niño tan inocente, ten bueno, tan sumiso, que preciso era quererlo aun sin ser su madre: pero al. mismo tiempo era tan limitado de alcances, que imposible se hacía enseñarle nada, faltándole comprensión y memoria. Su madre lo puso en la escuela, pero nada aprendió; quiso ponerlo á un oficio, pero sucedió otro tanto, y después de maltratarlo con burlas y vilipendios, lo despidieron sus maestros. -
»Entonces su pobre y afligida madre buscó y halló consuelo en su confesor, que era un respetable religioso, y le suplicó que intercediese con el prior del convento á fin de que recibiera á su hijo de lego en el monasterio. Así lo hizo el buen Padre, y el muchacho entró en el convento.
»E1 religioso trató de instruir á su protegido en la religión, cuyas primeras nociones le había inculcado su piadosa madre; pero jamás pudo hacerle aprender de memoria, ni acordarse, sino de estas expresiones de la fe, la esperanza y la caridad.
—»¡Creo en Dios, espero en Dios, amo á Diosi ■ «Cuando pasó el año de noviciado, determina^ ron desahuciarlo por inepto; pero como era tan servicial, dulce y humilde, que todos los religiosos le querían, y vieron con lástima el desconsuelo de su pobre madre, determinaron que se quedase en el convento para trabajar en la huerta.
»Después de largas y penosas tareas que le im-■ 7
ponía el hortelano, veíasele, en vez de dormir y descansar, ir á la iglesia, y arrodillarse en ella horas enteras.
—»¿Qué hará allí?—decían los novicios;—no. sabe leer, ni rezar, ni comprende el rito ni las oraciones de la Iglesia.
»Llenos de impertinente curiosidad, se ocultaron un día para ver y oir en qué pasaba el tiempo, y vieron que no hacía más que repetir incesantemente con gran fervor:
—»i Creo en Dios/espero en Dios, amo á Difes!
A1 cabo de algunos años, murió el pobre lego con la misma tranquilidad con que había vivido: halláronlo muerto en su jergón de paja, con el rostro sereno y las manos cruzadas. Lo enterraron como á un inocente sin oficio y sin que doblasen las campanas. A poco no se conocía el rincón de tierra en que estaba enterrado, sino por las lágrimas con que lo regaba su madre. .
»Pero algún tiempo después, notaron que espontáneamente había nacido sobre aquella sepultura una hermosa azucena: acercáronse y vieron con admiración, que las blancas hojas de la flor tenían cada cual un letrero, con caracteres de Oro que decían:
—»¡Creo en Dios, espero en Dios, amo á Dios!
»Escarbaron la tierra, y vieron que la flor tenía su raíz en el corazón del hijo de la pobre viuda.»
Juan Miseria escuchaba con las manos cruzadas, cerrados los ojos y baja la frente: al concluir el Capuchino, preguntóle con la voz temblorosa y los ojos llenos de lágrimas:
—¿Ya ha sucedido eso. Padre?...
—No ha sucedido, pero...
—]Oh, qué lástima!,..
—... pero ha podido suceder; que eso significa ejemplo... Ese y otros análogos que por ahí correa, entre vosotros, las gentes del pueblo, son verdaderas fábulas ascéticas, que encierran una profunda enseñanza religiosa.
—Sabía yo uno de esos ejemplos, que me contaba una viejecita vecina de mí casa, y que nunca pude oír sin que sintiese aquí en el pecho, como ahora mismo he sentido, ¡ una cosa tan rara!... Una cosa así como un salto de alegría, y unas ganas de llorar ¡tan grandes, tan grandes!,.,
—Cuéntame ese ejemplo, Juan, cuéátamelo, hijo mío: que esa cosa, tan santa que ni siquiera un nombre la profana, es la luz de Dios, que llega á tu corazón.,, Es el alma que, herida por esa luz divina, sonríe de esperanza, porqne entrevé la patria celestial, y llora de pena porque de ella está desterrada.
—Pues era éste un mozuelo temeroso de Dios, y devoto, en particular, de la Virgen de los Dolores; tenía el muchacho en su vivienda una imagen de la Señora, cuyo corazón, traspasado por siete puñales, veíase sobre su pecho, como es costumbre poner. Todas las noches de Dios, el muchacho se arrodillaba delante de la imagen, y rezaba air tes de acostarse. Un 'día, arrastrado el inocente por los malos amigos, cometió un pecado grave. Aquella noche no rezó á la Virgen, porque el enemigo extendía ya sobre él sus alas negras; á la mañana siguiente miró avergonzado á la imagen, y vió entonces una nueva y profunda herida, que un octavo puñal abría en el Corazón de la Virgen. Asombrado el muchacho, exclamó con un grito de dolor, hijo de su corazón no pervertido:
—«Madre de mi alma, ¿quién os ha hegho esa herida?...
—»Hijo, tu pecado—contestó la imagen.
Y el muchacho cayó de cara contra el suelo, porque el dolor de haber ofendido á Dios le rompió el corazón en el pecho..,»
El Capuchino estrechó conmovido la mano de Juan Miseria, y aquel hombre robusto y valiente aquel hCmbre tosco dejó caer la cabeza sobre el hombro del religioso, y rompió á llorar como un chiquillo.
—¡Llora, Juan, llora!—dijo éste con los ojos también arrasados.—Llora, que yo comprendo tus lágrimas.
—Si yo no sé por qué' lloro, Padre—replicó Juan Miseria, riendo y llorando al mismo tiempo;—no sé qué es esto que me sucede... Será lo que usted dice: el alma, que quiere irse al cielo, y como la pobre no puede, llora... ¡llora porque, sea pronto!
Al despedirse el Capuchino aquella tarde, detúvole Juan Miseria, diciendo:
—Padre, dijo Ud. que el hijo de la pobre viuda decía: Amo á Dios, creo en Dios... Y lo otro, ¿cómo era? '
—Espero en Dios, hijo mío, espero en Dios.
—Espero en Dios—murmuró Juan Miseria.
Y aquella noche, al acostarse en el montón de paja que le servía de lecho, Juan Miseria volvió á exclamar:
—¡Espero en Dios!
Y cuando, al despertar á la mauana siguiente, tendió la vista por las cuatro paredes de su calabozo, á que la humedad hacía brotar gotas de agua como si fuesen lágrimas de compasión, Juan Miseria exclamó con un acento en que se hermanaban la caridad que une, la esperanza que consuela, la fe que resigna:
—¡Espero en Dios!... ¡Espero en Dios! -
IV
Mientras tanto, Lopijillo se agitaba en las regiones de la política al por menor. En la alta política, dice un autor, no hay hombres, sino ideas; no hay sentimientos, sino intereses; en política no se mata á un hombre, sino que se allana un obstáculo. La política al por menor participa de estos grandes vicios, contando además una porción de ridiculeces. Ella es madre de esos Erostratillos de cabo de barrio, que sólo piensan en elevarse á sí propios, especie común y despreciable cuyo lema es el medro personal.
Las ilusiones monstruosas, las enormidades que estos empinados pigmeos se forman, sólo son comparables á los delirios de una imaginación calenturienta. Lopijillo, exacto tipo del político al pormenor, no se descuidaba en esto de formarse castillos en el aire: aspiraba primeramente á ser elegí lo diputado, y veía ya su retrato corriendo en las cajillas de fósforos, apogeo del aura popular. Allá en su imaginación, dividía luego la España en pequeñas federaciones, y hacíase jefe de una de ellas.
—¡Quién sabe!—murmuraba, con una loca fruición de gozo, creyendo ser ya representante de la peor de las tiranías, cual es la de los subalternos.
Pero de repente, por otro fenómeno de la imaginación, sentíase transportado á la capital de España: ya no era presidente de la Bepiibliquiia Gaditana ¡ ó de la Republiguita Hispalense— porque juzgaba que los federales sevillanos desenterrarían este sonoro nombre,—¡Era presidente de la República federal española!...
Lopijillo cerraba los ojos y extendía las manos, como si quisiese asir aquella deslumbradora idea, y veía entonces escritos con caracteres de fuego, estos dos nombres: Napoleón I— Napoleón III,— y el loco ambicioso inclinaba la cabeza, como si sintiese ya el peso de una corona, y dejaba escapar otro arrogante:—¡Quién sabe!
Pero los sueños pasin, y la realidad queda: al abrir los ojos Lopijillo, no veía más república que la pedestre, pintada en la muestra de la zapatería de su padre; oía el machacar de las suelas de señó Lopijo, y entonces, el ciudadano, el padre del pueblo, el demócrata, el republicano sans cubile, renegaba de los zapatos, que le daban de comer, y— ¡oh progreso!—semejante á aquellos pueblos bárbaros, que saludaban al sol maldieiéndole. se avergonzaba de su padre!... .
Solía entonces lanzarse á la calle, dirigiendo una mirada de desprecio al infeliz Lopijo, que agobiado sobre su mesa, ganaba el pan para aquel hijo ingrato; y sintiendo hervir en su interior lo que el ambicioso botarate creía llama del genio, no siendo sino la rabiosa excitación que eL despecho le producía, iba al Club republicano á predicar virulentas doctrinas, que despertaban en aquel auditorio ignorante y confiado, odio vora^ á los ricos, desprecio á la religión, y tremenda ambición y codicia.
Pero una mañana, señó Lopijo no pudo levantarse de su lecho: al día siguiente el médico le encontró muy grave, y al tercero le declaró sin arribajes ni rodeos, que arreglase sus cuentas de la tierra, porque le había llegado la hora de saldar las. del cielo. Señó Lopijo cayó desplomado con sus ilusiones, sobre las almohadas de su lecho de muerte: la loca esperanza de ver á Lopijillo ocupar una alta posición política, y procurarse él una vejez descansada y llena de honores, huyó de su mente; dejando, abajo un sepulcro, arriba un Dios que había de juzgarlo,.. Señó Lopijo no era impío: cegado por lasmalvadas teorías de Lopijillo, á quien miraba como un oráculo, había aparentado una despreocupación que se hallaba muy lejos de sentir; así fue que, al-hallarse frente á frente de la eternidad, volvió los ojos al Dios de" Misericordia, y pidió á su hijo un confesor.
Lopijillo miró indignado á su padre, parque en su corazón egoísta sólo produjo aquella súplica del moribundo un movimiento de cólera. ¿Qué diría la humanidad en masa, del hombre superior, del profundo filósofo, deí espíritu fuerte, que encabezaba sus discursos en el.Club, diciendo?: Ciudadanos... No en nombre de Dios, que no existe, sino de la naturaleza, os saludo.—¿Qué diría,- decimos, si su püdre esperaba la muerte como el más vulgar de los católicos, con un sacerdote á la cabecera y un crucifijo sobre los labios?...
Por eso mirando colérico á señó Lopijo, contestó:
—¿Ahora salimos con esa?... Pues me parece que he tratado de ilustrarle á Ud. lo bastante, pira que se deje de supersticiones ridiculas. "
—¡Muchacho! — exclamó angustiado Lopijo— mira que me muero de veras, y no es esto ya cosa de broma.
“"¡Vaya!... dejémonos de chocheces, y si quiere usted confesar, haga un agujero en la pared, á estilo de moros; que lo que es esa puerta, no me la pasa á mí un cuervo, mientras yo viva...
Y cogiendo Lopijillo su sombrero lleno de grasa, se dirigió al Club, dejando á su desgraciado padre, solo con sus remordimientos del pasado, sus deseos del presente, y sus temores del porvenir.
—¡Hijo! ¡hijo!—exclamó el pobre viejo, extendiendo hacia él sus manos.—¡No me dejes morir como un perro!...
El hijo impío oyó aquel grito de indecible angustia, y estuvo á pique de volver; pero su egoísmo ambicioso bablo más alto que la conciencia, y siguió su camino, murmurando, para acallar aquella voz que en su interior le gritaba:
—No está tan malo: tiempo habrá de darle gusto.
A las once, Lopijillo de vuelta del Club, entraba en la alcoba de su padre, que so hallaba á obscuras; no oyendo rumor alguno, dijo con voz que el miedo hacía temblorosa.
¿Padre?... ¿Padre?... ¿Está usted durmiendo?...
Nadie respondió: Lopijillo sintió que la lengua se le pegaba al paladar, y echó un fósforo para encender un Telón, que á tientas buscó sobre la mesa. Entonces pudo distinguir el rostro de su padre, que se destacaba sobre las almohadas, lívido, con los ojos hundidos y casi apagados, y bañados ya los cabellos con el sudor de la muerle: el infeliz agitaba los labios como si murmurase, dirigiéndose á alguien que él solo veía:
—¡Si no quiere!... ¡Si no quiere!...
Lopijillo tuvo miedo de aquellos ojos que le miraban sin ver, y de aquella fisonomía desencajada? ,en que se pintaba el espantoso terror de quien se ve suspendido sobre un abismo sin fondo. Con los cabellos erizados y temblando como un azogado? huyó á la zapatería, situada en el piso bajo: en su precipitada fuga dejó sobre la mesa el velón y los fósforos, y hallóse sumergido en la obscuridad más profunda. La mitad de su vida hubiera dado el miserable Lopijillo, por ahuyentar aquellas tinieblas que le aterraban; pero ¿cómo volver á aquella alcoba en que se había entronizado la muerte?... Si miraba á las paredes, allí veía aparecer el lívido rostro de su padre; si al suelo, allí se destacaba; si al techo, allí tornaba á dibujarse. Cerró los ojos, y más viva, más terrible que nunca, aquella vidriosa mirada llegaba hasta su corazón, helándolo de terror. De pie, rígido, sin atreverse á extender la mano por miedo de tocar un fantasma, y pensando en saltarse los ojos por no ver aquel rostro aterrador, liacíansele siglos los minutos.
De repente llamaron á la puerta: Lopijíío dió un salto, girando sobre sí mismo, como si hubiese recibido nn balazo, y se quedó inmóvil, mirando estúpidamente á la puerta, sin atreverse á abrir: parecíale que á través de aquellas tablas iban á filtrarse juntos la muerte y el demonio, para apoderarse del cuerpo y del alma del desdichado agonizante. El exceso mismo del terror le impidió pedir socorro; mas el bronco sonido de un cencerro, que en aquel instante resonó en la calle, vino á mitigar su angustia, haciéndole sospechar quién fuese la intempestiva visita. Acercóse vivamente á la puerta, y abrió el postiguillo: distinguió’ entonces, al pálido fulgor de las estrellas, las negras siluetas de una recua de burros cargados de sacos.
—¿Martín?... ¿Martín?...—balbuceó Lopijillo, temblando como un azogado.
—Buenas noches, D. José—contestó una voz bronca en la calle.
El terror de Lopijillo desapareció al oir aquella voz, para dar lugar á un azoramieñto de muy diversa índola.
"¡Entra, entra corriendo! —tornó á balbucear, sin que atinase á descorrer el cerrojo.—-¿Vienen los sacos?... Echa un fósforo, hombre... pero cuidado... cuidado...
Entró entonces en la zapatería un mulato de talla colosal y atlética musculatura, que por aquel entonces se exhibía en todas las manifestaciones republicanas, como prueba del fraterna lazo que á la sombra del gorro frigio, unía ya en
España á todas las razas: venía envuelto en un sayal de paño burdo, y obedeciendo á Lopijillo, encendió una lámpara de petróleo que colgaba del techo. Detrás entró el arriero, dueño de los borricos: á su vista creció el azoramiento de Lopijillo, y se apresuró á abrir un camaranchón que con la zapatería comunicaba. Había allí por los rincones, cueros de vaca, hormas desechadas, suelas y plantas viejas de zapatos: el resto estaba vacío, y notábase por todas partes esa basura especial que dejan los trastos viejos, amontonados mucho tiempo en un paraje.
—¿Dónde descargamos?—preguntó el arriero.
—¡Aquí! ¡aquí!—se apresuró á responder Lopi-jillo.—¿Cabrán?,..
El mulato asomó su cabeza de perro dogo por la puerta del camaranchón, y rocorriéndolo con la vista, contestó lacónicamente:
—Caben...
Y ayudado por el arriero, comenzó á amontonar en el cuchitril, hasta veinticinco fanegas de cebada que en otros tantos sacos traían los burros: cargábalos el arriero en hombros del mulato, y éste los metía dentro, pasando por delante de Lopijillo que, con la lámpara en la mano, alumbraba la zapatería y el camaranchón, desde el umbral de la puerta intermedia: en uno de estos viajes, el patriota, indicando al arriero con un expresivo gesto, dijo rápidamente al mulato:
—¿Sabe...?
—Nada.
—¿Y el patrón? ■
—Dio la vuelta con el falucho, yes taráya en Cádiz,
—¿Sospecha algo?.,.
—Ni pizca.
Pronto quedó terminada la faena, y el arriero se retiró entonces, llevándose los burros, Lopijillo cerró cuidadosamente la puerta del camaranchón y también la de la zapatería, y sin dar muestras de acordarse de su moribundo padre, se dirigió en compañía del mulato á una casucha de la calle Ancha: allí vivía un sastre, émulo de Juan Leyden, secretario del Club republicano.
Al amanecer volvió de nuevo á la zapatería, y envalentonado con la luz del alba, que ya despuntaba, dirigióse á la alcoba de sa padre; en el dintel se detuvo aterrado.,.
Aún ardía el velón encima de la mesa; y en el lecho, revuelta la ropa que dejaba asomar los pies agarrotados, contraída la boca como el que maldice, desencajados los ojos como el que se espanta, yacía el cadáver de Lopijo. .
Lopijillo no pudo soportar la vista de aquel horrendo despojo de la muerte, y acercóse, cerrando los ojos, para tapar con la colcha el rostro de su padre; pero en las fatigas de la muerte habíanse asido á ella las manos del cadáver, y al sentir la natural resistencia que á soltarla ponía, huyó creyendo que el irritado cadáver le rechazaba, y vino á caer, medio desvanecido de espanto, en brazos de la Salamanca, que en aquel momento apareció en la puerta.
Los padres de la patria acudieron á visitar á Lopijillo? y reunidos en la zapatería, como los senadores en el Senado, determinaron hacer á señó Lopijo un entierro digno de su muerte estoica.
Todas las ceremonias de la religión fueron rechazadas, no ya como cosa supérflua, sino indigna, y uno de ellos, que mostraba en sus puños una fuerza de convicción pasmosa, dijo:
—Al demonio vayan curas y sacristanes, que el difunto señó Lopi... que diga José López, ha de enterrarse como republicano..* Los federales no necesitan de responsos,., ¿Sabéis, ciudadanos, lo que dicen esos cuervos cuando cantan en los entierros?...
Y el orador, que las daba de gracioso, dijo, parodiando el solemne tono de un responso:
Esta fué la oración fúnebre del infeliz Lopijo; su cadáver permaneció abandonado, sin que nadie rezase junto á él una oración, ni derramase una lágrima. Á la hora del entierro, cuatro padres de la patria lo colocaron en un ataúd ribeteado de encarnado, color de la República, y la comitiva se puso en marcha.
Caminaba al frente de ella un federal, enarbo-lando una bandera blanca, roja y verde, en que, bajo algunos signos francmasónicos, se leía:
¡República ó muerte!
Seguía el ataúd, llevado por cuatro federales, y cubierto con un pedazo de per calina colorada; de los costados de la caja salían cuatro cintas rojas, que llevaban otros tantos cabecillas del partido; éstos marchaban con una gravedad grotesca, dirigiendo miradas, entre triunfantes y amenazadoras, á los atónitos vecinos.
Venían detrás todos los republicanos de la población, formados de cuatro en cuatro, luciendo chillonas corbatas encarnadas, como distintivo dsl partido á que pertenecían. Cerraban la marcha cuatro personajes del partido, que presidían el duelo: éstos podian llamarse republicanos vergonzantes. Marchaban pegados á la acera, entre graves y risueños, como si conociesen todo lo ridículo de aquella terrible farsa: eran los pastores que apacentaban y utilizaban aquel rebaño de borregos, que ante ellos caminaba.
Aquella terrible mascarada de la muerte, atra* vesó varias calles de la población, y fué á deshacerse en el cementerio.
Lopijillo presenció y presidió todas aquellas ceremonias con la calma estoica de Bruto en los funerales de César. Sólo un momento perdió su gravedad postiza: al desfilar el cortejo ante el camaranchón donde estaba la cebada, un federal arrojó al descuido, en la misma puerta, una colilla encendida; Lopijillo se abalanzó atropelladamente á ella, y, dando fuertes patadas, apagó al punto la ceniza.
Nadie reparó en aquel incidente, que mucho significaba.
V
Fuera aparte de la ambición, que monopolizaba todas las facultades de Lopijillo, dos pensamientos ocupaban su mente: la codicia y la venganza.
Al morir señó Lopijo, habíase encontrado desprovisto de toda clase de re-1 cursos: aquel filón de oro que sostenía su patriótica holganza, cesó con la lezna que tanto había despreciado.
Lopijillo había visto á su padre enterrar y desenterrar bajo la cabecera del catre un pueherete,. que, á juzgar por su peso, debía de contener dinero ;^pero para buscar aquel pequeño tesoro, era necesario entrar en el cuarto en que había muerto señó Lopijo, tocar el lecho en que había agonizado, maldiciendo probablemente al hijo cruel 8 que le negó una muerte tranquila, revolver aquel escondite que el pobre padre había ocultado á todos, reservándolo para su ingrato hijo... Á este solo pensamiento ei izábanse los cabellos de Lopijillo, y creía que dos manos descamadas le agarraban por los faldones de la levita arrebatándole el ansiado tesoro; así, pues, el supersticioso terror venció á la codicia, y Lopijillo no se determinó á buscar los ahorros de su padre.
Entonces pensó en trabajar, pero ningún trabajo le era conocido; sólo allá en su niñez había hecho ratoneras, que vendía luego á las vecinas del barrio. Lopijillo consaltó la historia, y no encontró ningún hombre célebre que en sus ratos de ocio hubiese hecho ratoneras; desanimado con esto, desechó su propósito. . .
Pero la necesidad, que es el sexto dé los sentidos del hombre, aguzó el ingenio de Lopijillo, inspirándole una idea salvadora que vino á confortar su estómago. Aquella noche pronunció en el Club un discurso sobre la asociación, que el ilustrado público aplaudió con el mayor entusiasmo; en el epílogo, poniendo en práctica su plan, dejó escapar estas ideas:
—¿Por qué padece la humanidad?—dijo con toJa la retumbancia de una cabeza vacía.—Porque no oye mi voz y se asocia.., Sí, ciudadanos: en la asociación está la fuerza: ¡Vis imita, fortior!
El culto público aplaudió fuera de sí, y un federal exclamó, arrojando el sombrero calañés al píe de la tribuna:
—¡Si.es lo grande este hombrel... ¡Lo mismo habla francés, qne español, que madrileño!...
—Hij os míos—continuó Lopij illo, — fundemos una asociación de socorros mutuos entre todos los federales... Un cepillito, cuya llave guardaré yo religiosamente, recibirá las'dádivas de los socios: allí caerán las riquezas del rico, y las mendigueces — licencia oratoria — del pobre... Así? cuando un federal quede reducido al estado macilento, que produce la enfermedad en el individuo, no tendrá que ir mendingando un pedazo de pan en las puertas de esos soberbios ricos, que, todos sin excepción, tratan al pobre á patadas; sino que este fondo común proveerá á su subsistencia. Así, cuando un federal deje este mundo para devolver su cuerpo material á los elementos que lo formaron, este fondo común asegurará la existencia de la abandonada viuda, y de los tiernos huerfanitos, que quedarán solos, cual gorrion -cilios á quienes un cruel cazador ha privado de las paternales caricias... ¡Sí, ciudadanos!... esta idea filantrópica, este pensamiento humanitario, no es sino una débil sombra del falansterno, que según las doctrinas del gran Fourrier, me propongo fundar, cuando la flamígera antorcha de la civilización, ilumine del todo vuestras inteligencias.
—¡Viva el ciudadano López!... ¡Viva Falcmsperro!.,. ¡Viva Furriel!—clamaron los federales con el mayor entusiasmo.
Aquella idea humanitaria fué acogida con exaltación patriótica. El cepillo rellenaba insensible© Biblioteca Nacional de España
mente sus entrañas, y la llave funcionaba en manos del ilustre fundador de aquella sociedad filantrópica; tres días después, Lopijillo lucía un sombrero de copa alta nuevo, unas botas de charol y un amplio gabán, en que se embozaba á manera de palio romano.
Satisfecho por entonces cm esta nueva mina, que bastaba y sobraba para cubrir sus necesidades, Lopijillo trató de hacer caer tolo el peso de su odio sobre Juan Miseria y Mariana. Los personajes de la alta política suelen estar íntimamente unidos á los políticos al pormenor: á menudo forman estos lazos las bajezas, las intrigas, tal vez los crímenes, que sirvieron de escalón a aquéllos para llegar á sus altos puertos. Amigo Lopijillo de varias eminencias políticas, le fué muy fácil influir de tal modo en la causa de Juan Miseria, que viniese á recaer la sentencia de muerte, sobre el inocente reo: satisfecho por esta parte, su odio ruin, hijo de la envidia y el despecho, ocupóse en buscar á Mariana, á quien los muros del convento de D.*** libraban de sus persecuciones.
Para conseguir su intento, Lopijillo dijo en el Club que el progreso humano necesitaba, para avanzar un paso, hollar las ruinas de aquellos templos, anatismo é hipocresía; y em-p’eando por otra parte todo su influjo en la Junta revolucionaria de la población, logró arrancar la orden del derribo de tres conventos, entre los que se contaba el de las religiosas de D.***
La Revolución de Septiembre ha probadouna vez más, que el orgullo de los que no saben edificar, consiste en destruir: así fué que aquellos tres edificios, tan extensos y tan hermosos, vinieron al suelo, quedando en su vez tres inmensos solares llenos de escombros. Sobre uno de ellos, allí clon-de con letras de ruinas había quedado escrita la suprema ley de destrucción, el adelanto del cangrejo de que los revolucionarios de Septiembre blasonaban, habían puesto este letrero, ó más bien, este sarcasmo:—Pías a del Progteso.—Sobre otro de los solares, allí donde se había usur1 pjdo la propiedad, atentado contra el derecho de asociación, y violado el domicilio, se leía:—Plaza de la Libertad.—Sobre el tercero, allí donde la fuerza venció al derecho, el perjurio á la honradez, y el desorden al orden, habían puesto con admirable exactitud:—Plaza de la Revolución.
Las infelices religiosas de D.***, arrojadas de su convento en nombre de un peder bastardo y arbitrario, fueron recogidas en otro convento1 de la misma Orden; las legas, entre las cuales se contaba Mariana, quedaron instaladas en su nuevo asilo, desde el día anterior á la traslación de las monjas. Esta se efectuó después de la media no- . che: Lopijillo acudió en compañía de algunos individuos y dependientes de la Junta revolucionaria, cuidando de los carruajes que habían de conducir á las monjas. Estas esperaban en el coro la señal de marcha: postradas por última vez an'-e aquel altar que, despojado de sus imágenes, sus ornamentes y sus luces, parecía un cuerpo sin alma, rezaban el oficio de la noche, cuyo acompasado tono alteraban á cada instante desgarradores sollozos. .
El sordo ruido de los carruajes primero, y varios golpes dados en el torno después, les anunciaron haber llegado la hora de partir: varios hombres y mujeres del pueblo esperaban á la puerta, deseosos de contemplar aquella escena nueva para ellos. Habíase desplegado un inútil aparato de fuerza, sobre el que los curiosos hacían mil comentarios: según unos, se guardaba en el convento un depósito de armas destinadas á los carlistas; otros temían que las monjas tuviesen gente preparada para la defensa; y un tercero aseguraba, con aire de convicción pasmosa, que cierto personaje político de la situación caída, conspiraba oculto en aquel tenebroso retiro.
Un confuso rumor de llantos y gemidos se dejó oir, y los curiosos murmuraron con un si es ó no es de temor:
—¡Ya vienen!... ¡Ya vienen!...
Pero al abrirse de par en par las puertas del claustro, sólo hallaron sus ávidas miradas un grupo de mujeres indefensas, que vestidas con sayales de bayeta y cubiertas de velos negros, rodeaban sollozando á una anciana de alta y majestuosa estatura, que extendía sobre ellas sus manos, apoyándose en un báculo de ébano con remate de plata. Aquella mujer, que por sus ademanes parecía querer infundir valor en las demás, era la Abadesa, ,
—Vamos, hijas, vamos; que estos señores están esperando—dijo, esforzándose para que su voz pareciese tranquila.
Al oír aquellas palabras, tan sencillas como grandes en aquellas circunstancias, los llantos contenidos, los sollozos entrecortados, los gemidos que se comprimían, estallaron de nuevo:'las religiosas, impulsadas por un movimiento simpá tico, se arrodillaron para besar aquel.]umbral¿que habían j arado no pasar ya ni vivas ni muertas.
Sólo la Abadesa permaneció de pie, apoyada en su b£calo, pareciendo, como realmente era, el pastor guardián de aquellas humildes ovejas postradas en el suelo. Ninguna quería ser la primera en dejar su santo retiro, y la Abadesa tuvo que irlas empujando suavemente fuera del claustro; Ma monja, anciana de ochenta y cuatro años, paralítica en una silla, que desde la edad de tres se hallaba en el convento, fué conducida al carruaje desmayada en un sillón.
La Abadesa fué la última que abandonó el convento, y con el corazón roto de dolor y de pena, entregó á Lopijillo las llaves, sin que ni una queja, ni un reproch e, ni siquiera un mov imiento cfe desagrado viniese á desmentir la-mansedumbre con que dijo al que'la hizo sabedora de que su convento iba á ser destruido:
' —Hágase la voluntad de Dios.
Lopijillo y alguno que otro de los revoluciona-, rios contemplaban las lágrimas de aquellas mujeres holgazanas, soberbias y egoístas, sonriendo despreciativamente, pero no sin sentir en su corazón vergüenza de ü mismos; porque, para el malvado opresor, la inocencia es un crimen, y suele apoderarse de él la rabia y el despecho, cunndo sólo se oponen a sus crueldades lágrimas silenciosas y sumisas. Los curiosos, y los más de los individuos dé la Junta, lloraban enternecidos; uno de éstos, joven de excelente corazón, pero por ciertas ideas avanzadas extraviado, huyó de allí llorando como un chiquillo.
—¡Yo no sirvo para estas cosas!—exclamaba.
Mientras las religiosas subían á los carruajes,
Lopijillo asomó la cabeza por la puerta del anchuroso claustro , y sonriendo de placer á la idea tan necia, mezquina y ridicula, como impía, de ser el primero que profanase aquel recinto sagrado, entró en el convento arrastrando su largo y mohoso sable de voluntario, que resonaba lúgubremente sobre el .embaldosado de mármol. El claustro, completamente obscuro, se extendía á lo lejos, yendo áperderse en la iglesia, como se pierden en el cielo los pensamientos de un alma elevada. Lopijillo se adelantó hacia una puertecita que se abría en una de las paredes laterales, dejando escapar una claridad dudosa. Abríase allí una estrecha galería que iba parar al locutorio, en cuyo fondo agonizada una lamparilla olvidada sin duda, prestando á las paredes desnudas una extraña movilidad; á su reflejo vió Lopijillo destacarse sobre la puerta una calavera sostenida por dos canillas, bajo la cual se leía: .
La expresión satisfecha que se revelaba en el rostro de Lopijillo desapareció al entrar en aquel austero lugar, dejando en su vez una de pavor infinito, porque la sola idea de la muerte bastó para helar de espanto á aquel hombre despreocupado. Ai leer el tremendo letrero, coronado por la calavera, como por un lúgubre trofeo, el excéptico tuvo miedo, y no atreviéndose á franquear aquella puerta, huyó hacia la calle... Mas el enorme sable de voluntario se enredó entre sus piernas, y Tino á caer á la salida del claustro, hiriéndose la frente contra aquel umbral que había profanado.
La Abadesa y la comunidad del convento hospitalario salieron á las puertas del claustro á recibir á las infelices desterradas: éstas cayeron en los brazos que la caridad les abría, y allí, sobre aquellos pechos hermanos, dejaron correr libremente las lágrimas que la dignidad y la majestad de su infortunio habían secado en sus ojos. La Supe-riora de las monjas de D.** quiso entregar su báculo, en señal de sumisión y obediencia, á la Abadesa que en medio de su desamparo le ofrecía á ella y á su rebaño un asilo donde guarecerse; pero ésta lo rechazó dulcemente, diciendo:
—No, hermana mía, guarda tu báculo, que yo tengo el mío; cuida de tu rebaño, que yo cuidaré del que Dios me ha confiado... Ancho es nuestro convento, y si os hemos ofrecido en él un asilo á ti y á las tuyas, no es para someteros á nuestro poder, sino para que libremente ejerzas el tuyo.
¡Qué lección tan elocuente encerraban las sencillas palabras de aquella pobre monja para los ambiciosos mezquinos que la escuchaban, poseídos de un involuntario respeto!
Las puertas del claustro se cerraron al fin, dejando fuera la impiedad que escandaliza, el descreimiento que desconsuela, la tiranía que ahoga, el triunfo de la fuerza bruta sobre la debilidad indefensa, que haría reir si no hiciese llorar; y como complemento de todo esto, el espantoso vacío de la falta de religión, que hace al hombre agitarse sobre la tierra buscando un reposo que no encuentra, como se revuelven en sus órbitas, buscando la luz, unos ojos ciegos que nada ven... Dentro quedaron las lágrimas que Dios cuenta, el dolor con que sin ahogar aprieta, el infortunio de que el cruel se aparta, pero que el compasivo mitiga; la virtud oprimida que sólo sabe esperar, y lo que hace al humilde mil veces más fuerte que el soberbio que le oprime: ¡la Fe católica1
VI
Algunos días después al de la traslación de las monjas,' debía Lopijillo de pronunciar un discurso sobro el derecho de igualdad, en la iglesia del mismo convento de D***, convertida ya en Club republicano. En el sitio que ocupaba antes el altar mayor hallábase colocada la mesa del presidente, y en aquel pulpito donde tantas veces había resonado la palabra divina, era donde Lopijillo había de pronunciar su dkcu ’so.
Hallábase el Club aquella noche de bote en bote, y el mulato Martín, socio y lector de la Sociedad, acababa de leer al culto é ilustrado pública los periódicos del día. Lopijillo sabio al fmá-la tribuna, y un murmullo de aprobación le hizo sonreír satisfactoriamente; después de una tos preventiva, comenzó su discurso en los términos más hinchados y altisonantes.
—Sí, ciudadanos federales—dijo entre otras cosas.—La igualdad debe ser un hecho, y si la tiranía ha conseguido dividir á la sociedad en clases, la idea republicana viene á devolrer á cada hombre el cubierto que en el gran banquete de la naturaleza le corresponde de derecho.
—¡Ania!... ¡que vamos á come en un banquete!—exclamó un federal sonriendo de placer al oído de su vecino.
—Nos tendremos que poné en cuclillas—res» pondió éste ().
—Un ejemplo palpable y visible os hará comprender la verdad refulgente de la luminosa idea que sostengo... Ved ahí á Martín—continuó Lopijillo designando al mulato, que mortificado al sentirse blanco.de todas las miradas bajó la vista, enrojeciendo bajo su piel cobriza:—él es negro cual la raza etiópica, y yo blanco, cual la pura 'raza caucasiana. Ved ahí á Martín: él nació oprimido por el pesado yugo de la esclavitud, y yo nací libre, cual el alegre pajarillo que revolotea en la verde arboleda... Ved ahí á Martín: él es ignorante, cual el rústico que camina llevando por delante el pollinito que le ayuda á ganarse el alimento: yo soy ilustrado, cual el hombre que dedica su vida al profundo estudio, de la filosofía, para poder ilustrar al pueblo, arrancándole la tupida venda de la ignorancia, desde aquí mismo do se propagó el obscurantismo y la Inquisición.., Y dime, Martín, ¿en esta sociedad republicana federal, no eres tú. negro, esclavo é inculto, igual á mí, libre, blanco y culto?...
Martín, furioso al verse objeto de la atención general, colérico con aquel parangón que tan poco le favorecía, gritó despechado:
—¡No, señor, que Ud. es tonto y yo no lo soy!...
¡Al oir la oportuna respuesta del mulato, la palabra elocuente de Lopijillo se detuvo en sus labios, y quedó con la boca abierta y extendida la mano. Un confuso griterío se levantó en el Club* al ver insultado á su orador favorito:
—¡Afuera ese negro —exclamaron por todas partes. .
—¡Fuera esa tizne!
—‘¡Habráse visto el guachtmandingal .. —¡Digo, tras de que se le hace el favor de tener aqui al tunante l —¡Que se vaya ese negro, que nos va á tiznar á todos!
—¡Afuera ese tío Picón!...
En vano trataba Lopijillo, repuesto ya deisu-sorpresa, de calmar desde el pulpito á los amotinados y detener á Martín; los vigorosos puños del mulato causaban graves desperfectos en narices y quijadas federales; pero el número le rindió al cabo, y arrojado do mano en mano como una pelota, hasta llegar á la puerta, aplicáronle la punta del pie á la extremidad del espinazo, haciéndole salir más que de prisa del Club republicano federal
Vióse entonces con sorpresa que Lopijillo abandonaba la tribuna, despreciando por vez primera el aura popular, y abriéndose paso entre la apiñada turba, que 'frenéticamente le aclamaba, corría á la calle en pos de Martín. Mas el mulato no aparecía ya por ninguna parte, y Lopijillo, llede inquietud, le buscó en vano por todos les parajes que solía frecuentar. La inquietud de Lopijillo trocóse entonces en sobresalto, comprendiendo al fin, aunque tarde, la enormidad de su yerro: el mulato estaba en el secreto del complot qne los republicanos federales fraguaban contra el Gobierno provisional, y su amor propio, cruelmente herido, podía inducirle á una denuncia. Á este sólo pensamiento, el sobresalto de Lopijillo llegó á congoja, y con esa egoísta impremeditación, propia de los caracteres mezquinos en circunstancias apuradas, acogió como única la primera idea que acudió á sus mientes, que fué la de correr al Corral de los Chícharos en busca de la Salamanca.
Estaba ya la doctora arropada en su cama, y saltó prontamente de ella para recibir al sobrino, cubriendo con un mantón trapajoso el elegante deshabülée en que la encontraba. La Salamanca había cambiado bastante: desde el día fatal en que, deslumbrada eon las ofertas de Lopijillo, pronunció su calumniadora acusación contra Juan Miseria, esa tristeza profunda, ese terror secreto? ese miedo pueril, compañeros inseparables del crimen, embargaban de continuo su ánimo- La luz del sol, que lo' mismo alumbra, calienta y alegra al bueno que al malo, al pobre que al rico, ahuyentaban en parte su negra melancolía; mas llegaba la noche coa sus tinieblas, y un terror secreto invadía poco á poco el alma de la Salamanca, que no podía soportar la vista de la vivienda de Mariana, cuya puerta, cerrada como una tumba parecía guardar el reposo, la felicidad y la honra de aquellos dos infelices que á ella y á Lopijillo debían su desgracia* Por otra parte, el reparto de bienes, tantas veces anunciado por Lopijillo, no llegaba nunca, y la Salamanca iba perdiendo las esperanzas de poseer la casa de D. Juan Benítez, el médico, precio de su infame acusación contra Juan Miseria.
En cuanto á Lopijillo, que, como todos los malvados, había cobrado horror á su cómplice, de quien ya no le era dado esperar, sino temer, evitaba su encuentro por miedo de nuevas reclamaciones, y en más de una ocasión pasó como un relámpago por su mente la idea de quitar de enme-dio aquel importuno testigo de su infame venganza, Es una verdad probada, por la experiencia, que los lazos que el crimen forma y estrecha, suele también el crimen encargarse de romperlos.
Grande fué, pues, la sorpresa de la Salamanca al ver entrar á su sobrino, demudado y tembloroso, en aquella hora inusitada. . .
La conferencia que tía y sobrino celebraron, fué larga y quedó secreta; tan sólo una vecina, que por tener un hijo enfermo velaba hasta el alba, pudo notar que, ya cerca de ésta, un arriero viejo, compadre de la Salamanca, llamado señó Don-dito, entraba en el sótano que la vivienda de la vieja tenía, por una puertecilla independiente, veinticinco sacos de cebada. .
A la mañana siguiente, la Salamanca, con el apergaminado rostro radiante de júbilo, volvía de a pescadería trayendo colgada al brazo una esportilla de palmas, en cuyo fondo reposaban media libra de boquerones, sentenciados á ser bárbaramente fritos. Cerca ya del Corral de los Chícharos, encontróse con su comadre señá Juanita Perdigón, que asimismo se encaminaba á la pescadería, también con su esportilla al brazo.
—¿Cómo anda eso hoy?—preguntó ésta cortando el paso á la vieja.
—Pescadillas á treinta cuartos, brecas á veinte, y estos bosqueroncilios á doce — contestó la Salamanca mostrando las entrañas de su canasto.
—¡Ay Jesú, y qué familia más remenúa, que todo se vuelve cabeza, cola y espina!—replicó señá Juanita Perdigón.—No me harán á mí daño— continuó volviendo grupas;—á tu tierra grulla, mas que sea con una pata; que con esos doce cuartos lé hago yo nn ajo fritó á mi ganao, y guardo do» pá merca La Tgualdá.
—¿Y qué dicen de nuevo los papeles?...
—¡Calle Ud., seña Salamanca, que está la sosa por aquéllos Madriles, que el que más y el qne menos tiene ya ajustao el entierro!... ¡Misté que Pliml,..
¡No me hablé usté de Prim, que lo tengo aquí y ni me sube ni me baja!—exclamó la Salamanca llevándose la mano á la garganta.—Misté que haber vuelto los consumos, es la picardía mayó que se hace.j
—¡Calle Ud., comadre, que eso no tiene perdón de Dios!... A robá se púeen dir á Sierra Morena,
—Eso digo yo, señá Juanita: á robá á un camino... Pero ese picaro de Prim me los'tiene á toitos metíos en Jun zapato, y por allá sucede, lo que contaba mi Pepe de un lobo, un zorro y un león, que caminando juntos, se encontraron un corcho que jiodía servir de cama; que para mí es, que para ti será,¡que para quién ha "de ser, que se vino en la^cuenta de que el más viejo se lo llevaría. El zorro" dijo primero:
El lobo, que era marrullero, dijo después:
Y el león, que es ese picaro Prim, dijo sacando las uñas:
—Vamos, señá Salamanca, que usté bien tenía á Prim en su sala con un gran marco de caoba.
—Lo tenia, comadre, lo tenía... Pero desde que he visto la poca aprehensión de ese hombre, he vuelto el cuadro del revés por no verle la cara.
—¿Y dónde me deja usté el zanguango de Se^ rrano?...
—¿Zanguango?... Pues me gusta la zanguanga: él se come su turrón, y el que venga detrás que arree. Á ese le sucede, ni más ni menos, lo que al gallego del cuento: caminaban juntos tres farrucos; uno llevaba una manta, otro un colchón, y el otro, que es Serrano, no llevaba náa... Pues vamos á que pasan la noche en un ventorrillo y se acuestan los tres en el colchón, tapándose con la manta: en medio estaba Serrano, y como la manta era estrecha, y no alcanzaba para los tres, tiraban de: ella los de los lados, gruñendo uno porque el colchón era suyo, y otro porque Ja maníale pertenecía. Y el camastrón de Serrano, que sin tener náa, estaba mu arropadito, decía el indino:
—Yo ni tiru ni jalu, ni la manta es mía...
—Pero á mí—continuó la Salamanca,—con tal de que pongan la República Pederá, lo mismo me da que tiren que jalen, que se den de coscorrones,
—Y dígame Ud,, señá Salamanca, ¿qué viene á ser eso de federal?...
—Pues federal es lo mismo que federical, y le llaman así por mor de D. Federico Rubio, el diputado por Sevilla.
—Ea, bien — replicó señá Juanita Perdigón, admirada de aquella extraña etimología; y con un aire de seguridad pasmosa, añadió:—Pues lo que es la república viene más fija que el reló, porque en el Arenalejo de Santiago han puesto un papé que dice:
—Pues hágase Ud. cuenta, si viene la República, como agarro yo al rey por un bigote—dijo la Salamanca con cierto airecillo de importancia;— porque lo que es á mi sobrino me lo ponen más alto que el Inri.
—Se pone Ud. las botas, señá Salamanca.
—¡Si mi sobrino es de lo que nunca se ha visto!—continuó ésta animándose por grados.--Donde tiene que oir es en el Clun (Olub), porque tiene un pico, que cuando habla derriba una acera casas... Misté que la otra noche imponía cuando dijo aquello de—Sudiadanos, los orinantes (horizontes) están muy cargados, y pronto llegará Iíl hora de gritar: ¡[República ó muerte!! . .
Y la Sal amanea levantando el brazo con el aire de una Rachel trasnochada, derramó los boquerones en mitad de la calle; mientras se agachaba á recogerlos, llegóse é ella de puntillas un píllete, y dando menudas palmadas sobre su espalda, dijo parodiando cierto juego muy común entre los muchachos:
—¡A volar, pajaritos, á volar!—concluyó el píllete huyendo ligero como un pájaro, porque la Salamanca se enderezaba barbotando colérica:
—¡Sinvergonzón, tunante!... ¡Ven acá, granuja» y te doy que contá, y no dinero!...
Pero ya éste, resguardado tras un guardacan- tón, le sacaba la lengua, cantando:
—Pues yo—dijo seña Juanita Perdigón, así qne la; Salamanca se hubo serenado—tenía todas mis esperanzas en el condenao reparto; pero tengo el ángel- más sucio y la suerte más negra que la conciencia de Judas. ¿Qué cree Ud. que me dijeron el otro día, que'; le tocaba á mi marido?... Pues; la parroquia de San Miguel... ¿Y qué me hago yo con eso;, que ni pa bodega pué servirme?...
-Beato el que posee, comadre, y á caballo re-galao, no hay que mirarle el diente. No serán pocos los dineros que sacará usté echándola abajo y vendiendo los cantos.
—¿Y con qué voy á echarla abajo, mi alma, con los dientes?—exclamó señá Juanita Perdigón, á quien la calma de la Salamanca sacaba de quicio.—;Ya se ve, como para usté too el monte es orégano!... ¡Menuilla será la tajáa que le sacará usté á Lopijillo!!...
—Cabalito que sí, hija mía, que donde lo hay se gasta, y donde no, se pide emprestao—dijo la Salamanca complaciéndose en hacer rabiar con su íutura opulencia á la envidiosa vecina.—Á mí me toca la casa de D. Juan Benítez,, el méico, y la viñita que está á la vera de mi cojumbrá... Aqui . está el papé que lo canta...
Y la Salamanca sacó del seno un pliego doblado, en que se le prometían en efecto aquellas dos propiedades, para el¡ próximo día de la Liquidación social: aquel papel estaba firmado por Lopijillo y fechado la noche antes.
—Con que ya ve usté si ato bien los cabitos— prosiguió la Salamanca volviendo á guardar el pape! en el seno.—Y bendita sea el arma de quien me ayuda, que pa eso soy tía de Lopijillo.
—¿Y náa más que tía?—preguntó la Perdigón con risita rabiosa.
—¿Le paece á usté poco?...
—No„ señora, que con llevá y trae como usté le lleva y trae, basta y sobra.
—¡Ay Jesú, y qué mujé esta, que me está quitando la fama!... *
—No se apure usté, señá Salamanca, que no se pierde lo que ya se ha perdió; y lo que está usté oyendo es público como las losas de la calle.
—Vaya, vaya, señá Juanita Perdigón, que ya sé yo del pie que usté cojea!—replicó la Salamanca con mucho retintín; deteniéndose en el umbral de su casa adonde habían llegado.—Pues misté que la envidia se quedó seca, enteca y llena de flato.
Y echando una saliva en la palma de la manOí añadió mientras la refregaba con el puño de la otra:
—¡Vaya usté á que el demonio se la meriende, «o vieja liona; que si hubiese Inquisición, estaba usté ya emplumáa!—gritó señá Juanita Perdigón, -sin poder disimular su envidiosa rabia.
Aquella misma mañana la Salamanca, después de dejar puesto en el anafe un pucherito que contenía su comida, tocóse el pañolón, y eerrando con llave su vivienda, tomó con cierto aire preocupado encamino de la casa de D, Juan Benítez, el médico.
Esta, pequeña pero bien acondicionada, constaba de tres pisos: en el bajo, y á derecha é izquierda de la puerta, se abrían dos ventanas cubiertas hasta la mitad con persianas verdes, tan risueñas y naturales sobre la pared primorosamente blanqueada, como una alegre sonrisa en un rostro-de quince años; encima de la puerta se destacaba un balcón que nacía entre flores,, pues or otando éstas de mfmi-dad de macetas, caían á la calle ocultando el ro dapié, y agarrándose á los hierros, entrelazábanse con una palma bendita el Domingo de Ramos, que, prendida allí con dos lazos celestes, presentaba .el poético emblema de un pensamiento religioso, destacándose entre flores* Á uno y á otro lado del balcón, abríanse dos cierros de cristales, velados” por cortinas azules; y en el tercer pisoj es ven» tanitas de pecho, cerradas también con persianas verdes, daban luz á las habitaciones secundarias.
La Salamanca recorrió con una mirada satisfecha la fachada de aquella preciosa casa, y entró su zaguán, embaldosado con losas blancas y azules. Antes de llamar á la campanilla examinó detenidamente, á través de la cancela pintada de blanco, el patio, que, embaldosado como el zaguán, adornaba sus cuatro esquinas con cuatro macetones de laureolas. En el centro saltaba, en su pila de mármol, una fuente alegre y bulliciosa, salpicando con brillantes líquidos las macetas de pinos y albahacas que la rodeaban, formando círculo.
La Salamanca tiró al fin de la campanilla, y una criada apareció en el balconcito del patio, preguntando qué se le ofrecía.
—Quiero hablá con la señora-—contestó la vieja.
La criada desapareció del balcón, y volvió á poco diciendo á la Salamanca que subiese.
Atravesó ésta el patio, dirigiendo á todas partes miradas escrutadoras, como si estudiase la topografía de aquella casa, y subiendo la escalera, también de mármol blanco, vino á encontrarse frente á una señora, ya entrada en años, que en lo alto la aguardaba.
—Dios guarde á usté, señora—dijo la Salamanca con algún embarazo.
—Venga Ud. con Dios—contestó la mujer del médico.
Y ambas callaron, basta que ésta preguntó á la curandera con cierto tono de estrañeza:
—¿Y qué se le ofrecía á Ud?...
—Aunque usté perdone, señora—replicó la Salamanca reponiéndose poco á poco,—venía á que me enseñasen la casa; porque esta es la que me toca á mí en el reparto, y quería tirá mis cuentas...
La mujer del médico abrió los ojos, estiró las cejas, dejó caer los brazos, y paralizada por la sorpresa, no supo qué contestar.
—Pues, sí, señora—continuó la Salamanca ya repuesta del todo;—esta casa es la que me toca á míj y pa San Juan es menesté que quede vacía,..
La vieja hizo una pausa, y viendo que atónita la mujer del médico no contestaba, continuó:
—Yo pienso quedarme de casera en lo bajo, y toma un vecinito en lo arto, por lo que sea razón... De manera y ello es, que si usté por no dejá la casa quiere tomá en sí este piso, me lo avisa con tiempo y no reñiremos;.porque lo que es eso, sí, antes que naide, usté ha de sé la primerita..,
—Le diré á Ud—tartamudeó al fin la mujer del . médico:—yo ro entiendo de eso, y voy á llamar á mi marido...
Y sin esperar respuesta fué á buscar al médico, enterándole de la extraña pretensión de la Salamanca. Este, que después de almorzar leía de sobremesa La Correspondencia de España, salió -al encuentro de la vieja, diciendo con terrible cara de despide huéspedes: "
—¿Qué viene Ud. á buscar aquí?...
—3 Ay Jesj, y qué modismos!—La Salamanca quería decir modales. —Misté que no le vengo á -pedí ningún favo...
—Pues por si acaso, dé Ud. media vuelta á la derecha, y ran cataplán, por la puerta se va á la calle...
—¡Várgame Dios, y qué política!... ¿Usté sabe con quién está hablando?
—Ni lo quiero, que es más.
—Pues misté que soy la tía de mi sobrino...
—Lo creo.
—Y mi sobrino es el Presidente del Clun, y el coquito de los republicanos...
—Avíseme Ud. cuando lo ahorcan, para tirarle de los pies.
—¡Calle usté esa boca, que paece la rejilla de un caño!—exclamó la Salamanca indignada ante el deseo del médico.—De mi sobrino se habla con el sombrero en la mano.
—Señora, que se me acaba la paciencia, y va usted á salir por el balcón, y no por la escalera,..
—¡Pues no me da la real gana de irme, que estoy en lo mío!—gritó la Salamanca tomando posesión de una banqueta,—¡Vaya con el hombre, que cuando abre la boca paece que va á subí dos cuartos el pan!.,. Pos pué que donde piensa encon-trá una malva se encuentre un abrojo, y si llamo yo á mi sobrino...
—¡Se irán enhoramala Ud. y su sobrino, bri-bona; que voy á llamar un municipal!...
—¡Vaya, vaya, que me va á comé cruda ese mucipáL. Pues misté no se vuerva la tortilla, y sea Ud. el que duerma esta noche en la cárcel; porque ya se acabó el ipotismo de los levitas, y se van á poné las peras á cuarto..,
—¡Señora, tome Ud. el portante, ó si no!...
—Si no, me quedo lo mismito que antes. ¿Estamos?... ¿Me va usté á mété un brazo por una manga?... ¡Vaya con el matasanos, que tiene más muertes sobre la conciencia que el guapo Francisco Esteban!
—¡Señora!... ', .
—Cabalito que sí; que tiene listé con la mepa-tía matá más gente, que remiendos tiene esa cara* que paece la capa de un estudiante... como que este verano va á mandá el arcarde que le den á los perros pelotillas de mapatía, pa que revienten más pronto!... ¡pero ya se ve! las fartas del méico, las tapa la tierra... ,
—¡Señora; váyase Ud., ó me pierdo!... .
—Y se perdería mucho... Si tiene usté fama de pone malo al que está bueno, y hasta los chiquillos lo cantan por las calles:
Si quieres que el diablo te estripe, llama á. dou Juan Benítez.
—¡Váyase Ud., vieja bruja!...
—Y toito eso es tirria que usté me tiene porque le quito los marchantes, y no curo con sus pelotillas. ¡Si seré yo algún escarabajo pelotero como usté, pa fabrica pelotas!... ¡Ay señó dotor; si la envidia fuera tiña, se tenía usté que rapa á navaja y ponerse un peluquín, si no quería tené la cabeza como un melón invernizo!...
El médico, fuera de sí, se lanzó sobre la Salamanca, y ésta, viendo el pleito mal parado, huyó gritando:
—¡Cabalito que sil... Y lo digo y lo retedigo; y lo diré hasta que me oigan los sordos; que si la envidia fuera tiña, había usté de está pa cogerlo con un trapito por no mancharse, y tirarlo al caltoL.
La cólera y la precipitación le impidieron notar á la Salamanca, que el papel de Lopijillo se le es-curríadél pechó, y quedaba en mitad de la antesala del médico.
VII
Dos ó tres días después, barriendo una criada de D. Juan Benftez la antesala, eracoíQ'tró el papel debajo de una banqueta. La estupefacción del médico al[Jeer aquel extraño documento, no es para descrita; preferimos por;eso copiarlo íntegro ().
Bajo un membrete que decía:
Federación -Ga-
ditana.—Junta de Liquidación social,—había escrito Lopijillo: «Con la presente fecha quedan inscritas en el registro de esta, Junta, á nombre de la ciudadana Micaela Gómez (a), la Salamanca, la casa número de la calle de C***, usurpación de ü. Juan Benítez, médico, y la viña del Peral, en el pago de Parpalana, usurpación de D. Manuel Geballos, vinatero.
»La presente cédula servirá de resguardo á la ciudadana Micaela Gómez, para reclamar las dichas fincas ante la Junta de mi presidencia el día de la liquidación social.
»José López, Presidente.»
Había debajo un sello, en cuya orla se leía:
Libertad, Igualdad, Fraternidad.
y en el centro:
Liquidación social.
Don Juan Benítez vio ya á los Galos en el Capitolio, es decir, á la Salamanca instalada en su ca$a, recetando en su propio despacho, al pie del busto de Hanneman, que presidía aquel científico recinto... La cólera y el miedo, ese miedo egoísta propio de nuestra época, que paraliza los escuerzos del bueno y deja libre el campo al malo, se apoderaron de él, y por no fiarse del Alcalde, también exaltado patriota, corrió á dar parte del caso al Juez del distrito. Rióse éste grandemente, no obstante la severidad de su carácter, al oír la relación que de la visita de la Salamanca le hacía el médico, y examinando atentamente el curioso documento, dijo al cabo:
—Pnes ya vale esto la carrera que ha dado usted, Sr. D. Juan... Porque este papelito me levanta la pista de una liebre que, desde hace tiempo, me tiene al acecho.
Mientras tantOj la Salamanca echaba de menos su precioso documento, y corría en busca de Lopijillo para exigirle otro que pudiera, en aquel ansiado día, sacarla de empeño. Supo entonces que el patriota había desaparecido la noche misma de su entrevista; volvióse, pues, mohína y recelosa al Corral de los Chícharos, y con medroso y azorado continente bajó al sótano y pasó revista á los veinticinco sacos de cebada. Salióse al cabo meneando la cabeza, y puso delante de la puerteci-Ua que con su vivienda comunicaba, un arca de pino pintada de encarnado, que podía casi ocultarla por completo. En esta operación vino á sorprenderla señó Dondito, el viejo arriero su compadre, que con las orejas coloradas como la grana, y dando resoplidos de cólera, se dejó caer en una silla, exclamando:
—¡Comadre, sángreme usté ó me muero!...
—Eso será algún flato...
—¡Qué flato ni qué demonio!... Lo que yo tengo es un berrenchín, que si no me sangran reviento...
—Júntese usté conmigo, compadre, que si hoy me pican la vena, suelto vinagre.
—¡D.esde Jesucristo acá, tío se ha visto otra!; —¿Pero qué le hapasao áusté, compadre?.., -¡Náa!. que cuando el diablo no tiene que bacéj'eoh el rabo espanta moscas. Hágase usté cuenta,- que antié de mañana, en cuanto dejé en el sótano las veinticinco fanegas que me dijo usté, había mercado á Lopijillo... .
La Salamanca dio un brinco azorada y se que-, dó con la boca abierta y el alma en los ojos mirando al arriero; tranquilizóse. sin embargo al punto viendo que el viejo continuaba sencilla^ mente: . ' . - -
—Pues digo que me fui por .a calle del Consistorio, arriba con mis borricos por delante, porque andaba acarreando unas carguitas de ladrillo^ ahí á una obra del Corral de San Antón.;. Pues vamos, á que en el almacén de la esquina estaba parao un mocito aratosó, y al pasar por su vera Serrano,Ie pincha con una varilla en el rabo y pesca á juí..._ -¿Serrano?... ¿En el rabo?—le interrumpió admirada la Salamanca. :
—Sí, señora, Serrano... Porque ha de saber usté: que cuando el pronunciamiento, con tanta música, y tanto alboroto, y tantos bienes como nos; iban á caé der cielo, vamos, que sé me fué el juicio... Y como toito el mundo se hacía lenguas de: Prim, Serrano y Topete, yo me dije:—Señó Juan Dondíto, el hombre desagradeció no es .bien napelo; tres son. ellos y tres borricos tienes; pues á-, \mo le pones.Prim, á otro Serrano, y á otro T-o-. pete.—Y los animaíitos le han tomao ley al nombre, y contestan que ni que fueran presonas... ¿Qué más podía hacé yo en mi probeza?...
Pues como iba diciendo—continuó señó Dondi-to,—conforme siente Serrano el puyazo,tira la carga y aparta á corré y yo detrás gritando:—jSóoo, Serrano, ven acá, borrico Y agarrándole por el ronzal, |zas! le atizo con la vara un crujió, diciendo:—¡Arré, Serrano, y tengamos la fiesta en paz!,.
¡Comadre, nunca lo hubiera dicho!,Porque se viene hacia mí un mucipal que había en la esquina, y me dice agarrándome por el brazo:
—Venga Ud, á la casilla.
—¿A la casilla yo?... ¿Y por qué?
—Porque le ha hecho usté un zapato á la autoridá.
—¡Misté yo; que nunca fui zapatero!
(Señó Dondito quería decir desacato.)
—Vaya, amigo—le dije al mucipal;—usté ha al-morzao fuerte hoy, y se le ha dio el codo pa arriba.
Y en este momento, Prim y Topete que se ven solos, toman un trotecito cochinero, y hala, hala, se van ála querencia de la cuadra: yo empujo al mucipal que me agarraba, y me voy detrás gritando:
—¡Soo Topete!... ¡Ven acá, Prim! y á cada uno le atizo un palo que la vara se me hizo dos.
Pero el mucipal aquel que me tenía ojeriza, se viene á mí con el sable desenvainao, metiendo más bulla que las campanas de la Colegia.
-¡Cogé á ese picaro!... ¡Á la cárcel con él, que es un neo!,..
—¡Comadre, me morí!.,, porque la gente se iba reuniendo, y como los chiquillos andan cantando:
me dije: -Cátate ya hecho baú, y de viaje por esos mundos de Dios, guardando los carzones blancos de un señó diputaos y á la verdá, comadre, que no quería yo tanto honó,.. Así fué que la sangre se me heló en las venas, el mucipal me echa la uña, y me lleva delante del arcarde.
—Alabao sea Dios—dije yo al entra.
Y uno, que con un fusí, tamaño como una escoba jugaba por allí al sordadito, salta y dice en vez de contestá:—Por siempre.
—Salú y fratemidá, ciudadano,
—Si dijera usté salú y pesetas, no le diría que no, que eso al fin esjsalú completa—dije yo para mi chaleco.—Pero vivir para ver, que no creí yo estar en tierra de moros.,,
—Cuando vide al arcarde, comadre, me acordé de aquel sargento de Utrera que reventó de feo; porque lo que es el arcarde de acá, le echa la pata al sargento de allá. ¡Misté que al pobre hombre se le ha dio la cara, y too se vuelve pelos y barbas!... Yo le dije:—Dios guarde á usté—y como no me contestaba, vine en la cuenta de que lo estaba mirando por la nuca.
Allí vuerta á deeí el mu cipa que yo le habíí*
hecho un zapato al Gobierno, y yo vuerta ú decí:
—Pero señó, si yo nunca he sio zapatero, y en mi vida cogí una lezna...
—¡Tunante!—gritó el arcarde, con una voz que, entre tanto pelo, parecía salí de una tinaja.—¿Se burla usté?...
—¡Me jago pa acá y pa allá, y me queo en medio, comadre!,.. [Decirme á mí tunante aquella zalea merina!... Crea usté, que si no le di una guan-táa, fué porque no encontré cara en que pegarle... En fin, señá Salamanca, por remate del cuento, se representó allí lo de
—Me condenaron á un día de cárcel, y ahora mesmo me han echao á la calle, con la- condición de no decí á mis burros en toa la vida, Prim, Serrano ni Topete... ¡Mal tiro le peguen á los tres, que si Judas volviera al mundo, haría que ni pin-tao el cuarto pie pa un banco!... Araña, Concha y Cortés debí de ponerles, sí quería acordarme de ese hato de...
—Vaya, compadre, no hable usté así de los hombres que han ingertado (regenerado) la España..
—No es mal ingerto el que ellos se han puesto en el bolsillo—replicó señó Dondito, á quien la negra ingratitud con que habían pagado su entu sí asmo revolucionario, trocó en acérrimo obscurantista...—Tan embusteros, que no hay que creerles ni la misa que digan... ¿Dónde me deja usté el otro día, que me dice mi compadre Perejiles:
—Compadre, véngase usté al Club republicano, que hoy se abre el comité
Y yo, que mejó quiero ver que preguntá, me fui allá á la campanáa de las doce.,. Allí fueron llegando hasta media docena de hombres que querían parece señores, con unas levitas que pare-, cían sotanas, con más pringue que una orza de manteca y más lámparas que un monumento... Por turno subieron al pulpito, y cada cual dijo una cosa bonita, uno decía que el pueblo era soberano; otro que la República iba á volvé á los viejos mozos, y á los pobres ricos, y charla que te charla, dieron las dos. ¿Pero usté vió el comité, comadre?,.. Pues ni yo tampoco; y como no ar-mocé por reservarme para el dichoso comité, tenía el- estómago como cañón de órgano, y se me abría la boca de flato.
—¡Ay, Jesú, y qué cosas tiene mi compadre!— exclamó la Salamanca riendo con repulgos de filóloga.—¿Qué comité ni qué bebite iba usté á en-contrá allí? ¿Si creería usté que la gente va al Glun á tupirse y engordar?... No se dice comite‘» sino ¡comital, comitcl!... Y mire usté, compadre, del Provisioná, podrá usté decí lo que quiera; pero lo que es de los republicanos, no hay quien diga una mala palabra, porque está ahí mi sobrino Lopijillo, que,..
—Que no tiene el diablo por donde desecharlo... Sepa usté que hay quien dice que Lopijillo— mi palabra no le ofenda—es un tunante...
—¡Invidia, compadre, invidia!—gritó sulfurada la Salamanca.
—La verdá ó la mentira, yaya allá á quien ha corrío esas voces; pero la gente ha dao en decí que Lopijillo está tomando dineros de la Habana para armar aquí la gorda, y mientras llamarse allá independientes.
—¡Válgame Dios, compadre, y qué modo de mentí!... ¡Si estaré yo enterada de esas cosas!.*.
—¡Ya lo creo!—replicó señó Dondito en tono zumbón.—Como qae es usté tía de la República...
—¿Yo?...
—¿No es usté tía de Lopijillo, y Lopijillo padre de la República?... Pues claro está que será usté tamié tía de la República.
La Salamanca calló un momento, como saboreando la alta dignidad con que la honraba su compadre, y éste continuó:
—Cuando el río suena, agua ó piedras lleva, y que no me vengan con lo del amor ál pueblo y el patriotismo, porque lo que es á mí no me la cuelan... Lopijillo, como todos los que andan mandando, es un platicante que hace su pacotilla, y al prójimo contra una esquina... Hoy es republicano, porque cree que la República me lo va á poné encima, y mañana será carlino si vé que allí pesca algunos miles de duros... No tiene usté más que vé á los federales de aquí, que escupían por el cor© Biblioteca Nacional de España
millo, y conforme le han visto la cara al hambre, han dio como borregos á recibí la limosna que los monarcas le daban, y así han sacao la copla:
que les da la Monarquía.
—Desengáñese usté, comadre, que Scm Yo fué ayé, San Yo es hoy, y San Yo será mañana; que lo que es aquellos tiempos en que los pueblos le tomaban ley á sus Gobiernos, se acabaron.
—Misté—prosiguió señó Dondito sin tomar resuello,—cuando yo era zagalillo, me acuerdo que murió el rey Fernandito, y mi agüela, que esté en gloria, se dió unas de llora, que se puso los ojos como' tomates.
—¿Pero agüela—le decía yo,—á usté qué le va ni le viene?... ¿Le toca á usté algo el rey?...
—Sí, hijo, que el rey es el Dios de la tierra.
—¡Agüela, si hubiese Inquisición estaba usté ya tostáa!—le dije, creyendo que decía una barban á;—pero ella me contestó: :
—No hijo, que el rey es en la tierra lo que Dios es en el cielo: padre de pobres y ricos.
—Pues misté, compadré—dijo la Salamanca indignada,—que al rey Fernandito nadie le ganaba á narices, pero lo que es á indino, tampoco.
—Eso allá Su Divina Majestá que lo habrá juz-gao; pero si él fué malo, el pueblo era bueno, porque como á padre lo lloraba, y como hijo le tapaha los vicios. Pero dígame usté, comadre:: ¿cuál es ahora peor: el padre que tiraniza, ó el hijo que se atreve á faltar al respeto á su padre?... . .
—Vaya, señó Dondito. que no le falta á usté sino grita—¡Queremos caenas!— y pedí la Inquisición...
—¿Sabe usté lo que decía mi agüela... Dos veces lie conocío la inquisición, y ningún huesa tengo roto; porque el que nada debe, nada teme.
“Náa, compadre;, coja usté un trabuco, y salga gritando por ahí: [Viva Garlos Vil!
—Cuando Jas ranas críen pelo,, comadre: tres caracoles se me importa á mí que venga Pérete, que venga Gatana? porque ninguno me ha-de sacá: d'e pobre... Pero lo que me pone hecho un veneno, es ver cómo tratan csjs herejes las cosas de Dios... ¡Misté que cliando fui con mi borrico Serrano— que díga, con mi borrico Araña—á mudadas mon-jitas de la Concepción, que echaron'abajo, érizaba-aquello el pelo!... ¡¡En- los. carros de la basura iban metiendo los santos, y al Panaerito, de un rempujón le rompieron un deoü...
—¿Y qué Panaerito es ese?...
: —Pues un Niño-Dios que tenían en aquel conven to» más hermoso que un ramo de flores, Y le llaman el Panaerito, porque cuando les quitaron sus doienes á los conventos, estaban un día aquellas -pobrecitas que no habían, probao ni hostia: pues.yamos á que una monja se fué. al Niño-Dios, que estaba en un claustro, y le colgó un canastillo'en el brazo, diciendo:
—Ea. Niño mío, si tú no nos das pan* hoy nos morimos de hambre... .
Y aquella tarde, al obscurecer, dejaron en el torno una limosna de pan. sin que se supiese quién la enviaba... Porque ¿cómo era posible que el PanaerUo negase el pan á aquellas bocas que se lo pedían?...
—Pues sepa usté, que dice mi sobrino que el rezarle á los santos es glotonería (idolatría).
—Basta que lo diga Lopijillo pa que sea mentira, comadre... Pues si se alegra el corazón, cuando entra uno en la iglesia, y se ve allí á la'Virgen del Carmen, más hermosa que un rayo del sol de invierno; ó á la Virgen de los Dolores, con aquella cara como una rosa blanca que llora; y luego al Señor, encía vao en la Cruz, con aquellos ojazos tan tristes, que miran, sino perdonan... ¡Vaya, comadre; dígale usté á Lopijillo que debajo de las costillas no tiene más que una teja!... .
—¡Que no miran, sino perdonan!—repitió la Salamanca en voz baja con acerva tristeza.
—Pues cuando estuve en Sevilla por feria, á vendé los borricos de D. Juan Cavilan—prosiguió señó Dondito,—me dijeron que en la calle de las Vírgenes había una iglesia protestante, y como el ver no cuesta dinero, allá fui yo... Era por la mañana temprano, y por más que abrí los ojos, no vi santos, ni.altares, ni pila de agua bendita: sólo había un pulpitilo y unos reverberillos de aceite minerá... ¡Misté que alumbra una iglesia con aceite minera, cuando en las de por acá sólo arde la cera, que viene de la miel, que es dulce, y el aceite, que viene del olivo, que es la paz!... Creí que me había equivocao, y que no era aquello iglesia? sino Club; pero reparé entonces en una mujé que barría á la puerta, y salto, y dígole: . ,
—¿Sabe usté si es esta la iglesia protestante?
—Sí, señó; esta es.
—¿Y cómo no hay santos, ni altares, ni pila de agua bendita?...
—¡Yaya!... ¡Si creerá usté que en el infierno se estilan esas cosas!
—¡Válgame Dios, criatura!; y si esto es el infierno ¿cómo está usté aquí? -
—Le diré á usté; ellos me dan dos reales porque les barra, y yo cojo los cuartos, y allá que se den de coscorrones.
La Salamanca, deseando cortar la conversación, porque luchaba entre sus convicciones que eran aquellas, y el camino á que sus maldades la . habían arrastrado, interrumpió á su compadre di-cíendo:
—Pues náa, señó Dondito; tómese usté un vaso de marvabisco y se le pasará esa inritación que ha tomao. .
—No siento yo la inritación, comadre, sino los años que llevo encima... ¡Ay! si esto me hubiera á raí sucedió hace veinte años..* ¡Tan gallardo era yo, que en la sombra me miraba!... Entoavía me río solo, cuando recuerdo lo que me pasó en el arrecife del Puerto con un sargento de caballería, y por lo que dieron en llamarme señó Dondito...
Era entonces cuando el rey Fernandito se casó con la Portuguesa, y se cantaba una copla que decía: '
Pues vamos á que iba yo un día pa el Puerto con mis borricos cargaos de cal, cuando me encuentro con un sargento de caballería que venía al galope pa el lao del pueblo,
—¡Eh, amigo!—le grité.
—¿Qué hay?—contestó el sargento parando el caballo.
—¿Va usté pa Jerez?
—Sí, señó. .
—Y conoce usté allí á don...don... don..,—Y hacía yo como si no me acordara del nombre.
—¡Acabe usté, hombre, que. traigo priesa!... ¿Don quién?...
—¡Caramba, que no me acuerdo!... Don.., don... Y después que lo tuve parao un cuarto de hora, salgo cantando y bailando:
—¡Comadre!... Un palo me pegó con el sable, que á poco más me desloma...
Y señó Donrlito » arrastrado por sus recuerdos ? ap'ayó las manos en las rodillas, bajó la cabeza, qué sacudía á derecha é izquierda, y, pateando estrepitosamente, soltó una de esas risotadas de corazón compañeras inseparables de la sencillez del alma y de la conciencia tranquila.
No duró, sin embargo, mucho su risa. Una mujer, vecina de la casa, se precipitó en el cuarto, con un niño de pecho en brazos, gritando azorada: —¡Señá Salamanca!... [La justicial... ¡Ahí la tiene usté'... ¡Por Usté pregunta!...
VIII
Un comisario de policía con su bastón de borlas en la mano desembocaba en efecto, en el patio, precedido de todos los chiquillos del barrio, seguido de cuatro municipales y rodeado de mujeres que acudían por todas partes, azoradas y curiosas, á informarse del caso, Al. lado del Comisario venía señá Juanita Perdigón, señalando con aire de triunfo la vivienda de la Salamanca.
—Allí la tiene usté, señor Arcarde—decía.— Acuella es su sala...
La vecindad entera del Corral dé los Chícharos' se trasladó en un segundo al patio, formando un apiñado semicírculo en torno del Comisario, delante de la vivienda de la Salamanca. Detúvose aquél en el umbral, respetando la inviolabilidad del domicilio que la Constitución garantizaba, y preguntó solemnemente á la vieja:
—¿Se llama Ud. Micaela Gómez?.,.
' —¡Yo soy una mujé de bien!... ¡Yo soy una mujé de bien!—gritó la Salamanca pálida y sobrecogida, sin moverse de su sitio.
—Nadie lo niega, señora—replicó el Comisario.'—Lo que yo pregunto - es si se llama Ud. Micaela Gómez...
—¡Si, señó! ¡Sí, señó!—gritaron todas las vecinas á un tiempo, estrechando con febril ansia el círculo en que encerraban al Comisario;—Micaela Gómez se llama.
—Micaela, Gómez Parrilla — añadió Juanita Perdigón,—sino que aquí en el barrio la llaman la Salamanca.
Al oir ésta la voz de su envidiosa comadre, revolvió hacia ella los furiosos ojos, y gritó llena de ira: .
—]Yo soy una mujé de bien, señor Arcarde!... sino que la grandísima cochambrosa que tiene su mercé á la vera, me tiene envidia, y le habrá dio con algún cuento...
—¡La cochambrosa lo será usté, que yo no he dicho esta boca es mía!—gritó señá Juanita Perdigón.—Aquí está el señor Arcarde, que no me dejaravmentí„. Á ve si no fuésumercé quien me en-' contró en mi puerta y me preguntó; que yo no había abierto el pico. ¿Estamos?... Y si yo quisiera habla...
—¿Qué había usté de dicí?...
—Lo que le dejaría á usté con toita la cara llena de frente...
—¿Á mí?... .
—¡Á usté, y á otras cochambrosas del Corrá de los Chícharos!
Las aludidas recogieron el guante, y gritaron en coro, estrujando al Comisario:
—¡Embustera t
—¡Soplona!
—¡Chismosa!
—¡Cochina!
—¡Con el estropajo de esta casa, no te lavas tú la cara!...
—¡Cállese usté!...
—Delante la cara de Dios, digo yo lo que siento...
El Comisario se tapó las orejas aturdido, y gritó, dando con el bastón en el suelo:
—¿Se quieren ustedes callar?...
El silencio se restableció al punto, y el círculo se ensanchó un poco. El Comisario, empujando sin cesar hacia atrás, por miedo de traspasar antes de tiempo el dintel sagrado, tornó á preguntar á la Salamanca: .
—Dígame Ud., señora... ¿Se llama Ud. Micaela Gómez?... .
—Servidora de usté—replicó la vieja;—y en íoito el barrio le puen decí á su ccercéj si soy yo una mojé de bien, como no sea esa mala lengua que me tiene tirria...
—Y cura á los probes de balde...
—¿De balde?... ¡De porra!...
—¡La pura verdá, señor Arcarde!... SinO que.la mujé esta, le debé á la casera dos meses, y no se los quié pagá...
—¡Eso quisiera.la mona, piñoncitos mondaos!:.. Que me pague ella á mí los cinco duros que me debe...
—¡Calurnia, señor Arcarde, calurnia!
—Verdá y muy verdá; sino que esa mujé es una lametona, que le anda lavando la cara á la casera, pa engatusarle una fanega de la cebáa que mercó á Lopijillo. . .
—¡Ay, Jesú, y qué mujé más embustera!.., ., •/,
—Si las cuaja en el aire.
—Usté misma me lo dijo ayé» en el Iavaero... La señá Vicenta lo oyó...
—Yo no he oído náa...
—Porque usté no oye sino lo que. quiere oí,,.
-Como que tiene metía en las orejas la rabai-lla del pavo, que le dio ayé la casera.
—¿Pero se quieren Üds. callar con dos mil pares de demonios?—gritó el Comisario que no bien oyó hablar de cebada, comenzó á aguzar las orejas*
El coro volvió á callar y el círculo á ensancharse, evitando al Comisario allanar contra su voluntad el domicilio de la Salamanca.
—¿Quién ha hablado aquí de sacos de ceba-da?—añadió dirigiendo una mirada inquisitorial en torno suyo.
—¡Yo he hablaol... y lo digo y lo retedigo con la. boca de mi cara; que esa lametona le quié en-gorroná á la casera una fanega...
La Salamanca, azorada hasta lo sumo al ver el giro que tomaba la disputa, exclamó queriendo distraer al Comisario: '
—¡Pero señóqué gana de conversación!... ¿Dónde ha de está esa fanega?... ¿La tendré yo en la fartriquera?
.—En el sótano, en el sótano la tiene.,.
—¿Y qué sabes tú? . ,
—Como que habrá dio á mete la narí por el husillo...
—Pa ve si podía rebaña algo. . ,
—¡Ladrona!...
—¡Embustera].,.
. —¿Embustera yo?... Con mis propios ojos vide descargá las fanegas, antié por la madrugá, señor Arcarde,.. Y aquel viejo que está allí, es el arriero que las trujo... señó Dondito...
—¡Jesú, [qué guirigay!... ¡Qué lenguas de con-denáas!—exclamó la Salamanca, llevándose las manos á la cabeza.
Y acercándose con disimulo al arriero, que escuchaba admirado la ruidosa algarabía, le dijo muy bajo:
—Compadre, calle Ud. por amor de Dios, ó me pierdo.
Mas señó Dondito se adelantó dos pasos, y con su genial franqueza, dijo muy serio:
—Hasta la puerta del infierno acompaño yo á los amigos, comadre; pero lo que es de allí adelante, ni por mi padre paso,..
—¿Es verdad lo que esa mujer dice?—preguntó el Comisario, encarándose con él.
—Yerdá es, señor Arcarde.,. Á esta casa acarreé yo, en la madrugáa de antié, veinticinco fanegas, en cinco viajes, con tres borricos.
—¿Y de qué eran esas fanegas?
—De cebáa serían... Eso me dijo esa mujé, que las había mercao á su sobrino Lopijillo, pa sembré un pegujá que tiene allá conforme tira usté por la Alcubilla.
—¿Y dónde estaban los sacos?
—En la zapatería de Lopijillo; quiero decí, del difunto señó Lopijo.
-—¿Y dónde están ahora?... ' .
Señó Dondito se encogió de hombros, y miró á la Salamanca; ésta, que se vió cogida, contestó perdiendo ya del todo los estribos:
—¡En la punta de un cuerno!... ¿Á usté qué le importa?,.. Y ahora mismo se van tóos & la calle, y se acaba esta escandalera. ¿Estamos?... ¡Y si no voy al Arcarde, y si es menesté al Padre Santo de Roma!...
—Adonde va Ud. ahora mismo es á la cárcel, si no me enseña en el acto los sacos de cebada. .
—¡Pues no me da la real gana!... ¡Tuviera que vé, que esté aquí una probe siempre al remo, pa que venga luego el ipotismo á robarle los bienes!,..
El Comisario creyó llegada la hora de anonadar á la Salamanca, y le presentó un papel, diciendo solemnemente:
—Aquí tiene Ud. la orden del Gobernador, autorizada por el Juez, para que le registren la casa.
—¡Pues se-pué usté limpia con ella lo que tenga sucio, que á mí me importa un comino! ¿Estamos?...
El Comisario mandó á dos municipales que contuvieran en la puerta á la multitud que en torno de ella se apiñaba, y entró al fin en la vivienda, seguido de los dos restantes; la Salamanca chillaba y se tiraba de las greñas.
—¿Dónde está el sótano?—preguntó el Comisario.
Cien manos brotaron entonces del inmenso racimo de cabezas que por la puerta asomaba, y cien vo^es gritaron á un tiempo:
—¡Allí! '[Allí\.„ ¡Detrás del arca!,..
Ésta fué separada al momento, y el Comisario bajó los seis escalones de la covacha, seguido de los municipales que conducían á la Salamanca; detrás bajó también señó Dondito. El Comisario desató uno de los-sacos, que apareció lleno de una .cebada de Inferior calidad, negruzca y raquítica; hundió entonces dentro ambas manos, y sacando un puñado de ella, la desparramó por el suelo.
—¿La ha visto usté bien?— exclamó la Salamanca.—Pues basta ya de molienda, y vámonos pronto...
Pero el Comisario, sin hacer caso de la vieja, dijo á uno de los municipales: ■
—A ver si volcamos este saco, Martínez...
—¿Pero qué va usté á hace, señó?—gritó exasperada la Salamanca.—Me va usté á emporcacháa too el sótano?...
El saco fué suspendido en el aire, boca abajo y una tercera parte de su contenido cayó al suelo, desparramándose por todas partes: el resto, como si estuviese muy prensado, quedó adherido á la tela por el lado de dentro. Sacudiéronle un poco, y una gran masa negra se desprendió de repente, deshaciéndose al caer en polvo granujiento, .
—¿Lo ve usted?... ¿Lo ve usted?—exclamó triunfante el Comisario—¿Y esto es también cebada?...
—¡La humedá!... ¡La humedá que la ha podrido!—gritó la Salamanca. ..
—¿Qué humedad ni qué niño muerto, vieja embustera?... ¡Esto es pólvora!.., -
—¡Pa banderillas de fuego, que te claven en el morrillo!—gritó fuera de sí la Salamanca, huyendo hacia la puerta.
Un municipal la detuvo: señó Dondito miraba atónito la pólvora, con un palmo de boca abierta; al cabo murmuró sentenciosamente: —
—¡Pues señóL. ¡Cuando digo yo, que si el diablo volviera á nacé, de seguro nacía hembra!...
IX
La Salamanca fué conducida á la cárcel, y rigurosamente incomunicada. La pólvora descubierta en su casa, indicaba claramente su complicidad en el com-^ plot que los republicanos fraguaban, y el Juez;, que se veía forzado á luchar á la vez que con la astucia de los conspiradores, con. la encubierta protección que algunas autoridades civiles prestaban a estos, creyó encontrar en la Salamanca el ' cabito que le ayudase á desenredar del todo la madeja.
Lopijillo, denunciado en efecto por Martín el mulato, había huido, y el extraño documento presentado por D, Juan Benítez probaba hasta la saciedad, las inteligencias que reinaban entre el patriota fugitivo y la vieja curandera. Señá Juanita Perdigón por su parte, semejante al envidioso que permitió le dejaran tuerto, con tal de ver á su vecino ciego, se apresuró á declarar con riesgo de perder la parroquia de San Miguel, que. en el reparto le tocaba, que ella había visto el peligroso documento en manos de la Salamanca, Esta, al verse encerrada en la cárcel, sola y desamparada) comenzó á desalentarse: su ignorancia en los trámites judiciales le exageraba el peligro, y volvía los ojos á Lopijillo como á su única esperanza. Hacíale esto mismo mantenerse firme en sus declaraciones, asegurando haber comprado á Lopijillo aquella cebada, para sembrar un pejugai de su propiedad legítima; añadía también con un aplomo digno de Lavoisier en sus análisis .químicos, que sin duda la humedad del sótano había podrido el grano, díndole la apariencia de pólvora. Costábale trabajo al Juez contener la risa ante desatino tan absurdo, y la Salamanca traía con la mayor formalidad en apoyo de su tesis, extraños fenómenos observados por ella misma en su larga carrera científica. Sa marido perdió el pelo por dormir al sereno cerca de una charca, y ella misma había visto curianas, que por influencia de la humedad se trocaban de negras en blancas, reventando después lo mismo que triquitraques. ¿Y por qué no había de suceder á la cebada el fenómeno contrario?...
El Pae Paquito, siguiendo su costumbre de visitar á todos los presos que llegaban á la cárcel, quiso ver á la Salamanca. Pero la incomunicación de ésta era severísima. y no se lo permitió el Alcaide.
Mientras tanto, pared casi por medio de la vieja, que tan criminal influencia había tenido en su desgracia, Juan Miseria, encerrado en su calabozo, dirigía leyendo un librito preparatorio para la Confesión y la Comunión, que el Capuchino le ha' bía regalado, una mirada á su vida pasada. Habíale ya juzgado el fraile capaz de recibir los Santos Sacramentos, é instado á que lo hiciese, siendo el Domingo de Ramos el día señalado para ello. El pobre hombre se aterró, porque el primer precepto que se le ponía delante—amarás á Dios sobre todas las cosas—era el primero que había quebrantado: sus dudas impías sobre la justicia dé Dios, de aquel Dios, cuya misericordia infinita reconocía ahora, acudieron á su memoria, haciéndole murmurar amargamente:
—¡Yo dudé!...
Los ojos de Juan Miseria fueron á lijarse en un modesto Crucifijo, regalo del Capuchino, que se hallaba colgado en la pared; la sagrada cabeza de la imagen, ceñida por una corona de espinas, se inclinaba sobre el infeliz preso, y sus ojos tristes y dulces, parecían decirle, no como un reproche, sino como un consuelo:
—Porque dudaste, me ves aquí...
Juan Misé ría sintió que su corazón se partía de dolor, y dejando caer la cabeza sobre él libro, exclamó sollozando amargamente: '
—¡Señor, Señor!... ¡Si yo no te conocía!...
Pero cuando desatentado arrojaba el infeliz en: torno suyo una mirada que imploraba piedad, tropezó con estas palabras escritas en el libro:
—¿Tu Dios y tu Padre con los brazos abiertos para abrazarte, y no corres hácia Él?...
Y Juan Miseria se arrojó entonces de la silla ,y ' calló postrado ante el Crucifijo: sus labios buscaban una oración y no la encontraban; pero sus so' llozos, sus gritos inarticulados de dolor, de arrepentimiento y de ternura, expresaban los arrebatos del alma mística que llamando, buscando a su Dios, lo encuentra pendiente de-una Cruz.
El Capuchino nunca había hablado á Juan Miseria del crimen de que le creía culpable, por miedo de despertar en aquel corazón tan franco y tan sensible, aquel vergonzoso recuerdo: esperaba, por lo tanto, oírlo de boca del mismo reo en la confesión, para cicatrizar entonces aquella llaga de su alma, con un verdadero arrepentimiento y una sana penitencia. Pero con gran sorpresa suya, Juan Miseria, después de confesar sus dudas sobre la justicia de Dios, y alguna que otra debilidad de las más vulgares, guardó silencio.
—¿Nada más recuerdas, hijo?—le preguntó el fraile sorprendido. ,
—Nada, Padre. ' ,
—Hazmeraoria, -hijo mío,., TVTira que la sociedad cr'stiana, es at contrario de la sociedad civil. En esta,, á la confesión del crimen sigue la pena: en aquella, á la confesión del delito sigue el perdón.
—Pero si nada mis recuerdo, Padre...
—¿Pues y tu crimen, hijo mío?—dijo el Capuchino después de titubear un momento.
—¿Pero acaso Ud. lo creía?—exclamó Juan Miseria enrojeciendo de vergüenza y cruzando las manos dolorosamente sorprendido.
. —Lo creía, hijo mío, lo creía; pero ya no lo creo—rep-.icó el fraile conmovido ante el candor de aquella alma honrada; y estendiendo sus manos sobre el penitente, le dió la absolución sin titubear un instante.
Juan Miseria refirió entonces á su confesor las circunstancias de la muerte de Martín Costilla, y las infames calumnias de que había sido víctima, por parte de Lopijillo y la Salamanca. Al oir este nombre, hizo el Capuchino un movimiento de sorpresa, y después de conversar un breve rato con el penitente, se despidió más temprano de lo que solía.
Costóle harto trabajo alcanzar el permiso de visitar á la Salamanca; mas aquella misma noche pudo al fin lograrlo, y la vieja le recibió, como recibe todo preso el menor asomo de esperanza. Conocía de oídas al fraile, por ser muchos los vecinos de su barrio y aun de su propia casa que frecuentaban la cárcel, y sabía por ellos que era siempre el Pae Paquito el consuelo y el remedio de todos los presos, ■
—¡Hola, buena pieza!—le dijo éste con la grosera marcialidad que de ordinario afectaba con su clientela carcelaria,—¿Qué milagros te traen por acá?,,. ,
—¡Náa, Pae Paquito, náa!—exclamó compungida la Salamanca:—¡que Dios libre á su mercé de una mala lengua y de un testigo falso!.,, —¡Verdad'es!—replicó el fraile.
Y sin tomar resuello espetó á la vieja un sermón fulminante, sobre lo horrible del falso testimonio, pintando al calumniador en lo más profundo del infierno, mascando brasas encendidas y hundido en una caldera de pez hiryiente, sin tener fuera más que la puntita de las narices.
—Y esto—concluyó el Pae Paquito con voz formidable—para que no se ahogue, para que aquello dure eternamente... Porque, hija mía, ¡almila, similibus curantur!
La Salamanca, más partidaria de Broussais que de Hanneman, no entendió el texto del principio homeopático: comprendió, sin embargo, la malicia que traía consigo, y lejos de hacer coro al Capuchino* como parecía natural en su papel de víctima, aguantó el chaparrón como si para ella sola lloviese, escuchando azorada, sobrecogida, y mordiéndose los. labios. El fraile apuntó este dato que iba buscando, y tornó á preguntar á la vieja el motivo de su prisión.
—¡Malo! ¡malo! ¡malo!—exclamó al oir la pintoresca historia de los sacos de cebada que le refería la Salamanca. ■
—¿Pero cree su mercé que me resultará algo malo?—preguntó ella más azorada con el temor de la. justicia humana que lo había estado con el de la divina. ■
—¿Algo malo?...']Pues ahí es nada lo del- ojo, y lo llevaba en la mano!... ¿Te crees tú que se puede perturbar sin riesgo el orden público?... Créeme, Salamanca; ¡lo menos, lo menos... te ahorcan-—(Ay, Jesú, no diga su mercé eso, por María Santísima!... ■ : . '
. —Ya lo harán sin que yo lo diga... ¡Te ahorcan, te ahorcan de fijo!... ¡Y lo mereces, cuerno!... Lo mereces, que te.retuerzan el pescuezo como á una gallina clueca! ¿A quién se le ocurre meterse á conspirar contra el Gobierno, y andar en trapisondas con ese hato de pillos, escondiéndoles la pólvora? ' . ■
—¡Pero Pae Paquito, por María Santísima!... Si no era pórvora, que era cebáa; sino que la hume-dá la ha podrío...
—Mira, Salamanca; si como mientes corres, el demonio que te. alcance... Pero te alcanzará'Dio.?, que cuando extiende la mano, á todas partes llega... ¿Con que la ha podrido la humedad?... ¡Yate podrirá á tí en el Campo-santo, grandísima embustera!... ¡Con esa cebada han de cargar los fu-.siles cuando te peguen cuatro tiros!...
La Salamanca comenzó á gemir, y el Pae Pa-.quito á pasearse, con las manos á la espalda; de pronto se etuvo, y dijo bruscamente: ‘
—¿Y quién es el juez de tu causa?...
—Don Mateo Vázquez—contestó ]a vieja gimoteando.
—Vamos... menos malo entonces...
—¿Menos malo?—repitió la vieja acercándose esperanzada.
—Un Juez más derecho que el dedo de San
Juan tienes... Pero al fin es amigo, y quizá quizá si yo lé hablo...,
-“¡Ay Pae Paquito de mi alma; hágalo su mercé por caridad de Dios, que soy una pobre vieja sin amparo!... Y si mi sobrino... .
—¿Tu sobrino?... ¿Y tienes valor de hablar de ese pillo de tomo y lomo?... Mira cómo te embarca á ti y se queda él en tierra; mira cómo te deja en los cuernos del toro, y toma él las de Villadiego... .
—Quizá el alma mía...
—¿Alma tuya?... Mira, Salamanca, no me impacientes,.. Si esa es tu alma, tienes alma de mona... ¿Te enteras? |de mona!... Y yo levanto mi mano, y el que te puso la soga al cuello, que te la quite...
—¡Lleva razón, Pae Paquito, lleva razón su mercé, que por-él me veo en este trance!...
—Y te verán en el de la muerte,,. Porque, créeme Salamanca, te ahorcan... ¡te ahorcan de fijo!...
—¡Ay, Jesú, Pae Paquito, no me ponga su mer-. cé esas vísperas!... Si la horca se acabó cuando lo de Riego...
—¡Pero fusilan, cuerno!... ¡Pero dan garrote, recuerno!... y lo mismo da morir de moquillo que de garrotillo...
La Salamanca comenzó á llorar llena de congoja, aterrada por la profunda convicción con que hablaba el fraile, y la fe que sus' palabras le inspiraban. El Capuchino, lleno de satisfacción al ver que cansaba su plan el efecto deseado, añadió más humanamente:
—Yo hablaré al Juez, y quizá quizá hagamos algo... Pero mira, Salamanca, que de ti depende mira que una mano lava la otra, y las dos la cara... Y si te empeñas en negar la verdad, en seguir encubriendo á Lopijillo en este negocio, ó en cuah
(piier otro que tenga con ¡a justicia—y el fraile pronunció estas palabras con voz atronadora, empinando el dedo, y pasando de parte á parte á la vieja con su mirada,—entonces... entonces... te veo ya haciendo zapatetas en el aire... Porque, créeme, Salamanca, te ahorcan, ¡te ahorcan de fijo!...
La Salamanca bajó la cabeza confundida, porque aunque no podía sospechar que tuviese- el fraile noticia de la calumniosa acusación contra Juan Miseria, en que también era cómplice de Lopijillo, aplicó á este crimen las tremendas palabras del Capuchino. Comprendió éste que había dado en el blanco, y disimulando su alegría, se retiró sin añadir más que un seco y pelado:
—Hasta la vista...
X
Era ya Viernes Santo, y el Pae Paquito no había vuelto, ni entrado alma viviente que no fuera el carcelero, en la pieza en que se hallaba encerrada la Salamanca. Acrecentaba esta soledad los terrores de la vieja, y dando ya por perdidas las esperanzas que tenía en Lopijillo, comenzaba á decsoníiar también de las qué en el Pae Paquito había puesto. Este, por su parte, se ocupaba de la Salamanca mucho más de lo que ella misma hubiera deseado: había tenido varias conferencias con el Juez, grande amigo suyo en efecto, y dejaba de intento á la vieja en el desamparo y la ineer-tidumbre, para preparar su ánimo al golpe que meditaba.
El Viernes Santo reviste todavía en la mayor parte de las poblaciones de España, ese carácter de aterradora solemnidad, que parece proyectar sobre el mundo entero la augusta sombra del Calvario. El silencio de las campanas, la falta de carruajes, el luto ordinario de los vestidos, y sobre todo, cierto no sé qué tétrico y solemne que parece respirarse en la atmósfera, inspiran aun al indiferente y al impío, algo que revela el duelo universal por la muerte de Cristo; algo que recuerda en inverso sentido la espontánea alegría con que en una nocbe más lejana, la Noche-Buena, se goza la humanidad, aun á'pesar suyo, con el nacimiento de aquel mismo Cristo; que no parece síüo que quiso Dios imprimir el sello de las dos grandes emociones humanas, el dolor y la alegría, m los aniversarios de la muerte y el nacimiento de su Unigénito Hijo. La Salamanca, asomada á la gran reja de su prisión, miraba tristemente á la plaza; á la puerta de Ja cárcel, á uno y otro lado de la ancha escalinata que le sirve de entrada, había dos mesas con tapetes rojos y grandes bandejas encima, donde echaban los transeúntes abundantes limosnas para los presos. Algunos de éstos daban las gracias desie las rejas de Ja cárcel con grandes clamores, ó imploraban la caridad de los que pasaban de largo; pocos eran estos, porque la solemnidad del día ayudaba á romper las ásperas costras de la dureza y la avaricia, que impiden al corazón ser compasivo.
Al anochecer, una gran multitud qae á cada momento se hacia más compacta, comenzó á llenar la anchurosa plaza, esperando á pie quieto, algo que debía llegar por una de sus bocacalles, De repente vió la Salamanca abrirse paso por entre ei gentío á un hombre vestido con larga túnica negra, ceñida por un cordel, ancho capirote en la cabeza, y un escudo en el pecho con tres cruces sobre una barca de plata: traía en la mano una demanda, y elevándola de cuando en cuando, detúa en voz alta:—i Padre y Señor de la Espiración!—Caían á 'este grito en el platillo limosnas sin cuento, y el hombre proseguía su marcha repitiendo su clamor.
. Al verlo la Salamanca, díó un grito de extraño júbilo, y sacando ambos brazos por la reja, se dejó caer de rodillas llorando... Aquel hombre era un henmno déla Cofradía del Cristo de la Espiración, del Cristo de su barrio, de quien tan devota era desde su infancia, y cuyo recuerdo había permanecido siempre vivo en su corazón, como el germ en de una ñor en medio de un basurero.
A este primer movimiento de júbilo, siguió en ei ánimo de la Salamanca otro de pavor inmenso, hijo de su mala conciencia: volvió maquinalmente los ojosihaeia el fondo del calabozo, inundado ya por-las tinieblas, y creyó ver aquellas otras tinieblas exteriores en que será el llanto eterno y el Grujir de dientes: miró entonces á la plaza, y parecióle que por aquella bocacalle iba á desembocar el Cristo, el testigo de su infancia, de sú juventud-,'de su vida entera,-con la cárdena faz airada, pidiéndole cuenta de sus maldades... Pegóse la infeliz á la reja dando diente con diente, como quien tiene frío de cuartana, y comenzó á rezar cuanto sabía, con las enjutas manos cruzadas, repitiendo una y mil veces aquella hermosa írase popular andaluza:
—¡Mientras hay Dios, hay misericordia!.,.
La Cofradía se acercaba en efecto, y era la única que había osado salir aquella Semana Santa: miedos de trastornos y temores de irreverencias, habían retraído á los cofrades de las otras, con esa tímida prudencia que alienta la osadía del enemigo; porque escuna triste verdad que la vida cotidiana comprueba á todas horas, que no serían tantos los imprudentes que atacan, si no fueran tan numerosos los prudentes que se retiran. Los cofrades del Cristo, por el contrario, gente en su mayor parte de los barrios bajos, y muy en espe-ctal del de la Salamanca, empeñáronse en sacar á la calle sus imágenes, no tanto por espíritu de devoción como de independencia, y en llevarlas se-«íiin la tradicional costumbre á visitar á los presos de la cárcel, entre cuyos muros se albergaban no pocas veces algunos desús cofrades.
Cerró la noche con grande obscuridad, y era ya esta completa, cuando un clarín destemplado y lastimero como un lamento, anunció á lo lejos que la Cofradía se acercaba: á poco desembocaron en la plaza dos largas hileras de cofrades, vestidos de nazarenos, trayendo en las manos hachas encendidas, que parecían al moverse en la obscuridad, filas de estrellas errantes: detrás apareció á la entrada de la plaza y allí se detuvo, sobre su pedestal de centenares de luces, la magnífica imagen del Cristo, de tamaño natural, enclavada en su Cruz de plata maciza. Traíanla á hombros doce hermanos de la Cofradía: rodeábanla grupos de niños vestidos de ángeles, con los atributos de la Pasión en las manos, y seguían en pos "hombres cubiertos de luto, haciendo resonar roneos tambores destemplado^.. Una voz clara y vibrante rompió entonces el silencio solemne que millares de personas guardaban en la inmensa plaza, entonando desde la cárcel una de esas extrañas y lúgubres melodías que, con tanta propiedad, llaman en Andalucía metas... ¡Saetas! Verdaderas saetas que hieren el corazón, despertando en él ese latido propio de las emociones bellas, de la emoción grande y santa que eleva k Dios, y á Dios muerto... ¿Qué genio, qué Mozart desconocido supo reunir en cuatro notas esos diversos algos que recuerdan á la vez la amargura del último suspiro de Cristo, la celeste conformidad de María, las lágrimas de fuego de Magdalena, el dolor Viril de Juan, para desvanecer luego todo esto junto, poco á poco, en un solo ¡ay! lastimero, lúgubre, constante, monótono, débil, inconsolable, contrito, como debiera de ser el dolor de la humanidad deicida, arrodillada diez y nueve siglos delante del Calvario?-.. La voz, quizá de un ladrón, quizá de un asesino, cantaba con esa expresión de lúgubre melancolía, que sólo en algunas provincias andaluzas saben dar á la saeta:
Esta fué la señal: mil saetas diversas salieron al punto de todos los ámbitos de la plaza, pero acordes, unísonas, haciendo resonar en el majestuoso silencio las mismas tristes vibraciones y los mismos ¡ay! cadenciosos. La procesión avanzaba mientras tanto, y pronto apareció en la plaza la imagen de San Juan, el discípulo predilecto; todos callaron entonces, y la voz que primero había cantado volvió á cantar:
Aparecieron, por último, las andas de la Virgen, resplandecientes como un rayo de la gloria; en medio de aquel brillante foco de luz y de oro, veíase la imagen de la Do lo rosa, ataviada con ese lujo riquísimo, propio sólo de las cosas divinas.
La pedrería de su peta valía medio millón, y la larga eola de su manto, cubierta del todo por el oro purísimo de sus bordados, colgaba fuera de las andas y era sostenida por cuatro niños vestidos de ángeles, que hacían resanar al mismo tiempo, grandes campanillas de plata. A su vista, cantaron desde la cárcel: ,
La procesión se detuvo en medio de la plaza, vueltas las imágenes hacia la cárcel, el Cristo en meuio, á la derecha la Virgen, San Juan á la izquierda. Los presos todos se agolpaban á las rejas; muchos habían subido de los calabozos, trayendo sus cadenas. La Salamanca fijó entonces en el Cristo una mirada á la vez tímida y medrosa-mas no vió en aquel rostro que se alzaba hacia ella, la expresión de severidad terrible que su imaginación le pintó poco antes: vió, por el contrario, unos ojos dulces aun después de quebrados. ana boca lívida que parecía exhalar sin queja alguna el postrer aliento, bendiciendo y perdonando. En la vecina reja, cantaba un preso:
Lo que pasó entonces en el corazón de la infeliz vieja, nadie lo pinta; nadie puede pintar .un grito del alma... Cayó rodando por el suelo, y mordiendo el polvo de la tierra, se arrepintió de veras; a lí prometió confesar sus culpas á los pies de un sacerdote, y ac nnpañar, el primer Viernes Santo que se viese libre, á la imagen del Cristo en su visita á la cárcel, descalza, con un cordel al cuello, y escondida debajo de las andas.
La procesión comenzó á desfilar lentamente, por la calle opuesta adonde había entrado; primero desapareció por ella el Cristo, luego San Juan, y cuando las andas de la Virgen comenzaban á ponerse en movimiento, una voz muy vibrante, pero muy conmovida, muy temblorosa, cantó desde la ultima rt ja de la cárcel:
Un sollozo inmenso respondió en la plaza á la saeta del preso, ahogando la cascada voz de la Salamanca, que al reconocer la de Juan Miseria, gritaba desde la reja:
—¡Inocente!.,. ¡Inocentel...
Y como respondiendo á un oculto pensamiento, añadió cruzando y besando sus dedos descarnados como raíces de árboles:
—¡Te lo juro, Madre raía del Valle!... ¡Por este puíiao de cruces te lo juro!...
Y cuando ya sólo quedaba en la plaza la compacta muchedumbre, que se desbandaba en la obscuridad como un inmenso hervidero de gusanos negros, y sólo se percibía en la calla el resplandor de las luces# y el lejano resonar de las campanillas de plata, todavía gritaba la Salamanca, asomando los brazos por la reja:
—¡Te lo juro, madre’... (Te lo juro!...
Acurrucóse luego en el último rincón del aposento, y, con la cabeza hundida entre las puntiagudas rodillas, permaneció inmóvil más de dos horas. Entonces entró el Pae Paquito con una luz en la mano.
—¿Qué haces, Salamanca?—preguntó sorprendido al verla.
—Rezar el Rosario—respondió ésta,
—El Rosario en la mano y el diablo en la faltriquera.—dijo el fraile con una voz que no era la suya ordinaria.
La Salamanca contestó palabra: el Pae Paquito colocó entonces la luz en el poyo de la ventana, única mesa que allí había, y observando atentamente á la vieja, acurrucada á sus pies en el suelo, la dijo:
—¿Has visto la procesión, Salamanca?.,.
—Sí, señor—respondió ella. Y un llanto amargo y desconsolado pareció brotarle de las entrañas.
El fraile se aproximó á ella sin mostrarse sorprendido, y entre chancero y cariñoso, le dijo:
—¿Qué es eso, Salamanca?..-. ¿Se te revolvió el diablo en el cuerpo cuando te viste delante de Cristo?... La vieja siguió llorando, y el Pae Paquito la levantó por un brazo, largo y descarnado como la. guadaña de la muerte.
—Ven acá viejecilla... ¡Pero si estás tiritando, -mujer!... Toma... arrópate un poquito... Siéntate aquí... ¿Á que estiras la pata sin esperar que te ahorquen?.*.
Y mientras esto decía el fraile, arropaba cuidadosamente á la vieja con una especie de balandrán que él llevaba, y hacíala sentar en el mísero lecho. único mueble que en la, estancia había.
—¿Sabes que bable al Juez?—prosiguió cariñosamente... ¡Excelente sujeto!... Bien dispuesto lo encuentro...
La Salamanca cesó de llorar, y levantó la cabeza.
—Y me dijo... Pues me dijo... Pae Paquito, si la Salamanca quiere escapar de esta, en su mano lo tiene... Dígale Ud. que yo la saco libre y sin costas, con tal que ella retracte...
Y clavando su penetrante mirada en la vieja, concluyó lentamente;
—La calumnia que levantó á Juan Miseria,,.
—¡Aunque me ahorquen... Aunque me ahorquen lo hago!—gritó la Salamanca levantándose de un brinco. .
El fraile retrocedió trn paso asustado: creía encontrar resistencia, mentiras, tapujos, las-artimañas todas de una raposa vieja, y vió, por el contrario, que la Salamanca misma le salía al encuentro* como si Dios quisiese premiar sus afanes dándole todo el trabajo hecho. La vieja al verle retroceder, le perseguía con las enjutas manos cruzadas, repitiendo con exaltación creciente: .
—¡Lo hago, Pae Paquito!... ¡Lo hago'... Por este puñao de cruces se lo juré á la Virgen del Valle, ¡y aunque me ahorquen... aunque rae ahorquen, lo hago... lo hago! .
Y porque el fraile la sostuvo en sus brazos, no cayó al suelo con una espacie de ataque epiléptico. El Pae Paquito la abrigó cuidadosamente con la sucia manta que cubría el jergón: colocóte encima su propio balandrán, y mientras la arropaba con el esmerj cuidadoso de una madre, murmuraba entre dientes:
—¡Y dicen que ningún roble se rinde al primer hachazo!... ¡Cuando Dios es el leñador, un solo, soplo lo tumba!...
Sentóse luego en el poyo de la ventana, y el hijo de grandes de Espafia, veló á la abyecta vieja, durante toda aquella larga noche.
El Domingo de Resurrección confesó la Salamanca con el Pae Paquito, y recibió la Eucaristía de sus propias manos, en la capilla misma de la cárcel. Hablaron luego largamente, conviniendo ambos en que pasados los días de Pascua, la Salamanca retractaría delante del Juez, su calumniosa acusación contra Juan Miseria... ¿Pero cuál no sería el asombro, el dolor del Capuchino, cuando al dirigirse en la mañana misma del día designado á la prisión de. la Salamanca, para confortar algún tanto su ánimo, le anunció el Alcaide que por orden superior había sido la vieja puesta en libertad la noche antes, y entregada á dos hombres desconocidos que á la cárcel vinieron á buscarla?...
El fraile, temiendo ver frustradas sus esperanzas con este suceso, corrió sin perder tiempo al Corral de los Chícharos; mas la vieja no había llegado allí, y ni en su antigua casa, ni en -ninguna otra parte, se volvió á tener jamás noticia de ella. *
Algunos años después, muertas ya varias de las personas que en esta hisLoim'intervienen, desatascando unos trabajadores una alcantarilla que daba salida á las inmundicias fuera de la ciudad, encontraron, envuelto en un felpudo y en estado de putrefacción todavía, gracias á la humedad del sitio, un cadáver hediondo, imposible fué identificar aquel horrendo despojo de la muerte: el reconocimiento facultativo sólo dió por resultado la seguridad completa de que aquel cadáver era el de una anciana, muerta violentamente á golpes de pico ó cosa semejante, descargados en el cráneo. Llamó mucho la atención que la mano derecha del cadáver apretase violentamente, aun después de tantos años, dos pedacitos de tela unidos por cintas, en forma de escapulario. Por la forma y ciertos borradísimos traeos que se observaban todavía en aquellos trapos, creyeron algunos reconocer el escapulario del Cristo de la Espiración, que suelen llevar sus devotos. .
XI
Otro golpe más rudo todavía esperaba al caritativo fraile: cuando desolado por lainespe-rada desaparición de la Salamanca, corrió á - ponerla en conocimiento del Juez, supo que este-digno funcionario Itabía recibido también repentina orden de traslado, viniendo en cambio á sustituirle uno de aquellos jueces sin filiación, sin antecedentes y sin conciencia, que por aquel tiempo deshonraron en algunas partes la magistratura española. Este hombre aceleró con actividad inusitada la causa de. Juan Miseria, y dos meses después.era el moliente reo condenado á muerte por los mismos que en pomposos y sentimentales discursos pedían la abolición de esta pena.
Entonces vió claramente el capuchino en toda aquella maniobra la mano de Lopijillo, que ponía enjuego desde su escondrijo sus poderosas influencias- No se desanimó, sin embargo, é impelido por’ el tierno afecto que al inocente reo profesaba, y por esa compasiva indignación que el castigo de la inocencia despierta en las abrías nobles, recurrió entonces á su hermana la Condesa viuda de Barclim. en quien cifraba sus últimas esperanzas. Esta excelente y caritativa señora, cuyo marido desempeñó por largo tiempo altos cargos diplomáticos, contaba por todas partes poderosos amigos, que debía unos á su corazón recto y bueno, otros á su claro talento y prof un da. ilustración, y no pocos á su larga serie de ilustres antepasados y á sus pingües rentas, que partía con los pobres.
Era la Condesa mueho más joven que el fraile, y profesaba á éste una veneración profunda, á pesar de que sólo una v'¿z lo había visto en la vida,. En cierta ocasión quisieron reunirse en una comida de familia todos los filustres personajes que componían aquéila: concertaron el día y el sitio, que fué la corte, y sólo él Capuchino se negó á acudir ala cita. Ordenóle, sin embargo, el Superior de su convento fuese á comer con sus parientes, y el religioso, sin replicar palabra, I-ornó «¡--camino de Ja corte y se presentó en el palacio desús deudos «onsu hábito remendado y los pies descalzos.. . . ■, ,
Recibiéronle todos con respetuoso cariño, y le hicieron ocupar la cabecera de la mesa; mas no bien hubo el Capuchino probado la sopa que le sirvieron, levantóse de la mesa y salió del comedor sin decir palabra. Extrañáronse todos, sin saber á qué atribuir.su retirada, esperando á cada momento verle entrar de nuevo y ocupar otra vez su puesto; mas el tiempo pasaba y el fraile no volvía. Buscáronle entonces por toda la casa, y el portero dijo al cabo que le había visto salir media hora antes, regalándole al pasar una medallita de !¡i Virgen. .
Corrió entonces uno de sus sobrinos al antiguo parador de la diligencia, que justamente en aquella hora arrancaba, y en lo más alto de la imperial, entre baúles, sombrereras y envoltorios dn todo género, divisó al Capucliino sentado todo lo devotamente que sufría su incómoda postura.
—Pero, tío Francisco, ¿no viene Ud. á comer?— le gritó el sobrino desde abajo.
Y el fraile, sin perder an tranquilidad, le contestó desde arriba:
—Si ya comí, hijo mío, si ya comí. Me mandaron que comiese, y ya he comido.
—Pero tío Francisca» ¿si le están á Ud. esperando!...
—Calla, tonto... En el cielo comeremos más despacio... .
¡Cosa raral Ninguno de aquellos señores se ofendió, ni se rió tampoco de la extraña salida del fraile: todos comprendieron el -espíritu que le gnia-ba, y le hicieron justicia. No salió tan bien librado con el Superior del convento, echóle éste nna reprimenda, y sin poder dejar de rei se, ni de admirarle tampoco, le decía:
—Pero, Fr. Francisco, por amor de Dios... ¡Séa-me santo, en buen hora, pero no me sea raro!...
Recibió la Condesa al capuchino con fraternal cariño, y poseída, ora de indignación, ora de lástima, escuchó atentamente el relato, que de la desventara de Juan Miseria le hizo.
—¡Qué iniquidad, Dios mío!—exclamó coa violencia, no bien hubo concluido el fraile.—¡Es imposible dejar morir á ese inocente!,.. Y yo no tengo ahora amigos en Madrid, porque esas gentes que andan mandando no son de mi círculo... No importa: escribiré. Pero no harán caso de unn carta: y luego nadie quiere incomodarse por nada... ¡Ejecutar á un inocente!... ¡Qué horror!... ¿Qué hacer, Dios mío, qué hacer?...
Y la buena Condesa, agitada por la caridad, la indignación y la incertidumbre, que lóse pensativa, mientras sn rostro aparecía bañado en lágrimas. El capuchino, sin poder disimular su ansiedad, la miraba atentamente, y movía los labios como si orase: tal'vez lo hacía.
De repente ia Condesa se levantó ligera, como si tuviese quince años, y exclamó con el acento de la caridad que espera, de la indignación que estalla, de la incertidiunbre venbida:
—¡Mañana salgo para Madrid, y alcanzo el indulto'de ese hombre! '" ‘ ‘
¡Señora!—exclamó asombrado un caballero que se hallaba presente:—en las actuales ‘circunstancias, es una temeridad ese viaje...
-—¿Será a-caso el primero que be hecho?
—No, señora; pero se expone Ud., la viuda del conde de Bardira, á recibir un desaire de esa gente, y eso sería la coz del asno,
—Señor—contestó la Condesa, señalando un magnífico Crucifijo de marfil que se destacaba en la pared, sobre un fondo de terciopelo negro.— Ese que está ahí era Dios y por salvar al hombre culpable, ¡permitió que le crucificaran!...
El Capuchino irguió entonces su seca figura, y—¡cosa en él inaudita! —extendió hacia la Condesa ambos brazos, diciendo solamente:
—¡Hermana!...
La Condesa marchó, en efecto, á Madrid; pero los días pasaban sin que llegasen noticias suyas., y amaneció por fin el de la ejecución, hermoso y despejado, pero silencioso y triste, como un gesto de infinito sufrimiento en un rostro joven y bello. Las gentes transitaban por las calles silenciosas y graves: pocos carruajes dejaban oir su ruidoso rodar, y como el estado del ánimo es un prisma, que nos hace ver los objetos, ya sombríos, ya de color de rosa, hubiérase dicho que hasta los pájaros negaban su dulce melodía, y los árboles el susurro de sus ramas. Sólo de cuando en cuando, algunos hombres vestidos de luto, que’llevaban cestas negras, en que se veía un corazón inflamado, escudo de los Hermanos do la Caridad, exclamaban lúgubremente:
—¡Para liacer bien por el alma del que van á ajusticiar!...
El Capuchino nada había dicho al sentenciado del indulto pedido, porque la resignación de éste no necesitaba de esperanzas que la sostuviese; v aquella alma, que la fe robustecía y la doctrina católica guiaba, suspiraba por el consuelo de la muerte, y no gemía por la esperanza de la vida Tranquilo su espíritu, aunque rendido su cuerpo Juan Miseria podía compararse al viajero que, trepando al amanecer á una altísima montaña, siente que el cansancio rinde sus miembros, pero su alma se dilata y extasía, y se postra con la tierra ante los cíelos, para recibir la bendición ele Dios, que diariamente le trae su heraldo: el sol que la vivifica, Allí olvida su fatiga ante ese sentimiento, á la vez dulce y melancólico, que inunda el alma sin ahogarla, y la eleva suavemente por la escala de un místico deseo, hasta el cielo, que es su patria... Entonces el cuerpo débil cesa de quejarse, para dejar oir al espíritu fuerte, que toma parte en ese admirable concierto, en esa asombrosa armonía, que dentro de la variedad más infinita^ sólo sabe producir la unidad más simple: en esa inmensa orquesta, en que la amargura del dolor y la alegría de la risa, la tristeza del gemido y la dulzura de la melancolía, se hermanan para producir esta sola nota de consuelo, este solo arpegio de bienaventuranza: ¡Dios!...
Así Juan Miseria sentía sus miembros agitados por un temblor nervioso; pero su alma, purificada de toda culpa y limpia de toda duda, brillaba tranquilamente en sus ojos, y expresaba por medio de la lengua las dulces esperanzas que la sostenían. Porque si el cuerpo humano se postra, el espíritu cristiano no desmaya: el uno es del cíele* el otro ¡ay! es de la tierra,.. .
—Padre—decía Juan Miseria al Capuchino, que separaba de su lado;—á la hora de la muerte todo lo veo al revés. Miro hacia atrás y me espanto; miro hacia adelante y me consuelo... Ahora es la vida la que me horroriza y es la muerte en la que confío.
—Hijo—replicó el fraile,— el Espíritu Santo dice que el día de la muerte vale más que el del nacimiento... En el uno se empieza á sufrir, y en el otro se acaba: para el justo, la muerte es un sueño, y una cuna la sepultura.
Juan Miseria calló un momento después de oir las palabras del religioso; luego dijo con profunda melancolía:
Y con las manos cruzadas, y los ojos desmesuradamente abiertos y fijos en el suelo, añadió, como si leyese allí lo que sus labios pronunciaban:
—Estoy esperando que me caven la sepultura... Ya no me queda aquí nada, porque allá arriba lo espero lodo... Ahora recuerdo así como una música que sonase á lo lejos, cuando era yo mozuelo y estaba en casa de mi tío señó Parra. ¡Qué de fatigas! ¡qué de porrazosl ¡qué de trabajos! ¡qué de lágrimas! ¡qué pocos gustos!... ¡Aquello era vivir!... Y luego me acostaba para descansar, ¡qué alegría entonces!,,. Aquello ya no era vivir, ni dormir tampoco: ¡era morir!... Siempre soñaba con mi madre: Venía la pobrecitamía llorando, y entonces lloraba yo también, ¡porque me daba tanta lástima!... ¡Lo que es la inocencia!... un día le guardé un pedacito de pan... y ella no lo quiso comer porque estaba amargo: lo había mojado yo con mis lágrimas... Otras veces me decía:—¿Te han pegado, hijo de mi alma?—Sí, sí.—Pues no llores, chitito, que se va á despertar tío Parra; ven, ven; reza, reza, que se va á despertar tío Parra. Y yo decía con ella... ¿Cómo era?..
—Padre... ¿verdad que al salir de este mundo debo decir también Jesús, María y José?...
—Sí, hijo mío—contestó el fraile profundamente conmovido.—Jesús te guiará, y María y José te recibirán á las puertas del cielo.
—Yo no,sabré qué decirles... Pero á Jesús le . daré mis .culpas para que las juzgue, y á María mis . lágrimas para que las cuente... jSi yo hubiese sa bido rezar entonces!.., Pero yo no rezaba más que esa oración, y eso soñando.,, [Ya se ve! ¡nada más que soñando veía yo á mi madre!... Ahora la veré siempre, siempre... ~
Una noche me dio mi madre un beso; desperté azorado, y como me encontré la frente mojada, creí que era de verdá... Pero era Peneque, el perro de señó Parra, que me lamía la cara... jAni-malito! ¡qué será de él, ahora que- no me tiene á míí.,.
—Padre—anadió levantando ios ojos del suelo con una expresión de cortedad y d!e ternura indescriptibles.—Su mercéque de todo el mundo se acuerda, acuérdese también del pobre Peneque...
E‘n este momento llamaron al fraile fuera de la Capilla, y un hombre Je entregó- un telegrama fcachado en Madrid. Era de la condesa de Bar dirá, y deeía solamente: ffl indultó- prometido; proeuret retardar la ejecución. El Capuchino, á quien desgarraba el alma la ingérma sencillez de Juan Miseria, volvió á la Capilla lleno de esperanzas; después de algunos preámbulos dijo al reo:
—La misericordia de Dios es muy grande, y al náufrago que se sumerge en el mar, suele tenderle una tabla... Así puede á tí, que sientes ya el soplo de la muerte, volverte muy pronto á la vida1.
—¡Vivir! ¡vivir!—exclamó Juan Miseria con espanto.
—¿Acaso te pesaría?..,
—No, si Dios lo quiere, porque será por mi bien-¿No le seré más agradable, mientras más larga sea~ la prueba?... '
—Sí, hijo mío, y mayor será el premio.
—Estoy cansado, Padre, y se me hace tarde, la hora... ¡Dígame Ud. cuándo llegará... dígamelo su mercé, Padre!... ' ’
—Hijo—replicó el .Capuchino, así que la emoción se lo permitió,—¡Hoy tesarás la oración en el cielo!
Mientras tanto, la condesa de Bardira, impulsada por la caridad, bacía antesala á los que poco antes sólo le hablaban de pie y con el sombrero en la mano. Si hubiese tenido únicamente que luchar con el orgullo democrático de los revolucionarios, hubiérale sido muy fácil lograr su objeto; porque eí aparente desdén de éstos, hijo las más veces de la envidia ó el despecho, cede prontamente ante un gran capital ó un titulo ilustre. Pero se hallaba por medio la funesta influencia de Lopijillo. y aquellos hombres, luchando entre las sugestiones del bien v las del mal, no sabían por cuál decidirse. La malicia, el cálculo y la mala fe, encuentran sin embargo salida para todo, y por eso determinaron al cabo, para satisfacer á Lopijillo, ratificar la sentencia de Juan Miseria, y para complacer á la Condesa, enviar el perdón dos horas después de ejecutado el reo. Mas como la anciana señora era, según ordena el Evangelio, á más de cándida como la paloma, astuta como la serpiente, avisó á su hermano la necesidad de suspender el terrible acto, por todo el tiempo posible. Este, que no tenía otro antecedente sino el telegrama recibido, esperaba con ansiedad Ja llegada del perdón.,. Pero el perdón no venía, y después de las dos horas concedidas de gracia, llegaba la tercera, inexorable, terrible, lenta,..
—Padre—decía Juan Miseria, ya en pie para marchar al patíbulo:—me da lástima ese pobre Lopijillo... Dígale su mercé que se acuerde de que hay un Dios en el cielo, y que voy á la tierra con el consuelo de que allá arriba pediré por él.
—Bien hecho, hijo mío: toma ejemplo del Señor, que enclavado en la Cruz, pedía por los que le crucificaron.
—¡Ah, sí señorl... Las malas partidas salen más caras al que las hace, que al que las sufre,.. Si Lopijillo me encontrase ahora cara á cara, ¿cuál de los dos bajaría los ojos?..,
—También—añadió Juan Miseria, bajando ya la escalera—pediré por su mercé. pírlos Hermanos de la Caridad, y luego por Mariana...
—¿Y por qué no primero por Mariana y luego por nosotros?...
—Porque primero es agradecer que amar... El que agradece, es como el que paga lo que debe sobre su palabra; y el que pide por lo que solamente ama, pide para sí, y eso es egoísmo.
La lúgubre comitiva se puso en movimiento, en medio de dos filas de soldados, que, con las bayonetas caladas, contenían á la multitud ávida por contemplar al reo. Detrás venía. Juan Miseria, con las manos atadas á la espalda,, cubierto con una hopa negra, y llevando en la cabeza un gorro del mismo color: rodeábanle los Hermanos de. la Caridad, y mientras, el Capuchino á su derecha le presentaba un- Crucifijo, otro sacerdote á su izquierda le daba á besar un escapulario de la Virgen del Carmen. L1 reo paseaba de la una. á la otra imagen sus miradas llenas de esperanza, que iban luego á perderse en el cielo, murmurando él palabras de contricióa y arrepentimiento» Al verle fuerte y resuelto., adelantarse sin más apoyo que la fe de su corazón-, hubiérase dicho; qjue, lejos de esperar á la muerte, marchaba ansioso: en su busca.
Air desembocar Juan Miseria en la plaza, rodeáronle- los Hermanos de la Caridad, para evitar que el terrible, palo, el vergonzoso cadalso,, se presentara de repente á sus ojos; mas aunque im extreme cimiento nervioso recorrió todos sus miembros, dijo, fijando allí la vista tfin sorpresa ni terror:
—Padre... por allí subiré aL cielo.
La fúnebre comitiva atravesaba lentamente la plaza, asemejándose las bayonetas de los,soldados á; una larga serpiente, de acero, que por entre la apiñada multitud se' arrastrase. Esta se- agitaba sordamente, y se oían- por todas partes gemidos y exclamaciones de dolor, de cólera y lástima^ De repente fue creciendo aquel sordo rumor hasta convertirse en espantoso griterío; las gentes se arremolinan, detiénese la escolta, párase el reo...
—¡El perdón! ¡el’ perdón!—gritan algunas voees lejanas.
—¡El perdón!—dice el» Capuchino, sosteniendo al reo que vacila.
—¡El perdón!—repite éste con acento de involuntario júbilo.*.—¡El perdón!—añade tristemente, porque el alma que espera en el cielo, vuelve á dominar al cuerpo que sólo desea en la tierra* Y cayendo medio desvanecido en los brazos del fraile, dijo con desaliento infinito:
—¡Ay, Padre!... ¡Ya no rezaré hoy la oración en el cielo!...
XII
Estalló por fin entre torrentes de sangre el alzamiento republicano federal que preparaban
Lopijillo y sus secuaces, y fué el de Marzo su terrible fecha, que pesará siempre, como un hierro ardiendo, sobre las conciencias de los que promovieron sus horrores, ó no evitaron su sangre y sus iá¡írimas; triste fecha, encargada"de probar una vez más, que los ambiciosos, que para elevarse á sí propios exageran los derechos del pueblo, como se exageran las cualidades de un niño para cautivar su ánimo inocente, le hacen su víctima, y como ha dicho un escritor anónimo, consiguen que las banderas de los partidos sean los lienzos que sirven de mortaja á la patria.
Una mancha roja marcaba en el Oriente, como un signo sangriento, el punto por donde debía salir el sol, que, como temeroso de alumbrar aquella escena de muerte y horrores, tardaba en asomar sus rayos. La población entera se hallaba sumergida. en un profundo silencio, que no era el tranquilo del sueño, padre de ilusiones que consuelan, ni el melancólico de la soledad, qué da al sabio la sociedad de sus ideas, y al justo el encanto de sí mismo. Aquel silencio era el frío desagradable de la muerte, que abate el orgullo, consuela la virtud y aterra al vicio.
Hubiérase dicho que Azrael, agitando sus alas sobre aquel pueblo, le había comunicado la espantosa inmovilidad de nn cadáver. Las puertas y ventanas, cerradas como el corazón del impío al arrepentimiento, daban á las calles el triste aspecto de aquellas largas y solitarias galerías de las Catacumbas, guarnecidas á derecha é izquierda de sepulcros.
. Poco á poco, y á medida que el sol adelantaba, fuese abriendo alguno que otro postigo, que daba paso á un rostro en que la curiosidad vencía al terror, y que con la rapidez del rayo volvía á esconderse, al oir las nuevas y cada vez más fuertes detonaciones de fusilería, que comenzaban á romper aquel silencio frío y pavoroso. Oíanse también, á largos intervalos, esos pasos tardos y acompasados de los sepultureros que llevan un ataúd, á que la muerte tiene: señalado- un. eco peculi-ar que resuena en los oídos como un Lúgubre ¡Me~ mentó!
Eran muertos en el tiroteo de la tarde anterior, que llevaban al cementerio, ó heridos que conducían á. los hospitales.
Una de estas tristes comitivas, saliendo del Cerro-Fuerte ¡. donde- la* tropa acababa de tomar una barricada, se dirigía w la cárcel. Abrían la marcha dos soldados, que,, eoai- las carabinas echadas á la cara, parecían dispuestos á dispararlas á ia; menor señal de alarmadetrás venían otros cuatro* llevando á hombros una escalera7 sobre laque se distinguía un bulto cubierto por una manta^de donde salían ora gemidos, ora: maldiciones; escurríanse á lo largo, de la- escalera, y venían á ea'er gota á, gota, varios-, hilos: de sangre quedejabEn en el suelo una huella roga. Á retaguardia caminaban otros dos soldados,: que, con las carabinas montadas,, cerraban- La marcha.
La comitiva llegó- á la.cárcel, en cuya puerta se había reforzado la guardia por temor1 de que si» los sublevados vencían, aunque fuese solo un! momento;, intentasen poner en libertad á los= presos, que, ya por delitos vulgares, ya cogidos aquel mismo día en las barricadas, allí se ene erraban; Los soldados que. escoltaban al herido permanecieron á. la puerta, y tos; que le conducían llegaron,, guiados por el Alcaide, á la enfermería de la cárcel.
Un confuso clamoreo, en que se mezclaban los quejidos de dolor con los gritos de desesperación y rabioso -entusiasmo, anunciaba la proximidad de ésta. Icaro, que se elevó al cielo con alas de cera, gemía allí después de su caída ? sin esperanza, pero no sin cierta grandeza: porque en medio de la vulgaridad de una impremeditación belicosa, que después de vencida se hace cobarde, veíase allí el magnífico espectáculo del hombre que reconoce su error y lo llora, sabio que se humilla, comprendiendo que en eso está la verdadera sabiduría; heroico vencedor que se redime, poniendo el pie sobre el pecho al anticristiano orgullo de Luzbel. Y veíase también como contraste el ejemplo de Scévola, que dejaba quemar á sangre fría la mano que no supo ó no pudo vencer; alma estói-ca, corazón grande, que sería un mártir en vez de un héroe si á los mártires los hiciese la firmeza en el sufrir, y no la causa de los sufrimientos. Contrastaban grandemente aquellas dos sublimidades, divinamente cristiana la una y humanamente heroica la otra: humillándose la una en la tierra para ensalzarse luego en el cielo, y haciendo la otra su altar de un cuerpo sangriento, pa.ra dejar un recuerdo, que se desvanece como el humo, por más que vaya perfumado; la una borrando su pasado con lágrimas, y la otra escribiendo su presente con sangre; naciendo la una á la sombra de una Cruz, y muriendo la otra á la de un laurel rojo...
La enfermería, pequeña, sucia y poco ventilada, presentaba un cuadro horrible: una veintena de heridos hallábanse diseminados por el suelo, cuál sobre una estera, cuál sobre un jergón, cuál sobre los ladrillos desnudos. Un solo médico, careciendo hasta de los útiles más necesarios, se hallaba al cuidado de todos ellos; veíanse sobre una silla, como únicos preparativos de vendajes, una sábana sucia y un pelotón de hilas negras. El Pae Paquito iba y venía de un lado á otro, auxiliando á los moribundos que el médico le indicaba, como si ante la muerte, la ciencia inclinase impotente la cabeza, cediendo su puesto á la religión, que la endulza y- la consuela.
Los soldados depositaron en el suelo la escalera que conducían, y levantando uno de ellos la manta, dejó ver á un hombre cubierto de sangre y lodo, en cuya fisonomía desencajada, se pintaba la agonía del sufrimiento y el extravío de la ra-~ bia; una de sus manos oprimía con la fuerza dei dolor un peldaño de la escalera, y la otra, mutilada horriblemente por un balazo, caía á lo largo del cuerpo, sin fuerzas para sostenerse. Desgarrada su camisa y pegada á la carne por la sangre que ya no corría, dejaba ver en el costado una ancha y tremenda herida, por la que, humeantes y sanguinolentos, asomaban los intestinos.
Compadecido el Capuchino de su lastimoso estado, acercóse á él, pronunciando palabras de consuelo; pero el herido se incorporó sobre un codo, crujiendo sus huesos rotos, y volvió á caer sobre la escalera, gritando entre sus dientes que rechinaban: ¡Viva la República federal!...
Aquel energúmeno era Lopijillo.
Uno de los instigadores del pueblo que con tanto valor peleaba, sin saber en su mayor parte por qué causa se batía, habíase ocultado cobardemente no bien llegó la . hora del combate; pero sus compañeros, que, al verle titubear desconfiaron de él, arrastráronle á una barricada, donde, amenazado por los suyos, se vió el miserable ante la muerte si retrocedía, y ante la muerte^i adelantaba, _
El combate fué doblemente terrible, como lo son todos aquellos en que el triunfo de los partidos se antepone á los intereses de la patria, y en que pelean enemigos contra enemigos, sino hermanos contra hermanos. Al verse frente á frente el paisano y el soldado, recrudécese esa infundada antipatía que entre ambos existe, y creyendo el uno defender un derecho á que presta la conveniencia su fuerza egoísta, hunde con delicia su acero fratricida en el pecho del otro, que considera como un tirano, siendo solo una víctima á quien se da de comer, ó como ha dicho un autor, la moneda con que los héroes de la guerra pagan su gloria.
Lopijillo, que nunca había sido hombre de valor, estaba aterrado, y se escondió entre la barricada y un gran montón de tierra, esperando pasar por muerto; pero la barricada, falta de dirección y mal construida, se derrumbó sobre él, magullándolo espantosamente, y cuando aturdido trataba de incorporarse, un soldado le clavó una bayoneta en el costado, y otro le disparó un tiro á quemarropa, que fué á destrozar su mano derecha.
En un rincón había un catre de tijera, empapado en la sangre de otro herido que acababa de espirar, y cuyo cuerpo sacaron fuera para poner en él á Lopijillo. La cura fué espantosa: la terrible herida de arma blanca, por donde asomaban los intestinos, causando un horror repugnante, se había contraído, y se hizo preciso dilatarla para volver dentro aquellas visceras sanguinolentas.
—Venga Ud. á este, Padre, que se va por la posta—dijo el médico, no bien hubo concluido la espantosa operación, señalando al Capuchino la cabecera de Lopijillo, que, extenuado por el dolor y la pérdida de sangre, no daba señales de vida.
Estas palabras llegaron confusamente á oídos del herido: dos veces quiso levantar la lívida cabeza, que volvió á caer pesadamente, mientras murmuraba como sorprendido:
—¿Que me voy?
Mas al abrir los ojos, y encontrarse frente á frente del fraile, que en aquella hora se le apareció como un heraldo de la muerte, añadió, con el acento de la duda que teme saber y del terror que inspira lo desconocido:
—¿Y adonde voy?...
—Á la presencia de Dios, hijo mío, que te llama á sí—replicó el Capuchino.
El terror imprimió sobre el rostro de Lopijillo su característico sello; hundió la cabeza en el pecho, guardando un sombrío silencio, y, semejante al pecador de que habla la Escritura, rechinó los dientes y tembló de rabia. Exhortábale el Capuchino á pensar en la salvación de su alma, y le invitaba á confesarse ponderándole la misericordia divina; pero el herido no contestaba palabra, hasta que un sollozo se escapó de su pecho, y un llanto raquítico y entrecortado de sus ojos.
Imposible era leer en aquellas facciones que la muerte iba tornando, de pálidas en lívidas, de lívidas en cenicientas, si aquellas lágrimas brotaban al recuerdo del pasado ó al pensamiento de lo venidero; si eran desesperación ó arrepentimiento, temor ó esperanza, amor ú odio. No se revolvía en el lecho porque sus huesos, rotos, no tenían movimiento; y su lengua no funcionaba porque una espuma sanguinolenta brotaba de su boca, atajándole la palabra. Sólo sus ojos, abiertos con el espanto del que ve derrumbarse sobre sí la eternidad, giraban atropelladamente en las órbitas, como huyendo de visiones que les atormentasen.
Lo terrible de la realidad y lo espantoso de lo sobrenatural uníanse en aquella hora para anonadarle; sentía como un olor nauseabundo de sangre que le cortaba la respiración; oía como ayes de moribundos que espiraban á su alrededor acusándole de su muerte, y por encima de su cabeza veía una luz divina en que se reflejaban, como en un espejo, él, con todas sus deformidades. ¡Era la conciencia!-.
De repente una sombra negra se interpone entre sus ojos y estas visiones: aparece una mano dispuesta á bendecir, que sostiene un Crucifijo, y una voz suave y consoladora murmura á su lado palabras de perdón... Pero estas palabras, lejos de anunciarle el fin de un destierro, resuenan en sus oídos como el lúgubre anuncio de una espantosa eternidad; el alma cristiana, que renegó de este nombre, queda anonadada casi tanto bajo el peso de la misericordia como bajo el de la justicia, y al huir de la muerte que quiere asirle, se agarra al cuerpo que ya se desmorona, y ambos se revuelcan unidos, presintiendo el uno su próxima disolución y la otra su próximo juicio.
Poco á poco los dolores se aumentan, las fuerzas se acaban, crecen las congojas, auméntase el terror, huye la esperanza: sólo queda la muerte, que enarbola su guadaña... Un ronquido se abrió entonces paso entre los apretados dientes de Lopijillo: alzóse al cielo su mano mutilada, ignorándose si para amenazar ó para pedir, y salpicó de sangre el rostro del Cristo, que lleno de misericordia hacía él se inclinaba. El Capuchino retrocedió aterrado, y al inclinarse de nuevo sobre aquel espantoso rostro, ya la estampilla de la muerte había grabado en él con letras de espanto, una misteriosa sentencia indescifrable para el hombre...
XIII
Algunos años después, habíase restablecido en parte el orden en España, vuelto las cosas á un estado de tranquilidad á lo menos aparente. Cierto Domingo de Mayo, oía. er Regimiento del Rey la Misa de doce, en la [iglesiafde las Religiosas de D.** La tropa ocupaba la nave principal, dejando al frente y á los costados un espacio vacío que ocupaban los fieles: en el presbiterio, veinte gastadores, diez á la derecha y diez á la izquierda, hacían la guardia de honor, y dos cadetes, niños aún, ayudaban la Misa.
A los pies de la iglesia, hallábanse en el coro dajo las religiosas; una espesa cortina las ocultaha á las miradas profanas, siendo aquel débil muro como un abismo que entre la virtud allí encerrada, y el vicio que ruge por de fuera, se abriese: cuerda de lana, que ata á un león; imágen de la razón católica, que basta para contener las más desenfrenadas pasiones.
En el coro alto se hallaban las legas: allí estaba Mariana, sombra de sí misma, cuya alma purificada por la desgracia, flotaba, como el corcho sobre el agua, sobre el negro piélago de sus penas, que no lograban hundirla. Allí, en aquel apacible retiro, sólo lijaba sus ojos en el cielo, con el ansioso deseo del desterrado al mirar á la patria, y si alguna vez los volvía á la tierra, era para perdonar y pedir por aquellos que tanto daño la habían hecho.
Arrodillada en el coro alto, oraba fervorosamente, mientras la música del regimiento tocaba una suave melodía, que al perderse en la bóveda, parecía acompañar al cíelo la oración de la pobre lega. De repente, la música cesa como por encanto, y sucede un silencio que parece anunciar algo grande y majestuoso: los fieles se postran, la tropa dobla la rodilla, humíllanse las armas, la bandera que cobijó dos mundos besa humilde la tierra...
Sólo permanece de pie un anciano, que viste un alba, símbolo de locura; una casulla, señal de irrisoria majestad; una estola, imagen de una cuerda infamante.
Aquel silencio, solemne, como el que precede al trueno, es roto al fin por los ecos de la marcha real española, y de millares de bocas sale una misma exclamación, que expresa un mismo pensamiento, que dicta un mismo corazón católico, y que la misma impiedad confirma, postrándose en silencio, arrastrada p3r aquella sublime corriente de grandeza divina que se alza y de pequenez humana que se postra.
—¡Adorárnoste, Señor, que en el ara de la Cruz, lavaste nuestros pecados!...
Era Dios, que se alzaba en el altar, como bace diez y nueve siglos se alzó en el Calvario.
Los fieles, que como anonadados de tanta grandeza, yacían postrados en el suelo, friéronse enderezando poco á poco, como las plantas después de pasado el huracán que las dobló. Sólo Mariana permanecía con la frente en tierra, después de concluida la Misa: sus compañeras la tocaron en el hombro, y no contestó; la levantaron entonces, y vieron una laguna de sangre que había arrojado por la boca.
Dios había tenido piedad de ella, y al alzarse en la Cruz, abrió á la cristiana que supo sufrir, las puertas del cielo......... *
Rodeadas de jardines que nacen sobre peñascos y coronadas por su iglesia, como ellas humilde, y como ellas santa, se elevan sobre una alta sierra las ermitas de Córdoba. A sus pies se postra esta vieja sultana, que encierra como una tumba los recuerdos de sus hijos,Séneca y Lucano, Averroes y Aviara, Juan de Mena y Góngora, Dionisio So-lís, y Angel Saavedra, Duque de Rivas, Gomo si imitase á los solitarios, que huyendo de la vida alegre y bulliciosa buscan allí la soledad melancólica y tranquila, Córdoba, la ciudad de loa califas orientales, parece desprenderse de los jardines que la rodean, para ir á besar el pardo risco sobre que la Religión ha colocado su enseña, alta para que todos la vean, humilde para que todos la alcancen*
Alto, tan alto, como si quisiese llegar al cielo alejándose de la tierra, se encuentra ese pueblo de anacoretas á quien
Allí el corazón se conmueve sintiendo una dulce envidia, y el pensamiento se sublima al encontrar realizados aquellos tres consejos de Cristo, que forman el elixir del cristianismo: Pobreza,.— Obediencia.Castidad.
¡Pobreza voluntaria, que sabe remediar desgracias: obediencia santa, que se somete amando: castidad pura, que se sublima coronándose de espinas!... Cristo pudo decir más, pero nada más dijo.
No se conoce allí más nombre que el de hermano, ni más lengua que la oración, ni más descanso que el trabajo. '
El progreso humano, al dar uno de sus gigantescos pasos, arrojó en 1836 de las ermitas á loa anacoretas; ya no hubo hermanos que socorrían, ni labios que orasen, y al trabajo, que de un risco hace un jardín, sucedió el abandono, que de un oasis hace un desierto. Las ermitas vacías vinieron al suelo como cuerpos á quienes falta el alma, y la planta humana, como asustada, no volvió á posarse sobre aquellos cerros. ¡Sólo las flores se atrevieron á tejerle una mortaja, los árboles á darle sombra, y los pájaros á entonar su triste canto de muerte! .
Decían que la civilización se había entronizado en aquel retiro.
Mas de allí á poco las ermitas rompieron sus mortajas, y se irguieron de nuevo, no orgullosas, sino modestas en su triunfo: los anacoretas volvieron á sus nidos, y la campana de la iglesia volvió á sonar llamando al hambriento para darle pan, al desgraciado para darle paz, al descreído para darle fe. El progreso humano había dado un paso atrás: hubo quien dijo que la caridad lo dió adelante (1).
Aquella campana consola lora suena también diariamente, para convocar á los ermitaños bajo las bóvedas del templo: la esquila de cada ermita contesta á su llamada, como contesta la voz de un hijo á la santa y dulce voz de su madre, y entonces los ermitaños salen unos en pos de otros, y juntos, en la ermita mayor, se postran ante la Divina Pastora que sobre los mismos riscos de la sierra allí se venera, y piden paz para la tierra, perdón para el pecador, descanso para los muertos.
Una mañana quedó vacío un puesto en el templo, y la esquila de una ermita no contestó á la voz de la campana de la iglesia. Un hermano fué á visitar, por orden del Superior, al ermitaño ausente.
Sobre la tarima que le servía de lecho, hallábase tendido éste: cubríale un hábito de paño pardo, señal de penitencia; en sus labios se posaba una cruz de palo, símbolo de la fe; su mano descansaba sobre una calavera, imagen de la muerte.
Parecía dormido y estaba muerto. Á la cabecera, una mano torpe había escrito con carbón en la pared:
JUAN MISERIA
Esta misma inscripción se grabó en su tumba.
Appendix A
- Rechtsinhaber*in
- José Calvo Tello
- Zitationsvorschlag für dieses Objekt
- TextGrid Repository (2022). Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. Juan Miseria. Juan Miseria. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age (version 2.0.0). José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001C-2C5A-D