Capítulo I : Numisio : Camino de Cauca
En uno de los idus de Septiembre del año 378 de la Era cristiana, un viajero de noble presencia y de buena edad, de nombre Numisio, acompañado de cuatro servidores, avanzaba por la gran vía o calzada romana, marcada en los registros del pretor (Itinerario de Antonino), con el número primero de las españolas y la denominación de Italia a las Españas (de Italia in Hispanias), y después por la 24, titulada De Mérida a Zaragoza (ab Emerita Caesaraugustam).
Llevaba ocho días de camino, desde Turnovas, orillas del Segre; había pasado por Ilerda (Lérida), Tolous (Monzón), Pertusa (Pertusa), Osca (Huesca), Bortina (Almudébar), Gallicum (cerca de Zuera), río Hiber (Ebro), este infatigable creador de campos y ciudades, Caesaraugusta (Zaragoza), Segontioe (cerca de Peramán), Nertobriga (Calatorao), Bilbilis (cerro de Bámbola, inmediato a Calatayud), Aquae Bilbilitanorum (Alhama de Aragón), Arcobriga (Arcos de Medinaceli), Segontia (Sigüenza), Caesada (término de Espinosa de Henares), Arriaca (Guadalajara), Complutum (Alcalá de Henares), Segovia (Segovia), sin otras varias poblaciones, pagos y vicos intermedios; y se aproximaba al término de su excursión, que era Cauca (Cocae).
Hacía el viaje en reda (carruaje de cuatro ruedas), tirado por un magnífico tronco de mulas y guiada por el villico (intendente o mayoral) de sus estados o haciendas de Turnovas; los tres siervos, libertos más bien, cabalgaban sobre briosas mulas; formaba, además, parte de la caravana un caballo de respeto, en el cual montaba el viajero en los trayectos donde el enlosado o adoquinado de la carretera estaba más deteriorado o imprimía molestas sacudidas a la reda.
A poca distancia de Segontia se desviaron breve trecho de la calzada para visitar el célebre «roble de Viriato» (grandioso árbol de apiñada hoja), monumento vegetal del más puro estilo clásico; Goliat de su especie, más antiguo que el Imperio, centro de toda una mitología popular, numen y santuario a la vez, y a cuyo pie brotaba un manantial de exquisita agua. Cuando la conquista céltica, los celtas lo respetaron, prohijando sus mitos o fusionándolos con los propios, por gigante. Era tradición, que una noche Viriato sorprendió bajo sus frondas al cónsul romano M. Popilius Laenas, y causó una grande mortandad en su hueste. Sucedió siglos después, que un leñador tenía ya alzada la segur para derribar el árbol, cuando una voz salida de las profundidades del suelo, de lo más hondo de la raíz, le paró diciéndole: «¡Aguarda!», y se atribuyó el prodigio al alma del glorioso héroe lusón que, como la del egipcio Satu, después Faraón, moraba bajo la corteza, aguardando, para tomar carne otra vez y empuñar la triunfadora espada, a que sonara la hora de fundar definitivamente la nacionalidad hispana, frustrada de primeras por un accidente, según elegante frase del historiador Floro, que se había grabado en un pedestal de mármol sobre el mismo nacimiento de la fuente: Si fortuna cessisset, Hispaniae Romulus (a haber existido la fortuna, habría sido el Rómulo de España).
Durante todo el camino, Numisio pernoctó en los paradores u hospederías públicas (mansiones), salvo en dos etapas: Nertobriga, entre Zaragoza y Calatayud, villa de su pertenencia o propiedad, destinada principalmente a la cría caballar y donde radicaba su casa solariega; y Complutum, patria y residencia de su íntimo amigo Flavio Crescens, viudo como él y como él varón consular (clarissimus vir), hombre opulentísimo, que contaba los siervos de la gleba por millares, adscritos a sus vastas posesiones en diversas comarcas de España, y tenía por toda familia una hija, gentilísima doncella de trece años de edad, llamada Therasia.
A la opuesta ribera del Henares, entre el templo de Diana y el de Marte, tenía su morada regia Crescente, y allí fue a hospedarse por una noche nuestro viajero. El gozo del prócer complutense, no tuvo límites, y así fueron de extremados los agasajos que le hizo y la resistencia que opuso a dejarlo marchar al día siguiente. Mas Numisio le persuadió de la imposibilidad en que estaba de demorarse, sin más que explicarle el objeto de su viaje.
Numisio había seguido la carrera de las armas, militando primeramente en la Gran Bretaña bajo las banderas del Conde Theodosio, contra los pictos, sajones, scotos y los caledonios attacotes (año 369)...y luego en la Moesia contra los sármatas, a las órdenes de Theodosio el joven, hijo de aquél, por habérselo rogado los dos, que tenían en la más alta estima su consejo, su serenidad y presencia de ánimo, al par que su denuedo; en los trances difíciles hasta temerario. Llegado ya a las primeras dignidades de la milicia, instalóse en Roma, a fin de iniciarse en la política con Praetestato, cediendo contra su gusto a repetidas instancias de su buen padre.
En esto sobrevino un contratiempo grave, que torció sus designios y lo restituyó a su patria. Su primer general y maestro, el conde Theodosio, a quien Valentiniano I había conferido la dignidad de magister equitum (especie de ministro de la guerra, como el magister militum), guerreaba con fortuna en África contra el poderoso Firmo, príncipe moro, a quien puso en trance de suicidarse, cuando una intriga de Palacio, suscitada por prefectos (concusionarios), cuyas concusiones había reprimido en África, que acreditaron la especie de que el conde aspiraba al trono -¡cuidado que se habría perdido mucho despojando de la púrpura a Valente, Valentiniano y Gratiano para echarla sobre los hombros del vencedor de Firmus (del conde Theodosio!)- arrancó a Valente (otros dicen que a Gratiano) una sentencia de muerte contra el afamado guerrero, baluarte del Imperio, reconquistador de dos provincias perdidas, grandes como reinos, y conquistador de una provincia más, el cual fue por consecuencia decapitado al frente del ejército en la ciudad de Carthago (año 376). Theodosio el joven, que idolatraba a su padre, quedó anonadado del tremendo golpe; con una tal desolación en el alma y un tal airado desprecio al Poder asesino y a sus envidiosos enemigos, que no dudó un momento en renunciar a las armas y a la vida pública, que tantos triunfos le prometía, retirándose a su casa solariega de Cauca, en España, con propósito de profesar la agricultura cuanto le restase de vida. Numisio hizo causa común con él y le siguió en su desgracia, no sin antes lisiar al más culpable de los instrumentos de tan atroz delito, confinándose en sus posesiones de Nertobriga y en las de Turnovas, propias de su mujer Siricia, y absorbiéndose en empresas industriales, conforme veremos.
Hacía de esto tres años. La Asamblea o Diputación de la provincia «Gallaecia» había votado en honor de su ilustre hijo, el conde mártir, y acababa de erigir en la plaza mayor de Cauca, frente por frente de la morada de sus mayores, un grandioso monumento conmemorativo, cuyo miembro principal lo constituía una estatua ecuestre de bronce; Theodosio, hijo, había decidido solemnizar la inauguración con suntuosas exequias y festividades populares; y para darles lustre y relieve había interesado la asistencia de los compañeros de armas del conde, y, en primer término, la de Numisio. El día marcado en la esquela de invitación era el... Faltaban sólo cuatro días. No había momento que perder.
Por otra parte, Numisio estaba harto de ruedas y de carretera, y había decidido despachar por delante desde allí al vehículo con el equipaje y dos de los servidores, por Titulcia (Bayona de Tajuña o Titulcia), Miacum (Los Meaques, inmediato a Madrid) y Guadarrama, mientras él se ahorraba tan fatigoso rodeo, tomando a caballo, con sus otros dos escuderos, el atajo vecinal del puerto del Paular, que le llevaría directamente a la penúltima etapa de Segovia.
Cedió ante estas razones Crescente, bien que agregando a la disminuida comitiva de su amigo las dos personas más caracterizadas de su casa, con pretexto de que le representaran en el aniversario del conde Theodosio, pero en realidad para reforzar el grupo en previsión de un encuentro con alguna cuadrilla de forajidos. Eran estas dos personas F... el intendente de Flavio Crescente, hombre grave y discreto y de la más absoluta confianza, y Manlius Egnatius, sujeto de muchas letras, entre gramático, retórico y filósofo, que además de preceptor de Therasia, con un haber de consideración, ejercía en la casa algo como la cura de almas, amigo, consejero y guía espiritual de Crescente, parecido a los filósofos domésticos de los primeros siglos del Imperio.
Cuando Crescente y Numisio se despedían, con el presentimiento de que no volverían a encontrarse, por una de las puertas interiores que daban al parque apareció saltando y tarareando una aleluya cristiana Therasia, con la cervatilla que la seguía a todas partes por la casa. Parecía como si se hubiera frotado la cara con grana de coscoja. Numisio no podía mirar sin conmoverse a aquella adorable criatura tan jovial, tan sencilla y modosa, adornada de todas las gracias, que jugaba aún como niña y regla ya la casa como mujer, y que le recordaba a su Engracia, una hechicera mujercita, fallecida a la misma edad, antes que su madre. Con voz velada por la emoción, Numisio la deseó mucha, mucha suerte, tanta como merecía...
Ya veremos si la logró. Aún no había recalado por aquellas latitudes el afortunado mortal que la hiciera suya, transplantando a solar aquitano esta preciada flor del pensil ibero.
Cabalgaron los cinco en sus buenas monturas y acometieron animosamente el asalto de la cordillera, dejando a la espalda el río Henares, atravesando el Jarama y el Lozoya, transpusieron los primeros contrafuertes de la sierra, haciendo noche en una quintería de Crescente -quien solía pasar en ella una parte del verano-; internáronse al día siguiente en las fragosidades de la sierra, con todo el ánimo necesario y bastante para escalar el cielo, cuanto más el puerto del Paular; y al cabo de horas, después de no pocos incidentes, superaron la cresta; remontaron al siguiente día desfiladeros, vertientes fragosísimas y cruzaron por fin por el Paular, cayendo en la cuenca del río Balsaín, para llegar molidos por la noche a la ciudad de Segovia.
No describiré la ascensión, aunque hubo en ella no poco que sería digno de referirse, y que había empezado ya a referir. Temo que algunos lectores, poco amigos de descripciones, recelen en esta crónica una novela, y abrevio lo que de todos modos habían ellos de abreviar saltando hojas, hasta salir a la acción en terreno llano.
Únicamente diré que aquel día Egnatius, que había poseído siempre un sentimiento muy exaltado de la belleza natural, se sintió más romántico y más poeta que nunca, más identificado con el alma de la naturaleza física y más despegado de la prosa sublunar, más extraño a las desarmonías, fealdades y vilezas de la naturaleza humana. Vióse transportado a un mundo fantástico distinto de aquel que hasta entonces se había ofrecido a su contemplación (sea que positivamente lo fuese o que lo mirase con ojos aguzados, libres de telarañas o de cataratas de educación o de nacimiento). En aquel laberinto de montañas, que hacía pensar en un como gigantesco florecimiento del planeta de la tierra; en aquel mágico desfile de cuadros portentosos y deslumbrantes, ideales y casi-artísticos, que se descorrían a su asombrada vista y se habrían dicho ordenados por una Naturaleza inteligente para goce y lección, escenario, escuela y fino arte de Egnatius, se le revelaron a éste los secretos de la perspectiva y de la luz (con sus infinitas gradaciones, matices y cambios), con su consorcio, con el ambiente atmosférico, con las lejanías del horizonte, las cúspides y declives de los montes, los crepúsculos, la luna llena, el orto y el ocaso del sol, las nubes, las florestas y los valles, los raudales de agua y las masas de vegetación, para las cuales eran, en lo general, insensibles los hombres de la antigüedad; pudiendo asegurarse que, si en vez de ser maestro y director espiritual hubiera sido pintor, aquel día se habría señalado por la invención de la pintura de paisaje.
Cabalgaron, por fin, en el lomo de la cordillera, y empezaron a descender. Ya era hora: las bestias, jadeantes, no podían con los jinetes. Para éstos, la decoración cambió rápidamente. Los vapores que se descolgaban de las alturas por la vertiente septentrión íbanse condensando en gasas diáfanas, que luego se espesaban y velaban a ratos el sol. Parecía que el sol vacilaba perplejo entre cubrirse o despejarse. De cuando en cuando, una hebra de oro partía oblicuamente de la nube como una saeta e iba a posarse al pie de la majestuosa corona de Siete Picos, de las augustas almenas que simulan los Picos de Peñalara. A poco encapotóse del todo el cielo, y aún se puso torvo y ceñudo cuando nuestros viajeros llegaban a milla y media de la histórica ciudad de Segovia. Al entrar en la ciudad, la noche se había espesado con tanta rapidez, como si aquel día el trámite del crepúsculo hubiese estado oficialmente suprimido.
Había sido Segovia una de las más fuertes ciudadelas de los Aravacos, nación celtíbera; en el siglo VI (?) de Roma (I a. de J. C.), estuvo afiliada al partido de Sertorio; en ella batió Hirtuleyo a los generales de Sylla y fue batido por Q. Caecillo Metello Pío, en el año 75, antes de Jesucristo. Su importancia de ahora derivaba de sus manufacturas de paño, lavaderos de lana y tintorerías.
Pasó Numisio con sus acompañantes y servidores, en el Hospitium ad Aquam (Hotel o Fonda del Agua), inmediata al grandioso monumento del Acueducto, el rey de los acueductos hispano-romanos, admirando tanta solidez en tanta elegancia y grandiosidad del arte por excelencia romano, la arquitectura del cual tomaba el nombre. Aunque era el mejor parador de la ciudad, dejaba bastante que desear, no obstante el letrero que acompañaba a la muestra, ponderando las comodidades que gozaría el viajero que allí se alojase, la limpieza del baño y de las camas, la calidad superior del servicio, «a la moda de Roma».
En hombre como Egnatius, tan enamorado y devoto de la Naturaleza, que a su manera hasta la rendía culto aquellas horas de intimidad con el alma serena y augusta de la cordillera, habían de encontrar su repercusión en el sueño, y efectivamente la encontraron. La primera parte de la noche se la pasó soñando con episodios de la travesía. Al principio todo marchó inmejorablemente: veía la sierra amada como una gran arquitectónica y como una milagrosa floración de montes y lomas escalonados, riachuelos y torrentes sinuosos de reflejo plateado, espumosas cascadas de plata, surtidores, lagos, claro espejo de las nubes azuladas, agujas y pirámides fijas, cuáles inmuebles y riscos en cadenas enraizadas en el suelo, cuáles flotando en un océano de brumas móviles o horadando la techumbre de nubes que las embozaban y asomando la cabeza por encima de ella para bañarse al sol de mediodía y beber ansiosamente su luz; circos, simas y precipicios, redondas cúpulas nevadas, columnatas, ondulosos valles y cañadas, cresterías de sobria arquitectura, balsámicos tomillares y jarales sobre la alfombra reluciente de cristales y mica, ramilletes de arbustos y hierbas encaramados sobre los peñascos coráticos, collares de selvas, pardas encinas desplegadas por las abruptas laderas, alamedas en formación, como en una parada militar, campamentos de heroicos pinos, quejigos y castaños, celosos custodios y conservadores del orden común contra aludes, ventisqueros y torrenteras, montañas enhiestas, prominentes apariencias de almenas y torreones labrados por los siglos, que llevan al hombro otras montañas gigantes de granito y gigantes vegetales, todos parlantes, dotados de un espíritu, ciudadanos de esta gran Ciudad del Orbe, donde conviven con las faunas y con el hombre. Pero luego, aquella esplendente flor sideral envuelta en los resplandores del sol, con todos esos órganos (con su corola áurea y sus sépalos, brocteos, estambres y pristilos), se replegó sobre sí, vistióse forma humana, engalanóse con traje y preseas cambiantes, cuando púrpura y oro, cuando plata, cuando verdemar, musgo y esmeralda, cuando violeta, cuando azul celeste, y como si fuese una maga amiga, púsose a departir con Egnatius de cosas muy altas, en un idioma etéreo que ambos entendían. De pronto, sin motivo aparente, sin que el casto maestro se hubiese olvidado de quién era, propasándose lo más mínimo, la bravía, inconstante y antojadiza deidad prorrumpió en alaridos de Titán, que hubieron de oírse en muchas millas a la redonda; tales y tantos, tan descomunales, que el mismo fascinado soñador hubo de emprender la fuga... que fue tanto como despertarse.
Un resplandor siniestro inflamaba en aquel instante los aires y penetraba por las rendijas de las mal ajustadas maderas, inundando de una claridad lívida las habitaciones exteriores de la casa. Al mismo tiempo, del seno de las nubes enfurecidas disparóse una fragorosa andanada de detonaciones horrísonas, y todo el edificio se estremeció, como si sacudiese sus cimientos un temblor de tierra. Menos sutil que los relámpagos el viento, pero no queriendo ser menos que ellos, se encogía, se laminaba para infiltrarse silbando por las hendiduras de puertas y ventanas y derramarse tumultuosamente por escaleras y corredores, y despertar los medrosos ecos con sus plañidos lastimeros, mientras por fuera era vendaval y bramaba de coraje en su lucha a brazo partido con las aristas de los arcos y pilastras del Acueducto, con las esquinas, aleros, albardillas, saledizos y chimeneas de la fonda, y sembraba de cascos de teja el suelo, amenazando desmantelarla; a su ejemplo, forcejeaban las puertas por desguazarse y salir por los aires, echando ramas y hojas camino del pinar donde habitaban sus hermanos.
La familia del hostelero y sus huéspedes de aquella noche, se habían arrojado despavoridos fuera de sus lechos y vagaban como almas en pena por los corredores en demanda del atrio, agarrados a las paredes, sin que nadie lograra hacerse encender su lámpara; y es digno de notar que aún aquellos que pasaban por cristianos invocaban en su corazón el santo nombre de Júpiter Tonante pidiendo clemencia para los míseros humanos. Sin la sangre fría y el humor dictatorial de Numisio, el pánico habría echado a muchos fuera del vestíbulo para ir a perecer en medio de la calle, como en otros paradores y casas estaba sucediendo. A todo esto, dos personas se hallaban en el hotel que no habían despertado: los dos mozos de Numisio; sobre la paja, detrás de los establos, escuchábase la respiración huracanada, semejante a un fuelle de fragua, de los dos siervos turnovenses, capaz de dar envidia a su amo y al propio emperador.
Largo rato siguieron los relámpagos trazando sierpes de fuego sobre la temerosa oscuridad y el imponente tableteo de los truenos retumbando por los espacios, entre los mugidos y trallazos del rugiente huracán que, como poseído de furor trágico, parecía revolverse contra sí propio. Pero en general, la temerosa conflagración atmosférica no correspondió a lo aparatoso del programa de la primera hora. Hacia las dos, la fiereza del temporal había cedido: ya no retemblaba ni crujía la casa, como antes, por todas sus junturas y aberturas, amenazando dar consigo en tierra; ya la bárbara tramoya de baterías del cielo, desmontadas, habían quedado reducidas casi del todo al silencio; ya los fuegos del cielo no alumbraban con sus luminosos zig-zags; ya los inquietos remolinos del viento, todavía impetuosos, no eran sombra de sí mismo; ya no zumbaba, ni resoplaba, ni amenazaba descoyuntarse el Acueducto; las maderas del hotel habían recobrado su quietud y serenidad; empezó a caer una lluvia menuda, luego un razonable chubasco, que el suelo sediento absorbió entero, dejándolo sin fuerza para engrosar el caudal ni empañar la limpidez del Eresma ni el de sus afluentes; entre la rasgada nube asomó rutilando sobre la tierra a guisa de heraldo y nuncio de paz, tal cual lucero, tal cual constelación, anunciando que si el mundo había sucumbido o sufrido mermas de algún cataclismo, otra vez se levantaría del caos en una nueva creación. A las dos y media, el cielo estaba sereno.
En esas horas, un diluvio había descargado a saliente de Segovia, en la cuenca de los ríos Peirón, Cega, Duratón y Riaza; y tal era la tormenta que se había asomado por un borde a las riberas del Eresma, sin hacer estación porque le cogía fuera de camino.
A las tres, Numisio y su comitiva estaban ya en la carretera, abriéndose paso a través de temerosa tiniebla, guiados por un hombre del país.
Los árboles escurrían, con chasquidos apenas perceptibles, los últimos residuos que conservaban del aguacero, y aspiraban con avidez la humedad de que estaba impregnada la atmósfera. El viento se habla retirado a sus cubiles, rendido de haber estado barriendo los cielos toda la noche. El lugar de la luna, estaba acusado por una línea curva muy tenue, como de último día de menguante, que no proyectaba ninguna claridad apreciable. Nada hacía desagradable ni distraía la excursión: ni calor ni frío; la capa de polvo de la vía había sido arrastrada por el viento y la lluvia a las cunetas. No se movían ni las hojas: todo estaba recogido y silencioso; parecía como si el mundo contuviese hasta la respiración, o como si ellos caminaran por un túnel.
Dos millas llevarían andadas cuando empezó a querer despuntar el alba. Las estrellas iban por momento palideciendo y apagándose; ya no se distinguían más que las de primera magnitud, y aún éstas, con sus desmayados parpadeos, semejaban lámparas mortecinas a punto de apagarse. De la bóveda obscura del firmamento íbase descolgando y esfumándose una claridad indecisa, a poco, nacarada, y, por fin, diáfana: era la luz; la luz, a cuyo conjuro iba a obrarse como una nueva creación. Del lóbrego seno del caos surgían líneas indecisas, bultos, sonidos, movimientos, colores, transparente éter; y eran peñascos, colinas, matorrales, pinos, encinas, bojes, enebros, jaras; aleteos de aves, rebaños de merinas, que se esponjaban en la placidez y frescura de la mañana; esquilas, cabañas de pastores y de campesinos, con sus penachos de un humo azulado; cortijadas, rastrojeras pajizas, hervor de savia, praderas aterciopeladas, huertas semejantes a alfombras de seda de los más variados dibujos y colores, cadencias del agua saltadora, murmullos de las altas hierbas ondulantes, que se encorvaban al flujo y reflujo de la brisa, exhibiendo sus joyeles de oro y esmeralda; y a lo lejos, anfiteatros y cadenas de montañas, nubes de ópalo fileteadas de oro, recostadas muellemente sobre el horizonte, y por fin, ¡el sol!, el sol, señor y dispensador de la vida, que se alzaba regiamente, coronado de majestad, que doraba las cumbres, que resbalaba por las vertientes, que se corría a los llanos e inundaba vegas y cañadas y teñía con reflejos de incendio el doble azul de los cielos y de las aguas.
Un silencio augusto reinaba sobre aquella creación; pero ¡cuántas voces tenía aquel silencio, y cuan armoniosas y celestiales! Egnatius miraba embelesado, como pudiera un Adán que acabase de abrir los ojos a la luz. Hasta Numisio callaba, olvidado de todo, sintiéndose un poco poeta, rendido a la pompa de aquel minuto creador. Árboles y matas, recién lavados por el chaparrón, resplandecían con un verdor intenso, pletóricos de vida, reflejando en el espejo de las hojas humedecidas los juegos o fiestas de color del firmamento. El aire estaba purificado, renovado: un fuerte olor de tierra mojada, mezclado con esencias resinosas de los pinos, aromatizaba el ambiente y sobrexcitaba el trabajo de los pulmones, que lo absorbían con deleite, transfundiendo en las venas una sangre nueva. Algunos celajes tenuesísimos, vaporosos y multicolores cendales, apenas perceptibles, flotaban por el espacio, encima del Eresma. Una brisa templada que soplaba de la llanura hacia la sierra y daba en pleno rostro, no diré que lo azotaba, sino que lo acariciaba, haciéndole olvidar la tramoya el fresco excesivo de la madrugada...
Pero pocas horas después, ya fue otra cosa. El sol había cobrado fuerza, y la reducida caravana se sentía transportada desde el otoño matinal a la canícula. Habían entrado en pleno páramo, sediento y agostado. La primera diligencia de la posta imperial había pasado restallando insolentemente sus fustas y dejando atrás a nuestros viajeros. Numisio decidió sestear al aire libre, en alguna umbría del río, y, al efecto, desvióse de la calzada, tomando el camino viejo, más llano, de piso suave y que tocaba en dos o tres puntos al Eresma. No era todavía mediodía: el globo flameante del sol ascendía penosamente la cuesta del mediodía, cuando acertaron a acampar en apacible, risueño soto folguero, bañado por el río, perdiendo de vista el grandioso panorama de montañas que se desplegaba alrededor de la tostada llanura.
Desde los ventisqueros de-la Fonfría y Navacerrada, donde tienen su nacimiento las nieves y depósitos que le servían de cuna hasta el Adajo y el Duero, el río Eresma descendía como por escalones, formando una sucesión de remansos silenciosos, semejantes a lagunas, y de bulliciosos y rápidos raudales que jugueteaban con las piedras lucientes del fondo y con las ramas y hojas de los sauces, de los juncos, de las espadañas y cañaverales que se columpiaban inclinados sobre la corriente.
Un tapiz de hierba fina y menuda, guarnecido de algunas pintadas florecillas madrugadoras (azules y blancas) les sirvió de lecho, y de dosel un arrogante roble centenario de rugosa corteza, y diversos tilos y chopos que balanceaban blandamente sus copas apiñadas, exuberantes de savia y de vigor, y guardaban celosamente el lugar contra toda indiscreción o atrevimiento del sol. A la parte de afuera, marcando la línea divisoria entre sol y sombra, veíanse revueltos en un mismo matorral el escaramujo, la zarzamora y el espino majuelo, estirando ahincadamente sus brazos cargados de fruto, erizados de saetas y garfios, semejantes a uñas de felinos, y balanceándolos al aire como si porfiasen entre sí sobre cuál de los tres poseía mayor provisión de armas y tenía mejor guardada la prole de la voracidad y genio destructor del reino animal, sobre todo de aquella especie bípeda que tiene por filosofía el que toda la creación ha sido hecha a utilidad y regalo suyo.
Enfrente, a la otra banda del río, verdeaba una extensa pradera, resguardada de la canícula, en verano, y del ábrego, en invierno, por una cortina de álamos frondosísimos, de plateada corteza, y una empalizada de ramas secas entretejidas entre sus troncos. Espoleados por el calor, dos manadas de toros de Segovia y Agucin, o Alhausin, que por aquella parte tenían su pastizal, iban surgiendo de las bravías malezas del descampado y acogiéndose al fresco y mullido lecho del césped y a la incitante sombra del cortinal.
El primero a romper el silencio fue Egnatius, recitando con énfasis este hermoso pasaje del poeta Lucrecio, apropiado a la circunstancia:
«Lucrèce aimait a se concher près du ruisseau, dans l'herbe tendre (blanda), sous les branches d'un arbre bien suelte, quand la saison sonriante parsemait de fleurs les vertes prairies, pendant que d'autres festoyaient dans des salles magnifiques et resplandissantes d'or, à la lumière des lampes et au son des instruments à cordes.»
-A ese cuadro, observó Numisio, le falta un rasgo para ser completo...
-Cierto, señor; le falta el natural complemento del árbol, que es el nido, que es el ave canora; y tal es el factor artístico que ha suplido el maestro de los maestros, conterráneo nuestro, Quintiliano:
«Silvarum amocnitas et praeterlabentia flumina et inspirantes ramis arborum aurae volucrumque cantus et ipsa late circumspiciendi libertas ad se trahunt».
-No, no es eso lo que quería decir; el rasgo que yo echaba de menos para completar el cuadro es que uno o dos de los toritos de enfrente les dé por arrojarse al agua con pretexto de los tábanos; y una vez puestos en camino quieran aprovechar el viaje viniéndose para acá a destriparnos las monturas y obligarnos a nosotros mismos a trepar, con toda la gracia de un oso, tronco arriba de estos hospitalarios árboles y desalojar de sus bien oreadas viviendas a esas parleras aves que dices, pintadas o por pintar.
Hizo gracia la hipótesis al preceptor, lo mismo que a los dos intendentes, y se echaron a reír, sin perder de vista a los toros.
Por parte de Egnatius no paró todo en eso: como si hablara consigo mismo se decía, mirando en redondo a la enramada, al césped, a las florecillas, a los pájaros, a la corriente del río, a las pinceladas movibles del sol bajo los árboles del soto y sobre las copas de los álamos de la otra parte. La agreste línea de montes aglomerados a saliente del río, envueltos en los resplandores del sol que se dibujaba sobre el libre paraje. «No pasa apenas de aquí nuestro ideal campestre, no la capacidad estética de nuestra civilización heleno-romana para sentir y gozar las bellezas de la Naturaleza; pero ¡si hubiesen visto y oído lo que vi y escribí yo ayer en la virgen cordillera del Guadarrama; aquella maravillosa paleta cósmica que abrazaba desde más abajo de la raíz, en Complutum, hasta más arriba de las cumbres; aquellas sinfonías de la luz; los románticos dúos del viento con los riscos y con la selvas: coros de montañas sin término, sublimes en su augusta majestad!»
El incidente no tuvo más desarrollo. Nadie tenía gana de conversación, y se hizo otra vez el silencio, como si cada cual se hubiese replegado a su foro interior. Egnatius y Numisio miraban atentamente la tersa superficie en la parte detenida del río y lo analizaban, pero a bien distinta luz.
Veía el gramático lo primero un fondo, ligeramente azulado, de guijas y arena de colores, y por encima de él ese algo impalpable, diáfano como clara linfa, que es cuerpo y no es cuerpo, especie de condensación de aire inferior que resbala suavemente entre el suelo y la atmósfera, que dibuja graciosas curvas irisadas en sus ondulaciones y remolinos fugaces y murmura susurros ternísimos a dúo con el blando aleteo de las hojas del álamo blanco y del abedul, semejantes a bandadas de mariposas cautivas, aprisionadas por las patas; que tomaba cuerpo y color al despeñarse por el rumoroso raudal y chocar con las piedras escalonadas y recamadas de rizadas espumas blancas. Veía luego el disco del sol, llegado a lo más alto de su carrera, que se miraba en los temblorosos cristales del remanso, besando y calentando sus herbosas riberas; que se quebraba e irradiaba chisporroteando sobre el raudal, nimbando las rizadas espumas de un tenue vapor teñido con todos los colores del iris.
Muy otras eran las nobles cavilaciones de Numisio. Evocando las llanuras feraces, ahora mustias y amarillentas, que acababa de recorrer, y aproximándoles el recuerdo del canal de riego de Piniana que fertilizaba sus posesiones de Turnovas y las de su amigo Sura, entre el Noguera-Ribagorzana y el Segre-, lo que para Egnatius era clara linfa, que le producía con sus bellezas un dulce embeleso, representábasele a Numisio como un camino que anda, conduciendo en cantidades imponderables los productos de la flora y de la fauna industrial de la Península hispana para sustento, vestido y regalo del hombre. Al penetrar el agua, del brazo con el sol, en el mágico laboratorio del suelo, empieza su acción transmutadora la portentosa química sintética -creadora, decía él- que reina sobre el universo, y de cada anphora de esa cosa semi-incorpórea, hija de las nubes, saca un pan, un puñado de legumbres, una copa de vino o de leche, una coliflor, una lechuga, un melocotón, una manzana, una sandía, un filete de carne, un huevo de gallina, un pescado, un trozo de queso, un hilo de aceite, un copo de lana, un haz de lino, un leño, un pedazo de lienzo, un nido, un rosal... Pero que el río pase de largo, como el Eresma pasa, rígido al cauce, extraño a las tierras que lo encajonan y oprimen, y todos esos convoyes de riquezas sin fin van a perderse por el vertedero del Duero en el mar, mientras allá quedan a la espalda la desnudez y el hambre con su horrible séquito de lágrimas y de maldiciones, crímenes y suplicios.
Ni es esto todo. Acababa de inventarse el molino harinero movido por fuerza de agua, ya no por fuerza de brazo: había él presenciado las primeras instalaciones del nuevo ingenio al pie del Fanículo, en Roma, y le había faltado tiempo para introducir tan importante novedad en sus posesiones de Turnovas y de Nertóbriga. Aplicado ya el aparato a mover piedras de molino, no se tardaría, pensaba él, en aplicarla a los usos de la filatura y las lanzaderas del telar, y se habría cumplido la condición puesta por aquel titán del pensamiento, Aristóteles, para abolir la esclavitud: que las piedras girarán solas sobre el grano y lo pulverizaran; que los telares tejieran la lana por sí mismos, como inteligentes esclavos del hombre. Numisio se extasiaba, calculando mentalmente lo que podría trabajar permanentemente por ese arte el Eresma que tenía delante, y los doscientos Eresmas que podría haber en España y miles más repartidos por todo el Imperio...
Mientras estos calendarios hacía Numisio, una brisa fresca y juguetona retozaba en las frondas, y a su influjo, los acompañantes y familiares de Numisio, liquidando atrasos de sueño, se habían ido quedando uno tras otro dormidos, pudiendo más en ellos la fuerza de la naturaleza que el sentimiento de respeto debido al señor. Afortunadamente para todos, era este hombre de buen componer en achaques de señorío; y por otra parte, como no pudiera disponer de baño caliente con unciones de aceite, se acordó de los héroes de Homero, y sin despertar a nadie, se arrojó desnudo en el remanso, excesivamente frío, sin que los toros dieran señal de inquietud, ni mostraran hostilidad.
Mientras Numisio se hallaba entregado al deporte de la natación, haciendo más evoluciones que un tritón por todo el ámbito del remanso, el impenitente Egnatius soñaba lo que le habría convenido no soñar. Habíase quedado boca abajo, con la cabeza inclinada sobre el agua, tal como la modorra le había sorprendido en su contemplación pagana del río. Dormido y todo como estaba, seguía el cuitado mirando ansiosamente al álveo la tersa superficie del agua. Y veía, veía, no truchas, no barbos, tencas ni cangrejos, sino tentadoras ondinas llenas de seducciones, ojos destellantes y acariciadores, labios de coral, tez de nácar, cabellera áurea, senos blancos rosados, brazos a torno hechos con azucenas, que le llamaban amorosamente hacia sí, con tan persuasivas e irresistibles sonrisas, que mal año para San Antonio si se hubiese encontrado en igual trance. Egnatius tendió los brazos hasta tocar el agua con los dedos, y en el mismo punto la dulce visión se desvaneció. Mas en seguida, otra ondina se presentó, compendio de las perfecciones de todas, la obra más acabada de la creación: ¡cielos! juraría que era Therasia, la divina Therasia, su discípula, que le atraía, que le sonreía, que le tendía sus brazos. Alargó él los suyos golosamente hacia la celestial golosina: allí estaba provocativa y quieta: casi la tocaba; avanzó el pecho sobre el escarpe álveo; todavía faltaba un poco, muy poco, casi nada, para tocar la celestial aparición y asirla e izarla sobre el césped y huir con ella en el alazán a Complutum o a un yermo, donde quisiera; por él no había de quedar... Hizo un último esfuerzo y... ¡ay triste! la romana del cuerpo acabó de vencerse, y allá fue de cabeza sobre el remanso, los pies sólo fuera del agua, sin que la pérfida hija de Crescente hubiera acudido en su auxilio.
Con la brutal impresión del frío, y sin tiempo para darse cuenta y maniobrar concertadamente (con conciencia de la situación), probablemente se habría ahogado, a no estar allí Numisio para pescarlo y levantarlo a la altura del soto desde donde había caído. Costó Dios y ayuda hacerle desalojar la gran cantidad de agua que había embuchado (en el chapuzón). Por fortuna, no todo el repuesto de ropa de Numisio se había quedado en el carruaje: en una de las bestias iba una muda de túnica y camisa, y esa vistió el cuitado gramático para emprender la última parte de la jornada hasta Cauca.
Ocioso es decir que lo sucedido pareció a todos un accidente ordinario, pues Egnatius se guardó muy mucho de referir a nadie el malaventurado suello. Ni él mismo habría querido recordarlo; en los mágicos anillos del remanso, y en los rizos de espuma del raudal, y en los mentirosos reflejos de uno y otro habla encontrado una caudalosa fuente de poesía; despierto, se había dado un hartazgo de hermosura, exaltación del sentimiento de la belleza natural, y, ¡ay!, ese hartazgo acababa de indigestársele. Al montar a caballo miró con rencor al río por haberle metido en aventura y roto el encanto de modo tan cruel y con no merecida mofa de su persona. Sin embargo, no todo había sido culpa del Eresma: por lo menos la compartían con él, de un lado, la educación clásica del propio Egnatius, y de otro, su accidentada travesía del Guadarrama: duraban aún en él los efectos de aquella divina embriaguez y de aquella efusión de su alma en el alma universal que le hiciera ver los órganos florales de la cordillera como estancias de una epopeya viva, de un poema en acción.
Después de tomar un bocado, siguieron el camino viejo adelante; vadearon algunos de los afluentes, cruzaron otros a pie enjuto. Frente a uno de ellos, sobre una isleta peñascosa que dominaba el vado principal del Eresma, se mostraban las ruinas de una de aquellas atalayas o burgos de los antiguos iberos y celtas, cuyos agrietados murallones se ocultaban tras un espléndido tapiz de musgos, helechos y yedra, con festones y guirnaldas de vid silvestre, zarzas, escaramujos, cremátides, madreselvas y otras respetables familias del reino vegetal, que se habían alojado en las grietas y formaban un breñal inextricable.
Después de contemplar aquella venerable reliquia de los tiempos célticos, restituyéronse a la vía romana; cruzaron aún algunas mutationes (estaciones de relevo de la posta), medianos poblados, apriscos de ganado, cortijadas con sus ventrudos almiares de paja y heniles alrededor de la era. Atravesaron un pinar, pisaron la línea fronteriza que dividía en lo antiguo el territorio de las dos naciones Arevaca y Vaccea por aquella parte, amojonada después por la Administración romana. Algunas quintas de recreo de modesto aspecto, a derecha e izquierda de la calzada, entre altivos plátanos, pardo-sombríos olmos de apiñada hoja y frutales de variadas especies: cerezos, nogales, castaños, ciruelos, perales, manzanos y emparrados, anunciaron a nuestros viajeros la proximidad del caserío.
Ya en el egido, a menos de un cuarto de milla de las murallas y a mano derecha de la calzada, apartado pocos pasos de ella, llamó la atención de Numisio un elevado pedrusco, tallado y mohoso, que representaba un jabalí montado en un pedestal y estaba destinado a guardar los restos mortales de una matrona de Cauca, liberta de un Ambato, según daba a entender el epitafio. Ofrecía éste la particularidad de ser dialogado, aunque de muy humilde minerva, siendo los interlocutores la esposa difunta, Ambata Onyx, y el cónyuge sobreviviente, Lucio Valerio Onésimo, sacerdote que había sido, encargado del culto de Roma y del Emperador en la ciudad de Cauca. He aquí su texto: -«Diis Manibus. (Habla Onésimo) -Ave, Ambata Onyx. L. Valerius Onesimus, sevir Augustalis et magister, maritae incomparabili cum que sine querella vixi annos XXXII.
(Habla Onyx.) -Hic nemini ferit inimicus.
(Habla Onésimo.) -Haec nihil un quam feccavit nisi quod mortua est.
(Habla Ambata.) -Quedo esperándote.
(Habla Onésimo.) -Ambata, mihi Karissima, vale.
Como era de esperar para quien le conociese, no había de ahorrar Numisio su comentario.
-¿Conque treinta y dos años de matrimonio sin haber cuestionado ni una sola vez con tu mujer? De seguro no tuviste suegra.-¿Conque no conociste en tu vida ni un mal enemigo? Amado Onésimo, siento decírtelo, pero ¡cuan poco debías valer!
Una ruidosa carcajada de un grupo no visto de personas resonó a la espalda. Sombreado por un fresco laureto entre la sepultura y la calzada, Valerio Onésimo había a sus expensas construido una suntuosa exedra de sillería esculpida y pintada, a fin (decían los maldicientes) de asegurarse una buena memoria de parte de los paseantes de Cauca y tener con quien pegar la hebra de su diálogo cuando muriese. Los que en la exedra estaban en aquel momento sentados, comunicándose la chismografía local y componiendo el mundo, eran ocho, y los ocho salieron al encuentro del forastero para pedirle noticias de lo que en ambos imperios sucediera, según costumbre universalmente admitida.
Bien hubiera querido Numisio darles buenas nuevas, pero no era cosa que estuviese en su mano. Hacía tiempo que no llegaban a oídos de él más que descalabros de las armas romanas y enflaquecimiento creciente del Imperio. Mientras en Occidente los alemanes cruzaban el Rhin e invadían las Galias trabando las manos de Gratiano e inmovilizando sus legiones; mientras en Oriente la valerosa Mavia, una romana viuda de un príncipe Sarraceno de Asia, invadía la Palestina y la Fenicia hasta Egipto, y ponía en aprieto al comandante general de las fuerzas de Valente, hasta obligarle a pedir la paz -los godos removidos de la Baja Moesia por las tiranías, la venalidad y concusiones del malvado gobernador romano Lupicino, y reforzados por bandas de descontentos, labradores expoliados por los agentes del Fisco, esclavos fugitivos de las minas, hasta veteranos legionarios auxiliares que desertaban de sus banderas-, asolaban las vastas planicies que se dilatan desde el Haemus (Balcanes) al Rhodore y desde Rhodore al Bósphoro, estaban entregadas al saqueo, al incendio y a la matanza; eran teatro de tales fechorías la Thracia, caían sobre la Tesalia y la Macedonia, devastándolas (bloqueaban a Constantinopla y saqueaban sus arrabales). Con los desastres del exterior se daba la mano, agravándolos, y corría desatada la guerra civil religiosa; y ya eran los atanasianos, que los atribuían a cólera del cielo contra los arrianos; ya eran los arrianos, que los atribuían a cólera del cielo contra los atanasianos; ya los paganos, como Libanio, a cólera de los dioses contra unos y otros. La última hora, novedad para el círculo de patriotas y desocupados de la exedra de Onésimo, suponía al emperador de Oriente Valente, a punto de salir en persona, constreñido por el clamor popular, al frente de las fuerzas militares del Imperio, a reprimir la insolencia de los godos y reducirlos otra vez; y al emperador del Occidente Gratiano, desembarazado ya de los alemanes, aprestándose a correr con sus legiones considerables en auxilio de su estulto y mal aconsejado colega y tío. ¿Qué resultaría de ello? ¿Desquite? ¿Catástrofe? Vivir para ver. Valete, adiós.
Y montando de nuevo, se dirigió a la suntuosa puerta de la ciudad que ya cerca se le mostraba.
Capítulo II : En Cauca
Enfilaron cinco jinetes por una calle vetustísima, bordeada de casas de regular apariencia, y desembocaron en una plaza sin soportales, en cuyo centro se alzaba una que debió ser estatua de mármol y no era ya más que un pedrusco informe, en el cual no se distinguían ya ni brazos, ni cabeza, ni pelo, ni manto, ni calzas, ni cosa otra alguna, fuera de dos muslos desnudos llenos de erosiones y desolladuras. Diríase que había sido esculpida en un bloque de hielo, y que cuando estaba a medio derretir se había súbitamente petrificado. Con algún trabajo leíase en el pedestal: «P. Scipioni cos. imp., ob restitutam Caucam ex s. c. bello Numantino.»
Era, como se ve, una estatua histórica. A mediados del siglo II antes del Imperio, sitiada esta ciudad por el procónsul L. Licinio Lúculo, hubo de capitular, admitiendo dentro de sus murallas una guarnición romana; pero aún no bien instalados los legionarios, el malvado general, faltando a la fe jurada, les dio orden de degollar a todos sus habitantes sin distinción de sexo ni de edad. Veinte mil caucenses perecieron en esta espantosa matanza, baldón del nombre romano: sólo algunos, muy pocos, consiguieron huir y ponerse en salvo por las mal guardadas puertas o descolgándose por las murallas, mientras la soldadesca estaba entregada al saqueo. Años después, P. Scipión, que tenía cercada a Numancia, invitó a esos desgraciados a restituirse con toda confianza a su desmantelada ciudad y poner otra vez en cultivo sus tierras; y tal es el hecho que la municipalidad, en el siglo I del Imperio y de la Era cristiana, había querido conmemorar en esta estatua, que veinte generaciones de muchachos, no hallando justificado tal honor, habían maltratado con tan terco y sostenido encarnizamiento, como en señal de protesta contra el Senado y pueblo romano, que ni siquiera procesaron al bárbaro procónsul asesino.
Torció Numisio desde allí a mano derecha, pasó por delante de un templo consagrado en lo antiguo al numen céltico Lugus y ahora a una santa inventada por los cristianos, Santa Paula; dos calles más le condujeron a otra plaza cuadrilonga, muy espaciosa, especie de Foro, circuida de un elegante pórtico, y sobre el pórtico casas de aire señoril, y entre ellas la Consistorial o de la Curia (Ayuntamiento) y las de los dos hermanos Honorio y Theodosio. En el centro de la plaza, bajo una lona de color gris, se acusaba el homenaje de piedra y bronce que la patria del invicto estratega, conde Theodosio, rendía a su memoria e iba a inaugurarse.
Echó pie a tierra Numisio, cruzó el vestíbulo y penetró en espacioso atrio. Recibiéronle con demostraciones de fraternal afecto, como pudieran a un jefe de la familia, Aelia Flaccilla, mujer de Theodosio, la hermana de éste, a la sazón viuda, su tío Eucherio, su cuñado Honorio, con Termantia y Serena, hijas de éste, y una caterva de tíos, sobrinos y afines de ambos cónyuges; Flaccilla y Theodosio, andaban muy atareados, con una legión de servidores, en dar la última mano a los preparativos de la refacción o tente en pie. Theodosio estaba en el viñedo, a un tiro de piedra de la casa, e iba a llegar de un momento a otro. Pero Numisio no tuvo paciencia para aguardar, y pidió licencia a Flaccilla para salir al encuentro de Theodosio; por el camino inspeccionaría de paso la plantación, para apreciar por su aspecto y el grado de su desarrollo lo que podía esperarse de ella.
En buena ley, el arreglador de esta narración debería aprovechar el paréntesis que se abre para hacer la descripción de la casa de Theodosio, tipo helenoromano, sin la cual la crónica queda manca; pero, seguro que habría de causar enfado, la guardo para intercalarla en alguna de las próximas ediciones, aunque no todos los lectores de la presente hayan de agradecérmelo.
La heredad, en cuestión, a donde se encaminaba Numisio, lindaba con el ejido y había sido un tiempo territorio de la vieja gentilidad de los Comenesciquos. En medio de numerosa brigada de rústicos trabajadores estaba el Cincinato del Imperio con su intendente, construyendo muros de sostenimiento en las plantaciones de los dos años anteriores y abriendo hoyos y zanjas para seguir plantando en la primavera próxima, según los cánones de la antigua agricultura cartaginesa transmitidos por Magón y sus discípulos Catón, Varrón, Columela y Poladio, más especialmente. Desde su voluntario destierro a Cauca, la mayor preocupación de Theodosio había sido extender en lo posible el cultivo de huerta y la producción de vino en la localidad, no sólo por lo que a él particularmente interesaba, en su calidad de terrateniente y agricultor, sino como medio de mejorar la condición de las clases pobres, adiestrándolas con el ejemplo y el consejo en un régimen de producción más intensa y variada que el aprendido de sus mayores.
Los sabios de aldea se burlaban del general por su ocurrencia de criar viña en un clima como aquél; pero él se defendía diciendo que no era su pretensión producir en Cauca vino gaditano (de Jerez), ni de la Cosetania, que eso sí sería desatinado, sino vino de Cauca, vino del Duero; y que esto era razonable y no fantasía ni sueño, de arbitrista, lo acreditaba el hecho de que casi todo el vino que bebían los críticos y murmuradores, comprado a los arrieros o a los taberneros de la localidad, procedía de lugares de la cuenca del Duero, no más cálidos ni más abrigados que Cauca. Baccho es extremadamente complaciente y contemporiza con casi todos los climas, lo mismo que el hombre, el perro y el gorrión, según tenía demostrado e iba a demostrar una vez más la experiencia. Los sabios y rentistas de la exedra no sabían qué replicar, pero tampoco daban su brazo a torcer: ¡la viña en competencia con los pinos montanos! Mientras tanto, Theodosio seguía recibiendo carretadas de sarmientos de la parte de Roa (Roa, Peñafiel, Aranda de Duero, Burgo de Osma, etc.), y hasta, por probar, de las faldas del Pirineo, enviados por Numisio.
Toda la economía agraria del general, en lo que hacía a Cauca, se compendiaba en esta fórmula: «Mejor que pinar, los cereales; mejor que centeno o trigo, los prados; mejor que prados, la huerta; mejor que huerta, la viña; mejor que viña, la combinación y simultaneidad de bosque, cereales, legumbre de secano, ganado, huerta y viña.» Numisio aprobaba con la cabeza, mientras examinaba complacido las cepas de la joven plantación y felicitaba a Theodosio por el éxito que prometían el vigor y verdor de los brotes del primero y del segundo año.
Aquella tarde el sol parecía, no diré melancólico, sino triste, y tenía pereza de ponerse, como si tras su despedida no hubiera de volver a salir. Sobre la púrpura y oro que lo ceñían y nimbaban, íbase extendiendo una capa de ceniza gris, mientras los flancos de las montañas se dejaban invadir de las sombras, presa de una mortal languidez, sin mostrar la menor querencia de la luz.
Numisio y Theodosio caminaban del brazo en dirección a la casa, conversando de lo que les embargaba, y era preocupación común: el peligro godo.
Contaba Theodosio en aquella sazón treinta y tres años y tenía de su mujer Aelia Flaccilla un hijo de dos años llamado Arcadio. Como Trajano tres centurias antes, se había formado militando bajo las banderas de su padre.
De estatura prócer, superior al promedio común, exhalábase de su persona aquel aire señorial que los romanos denominaban «prestancia senatorial»; figura arrogante por naturaleza, sin ser solemne ni imponente, infundía respeto tanto como animaba a la familiaridad. Frente despejada y serena, mirada franca, longánimo, liberal, gustaba de ayudar a sus parientes, camaradas y amigos con su consejo y con su fortuna, en lo cual le ayudaba hasta excederle el bueno cuan noble corazón de Flaccilla: su casa parecía de todos, semejante a una institución de beneficencia. Había recibido una educación esmerada: mostraba talento para la música y la poesía; se ejercitaba en la esgrima y el juego de pelota: su estudio favorito era la historia, a la cual dedicaba sus horas de ocio, con la ilusión de inspirar en ella su conducta. Su patriotismo romano, aunque tan desengañado, rayaba en la exaltación. Recto, casto, frugal y, por decirlo de una vez, modelo de todas las virtudes así domésticas como cívicas.
Por desgracia, no era sólo esto. Era de una susceptibilidad anormal, caviloso, irascible, arrebatado, y en sus arrebatos cruel con crueldad ciega, neroniana. Era irresoluto, mudando con frecuencia, de la noche a la mañana, sus más transcendentales determinaciones. Su inconsistencia de carácter le hacía saltar casi sin transición desde la indolencia más apática a la actividad más febril, como en otro orden, oscilaba sin regla entre la iracundia y la clemencia.
¿Estaba satisfecho en Cauca? Quizá no: en algunas miradas sin dirección, en algún reprimido bostezo, creeríasele cansado, empachado de prosa, acaso, acaso nostálgico, como si el papel de Cincinato, para los que no han nacido en él, fuese menos fácil de sostener que lo que había podido pensar él mismo cuando tres años antes lo hubo adoptado. Su actividad inquieta en las cosas de casa y en las innovaciones del campo de aspecto cultural, podía ser señal que delatara el aburrimiento.
Su hermano Honorio era el reverso suyo. Tocante al físico, difícilmente se hallaría en el mundo tipo más vulgar, insignificante y descaracterizado: no le mordía ni aguijoneaba ninguna gran pasión; no sentía, como Theodosio, la nostalgia de las cosas grandes: se reconocía sin aptitudes y no aspiraba a nada. Flemático, no había que temer que muriese de atrabilis; moriría, si acaso, de linfatismo: llevaba una vida quieta y placentera, como la de sus ovejas y de sus bueyes.
No así sus hijas, en especial Serena, que había heredado algo de las cualidades de su abuelo el conde Theodosio, y que ya entonces, en el dintel aún de la adolescencia, divertía con sus gracias, su ingenio y buen sentido las melancolías y mal humor y desarmaba la cólera de su tío Theodosio, el cual acabó por prohijarla. Menos flemático, Eucherio, tío de Theodosio, estaba dispuesto a todo, incluso, decía él bromeando, a ser cónsul y prefecto; el general lo veneraba como un segundo padre.
Aelia Flaccilla, afable, pía, maternal, digna de tal varón por sus virtudes, su talento, su hermosura y lo encumbrado de su alcurnia, tenía por segura la llegada de su padre Antonio, prefecto de las Galias, descendiente de la prosapia de Trajano, a lo que se decía. Para el día siguiente, víspera de las honras fúnebres del Conde y de la inauguración de su estatua, se esperaba el grueso de los invitados.
Efectivamente, unos alrededor del mediodía, otros por la tarde, fueron llegando y alojándose en una u otra de las dos casas de Theodosio y de Honorio, puestas interiormente en comunicación, entre otros personajes, los siguientes:-1.º Procedente de la Galia, Aelio Antonio, a quien acabamos de nombrar, suegro de Theodosio.-2.º Procedente de la Gran Bretaña, reunido en el camino al anterior, Magno Clemente Máximo, compañero de armas de Theodosio en las campañas del padre contra los pictos, ecotos y sajones, ahora comandante general de las tropas romanas acantonadas en dicha isla.-3.º Marco Cynegio, un zaragozano, más letrado que militar, hombre enérgico y de iniciativas, muy adicto a la casa de Theodosio, autor de una historia de las campañas del conde.-4.º Procedente de Asturica Augusta (Astorga), el gobernador civil de la provincia Gallaecia, a que Cauca pertenecía, en compañía del procurator o Delegado de Hacienda.-5.º Procedente de Lucus Augusti (Lugo) el flamen o sacerdos de la provincia, presidente de la Diputación o Asamblea provincial, que había votado y costeado el monumento, y con él una Comisión de legati concilii provinciae (diputados provinciales). -6.º E1 obispo cristiano de Ávila, gran amigo de Theodosio.-7.º El prefecto o comandante de los septimanos seniores, antigua legión VII Gemina, que seguía teniendo su cuartel general en León como en los siglos anteriores desde Galba.-8.º El rhetorico Helpidio, de Astorga, y el presbítero Prisciliano, de Pallantia (Palencia), encargados por la curia o Ayuntamiento de la ciudad, de la laudatio (elogio u oración fúnebre) que había de leerse en el Foro, delante de la estatua, presentes los invitados, la familia de Theodosio, las autoridades y el pueblo.-9.º Varios otros personajes, optimates de la provincia, magistrados y delegados de autoridades y Corporaciones, tales como el defensor civitatis o patrono de la plebe de Segovia, uno de los duumviros (alcaldes) de Clunia, Braga, Lucus Augusti y Septimanca (Simancas); los presidentes de gremios de artesanos que tenían a Theodosio por patrón en Segovia, Clunia (Coruña del Conde), Pallantia (Palencia) y Salmantica (Salamanca), y cuyas téseras en bronce se exhibían suspendidas en el atrio de la casa, los tribunos de las cohortes que guarnecían a Brigantium y Juliobriga (¿?), etc.-10.º Numisio Pomponio había ya llegado la antevíspera, según hemos visto. Numisio y Magno Máximo se saludaron muy ceremoniosamente, aunque habían combatido juntos en Bretaña y convivido en unos mismos campamentos varios anos, a las órdenes de un mismo general. Caracteres contrarios, Numisio todo franqueza y desinterés, Máximo, oblicuo, envidioso, fanático con su cuenta y razón, impulsivo, atacado de megalomanía, no habían podido nunca simpatizar; más aún, Numisio, a quien repugnaban, sobre todo, su hipocresía, su obsesión de los honores y su desapoderada ambición, había mirado siempre a su colega con prevención.
El padre de Máximo había sido un burgués acomodado, que quiso improvisarse millonario con las minas de diversos metales del Guadarrama; saliéronle fallidos los cálculos, y, arruinado, tuvo que acogerse a la clientela de la casa del conde Theodosio. Tal fue la ocasión de que su hijo Magno Máximo acompañara en todas sus andanzas, últimamente en las campañas de la Gran Bretaña, al insigne guerrero e hiciera rápidamente carrera protegido por él, al par de Theodosio el joven, de quien había venido a ser compañero de armas y casi hermano, escalando con él las más altas dignidades de la milicia. Ahora era él el jefe de las legiones que guarnecían la Gran Bretaña, y venía a España con objeto de visitar en Otero Ferraria a su madre viuda, a quien quería y mantenía, y dar fe de presencia en el aniversario de su protector.
A media tarde, las calles de Cauca presentaban un cuadro de gran animación, recorridas por enjambres de aldeanos y forasteros endomingados, que habían acudido al cebo de la fiesta y al calor de los parientes, y cuyo número se acrecentaba por momentos. La chiquillería se apiñaba y mariposeaba en derredor de los tamboriles, cymbalos y clarines, que recorrían las principales arterias de la ciudad preludiando con sus acordes alternativamente, ora fúnebres, ora triunfales, la festividad del siguiente día.
Con grandes precauciones, para no atropellar al gentío, pasó la diligencia de la posta imperial. Mientras mudaban el tiro en la mansio, un viajero se alongó hasta la casa de Theodosio, con objeto de entregar unos pliegos destinados al general. Dos de ellos, venían desde Andrinópolis, ciudad de Thracia y su segunda capital: eran cartas de oficiales que habían servido a sus órdenes en la Moesia y que solían darle cuenta de los sucesos más salientes, así políticos como militares, acaecidos en Oriente.
Abrió Theodosio una de las cartas, cuya letra le era bien conocida, y no bien hubo medio leído, devorado más bien, las primeras líneas, lanzó un grito desgarrador, penetrante, de dolor y angustia, semejante a rugido de león herido, poniendo en alarma a toda la casa. Interrogáronle los intrigados huéspedes, la aterrada Flaccilla, pero en vano: estaba demudado, lívido; los sollozos le ahogaban, impidiéndole articular una sola palabra. Les alargó las cartas y el extracto del Diario o Gaceta oficial (Acta Diurna).
Gratiano, decían, ya en camino para Oriente, había despachado desde Sirmium un correo para Valente (que se hallaba en Adrianópolis), rogándole que le aguardase, que no empeñara ninguna acción a fin de asegurar el triunfo combatiendo a los godos con las fuerzas reunidas de los dos Imperios. Valente, que quería toda la gloria para sí, desatendió la prudente recomendación y consejo de su sobrino, y contra el voto de sus generales, marchó al encuentro de las hordas de Fritigern, Alathens y Saphrax, acampadas a corta distancia de Adrianópolis. El desenlace había sido el desastre militar más grande que habían sufrido las armas romanas en quinientos cincuenta años, desde los días de Aníbal: 40.000 soldados tendidos en el campo de batalla, con 35 tribunos, dos generales, dos ministros: de Valente, el emperador, herido de flecha y abrasado vivo en el incendio de una alquería, ni siquiera se había encontrado el cadáver para darle sepultura. ¡Sólo una tercera parte del ejército había capado a la matanza! Los vencedores, ensoberbecidos por tan estupendo triunfo, se dirigían a marchas forzadas sobre Constantinopla, con propósito de expugnarla y cortar de un golpe la cabeza del Imperio, asolando de paso la Thracia, caída en su poder.
El patriotismo exaltado de Theodosio hízole suspender por tiempo indefinido las honras fúnebres del conde y la inauguración del monumento conmemorativo, y cuanto con uno y otro se relacionaba. Inmediatamente él, su familia y sus cognaciones se vistieron de luto; la estatua del padre fue cubierta de paño negro. Los consternados huéspedes hicieron otro tanto, poniéndose el traje que habían llevado para la solemnidad funeral. El señorío y los decuriones de la ciudad hicieron irrupción en la casa de Theodosio. Todo en ellos eran duelos y confusión.
Inmediatamente se procedió a la recogida del material. Las imagines de los antepasados, bustos de cera y medallones o clypeos de metal, volvieron a sus armaria del atrio (nichos u hornacinas, capillas), donde formaban un como cuadro genealógico de la familia, lo mismo que los trajes e insignias correspondientes a las dignidades que obtuvieron, a las magistraturas que desempeñaron y con las cuales habían de ser representados en la «pompa»; colgáronse otra vez en sus puestos las banderas y demás trofeos ganados al enemigo en Bretaña y en África; depositáronse en la pinacotheca, encima de uno de los dos peristylos, la efigie yacente del glorioso muerto, que había de ser conducida en la carroza fúnebre, las numerosas torrecillas de madera pintada que figuraban las ciudades y tribus sometidas por él, junto con las coronas que le habían sido discernidas, los haces de los lictores, etcétera; cubriéronse con tapices las pinturas murales que figuraban escenas de las campañas del conde y adornaban las paredes de los pórticos del peristilo; fue izada al solarium o azotea de la fachada, de donde había sido desmontada el día antes la primorosa reducción al 15 por 100 de la columna Trajano, de Roma, labrada de bronce y de marfil, espléndido regalo de boda de Theodosio el joven a Flaccilla; los coros de cantores y cantoras se volvieron al cuerpo las naenias épicas que tenían preparadas para la fúnebre «pompa»; disolviéronse las bandas de músicos con sus tubae, sus cornua y sus tibiae; el personal allegado de diversas procedencias para la gran cacería de potros silvestres, ciervos, rebezos y jabalíes por las selvas y parameras de la comarca con que Theodosio pensaba obsequiar a sus huéspedes, tuvo que dispersarse con sus jaurías; las carretadas de flores, los montones de ramas de ciprés y de pino, quedaron obstruyendo y embalsamando los patios o corrales posteriores que formaban como una casa de labor intramuros pegada a la mansión señorial y en comunicación con ella...
Los muchachos y la plebítula de Cauca, que no entendían de Godos y para quienes Andrinópolis sonaba a cosa de otro mundo, estaban inconsolables al verse de tal modo defraudados y desvanecida una solemnidad nunca vista en aquellas regiones, que iba a romper la monotonía de una vida vegetativa, sin accidentes y proveer de motivos ideales a su imaginación y a su memoria para varios años; y faltó poco para que hicieran con la inédita estatua del héroe lo que habían hecho con la de Scipión, prendiendo luego al paño que la cubría, y arremetiendo con ella a pedradas o derribándola del pedestal. Los aldeanos forasteros habrían hecho una de Lúculo, entregando a las llamas no la estatua, sino a la ciudad, en pena de su informalidad.
El hecho no tiene por qué extrañarnos. Lo extraño es que fuese un intelectual quien diera la nota cómica. El cronista se refiere a Helpidio. Se hallaba éste tan enamorado de la invención y aparato de su laudatio, que no la cambiara por el panegírico de César, obra de Cicerón, ni por el de Trajano, obra de Plinio, ni por la de Tácito en honor de Virginius Rufas (Plinio, España Sagrada, tomo II, 1, 5); como que cifraba en ellas grandes esperanzas. Paso a paso seguía el orador oficial los fastos y vicisitudes de la ciudad a través de los siglos, y los comparaba con las gestas del conde su hijo, encontrando en aquéllas y éstas el más perfecto paralelismo, siendo, verbigracia, cierto ministro del emperador (evitaba pronunciar su nombre, como el del emperador mismo) segando la noble y provechosa vida al debelador de Bretaña, verdadero padre de la patria, al insigne estratega (conde Theodosio), cuya prudencia y cuyo valor habían restablecido la paz y buen orden en África, porque le hicieran sombra sus talentos, su probidad, su gloria y su fortuna, -lo que quinientos veintisiete años antes había sido el bárbaro procónsul Lúculo respecto de Cauca, apoderándose de la ciudad a traición y degollando contra la fe jurada a su vecindario. En ese golpe fatal con que el adverso hado de España, a distancia de más de cinco siglos, había herido a la madre y al hijo, veía él algo transcendente que habría de marcarlos con el sello de la inmortalidad. La urbs no era ya urbs, sino orbis ; y de igual modo que Publio Scipión restauró a Cauca, un nuevo Scipión habría de venir que restauraría el Imperio, como no fuera que estuviese decretado en los designios de la divinidad (evitaba concretar entre Jove, Pantheo y Cristo, y hasta huía de adjetivar) el castigo de aquellos dos crímenes con la total ruina y extinción de la ingente obra, que creíamos eterna, de Rómulo, Augusto y Constantino.
Al volver Helpidio de su largo paseo con Egnatius, que había intimado con él porque le llevaba el humor, se encontró con la fatal nueva. En un principio, se resistió a dar crédito a lo del aplazamiento; cuando vio que iba de veras, pensó no volver del paroxismo, y a no ser el buen sentido de Prisciliano y de Egnatius, que lo contuvieron, habría tomado el incidente como una ofensa personal, ora de parte de Valente, de Fritigern o de Theodosio. La mano de algún envidioso rival había de andar en eso de los Godos. ¡Una laudatio como aquella quedarse inédita! No podía ser, no podía ser, a menos que el eje de la tierra se hubiese salido de sus polos. Y era que él no veía el mundo y la historia humana más que a través de su personal grandeza y de aquella su ampulosa obra maestra. Y cuando Prisciliano le convenció haciéndole ver que todo en el mundo es contingente, y todo por tanto posible, y que la contingencia de autos no tenía ya arreglo, al menos en lo humano, se dejó llevar del enojo y del despecho en tanto extremo, que sin más deliberación, sin más trámites, tomó el camino de vuelta, dejando a Prisciliano al cuidado de despedirlo.
Theodosio, que no había pegado los ojos en toda la noche, amaneció con fiebre lo bastante alta para alarmar a Flaccilla y poner en cuidado al médico de la municipalidad. Pero hay días y días, y aquél no lo era para estar enfermo.
Poco antes del mediodía, desempedrando las calles, atropellando al gentío, un correo imperial (¿tabellarius diplomarius?) atravesó la ciudad como un torbellino, llevando un despacho del emperador Gratiano para Theodosio. El caballo cayó a la puerta reventado; el correo tuvo que ponerse en cama; sus compañeros de comisión habían quedado desmontados y enfermos, el uno en Pintia, el otro en una mutatio (estación de relevo) próxima a Septimanca; tanto habían forzado las carreras desde Tarragona. Theodosio quiso reprimir su curiosidad, pero no pudo: después de breve titubeo, cortó el vinculum de seda del pliego y se puso a leer.
Era un ardoroso llamamiento de Gratiano a los sentimientos patrióticos de Theodosio, para que acorriese al Imperio. Le ofrecía el mando superior del ejército y reprimiendo, atajando con él, luego de restablecido el torrente de la irrupción.
Después de un relato sobrio de los hechos y de la situación, que ya Theodosio conocía desde el día antes, decía: «Parece que hemos vuelto al siglo VI de Roma; que las feroces huestes de Aníbal han resucitado, sin más que llamarse ya no perros, sino godos. Nuestras armas han tenido su Tesino, su Trebia y su Trasimeno: estamos avocados a otro Cannas, de que ya el orbe romano no volvería a levantarse. Un millón de bárbaros, ebrios de sangre, corren al asalto de la capital de Oriente (Constantinopla), por más próxima, para luego ir a expugnar la metrópoli de Occidente (Roma), y devastar y asolar Italia, las Galias, Bretaña, España, como ahora la Thracia, Tesalia, Macedonia... Son turbonadas de fieras sanguinarias, langosta humana que avanza, sierpes que en cada uno de sus seres devora y arrasa una o más ciudades y distritos. Diríase que ha sonado la última hora de los dos imperios. Si todavía tengo fe en la eternidad de Roma, es porque tengo fe en Theodosio. Mira si doy precio a tu concurso y si eres o no libre de aceptar.
«La gloria mayor de Nerva fue sacar de España y dar al Imperio un Trajano glorioso, restaurador de la patria. No la gloria mayor, sino la única, de mi reinado quiero que sea dar al mundo heleno-romano otro nuevo esforzado Trajano, sacado también de España, que restaure el ejército y con él las glorias empañadas del Imperio y sea, conditor alter, segundo fundador.
«No soy yo sólo quien, en voz de la patria, te imploro; también el Cielo te llama. Tu padre ha sido vengado: en la espantable catástrofe, el triste emperador, que fue con Maximino la causa de su muerte, ha perecido.
«De haber tu padre vivido, no habría desastre de Andrinópolis, y Valente viviría también. Descuelga ahora la espada del gran estratega, cuya prudencia y cuyo denuedo restablecieron la paz y buen orden en Bretaña y África, y ocupa su puesto: como triunfaste de los Sármatos y de los Pictos, triunfarás ahora de los Godos, y Roma volverá a respirar.
«Conociendo como conozco tu humanidad, tu espíritu de sacrificio y tu civismo sin igual, me lisonjeo con la seguridad de que no querrás ser menos que Cincinato, menos que Camilo; y quedo esperando en Sirmium tu aviso para salir al encuentro de tu nave en Thesalónica. Es preciso, es urgentísimo.- Vale.»
Theodosio quedó como aturdido e inerte. La calentura había instantáneamente remitido. Poco a poco fue volviendo de su estupor y llamó a consejo a los más caracterizados de sus huéspedes, que aguardaban el desenlace de la crisis para despedirse.
Cuando Theodosio les leyó la carta de Gratiano, Magno Máximo se puso lívido, y tuvo que hacerse gran violencia para disimular su rabia y su despecho. Su ansia de notoriedad y de supremacía, su apetito de realeza, que era su enfermedad, se exacerbó y encendió más con aquel golpe de fortuna de su secreto rival y con aquella gran injusticia de Gratiano, que se había acordado de Theodosio en vez de pensar en él, y dijo casi balbuceando:
-Nos consultas la respuesta que te cumple dar a la demanda epistolar de Gratiano, y lo siento por ti, pues ya tu propia dignidad y el amor filial deberían habértela dictado. Tu padre había salvado al Imperio en la Gran Bretaña, en trance ya de hacerse independiente y presa de los sajones; lo había salvado en África, a punto de sacudir con Firmus el yugo de Roma, y bastó una miserable intriguilla de Palacio para sacrificar al invicto estratega, haciendo rodar en el cadalso la noble cabeza que tantos laureles había acumulado sobre sí. ¡Y ahora, su hijo osaría vender tan caras memorias y tan veneranda causa a precio de un empleo, acudiendo al reclamo de un emperador que pretende sacudirse la culpa echando el muerto al muerto!. ¡Oh! no; Theodosio no puede ya decorosamente salir de sus posesiones de Cauca: todo lo que su magnanimidad puede hacer en obsequio del Imperio y del emperador, es mirarlos con neutralidad, permanecer extraño a ellos, no pensar en devolverles el mal que de ellos ha recibido...
En este punto tomó la palabra Numisio, que se sabía de memoria a Máximo, y dijo con retintín:
-El querido Máximo, nuestro hermano de armas, se toma por ti, por tu suerte, por tu comodidad, un interés cual no te lo mereces, y es de justicia que se lo agradezcas. Pero yo miro más al deber moral y a la causa pública que al bienestar de los tuyos y a tu personal sosiego, y no quiero, como Máximo, confinarte de por vida en Cauca y levantar entre tú y Roma, a modo de una doble muralla de bronce, el agravio y la venganza. Me acuerdo de M. Furio Camilo, el Aquiles de la República, en aquel épico sitio de Veyes, la Troya etrusca, tan lleno de prodigios, incluso intervenciones de los dioses, que resistió diez años a los sitiadores, y cuyo dichoso remate valió a Roma la hegemonía y casi el vasallaje de los treinta pueblos de la Italia central y quedar libre para siempre de todo temor por parte de Sabinos, Equos, Etruscos y Volscos. El pueblo, celoso y desagradecido, acusó ligeramente a Camilo de concusionario y lo desterró a Ardea. En el mismo año, los Galos entraron en Roma, degollaron a la población, incendiaron el caserío y acamparon siete meses en medio de las ruinas. Sólo Camilo podía restaurar la personalidad de Roma y ponerla a cubierto de mayores males; mas para aceptar otra vez la dictadura, tenía que perdonar el agravio recibido ¡Camilo perdonó! Había que escarmentar y reprimir al vencedor, había que rehacerlo todo; y esa fue la obra del gran estadista. Una nueva ciudad surgió de las cenizas de la antigua: Camilo fue proclamado segundo fundador de Roma.
Si Theodosio necesitara de ejemplos, ese sería el modelo a que habría de mirar para sobreponerse a la memoria de lo pasado y acudir, en esta hora de tribulación, al grito de angustia de la patria. Ardea es Cauca; Brenno es Fritigern; Camilo, Theodosio.
-No, no; Ardea no es Cauca: Ardea es el patíbulo de Carthago. Camilo pudo perdonar, porque era él mismo el ofendido. Pero aquí el ofendido es otro, y el caso varía. Tendría que ser nuestro mismo esclarecido maestro y mártir estratega quien hablara. Preguntarás, ¿de qué manera? Nada más sencillo: la receta la ha registrado Silio Itálico en su poema de las Guerras Púnicas y la había puesto en práctica con entero éxito Publio Cornelio Scipión, evocando las figuras de su padre y de su tío muertos en España y poniéndose en comunicación con ellos. Va Theodosio a Cumas, sacrifica a los manes del conde, al romper el alba, una manada de ovejas de color negro, agregando vino y miel, y luego que en la entrada del reino de Styx aparezca la augusta sombra, evocada por la sibyla, le presenta el mensaje de Gratiano y acto seguido le pregunta si debe aceptar o rechazar. Que el conde Theodosio autoriza a su hijo para aceptar... Pues con su pan se lo coma, y yo seré el primero a quien parezca bien el que Theodosio se arrepienta de su voluntario destierro y se restituya a la corte y al ejército. Pero no siendo así, ¿cómo me haría yo cómplice de un acto que considero de infidelidad al padre, al maestro y al bienhechor?
Los circunstantes, que no estaban en antecedentes, se mostraban maravillados de tales extraños conceptos; no así Numisio, quien veía claramente a través de ellas un ataque de amarguísimos celos, que había tomado cuerpo en un ataque de bilis y no le permitía reprimir los sarcasmos que se desbordaban en su alma enferma.
-En serio, repuso Numisio, bromas a un lado de buen o mal gusto, y guardando el debido respeto al vivo y la reverencia debida al muerto (un relámpago de ira cruzó por los ojos de Máximo, mientras se apretaba con ambas manos la boca del estómago), quedamos en que, Theodosio cristiano no ha de mostrar menos grandeza de alma que Camilo gentil -ya lo sugiere Gratiano-, y que despachará inmediatamente un correo a Sirmium manifestando al emperador que agradece de todo corazón su demanda, el haber puesto su confianza en él, y se hace un deber el no defraudarla, ante la magnitud y la calidad de la catástrofe, anunciándole que va a ponerse inmediatamente en camino...
Y añadió, volviéndose a Theodosio:
-Tu misión no puede ser más sencilla ni tampoco más difícil ni más propia de tu gran corazón. No tienes que ir lejos en busca de escuela, que la posees en tu propia casa: lo que tu padre hizo con una provincia, eso debes hacer tú con muchas: arrancarlas de manos del enemigo, pacificarlas y reconstituirlas; restablecer y afianzar la dominación romana; reprimir las devastadoras correrías de los bárbaros y rechazarlos al otro lado de las fronteras; proteger éstas con líneas sólidas de guarniciones avanzadas; establecer campos atrincherados; reedificar las ciudades asoladas. Esto es lo que tu padre hizo (Amm. Marcel.: lib. XXVI, cap. VIII; lib. XXVIII, capítulo III); de qué modo tú lo viste, lo vio Máximo, lo he visto yo, y aquí tienes sus informes en tus archivos.
Nada replicó Máximo, que estaba en lo más fuerte de su ataque bilioso y aguardaba impaciente que el Consejo acabase para retirarse a su habitación y meterse en la cama.-Cynegio abogó elocuentemente y en los términos más calurosos y sensatos a favor de la solución que había formulado Numisio. Eucherio votó con Cynegio y Numisio, suscribiendo todos sus razonamientos. Los que eran funcionarios y autoridades hicieron equilibrios, huyendo de comprometer su juicio por lo que pudiera tronar. En cuanto a Honorio, declaró valerosamente y con la más loable franqueza que él no opinaba ni sería bien que opinase.
El obispo abulense y el flamen provincial estuvieron sumamente prudentes, excesivamente prudentes, declarando a una que la causa de tan repetidos mortales desastres era el descreimiento y que el remedio estaba en desagraviar a la Divinidad... Y cuando Numisio les objetó que si la causa era de orden transcendente, y en ello andaba la mano de Dios o de los Dioses, habría que enviar a Oriente, no al general reclamado por Gratiano, sino a uno de ellos dos, el flamen o el obispo, o los dos, para que embistieran al enemigo armados de sus respectivos hisopos en cuenta de espadas y su disciplina eclesiástica en cuenta de disciplina militar, se contentaron con sonreírse, encerrándose en un discreto silencio. Volvió a la carga Numisio, llamándoles a la cuestión, interrogándoles directamente sobre lo que era objeto de la consulta; pero ni aún así picaron: sólo el obispo abrió la boca para recitar un famoso epigrama del poeta Floro a su amigo el emperador Adriano, que éste correspondió con otra estrofa cuaternaria del mismo metro popular, recogida por Spartiano (Hist. August. scriptores sex, ed. de Oasaubon, 1603, Ael. Spart. Adrianus Caesar, pág. 11):
Nadie le había preguntado si quería ser César emperador y afrontar las heladas escarchas del país de los scytas, alias godos, ni si debía quererlo Theodosio. Numisio renunció a apurarles más.
No podría el cronista asegurar que Theodosio hubiese oído cuanto se habló, que se hubiese hecho cargo de todo el debate: tan reconcentrado estuvo las dos horas que duró el Consejo.
Cuando éste hubo terminado, Theodosio se encerró en su oratorio, especie de Larario cristiano que había sustituido al de los penates. Rendido de sueño, no bien había empezado a orar, con más fervor que de costumbre, pidiendo luces al cielo, se quedó dormido. Llámela el lector como guste, cristiana o pagana, pero fue una verdadera incubatio. Dos astros de primera magnitud, uno su padre, el héroe del Imperio, y del brazo con él Camilo, el héroe de la República, se le aparecieron resplandecientes de luz, severo y casi hosco el semblante, y le hablaron en un lenguaje que él lo oyó distintamente, reconviniéndole porque había dudado, al extremo, de abrir un juicio contradictorio entre sus amigos haciéndole ver como él se debía a Roma y al orbe romano; ordenándole que sin demora dejara las ociosas plumas en que se consumía y acudiese al llamamiento de Gratiano para combatir a los enemigos de ambos Imperios, animándole y confortándole para que no desmayase ante los muchos obstáculos y contrariedades que se le opondrían, e iluminándole sobre los medios que habría de poner en ejecución para superarlos. ¿Qué es eso de temblar ante reveses de un día, un Imperio de tan formidable base, forjado por los siglos? ¿Es que no quedan, intactas aún, las yeguadas de España y de Capadocia? ¿Es que no hay ya cien millones de habitantes para reclutar nuevos cuerpos de ejército? ¿Es que han perecido los treinta y cuatro arsenales del Imperio, con sus inagotables depósitos de armas para equiparlos? ¿Es que los godos han cortado cien millones de brazos y no hay quien dispare esos dardos, quien esgrima esas espadas? ¿Es que se ha tragado la tierra todos los Camilos y Fabios enfrente del nuevo Aníbal, Breno; todos los Theodosios enfrente l, del nuevo Firmus? ¿Es que no hay más Roma que la que estaba en la llanura de Adrianópolis? ¿Se ha concluido el mundo, el mundo romano? Deja las ociosas plumas y acude al llamamiento de Gratiano para combatir a los enemigos de ambos imperios. Te debes a Roma y al orbe romano.
En este punto Theodosio sintió un roce suave en las mejillas, un aliento cálido en la frente, y la visión se desvaneció.
Todavía siguió largo rato durmiendo, con un sueño profundo, reparador y sedante, de que tenía gran necesidad.
Mientras esto sucedía, Numisio andaba de cabeza por causa de un pobre forastero, víctima del más desalmado caciquismo.
Salía de la casa, cerca ya del atardecer, con objeto de echar un vistazo al informe montón de piedra que fue castillo de frontera de los vacceos, en la confluencia de los ríos Voltoya y Eresma, cuando acertó a ver una jauría suelta de muchachones, y aún hombres hechos, que corrían y voceaban persiguiendo con saña como a enemigo público, a un hombre de sórdido aspecto, mal cubierto de harapos, que se tambaleaba como desfallecido o como ebrio. Habían venido pisándole los talones desde fuera de la población dos sabuesos bien mantenidos, diestros en cazar siervos cimarrones (fugitivi), con la casi seguridad de atraparlo a la entrada de Cauca; pero él se había defendido blandiendo fieramente su cayada mientras se internaba en la ciudad. Pronto la chusma de desocupados de la calle se unió a los perseguidores, al apellido de «¡siervo fugitivo!», y una lluvia de piedras cayó sobre el cuitado, que había agotado sus últimas fuerzas y no podía ya tenerse de pie; y en la faja empedrada que orlaba los pórticos del Foro resbaló y cayó desvanecido como pudiera un cuerpo muerto.
El generoso Numisio, a quien ofendía el menor acto de crueldad, sobre todo en daño de desvalidos, y que además estaba en una mala hora con lo de Oriente y con lo de Magno Máximo, embistió furioso a la turba con la misma cayada del cimarrón, mendigo o lo que fuese; descalabró a unos, puso a los demás en dispersión; al más terco y audaz, que acababa de darle con un guijarro en un costado, le arrojó la cayada con tal rabia, que alcanzándole le fracturó un brazo. En seguida levantó al perseguido, acomodólo sobre sus espaldas, y con tal carga entró en casa de Theodosio; en un instante lo despojó del sucio y despedazado vestido, le vistió su propia camisa, lo acostó en su lecho, hízole llevar alimento, le curó una herida y varias contusiones, sin acordarse de la suya, dispuso un baño portátil, hizo llamar al médico y dirigió al infeliz palabras de consuelo, prometiéndole albergue cómodo y protección en una de sus posesiones.
Tuvo Numisio la delicadeza de no preguntar nada a su protegido, pero habló éste y en términos tales que le dejaron horrorizado, más que antes lo de Andrinópolis. He aquí lo que refirió, haciendo grandes pausas, el enfermo:
Me llamo Pacieco; soy y no soy siervo, soy y no soy fugitivo; soy un campesino víctima del tirano de mi lugar. Se halla éste a menos de una jornada de aquí, en tierra de vacceos, y lleva por nombre, poco apropiado por cierto, La Mota. Vino a vivir a él un magnate de muchas campanillas y bien relacionado, así en la capital de la provincia como en Milán. Con sus tropelías e infamias, incontables o inenarrables, en que magistrados y agentes de la Administración pública le ayudaban con tanta decisión y empeño como si fuese virtud, Epasto, que así se llama el potentado, obligó a la villa a sometérsele, mediante un «contrato de tutela», en que él se obligaba a dispensarles su protección, garantizando la libertad personal al vecindario y las tierras que todavía le quedaban a cambio de un tributo anual que habían de pagarle y que efectivamente le pagaban, con más puntualidad que el suyo al Fisco. Pero el codicioso patrono había acabado por quererlo todo: los campos tributarios de sus clientes se los fue apropiando, y a los clientes mismos los fue avasallando y cobrándoles la mitad de los frutos, hasta que, por fin, los declaró adscripticios suyos, obligándoles a trabajar para él, incapacitándoles para abandonar la tierra y trasladarse a otros lugares y amenazándoles con la verberación y el ergástulo si lo intentaban.
En este caso se encontraba el padre de Pacieco, morador antiguo de La Mota.
Él, el hijo, había casado en uno de los vicos o aldeas de la villa, que tenían propia personalidad, que no habían aceptado la protección y habían resistido el vasallaje y la adscripción. Por lo cual Epasto había adoptado otros sistemas, tales como el de la obnoxatio, para llegar al mismo resultado. Y en este caso se hallaba él, Pacieco el joven. Para pagar una deuda apremiante de su padre, se había vendido a si propio, haciéndose esclavo de Epasto (por vía de obnoxatio) en precio de 12 sólidos (sueldos de oro, menos de 200 pesetas). Es sabido que esta clase de contratos lleva consigo el pacto de retro. Pues bien, cuando al cabo de tres años, verdaderos años de sacrificios, mi madre fue a rescatarme, devolviendo a Epasto el precio con las creces de costumbre, que son un 20 por 100, se negó a recibirlo y a soltarme, y como mi padre protestase con la viveza que es de suponer, llamó a sus sayones, y le conminó con sus cueros si volvía a chistar.
Entonces decidimos abandonar el pueblo los dos, y a tal efecto, enviamos ocultamente por delante a nuestras familias, por caminos extraviados, y al día siguiente las seguimos nosotros a campo traviesa, en dirección a Segovia, Complutum y Caesaraugusta, con la esperanza de despistar al infame tirano de La Mota y ponernos fuera del alcance de las autoridades galaicas, que habían acogido nuestras reclamaciones con un encogimiento de hombros. Para abreviar, nuestro intento fracasó. Para mejor asegurar el éxito, mi padre y yo nos habíamos separado, dándonos cita en Segovia. Por desgracia, nuestra marcha se descubrió a poco de salir, y las gentes de Epasto emprendieron contra nosotros un ojeo implacable. Hace de esto ocho días; ocho días que me van a los alcances, pasando y repasando campos, bosques, ríos, montes: tres llevo sin comer más que hierbas: uno me decidí a pedir pan de limosna a un levita en Ahusin, y me regañó diciéndome que padecía la culpa de mi falta de fe, por no abandonarme a la Providencia, como los lirios y como los pájaros, y a título de mendigo válido y haragán, me negó todo socorro. Lo que ha sido de nuestras familias, en absoluto lo ignoro. De mi padre, ¡ay mísero!, no supe hasta ayer, y ¡ojalá no hubiera sabido!: al segundo día de nuestra partida había sido descubierto, ligado con manillas de hierro arrastrado a La Mota: Epasto lo condenó a la última pena, y mi padre fue verberado con plomos hasta expirar.
Pacieco rompió a llorar: Numisio levantó los puños al cielo y lloró también, sin hallar para el triste un consuelo que él habría necesitado para sí.
Entonces -así acabó su relación el de La Mota- me decidí a jugar el todo por el todo y me encaminé a Cauca, no porque aquí estuviese el gobernador, sino porque aquí estaba Theodosio y, a lo que me dijeron, el prefecto del Pretorio: y... ya lo has visto: a pesar de hallarse aquí el prefecto del Pretorio, y el gobernador y Theodosio, los satélites de Epasto han osado penetrar en Cauca y azuzar contra mí, como si yo fuera un enemigo del Imperio, al populacho. No sé quién me ha sacado de sus garras, quién me ha hecho la caridad de compadecerme: alguna divinidad ha debido ser...
Numisio no había advertido que Antonio, Theodosio, Cynegio y el Gobernador estaban allí y habían oído la espeluznante historia contada por Pacieco. Al verlos, su carácter recto, justo y humano (compatissant aut pauvres) se sublevó y estuvo a punto de agredirles; pero tuvo aún bastante fuerza de voluntad para reprimir su indignación, limitándose a desahogar las hieles que le ahogaban, a derramar la amargura de su corazón con estas impías razones, sin importarle que lastimasen los sentimientos piadosos de algunos de los presentes:
-Verdaderamente no carecía de alguna razón el levita de Ahusin: a estos míseros les habría traído más cuenta nacer jilguerillos del aire, o florecillas del campo, o lirios del valle, porque entonces el Padre celestial se habría cuidado de sembrar y segar, de hilar y tejer para ellos; mientras que, nacidos hombres, predilectos hijos de Dios, imagen y semejanza suya, el Padre celestial ha podido tratarlos con franqueza como de la familia, distraerse y olvidarse de ellos, no haciendo cuenta con la poética y alegre promesa del Salvador en el discurso de la Montaña, y dejar que se muriesen solos, de injusticia, de desvalimiento y de hambre.
Cynegio, escandalizado, quería encauzar el incidente dándole un giro «sensato», y se apresuró a mudar el registro, y salió por Institutos y Digestos, seguramente porque no conocía a Numisio y no había caído en que no estaba la Magdalena para tafetanes.
-No sé cómo ha podido ser eso; los contratos de tutela son legalmente nulos desde los días de Nuestro Señor Constancio, emperador; y aunque fuesen en principio válidos, lo serían a condición de que no degenerasen, como fatalmente degeneran, en contratos de esclavitud. Por lo que respecta al secuestro y homicidio cometido en la persona de...
No le dejó concluir Numisio, el cual, aflojando ya un poco el freno de su irritación, interrumpió diciendo:
-No, si leyes no faltan: lo que falta es vergüenza, vergüenza del oficio para cumplirlas y hacerlas cumplir; lo que falta es más sangre y menos tinta en el corazón, para que sea una verdad, y no una vana palabrería, aquella regla universal de conducta que el Evangelista ha proclamado después de Pythágoras, Aristóteles, etc.: «Lo que no quieras para ti, no lo hagas a los demás»; lo que falta es facultad de indignarse ante la injusticia hecha a los demás, tomándola como propia; lo que falta es menos religión en los labios y más religión en las acciones; lo que falta son gobernadores, son prefectos del Pretorio, son emperadores, son obispos, son ministros celosos de su oficio, cumplidores de su deber, que se ganen lo que gozan y lo que comen; lo que falta son patricios que además de patricios sean hombres, y, que en vez de leyes, pura charranería, hagan tripas, coraje, puños, alma, que nada de eso tenéis, y por eso va el mundo como va. Si tuvierais arrestos ante el caso, cuando el caso se presenta, para reprimirlo y reducirlo a su ley, a su tipo, no habría Paciecos víctimas ni Epastos tiranos...
Theodosio, que había oído hablar más de una vez de las innobles proezas de Epasto y veía un conflicto en perspectiva, si no se esforzaba por conjurar una explosión de cólera de Numisio, muy de temer en esta ocasión, porque se hallaba en terreno firme, intentó amansarlo:
-Numisio tiene entera razón: hay que proveer y se proveerá...
Pero Numisio estaba intratable y tampoco le dejó concluir.
-¡Ah!, sí; se proveerá... Pero ninguno de vosotros tiene derecho a decir que se proveerá, sino que se ha provisto. Lo que no hubo voluntad de hacer ayer, tampoco se hará mañana. Y ahí tenéis la raíz del Andrinópolis presente y de los que están por venir. Por lo cual digo que el secuestro y muerte de Pacieco son cosa más grave que la derrota y muerte de Valente. Los malhechores como Epasto, y se cuentan por cientos, al decir vuestro, son más godos que los godos, y urge más descastarlos del país vacceo que de la Thracia. ¿Con que se proveerá, eh? Allá a la vuelta de Oriente, dentro de doce o quince años, o recomendando a Milán una nueva ley que confirme y recuerde la que dice Cynegio que no se ha cumplido, o lo que es igual, que mande restituir a los expoliados su libertad y su tierra con el mismo éxito con que la ley confirmada dispuso que no se diese lugar al despojo... Basta ya de facetias y de burlas; y tú, Theodosio, no pienses en ir a Oriente a restablecer el honor y la fortuna de Roma, dejando a la espalda tal oprobio.
-Se hará tu voluntad, quiero decir, lo que disponga la ley y sea de razón: los culpables recibirán el condigno castigo; pero, por Cristo vivo, ten calma, hombre feroz, deja una vez de ser exagerado, da tiempo al tiempo... Así habló Theodosio.
-Se pondrá orden en esto -apoyó el gobernador, a quien no llegaba la camisa al cuerpo-: se abrirá una información, se instruirá un proceso, todo con carácter de urgencia y criterio de rigor...
Numisio votó, y aflojando otro poco más el freno, repuso:
-Bien dicen que de lo contado come el lobo y anda gordo. Contemporizando, encogiéndose de hombros ante el mal ajeno, instruyendo expedientes y dando tiempo al tiempo, el mundo romano ha agotado sus energías morales y retrogradado a la edad del salvajismo, sin recobrar siquiera las virtudes del salvaje. ¡Cuatro siglos de Imperio, cuatro siglos de cristianismo, y son posibles aún tales monstruosidades! Pero ya no me extraña, después de oíros lo que os oigo decir. Tiene al frente la provincia un presidente o gobernador civil; sobre el gobernador un vicario; sobre el vicario un prefecto del Pretorio; tres espléndidos sueldos que pagan los agobiados contribuyentes. Y yo me pregunto: ¿para qué? ¡Para que ayuden a la aristocracia provincial a acabar de hundir el Imperio! Sí; a ciencia y paciencia vuestra, la clase de labradores libres se está rápidamente extinguiendo, y con ello dais hecha a los bárbaros del Rhin y del Danubio la mitad de su destructora labor, pues a la par de los labradores se desangra y consume el Imperio, ya agonizante. ¿Y queréis que no haga mala sangre, que no me arrebate, que dé tiempo al tiempo? Pues ¿de qué tenéis la sangre vosotros? ¿Y para qué servís, si no es para estorbo?
-Pero, hombre de Dios -exclamó Theodosio, ya picado, al ver tan mal parada la autoridad y respetabilidad del gobernador y la del prefecto su suegro-, si no tienes confianza en lo que llamas embeleco de la ley, juzgándola cosa de ninguna virtud, si no tienes confianza en las altas representaciones (magistraturas) del Estado, a quienes inconsideradamente maltratas...
-Cuidado, yo no maltrato a nadie: la verdad tiene manos blancas y no ofenden; ni yo he dicho que las tales magistraturas vayan a la parte con Epasto y con los demás Epastos a quienes aludís...
-¡Eh, amigo! -interrumpió el gobernador, rojo como la grana, que más parecía florida amapola-: habla claro si tienes algo que decir, o...
Theodosio voló a conjurar el nublado, volviendo a la interrogación que había quedado pendiente.
-En conclusión; dinos, por fin, tu teoría: ¿cómo entiendes resolver el conflicto Epasto-Pacieco fuera de la acción de las leyes sociales?
-¿Fuera? Habrás querido decir dentro: dentro de la acción de las leyes sociales. Fuera de ellas están los que las han dejado inactivas, estando instituídos en autoridad para ejecutarlas. Parece que jugamos al escondite en derredor de un equívoco.
-En fin...
-En fin, que lo que preguntas de las cosas que no se dicen, se hacen. Si quieres verlo, llégate mañana a La Mota, para donde salgo a primera hora con mis cuatro servidores, y Dios sabe si siento no poder llevar conmigo a este mártir.
-Iré, iré -exclamó el aludido-, tengo voluntad y cobraré las precisas fuerzas esta noche.
-Esas fuerzas tuyas serán resta de las mías; pero no importa, irás. Por lo pronto voy a enviar un propio a Segovia para que sepamos de tu familia.
Magno Clemente Máximo pasó la noche en vela, levantándose y acostándose a cada momento. A la madrugada se sintió aliviado, y mandó enganchar su carruaje para ir a incorporarse a sus legiones de la Gran Bretaña.
-Vente conmigo a Oriente -díjole Theodosio-, hay faena para todos.
Máximo pensó si se mofaba de él, y en poco estuvo que no recayese en el acceso bilioso del día antes y prorrumpiera en denuestos contra el noble anfitrión y contra el emperador.
-Yo no voy adonde no me llaman -respondió secamente-, y aún llamado, no me hincha de viento el honor de que me dé a besar su sandalia un emperadorzuelo como tu Gratiano. Quédese para otros...
Cuando Máximo cruzaba el atrio para salir a la plaza y montar en su carruaje, acompañado por Theodosio, que no había hallado manera razonable de excusar tal cortesía, entraba en la casa Prisciliano, con objeto de despedirse y cumplir por Helpidio.
Quien hubiera podido descorrer el velo que ocultaba el porvenir, anticipándose nada más que siete u ocho años al destino de aquellos tres hombres que el azar había reunido un instante en este humilde rincón de la Península, se habría estremecido de horror ante el negro rosario de tragedias que desfilara a su vista, impío alarde, espejo de la inconstante fortuna y de la mísera condición humana. Theodosio, coronado emperador en Oriente, por obra de Gratiano; Magno Clemente Máximo, alzándose en armas contra Gratiano usurpando a éste la corona y asesinándolo, proclamándose emperador de Bretaña, las Galias y España, y haciendo la forzosa a Theodosio para que legitimase la usurpación; Prisciliano, obispo de Ávila, supuesto heresiarca, sometido a cuestión de tormento, condenado a decapitación y ejecutado en el cadalso de Treveris, por delito de herejía, a virtud de sentencia de Máximo, que aquel día inauguraba en la historia la horrible inquisición católica, que tan gigantescas proporciones había de cobrar en los catorce siglos subsiguientes; Máximo otra vez invadiendo la Italia y persiguiendo de muerte al emperador niño Valentiniano, hermano de Gala, para hacerlo desaparecer y ensanchando con los ricos despojos su ya dilatado Imperio; Theodosio, viudo de Flaccilla, enamorado de Gala, declarando la guerra a Máximo para reponer a Valentiniano, y derrotándole y vengando con su muerte la muerte de Gratiano, y teniendo que encargarse de proveer a la manutención de la madre del usurpador destronado y ejecutado y a la educación de sus hijas.
Pues con todo y con eso, aún no habrías visto, lector, la zona más espantosa y sombría del cuadro: la suerte horrible que los injustos hados reservaron a la más dulce, atractiva y simpática de las figuras que hemos visto asomar un instante en la casa de Theodosio, y ante la cual la misma fría impasible Clío y aun la huraña y sanguinaria Melpómene, si la hubiesen visto, habrían llorado. No quiero nombrarla aquí, harto saldrá ello a su hora y ensombrecerá la crónica de una de las más negras y trágicas horas de la historia de la humanidad.
Dejemos a Máximo en demanda de la Galia y camino del Pirineo y del Estrecho de la Mancha, y trasladémonos a La Mota con Numisio y el gobernador de la provincia.
¿Con el gobernador he dicho? Sí, también con el gobernador. La noche antes, cuando Antonio, Theodosio, Cynegio y el gobernador salieron de la estancia de Numisio, entonces de Pacieco, conferenciaron entre sí sobre lo que procedía hacer en aquella ardua coyuntura. Digamos en honor suyo que todos, en lo fundamental, dieron la razón a Numisio, admirando la nobleza de sus sentimientos, hallando sobradamente motivadas su indignación y sus vehemencias y aplaudiendo en lo general su actitud, equivalente casi a un programa de gobierno y a una doctrina, no sin hacer alguna reserva en lo tocante a procedimientos. Y considerando el riesgo a que la generosa temeridad de Numisio le expondría, la imposibilidad de traerlo a temperamento de «razón», y el escándalo que de una guerra privada, y tan desigual, por ellos sabida y comentada, podría resultar, y de la cual, como de sus motivos, el prefecto del Pretorio, presente, habría de dar parte al gobierno imperial-, decidieron dar de mano al procedimiento ordinario, y que el gobernador mismo, en persona, se constituyese en La Mota, con todo el aparato de la justicia, practicara la indagatoria, decretara el procedimiento y pusiera en orden el lugar, restableciendo la normalidad, en tanto Theodosio hacía los últimos preparativos y ponía en orden sus asuntos para emprender la partida a Oriente, según acababa de anunciar a Gratiano por un doble correo.
Inmediatamente, de noche y todo como era, se despacharon propios a todos los burgos o puestos de policía más próximos, con orden de concentrarse en Catica a la primera hora de la mañana. A esta fuerza y a la escolta del gobernador, Theodosio y sus parientes, empezando por Honorio, agregaron las decurias de sus solariegos, armados y municionados. Pacieco fue acomodado en una vieja litera, aunque en la segunda mitad del camino pudo cabalgar.
A las siete de la mañana arrancaron el gobernador y Numisio con una hueste de 350 hombres, escolta, solariegos y burgarios. Ninguno de ellos sabía, fuera de dos o tres, a donde se encaminaban. El vecindario de Cauca contemplaba la partida con extremos de curiosidad, que no logró ver satisfecha en todo aquel día. No hay que decir los ovillos de conjeturas que se devanarían en el círculo de la exedra.
En el camino fue informado Numisio del régimen agrario vigente en La Mota antes del despojo, y sería difícil reflejar aquí la impresión profunda que le causó.
Poseía el vecindario las tierras del término en común, y el fruto que rendían se distribuía entre las familias en proporción de lo que necesitaban para su manutención. Las labores agrícolas no se ejecutaban de mancomún, sino que se particularizaban, sorteándose cada año a cada vecino una «labranza» o porción del suelo común cultivable, para que de este modo trabajasen todos y los holgazanes no echaran la carga sobre los hacendosos y diligentes: alzada la cosecha, debían aportarla íntegra al acervo común.
La tarea asignada a cada partícipe cultivador venía a ser el espacio necesario para ocupar de veinte a veinticinco días con una pareja de bueyes en cada vuelta de arado. Para el efecto de la asignación, tenían sus términos cuidadosamente medidos, según eran de labor, de pasto, de huerta o de bosque, por yugas o yugadas, agnuas o acnuas y porcas, medidas superficiales que registraron en sus libros los escritores de re rústica. Las labranzas sorteadas anualmente estaban amojonadas o separadas por zanjas o por vallados de piedra seca.
Preocupaban a Numisio grandemente las desigualdades sociales, no hallando razón filosófica que las justificase ni abonase: no comprendía esos rebaños de hombres que, queriendo trabajar, no tenían dónde, y que en medio de una naturaleza próvida -por hallarse el suelo acaparado-, no veían ante sí otra salida que elegir entre morirse de injusticia, dándose en esclavitud (a colonato) a los acaparadores y trabajando para ellos, o morirse de hambre. Así es que el método vacceo, individualista en cuanto al trabajo, comunista en cuanto al consumo, le seducía, como si viese en él una solución; y muchas veces en el curso de su vida, ora se hallase en Oriente, ora en Occidente, hizo de él tema de conversación, siendo su más entusiasta panegirista.
Cuando nuestros excursionistas llegaban cerca de La Mota y admiraban el incomparable mirador, castillo un tiempo de los Vacceos, reconstruido ahora ilegalmente por Epasto, desembocaron por una senda tres matones arqueros de la gavilla del tirano, llevando por delante atrailladas a las familias de los dos Paciecos, expulsadas tres días antes de Segovia por sus autoridades, obligadas a mendigar por los caminos y detenidas por aquellos semi-forajidos para ser restituidas a la servidumbre de que Pacieco padre no se había librado más que por la muerte.
El gobernador hizo prender y esposar a los tres guapos y puso en libertad a las siete personas que llevaban detenidas, con orden de que penetrasen sin ningún cuidado en la población, acompañadas por Pacieco menor, que no quería separarse de su patrono.
Llegada la comitiva a la plaza Mayor, donde estaba la que había sido Curia o Casa Consistorial y era ahora granero del señor, el gobernador envió fuerzas que rodearan el castillo sin disimulo, pero con cautela, y mandó que llamaran a Epasto a su presencia, mientras se echaba abajo la puerta principal de la Curia. Acudió con presteza el señor del castillo, como quien va obsequiosamente a brindar hospitalidad a un amigo, y no fue poca su extrañeza cuando vio que se trataba de una indagatoria judicial. Sin embargo, no pensó que aquello fuese una cosa seria: algún compromiso del gobernador, emborronar papel, hacer que hacemos para aparentar y salir del paso: ¡a fe que no estaba el angelito bien enterado de todo! Luego que hubo prestado su declaración, pidió permiso para retirarse, y su extrañeza se trocó en asombro al ver que se lo negaban. Retiráronlo a otra inmediata habitación para que declarasen fuera de su presencia sus servidores y satélites: después de éstos hízose comparecer a igual efecto a gentes del pueblo tomadas a la ventura de las calles centrales, de los barrios exteriores y de los vicos o aldeas. El gobernador escuchó horrores: ¡no, no lo sabía todo; no había él vendido sus complacencias ni hecho la vista gorda para aquello! La denuncia de Pacieco quedaba plenamente comprobada, y más aún, con estupendos agravantes.
Consecuencia de lo diligenciado fue un auto decretando la detención provisional del magnate y su traslación a la cárcel de Clunia. Pero al ir los lictores (?) a hacerlo preso, la habitación que le había sido dada para aguardar, estaba vacía: inquirieron, registraron desde las cuevas hasta el tejado, pero en vano: se había evaporado. Los centinelas de la única puerta abierta de la Curia, amenazados de fustigación, juraron que por allí no había pasado. El gobernador gritaba enfurecido. Y lo que dice el refrán: «conejo ido, consejo venido». Era exclamación general ésta: ¡no haberle puesto centinelas de vista! Pero, ¿por dónde ha podido huir? Hay que averiguar si cultivaba en su castillo las artes goéticas...
No, no las cultivaba: había huido por arte propio. De un ángulo escondido en el remate de la escalera que conducía a los sótanos, arrancaba una galería subterránea, enlazada al sistema de minas y pozos que ponían en comunicación el castillo con otros edificios del casco y con el campo exterior. Aprovechando un descuido, Epasto se metió por ella, y a los cien pasos salió a una calleja desierta (el vecindario se había concentrado en la plaza, atraído por la novedad); con paso de lobo se escurrió pegado a la pared, tomando el camino más corto del ejido: a poco vio un caballo ensillado, que despuntaba la hierba de un patio o solar empedrado, separado de la calle o camino de ronda por un ligero y bajo vallado de ramas secas. Ya echaba mano a la montura pensando si no la habría dispuesto allí la Providencia para salvación suya, cuando oyó llanto de mujeres y niños y vio salir en el mismo punto un hombre, lloroso también, de un patizuelo contiguo, separado de aquél por una cerca de piedra en seco y anejo a una vivienda de humilde aspecto. Era Pacieco...
-¡Calla! ¡Epasto por aquí! ¡Y siempre en su oficio de ladrón, cuando todos creíamos que por fin iba a licenciarse con su cuadrilla!
Epasto, aturdido, sin saber lo que hacía, se arrojó a los pies de aquel hombre, a quien no conocía, y le rogó y conjuró, por su padre y por su madre, por el Empíreo y por el Olympo, que le cediera la cabalgadura en precio de todo el dinero que quisiera pedirle.
-Mira, le contestó Pacieco, arrastrándolo al patizuelo y mostrándole un cuadrilátero de tierra removida, en torno del cual plañían tres mujeres, una joven, y tres niños, e inmediata a él una fosa recién cavada: -aquí está enterrado Pacieco, mi padre, a quien asesinaste vilmente la pasada semana; y esta fosa que excavaron al mismo tiempo para mí, va a servir para enterrarte a ti. Huyendo de la justicia humana, has dado en la divina. Tu propio crimen te ha hecho de lazarillo, para guiarte a nuestra casa.
Y esto diciendo, enarboló un leño de los que había apilados en un ángulo, y con toda la fuerza que le quedaba lo descargó sobre el miserable cuitado, sobre el aristócrata facineroso, verdugo de su padre. Instintivamente paró este golpe con el brazo, y el brazo crujió partiéndose en dos.
-¡Pacieco, perdón! ¡Jesús, Jesús, Jesús, socórreme! Todos mis bienes, todos, todos para tu Iglesia!
No se dejó cohechar Jesús, y Pacieco pudo enarbolar nuevamente su clava sobre Epasto, apuntando a la cabeza. Epasto, que estaba de hinojos, ladeó el cuerpo, movido del terror, y venciéndosele, cayó en la fosa en una falsa posición, causa de que con el golpe se le fracturase una pierna.
Vaciló Pacieco un instante entre sepultarlo vivo o aplicarle la ley del Talión, verberándola con cueros y plomos hasta que expirase. Ya se decidía por lo primero y andaba buscando una azada, cuando lo detuvo Numisio, apareciendo por la puerta interior de la vivienda, precedido de la mujer.
-No lo remates, dijo, que no merece salir de su cuidado a tan poca costa. Hay que darle tiempo para que saboree la miel de sus hazañosas fechorías, antes de que subía a honrar el patíbulo con su noble cabeza segada por otro más noble que él, tu vengador el verdugo. Por otra parte, La Mota, que lo ha criado y cebado, le debe al país esta lección viva más eficaz que todas las pragmáticas promulgadas y por promulgar. Ha sido peor que un lobo, y no sería justo rematarlo como a un lobo, dándole tan dulce muerte. Ponle un bozal, échale un ramal al cuello, ármate de un buen látigo, e iremos a enseñarlo de ciudad en ciudad por toda la provincia, para que a su vista estos lanígeros de dos pies se tornen leones y caiga hecha humo y ceniza esta oligarquía de Epastos, afrenta de Roma y causa en gran parte de su ruina.
Lo de ir a enseñar a Epasto como un oso, según la original ocurrencia de Numisio, sin duda ninguna podría haber sido ejemplar; pero... al levantarlo de la fosa vinieron a entender que tenía una pierna rota.
Pesábale a Pacieco y pesábale a Numisio soltar tan buena presa, pero urgía tomar un partido; y el partido que tomaron fue dejar a Epasto en la solitaria rúa, apartadamente de la casa, donde no tardarían en topar con él y ponerlo a buen recaudo los que revolvían en su busca la ciudad. Luego que estuvo hecho, Numisio habló a Pacieco en los siguientes razonables términos:
-No sé lo que durará este apaño convenido en Cauca: del estado de anarquía y consunción a que ha llegado el Imperio hay que temerlo todo. El mejor día podrías verte envuelto en un proceso por atentado contra la preciosa vida de Su Majestad Epasto. Y enfrente de este perverso estado oficial, no tienes tú los medios de defensa que Theodosio o que yo, porque no eres senador. Ni nosotros hemos de estar en este tu país más de cuarenta y ocho horas, por lo cual te aconsejo que inmediatamente salgas con los tuyos para tu aldea, con objeto de descansar esta noche; en seguida te arbitras como puedas las necesarias acémilas que os lleven por Nivaria (entre Cauca y Septimanca o Simancas, cerca de Pedreja del Portillo) hasta Rauda (Roa): montáis allí en la posta, con las evectiones (permisos para hacer uso de ella) que espero obtener del prefecto del Pretorio y que te enviaré a Nivaria; nos precedes sólo una jornada, por si os aconteciera algo, teniendo en cuenta que en Numancia hemos de hacer alto un día entero. Y en Zaragoza, Porta Gallaeca (?) me abordas para que te diga si habéis de ir a Nertobriga o a Ylerda. Toma este dinero. Corro a la plaza.-Vale.
Al mismo tiempo que él, hacía su entrada en la plaza el convoy de Epasto, llevado en andas por tres burgarios. Rebosaba aquélla de gente, y entre tantos millares de personas no reunieron pulso bastante para que se acusara un latido del corazón: ni un estallido de cólera, ni una tentativa de linchamiento, ni un denuesto, ni una maldición, ni un murmullo contra el disoluto, rapaz y sanguinario déspota, verdugo de sus cuerpos, secuestrador de su libertad, ultrajador de sus hijas, robador de su hacienda; ni siquiera un gesto, ni siquiera un murmullo de satisfacción y bienestar consiguiente al desperezo moral o al desentumecimiento; tan hondo había labrado en sus ánimos el hábito del terror y de la servidumbre. Tenían a Lucifer debajo de los pies, y aún temblaban a su contacto, como si fuera a erguirse poderoso y a tragarlos.
En un instante vióse Epasto rodeado no sólo de su mujer y de sus hijas, anegadas en llanto, que esto era natural, sino de una gavilla de condotieres y rufianes allegadizos, ministros de sus tiranías y ruindades, que ni aún con lo visto se daban a partido, cosa que acabó de agotar la paciencia y exacerbar la indignación de Numisio, haciéndole prorrumpir en exclamaciones airadas, tales como estas:
-¡Ralea, gavilla de bandidos! ¡Racimo de horca! ¡Abortos del Cocyto! ¡Enemigos del Imperio y del género humano! Se ha lucido con vosotros la filosofía de Zenón y se ha lucido el Evangelio de Cristo...
Decía esto poniéndoles rabiosamente los puños en la cara, con gana de que alguno protestara o se defendiese. En seguida, volviéndose hacia el montón y fulminándolo con los ojos, que despedían llamas, les gritó con voz de Stantor:
-¡Degradados eunucos! ¡Comuneros de m...! Sois tan culpables como él. Ovejicas, palominos, se lucieron vuestros abuelos, abatiendo las águilas romanas, para que vosotros doblarais la frente ante un mochuelo, espantajo y caricatura de tirano, que no habría servido ni para descalzar al Corocotta de vuestros romances.
La plebe empezó a agitarse; la soldadesca del castillo no chistó ni hizo ademán de resistir, antes bien, principio a aclararse. Epasto fue encerrado en el cuarto de guardia del castillo con centinelas de vista y entregado al galeno y a los lictores (?), para ser curado y trasladado a Clunia en la vieja litera que había servido a Pacieco. En un instante, la comunidad de La Mota fue reintegrada en la posesión de sus tierras, de su personalidad civil y del gobierno local. Nombráronse decuriones. Una parte de los burgarios quedó en la población, con cargo de organizar la defensa por el vecindario y de guardar el castillo hasta que el emperador dispusiera.
El ejemplo fue contagioso; en pocos días se tuvo noticia de que en varios pueblos de tierra de Campos algunos señores habían puesto muchas leguas de por medio y que algunos palacios señoriales habían ardido.
El día siguiente al del regreso, lo pasó Numisio revolviendo libros en la biblioteca de Theodosio y apartando aquellos que hacían más especialmente a su propósito para consultarlos con Theodosio en el camino.
Capítulo III : De Cauca a Tarraco
Theodosio había de embarcar en el puerto de Tarraco con rumbo a Thesalónica. El camino desde Cauca lo hicieron, con ligeras desviaciones, por la vía veintisiete de las hispanas, o sea por los Arévacos septentrionales, los Pelendones, los Lusones o Lusitanos de la Celtiberia, los Vescitanos y los Ilergetes, que es decir por la carretera que bordeaba el Duero, el Ebro, el Cinca y el Segre, pasando sucesivamente por Nivaria (que ya conocemos), Septimanca (Simancas), atajo de aquí a Randa (Roa), a fin de evitar el largo rodeo de Zamora, Palencia, Pintia, Clunia (Coruña del Conde), Uxama (Osma), Voluce (Calatañazor), Numancia (al S. de Garray), Augustobriga (Muro de Agreda), desvío a Cascantum (Cascante), dejando a la derecha a Turiaso o Tarazona; Balsinum, próximo a Mallen, Allobone o Alavone (Alagón), Caesaraugusta (Zaragoza), y de aquí a (Fraga) e Ilerda, por la vía directa de los Monegros, inmediata al Ebro y el Cinca, y después, desde Ilerda (Lérida), Ad-Novas (Vinaixa), Ad-Septiman Decimum (Vilavert), Tarraco (Tarragona).
Theodosio y Numisio abandonaron a Cauca muy de madrugada, no obstante lo cual, una gran parte del vecindario se había alineado a ambos lados de la carretera y saludaba al general con vítores y lo despedía con expresiones cariñosas (tocadas, teñidas) mezcladas de saudade, como presintiendo que aquella era la última vez que se veían. El cielo estaba despejado, fuera de unos tules tenuísimos que se balanceaban en los aires sin moverse de un mismo lugar, espectadores curiosos de aquella salida que había de ser histórica. El tribuno de la cohorte Celtíbera, recién trasladada de Brigantium a Juliobriga (cerca de Reinosa), había acudido por orden del prefecto de la legión (León), a rendir escolta de honor a Theodosio hasta Clunia.
En Randa intrigó grandemente a Numisio un sistema de organización de la propiedad territorial, distinto de los Vacceos, por su semejanza con las antiguas leyes agrarias de los romanos. Era tradición que de aquí habían tomado sugestión y modelo los Gracchos, en el siglo II antes de J. C., para su famosa ley agraria cognominada Sempronia. Mientras tanto, Theodosio, que llevaba ya bastantes ruidos en la cabeza y había propendido siempre por aliviar a las poblaciones todo lo posible del vejamen de los Alojamientos, despidió la escolta para que se volviese a Juliobriga.
Cuando a la caída de la tarde del día siguiente llegaban al magnífico puente tendido sobre el Arandilla, en Clunia, sorprendióles un hormiguero de ancianas y chiquillos, plebítula de los barrios bajos, que gritaban desenfrenadamente: «¡las repúblicas»!, ¡que vienen las repúblicas!»
Llamábanse así los gremios o asociaciones (collegia) de artesanos libres y los libertos de la gentilidad, o sea del Municipio, adscritos a determinados oficios (clavarius, fullo, pectenarius, sutor, etc.), que aquel día celebraban su fiesta patronal con ruidosas procesiones, bailes y dos comidas públicas. Elegía cada uno un presidente y se procuraba patronos influyentes; pagaban los socios una cuota mensual; celebraban juntas generales; se regían por un reglamento; poseían en común una capilla o ermita, ya en parte ruinosa, para sus ritos y festividades religiosas; cantaban himnos en lengua arcaica. Las clases humildes y desvalidas hallaban en esta manera de organización un principio de defensa y tutela contra los poderosos y contra el Estado, y algo así como una personalidad civil.
El santuario de los gremios estaba primeramente consagrado «Matribus gallaicis», a las matres gallegas, representadas en él por un grupo escultórico de tres matronas sedentes, ornadas con amplias vestiduras, separadas una de otra por una cornucopia o cuerno de la abundancia y ostentando en la falda una cesta rebosante de fruta, su atributo característico; dos de ellas exhibían además en la mano derecha una manzana. El origen de este mito era céltico y, a diferencia de otros, tenía una importancia social innegable: representaba a la mujer cuasi-divinizada, asistida de don profético y de una intervención sobrenatural, así en el hogar doméstico como en la vida pública. Por él la condición social de la mujer se elevaba. Pero en la fecha a que nos referimos, la noción primitiva del mito, con el rodar de los siglos, se había alterado profundamente al contacto con otros de la religión heleno-romana y de la cristiana, y quienes caracterizaban el monumento por el sello que había impreso en él el clasicismo romano, quiero decir la cornucopia, y veían en las matres otros tantos genios tutelares de los gremios de menestrales, y en tal calidad las rendían culto; quienes las identificaban con las tres Marías, según un proceso bien conocido de cristianización, y así se había hecho figurar con letra moderna al pie del viejo pedestal; quienes se inclinaban de preferencia a ver en ellas otras tantas Evas tentando a los Adanes con las manzanas de su cista, pretexto a bromas no siempre de buen gusto.
Con las matres concurría a formar el panteón popular de Clunia, como en general de los arévacos, otro grupo de deidades protectoras de los trabajadores; los Lugoves, en singular Lugus, uno de los dioses mayores de los celtas, a quien los gremios en ocasiones de excepción dedicaban ricas ofrendas y ex-votos.
Nuestros expedicionarios presenciaron el desfile de la procesión: los menestrales y sus mujeres en traje de fiesta y con ramas de laurel y atributos del oficio en las manos; matres y lugoves tallados en madera y llevados en andas, con profusión de sedas, dorados y frutas; las juntas directivas de los gremios sobre tablados de madera escalonados, repartidos a lo largo de la carrera, cuidando del orden y arrojando puñados de flores y de granos de trigo a las imágenes e incorporándose sucesivamente con sus respectivas banderas, a la procesión; apuestos coros de jóvenes y doncellas, entonando cantos astronómicos, vestigio o reliquia de las antiguas creencias religiosas de los druidas, en que se hacía notar la transmigración de las almas de los difuntos a su paraíso, que es la Luna, y su reencarnación y nueva existencia en ella; bandas de música alternando con los coros. Las fasces de los lictores y el incienso habían sido suprimidos.
Theodosio estaba escandalizado de que todavía a estas alturas de siglo, sesenta y seis años (65? fue el 312 o el 313?) después del edicto de Milán, sobreviviesen en el corazón de la muchedumbre, que hubiese quien pudiera aún vivir de la pública credulidad y se manifestasen con agravio del cielo, en plena calle, florecientes supersticiones de tal significación y de tal calibre, por culpable condescendencia del Poder y falta de arrestos y de espíritu en los pastores de la Iglesia para combatirlas y desarraigarlas aún con riesgo de la vida. El tono rencoroso con que se expresaba era de amenaza, y decía bien claro lo que había que esperar de él si algún día llegaba a ser árbitro de la gobernación. ¿Pues qué habría dicho si hubiese visto aquella misma noche a esos pastores de Cristo acudir al humildísimo augur de las ínfimas deidades gentílicas veneradas por la plebe cluniense, con propósito de rasgar el velo del porvenir y satisfacer más a lo seguro sus ansias de medro, sus concupiscencias o sus venganzas?
No ha dicho aún el cronista que el caballo que Numisio llevaba para montar había enfermado en el camino, y con gran trabajo para marchar al paso sin ninguna carga, rezagándose, pudo llegar, entrada ya la noche, a la ciudad. Ni el milomédicus (veterinario) militar de la guarnición ni el de la estación de postas pareció... En ausencia del veterinario militar, hizo Numisio llamar al curandero, que vivía en una semicueva, semibarraca, entre la fortaleza y el teatro de la ciudad. Pero ni él ni su mujer, también curandera veterinaria, pudieron acudirle, por cuanto eran al propio tiempo él druida, ella druidesa (así se llamaba todavía), especie de santeros o ermitaños de los Lugoves y de las Matres, peritos en la mántica o adivinación, que cultivaban y explotaban las últimas degradaciones del viejo culto de los Kymbis; y aquel día se hallaban embargados por los gremios, y tanto como por los gremios, por gran parte del país, en clase de sacrificadores y adivinos. A esto había venido a parar aquel clero celtibérico, tan prepotente un día, cuando pudo oponer al invasor romano figuras como la de aquel Olínico, el cruzado, blandiendo su lanza de plata caída del cielo (T. Livio, XLIII, 4).
Con su habitual osadía y vehemencia, Numisio se hizo conducir al aula donde oficiaba el druida, adivino y veterinario Vettius Patera. Pero le fue forzoso desistir de todo propósito de fuerza. Harto hizo con penetrar en el sacellum y abrirse paso, como una cuña, hasta las primeras filas. El mayor número de los devotos estaba compuesto de los que aspiraban a utilizar el ministerio mágico y augural de la pareja druídica (nigromántica), ya fuesen en solicitud de filtros amorosos, ora de carmina o scripta para alivio de tal o cual afección corporal, ora de ligamientos o ensalmes para maleficiar a un contrario, lapidar su viña con granizo, o quitarle el habla, o trastornarle la razón, o causarle la muerte, ora de evocación de muertos, ora de horóscopo sobre la suerte propia, ora de anticipo sobre algún suceso futuro. Patera en un altar, su mujer en otro, no daban abasto; tan grande era la demanda. En los casos más considerables o más arduos, que diríamos de primera, hacían acostar al paciente o la paciente sobre el ara, picábanle una vena con alfiler, hasta que brotaba una gota de sangre, último vestigio de los sacrificios humanos, que Strabón registró entre las instituciones religiosas de los lusones (a) lusitanos y otras tribus de la Península (Strab., III, 3 y 6), y que fueron abolidos por la administración romana. Cumplido este rito preliminar, seguía la fórmula de invocación o de encantamiento: seguidamente, el mago o adivino aplicaba su oído a la boca de la efigie, luego su boca al oído del consultante transmitiéndole la respuesta del oráculo y... ¡otro!
Reflexionaba Numisio lo arraigada que debía hallarse esta superstición para lograr imponerse a tal extremo a la autoridad social y a las leyes, cuando de pronto quedóse de una pieza al reconocer en un grupo a varios diáconos, presbíteros, y hasta obispos, entre ellos el de Turiaso (¿Calagurris?), a quien alguna vez diera hospedaje en Nertóbriga, y que ahora se había ausentado de su sede con pretexto de una misión para evangelizar en el alto Duero. Numisio se rehizo pronto de su sorpresa, explicándose que los dos cleros enemigos se dieran la mano en el terreno de lo sobrenatural y maravilloso con aquella muletilla que le era propia y encerraba toda su filosofía: «¿qué más da?». Antes que el obispo le viera, Numisio giró tan rápidamente como pudo y salió a la calle.
De paso para su alojamiento, escuchó en plazas y eras el bullicio de la fiesta nocturna de los gremios, que danzaban y cantaban a coro, sin aire de zambra, alumbrados por el resplandor de la luna llena (Strab., III, 4, 16, y mi Poesía popular española, páginas 365-6).
Aunque a Numisio lo que acababa de ver no le daba frío ni calor, se guardó de comunicárselo a Theodosio, sabiendo que se tomaría un gran disgusto y que tenían cosa mejor que hacer, según vamos a ver ahora.
Antes, sin embargo, cúmpleme manifestar que el obispo de Turiaso (¿Calahorra, etc.?) no había ido en seguimiento de la sibila de Clunia a humo de pajas. Tenía él gran interés en saber si el nuevo que había de suceder a Valente sería pagano, arriano o athanasiano, y con tal designio se había puesto en camino. Luego que la druidesa, secundada por Patera, tras largo y complicado ceremonial, acompañado de fervientes invocaciones había alcanzado el supremo grado de éxtasis y de posesión, predijo a la letra esto que sigue: «Los tiempos vuelven. Segunda vez protector de Clunia será el salvador del Imperio y dará el triunfo a la fe triunfante.» De ahí no hubo quien sacase. Al pronto el vaticinio no llamó la atención y pasó por uno de tantos logogrifos o rompecabezas como los cónyuges nigromantes habían puesto aquel día en circulación. Pero cinco meses después, luego que Gratiano hubo ceñido inesperadamente la diadema imperial a las sienes de Theodosio, la predicción pareció a todos transparente y todo se volvió poner por las nubes la sagacidad o la inspiración de la hechicera, que ya no era hechicera, sino profetisa, y reclamar un premio para ella. El oráculo de Clunia creció en autoridad por encima del de Delfos. La Curia de la ciudad, con alguna participación de los gremios, nombró una Comisión portadora de un mensaje de felicitación a Thesalónica.
La manera de discurrir era irreprochable. Lo que Nerón había sido en el siglo I, azote del Imperio, era Fritigern, con sus turbonadas de Godos, en el IV. Fue la predicción de una noble doncella de Clunia, virginis honestae vaticinatio, reforzado por el oráculo que una joven profetisa, fatidica puella, había dejado archivado dos siglos antes en el templo de Júpiter Clunianse, quien auguró a Galba que libraría al mundo romano de aquel monstruo y le sucedería en el trono, y fue la ciudad de Clunia quien le alentó y excitó a sublevarse contra el bestial hijo de Agripina. Y he aquí que ahora, cuando el mundo se hallaba en expectación de un Mesías civil que repusiera en sus quicios el orbe romano, es otra adivina de Clunia quien inviste de la púrpura a un huésped de la ilustre ciudad, a quien Galba hiciera colonia e impusiera su nombre, Clunia Sulpicia, designándolo por su calidad de patrono o protector, porque efectivamente lo era de los gremios y de la Curia hereditariamente, según rezaban antiguos contratos notariales de hospitalidad, otorgados por su abuelo y su bisabuelo, cuyas téseras se exhibían a la vista, suspendidas con clavos en la Casa Consistorial y en el domicilio social de las agremiaciones urbanas, pero que nadie se había cuidado de consultar en aquella preciosa ocasión ¿Podría estar más patente ni más claro? ¡Si no faltaba más sino que la druidesa hubiese pronunciado determinadamente el nombre de Theodosio! Había para desesperarse. ¿Cómo era posible que no hubiese caído antes en la cuenta? Sobre todo, el obispo de Turiaso (¿Calagurris?), estaba inconsolable y renegaba de su torpeza: ¡el partido que habría podido sacar de la predicción él, que tenía puesta la mira en la sede episcopal de Roma, en la de Byzancio y en la de Alejandría, por este orden!
Numisio y Theodosio empezaron aquella noche y continuaron en las dos paradas siguientes de Uxama y Voluce el estudio de la guerra y caída de Numancia en cuanto tenía de lección de cosas aplicables al conflicto militar del día.
La razón era por demás obvia.
-Dos figuras históricas, decía Numisio a su amigo, tienes que proponerte por modelo: para rehacer el ejército, restaurando la disciplina moral de los legionarios y de los auxiliares, el ejemplo de Scipión enfrente de Numancia, después de la catástrofe de Hostilio Mancino; para quebrantar la insolencia y el empuje avasallador de los godos sin estéril sacrificio de vidas, el ejemplo de Fabio Máximo enfrente de Aníbal, después de Cannas.
Los dos son a cual más admirable y aseguran el éxito a tu empresa. El medio escogitado por Fabio Máximo para volver la república a la vida, o, lo que es igual, para vencer a Aníbal, fue no combatirle, agotarlo con sus lentitudes: siendo Cunctator (el Tardo el Temporizador) se ganó el sobrenombre de Imperii scutum (escudo del Imperio), con que fue apellidado por el pueblo. No debe ser otra tu regla de conducta; no debes apartarte de ella; escarmentar en cabeza de Terencio Varrón, tener valor para que te llamen Theodosio Cunetator; dar tiempo al tiempo, capear el temporal, contar, en primer término, con el concurso de Capua, que jamás falla. Procediendo así, has de ver cómo los fieros vencedores acaban por combatirse entre sí, cómo ceden a la molicie, cómo la indisciplina los invade y la ambición desapoderada y la incompatibilidad de humores acaban por desunirlos, relajar el vínculo moral y dividirlos y, en una palabra, cómo ellos con sus propias armas guardan a Roma de sí mismos. En última instancia, haz cuenta que no soy yo quien lo aconseja, sino tu padre (aquí Theodosio aguza el oído); tu padre, que en Tipasa (África) apeló a la táctica de Fabio Cunctator, y con el mismo éxito, según acaba de recordar en un libro de este año aquel buen amigo Ammiano Marcelino. (lib. XXIX, cap. V).
Viniendo al otro ejemplo, tu posición frente a las hordas de Fritigern, con un caos a tu lado de hombres desunidos y sin espíritu, principal causa del descalabro de Andrinópolis, se parece como una gota de agua a otras gotas a la posición de Scipión hace quinientos once o quinientos doce años frente a los feroces irreductibles numantinos, con una chusma informe, que no ejército de soldados sin ninguna moral, relajada por el lujo, el desenfreno, la molicie y las prácticas supersticiosas, acobardada por repetidos desastres y tratados humillantes. Te interesa sobremanera conocer en todos sus detalles, en todo su pormenor, el sistema pedagógico que Scipión pusiera en práctica para hacer sanatorio y escuela de los rudos ejercicios del campamento, lidiando con los propios soldados más aún que con el enemigo, para endurecerlos, para restaurar en ellos la religión del honor y hacer de aquella relajada patulea un ejército sólido y regular. ¡Gran día para él el primer día que los numantinos vieron la cara a los romanos y los romanos la espalda a los numantinos!
No era otro el problema que los sucesos habían planteado a Theodosio en Oriente y tal la materia de su actual estudio con Numisio: los hechos de cunctator y de carnicero llevados a cabo por Scipión y las razones con que los justificaba, según los textos de Polybio, Tito Livio, Appiano, Plutarco y L. Anneo Floro, que tenían a la vista, amén de otras relaciones monográficas especiales sobre la guerra de Numancia, tales como la de Rutilio Rufo, que Numisio había cuidado de sacar de la bien surtida librería de los Theodosios.
Cuando salieron de Voluce y llegaron a Numancia se hallaban ya suficientemente orientados, y solamente les faltaba inspeccionar los lugares con criterio táctico y estratégico, a lo cual habían decidido sacrificar un día, persuadidos de que no sería tiempo perdido. Numisio no cesaba en sus exclamaciones de admiración a la energía, a la constancia y al genio militar del joven Scipión, y exhortaba a Theodosio a penetrarse bien del caso: «Empápate bien del sujeto, respira su ambiente, compenétrate de su obra: Scipión eres tú ahora, y los godos son tus numantinos y tus cartagineses...»
En NumanciaEra entonces Numancia un villorrio de ninguna consideración, edificado a orillas del Duero, sobre los escombros y cenizas de la subvertida ciudad pelendónica. El caserío era de humilde apariencia, casi todo él fábrica de adobe, muy poco de mampostería concertada, ora con revoque, ora sin él, y algunas veces pintado de verde o rojo.
Numisio y Theodosio recorrieron sus calles y rondas y visitaron sus pequeños edificios públicos, comprobando cómo hasta los pedestales de las estatuas votivas, romanas todas, a Marte, Jove y alguna otra deidad, lastimosamente mutiladas y medio arrumbadas por los declives de la meseta y en toda la extensión del breve arce que hacía las veces de acrópolis, delataban en su estilo y en sus dimensiones la más desilusionante desproporción entre el cuerpo de la localidad y la fama resonante de su nombre. Dieron vuelta a caballo a todo el circuito, así primitivo como actual, tocando a los dos ríos; siguieron el rastro de los siete campamentos de Scipión, su emplazamiento y sus conexiones, el doble foso paralelo, con robusta muralla almenada y la línea de torres levantada sobre ella, con que Scipión circunvalara a la ciudad; la espaciosa tienda central del general, de la cual asomaban algunos paramentos a flor de tierra; y asimismo el cimiento de las dos fortalezas que levantara en ambas orillas del Duero, cabeza del sistema de ingenios giratorios y falcados que cerraban todo paso a los esquifes y a los nadadores de la brava ciudad sitiada; cruzaron en todos sentidos y direcciones el heroico cerro (cerro de la Muela), sembrado de cenizas y piedras ennegrecidas o calcinadas, testigos de una de las más grandes tragedias de la historia.
No había pisado impunemente Numisio este suelo santificado por un dolor sin nombre y el holocausto de un pueblo verdaderamente digno de vivir. Sin quererlo, y hasta sin darse cuenta de ello, púsose a meditar sobre el flujo y reflujo de la historia y la varia fortuna de hombres y pueblos; miró a través del pasado el porvenir, y una tristeza de muerte le fue invadiendo el alma. Los iberos y los libios -pensaba él- eclipsaron y se superpusieron a los atlantes; los celtas, ligures, helenos y penos, a los iberos y a los libios; los latinos a los penos, celtas, ligures y helenos. ¿Quién nos daría la seguridad de que los godos no formarán a su vez estrato sobre iberos, sobre celtas, sobre latinos y sobre helenos; que no se volverán los dados, tocándoles a Roma y Byzancio representar el espantable papel de Numancia?
Por la tarde visitaron el riscoso y desierto lugar donde 30.000 legionarios, con su general el cónsul Mancino, fueron copados y tuvieron que rendirse a una fuerza de solos 4.000 numantinos. Theodosio y Numisio hicieron comentarios y condenaron duramente la bajeza de alma de que Roma diera señal en aquel día verdaderamente de prueba (rechazar la capitulación y entregar en equivalencia a los numantinos, dándose con eso por cumplida al general que la había ajustado y formado); y cuando Theodosio trató de descargar la responsabilidad sobre el pobre Júpiter, le fue fácil a Numisio pararle los pies sin más que hacerle ver el reverdecimiento de aquello que los antiguos romanos llamaran fe púnica y los penos fe romana, y podría ahora con igual razón llamarse fe cristiana; por ejemplo, la acción alevosa del duque de la provincia Valerio, asesinando vilmente, contra la fe jurada a Gabinius (372), rey de los Quados, a quien casi alcanzaste en las filas de los sármatas; infamia que costó la vida a dos legiones; por ejemplo, la conducta desleal, torpe y abominable de Valente y sus ministros y gobernadores para con los godos de Fritigern, antecedente lógico, con otros, del desastre de Andrinópolis.
Pasmaban a Theodosio el arranque, la fiereza, la tenacidad y la fortaleza sobrenaturales de la gente numantina, y pensó hallarle explicación y fundamento en lo humano comparando el régimen territorial de los vacceos con el de los Pelendones. A juicio suyo, el más que semi-comunismo que observaban los primeros, había de deprimir el juego de las energías individuales y contrariar la formación de un espíritu militar, al revés que en los segundos. No halló tan obvia la explicación su compañero Numisio.
-Aunque no he podido aún formar idea cabal de lo que propones, me inclino a pensar que vas demasiado lejos, fundando en razones de carácter meramente económico diferencias en el genio militar, que bien pudieran ser sólo aparentes. Diré más: por lo que he podido hojear en tu biblioteca, mientras inquiría lo pertinente a la política quirúrgica de Scipión, la historia parece más bien invalidar tus hipótesis.
La capital del Estado vacceo Pallantia (Palencia), por una parte, y Numancia, por otra, eran las dos ciudades más ilustres y populosas del Norte de la Península. La primera, no obstante lo que llamas cuasicomunismo, o Dios sabe si por motivo de él, era una población próspera y floreciente, como que, atraídas por la fama de sus riquezas, dirigieron contra ella sus armas el infame L. Licinio Lúculo (año 150 antes de J. C.) y M. Aemilio Lépido (136). Pues ni Lúculo ni Lépido pudieron nada contra Pallantia, como tampoco P. Rutillo Rufo más tarde; antes bien, los palentinos los persiguieron y arrojaron de su suelo: la denonada ciudad resistió victoriosamente las agresiones y ofensiva de los romanos hasta imponerse y tratar con ellos como de potencia a potencia y quedar en pie, tú lo has visto; mientras que Numancia, cargada de laureles, tenía que suicidarse para no verse en una pompa triunfal ignominiosamente atada al carro del triunfador. Y ya puesto en ello, quiero declarar una convicción. Venero a los pelendones; me postro y humillo ante aquel pueblo tan henchido de virtudes, sublimado por el dolor sin nombre; me parece poco la gloria de los altares, pero he de decirlo: más que los hombres y que los pueblos que saben morir, me seducen esos otros, serenos y constantes, que no se rinden al hado adversario con sólo presentarse, pero que, empezando por resistir tan fieramente como los palentinos resistieron, acaban por hacerse cargo.
¿Hablaremos de solidez de las Instituciones, de unión y concierto de las voluntades. La inmortal ciudad pelendónica pasó por trances tan amargos como el de Lagni y como el de Malia, cuyos aldeanos degollaron a la guarnición numantina para entregarse cobardemente al Cónsul romano, acaudalando la horrenda serie de Hastas o Lascut, Vellegia, Lutia, Castrum Vergium, Castace, Ategna; al paso que en Pallantia no estalló nunca una disensión o lucha, entre clases o entre localidades, que se pareciese ni remotamente a eso, no obstante presidir un Estado relativamente extenso, que contaba hasta diez y ocho tribus o ciudades.
En CascanteDesde Augustobriga (Agreda), superado el obstáculo de la famosa laguna, continuaron la vía consular descendiendo la corriente del Chalybs (Queiles) hasta Turiaso (Tarazona), espaldas del Moncayo; torcieron allí a mano izquierda, caminando por sotos, glebas y arenales entre olmedas, tilos y chopos, y se alargaron hasta una breve eminencia donde tocaba el caserío de Cascante. Allí descabalgaron, en el palacio de Taciano y Aglae.
Fulvio Taciano, deudo de Theodosio, era un potentado territorial con estados en las dos provincias Gallaecia y Tarraconense, y al par un armador que ejercía la industria de transportes por el río Ebro desde Tudela a Dertosa (Tortosa). Vivía con su mujer Aglae y dos hijos varones, de corta edad, Didymo y Veriniano (después personajes históricos), más una sobrinilla huérfana, Sylvia, heredera también en Gallaecia, y a quien querían y consideraban como una hija más. Repartían el año entre Turiaso y Cascantum, a derecha e izquierda del mentado río Chalybs, que limitaba por Norte y Mediodía sus vastas posesiones de la Lusitania citerior o tarraconense, ocupando gran parte del actual territorio de Tudela, Fontellas, Ribaforada, Buñuel, Ablitas, Malón, Novallas, Vierlas, Cascante, Murchante, Monteagudo y El Buste, corriéndose a saliente por la cuenca del río Alhama hasta tocar a Corella y Cintruénigo, e introduciéndose con derecho absoluto de propiedad ex-jure Quiritium, espacio de más de dos millas en la Bárdena, además de la parte proporcional que le correspondía en lo restante de ella por derecho de mancomunidad, con facultad de rozar, escaliar y pastar con destino a la producción de cereales y de carne, al cultivo de olivos y viñas y a la extracción de madera. El solo Taciano cosechaba vino y aceite para hacer navegable el Queiles, a habérselo propuesto. Pertenecíale asimismo la vasta heredad denominada Tras-el-Puente y la feracísima isleta del Ebro llamada la Mejana.
Junto a Tudela, y apoyado en el Puente y la Mejana, tenía Tuciano su gloria, su orgullo y su contento: el fondeadero de su propiedad, donde anclaba su flotilla de embarcaciones mercantes, que se renovaba y acaudalaba continuamente con nuevas construcciones de maderas escogidas de la Bárdena. Los motivos de decoración de este establecimiento, se reducían a grupos de delfines, que recordaban los de las monedas ibéricas de Turiaso y de Varia.
Por motivos especiales, que insinuaremos después, Theodosio traía desde Cauca el designio de despedirse de esta familia; por su parte, Numisio ansiaba consultar con Taciano el proyecto de una línea de transportes fluviales con sirga por el Segre, entre Mequinenza y Balaguer.
A la llegada de nuestros dos viajeros, ni Aglae ni Taciano se hallaban en casa. La primera salutación que recibió Theodosio fue de un hermoso mastín que, alzándose sobre las patas traseras, sentó las otras dos sobre los hombros del ilustre huésped, lanzando aullidos de júbilo y deshaciéndose en halagos y demostraciones de rendimiento. Era uno de los perros de Hibernia que Theodosio había traído a España y regalado a su pariente en memoria de sus campañas de la Gran Bretaña.
En seguida, antes de que el intendente hubiese podido correr al encuentro de los huéspedes, acercóse a Theodosio una niñita de tres años mal contados, linda como un amorcillo, de cabeza nimbada por bucles de oro, de ojos azules, claros, de una limpidez y una serenidad que les hacía reflejar los objetos mejor que ningún espejo, y en cuyos labios y mejillas la azucena y el clavel habían fundido armoniosamente sus tintas; la más hechicera criatura que jamás haya asomado a historias y novelas, poemas, églogas, dramas, cuentos o romances desde que hay mujeres y hombres sobre el haz de la tierra El murmurio de su voz se había confundido con los gorjeos matinales de una golondrina recién escapada del nido. Luego que estuvo junto al forastero, cogiósele a la túnica, y alzando uno de los pies, como quien quiere escalera para subir, díjole familiarmente: ¡Aúpa! Theodosio la tomó en brazos y rendido al encanto que se exhalaba de aquella figulina de ángel, y con la voz más musical y acariciadora que pudo arbitrar en su no muy abundado registro, le dijo:
-¿Qué quiere mi muñequita, capullito de rosa? ¿Por qué llora?
Sylvia se pegó, insinuante y mimorosa, al rostro del huésped, estrechóle el cuello con los bracitos, acaricióle la barba, y le dijo quedamente al oído:
-¡Llévame al palacio de Psyche!
No entendió Theodosio la solicitud de Sylvia, y ni siquiera que se trataba de una solicitud. Y como viese allí cerca, acurrucada sobre un poyo, a una viejecita aseada, de aspecto simpático, privada de vista, al parecer, tomóla Theodosio de intérprete para que le tradujera los obscuros conceptos de Sylvia. Y he aquí lo que la vieja servidora contó:
Estaba entreteniendo a los dos hijos de Taciano y Aglae y a su prima Sylvia, con el relato de la tierna y conmovedora historia de Psyche y Heros, verdadero cuento de hadas que ha hecho las delicias de infinitas generaciones de niños en millares de años; aquel que principiaba: Erant in quadam civitater rex et regina: hi tres numero filias forma conspicuas habuere... Había en cierto país un rey y una reina que tenían tres hijas de deslumbrante hermosura, sobre todo la más pequeña, llamada Psyche, de tan rara perfección, que no cabe en lenguaje humano, y tan pura, que la misma Venus sintió envidia y juró vengarse. Las dos hermanas mayores se habían casado con reyes; deseosos los padres de saber la suerte que aguardaba a la menor, consultaron al oráculo de Apolo. La respuesta de éste, sugerida por Venus, fue: que no esperasen verla unida jamás a ningún esposo de la raza de los humanos, sino a un monstruoso dragón, cruel, espantable, terror de Júpiter, pavura del Averno (Styx); y que en seguida la expusieran, vestida con traje de desposada, en cierta escarpada roca. Traspasados de dolor, hiciéronlo así; más, a dicha, ningún monstruo se llegó a ella. Lo que sucedió fue que, habiéndose dormido, un céfiro suavísimo la cargó en sus alas, sin despertarla, y la transportó a cierto valle de insuperable amenidad, y en él a un palacio esplendoroso, cuyos salones eran de puro oro, y en los cuales se oían por todas partes susurros de seres invisibles a su servicio, prontos a satisfacerle el menor deseo. Cerrada la noche, luego que Psyche se hubo acostado, sintió el roce de un cuerpo ligero que se deslizaba junto al suyo y que con voz meliflua la conjuraba a ser feliz a su lado, pero sin intentar verle ni conocerle. Antes de rayar el alba, Heros o Cupido, que él era, había desaparecido; por la noche volvió, en la misma forma, y así en los días sucesivos, hasta que...
-Basta, basta -interrumpió Theodosio, mientras mecía a Sylvia-; la misma solemne necedad que estarán a estas horas refiriendo las niñeras de todo el orbe. Dalo por sabido; ¿y qué?
-Pues que Sylvia, todo cuanto se narra en los cuentos lo toma como si fuese verdad, y quiere verlo y tocarlo en el mismo acto. Porque ni yo ni las ayas la hemos llevado a las encantadas mansiones de Heros y Psyche, el querido ángel nos ha pegado con sus puñitos apretados, tamaños como nueces, hasta cansarse (aquí la ciega no pudo reprimir una risotada), y cuando ha visto entrar al señor en la casa, le ha faltado tiempo para correr a él con la misma pretensión, diciéndole: «¡Lléveme al palacio de Psyche!»
Rió Theodosio la ocurrencia de la diminuta romántica y, en un instante de buen humor, preguntó a la ciega:
-¿Y tú no crees como ella?
-Creí, señor; ahora estoy escamada...
-¿Cómo ello?
-Porque he notado que las cosas prodigiosas, y lo mismo las milagrosas, nunca suceden en tiempo presente; siempre, siempre es que sucedieron; para mirarlas hay que volver la cabeza hacia atrás.
-¿Por qué dices que lo has notado?
-Pues verás, señor. Yo creí en el milagro del obispo de Roma, Alejandro, quien con sus oraciones había devuelto la vista a una anciana, como yo, ciega, esclava del prefecto Hermes; tanto creí, que me hice conducir a presencia de nuestro santo obispo con la esperanza de alcanzar por intercesión suya la merced de la vista, y el santo varón, cediendo a mis instancias y a mis lágrimas, oró con desusado fervor cuanto habría sido suficiente para ablandar una peña; mos ¡ay!, yo me volví a casa muy triste, tan ciega como había ido. Por eso digo que si lo del obispo Alejandro y Hermes ha sido verdad, que si lo de Psyche y Heros ha sido verdad...
-Bien, mujer, bien -interrumpió secamente Theodosio, volviendo la espalda a la anciana servidora, como si la hipótesis que se preparaba ésta a formular envolviese para él una ofensa personal, y se irritara contra sí propio por haberse dejado sorprender de uno de esos instantes de debilidad o abandono tan frecuentes en los viajes, descendiendo hasta tan humilde sujeto.
-¡Habráse visto la tarasca!- mascullaba corredor adelante Theodosio, mientras se alejaba de la «bruja» malhumorado.
A todo esto, Sylvia había logrado por fin arribar al palacio encantado de Psyche, bogando por los aires en el áureo esquife de su cunita;. se había dormido profundamente, abrazada a sus muñecas.
No era un hombre, era un huracán quien se entraba por los anchos portalones de la mansión señorial, jadeante, sudoroso, bufando, resoplando, gritando cuanto puede gritarse sin resuello, abrazando a Theodosio y sujetándolo como entre los dos brazos de una tenaza, y dando lugar a que con su ejemplo se enardeciese el mastín de Hibernia y renovase sus asaltos sobre el antiguo señor y sobre el nuevo.
-¡Cielos! -clamaba Taciano-. ¡Theodosio en mi casa! Si no puedo dar crédito a mis ojos. ¡Y miren qué abominación; Theodosio aquí y yo fuera! ¿Para cuándo guardas los presentimientos, corazón?. Decididamente, hay que dar de mano a los cuidados; vale más vivir como Diógenes. En el Ebro, hijo, en el Ebro, que Dios confunda, pasando revista a la flotilla para poner los vasos averiados en el carenero. Menos mal, y gracias sean dadas al cielo, que Aglae, lumen domus, se basta y se sobra para llenar el puesto de dueña y de dueño.
-La señora -dijo acercándose respetuosamente el intendente- salió precipitadamente poco después que el señor, con la noticia de que el contubernal de Incunda, la nodriza que fue de Didymo, había caído enferma de cuidado en la quintería de Urzante...
Taciano pensó desfallecer, y con las manos alzadas al cielo, gimiendo más bien que hablando, prorrumpió en exclamaciones doloridas tales como estas:
-¡Misericordia! De modo que ni ella ni yo, y Theodosio en casa, y para hacerle los honores de ella el Pritanos, un perro extranjero! ¿Qué pecado has querido castigar en nosotros, Señor? ¡Plegue a los hados que el Ebro tire por otro cauce y me deje en paz, marchándose tan lejos de Tudela como el Danubio.
-¡Por Hércules! No seas pinturero ni declamador, y deja al Ebro donde al Supremo Hacedor plugo ponerlo para tu regalo y provecho; por ti no pasan los años, eres siempre el mismo. He de decirte que me habéis hecho un favor con ausentaros, porque así he podido gozar a todo mi sabor cierto primoroso cuadrito, que sin eso...
-Ah, si, ya sé -interrumpió el vehemente Taciano, radiante de satisfacción, iluminado súbitamente el rostro por un relámpago de orgullo, como buen coleccionista y amateur de la buena cepa-; mi última adquisición, una entrada extra, digna del palacio de un emperador, el Rapto de Ganimedes, un legítimo Apeles que formó parte de la galería de Pollins Félix en su célebre villa de Sorrento, y cuya autenticidad es dogmática. Cosa exquisita, un primor, ya dices que lo has visto; ¿verdad que hay para consolarse de lo del Ebro? Pero, chico, un dineral. Esos chamarileros de Roma son unos tiranos injertos en bandidos...
-Pero ¿cuándo acabarás y dejarás meter baza, torbellino? El cuadrito a que yo me refiero vale bastante más que tu Apeles, aún admitiendo que aquellos bandidos de anticuarios no te hayan dado por original una copia hecha por el último pintamonas del Transtiberim. Mi cuadrito, lleno de luz y de gracia, lo ocupaba todo entero la octava maravilla. La celeste Sylvia que me buscó por Mentor, para que la condujese al palacio encantado de Heros y Psyche, entrevisto por ella en un cuento de su aya ciega...
Cosquilleó a Taciano la idea de un cuadro sobre este tema: «El general Theodosio y Sylvia en demanda del palacio de Psyche»; y como si lo viese ya en su galería, no pudo menos de prorrumpir en una estruendosa carcajada, arrastrada por tanto tiempo, que parecía no haber de acabar nunca.
-¿Conque esa buena pieza, loquinaria en agraz, ha podido entreteneros un minuto? ¡Cabeza de chorlito!... Pero, señor, ¿dónde tendré yo la mía, que desatiendo lo principal? ¿Qué hay de política? ¡No haber podido asistir a las honras fúnebres de tu padre! El Ebro, siempre el Ebro; ¡por qué no me dejaría mi padre, en vez de una empresa de navegación, un mediano tonel! ¡Mañana pasearemos embarcados y me contarás! Abascanto (el preceptor), tus discípulos, siempre tan encogidos, ¿cómo no se hallan aquí? Ya sabes que no queremos que resulten unos huroncillos sabios ni no sabios. ¿Es verdad que vas a Oriente a combatir a los godos? ¡Lastimosa jornada la de Andrinópolis! ¡Y venir por la vía del Duero! ¡Feliz inspiración; pero quién lo había de pensar! ¡Y sin avisarnos! ¡Qué ingratitud la mía! ¡Calaeto marcha a ver si Tyresia está en su puesto, atenta al sueño de la chiquitina! Pero antes, oye: ¿le habrá pasado algo a la dueña?
-Nada de malo; aquí la tienes -respondió como un eco, emergiendo de la sombra del vestíbulo, Numisio, que reaparecía por fin, llevando del brazo a Aglae
Lo que había sucedido es que Numisio, luego que hubo llegado a Cascantum, y se enteró que Taciano se hallaba en su fondeadero de Tudela, salió para allá como disparado, al trote largo de su corcel y guiado por un siervo de la casa, sin hacerse cargo de que el sol estaba ya casi tocando al ocaso. Pero pronto desistió de la excursión, por haber oído que un caserío que blanqueaba allí cerca del camino, a menos de media milla de distancia, era la quinta de Urzante, donde debía estar la señora asistiendo al esclavo enfermo. Torció, pues, Numisio, hacia la quinta, con objeto de escoltar a Aglae en su vuelta a la ciudad; y tal es el motivo de que apareciese en tan grata, compañía, en el preciso momento en que Taciano, con toda su versatilidad, acreditaba que estaba en su acuerdo y que no dejaba la ida por la venida.
-¡Perdón, Theodosio! -dijo gentilmente la dama avanzando sonriente hacia su huésped, en tanto éste salía a su encuentro como embarazado, sin acertar con la frase, despachándose con un cumplido vulgar.
A la verdad, tenía Aglae bien merecido el cariñoso sobrenombre con que la había designado Taciano, llamándola lumen domus, «luz y esplendor de la casa», tabernáculo de todas las virtudes domésticas. Era la verdadera «materfamilias», en toda la amplitud del concepto que el vocablo alcanzara entre los antiguos romanos. Con aire y continente señoril, que la propia Juno habría envidiado, era la suma sencillez, marchando al encuentro de los humildes, más humilde que ellos, como quien quiere ahorrarles el sonrojo de su inferioridad y de su desvalimiento, y hacerse perdonar de ellos las ventajas de su posición, de su figura y de su cuna. Para ella estaban indicadas, como para ninguna otra, aquellas expresiones tan comunes en los epitafios de mujeres, cada una de las cuales valía un panegírico: lanifica, dulcissima amatrix pauperorum, pietatis alumna, y el simbólico telar grabado en el mármol. En el gobierno de la casa se la encontraba en todo, lo presidía todo, no descansaba sobre los intendentes y las amas de llaves. A su paso todo florecía, todo se iluminaba y vivificaba. Era tierna y amorosa con los suyos, maternal y entrañable con los extraños, esclava de los pobres, esclava de sus esclavos y de sus libertos, providencia de todos en enfermedades y tribulaciones. El país de los contornos expresaba su pasión por ella, y la devoción y admiración que le profesaban apellidándola «milagro de Dios», y una lluvia de bendiciones caía de continuo sobre su casa.
Mujer animosa y equilibrada, no se guiaba en la práctica del bien por sólo el sentimiento: al echar una mano al caído, al socorrer al necesitado, no pensó nunca que todo acabase ahí, sino al revés, que ahí empezaba; y así, hecha la caridad, o, como ella decía, la justicia, poníase inmediatamente a combatir la causa cuanto era preciso para que la necesidad satisfecha no renaciese, o renaciese disminuída o en camino de disminuir. A este fin iban encaminados los huertos y las pequeñas labranzas que ella creaba y equipaba para los pobres, con tierras eriales y de regadío, de las que sus antepasados habían distraído del patrimonio público o usurpado a los populares, y que ella había restituido valientemente al dominio de la comunidad, incluso plantando cara a su marido y a la balumba de los digestos que la amparaba. Soportaba sin hacerse violencia, hallándolo todo justificado, el humor gruñón, los modales groseros, hasta el desagradecimiento de aquellos a quienes socorría. No preguntaba a nadie si creía ni lo que creía. Combatía como uno de los mayores males la tristeza; a ningún vencido de la vida quería ver desmayado o resignado al vencimiento; templaba las almas en el raudal de la suya diamantina, como el agua de su río natal (Chalbys) templaba el hierro de las espadas. Nada de pusilánimes ni de pobres de espíritu. Llorar con los que lloran, bueno; pero a condición de no parlamentar con el llanto ni reconocerle beligerancia. Y el más abatido se animaba viéndola luchar a su lado, y por él, como si no fuese él, sino ella, el necesitado. Su ideal consistía en hacer a todos llevadera y, en lo posible, agradable la vida. ¡A cuántos había redimido y, por decirlo así, resucitado, restituyéndolos a las duras milicias de la vida, esta gran consolatrix aflictorum!
Era instruida sin pedantería: había recibido una educación clásica, extensa, sólida y muy esmerada, y así pudo constituirse en educadora personal de sus hijos, no siendo los preceptores domésticos sino auxiliares suyos que actuaban a su lado, bajo su inspección y con sus instrucciones. Por ella no había de quedar el que su Didymo y su Veriniano llegasen a ser juntamente hombres de bien y hombres de pro.
Su marido se había aprendido de memoria el Elogio que el cónsul Lucrecio Vespilio compusiera en loor de su mujer, Turia; y ese aplicaba a la suya Taciano para honrarla y para dar gracias al cielo por haberle hecho gratuita merced de tal tesoro, que nunca él había merecido. Sin embargo, algo había en Aglae que excedía la medida común de esos arquetipos de su raza: algo que escapaba a la comprensión de Taciano y que había podido entrever, con un superior grado de espiritualidad Theodosio: en las condiciones en que su nacimiento y el ambiente de su siglo la habían colocado, Aglae se alineaba en la serie admirable de las Cornelias y de las Turias, gloria de su sexo y del nombre romano; pero era algo más que eso: era de la madera de las Atilias, Pomptillas y las dos Arrias.
Tal era la mujer de quien Theodosio había querido despedirse. Conociéndola, se comprenderá que no era un punto de etiqueta lo que había aconsejado o impuesto al general aquella visita. Tampoco ha de buscarse en su actitud un frívolo galanteo ni una pasión culpable, ni siquiera platónica. Mirábala embelesado, con unción, casi casi en éxtasis. ¿Cómo una santa? Sí, como una santa; pero como una santa que vive, guapa, con entrañas y corazón, dotada de talento y de instrucción tanto como de hermosura, y de hermosura tanto como de virtud; una santa, pero de carne, peregrina de la tierra, que ríe y que llora, que tiene cuidados como Marta, que crea familia, de carne también, que es para el prójimo al par, si no antes que para sí, enfermera de almas y de cuerpos, cuyo oficio es derramar bálsamo: una santa que es mujer.
Años antes, soltera todavía, había estado concertado su matrimonio con Theodosio. Por un pique, surgido a deshora entre los padres de ambos, la boda se deshizo la víspera del día que iba a celebrarse. Cada cual tiró por su lado, y él unió su suerte a la de Flaccilla y ella a la de Taciano, pero sin que llegara nunca a enfriarse del todo la antigua inclinación, ya que no podamos decir, porque sería una exorbitancia, «sin que se apagara del todo la llama de la antigua pasión». En Theodosio, al menos, quizá se avivó al transfigurarse. Él, que conocía por la fe un hombre-Dios, había acabado por ver distintamente en Aglae una mujer-diosa, criatura a un tiempo natural y sobrenatural, capaz, si se lo propusiera, de enloquecer a todo un Olympo y de arrastrar al pie de la Cruz a todas las gentes del planeta. Sin darse cuenta, Theodosio había acabado por confundir en sus respetos y en su culto la célica figura de Aglae con otra Virgen María que deambulase por la tierra; y, como cruzado y caballero suyo, no quiso emprender la ardua aventura de Oriente sin despedirse de ella y confortarse con los tibios efluvios y la gracia divina de su alma.
Si en el último fondo de sus arrobos fermentaban algunos sedimentos de no tanto misticismo, no me atrevería a decirlo. Quien sea psicólogo, analice los sentimientos del solitario de Cauca para con Aglae: yo no alcanzo tanto.
Volvamos al instante de la entrada de Aglae con Numisio. Lo primero que aquella hizo, luego que se hubo interesado por la salud de Theodosio y la de su mujer Flaccilla, de su bebé Arcadio, de su hermano Honorio, de su tío Euchario, de su sobrina Serena, etcétera, fue a echar un vistazo al cuarto estudio de Didymo y Veriniano, al dormitorio de Sylvia (animula innocens, como ella la llamaba), hija de un hermano de Taciano, difunto, y de la hermana viuda de Theodosio; a la cama de Prócula, una liberta enferma, arrojada por su patrono y recogida aquella misma mañana; a las cocinas, a los departamentos de tejido, lavado, costura y molienda, donde estaban el villico, su mujer y los servidores a sus órdenes, con objeto de cerciorarse de que todas las ruedas habían marchado concertadamente, de que todos estaban en su puesto, y dar las necesarias instrucciones para lo que todavía quedaba por hacer; y en seguida volvió gozosamente al lado de los huéspedes a ser el alma de la reunión, que ni Taciano ni Theodosio acertaban a animar.
En CaesaraugustaYa atronaban los aires los martillos de los herreros cascantinos, hijuela del gremio Turiasonense, forjadores de espadas famosas en el mundo por la finura de su temple, celebradas siglos antes por Plinio el Naturalista y por Justino, al par de las de Bilbilis, cuando Theodosio, con su séquito, tomaba el camino de Mallén y Alagón en demanda de Caesaraugusta.
Aquel día, el general estuvo taciturno e inabordable, sin hablar ni media docena de palabras en toda la jornada. Se habla encerrado dentro de sí mismo, ajeno a cuanto le rodeaba: en ese mundo interior veía, hechizado, unas pupilas esmaragdinas con reflejos áureos, que le miraban; oía embelesado la música de una voz acariciadora más dulce que el susurro de una colmena al atardecer. Numisio, que había tenido que dejar para mejor ocasión la anunciada excursión a Tudela y al Ebro, se las compuso con Taciano, que se había empeñado en acompañarles cuando menos hasta Caesaraugusta.
Una vez en esta ciudad, dedicaron la noche entera a descansar, sin más distracción que una rápida visita al sepulcro de Santa Engracia y a las reliquias de los Diez y ocho mártires y las Santas Masas, y recibir al Obispo, a la Chancillería, a la Curia y al Tribuno de la cohorte allí acantonada; mientras Numisio cumplía con Pacieco (que había mejorado mucho, igualmente que su familia), despachándolo para Nertóbriga con una carta, Taciano no pudo pasar sin echar un vistazo al Ebro, su vida, su pasión.
A la mañana siguiente muy temprano salieron de la vieja Salduba, atravesando la muralla por la porta Romana. La impaciencia de Theodosio iba en aumento, y hubo que renunciar al cómodo rodeo por Osca y tomar la vía directa de los Monegros, más arrimada al río, no obstante hallarse en mediano estado de conservación, y aún en largos trayectos muy deteriorada.
Desde la primera hora despidió la escolta de la cohorte, para caminar más suelto y en mayor silencio, y también huyendo de las nubes de polvo que se levantaba en los frecuentes recorridos por el viejo camino ibero, naturalmente «vía terrena», que iba por lo general paralelo a la calzada.
Al tocar en el bajo Cinca (debajo de Fraga, hacia Nuestra Señora del Escarpe), Numisio echó una mirada ansiosa de militar y de agricultor al lugar del río donde Julio César había sangrado la corriente para fines estratégicos en su guerra contra los lugartenientes de Pompeyo, tal como le era conocido con gran pormenor por las obras de César mismo y de Lucano.
En IlerdaEn Ilerda (Lérida), Numisio habría querido llevar a Theodosio a sus estados de Turnovas, próximos de allí, y ya con tal designio había hecho concentrar tren suficiente en la ciudad; pero a la primera objeción del general se rindió, comprendiendo que tenía razón: «Será a mi regreso; ahora... ¡antes sería estudiar sobre el terreno la campaña de César y los lugartenientes de Pompeyo sobre el Segre; y hallándonos en el centro mismo del teatro de la guerra tengo que renunciar a ese gusto a la vez que a esa lección»!
Fueron a alojarse en casa del Obispo, deudo de Numisio. Era un hombre enemigo de todo género de tildes, sutilezas, tiquis-miquis y teologismos. Espíritu positivo, cuanto sincero y honrado, enamorado de la verdad, apartaba de sí cuanto pudiera ensombrecerla. Era una encarnación del sentido común del pueblo complicada con cierta dosis de escepticismo. Su probidad, su honestidad y su sinceridad seducían a todos, y a ese título le sufrían muchas genialidades.
Disputaba en cierta ocasión con el Obispo de Barcelona quien, en un instante de apuro, le arrojó esta sentencia como quien arroja una piedra:
(El Obispo): Ya sentenció Jesucristo: el que no está conmigo, está contra mí.
(Numisio): Vaya usted a saber lo que dijo, si es que dijo algo...
-¡Bah! Ya tenemos a D. Pyorhon en campaña.
-La cuenta es clara, no falla y no hay Pyorhon que valga.
Uno de los Evangelios, quizá el de San Mateo, si no estoy trascordado, y asimismo el de San Lucas (Mateo, XII, 30:-Lucas, XI, 23), ponen en labios de Jesús dicha sentencia: «El que no está conmigo, está contra mí.» Pero un tercero, San Marcos, le atribuye el pensamiento contrario: «El que no está contra nos, está por nos.» (Marcos, IX, 39.)
-Convendrás conmigo en que no es mía la culpa, y sin embargo, ¡querrías hacerme pagar los vidrios rotos!
-Y tú, por lo visto, te decides por la versión optimista de Marcos.
-Yo, no; me lavo las manos... Quizá ninguna de las dos sea exacta y acertada como criterio general de conducta en lo privado ni en lo público; la vida es cosa demasiado circunstancial para que se deje encerrar en tales moldes rígidos. Así, ninguno de los dos opuestos criterios me satisface... Pero en fin, no es cosa de quemarse las cejas. Y si San Marcos en vez de contra nos, que trae efectivamente el original griego, hubiese escrito contra vos, como quiere la versión latina...
Numisio previno la conclusión con un expresivo movimiento de hombros y su habitual muletilla: ¿Qué más da?
Una espina que en tan preciosa ocasión se atravesó en la garganta del Obispo, le dispensó de desatar aquel nudo escrituario, aquel lugar teológico al enfant terrible de su pariente, a quien tenía sobrado motivo de conocer.
Aquella noche, Theodosio no pudo dominar su inquietud: a cada momento se despertaba, soñando ora que Gratiano fustigaba a los caballos del Sol y que ya había amanecido, ora que Fritigern le había sorprendido en la cama y lo estaba tostando a fuego lento. Su desazón y zozobra obligaron a forzar la jornada, renovando el tiro en las mutationes, para recorrer en día y medio las 52 o 53 millas (unos 77 kilómetros) que los separaba todavía de Tarraco.
En TarracoA la entrada de Tarraco, antes de llegar a la muralla pelásgica, Numisio y Theodosio se apearon, y entraron a pie en la ciudad para no llamar la atención ni atraer golpe de curiosos, dando orden de que transportaran el equipaje al muelle para su embarque.
En uno de los pórticos del palacio de Augusto, pendía, al alcance de la vista, la indictio, edicto imperial en que el gobernador de la provincia, por orden del proefectus proetorio, hacía público el número de solidi o escudos de oro que se repartían aquel año a cada caput o jugum de tierra por concepto del impuesto directo llamado jugatio o capitatio terrena. La cuota aparecía recargada respecto de la del año anterior, en previsión de los nuevos gastos militares a que podía dar lugar la irrupción goda. Centenares de humildes labriegos y medianos burgueses, que habían corrido a enterarse, se agitaban presa de la mayor indignación. Habían diputado a Milán una comisión o legatio censualis, con el fin de obtener un alivio en la contribución territorial directa, ya insoportable; y he aquí que, en vez de la esperada respuesta, se encontraban con un decreto general de agravación. No es de extrañar que lo tomaran como caso de burla y se desataran en improperios contra el Gobierno imperial.
Numisio saludó a algunos, al paso que le decían:
-Nuestras tierras no producen ya para nosotros, sino para los comensales del Estado: tenemos que hacernos todos colonos adscripticios.
-¿Qué peor le iría al Imperio -gritaba otro- de no tener ejército ni pagarlo? Nos despellejan vivos, y ya se ve para qué: para procurarnos éxitos y satisfacciones de amor propio tan gloriosos como el de Andrinópolis.
-No podemos quejarnos de nadie, sino de nosotros mismos -clamaba otro-; porque no contestamos a la sangría suelta con la amputación, instando a los invasores a que se corran a Occidente y se apoderen de todo de una vez, seguros de que todavía ha de irnos menos mal con ellos que con éstos...
Cuando más encrespados estaban los ánimos y la exasperación de los contribuyentes había llegado al último grado de paroxismo, vióseles cruzar a la carrera al Foro y agolparse a la puerta de la Basílica, donde se estaban enajenando en pública subasta judicial los inmuebles y los siervos embargados a los morosos en el bimestre anterior, por atrasos de contribución territorial y débitos de especies annonarias. En el vestíbulo, sobre los tablones de anuncios, de forma que pudieran leerse de pie, se veían fijadas las leyes fundamentales del ramo, entre las cuales descollaban dos de Constantino Magno y de su hijo Constantino Augusto al gobernador del Bética, datadas en 323 y 337. Theodosio, aunque sentía un malestar punzante, no supo reprimir su curiosidad, y penetró en la Basílica. ¡Nunca lo hiciera! Uno de los deudores que asistía a la ejecución, y que no había encontrado en muchos días ni a última hora quien le prestara la suma necesaria para rescatar del embargo su posesión y los siervos adscritos a ella, al ver que se adjudicaba a uno de los postores, liberto y mandatario de cierto potentado territorial, las heredades y el solar paterno donde naciera él y sus hijos, y su padre y abuelo, y que había provisto al sustento de tres generaciones; al considerar su humillación y el desamparo en que quedaba él y su familia, le faltó valor para soportar aquella caída y esperar mejores tiempos, acabó de perder la cabeza y se clavó un cuchillo en la garganta, en medio del estupor del apiñado concurso que llenaba la sala de actos. Eso es lo que había atraído a los indignados terratenientes desde los pórticos del palacio rectoral. Cuando Theodosio llegaba, el suicida acababa de desangrarse y expirar.
El revuelo que este suceso promovió fue espantoso. Los ejecutados de dentro y los intimados de fuera, en la exaltación del delirio, perdido todo freno, como epilépticos, como orates, confundieron su desesperación y su frenesí en un clamoreo rabioso, ululante, a un tiempo sollozo y somatén, y del cual partían, como centellas de una nube tempestuosa, maldiciones, interjecciones, apóstrofes, insultos, blasfemias, amenazas y alaridos, gritos desgarradores, casi guturales, de los cuales los menos acres y virulentos eran por el tenor de éste:
-No es un suicidio, ha sido un asesinato. ¡A eso llegaremos todos si no nos defendemos! ¡A la última pena debería ser condenado el Estado, por homicida y por ladrón! Y todos nosotros por lanigeros que lo soportamos. ¡Vivan los godos!
-¡Vivan! -respondió en un grito formidable, alzando airadamente los puños y dirigiendo rencorosas miradas al Gobierno civil, encarnación para ellos del Estado, el numeroso gentío que había ido congregándose de toda la ciudad.
Theodosio salió tambaleándose; sentía así como una conmoción cerebral; no se daba clara cuenta de lo que había visto y oído; la Basílica y el Foro se le representaban como un Averno suelto. Cogido al brazo de Numisio, huyó horrorizado de aquellos lugares, y en el jardín de la casa se dejó caer en un banco, maldiciendo la mala inspiración que había tenido de entrar modestamente a pie y de incógnito en la ciudad. Mas Numisio, práctico siempre, le alivió el pesar con estas sensatas reflexiones:
-Desagradable, sin duda ninguna, lo es; pero no te arrepientas: conocías la máquina del Estado, ahora, vas conociéndole el spiritus intus: como antes con Epasto, has visto ahora con el Fisco cómo se disuelve un Imperio; y hay que felicitarse de ello, porque el toque no está sencillamente en castigar la insolencia de los godos y reducirlos; hay que reducir además, y muy en primer término, al emperador y a sus ineptos y deslumbrados ministros.
Dicho esto, introdujo a Theodosio, mustio y desalentado, en la casa, donde ya le estaban aguardando el gobernador y las demás autoridades de la provincia, de la chancillería y de la ciudad para cumplimentarle. Despachóles Theodosio en un instante, a título de fatiga y urgencia, y fue conducido a toda prisa al baño que había de entonarle y vigorizarle. La preocupación que ahora le trabajaba era ésta: ¿Debo volver a Cauca?
Si Cauca hubiese estado más cerca o Numisio le hubiese dado alas, de fijo se vuelve.
Antes de abordar la sigma para comer, Numisio le llevó a echar un vistazo al jardín y a la casa. No era esta la más espaciosa y rica de Tarraco, pero figuraba entre las mejores de segundo orden. Tenía el mar al frente; hallábase situada encima del puerto, próxima al palacio de Augusto, residencia del gobernador. Su arquitectura, el decorado y mobiliario, eran más sólidos y sinceros que suntuosos: el mármol era mármol y no estuco pintado; los cuadros eran cuadros y las estatuas eran estatuas, obra de los que se decían autores; no copias de la víspera, con la firma suplantada de Apeles o de Zeuxis, de Polycletes o de Myron; la vajilla de plata antigua era antigua de verdad, y no imitación colgada a Calamis o a Mentor. En el jardín gallardeaban, alternando con las rocallas, los surtidores y las estatuas, palmeras, laureles, plátanos y citroneros cargados de cidras; esta hermosa fruta que había hecho famosos los jardines de las Hespérides.
Como ya otra vez, te perdono, lector, la descripción y sigo adelante. Numisio resumió, diciéndole a su huésped:
-Tal como es, no la cambiaría por la mismísima domus aurea de Nerón, grande como una ciudad, fantástica como un cuento de hadas. Para alojarte a ti es poco, y esto me apena; para alojarme a mí es demasiado, y esto me apena también, y aún me intranquiliza, como si usurpase fundo ajeno, cuando reflexiono cuántos y cuántos que, mereciendo más casa que yo, tienen menos o no tienen ninguna.
Delante del triclinium, o comedor de verano, refulgían tres cuadros de procedencia griega y mérito soberano: el sublime sacrificio de Alcestapor su marido Admeto, Antígone justificándose ante Creon de haber dado sepultura al cadáver de su hermano Polinice y la despedida de Héctor y Andrómaca; tres de las más admirables páginas de la antigüedad pagana.
En el opulento servicio de cristalería antigua llamó la atención de Theodosio la copa de vidrio que le pusieron para el vino: una elegante copa tallada que representaba, en finísimo relieve, la creación del hombre por Prometeo, con esta inscripción en lengua griega ( y ) y que valía un capital. Theodosio, que se había ya rehecho algo y se pagaba de beato más que de arqueólogo, dijo a Numisio:
-Hombre, tratándose de una casa cristiana, parece que deberías haber representado en la copa, más bien que esa fábula, la creación del hombre por Jehová...
-¿Qué más da?- repuso el desenfadado anfitrión, acompañando estas palabras de un amable encogimiento de hombros que valía por todo un programa.
La liburna (falúa, embarcación) estaba aparejada y marcharon al puerto.
Al pasar por delante de la grandiosa, monumental ara de Augusto, todavía en pie, aunque muy deteriorada desde la última restauración, se pararon a contemplarla. Entonces Numisio, apuntando a la escalinata que conducía a ella, dijo a Theodosio:
-Subiremos, si quieres, ya que no a sacrificar, a comer dátiles...
Theodosio entendió, y los dos se echaron discretamente a reír por cuenta de aquella Comisión de la ciudad que, en tiempo del emperador Augusto, se trasladó a Roma con objeto de participar a éste el prodigio de una palmera que había brotado espontáneamente entre los sillares del ara; que fue ocasión de que Octavio pronunciase cierto dicho agudo que Quintiliano ha recogido como ejemplo de ironía fina: «¡Con que una palmera en el ara! Señal manifiesta de la frecuencia con que sacrificáis en ella...»
El puerto y las vías afluentes estaban henchidos de apiñado gentío. Entre el palacio de Augusto y el puerto se había desplegado la vexillatio de la Legión Gemina VII, de guarnición en Tarraco. El proefectus orae maritimae (comandante de Marina) tenía dispuesta su flotilla para levar anclas y marchar de conserva tras el general, escoltándole hasta cabo Miseno. De las autoridades y altos funcionarios no faltaba uno.
Las últimas palabras de Numisio, al separarse de Theodosio, fueron cortas, pero tan expresivas como todo esto, que valían por todo un programa:
-«¡Adiós, Scipión Cunctator!» Aludía a cierto debate que habían sostenido al paso por Numancia sobre el modo cómo habrían de ser combatidos los godos, ensoberbecidos por consecuencia de su triunfo de Andrinópolis.
Capítulo IV : Quién era Numisio
Mientras Theodosio surca, a remo y a vela, el mar Baleárico, el mar Tyorheno, el mar Jónico, el mar Egeo y el mar de Thracia, en demanda del puerto de Thesalónica (once o doce días de navegación), cumple al cronista detenerse en la interesante personalidad del compañero de armas que dejaba atrás, en la Península, dedicando un buen capítulo a sus primeras andanzas y a su retrato moral; me refiero a Alucio Numisio Pomponio, en el uso común Numisio a secas.
Vivió en el siglo I del Imperio un potentado indígena llamado Sexto Pomponio, descendiente de uno de los antiguos régulos de la Celtiberia, y todavía entonces Hispaniae Citerioris princeps, según lo intitula Caio Segundo Plinio, al representárnoslo cual otro patriarca, en medio de sus rústicos, ocupado en los cuidados de la labranza y descubriendo remedios contra algunas enfermedades. Fue una de las familias, selectas de la nobleza provincial establecidas en Roma por iniciativa de Claudio y Vespasiano, que habían entendido renovar por ese medio la sangre putrefacta de la metrópoli. Entonces fue cuando Sexto adquirió la nobleza romana, que hizo de él un clarissimus del orden senatorial. A la tercera generación, la familia de los Pomponios se restituyó a su solar de Nertóbriga (Calatorao), en España, para no abandonarlo ya más.
Tan larga residencia en la ciudad -lumbrera, metrópoli del mundo-, debió avivar el seso de los inmediatos sucesores de Sexto Pomponio y descorrer a sus ojos nuevos horizontes, que no carecían de algunas consecuencias luego que la familia se reintegrara a la vida rural. De una de ellas tenemos circunstanciada noticia.
Hasta entonces, las ricas haciendas que esta casa poseía de inmemorial en los valles del Jiloca y del Jalón, estaban dedicadas: la parte menor, a la siembra de granos; la mayor extensión, a pastos, así naturales como artificiales, con destino a la cría caballar. Ahora se les ocurrió acaudalar esas fuentes de producción con una industria considerable, a saber: la extracción y labra de vidrieras de mica o piedra especular en criaderos de su propiedad inmediatos a la carretera transversal de Bilbilis a Sagunto, para la exportación a Italia y Oriente, en cuyos mercados eran preferidas por su transparencia y limpidez y por su tamaño a las vidrieras naturales de Sicilia, de Chipre y de Capadocia. A fines del siglo III, a causa de haberse generalizado, no obstante las ordenanzas limitativas, la costumbre de rasgar las fachadas de las casas con balcones y galerías, así exteriores como interiores, Otcomerio dio gran impulso a esta granjería, comprando nuevos criaderos de piedra especular y ensanchando los talleres donde los bloques, aserrados en cantera, se desdoblaban, reduciéndolos a delgadas láminas translúcidas, para aplicarlas a bastidores de bronce del tamaño de los huecos.
Por el mismo tiempo, en los albores del siglo IV, los Pomponios se ilustraron, en el concepto cristiano, dando al santoral de su religión una mártir tan caracterizada como la denodada hija de Otcomerio, Santa Engracia, que sobrevivió a su martirio, acaecido en Zaragoza.
Tal es la familia de quien había nacido y era miembro y había de ser continuador Numisio, cuyo padre vivía aún a la fecha en que nuestra relación ha dado comienzo.
Frisaba Numisio en aquella sazón en los treinta y dos años. Era en lo físico de complexión maciza, menos prestante que Theodosio; estatura aventajada, manos finas, con brazos y dedos de acero; frente espaciosa, y tersa; barba recia, todavía negra, con algunos rodales grises; nariz apolínea, ojos a flor de cara, sin aquellas profundidades de abismo a donde no alcanza jamás la sonda, pero que sólo se ven en las novelas; mirada apacible y bondadosa, pero firme; cejas como dos arcos rebajados, que, cuando la frente se doblaba al peso de alguna honda preocupación, se plegaban hasta convertirse en dos arcos de medio punto, como si cedieran a una gran presión lateral, dando una extraña expresión al semblante.
Era sencillo de corazón, de vivo ingenio, de limpias costumbres y de gran consejo; discreto, cortés, afable y tolerante con los demás, franco, llano, longánimo, sin dar por el lado del candor ni por el de la franqueza en niño sin pecado o en niño grande. Alma tersa y diáfana (y de una pieza), sin pliegues ni concavidades, iba derecho, sin desviarse un punto, a la justicia y a la verdad, dispuesto siempre a romper una lanza por éstas, que eran las dos estrellas polares de su existencia. Abierto de par en par a todos, hallábasele siempre pronto a oírles, a guiarles, a consolarles, a asistirles, a defenderles, a recibir de ellos consejo y enseñanza. Gozaba crédito y autoridad en los diversos partidos pagano, cristiano-romano, arriano y librepensador.
Era entrañable y humano en grado heroico, tanto como aquellos que se desprendían de sus bienes para retirarse al yermo; «hombre de mucho prójimo», como decía el pueblo. Poseía para ello una facultad que no ha sido nunca española: la facultad de indignarse ante la injusticia hecha a los demás, sintiéndola como propia. Era un carácter sin ductibilidad: le faltaba claroscuro. Se identificaba con la causa de los débiles y de los oprimidos, abrazándola con más ardor que si fuese propia. De sus rentas, no disponía para sí más que de una parte; la porción mayor se resolvía en dádivas a los necesitados, de cualquier condición que fuesen. Con una particularidad: que obraba así por una necesidad de su naturaleza, sin pensar que en ello se complicase ninguna virtud ni hubiese materia de agradecimiento por parte del favorecido o de recompensa por parte de la divinidad; semejante en esto a la viña que habría dicho Marco Aurelio, la cual, después de haberse vendido su cosecha, sin engreírse, sin darse cuenta de que ha obrado el bien, sin pensar que pudiera haber obrado de otro modo ni aguardar a que se lo agradezcan, se dispone a seguir produciendo fruto con igual voluntad que en la anterior estación. Para él, socorrer era pagar, era restituir.
En todo servicio prestado por un hombre a otro hombre (así discurría él), hay un deudor y un acreedor, pero no después de la prestación, como piensa el vulgo, sino antes. ¿De qué modo? Yo, el que llaman bienhechor, era el deudor; el que llaman beneficiado, era mi acreedor; hecho por mí lo que intitulan beneficio, favor, caridad, limosna, servicio, etc., beneficiado y bienhechor quedamos en relación mutua de igualdad, no siendo yo por razón del beneficio o caridad acreedor ni deudor el otro, como a los ojos del hombre distraído pudiera parecer. El hombre debe derramarse en una callada y no interrumpida efusión, no de otro modo que el fruto maduro de la higuera, el cual, lejos de hincharse fatuamente, se abre, ofreciendo su miel a las abejas, a los pájaros y a los hombres.
En suma de todo; era Numisio hombre que poseía corazón, cosa rara en tierras de España. Las injusticias, la improbidad, la opresión de los desvalidos y desheredados, la falta de piedad ante los dolores humanos (la indiferencia, el hielo), el engaño y la insinceridad, los ojos cerrados voluntariamente a la luz, por egoísmo, en mengua del deber: sólo esto le sacaba de quicio, haciéndole perder aquella quieta, serena ecuanimidad, que era el don más preciado de su alma, y arrastrándole a extremos, arrebatos de brusquedad, y aún de violencia, que le daban apariencias de rebelde e inconsciente libertario que fiaba más en sus puños que en las leyes.
Con ser su patriotismo tan ardiente como el del más férvido y exaltado patriota, miraba al sol del Imperio cara a cara y le veía las manchas, sin dejarse deslumbrar por sus rayos cegadores: no se casaba con él, ni le adulaba, ni le disimulaba tanto así, y a despecho de sus viejas pretensiones de eternidad le veía declinar rápidamente, próximo ya, al ocaso, como no se diese prisa a renovarse y cambiar de piel. Aplicando a esto su gran sentido de la medida, burlábase del retoricismo patriotero que se fingía en actitud de adorar prosternado y atónito ante la grandeza del Imperio. En una ocasión, visitando las escuelas fundadas por él y su convecino y amigo Sura, halló a un gramático explicando a sus alumnos el mapa-mundi, que identificaba el planeta con el Imperio romano orbis = urbs, y sin poder contenerse, interrumpió la lección, en forma que no desautorizase al maestro ante el infantil concurso, por el medio indirecto de aproximarse al mapa, mirar atentamente sus trazos, alzarlo en la mano como si lo sospesase, colgarlo otra vez y dirigir la palabra a los escolares en los siguientes términos: «Vuestro maestro tiene entera razón: hay, en primer lugar, como él os ha dicho, el Imperio romano, de que nosotros formamos parte y que se halla partido en dosel Oriental, metrópoli Byzancio, y el Occidental, metrópoli Roma; hay luego a saliente el Imperio persa, con el cual estamos frecuentemente en guerra, y cuyas armas nos privaron de un emperador joven y que prometía, Juliano; hay por el lado del Septentrión, al otro lado del Rhin y del Danubio los germanos, officina gentium, una rama de los cuales, los godos, acaba de privarnos de otro emperador, Valente; y más allá de los pueblos germánicos, los scythes y los hunnos: y al otro lado de la Persia, los Imperios del Sindostán o Indostán; y más lejos, apartados por meses de navegación, los pueblos séricos o sínnicos, de donde nos viene la seda; y a mediodía de los desiertos líbycos, un mundo de hombres negros, donde pululan las razas, cuyos mares interiores nos envían el río Nilo, y cuya circunnavegación costó años a los fenicios enviados por el Faraón de Egipto, Necao II hace mil años, según lo cuenta Heródoto, y de cuyo interior desciende a nuestro mar Interno el río Nilo, cuyas remotísimas fuentes fueron a explorar algunos romanos enviados por el emperador Nerón, según refiere Séneca; y en el hemisferio opuesto al nuestro, un continente desconocido, que Pomponio Mela delineó en su mapa del Orbe. Calculad cuántos imperios como el romano caben en el orbe de la Tierra. Pues todavía no os imaginéis que eso es mucho: pensad más bien que todo eso es nada. Tal vez a estas horas, los moradores del planeta Venus o de Marte, mirando hacia nuestra Tierra, se harán, como una gran temeridad, esta pregunta: «¿Estará habitada?»
Ya se comprenderá que el maestro se quedó como quien ve visiones, dudando si era Numisio o si era él quien se había vuelto loco.
En punto a religión, las referencias que han llegado al cronista son de lo más obscuro. Su madre había sido cristiana; él pasaba por serlo, y había procurado enterarse, y hasta se le veía en ocasiones practicar. Sin embargo, era juicio unánime entre sus amigos, así cristianos como paganos, que su cristianismo había abortado o que se había atascado en la epidermis. Si en el fondo de su alma alentaba algún ideal religioso no tenía conciencia de él; en otro caso, era demasiado sincero para haberse reservado su credo o su profesión de fe. La verdad es que había dejado de sentir calor por los dioses nacionales y no había empezado a sentirlo por la cruz. Espíritu positivo, encarnación de sentido común del pueblo, complicado con cierta dosis de escepticismo, le aburrían y daban trasudores los dogmatismos y las diferenciaciones sobre lo divino; poco menos que lo veía todo de un mismo color: Hesiodo y Moisés, Jerusalén y Elensis, Sabazio y Cristo, Varrón y Augustín, omefagia y comunión, Ambrosio y Symmacho, Athanasio y Arrio, ¿qué más da? A él que no le hablaran de metafísicas y teologías, ergotismos y logomaquías, puros flujos de lengua y artes de juglería: para esa clase de cuestiones no tenía la cabeza encima de los hombros, sino debajo: los encogía, y... y ríanse ustedes de Pyorhón. Su maña era para la mecánica, los cultivos y la ganadería, la hidráulica, las manufacturas: en eso tenía puestas todas sus complacencias.
Podría comparársele en cierto respecto con un poeta famoso de su tiempo, Ausonio, cristiano en la corte, pagano en el campo, espíritu amable, indeciso, bien hallado con su indecisión (que le relevaba), que no le demandaba virtudes heroicas para romper lanzas por los dioses de la religión nacional ni para dar el salto desde ella a la del Crucificado,- si no fuese que Numisio había tomado la vida en serio y conservaba en el fondo, bajo exterioridades de indiferentismo y de rudeza, la antigua gravedad romana, tan distante de aquella elegante versatilidad del ilustre vate aquitano.
Un hecho nos dará a conocer a Numisio en este orden mejor que pudiera la más docta disertación. Cuando Macrobio, aquel aventajado comentarista y compilador, todavía pagano (después procónsul de las Españas, en 399) preparaba el libro Sueño de Scipión, inspirado en la República (?) de Cicerón y en el neoplatonismo de Plotino y sus discípulos, en el cual dogmatizaba sobre la inmortalidad del alma y la vida de ultratumba, ocurrióle incidentalmente explorar la posición de su amigo Numisio, como de otros, entre la derecha espiritualista y la izquierda materialista, representadas respectivamente por el gran orador y filósofo de la República, Cicerón, y el gran enciclopedista del Imperio, Plinio.
-¿Cuál de los dos (le preguntó) piensas que está más en camino de la verdad?
No agradó a Numisio que quisieran mezclarlo en cosas que no le iban ni venían; y así, se limitó a desenvainar aquel su socorrido bostezo y la impertinente muletilla que ya le conocemos:
-¡Qué más da!
-¿Cómo que da igual? ¿Pues cuál actitud sustentas enfrente del más oscuro y del más temeroso enigma de la vida, que es la muerte? ¿Quid faciendum?
-¡Quid faciendum! Pues, hombre, nada más sencillo; dejarse ir y ya se verá ello.
Dijo esto ingenuamente, candorosamente, sin malicia y sin ironía, para sacudirse la comprometedora interrogación, sin ánimo de burlar o defraudar a Macrobio, con aquella adorable bouhomie que le ganaba tantas simpatías y le hacía perdonar tantas genialidades. Macrobio, sonriendo, le amenazó con el puño levantado a guisa de martillo sobre su cabeza, mientras decía lo mismo que de Taciano había dicho Theodosio:
-¡Siempre el mismo! No pasan años por él.
En materia de gobernación, al revés de lo que suele suceder, juntaba las más sobresalientes aptitudes con una vocación decididamente refractaria. Su golpe de vista reunía dos cualidades sin las cuales no se comprende un estadista y que, sin embargo, se dan casi siempre con separación: era a la vez telescópica y microscópica; dominaba las lejanías, miraba y veía a grandes distancias, y con igual claridad aprehendía los primeros términos, no escapándosele detalle alguno del caso, del suceso, del medio o ambiente social, de la necesidad, de la norma, de su ejecución. A pesar de su falta de aguante y de correa, que les hacía subir algunas veces la mostaza a la nariz, y acaso más bien ayudando esa falta a sus otras relevantes cualidades, habría sido un gran gobernante para aquellas aciagas circunstancias, y fue para el Imperio una desgracia, tan grave como el más grave descalabro, que ni Theodosio hubiera acertado a ganarlo para ninguna de las grandes prefecturas y condados o ministerios, ni para el consulado, ni para la augustalidad en las varias ocasiones en que lo intentó.
La residencia central de su familia era, ya lo hemos dicho, Nertóbriga (Calatorao), orillas del río Jalón, entre Caesaraugusta (Zaragoza) y Bilbilis (inmediaciones de Calatayud, a treinta millas de la primera y veintiuna de la segunda (45? y 31? kilómetros). Después de abarcar el extenso territorio de la villa actual, se corría hasta los confines de Bilbilis, Calamocha y la laguna de Gallocanta. Lo mismo la parte de secano que la de regadío criaba buenos y abundantes pastos, sustento a copiosos rebaños de reses vacunas y lanares, y sobre todo de ganado caballar. Algunas porciones estaban dedicadas a labor: cereales, olivar, viña y huertas pobladas de frutales.
Era población muy antigua y formaba parte, geográfica y políticamente de la nación Lusona o Lusitana. Antes de la conquista romana acuñó moneda propia, con leyenda en caracteres ibéricos:V19,W17^. En el siglo III antes de nuestra Era, una gran parte de los lusones o lusitanos, arrollados por una invasión gala, emigraron hacia occidente, siguiendo la corriente o línea de los ríos Jalón, Henares y Tajo e imponiendo a la cuenca baja de este último río el nombre nacional de Lusitania: los procedentes de Nertóbriga reprodujeron el nombre querido de esta su patria chica en otra Nertóbriga (Fregenal de la Sierra) y perpetuaron en ella por luengos siglos, además de la toponimia, la religión y el idioma de los celtíberos del Jalón, según observó Plinio en el siglo I del Imperio.
En esta población, el año 346 de nuestra Era, nació Numisio y en ella, con preceptores domésticos, y después en Tarraco, capital de la provincia, dióle su padre (nieto de Otcomerio) la educación clásica que todavía en aquel siglo recibía la juventud de ambos sexos, aunque profesara la religión cristiana. Dispuso después su padre que cursara y practicara leyes y jurisprudencia en Roma; pero su vocación repugnaba estas disciplinas y lo que en realidad estudió fueron ciencias naturales e ingeniería. Asistía con asiduidad, eso sí, a las tertulias de Sexto Petronio Probo y Anicia, cristianos, y a la de Avieno Symmacho, pagano, prefecto del Pretorio aquel y de la ciudad éste (año 365), como asimismo a la de Albino, patricio que ejercía el pontificado de los dioses, pero que vivía con su mujer y sus hijos, convertido ya al cristianismo, en la mejor armonía. Allí conoció a gran número de senadores y a jóvenes de mérito relevante que después fueron personajes históricos, tales como Ambrosio, Eusebio, Jerónimo, Dámaso, Augustino de Thagasta, Aurelio Symmacho, Ausonio (¿estaba ya en Milán o Tréveris?), Paula, etc.
Grande fue la contrariedad de su excelente padre, que quería hacer de él un hombre público; y por buena composición y consolándose con lo de que por todas partes se va a Roma, decidieron que abrazase la carrera de las armas. Desde Complutum y Cauca sabemos ya que militó, al lado de Flavio Theodosio y de Magno Máximo, bajo las banderas del conde Theodosio en la Gran Bretaña. Su comportamiento, como soldado y como capitán, llamó la atención hasta en la Corte de Tréveris y en los círculos militares de Milán y de Roma: su nombre sonó con aplauso en la Acta diurna del Imperio (Gaceta oficial) Su arrojo sin rival y su sangre fría, la precisión con que prevenía los planes del enemigo, como si le adivinase el pensamiento, la inagotable fertilidad de sus recursos, su pasmosa movilidad, contribuyeron en gran medida a reprimir los desembarcos de los porfiados sajones, a batir a los escotos y empujarlos a sus montañas, y clavar las banderas romanas en las murallas de los pictos como su prudencia al organizar la nueva provincia romana creada por Theodosio al sur de los pictos, sobre las cuatro instauradas con anterioridad.
Numisio pudo debutar, hacer sus primeras armas con Theodosio mismo en la campaña de Valentiniano contra los alemanes y pasar después con el mismo a la Gran Bretaña. A los veintiún años(366 o 367) asistió Numisio, y allí se forma soldado, a la gran batalla en que los alemanes fueron derrotados (367) y penetrar en la Germania (368). César Cantú dice que Valentiniano entró en persona en territorio de los alemanes, «a quienes hizo sufrir una sangrienta derrota.» Largo tiempo permaneció a orillas del Rhin para alentar a los soldados a la construcción de los fuertes con que preparaba aquella línea. Excitados por él 80.000 borgoñeses contra los germanos, se adelantaron hasta aquel río, enemistados con ellos por la posesión de unas salinas; pero no viéndose secundados por el emperador, se volvieron otra vez, matando los prisioneros que habían cogido (371). Entre tanto, cayó Theodosio sobre los alemanes, aprisionó a muchos de ellos y los trasladó a orillas del Po, para formar allí una colonia.
A su vuelta, Numisio contrajo matrimonio con Siricia Natalis, joven de imponderable mérito y de la más rancia nobleza de Tarragona, hija de un clarissimus y cuya genealogía la enlazaba a uno de aquellos régulos ilergetes que seis centurias antes pelearan denodadamente contra los Scipiones. Siricia llevó al matrimonio, aparte valores mobiliarios, vastísimas haciendas o estados, llamados de Turnovas, con sus 1.500 familias de siervos adscriptos a ellas.
Dilatábase Turnovas a derecha e izquierda del Sicoris (Segre), abarcando las extensas planas, ligeramente onduladas, confinantes por el lado del cierzo con el territorio de Bargusia (Balaguer), y por parte de mediodía con los campos vectigales o tierras de propios y pastos o monte de aprovechamiento común de Ilerda (Lérida). Estaba distribuida en numerosas cortijadas y grupos de población, y tenía su centro en la confluencia de los ríos Segre y Noguera Ribagorzana, unas ocho millas al norte de Ilerda, sobre una eminencia llamada en lo antiguo Beliasca, provista abundantemente de agua por un acueducto cubierto que sangraba el Noguera y un depósito excavado en la roca para casos en que el río corría de avenida. Cruzábala una vía provincial: la que pasaba por Aeso (Isona), población considerable, entre el Segre y el Noguera Pallaresa, y seguía al Valle de Arán y a la Galia. Dependencia y complemento suyo era la estiva o monte de Balira, inmediata al Valle de Arán, donde pasaban el verano los rebaños trashumantes de Siricia, que en las demás estaciones del año bajaban a los pastizales de Turnovas y a la cuenca inferior del Sicoris y del Cinga (Cinca), hasta Gallica Flavia y Octogesa, de clima relativamente templado.
Con tan potente base económica, pudo Numisio dar rienda suelta a su espíritu de empresa.
Los criaderos de vidrieras naturales (de mica, etc.), explotados hacía cerca de dos siglos por la familia Pomponia, se estaban agotando y los grandes obradores anejos habían acabado por ser abandonados. Numisio ideó restablecer aquella industria, pero sublimando el producto, haciéndolo artificial y aproximando el lugar de producción a los centros populosos de consumo y al mar para desgravar el transporte. En vez de desenterrar piedra especular, fabricaría vidrio plano para meniana (balcones), ventanas, invernadores, atrios de casas, arcadas de peristilos, baños, carruajes y literas, etc., abaratándolos hasta ponerlos al alcance de todas las fortunas. Desde los días de Séneca, sólo los muy ricos usaban el vidrio plano artificial: Numisio halló que sería hasta una obra de caridad hacer accesible a las clases pobres y medianas la maravillosa invención que permitía gozar el don gratuito de la luz del sol sin vivir a la intemperie; que implicaba un correctivo a las variaciones atmosféricas, una disminución en el número, intensidad y duración de las enfermedades, un aumento de vida y de trabajo. En tal idea, principió recorriendo una gran extensión de territorio, dentro de la Ilergecia, en busca de criaderos o depósitos de arenas silíceas puras y sustancias fundentes, sosa o potasa, cal, alúmina, óxido de hierro.
Bien halló en diversos puntos lo que buscaba, pero acompañado de tal o cual inconveniente, que le tuvo perplejo muchos días; hasta que por fin halló preferible comprar una fábrica de vidrio hueco, que le brindaban próxima a Barcelona, que funcionaba desde el siglo I y elaboraba botellas, copas, ánforas pequeñas, tazas, platos, frascos para esencias, imitaciones de piedras preciosas, brazaletes y otras joyas, y ampliarla con nuevos hornos para la fabricación de vidrio plano. Adquirió el establecimiento entero, con los criaderos de materias primas que le eran anejos. Hizo venir de Italia obreros adiestrados en la nueva labor, y empezó a inundar de vidrieras los principales mercados de la Galia, Sicilia e Italia, además de la provincia Tarraconense, con especialidad las plazas marítimas de Barcino a Tarraco, Dertosa, Saguntum y Carthago Nova, de Carthago Nova a Malaca y Gades, de Gades a Olissippo. No era hombre para dormirse sobre la rutina heredada: a los pocos meses ya había mejorado la calidad de la pasta, haciéndola menos alcalina; había sustituido a los bastidores de metal los de madera, etc.; con lo cual y el criterio de moderada ganancia, hizo la más seria competencia a los fabricantes de vidrio del exterior y a los extractores de mica. En pocos años, el uso de aquel artículo se extendió más que antes en tres siglos.
Otra manufactura preocupó a Numisio por el mismo tiempo: los tejidos de hilo, lonas y lencería. Un pasaje de la Enciclopedia de Plinio le quitaba el sueño: aquel en que el naturalista encarece la calidad sobresaliente del lino de Tarragona y afirma, que los famosos cárbasos se habían inventado en esta ciudad. ¿Por qué Tarragona, y del mismo modo Saetabis, en vez de progresar había retrocedido y su nombre no sonaba en los mercados del mundo, al lado de los de Egipto, de Syria y de Cilicia. Numisio decidió poner remedio a ese estado de sopor y dejadez, tan menguado y ruinoso como humillante, que no quería creer fuese constitucional, montando en Turnovas mismo un establecimiento que fuese a un tiempo fábrica y escuela, seminario de tejedores progresivos y orientalizados y centro productor, dotado de todos los adelantos modernos, manantial de riqueza, agente de civilización.
A tres fines enderezó principalmente su obra: 1.º Abaratar en proporciones considerables, mejorando los precios de la tasa oficial, el género más ordinario, a fin de que se generalizase en el pueblo el uso de sábanas, pañuelos de bolsillo, toallas y mantelería, pero, sobre todo, la camisa de lino, que él diputaba por una de las novedades más beneficiosas para la salud, introducidas en aquel siglo: -2.º Fabricar, en competencia con Scythopolis, Byblos, Laodicea, Alejandría y Tarso, clases finas para las familias acomodadas, incluso byssus y mezcla de byssus con hilo de seda importado de China, de que se hacía gran consumo en España, a fin de evitar la pérdida de numerario, consiguiente a la importación, y hacer un lugar a la Tarraconense en los mercados lineros de Italia: -3.º Mejorar la condición económica de las clases trabajadoras, haciendo de la antigua Ilergecia y de la Cosetania un país, además de agricultor, esencialmente fabril, manufacturero y exportador.
Mientras edificaba en Turnovas las oficinas u obradores y los dormitorios para los hilanderos, tejedores y aprendices, y se construían los telares y demás artefactos, comprometió con diversos contratos y obtenía licencia especial del emperador Valentiniano, con cultivadores del ager tarraconensis y de otros lugares de la región, como asimismo con su padre en Nertóbriga, la siembra y suministro de un cierto número fardos de lino macerado, espadillado y rastrillado, aparte el que se proponía importar de Egipto, mientras maduraba el proyecto de alumbrar aguas de riego para Turnovas por medio de dos canales, que le permitirían cultivar en grande y de su cuenta el preciado textil. E hizo venir a todo coste de Alejandría dos operarios hábiles: uno, capataz de una de las manufacturas de byssus más renombradas de Egipto, para que fuese director técnico, al par que procurator y administrador del establecimiento; otro, para educar graduadamente a los aprendices, que, una vez formados, habrían de esparcirse por el país, promoviendo la creación de una red de fábricas y talleres domésticos, cada vez más tupida.
También estuvo largo tiempo pensando en manufacturas de lana, a lo cual convidaba la circunstancia de que el Gobierno imperial no hubiese fundado en España fábricas de paños (como tampoco de lienzo) y tinte de púrpura, propiedad y monopolio del Estado, como las tenía éste en África, y en Italia. Habría él querido reconquistar los mercados de la Península y del Mediterráneo, que en tiempos remotos abasteciera Turdetania. Pero al cabo, vino a persuadirse de que este género de fabricación debía aplazarlo para más adelante. En los siglos últimos, la industria de las lanerías y de los tintes había alcanzado un alto grado de perfección en Grecia, Chipre, Alejandría y la Campania, y habría sido temeridad por parte de Numisio pretender simultanearla con la del lino. En lo que sí puso empeño fijé en restablecer el crédito del vellón erythreo (dorado o rubio), tan celebrado en la antigüedad y que hacía innecesaria toda suerte de tinte. Después de escudriñar cuanto habían recogido sobre el particular y de llevar a cabo un viaje de exploración por la provincia Bética -con cuya ocasión visitó el celebérrimo templo de Hércules y el monumento de las Columnas, en Cádiz-, emprendió una serie de experimentos sistemáticos y ordenados en sus cabañas de Turnovas sobre la base del cruzamiento y de la selección.
Con los Estados de Siricia partían lindes los de Pinianus, bañados por el Noguera Ribagorzana. Los dos magnates se asociaron para derivar de este río, en
el punto llamado de Piniana (ahora Piñana) un fossatum o canal de riego con destino a fertilizar ambas posesiones y hacerlas más productivas, transformando los cultivos en las zonas a donde pudiera hacerse llegar el agua canalizada. Y el vino vendiendo tierras de las que poseía fuera de la Península, y el otro deshaciéndose de una parte de sus acciones mineras, juntaron caudal suficiente para costear la construcción y llevarla a feliz remate en el más breve espacio de tiempo. Numisio mismo hizo de geómetra librator para practicar la nivelación, hacer el trazado y replantear la obra. Ya llevaban adelantada la caja del canal y habían emprendido el azud y la mina o túnel por donde se hace la toma de aguas cuando saltó un incidente que vino a torcer los designios de Numisio.
Siricia, estaba encinta, y su piedad cristiana, unida a un tanto de superstición, le había sugerido el antojo de alumbrar en la sede de su fe, Roma, ya que no podía aspirar a verificarlo junto a la cuna, del Salvador, en Bethléem; su padre (el de Siricia) tenía formal empeño en que su otro hijo, que era varón, cursara desde aquel año en Roma, y se aquietarían las naturales ansias de la madre con saber que estaba a su lado y velaba por él Siricia en persona; el padre de Numisio, parte por vanagloria, por añadir nuevos timbres y dar nuevo lustre a la descendencia de los Pomponios, parte por patriotismo sincero, vista la penuria de gobernantes capaces que padecía el Imperio y que hacía correr a éste mortales riesgos, volvió con mayor ahínco a su antigua pretensión, poniendo ya sus canas por medianeras. No pudo Numisio resistir a una tal confabulación de voluntades, y convino en trasladarse a Roma con su mujer y su cuñado, encomendando al padre y al suegro el cuidado de terminar el canal de Piniana, terraplenar y gradar las tierras destinadas a prados, huertas y linares, prosperar sus queridas manufacturas y su selecta grey erythea, y, por encima de todo, impedir que decayese lo más mínimo la red de escuelas de niños esparcidas por Turnovas para la población servil de la posesión.
Ya en Italia, puso casa en Roma y en Milán. Sin dejar de seguir cultivando sus caras disciplinas matemáticas y naturales, la botánica y la agricultura, la química, la mecánica, la astronomía... puede decirse que el centro de su vida desde aquel día fueron Nicomacho FIaviano y Vettio Agorio Praetextato, en ocasión en que éste ejercía la Prefectura de Roma (Praefectus urbi), especie de gran ministerio, con jurisdicción gubernativa y judicial, extendido a la populosa ciudad y a un radio de cien millas, y que llevaba aneja la presidencia del Senado.
Fue Praetextato uno de los dos o tres hombres más insignes de su siglo, honor de Roma y de la religión heleno-romana, por la integridad y la pureza de su vida, su espíritu justiciero, su humanidad con los desgraciados, su austeridad para consigo mismo; reverenciado por sus virtudes como un Dios. Para encontrarle parecido, habría que remontarse a aquel grandioso siglo II del Imperio o a la Edad de oro de la República. No le idolatraban tan sólo los paganos, sino los cristianos también. Su modestia le hacía huir de los horrores y dignidades, tanto como las dignidades y los honores le perseguían a él. Cultivaba la filosofía griega y la teología pagana. Era el noble amigo y defensor de los esclavos. Como Pontifex maior de los dioses, ejercía de hecho la suprema jefatura de su religión. A su muerte, pareció como si se hubiese desgajado un mundo, como si se hubiese extinguido una nacionalidad: tan honda y universal fue la emoción, tan persistentes los extremos de luto y aflicción que hicieron las clases todas de la sociedad.
En el palacio de Praetextato había intimado Numisio con casi todas las celebridades romanas de su tiempo: Servio el gramático, los Symmacho, el geógrafo y poeta Rufo Festo Avieno, los Cecina-Alvinus, los Eusthatius, el rhetórico Eusebius, los médicos Dypsario y Evangelus, el compilador y teólogo del paganismo Macrobio, Vegecio, Ammiano Marcelino.
A su lado, principalmente, hizo Numisio, junto con Aurelio Symmacho, el aprendizaje de la vida pública. A decir verdad, tanto por lo menos como discípulo, fue colega y maestro de Praetextato: la perspicacia política del joven español, su alteza de miras, la claridad y prontitud de su juicio, su sentido de la medida en la apreciación de las cosas y de los sucesos, unido todo a la rectitud de su carácter y al fuego de su sangre, generosa y templado por una fuerte dosis de discreción y de prudencia, cada día mayor, que le valía el absoluto dominio sobre sí mismo, enamoraron desde el primer día al Prefecto, en tanto extremo, que ya no dictaba una sola providencia sin consultársela, hasta que acabó por confiársele, tanto como a su propio Vicario, descargándose en él de los graves afanes de la gobernación. En Roma llamaban por eso a Numisio praefectus alter, «el segundo prefecto». Su nombre y sus gestos trascendieron a Milán, y corrieron de boca en boca entre los dignatarios de la Corte con menos de agrado que de prevención, como si vieran en él, para un futuro próximo, un amo o un rival. ¡A la hora en que a Praetextato y Ausonio costaba Dios y ayuda persuadirle a que aceptase la dignidad senatorial con que había sido agraciado por allectio del emperador Valentiniano, no obstante dispensársele en ella de las cargas anejas a la condición de senador!
Su mujer, Siricia, había intimidado con la de Praetextato, Fabia Paulina, a quien admiraba, y en cuyos gustos y prácticas, así domésticas como sociales, procuraba imbuirse. Eso, y el trato con las relaciones de Paulina, que eran de lo más selecto de la ciudad, hicieron en breves meses de la gran dama provinciana una dama romana. Ocioso es decir, para quien conozca los sentimientos de la época, y en especial en aquellos años de paz religiosa, que fueron como la edad de oro de la libertad de conciencia, que Paulina y Siricia se respetaron a sí mismas lo bastante para abstenerse cuidadosamente de todo cuanto pudiera parecer polémica, contradicción o labor de proselitismo. Si a pesar de eso se influyeron recíprocamente, si se operó alguna hibridación en las respectivas creencias, no podríamos, en conciencia, por falta de datos, decirlo: el cronista no sabe más sino que Paulina, pagana, en el epitafio que dedicó a su marido, tiempo después, cuando éste hubo fallecido, expresaba la seguridad de que a su muerte se reuniría a él otra vez; y que, por su parte, Siricia, cristiana, no hacía asco al polytheísmo, explicándoselo como un mundo de númenes subalternos, sometidos a un numen summus, único y supremo, autor de todo lo creado, padre común de los dioses y de los hombres, adorado con nombre distinto por todos los pueblos de la tierra, según doctrina bastante extendida ya por aquel entonces, y hallando que eso mismo venía a ser el cristianismo, con su Olympo de ángeles y de hombres justos (escogidos del pueblo de Dios). Dii pii atque sancti, por relación a los cuales la Biblia da a Iahvé o Jehová el título y dignidad de «Dios de los dioses».
La verdad sea dicha: para conmover en Siricia la roca de su fe, los propios ministros de la Iglesia cristiano-romana se bastaban y se sobraban.
Había dado a luz una niña, a la cual pusieron por nombre Engracia, en honor a la firmeza de su animosa antecesora de Nertóbriga y Caesaraugusta. Numisio la tenía prevenido que se abstuviera de concurrir a ninguna iglesia, en tanto no se aplacase el cisma que mantenía encendida la guerra civil entre los dos bandos de damasistas y ursinistas por la sucesión del obispo de Roma, Liberio. A la piedad de Siricia antojáronsele exagerados los temores de Numisio; y no supo resistir al vivo deseo de hacer la presentación de su pimpollo, el día de estación solemne en la iglesia de Sicinio o de Santa María la Mayor, un día de festividad solemne, aniversario de la elevación del español Dámaso a la sede episcopal de Roma, en que el pontífice mismo habría de celebrar la misa estacional, pública, por tanto, con la acostumbrada pompa, para dar gracias una vez más al Todopoderoso por la asistencia que suponía haberle prestado en la elección, o digamos en sus contiendas y choques sangrientos con los parciales de su rival Ursino.
¡Nunca lo hiciera! Acaba de cantarse el salmo responsorio, después de la primera lectura de la misa; repetía el concurso de los fieles la última frase musical del solista (aún había de tardar algunos años en introducirse en Roma la salmodia oriental de la antífona con sus dos coros), cuando las puertas entornadas del templo se abrieron con estrépito, y una banda irregular de hombres armados, peor que si hubiese sido de étnicos, hizo tumultuariamente irrupción en la basílica, a los gritos de «¡El Pontificado por Ursino! ¡Abajo Dámaso!» Se les provocaba, decían ellos, y allí estaban para responder a la provocación. No se amilanaron por eso los leales de Dámaso: rápidamente replegáronse hacia el ara, detrás de la cual el partido tenía prevenido un depósito de armas para hacer prevalecer el voto de los suyos contra el de la oposición. Los dos bandos se embistieron con sin igual furor, haciendo uso de sus puñales y sus estacas o clavos, y lanzándose, a par de los golpes, horribles ultrajes, maldiciones y blasfemias. En un instante, el mosaico del pavimento se inundó de charcos de sangre, en los cuales resbalaban los combatientes.
Un hombre tempestuoso y airado, procedente de la calle, especie de Hércules furioso, sublime en su cólera, se arrojó temerariamente contra ellos, blandiendo una descomunal tizona, de hoja bilbilitana, y gritando con voz de Stentor:
-Vos fecistis domum meam speluncam latronum.
¡Cuadrúpedos, arre allá! ¡Atrás, forajidos injertos en brutos!
Los fieros tajos y molinetes del intruso energúmeno, habían abierto ancha brecha en los dos bandos enemigos, cuando éstos acertaron reconocer al praefectus alter, Numisio, más temido que Praetextato mismo; y como si hubiesen pactado instantáneamente entre sí una tregua, apretáronse a ambos lados de la nave, aunque todavía sin soltar las armas, y teniendo por seguro que las salidas estaban ocupadas por los vigiles. Hasta los heridos se reprimieron y guardaron silencio. En medio de él pudieron, por fin, oírse los agudos gritos de las mujeres, que se habían replegado en un ángulo, alrededor de Siricia, quien, con sus dos ayas, arqueaba el cuerpo e hincaba y apoyaba desesperadamente los puños y los codos en la pared para resistir al empuje del aterrado mujerío y defender el breve hueco que había de librar a Engracia de morir aplastada. Numisio contuvo el aliento para escuchar; creía haber oído una voz angustiada que le llamaba: «¡Numisio, Numisio!»
Del montón de carne palpitante que la cercaba, dióse prisa Numisio a apartar mujeres desmayadas, levantar e incorporar a las que podían tenerse de pie, empujar
hacia la puerta a las demás. ¡Al fin! Siricia estaba agotada: un instante más, y se habría desplomado presa de un síncope: Numisio la tomó en brazos y la depositó en el atrio. Seguidamente sacó a las dos ayas, que se habían conducido como heroínas y estaban magulladas.
Cuando Siricia y Engracia eran colocadas en su litera, una imponente carroza llegaba y descendía de ella, con aire de triunfador, escoltado por algunos diáconos, Ursino en persona. Un honrado arrebato de pasión, que Numisio habría podido, pero no quiso reprimir, arrastróle a una violencia, por lo demás sobradamente justificada: desde la puerta de la basílica, donde había ya puesto el pie el audaz y terco candidato, mantenedor del cisma, Numisio lo agarró por el cuello y lo sacó fuera, zarandeándolo, sin hacer caso de sus chillidos, manotadas y protestas, ni de tal o cual Malcho que acariciaba, sin recatarse, el pomo de un puñal:
-Sacrílego! ¡A un pontífice de Cristo!
-Aunque lo fueras: no por pontífice, sino por asesino. Gran Barrabás, y, sobre todo, gran Dimas, se perdió la Pasión con no tenerte a su alcance. ¡Judas, aborto del Infierno! En tres siglos hubo unas cuantas docenas de alucinados que cultivaron el sport del suicidio en su forma de martirio provocado; y he aquí que vosotros dos solos, por vuestra condenada ambición, vuestra infernal soberbia, se han hecho más suicidas para el diablo que mártires ha contado el Evangelio desde Nerón. Sois peores que matarifes: no cesáis un instante de forjar degüellos hasta sin pretexto: ¡bien le sacáis el jugo a aquella formidable bagatela del Calvario! Da gracias al cielo de que el prefecto no lo sea yo, en vez de serlo Praetextato, quien no acaba de hartarse de vosotros y se contentará probablemente con desterrarte otra vez. ¡Muchachos! -gritó, dirigiéndose a lo vigiles, que habían ido acudiendo en número de mil, o sea una cohorte, con el subprefecto, un tribuno, siete centuriones del cuerpo y sus respectivos médicos y suplentes-. Conducid a este diácono, presbítero o lo que sea, al tribunal del Praefecto, teniéndolo detenido hasta que él decrete lo justo: no en la carroza, en la litera, con muchísimo respeto.
Dijo, y se marchó todo alarmado al estribo de la litera de Siricia, que empeoraba visiblemente por momentos. También él se sentía mal.
Por calles distintas desembocaron a un tiempo en la plaza, vestidos de toga consular, el Praefecto y su Vicario, con golpe de polizontes. La ambulancia había empezado a recoger heridos. Los muertos en la refriega pasaban de 130; añádase los heridos graves. De los sobrevivientes, unos esperaban amanillados, otros se habían escabullido. Algunas de las infelices mujeres a quienes la bárbara agresión sorprendiera dentro, habían perdido la razón, y apretaban contra su seno a infantuelos muertos, por asfixia o por aplastamiento. Llevado a hombros, con la dalmática y las bandas del superhumeral rozando por los charcos de sangre, más muerto que vivo, salió de la basílica el obispo Dámaso. Su despechado competidor, intentó agredirle, y como se lo estorbaran, púsose a increparle airado por la que suponía provocación, y vomitar sobre él, como pudiera un basilisco histérico, torrentes de fango y bilis, traducidos en invectivas, procacidades y denuestos, sin ningún respeto a las autoridades del Imperio que tenía delante.
Como sigas así -díjole Praetextato, con acento más cálido y resuelto de lo que era en él habitual-, como sigas así, será fuerza enjaularte para que no muerdas. Y te advierto que se me han agotado los temperamentos y la paciencia; volved a perturbar en lo más mínimo el sosiego de la ciudad e iréis desterrados, tú a la isla más solitaria del Océano Germánico, y tus parciales a los desiertos de la Libya. Desde hace tiempo tenéis convertida la ciudad en un averno, como si no fuesen ya bastante los desórdenes, tumultos y asonadas, la sangre y los cadáveres que costó años atrás la insana rivalidad episcopal de Félix y Liberio; y no tengo por qué recordar las matanzas a que dieron ocasión la de Macedonio y Paulo de Thesalónica en Byzancio y tantísimas otras en Oriente. Os exhorto a trataros con menos inhumanidad, a que os améis un poco más los unos a los otros (Dámaso y Ursino se mordieron los labios, reprimiendo una amarga sonrisa, viendo que era un Pontífice de los dioses quien les recordaba, con tanto de firmeza como de ironía, preceptos del Maestro de Galilea). Y os requiero a que cumpláis y hagáis cumplir el edicto de los tres emperadores, por el cual se ha prohibido a los sacerdotes cristianos y a los monjes entrar en las casas de las doncellas y de las viudas, y se les ha declarado incapaces para recibir dádivas, mandas y sucesiones, no obstante lo cual sigáis atesorando sin tasa, porque no dais al César lo que es del César, porque os rebeláis contra su ley, sorteando la incapacidad legal por el rodeo de los fideicomisos. Harto preveo que no lo hacéis así y que será preciso cortar por lo sano, prohibiéndoos usar de más fastuosas vestiduras y tocados que los que llevó el Profeta de quien os decís enfáticamente discípulos: a no discurrir por la ciudad en otras carrozas que las que le condujeron a él en sus peregrinaciones por Galilea; a no habitar otros palacios que los que él disfrutó con su padre, el carpintero de Nazareth; a no regalaros con otros banquetes que los que lograron a su lado los pescadores, sus apóstoles; a no deslumbrar al vulgo con otros brocados, ni con otros encajes, ni con otros armiños, ni con otros joyeles y pedrería que los que engalanaron en vida y en muerte su noble figura; a no aspirar otro incienso que el que nimbó su cabeza en la Pasión... Porque aquí está, amigos, la madre del cordero; aquí la raíz y el manantial de estos antagonismos, malevolencias y conflagraciones, sacrilegios y crímenes, afrenta de nuestra civilización, piedra de escándalo para todos, cristianos y paganos. Lo que antes sucedía en la isla Erythia, inmediata a Cádiz, que, a causa de lo pingüe y sustancioso de sus pastos, se engordaba el ganado en tales términos que la grasa lo sofocaba si no se tenía la precaución de sangrarlo cuando menos una vez al mes; eso hay que hacer con las preladías o pontificados cristianos: la Iglesia es una Erythia pingüe y no nada mística, y lo que os disputáis en ella no es el cayado, sino el pasto. Os asfixiáis de grasura: por la paz de los ciudadanos, por el honor de la cruz, por vuestro propio bien, es preciso sangraros y restituiros a Galilea, poneros cátedra de Evangelio: ved si os cumple hacerlo antes por impulso espontáneo de vuestra voluntad...
Muchos días estuvo Siricia entre la vida y la muerte, abrasada por la calentura.
En los ratos relativamente despejados, parecía la devanadera de un filósofo. «Jesús en persona nombró prefecto y jefe de la Iglesia a San Pedro, el primero de la serie: ¿por qué no ha seguido haciendo otro tanto con respecto a sus sucesores, y ha dado lugar a que se introdujeran estas horribles elecciones, alentadoras del cisma, hechas por las ovejas que aspiran a ser lobos? Pues ya pudo ver las consecuencias en la elección de Cornelio, controvertida por los novacianos.» «¡Intrigas, compras de votos, partidos personales, fanatismos ciegos, choques rabiosos, efusión de sangre, asesinatos, atentados de todo género contra la santa Verdad; y no siquiera por celo de las almas, sino por ansia de grandezas mundanales, por ambición de mando, por codicia de oro y pasión de incienso, por deslumbrar a las gentes con el fausto oriental y eclipsar con sus banquetes el lujo de los raros Heliogábalos y Baltasares, por sibaritismo y voluptuosidad, por más libre trato con las mujeres!. ¡Ah, pastorcitos, pastorcitos de la grey cristiana! «Sin buscarlo ni quererlo, comparaba pontífice con pontífice, el pontífice de los dioses con el de Cristo, y se estremecía de horror al pensar que podría marcharse de Roma menos creyente de lo que había venido. No y no: ella quería creer con igual fervor que antes, y apretaba los ojos y se abrazaba a la cruz, pero en vano: con los ojos cerrados y todo, veía que se había empañado la virginidad de su fe, y de sus labios se escapaban indirectas dudas, tales como las que iban envueltas en exclamaciones de este corte: «Si Engracia hubiese presenciado esto!» (referíase a la santa de la familia de Numisio). «No, no puede ser verdad que el árbol se conozca por sus frutos: el leño de Cristo no ha podido florecer y rendir tan infernal cosecha!» «¿Será que Cristo haya venido demasiado pronto?»
En las horas de delirio, presa siempre de la misma preocupación, escuchábansele sobre un mar de incoherencias, razones tales como éstas: «¡Los dos, los dos; desterrar a los dos» (aludía a Ursino y Dámaso). «Perdóname, Numisio; he sido culpable, tú tenías razón.» «Oh Tarraco mío, oh Turnovas! ¡Por qué vine! Yo pedí ser conducida a Roma y me han traído a Babilonia!» «Paulina, no, que no entre, me da vergüenza; temo su compasión.» «Cierra los ojitos, adorada; no mires, no comprendas, no recuerdes» (y esto diciendo, tapaba los ojos con ambas manos a la pequeña Engracia)...
Numisio encontró en su gran voluntad las fuerzas necesarias para dominar su postración y decaimiento, tanto físico como moral, y pasar los días y las noches junto al lecho de Siricia, sin apartarse de él ni acostarse un solo minuto. Fabia Paulina alternaba en el cuidado de velar a la enferma y gobernar la casa y la servidumbre, con otras dos amigas de su intimidad y de la de Siricia. El hermano de la enferma hubo de instalarse como un mueble en el atrio, por donde media Roma desfiló. Praetextato, Flaviano y el joven senador Pontio Meropio Paulino, aquitano, eran los únicos que tenían acceso hasta Numisio y le prodigaban sus consuelos. Ausonio, entonces conde del Palacio, tuvo una delicadeza, enviando a marchas forzada desde Milán los médicos de la corte, en nombre de su imperial discípulo Gratiano.
Tanto pudieron los cuidados de todos y la buena naturaleza de Siricia, que la crisis se resolvió por fin con bien, y pudieron anunciar los galenos que había desaparecido la gravedad. La convalecencia fue larga. Por prescripción facultativa fue Siricia trasladada una «villa» de Praetextato, inmediata a la playa de moda, Baías (Bajae), sobre el golfo de Nápoles, cuya benigna influencia aceleró el definitivo restablecimiento de su salud. Allí también repuso Numisio sus quebrantadas fuerzas, volviendo a ser el mismo que siempre había sido. Antes de que empezaran a soplar los primeros cierzos invernales, se restituyeron a su casa de Roma.
Algún tiempo después regresó de la Moesia Flavio Theodosio (Theodosio el joven), después de haber deshecho en repetidos encuentros, con muy escasas tropas, las huestes de los Sármatas, acorralándolos contra el Danubio y obligándolos a implorar la clemencia del vencedor y a pedir la paz. El emperador Valentiniano I acababa de fallecer repentinamente en Bregecio (Hungría), roto un aneurisma, en el momento en que contestaba encolerizado a las proposiciones de paz de los Quados. La sucesión fue accidentadísima: en muy poco estuvo que los funerales no fuesen sangrientos. Theodosio huyó de Milán, cuya corte, nido de intrigas, celos y rivalidades le revolvía los humores, haciéndole perder su serena ecuanimidad. Alojóse en Roma, en casa de Numisio. Cuando hubo descansado de su campaña, decidió pasar a la provincia de África e incorporarse al estado mayor de su padre, el conde Theodosio.
No le dieron lugar a ello. Cuando se estaba despidiendo para embarcarse, divulgóse la horrible nueva de que el glorioso pacificador de África había sido decapitado por sentencia del emperador en la ciudad de Carthago. El efecto que esta catástrofe de familia causó en el ánimo del joven general, nos es ya conocido desde que oímos a Numisio referírselo a Crescente, padre de Therasia, en Complutum (Alcalá de Henares, capítulo I). Theodosio se confinó en su villa natal de Cauca, renunciando para siempre a la vida pública. Su antiguo compañero de armas, Numisio, le acompañó en la desgracia, retirándose dolorido e indignado a Turnovas y Nertóbriga, no sin antes visitar a Milán para hacer una de las suyas.
Siricia se afligió y derramó abundantes lágrimas al abrazar por última vez a Paulina, la mujer de Praetextato; pero cruzó las murallas y se alejó de la ciudad sin volver la cara una sola vez.
Desembarcada en Tarragona, quedóse allí al lado de sus padres, a fin de pasar en aquel clima relativamente templado, la temporada de invierno. La primorosa Engracia, ya crecida, llevaba de cabeza, con sus donaires y gentileza, su humor jovial, su lozanía y testarudez, a los dos abuelos. Numisio marchó presurosamente a Nertóbriga (Calatorrao) a visitar a su padre, enfermo. Desde allí retrocedió a Turnovas.
El canal (de Piniana) y la red de brazales estaban terminados y en funciones. Una faja de tierra a lo largo de él había ya rendido dos cosechas de lino, y otra faja estaba preparada para la siembra del año. La escuela y manufactura de tejidos de lino y mezcla marchaba con regularidad y empezaba a echar hijuelas por las ciudades de la Ilergecia. La fábrica de cristal plano no podía satisfacer todas las demandas y estaba aumentando el número de sus hornos y crisoles. Tratándose de un hombre como Numisio, no era creíble que se hubiese venido de Roma con las manos vacías; y, en efecto, entre otras novedades, trajo para sí y para su padre dos molinos harineros hidráulicos, construídos sobre el modelo de los que acababan de inventarse o introducirse en Roma y funcionaban al pie del Janículo. Llegado a Turnovas, no se le coció el pan hasta ver su preciada adquisición montada en un salto del canal y arrumbados en un cobertizo los viejos artefactos movidos a brazo por los siervos molitores, y no gozó poco viendo acudir de los contornos y de muchas millas a la redonda un reguero de gente, en especial carpinteros capitalistas, a contemplar el portentoso invento, señal de que no tardaría en generalizarse.
La novedad de más cuenta acaecida en la vecindad durante su ausencia había sido, el inesperado traspaso de la posesión de Pinianus a Publio Sura, quien la tenía empradizada y poblada de ricas yeguadas en la zona regada.
Numisio llevó a Siricia, otra vez encinta, a Turnovas, cuando la Naturaleza desplegaba toda su pompa primaveral, engalanada con esplendente manto de iris, en que refulgían, bordados por la mágica aguja de Flora, el oro y el topacio de las retamas y de las aliagas, la plata de los olivos, la esmeralda de los cerezos, nogales y emparrados, el bronce oxidado de las encinas, el rubí de los granados, el raso fosforescente de los lirios, la púrpura de las amapolas, el verde satinado de los espinos majuelos, con sus toques de nácar, el azur movible de los linares en flor... Parecía que la tierra iba a reventar de satisfacción y de vanidad, semejante a un pavón que despliega fatuamente la suntuosa cola en el tejado. ¡Turnovas se prodigaba en un derroche para recibir regiamente a su castellana!
Engracia correteaba como una aldeanilla por los jardines de casa y entre los sembrados y los matorrales del monte-bajo adyacente a ellos, y no se cansaba de coger flores hasta henchir su falda y los amplios cestos que llevaban a prevención, conociendo sus gustos y sus exigencias, las dos ayas encargadas de velar por ella. Cuando volvía a casa, se tendía en el suelo para que la sepultasen bajo un túmulo de flores y su madre la buscase sin encontrarla.
Siricia dio a luz un niño, al cual pusieron por nombre Numisiano, alargado del de su padre, según uso frecuente.
Aquel fue el último día placentero de Numisio; uno de esos días sin nubes, tibios y perfumados, en que vale la pena vivir.
Una mañana, Engracia se demoró en sus correrías más de lo razonable, obstinada en henchir sus cestos de flores silvestres como si aún durase la primavera, sin que hubiese valido la treta de esparcir por las espesuras del monte manojos de flores recién cortadas en el jardín. Cuando volvió a casa, ya no tuvo humor de jugar; no pidió que amontonasen sobre ella las flores para esconderla; no cantó nenias a Numisiano, como otras veces, fingiendo que era su muñeca; no subió a la torrecilla del reloj, donde un cuadrante solar marcaba las horas, y, combinado con una clépsidra, los anunciaba a lo lejos por repique de tintinábulos, que a Engracia divertía mucho; acogióse al regazo de su madre, encendida, abatida, mustia, caída la cabeza. El siervo médico de la posesión diagnosticó: insolación. Y aplicó los remedios que su experiencia le sugería, mientras el víllico, con dos siervos, galopaba camino de Ilerda en busca de todos los médicos que encontrasen en la ciudad.
La dulce criatura vivió sólo dos días. Los gritos y lamentos de Siricia, convulsa, enajenada, eran tan desgarradores, que las dos ayas de Engracia, aterradas y doloridas, se arrojaron al Segre, de donde el propio médico de la posesión, echándose a nado, las extrajo ya desvanecidas. Numisio lloraba sin consuelo, abrazado rabiosamente al cadáver. Sura había acudido con el médico de su posesión. Los padres de Siricia, traspasados de pena, sumidos en la más honda desolación, volaron desde Tarraco al lado de su nieta. El padre de Numisio, achacoso y a medio convalecer, emprendió trabajosamente el camino de Turnovas.
¡Ay! Los tres abuelos de la inocente criatura llegaron a tiempo de asistir a la agonía y sepelio de la madre: el golpe había sido para Siricia mortal; faltáronle fuerzas para reaccionar contra él; de día en día fue desmejorando; los médicos no supieron definir el mal que la aquejaba. Dos semanas y media después del óbito de Engracia, su madre, la seguía al sepulcro.
Numisio, delirante, loco, rugiendo como una fiera herida, mirando a la vida con rencor, quiso arrojarse sobre su espada. Su padre le puso en los brazos a Numisiano, de cuarenta días de edad, diciéndole: «Esta es la espada.» Y como Numisio sacudiera sombríamente la cabeza, le añadió: «También a mí se me murió tu madre, se me murieron tus hermanas, pero quedabas tú...»
Numisio se resignó a vivir, para hacer de madre providente a Numisiano. En él concentró todos sus amores, sin distraerse más que para dirigir la construcción de un mausoleo regio en los jardines de Beliasca para sus dos adoradas muertas.
Así se pasaron dos años. En el verano del 378, rehecho ya en buena parte de aquella tremenda crisis y vuelto a la sociedad y a la vida exterior, cuando estaba reuniendo elementos para emprender la construcción de una acequia de riego y fuerza motriz derivada del Segre por su orilla izquierda, recibió correo de Cauca, por el cual le expresaba Theodosio cuán grato le sería a él y a Flaccilla que pudiera hacer el sacrificio de visitarles con motivo del aniversario solemne que iba a celebrarse en sufragio de su padre, el pacificador de África, y de la inauguración de la estatua erigida en honor suyo por acuerdo de la provincia. Numisio contestó agradeciendo la invitación y defiriendo a ella.
El detalle del viaje desde Turnovas e Ilerda a Caesaraugusta, Nertóbriga y Complutum, a Segovia, a Cauca, y luego lo acaecido en esta última ciudad y en La Mota, y, por último, el viaje desde Cauca a Clunia, Numancia y Cascante, a Caesaraugusta y Tarraco, han sido objeto de la primera parte del presente libro, la cual acabó en el embarque y partida de Theodosio para Thesalónica y el regreso de Numisio a Turnovas, donde Numisiano crecía al cuidado de sus abuelos maternos.
Cinco meses después llegó a Turnovas nueva misiva de Theodosio, datada en Sirmium el día 20 de Enero de 379, participando a su amigo que acababa de ser elevado a la dignidad de Augusto, emperador de Oriente, por designio de Gratiano, y que había aceptado contando con que Numisio le prestaría todo su concurso y gobernaría con él; por lo cual le instaba y, más que eso, le exigía, por el amor que tan probado tenía a la patria romana, por la memoria sagrada del mártir de Carthago, por su hermandad de armas, que sin perder día tomara el camino de Thesalónica. «Sólo tú puedes dominar este laberinto. El emperador deberías serlo tú. Sin ti me doy por fracasado.» En la carta le recomendaba con la más viva solicitud que hiciera el viaje por la vía de tierra, sin aventurarse a una travesía por mar en la estación invernal, cuando las embarcaciones estaban arrumbadas en los puertos y suspendida la navegación. Flaccilla y demás familia (añadía) no marcharían hasta el mes de Marzo, en que el mar recobra su quietud y se reanuda la navegación.
Theodosio tenía miedo a Numisio; temía sus sinceridades, su hablar desenfadado, a las veces mordaz, rudo y mortificante, agrio y destemplado, y, sin embargo, no sabía pasarse sin él. Su lealtad y desinterés, su probidad, su experiencia de los negocios públicos, su ubicuidad, el poder de adivinar al enemigo, su don de consejo, y, sobre todo, la resolución de su carácter, que contrarrestaba con la indecisión propia del carácter de Theodosio, hacían de él un hombre de Estado único e insustituible, inspiraron al nuevo emperador el vivo deseo de tenerlo a su lado como ministro, y quebrantando el propósito que había formado desde el primer instante de no contar con él, le escribió con urgencia desde Sirmium mismo, llamándole a Thesalónica en el tono apremiante que acabamos de ver.
El primer impulso de Numisio fue contestar felicitando a Theodosio y solicitando su venía para no apartarse de aquellas caras prendas, objeto de su culto, Siricia, Engracia, Numisiano. No dejaba de argüirle la conciencia que tal vez con eso se hacía reo de infidelidad al amigo a quien había empujado con sus razones y autoridad desde Cauca a Oriente, y de cuyos actos y resoluciones pendía en aquel instante la suerte de muchísimos millones de hombres. En la duda, obró con prudencia suspendiendo el envío de la respuesta a su destino, y aún retirándola de la vista. Volvióla a sacar y volvióla a esconder una y otra vez, según a donde se inclinaba la balanza de la voluntad, cuándo de un lado, cuándo de otro, con alternativas y fluctuaciones que le ponían fuera de sí, irritándole la idea de que pudiera ceder y hacerse traición a sí mismo, tanto como la contraria de que pudiera creérsele desprovisto de alma, capaz de una defección para con un amigo tal como el hijo del conde Theodosio que por tan nobles motivos le reclamaba. Con su padre era inútil que contase, porque conocía ya de sobra lo que opinaba y lo que le aconsejaría. Consultó con su suegro. Y éste votó resueltamente a favor de la demanda del nuevo emperador, ofreciéndose desde luego a vivir entregado en cuerpo y alma junto con la abuela, al cuidado de Numisiano y a la administración de los bienes durante su ausencia.
-Muy bien y muy reconocido por lo de la administración; pero en cuanto a Numisiano, de irme yo a Thesalónica y a Byzancio, irá él conmigo, como con Flaccilla su Arcadio, que tiene la misma edad que nuestro chiquitín. A ella se lo entregaréis al tiempo de embarcarse, pues, caso de marchar, no quiero hacerlo por tierra, y no debo exponer al adorado muñeco a las molestias de una navegación borrascosa ni al riesgo de un naufragio.
Resuelto, por fin, púsose al habla con Flaccilla y marchó a Nertóbriga a despedirse de su padre. El buen anciano derramó abundantes lágrimas, en las que se mezclaba el gozo de ver logrado su ideal (que Numisio se consagrase a la gobernación pública) con el pesar de una separación que barruntaba el corazón había de ser eterna. Quedaba la despedida más difícil: la de Siricia y Engracia. Fue preciso que los abuelos, reforzados por Sura, lo arrancaran de junto al sepulcro de aquellas cenizas sagradas, que constituían para él recuerdo eterno.
Capítulo V : En Thessalónica y la Thracia
No fuera más sacudido por las tempestades el triste Ovidio... obligado a embarcarse en pleno Diciembre para su lejano destierro de Soythia que lo fuera para nuestro Numisio esta su temeraria travesía desde Tarraco a Thessalónica, cerca de cuatro siglos después.
Por fin penetraron en el mar de Thracia y anclaron en el afamado puerto del Egeo, residencia del nuevo emperador (Theodosio), molidos los huesos, pero entero el ánimo y sin más retraso que de tres días.
Hállase situada Thessalónica [ahora Salónica, ciudad turca]: en el fondo de un anchuroso y bien abrigado golfo, y era una de las plazas marítimas más importantes del Mediterráneo por lo dilatado y poderoso de su comercio, frecuentada por las naves mercantes del Helesponto, de Asia, de Egipto y aún de Occidente. Estaba unida además con el Adriático por una amplia vía militar terrestre. En esta opulenta ciudad, cabeza de la Illyria oriental residía el prefecto del pretorio de Oriente. Los emperadores romanos desde Nerón, Trajano, Marco Aurelio y Constantino, la habían hermoseado con todo género de monumentos, pórticos, estatuas, arcos de triunfo, palacios, panteón, etc. Estaba consagrada especialmente al culto de los cabiros.
Ofrecía la doble ventaja de hallarse a las puertas de la provincia que había que recuperar, -la Thracia y la Macedonia-, y ser el más indicado por sus grandes facilidades para el desembarco de vituallas, pertrechos y refuerzos de hombres y caballos. Por otra parte, los habitantes acababan de probar su temple, resistiendo la acometida de partidas dispersas de bárbaros, embriagados con su triunfo de Andrinópolis. Tales fueron los motivos que habían decidido a Theodosio, de acuerdo con Gratiano, a fijar por de pronto su corte-residencia, y diríamos mejor su campamento, en Thessalónica, dejando para mejor ocasión el trasladarse a Constantinopla.
En una anchurosa plaza inmediata a los muelles, donde Numisio acababa de posar su planta en tierra, vio al paso, con tanto de sorpresa como de gozo, un grueso pelotón de reclutas voluntarios -menestrales, mineros y labriegos,- todavía no bien pertrechados, a quienes Theodosio en persona instruía en los rudimentos de la milicia. Si en aquel momento hubiese visto a la corneja enderezar su vuelo a mano diestra, el despreocupado señor de Turnovas se habría encogido de hombros; pero el cuadro que estaba presenciando parecióle un presagio favorable, diputándolo de óptimo agüero. Rodeaba al animoso príncipe y a sus educandos, formando inmenso corro en todo el circuito del campo de ejercicios, un abigarrado gentío, en el que se destacaban por los colores de su tez y por sus trajes, hombres de todas las provincias orientales que iban, ora en comisión a gestionar asuntos públicos, ora como particulares a rendir pleitesía al nuevo emperador y tal vez a solicitar de él alguna gracia.
Aunque muy raras, no faltaban algunas comisiones de Occidente, particularmente de España, que habían madrugado más que Numisio y hecho su viaje por la vía de tierra. Subía Numisio, horas después, la escalera del Palacio imperial, entre un confuso ir y venir de grupos y personas sueltas que acudían a la audiencia del emperador o de los ministros, o que salían de ella, cuando entre estos últimos acertó a reconocer, por algunos rasgos fisiognómicos y sobre todo por el acento (pingue quoddam ac peregrinum), como procedentes del Norte de la Península ibérica, a tres comisionados que no se recataban de maldecir la hora en que habían tenido la mala inspiración de salir de Clunia, para pasar encajonados en estrechas y molestas diligencias y en indecentes ladroneras decoradas con nombre de hoteles y posadas, tres mortales semanas y obtener en premio un sofión como éste, más grande que el bárbaro camino andado, que ahora tenían que desandar. ¿Con qué cara volvemos a nuestra ciudad, decían pesarosos y contritos, portadores de tal respuesta a su mensaje, en vez de la esperada muestra de las larguezas imperiales?
¿Con qué cara? ¡Con ninguna! Antes sentar plaza de soldado para ir a combatir a los godos: lo que es yo no vuelvo a España.
-Ni yo.
-Ni yo.
Condolido Numisio, abordó a los desconcertados clunienses por si podía acorrerles en su cuita o sacarlos de algún mal paso. Lo que había era lo siguiente: La Curia o Ayuntamiento de Clunia, luego que tuvo noticia de la fortuna de Theodosio, se dio prisa a diputar una Comisión de tres personas que pasara a Oriente con objeto de felicitar al emperador en nombre de la ciudad, poner en sus manos un mensaje que relataba la predicción de la druidesa y confiarse a la munificencia de tan excelso patrono. Theodosio había recibido a los comisionados con la más exquisita fineza, pero también muy ceremoniosamente, hasta con frialdad, y había sido su respuesta agradecer su felicitación y ordenar por su conducto a la Curia y a los gremios de Clunia que inmediatamente cesara aquella nefanda abominación que había tenido pesadumbre de presenciar hacía pocos meses, aquellas procesiones pagánicas, danzas, comidas públicas, ritos demoníacos, prácticas de adivinación y de magia de los gremios, ora se celebrasen de día, ora de noche, dentro o fuera de la ciudad, y que sin excusa ni demora alguna destrozaran o quemaran las efigies que aún permanecieran de pie, fuesen de los Lugovios o de las Matres, de Jove, Diana u otra cualquiera falsa. deidad...
-Os habéis pasado de listos, dijo Numisio a los atribulados clunienses. No tuvisteis la precaución de informaros antes de la calidad del paño. ¡Oraculitos, y esos paganos al príncipe sucesor de Valente! A dicha, no hay todavía que desesperar: sus decretos no os obligan, en tanto no los autorice, que desgraciadamente no puede tardar, juzgando por los precedentes del emperador Gratiano. Theodosio ha debido distraerse, ya que sobre Clunia el emperador de Oriente no tiene sombra de jurisdicción. Todavía entonces, ordenado por Gratiano, las cosas seguirán de hecho como hasta ahora, sin que él se acuerde más de preguntar si habéis o no cumplido lo decretado.
Algo aquietaron y hasta entonaron estas razones a los desmayados clunienses, y devolvieron a sus rostros mustios, otoñales y pálidos, un poco de su frescura y color, y se vio animado por una chispa de alegría: aunque no dejara de escamarles aquella intromisión del poder civil en las cosas religiosas.
-¡Cuánto, cuánto te agradezco (decía Theodosio a Numisio) que hayas obtemperado a mi ruego! Estoy archicontentísimo. Mal año para los godos: me parece como si el imperio se hubiese ya salvado. Llegué a temer -confieso mi pecado- que ya no venías, tanto, que tal vez por influjo de ese temor he estado estirado, cejijunto y severo con unos españoles que me han visitado hace poco rato...
-Sí, estoy enterado; y menos mal si todo acaba ahí, y esa actitud tuya para con Clunia no es un síntoma y un programa para con todo el Imperio.
Theodosio se hizo el desentendido, interrumpiendo el empezado coloquio para prevenir a su secretario que las audiencias quedaban suspendidas por todo aquel día. En seguida, saliendo por otro registro, procedió a dar cuenta a su amigo de lo que había hecho en aquella campaña de cuatro meses.
-He seguido al pie de la letra, salvo la adaptación, lo que convinimos en Numancia: he querido ser otro Fabio Cunctator en la Campania; otro P. Scipión ante los Pelendones.
Las feroces hordas de Fritigern, Saphrax y Alatheux, embriagadas con su estupendo triunfo de Adrianópolis (9 Agosto 378), como si pensaran que el mundo romano había perecido para siempre, en vez de sacar partido del suceso, se habían dispersado como epilépticos, como atacados de locura furiosa, ávidos de riquezas, sueltas de toda disciplina, divididas en bandas de latro-facciosos, que llevaron el saqueo, el incendio y la matanza a todos los ámbitos de la Thracia (Bulgaria, Rumelia) y a gran parte de la Illyria y de la Macedonia. Las ciudades muradas, como Byzancio, Adrianópolis misma, Perintho, Heraclea y esta animosa Thessalónica, pudieron resistir con éxito a un enemigo desmoralizado y que ignora el arte de los sitios y carece de tormentaria; mientras las poblaciones abiertas corrían despavoridas a buscar un refugio en las montañas, dejando en el camino regueros de muertos y abandonando sus bienes, su caserío y monumentos a la barbarie del invasor, objeto de sus depredaciones y su fiero instinto de destrucción. De las tropas romanas, ya lo recordarás, sólo una tercera parte había escapado con vida a la batalla de 9 de Agosto, y esa, aguijoneada por el terror, temblando al sólo nombre de godos, persuadida de que éstos eran invencibles, se había desbandado también en grupos, que corrieron a parapetarse tras de murallas, donde las había.
La labor mía y de los generales a mis órdenes ha ido encaminada a dos fines: uno, restablecer en esos soldados la disciplina moral, la confianza en sí propios y en sus jefes y el sentimiento de la dignidad y del deber, fuente del valor personal; otro, dar tiempo a que la inundación goda, que cubría la tierra desde Byzancio y el Pontho Euxino hasta el Adriático, se sangrase a sí misma, hasta haberse del todo desaguado y hecho vadeable. Lo primero, reforzando cuanto estaba en nuestra mano las guarniciones de las plazas fuertes y sacándolas con frecuencia fuera de las murallas para atacar las partidas de godos que, por ventura, infestaran los contornos, y trabando pequeños combates y escaramuzas con ellas cuando la ventaja del número y de la posición estaba por nosotros, para que experimentasen que no era el enemigo tan fiero como la imaginación se lo había pintado y que no debía ser invencible puesto que lo vencían. Al propio tiempo se les atraía con el buen trato y alguna liberalidad haciéndonos accesibles a ellos, huyendo todo fausto, dando práctico ejemplo de las virtudes que queríamos imbuir en ellos. Lo segundo, aguardando pacientemente, y fomentándolo, el fruto cierto de las intestinas discordias con que los enemigos habían de debilitarse y acaso destruirse a sí mismos, chocándose unos con otros, ya por celos y rivalidades, por incompatibilidad de humores, por venganza de añejos agravios, especialmente visigodos contra ostrogodos y viceversa, o por que se disputaran tal o cual presa codiciada por más de uno, o directamente parlamentando con ellos para persuadirles a que desertaran y se pasaran a nuestro campo con el cebo de los honores y recompensas que les aguardaban, combinando el resorte de las dádivas con el de la fuerza; ganando ahora una tribu entera, ahora un jefe o un subjefe entre los mismos ambiciosos o entre los descontentos, que se decían desconsiderados o postergados o tratados altaneramente por Fritigern, de que es ejemplo brillante Modarés, príncipe de la sangre real de los Amalos, cuya defección nos ha proporcionado la más ruidosa o importante de las victorias parciales alcanzadas por nosotros en toda la guerra hasta hoy. Lo primero y lo segundo, no dando lugar a que se disipara la borrachera que el fuerte vino de Andrinópolis produjo a nuestros enemigos, no mostrándonos imprudentemente dispuestos a trabar alguna acción decisiva, que habría sido alarmarles y provocar la concentración de sus confiadas huestes, ahora desparramadas por un territorio vastísimo, comprometiendo el éxito final de nuestras campañas y la suerte del Imperio. -Tal es el doble empeño en que nos encontramos absorbidos; viene ahora a rematar esta primera parte de la campaña, recogiendo los destacamentos y guarniciones de las ciudades, formar con ellos pequeños cuerpos de ejército, reconstituir con tales elementos, ya sanados o en estado avanzado de convalecencia, las legiones, y en seguida a la capital, a Constantinopla.
Aprobó Numisio lo hecho y no escatimó sus alabanzas a la prudencia y al arte consumado con que su amigo se había conducido en trance tan delicado, tan mimoso y resbaladizo, en que todo se conjuraba contra el acierto, en que todas las probabilidades, o casi todas, militaban a favor del error. No dejó, empero, de hacer sus reservas con respecto al triunfo obtenido por la traición del príncipe tránsfuga hecha a los suyos, y algunas otras del mismo corte. «La traición es una hoja cortante sin mango», decía sentenciosamente, y «donde se piensa coser no se hace más que hilvanar». En seguida pidió un puesto en cualquier cuerpo de los que se hallaran ya en operaciones o estuvieran a punto de partir.
-Seguramente, no sobrarías allí -repuso Theodosio-; pero no es allí donde más te necesito, sino aquí, para que seas mi lazarillo y director espiritual, emperador del emperador. A ver si entre los dos acertamos a rescatar y sacar avante al periclitante y comprometido orbe romano...
-Por mi no ha de quedar, -observó Numisio-: entendimiento dentro y materia regenerable fuera es, si acaso, lo que faltará.
-El cielo te lo recompense. Tengo pensado que tomes sobre ti la carga de una magistratura: en Constantinopla, la de praefectus urbi; aquí, y desde este instante, la de praefectus praetorio. Será un sacrificio de tu parte, en un Estado donde yo soy emperador; pero así han caído los dados, y dondequiera que estemos, tú ocuparás la cabecera. Sobre que no ha de hacerse esperar coyuntura favorable que permita enderezar los lineamientos de la Constitución, en este punto lamentablemente torcidos.
Theodosio había interpretado mal. Numisio no aceptó. Fueron en balde todas las reflexiones, todos los halagos, todas las súplicas del emperador: Numisio exigió que se le destinase con alguna fuerza al teatro de la guerra, con objeto de enterarse por sí mismo de la situación, antes de constituirse en la Corte como consejero privado, ya que ministro no lo quería ser ni nunca lo sería. Cuantas veces intentó Theodosio volver a la carga, otras tantas el díscolo y terco lusón le interrumpió (Numisio), diciendo: «Hablemos de los godos».
-Tu maestro Praetextato -dijo, por fin, con la más honda amargura, el emperador- estaba muchos codos por encima de todas las dignidades del Imperio, trono inclusive, y, sin embargo, la humildad de su corazón y la nobleza de su condición le persuadió a aceptar una prefectura. Pero tú (¡oh tú!), tú eres de otra condición, de otra pasta; ¡oro que se reconoce a sí mismo y no se deja platear!
El fogoso Numisio aguantó la pulla, y aún la acogió con una sonrisa benévola, en gracia a la intención; pidió un mapa de las provincias donde se guerreaba, a fin de tomar una impresión de sus montañas, ríos y caminos y de la importancia y situación de sus ciudades, más precisa y detallada que la que habían podido dejarle las cartas geográficas compradas en Tarraco; por orden del ministro de la guerra (magister militum) comparecieron ante él oficiales inteligentes que habían estado de operaciones en una u otra de las provincias invadidas y podían de viva voz añadir algo a la información; el Estado mayor le dio cuenta de las columnas que operaban en la Thracia y en el Illyricum, y donde particularmente cada uno consultó los archivos imperiales, trasladados en parte de Byzancio; y ya orientado, convino con Theodosio en que tomaría por centro de sus correrías la cuenca superior del río Hebrus hasta el Danubio, y que allí se formaría él mismo una división con tropas elegidas de las guarniciones de las ciudades, además de dos cohortes que llevaría consigo de Thessalónica, compuestas en más de una mitad de tirones o bisoños voluntarios.
Cuando salió de la cámara imperial, llevado del brazo por el emperador, vio al paso, en varios aposentos que formaban una sucesión de antesalas, un enjambre de cortesanos, bellacos y bribones los mas, que en Sirmium habían armado, envidiosos y pérfidos, todo género de emboscadas y zancadillas a Theodosio, y que ahora, resignándose al hecho consumado, sin dejar de murmurar por lo bajo, eran los más entusiastas admiradores y panegiristas del sol naciente, los más «adictos», los más constantes en exteriorizar su entusiasmo, pregonar su aplauso a Gratiano por el acierto que había tenido en la elección de colega, y que no se cansaba de aclamar a éste con los dictados de «el nuevo Trajano», «Theodosio el Magno» y otros semejantes.
Numisio escribió a Tarraco, a Turnovas y a Nertóbriga cartas que llevaría uno de los correos de que se valía Theodosio para comunicarse con Cauca; y partió.
Atravesó por buenos caminos el Illyricum y cruzó a su remate, donde comenzaba la Thracia, el puerto o desfiladero de Succos, que divide la sierra del Haemus (Balkanes) de la de Rhodope, entre Sardica (Sophia) y Philippópolis (Bostra). Desde allí escribió a Thessalónica, informando al emperador sobre el mal estado de las fortificaciones levantadas allí por Frigerido antes de la rota de Andrinópolis y añadiendo, que si los demás puestos de la cordillera no estaban mejor guarnecidos, tanto valía invitar a los bárbaros a que se apoderasen nuevamente de Macedonia, el Epiro y la Thesalia y las devastasen, al igual de la Thracia, por el medio indirecto de abrirles de par en par la puerta de entrada para que no perdieran tiempo ni sangre en forzarla. Si no se toma apresuradamente una providencia, concluía, esas amables brechas podrán muy pronto dar que sentir al Imperio.
Tres días después, engrosada su hueste con algunos reducidos destacamentos, ocurrió su primer encuentro con una considerable partida de enemigos, cerca de Philippópolis, en un lugar de las riberas del Hebrus (Maritza), inmediato al desagüe de un arroyo afluente suyo.
Vista la importancia numérica de los godos, Numisio pasó revista a su columna, y vio rostros lívidos, sorprendió algunos tiritones, especialmente entre los bisoños, y temiendo los efectos del pánico, decidió hacerse fuerte en un collado que allí cerca se erguía, espesamente poblado de maleza. Ya tocaban al pie de la eminencia y se disponían a trepar la falda, a escalar la cima, cuando vieron que avanzaba hacia ellos con cierto énfasis el caudillo enemigo, hombre de semblante torvo, de luenga barba y tan corpulento, que se le habrían creído capaz de cargar con las Columnas de Hércules, lanzando ruidosas carcajadas y cantando en su lengua, según costumbre de su nación, romances heroicos, en que se ensalzaban las proezas de los antepasados. Al final de cada estrofa intercalaba una letrilla de circunstancias, que el insolente jefe pronunciaba en lengua griega para que Numisio y su tropa se enterase y el vejamen fuese mayor, y que la hueste goda repetía, sazonándola con risotadas y aullidos prolongados, en su idioma nativo:
Al compás del canto, la partida goda se iba desplegando en ala y avanzando, a corta distancia de su jefe, como para envolver a los romanos, seguros de copar entera la columna y darse un hartazgo de exterminio y carnicería.
Júzguese cuál no sería el furor del iracundo lusón ante el vejamen del godo, que les escupía al rostro el estribillo de la batalla de Andrinópolis, difundido y hecho popular por las selvas y estepas de los Thervingos y Gruthungos, desde el río Hebrus al Borysthenes (Drieper), y que ahora venían a reforzar los angustiados ecos del Rhodope y el Haemus.
-¿Qué os atrevéis, grandísimos de perros, a hablar de enemigos fugitivos, vosotros, que hace dos o tres años corristeis despavoridos, como vil manada de liebres, delante de los caballos de los Hunnos, que tenían que cruzar a nado el Danubio, hasta que aliviasteis vuestro terror ensuciando cochinamente las fortificaciones del Pruth, donde buscarais, cobardes, la salvación sin dar la cara a vuestros perseguidores? ¡Esa si que es bonita balada! Pero no te entretengas en regalarme con ella los oídos, porque para ti y los tuyos también nosotros somos Hunnos y vais a enseñar las espaldas otra vez.
Esto diciendo, Numisio se había adelantado hacia el gigantón, decidido a trabar con él singular combate. Era, a la verdad, el adversario digno del español, por su agilidad, denuedo y fortaleza, y bien lo acreditaron las dos razonables heridas que muy al comienzo del lance le infirió en un brazo y en el pecho, mientras esquivaba hábilmente el filo de la temible hoja turiasonense. Esas heridas, y los groseros denuestos, befas y zumbas del fiero y petulante godo, obraron el efecto de encolerizar al ecuánime español, que, con tal acicate, olvidado de toda prudencia, se arrojó temerariamente a jugar el todo por el todo. Alzó en alto, con ambas manos, la tizona, cuanto se lo permitía la herida del brazo, y de un tajo descomunal hendió por un hombro al corpulento Reikila (así se llamaba el godo), que, como un roble desgajado, cayó pesadamente en tierra.
En el mismo instante escuchóse como una fragorosa detonación, diríase más bien retumbó un trueno, forjado en el seno de la heteróclita columna romana: eran los veteranos, que no pudiendo resistir más tiempo pasivos, rompieron en un barritus de guerra explosivo, rabioso, como que habían empezado por el tempestuoso final, como si previamente se hubiesen puesto de acuerdo, y alzando acompasadamente los pies como si se dispusieran con orden o sin orden a arrancar. Un estremecimiento corrió por los bisoños; por ellos pasó «como una ola de fuego, la visión de la gloria, y sus corazones despreciaron la muerte.» Era el momento psicológico: sonó el toque de ataque; tribunos dieron la orden de cargar, y repitiendo las estrofas vibrantes de la canción guerrera, gozosos, serenos, sin precipitarse ni descomponer las filas, con paso firme, como pudieran en una formación, verdadera falange macedónica, se dirigieron contra la consternada hueste enemiga, paralizada por el estupor, huérfana de jefe que la sacudiese y la impulsase a la acción. Tan ruda fue la embestida que, sin aguardar al segundo golpe, la hueste goda se deshizo, abandonando a su caudillo exánime y dándose a la fuga sin acordarse de los carros cargados de botín.
-¿Lo ves, godo de los infiernos, juglar más que soldado? ¿Lo ves bien? -prorrumpió Numisio al oído de su rival, todavía rencoroso por lo de la letrilla-: ¿ves con qué garbo vuelan tus gallinicas delante del águila romana?
-Mátame -respondió con voz apenas perceptible su mísero competidor, el vencido guerrero godo.
-¡Qué más quisieras tú! Pero existe de por medio una deuda: ya volverá-. Y sacando dos pañuelos de hilo, manufactura de Turnovas, los ató fuertemente, y con ellos, a guisa de venda, apretó la herida principal, con objeto de contener en lo posible la hemorragia. De las propias heridas no hizo cuenta.
La columna volaba en seguimiento de los fugitivos, picándoles la retaguardia y acuchillándolos. Los bisoños mostraban aún más ardor que los veteranos mismos. El valle se estrechaba por momentos, hasta desembocar en una garganta, que pareció a los fugitivos la boca de un desfiladero. Por él se precipitaron ciegos, atropellándose y derribándose los unos a los otros. Por su desgracia, el aparente desfiladero se cerraba a corta distancia, desembocando en un circo de paredes elevadas y lisas, sin estribos, peldaños ni cornisas, obstruido por desprendimientos de lienzos enteros de la roca que formaban un caos de peñascos despedazados con acantilados altísimos inaccesibles, y sin cavernas ni galerías interiores que brindasen asilo y defensa provisionales. Por no tener, ni siquiera tenía arbolado ni matorral en las hendiduras y escotaduras (?) de la roca. Imposible revolverse dentro; habían caído en una trampa natural, desconocida también de los perseguidores: les fue forzoso entregarse a discreción.
-Atarlos, no matar más, -gritó con voz apagada Numisio, que llegaba por fin, pálido y extenuado, teniéndose difícilmente sobre el corcel y sangrando copiosamente.
Mientras la orden corría y se ejecutaba, hiciéronle una cura ligerísima. En seguida volvieron valle abajo hasta el lugar donde había ocurrido el lance o refriega entre los dos jefes. El godo había tratado de atravesarse el pecho con el puñal, pero le habían faltado las fuerzas. Halláronlo desmayado. Pensaron acomodar a los dos en una de las carretas de los godos; pero a los pocos pasos tuvieron que desistir y arbitrar en lugar suyo unas angarillas o parihuelas improvisadas. Caía ya la tarde cuando llegaron a la ciudad. El sol tocaba ya a su ocaso y alumbraba desmayadamente, semejante a un globo de vidrio esmerilado. Numisio confió más particularmente la curación del valeroso caudillo bárbaro, cuyo arranque y bravura había admirado, a la piedad de los médicos y de los magistrados, recordándoles que no había sido la nación goda la culpable de la guerra. Había ella principiado por implorar la protección del Imperio, con cláusula de someterse a su autoridad; y si, una vez heredados por éste, en tierras de Thracia se habían rebelado, declinando de súbditos en agresores, estuvo sobradamente justificado por las tiranías acumuladas de Valente y de Lupicino y otros gobernadores; fue la avidez y la venalidad de los nuestros quien los arrojó a la desesperación, encerrándolos en este dilema: o alzarse en armas o morir de hambre. Los desastres que hemos padecido y padecemos son exclusiva obra nuestra, los tenemos de sobra merecidos. Y esto, ningún hombre justo lo puede olvidar. Yo de mí sé decir, añadía atrevidamente el ingenuo español, que, puesto en el caso de Fritigern, no habría tenido el aguante que él tuvo hasta llegar a la jornada de Marcianópolis; y lo que no quieras para ti, no lo quieras para los demás. De seguro que pensáis lo mismo que yo, y haréis los imposibles por curar a Reikila y demás heridos, y hacer llevadera la vida a todos los prisioneros, hasta que se concierte la paz, que ello ha de llegar.
Doce días tardaron en cicatrizarse las heridas de Numisio. Sin aguardar a que los médicos lo diesen de alta y contra su dictamen, el corajudo lusón salió nuevamente a campaña, siempre con rumbo a Norte, que es decir a la querencia del Danubio.
Dejémosle peleando y cubriéndose de cicatrices y de laureles y reuniendo en torno a su columna un verdadero ejército, y volvamos a Thessalónica.
Theodosio había caído gravemente enfermo de una fiebre, en tal grado perniciosa, que le hizo pedir apresuradamente el bautismo, persuadido de que había llegado su última hora. Dichosamente para él, había arribado Flaccilla, con Antonio y Eucherio, y los pequeños Arcadio, Pulcheria y Numisiano, el hijo de Numisio. Cynegio estaba ya a su lado y era uno de los dignatarios de su corte, con el cargo de prefecto del pretorio per Orientem.
Después de varios meses de alternativas, la fiebre empezó a remitir y el doliente entró en franco periodo de convalecencia. A medida que avanzaba en la curación, los partes de la guerra llegaban cada vez más satisfactorios; las legiones se rehacían, las huestes godas se fundían como nieve; doquiera, los bárbaros capitulaban y se alistaban en las filas de los romanos, pasándose a servicio del Imperio, cuando no se retiraban al otro lado del Danubio. Sin aventurar grandes batallas, con sólo hábiles operaciones, dirigidas personalmente por el emperador o dispuestas por él como estratega, la pujanza de la bravía gente gruthunga había quedado quebrantada; el peligro godo, en su manifestación aguda, se había disipado.
-¡Ea! -dijo, por fin, un día Theodosio, decidido a acallar las solicitaciones de la capital, que no cesaba de reclamar la presencia de la corte dentro de sus murallas;- vamos a trasladar nuestros penales a Constantinopla: disponedlo todo para dentro de tres días: por fin han quedado limpias de bárbaros las provincias invadidas...
-Las provincias, sí, hasta cierto punto -prorrumpió Eucherio, que no acababa de ver claro en la política de su sobrino:- pero es porque hemos hecho de los invasores nuestros huéspedes, alojándolos en nuestras propias casas, y ahora los tenemos dentro, en actitud de alzarse señores y amos.
-¿Dentro?... Y fuera también -interrumpió, con voz que la emoción hacía temblorosa, el magister militum, penetrando en la estancia.- No hay que alegrarse demasiado pronto ni cantar victoria. Las provincias quedaron, efectivamente, barridas de godos; pero esta basura hace como que se va y vuelve. Acabo de recibir dos distintos partes de dos jefes de columna del teatro de la guerra, que coinciden en darme a saber la triste noticia de que una nueva avalancha seythica, formada de visigodos y ostrogodos, revueltos con otras gentes, al mando de los mismos Fritigern, Alatheus y Saphrax, por no variar, ha cruzado nuevamente el Danubio y avanza, con una enorme impedimenta, en dirección de Mediodía.
El revuelo que la noticia produjo en Palacio y en la ciudad no es para descrito.
-¡Vuelta a empezar! -exclamó Theodosio, sin disimular su contrariedad... Pero, ¿qué hacerle?-agrego con aire resignado, después de una pausa;-por ellos estoy aquí, y no en Cauca: ellos me han hecho emperador... Todavía, del mal el menos; siquiera ahora tenemos ejército -dijo, tras otra pausa, siguiendo el hilo de sus pensamientos.
-Sí -observó el aguafiestas de Eucherio;- ejército compuesto principalmente de godos: figúrate que éstos se dan la mano con el nuevo nublado, mejor diríamos nueva horda de sus consanguíneos de allende el Danubio, amén de los que quedan aún sueltos en la Illyria y la Macedonia, y nos cogen en medio como entre las dos piedras de un molino.
Theodosio no replicó; se había ensimismado. Echaba de menos, como nunca, a su consejero ideal, el castellano de Turnovas. ¿Qué habrá sido de Numisio, que no vuelve? se preguntaba con amargura.
Vamos a ver nosotros lo que era de Numisio y por dónde andaba en aquella sazón.
Luego que vio pacificada y rescatada de godos la provincia Thracia, antes de ponerse en camino para Thessalónica, quiso conocer de visu la colonia de los llamados mesogodos (Moesia corresponde a Servia y Bulgaria), fundada por el apóstol de Gothalandia (?) Ulfilas, al pie de los montes Balkanes, cerca de Nicópolis (Nicopoli, Bulgaria), a virtud de concesión de los emperadores Constancio y Valente. Tenla él pensamiento propio sobre la política que el Imperio debería seguir y haber seguido con respecto a las naciones bárbaras de ultra Rhin y ultra Danubio, y para confirmarlo, afinarlo o rectificarlo, nada mejor que consultar la experiencia parcial hasta entonces hecha.
Ulfilas había combinado un alfabeto especial sobre la base del griego, y elevado con él el habla de sus godos a la dignidad de idioma escrito; los había convertido al cristianismo (de la comunión de Arrio); había creado escuela donde aprendieran el arte de la lectura; les había traducido y puesto por escrito la Biblia, para que pudieran leerla en su lengua nativa; tenía dedicada una parte de su clero a sacar copias de dicha versión de libros Sagrados; había transformado los toscos senderos de la región en caminos regulares, con puentes de madera; proyectaba acuñar moneda de oro y plata con el busto de Theodosio...
Esto hizo concebir al desconfiado Numisio las más risueñas esperanzas. El gran pecado de Roma había consistido, según su modo de ver, en no haber pensado más que en reprimir a los bárbaros por la espada, en no haberse apoyado más bien en las energías espirituales; en no haberse preocupado de llevar su civilización a esa otra porción del universo mundo, como los misioneros arrianos acababan de llevarle la religión cristiana; en no haberse cuidado de colmar con las instituciones pedagógicas de la antigua Grecia el abismo que separaba el mundo romano del mundo germánico. Siglos antes había tenido una corazonada pero este atisbo de la verdad no causó estado ni se desarrolló, y muy temprano desistió de ella. No bien vencidos los galos por César, fundóse la escuela de Augustodumum (Autun), y a ella concurrieron, ya desde Tiberio, los jóvenes de la nobleza gala, a instruirse en los dos grados de la educación romana, gramática y retórica. Cuando Agrícola hubo pacificado la Bretaña, su primera providencia de gobierno fue que se adoctrinara en las artes liberales a los hijos de los jefes sometidos. Por desgracia, fueron hechos aislados: no se le ocurrió a Roma fundar en ellos todo un sistema, de harta más virtud que sus instituciones militares, y propagarlo fuera del radio de acción de sus conquistas, al otro lado de las fronteras; y como tenía que suceder, está purgando ahora su pecado. Si no se apresura a reaccionar y no cambia de conducta, o resulta que es ya tarde para el remedio, un cataclismo de harto más graves consecuencias que el desastre de Andrinópolis se avecina: el equilibrio del mundo se había roto, porque era inestable: el Imperio se desplomará, pese a la eternidad que no cesan de prometerle, impenitentes rutinarios, los retóricos y los poetas.
-Tú has dado en el clavo, tú has puesto el dedo en la llaga -dijo a esta sazón el obispo cappadocio, haciendo suya la explicación histórica de su huésped sobre la causa de los repetidos desastres que venía padeciendo el Imperio- ¡Cuán otro sería el aspecto que presentara el mundo si el Imperio romano, desde sus orígenes, se hubiese desvelado por sembrar los gérmenes de la cultura moderna en el intelecto de las tribus septentrionales, hasta elevarlas al nivel de griegos, latinos y orientales, y hacer de ellas cuerpos de nación; de nación industrial, mercante, agricultora, literata, sabia, educadora, enviándoles a todo coste preceptores, ingenieros, constructores, médicos, manufactureros, geopónicos, misioneros de civilización imbuídos en su lengua, y atrayendo a una porción escogida de su juventud para que se educase en Roma, en Atenas, en Byzancio, en Alejandría!.
-Y eso, por de contado, sin remover de su asiento a las plebes germánicas del respectivo país natal, sin transplantarlas a tierras del Imperio ni alistarlas en el ejército.
-Eso podría haber venido más tarde, cuando el proceso de latinización o de helenización hubiese estado adelantado. A estas alturas puede temerse que tu programa «al otro lado de la frontera, en su propio país», sea extemporáneo e ineficaz. Cuanto a los resultados, edifícate viendo a estos buenos mesogodos labrar pacíficamente sus campos, sin tomar parte en esas asoladoras razzias y correrías que los godos de allende el Danubio emprenden periódicamente por tierras del Imperio.
Dicho esto, el sencillo y honrado sacerdote, que por entonces andaba muy intrigado con la idea de conciliar el credo de Arrio con el de Nicea, quiso interesar a Numisio en su favor, ponderándole las excelencias del arrianismo como fórmula de conciliación entre la filosofía y el evangelio y como instrumento civilizador, y condenando con palabras acres y despectivas el símbolo de Nicea. Para él, era de toda evidencia, que ni siquiera precisaba de fe, que Cristo, el Hijo de Dios, no es Dios ni emanación de la sustancia de Dios, sino un ser típico creado de la nada antes de todo tiempo, para que crease a las demás criaturas y fuese tipo de perfección para los hombres: el dogma de la triplicidad de personas divinas o trinitarismo es monstruoso, anticristiano, contrario a la dignidad metafísica de Dios; un nuevo politeísmo, una nueva idolatría...
Largo rato estuvo disertando el apóstol sobre este tema: Numisio resistió victoriosamente la prueba a que se vio sometida con esto su cortesía, y guardó un silencio heroico; tanto, que ya se lisonjeaba el godo de haberle convencido y «convertido» a su fe. Hasta que Numisio, con la insistencia, acabó de hincharse, y sin poder remediarlo, estalló, dando rienda suelta a su humor escéptico, refractario a distinciones y sutilezas teológicas, con las siguientes impías razones:
-Dime, padre: Arrio o Atanasio, Atanasio o Arrio, o entrambos juntos, ¿qué más da? Consustancial e increado, o semejante y contingente; omousios () u omoionsios (); humanidad de Jesús, divinidad de Jesús, ¿qué más da? Gloria al Padre en el Hijo y en el Espíritu Santo, que decís vosotros, o gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, como dicen los de la otra banda, ¿qué más da? Que el Hijo sea de idéntica sustancia a la del Padre, , o de sustancia sólo semejante , o ni idéntico ni semejante, , como quieren los anomeos, extrema izquierda del arrianismo, ¿qué mas da? Error del obispo romano Liberio, palinodia del obispo Liberio; ¿pero vale eso la pena de dar pretexto a filósofos y saineteros maleantes del gentilismo para sus parodias y para sus zumbas...? En fin, no disputemos por semejantes futesas y volvamos a nuestros carneros.
Con esta tirada se desahogó Numisio, ensañándose en el inocente Obispo; que nadie diría sino que lo había hecho de intento, más que para protestar, para vengarse una vez más de que hubieran querido envolverle en tales jaquecas byzantinas. ¡A él, que no sentía pasión más que por el afinamiento de las especies mediante el cruzamiento, la educación o cultivo y la selección, lo mismo respecto de las almas que de la ganadería y la agricultura!
El amable y bondadoso Ulfilas al pronto quedó anonadado ante semejante chaparrón de improperios teológicos; y por el pronto no supo qué cara poner, hasta que al cabo de un rato, repuesto de la sorpresa, se sonrió y dijo:
-¡Ah! Tú y yo nos habríamos entendido; y no se habría disuelto la antigua unidad de la fe en esa florescencia de partidos enemigos que lamentamos; y romanos y godos formaríamos hace mucho tiempo un solo pueblo, si todos los cristianos hubiesen pensado con la amplitud de miras que tú. Porque escéptico no creo que lo seas, aunque tu genio positivo y rebelde quiera aparentarlo.
No quiso Numisio prolongar la porfía ni contradecir a Ulfilas o desengañarle; incontinenti salió a recorrer en su compañía, siempre agradable e instructiva, las aldeas de los mesogodos, sus sembrados, ganados y viviendas, sus artes y comercio rudimentarios, sus ritos, sus escuelas al aire libre, mientras deliberaba con él sobre el pormenor del plan que podría ensayarse para desembrutecer a las tribus godas de la izquierda del Danubio, aunque fuera preciso establecerlas aquende, en tierras fronterizas del Imperio.
Así se deslizaron insensiblemente para Numisio cuatro placenteros días de descanso y estudio; cuando una noche, le llegó al Obispo, transmitida por uno de sus misioneros de ultra-Danubio, la terrorífica nueva de que Fritigern se había concertado con Alatheus y Saphrax para hacer una leva de 200.000 combatientes, visigodos y ostrogodos, con más algunos vándalos, taifales, alanos y hunnos, y volarlos sobre la Thracia, las provincias Illyricas y la Acaya, a ser posible sobre Occidente, entrándolas a sangre y fuego, hasta dejarlas sin una sola ciudad y sin un solo habitante, yermas y rasas como la palma de la mano; y que la ingente mole de los invasores se había puesto ya en marcha camino del Danubio, pensando cruzarlo con los medios que conservaban de la anterior invasión.
Fue más que una tromba, más que una catarata antediluviana; fue como un temblor de tierra, como la rotura de un dique geológico, como el corrimiento de una cordillera, como la erupción simultánea de un circo de volcanes. Cuando la noticia llegó a Thessalónica, en el preciso momento en que la corte iba, por fin, a trasladarse a Constantinopla, conforme hemos visto, Numisio llevaba ya varios días de sostener combates parciales con una u otra ala de los tres cuerpos de ejército en que las hordas aliadas se habían dividido para imprimir algún orden al caos de la invasión; siguiéndolas tenazmente, no aceptando batalla cuando se la presentaban, atacándoles él cuando favorecían las circunstancias, por ejemplo, cuando alguna guerrilla o partida destacada del grueso de la invasión penetraba frenética y enajenada, cegada por los propios estragos, en alguna población abierta o intentaba expugnar alguna fortaleza o alguna ciudad murada; ofreciéndoseles como cebo para atraerlos a sus emboscadas y lazos, manteniendo inteligencias en sus filas, etc., todo con la mira de entorpecer y retrasar cuanto fuese posible el avance de los bárbaros y dar tiempo a que la noticia llegase a la corte y el Gobierno imperial pudiese proveer a la defensa de los pasos del Haemus (Balkanes) y arbitrar tropas y salir al encuentro de la inundación antes de que cruzara ésta la cordillera y se desbordara por el Illyricum, ya que no fuera posible atajarles el paso por la Thracia.
Así siguieron avanzando y combatiéndose con varia fortuna durante dos semanas.
Un día del mes de Julio (año 380), los invasores, que venían estragando y yermando la tierra, atalayaron al ejército de Theodosio, que la víspera había desbaratado, en acción reñidísima, una división de ostrogodos enviada de avanzada a ocupar el desfiladero y puerto de Suecos. Unos y otros, imperiales y bárbaros, acamparon en las riberas del Hebrus, a corta distancia de este río. Cerrada la noche, Fritigern recibió confidencias de algunos desertores godos agregados al ejército de Theodosio en clase de tropa auxiliar. Ellos le sugirieron un atrevido golpe de mano que había de hacer caer en su poder al propio emperador. Conforme a este plan, un pelotón de visigodos disfrazados de legionarios, con trajes y armaduras cogidos en anteriores acciones y capitaneados por un jovenzuelo audaz y resuelto de nombre Alh-reikes (Alarico), acercóse cautelosamente al campamento imperial, y guiado por los tránsfugas a servicio de Theodosio, que habían asesinado previamente a los centinelas, avanzó por él desahogadamente, como pudiera un manípulo de legión.
La tienda imperial se distinguía de todas en la oscuridad por el gran número de lámparas que la alumbraban y hacían de ella como un resplandeciente fanal o un ascua de luz. Theodosio se había metido en cama, aquejado de dolores, nuncios probables de una recaída en la enfermedad de que acababa de convalecer. Un enjambre de godos, con el joven Alarico a la cabeza, se precipitó como un huracán en la tienda y arrancó del lecho al emperador y se dispuso a cargarlo sobre las espaldas de un Hércules boreal (rubio) que a tal efecto iba en la expedición. El ministro de la guerra y otros dos generales que estaban conversando de pie en un departamento de la tienda imperial inmediato al dormitorio del emperador, embistieron furiosamente a la temeraria chusma de los secuestradores: el mismo emperador acabó por desasirse de ellos y, desnudo como estaba, descolgó su espada y allegó ese refuerzo a sus generales, esgrimiéndola con aquel arrojo que le era tan peculiar y tenía tan acreditado, hasta que la tienda acabó de cuajarse de godos, haciéndose imposible al emperador y a los imperiales maniobrar. Ya antes, dos de ellos habían penetrado en el aposento imperial por uno de los pabellones laterales, a tiempo de parar con el broquel, puesto rápidamente delante del emperador, una lluvia de saetas dirigidas contra él desde la puerta exterior, y una de las cuales, atravesando al guarda imperial, lo derribó en tierra. Junto a él, alcanzado por otra saeta, cayó uno de los enemigos que más cerca estaban del emperador. Los secuestradores asían otra vez por los brazos a Theodosio. En este punto, escuchóse por la parte de afuera un vozarrón formidable, que denostaba y desafiaba a los godos con estas provocativas razones:
-Cubiertos por las sombras de la noche, los mismos ladrones son valientes. Pero ya habéis sido descubiertos. Habéis venido por lana y vais a marchar al Infierno trasquilados. A ver, esos godos falsos, que primero hicieron traición a sus compatriotas, con quienes habían nacido, y ahora se la han hecho a los romanos, con quienes han pacido; vengan, vengan, aquí estoy con mis leales. ¡Sois lacayos, rabones, fachas, chusma innoble, carne de desecho, pandilla que la horca está reclamando con justo derecho!
Y a compás de estos gritos, el airado luchador lusón se revolvía en medio de un círculo de enemigos, dando y recibiendo golpes y llamando a grandes voces a sus «esquiladores», esto es, a sus soldados, ya todo veteranos, que le habían, por fin, alcanzado y estaban demostrando ser poco menos mancos que él.
Era Numisio, que acababa de saber por un confidente lo que en el campamento enemigo se había tramado y en el campamento imperial estaba a punto de ejecutarse, contra la libertad o contra la vida del soberano de Oriente, y se había disparado desde su campamento con toda la celeridad que permitían lo oscuro de la noche y el previsor cuanto sutil instinto del caballo. El rudo e inesperado ataque del español fue un derivativo de atención para los godos que aún permanecían en la tienda imperial y un respiro para Theodosio, que pudo por fin echarse encima una túnica y calzar unas sandalias (ved Delgado, disco de Theodosio) y salir por la parte trasera de la tienda, remolcado por dos de los generales, que ignoraban la importancia numérica de los enemigos introducidos subrepticiamente en el campamento y temblaban por la suerte del Imperio si llegaba el caso de plantearse de nuevo la cuestión de sucesión al trono. Sobre todo el comandante en jefe, Saturnino, estaba anonadado por la vergüenza de la sorpresa y habría querido morir en aquel instante.
Escoltados por el grueso de la guardia imperial, que por fin había logrado darse cuenta de la situación y recoger sus cabalgaduras de los sotos donde forrajeaban, tomaron la dirección del Hebrus, con propósito de aguardar allí noticias del curso del incidente, y en el caso peor vadear el río y tomar la carretera de Naissus para atravesar la cordillera por el puerto de Suecos. No era esto, sin embargo, tan llano y hacedero como a primera vista pudo parecer: el previsor Alarico se les había adelantado, destacando una parte de su guerrilla o mesnada en la glera para que ocupase las dos cabezas del vado. Theodosio se vio acorralado y un instante pudo creerse cogido. Alarico llegaba con el resto de su fuerza. Pero Numisio corría a la zaga con la suya a corta distancia de él, y las dos se entremezclaron en la espesa tiniebla, sin distinguirse más que por el habla. Prodújose una gran confusión, y a beneficio de ella pudo Theodosio, con la tropa selecta de su guardia (dispuesta a reparar con su sangre la vergüenza de su sorpresa), cruzar el río, arrollando los piquetes de godos adormilados que lo guardaban. Ya era hora: por distintos caminos, a campo traviesa, dando tumbos, afluían a la llamada hasta tocar el río, los dos ejércitos, advertidos, por fin, de lo que pasaba y ávidos de, arremeterse. Era en vano. La oscuridad los tenía paralizados; habríanse dicho transportados al corazón de una nube tenebrosa que no dejara penetrar ni el leve scintileo de las estrellas de primera magnitud.
Reprimiendo su rabia, resignáronse unos y otros a permanecer quietos, arma al brazo, el resto de la noche. Con la primera indecisa claridad del alba, los jefes recorrieron a caballo el campo y los contornos para escoger posiciones y situar los distintos cuerpos en los lugares donde conviniese. Cuando hubo amanecido, atronaron los aires las trompetas de guerra; rompieron el silencio, de ambas partes, los combatientes, entonando sus cantares bélicos; y por fin se precipitaron godos contra imperiales, imperiales contra godos, con el mismo insano furor que si cada pareja ventilase alguna querella personal. La matanza fue espantosa. Pocas horas bastaron para que, del primer choque, el suelo quedara empapado de sangre y cubierto de cadáveres, sin que los luchadores hubiesen ni empezado a desfogar su cólera. Instintivamente, para seguir peleando con más desembarazo, los dos ejércitos se apartaron del río un tiro de ballesta, corriéndose hacia la tierra alta. Los imperiales, a quienes el vapor de la sangre había emborrachado, cantaban a grito herido, hasta enronquecer, con la misma voluntad aunque con menos vigor que por la mañana:
Enmudecieron, por fin, las trompetas, rindiéronse al cansancio los sobrevivientes soldados. La batalla quedó indecisa; y así pudieron imperiales y godos atribuirse por igual el honor de la jornada. Prisioneros se hicieron pocos, lo mismo en el uno que en el otro campo. En el botín de guerra de los godos ocupaba el puesto de honor la tienda de campaña del Emperador. En cambio, de sus carros, próximamente un millar, con niños, mujeres, heridos, víveres y riquezas producto del saqueo, habían caído en poder de los romanos.
Olvidábamos decir que Numisio, con las catorce heridas, algunas graves, recibidas en los encuentros de la noche (del vado y del campamento), había perdido tanta sangre, que con toda su voluntad le fue imposible tomar parte (personal) en la batalla. En Succos recibió orden verbal que había dejado a su paso el Emperador, de que inmediatamente se presentara, vivo o muerto, en Thessalónica. No hacía falta que se lo repitieran: sentía la nostalgia de Turnovas, y Turnovas era ahora Numisiano, y Numisiano estaba en Thessalónica. Vio que las fortificaciones de Succos seguían en el mismo estado de abandono en que las había denunciado el año antes; y cuando el Consejo de jefes requirió su opinión sobre si debería abandonarse aquella importante posición, se encogió de hombros, lo mismo que si se tratara de algún intrincado caso teológico, dejando escapar con sombría voz esta amarga razón:
-¡Qué más da!
Una división de la fuerte columna de Numisio se dirigió a Thessalónica, llevando consigo triunfalmente los carros cogidos y los prisioneros hechos al enemigo: el cuerpo de ejército que Theodosio condujera hasta el Hebrus, con las restantes columnas que se habían agregado hasta él, fue distribuido por el conde Saturninus, general en jefe, entre las plazas fuertes de las provincias illyricas y demás de aquende los Balkanes que iban a ser presa de la invasión.
Numisio fue transportado en una litera-cama de la ambulancia (valetudinarium). Los médicos militares le habían propuesto detenerse unos días en alguna de las poblaciones del tránsito, pero no quiso ni oír hablar de ello. Cuando llegó, con la fuerza, a Thessalónica, había ya mejorado algo.
Este terrible soldadote lloró al estrechar contra su pecho al pequeño Numisiano, que tantas y tantas cosas del alma le recordaba. Flaccilla le felicitaba haciéndose lenguas de las brillantes cualidades de formalidad, de reflexión y de solidez de carácter que despuntaban en el tierno retoño de Siricia.
Había encontrado a Theodosio convaleciente de la recaída, y en tanto extremo desalentado, que dictaba un mensaje para Gratiano haciendo un llamamiento a su amistad y a su patriotismo para que le asistiese con algún refuerzo, lo más copioso y poderoso que le fuese posible, a fin de hacer frente a la inundación goda. Numisio no botó, porque no se hallaba aún en disposición de botar, pero se apresuró a desaprobar, exclamando con mal reprimida acritud:
¿Que es eso de embajadas a Gratiano, hombre de poca fe? ¡Buena cara pondría tu simpático colega romano! Ya le estoy oyendo decir: «Yo busqué ayuda y calor en Cauca, y he aquí que es Cauca quien ha menester de mí. Para este viaje, la verdad, no necesitaba alforjas. ¡Auxilios!, para mí me los querría, que tengo enfrente nubes de Vándalos, amenazando con otra nueva irrupción al Occidente.» Nada, nada -continuó Numisio;- tengamos serenidad, y el nuevo turbión pasará en menos tiempo que el anterior. Los legionarios no han perdido su moral, se han batido bravamente en el Hebrus, y si el enemigo no hubiese hallado expeditos los pasos del Rhodope y del Haemus, acaso se habrían disipado como niebla antes de lograr forzarlos, o habrían entrado con nosotros en composición. Pasado Succos, se desbandarán o se habrán desbandado otra vez; y ya sabemos por experiencia lo que cumple hacer, lo que a estas horas estarán haciendo tus generales...
No dejaron de hacer mella en el ánimo del emperador las razones de Numisio. Sin embargo, manifestó a éste el deseo de escribir de todos modos a Gratiano, ya no para pedirle ayuda material, sino para darle a conocer la situación y expresarle el sentimiento de no poder acudirle en su lucha contra los Vándalos.
-Eso ya es otra cosa -aprobó Numisio.- Me gusta. Escríbele así.
No quedó sin algún efecto la cortesía de Theodosio.
Al recibir la carta, acababa Gratiano de conjurar la
irrupción que amenazaba a la Galia, cediendo a los Vándalos la alta Pannonia; y, libre de ese cuidado, pudo hacer un obsequio a Theodosio, mandándole algunas tropas capitaneadas por dos jefes francos, Arbogasto y Bauto, hombres leales y de acreditada pericia y valor. Con acuerdo de Gratiano, aconsejaron éstos un cambio de táctica, volviendo a la primera política de Valente: tratar con los invasores sobre la base de una cesión de tierras en la ribera derecha del Danubio, sea en la Moesia o en la Thracia, para que de una vez se fijaran, declarándose súbditos sedentarios del emperador de Oriente, cesando para siempre en sus asoladoras incursiones y constituyéndose en antemural del Imperio contra sus compatriotas del otro lado de la frontera.
Theodosio estaba preparado para escuchar estos consejos por Numisio, que no se cansaba de machacar sobre el tema de colonización goda.
Desde este punto abreviaremos nuestro relato, diciendo en sumario:
Que en esta segunda invasión, los bárbaros, además de la Thracia, corrieron nuevamente la Macedonia, el Epiro, la Thesalia y la Acaya, como ebrios, como hidrófobos, como orates poseídos de furor trágico (vid Hércules), arrasándolo todo a su paso, entregando a las llamas cuanto no incitaba su codicia o no podían llevar consigo, incluso aquello que, como las mieses y los almacenes de granos, habían de necesitar ellos mismos para su subsistencia; -que la mayoría de los jefes aceptó en principio las proposiciones que les fueron hechas con autoridad del Gobierno imperial, aunque sin suspender sus salvajes razzias mientras tanto;- que en medio de esta saturnal, su caudillo supremo, Fritigern, falleció en el Epiro, y que desde aquel instante, divididas y subdivididas sus indóciles huestes en bandas de salteadores, la invasión perdió toda su virulencia, dejando de ser un peligro serio;-que Theodosio trasladó, por fin, su corte, familia y residencia a Byzancio o Constantinopla, donde fue recibido triunfalmente el día 14 de Noviembre (año 380), aclamado por las muchedumbres electrizadas, que lo comparaban, no sólo por el físico, sino por las cualidades del espíritu, al mejor y más grande de los emperadores romanos, Trajano;- que la gran mayoría de los godos transfirió la sucesión política de Fritigern a Athanarico, quien se había mantenido retraído durante los últimos cuatro años, en las montañas de su país, al otro lado del Danubio;- que abordado por Numisio, el nuevo justicia o rey de los godos se inclinó sin reservas al partido de la paz y se dejó persuadir a que ratificase el tratado ajustado con los «generales» de Fritigern y aceptase la invitación de Theodosio, visitándole en Constantinopla;- que fue recibido por éste con todos los honores debidos a un emperador, incluso saliendo a su encuentro a muchas millas de distancia;-que le dejaron atónito y le avasallaron, lo mismo que a su séquito, las inenarrables magnificencias de la esplendente urbe, de su tierra y de su civilización, carreteras, puentes, acueductos, thermas, foros, escuelas, bibliotecas, tribunales, iglesias, palacios, villas, jardines, embarcaciones, muelles, estatuas, arcos y columnas triunfales, códigos, pinturas, armaduras, tormentaria, fortificaciones, murallas, puertas, arcos, gimnasios, pórticos, circos, hipódromos, teatros, mercados, manufacturas, cultivos, jardines públicos, policía, annona, cursus públicus, mausoleos, servicio de postas, etc., etc., mirando en el emperador una deidad sobre la tierra; que no se cansaba de recorrer calles y plazas, verdadero museo de monumentos, admirando en ellos la majestad al par de la gentileza y de la gracia, y de cruzar hechizado el Bósforo por Chrysopolis (Scutari) para ascender al monte Bulgurhe, desde donde, veintiocho años antes, el príncipe Juliano, confinado por los terrores de su tío el emperador Constancio, a la breve heredad de su madre, en parte plantada de viña, contemplaba a lo lejos, como sobre un mapa parlante desplegado entre Europa y Asia, el mágico panorama de la ciudad, recostada en sus siete colinas, las dos riberas asiática y europea del Bósforo, especie de río marítimo, las rientes isletas de la Propóntide (mar de Mármara) y el inquieto hormiguero de naves mercantes, lanchas de pasajeros y barcos de pesca que salían del grandioso puerto de Chrysokeras (Cuerno de Oro) o que abordaban a él;- que sin haber vuelto de su asombro ni salido de Byzancio sorprendióle la muerte, colmado de honores, en Enero (del año 381), y que el Emperador le hizo suntuosísimos funerales, dando muestras de vivo y sincero pesar, y decidió erigirle un monumento regio, con lo cual acabó de ganarse los ánimos de los godos y atraer a las turbulentas tribus no reducidas, que se habían resistido a suscribir el primer tratado del año 380, y que ahora aceptaron uno adicional (3 Octubre 382), que puso definitivo término a la guerra Gothica;- y, por último, que las fieras milicias (el ejército) de Athanarico pasaron enteras al servicio del Emperador sumando unos 40.000 hombres, en calidad de tropas aliadas (foederati) y con pacto de conservar sus armas, sus jefes y su organización y recibir una paga superior a la que percibían las tropas romanas.
Capítulo VI : En Byzancio y la Moesia
Esta convención puso en gran alarma a Numisio, como en general a todos los espíritus reflexivos y previsores (sea ejemplo Synesio), que veían cómo el Imperio quedaba con ella a merced del extranjero, y de un extranjero incivil, insolente, grosero y desvanecido, para quien la historia universal se reducía a la batalla de Adrianópolis y que se lisonjeaba de tener en el bolsillo otra victoria igual para cuando se le antojase dejar el orbe romano cesante y aniquilarlo.
-Te llaman el gran amigo de la paz y de la gente gruthunga, amator pacis generisque Gothorum -decía Numisio a Theodosio;- pero ni tanto ni tan calvo que se le vean los sesos. De ellos, de los godos, no ha de poder decirse nunca amatores generis Romanorum. Ya sé que te aflige e irrita el que haya quien ose dudar del acierto con que procedes en esto; pero es en mí un deber de civismo contrariarte, repitiéndote una y cien veces lo que no he cesado de decirte desde mi llegada a Thessalónica: que es fuerza volver al régimen antiguo de ejército nacional, exclusivamente nacional, por mucho que repugne a estos degenerados romanos, ayunos de todo espíritu militar, deshabituados del ejercicio de las armas; hay que proscribir la abominable práctica de Valente, que por no disgustar a los provinciales y al propio tiempo henchir el Tesoro imperial con los millones que éstos habían de tributar por concepto de redención del servicio militar, admitió de una vez, el año 376, a 50.000 godos en el ejército..., y fueron los de Salices, fueron los de Adrianópolis. Encima de legarnos aquella funesta herencia, nos ha dejado ese mal ejemplo. Ahora, tú llamarás a lo que estás concordando con ellos, la paz; pero sabe que esa paz es la muerte del Imperio. Vuelve en ti: ni un solo godo, ni uno solo, debes acoger en tus banderas. Amansarlos, desasnarlos, sí, pero en su dehesa, lejos de aquí...
-A la fuerza ahorcan, amigo. Tú, en mi caso, habrías hecho lo mismo.
-¡Nunca! Habría pactado sobre la base de que los encartados se trasladarían todos, todos, hasta el último, en calidad de súbditos y sedentarios, a las tierras concedidas, y que allí serían instruídos en las artes de la vida civil y de la paz.
-¿Aún negándose ellos?
-Si efectivamente hubiesen rechazado esa cláusula, condición esencial de salud para el Imperio, antes que dejarme imponer la contraria, habría optado por chocar otra vez con ellos y por continuar la guerra, a cambio de no engañarnos a nosotros mismos. Todo antes que la demencia de hacer de ellos la piedra angular de nuestra constitución; todo antes que admitir en nuestras filas, y lo que es peor, en calidad de privilegiadas y formando cuerpos autónomos, a unas milicias llamadas ambiguamente «auxiliares», que nosotros entendemos auxiliares del Imperio contra Gothalandia, y que ellos entienden auxiliares de sus compatriotas no reducidos de Gothalandia contra el Imperio.
-Pero no dejarás de confesar que con sólo esa convención, sin el azote de nuevas guerras, hemos afianzado el presente, en tanto llega la propicia ocasión de conquistar, de asegurar el porvenir.
-¡Brava manera de libertar al mundo romano del oprobio de la barbarie; encomendar la guarda del hogar romano a los mismos que lo estaban desvalijando! Acuérdate de la jornada del Hebrus, en que los godos «a tu servicio» abrieron traidoramente las puertas de tu campamento a los amables sicarios que iban bonitamente a caza de tu cabeza, y tendrás un anticipo y figura de lo que ha de sucederle ahora al Imperio como insistas en esa malaventurada convención. Sí, amigo: el peligro que ahora representa aquella roña, amansada no más que en apariencia, es mayor que cuando vagaba suelta por la Thracia y el Illyricum. Una paz así, pendiente del humor inconstante de un enemigo selvático, insaciable y ensoberbecido, que no se harta de humillar con su insolente desprecio al «tímido rebaño de los romanos», como él nos llama, y se cree con derecho a todas las riquezas y a todas las vidas del Imperio, a título del más fuerte,- esa que llamáis paz, repito, es cien veces peor que la guerra franca...
Es decir -agregó,- entendámonos: si es que verdaderamente miras al bien de la república antes que a tu personal comodidad: si Cincinato, vencidos los equos, en vez de restituirse al arado, no ha tomado el camino de Sybaris o de Capua.
-Muy bien, querido: hablas como un libro: no te falta razón. Pero reconoce a tu vez que pesan sobre mí las responsabilidades de un pasado en cuya concreción no he tenido parte; y que algún tiempo hay que dar para que la fiereza nativa de estos bárbaros, de inclinación noble después de todo, se amanse en su contacto con la civilización, ganando sus corazones y sus voluntades, a influjo de un trato justo, leal, amoroso y blando, excluida la ineptitud y reprimida la venalidad de los Julios, Lupicinos y demás malvados gobernadores y ministros de Valente... Por otra parte, ni Valente ni yo hemos puesto la moda; antes bien, hemos podido inspirarnos en tan alto ejemplo como el de Constantino Magno, que hace cincuenta años acogió bajo sus banderas, en clase, de foederati, a 40.000 godos, cedidos por sus reyes Araric y Aoric...
-Me guardaría yo de invocar ese precedente para autorizarme en él; lo invocaría, si acaso, para lo contrario. Recuerda la parte que los sucesores de aquellos foederati de Constantino han tomado en la espantable tragedia de Adrianópolis, y sabrás por adelantado lo que los tuyos, tus foederati godos han de tomar en la futura y decisiva Adrianópolis, que no creo esté muy lejos. Aquel día no te valdrá desplegar el lábaro de Constantino: en vez del legendario, del fantástico , los soldados, acuchillados por el frente y por la espalda, escribirán con los pies, como hace cuatro años, el «fíate en el lábaro y no corras». Y entonces, ¡adiós Imperio!
-Ya te he dicho sobre eso lo que hace al caso, -repuso hoscamente, como desazonado, el Emperador.- Pero es que, aun sin eso, estás combatiendo a las larvas (espectros, sombras, almas en pena); porque la muerte de Fritigern y de Athanarico ha dejado a los godos sin jefe que los capitanee. Cum larvis luctare. Estás acuchillando sombras...
¡Ay, no! Ojalá estuvieses bien enterado. Pero no lo estás: el caudillo godo ha dejado simiente. Conozco un mocito, discípulo suyo, el llamado Alarico, en el cual hay muchos Fritigerns. Ya lo viste una vez, y en ocasión bien crítica; pero no lo has pulsado como yo. Ahora está acabando de formarse, ya más que crisálida, debajo de tus banderas y con tus enseñanzas. Y no han de pasar muchos años...
-Un día de vida, vida es: aun dando que acertaras en tu siniestro pronóstico, yo me propongo aprovechar esos años, con su paz material, todo lo precaria que quieras, en proveer a algo más apremiante y más trascendental, requisito previo, esencial para esa nacionalización del ejército de que eres tan convencido abogado: a pacificar los espíritus, procurándoles el supremo bien de la unidad religiosa...
-Ese es otro cantar, de más consecuencia aún que la desnacionalización y gotificación del ejército. Con ésta, pones las llaves del Imperio en manos de su enemigo: con tu utopía teocrática lo disuelves.-En 380, ya en Thessalónica, condenaste por una constitución gravísima (27 Febrero) la doctrina arriana, tomando partido a favor de unos cristianos contra otros, mezclándote en asuntos de conciencia, que son ajenos al oficio de gobernante; en 381, o sea el año último, por otra constitución (10 Enero), elevaste el símbolo de Nicea a categoría de ley del Estado, y excluyendo por falsas a todas las demás Iglesias cristianas. En el corriente año, por una nueva constitución, has pronunciado la última pena contra los maniqueos, por el sólo hecho de serlo. Del polytheísmo heleno-romano has declarado de un golpe ilícito e ilegal la mitad, prohibiendo los sacrificios o la inmolación de víctimas, mientras te dispones a condenar y perseguir, secundado por otro género de barbarie, la de los hombres negros (monjes). Pues bien; todo eso es un atentado, no sólo contra la conciencia, que es incoercible, sino contra la existencia del Imperio y la dignidad del género humano.
-¡Por qué no tendremos todos unos mismos ojos! Por qué cuanto más recapacito y cuanto más pareceres consulto, aunque los consulto multicolores, más me afirmo en la idea de que cumplo con ello el primero y más elemental de los deberes que incumben al gobernante y son propios del poder público, y que si no lo hiciera, me traería más cuenta desceñirme la púrpura y retirarme segunda vez a Cauca...
-Sinceramente, creo que acertarías. Tus inclinaciones, más que de César-soldado, son de César-obispo, y lo que con lo primero construyes, con lo segundo lo vuelves a derribar. Como acertaría también yo restituyéndome sin más tardar a Turnovas, visto que no sirvo al fin que me trajo de aconsejarte lo mejor.
-No saques de quicio las cosas: harto sabes que en eso te falta la razón. Apenas tengo voluntad: me gobierno por tu consejo; de hecho eres tú el emperador y yo nada más que tu editor responsable. Y porque una vez me dejo llevar de mi inclinación, te me subes a la parra, sabiendo cuánto me aflige contrariarte y que no estés satisfecho de mí...
-Sí, hombre; reconozco que de vez en cuando me pasas algún que otro mosquito, y que únicamente te tragas los camellos, como ese de la nacionalización del ejército, como ese de la libertad de conciencia.
-Theodosio sonrió y, ya con mejor humor, preguntó a su conterráneo director espiritual, el magnate patricio, señor de Turnovas:
-Dime, por tu vida, y sepamos por fin qué es, en suma, lo propio del oficio de gobernante, como tú le nombras, lo propio del Jefe del Poder civil, en un Imperio tan trabajado por la discordia, minado por una tal anarquía de cultos y de confesiones como esta que en todo el Oriente reina?
-Te lo dije la primera y la segunda vez, desgraciadamente sin fruto; te lo he repetido como una docena de veces después: es la gran constitución de los emperadores Constantino y Licinio promulgada el día 13 de Junio del año 313, vulgarmente llamada edicto de Milán; la libertad de creencias y de cultos: libera potestas sequendi religionem quam quisque voluisset... Ese acto no es de pontífice pagano ni de pontífice cristiano; no es arriano ni athanasiano, hebraico, egipcio ni persa: es puro acto político, expresión de la neutralidad que es inherente al oficio de emperador. En sustancia, que todo ciudadano goce de la misma libertad que has tenido tú para elegir credo, la misma que tienes para mudarlo por otro en cualquier tiempo. Hasta el edicto debe llegar y de él no debe jamás exceder el Poder civil, cualesquiera que sean las creencias religiosas de su Jefe, llámese cónsul, justicia, rey, césar o augusto.
-Pero, ¿en serio, pretendes equiparar mi posición a la de una persona privada? -Sin discrepancia de una tilde. En materia religiosa, lo mismo que en materia filosófica, literaria o industrial, cada ciudadano es su propio emperador y no existe otro a quien deba obedecer. Eso que haces es una coacción injusta, es una tiranía; una oncena persecución, no menos execrable y de peores consecuencias para el Estado que la de Diocleciano...
-Numisio, no me embromes con tus ponderaciones e hipérboles. ¡Diocleciano yo!
-Tú verás: son habas contadas. La profesión de cristianismo era considerada por los emperadores paganos como delito de Estado de los más graves: delito de lesa majestad. Repara ahora que el derecho es categoría única en su género, absolutamente igual para todos; que no hay más que un derecho. Pues bien; quien ahora hace no menos execrablemente de la profesión de fe pagana o de la cristiana no athanasiana un crimen majestatis, empalma la nueva religión con la vieja, pudiendo definirse nuestra situación con el refranillo que a otro propósito ha creado el pueblo: «último día del paganismo y primero de... lo mismo.
No sólo te está prohibido por la razón ese abuso de fuerza respecto de los particulares, sino que también respecto de las instituciones públicas del Estado; y no tienes tú, v. gr., más derecho para constreñir a la porción pagana del Senado a apostatar del polytheísmo y abrazar el cristianismo, que lo habría tenido un Juliano para obligar a la porción cristiana del propio Senado a apostatar del monotheísmo, llamémoslo así, y abrazar lo que llaman idolatría, o que un Valentiniano para decretar (que una y otra) que el Senado entero, abominando de Juliano y de Athanasio, confesaran la fe de Arrio...
-Me alarmaría -murmuró sordamente el emperador,-si no me hiciese cargo de que todo eso lo dices tú...
-Muchas gracias por la lisonja...
-¡Por el hijo de Tetis y Peleo! Déjame concluir...
-Bien, hombre, ¡qué más da! Ya bastaría que yo lo dijese, si conmigo lo decía la razón. Pero hace un cuarto de siglo que un senador ilustre, el sabio y honrado Themistio, en su mensaje o alocución a Joviano, pronunciado en nombre del Senado, dijo la última palabra en materia de libertad de conciencia. Según él, Dios ha puesto en el corazón del hombre el sentimiento religioso, pero sin prescribir forma determinada, dejándose adorar en todas: por consiguiente, la religión es materia ajena a la autoridad civil, que nadie más que la divinidad misma tiene derecho a intervenir (dis.V).
-¿Themistio has dicho? Gran autoridad: ¡un pagano!
-Sí, uno tal como lo quisieran los tuyos para los días de fiesta. Pero, en fin, dejemos a Themistio. ¿Te hace Osio, el santo obispo de Córdoba, ministro de Constantino, fallecido a los ciento un años de edad en su destierro de Sirmium, donde has sido tú coronado emperador veintidós años después? Pues Osio le decía a Constancio, tu antecesor en el trono, por haberse metido en lo que no le importaba, que es lo mismo en que te metes tú: «Lo que Dios te ha confiado es el imperio de la tierra: no te mezcles en las cosas eclesiásticas.»
-No tomas en cuenta que en tiempo de Osio y de Constancio la población pagana estaba aún en mayoría respecto de la cristiana (y que en ésta los arrianos aventajaban en número a los ortodoxos) y era fuerza contemporizar; al paso que ahora...
-Al paso que ahora... sigue sucediendo lo mismo. Con llevar el cristianismo setenta y dos años en el poder, el censo pagano excede aún en mucho al de los cristianos, pudiendo decirse que el primero es cuatro o cinco veces más numeroso que el segundo. A un estadista de tus circunstancias no le es lícito ignorar que, por ejemplo, en Antioquía, donde la religión del Crucificado es antiquísima, la congregación de los fieles no pasa de 200.000, siendo así que la ciudad cuenta cerca de 1.000.000 de habitantes. Por consiguiente, si eres sincero, si de veras piensas que es cuestión de mayorías y de minorías, decreta el plebiscito...
Lo que yo sé, y por lo visto tu ignoras -interrumpió, picado, Theodosio,- es que, sea lo que fuere de tus estadísticas, los dioses se van...
-No lo creas, hombre, no se van: los arrojas tú. Y es forzoso, forzoso reponerlos, para que se vayan por su pie cuando quieran irse y en el modo en que se deban ir; o para que se vayan y se queden en el tanto en que deban irse y en que deban quedarse, que eso, el alma de la historia, no tú, ha de determinarlo...
-En suma de todo -concluyó Theodosio, visiblemente fatigado y contrariado y con vivo deseo de poner término a la entrevista:- que lo que yo debería hacer como señor y cabeza del Imperio es, según tu cuenta...
-Apresúrarte a recoger velas antes que la nave acabe de sumergirse; reponer las cosas al ser y estado que tenían el día de tu elevación al solio; y más claro, proclamar el principio de libertad e igualdad de todos los cultos, sectas y religiones ante el derecho, según lo proclamaron todos tus antecesores, desde Constancio Chloro hasta Gratiano, pasando por Constantino Magno, y abstenerte de hacer la causa de una contra las demás; hablar de religiones autónomas y no de religiones oficiales; desterrar del uso esta letal noción: «Iglesia de Estado»; nada de definir ortodoxias, y con doble motivo de imponerlas, de declarar verdadera esta o aquella confesión y falsas o erróneas las demás; nada de introducir en ese dédalo un concepto tan inconexo como el de «crimen de majestad», volviendo al derecho penal de los emperadores paganos...
-No lo veo, no lo veo, y me cuesta un trabajo inmenso pensar que pueda una vez faltarte la razón. Esto no es cabeza: es una devanadera. Me parece como si caminase por la cresta de una montaña, balanceándome entre dos abismos. Sostenme e ilumíname. Me debo al Imperio, pero decir Imperio es decir muchas cosas, muchos ingredientes. Reflexiona lo que sería de él, manteniéndose neutral en medio de este horrible pisto formado por un polytheísmo diversificado en cien monstruosas mythologías y fábulas, y por un monotheísmo combatido y minado por cien contradictorias heterodoxias, y por un tercero en discordia, que hace a pelo y a lana, el arrianismo, partido a su vez en medio centenar de satánicos credos, contrarios todos al símbolo de Nicea...
-Desentiéndete de todo eso; hazte a la idea de que eso no es materia de gobierno; deja obrar al instinto de la colectividad social. No te atreves, Theodosio, con los sofistas; les consientes en sus discursos, sin excluir las solemnidades públicas, las oficiales, invocar a los antiguos dioses de Roma, sin atreverte a proscribirlos de las escuelas. El ideal está en que seas lógico, que respetes a todos los ciudadanos esa libertad que respetas en los oradores y sofistas. Lo que deba desaparecer del paganismo desaparecerá o se transformará; lo que deba quedar del cristianismo quedará y prevalecerá; lo que haya de vividero en los dos se armonizará, se fundirá y vivirá, pero todo ello orgánicamente y a su hora, por selección natural, insensiblemente, sin que en ningún momento se sienta la falta de nada, como se está ahora sintiendo la ausencia de algo que desapareció antes de tiempo, por obra de la violencia...
-Pero ¿por qué, por qué? -replicó Theodosio, llevándose las manos crispadas a la cabeza;-por qué sufrir que la cizaña vegete libremente revuelta en el mismo surco con la mies y acaso tal vez la ahogue, siendo tan fácil escardarla y acabar de una vez?
-¿Tan fácil? Tan imposible, querrás decir. Lo mismo que tú ahora, discurría en su tiempo Diocletiano, y con igual acierto. ¿Cuál es el trigo, cuál es la cizaña? ¿Existen siquiera el trigo y la cizaña como categorías fijas en el espíritu, al modo que se dan como especies fijas en la flora natural? Desengáñate: con todas tus santas violencias, no realizarías tu ensueño: lo único que lograrías es perturbar las conciencias; debilitar más y más las fuerzas espirituales del ya enflaquecido Imperio y acabar de desquiciarlo; dar un semblante de triunfo pasajero a un cristianismo artificial e inorgánico, que no será la religión de la naturaleza, ni la del espíritu, ni la de nada; que será sólo una forma inmatura, languideciente, sin contenido vivo de ninguna clase. Tus decretos son como la caja maldita que en hora fatal abrió Epimetheo: están preñados de males. El mismo espíritu orgánico que te ha faltado enfrente del peligro godo, te está faltando frente a la crisis religiosa. Acuérdate de las palabras del Apóstol San Pablo a los Corinthios: «donde está la libertad está el Cristo».
Theodosio no replicó: quedóse abstraído en su tesis, como bajo el peso de una honda preocupación: instantes después, sintióse presa de una gran agitación interior. Al cabo de un rato volvió en su acuerdo y, con acento inseguro y desabridamente, como enojado de sí propio, dijo a Numisio:
-Recapacitaré otra vez sobre lo que acabas de decirme. Pensaré si efectivamente debo hacer la vista gorda, según me aconsejas, sobre los idólatras, dejarles que sigan galleando y campando por sus respetos, en el santuario, en la escuela, en el pórtico y el gimnasio, en las oficinas de librero, en el Senado y en el ejército, tomando mitología a todo pasto, rezando a sus dioses de madera y de piedra, quemando incienso en sus aras e inquiriendo el porvenir en las entrañas de las víctimas inmoladas; reintegrar en sus antiguas inmunidades a los ministros de la execrable superstición pagana; consentirles que a sus anchas osen disputar desvergonzadamente a la Cruz y sus santos mártires la gloria de los milagros obrados diariamente por ellos para colgárselos al moribundo Jove y demás númenes de su cuerda, como se vio en la guerra contra los Quados y Marcomanos y se ha visto centenares y millares de veces después; reír a sus poetas la gracia de que a la misma Santa Trinidad la hagan objeto de escarnio ¡sacándola a las tablas!...; todo para mayor gloria de Dios, ¿eh?; contemplar con ojo indiferente cómo varones reconocidamente cristianos, sobre todo en las clases medias y populares, apostatan de la fe de Cristo, miserables histriones y Judas, volviéndose al culto de las deidades gentílicas; y como otros promiscuan ambos cultos, pagano y cristiano (profesándolos y practicándolos al mismo tiempo), manera indirecta de profesar el ateísmo por conveniencias mundanales; codearme con muchedumbres cristianas bastante degradadas para blasfemar del Crucificado, acusándolo de haber faltado a su palabra, pues habiéndoles hecho esperar una nueva edad de oro y pudiendo su divinidad procurársela, los tiene todavía condenados, al cabo de cuatro siglos, a eterna infelicidad, lo mismo que al Imperio, cada día en mayor decadencia, sobre todo -dicen- desde que hay emperadores cristianos; verles formar con infernal complacencia, cómplice yo, ricas bibliotecas, abundantes en libros contra los cristianos, como la de Jorge, el amigo de Juliano. Pensaré si del mismo modo debo encogerme de hombros ante los cismáticos y heterodoxos del cristianismo, autores de rebeliones, más insensatos aún y más turbulentos que los mismos adoradores de los ídolos; consentirles que sus obispos se tilden unos a otros de herejía, como los de Egipto la víspera del concilio de Nicea, y que las ciudades se elijan dos y aun tres de esos pastores a la vez y actúen todos simultáneamente, como en Antioquía y en Constantinopla, y mantengan encendida inextinguiblemente la guerra civil y llenen periódicamente de cadáveres las iglesias, como se ha visto en ambas Romas, y se revuelvan locos y suicidas contra los Supremos jerarcas de la Iglesia, según han hecho los eusebianos de Philippopolis, excomulgando al pontífice romano Julio; dejar en libertad a las cien variedades de herejías para que celebren sus abominables misterios donde les plazca congregarse dentro de la ciudad y propagar sin traba sus impíos y sacrílegos dogmas, por no decir sus bellaquerías; restituirles las iglesias y oratorios de que hube antes de desposeerles y que entregué a los ortodoxos; y de igual modo devolver a los maniqueos y demás sectarios los bienes que hube justamente de confiscarles, y la facultad de adquirir otros y de transmitirlos hasta por testamento, y dejar sin efecto las sentencias de muerte pronunciadas contra ellos; restituir a los apóstatas el derecho de testamentifacción; encogerme de hombros ante ese desenfreno doctrinal, que ha producido en pocos años diez y ocho símbolos o credos después del de Nicea, todo por la salud del Imperio, ¿eh? (por momentos, el rostro del emperador se nublaba y contraía más y más, así como iba adelantando en su relación de agravios: llegado a este punto, empezó a resoplar con fuerza, como si le faltara el aliento y no pudiera ya más); renunciar a la santa empresa de fusionar en una las dos Iglesias de Oriente y de Occidente; abstenerme de convocar concilios, desamparar cobardemente la divina Congregación de los santos, única legítima, con retirarle el concurso del brazo seglar, entregar la Verdad, la eterna Verdad, atada de pies y manos, a las disputas de los hombres, privar al Poder civil de su más firme sostén, que es la unidad y la solidaridad de las almas... Pensaré (añadió, jadeando y bufando todavía con más violencia y golpeando la mesa con el puño) si teniendo derecho y obligación de regular la conciencia jurídica de mis súbditos, carezco de competencia para regular su conciencia moral y religiosa, que viene a ser lo mismo; si debo echar fuera la sangre de mis venas, para ser un emperador de yeso, impasible, blanco de color como los que adornan las escuelas de niños y las tabernas, escuchar al paso callada, indiferentemente, la irónica exclamación: «necesitados y hambrientos, recurrimos a los poderes sobrenaturales, y he aquí que el Cristo nos alarga sus desclavados brazos, pero no para darnos, sino para pedirnos». ¡No puedo más, no puedo! ¡Cuánta huera e inútil declamación! A mí me hicieron emperador a secas y no cómplice de todos los pecados del Imperio contra el Calvario y contra el Cielo. Y lo que hay que pensar, y ésta es la fija, porque está visto, esto no es para mí y estoy a punto de reventar (apretándose los ijares y dando manotadas al aire), lo que hay que pensar es si no ha llegado la hora de hacer traspaso de la púrpura a Numisio Pomponio, o de que Theodosio lo eche todo a rodar y se vuelva a sus lares y a sus plantaciones de Cauca, ¡para ser en esto también (con sarcasmo) un poco Diocletiano!
El efecto de la perorata de Theodosio, sobre todo el final, en el único oyente, fue del más subido cómico, y poco faltó para que la coronase con una explosión de carcajadas y burlescos aplausos, que Theodosio podría haber leído anticipadamente en su regocijado semblante. Pero tuvo bastante discreción y fuerza de voluntad para reprimirse y no añadir un nuevo motivo de aflicción a un hombre que no era ya dueño de sí mismo y a quien se podía ahogar con un cabello.
Todavía, sin embargo, volvió Theodosio a la carga por un instante, para agregar a lo dicho un argumento de autoridad que se le había escapado de la memoria y que abonaba o reforzaba su tesis:
El santo obispo de Hippona, Augustino [San Agustín después], me dio pauta para el gobierno religioso del Imperio con aquel admirable criterio del Compelle intrare, deducido por él de un pasaje de los Libros Santos. Y otro gran exégeta y escriturario, el austero anacoreta de Chalcis, Eusebio Hieronymo [después San Jerónimo], cuando hace cuatro años residió aquí, edificándose con las enseñanzas de mi gran amigo, pontífice de esta iglesia, Gregorio de Nacianzo, el Teólogo por antonomasia, no cesaba de repetirme: «es lícito aplicar a los heréticos, contumaces y relapsos, la pena de muerte». Pensaré si debo cerrar los oídos a la voz de estos grandes doctores de la Iglesia para dar gusto a Libanio y Symmacho, a Manes, a Arrio, a Donato...
No quiso Numisio replicar, aunque bien se le pasaban las ganas. Era preciso hacer entrar en caja a Theodosio, restablecer el equilibrio de sus agitados nervios, y a eso proveyó Numisio mudando de registro por breves instantes, antes de retirarse.
-Nos falta resolver el punto referente a la colonización goda (por donde hemos principiado). Hablaremos de ello, si te parece, mañana.
-No, ahora mismo. Oye. Yo tengo, con respecto a los godos, mi idea; tú tienes la tuya: transijamos. Déjame a mí, al menos por ahora, defender con las mesnadas del pobre Athanarico las fronteras del Imperio, y yo te dejo colonizar con el resto feudatario, o mejor dicho convenido, confederado o aliado de su nación los territorios vacantes que quieras elegir. ¿Place?
-No, no place: hablaremos de ello mañana.
La delicadeza de Numisio se adelantaba a las contingencias de un nuevo desacuerdo, poniendo término a la entrevista para dar tiempo a que descansara y se serenara el Emperador: pero éste, más terco que si hubiese sido lusón, insistió en no levantar mano del asunto hasta dejarlo concluso del todo y liquidado.
-Sea. He dicho que no place, porque entre lo que tú sientes y lo que siento yo, va la vida o la muerte del Imperio y como comprendes, no puede ser materia de chalaneo ni de partir por en medio, ni de transacción. Sigue tu antojo, pues no está en mi mano, ni por lo visto tampoco en la tuya, el remediarlo. Lástima grande que envuelva tanta verdad la sentencia de Horacio (?) quidquid delirant reges plectuntur Achivi; que los ciudadanos, sin haberlo comido ni bebido, hayamos de pagar la pena de tu ofuscación. Yo me voy a la Moesia (movimiento de asombro, de extrañeza, de Theodosio), aunque ya sin fe, por no faltar a lo que tengo convenido con el obispo Ulfilas y con Baltharico, el hermano de Fravita. Desde aquí irás tú demoliendo lo que nosotros vayamos edificando. Da orden a uno u otro ministro de Hacienda que me abra un crédito ilimitado para los gastos de colonización.
-¡Ah! ¿Conque tratas de escabullirte? -interrogó vivamente Theodosio. - Eso no: al aprobar, como de ordinario, tu idea de colonización goda y adherirme a ella, entendí que ibas a disponerla y a darle pauta desde aquí, por medio de intendentes a tus órdenes. Pero ¡ser el intendente tú mismo, abandonar de nuevo la Corte, privarme otra vez de tu consejo! En conciencia, querido, no te lo puedo consentir; quiero decir (se apresuró a rectificar la expresión, quitándole su dureza), que no te irías a la Moesia ni a otro lugar alguno sin mi protesta, si cometieses la mala acción de insistir. No quiero creerlo: tú no puedes haberte enfadado a ese extremo por aquellas dos pequeñas «rebeldías» de tu pobre amigo el emperador. Antes que eso sería el irme yo a la Moesia y quedarte tú regentando el Imperio...
-No es enfado mío, es antojo tuyo. Y con él no me ofendes, antes me das gusto, pues podré, por fin, volver a la querencia de Turnovas, que ya es hora, ¿verdad Siricia? ¿verdad Engracia? (con voz enternecida, velada por la emoción). Así como así, la colonización en proyecto había de servir de bien poco, desde el punto de vista del Imperio, conservando, como conservas a tu lado, mimado, regalado y privilegiado, el brazo armado de los colonos, que es donde reside el verdadero peligro para Oriente y para Occidente.
Sobre este tema disputaron en tono mesurado largo rato, sin llegar a un acuerdo. Para Numisio, «la presencia del colonizador en la colonia es requisito tan esencial, tan necesario, como el dinero mismo, siendo imposible dirigir una empresa de tal naturaleza a veinte días de distancia». «Por otra parte (añadía), tú y yo vemos las cosas de muy distinto modo y no podemos entendernos».
Esta última proposición afligió sobremanera a Theodosio, que por lo general miraba los dictámenes de Numisio como si fuesen dictados por la propia Themis, y formaba con ellos un a manera de Digesto político. Bien habría querido él resolver a gusto de ambos aquellas dos vitales fundamentalísimas cuestiones que venían atravesándose entre ellos desde hacía algún tiempo; pero nadie le arbitraba adecuada fórmula y él no la encontraba. Por lo que toca a Numisio, no hubo manera de reducirlo: a la Moesia con Ulfilas y Baltharico, o a Turnovas con Numisiano.
¡Ay! Con Ulfilas ya no podría ser. Cuando Numisio salía de Palacio se encontró con Aelia Flaccilla, que volvía de una de aquellas provechosas visitas a los barrios pobres y a los hospitales y asilos, que realzan la figura de la piadosa y humana emperatriz más que los triunfos militares a su marido. Según lo tenía por costumbre, recorría la ciudad ataviada con suma sencillez, sin escolta y sin comitiva, acompañada aquel día de su padre, Antonio, recién elevado a la dignidad de cónsul en sustitución de su tío Eucherio, que lo había sido en el ejercicio anterior. Por ella supo Numisio la desconsoladora nueva: ¡Ulfilas acababa de fallecer? Llamado a la Corte por Theodosio para que hiciese frente con su autoridad y su persuasiva palabra a cierta agitación religiosa suscitada entre los godos de Byzancio, apenas había tenido tiempo para conferenciar con el Emperador y con Numisio y Baltharico, cuando cayó enfermo y casi sin transición exhaló el último aliento.
Aquel golpe acabó de abatir el ánimo, ya tan indeciso y desilusionado, de Numisio, reponiendo en él el pleito de la colonización al estado de problema. A tiempo de reconfortarlo y sostenerle los alientos, ya que no se diga la fe, llegaron las reflexiones del apacible y sensato Baltharico y las calurosas instancias, los insinuantes ruegos de sus hijas, más entusiasmadas aún que su padre con la idea de redimir a su pueblo de la barbarie.
Por su parte, Theodosio, vencido por las razones del conde Saturnino, resignóse tristemente a dejar huérfano su gobierno del concurso de Numisio; y a
despecho del ministro de Hacienda, que estuvo rezongando y haciéndose el sordo dos largas semanas, le proveyó de fondos.
Con su acostumbrado ardor, púsose Numisio a acopiar partidas crecidas de trigo y otras semillas y plantas, como asimismo de ganados y de ajuares, aperos de labranza, herramientas y materia prima de oficios, material escolar, y despachándolas por delante en grandes convoyes a las poblaciones más próximas a la comarca despoblada de la Moesia, que había sido designado a las tribus visigodas de Athanarico, tocando por un extremo a los mesogodos de Ulfilas (los ostrogodos habían sido establecidos en la Frigia y la Lydia, del Asia Menor). Diputó a Roma dos sujetos entendidos para que consultaran en los archivos imperiales los procedimientos de la colonización de la Dacia en tiempo de Trajano y el modo como se habían conducido los descendientes de los colonos al quedar abandonados a sí mismos siglo y medio después, por haberse retirado la Administración romana en tiempo del emperador Aureliano, a consecuencia de un tratado con los Vándalos. Dispuso la inmediata formación de un cuerpo de gramáticos y pedagogos de raza goda, erigiendo dos vastos establecimientos docentes en Byzancio y Athenas, calcados en las instituciones pedagógicas de la antigua Grecia, en los cuales cursarían uno o dos años antes de ir a regentar escuelas de niños en la Moesia. Como hombre previsor, quiso que la enseñanza se diese en lengua griega, aunque oficial lo fuese todavía la latina. Simultáneamente, contrató médicos, menestrales, hortelanos de las orillas del Bósforo, mineros, como asimismo arquitectos, ingenieros y alarifes para construcción de viviendas a la romana y edificios públicos, de caminos, puentes, acueductos, muelles sobre el Danubio, etc. Entre los albañiles contratados, admitió los pocos godos que quedaban en las ciudades de la Thracia, de aquellos que se habían dado en esclavitud, en tiempo de Valente y Lupicino, para no perecer de inanición y trabajaban en las construcciones, según Synesio. Adquirió material para una zeca. Comprometió profesores dotados con esplendidez, que aprendieran en Byzancio la lengua de los visigodos, a fin de fundar con ellos en el centro de las nuevas colonias un Museo o Instituto de Estudios Superiores, seminario de maestros y cátedra de letras y ciencias, con exclusión de sofistas, teólogos, abogados, magistrados y juristas. Organizó, por fin, un Negociado permanente con residencia en Constantinopla, para sus relaciones con la Administración central del Estado.
Por fin, un día partió para la Moesia en compañía de Baltharico y sus hijas, siendo obsequiosamente despedidos por la familia imperial, la de Fravitta y otras muchas, incluso de godos, que miraban la empresa con simpatía y querían coadyuvarla. Internáronse a buen paso en la Thracia, dejaron en Adrianópolis la carretera general (de la Galia a Jerusalén), para torcer a la derecha en dirección a Nicopolis.
Era Fravitta mozo de prendas, más noble de ánimo que de nacimiento, amante de la vida civilizada; y entre los foederati o aliados visigodos que servían en la milicia del emperador, era el jefe de los pacíficos o leales, señalados por su inquebrantable adhesión al Imperio, partidarios incondicionales de la paz, enfrente de Eriulf (¿Eriulf o Priulf?), caudillo de la facción contraria, que soñaba con que Byzancio mudase ya de amo, pasando a poder de la nación goda. Baltharico, el hermano mayor de Fravitta, hombre de sentimientos no menos nobles y generosos que los de éste, había pasado temprano el Danubio para establecerse entre los godos menores, o mesogodos, cerca de Nicopolis, con objeto de encomendar a Ulfilas la educación de sus hijas. En el año 376 se agregó a la embajada, presidida por el obispo capadocio, que los godos de allende el Danubio, tiranizados por los Hunnos, diputaron cerca del emperador Valente en demanda de autorización para cruzar el río y asentarse a la derecha de él como súbditos del Imperio. La civilización bizantina causó en su ánimo, ya predispuesto, una tal seducción (la misma impresión que años después al rey Athanarico), y ya no habría vuelto a su país sin la obligación de acompañar a Ulfilas y la necesidad de recoger a su mujer y a sus hijas, para trasladarlas a Constantinopla. Y he aquí explicados estos dos hechos: 1.º Que Baltharico no tomara parte en ninguna de las dos irrupciones de su nación, años 378 a 381, y antes al contrario, las condenase o las lamentase, sin exculpar a los suyos, pero menos aún a los imperiales que con las demasías y prevaricaciones de sus gobernantes las habían provocado: 2.º Que a la fecha de los sucesos que estamos relatando, las hijas de Baltharico hubiesen recibido la misma clásica educación que se daba por aquel tiempo a las jóvenes byzantinas de buena familia y se hallaran enteramente romanizadas. Es decir, que además de haberse perfeccionado en la escritura y en la lectura, aprendidas de Ulfilas sobre textos de Homero y la Biblia hebraica, y de haberse familiarizado con los rudimentos del cálculo, tan complicados y difíciles en la Aritmética de los antiguos, habían recibido nociones de Gramática, de Poesía y de Geografía, Historia, Física y Astronomía.
Contaba la mayor de ellas, llamada Thamiris, quince años de edad, y trece la menor, Svanhild: dos rubias ideales, que habían acogido con la pasión y la vehemencia propias a sus lozanos abriles y a la noble cuan generosa sangre de su padre, el pensamiento de romanizar o helenizar a su raza, recogiéndola de sus selvas. Tenían un hermanito de siete años, el cual quedó en la Corte al cuidado de su tío Fravitta.
Es digno de mención que en el equipo de las dos doncellas no olvidaron de incluir, además de sus ruecas y telares, la lira y la cítara, que ambas pulsaban con exquisito arte y que estaban por aquel entonces en gran boga en las clases superiores de Bizancio, lo mismo que, en las de Roma.
«Otra expedición de Baccho al Ganges» (de Orpheo civilizador a los Hiperboreos por la Thracia), se dijo en Byzancio para denotar la misión de Numisio al Danubio. La animosa caravana se había internado a buen paso por la Thracia; cruzó el Rhodope y el Hemus (Balkanes); llegada a Adrianópolis, dejó la carretera general «de la Galia a Jerusalén», para torcer a mano derecha en dirección a la Moesia inferior, diestra del Danubio, y arribó a su destino a los diez y siete días de la partida. Servíanse de vehículos (galeras) cómodos y muy capaces, construidos expresamente; y por la noche formaban con su numeroso séquito -personal técnico destinado a las colonias, escolta militar y servidores- campamento propio, no parando en mansiones ni en iglesias, donde las había, sino en casos muy excepcionales.
Muchas veces, en el curso del viaje, contemplaron al paso, poseídas de horror y de piedad, informes, gigantescos hacinamientos de ruinas donde hacían sus cubiles fieras y alimañas, y que empezaban a vestirse de jaramagos; campos de batalla de una y otra invasión, blanqueados de huesos humanos, obra del mal gobierno y de la barbarie; puentes despedazados; poblaciones que se reconstituían; mujeres enlutadas labrando la tierra con yuntas formadas de algún muchacho o muchacha uncida con un asno al arado, etc. Y más de una vez saltaron las lágrimas a Baltharico, arrancadas por los hymnos y dísticos elegíacos de sus hijas, acompañados de sus instrumentos de cuerda, con que divertían los ocios del camino. Numisio ilustraba los lugares por donde iban pasando con la narración de los sucesos, ora históricos, ora fabulosos, acaecidos en ellos, cuando Perseo, cuando Mithridates, Sylla, Phillipos, Saurómatas, los antiguos reyes del país, Tiberio, conquistas y alzamientos, Adriano en Thracia, Eusebio Jerónimo de la Dalmacia, camino del desierto de Chalcis. Cuando llegaron Adrianópolis y cruzaron el río Hebrus, Numisio, que sentía una gran admiración por la diversidad de aptitudes, la claridad de juicio y la solidez de carácter de las garridas hijas de Baltharico, tuvo para Thamiris una galantería, que habría podido parecer afectada a no tratarse de un hombre que era la sinceridad personificada, y de todo tenía menos de redicho y pedante.
-Ya sabes, Thamiris -dijo-; aquí fue, a orillas de este río, donde Eurídice, la amante esposa de Orpheo, huyendo a los requerimientos y persecución de Aristeo, fue mordida en un talón por un áspid que en los céspedes de un soto se recogía, el cual en un instante la acarreó la muerte. Si el hijo de Eagro hubiese arrancado a su lira, regalo de Apolo, los mágicos acentos y melodías que tú arrancas a la tuya, la ponzoñosa bestezuela se habría amansado o Eurídice habría revivido, ahorrando a su marido la viudez y el bárbaro atentado de las despechadas Bacantes.
Thamiris se puso al rojo cereza, y no tocó ni cantó más en todo aquel día.
Por fin hicieron alto en Nicópolis. Sin tardanza, Numisio y la comitiva recorrieron a caballo los distritos ocupados a la derecha del Danubio por las tribus visigóticas federadas, que les dieron la bienvenida y los recibieron sin recelo, complacidas y curiosas, entre moderadas aclamaciones y manifestaciones de afecto y entusiasmo. En seguida puso manos a la obra. Ya se comprenderá, conociéndolo, que no se encerraría en el límite estricto de su función como intendente de las colonias, encauzando, reglamentando y administrando la acción del personal auxiliar de ingenieros, arquitectos, capataces, albañiles y demás, organizando escuelas provisionales de lectura y escritura, con discípulos de las de Ulfilas por maestros, en espera de los primeros preceptores -grammatici y paedagogi- que estaban formando en Byzancio y Atenas, remesando para sus dos grandes seminarios pedagógicos nuevos convoyes de jóvenes godos con vocación para el magisterio, escogidos entre los más honrados, serios e inteligentes, sino que tomó a su cargo el explicar cursos de economía agraria, la más progresiva, parte ambulante y parte fija.
Siglos antes se había dolido Columela de que, habiendo escuelas para la filosofía, para la retórica, para la geometría, para la música y el canto y hasta para los atletas y para el baile, no hubiese nadie que educara a los hijos de los labriegos en las artes del campo. En la Moesia de Numisio y Thamiris, el geopónico gaditano no habría podido decir otro tanto, porque la instrucción técnica de la agricultura fue formalmente introducida y organizada desde el primer día. El propio Numisio en persona enseñaba con sus manos a plantar árboles e injertarlos, a preparar el suelo para huerta, a sangrar arroyos y canalizar sus aguas, a sembrar, plantar y regar hortalizas, a escardar mieses, a construir arados, trillos y otros aperos, a levantar cercas, a cortar forrajes y henificarlos, a seleccionar reses para cría, a elaborar queso y salar carnes, a preparar compotas de miel y frutas, a abrir pozos, a reparar y mejorar senderos y caminos y dotarlos de puentes provisionales de madera, etc. Cuando se requería alguna explicación oral, su colaboradora Thamiris le servía de intérprete. Como profesora ella a su vez, daba lecciones sobre cría de aves de corral, repitiendo las que recibía de Numisio, enriquecidas y vivificadas con su propia experiencia. Y todavía, no satisfecha con esto, instigaba a sus amigas de la nobleza goda a que hiciesen otro tanto en sus respectivas localidades. Su hermana Svanhild poseía una habilidad especial para la labor de la lana y para la costura, y en ellas adiestraba a muchachas de todas las clases sociales. A poco abrieron las dos hermanas en su residencia central, bajo la inspección de Baltharico, cátedra de lengua griega. Thamiris era el brazo derecho de Numisio: con ella contaba éste en primer término, siempre que se trataba de vencer alguna dificultad, de superar algún obstáculo.
Pasó tiempo: los primeros preceptores godos que remataron la carrera y fueron llegando de Atenas y Byzancio, quedaban asombrados ante aquella prodigiosa transformación obrada casi repentinamente en la existencia de sus nacionales, y no se hartaban de pasar revista, deslumbrados, a tantos y tantos brotes de la grandiosa civilización meridional en que habían empezado a iniciarse, estudiándola en las propias fuentes: poblaciones nuevas o reedificadas, carreteras, ora enlosadas, ora terrenas, con cunetas y puentes, transportes regulares, calles y plazas alineadas y limpias, casas de mampostería y ladrillo de uno y de dos pisos, con plantas trepadoras en las fachadas, edificios públicos de buena arquitectura, iglesias, tiendas y bazares, policía, alamedas de árboles, manadas de reses mixtas con pastores vecinales, pobladores aseados y satisfechos, bien vestidos y bien mantenidos; servicio médico; escuelas de niños con abundante material escolar de mapas murales, ábacos, cuadros geométricos y cronológicos, crónicas ilustradas, compendios de historia, carteras, papyro y pergamino, frascos de tinta roja, etc. ¡Hasta jardín público! ¡Hasta gimnasio! ¡Hasta escribas, y librería y biblioteca! Y todo sin rey propio y sin magistrados romanos. Las riberas del Danubio recobraban a ojos vistas su antigua fertilidad. Entre las mieses empezaban a verdear las filas de vides y frutales recién plantados. Parecía cosa de magia: por fuerza Orfeo el tracio y Abidis el tartesio habían pasado por allí...
Aunque todo ello fuese rudimentario y requiriese una segunda mano de lima y pulimento, y luego una tercera y otra más, veíasele el desenlace: con toda evidencia, la empresa no era una fantasía. Con tan animador punto de partida y los nuevos misioneros que el Mediterráneo acababa de mandarle y seguiría mandando al Danubio, la revolución pacífica soñada por Numisio y Baltharico había ya germinado, apuntaba ya a ras de tierra, y no tardaría en florecer.
Ni paró todo aquí. Uno de los caracteres del entendimiento de Numisio era el no estacionarse nunca con lo logrado o progresado: obtenido un adelanto, ya estaba pensando en otro, acaso concatenado con él; era todo lo contrario de estadizo. Esa revolución a punto de alumbramiento, pensaba él, es el resultado de dos distintos elementos o componentes que se encuentran, combinan y fecundan por vez primera en el alma goda: el hombre físico, el hombre de la naturaleza, formado en las selvas septentrionales, y un soplo del espíritu heleno-latino cultivado que se infunde y derrama en él y lo transfigura. De los dos factores o principios, el romano no posee sino uno, porque, hace siglos, así como se fue refinando, volvió en mal hora la espalda a la selva. De ahí necesariamente un desequilibrio preñado de borrascas, que compromete gravemente la paz y el bienestar de los humanos, en especial de los dos Imperios, para un porvenir muy próximo. Después de meditar largamente sobre el modo cómo se habían producido esos desniveles, que es decir esta gran imperfección, y sobre la posible manera de remediarlo, vino a dar en una conclusión:
«Cierto, hay que romanizar a los germanos, pero tanto como eso, hay que germanizar a los romanos. Y el puente donde pueden encontrarse y abrazarse los dos mundos, el niño, la educación, el maestro: para Romania lo mismo que para Gothalandia.»
Todavía pensó un año sobre ello, como hombre cauto que se hace cargo de la transcendencia práctica del problema y teme errar la solución con precipitarla. Baltharico y sus hijas, lo mismo que las personas de alguna cultura que vivían en la Moesia, romanos y godos, estuvieron unánimes en aprobar su teoría y compartir sus temores, y le excitaron a que procurase ganar para tan santa causa a los gobiernos de uno y otro Imperio.
De todos modos tenía que ir a la corte; se habían cansado por fin de suministrar fondos hasta para los dos seminarios pedagógicos de Byzancio y Atenas. Se quejaba Numisio al Emperador y éste dilataba el contestar o contestaba en breves líneas y de mala gana para representarle la situación precaria de la Hacienda y hasta, una vez, reprochándole indirectamente lo mucho que le había consumido en gastos de colonización. Veía Numisio que su obra, en lo mejor de la floración, a punto de cuajar y madurar, periclitaba. Y puesto en esa pendiente el ánimo del Emperador y de su Gobierno, el plan de escuelas de niños para todo el Imperio, sostenidas por el Estado, no pasaría de ser una bella utopía. Y anticipándose al argumento y haciéndose cargo de lo que tenían de justificado las resistencias de Theodosio, ideó un plan financiero, y armado con él tomó el camino de Byzancio, haciendo entrega de la intendencia de las colonias, con instrucciones detalladas por escrito, a Baltharico.
Mucho afligió a la dulce y candorosa Svanhild la ausencia del que ella llamaba familiarmente su Orpheo, pero sin que por un momento se le ocurriese dudar de su regreso ni del éxito de aquella empresa histórica y propiamente sagrada en que también ella tenía su parte. No debía ser tan viva ni tan exaltada la fe ni tan absolutas las seguridades de su avisada hermana Thamiris, pues se la vio todo el día, y ya desde la semana anterior, haciendo esfuerzos sobrehumanos para dominar sus alarmas y su inquietud, sin conseguirlo, y a última hora, hasta atreviéndose a insinuar a su padre que no dejara marchar a Numisio solo, sino que la familia entera se trasladara con él a la capital, con objeto de sostenerle y coadyuvarle en su justa pretensión, a hombre de la raza goda, a quien tan eficaz y tan desinteresadamente servía, como asimismo en sus nuevos pensamientos civilizadores, con los cuales se hallaba igualmente identificada, y pasar unos días al lado de Fravitta y de su hermanito y formar juicio de los adelantos de éste y explorar su vocación. Pero Baltharico, menos vehemente y obligado a mayor prudencia, disuadió a Thamiris de su proposición; y Numisio efectuó el viaje sin más compañía que la de sus servidores, no sin hacerse una gran violencia para arrancar, acaso porque calculara que no tardaría menos de dos o tres meses en regresar a aquel su predilecto campo de actividad en que hacía oficio de creador.
Capítulo VII : Segunda vez en Byzancio
-¿Con que ahora que tienes a tus visigodos en camino de hacerse romanos, cosa que me place, resulta que lo que cumple hacer es la contraria, que los romanos nos hagamos godos? -Así decía el Emperador a Numisio en tono de sinceridad, aunque no sin algún retintín.
Numisio se apresuró a pararle los pies con una razón potísima:
-Se trata de una cosa seria, pero muy seria. Si estás empachado de gobernar y a lo que aspiras es sólo gozar y que te dejen en tu empíreo; si no te sientes con ánimo entero para discurrir conmigo sobre el tema de más trascendencia, de más alcance entre cuantos se le plantean hoy al gobernante, en Oriente lo mismo que en Occidente, dilo con franqueza y lo aplazaremos para más adelante o renunciaremos a ello para siempre. Así como así, al Imperio no le queda ya nada que perder, y no vale la pena gastar mal humor ni hacer consumo de patriotismo fosco y huraño ni, por parte mía, quiero que nadie me soporte...
-Siempre te escucho con gusto, y cuando no, con interés: bien lo sabes; ahora siento hasta curiosidad por conocer el fruto de tus meditaciones sobre el tema de la educación en sus relaciones con el poder público. No deseo otra cosa sino gobernar. Discurramos, pues.
-¿Ahora mismo?
-Ahora, salvo tu parecer. Si no acabásemos hoy, continuaríamos mañana.
-¿Te ha ocurrido alguna vez definir, escudriñar la causa de esa repugnancia que los naturales del Imperio sienten por la milicia, y del hechizo que, por el contrario, ejerce ésta sobre los godos?
-Sí; desde que me trocaste por la Moesia, alguna vez, con el recuerdo de tu «nacionalización del ejército», he propuesto la cuestión, y las respuestas han sido tan varias y tan contradictorias, que me he quedado en ayunas de ello lo mismo que antes.
Los artificios y refinamientos de una civilización abortada y enferma, desviada del norte de la razón, han tallado en el bloque humano un hombre artificial, además de inmaturo, inmensamente desequilibrado, hecho sólo de pasión y cerebro, ayuno de carácter, que es decir sin alma, vuelto de espaldas a las nativas selvas donde se meció su cuna y de las cuales no debiera haberse jamás apartado...
-Antes de pasar adelante, ¿podrías concretar o ejemplificar ese tan grave aserto?
-Demasiado, por desgracia. A tal hombre, ya sabes, tal sociedad. Pues bien; tiende la vista a tu alrededor, mira lo que es un imperio vaciado generación tras generación durante cinco y más centurias en el absurdo, deprimente y desmoralizador programa annona et spectacula, panem et circenses, y se te representará a lo vivo una sociedad artificial devorada por la fiebre de la hippomanía, hechizada por ese monstruoso, embrutecedor artificio del Circo, del Anfiteatro y sus dementadas facciones, y convendrás conmigo en que una humanidad que cifra su ideal en tan estragada invención (humano capiti cervicem pictor equinam jungere si velit, et varias inducere plumas undique collatis membris, ut turpiter atrum desinat in piscem mulier formosa superne; spectatum admissi, risum teneatis, amici? de Horacio Flacco), está más divorciada de la naturaleza, es menos vividera que aquella otra cuya ley y norma de vida fue «tu regere imperio populos, romane, memento»; que una humanidad así, que principia y acaba en el individuo, sin mezcla de altruismo, sin una disciplina colectiva, sin un aglutinante ético, no podría resistir el arrollador empuje del hombre de las selvas, y arrojará de sí las armas que quieran ponerle en las manos, o no hay lógica en el mundo.
-De modo que no ganamos nada, que, por el contrario, perdemos con civilizar a los godos...
-Eso, no: hay que perseverar en el camino emprendido, y cada día con mayor ahínco. Lo que hay es, que si nos encerrásemos en eso, los godos se encontrarían un día con lo suyo nativo y con lo útil nuestro, en tanto que nosotros, con eso útil nuestro nada más y sin lo suyo, incompletos, desequilibrados y con el lastre mortal de aquel vicio de la sangre, nos habríamos constituido en una situación tal de inferioridad, que nos sería forzoso sucumbir y quitarnos de en medio, cediéndoles el paso. Eriulf no tiene ahora razón, pero la tendría entonces...
A esta razón Theodosio se removió en su asiento, estiró el cuello, irguió la cabeza y aguzó el oído.
-Esto quise decirte -prosiguió Numisio-, cuando te dije: hay que germanizar a los romanos, sin que Romania deje de ser Romania, hay que hacer de ella otra Gothalandia: que la ciudad se abrace a la selva...
-No entiendo bien -interrumpió, como intrigado, el Emperador-. Pues no pensarás resolver el problema haciendo grandes plantaciones de arbolado en torno a las ciudades.
-No: lo que las ciudades tienen que hacer es volver a la Naturaleza y reconciliarse con ella; lo que el Imperio tiene que hacer es conducir a las ciudades y a los ciudadanos a la Naturaleza. Y esto aprisa, muy aprisa. No sabes cómo se halla esto: desde las alturas del trono se ve menos que desde el fondo de un pozo. Nos vamos por la posta; no vale ya ni aun volar. No lograrás condensar en cada semana del calendario una semana de Daniel; y no menos que eso sería menester para llegar a tiempo.
-Me pones carne de gallina; no habías estado nunca tan pesimista...
-Es cuestión de años, que en la vida de las naciones son menos que horas. ¡Un imperio que ha costado tanto genio, tanto sudor y tanta sangre a más de veinticinco generaciones de hombres, cruje y amenaza desplomarse sobre nuestras cabezas! Porque le sobran instituciones y leyes y le faltan hombres.
-¿Eh? ¡Con un censo de población de ochenta millones...!
-Ochenta millones de bultos, estatuas de carne, túnicas que andan. El Imperio parece un roble, pletórico de robustez, y un leve soplo lo derriba, porque lo ha roído por dentro la carcoma.
-Pues entonces, ¿qué?
-Edificar, o reedificar, el hombre interior; o de otro modo, rellenar la piel, renovar el bulto, meter dentro de cada bípedo de nuestra especie no un romano, no un godo, sino un hombre, un hombre cabal, como si dijéramos medio romano y medio godo integrándose; enderezar la dirección torcida de la vida política y social de los dos Imperios.
-Pero advierte que eso lo estamos ya haciendo: la fe cristiana lo suple todo, hace veces de todo para el efecto de restaurar al hombre, de alumbrar una nueva humanidad, de restituir la civilización a sus fuentes divinas...
-¡La fe cristiana! Exactamente lo mismo que la fe pagana. Dejemos los romances para las niñeras y seamos sinceros con nosotros mismos y con el pobre pueblo romano, desvalido y enfermo, que necesitaría para remozarse, para sanarse, tener a la propia verdad por tutor. Con brutos no se edificará jamás la ciudad ideal, no se hará jamás nación, ora la presida el hombre-Dios Heraklès, ora el hombre-Dios Jesucristo u otro Justo libertador como el de Platón, ora Pythágoras o el Catón de Lucano o el mismísimo Dious-Pater. Sobre que el cristianismo, ¿quién ignora esto?, preocupado sólo de la bienaventuranza, no viendo en la sociedad romana más que lo que él llama «la-gran prostituta», se resiste a cumplir con ella los deberes de la ciudadanía; engendrará, si quieres, óptima cosecha de monjes y de divos (santos), pero es impotente para engendrar hombres de Estado y hasta ciudadanos. Las invasiones germánicas no le dan frío ni calor; por él el mundo romano es un indefenso.
-No juzgo como tú del cristianismo -objetó con tono de inseguridad-, ni opino tampoco, como pareces opinar tú, que gobernar sea cruzarse de brazos...
-Opino cabalmente lo contrario. Todos los arrestos que algunos emperadores habéis puesto en vaciar en moldes sobrenaturales, y esos impuestos predeterminados por vosotros, la conciencia de la humanidad, han hecho y siguen haciendo falta para cultivarla, y cultivarla al aire libre, fuera de troquel y de invernadero...
-O no te entiendo, o es que te propones acudir a la fuente, quiero decir, a la niñez...
-Acertaste en lo fundamental. En el último fondo del niño, hállase en estado latente el romano, y en estado latente el godo que necesitamos: la cuestión es evitar que aborten, como hace siglos vienen abortando, sin llegar a nacer; y más claro: la cuestión está en partearlos, en educirlos. ¿De qué modo? La palabra misma lo dice: por la educación. El problema de la gobernación pública es hoy ante todo y sobre todo fundamentalmente problema de educación, en el exterior lo mismo que en el interior. Cristiano o pagano, el emperador debe rendir culto, hoy más que nunca, a la dea Roma. ¿Que cómo? Mirando las cunas como otras tantas aras, postrándose devotamente ante ellas y poniendo el alma entera en el misterio de esas pequeñas existencias que encierran el secreto del porvenir; de un porvenir tan próximo, que casi podría decirse ya presente. Cierto, tienes que atender a recomponer o reorganizar el Estado actual y tutelarlo contra los bárbaros cuanto cabe dentro de los medios imperfectos y deficientes de que dispones; pero tanto como a eso, más aún que a eso, tienes que mirar al Estado futuro. Y el Estado futuro está en el ciudadano futuro, que es el niño.
-Pero dime: el Emperador ¿qué tiene que ver con eso? ¿Por ventura he de tomar el oficio de comadrón ambulante, con objeto de partear esa humanidad ideal romano-goda que tú dices?
La hipótesis de un Emperador pedagogo, comadrón de almas, que recorre incansablemente el Imperio, armado de disciplinas a guisa de fórceps, produjo a Theodosio un acceso de hilaridad, traducido en un inacabable estallido de carcajadas semejantes a detonaciones, arrastrado por tanto tiempo, que parecía no hubiese de acabar nunca. Numisio estaba de buen temple, y aguardó con rostro apacible y risueño a que el acceso pasara.
-Por lo pronto he de decirte que no perderías nada ni se deslustraría tu gloria con imitar a tu antecesor Adriano, infatigable y meritísimo apóstol de la civilización, quien en sus fructuosas peregrinaciones del año 120 al 136, que absorbieron casi su vida entera, recorrió en todos sentidos el Imperio rodeado de un ejército de arquitectos, albañiles, ingenieros, artistas y demás profesionales de la construcción, organizados militarmente y divididos en cohortes capaces de adiestrar y dirigir a operarios indígenas, ora edificando ciudades nuevas, como Adriana, Adrianópolis, Adrianothera, Aelia-Capitolina, Neo-Cesárea, Antinópolis y otras, ora restaurando ciudades decaídas y ennobleciéndolas y enriqueciéndolas con todo género de obras públicas, plazas, acueductos y fuentes, suntuosísimas thermas, bibliotecas, gymnasios, basílicas, templos, sanatorios, puentes, calzadas, faros, puertos y demás clases de monumentos, verdaderas instituciones de piedra como esos, cuya sola enunciación se haría interminable.
-Pero no te asustes: ya sé que tienes las piernas menos fuertes que las de Adriano, y no se trata ahora de eso.
-Veamos, pues, de qué se trata, exclamó Theodosio, todavía sonriente, al mismo tiempo que curioso, en quien la memoria de Adriano había cebado la curiosidad.
-Se trata de tres cosas nada más. La primera, transformar la escuela de niños, invirtiendo su base, volviéndola del revés y haciendo obligatoria la asistencia a ella. La segunda, formar un ejército de preceptores, imbuídos en el nuevo espíritu, tan numeroso como el de legionarios, y no menos necesario que éste. La tercera, erigir un Museum o Academia de la importancia del anfiteatro Flavio o Colosseum, que sea contrapeso y triaca de esta nefanda cuan desmoralizadora institución, tósigo letal que ha emponzoñado la sangre nacional, coraza infamante, arruga del vicio, inri que afrentará eternamente su memoria.
-¿Es eso todo?
-La escuela debe enseñar no a disertar ni a disputar, como ahora, sino a vivir: no a formar oradores, sofistas, charlatanes y pedantes, cinceladores de frases pomposas, pordioseros del aplauso y de la ovación; debe sencillamente formar caracteres, hombres, que es lo que necesitamos y no tenemos. Lleva esto como primera fundamental exigencia desterrar de la enseñanza elemental los libros de los poetas, y de la enseñanza superior los de los retóricos, declamaciones, controversias, suasorias y discursos de toda casta. Ni poesía ni elocuencia son base primaria de la vida, y no pueden serlo, por tanto, de la educación; o dicho de otro modo, el fin del educador no es formar medidores de sílabas o decoradores de conceptos, sino hombres: por consiguiente, habrá necesariamente de erigir en inspirador y mentor suyo a la Naturaleza, libre, sin molde ni matriz de ninguna clase. Esa será su base; ese su punto de apoyo y de partida. Enseñará el preceptor a los educandos a mirar y pensar hacia fuera y hacia dentro, según lo entendieron y practicaron de tan admirable manera los antiguos helenos, sin que nosotros hayamos sabido ni siquiera de lejos imitarles.
La educación mental consistirá ante todo, no en mostrar al niño la verdad de las cosas ya sabidas, para que la reciba mecánicamente y la almacene en los aposentos, estantes y anaqueles de la memoria, sino en ejercitarle y acompañarle de forma que por sí mismo la descubra. No es menos esencial que la educación del intelecto la del cuerpo. Ha de sacarse al educando de entre paredes y transportarle al seno de la realidad viviente, al campo, al bosque, a la montaña, al río, al mar, a la fuente, al taller, a la nave, a la edificación, al monumento, no para hacer de ellos objeto de curiosidad y espectáculo, al modo de las Siete Maravillas para los antiguos turistas, sino para que sean libro de texto y acto de reintegración de sí propio con el todo de donde procedemos y de que no hemos debido dejar nunca de formar parte; para que pase la mayor porción del día sumergido en la naturaleza física, y con su ayuda cultivarle el carácter, la sinceridad, la espontaneidad y el espíritu de iniciativa, además de las fuerzas corporales. Aprenderá, sí, el arte de la escritura, instrumento y vehículo portentoso de civilización; pero tanto como en eso se le ha de adiestrar en la labra y dominio de los materiales que la próvida Naturaleza por todas partes nos brinda: el barro, la madera, la piedra, el hierro. Lo demás, incluso la poesía y la elocuencia, se dará a su hora como por añadidura.
Exaltará la individualidad; dotará a la res humana de todos los medios de acción indispensables en las duras milicias de la vida, y en seguida disolverá el rebaño para que nadie cuente más que consigo mismo. Por tal arte, saldrán a flor de piel, orgánicamente compenetrados y confundidos, el romano y el godo ideales que laten en el fondo de todo niño, redimidos de su salvajismo y abyección; habrá alumbrado la fuente de toda energía; el maestro, cual otro escultor divino, habrá esculpido en cada bípedo de la especie humana un hombre, un hombre completo, equilibrado y de una pieza, sano de mente como de cuerpo, dotado de carácter, que es decir con alma, justo, fuerte, prudente, discreto, razonable; un hombre sincero, aborrecedor de convencionalismos y mentiras, y justamente un hombre de bien, curado de esa fiebre secular que ha consumido y devorado a sus progenitores; en suma, el prototipo del hombre tal como corresponde a nuestra edad.
Y no hace falta nada más: mediante este desarrollo armónico del ser humano, latente en el fondo de cada niño, será acaso posible recomponer la vieja sociedad romana, corregida y mejorada, naturalmente: esta sombra de Imperio, abyecto, envilecido, se habrá vestido de carne, se habrá remozado, dejando de ser un miembro en gran parte amputado de la Historia y volviendo a ser Roma: Roma, orgullo y corona del linaje de los humanos; Roma, la patria de las Artes; Roma, la educadora de pueblos; Roma, la invencible...
-¡Por fin acabaste! En principio no me parece mal. Sin embargo, que te preocupas demasiado de educar para la vida y no dices una palabra de la muerte.
-El fin de la vida no es morir, sino vivir. Es irracional considerar la vida como algo inferior en dignidad y puramente adjetivo, sin más finalidad que madurarse para la tumba. Con semejante noción no hay ciudad ni Estado posible. La cesación de la vida no es cosa sustantiva como el vivir: es un mero trámite en el proceso de la evolución de los mundos y de sus existencias: la escuela lo hará ver así, enseñando a sus alumnos a mirar virilmente, cara a cara a la muerte y a contrarrestar sus efectos en lo que tienen de reparable mediante la solidaridad social. ¡Menguada civilización aquella que no mirase la vida más que como un aprendizaje de la muerte!...
-Admitamos que tienes razón en cuanto acabas de decir, aunque yo, por mi parte, tendría no pocos reparos que poner; pero ¿cómo te las arreglarás para ponerte al habla con tantos millares de gramáticos y pedagogos municipales y privados, esparcidos por toda la redondez del orbe romano? Ni cómo inculcarles esas ideas tuyas; cómo persuadirles de que hay que mudar radicalmente de programa, si no precisamente desterrando de las escuelas -¡horresco referens!- a Homero, Píndaro y Menandro, a Livio Andrónico, a Terencio, a Virgilio y Horacio, al menos subordinándolos al estudio, contemplación y análisis directo, intuitivo, de la Naturaleza y del Espíritu.
-Ya lo insinué: se trata de un servicio público; y el Poder civil, sobre la base de lo que ya existe por obra de la espontaneidad social (aunque deficiente e irregular), debe organizarlo. A razón de cuarenta o cincuenta muchachos por escuela, será menester un cuerpo de maestros tan numeroso como el ejército de legionarios, si no más. Al Estado incumbe formarlos o promover y dirigir su formación, con la misma razón con que forma los soldados y con más razón con que forma los juristas ¡y hasta los gladiadores!, para los cuales hay abiertas en tantísimas poblaciones escuelas imperiales. Esto supuesto, formándose los maestros de niños bajo la dirección del Estado; el Estado les dará programa, les enseñará a ellos lo que ellos han de enseñar a los niños, a los adolescentes, acaso a los adultos...
-Quisiera yo verte -interrumpió a esta sazón, en tono festivo, Theodosio-; quisiera verte dirigiendo aquí un plantel o seminario donde cursaran 200.000 escolares de pedagogía, procedentes de todas las provincias del Imperio. ¿Pero no comprendes el absurdo?...
-Lo comprendo, sí. Pero advierte que no se trata de una oficina o seminario único, sino de muchos, instalados en los grandes centros intelectuales del Imperio, tales como Atenas, Apollonia, Byzancio, Tarso, Smyrna, Antioquía, Alejandría, etc., e imitándote tu colega Gratiano en el otro Imperio, Burdigala (Burdeos), Angustodunum (Autum), Massilia (Marsella), Gades (Cádiz), Corduba (Córdoba), Tarraco (Tarragona), Mediolanum (Milán), Roma, Rávena, Cartago, etc.
Si Numisio hubiese estado menos absorbido en su tesis, habría visto a Theodosio estremecerse y palidecer cuando oyó pronunciar el nombre de Gratiano.
Guardó silencio unos instantes; y todavía no repuesto, murmuró, con voz apenas perceptible, estas palabras:
-Creía haberte oído hablar de un Museum o Academia que fuera en este orden de edificación lo que en el opuesto es el Colosseum...
-Oíste bien: un seminario central, no de maestros de niños, sino del profesorado que ha de suministrarse a los seminarios provinciales de maestros, donde los que hayan de serlo se eduquen y aprendan a educar...
Ni acaba todo con esto. ¿Qué menos podía haber hecho Roma en tan larga sucesión de siglos; qué menos podía haber hecho Byzancio desde Constantino, para crear un Museum (Academia de los Altos Estudios y Museo universal), rival del de Alejandría, fundado por los Ptolomeos, estímulo y ejemplo a las ciudades provinciales, que un esfuerzo igual siquiera al que representa este ciclópeo ornamento de la ciudad, quiero decir el Colosseum, con sus cuatro escuelas imperiales de gladiatura anejas a él? Pues ni tanto ni nada: esta gran ofensa a la piedad y al género humano, ni siquiera ha tenido ese contrapeso...
Me suena haber leído en alguna parte que un plan como ese tuyo fue implantado no sé dónde ni cuándo, y que el ensayo fracasó.
-Existen, en efecto, precedentes esporádicos de él que lo despojan de todo carácter de sueño y le afianzan el éxito: desde Vespasiano, primero que puso a sueldo del Estado un profesor en Roma, nuestro eximio Quintiliano precisamente, hasta Adriano y sus dos sucesores, que acrecentaron el número de cátedras costeadas por el Tesoro imperial, y desde éstos hasta Gordiano y Juliano, quienes dispusieron que los candidatos a las plazas de maestros contratados por las municipalidades fuesen antes examinados por el ordo respectivo...
El servicio existe, como ves: de lo que ahora se trata es sencillamente de concentrarlo en manos del Estado, reduciendo a unidad y sistema aquellos precedentes; de mudar el método y el programa de la enseñanza en la manera que dije, formando bajo su inspiración a los maestros; de generalizar el caso de Roma, Atenas y Byzancio, con sus cursos fundados y sostenidos por el Estado: ¿qué más? De que los sacrificios que se hacen, de que los exquisitos cuidados que se tienen con las escuelas de gladiadores se hagan extensivos a las escuelas de niños. ¿Es mucho pedir?
Sin replicar el Emperador, púsose a recorrer distraídamente la estancia, con las manos a la espalda, fuese que los razonamientos de Numisio hubiesen hecho mella en su ánimo, fuese que hubiera caído de repente bajo el peso de alguna grave preocupación.
-Vámonos al triclinium -dijo por fin.
Y marcharon silenciosos al comedor.
Allí se reunieron con Eucherio y Antonio, con Flaccilla, con Stilicon y su mujer Serena, la hija de Honorio el mayor y ahijada de Theodosio; con Arsenio, el virtuoso preceptor de Arcadio; y con la gente menuda, Arcadio mismo y Pulcheria, hijos del Emperador, Nebridio, sobrino de la Emperatriz, y Numisiano, el hijo de Numisio, que, como Nebridio, se criaba y educaba con ellos. A instancia de Flaccilla, Fravitta había enviado aquel día a su sobrino, el hijo menor de Baltharico, hermano de Thamiris. Honorio, nacido el año antes, dormía en el regazo de su aya.
Por la tarde el Emperador y Numisio pegaron la hebra de su conferencia político-pedagógica de la mañana.
No estaba Theodosio por salir de los caminos trillados para engolfarse en una reforma de tanta consecuencia y bulto que envolvía toda una revolución. Para eso se habrían requerido los arrestos y la solidez de carácter de un Trajano, el afortunado creador de las fundaciones alimentarias. Theodosio trató de hurtar el cuerpo a la terquedad de Numisio, esgrimiendo el supremo argumento que en todos los siglos ha servido de escudo y de paño de lágrimas al misoneísmo y la santa rutina, enfrente de toda novedad y de toda tentativa de progreso: el déficit de la Hacienda, la absoluta carencia de recursos (de «pecunia»).
-No podemos exprimir más a los contribuyentes sin faltar a la caridad, a la justicia, aparte el riesgo de provocar protestas y alzamientos. Aún se me pone carne de gallina cuando recuerdo lo que presencié contigo en el Foro de Tarraco.
-Lástima que no hicieras memoria de ello cuando celebraste con no superado fausto tus quinquennales; y lástima que no te hagas cuenta de que han llegado tus decennales y los quinquennales de Arcadio. Para divertir al populacho y prevenir sus murmuraciones y descontento, para regalar al insaciable ejército y comprar, a fuerza de hartarlo, su fidelidad, no te duele prensar y desangrar a los contribuyentes; y sólo para lo necesario y lo reproductivo... Por fortuna, en la presente ocasión no vendrán por ese lado las dificultades: en mi plan no entra nada de eso: si acaso, por el contrario, desgravaremos los tributos...
Theodosio abrió tamaños ojos:
-¿Eh? Siempre tuviste algo de arbitrista.¿Con que quieres ampliar, multiplicar, perfeccionar y desarrollar la incipiente colonización de la Moesia, instalando al lado de las colonias godas otras de romanos, por el método de las de Trajano en la Dacia: quieres proliferarlas, corriéndolas a la izquierda del Danubio y a la derecha del Rhin; pretendes universalizar la educación de la niñez y de la juventud, organizándola por cuenta del Erario imperial en todo el Oriente, creando una vasta red de escuelas elementales y superiores, que suministren el pan de la instrucción, como tú dices, y aún el pan candeal, de trigo, a no sé cuántos millones de niños y de niñas; ¡y aseguras que no será menester reforzar los ingresos sobre las costillas de los contribuyentes!
-Hará falta, sí, reforzar los ingresos, pero no precisamente gravando a los contribuyentes...
-¡A ver, a ver! ¿Qué minas de oro nativo y de diamantes tallados has descubierto?
-Ninguna: la que hay la conoces tú lo mismo que yo y que todos. Antes de evocarla en tu memoria, apuntaré una primera partida, que nadie osaría recusar.
La gran mayoría de las poblaciones del Imperio costean escuelas públicas para su vecindario: los preceptores que las regentan son los únicos funcionarios de la municipalidad que perciben un salario anual. Naturalmente, en el nuevo régimen, la curia de cada lugar o ciudad deberá ingresar en el Fisco, o en la Caja especial que se constituya o cree para este servicio por el tipo, v. gr., del antiguo aerarium militare, el importe de aquella retribución, puesto que te subrogas en lugar suyo para el efecto de la prestación del servicio...
-Corriente: supongamos un diez o un cinco por ciento del gasto total: antes me inclino a la segunda cifra, cinco con más seguridad que diez. Aún te falta para cubrirla casi todo. Escucho.
-Prosigo. Posee el Estado un inmueble opulentísimo, que le ha costado capitales y fatigas indecibles, superiores a todo cálculo, durante más de medio milenio, y del cual no obtiene rédito ni beneficio que sea de apreciar. Me refiero, ya habrás caído en ello, a la estupenda red de calzadas o carreteras militares y provinciales (contadas por muchos centenares), insigne monumento, la obra maestra del genio romano, base de un sistema de comunicaciones como nunca lo había conocido el mundo...
-Supongo que no entenderás arrendar la hierba que se cría entre las losas de esas carreteras...
-Bromea, pero escucha: aún vais a tener que canonizarme santo por méritos de paciencia. El servicio de postas (cursus publicus) lo aprendimos los romanos de los Persas; pero en tantos siglos no le hemos añadido nada: en nuestras manos no ha evolucionado; hemos dado bien pocas muestras de originalidad. Lo que yo quiero es que esa vasta institución político-económico-administrativa avance, por fin, un paso más, haciéndose poderosísima palanca de progreso económico y financiero e instrumento de bienestar y de comodidad general. Que se convierta en una industria ejercida por el Estado, sea directamente, por empleados suyos, sea por medio de arrendatarios de tal o cual línea, o de un grupo o sistema de líneas, para transportar como ahora a los funcionarios públicos, pero además a los viajeros particulares que quieran pagar los diplomas o evectiones (asientos o billetes de posta) o por una cuota fija moderada por jornada o por mansión. O más claro, hacer la posta de uso general por precio, y un monopolio más del Estado, expropiando a las compañías existentes de rhedarii, cissiarii y jumentarii, o entendiéndose con ellas. Añádase el transporte de mercancías a gran velocidad, en las diligencias mismas (rhedae) en pequeña velocidad, por medio de camiones (clabularia) tirados por bueyes.
-¿Y quién sufragará los gastos? -interrogó Theodosio por decir algo.
-Naturalmente, el nuevo servicio se costeará a sí mismo, o si te parece más claro, lo costeará el Fisco, volviendo al sistema liberal de Adriano y de Septimio Severo, descargando a las ciudades de tan abrumador gravamen que las postra, consume y las hace aborrecer, por tiránica, la institución, a la cual miran «como un azote, peor que una invasión de bárbaros». Y he aquí cómo la reorganización de la posta en esa forma, engendrará indirectamente un resultado político de tanta transcendencia por lo menos como el industrial: contener la decadencia de las curias y de las clases contribuyentes. Aspiro a que, después de cubiertos todos los gastos del servicio, quede un remanente de consideración para dotación de maestros y edificación de escuelas con jardines o patios espaciosos, con piscinas para baño, con palestras, con comedores, con aulas cerradas y al aire libre, que sean el mejor edificio público de cada localidad...
El Emperador no podía con su aburrimiento; y sin advertirlo ni poder remediarlo, dejó escapar un descomunal bostezo.
Numisio, que estaba escamado y no sufría ancas, se molestó y le dijo...
-A mí no me enseñas los dientes: bostezos no son razones.
Tienes entera razón, aunque, francamente, no es para tanto. Dispénsame y no te enojes. Sigue, si todavía queda algo más, porque eso del cursus (de la posta) como industria del Estado, dudo que te produzca líquido más de otro 5 por 100 del presupuesto escolar.
-Estás en un error. Se viaja mucho, y se viajará diez veces más el día que se ofrezca tan tentadora facilidad como la posta al alcance de todos. Pero no he concluido...
-¡Ah!
-El cursus publicus no deberá limitarse al transporte regular de viajeros y de mercancías: transportará asimismo la correspondencia privada, cartas y libros, por precio, constituyendo otra industria del Estado, que producirá rendimientos óptimos al Fisco y dará grandes vuelos a la riqueza y a la cultura del país. Los mismos directores o jefes de estación de postas (procuratores o praepositi cursus publici) actuales lo serán al mismo tiempo del servicio de comunicaciones.
-Medio por ciento, y creo que me corro, balbució Theodosio entre dos cabezadas. Se dormía.
En ley de prudencia, ahí debió haber acabado Numisio la exposición de su plan; pero su sentido práctico se desmintió esta vez, no sabiendo resistir al siguiente remate decorativo de su plan.
-Últimamente, convendrá al propio tiempo ensayar en una de las líneas un sistema de comunicaciones rapidísimas, casi instantáneas, mediante un telégrafo alfabético de señales tal como el descrito hace ya cinco siglos por Polybio (X, 45) y no aplicado todavía, que permitiría al Gobierno y a los particulares comunicar en menos de un día con Thessalónica y Atenas, con Antioquía y Alejandría...
Escuchó esto el Emperador como un bonitísimo cuento de hadas, y el cuento acabó de obrar su efecto: en su heroica lucha con el sueño, Theodosio acabó por entregarse, quedándose profundamente dormido y poniéndose a soñar con Taciano y Aglae, luego con Sylvia, en seguida con Psyche, la amada de Heros, que divertía su hastío y su soledad con un telégrafo óptico, regalo de Hermes, gracias al cual dialogaba con sus padres y con sus hermanas y cuñados a través de los mares y a miles de millas de distancia. Numisio, entre tanto, consultaba sus apuntes y seguía haciendo sumar más y más ingresos a la ingente máquina de las calzadas (máquina de acuñar de las carreteras) mediante otra hijuela y como accesión de ellas, cuya explotación podría igualmente monopolizar el Estado: las posadas y cantinas, que los propietarios de las tierras adyacentes a las carreteras edificaban junto a las mansiones oficiales o separadas de ellas y que explotaban por medio de esclavos o libertos suyos.
Cuando Numisio cesó de hablar, despertó sobresaltado Theodosio, con prisa de quedarse solo para desplomarse en el torus (colchón) y entregarse a la meridiatio (al goce de la siesta).
-Por hoy basta -dijo:- ya hemos ganado nuestro salario. Deliberaré sobre ello, consultaré con la almohada y te daré mañana mi respuesta.
Capítulo VIII : Riña y ruptura de Numisio y el emperador
El día siguiente guardaba para Numisio la más angustiosa y torturante de las sorpresas que jamás hubiese padecido ni pudiese padecer; algo así como una desgracia de familia.
Con objeto de reanudar su conferencia de la víspera con el Emperador, dirigíase al palacio Imperial cortando por un ángulo del anchuroso parque; cuando al contornear cierta explanada, espaciosa, como un anfiteatro, decorada suntuosamente de vegetación rara y lujosa y circundada en parte de pórticos, de galerías de mármol y jaspe, donde cinco años antes Theodosio, por sugestión precisamente de Numisio, había erigido un grandioso monumento en honor de su colega el emperador de Occidente, Gratiano, parecióle observar de lejos algo extraño, como si la estatua se hubiese deformado o hubiese sido desmontada y refundida en distinto molde. Movido de la curiosidad, acercóse Numisio y vio atónito...
Vio que la cara del pedestal donde la primitiva inscripción dijera «Al emperador Gratiano», se leía ahora «Al emperador Magno Clemente Máximo». Y alzando la vista, reconoció efectivamente en la estatua los rasgos fisiognómicos del español que conocimos en Cauca, émulo, competidor y rival de Theodosio y compañero suyo de armas en la Gran Bretaña.
Una llamarada de fuego le encendió el rostro; una nube de sangre le oscureció la vista. Instintivamente oprimióse con ambas manos las sienes, que le martillaban por dentro la cabeza; en seguida oprimióse el pecho, de donde el corazón quería saltársele; se tambaleó como ebrio, y tuvo que hacer un esfuerzo violento de la voluntad para no dar consigo en tierra.
¿Soñaba? ¿Estaba accidentado? ¿Estaba muerto? Apoyado en una de las figuras bajas del monumento, se palpó el cuerpo y le pareció que vivía, y que estaba despierto y en posesión de todas sus potencias. Pero si no soñaba ¿qué hacia allí Magno Máximo y cómo había suplantado a Gratiano y era emperador? Y si todo aquello era realidad ¿cómo él, Numisio, ignoraba lo sucedido?
¿Habrá en la magia negra algo de verdad y le habrá dado a algún brujo por probarme el humor y divertirse conmigo, y me habrá propinado algún brebaje.
Y eso diciendo, tocaba con las manos los mármoles y las figuras del pedestal, y probaba a removerlo y sacudirlo y surcaba con los dedos el hueco o vaciado de las letras... No, no era un fantasma, sino piedra maciza y bronce...
-¿Será el propio Theodosio quien haya querido gastarme esta chanza pesada? ¡Cómo! ¿Estatuaria cómica, burlesca?
En el confuso giro de sus pensamientos, todo, por más absurdo que fuese, lo hallaba verosímil; todo, menos la verdad: ¡tan monstruosa e imposible le parecía! Devanábase los sesos, dando vueltas sin cesar a esta doble interrogación: ¿Qué ha sido de Gratiano? ¿Y cómo Máximo se dice emperador, y no así como quiera, en algún ignorado rincón de los hiperbóreos, sino aquí, en las mismas barbas de Theodosio?
Arrebatado de ira contra el enigma, pero todavía con serenidad de ánimo bastante para reprimirse y desistir aquel día de su visita al Emperador, dirigióse a la Prefectura de la ciudad con objeto de informarse, venciendo el temor de que se le rieran y cayera sobre él tanto de ridículo. Sin pérdida de momento, Numisio abordó al jefe del Negociado de Estatuas y supo horrorizado...¡Dios lo que supo!
Dos años antes, en 383, las legiones romanas acampadas en la Gran Bretaña se habían sublevado por motivos de disciplina, proclamando emperador a uno de sus jefes, Magno Clemente Máximo, el cual, fingiendo que cedía a la fuerza, ciñóse la diadema imperial; y tomando la delantera a Gratiano, cruzó con las tropas pronunciadas y la escuadra a sus órdenes el Canal y desembarcó en un lugar próximo a la desembocadura del Rhin. Gratiano se dirigió en persona contra los insurrectos, pero cerca de París casi todas sus fuerzas se pasaron al partido de Máximo, y le fue forzoso emprender la fuga en dirección a mediodía, con un corto número de leales. El gobernador de Lyón, cristiano, le dispensó la más cordial acogida, y en prenda de fidelidad, prestó solemne juramento por los Santos Evangelios; pero el mismo día, en un festín que le habían preparado, cayó traidoramente apuñalado por los sicarios de Máximo,- Andragathio a la cabeza, que le iban a los alcances.
Seguro el usurpador por este lado, diputó a su primer canciller por embajador cerca de la corte de Theodosio con objeto de sincerarse ante él del asesinato de Gratiano y proponerle que le reconociese por augusto y colega emperador de Occidente y suscribiese una alianza con él que hiciera un cuerpo único de todas las fuerzas militares de ambos imperios para la defensa contra el enemigo común; previniéndole altaneramente que estaba dispuesto a sostener el hecho consumado con todo el poder (militar) de que eran capaces Hispania, Galia y Britania: por consiguiente, que de no condescender a su proposición, tuviese la guerra por declarada. En otros términos: Máximo hacía al emperador de Oriente la forzosa, dándole a escoger entre su amistad y la guerra.
Theodosio partió la diferencia: aceptó la amistad de Máximo y ajustó con él un tratado de paz, legitimando la usurpación, pero a condición de que los emperadores no serían dos, sino tres; es decir, que Máximo se contentaría con la Galia, España y Bretaña, respetando la Italia, la Illyria y el África, que serían para Valentiniano II, hermano del asesinado Gratiano, mancebo a la sazón de doce años. Vino Máximo en ello; y así comprometido a respetar la línea fronteriza de los Alpes, ha instalado su corte en la ciudad de Tréveris (Trèves, de la Lorena, ciudad sobre el Mosela).
Otra exigencia del usurpador, a la cual había asimismo condescendido Theodosio, fue que sus estatuas se erigirían al lado de las de su víctima en las ciudades más importantes de Oriente, o bien que se subrogarían en lugar suyo, alzándose sobre sus mismos pedestales. Y esto explicaba el hecho estupendo que había poco menos que fulminado al honrado Numisio en los jardines del Sacro Palacio Imperial. Aquí el oficial del Negociado entró en detalles que nadie había dicho, sino que eran invención suya, acerca de la primera estatua de la serie, que era la de autos. La traza de ella había sido dirigida personalmente por Máximo, que es la razón por la cual se apartaba notablemente del canon. Era de mármol y metales preciosos. Sentada en un suntuoso solium o de exquisita talla, a los pies del usurpador de las Galias, una tal Clío, hermana de Caliope, arrogante doncella revestida de majestad con corona de oro en la cabeza, plectro y trompa a los pies, extiende la diestra en actitud de hablar refiriendo las proezas y altos hechos de Máximo a dos augustos oyentes que habían acudido a aprender en ellos, cual en otra escuela, el arte del gobierno y el de la guerra: esos oyentes, que escuchaban extáticos, eran Alejandro Magno y Julio César. ¡Jamás la historia de Grecia y de Roma se había puesto a tal extremo en caricatura!
Numisio no pudo sufrir más aquel suplicio. ¿Cómo había podido Theodosio sumergir en las aguas de un Letheo la emocionante escena de Lyón y la insolente embajada de... Máximo y le dejaban comer pan a manteles y conciliar el sueño en las ociosas plumas, cual si hubiesen pasado sobre ellas tres o cuatro siglos? Esta consideración le ponía fuera de sí. Por otra parte, aquel esperpento de estatua envolvía para él como una ofensa personal. Y por encima de todo, en la inaudita serie de tragedias, claudicaciones y cobardías de que la estatua era una expresión, su patriotismo exaltado y su pasión, llevada hasta el fanatismo, por el pudor y la justicia le hacían ver un sacrilegio, afrenta a la santidad del género humano, negación radical del Imperio y un crimen majestatis, perpetrado por la propia Majestad del Emperador. Así, en vez de reponerse de la primera homicida impresión, había ido ésta agravándose por momentos. Se había colmado la medida. En vano el complaciente funcionario de la Prefectura seguía ilustrando el suceso con los más espeluznantes pormenores: -«Aquí tenemos el número de la Gaceta oficial de Tréveris, en la que se inserta el decreto por el cual Víctor, el hijo de Máximo, recibe de éste el título de «augusto», asociado al Imperio de las Galias, con la denominación de Flavio Víctor.» -«Las monedas de oro acuñadas por Magno Máximo en su Corte, con su busto en el anverso y en el reverso los dos augustos, ora sentados, ora de pie, sosteniendo un globo en las manos, una victoria en medio y la inscripción Victoria Augg., circulan aquí lo bastante para que no puedan decirse meros objetos de curiosidad.»
-«Cynegio está indicado para erigir estatuas de Máximo en Alejandría, en Antioquía y otros emporios de Asia y Egipto y proclamarlo en ellos Emperador delante del pueblo.» -Máximo había enviado de la Galia, labrado ya, el pedestal de su estatua para Byzancio, en cuya cara posterior se leían esculpidos de bulto o alto relieve estos cuatro nombres geográficos: Gallia, Britannia, Hispania, Italia, señal de que seguía obsesionándole al cínico usurpador la idea de apoderarse de los territorios asignados a Valentiniano, y reconstituir, concentrado en sus manos, el Imperio de Occidente, pero Theodosio había tenido un semirrasgo haciendo picar la palabra Italia para que el monumento no disonase de lo convenido.» -«Máximo ha adquirido vastas posesiones en España a nombre de su familia.»
-Máximo acaba de ajusticiar en Tréveris, por delito de herejía, aunque, según los maldicientes, para congraciarse con el partido católico italiano y ganarse adeptos en él, a un español llamado Prisciliano y siete de sus secuaces...»
Numisio no escuchaba: lo oído antes le había producido el escalofrío del horror: la conmoción había sido tan honda, que, como Anaxartea, la de Salamina, parecía que se hubiese tornado roca. Pasaban horas y Numisio no acababa de volver de su estupor. Aquella monstruosa superfetación le había paralizado el pensamiento, el habla y la acción, a punto de alarmar al funcionario imperial, quien decidió, por fin, trasladarlo en una litera a su residencia, y que los médicos hicieran su oficio.
Así, en un estado no sé si congestivo o cataléptico, estuvo un día entero Numisio, hasta que por fin el accidente hizo crisis y sobreviniendo con ella el acceso de desesperación y de furor.
Cualquiera pensará que su primer impulso, al volver a la razón y recobrar la conciencia de la realidad, fue tomar el camino de Italia o de la Moesia sin despedirse de Theodosio; pero será porque no conozca aún a Numisio. Antes, su manera de discurrir fue del tenor siguiente:
-Este pobre hombre (aludía al Emperador) no tiene ya cura: está irremediablemente perdido para el bien: hay que dejarlo por contumaz: hay que dejarlo por imposible. Pero ¿seré yo tan infame como ellos?; ¿me asociaré pasivamente a este monstruoso atentado contra el sentido moral de la gobernación y de la historia humana y compartiré la responsabilidad de las desastrosas consecuencias que inevitablemente han de sobrevenir, dejando que se me pudra en el cuerpo mi protesta y su condenación? No, no; me ha de oír...
Y con los nervios aún agitados y tirantes, apretando los puños y los dientes, salió disparado para Palacio.
-¡Por fin! -exclamó Theodosio, luego que Numisio hubo llegado a su presencia: hace dos noches que no pego los ojos, barajando escuelas y postas, y voy a decirte...
¡Estaba bueno Numisio para oír hablar de calzadas y postas, correos y telégrafos, aulas y preceptores, al Emperador de Oriente! Más esquinado y corrosivo que en ninguna ocasión anterior, y cortóle la palabra, pronunciando frases durísimas que resbalaban como sierpes entre los dientes apretados:
-Estas criando dos cuervos que le sacarán los ojos al Imperio: Alarico, como guerrero, y Rufino, como facineroso. Cabía todavía un colmo, y acabas de obsequiar con él a las personas honradas: ¡un tratado de paz y amistad con el asesino de tu bienhechor Gratiano!
Con toda su presencia de ánimo, Theodosio se desconcertó y se echó a temblar: llegaba, por fin, el temido momento que tanto se había esforzado por alejar desde que Numisio se restituyera accidentalmente a Byzancio de vuelta de la Moesia. Instintivamente cerró los ojos, encomendándose a Santa Sophia, y aguardó los efectos de la nube que había empezado a descargar, cuyo primer estampido acababa de escuchar. El enfurecido lusón, roto ya todo freno, alzadas las esclusas del respeto y aún de la más rudimentaria civilidad, continuó:
-Quién habría dicho el año 378, cuando llegó a Cauca el emisario del pobre Emperador Gratiano, que poco después su asesino imperaría en España sobre la parentela de Theodosio, con su beneplácito!
-Hazte cargo... Yo no estaba... Qué habrías hecho en mi lugar... Le calumnian... No estás enterado... Él no ordenó el regicidio ni lo quiso... Tampoco fue cosa suya la usurpación...
Estas palabras, dichas a trancos, a borbotones, más bien a empujones, como si tuviera un nudo en la garganta, articuladas con débil y temblorosa voz, no llegaron al oído de Numisio o no hallaron entrada en él; Numisio no reconocía beligerancia al Emperador: se limitaba a recriminar. Y cada vez más destemplado, prosiguió:
-Me da vergüenza reconocer que si la Eternidad del divo Máximo hubiese ocupado el lugar de Su Clemencia el divo Theodosio, habría tenido más corazón, más pundonor y caballerosidad, y aún diría más grandeza de alma, si la miel fuese para la boca del asno, para apreciar lo que cumplía hacer y hacerlo.
Theodosio se retorcía y botaba en su asiento como un condenado, sin que Numisio se ablandase ni diese señales de amainar.
-Ya es bastante desgracia tener que sonrojarse de ser paisano de un malvado y traidor como el Magno Máximo, para tener que sonrojarse, además, de ser conterráneo de un hombre tan «complaciente», tan «filósofo» como Theodosio...
Y pronunció estos dos calificativos con un tonillo de retintín y de sarcasmo, que les hacía decir tan «prudente», tan «cobarde».
-Pero, hombre de Dios -murmuró Theodosio, tragando saliva;- ¿qué había de hacer con un Imperio desangrado por tantas crueles invasiones, enfrente de las provincias más bravas del belicosísimo Occidente, Galia, Bretaña y España, y con más amenazas de guerra que fronteras?
Esta vez, Numisio se había dignado escuchar, y no vaciló en desmentir al Emperador, mientras se acercaba a él con los puños apretados como si tratara de
agredirle:
-Dices eso a sabiendas de que no es verdad. Gozaba el Imperio de una paz octaviana. No te amenazaba guerra ninguna: ni por el lado de las razas morenas del Nilo, de la Arabia o del Asia Menor, ni por el lado de las razas rubias, que, o estaban, como siguen estando, devoradas por la guerra civil -es el caso de los Persas- o absorbidas en las artes de la paz, no hostilizadas por los hunnos ni solicitadas por ningún nuevo aspirante a rey -es el caso de los godos...
-Eso piensas tú -repuso Theodosio, que iba recobrando su aplomo y su sangre fría:- otros pensamos de modo distinto: no consideras que cada cual tiene su alma en su almario y que también tú puedes equivocarte...
-Aunque eso del peligro fuese verdad, que no lo es; aunque me equivocase, que no me equivoco, ¡prius mori quam foedari! Te llamó Gratiano para que salvaras el Imperio, no para que te asociaras en él con su asesino. No hemos superado con tan inmensas fatigas la crisis producida por las hordas de Fritigern para que ahora el mundo romano viva con vilipendio, sucumbiendo a los arrebatos y megalomanía de un desequilibrado.
-Y en fin de cuentas, dijo como si quisiera poner fin a la entrevista, ¿es que yo pretendo que me canonicéis santo por ese acto de impunidad y ese tratado de alianza con el tirano y usurpador de las Galias? No lo lamentarás tú más de lo que yo lo lamento. Pues hay que ponerse en razón, ser justo y no hacer ascos a la compensación. La cual no es ningún grano de anis. Con esa conducta, que tú condenas sin piedad, he salvado quizá el Imperio, que habría seguido debilitándose para ser presa de nuevos bárbaros; y en todo caso, he conjurado una guerra fratricida y asoladora, que tal vez no habría concluido jamás. Es decir, que he salvado la vida de muchos, de muchísimos inocentes que habrían caído al filo de la espada a haber declarado intempestiva y atolondradamente la guerra a Máximo o dejado que me la declarase él a mí.
-Perverso cálculo, aun dando que todo ello fuese verdad. Pero ni siquiera eso. Después de haberte enfangado en ese impuro cenagal (llamémoslo «cloaca Máxima») hecha de concupiscencias, indignidades y vilezas, no habrás evitado la guerra civil que tanto temes o finges temer: de todos modos tendrás que recurrir a las armas para librar de una gran complicación al Imperio. La razón se halla al alcance de un beocio: ¿será preciso regalarte los oídos recitándote la lección como si fueses un niño de la escuela?
Máximo es un impulsivo y padece manía de grandezas; incapaz de compartir el imperio del mundo con nadie, ni aún contigo, cuanto menos con el pequeño Valentiniano y su madre Justina. No es precisamente lo que se llama una mala entraña. es un hombre sin escrúpulos, que no repara en medios para todo lo que le prometa una partícula más de dominación. Su moral política y su norma de conducta se encierran en aquel verso de Eurípides que Julio César llevaba continuamente en boca y cuyo sentido es: que «para reinar es lícito hasta violar el derecho: en todo lo demás hay que ser honrado». Sobre todas las cosas, Máximo quiere reinar, y con tal de conseguirlo, no repara en medios. Ahí tienes por qué no quiso ni oírte cuando le invitaste en Cauca a que te acompañara a Oriente a combatir por el mundo romano; ahí tienes por qué palideció y se nubló su frente al leerle la carta de Gratiano; y por qué salió de España disparado como una flecha para reintegrarse a las legiones de Bretaña. Él tenía su plan y lo ha seguido con diabólica perseverancia. En su rostro leí toda esta lamentable historia, lo que ha hecho y lo que le resta por hacer, y te digo: al punto que se sienta fuerte -y no puede tardar mucho- invadirá a Italia, y de igual modo que ha dado muerte a Gratiano, le será dada a Valentiniano -sin quererlo él, por supuesto- y se preparará a volverse contra ti y contra quien quiera, en tanto quede materia que usurpar.
Pero es el caso que tú no has de sacrificarle al espontáneo colega los derechos del hermano de Gratiano [Valentiniano] y tu propia seguridad: se te agotará el caudal de mansedumbre que atesoras, con ser al parecer inagotable, acabarás por estallar y te constituirás en vengador del uno y en amparador del otro: harás lo que ahora tienes reparo en hacer. En conclusión, que de todos modos, por una imposición fatal de la lógica, la guerra civil es inevitable.
¿Qué es, en vista de esto, lo que te cumple hacer? Los godos están seguros, y lo estarán en tanto no muerda a alguno la maldita ambición de ceñir a sus sienes corona o diadema, eventualidad que no parece inmediata. Lo que hace el loco a la derrería hace el cuerdo a la primería. Toma tú la delantera. Vamos a la Galia; despliega tus legiones; yo combatiré a ese menguado en la vanguardia, siendo un legionario más. A ello en seguida, y no se diga que una debilidad tuya y un mal cálculo te han hecho pactar de igual a igual y transigir con la imposibilidad, con la perfidia, con la hipocresía y la maldad, encarnadas en un sicario vil..
Hasta aquí Numisio. Nada tuvo que objetar Theodosio a los razonamientos de Numisio, salvo en lo de sicario; antes bien se mostró con él complaciente y un si no es inclinado a compartir sus previsiones y temores. Pero, sincero o fingido, el Emperador se había aferrado a su primer punto de vista y Numisio sudó en vano para desasirlo de él: quería Theodosio apartar de los enemigos fronterizos la tentación de nuevas irrupciones y conquistas sobre el Imperio, haciéndose ver de ellos libre de cuidados y arma al brazo, para lo cual era precisa condición abstenerse de provocar o desencadenar la guerra civil...
Fue tanto como reponer la contienda al estado de sumario: lo que empezaba a ser una discusión regular, se agrió hasta declinar en ruda pendencia. El mordaz e irascible consejero del Emperador, que veía perdida la partida en cosa en que tanto empeño tenía puesto, irritado además contra sí propio por haber hecho una concesión, que él graduaba de debilidad, y sin correa ya para nuevas templaduras de gaitas, decidió jugar el todo por el todo, alzando las esclusas del respeto y aún de la más rudimentaria civilidad, para descararse con Theodosio y humillarle de la siguiente arrebatada manera:
-No, no; hablemos claro. No es el temor a la guerra extranjera; no es el temor a la guerra civil, lo que te ha determinado en el camino de Occidente: te has detenido, cediendo a encantos que no son precisamente los de la virtud. Es la molicie asiática que te ha invadido y te ha inmovilizado, no digo en Byzancio, sino en los cubículos palatinos; es la vida regalada y sensual, es la pasión del deleite, que ha podido más en ti que el sentimiento del deber; es la rueca de Omphale, que en tus manos ha usurpado el puesto del herrumbroso y ya enmohecido y jubilado acero; son los siete pecados capitales, en especial la pereza y la sensualidad, los valedores de Máximo, a los cuales has sacrificado el pudor y la virtud, la santa memoria de Gratiano y la salud de la patria...
-¡Mehercle! ¡Mira lo que mientes deslenguado, puerco-espín, alacrán, orate! interrumpió fuera de sí, encendido y sudoroso, el Emperador, con voz que quería en vano parecer tonante y amenazadora. Pero Numisio se había desbocado otra vez y ya no se detuvo ni para tomar aliento:
-Luego, sobre esa mala acción -me refiero al bochornoso tratado ajustado con Máximo,- has injertado otra peor: el callármela durante dos años, hasta que ella misma se me ha revelado. Peor, digo, en el respecto moral y en el de tu propia estimación. Sin ningún escrúpulo ni repugnancia de ninguna clase, sacrificaste a tu bienhechor, nos has sacrificado a todos, no has respetado nada, ni a tus hijos. ¡Pobre Imperio romano y pobre sucesión de Theodosio!
Este que, según hemos visto, se había ido creciendo y serenándose, hasta recobrar el dominio de sí propio, se turbó otra vez, como si olvidara de que era soberano absoluto o se sintiera impotente para imponer silencio a aquella voz inexorable que cual vengadora Euménide le perseguía.
En su aturdimiento, queriendo insistir en la justificación de su conducta para con Máximo, tuvo la desdichada ocurrencia de dar nuevas armas a su adversario, diciendo:
-Si he sacrificado a alguien, que lo niego, ha sido mirando a los intereses superiores del Imperio y de todo el linaje humano. De mis actos como gobernante, yo soy, y no tú ni otro ninguno, el responsable. Nada más fácil que condenar, discurriendo con criterios abstractos. No te haces cargo de nada: en la máquina de tus discursos no se hace cuenta con los rozamientos, pero es porque está basada en la niebla. Por lo visto, te figuras que un Imperio se gobierna con la misma facilidad con que se monta una fábrica de vidrio.
-Supongo que no has entendido con estas últimas palabras gloriarte de que no eres fabricante de vidrio, ni de nada; ni siquiera de buen gobierno. Y sin embargo, sábelo, que más valías para industrial que para emperador, y harto habrías prestado mayor servicio a la causa pública dedicándote a rebajar, aunque sólo fuese (en un sextercio) en una siliqua, el precio de las vidrieras, que persiguiendo heterodoxos, como los nombráis, y absolviendo a los miserables asesinos de Gratiano y sacrificando la suerte del Imperio a vanidades de familia...
-Pero tú no eres un hombre: eres una fiera...
-Soy tu conciencia objetivada, que te acusa y habla por mi boca...
-Mi conciencia es humana y es cristiana y reprueba esa guerra civil con que sueñas, que nos restituiría las calamidades del siglo antecedente.
-¡Eh! Acaba de desprenderte: despréndete, por fin, de tu etiqueta y caparazón de cristiano y llámate como lo que eres. Por lo demás, eso de que tu conciencia reprueba una guerra que la razón de Estado y la razón moral demandan de consuno, ni tú mismo lo crees. Al revés, por el camino que sigues, condesciendo con la fatuidad, la doblez y la traición, la infidelidad, la malignidad, la perfidia, hipocresía, falsía asociadas con el puñal traducidos en regicidios y en usurpación de soberanía, ciñendo por tu mano la diadema imperial a una parodia de Tirano, sin más título que haber nacido enamorado de sí mismo, y erigiéndole estatuas en tu propia casa -sea el motivo el que fuere- es como incubas, para ti y tus hijos y nietos, una interminable sucesión de guerras, que reproducirán y harán buenas las calamidades del pasado siglo (evo?) y volcarán sobre nosotros, occidentales y orientales, esa horrible caja de Pandora...
- ¡Proh pudor! ¡Qué fanático estás y qué pesado te pones con tu dichoso Máximo -murmuró rendido y harto, comido de hastío y laxitud y cargado de aburrimiento el Emperador.- Es que el cuerpo te pide guerra y no aciertas a ver el mundo más que por ese agujero. ¿Te parece si acabásemos?
-No me has dejado concluir -replicó Numisio con indignado acento.- Cuando yo siembro trigo o lino en una haza, ya sé el fruto que cosecharé en ella algunos meses después o al siguiente año. Estás tú sembrando vientos, con el perverso ejemplo que das, y no se te puede ocultar el fruto que producirá esa siembra maldita. Máximo ha sido regicida y usurpador de soberanía una primera vez, y tú le autorizas o, por lo menos, le alientas, para que lo sea una segunda, y otra y otra, en tanto no le pare los pies un tercer usurpador. Para cuando su estrella se nuble o se nuble la tuya, y la guerra estalle, me hago el convidado, y quiera el cielo que le eche encima la vista a mi paisanito. Quedas emplazado para Italia.
-¡Dale con el tema! ¡Eres más testarudo que una mula de tu país! -dijo Theodosio, sin ninguna contemplación ni hacer el menor esfuerzo por reprimirse, recordando con pena que dos años antes había podido devolver a Numisio su libertad para retirarse a España.
-No lo dirías si recordases que a las mulas celtíberas y aun a las ilerdenses (ilergéticas), para educarles el carácter, hay que ponerles al lado mulas vacceas, y aún he oído decir que las más idóneas para ese magisterio son las de tu Cauca.
Con hallarse tan preocupado y tan enervado Theodosio, no supo reprimir una risotada, que ilustró a continuación con esta facetia:
-Vaya, hombre, sería injusto desconocer que no te falta algún ingenio.
-Siento no poder volverte la lisonja, porque a ti te falta el ingenio en absoluto.
Los dos desvanecidos y porfiados antagonistas habían acabado por ponerse intratables, y estaban más que maduros para un definitivo rompimiento, que la incompatibilidad de humores hacía inevitable. A partir de ese instante, el lamentable altercado subió de tono hasta degenerar en riña convulsa, excesiva aun para mozos de mulas, en que se ultrajaron despiadadamente, arrojándose al rostro toda clase de denuestos y de malas razones, y sacándose todos los trapos la colada. Y no acabó la reyerta sino cuando Theodosio, exasperado y fuera de sí, acorralado por Numisio, y no sabiendo ya por dónde salir, desenvainó, con un gesto iracundo, las uñas de emperador, gritando altanero y descompuesto:
-¡Mira dónde estás y con quién hablas! Te prohíbo...
-¡Hola! Parece que querrías ponérteme moños. ¡A mí! Vamos, retira tus rayos, amado Numen, o procúrales mejor colocación; que yo, bien lo sabes, estoy en el secreto. Siempre sería cursi procesar al espejo por delito de lesa majestad. Pero es que además no tienes jurisdicción sobre mí. Ahora añado que me sería igual si la tuvieses: no cedería ni al mismo Magno Máximo, que es ¡oh baldón! el «príncipe» de quien tu pusilanimidad ha querido hacerme súbdito.
Dijo, y viró en redondo, saliendo de la estancia y de Palacio sin volver atrás la vista.
Dos horas después tenía fletada y aparejada nave, había recogido a Numisiano y zarpaba del Cuerno de Oro, confiándose descuidadamente a la corriente del Bósphoro y a las auras del mar de Thracia, con rumbo a Italia.
La verdad sea dicha: ni Numisio a bordo, ni Theodosio en sus habitaciones, se daban cuenta, a lo fijo, de lo que les pasaba. Los dos estaban igualmente descontentos de sí mismos.
Aquel día fue de los nefastos para la familia imperial. No era tan sólo el Consejero de Theodosio (el castellano de Turnovas) quien en forma tan airada se había ausentado: había desaparecido también, con todas las apariencias de una fuga, sin despedirse, Arsenio, el noble preceptor de Arcadio, que el pontífice romano Dámaso había proporcionado para tan delicado puesto, y que Theodosio, alarmado e inquieto, hizo buscar por todos los caminos, por todos los mares y desiertos, sin encontrarlo.
La comida en el Sacro Palacio imperial fue desmayada y fría como una ceremonia fúnebre. Theodosio guardó durante toda la comida un silencio sombrío: mirando los dos puestos vacíos de la mesa, representábase al virtuoso educador Arsenio por un camino, y al padre de Numisiano por otro, que huían de él como de un apestado o de un réprobo. Flaccilla, que conocía, como no su marido, la mala índole y los vicios nacientes de su hijo mayor, y que había fundado grandes esperanzas en Arsenio para corregirlos e inspirar a su imperial discípulo los sentimientos de dignidad, de probidad, de abnegación y sacrificio por el bien público, que son propios del oficio de gobernante a que estaba destinado, no cesó de llorar en toda la comida: se había acostumbrado a ver en Arsenio y Numisio más que un complemento de la familia: eran como otras tantas poderosas raíces que la adherían y ligaban al suelo, que la armonizaban con el alma, con el sentir de la colectividad, del pueblo, de todas las clases sociales; con el alma de la sociedad byzantina, y sacando de ellas, como de manantial perenne, los jugos vitales de la piedad, del bien y del buen consejo. Mirando a tantas tiernas criaturas que la rodeaban, preguntábase con angustia qué sería de ellas con aquella orfandad espiritual que no habían merecido. ¡Con qué gozo habría recibido de Theodosio la orden de prepararse para marchar al día siguiente camino de sus heredades de Cauca y reintegrarse a la condición de persona privada, imitando al dictador Lucio Quintio Cincinato luego que hubo triunfado de los Egnos!
Con ser tantos los comensales menudos, hijos, sobrinos y sobrinas del Emperador y de la Emperatriz, se habría oído volar una mosca: ni un gorjeo, ni una travesura, ni un pellizco. Sólo la dulce Pulqueria (Pulcheria) se levantó y fue a colgarse del cuello de su madre y acariciarle el rostro y llorar con ella para consolarla. La misma princesa Serena, sobrina carnal y ahijada del Emperador, con todos los recursos de su talento, con todas las exquisiteces de su gracia soberana, en que no tenía par, que tan gran ascendiente ejercía en el ánimo de su tío, no acertó a disipar aquel ambiente de tristeza, de que también ella participaba.
¡Ay! Ya no volvió más la alegría, había huido para siempre a aquel hogar, el día antes tan dichoso. Pocos meses después, la princesa Pulqueria, nacida en España, falleció, sumiendo a sus padres en el más hondo desconsuelo. Flaccilla no pudo soportar el golpe, y sin salir del mismo año, dejó de existir, el día 14 de Septiembre, en un balneario de la Thacia, cuyas aguas minerales la habían sido recomendadas por los médicos.
Capítulo IX : Numisio en Italia por tercera vez, con Numisiano
Para ir a Roma desde Oriente, lo derecho habría sido penetrar en el Adriático, desembarcar en Brindisium (Brindisi) y tomar la vía Appia, que desde ese puerto llevaba directamente a la Ciudad Eterna. Pero Numisio se hallaba hastiado de negocios y de hombres y deprimido por aquel fatal conglomerado de locuras y de insensateces de que había sido testigo y contradictor cerca de gobernantes estultos; y necesitaba de mayor reposo, de más prolongada mudez y soledad, para calmar sus agitados nervios, echar fuera la hipocondría y el tedio que lo consumía y entonarse otra vez. El mar le hacía veces de Thebaida, aislándolo de la sociedad; y prefirió continuar el viaje embarcado, contorneando el golfo de Tarento, doblando el promontorio (cabo) Malea, cruzando el estrecho de Messina y yendo a anclar en la desembocadura del Tíber.
Ya en Ostia, tuvo ocasión de presenciar una escena desgarradora. Una joven núbil, de deslumbrante belleza, lloraba desolada sobre la playa, frente a una liburna (embarcación) que desplegaba todo su velamen para zarpar, llevando a bordo a una gran señora de mediana edad y a una adolescente que se le parecía: un niño, de rodillas sobre la arena, tendía los brazos suplicando hacia la dama embarcada, invocándola entre sollozos: «¡Mamá, mamá, no me dejes, vuelve! ¡Mamá, mamita, por qué no me quieres ya!»
Aquel niño acongojado era Toxotio, hijo de la dama emigrante, a quien ya no había de ver más: aquella joven desolada, que luchaba en vano por retenerla, era Rufina, hermana de Toxotio: la imponente matrona de la nave, que contemplaba la emocionante escena con los ojos enjutos, era Paula, una viuda romana, madre de los dos jóvenes, dama de la más rancia nobleza, descendiente de los Gracchos y de los Scipiones, que con su otra hija Eustochium iba a reunirse en Antioquía con su amigo y director espiritual Eusebio Hieronyme [después San Jerónimo], para visitar con él los Santos Lugares y fijar su residencia de por vida junto a la gruta de la Natividad en Bethlem (Belén).
Para ahogar el grito de la naturaleza y resistir la ruptura de aquellos lazos terrenos, Paula había alzado los ojos al cielo y recitaba versículos de la Biblia adaptables a la situación, unos en griego, de la versión de los Setenta, otros en latín, anticipo de la Vulgata, puesto el pensamiento, ora en Roma, a la cual llamaba, como su maestro (Jerónimo), Babylonia, prostituta de las naciones, ora en Jerónimo, ora en sí propia, ora en la patria o en la familia.
«Huid de Babylonia, salid de la tierra de los Caldeos, sed como guiones delante de las ovejas. Porque suscitaré y conduciré contra Babylonia enjambres de pueblos de tierra del Norte, los cuales se armarán contra ella y la asaltarán: su saeta homicida no volverá de vacío.» (Jeremías, L, 8 y 9.)
«Como hizo Babylonia caer tantos muertos en Israel, así caerán muertos de Babylonia por toda la tierra. Huid de ella y salvad vuestras vidas de la cólera del Señor.» (Jeremías, LI, 45-48-49.)
«Sal [Abraham] de tu tierra y de tu parentela y de la casa de tu padre, y ven a la tierra, que te mostraré. Y te haré padre de innúmera gente, y engrandeceré tu nombre y serás por mí bendecido.» (Génesis, XII, 1)
Se habría dicho que estaba profetizando al frente de Italia, para pocos años después, como Jesús a la vista de Jerusalén. Eustochium, por su parte, como si hablase con Jerónimo repetía las ingenuas palabras de Ruth a Noemí:
«Iré adonde quiera que vayas: donde tu mores moraré yo: tu pueblo será mi pueblo, tu Dios será mi Dios. En la tierra donde mueras moriré, y allí mismo estará mi sepultura. « (Lib. Ruth., I, 16-17; cf. II, 6.)
A poco, la nave se había perdido de vista en el horizonte, impulsada más que por los vientos etesios, encalmados a la sazón, por el puño de los forzados remeros, bogando rápida en demanda de la isla Pontia (Ponza), que Paula quería visitar en honor de Domitila. La piadosa viuda y su hija habían muerto del todo para su familia, cuando dos días después pasaban entre los famosos escollos de Scylla y Charybdis.
Numisio se guardó bien de aventurar ningún juicio: a fuer de hombre prudente, habría necesitado oír a la otra parte. Sin embargo, algo había que se retorcía y sublevaba dentro de su pecho: lo que acababa de presenciar le había dejado mala boca.
No, lo que es por él, ninguna de las dos peregrinas de la nave habría sido canonizada santa, como andando el tiempo vino a canonizarlas, elevándolas a la gloria de los altares, la Iglesia Romana.
Al día siguiente, Numisio y Numisiano llegaron a la capital del orbe.
Aún duraban la honda emoción y el estremecimiento de angustia causados; que había invadido en todas las clases de la sociedad romana o italiana por el fallecimiento del gran Praetextato, pontífice de los dioses, acaecido el año anterior (384). Su viuda, Fabia Paulina, lloró abrazada a Numisiano, y ya no le dejó apartarse de su lado reteniéndole en su palacio, empeñada en hacerle de madre, en memoria de su cara amiga Siricia-Natal, en tanto durasen sus estudios y su residencia en Roma.
Al mismo tiempo que Praetextato, el otro pontífice, Dámaso, se había dormido en la paz del Señor (Diciembre 384), casi octogenario, siendo inhumado junto a los restos mortales de su madre y de su hermana, en una iglesia que él mismo había erigido en las Catacumbas. Por cierto que al procederse a nueva elección para dar sucesor al pontífice hispano, la candidatura de su amigo y secretario, el gran escriturario Hieronymo, había sido desechada, o por las hablillas que corrían a propósito de sus relaciones con diversas viudas romanas (Marcella, Albina, Paula, Blesilla, Asella, Fabiola, Furia, Lea, etc.), que le habían confiado la dirección espiritual de sus conciencias, o por las pocas simpatías que gozaba en el clero cristiano, así secular como monacal, efecto de la rudeza de su carácter y la mordacidad de la sátira (de sus censuras) con que flagelaba los vicios de los sacerdotes de Cristo. Por otra parte, el nuevo Jefe de la Iglesia Romana, Siricio, no le confirmó en el cargo de la Cancillería que le había conferido Dámaso, para que contestase las consultas de los obispos y de los sínodos. Y un día amargado, volvió las espaldas a Roma y a Italia para siempre, se embarcó en el Tíber, tocó en Rhegium, costeó a Sicilia, atravesando el Estrecho, grato a sus ojos por tantos recuerdos clásicos, las peregrinaciones de Ulises, los engañosos cantos de las sirenas, la insaciable voracidad de Charybdis; (serpenteó) el dédalo de las islas Cyclades, tocó en Chipre, huésped del obispo Epiphanio; arribó a Antioquía, donde Paula y Eustochium le alcanzaron pocos meses después, y con ellas marchó a Jerusalén, recorriendo juntos los Santos lugares, visitaron el Egipto y el afamado Didymo el Ciego, y por último fueron a domiciliarse definitivamente en Bethlem, donde fundaron varios monasterios para religiosos de ambos sexos.
Tres cosas, principalmente, distrajeron a Numisio los pocos días que paró esta vez en Roma y dieron esa breve tregua a la lucha que consigo mismo venía sosteniendo desde su salida de Byzancio.
Primeramente, con destino a la policía encargada de mantener la más rigorosa disciplina en la población escolar, empadronó a Numisiano en los registros de la ciudad, llevando el encasillado de la hoja del censo respectivo con los nombres del inscrito, Clarisimus puer, hijo de Senador, su familia, provincia de origen, materias que se proponía cursar, y su domicilio en Roma. (Cod. Theod., XIV, 9, 1; v. Duruy, VII p. 407.)
Excitó a su amigo Ammiano Marcelino a que reanudase su magna obra Rerum gestarum libri XXXI, continuación de los Annales de Tácito, con un fin especialmente político: adoctrinar y espolear al Gobierno de Theodosio. Sin ningún entusiasmo, el honrado historiador Antioqueño cedió a la requesta de Numisio, pensando en las voluminosas carpetas de apuntes que había ido acopiando al correr de los sucesos, en los seis o siete años transcurridos desde la fecha en que suspendiera la obra. Pero a las pocas semanas le fue forzoso desistir: los años corridos del reinado de Gratiano, Valente, Theodosio y Valentiniano que estaba narrando, le salían tan vidriosos y tan escurridizos, así en lo político, social y militar como en lo religioso; dejaban tanta margen a la suspicacia y a la malicia para ver alusiones en todo e interpretar malignamente los más inofensivos pasajes, que no obstante el exquisito cuidado que puso por mantenerse en el tono de moderación y desapasionamiento de que había hecho gala en toda su obra; y no halló manera de sortear el peligro que se estaba él mismo creando, sino enmudeciendo. Desgraciadamente para la posteridad que se ha quedado, por falta de aquella detallada y pura fuente de información, sin noticia de las gestas de la humanidad durante aquellos y los inmediatos reinados.
Últimamente, asistió a dos sesiones consecutivas del Senado, para sincerarse de su absentismo de tantos años (por otra parte tan común entre los Senadores que no residían en la Capital) y renovar sus sentimientos de filial adhesión al Senado mismo y al Pueblo de Roma, nunca tan oportunos y tan meritorios como ahora, después del regicidio de Lyón y de la exaltación del asesino. Su presencia fue acogida con un efusivo aplauso cerrado por sus compañeros, que veían en ella una protesta indirecta contra la usurpación de Máximo y contra el mismo Theodosio que la había legalizado; protesta tanto más benemérita cuanto que todas las posesiones y la parentela de Numisio radicaban en tierras de Hispania, dependencia del Gobierno de Tréveris.
A este propósito, Numisio puso en alarma a los espíritus sinceros del Senado, haciéndoles ver el partido que Máximo Póximo podría sacar para la realización de su sueño (invadir la Italia y anexionar al «suyo» el Imperio de Valentiniano), de la enconada lucha religiosa que ardía en Milán entre gentiles, arrianos y ortodoxos, representados por Ambrosio [San], Simmacho, Auxencio y Justina, la madre del Emperador niño, si no se apresuraban a deponer sus feroces intransigencias y reprimir su incompatibilidad de humores; y les persuadió a mediar con ánimo conciliador entre los diversos bandos enemigos. Que no se trata de ningún peligro fantástico o de un amago sin consecuencia -decía,- lo acredita el hecho de haberse adelantado a halagar a los católicos de Italia con una muestra práctica de su espíritu inquisitorial, arrojándoles tan sabrosa presa como la del austero obispo de Ávila Prisciliano y seis supuestos heréticos más, degollados por sentencia suya en la ciudad de Tréveris. Ahora (así concluyó) el que quiera oír que oiga, y el que quiera entender que entienda.
Dijo esto con palabras impregnadas de hiel y de melancolía, bien que sin dejar traslucir el rencor y la animadversión que alentaba contra el repulsivo asesino y detentador de la soberanía imperial, y contra su complaciente cómplice de Byzancio.
Dos novedades había encontrado Numisio en el Senado. Una, la desaparición de la estatua y altar de la Victoria, que la indiscreta piedad de Gratiano había hecho retirar o demoler, contra el voto de la mayoría de los Senadores y de su elocuente verbo y patrono en la corte de Milán Aurelio Symmacho. Los paganos atribuyeron el asesinato de Gratiano en Lyón a venganza de los dioses por haberlos ultrajado en la persona de la Victoria, protectora del Imperio, y repudiando las insignias del Pontificado de su religión. Otra, la impía conducta de dos Senadores paganos, antiguos funcionarios de la Administración del Estado, los cuales, sin dejar de ser paganos, habían hecho causa común con los Senadores cristianos para proponer que Symmacho, en su oración al Emperador, limitara la demanda del Senado al restablecimiento del ara y efigie de la Victoria, absteniéndose de pretender que se devolviesen al clero pagano los bienes anejos al servicio de los templos de que el Gobierno les había desposeído. La desamortización del riquísimo patrimonio de los dioses (inmuebles y rentas que proveían a los gastos del culto), había proporcionado recursos de consideración al Tesoro Imperial y enriquecido a una infinidad de particulares, capitalistas, agiotistas e intrigantes, avariciosos y desaprensivos, especialmente familiares palatinos, sin excluir los miembros del Consejo Imperial. Y para no tener que restituir, los aludidos votaron contra sus propias deidades, contra Júpiter, contra Mithra, contra Isis, contra Apolo.
Esto explicó a Numisio la sistemática ausencia de aquellos dos antiguos conocidos, hombres de acendrada piedad, a quienes no habría creído nunca capaces de una tal defección así. Pero ¡de que no será capaz la auri sacra fames! esa «sagrada hambre» por la que se sacrifica incluso la piedad y el pudor; al padre y a la madre, incluso a los dioses... y a la religión. Fueron muchos los que habrían borrado sus nombres del álbum senatorial si hubiese estado en sus manos...
Al fin se arrancó con pena a la querencia de Numisiano, y se despidió de Roma... para España, decía por decir algo, pues ni él mismo sabía el rumbo que tomaría desde Puerto Romano, perplejo como estaba entre embarcarse para la Moesia o para España.
¡A la Moesia! Era tanto como decir a Byzancio; dar la razón al error, mentir a su conciencia de patriota y de honor, convertir su marcha de Byzancio en una escapada de cadete. Tanto como volver a Theodosio, mendigar de él recursos para la colonización que periclitaba, o abordar otra vez a los visigodos de la Moesia para hacerles saber que había fracasado. ¡No podía ser! Pero, por otra parte, ¡interrumpir aquella obra misericordiosa, obra de humanidad y de patriotismo, con tan buenos auspicios comenzada; abandonar cobardemente a aquellas poblaciones tan sencillas, tan laboriosas, tan leales y tan confiadas, que le idolatraban y tenían puestas en él todas sus esperanzas; hacer traición a la santa memoria de Ulfilas! Y luego ¡aquel hogar de Baltharico, tan confortable, tan dulce, tan atractivo, tan puro y lleno de encantos, tan grato a su corazón!
Hubo un momento en que se arrepintió de no haber reprimido todavía más su atrabilis y su hosquedad; de haber abusado de su superioridad de carácter; de haberse alguna vez entigrecido con Theodosio bajo pretexto y ocasión de combatir su política sin pies ni cabeza, hecha de puras quimeras, oblicua, chapucera, reaccionaria y sin oriente: condenaba despiadadamente en sí mismo la soberbia, abominando de su presunción, su destemplanza, su insociabilidad, sus inclementes diatribas y procacidades de señor absoluto y déspota, todos esos defectos que él miraba ahora con vidrios de aumento, haciéndose más pecador de lo que en realidad era. Se inculpaba de no haber contemporizado con los yerros de Theodosio, sin más que salvar su responsabilidad moral, ciñéndose por su parte a la intendencia de las colonias danubianas, para las cuales habría acabado por obtener fondos. ¡Qué más! Hasta pensó en alcanzar la Moesia por el largo rodeo del Ponto Euxino y la Scythia, remontando la corriente del Danubio, sin más que pasar de largo entre Byzancio y Chrysopolis, por delante del Cuerno de Oro; pero ¿a qué, si la colonización no había de reanudarse? Siquiera, siquiera un mensajero con una carta para Baltharico y sus hijas; pero ¿qué les diría, que no les fulminase? ¿No había para él más mundo que la Moesia? ¿Podía sentirse ya forastero en Occidente? ¿Nada, nada existía en España con bastante virtud para retenerlo? ¿Había podido olvidar...
En este inquieto oscilar entre la Moesia y España, empezaba a inclinarse del lado de la Moesia, su pasión y su torcedor, que le absorbía todas las potencias. Todas las mañanas, al amanecer, volvía extasiado el rostro a sol saliente, como si en tierras orientales se le hubiese quedado el alma y esperase verla con las primeras claridades del nuevo día. No sentía la nostalgia de Tarraco, sino la de Nicopolis. Así se le pasaban las horas muertas, vagando por los muelles, concentrado en sí mismo como si aguardase consejo o inspiración del azar. Cierto día, cuando menos podía temerlo, asaltóle inopinadamente un escrúpulo, hijo de su exagerada susceptibilidad. «¿Titubearás tanto -oyó que preguntaban en su morada interior- porque sientas miedo de Magno Máximo?» Fue como la picadura de un áspid. La insolente hipótesis fue acogida por él airadamente con una retahila de juramentos, de lo más redondo y expresivo en el género, cuando acertó a ver, en aquel mismo punto, una liburna que levaba anclas, disponiéndose a zarpar en dirección a Barcino (Barcelona); y cerrando los ojos a todo, sin dar tiempo a arrepentirse, se precipitó en ella.
Así se malogró definitivamente aquel salvador programa político -la romanización de la gente goda- que ya no tuvo valedor, fuera del ensayo incompleto y frustráneo de Juan el Chrysóstomo doce o catorce años después.
¿Era ese el noble motivo de aquella obsesión con trazas de remordimiento; o había de por medio alguna pasión de ánimo más personal, quizá quizá más íntima? El cronista lo ignora; o si lo sospecha, no está cierto. Tal vez más adelante, conforme vayan desarrollándose los sucesos o allegándose nuevos testimonios, se le descifre el enigma, y entonces dirá, con su acostumbrada lealtad, lo que hubiese, sin reservar nada...
Capítulo X : De Barcino a Turnovas y Nertobriga
Cuando, por fin, Numisio hubo saltado a tierra en el abrigado puerto de Barcino (Barcelona), estaba ya resuelto: iba a escribir una larga epístola para Baltharico, Thamiris y Svanhild y a despachar a uno de sus libertos, en función de Tabellarius o strator, que la llevase a Thervingia, inmediata al Danubio.
Un día entero se pasó emborronando y rasgando hojas de papiro egipcio y de pergamino, (paginae) sin acertar con una línea aprovechable: la tinta se agotó en el atramentarium antes de que él hubiese encontrado a la misiva embocadura que le satisficiese. La cabeza le ardía, renegaba de su torpeza, su irascibilidad volvía a encresparse como en sus mejores tiempos, amenazando con hacer alguna de las suyas. Dos hojas más, llenas de tachones, sin resultado, acabaron de ponerle fuera de sí; y alzando rabiosamente la caña tajada del calamus, como si fuese un estilete de metal de los de San Casiano, lo descargó con todas sus fuerzas sobre la caja o theca graphiaria, haciéndola menudas astillas, que le lastimaron un dedo y tiñendo con algunas gotas de sangre la última abortada tentativa de borrador.
Para ir a Turnovas, tenía Numisio que recorrer aquella calzada anterior a la conquista romana, que unía por tierra la capital interior de los Ilergetes (Ilerda, Lérida) con su puerto principal del Mediterráneo (Barcino, Barcelona). Las autoridades romanas no tuvieron que hacer sino mejorar esta importante arteria de comunicación, ensancharla a trechos y dotarla de cunetas y de miliarios, como más adelante de mansiones.
Podría Numisio haber ordenado a Turnovas que le sacaran al puerto carruaje, montura y escuderos, a no oponerse aquella gran depresión de ánimo que a trechos era irritación y le consumía en contados minutos su menguado repuesto de aguante y de paciencia. Prefirió entenderse con un jumentarius o alquilador de cabalgaduras, y tomar un caballo de alzada y de buena andadura para montar, con dos espoliques que le acompañaran y sirvieran.
Mucho antes del orto del sol, cuando aún no empezaba a querer despuntar el día, salió Numisio de Barcino, alumbrado por la luna llena, atravesando el suntuoso caserío, testimonio de la verdad con que Rufo Festo Avieno llamara a esta ciudad «deliciosa mansión de millonarios», amoena sedes ditium, cruzando por la porta Ilerdensis la muralla monumental, obra de P. Cornelio Scipión, recién restaurada, hollando el espléndido tapiz que formaban las huertas del ejido, divididas en centurias por los agrimensores romanos y cuidadas como un jardín, con su espesa red de brazales que las fertilizaban con el riego de sus pingües y sabrosas aguas, uberque semper dulcibus tellus aquis, acreditando el dictado de amoena Barcino con que la cualificara Paulino Aquitano.
No habría podido Numisio sospechar el día de prueba que le aguardaba.
Como dos horas después de haber cruzado nuestro viajero la zona del ejido, saltó el sol de su mullido lecho de cirrus esmerilados y casi transparentes, para sumergirse en seguida en un baño de oro: los que habían sido brillantes tintes de rosa, azucena y esmeralda, fuéronse rápidamente fundiendo y polarizándose en fantásticas franjas de gasa multicolor, hasta resolverse en un vapor sutil y en seguida desvanecerse del todo. En las primeras horas todo marchó bien; pero de repente, casi sin transición, el calor atmosférico hízose insoportable: ya a las ocho, hacia Martorell, el sol quemaba tanto como ordinariamente en los días más calurosos del año al mediodía. Se había producido un desequilibrio atmosférico que era de temer estallase en desaforada tormenta. Al pronto, Numisio no se dio cuenta del fenómeno: a medida que se alejaba de Oriente y se aproximaba a Turnovas, su aire abstraído se acentuaba, tornándose más tétrico y sombrío. Nada más parecido a un mudo, sordo y ciego, insensible a toda influencia exterior, como si el mundo le fuese indiferente e ignorase que llevaba compañía; ni una observación, ni una orden, ni un terno. No le ocurrió asomar la cabeza al paso de sus obradores de vidriería; más aún, ni se acordó de que tales manufacturas existiesen. No advirtió que estaba cursando el atajo y vadeando la corriente del Rubricatus (Llobregat), ni tuvo curiosidad de volverla cabeza para admirar una vez más la bizarra mole de Monserrat. Cruzó la plana de Urgel sin hacer los acostumbrados calendarios sobre su ya vieja manía de sangrar el alto Segre para riego y transformación de la abrasada planicie. Su sombra y la de su cabalgadura se recortaban fuertemente, como un tachón negro movible, sobre el afirmado de la calzada. Maquinalmente, sin conciencia de lo que hacía, Numisio se desabotonó la paenula o capote, y acabó por despojarse del todo de ella, quedándose con sólo la túnica interior encima de la subucula (camisa).
El vino que los espoliques llevaban para el camino en un pellejo estaba a punto de ebullición y no les aliviaba la sed. A dicha, pronto llegarían al torrente de Aguilar, en cuya orilla derecha, inmediata a la calzada, manaba de la peña viva una fontana de agua fresquísima, la cual se derramaba por un caño de hierro en una concha de piedra para regalo de los caminantes; caía luego en un pilón y servía de abrevadero a las bestias, y acababa por recogerse en un estanque o alberca para riego de una huerta de razonable extensión, que daba ocupación y sustento a una familia y exquisito pasto para un colmenar y un conejar, esta ganadería de los pobres. Ya estaban a pocos pasos de distancia, ya los espoliques sedientos creían escuchar la rumorosa salmodia de cristal de la fontanilla desgranándose cadenciosamente sobre el tazón y la pila, cuando llegados a ella vieron consternados, ¡ay dolor!, que la fontana estaba muda, que no destilaba ni un hilo ni una gota de linfa; que, lo mismo que el riachuelo, había acabado por secarse; que así las hortalizas como la hierba de la huerta y las matas de las márgenes se estaban mustiando por instantes; que las frutas de los árboles se desprendían marchitas de las ramas, y el hortelano desalojaba a toda prisa el colmenar, trasladando las colmenas a la sombra de la mutatio próxima, orientada al boreas (cierzo), y sirviéndoles en platos de barro, además de hidromiel, agua traída a lomo desde larga distancia, para cargarlas en mulas cuando llegase la noche y transportarlas una jornada cara al Pirineo, donde el calor apretaba menos y quedaba alguna humedad, donde duraba aún la flor de tomillo salsero y empezaba ya a abrirse la de cardillo de uva. El chasco del caballo, que también conocía la fuente, no fue menos cruel que el de los espoliques. A fuerza de rogar, obtuvieron éstos un poco de agua, relativamente fresca, de la cueva de la mutatio (estación de relevo); hicieron posca con ella, mezclándole vinagre del que llevaban en un pomo dentro del zurrón; la bebieron con avidez, refrescaron la boca del caballo, y emprendieron nuevamente la caminata un instante interrumpida. Numisio no se había dado por enterado de nada.
No eran más ardientes los calcinados desiertos de la Libya que la tórrida solana, más que pirenaica sahárica, por donde a esta hora transitaban. Ni un soplo de brisa que refrescara la piel y agitara la fronda; ni un jirón de bruma, tamaño como la mano, que entoldara un rincón, siquiera minúsculo, de aquella atmósfera en ignición; ni una ráfaga de aire que barriese las nubes de polvo levantadas por la uña de las bestias en los largos trayectos de «vía terrena»; ni una mata de junco en las hondonadas, que diese la impresión de alguna humedad; ni un mal regato perenne o cuasi-perenne que interrumpiese su blancura de cal por un rosario de pozas o de charcas o un hilo de cristal; sólo aliagas y retamas, bojes y romeros, atochas de esparto, salvias, tomillos, espliego oloroso y otras plantas balsámicas, todas escasas y enanas, como para tender una cinta rala entre las contadas encinas, pinos, enebros y lentiscos moradores del desolado calvero. Los contados pájaros acogidos a los árboles hacían abanicos de las alas o saltaban de rama a rama, abierto el pico, sintiendo que se asfixiaban. Una cigarra desgranaba desmayadamente su soñolienta canturia en la copa de un chaparro. Un lagarto cruzó despavorido la calzada, corriendo a esconder su chupa verde y sus vivos ojuelos espantados en una grieta del desmonte. Parecían que respiraban en la boca de un horno, que bogaban por un mar de llamas o por una selva ardiendo. El más lince colorista habría fracasado en el empeño de descubrir el azul celeste en la bóveda del firmamento.
A los pasajeros de la mañana se los había tragado la tierra: con tantas horas de recorrido, no tropezaron nuestros amigos con ninguno. Los espoliques, jadeantes, chorreando sudor, asaeteados por manojos de rayos, cegados por la reverberación del sol en la blancura lechosa del camino, dirigían a Numisio miradas suplicantes cuando pasaban por delante de alguna mutatio, esperando que por fin daría orden de acampar, y se pasmaban de que no tuviera compasión ni de sí propio, ya que no se compadeciese de ellos ni del caballo. Sobre todo cuando vieron parado, a la sombra de una cantina aislada, un carromato o plaustrum, cargado de pellejos de vino de la Laletania, destinados a Gallica Flavia y demás poblaciones del Bajo Cinca, y que ellos pasaban de largo, el majestuoso luminar, señor de la vida, acabó de tornárseles suplicio, pareciéndoles como si Numisio los estuviese tostando en parrilla a fuego lento. ¡Si hubiese podido oírles de labios adentro se habría horrorizado, viendo su vida en peligro. ¡Una umbría, una umbría, cualquiera que ella fuese, aunque no fuese nemorosa: estos eran los secretos votos de los dos, aunque no osaran exteriorizarlos ante el señor por miedo a las consecuencias. Más libre el caballo, trató de enseñar prácticamente a Numisio lo que en semejante trance le cumplía. No necesitaba él, no, que lo picasen o aguijoneasen: la espuela dardeante del sol le hacía volar a la querencia de un árbol o un establo. Cierto enfermo de los ojos era transportado por dos mulas en una basterna (litera de un género especial), con objeto de consultar a uno de los archiatros de la municipalidad de Barcino que había adquirido nombradía en la especialidad de oculista. Sorprendido por aquella inundación de fuego, dispuso un alto, acogiéndose a un rodal de copudos quejigos que convidaban con alguna sombra, en tanto exclamaba en su estilo clásico con esforzada voz: «¡Oh Padre Jove! ¿Para cuándo guardas tus rayos, que no fulminas a ese botarate de Phaeton, para que el desbocado carro del Sol vuelva a la obediencia y la tierra no acabe de incendiarse?» El caballo de Numisio debió tomar aquello por una consigna, pensando razonablemente que no era él de peor condición ni menos hijo de Dios que las mulas del semiciego, y con paso presuroso encaminóse hacia la caravana, desviándose de la polvorienta carretera. Pero sin duda Numisio no se satisfacía con tan menguado alivio; quería apurar el cáliz de una vez, e hizo entender al bayo que las mulas son mulas y que no interpretaba bien el plan de viaje.
En este punto, a uno de los espoliques dióle un vuelco en el corazón: acababa de divisar en la parte del llano, debajo de la calzada, un terreno al parecer pantanoso, salpicado de menudos tollos y charquillos de agua, que refulgían como espejos heridos por el sol. Sin decir nada, rezagóse unos pasos, y recogiéndose el sagum salió disparado, como ave sedienta atraída por el señuelo de la frescura: se remojaría las fauces, chapuzaría la cabeza, zambulliría pies y brazos hasta el fango... ¡Cántaro de la lechera! No había tal frescura, ni tal pantano, ni tal agua manantial: era que los gañanes, desunciendo antes de hora las parejas de bueyes, habían dejado en el surco los arados, y el hierro refulgente de las vomeres (rejas), abrillantado por el roce de la labor y a punto casi de fusión, destellaba con los reflejos del radioso astro como pudiera agua corriente o encharcada. Helios mismo, de su propia vorágine, sacaba todavía argumento para nuevas caldas y explosiones incandescentes, y las sumaba, inclemente y brutal, a aquellas otras fulmíneas con que venía incendiando cielos y tierra. Con el agua que no existía, el mísero espolique se había escaldado más que el otro cuitado que no participara del descubrimiento.
¡Cuán largo parecía el camino, cuán lejos la estación!
A mano derecha de la calzada, traspuesta la loma, último repliegue geológico del Pirineo por aquella parte, descendía trabajosamente, por una senda pedregosa y resbaladiza, la paciente y abatida recua de un arriero de la montaña, compuesta de un burro y un mulo aturdidos, cegados por el fulgor de la luz, caminando como máquinas, blancos de espuma, envueltos en una humareda de vaho, sin fuerzas ya ni aún para azotarse con la cola los flancos desgarrados por el bárbaro suplicio de las moscas y de los tábanos. Llamábase el arriero Márculo, procedía de Ceret, cabeza de la Cerdaña (hacia Puigcerdá), siguiendo por más cómodo, el rodeo de Cardoner, y transportaba dos cargas de jamones y salchichones para la tienda de un pernarius de Barcino (Barcelona), con designio de hacer viaje redondo, cargando para la montaña salsamentum o escabeche de Cartagena o de Cerdeña, muria o garo barcelonés, vajillas finas y artísticas de barro y género de vidrio en objetos de uso común, procedentes de Sagunto y de Tarragona o fabricados en Barcelona mismo.
Luego que la breve recua de Márculo hubo, por fin, desembocado en la calzada, el burro, que no podía más con la lluvia de lumbre que lo freía y con el enjambre de lancetas aladas que lo atenaceaba, se plantó, negándose a seguir adelante. En un ángulo del trivio crecían dos arbustos arborescentes; la inteligente bestezuela se arrimó a la sombra que proyectaban, y como el arriero tratara de impedírselo y tirase de ella para ponerla otra vez en carrera, dióle aquélla en el pecho un golpe suave con el hocico, como para hacerle entender que ya estaba bastante cocido y bastante sangrado, y que en trance tan apurado como aquél era caso de fuerza mayor el desobedecer.
-Pero, churri, no me seas intransigente ni irracional, y menos aún presuntuoso; concédeme que también yo tengo mi miaja de uso de razón. ¿No recapacitas que aquí, con sombra y sin sombra, tú y yo vamos a perecer, ardiendo como yesca, y no ves que sólo falta menos de media milla para llegar al parador de la Parra, que es decir al cielo?... ¡Ah, torpe de mí! Ahora caigo; es que quieres refrescar la boca para que no acabe de faltarte el resuello de aquí a la cuadra...
Esto diciendo, Márculo metió con tiento la mano entre las ramas de los dos espinos majuelos, que ostentaban sus admirables racimos de frutillos escarlata, hermanos de las coccinelas, como otras tantas pinceladas de sol destacándose sobre la lustrosa esmeralda del follaje; y juntando dos puñados, los repartió equitativamente entre las dos acémilas, pues también el mulo -adquirido el mes antes- se hacía el remolón ante el mal ejemplo de su compañero. Es de advertir que Márculo no usaba látigo, vara ni aguijada para arrear a sus bestias.
A todo esto, Numisio llegaba al término de esta primera etapa del camino; había superado los famosos viñedos de Constancia (Igualada); oía ya, como un susurro, las voces discordantes de los empleados y servidumbre de la mansio (estación); miraba el imperceptible cimbreo de los sotos, ya medio mustios, que flaqueaban la riera. Un repecho más, no muy empinado, entre dos altozanos, que el mes anterior habían sido verdes y ahora eran amarillos, y helo, por fin, recalando en el hostal. El cuadrante de la estación marcaba en aquel instante algo más de la hora sexta (medio día).
La asimilación de esta vía a las militares o consulares y la introducción de la posta o cursus publicus en ella eran muy recientes, y la estación (mansio) se había instalado en aquel lugar, extramuros de la urbe, por preexistir en él y funcionar de antiguo una venta, posada, hostería u hostal, popular en toda la provincia Citerior o Tarraconense. Un contrato del dueño de la venta con la administración del cursus permitió descargar por el pronto a la mansio del cuidado de los alojamientos, reduciéndose al puro servicio de la posta y de la annona. Hallábanse separados uno y otro edificio, o grupo de edificios, únicamente por los horrea (graneros), de servicio ordinario y los almacenes de la annona, que acopiaba allí el trigo, tocino, sal, aceite, vino, cebada y heno que los contribuyentes del distrito pagaban en especie, con destino a la Administración imperial y al Ejército. Por la parte trasera se extendían las cuadras para los caballos de la posta, pared por medio de las de la hostería o parador.
Designábase éste en la muestra con el título popularísimo de Ad vitem, razonado por un emparrado lozanísimo, donde los apretados agraces se veían por momentos enrojecer, y que formaba pabellón delante de la puerta de entrada, prestándole grata sombra.
Debajo de la fastuosa marquesina vegetal, y más adentro, en el primer patio, se había acomodado el enjambre de funcionarios y sirvientes de la estación: los hippocomi y los muliones (escuderos o caballerizos, espoliques, muleros o muleteros, encargados de cuidar y servir los tiros de la posta, palafreneros, postillones), los carpentarii (carreteros), que construían y componían los carruajes; los vehicularii (conductores, mayorales): el mulomedicus (veterinario); los opifices (obreros). El mayor número de ellos, al menos los muliones, los hippocomi y demás apparitores o mozos de cuadra, eran siervos públicos; a veces se fugaban, o eran atraídos, sustraídos o acogidos y encubiertos, delito que el emperador Honorio, en una pragmática promulgada especialmente para España, lo mismo que otra referente a los burgarios o guardia civil, igualmente esclavos públicos, vino a castigar con una multa de diez libras de plata, o sea cincuenta sólidos. Todos ellos, esclavos y libres, servían a las órdenes de un praepositus (jefe de estación de posta o director de mansio). Todavía hay que añadir el cuerpo de guardia, adscrito a la policía de seguridad de la calzada y a la vigilancia de la posta (protectores), los custodes y sus esclavos, que acompañaban a los viajeros, y últimamente las fámulas de los posaderos, de condición asimismo servil.
Además de los cuarenta caballos reglamentarios para servicio de la posta, tenía la estación acémilas de refresco, caballos, mulas, asnos y bueyes para alquilar, como igualmente carruajes de todas clases, de dos y de cuatro ruedas, para viajeros y para mercancías, essedos, carpentas, birothas, rhedas, con más clábulas o angarias.
A la llegada de Numisio, todo ese personal del cursus, aplanado por los ardores de la canícula y el hervor de la digestión, había tirado uno tras otro, a un rincón, los tali de metal con que habían estado jugando a la taba, y cabeceaban en los bancos de piedra o contemplaban a uno de los zagales de la estación, pletórico de vida, único que había conservado humor suficiente para distraer su aburrimiento con dos pilae (pelotas), forradas y multicolores.
Descabalgó Numisio en el que llamaríamos atrio del hostal, dejándose caer pesadamente, como una masa inerte, al suelo. Parecióles a los tres que volvían al conocimiento y a la vida después de una pesadilla o de un síncope. En seguida, nuestro viajero se dirigió, tan a prisa como se lo consentía el entumecimiento, a un cuarto retirado adonde no llegaba ningún resol, para quitarse la túnica interior de fina lana, y aun la sola subúcula de lino le parecía demasiado; pero el ventero le llamó respetuosamente la atención, haciéndole ver el peligro que corría de un enfríamiento súbito que podría ser mortal; y él se avino, refunfuñando, a conservar la subúcula, bien que desceñida del todo, y aun a extender sobre ella por breves instantes la túnica, mientras se enfriaba el sudor y mudaba de prenda.
Era Bilistago Publicio la nata de los venteros u hosteleros de la dilatada provincia Tarraconense hasta Galicia; una buena persona en toda la extensión de la palabra, lo mismo que su mujer -rara avis entre los de su clase,- que no se despellejaba a los pasajeros, que no les aguaba ni falsificaba el vino, como era uso corriente, que no les servía puellas (compañía de lecho), que no sustraía la cebada a sus acémilas, que no disputaba en el pase de cuentas, que se había esmerado en alejar de los departamentos interiores el humo y los malos olores, que era extremadamente cuidadoso de la limpieza. Ni él mismo habría podido contestar si era pagano o cristiano: se sabe únicamente que juraba por Epona, diosa de los caballos, como cualquier auriga del Circo. Inútil decir que no siendo pícaro ni bribón, que siendo honrado vel quasi, no habría hecho adelantos en el oficio, a virtud de aquella ley, no sé si natural, que el pueblo expresó en este adagio dialogado:
-Abrenuncio, Satanás...
-Mala capa llevarás.
Tenían aquel día los venteros a comer, además del personal ordinario de la mansio y los espoliques de Numisio, dos viajantes de comercio de Italia, un industrial de Lugo y cuatro funcionarios del Estado destinados a Osca (Huesca), Caesaraugusta (Zaragoza), Segovia y Legio Gemina (León), que habían llegado poco antes con la posta y a los cuales estaban ya sirviendo la comida en el triclinium o comedor pequeño del hostal. En el otro, el reservado o de «distinguidos», cubrió Bilistago con sábanas que empezaban a deshilacharse pero de inmaculada blancura, los éticos y raídos sofás en qué había de reclinar su cuerpo para comer Numisio, y de los cuales era fama que criaban el mínimum de pulgas posible.
Acababa nuestro amigo el señor de Turnovas de trasladarse, ya refrigerado y confortado, a dicho aposento, cuando acertó a escuchar una voz cascada y grave, como de eclesiástico, perteneciente a uno de dos personajes que bajaban de un essedum blanco de polvo, y que penetraba en la hostería recitando un versículo de la Biblia: «Se me han secado las fauces como arcilla cocida a fuego lento; la lengua se me ha pegado al paladar». Y esto diciendo, dirigióse ansiosamente hacia un ventrudo urceus (cántaro) de alfar rojo, que incitaba con la frescura de su agua rezumante, y alargó su vaso de viaje, labrado de plata, al posadero. Más éste, suavizando el tuteo romano con el vocativo de honor, domine, señor, como siempre a toda clase de personas de respeto con quienes por razón de su oficio tenía que alternar, le dijo:
-Señor, no te conviene beber ni medio fresco siquiera, que no pase un buen rato, no siendo que tengas propósito deliberado de caer enfermo...
-No, no -recalcó el otro compañero del essedum, con voz más entera y juvenil, también eclesiástica;-reprímete hasta desnudarte, como me reprimo yo, que, sin embargo, estoy mascando ascuas y me ahogo; te pondrías malo y llegaríamos tarde a Tréveris, o no llegaríamos nunca; y no he de recordarte el ansia con que aguardan al Santo nuestros hermanos de toda Galicia...
Resignóse el primer peregrino a hacer de voluntario Tántalo, y se dejó caer en un escaño con aire de la más viva contrariedad, no sin buscar consuelo en los Soliloquios proféticos de David: «Trocó el Señor los ríos en desierto; mudó los manantiales en saladar y estepa sedienta». «No apartes tu rostro de mí, Señor; escucha mi clamor: me he secado como heno, se me ha secado la osamenta, se me ha secado el corazón, no me queda más que la piel pegada a los huesos. Ya es hora que despiertes de tu sueño y tengas misericordia de Sión y, compadecido de sus infortunios y tribulaciones, acudas a remediarlos.
En este punto, el posadero le acudió con medio cortadillo de agua para que empezara a remojarse la boca. El pasajero le miró con rencor, como si se burlara: ¡una gota de agua para apagar un incendio! Pero no; no se había, no, secado: el sudor le chorreaba por la frente tan copioso como si en la coronilla le borbotase un manantial. ¡Si hubiese sabido que a los espoliques nadie les había tasado el agua... ni el vino, y se habían hartado de beber de ambas especies sin aguardar siquiera a aposentar el caballo en la caballeriza!
Eran los dos personajes recién llegados padre e hijo, obispos ambos de la provincia Gallaecia, cognominados Symphosio y Dictinio, que iban en comisión a Tréveris (Gallia), con objeto de recoger los despojos mortales de su gran maestro, el mártir y apóstol de Ávila, Prisciliano, decapitado por sentencia de Magno Máximo, emperador de las Galias, y repatriarlos, trasladándolos a Asturica Augusta (Astorga). El hijo era autor de una obra de moral, intitulada Libra (Balanza), y de varios tratados priscilianistas. Su padre, Symphosio, había asistido al sínodo o concilio de Zaragoza cinco años antes (4 Octubre 380), y había votado con los otros once prelados asistentes a él la condenación del santo asceta abulense, o más bien de la doctrina que se le había hecho pasar ligeramente por priscilianista. Pero luego que cayó en la cuenta de que había sido engañado, protestó y se retractó, declarándose adepto del supuesto heresiarca galaico. Su hijo le había acompañado en este acto de reparación.
No es que Numisio estuviera de mal temple; es que necesitaba de soledad, y la llegada de nuevos peregrinos le contrariaba. Cuando oyó entrar en el triclinio a los dos peregrinos gallegos se hizo el dormido, con lo cual se libró, por lo pronto, de sufrir a hombre tan redicho como Symphosio, que hablaba en esta conformidad: «Nosotros, pobres tripulantes de la tierra, que bogamos por los mares etéreos...» El lusón, hombre llano y natural, no podía con tanta manteca. Cuando le presentaron el primer plato y no pudo excusarse de abrir los ojos, se encerró en una reserva cortés, sin admitir conversación, embargándose en sus cavilaciones íntimas.
La llegada de Márculo y su reducida recua fue acogida con fragorosas demostraciones de alborozo por la maleante chusma de la estación, que un instante antes dormitaba y ahora se encontró despierta sin el trámite previo del desperezo.
-¡Ya de vuelta, Márculo! ¿Qué dices de bueno?
-Pues lo que digo de bueno es -repuso el arriero, agotando los dictados de honor de los emperadores,- que Su Eternidad, que Su Serenidad, que Su Grandeza, que su Sublimidad, que Su Divinidad, que Su Clemencia, que Su Gloria, que Su Prodigalidad, que el Sol Nuestro Señor,rector orbis, se emborrachó y decidió gastar en un día todo su repuesto de llamas y de lumbre y apagarse incontinenti para siempre, y que el día escogido para poner a prueba nuestra resistencia y hacer estallar la crisis sobre nuestras cabezas, es el de hoy. En su consecuencia, los que no hayan ya sucumbido, reducidos a pavesas y ceniza, dense prisa a hacer provisión de leña, porque el día de mañana, vosotros habéis de verlo, amanecerá nevando...
La perspectiva de una nevada en medio de aquel brasero achicharrante, hizo estallar en un huracán de carcajadas y bravos a toda la caterva mansionaria; y, ¿qué mucho?, hasta Symphosio, que lo oyó desde el comedor, acogió la chuscada del humorista montañés con una risotada no menos franca y plebeya que la exterior.
A todo esto, el arriero iba descargando sus bestias y arrimando los fardos a la pared, en tanto los encerraba bajo llave, sin perder de vista a los perros del ventero, que se frotaban contra ellos con una especie de delectación morosa, y que ensayaban levantar irreverentemente la pata en serial de desprecio... por no haber encontrado un mal descosido que les permitiese hincar los dientes y ejercitarse en el deporte de la degustación.
-Dichoso tú que puedes hablar de nieve -replicaron de no muy buena fe los mirones:- vienes de la montaña, y nos explicamos el efecto que ha debido hacerte el pasar desde aquel fresco primaveral a este cráter rebosante de lava.
-¿Fresco dijiste? Si fuese posible que el sol abrasara más de lo que aquí abrasa, os diría que aún hace más calor allí, en las faldas y raíces del Pirineo. Pasmaos: hasta allí están haciendo rogativas para que llueva, y eso todos: los galileos, a cara descubierta; los romanos, medio a escondidas y como con miedo.
-¿Y dan resultado?
-¡Que si dan! Siempre que sacan la imagen en procesión, entonando los unos su lustratio, los otros sus letanías, llueve, sin que ni los más viejos conserven memoria de que una sola vez haya fallado.
Eso sí -añadió con su grano de malicia, después de una breve pausa:- algunas veces tarda trece meses, pero al cabo llueve.
Otra vez la alborotada chusma prorrumpió en fragorosas explosiones de hilaridad.
-Y di -interrogó osadamente un carpentarius- ¿cuál imagen es la que se hace rogar tanto? ¿La de Júpiter Pluvius o la de Cristo Crucificado?
-Lo que puedo decirte es -contestó el muy ladino, sorteando lo espinoso y resbaladizo de la pregunta que cuando a seguida de una rogativa llueve, los dos bandos reivindican el milagro para su respectiva deidad, sin que ninguno consienta en partir siquiera la diferencia. Si, por el contrario, la lluvia se hace esperar demasiado y no se puede sembrar o las cosechas se pierden, los dos bandos se echan uno a otro la culpa, poniéndose de impíos, ateos, idólatras, orates, ciegos y enemigos de la divinidad irritada, que no hay por dónde cogerlos; así es que apenas se celebra rogativa que no vaya acompañada o seguida de denuestos, pendencias, alborotos, laberintos y choques, hasta rebasar el estacazo y la cuchillada, con lo que, ya que no llueva agua, mana sangre. ¡Cuando no lo pagan también las imágenes, apedreadas por sus mismos chasqueados adoradores! -añadió Márculo, riéndose con la memoria de algún sucedido.- Por mi parte, ni quito ni pongo Dios; lo único que cumple a un pobre arriero como yo, es lo que hago: ver, oír y callar.
-Alto ahí: ¿conque callar? Primero reventarías...
-De algún modo hay que pasar el rato. Mi padre solía decir que los hombres somos lo mismo que las piedras, sólo que todo lo contrario: ellas nacen en la montaña, erizadas de esquinas, y dando vueltas por torrentes y ríos se hacen redondas; nosotros, al revés, nacemos redondos y morimos esquinados. ¡Si no fuese el buen humor, que aminora el esquinamiento!
-Mal oficio el tuyo para tener buen humor y no morirse de hipocondría: pasar callado toda la vida sin tener con quién desahogarse, no siendo que tu rucio tenga la gracia del burro de Sileno y de la burra de Balaám...
-No la tiene, pero tampoco la necesita; basta que yo hable y que él me entienda.
En aquel instante, el burro, sin haber tenido que soltarse, porque Márculo no lo ataba nunca, salió del establo en busca de su amo, y se dirigió al corro con el mismo arresto y desenfado que si fuese de la partida y lo estuviesen esperando. Márculo le pasó el brazo por encima del cuello, y con sus manos apergaminadas y sarmentosas le acarició el fino hocico.
Figuraba en el concurso de los mansionarios y exhibía su faz terrosa con manchas de azafrán apagado y llena de costurones y cicatrices aberenjenada en tanto número que montaban unas sobre otras y le daban el aspecto de un cántaro esportillado, vinoso y cruzado de lañas sobrepuestas, un vehicularius cognominado Thyrsus, muy pagado de la superioridad de sus talentos, a quien Márculo había sorprendido a su llegada royendo un corrusco de pan, lo que hizo decir al arriero que a él «siempre le faltaba un bocado, como a las cabras». Los compañeros del presumido máncipe se gozaban en azuzarlo contra Márculo por oír a éste, sabiendo que no era hombre para aguantar ancas de nadie y dejarse burlar. Era máxima suya que «a quien te quisiere comer, almuérzale primero».
-¿Conque tiene uso de razón -preguntó el lañado, refiriéndose al burro- y hasta dicen que ve más claro que su amo, y que es él quien dispone y gobierna?
-Mírale al rostro, compara y contéstate a ti mismo; sólo le falta hablar para ser persona, como a ti para ser persona no te falta más que callar.
La asamblea, no rió; se quedó rumiando el sentencioso cañazo del arriero. Fingió luego escandalizarse ante un conato de agresión del inconsiderado máncipe, y Márculo le correspondió con una andanada del tenor siguiente:
-Sí; todo podrá negársele al socio menos pupila. Es de los que ven el piojo debajo de la cabellera ajena y no ven el escorpión en la propia. Por lo cual será verdad, si queréis, que ha de irse derecho, con zapatos y todo, al olimpo de los santos: no se lo disputo ni me opongo; pero tengo para mí que aun allí ha de tener cara de condenado.
Todos miraron a las ringleras de grapas o lañas y prorrumpieron en risotadas estruendosas. Verdaderamente, Thyrsus estaba hecho un condenado; a su lado, el buen Esopo habría pasado sin dificultad por un Narciso.
-Márculo, tú no te has fijado bien; mírale a la cara a este fanfarria, si tienes valor, quiero decir estómago, para tanto -interrumpió otro máncipe;- nadie diría que su madre lo había parido; diríase más bien que lo había c...
Fue una carcajada seísmica, lo que este grosero chiste de cuadra suscitó en el gozoso personal de la estación.
- Yo no soy comadrón ni entiendo de obstetricia. Y de todos modos, en andanzas vuestras no entro ni salgo. Me voy a comer.
Antojósele a Thyrsus que Márculo se retiraba, sintiéndose agotado, y que no sería difícil en aquella coyuntura meterlo en aprieto y tomar el desquite, reduciendo a silencio a sus mal predispuestos compañeros.
-Y eso de partear, como dices, al olimpo de los santos, ¿lo decía también tu padre?
-No, repuso vivamente el arriero; lo que mi padre decía es que dentro de cada hombre hay un cerdo.
Y después de aplicar un oído al hombro de su empecatado interlocutor, añadió: «Y decía verdad, pues lo estoy oyendo gruñir.»
La zambra, tronido y rebullicio que siguieron a estas palabras del jocoso montañés hubieron de retumbar hasta en Ausa e Ilerda. Symphosio se retorcía de risa en el triclinio. Los zumbones de la jaranera asamblea fueron desfilando uno a uno por delante del vehiculario, y después de arrimarle el pabellón del oído a uno u otro hombro, apartábanse imitando, con adobo de estridencias, el gruñido del cerdo. Como toda plebe que ha conseguido henchir el vientre antes se inclina al ¡jugula! que al ¡missum! en el anfiteatro del mundo, y este era nuestro caso.
El inocente máncipe que había osado medirse con aquel doctor en malicias, agachó las orejas ante el descomunal pitorreo y se declaró fuera de combate, retirándose de la palestra corrido como una mona.
Era el arriero un viejo campechano y jovial, a trechos socarrón, dicharachero, facetioso y de muchos refranes, sin declinar nunca a enfadoso ni chabacano, que subía la pendiente de los setenta, con la agilidad y buen humor de un mozo; popular y querido en todos los lugares, relevos, posadas y cantinas del tránsito hasta Barcelona. Alma de niño, tersa y de una sola cara, sin ángulos, escondrijos ni anfractuosidades, salvo que alojada en una piel de viejo. Era cenceño, enjuto de carnes, de labios finos y delgados, no hundidos aún porque la dentadura se conservaba. Mandíbulas sólidas. Miembros de acero. Pelo recio, no completamente blanco todavía. Cejas espesas, bajo las cuales se asomaban dos ojos vivarachos que parecían reírse siempre. Ágil, fuerte y denodado, los salteadores que a temporadas, sobre todo en épocas de agitación política, infestaban la comarca, habían acabado por respetarlo, como si le hubiese firmado un salvoconducto, temerosos de que los descalabrase una vez más. Estaba contento de la vida, teniéndose por colmado de todos los dones; retozábale la risa en todo el cuerpo y, como decía él, no le faltaba más que sarna para rascar. Disfrutaba de una parroquia selecta, grandemente productiva, a causa del crédito que le daban su integridad sin igual, su formalidad y su pudor. Era frase proverbial en muchas millas a la redonda «más honrado que el Ausetano», para expresar el colmo de la honradez.
Aún duraba la bulla de los mansionarios cuando el hostalero se acercó a Márculo para insinuarle que unos señores, muy señores, que estaban comiendo en el triclinio de honor, deseaban conocerle.
-No tengo inconveniente, contestó; allá voy. Y penetró en el aposento señalado. Pegado a él, entró también el burro.
-Pero, churri, ¿no has oído que es a mi a quien estos señores invitan, y no a ti?
El burro se hizo el desentendido, y los obispos, ya que se embarcaban en la aventura, le dejaron hacer.
-Hemos oído de ti, Márculo, cosas peregrinas y cosas graves. La primera, que atribuyes más mérito a tu burro y lo pones más alto que el asno místico del portal de Belén...
-A la altura, por lo menos, del asno y del buey proféticos juntos, porque el buey conoció a su amo y el asno al pesebre de su señor, al paso que mi burro conoce el pesebre del amo y además al amo mismo. Brindáranme todos los burros que en este mundo han gozado el don de la palabra, sin olvidar el de Sileno, ni el de Baccho, ni el de Balaám, que no fue burro, sino burra; diéranme encima toda una manada o una ganadería de burros extra, de Arcadia o de Reate, de los que se venden en 100.000 sextercios la cabeza, y aunque me los brindasen cruzados con onagro, no los cambiaría por el solo rucio que nos está escuchando.
-¡Hum! Pero la otra acusación es harto más grave. Dicen que quieres más a tu asno que a tus hermanos: no podemos creer de ti tal agravio a la raza de los humanos y a la sangre.
-Dicen, dicen... Lo que yo he oído siempre que dicen es que no con quien naces, sino con quien paces. Y yo con este buen amigo he pacido. Calumnian a la sangre los que le atribuyen una voz. Cinco hermanos tuve, y las coces, de ellos las he recibido, no del burro; y la ayuda y los buenos quereres, al burro se los he debido, no a los hermanos. Bendita sea la memoria de mi padre y de mi madre; pero, salvado esto, para tener los hermanos que he tenido y para pertenecer a una sociedad de hombres como la que vengo tratando hace más de medio siglo, mejor habría querido nacer de una pollina o de una perra, y me tendría por más honrado. ¡Buenas cosas dirán de nosotros allá en sus adentros, y cuando conversen entre sí, despreciándonos!...
Pensaban los obispos que las proposiciones del arriero eran bromas, buenas para reídas, y, sin embargo, no acertaban a reírse; se habían puesto serios.
-¡Tú siempre tan chancero! -aventuró Symphosio.
-¡Psch! Yo me digo una cosa: que haya sido Prometeo, como se decía antes, que haya sido Javéh o Jehová, como es la consigna ahora, yo en eso no me meto, estoy persuadido de que quien fuera ha hecho al hombre a imagen y semejanza del cerdo, y aun tal vez no le falten motivos al cerdo para ofenderse.
-Pero ¿que herejías estás diciendo? Aunque hablas en chanza, ni en chanza pueden decirse tales atrocidades.
-Yo no he podido nunca comprender por qué para deprimir a un hombre se le llama perro o burro. El perro y el burro son la obra maestra de la Creación: en ellos echó el Creador el resto: cuando llegó al hombre debía sentirse ya agotado, y le resultó género del más inferior.
-Hasta ya de barbarizar, interrumpió de mal humor Dictinio, poniéndose de pie; y, después de todo, ¿qué diantre de virtudes has descubierto en tu rucio que no adornen a los hombres?
-Poca cosa: mi burro es humilde, es sufrido, es leal y no nada vengativo ni rencoroso; no es parásito de nadie; se gana la vida y ayuda a ganársela a dos que somos de familia, mi mujer y yo; no hace daño a nadie, no estorba a nadie, no tiene pretensiones, está contento con su suerte, no ambiciona mudar de condición, no aspira a mandar sobre los hombres, y ni siquiera sobre sus semejantes; soporta mis filosofías y no se ríe de ellas; aventaja en sentimientos y en grado de espiritualidad a las tres cuartas partes de los humanos; respeta las opiniones de todos y ¡no habla! Si todos los hombres que habitan el Imperio fueran e hicieran otro tanto, el Estado nadaría en la abundancia, el pueblo iría harto, el mundo sería una balsa de aceite...
-No -prosiguió Márculo, inclinándose sobre el rucio,- no alces las orejas ni te me hinches de soberbia porque te haga justicia...
Los obispos seguían serios, sin encontrar la risa, y no se les ocurrió sino echar a barato lo que acababan de oír, haciendo Symphosio a Márculo esta observación:
-Según eso, si hubieses sido tú el llamado a crear el mundo, habrías roto los moldes de Adán y de Eva y poblado la tierra de burros y perros nada más...
-Lo que puedo decirte, señor, es que el mundo no puede con tanto lastre; que sucumbe, no diré al peso de tantos hombres, sino de tantas aprensiones de hombres; y que si se marchasen a la India o al país de la seda, o a los hiperbóreos, o a los autichtones de Mela, o se muriesen en un día diez o doce millones de potentados territoriales, aristócratas, rentistas, doctores, abogados, ministros, prefectos, políticos y funcionarios de toda ralea, sacerdotes, monjes, militares, tenderos, comerciantes, parásitos, copleros, retóricos, gomosos de ciudad y señoritingos de villa, peste y carcoma de los pueblos, haciendo en la población un aclaro como en los bosques, ¡cuán holgado se quedaría el género humano, qué alivio tan grande experimentaría! Libre de ese rozamiento y de ese peso muerto abrumador, adelantaría más en un año que ahora en un siglo.
Pero que emigrasen o se muriesen los diez o doce millones de pollinos y burros que dicen vendrá a haber en el Imperio, y ya podíamos echarnos a morir la mitad, por lo menos, de la población humana, con todo y haber tantas mulas, caballos y bueyes.
En este punto, Numisio, hurtándose a su marmórea rigidez y depresión de ánimo, rompió su silencio con las siguientes palabras, dirigidas al popular filósofo montañés:
-No estoy lejos de aprobar y compartir ese tu modo de pensar; únicamente me ocurre una dificultad: si el burro va a sobrevivirte, es de suponer que has pensado en matarlo o hacerlo matar para que te acompañe y, sobre todo, para que no caiga en manos impías que lo maltraten y le hagan padecer meses y meses, si tal vez no años, el suplicio del hambre.
-Señor, has puesto el dedo en una de mis llagas más enconadas. Ni el burro es propiedad mía ni yo soy propiedad del burro; no lo tengo por esclavo, sino por un consocio. En el negocillo que llevamos, lo poco que he podido ahorrar, no digo que lo he ganado con ayuda de mi burro, sino que lo hemos ganado entre los dos, poniendo cada uno lo que tiene: yo la cabeza, él los lomos, y él y yo los pies y patas que a la Divinidad plugo ponernos para recorrer las vías del mundo. ¿Es verdad lo que digo, churri, o no es verdad? (Pausa de medio minuto.) Bueno, es verdad; en tu vida has podido decir que me hayas cogido en mentira una sola vez.
Pues, como decía, tanto derecho tiene él como yo a la susodicha pobreza de que soy administrador, y yo tanto como él, aunque no más; y no puedo consentir que el capitalillo que entre los dos hemos reunido con tantos afanes y sudores vaya a parar, cuando yo y mi mujer faltemos, al gandul del hermano sobreviviente, pariente mío porque sí, porque la ley ha tenido el antojo de decirlo, y que ese descastado mate de inanición, o despeñado, o a palos, a éste que ha sido mi verdadero hermano, mi paño de lágrimas, mi todo. Sería faltar a la ley natural, tal como yo la siento. Por consiguiente, él será nuestro heredero; en muriendo nosotros, no quiero que trabaje más, que harto ha trabajado; no quiero que lo maltraten ni que le den muerte: deseo para él una vida de descanso y regalo, como en nuestro caso la ambiciono para mi mujer y para mí...
-Pues si no te das otro heredero que el rucio, observó Numisio, hazte cuenta que has muerto intestado, porque la Instituta romana no reconoce a los animales el derecho de propiedad ni la testamentificación activa ni pasiva.
-Ya he pensado en un fideicomiso especial; pero ¿quién el fiduciario? Dos me importunan brindándome con las insinuantes artes del más raposo de los heredípetas: un sacerdote de Hércules me tira de una manga; un preste de San Fructuoso me tira de la otra, jurando por Dios y los dioses inmortales que el burro será tratado a cuerpo de rey hasta que muera de muerte natural. Pero soy perro viejo; mi experiencia no me deja creer en ellos; se comerían la paja y la cebada, y encima, para plato fuerte, al burro mismo.
Una gran señora había en quien yo habría confiado: la que me manumitió y me prodigó en todo tiempo su protección sin tasa. Pero esa ¡ay! se me ha muerto. ¡Oh Siricia Natal!
Numisio sintió una conmoción en todo su ser al oír así, de improviso, en labios de aquel hombre sencillo y limpio de corazón, agradecidas memorias de su difunta mujer, y luego que hubo vencido la emoción del primer instante, díjole:
-Dispón como gustes de todos tus bienes, y si el rucio te sobrevive y te vieres en peligro de muerte, avisa a Turnovas para que te visiten y recojan al burro por mi orden. Se le cuidará sin ningún interés: pasará el resto de sus días junto al mausoleo de Siricia, en memoria de ella y en premio a la nobleza de tus sentimientos. Tu viejo consocio, como tú le llamas, ha ganado su soldada, y no llevará más carga, no recibirá malos tratos, no le faltará pasto fresco, heno, cebada quebrantada, miga de pan con vino, pastura caliente con harina, abrigo, asistencia médica; tendrá hasta caricias. Yo soy el viudo de patrona, Siricia!
-¡Misericordia! ¡Había yo de ver este gran día, cuando menos lo pensaba, por no haber llegado nunca a merecerlo! -exclamó Márculo sollozando y cayendo de hinojos delante de Numisio. No hay que decir si éste se apresuraría a levantarlo.
Aquella tarde, el arriero no vio nada del camino que recorría: seguía maquinalmente las pisadas del rucio. Noctua volat, noctua volat (la lechuza vuela), decía con un adagio expresivo cuando una cosa salía a medida del deseo. Por la noche durmió ultra Epimenidem, como agregaba con otro refrán, tan profundamente, que ni siquiera despertó para dar el segundo pienso, lo cual le valió de parte del rucio, a la madrugada, algunas amistosas morradas, si no más enérgicas, menos medidas de lo que tenía por costumbre.
Ya que los obispos vieron deshelado a Numisio, entróles la comezón de ponerle en autos de lo acaecido entre Prisciliano y el déspota de las Galias, motivo de su viaje, fuese para sincerarse y dar suelta a su irritación, fuese para seguir sembrando odiosidades contra el partido episcopal y contra la corte de Tréveris, bien ajenos de sospechar que, al tirar de la lengua al irascible castellano de Turnovas, hablaban a un convencido, que tenía a Magno Máximo sentado, no en la boca del estómago, sino más adentro y cuyo solo nombre removía en él todo un mundo de antipatías, animosidades y bascas. ¿Es que Numisio estaba de mal temple? Ya sabemos que no: es que no estaba de temple ninguno. El hecho es que no tuvo humor ni siquiera para desengañar a sus compañeros accidentales de triclinio, dándoles a entender que una cosa era Márculo y otra muy distinta ellos.
-Habrás oído hablar de heréticos y de mágicos en Galicia -dijo, tomando la palabra Symphosio (el cronista traduce aquí el pintoresco lenguaje del obispo al estilo llano).- Pues sepas que no hay tal magia ni tal delito de magia, que no hay tal herejía ni tal delito de herejía, y ni siquiera materia para fingirlo o para pretextarlo. Hay, sí, un cisma; un cisma que han provocado nuestros adversarios por motivos vergonzosos, inconfesables...
Ya sabes el origen del cisma llamado donatista, en África; ¿quién no lo conoce? Una opulenta dama española, residente en Carthago, llamada Lucila, que había hecho del culto a cierto mártir no canonizado una nueva idolatría, fue reprendida por el obispo Ceciliano. La tal, como buena santurrona, sabihonda, soberbiosa y muy acaudalada, potens et factiosa faemina, encrespóse contra el prelado, juró vengarse de él arrojándolo de su sede. A tal efecto, principió por asociarse al primer Donato, allegó a fuerza de oro golpe de partidarios y promovió entre ellos la celebración de un concilio, el cual depuso a Ceciliano y nombró para sucederle en su silla episcopal a Maiorino, de la servidumbre doméstica de la propia Lucila. El amor propio y la «iracundia» de esta mística mundana ha provocado ese incendio en que se está abrasando una parte del Imperio, y que ha podido reunir, hace cinco años, hasta 270 obispos donatistas en otro concilio celebrado asimismo en Carthago, y de quienes puede asegurarse que en el próximo todavía serán en mayor número.
Pues así, por ese mismo orden, ha surgido el cisma hispano que llaman malamente priscilianista, pues en ley de verdad debería titularse ithaciano. Como en África, ha surgido aquí por motivos totalmente ajenos al dogma. Los siete pecados capitales, en especial el de la lujuria, el de la gula y el de la soberbia, se conjuraron en nuestro daño. El metropolitano de Mérida y la mayoría de sus sufragáneos hubieron de ser objeto de reprensión por parte de Prisciliano y de su austero apostolado, a causa de la desarreglada conducta de aquellos prelados de aprensión, piedra de escándalo para su Iglesia. No persiguió Arquiloco con sus vengadores yambos a Lycambe Neóbula más inexorable ni más rabiosamente que nuestro pío Latroniano con su indigna musa a Ithacio e Idacio, como en general a todo el partido episcopal hispano-aquitano, cuyo espíritu mundano sentía, más que repulsión, inquina y aun horror contra el ascetismo priscilianista, como si viese en él la cosa más abominable del mundo. El austero Juvenal español, creador de tantas divinas obras de orfebrería literaria, en quien las clásicas musas latinas del siglo de oro habían revivido en medio de la decadencia de nuestro siglo, no tuvo que restallar la mortífera tralla de sus sátiras contra el clero pagano, sino contra el clero cristiano; no tuvo que concitar los ánimos del pueblo contra flámines ni contra flamínicas, sino contra los malos pastores de la Iglesia de Cristo. Como escorpiones heridos, revolviéronse éstos contra el censor; para defenderse adoptaron, lo mismo que en el caso de Lucila, la táctica de atacar -otra no tenían-, naturalmente, inventando los motivos; cada vez más exasperados, acuden a Roma, a Milán, a Tréveris; por no sabemos qué artes, logran poner de su parte al pontífice romano Dámaso y a la corte imperial, y la secta ithaciana se ensancha y agrava, proclamando la doctrina de que las heterodoxias deben extirparse por el hierro y el fuego; que el disentir de la Iglesia romana constituye delito político o crimen de Estado; que ese delito debe expiarse con pena capital, y que para pronunciarla e imponerla es lícito invocar la intervención de la potestad civil; soliviantan con el señuelo de nuevas conquistas al otro lado de los Alpes al mentido emperador Magno Máximo; acusan de herejía ante él al santo apóstol galaico y a sus discípulos, entre ellos, naturalmente, Latroniano, en venganza de sus justicieras críticas y en odio a su morigerada acusadora conducta y al espíritu renovador de su predicación, con el mismo fundamento con que los judíos habían acusado a Nuestro Señor Jesucristo; y he aquí al gran reformador hispano, verdadero representante del espíritu y doctrina de los Evangelios; helo aquí, repito, torturado y ajusticiado, como Cristo mismo, en los estrados imperiales, sin el consuelo siquiera de poder ofrecer a su madre la protección de Juan, porque también Juan era sometido al suplicio y pasión del Maestro...
-Él, él tenía que ser, no podía ser otro -oyóse decir por lo bajo a Numisio, como si hablara consigo mismo.- Más malvado que lthacio e Idacio, ha querido ahogar en sangre una doctrina, deshonrando la causa de la religión. O mejor dicho, la causa de la humanidad, ya que a la religión le queda poco que perder, y él no ha obrado a efectos religiosos, sino políticos y personales. Si existe otro más malvado que él, ese es quien, sabiendo que tenía obligación moral de quitarlo de en medio, se desentiende de él, le respeta y le deja hacer.
Dijo entre rechinamientos de dientes, mientras alzaba los dos puños a la vez, como si fuera a descargarlos sobre una pareja de cráneos, que bien pudieran ser, en su mente, los propios de Máximo y de Theodosio.
Adivinaron, más que oyeron, estas razones los obispos; y, animado por ellas, el locuaz Symphosio se atrevió a meterse en alguna hondura doctrinal, no sin que Dictinio le tirase de la paenula, temeroso de enfadar y poner en fuga al comensal de un día que tan viva curiosidad había despertado en ellos.
-El cristianismo es una fe y un culto que han envejecido temprano; de gran exigencia teórica en la cuna, tardó poco en hastardearse, hasta que por fin se ha entregado. Desde hace tiempo se dio a contemporizar, frecuentemente a rivalizar, con todas las fealdades morales de la sociedad pagana, perita en todo género de desenfreno, desde la poligamia práctica y el pecado contra natura hasta la glotonería desbordada a lo Heliogábalo y el endiosamiento más inflado y risible, desde la esclavitud más oprobiosa y tiránica hasta la propiedad individual sórdida, cruel y sin entrañas. Así ha podido decir con razón Juan de Antioquía [el Chrysóstomo] que los cristianos no son ya la sal de la tierra, o son sal que no sala, y atribuir al mal ejemplo de su vida, manchada con todo género de vicios y de escándalo, y al contraste entre la creencia y la conducta, el que se haya disminuido o paralizado el movimiento de aproximación de los gentiles a la cruz; así ha podido Eusebio Hierónymo calificarlos de peores que los paganos y representar a la Iglesia pletórica de riquezas y pobre en virtudes. Lo que sí está fuera de toda duda es que el cristianismo ha degenerado de hecho en un paganismo más, distinto del heleno-romano sólo por el nombre.
Prisciliano tomó el cristianismo en serio y reaccionó contra esa su degradación y caída, soñando con hacer de él lo que no era ni es aún, un sentimiento, y con ello un canon vivo y efectivo de vida para instituciones como para individuos. A sus ojos, el sistema religioso del Evangelio no era, idealmente, otra cosa que una purificación y reedificación del hombre interior, que una renovación moral de las sociedades humanas. De ahí los severos avisos, las rígidas censuras y hasta el anatema que los suyos fulminaban con la relajada conducta de los ithacianos, concupiscentes y protervos, como en general contra el partido episcopal hispano-aquitano, ya que el episcopado entero, con rarísimas excepciones, había vuelto complacientemente la espalda, a partir ya de la paz de la Iglesia, a las enseñanzas del Divino Maestro de Galilea, y, lo que todavía es peor, se había puesto declaradamente enfrente de todos aquellos que, en el hecho de practicarlas, los ponían en evidencia, los avergonzaban y humillaban, condenando su espíritu de facción, de intriga, de celos y de odio, de incontinencia, de lascivia, de gula, de avaricia, de soberbia y altanería, de crueldad, con que revolvían y desmoralizaban a los pueblos. Prisciliano ha hecho más que exhortar y que reprender: ha probado con el ejemplo, ofreciendo el testimonio de su vida y la de sus discípulos, que aquel ideal ordenado por Cristo Nuestro Señor, propagado por él, aborrecido por sus contrarios, no es ninguna quimera ni ninguna República de Platón.
Esa fue su herejía, ese su pecado. Contra él, un príncipe pagano con etiqueta cristiana, Magno Máximo, y unos flámines disfrazados de epíscopos, Ithacio e Idacio, han abierto de nuevo, en Tréveris, la era de las persecuciones, que habíamos creído definitivamente cerrada en los días del Diocleciano y de Constantino. El brazo seglar ha vuelto a ponerse a servicio de las pasiones y ambiciones teocráticas y a hacer de la libertad natural del espíritu un crimen majestatis. Prisciliano es la columna terminal que divide dos grandes periodos en la historia de la intolerancia religiosa del mundo: del lado de allá, la Inquisición pagana; del lado de acá, la Inquisición cristiana, que es decir pagana también. Esta novena persecución parece traer cuerda para rato, y amenaza dejar tamañitas a las ocho anteriores y hacerlas buenas...
-¡Por los clavos de Nuestro Señor!- interrumpió Dictinio-, no nos aflijas más con tus pesimismos...
-Déjame acabar. A menos que triunfe el criterio de Prisciliano: la inspiración individual en la interpretación de los textos sagrados y la libertad de conciencia, cosa que aún está por ver.
-¡Psch!- silbó Numisio, que había acabado distraídamente por interesarse en el tema de Symphosio.
-Otro Prisciliano principia a despuntar por partes de Levante, no menos grande que el galaico: me refiero a Juan de Antioquía, cenobita y anachoreta también, discípulo de Libanio y Melecio, ahora diácono y fugitivo del episcopado, que, como el santo apóstol de Galicia, predica en sus numerosos tratados un cristianismo íntimo y renovador y una reforma general de costumbres extensiva a todas las clases sociales, desde la corte imperial al clero secular y regular, tan honda, que permita instaurar en la tierra la comunidad de los Santos, tal como la representó la primitiva Iglesia de Jerusalén descrita por San Lucas, libre de la inicua y corruptora institución de la propiedad, o reconciliando a ricos y pobres y haciéndolos iguales mediante el evangélico nivelador de la caridad. Sus prestigios de asceta y sus altas dotes de tribuno le llevarán lejos; pero me da el corazón que no acabará mejor que Prisciliano, porque tampoco sabe blandearse ni cerrar los ojos al mal y contemporizar.
-Supe de él en Byzancio por dos hombres negros (monjes) de lo más zurdo, cerril y alcornoqueño que ha podido dar de sí el monaquismo más ignaro y ramplón, los cuales andaban buscándole las vueltas al de Antioquía para convencerle ante la corte de maniqueísmo o de marcionismo, a propósito de un libro suyo sobre la Virginidad...
-Es la enfermedad del siglo: ¡todos somos heréticos! A nuestro Prisciliano se lo han imputado todo, y él mismo, en su Liber apologeticus, ha tenido que sincerarse de las infinitas mentiras puestas en circulación a cargo y por cuenta suya, negando que profesara el doketismo de ésta o aquélla Iglesia gnóstica; ni el binionismo, que contradice la unidad divina; ni el novacianismo, que limpia de pecado al pecador bautizándole tantas veces cuantas peca, ni el politeísmo, que sigue rindiendo culto a los mithos o númenes de la religión heleno-romana; ni el fatalismo astrológico, negación del libre albedrío; ni el marcionismo, que hace del demonio principio eterno del mal, autor de la materia y del pecado; ni el patripasionismo, para quien fue el Padre, no el Hijo, quien padeció muerte en la cruz. No creas a esos infames: nada de ello es verdad...
-Y aunque lo fuese, hombre, aunque lo fuese: que el crucificado en el Calvario de Jerusalén no lo fue el Hijo, sino el Padre; que no lo fue el Padre, sino el Hijo, ¿qué más da?
-¿Cómo que qué más da? Da, y mucho -exclamaron a un mismo tiempo los dos obispos, escandalizados, retorciéndose como si un áspid les hubiese mordido...
Pero Numisio se sentía por fin en su elemento y prosiguió impertérrito, como queriendo cobrarse de sus compañeros de posada lo que le debían de jaqueca y aburrimiento.
-Que las almas humanas participen de la substancia divina, y como ella sean eternas, según la concepción gnóstica, o que sean de esencia diferente y estén condenadas a perecer, como dicen, que opináis vosotros con la noble víctima del execrable asesino de Tréveris; que los hombres seamos hechura de Dios o hechura del diablo, ¿qué más da? Que el canon de las Escrituras comprenda todos los libros que Prisciliano pretende, y que todos ellos sean necesarios para poseer entera la revelación, o que, por el contrario, algunos sean positivamente apócrifos, como aseguran Ithacio y Dámaso, ¿qué más da? Que las Escrituras puedan interpretarse legítimamente por la sola inspiración privada, personal, como vosotros sentís, o que los fieles hayan de atenerse forzosamente a la interpretación oficial sancionada por la Iglesia llamada ortodoxa, como sienten los otros; bien, ¿y qué? ¿Es ni siquiera serio, por semejantes futesas, instruir un proceso de pena capital, y someter infamemente a cuestión de tormento y degollar fríamente, con la espada de Themis, deshonrándola, a un pensador y moralista de la alteza de Prisciliano, a un tan excelso poeta como Latroniano, gloria de nuestra raza; a dama tan sinceramente creyente como Eucrocia, y, en conclusión, a siete personas de acreditada probidad, infamemente calumniadas?...
El escéptico y desenfadado lusón seguía perorando, pero ya nadie le escuchaba, porque los obispos se habían levantado horrorizados y salido al trote largo del comedor con las manos apretadas a los oídos.
Cuando Numisio despertó de su siesta, soplaba brisa del norte; la fiebre del sol había remitido; el tiempo se había vuelto razonable y entraba en el orden. Pero escarmentado el lusón del suplicio de la mañana, no quiso oír hablar más de montura; alquiló una rheda tirada por dos caballos.
Fue su primer cuidado asomarse al puente nuevo para echar un vistazo a la alegre campiña igualadina y a su maravilloso vergel, con sus alineados frutales, frescos prados y hortalizas, sus viñedos y olivares, sus frondosos pinares y encinares, alternando con las nacientes manufacturas de lienzos y pañería, hermoseado todo por ricas casas de campo y una espesa red de fortalezas y atalayas. Aquel día había sido de los nefastos para una ciudad como Constancia, que se envanecía con los pomposos dictados de nuevo Reino de Neusicae y Jardín de las Hespérides. El Noya,¡todo un río!, que ya venía mermando de un modo alarmante desde quince días antes, el sol había acabado totalmente por sorberlo, y la espléndida vega se ahogaba...
Los paseantes de la urbe afluían ya a la mansio, con objeto principalmente de recoger noticias, murmuraciones y rumores de los viajeros, militares y civiles, que iban llegando, y aumentaban el barullo y animación de los máncipes, otra vez en funciones: carreteros reparando vehículos oficiales y particulares: postillones enganchando tiros; hippocomi aparejando bestias de carga o llevándolas a la abrevada: muliones extrayendo basura de las cuadras; esclavos que cargaban y descargaban granos, caldos, forrajes, equipajes de pasajeros, especies annonarias, fardos de uniformes y provisiones para el ejército, provisiones y material para uso y consumo de la mansio y de su hostería- curiales de la ciudad disponiéndose a actuar como custodes, y conductores que disputaban sobre si tal viajero, desmontado de ocultis en la calzada, había sido admitido en la posta sin diploma (pase o permiso del alto funcionario que ejercía o a quien incumbía la evectio), o con diploma no personal, sino cedido o comprado, todos entrando y saliendo y entrechocándose entre sí y con los viajeros y los paseantes y mirones, con menos orden y disciplina que las abejas en una colmena, que las hormigas en un hormiguero.
En competencia con ellos, la república libertaria de los gorriones tenía desplegadas sus traviesas y desvergonzadas huestes por calles, tejados, eras y corrales, no a fin de merodear o de hurtar, como dicen calumniosamente las novelas, sino de tomar lo suyo donde lo encontrasen.
Numisio dejó bien recomendados a uno de los espoliques y al caballo, que habían caído enfermos de insolación.
Al arrancar su vehículo camino de Cervaria e Ilerda, distinguió a alguna distancia, bajo el emparrado del hostal, la silueta de los dos obispos, todavía mohinos, y no pudo reprimir una sonrisa al recordar la manera que habían tenido de despedirse, como tampoco, a continuación, un fruncimiento de cejas y una crispadura de puños pensando en Máximo, Prisciliano y Theodosio.
Los trámites del proceso no podían, a su entender, estar más claros: una cuestión de faldas o de bragas por parte del metropolitano de Mérida y demás prelados de su cuerda, y un exceso de rigorismo pío, falta de arte y de correa, celo acre e intemperante, por parte del sufragáneo de Ávila (Prisciliano); una gran herida de amor propio, más enconada cada vez; y cátate fraguado el cisma; choque entre el ortodoxismo y la libertad, pretexto para uno de los dos bandos, por aquello de que cuando se quiere matar al perro se le pone por nombre Rabia, o digamos gnosticismo, doketismo, maniqueísmo, etc., y cátate el cisma hecho herejía; -intervención de la codicia vesánica de Magno Máximo, y cátate la herejía hecha crimen de Majestad y el supuesto heresiarca criminalmente degollado por mano de verdugo, con sus discípulos predilectos, sobre el tablado de Tréveris. Ahora, nada más lógico que lo que pronostica el obispo de Astorga: el crimen de Ithacio y de Máximo dejará rastro, no quedará sin consecuencias: el gran doctor de la Iglesia, si resucitase, podría repetir su hermosa sentencia: «sanguis martyrum, semen christianorum...»
Así formulada a su modo la génesis y la filosofía de aquel histórico duelo entre pasión y razón con capa de guerra santa, tranquilizóse Numisio, cesó en sus cavilaciones, y ya no volvió a acordarse de su encuentro con los obispos gallegos. La pesadez y casi dolor de cabeza que el episodio le produjera, y que con el sueño se había mitigado, acabó de remitir con el baño prolongado de aire fresco y el silencio y la soledad.
Al paso del puente nuevo, la brisa, ya más acentuada, agitaba con ritmo solemne la fronda de los álamos, fresnos y chopos del río o riera (Noya), arrancando a la arboleda armonías y conceptos de tal manera deleitables, que Numisio, que lo era todo menos sentimental, hizo parar un rato el carruaje para escucharlos. Toda la noche le acompañó el susurro de aquella divina sinfonía, conjugada con el cántico de algunas aves crepusculares.
Desde este punto hasta el momento en que, ya cerca de Ilerda, se descorrió ante Numisio la vista panorámica del Pirineo central, el incidente más notable constituyólo una pareja de burgarios que llevaban fuertemente atado a la mansio de su adscripción, en la vía consular de Tarraco, a un mulión fugitivo que se había acogido a una casa de labor inmediata al Segre y trabajaba en ella como colono. Con el pobre desertor iban también detenidos su mujer y sus hijos. Con toda su laxitud y ensimismamiento, el señor de Turnovas requirió involuntariamente la espada para proteger a aquellos cuitados y llevárselos consigo a Beliasca; pero se contuvo a tiempo, haciéndose cargo de que no había acabado aún de romper con la sociedad constituida, que no había hecho aún profesión de Hércules andante, idealista y soñador; y haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, se refrenó y siguió su camino, sin otra manifestación de su psiquis en aquel trance tentador, que un hondo suspiro dolorido y un estremecimiento general de nervios que le sacudió rudamente todo el cuerpo.
Había llegado Numisio a la gleba Turnovense, se había abrazado a sus penates de Beliasca y su pasión de ánimo no decrecía ni prometía hacer crisis, sin embargo de la abnegada e inteligente compañía del fiel amigo y vecino Publio Sura y de la tierna hija de éste, Etheria. Antes bien, lejos de mitigarse o de remitir, se irritaba y exacerbaba.
Contempló el mausoleo de Siricia y Engracia con los ojos enjutos, como pudiera una gran pieza de museo, sin aquella honda emoción que la ausencia y la distancia pudieron presagiarle. En la casa central del burgo daba rodeos para pasar de un cuerpo de edificio a otro, de una a otra ala, evitando las que habían sido habitaciones predilectas de su mujer y seguían alhajadas como el día del fallecimiento de ésta, las cuales ¡le habrían dicho tantas cosas! La memoria de lo pasado, si de algo le servía, servíale sólo de torcedor. Ni se preocupaba de ir a visitar la sepultura de su padre y tomar posesión de los estados de Nertóbriga; y menos de participar su regreso a sus suegros o visitarlos en Tarragona. El intendente no volvía de su asombro, viendo a su señor indiferente y enajenado, sin parar atención cuando le sometía y razonaba el resumen general de cuentas que había ido rindiendo periódicamente al padre de Siricia.
Decididamente, al dejar en Portus Romanus el Oriente por el Occidente, Numisio se había equivocado.
Publio Sura se alarmó y decidió embarcarlo camino de Nertóbriga, esperando que la distracción, los negocios y el cambio de horizontes familiares serían bálsamo para su mal y lo harían entrar otra vez en caja. Antes de emprender la marcha ordenó al intendente lo que tenía que hacer en el caso de que, durante su ausencia, llegase recado de Márculo o de su mujer viuda. Habrá quien se extrañe de que Numisio hiciera mención de este detalle en medio de su angustia y enajenación, pero será porque no haya penetrado aún los misterios de la psicología individual.
Cerca de Osca se cruzó con una soberbia piara de cien caballos procedentes de sus yeguadas de Nertóbriga, que el villico (intendente) de aquellas posesiones mandaba a Tarraco para el empresario de suministros del cursus publicus (posta). Descendían de la antigua raza española, tan sonada en las campañas de Viriato, cruzada primero con sangre africana de la más renombrada por su velocidad, y después con aquella famosa Quadriga, compuesta de Ispumosus Incitatus, Posserinus y Andremon, que en el circo de Byzancio triunfó por sí sola sin concurso de conductor, y que él había hecho comprar a peso de oro para incorporarla a sus leguadas del Jalón y del Noguera.
La admirable lámina de estos caballos, de remos finos y elásticos, y la noticia de su sangre y ascendencia, habían enamorado a dos agentes del preclaro senador Quinto Aurelio Symmacho, que venían de recorrer las riberas del Jalón y del Queiles en busca de género superior para el hippódromo de Roma. Estaba Symmacho absorbido en los preparativos de aquellos espectáculos magnificentes que tenía que dar al pueblo romano durante siete días consecutivos, por la pretura de su hijo, y en los cuales había de gastar hasta 2.000 libras de oro (más de nueve millones de reales). Los leones, osos, panteras, leopardos, cocodrilos, onagros y demás fieras para tales espectáculos había de sacarlos de África y de Asia, entendiéndose con los traficantes que negociaban en unas u otras de estas especies animales: los perros para las cacerías del anfiteatro serían traídos en grandes jaulas, de Escocia; los gladiadores, de Sicilia; pero los caballos para los juegos circenses, casi exclusivamente de España. Para proveer a este último menester, el opulento senador había despachado para la Península hispana diversos agentes de su confianza, abundantemente provistos de fondos y con cartas de recomendación para las autoridades y para los principales ganaderos y tratantes en caballos, tanto de la región del Ebro como de la del Tajo y del Betis (Guadalquivir), tales como Emproxius, Pompeia, Fabiano, Sura, etcétera. Sabido es que las cuadras de caballos corredores de Eupraxio -fanático admirador de las piezas oratorias de Symmacho- eran alamadas en todo el orbe romano y proveían a los circos de Roma y hasta de Antioquía.
Causó extrañeza a los dos agentes el no haber encontrado en sus carteras esquela ninguna para el dueño de tan considerable cuan selecta ganadería, y habían decidido abordarle en sus posesiones de Turnovas, cuando acertaron a coincidir con él en la estación de Bortina, a una jornada de Osca.
Pidiéronle que les cediese media docena de quadrigas (24 caballos), siquiera cuatro, que era el número pedido (tantos como se habían pedido a Eupraxio, y no más, porque era fuerza tomar poco de cada marca para que hubiese de muchas, en atención a que la plebe romana era muy exigente y quería que le sirvieran una gran variedad). Con pocas palabras los desengañó Numisio: hacía menos de un mes que había hablado en la capital del orbe con Symmacho, y sabía éste desde entonces que él no vendía caballos a ningún precio para el circo por un punto de civismo, y aún pudiera decirse de conciencia: para no hacerse cómplice de aquella crónica dolencia del mundo romano, hecha segunda naturaleza, que lo deprimía y embrutecía cada día más y minaba rápidamente su existencia: la pasión de la hippomanía.
Los comisionados de Symmacho, contrariados por la negativa inflexible de Numisio, que les supo, aunque razonada, poco menos que a ofensiva testarudez, siguieron para Piniana, en cuyas dilatadas praderías criaba Sura caballos sobresalientes que no tenía inconveniente en ceder con destino a los hippódromos.
Había en Caesaraugusta fondas muy aceptables, aunque no se anunciaran enfáticamente, como la de Segovia, «a la moda de Roma». En una de ellas, donde desde pequeño era conocido y familiar, se alojó Numisio con sus dos acompañantes de Turnovas. A la mañana siguiente, reanudó su viaje sin accidente, pero no llevaría andadas siete millas de las diez y seis que separaban a Caesaraugusta de Segontia (la Segontia lusona, cerca de Peramán, entre Zaragoza y Calatorao, o a mitad de distancia entre Zaragoza y Calatorao), cuando topó con una crecida y suntuosísima comitiva, precedida y seguida de una abultada impedimenta y escoltada por numerosas cohortes de servidores (domésticos, fámulos) uniformados con lujosas libreas, que acompañaba a dos recién casados...
¡Cielos! Si era Therasia, la hija de Flavio Crescens, a quien conocimos, con Numisio, siete años antes en su palacio de Complutum (Alcalá de Henares) y que acababa de unirse en matrimonio con Pontio Meropio Paulino, hijo de una familia senatorial de Burdigala (Burdeos), senador y ex cónsul sustituto, después obispo y santo, San Paulino de Nola, afamado poeta pagano, convertido por San Ambrosio al cristianismo y a quien Numisio conocía entonces por primera vez. El padre Crescente había fallecido.
Cada uno de los cónyuges disfrutaba de una fortuna regia, superior en mucho a la de Numisio y aun a la de Sura: ella en España, él al otro lado del Pirineo, en Aquitania. Therasia iba ataviada aquel día, conforme a su rango, con tal pompa, que deslumbraba. Diríase el paso de una corte oriental.
La carroza nupcial, tirada por mulas blancas, estaba labrada de maderas preciosas ricamente esculpidas y decoradas con esmaltes y con incrustaciones de marfil, de oro y otros metales. La litera de la desposada era una obra maestra de los más afamados eborarios de Roma, y despertaba juntamente la admiración de cuantos la contemplaban por los primores de la talla y las incrustaciones artísticas de plata y oro sobre el marfil: estaba forrada por dentro de seda pura (holoserica) y resguardada del aire exterior por anchas láminas de cristal. Por todas partes, hasta en las carrozas, literas y basternas del lucido séquito de parientes y deudos, se había hecho un derroche de sedas, bordadas de oro y púrpura, en trajes versicolores, en cortinas, tapices, almohadones y hasta en gualdrapas, atalajes, tiendas de campaña, etc., no pareciendo sino que se habían propuesto agotar las existencias del país de los séricos y el emporio de Alejandría.
En la persona de la desposada era una profusión de perlas, rubíes, corales, camafeos, esmeraldas, diamantes, amatistas, berylos, zafiros, granates y otras piedras preciosas, en pendientes, brazaletes, collares, sortijas, cadenas, broches, agujas, diademas, sandalias, que representaban toda una fortuna y de que no podría formarse idea aun fundiendo en uno los dos inventarios de joyas de Postumia Aciliana Basco, dama de Híspalis (Sevilla), y de Isis puellaris de Acci (Guadix), cuya memoria auténtica ha llegado hasta los tiempos modernos. La mágica constelación de luces policromas hecha de cambiantes, tornasoles, cabrilleos, irisaciones, fosforescencias y destellos, jugando con las casi impalpables espumas de las gasas diáfanas realzaba los naturales encantos que irradiaban de toda su persona y la hacían parecer como una imagen sobrenatural bajada del cielo. La litera, más que litera, semejaba un relicario.
Los vasos y vajillas de cristal y metales preciosos, el material de hornos, cocinas y alumbrado, el mobiliario fino para el servicio ordinario durante el viaje, el repuesto de harina, víveres, agua, vino, aceite, vinagre, etc., los tori (colchones) y ropas de cama, las tiendas de campaña, amén de la servidumbre femenina, ocupaban un sin fin de carros y cargas de acémila.
¡Pueden figurarselos lectores la fascinación que ejercería el paso de la gentil viajera y el regio cortejo y convoy en los ciudadanos y ciudadanas de Caesaraugusta! El amigo Egnatius, que vivía aún y era de la partida, no cesó un instante de tomar apuntes para un epitalamio que tenía empezado, pero por desgracia no ha llegado, como los de Claudiano, su inspirador, hasta nuestro tiempo.
Paulino y Therasia, con su imponente caravana, se dirigían por la calzada o carretera del Gállego, Jaca, Sumport, a Burdeos, donde les reclamaba con los más apremiantes llamamientos, instanter,instantius, instantissime, la anciana madre de Paulino, y donde se proponían alternar la residencia entre la esplendorosa capital de la Aquitania y las rientes campiñas de Hebromagus, cuyo opulento burgus caía a corta distancia de las ricas villas habitadas por su anciano maestro Ausonio.
No es que Paulino las tuviere todas consigo y no necesitara vivir muy sobre sí. El asesinato del emperador Gratiano dos años antes, había relegado inopinadamente al poeta millonario y senador a la vida privada, cortándole facinerosamente la carrera de los honores y alejando de la política a un hombre, si no de superiores talentos para la gobernación, al menos de cultura y de buena voluntad. Su posición para con el depravado príncipe (asesino) era de lo más delicado y quebradizo posible. Su patriotismo exaltado, su honradez y la memoria de los beneficios recibidos de Gratiano no le permitían tratar como amigo al hombre detestable que había echado tal borrón sobre el Imperio; pero tampoco podía declarársele en abierta oposición, como habría sido su gusto, so pena de ver perseguidos a sus parientes y comprometida su propia seguridad, amén de la fortuna que ya codiciosos delatores, instrumentos de Máximo, andaban rondando. Por mucho tiempo se había mantenido escondido en grutas apartadas o vagando por tierra y por mar de uno otro confín de los países occidentales, incluso entre Milán y Tréveris, hasta que por fin tuvo la suerte de encontrarse con la garrida hija de Crescente. Acababa de cumplir entonces treinta años de su edad.
Con todo y mantenerse prudentemente confinado en el silencioso hogar, no habían acabado del todo sus inquietudes ni las de su madre. Sobre esto departieron largamente él y Numisio en Zaragoza, adonde el lusón quiso acompañarles, suspendiendo por un día su expedición. El castellano de Turnovas y de Nertóbriga ofreció al aquitano, para caso de necesidad, sus escondrijos de la Lusitania celtíbera y de la Ilergecia; por cierto, sin ocurrírsele que también él pudiera necesitarlos, y acaso más que el mismo Paulino.
A todo evento, Paulino le prometió hacerle más tarde o más temprano una visita en Turnovas o en Tarraco.
La crónica omite todo detalle sobre la estancia de Numisio en Nertóbriga. Únicamente hallamos registrado un hecho que no por vulgar carece de interés. El intendente de aquellos estados había practicado el balance de las diversas partidas que componían el patrimonio de Numisio y de Numisiano, al fallecimiento de sus respectivos causantes, computando conforme al censo oficial las tierras con sus edificios y siervos, los rebaños y yeguadas, las fábricas de tejidos y vidrios y las acciones de empresas industriales, especialmente mineras; y le había resultado un total de millón y medio de solidi -que es decir, en moneda moderna, veintitrés a veinticuatro millones de pesetas- para el capital, que al interés de 4 por 100 las «posesiones» (labranza y ganadería), de 5 por 100 las manufacturas y de 10 por 100 los valores mobiliarios, producían una renta líquida anual de dos millones y medio de siliquas (millón y cuarto de pesetas de nuestra moneda).
La fortuna de Sura era más aventajada porque además de sus vastas haciendas de Piniana, del ager Panatense y del ager Tarraconense, tenía posesiones territoriales y participaciones mineras en la Bética, en la Galia Narbonense, en las islas del Mediterráneo y en Ultramar.
Capítulo XI : De cómo Numisio recobró el alma : Máximo invade la Italia.- Theodosio le declara la guerra.- Numisio le provoca a duelo en Aquileia.- Ejecución de Máximo.- Numisio rechaza la púrpura y regresa a España.- Fundación agraria y benéfica de Numisio, redivivo, y Sura.
Hacía dos años que Numisio vegetaba en Turnovas y Tarraco, sin prestar atención a nada que no fuese el estudio de la astronomía combinado con cierta manera de metempsicosis, a que se había entregado con el ardor de un verdadero maníaco. Vivía, más que nada, en los espacios estelares, abrazado a los astros y a sus criaturas, enajenado de la tierra. Nada fue poderoso a hacerle recobrar el alma, que, como decía Sura, había perdido por no se sabe qué género de maleficio, desde que se restituyera desde Byzancio a Occidente.
En tal estado, no podía hacer sombra ni inquietar a Máximo, y así no tuvo éste que prevenirse contra él. Pero en el verano del año 387, cuando más absorbido se hallaba en sus astros, recibió un aviso alarmante de Paulino, a la sazón en Milán, que mantenía relaciones y confidencias en Tréveris, dándole cuenta de las emboscadas y asechanzas que Máximo tramaba contra los dos, semejantes a las que años antes habían costado el trono y la vida a Gratiano y excitándole a ponerse, sin perder momento, en franquía. La verdad es que Numisio no se recataba de despotricar contra el usurpador español cuantas veces se ofrecía la ocasión, y aun muchas en que no se ofrecía, y Máximo había llegado a saberlo y meditaba perderlo.
Lo he sabido ahora todo, decía en su carta Paulino. Hace dos años, cuando Máximo hubo resuelto despachar tribunos pesquisidores a España con plenos poderes para hacer inquisición de priscilianistas y decretar a su arbitrio confiscaciones y secuestros de bienes o pronunciar sentencias de muerte, el nombre de Numisio figuraba en los registros como condenado por anticipado, de forma que no quedaba a la Delegación imperial sino ejecutar la condena. Fuesen causa las honradas gestiones del Santo Obispo Martín [San Martín de Tours], fuesen cavilaciones del propio Máximo sobre lo que maquinaba contra Italia, el hecho es que aquel amago de persecución priscilianista se frustró. Mas ahora la irritación del asesino de Gratiano contra los más enconados de sus adversarios residentes en lugares de su jurisdicción, se había despertado en él imperiosa, despótica, violenta, sin relación ya a nada y amenazaba caer, súbita como el rayo, sobre las cabezas de las víctimas.
Quisiera el cronista que los lectores hubiesen visto el gesto de asco y de desprecio con que Numisio obsequió a Magno Máximo luego que hubo medio leído la carta de Paulino: la ojeriza y animadversión que sentía de muchos tiempos antes contra el ahora malaventurado príncipe de las Galias y de las Españas, llegó al último grado de exasperación, acabando de hacerse en él manía y atrabilis, a punto de no poder nombrarlo nunca sino entre náuseas y acompañando al nombre el calificativo de execrable u otro semejante. La sola circunstancia de existir constituía una injuria para su persona. ¡Dejarse alarmar él, reconocer él beligerancia a aquel miserable, y eso a distancia, sin siquiera tenerlo al alcance de la mano! Tentado estuvo el muy temerario de ir a su encuentro en plena corte de Tréveris...
No hubo lugar a larga vacilación, porque su mismo antagonista brindóle cosa mejor.
La carta de Paulino había llegado a Tarraco y Turnovas con gran retraso, como era entonces tan frecuente. Y pocos días después de recibida supo Numisio a un mismo tiempo que Máximo, luciendo su acostumbrada perfidia, valiéndose de un artilugio que violaba la fe jurada y en que se dejara coger el legado de Valentiniano, había franqueado los Alpes, invadido la Italia y entrado triunfalmente en Milán, residencia de la Corte; que el joven emperador Valentiniano II, con su madre Justina y sus hermanos, había podido huir a tiempo a Aquileia y desde allí, por mar, a Thessalónica; que Theodosio había salido a su encuentro, dirigiéndose desde Byzancio a esta última ciudad; que el consistorium o Consejo imperial se había pronunciado a favor de la guerra contra Máximo; que eso no obstante, Theodosio titubeaba aún, pero que la mañosa Justina había acertado a decidirlo, echando como cebo al enamoradizo viudo los encantos de su hija Galla, doncella de maravillosa hermosura; que Theodosio picó, apasionándose de la joven hermana de Valentiniano; que como arras de boda había decretado de conformidad con el parecer del Consejo, obligándose a devolver al hijo de Justina su imperio de Italia, Illyria y África y acaso más de otro tanto; que sin más tardar, había equipado un ejército aguerrido de legionarios y de auxiliares bárbaros; y que con él avanzaba ya a marchas forzadas camino de la Pannonia superior y de los Alpes Julios, al encuentro del pertinaz insaciable usurpador.
-¡Gracias a Dios que el amor ha servido para algo bueno en el mundo! -exclamó gozosamente, henchido de satisfacción, Numisio, y rápido como una centella ciñóse la tizona, montó en el más corredor de sus caballos y salió disparado carretera adelante en dirección a Italia, sin darse tiempo siquiera para almorzar.
Una duda le atenaceaba: ¿llegaría a tiempo? No puede decirse que corría: volaba. Los dos servidores de Turnovas que habían salido tras de él, quedábanse a cada momento rezagados y se veían negros para no perderlo enteramente de vista: tan grandes eran su impaciencia y ansiedad y la rapidez que imponía a su cabalgadura. De la noche a la mañana se había transfigurado; no parecía el mismo. He aquí una muestra del género de calendarios que hacía bajo el imperio de su preocupación para confortarse y mantener el ardor y empuje de la primera jornada: armarse y correr todavía más.
«Julio César, en menos de ocho días, recorrió las ochocientas millas, poco más o menos, que separan a Roma del Ródano, de manera que avanzó a razón de cien millas (unos 150 kilómetros) cada veinticuatro horas.» «Tiberio Nerón hizo en veinticuatro horas, mudando varias veces de caballo, las doscientas millas (cerca de 300 kilómetros) que separaban la ciudad de Ticinum (Pavía) de la Germania, donde había enfermado Drusus.» «Martial pedía cinco días para ir desde Tarraco a Bílbilis (224 millas); pero Icelus, que llevaba a Galba la dulce nueva de la muerte de Nerón, no necesitó más de treinta y seis horas para franquear la distancia desde Tarraco a Clunia, que son 332 millas, en Junio del año 68, ni más de siete días para ir desde Roma a Ostia, de Ostia embarcado a Tarraco, de Tarraco a Clunia conforme va dicho.»-Y después de una breve pausa añadía, no sin aguijonear al mismo tiempo al caballo:
-«Y la noticia de la muerte del monstruoso hijo de Enobarbo no era más sensacional que lo será la próxima captura del vil cuan monstruoso asesino de Gratiano. Ahora bien, yo, que no salgo de Clunia, sino de un puesto avanzado, ¿sería menos que Icelus, menos que César, menos que Tiberio?»
Numisio volvía a ser el campeador de hierro que siempre había sido. Durmiendo poco, renovando la montura dos o tres veces cada día, dejando enfermos o aspeados en el camino a los domésticos que trabajosamente le seguían, llegó cerca de Milán, donde supo que las avanzadas de Theodosio estaban a punto de dar vista a las fuerzas de Máximo en el valle del río Sarus (Save). Parecía imposible forzar las marchas más aún de lo que Numisio las venía forzando, y, sin embargo, todavía, lo intentó y logrólo. Ya tocaba las riberas del histórico río, cuando supo por un prófugo, y confirmó por unos aldeanos, que Theodosio, con los hunnos, alanos y godos a sus órdenes, había despedazado dos días antes en Siscia (Siszek) de la Pannonia las huestes de los galos y de los germanos al servicio de Máximo. Agregaron aquí algunas noticias contradictorias, pretendiendo unos que entrambos ejércitos enemigos habían remontado el curso de la Save y otros que habían pasado al valle del Dravus con rumbo a Poetovio (Pettau). El hermano de éste, Marcelino, excelente estratega militar, además de bravo, había volado en su auxilio con cohortes escogidas, y el combate había recomenzado a corta distancia de allí aquella misma mañana, aguas arriba, pues entrambos ejércitos habían remontado el curso del río. Según se supo después, el choque había sido formidable, la victoria muy disputada e incierta, y el resultado, que la mayoría de las fuerzas del usurpador le volvieran la espalda pasándose al partido de Theodosio. El furor de Numisio se revolvió contra todos y contra todo; lanzó andanadas de improperios contra los culpables del retraso de la carta de Thessalónica; maldijo la diligencia de Theodosio, que no había tenido la consideración de aguardarle para una fiesta tan largo tiempo esperada; miraba con rencor al cielo azul, por donde cruzaban raudas las golondrinas, increpando al Sumo Hacedor porque le había hecho nacer sin alas: quiso, en un rapto de ira, pegar a los dos guías milaneses que le escoltaban y que no podían ni tenerse en pie; amenazó con el puño a la cabalgadura, alquilada en la última mutatio, diciéndole con saña: «¡caballito, caballito, la partida que me has jugado!...»
-Bien; y ahora ¿qué me hago yo?- se preguntaba fuera de sí el entigrecido lusón, tirándose de los pelos.
Fue cabalmente el caballo quien le sacó de su indecisión, dando cumplida respuesta a aquella interrogación.
Numerosos grupos de jinetes pasaron velocísimos como desbocados Pegasos por su lado; diríase que un ciclón vomitaba ejércitos a la sierra. El corcel de Numisio, lleno de noble ardor, joven y descansado, de temperamento nervioso, no supo contenerse, se alegró e incorporóse a los que corrían, echándose a galopar también. Sorprendido Numisio y no pudiendo formar juicio para aprobar o desaprobar por falta de datos suficientes, se encogió de hombros y dejó hacer. Así, en desenfrenada carrera, avanzaron por lo más fragoso de la cordillera (de los Alpes Julios) hasta desembocar en una ciudad de recias murallas, cuyas puertas se cerraron precipitadamente tras de ellos. Entonces supo Numisio con asombro que aquella ciudad donde había rematado la escapada, era Aquileia (capital de los Vénetos, importante puerto de mar en el fondo del Adriático, emporio afamado por la opulencia de su comercio con la Illigria y la magnificencia de sus edificios; una de las ciudades más ilustres y más considerables del Imperio, con un censo de población que rebasaba la cifra de 100.000 habitantes), y más atónito aún que la despavorida hueste de los fugitivos la formaban... el propio Magno Máximo en persona y los últimos desbandados restos de su ejército que no habían querido rendirse (en Poetovio) al vencedor, que en su huida no se habían despeñado o cuyos caballos no se habían reventado. Numisio no sabía qué cara poner: ¡había sido un bulto más en la desmoralizada escolta del usurpador! El resto de su ejército escapó «monte arriba» a uña de caballo, y después de una excursión fantástica o imposible por sierras y valles, subiendo y bajando puertos, faldeando picos, bordeando abismos, saltando por encima de los profundos barrancos y las horribles «ollas» (en aquellas hórridas soledades, donde, como dice Pablo Labrouche, sólo se conoce la vida por la presencia de dos seres que huyen temerosos de ellas, las «gamuzas» y las «mariposas»), llegaron a la eminencia alpina, y desde allí, como si los caballos fueran «rebecos», y los jinetes árabes de corcho o goma, se precipitaron a la Liébana.
En la ciudad todo era pánico y confusión. La noche convidó a los ciudadanos ya descontentos y desesperanzados a reflexionar y hacerse cargo de la situación. Máximo, como si hubiese perdido del todo la cabeza, no acababa de decidir si reanudaría la fuga o si se dispondría a resistir un sitio. Las tropas, encerradas en la ciudad, se mantenían en actitud hosca y expectante. Con repartirles dinero a manos llenas, Máximo no recobró un palmo del terreno que había perdido.
En tal estado las cosas, nada más fácil para Numisio que introducirse en el alojamiento de Máximo sin que nadie se lo estorbara y llegar a presencia de éste.
-¡Tú por aquí, paisano!- exclamó todo azorado, tan pronto como hubo echado la vista al lusón.
-Sí; he sabido en España que tratabas de hacerme buscar por allá, y he querido ahorrarte ese trabajo, viniendo yo tu encuentro. Aquí me tienes...
-Por cierto llegas en buen punto; ya lo habrás advertido- dijo Máximo, por decir algo, y subrayando estas palabras con una sonrisa amarga.
-No es mía la culpa de que, huyendo de ti mismo, te hayas acogido a un asilo de tan mal agüero: ya sabes que aquí fue donde el siglo pasado un emperador, Marco Aurelio Mario, fue asesinado por sus pretorianos. La actitud de los tuyos no es en estos momentos más tranquilizadora que la de aquellos en el año (238? ó 268?). Conque, amigo, echa mano del hierro y a ver si te libro yo de sufrir una suerte igual, vindicando de camino a Gratiano, a la Humanidad, al Imperio y a Hispania, sin que tenga que intervenir mano de verdugo...
-Pero y a ti, ¿quién te da vela en este entierro? No te insolentes ni me provoques: ¡vete!
Según se ve, Máximo se contentaba con poco para salir del paso, comprendiendo lo falso de su posición.
-Cumplo un deber de humanidad contra uno de sus más abominables enemigos -replicó Numisio-. Pero sea lo que fuere, no te preocupes del título. Menos conversación y ¡en guardia! te digo otra vez.
-Te hago merced de avisarte segunda y última vez. ¡Vete! Mal que te pese -añadió con aire de dignidad y ahuecando la voz- soy tu príncipe, eres mi vasallo: ¡obedece a tu Emperador!
-¡Príncipe tú! ¡Tú emperador! ¡Mientes! No lo eres ni nunca lo fuiste. Lo que has sido te lo voy a decir yo, por si hubieses podido olvidarlo. Vienes en línea recta de aquellos grandes forajidos de la que llamas tu tierra, deshonrándola: de un lado, Corocotta, terror de la Península ibérica durante muchos años, cuya cabeza fue puesta a precio y pregonada por decreto de Augusto; de otro, Materno, de quien Herodiano hace memoria en sus historias, que juntó un ejército de desertores y facinerosos, asoló las Españas y las Galias, asaltando, saqueando e incendiando ciudades, soltando presidios, llegando a ser considerado como beligerante serio, que extendió sus fechorías hasta Italia y faltó poco para que destronase a Cómodo y le sucediese. Esa es tu noble ascendencia; esos tus modelos: no has debido llamarte Máximo, sino Materno. Te hiciste titular emperador, ¡oh farsante, sinvergüenza!, no siendo sino un forajido más que, para saciar su apetito de riquezas y de incienso, ha estado con sus engañadas gavillas haciendo de tres provincias una Sierramorena cinco años seguidos, cohonestando sus fechorías con el decoroso nombre de «confiscaciones», y que, por fin, lo mismo que Materno I, ha acabado por invadir a Italia con propósito de arrojar del trono a Valentiniano y heredarle bonitamente su Imperio, como quien se engulle un vaso de posca; y no hay que decir, tratándose de un vil sicario como tú, que por artes indignas y cobardes...
Máximo no había oído. Como tantos otros hombres en el mundo, este impulsivo no estaba organizado más que para el éxito: no tenía el ánimo templado para tribulaciones del género y bulto de aquélla. Las zozobras y los terrores que lo cercaban hacíanle caer alguna vez en un estado de sopor y como embotamiento que le privaba del sentimiento de la realidad del presente, incapacitándole para oír aún lo que se hablaba a su lado.
Numisio estuvo feroz, hasta brutal, como en sus más terribles días; pero ¿qué mucho? también lo había estado con Theodosio, siendo el motivo menor.
-Bendigo a la Santa Providencia, que por fin ha escuchado mis votos, deparándome el gozo de tener enfrente de mí a un tan excelso facineroso como tú. ¡Ya era hora, señor! Era hora, quiero decir, en cuanto a mí; que en cuanto a ti, he llegado a tiempo de sacarte del mayor apuro de tu vida. No tientes a la Providencia, echa fuera tus miedos: por tercera vez te digo: ¡en guardia!
Esta vez Máximo había oído a su enconado perseguidor y echaba espumas biliosas por la boca.
-La sangre de Gratiano y de Prisciliano te ahoga ¡oh asesino vulgar y despreciable! Si quieres evitar la suerte de ambos, empuña la espada y defiéndete; y da las gracias al Cielo, porque, a la verdad, no merecías este trato.
Instintivamente, Máximo llevó la mano a la espada, pero en seguida arrojó el noble acero lejos de sí y llamó a su guardia para que atasen a Numisio y allí mismo, a su presencia, le quitasen la vida. Nadie acudió a su llamamiento.
-¡Ah! sí; lo teníamos descontado. Te has atrevido con niños y mujeres imbeles, como Valentiniano y Justina; pero aparece un hombre de cuerpo entero, como Theodosio, y huyes; pero surge un hombre de corazón, como yo, y te tiembla el brazo y la espada se te cae de la mano...
-¡Don Nadie de los Demonios! Ahora verás...
Esto diciendo, el cuitado, lleno de coraje, recogió la espada y se arrojó ciego sobre Numisio; mas éste le paró, poniéndole la suya de plano en el pecho, mientras decía:
-No, si no quiero que te suicides, clavándote en mi espada: recobra tu sangre fría y ten valor para morir en tus cinco sentidos... Te has metido tú mismo en una ratonera y no tienes escape: estás entre la espada de los «tuyos», hartos de ti, y la de Theodosio, que acampa a tres millas de la ciudad. Aquí se te brinda un tercero, que quiere librarte de los unos y de los otros, a cambio de desahogarse. ¡En guardia, y van cuatro veces!.
No hubo lugar a más: los últimos restos de la guardia imperial, visto el giro de las cosas, habían decidido acogerse a la clemencia de Theodosio, y naturalmente no querían llegarse a su presencia de vacío, brindándose tan rica presa. Un pelotón de domestici protectores hizo irrupción en la Cámara de la disputa, sujetó a Máximo por la espalda y por la cintura, despojóle de la diadema imperial y de la púrpura, y, por último, lo maniató, después de forcejear con el mísero largo rato. El comes domesticarum había madrugado más, escurriéndose calladamente algunas horas antes de la ciudad y obteniendo gracia del vencedor.
Aquel desengaño y aquella humillación pusieron el colmo a la intensa pena que embargaba y atenaceaba a Máximo desde el desastre del día anterior.
-¡Clávame!- dijo con voz angustiada y temblorosa, acompañada de una mirada suplicante a Numisio.
-No te atolondres y hazte cargo: yo no soy ningún matarife (carnifex). No has querido creer a una buena madre y ahora tienes que creer a una mala madrastra.
Era aquel uno de los buenos días de calor del mes de Agosto. Hacía cinco años justos que el emperador de Occidente, Gratiano, había sido asesinado en Lyón por los satélites de Magno Máximo.
Al contemplar Theodosio a su rival postrado a sus plantas, descalzo, atado con cadenas, lívido el rostro, corriéndole las lágrimas por las mejillas y oír las respuestas humildes y sinceras que daba trémulo a sus reconvenciones y cargos, sintió desarmada su cólera, y los circunstantes le vieron inclinado del lado de la compasión y de la indulgencia: ¿por qué no le haría merced de la vida llevándolo consigo a las mazmorras de Oriente?
-Eso si que no -clamó una voz imperiosa-; mereceríamos no salir nunca de tyranos y regicidas si así hiciésemos traición una vez más a la piadosa memoria de Gratiano, si tan insanamente y con tal mimo cultiváramos la planta maldita de la guerra civil. La sangre que ha enrojecido y acaudalado un día tras de otro la corriente de la Save por causa y culpa de este malvado y la que seguiría haciendo derramar, tiene un valor incomparablemente superior a la suya aun suponiendo que la suya fuese honrada como la de sus víctimas y pudiera servir para lustrar el Imperio, mancillado por él. ¡Pague con la cabeza y harto quedará todavía insolvente!
-¡Muera!- contestó como un eco de los incendiarios conceptos de Numisio, el concurso de oficiales del ejército que henchía la tienda imperial. Los cuales, sin aguardar más, agarraron a Máximo por el cuello y lo arrastraron fuera de la presencia de su afortunado rival y vencedor. El cuitado no tuvo fuerzas, ni tiempo más que para sollozar entrecortadamente con trémula y desgarrada voz estas palabras, que apenas si llegaron (como un gemido febril) a oídos del destinatario: «Theodosio, acuérdate de Flaccilla y Pulcheria, difuntas, y por amor de ellas, compadécete de mi madre y de mis hijas: no las dejes en la aflicción y la miseria.» Pocos minutos después le habían cortado la cabeza.
Theodosio había experimentado una gran sorpresa, y aún puede añadirse que agradable, al ver delante de sí a Numisio, de quien no recibiera noticia directa desde que se separaron dos años antes en Byzancio. ¡Había cabilado tanto desde entonces!
-Ya ves cómo todo se ha arreglado, dijo de buen humor Theodosio, aludiendo a su agarrada de Byzancio y al motivo de su ruptura.
-¡Hombre! Pues me gusta, replicó bruscamente el indómito Numisio. ¡Aún vas a querer hacernos creer que tuviste tú entonces razón y que hay que aplaudírtelo y agradecértelo. Pues oye lo que voy a decirte. Podrás tú pensar que todo se ha arreglado, pero harás poco honor a tu perspicacia. Eso que llamas arreglo es pan para hoy y hambre para mañana. ¿Por ventura no conoces la virtud prolífica del mal ejemplo? El que tú diste en el año 383, poniendo el visto bueno a una acción infame y exaltando a un criminal, ya acabas de verlo, ha rendido su primera cosecha; ten por seguro que ya está germinando, si tal vez no granando la segunda, y quiera el cielo que los nuevos brotes no vengan por parejas y que no sea ya el simpático Valentiniano, sino tú mismo quien sufra menoscabo en la persona. De hoy más, la «tyrannia» no será una excepción, sino la regla. Te emplazo para antes de...
-No, no me emplaces, profeta de desdichas. Si sucediese lo que anuncias...
-Supongo que al menos refundirás ahora el Imperio de Occidente con el de Oriente, reconstituyendo la primitiva unidad, por título de conquista y, sobretodo, por ley de necesidad y de conveniencia.
-Lo que pienso es que sean restituidos a Valentiniano...
-Di al hermano de Galla.
-... los que fueron dominios de Gratiano sin excepción: es decir, no tan sólo la Italia, el África y la mitad de la Illyria, sino además España, Galia y Bretaña.
-No tienes que jurármelo para que lo crea: todo lo que sea cometer desatinos y sacrificar las conveniencias y los derechos del orbe romano al interés dinástico y de familia... ¡Está buena en tus manos la eternidad del Imperio fundado por Augusto, puesto otra vez a plomo por Trajano!
-Si sucediese lo que auguras, tuya sería la culpa tanto o más que mía...
- ¡A ver, a ver!
-Pues es que el Imperio necesita hombres como tú; es que te supongo tan feroz e intratable como antes y como siempre y que no has de querer secundar mis planes, con todo y ser tan patrióticos y tan lógicos; es que yo dotaría a Valentiniano con lo que ayer tenía. -Italia, África, Illyria- y te crearíamos a ti Augusto con la herencia de Máximo -Galia, Hispania, Bretaña-; es que con eso la suerte del mundo romano quedaría asegurada...
-No está mal pensado -repuso Numisio fingiendo tomarlo en serio-. Después de todo, ¿por qué no? De menos nos hizo Dios. Y a la verdad, no haría tan mal César, o tan mal Augusto asociado a mi Numisiano, puesto en el lugar del misérrimo Víctor, el hijo de Máximo. (Aquí una pausa, como si recapacitase.) ¡Por vida de...! ¡Si no fuese mis ovejicas que han principiado a descubrirme el secreto de la lana erythia!
Y sin más razones despidióse y tomó contento la vuelta de España, no sin pasar por Roma para abrazar a Numisiano, de cuyos adelantos, buena índole e irreprochable conducta seguía recibiendo las mejores noticias.
Theodosio, que había soñado con tal puntal poner otra vez a plomo el imperio de Occidente, le vio partir con tristeza y, digámoslo todo, casi con envidia.
La cabeza de Magno Máximo fue exhibida por las ciudades más considerables de Occidente a modo de pregón parlante, notificando que la guerra civil había concluido. Los más fanáticos y obstinados de sus parciales fueron como él decapitados, encarcelados o desterrados. Los demás volvieron la espalda a Víctor y fue fácil apoderarse de él e imponerle el mismo suplicio de Máximo. Su madre y hermanos salvaron la vida, pero no la fortuna, la cual les fue confiscada por entero. Fueron abrogadas las leyes que el usurpador había promulgado, anulados los fallos que se habían dictado con autoridad suya, y en general todos los actos públicos decretados desde su exaltación al trono por Magno Máximo, como si el vencedor se hubiese propuesto borrar del tiempo y de la historia los cinco llamados años transcurridos desde que Androgatho diera inicua (bárbaramente) muerte al emperador legítimo Gratiano. Ahora Andragatho era el almirante de la escuadra de Máximo en el Mediterráneo; cuando navegaba con ella por el Adriático con rumbo al puerto de Aquileia, diéronle noticia de la catástrofe. Seguro de que no encontraría gracia delante del vencedor, se conjuró al suplicio que le aguardaba arrojándose de cabeza en las olas, sin haber pensado en resistir.
La antigua prefectura de las Galias fue agregada a la de Italia, reconstituyéndose nominalmente en cabeza de Valentiniano II, joven de diez y siete años; el imperio de Occidente.
De las dos espinas que traspasaban a Numisio y le tenían sorbidas y anuladas todas las potencias, había quedado extraída de raíz la más tóxica y aguda; la espina de Magno Máximo. Eso había bastado para hacerle volver en sí y reconciliarlo en parte con la vida. Su genio constructivo resurgió; y sin abandonar sus mecánicas y su astronomía -purgada ya de todo elemento místico- dióse a madurar cierto pensamiento de carácter social y benéfico y a recabar el concurso de su nuevo vecino a fin de encarnar tal pensamiento y traza en la realidad.
Frecuentemente veíase a Numisio y a Publio Sura celebrar largas entrevistas, cuando en el burgo de Piniana, cuando en el de Beliasca. Parecían dos sobrevivientes de la Edad de oro de la República, que recordaban la antigua sencillez y las virtudes austeras(cívicas) de los Cincinatos y Camilos; consideraban ambos la vida urbana como inferior a la rural, repitiendo con Varrón: «divina Natura fecit agros, ars humana edificavit urbes (la Naturaleza de Dios hizo los campos, la mano del hombre las ciudades), y habían adoptado por norma habitar más tiempo en sus posesiones que en Tarraco, gozando la placidez de la vida campesina, sin olvidar un punto, por eso, sus deberes de ciudadanos y de hombres. Las conferencias a que acabo de aludir lo acreditan suficientemente.
Tarraco venía ya de tiempo antes perdiendo el concepto de opulentissima que gozara por los días de Pomponio Mela y como unas dos centurias más. Las causas eran varias, pero en primer término las alternativas y vicisitudes por que había pasado la industria del suelo. Los viñedos habían envejecido y no habían sido repuestos sino en parte, y aun esto con capital obtenido en condiciones usurarias, equivalentes a una helada o a una granizada permanente, que unidas al desenfreno de un Fisco desatentado y expoliador, habían forzado a una gran porción de la población agrícola libre a emigrar y extinguido la clase de los pegujareros y medianos terratenientes, que sustentaban sobre sus hombros toda la máquina del Estado, determinando la concentración de infinitas haciendas cortas en manos de los clarissimi por buenos o por malos medios, ordinariamente por malos, y la consiguiente transformación del cultivo arbustivo en cultivo cereal. A perturbar esta nueva fase de la agricultura vino la irrupción de los trigos de Sicilia, Egipto y Mauritania, que obligó a su vez a los potentados territoriales a cesar en1a producción de cereales y abandonar sus latifundios al pasto natural: las campiñas acabaron de enyermar y despoblarse: a los viñadores habían sucedido los pastores: la propiedad territorial se había depreciado en una mitad...
Sura y Numisio pensaron en alguna combinación que contuviese esta regresión de la industria agraria hacia la barbarie, restaurando la pequeña propiedad, promoviendo la replantación de los viñedos, por el medio, entre otros, de proporcionar dinero barato a los que todavía seguían resistiendo en su antigua condición de pegujareros, verdaderos héroes, y a los braceros libres recién salidos de esa clase que pudieran ofrecer en su laboriosidad y en su honradez garantía seria de que todavía sabrían redimirse de su caída, de que el préstamo que se les hiciera no se malograría. (Este beneficio había de hacerse extensivo a la reedificación de los barrios exteriores de la ciudad (exteriores a la muralla tyro-hénica), destruídos por el terremoto del año 366). No acababa todo en esto para Numisio y Sura. Por debajo de aquella mísera plebe rural regenerable, se agitaba un proletariado miserable, amasado con todos los desechos y espumas de la vida social, en continuo llanto y agonía, alimentado con las sobras de los perros, afrenta y baldón de la riqueza; y al buen corazón de nuestros dos magnates se imponía arbitrar recursos de carácter permanente para aliviar de un modo regular la indigencia de la plebítula, ad sustinendam tenniorum inopiam, que había dicho el humanísimo emperador Trajano.
Asociáronse, pues, los dos magnates para una obra social y de caridad, congénere de aquellas admirables fundaciones alimentarias de Trajano y sus sucesores, imitadas en provincias por los ciudadanos ricos y extinguidas al cabo de dos siglos. La institución que crearon, dotándola de un buen capital, prestaría cantidades para rescate y mejora de fincas rústicas de corta extensión mediante fianza hipotecaria y pago de un módico interés annuo de 3 por 100: el importe de los réditos no lo percibirían Sura y Numisio, dueños del capital, sino que ingresaría íntegro en una Caja especial para ser invertido en socorros a los indigentes. Al propio tiempo, Sura restituyó a los hijos o nietos de los antiguos poseedores las tierras que había heredado en el ager campo de Tarragona y en el Pinatense usurpadas o mal adquiridas por su padre y abuelo, so color o pretexto de compraventa civil o en embargos y ejecuciones de la Hacienda. Y no contento con esto, excitó a sus deudos y amigos ricos a que hicieran otro tanto de lo suyo.
Con esto, los padres de la fundación esperaban ver renacer la antigua fecundidad de las campiñas, asestar un golpe mortal a la usura, restablecer en su antigua dignidad de labradores independientes a los que habían decaído de ella y sentar el fundamento de lo que había de ser patrimonio cuantioso para el proletariado. Quizá tenían razón los que diputaban de noble quimera esta institución, recordando el fracaso de análogos empeños de Nerva, Alejandro Severo y Pertinax, y que habría sido más acertado renunciar a un utópico resurgimiento de la agricultura y dedicar el capital a instituir una orphanotrophia, una ptochotrophia o una gerontotrophia a la cristiana (casas de Misericordia, para huérfanos, asilos de pobres, hospitales), sin trascender de la beneficencia. Sin embargo, las circunstancias no eran enteramente iguales, y cabía esperar que no sería tardío ni perdido del todo el sacrificio.
La curia de Tarraco decretó dos estatuas de bronce para los bienhechores y nombró una Comisión que ejecutara el acuerdo y retirase del Foro dos de las estatuas antiguas que lo llenaban, para hacer sitio o lugar a las nuevas. Numisio y Sura renunciaron tal honor, alegando: que dado que su obra implicase algún mérito, la virtud es el premio de sí propia; que al igual de Catón, juzgaban preferible que las gentes se preguntasen por qué Fulano no tenía estatua, que no que preguntasen delante de la estatua quién era Fulano; y, por último, que el haber dado a las almas benéficas aquel humilde ejemplo, no era una razón para que se hiciera de ellos un estorbo permanente, obstruyendo el área del Foro que ya, sin eso, pedía con mucha necesidad ser desobstruida.
Capítulo XII : Visita comprometedora
Un día del mes de Abril del año 388, hallándose Numisio de temporada en Tarraco, anuncióle el cubicularius que dos grandes damas enlutadas preguntaban por él pidiendo permiso para hablarle. Eran una señora anciana, como de setenta años, de estatura prócer, -de semblante rígido, surcado de estrías, ajada, marchita, más aún que por los años, por el sufrimiento y la nostalgia del perdido principado; y una apuesta primorosísima doncella de diez y ocho primaveras, dúctil y elegante, de hombros y cuello contorneados; de pequeña boca, labios encendidos, dientes nacarados, cabello rubio, naturalmente rizoso, la tez fresca y rozagante; su conjunto de una esbeltez como Diana, blanca y pura como «Cisnodocea», exhalaba un aroma inefablemente voluptuoso, que al menos por las prendas exteriores, habría ocupado un trono y brillado en la misma corte de Ctesiphonte o de Byzancio. La primera se llamaba Fabia Prisca; la joven, Flavia Aelia Plotina.
Con la voz entrecortada por los sollozos, la dolorida Prisca dijo al castellano de Turnovas:
-Acabamos de ser indultadas del destierro por decreto de nuestros señores Theodosio y Valentiniano y confinadas a lo más interno de la Península, con disfrute de una pensión vitalicia sobre el fisco imperial. Tú abogaste por nosotras. A iniciativa tuya, a tu providencia, a tu condición generosa debemos estos beneficios, encima del menos apetecible de la vida; y a ley de agradecidas venimos a confesar la deuda en que hemos quedado constituidas para contigo, solventar en nombre de todas el tributo de eterna gratitud que te debemos, único agasajo con que podemos corresponder, fuera de la voluntad, a las mercedes con que te dignaste abrumarnos y hacer protestas de nuestra sumisión y de nuestro rendimiento.
Estas últimas palabras fueron dichas con voz conmovida y apenas perceptible.
-Pero, ¿quiénes sois? Porque yo no caigo ni recuerdo...
-Yo soy Prisca, la madre del difunto emperador de las Galias y de las Hispanias, Magno Máximo; y esta joven es la mayor de sus hijas, huérfanas...
Numisio tuvo que agarrarse para no caer de espaldas. Al pronto parecióle que no había oído bien. ¡Familia de Máximo en casa de Numisio!... ¡Las vueltas que daba el mundo! No, ningún dramaturgo, fantaseando escenas a todo su sabor, igualaría jamás, y menos superaría a las prosaicas realidades de la historia. El caso era tan estupendo, que el viudo de Siricia no acababa de volver de su estupor ni darse clara cuenta de lo que sucedía, de aquello que parecía una burla del destino.
En su sonrisa apagada, en sus tristes miradas de luto... en esta ultra existencia que arrastro... yo no tengo ya derecho a la vida: he debido desaparecer; ¿y qué digo yo?, hemos debido desaparecer todos al punto que llegó la noticia de la tragedia. Pero yo sobre todo, ¿qué hago, qué tengo que hacer en este abominable mundo? Mi supervivencia es una estafa y una injuria al Supremo Hacedor.
Sobre todo antes que hubo adivinado la secreta intención y el verdadero objetivo de la visita -que no era ciertamente recomendarse a su piedad y protección, y menos rendir acciones de gracias, que no habrían estado justificadas-, el viudo de Siricia sintióse fuera de su centro, aturdido, estremecido, mareado, como si encima de los hombros llevase, en cuenta de cabeza, una devanadera. No habría dado más vueltas si hubiese sido cogido en el centro de un vórtice u otro vertiginoso remolino.
Poco a poco los giros de la devanadera se fueron aquietando. Numisio se recobraba y pudo, por fin, contestar a Prisca. Todavía, sin embargo, mientras hablaba interrumpíase a cada instante, haciendo pausas o balbuceando, como si le faltase el aliento o tuviera que convertir la voz y la atención a alguna conversación interior.
Con todo y con eso, no se desmintió un punto la nobleza de su carácter y su gran corazón. En aquellas dos mujeres dejó de ver cosa de Máximo; hízose cargo, como no hasta entonces, de todo el alcance de la tragedia; vio a la huérfana desvalida, privada por un hado injusto y cruel de sus naturales protectores, el padre y el hermano; vio a la anciana sin hogar, despeñada de la cumbre de la grandeza, supliciados los dos sujetos de su amor, los dos sostenes de su vejez, después de haber gustado la embriaguez de la púrpura; tuvo indignaciones y crispaduras sacrílegas contra el hecho de tantas existencias truncadas sin ninguna culpa de su parte, a influjo de una adversa estrella: es que un jefe de guerra victorioso tiene quizá tres o cuatro veces en su vida, después de ganar batallas decisivas, la sensación embriagadora de la soberanía de la personalidad. Lo que tenía Numisio delante de él no era ya, a sus ojos, cosa de la tierra: era algo sagrado que el infortunio y el dolor habían santificado. La vista de aquellas lágrimas y de aquel luto le oprimió el corazón y lloró también. Tuvo ternuras de madre para consolarlas e infundirlas alientos y esperanza. Alabó en la anciana su fortaleza de ánimo: había sido ella más fuerte que su desgracia; había tenido valor para conservar la vida, sacrificándose por aquellas inocentes criaturas, en una como segunda maternidad. Y se declaró incondicional amigo y patrono de toda la familia: si llegaban a necesitarlo, lo encontrarían pronto a sostener empeñadamente su causa; dotaría a la joven cuando se casara...
Estos y los demás conceptos de Numisio confortaron el lacerado corazón de las dos mujeres; pero, la verdad sea dicha, la sutil y avispada Prisca había apuntado a otro blanco y no quedaba con eso satisfecha. Había ella oído hablar del personaje tarraconense en la corte de Tréveris, sin determinación de especie; sabía de una manera vaga que era éste carne y uña de Theodosio; había olfateado, guiándose por rumores e indicios, que el remate de su carrera sería elevarse a la dignidad de augusto; en todo caso, aun como persona privada, tratábase de un patricio, miembro del Senado romano, terrateniente de consideración, conocido y respetado en toda la extensión de los dos imperios; últimamente tenía su residencia en España, no en Roma ni en Milán, donde a una hija de Máximo le sería difícil habitar, aun dado que la corte imperial lo autorizase. Y he aquí la principal, si tal vez no la única finalidad del viaje de nuestras peregrinas Fabia y Prisca: repetir con Numisio en Tarraco la suerte de Justina con Theodosio en Thessalónica; aprovechar la lección con que la astuta viuda milanesa lograra acomodar a su hija en el tálamo del emperador de Oriente.
Ciertamente, como guapa, no puede negarse, Galla, la hermana de Valentiniano, éralo en grado superlativo; pero todavía la aventajaba la hermana de Víctor, por más que esto te parezca, lector, exagerada hipérbole.
Era Plotina lo más acabado que había producido en su línea la raza española: con lo cual no hay que decir que constituía el tipo selecto de la hermosura femenil en todo el mundo y la más excelsa forma de vida de que pudiera envanecerse la humanidad. Era alta como su abuela, excediendo el promedio de la estatura propia de las mujeres peninsulares. Su natural gentileza y garridez, la corrección de sus líneas, la arrogancia del busto, la gracia y la nobleza de los ademanes, su apostura de sembradora Cibeles, su elasticidad que la asemejaba a un junco de ribera, y juntamente su solidez física, no transparentada al exterior, hallaban remate y complemento en el más preeminente de sus atributos corporales, que a todos los sublimaba: tal era la majestad. Dondequiera que estuviese sentada, su asiento parecía siempre un trono. Esa no estudiada majestad habría dado una impresión de orgullo y de insolente altivez, suscitando a su paso tanto como entusiasmos repulsión, a no desmentirla y rectificarla su aire de modestia, la dulzura de su mirada, su llaneza y afabilidad y un ligero tinte de melancolía que tanto podía ser ingénita, enraizada en el carácter de la raza peninsular, como sello que imprimiera en su rostro el desastre en que había perecido trágicamente su familia. En ese accidente, el coturno y la psiquis no se correspondían. Tenía el cabello rubio como el de una celta; pero los ojos, orlados de largas y sedosas pestañas, eran negros, de una serenidad inefable, no incompatible con aquella intensidad y vigor magnético que Numisio había admirado tantas veces en las mujeres orientales y cuyo mirar franco excluía toda idea de recelo, de suspicacia, malignidad o desconfianza. Los hechiceros hoyuelos de sus mejillas iluminaban tanto como los ojos el perfecto óvalo del rostro. Manos y pies menudos, nariz recta, un si no es respingada, voz insinuante, acariciadora, movimientos ondulantes, completaban el adorable conjunto de seducciones que se habían acumulado en aquel arquetipo, nieta de Prisca. Figuraos el color fresco, ligeramente áureo y sonrosado de una manzana en la plenitud de su madurez, y conoceréis la paleta en que sus diez y ocho abriles habían mojado el pincel para matizar la tez del rostro y de las manos. El color negro de su vestido y atavío daba mayor realce a la suprema elegancia, distinción y señorío de su regia persona.
Con estas prendas físicas corría parejas, si no es que las superaban, las del espíritu (las inmateriales): su ponderación y equilibrio, la claridad de su juicio, su piedad para con los desgraciados, su ciega pasión por la justicia. ¿Discurso? ¿Poema? ¿Oda? Lo que sé es que todo en ella rimaba. Podía definirse en una cifra diciendo: «Era un ritmo, era una armonía». Considerado desde este punto de vista, se habría dicho el cuerpo una envoltura parlante, labrada de cristal, que dejaba paso a la visión de un alma sencilla, buena y lumisa. No había que internarse ni profundizar para llegar a la médula de su pensamiento, que estaba siempre a flor de piel. A diferencia de su abuela, la pérdida del principado la tenía sin cuidado y la habría encontrado fría a no haber ido acompañada del trágico remate de Aquileia, que costara la vida a su padre y a su hermano. Entre sus dotes más sobresalientes brillaba uno, reflejo de todos los demás. La ideal princesa era la suma discreción: poseía la difícil virtud, tan rara aún hoy, quince siglos después, de saber escuchar e interesarse en lo que escuchaba, no hablando por su cuenta sino cuando era preguntada o al interlocutor le placía guardar silencio.
Poseía el fino tacto de un diplomático, y fue inconsciencia y mengua de seso por parte de Máximo el no haber sabido apreciar la escogida mentalidad de Plotina, su sagacidad sin igual, su acierto y buena orientación. Le hicieron falta al cuitado otras alas, un cerebro menos desguarnecido, menos prosaico, menos apegado a la materia y al tiempo, animado por una centella de idealidad. No se comprendía, a no pensar en un lusus naturae, que de tal cepa se hubiese destilado tal licor. Tiempo antes, no bien hubo Plotina olfateado que su padre se disponía a levantar el vuelo y cruzar los Alpes, con objeto de destronar a Valentiniano, el buen sentido de la joven se sublevó e hizo lo indecible por disuadirle: puso por medianera a la abuela para que intercediese a favor de su solicitud; interesó los buenos oficios de Víctor, si bien éste no se prestó a complacerla; hizo valer el juicio contrario de su madre, ya fallecida en aquella sazón, a quien tantas inquietudes, remordimientos y lágrimas costara la muerte violenta de Gratiano y sus continuas excitaciones a Máximo para inducirle a que no tentara más a la divinidad, a que se despojase de la púrpura y se recluyese en la paz de su gleba natal, en medio de los honrados Arévacos; agregó por su parte convincentes razones sobre las consecuencias que podría tener el mal paso en que se metía: si triunfaba, habría hecho obra de iniquidad, que algún día se desmoronaría, como todo lo que contraviene las leyes ineluctables de lo honesto, o dígase, como todo lo que anda divorciado de la ética, los dictados de la moral; si Theodosio, que seguía complaciente y tranquilo, mirándose satisfecho en el espejo del Bósforo, despertase, por fin, y volase con todas sus fuerzas militares del Oriente, en auxilio de la sangre de Gratiano y de su propia dignidad y seguridad, y la fortuna no te fuese propicia, porque el curso de los acontecimientos se torcía y tus designios se frustrasen, habrías perdido encima del honor la porción inmensa del Imperio de Occidente que ahora disfrutas en paz, y las ricas posesiones que has adquirido en España que, naturalmente serían confiscadas, y entonces, ¿qué sería de Fabia, tu pobre madre, qué de tus hijitas, qué de Víctor?
El déspota estuvo brutal: los considerandos de la vidente le removieron y ensombrecieron más aún su negro humor bilioso, exacerbando con la contradicción su hidrópica sed de grandezas, de conquistas y de principado. Aunque quería entrañablemente a sus hijas y a su madre, les impuso absoluto silencio, resistiéndose a reconocerlas beligerancia; y como insistieron en su pretensión, anegadas en llanto, abrazándole y acariciándole, arrojólas de su presencia con displicente y avinagrado gesto, remitiéndolas agriamente a la rueca y al telar, y, a la postre, ya exasperado, trocada la adustez y malhumor en iracundia, amenazándolas con un proceso por delito contra el Estado «si volvían a meterse en camisa de once varas». Todavía, al emprender Máximo la marcha a la cabeza del ejército, se atrevió Plotina a abogar una vez más por la paz, y en último extremo pidió a su padre que la llevase consigo a la guerra. ¡Otra habría sido su suerte si hubiese accedido a la súplica de la alentada y clarividente doncella y contado con sus luces y con su consejo!
Tal era Plotina. En otras circunstancias más despejadas, Numisio, y aun hombre menos encendidizo que él, se habría rendido desde el primer instante a discreción, tragando ansiosamente todo el anzuelo, y más aún hasta la caña. Pero en aquella coyuntura, la abuela de Plotina perdió el viaje: Numisio no picó, con todo y ser el cebo tan exquisito y tan de su agrado. No todo había sido culpa de Prisca: es que no le había asistido la oportunidad: hasta para eso hay que llegar en una buena hora, como había llegado Justina. Algo le valió a Numisio cerrar de vez en cuando los ojos y evocar aquella dulce figura a cuya memoria había jurado ser fiel hasta la muerte; pero aun eso, con ser poco, le resultaba insuficiente, y necesitó Dios y ayuda para resistir al diabólico gancho de Prisca. En vano quiso hacer el valiente, simulando indiferencia; a lo mejor, sin darse cuenta, sorprendíase a sí mismo prosternado en voluptuoso éxtasis y en adoración delante de la soberana beldad, costándole violentos esfuerzos el embridar el cuerpo para que la acción material no siguiese al pensamiento. Maldijo el instante en que la nieta de Prisca había pisado el umbral de su casa para darle más guerra que nunca le diera el propio Máximo, su padre. Fue aquél el peor día de su vida. Enloquecido, cegado por los resplandores que irradiaban de la deslumbrante aparición, murmuraba en el colmo de su exaltación, después de otra escapada mental a Oriente: «Es demasiado para uno solo ¡que no se repita, que no se repita, porque soy una escoria vil, un mísero mortal y no respondo, no respondo!
Aquí encaja cierto rasgo de honorabilidad del humanísimo señor de Turnovas, y es: que nunca, ni directa ni indirectamente, reprobó estos manejos de Fabia Prisca, ni vio en ellos una indelicadeza, antes bien hallaba muy natural, y aun digna de loa, que la solícita maternal anciana discurriese trazas para «colocar» a sus nietas, que el mejor día iban a quedarse solas en el mundo, brindando tesoros de tan imponderable precio como el que representaba Plotina, a cambio de dignidad social y de posición. Pero no tenía igual seguridad de los demás que de sí propio, por lo cual su extremada hidalguía y caballerosidad le persuadieron a enterrar como en una sima, recatándola hasta de sí mismo, esta singular aventura que podría lastimar el amor propio y hasta el decoro de una familia en quien tan cruelmente se había cebado la desgracia. Es esta la primera vez, al cabo de quince siglos, que la espiritual rapsodia, escapada a algún palimpsesto byzantino, se hace de dominio público.
Acabó la emocionante entrevista; sirvióse la comida en el mismo triclinum donde diez años antes había comido Theodosio de paso para Oriente; y el galante y preocupado Numisio acompañó en persona a las dos peregrinas por espacio de diez y siete millas, hasta la estación o mansis Ad Septimum decimum (Vilavert). Desde allí, hasta que el carruaje que las llevaba y su modesta escolta se perdieron de vista en el horizonte con rumbo a Ilerda, Caesaraugusta y Emérita (Mérida), donde el poder público las inclaustraba, estuvo Numisio atalayándolas con la misma fijeza e inmovilidad que pudiera si hubiese sido una estatua de piedra. No se percibía ya ningún objeto ni accidente en la lontananza; había caído del todo la tarde, acababa de cerrar la noche, y todavía Numisio seguía mirando en la dirección de antes, inmóvil y como clavado en el sitio donde había tenido lugar la despedida. ¿Pensaba en Máximo y en el papel que le había tocado desempeñar en el desenlace de la tragedia? ¿Contemplaba hechizado, quier platónicamente, como artista, quier carnalmente, como un vulgar mortal, aquella deidad humanada, milagro de Dios? Lo que puede asegurarse es que en las breves horas de coloquio con Prisca y Plotina, Numisio había sido más héroe que en el Rhim, que en Bretaña, que en la Thracia, y ahora tocaba los efectos de su heroísmo.
Acaso Prisca había contado demasiado con el poder fascinante de su nieta y el ímpetu avasallador, poder incontrastable de la pasión amorosa. Al arrancar de la estación Ad Septimum decimum y ver a Numisio transportado y como anonado, hecho estatua de sal, vio las cosas menos negras, se animó un poco y murmuró para sus adentros este desahogo: «No he perdido el viaje, no; la espina ha penetrado muy adentro y tiene espolones y lleva traza de echar raíces en la carne: tú volverás la visita; tú nos sacarás de allí: ¡Vaya, si nos sacarás!»
Si en aquel momento hubiese caído por aquellos parajes el arriero de los refranes, probablemente le habría aconsejado que no se fiase demasiado, por que en el mundo de lo material, lo mismo que en el otro, un clavo quita otro clavo.
Si todos los castillos que Numisio edificó en el aire aquella noche hubiesen sido de cal y canto, ni Roma ni Byzancio habrían tenido que preocuparse de las tribus bárbaras de los Germanos, porque no habiendo de poder éstas revolverse ni adelantar un paso por el territorio de uno y otro Imperio, erizado de defensas inexpugnables, que se tocaban unas a otras, se habrían guardado de intentar el imposible de invadirlo, hacer irrupción en él y conquistarlo.
Capítulo XIII
Poetas en Turnovas. Paulino y Prudencio en Beliasca.- Quiénes eran estos dos personajes.- Mausoleo de Siricia y Engracia.- Adeptos y adoradores de Gárgoris, Habis y Ataccina.- Estatua pagana cristianizada.- Fiesta nocturna en el campo.-¡Tierra y Libertad!- Numisiano de vuelta de Roma.- Excursión a Piniana.- Dinamio burdigalense y Ampelius.- Excursión a Ilerda.- Aclio Pacieco.- Tarraco y su teatro histórico nacional.- Otro poeta: el obispo Ambato y su commonitorio.- Panorama de Ilerda.-Estrago causado por los francos de ultra-Rhin.- Significado político de las ruinas de Ilerda.- Que los francos vuelven.- Paulino no tiene derecho de dar el importe de sus bienes a los pobres libres, en vez de los siervos adscriptos a las heredades donadas.- Que Paulino no tiene derecho a retirarse al yermo.- Revolución dinástica y reacción pagana: el emperador Valentiniano asesinado por el general franco Arbogasto.- Nuevo emperador Eugenio.- Cartas de Therasia.- Paulino perseguido, su hermano asesinado.- Ambato huyendo al martirio.El intenso fervor cristiano del errabundo Paulino era incompatible con el espíritu arraigadamente pagano de la Aquitania, su país (hasta su conterráneo, maestro y amigo Ausonio, cristiano en la corte, era pagano en el campo, cuando residía en sus posesiones y villas de las cercanías de Burdeos y Saintes); y no pudiendo sufrir por más tiempo el choque y los razonamientos consiguientes a esa contradicción, rompió los lazos que le ligaban al patrio solar y a las nativas riberas del Garumna (Garona), y se expatrió voluntariamente para siempre, viniéndose con Therasia a esta otra parte del Pirineo.
En Complutum gustaron la dicha inefable de que les naciera un hijo, a quien pusieron por nombre Celso; pero ¡ay! Celso no vivió más que ocho días. Un rayo que hubiese caído a sus pies no les habría anonadado más que la pérdida de aquel único fruto de su amor, con tanta ansia y durante tantos años esperado. El malogrado infante fue inhumado junto al sepulcro de los Santos Niños Justo y Pastor.
No era meramente un corazón desgarrado que se desangra, era más que eso: figúrese el lector un estado de flacidez, de enervación y aniquilamiento, sustancia cuasi etérea, inmaterial, que desemboca en el vacío y se desvanece hasta confundirse con una ilusión o una quimera; era hastío y cansancio de la vida; era nostalgia del nirvana. La vida universal les hacía el efecto de un inmenso fraude. No les hablaran de mirar en aquella tribulación una prueba, y menos una visitación de Dios. A tan arbitraria perturbación del orden natural daban las proporciones de una convulsión del cosmos. Aquel supremo pathos, aquella angustia y congoja inenarrable se les había enroscado a las sienes como corona de pasión, se les había retorcido al tronco como túnica dolorosa y les traspasaba, les asfixiaba, les abrasaba y consumía.
Poco a poco su abatimiento y depresión fueron remitiendo; empezaron a mirar la causa del Universo como distinta e independiente de la de Celso, vieron el mundo menos negro y entraron en un orden de relativo equilibrio, sin abandonar por eso su muda acusación contra aquella inmensa iniquidad: su pasión, al mismo compás, se fue haciendo menos huraña, menos absoluta, menos intransigente: las cosas acabaron por quedar en una posición intermedia...
Una revolución muy honda se había operado en el ánimo de los dos desolados esposos. Su fe se tornó ascética. Aquella lacerante congoja, el hastío y aborrecimiento de las glorias, vanidades y cuidados terrenales, el tedium vitae habían dado su fruto natural. Therasia y Paulino convinieron en una fórmula que no era ya ninguna novedad. Consistía ésta en desertar para siempre las vías del mundo, transplantar el hogar al otro lado del mar Tyorheno, hacer profesión del yermo, consagrándose a la soledad, a la meditación y al servicio de Dios, desprenderse de su riqueza, vendiendo los regios patrimonios heredados para repartir el precio a los pobres, conforme al precepto evangélico, y vivir juntos siempre, aunque ya no como cónyuges, sino como hermanos. A fortalecerles en esta resolución llegó una carta-respuesta del solitario de Bethlem [Eusebio Hieronymo (a) San Jerónimo], a quien habían consultado.
El año 392 residían en Barcelona, absorbidos en la ardua tarea de liquidar y adinerar sus dilatadas heredades de Aquitania y España, que había de durar hasta 394, fecha de su definitiva traslación a Italia.
La vasta región del valle del Garona estaba intrigada por penetrar la incomprensible actitud del inspirado poeta bordelés. ¡Disolver la sólida casa paterna, de la más rancia nobleza, fragmentándola y enajenándola a cien distintos compradores! ¡Sacrificar la augusta religión que había sido la de sus padres y que había hecho la grandeza de Roma por abrazar un culto tosco y vulgar, propio sólo de mendigos, de ignorantes y de esclavos! ¡Echar tal mancha sobre su gran maestro y protector, Ausonio, del insigne vate y ex cónsul, y amargar de ese modo los últimos momentos del glorioso anciano! La aristocracia y la intelectualidad de Burdeos, y aun de todo el país de la Gironde, en especial sus antiguos amigos y sus deudos, sin excluir su hermano, estaban escandalizados e indignados, y no se explicaban tamaña aberración sino por un desvarío o un desconcierto de la mente, alias locura. Apóstata, desertor de nuestros altares, le decían; y vejábanlo con todo género de invectivas, zumbas y menosprecios que le llegaban al alma.
Había hecho Paulino donación de una parte de su fortuna al pueblo de Barcelona, y estaba impaciente por acabar de deshacerse de los bienes que todavía le quedaban, a fin de cortar esas últimas amarras que le sujetaban aún a este bajo mundo y le impedían desplegar las alas y volar al puerto de refugio que se había elegido para Tebaida suya y de Therasia, a saber: las cercanas soledades del sepulcro de San Félix, en Nola de la Campania. Entonces decidió cumplirle a Numisio la promesa que le había hecho con reiteración, de visitarle en Turnovas y aprovechar la excursión para consultar con él y con Prudencio la contestación que daría a cierta carta de Ausonio.
Vengamos ahora al otro huésped.
Aurelio Prudencio Clemente, ex prefecto, era en aquella sazón uno de los dignatarios del palacio imperial, y residía en Milán, junto a la persona de Valentiniano II, emperador de Occidente. En el expresado año de 392 hallábase accidentalmente en Caesaraugusta (Zaragoza), su patria, con objeto de visitar a sus padres y acabar de convalecer de una afección tenaz, obstinada, que lo había tenido a las puertas de la muerte. Motivo de su viaje a Turnovas: cumplimentar a Numisio, condescender al llamamiento de Paulino, y leer a ambos cierta obra de empeño que tenía en telar, a saber, la primera versión del poema cristiano -patriótico La Symmachum (contra Symmachum), refutación métrica del celebrado discurso del ilustre senador romano sobre el ara o altar de la Victoria, y decidir con su consejo si podría ser útil a la causa de la «verdad» y al servicio y aumento del Imperio, o si, por el contrario, debería condenarla a las llamas.- Por aquel tiempo empezaba Prudencio a componer sus himnos, los primeros de los cuales circularon reservadamente entre algunas personas de Milán y de Roma.
Por fin se pusieron de acuerdo entre sí y con Numisio sobre el día en que habrían de coincidir en Turnovas, o digamos en Ilerda.
Numisio se había preparado, alquilando en Tarraco (Tarragona) un profesional de la cocina con algunos auxiliares y organizando un servicio diario de mensajeros a la misma ciudad y a la de Barcino (Barcelona) para refrescar víveres y caldos, particularmente repostería fina, vinos, mariscos y pescado de mar, que habían de reforzar la despensa de casa, compuesta de pollos de raza numídica, pavones y faisanes, huevos de gallina común, perdices, liebres, capones cebados, hígados de ansar, codornices, anguilas y lampreas, truchas exquisitas cogidas en aguas de Beliasca, sardinas en conserva, cangrejos, escabeches, corzos, cerdillos, cabritos y corderos, jabalí y eixarzo cazados una jornada al Norte en las dilatadas selvas anejas a Turnovas y Piniana, jamón y salchichón, caracoles, pimienta, comino, garo de Cartagena y muria de Barcelona, miel destilada y en panal, leche, manteca, queso de los Alpes, especias de la India, mostaza, guisantes, alcachofas, espárragos, setas imperiales, lechuga, cebolla, berros, acederas, rábanos y achicoria, aceitunas; carne membrillo fabricada en la casa por la sub-villica Incunda; almendras y nueces del año anterior, higos secos de Gallica Flavia (Fraga), dátiles de Carthago y de Illite (Elche), uvas-pasas, cerezas frescas procedentes de injerto del Asia Menor, o lo que para el caso es igual, de Italia, sobre patrón silvestre, indígena en España. Las higueras, los granados, los almendros, los ciruelos, los nogales, los avellanos, los manzanos, los perales, los melocotoneros y los azufaifos, de que Turnovas producía hasta para los esclavos, no habían sazonado todavía su fruto: otro tanto sucedía en la huerta con los melones. Las bodegas de Beliasca tenían surtido variado y escogido, incluso de vino añejo del Vesubio, vino de la Bética, sarmientos de Falerno, vino de Alba, vino de Burdeos y vino «gaditano» (de Jerez).
El día 25 de Mayo (año 392), los amplios zaguanes de Beliasca abrieron paso a los dos eminentes personajes recién llegados, acompañados desde Ilerda por los amos de la posesión, padre e hijo: de un lado, aquel que ya las lumbreras del cristianismo llevaban en boca, envuelto en un coro de alabanzas, Paulino de Aquitania, y de otro, el cisne de Salduba (Caesaraugusta), el gran poeta hispano, todavía inédito, a quien la posteridad aguardaba con el resonante dictado de Píndaro cristiano, Aurelio Prudencio. Recibióles toda la servidumbre de Beliasca, y al frente de ella el villico P. Istolacio y su mujer Crónice.
El mausoleoSin aguardar siquiera el baño, la galante piedad de nuestros viajeros les persuadió a visitar lo primero la sepultura de Siricia y Engracia. Con eso, además, Paulino cumplía un encargo especial de su mujer Therasia.
Habían ya recorrido una buena porción de los jardines y estaban a la vista del monumento, cuando vieron con sorpresa, recostado viciosamente en el centro del oloroso parterre (platabanda) de violetas adscrito al servicio del mausoleo, un jumentillo viejo, muy conocido nuestro, remozado por el buen trato, el cual, no bien hubo oído la voz de Numisio, incorporóse prestamente, dejando la mullida y olorosa alfombra de flores para salir a su encuentro y saludarle con una morrada de honor, según lo tenía por costumbre desde la muerte de su consocio y amo el arriero Márculo.
El mausoleo afectaba la forma de una pirámide, compuesta de tres cuerpos sobrepuestos encima de un pedestal enguirnaldado. El segundo de ellos se hallaba formado de pilastras, estaba rasgado a todos los vientos por arcadas y decorado por cornisas y frisos. El tercero, o sea el coronamiento, lo componían doce columnas de orden corintio y el entablamento sustentaba una cúpula: en el interior alzábanse dos efigies de mármol blanco, representando a Siricia y Engracia. En los bajorrelieves que llenaban las cuatro caras del primer cuerpo se destacaban, entre grecas de tirsos, genios alados, tritones, pájaros, racimos de uvas y flores y otros semejantes motivos de decoración; los Dioscuros, Cástor y Pólux, símbolo de resurrección y de inmortalidad, el sacrificio de Isaac, Orfeo rodeado de animales, el Buen Pastor, el rapto de Proserpina, Ulises contemplando, traspasado de dolor, a su perro, Argos moribundo, Daniel entre los leones, la resurrección de Lázaro, el martirio de Santa Engracia, etcéra, esculpidos en bronce.
En uno de los frisos corría este epitafio, grabado en caracteres de gran tamaño:
« Siricia Natalis, amatrix pauperum, pia in omnibus, necessit in pace esu die III idus Martias aera CCCCXV» (post Chr. 377), y en el otro: « Engratia Pomponia, Anorum VII abdormivit in Domino.» Entrambas inscripciones ostentaban a la cabeza aquella manera de cruz llamada gámmata , común a budhistas, heleno-romanos y cristianos.
En el interior de ese primer cuerpo del túmulo habían sido depositados los dos sarcófagos que encerraban los despojos mortales de la hija y de la mujer de Numisio.
En la cúspide, una grulla inmóvil, como si fuese de metal y cual otra pieza decorativa del monumento, hacía centinela y compañía a su nido, mientras la hembra daba calor a los polluelos. Bandadas de golondrinas revoloteaban incansables en torno al segundo cuerpo del mausoleo y por entre las abiertas arcadas donde habían fabricado el suyo.
Últimamente, detrás del monumento, a cinco o seis pasos de distancia de él, alzábanse dos edículas construidas en el mismo estilo y de piedra igual, habitadas por las dos siervas Cinga y Pyrene, predilectas de Siricia Natal (una de ellas había sido nodriza de Engracia), a quienes ésta había legado la libertad y una renta vitalicia con la condición de que morasen de por vida junto al enterramiento de sus amas, velando sobre él y haciéndole compañía. Muertas que fuesen, deberían ser inhumadas junto a los sarcófagos de la manumisora y de su hija.
Ya que estaban en los jardines, estiraron las piernas un breve trecho por la amplia alameda -olineda más bien- que los circuía en más de una milla de extensión, sombreada por filas de olmos y viña trepadora, que formaba guirnaldas de rama a rama y entre cada dos hileras de árboles umbrosa bóveda de verdura; se asomaron un instante al que en la casa denominaban «mirador de Siricia» en memoria de la malograda dama, señora de Turnovas, que había sido grandemente apasionada de aquel plácido y deleitoso rincón, cuyo pie bañaba el Ripacurtia, hijo de las nieves del Maladetta, media hora antes de verterse en el Segre, y de cuya nemorosa espesura subía la gran sinfonía campesina, en que se fundían acordes y concentos de las rumorosas linfas pirenaicas, gorjeos y trinos de infinitos pajarillos que en el soto habían fabricado sus nidos, y el dúo no interrumpido de la fronda con el viento enamorado que la acariciaba al pasar, cargado de perfumes, haciéndola estremecerse. En seguida se restituyeron a la casa para zambullirse en el baño, cuya hypocansis (hornillo) seguía encendido, reponiendo las cosas al instante de su llegada. Empezaba a anochecer: en la región de las nubes, los toques de fino carmín acababan de desvanecerse, tornándose ceniza.
BeliascaComo en anteriores ocasiones, el cronista se abstiene de describir al detalle la opulenta mansión señorial de Beliasca, cabeza del fundo Turnovense. Únicamente le echaremos con rapidez un vistazo, si el lector tiene gusto en acompañarme, mientras sus ilustres huéspedes se esponjan en las cellae o piezas destinadas a los trámites del baño termal, tepidarium, caldarium, frigidarium y unctoriam, y cenan y se acuestan, hasta que la Divinidad sea servida de amanecer.
No había que buscar en Beliasca murallas flanqueadas de torreones. Al par de una villa o quinta de recreo para residencia de sus señores, era un centro de trabajo y de producción, o sea un más o casa de labor, centro de una vasta explotación agrícola, y estaba enteramente desguarnecida. No se había transformado aún en fortaleza o castrum como en otras partes, por ejemplo, el burgus de Paulino en Aquitania, entre los ríos Garona y Dordoña (hoy Bourg).
A media falda del cerro o collado en que Beliasca se asentaba, alzábase una primera tanda de edificios, separados unos de otros por angostos pasadizos, que hacía de ellos otras tantas ínsulas, en previsión de un incendio: allí los pajares, allí los ferreñales, donde se acoplaban los henos y la abundante cosecha de alfalfa; allí los espaciosos cobertizos y patios destinados a leña para todos los usos del fundo y a madera de construcción; allí los almacenes y depósitos de material y aperos de labranza, atalajes, carros, azadas, arados, hoces, trillos, bieldos, podaderas, cuévanos de mimbre, barriles, cántaros, tinajas, tejas, etc. Delante de ellos, en una segunda línea de edificios, mirando de fuera adentro, tenían sus talleres y sus dormitorios los tejedores, bataneros, sastres, zapateros, talabarteros, carpinteros, carreteros, herreros, albañiles, alfareros, tejeros, yeseros y demás artes mecánicas al servicio de la posesión y sus dependencias, destinadas a recomponer el material deteriorado y construir otro nuevo para distribuirlo por todos los grupos de población de Turnovas y levantar los nuevos caídos y las edificaciones resquebrajadas o incendiadas; allí también dormían los magistri operum (capataces de cultivo) y los operarii o braceros a sus órdenes, bubulas, aratores, vinitores, procuratores apiarii, vilicii hortorum (hortelanos y jardineros), los mediastini, los ratinarii (guardas de los campos y de los bosques); allí el hato de las ovejas erythius; allí las zahurdas destinadas a la cría de cerdos para el consumo de la localidad (de Beliasca) y la exportación de jamones y salchichón, con las cuadras -habitación de los suarii o porqueros.- Más adentro, en una tercera línea de construcciones, estaba el ergastulum (la ergástula), los hórreos o trojes, almacenes de granos y harinas, los hornos de pan cocer para servicio de Beliasca, la escuela de manufacturas de lino, con los dormitorios de los alumnos, obreros o hilanderas, los almacenes de materia prima y de género fabricado, el taller de costureras, las cocineras, pulmentariae y focariae; allí las bodegas donde se guardaban el vino, el zytho y el hidromiel fabricado o cosechado en las dependencias de Beliasca o percibidos por sus partes agrariae de los siervos de la posesión, la nevera o depósito de hielo acumulado para la estación estival... En una cuarta línea concéntrica más arrimada al centro se alzaban la escuela de niños y la edícula del preceptor; la del siervo médico, con su minúscula farmacia, y la mula con que recorría los diversos caseríos y grupos de población del fundo donde su ministerio era solicitado; la del veterinario; la enfermería; la oficina del dispensator, a cuyo cargo corría la contabilidad de la posesión; el sereno o vigilante nocturno; la piscina común para el baño de la servidumbre, con separación de sexos, el gymnasio y juego de pelota para ejercicio y diversión de la misma en los días festivos; los coches a servicio directo de Numisio y Numisiano, con los respectivos cocheros y troncos (caballos). Todo ello ventilado, dividido por calles, espaciado por plazas y patios interiores, empedrados y limpios, raras veces teñidos de verdín, con surtidores de agua encañada que fluía de un acueducto antiguo, el cual la conducía desde el Ribagorzana hasta la linde de los jardines y de camino abastecía una cisterna de regular capacidad excavada en la roca para ocurrir a la frecuente eventualidad de las turbias del río. Hermoseaban calles y plazas diversidad de árboles, ora sueltos e irregulares, ora en ringlera o agrupados, y algunos soportales sobre pilastras para tomar el sol resguardados del viento o de la lluvia.
En el centro de todo, el alma del fundo, la residencia personal de sus señores, no tan fastuosa, pero sí tan cómoda como el Laurentino de Plinio, y, dados los gustos de Numisio y de su hijo, aun más agradable. Numisiano miraba embelesado las masas azuladas del Montsech y en la parda lejanía los bravíos carrascales que formaban parte del rico patrimonio de su madre; al pie, el florido jardín y vergel y las enramadas riberas de los dos ríos, poblados de arboleda, vestidas de ramaje...; y más lejos, a mediodía y poniente, la dilatada planicie, con sus huertas, sus linares, sus prados, sus trigales, verdes aún, pero ya espigados, y sus rebaños de blanco vellón como bandadas de palomas. Harto de Roma, de donde acababa de llegar, exclamó transportado, con más fresca espontaneidad que Martial piropeando a su Marcella: «Tu mihi Roma es».
Componíase de varias alas y cuerpos de edificación unidos entre sí por corredores, pasadizos, galerías cerradas y azoteas, provistas en verano y en las estaciones intermedias de toldos y tabiques portátiles. Aparte diversos comedores, tenía piezas especiales para todas las circunstancias de la vida y para todas las estaciones del año y no se había escatimado en ellas el mármol, el estuco, los mosaicos y el bronce exquisitamente esculpido. Los entrantes de la fábrica en el jardín y vergel y de éstos en la fábrica y edificación, habían dado lugar a combinaciones de una gran vistosidad y muy originales.
Ni los padres de Siricia, ni Numisio después habían prodigado en este fundo las estatuas, como era uso en las familias de su rango. Las principales eran dos: un hermes en el jardín, que representaba a Sexto Pomponio, primer fundador histórico de la casa de Nertóbriga, y la efigie de la mártir cristiana Engracia [Santa Engracia]. Siricia había respetado tres deliciosas estatuas de mármol, de estilo arcaico, que habían acompañado desde lo alto de sus pedestales los juegos de su primera infancia y que figuraban a Flora, las Gracias y Pomona.
Diré, últimamente, que los rústicos o de las demás comunidades rurales y cotos acasarados esparcidos por la vasta extensión del fundo Turnovense, más que siervos, como se decía en el tecnicismo oficial, eran libertos libertini, ocupando una posición intermedia entre la esclavitud y la libertad ( que diría Pollux), según era propia de la servidumbre ibérica, análoga a la hilocia de Esparta y al colonato adscripticio de Roma en el último grado de su evolución. Estaban vinculados a la gleba de Turnovas, o lo que es igual, formaban parte integrante del latifundio (predio), sin que a ellos les fuera lícito abandonarlo o ausentarse de él ni al dueño enajenarlos o donarlos separadamente de la tierra que labraban; pechaban al dominus o señor, por vía de agraticum (un vectigal en especie) equivalente a la mitad de los frutos y de las crías que producían, y por vía de operae, sernas o prestaciones personales, seis jornales al año, invertidos en estas tres clases de labor: arar o sembrar, escardar y segar. Naturalmente, vivían por su cuenta, excepto los días en que tributaban las operae.
Habis ¡tierra y libertad!Paulino, Prudencio, Numisio y Numisiano se habían levantado; habían tomado su desayuno (jentaculum) de pan con vino o con miel, queso, pastas, aceitunas y dátiles; habían deliberado sobre la carta de Ausonio a Paulino (que no ha de confundirse con otras cuatro llegadas posteriormente con retraso de algunos años, y que la historia conoce); habían empezado la lectura del poema de Prudencio (que no llegó a publicarse hasta muchos años después, adicionado con el argumento de las victorias de Stilicón en Pollenza y Florencia); habían tomado su baño, no queriendo diferirlo para la tarde; a la hora séptima, pasado mediodía, se habían acomodado en el lujoso sigma del comedor de verano, engalanado con auleae o colgaduras de seda y bordados de hilo de oro; habían despachado el suculento prandium (almuerzo o comida), verdadero festín en que el cocinero tarraconense se había excedido a sí mismo, y después de una larga sobremesa, sin gana ninguno de meridiatio (siesta), salieron del comedor y se echaron gozosamente al campo, tomando la dirección del río Sicoris.
Habrían andado tres cuartos de milla, cuando desembocaron en una explanada circular, exornada con algunos árboles y dos ídolos de metal sobre otros tantos obeliscos o pedestales de piedra. A mitad del declive norte, proyectaba sus múltiples troncos y ramaje una corpulenta higuera, injerto de aquellas opulentísimas de Ficaria (Almazarrón), cuya fama ha llegado hasta nuestros días, tan pomposa y exuberante, que con razón la diputó Prudencio de reina de las higueras y palacio vegetal. A su sombra, y cobijados por ese dosel y cortina, se recostaron sobre el césped del florido ribazo. -Enfrente, en el centro de la plaza, alzábase un monumento compuesto de columnas de jaspe (¿pórfiro?) sobrepuestas, y en el remate de todas una efigie de bronce dorado, de estilo arcaico, representando un majestuoso anciano de luenga barba, que con una mano tenía asidos, contra el pecho, los pliegues del manto, y con la otra, distendida, sostenía una pesadísima llave y apuntaba con el índice hacia un lugar indeterminado del horizonte. Era una copia reducida del monumento llamado Columnas de Cronos, más tarde de Hércules, que se alzaba desde siglo remoto a la entrada de la bahía de Cádiz. A los pies del ídolo, también de bronce y arte manifiestamente posterior, se erguía un arrogante gallo en actitud de lanzar su canto matinal como un pregón de guerra. Entre el remate del obelisco y la estatua corría un epígrafe en caracteres tartesios o ibero-libyos, que decía: Gargoris.
Inmediata a los troncos de la monumental higuera, exhibíase en un nicho de mármol viejo, con un ara delante, otra preciosa escultura de bronce, de igual arte que la primera, y era designada por una inscripción tartesia con este nombre: Ataecina. Era la Inferna-Dea, que los antiguos periplos registraron entre el Guadalquivir y el Guadiana, y que los fenicios asimilaron a la Luna augusta y los romanos a la Proserpina de Sicilia que presidía las faenas campestres en los Estados de Siricia.
-¿Queréis decirme qué pintan aquí estos ídolos?-preguntó Paulino.
-Son -respondió Numisio- dos deidades tartesias procedentes de las orillas del Iber bético (río Tinto), que los Kempsios alojaron aquí por indicación del oráculo, al término de su peregrinación, y que las muchedumbres de la derecha y la izquierda del Ebro vaseón veneran en este lugar desde la remota edad (hace novecientos años) en que inmigraron de aquellos parajes.
-Pero tú, cristiano, ¿has podido sufrirlo?
-¡Psch! Yo creo que tuvo razón el gran Strabón de Amasia, y los muchísimos que han opinado como él, proclamando la necesidad de una religión que inspire el temor de la Divinidad y el respeto a las bases fundamentales de la sociedad humana y oriente las almas, conduciéndolas a la piedad, a la santidad y a la fe, haciendo veces de instrucción filosófica respecto de las mujeres y de la masa del pueblo, para quienes la filosofía es libro cerrado, es inaccesible...
-¡Psch! Digo yo a mi vez -replicó Prudencio,- aun admitiendo que eso fuese así, que a mi juicio no lo es, habría de entenderse en todo caso de la religión verdadera...
-Sin duda ninguna que sí; pero, naturalmente, la que estima verdadera el cosechero, no la que pueda creer verdadera un extraño a él, pongo por caso tú... nosotros...
-Eso no -repuso vivamente Paulino; - en negocios del alma es lícita una santa violencia, según doctrina cierta del incomparable doctor de la Iglesia Augustino, inspirada en el precepto crítico, en la máxima compelle intrare, introducido por él en la Iglesia, conforme al conocido pasaje del Antiguo Testamento, que hay que dar ocasión al sabio para que se haga más sabio. La fuerza material del brazo seglar debe reprimir el error por la coacción exterior; debe hasta obligar a las prácticas del culto ortodoxo, por ejemplo, a asistir al santo sacrificio de la misa...
-Es que el buen doctor a quien aludes tiene para todos los gustos, y yo estoy por su primera manera, aquella en que fue liberal, valedor de los donatistas y maniqueos, e hizo de la fe un acto libre, no admitiendo que se constriñera a laxos y rebeldes (relapsos, rebeldes), que usaran otras armas que la palabra, los razonamientos, la discusión, la moderación y la paciencia. Los príncipes cristianos (y lo mismo ha de entenderse de los patronos con respecto a sus siervos) no deben intervenir con su autoridad temporal a favor de la unidad y triunfo de la fe. «La persuasión, no la violencia»; «quédese ésta para los emperadores paganos; tal era su sano punto de vista antes de convertirse por su mal a sentimientos contrarios, que tantos estragos habrían de ocasionar en el mundo si pudieran prevalecer...
-Sea de ello lo que quiera, queda todavía algo más próximo, siquiera en tiempo sea más remoto. El concilio de Iliberis (Granada), presidido por el gran Oslo, previno a los poseedores terratenientes cristianos que no consientan a sus siervos rendir culto a los ídolos: ut prohibeant domini idola colene servis...
-Efectivamente, eso dice -repuso Numisiano,- pero añade (hay que decirlo todo): a menos que con ello se corra riesgo de que se rebelen: ni si metuant vim servorum...
-Peligro que, en posesiones de un hombre tal como Numisio, ha de ser ilusorio.
-¿Sí? Pregúntaselo a los tres hombres negros (monjes) de las cuevas de Monserrat, discípulos de Martin de Tours (más fanáticos que prudentes), cuando el año pasado (391) se derramaron por la Ilergecia, desde Gallica Flavia hasta Osca, en devastadora correría, derribando ídolos, incendiando santuarios y aras, talando árboles y lucos sagrados, tuvieron la mala inspiración de meterse por tierras de Beliasca. Ya habían echado una soga al cuello de la estatua de Gargoris, ya se bamboleaba ésta sobre su pedestal, cuando llegaron en tropel, jadeantes, dando señales de una gran irritación, vomitando denuestos y armados de piedras y nudosos garrotes, nubes de rústicos de Turnovas y de los fundos colindantes, gente de malas pulgas, sin excluir las mujeres, y fue milagro que los rudos iconoclastas no rindieran el alma en el Segre, adonde fueron arrojados, que bajaba hinchado con el agua de sus treinta y tres afluentes, con más sus treinta y cinco afluentes de afluentes, que formaban un respetable caudal, y pudieron volverse a sus madrigueras descalabrados y maltrechos nada más, con un brazo roto y dos cabezas abiertas (San Martin de Tours, eso, en 389); preguntárselo a todo el país entre el Cinca y el Gállego y Huerva y del otro lado del Ebro, que acuden aquí en romería todos los años de una y hasta de dos y más jornadas de distancia, para honrar a Gargoris, a Ataecina y a Habis, implorar consuelos y protección y rendirles tributo de agradecimiento por los beneficios que creen haber debido a su providente magnanimidad durante el año. En conclusión, los ídolos que tienes a la vista están todavía demasiado vivos para que pueda nadie pensar en enterrarlos.
-Menos mal -murmuró Prudencio, un poco amostazado- que satisfaces la otra hipótesis del canon: seipsos puros conservent...
-He hecho más que eso: he cristianizado la estatua. ¿Veis ese gallo de bronce? Por sugestión de Siricia lo hice fundir yo y ponerlo en el pedestal; y he aquí a Gargoris, con la majestad de su continente, su barba espesa, nevada, su llave monumental, su gallo cantador y su dedo enfilando hacia Roma, según es propio de Cronos, convertido en un San Pedro, aunque mis rústicos no lo vean, pero ya irán entrando sin necesidad de compelerles, con ayuda de Cronos mismo, o sea del tiempo...
Rompió Paulino en francas risotadas y explosiones de hilaridad ante el extraño modo que su amigo tenía de bautizar y resellar númenes y deidades. Numisiano se desternillaba de risa. No así Prudencio, el cual, sin llegar a ponerse hosco, conservó incólume toda su gravedad, contentándose con una ligera sonrisa.
-No reírse, amigos, que no soy yo quien ha puesto la moda -exclamó jovialmente Numisio:- ha sido el propio Constantino Magno quien trajo las gallinas. Cuando a principio de siglo hizo llevar a la nueva capital fundada por él en Byzancio la celebrada estatua de la diosa Rhea o Cybeles erigida en el monte Dindymo, para ornar con ella una iglesia cristiana inmediata al Foro -me lo han contado y además la he visto,- dispuso cambiarle la posición de las manos para darle una actitud orante, y demostrar los dos leones que tenía a los lados y que simbolizaban el fingido poder de la supuesta madre de los dioses. Y los gallos no son menos hijos de Dios, que los leones, ni el Cronos tartesio más incapaz de sacramentos que su prudente esposa.
Paulino, que era de suyo facetioso, le había tomado el gusto a la risa, y quiso sacar más jugo a la candorosa superchería de Siricia.
-¿Qué opinas tú del gallo, Numisiano?
-Del gallo, nada; pero si te es igual, algo de substancia podré decirte acerca de un nieto de Gargoris, cognominado Habis, especie de Mesías para los labriegos de la Ilergecia, que aguardan su vuelta como los cristianos la de Jesús, para que restaure el ideal antiguo, y cuya efigie hubo de desaparecer de aquí en alguna revuelta conmoción política, razzia, guerra, invasión, terremoto, etc., acaecida en el decurso de nueve siglos.
-Te escuchamos -aprobó Paulino, no sin alguna escama, al ver la solemnidad con que el generoso mancebo lo había tomado.
-En las baladas heroicas de los tartesios, rememoradas por Asclepiades de Myrleo (Strabón de Amasía) y que todavía se cantan en este país por los descendientes de los que inmigraron de aquel antiguo Estado de la Iberia, suena un Habis, nieto de Gargoris, salvado de la muerte, a que había sido condenado por una serie de prodigios que refiere el historiador Trogo Pompeio y que no hacen aquí al caso. Ese fue el civilizador y bienhechor de su raza. Según la tradición que corre entre nuestros campesinos y ha sido acogida por algunos historiadores, cuando a Habis le tocó reinar, dio como finalidad a su gobierno mejorar la condición del pueblo, enseñándole la agricultura y perfeccionando su régimen alimenticio, haciéndoles vivir en sociedades civiles, dándoles una Constitución nacional y extirpando la esclavitud, de forma, que todos los hombres fuesen iguales, distribuirles tierras de pasto y de labor, para que las disfrutasen en común, como todavía hoy se practica en las tribus ribereñas del Duero y de sus afluentes, donde padre las ha visto. El programa de Habis, resumido en estas dos palabras: ¡Libertad y tierra!, podría considerarse como complemento del de Saturno y del de Jesús...
-Pero, muchacho, ¿qué desvaríos se te están ocurriendo? (Paulino).
-Nada que yo invente: me limito a reverdecer memorias que nuestros campesinos cultivan al amor de la lumbre y cantan de Habis, que es para ellos la fiesta de la agricultura. Estas buenas gentes, guardan un obscuro recuerdo de un tiempo en que eran libres y tenían afianzada la libertad por la posesión del suelo y el goce íntegro de los frutos de su trabajo; y es creencia entre ellos que Habis dejará un día su Elíseo y volverá una segunda vez a Hispania y restablecerá el reinado de la igualdad y de la libertad y hará nuevo reparto del suelo laborable. Y como el Cristianismo no se ha preocupado de abolir y prohibir la esclavitud, como lo que es, un crimen de lesa humanidad y de lesa Cruz (de leso Cielo), y hay que preocuparse, sacando sus consecuencias a las condenaciones de Séneca, de Dion Chrysostomo y Ulpiano, que condenan aquella odiosa, execrable institución de la esclavitud en todos sus grados, maneras y formas; y como, por otra parte, el essenismo de Palestina, como el Cristianismo, no se ha cuidado de destruir los efectos de la usurpación y acaparamiento del suelo y del subsuelo productivo, y es forzoso, indispensable y urgente cuidarse de eso, volviendo al espíritu de las leyes agrarias de Licinio y los Gracchos, que reconocen el derecho de todos a las riquezas naturales y a los instrumentos de trabajo patrimonio común; y como las dos cosas integran el ideal social y político del Rómulo tartesio -admitirás conmigo, querido poeta y maestro que tenía razón para decir que en estas estatuas se encierra un soplo de idealidad, esponja sus alas y hay más enjundia de lo que a primera vista parece; que late en ellas un programa de resurrección social que podría prestar complemento a la doctrina incompleta del Evangelio. ¿Qué opina de esto tu experiencia y tu sabiduría?
-El Cristianismo es perfecto y no necesita complemento: no tiene nada de cojo, manco o inacabado; todo se halla previsto y entrañado en él. La esclavitud cesará a su hora, cuando deba cesar, barrida por el soplo libertador del crucificado: los patronos manumitirán a sus siervos, dándoles ejemplo la Iglesia. Como consecuencia y por idéntico influjo, la tierra, tantas veces usurpada, se distribuirá según ley de razón y de justicia...
-Demos que sea así, aunque mucho habría que oponer a esas cuentas galanas; pero, ¿cuánto tiempo vais a tardar en realizarlo? ¿Aguardará el Cristianismo a que el ideal tartesio haya pasado de moda? No lo pregunto por antojo ni por espíritu de contradicción: es que nuestros rústicos se están cansando de aguardar unos el reino de Dios, anunciado por Jesús, otros el reino de Saturno, o digamos de Gargoris, anunciado por Habis, y no aquí sólo, en la Ilergecia, sino en toda la extensión de la provincia Tarraconense, y mejor aún en toda la Península empieza a soplar un aliento de rebeldía que amenaza reducir a pavesas el Imperio con toda su presuntuosa civilización. No se puede perder tiempo; no puede hablarse ya de soluciones para dentro de mil, de doscientos o de cien años. Si aguardas a que hablen los hechos, ya han principiado a hablar. Estamos emparedados entre dos revoluciones sociales: al frente, en la provincia de África, los circunceliones, alzados en armas contra los ricos, haciendo trotar a éstos como esclavos delante de sus carruajes; a la espalda, en la Galia, los bagandas, prófugos de la civilización romana. En medio, nuestros rústicos hablando, como quien no dice nada, de retirarse a las selvas y volver al estado de naturaleza, o bien de llamar a los germanos en clase de libertadores, hallando más apetecible barbarie con libertad a opresión con civilidad y leyes perfectas; pensando en nuevas asoladoras guerras serviles y en nuevos Eunus y Espartacos; sin que falten malas cabezas que inflaman e irritan más y más las ansias de los oprimidos y desesperados rústicos, evocando incendiarias memorias, como la de Valsena, ciudad de la Etruria, de la cual se apoderaron sus esclavos el año 428 de Roma, para acabar por casarse con las hijas de sus antiguos amos y arrogarse en los matrimonios de personas libres el derecho de pernada.
-Las ideas gobiernan el mundo y el sentimiento de la Iglesia es contrario a la propiedad privada, y diría más, que es resueltamente comunista. En la contienda entre pobres y ricos, no vacila en ponerse del lado de los pobres. Acuérdate, si no, de Cypriano, de Basilio, del mismo Augustino, de Juan Chrysóstomo, de Gregorio de Nissa (o de Nacianzo?), que en substancia declararon la comunidad de bienes institución de derecho natural, y condenan la propiedad individual como obra de la usurpación, erigiendo en ideal de la vida cristiana la primitiva Iglesia de Jerusalén, de la cual estaban excluidas estas congeladas palabras, carámbanos de la voz: tuyo y mío.
Sí, sí, muy comunista, muy hostil a los ricos, o digamos a la desigualdad de fortunas, mucha igualdad y mucha fraternidad, mientras la Iglesia no tuvo nada que perder; pero ahora que ha llegado al pináculo y no es ya exclusivamente la religión de los pobres, lo ha pensado mejor y ha empezado a encontrar conciliable el Evangelio de Cristo con la riqueza individual; y a tal intento exhuma con pagana delectación el quis dives salvetur de Clemente Alejandrino. Es verdad, han hablado los PP. de la Iglesia, pero lo mismo que si hubiesen callado o guardado complacientemente silencio, porque llevamos ¡400 años! de Cristianismo, ¡un siglo de legislación cristiana, y las cosas siguen lo mismo que antes bajo la ley de Júpiter, si es que no han venido a peor; y así habrán de seguir, porque lo que no se hace en una generación... Es aplastante y desconsolador esto que dice Eusebio Hierónymo [San Jerónimo]: que bajo el gobierno de los príncipes cristianos, la Iglesia ha ido creciendo en riquezas y menguando en virtudes...
En este punto, Paulino frunció el entrecejo, su frente se surcó de estrías, que delataban una honda preocupación. Acababa él de desprenderse de casi todos sus bienes, arrastrando la hostilidad, las zumbas y el desprecio de toda una provincia, persuadido de que eso era la médula del ideal cristiano, y le amargaba y atenaceaba pensar que ninguno de tantos epulones, convertidos a la religión del Crucificado (del Galileo) fuera de contadísimos como Paula, hubiese hecho ni hiciera otro tanto.
Como si Numisiano hubiese adivinado las punzantes cavilaciones de Paulino, prosiguió:
-No se me oculta que la inclinación de Cristo fue esa: que se renuncie a los bienes poseídos, dándolos a los pobres o poniéndolos en común, reduciéndose voluntariamente a la pobreza; sé que algunos lo han hecho, pero son ejemplares aislados, sin trascendencia de práctica o regla social, tales como los ha habido entre los filósofos y paganos, bastando recordar a Crathes de Thebas, Antistenes (¿Anthistenes?), Demonax de Creta, Rogatiano, senador romano, discípulo de Plotino, sin contar a Diógenes, que lo enseñaba como doctrina, sin contar a los therapeutas de Egipto, que lo practicaban como máxima ordinaria de moral. Hace ya años que Basilio reconocía que en vano amenaza el Evangelio a los ricos, pues pocos de ellos obedecen el precepto de Jesucristo; y Juan Chrysóstomo ha advertido que los cristianos se conducen como si el precepto de Cristo a sus discípulos hubiera sido que hagan de las riquezas el fin primordial de su existencia; y no digo ahora: ya en el siglo pasado, el santo Ephraemio se lamentaba de que no se encontrase ya nadie que hiciera dejación de los bienes por amor de Dios. Paulino se calló, como si las razones de su impetuoso contradictor le hubiesen desconcertado. Para forzar la encerrona, discurrió con su acostumbrada agudeza para sortear la embarazosa cuestión, dándole un giro personal:
-Resta saber el grado de sinceridad con que recetas para los demás, porque es posible que no hayas caído aún en la cuenta de que con eso te estás echando tierra en los ojos. Quisiera yo ver la cara que ponías cuando tu padre aplicase tu doctrina desprendiéndose de sus Estados o haciendas de Nertóbriga en beneficio de los pobres...
-Por mí, ¡firmad, firmad!,- respondió sin vacilar, con su ordinaria vehemencia, como si ya hubiese conferido sobre ello consigo mismo, el generoso mozo: -y no sólo a los de Nertóbriga, sino a los de Tarraco y a estos de Turnovas, herencia de mi santa madre. Empero con una condición.
-¡Ah! ¡Ah! Ya me parecía a mí, ya me parecía a mí -interrumpió con cierto retintín Paulino.
-Sí, con la condición de que se realizaran los dos términos del programa tartesio: ¡Libertad y tierra!, no uno solo de ellos. O más claro: que los pobres a quienes las heredades se transfieran sean los siervos mismos adscritos a ellas, convenientemente manumitidos y constituídos en dueños colectivos del suelo y organizados en comunidades como las de nuestros vacceos. Pues donar a los pobres las tierras con sus ganados, aperos y siervos o al precio en venta de todo esto, no sería remediar o corregir un mal; sería desnudar un santo para vestir otro.
Numisio escuchó esta disputa sonriendo. Paulino se mordió los labios, pues la censura de Numisiano le cogía de medio a medio.
No es difícil analizar los sentimientos de Numisio con respecto a su hijo. Hombre desaprensivo que había hecho del «¿qué más da?» una a manera de filosofía, y aun pudiera decirse una especie de teología, se hallaba en aptitud de apreciar en su justo valor las cualidades de Numisiano, como pudiera un maestro totalmente extraño a él; y de su examen sacó por conclusión, que los plácemes y ponderaciones de sus amigos de Roma no eran un cumplido ni una lisonja, ni acto de cortesanía y deseo de agradar, ni tampoco aprensión propia. La viveza del ingenio, y el espíritu precoz y reflexivo del joven escolar, su tesón, su agrado, su constancia, la madurez de juicio en la apreciación de las cosas políticas corrientes, la lucidez de su talento, más sólido que sutil y brillante, y lo bien que habría aprovechado el tiempo en los cursos, conferencias, bibliotecas y librerías de Roma, se demostraron en esta ocasión, con motivo de la visita de Paulino y Prudencio a Turnovas. Numisio era hombre práctico y de buen sentido, pero de pocas letras. Por lo mismo admiraba a los sabios; y el despejo natural y la cultura sólida extensa que iba adquiriendo su hijo entraban por mucho en esa admiración. Acababa de cumplir Numisiano diez y seis años y ya vistiendo con virilidad la toga praetexta... Desde que en 385 había sido confiado por su padre a la viuda de Praetextato, había hecho el viaje a Tarraco y Turnovas tres veces, con objeto de abrazar a su padre y al único de los abuelos sobrevivientes y besar el túmulo de su madre y de su hermana, difuntas; y ésta de 392 era una de ellas.
Era Numisiano más bien alto que bajo. Sin ser un Adonis, hacíase notar por su buena presencia, el agrado de su persona, el color sano y delicado de su piel, su energía y el vigor de su voluntad y su distinción natural. A no mirar más que al exterior, Numisiano era efectivamente un adolescente; pero hablaba, y al punto los circunstantes recibían la impresión de un hombre hecho, en la plenitud de su madurez; y no faltaba quien para ponderar los talentos políticos, la sagacidad ulixiaca del sesudo joven, decía de él que seguía carrera de vidente. En el capítulo IV hemos ensayado un retrato físico de Numisio, quien lo recuerde, tendrá conocido por adelantado a Numisiano, el cual reproducía en un todo los trazos vigorosos, los rasgos fisionómicos de su padre. Añadiré, que su condición de puer clarissimus realzaba esas cualidades personales.
El sapiente y perspicaz escolar gustaba más de escuchar que de hablar. Su actitud ordinaria entre personas doctas era de recogimiento, casi casi de éxtasis, delante de los que juzgaba maestros. Apasionado de la verdad, en los conflictos entre ella y la urbanidad, no dudaba en sacrificar la urbanidad, huyendo empero de incidir en las brusquedades de su padre. No es milagro si las simpatías que despertaba su trato, lejos de aminorarse, fueron con los años creciendo y fortaleciéndose.
Para él no existía en el cosmos energías omnipotentes más que una: la voluntad humana. No creía en el Fatum: guerrero en Troya, habría sido otro Diomedes para desafiar temerariamente al propio Júpiter. Cerremos este paréntesis y prosigamos nuestra narración.
Disponíase Prudencio a pegar la hebra de la conversación para vindicar al Cristianismo de alguna indirecta inculpación, reconvención o cargo de Numisiano, cuando de pronto, sin que lo esperasen ni estuviesen prevenidos, cercano ya el crepúsculo, de lo alto del ribazo, detrás del frondoso dosel y cortinaje que formaban las ramas traseras de la higuera, surgió una voz suavísima que entonaba la oda Ad incensum lucernae («al encender las luces»), una de las de Prudencio que Numisiano había podido haber y copiar en Roma. Después de descargarla de abundantes digresiones y de reducirla a proporciones razonables zurciendo sus más selectas estrofas y arreglándola para el canto, Numisio la había hecho instrumentar (poner en música) en Tarraco para esta ocasión: fue una delicadeza suya en honor del excelso poeta, que éste supo apreciar doblemente, por venir de un hombre que de todo tenía fama menos de sentimental. Era un solo reforzado por diversas voces de mujeres y niños, con acompañamiento de cítara y flauta:
Splendent ergotuis numeribus, pater, Flammis mobilibus scilicet atria, Absentemque diem lux agit acmula, Quam nox cum lacero victa fugit peplo...(Cathem., v, 25.)
(Describe «las movibles llamas de las lámparas que al anochecer alumbran nuestras moradas, luz rival de la del día, que en ausencia del sol hace sus veces, y pone en fuga a la noche con su negro manto desgarrado».)
Terminado el himno, y como correspondiendo a él, cuando el coro se disponía a repetirlo, las ramas de los árboles aparecieron iluminadas, cuanto abarcaba la vista, por millares de lucernas o lámparas encendidas a un mismo tiempo, de barro cocido, de plomo, de plata, de bronce, de vidrio y otras sustancias translúcidas, sencillas y artísticas, decoradas con relieves o pintadas, de uno y de varios mecheros alimentadas con aceite y con grasa animal, sin que faltaran las teas de pino y las candelas de sebo y de cera, que daban la impresión de frutas luminosas, blancas, oscuras, violadas, rojas, azules, amarillas e imprimían al campo un aspecto fantástico. Prudencio estaba conmovido; Paulino se entonó en la letra y la música sedante del cántico, sintiendo disiparse la nube de tristeza que lo había invadido, despertada a deshora la memoria de su adorado Celso.
En seguida el motivo cambió y con él la música. Sonaron bélicamente los clarines (tubae) como preludiando un himno triunfal; entró en acción con expresión viril, apasionado y provocante, el órgano hidráulico, asociáronse al concierto las liras y otros instrumentos músicos, entre ellos una cítara, comparada por las dimensiones a una carroza, formando entre todos una orquesta hábilmente combinada para enardecer las almas de los ejecutantes y las de los oyentes, removerlos y transportarlos al último grado de delirante exaltación. El coripheo se acomodó en medio de los cantantes, a corta distancia de la higuera. El grueso del coro, formado de los rústicos de la posesión, estaba desparramado por entre el arbolado y las malezas, las huertas y las mieses, unos más cerca, otros más lejos, abarcando un extenso ámbito, que no parecía sino que eran los montes mismos y la gleba quienes cantaban. También estos cantores reforzaban la voz con sus instrumentos de viento, de cuerda y de percusión.
Tratábase esta vez de un vetustísimo romance épico acerca de Habis, el civilizador místico de los tartesios y sus leyes igualitarias y comunistas; el cual había sido recogido, con cielos de otros en su « de los pueblos de la Turdetania» por Asclepiades de Myrleo, profesor de letras griegas en tierras de Cádiz, en el siglo I antes del Imperio; y, salvo en el lenguaje, que había evolucionado y se había alterado con el transcurso de los siglos, coincidía con la versión oral de los pueblos de la Edetania y de la Ilergecia, cantada por los niños en las escuelas y por todos en la fiesta fraternal de Gargoris y Habis, celebrada en la misma fecha que las Kalendas o Saturnales de los romanos, aunque con más decoro. No habían caído, no, en desuso ni en el olvido aquellas remotas tradiciones: al contrario, habían éstas experimentado un como reverdecimiento y como una segunda primavera, efecto de la dinámica general de la historia y a influjo de las nuevas ideas libertarias irradiadas de la Loire, que se abrían camino entre ellos, combinadas con las memorias de la vieja patria.
Refería el poema en esta hermosa rhapsodia, mixta de y de mythó el génesis de Gargoris y la contextura moral de la severa deidad tartesia; la historia fabulosa de su hija y de su nieto Habis, y las gestas de éste desde que hubo ceñido la corona; cómo había sacado al pueblo de la barbarie y conciliándolo con la vida civil, dictándole leyes y reglas morales, en forma métrica, para imprimirlas, con ayuda del ritmo, en la memoria (barbarum populum legibus junxit: (Justino, XLIV, c. 4; Strab., III, 3, 6), le había enseñado la agricultura (arar la tierra y sembrar el trigo) (boves primus aratro domari frumentaque sulco quaerere docuit); les había obligado a dejar sus alimentos silvestres por otros más humanos, mejorando su régimen alimenticio para que no sufriesen las privaciones que él había padecido (et ex agresti abs mitiora vesci homines coegit): impuso a todos el trabajo y la dignidad, prohibiéndoles servirse de esclavos (et ministeria servilia interdicta); repartió la población en tribus o comunidades agrarias para el disfrute del suelo y la solidaridad social (plebs in septem urbes divisa).- Después de enunciar las luchas que sostuvo para que este programa encarnase en la realidad, el romance popular concluía: «El cetro continuó en sus descendientes durante muchos siglos». La música del canto era la primitiva, la popular.
Al final de cada estrofa estremecía los aires como un trueno el fragoso estribillo que simbolizaba en cifra todo el programa de Habis, suprema aspiración de toda su raza: ¡Libertad y tierra! Rematado el canto, el estribillo se repetía tres veces clamoroso, amenazador, ululante, reforzado por el címbalo y el atabel.
El efecto era grandioso. Sobre Turnovas se cernía un aliento de epopeya. A Prudencio le sonó a toque de somatén. A Paulino cada estribillo le producía un escalofrío, y tenía todo el cuerpo carne de gallina...
-¿Qué te parece de esto? -le preguntó Numisio a Paulino.
-Pues me parece... lo que me parece es que obraríamos con prudencia replegándonos hacia casa cuanto antes mejor; no haga el diablo que tus rustiquitos, embriagados por ese su incendiario grito de guerra, se arremolinen aquí, en derredor de su Gargoris, y caigan en tentación de hacer con nosotros lo que el año pasado hicieron con los ascetas de Monserrat, botándonos de cabeza al Segre...
Esta vez le tocó a Numisio prorrumpir en estruendosas carcajadas, que Paulino y Numisiano corearon de la mejor gana.
-Aunque no hay motivo para alarmarse tan de prisa, reconozco que nuestros colonos rústicos no están hoy de humor ni son madera de cristianos. A los que les exhortan a abrazar la nueva religión a título de que mejora la condición de siervo, les replican: no queremos Cristos forasteros demagogos, melindrosos, fluctuantes, pusilánimes y acomodaticios, sin convicción y sin nervio, que quieren y duelen y a cada generación se rectifican, y no una vez sola; no queremos amos que nos traten bien: lo que queremos es ser amos como ellos, es ser iguales a ellos, tales como nos hizo y ha de volver a hacernos nuestro Cristo nacional, Habis. El cual no se contentó con paños calientes, recomendando a los señores benignidad para con nosotros, sino que sencillamente prohibió la esclavitud como un atentado a la naturaleza humana, como una negación del derecho natural...
Mientras los rústicos de Turnovas se concentraban en puntos señalados del fundo para engullir la suculenta cena con que Numisio les obsequiaba y un río de zytho e hidromiel corría entre ellos, poniendo por su cuenta digno remate a la fiesta, los dos ilustres forasteros, con los amos del fundo, regresaron a la casa, donde les fue servida inmediatamente la coena.
Dynamio y AmpeliusPublio Sura, impedido por una afección reumática, había comisionado a tres de sus familiares desde Piniana a Beliasca, presididos por el preceptor de Etheria, para que cumplimentasen en su nombre a los dos egregios huéspedes de Numisio y solicitara las excusas de sus vecinos e íntimos los señores del fundo Turnovense. En su consecuencia, decidieron los cuatro visitarle, haciendo la excursión en cabalgadura. Con las primeras luces del amanecer, Numisio despachó para el fundum Pinianum al cocinero Tarraconense con los pinches y una carretada de vituallas y de material.
-¡Bien venidos los ungidos de las Musas! -exclamó galantemente, luego que les hubo echado la vista, el doliente Sura, que, aunque pagano, sabía acomodarse sin violencia a las exigencias del trato social con cristianos de reconocida honorabilidad, como por su parte Paulino y Prudencio, aunque cristianos, para no desentonar y hacerse agradables en sus relaciones con entidades y personas dignas, adictas en lo religioso al culto de las deidades gentílicas. Etheria, hecha una mujercita, se había adelantado con su natural donaire a saludarles.
Mientras abreviaban el capítulo de cumplimientos y Sura se hacía transportar otra vez a su habitación, sorprendió a Paulino un encuentro menos agradable, con el cual había estado lejos de contar. Era F. (Dynamius), oriundo de una antigua familia de druidas avecindada en Burdigala (Burdeos), conocido suyo, y aun puede decirse que demasiado conocido, pues había corrido con él las borrascas de su juventud. Al cabo de quince años volvían a encontrarse, fugitivos los dos del país natal, bien que por contrarios motivos: Paulino por creyente sincero, por obedecer las inclinaciones y dictados de su conciencia, por desprecio del mundo y de la carne; Dynamio por disoluto, huyendo a las justicias de Burdeos, que lo tenían encausado por delito de adulterio, a virtud de libellus accusationis (querella) de otro profesor ilustre de la Universidad burdigalense. Un soplo que tuvo de la primera providencia del tribunal sugirió a Dynamio la idea de huir a España remontando el curso del Garona y cruzando el Pirineo por el valle de Arán, con la esperanza de obtener, contando con los buenos oficios de Publio Sura, una cátedra remunerada de rhetórica en Ilerda. Contrató guía experto y cabalgadura, para salir con las primeras sombras de la noche desde cierto paraje de la ribera izquierda, adonde se trasladaría en una lancha desde su misma residencia. Pero el ofendido no se había dormido en las pajas; no bien cerrada la noche, dos alguaciles llamaron a su puerta para prenderlo.
Entonces sucedió una cosa asombrosa. Tenía Dynamio por toda servidumbre un esclavo llamado Ampelius, a quien el mes anterior había mandado dar cien flagelas o palos en pena de un descuido leve que podría haber tenido, pero que no tuvo, fatales consecuencias. El castigo sí las tuvo: la pobre víctima sacó de su verberación un brazo roto. Admirad ahora la grandeza de alma de un esclavo y el rasgo sobrehumano y heroico de aquel mísero tiranizado: pudo saborear el placer de la venganza, sin ningún riesgo de su parte, y prefirió sacrificarse todo él para salvar la integridad y la libertad de su cruel, inclemente y maligno amo.
-¿Qué buscáis en esta casa? -preguntó a los alguaciles (sayones) desde la oscuridad.
-En nombre de N. S. el emperador Valentiniano y por providencia de la autoridad judicial, buscamos a la buena pieza que habita aquí...
-¿Para prenderle?
-Sí, y basta de conversación. Comparezca aquí al punto.
-Tened paciencia un instante para que pueda daros luz.
Ampelius subió en dos brincos la escalera y dijo a Dynamio: «No puedo combatirles a brazo partido y alguacilarlos, porque la fractura se me resiente mucho todavía, pero intentaré alejarlos de ti con algún ardid: huye, embárcate en el bote y cruza silenciosamente el río. ¡Ah! enciéndeme antes, a escape, a escape, una lámpara de barro, mientras me visto una túnica tuya y tu calzado, disfrazándome de Dynamio», prestamente descalzóse sus humildes sandalias para sustituirlas por los zapatos de Dynamio, ajustándose unos negros de su llevar ordinario. Un instante después, Ampelius asomaba en lo alto de la escalera, dejándose ver de los ministriles, obra de un relámpago, pero tan azorado, tan confuso y desconcertado, tan sacudido de los nervios, que al avanzar un pie para bajar el primer escalón, tropezó haciéndosele añicos la lámpara y dejando a los alguaciles otra vez a obscuras.
-¡Mehercle! -exclamaron jurando los dos a la vez;- ¿nos vas a torear, amigo? Vaya, pues que tanto gustas de la sombra, te vamos a dar por el gusto, metiéndote donde no veas en años el sol. Alarga los brazos, ¡vivo!
- ¡Oh!, no; no me prendáis: cargaríais vuestra conciencia; yo no he dado motivo alguno ni el más leve para ser detenido...
- ¡Silencio! Todos sois iguales: nunca habéis roto un plato por el asa... ¡Ajajá! Ya tienes lo que necesitas. A nadie se lo tienes que agradecer, te lo has ganado por tu espuela. ¡Andando!...
Ampelius fue encerrado en la mazmorra y todo marchó bien en las primeras horas hasta que con los albores del crepúsculo se descubrió la suplantación del detenido y la candidez de los engañados esbirros. El querellante ponía las manos en el cielo, el magistrado echaba lumbre por los ojos, e hizo objeto de terrible vejamen a los pobres ministriles, y aún trató de agredirles y molerles los huesos a puñadas.
-Sacaron cabeza de hidrocéfalo -decía sarcásticamente;- no topó con ellos ningún Herodes libertador, pasaron sus lozanos abriles sin haber aprendido aún a decir papá y mamá, y para decidirles a dejar la teta, tuvieron que darles plaza de alguaciles. ¡Tiernos adolescentes de cuarenta años, a quienes todavía se hace creer que también los pajaritos maman! ¡Oh, Teócrito, oh, borreguitos de Arcadia... oh, avestruces!
Por este orden continuó rabiosamente manoteando y alzando los puños como martillos sobre las cabezas de los dos cuitados, más muertos que vivos. Contra Ampelius había un indicio en contra, el disfraz; el magistrado vaciló entre procesarle o echarle a la calle. Adoptó un término medio, mandando darle una docena de fragelos, por si acaso, y arrojándolo seguidamente a la calle.
Ampelius sostuvo fieramente, en un careo con los esbirros, que él no había respondido por Dynamio, y que antes bien, había protestado de que lo detuvieran a él arbitrariamente sin haber dado el menor motivo para ello y sin decreto del Tribunal. Había contra él un indicio de culpabilidad: el disfraz; y otro indicio de inocencia; el haberse encontrado en la cárcel en lugar de su amo, al mes o poco más de haberle éste apaleado bárbaramente, quebrándole un brazo y poniéndole a las puertas de la muerte. El magistrado adoptó una actitud intermedia, según dijimos, mandando darle preventivamente una docena de palos por si acaso, y dejándolo seguidamente en libertad. Lo que hizo con los alguaciles es más grave y pide no capítulo, sino libro aparte.
A todo esto, Dynamio remontaba en su lancha la corriente del Garona, y al cuarto de hora se encontraba en plena campiña respirando auras de libertad. A caballo, arrimándose a lo más opaco de las umbrías, con toda la celeridad compatible con la obscuridad de la noche, tomaba la dirección del Valle de Arán, ahora Pirineo español, cambiando su nombre de familia, por el de Dynamio. Pero a medida que se alejaba del peligro, un sentimiento nuevo le invadía y le paralizaba la acción: el desprendimiento y la abnegación de Ampelius, el sacrificio de su persona y de su libertad después de la fustigación y de la bárbara fractura del brazo le humillaba, le anonadaba y lo sumía en el más hondo desconsuelo. De los dos, él era, no Ampelius, quien había dado muestra de su condición moral inferior; y puede decirse que servil. Ampelius ¡un esclavo! le había vuelto bien por mal; y él no recobraría su dignidad de ingenuo y de hombre, sino a condición de castigarse a sí mismo voluntariamente, ocupando en el proceso el lugar que le correspondía y que su siervo injustamente había usurpado. Había que volver grupas, desandar el camino andado, regresar a Burdeos, pedir perdón a Ampelius, manumitirlo y hacerle cesión de los pocos bienes que aún no había derrochado y presentarse confuso al Tribunal, acaso también al querellante. Absorbido en estas cavilaciones, ni se hacía cargo del camino, cada vez más abrupto y empinado, cuya fragosidad crecía por momentos y apenas sí notaba que su caballo seguía automáticamente al guía, parándose a romper el aliento a cada paso. Cuando por fin llegó a la cuenca superior del río, en el pintoresco Valle de Arán, estaba ya casi maduro: hizo parar su cabalgadura, rendido de gatear los riscosos escalones que ocupaban gran parte del accidentado camino y de trepar sobre unos gruesos cantos amontonados a orillas de la corriente, se sentó a meditar.
Tenía a la vista la majestuosa mole de la Maladetta, herida por el sol, resplandeciente de blancura, como si efectivamente fuese plata, absorbida en su trabajo milenario de surtir de caudal al río Curtia (Ribagorza: Noguera-Ribagorzana), afluente del Segre; al alcance casi de la mano, abríanse los puertos de Viella y de Pallás, que hendían irregularmente la cordillera y acababan de quedar en parte desobstruídos de la nevada tardana de Mayo; y el problema que venia rumiando Dynamio y que demandaba solución inmediata, era éste: ¿les volvería la espalda para regresar desde allí mismo a Burdeos, o daría tiempo al tiempo hasta informarse de lo sucedido?
En esto se hallaba el viajero burdigalense, cuando a corta distancia pareció escucharse pisadas de acémilas y rumor de piedras que salían disparadas de entre los cascos e iban a chocar y rebotar contra los estribos del desfiladero que flanqueaba el angosto y fragoso sendero.
-El diablo sea contigo -dijeron de mal talante, por vía de saludo, los dos libertos que montaban las mulas.- Nos has molido, nos has desollado, nos has hecho picadillo: ¡a dos honrados padres de familia que no te habíamos hecho ningún daño! No mereces perdón de Jove ni de Cristo. Fortuna que al fin nos cobraremos. Ya puedes figurarte si nos cobraremos. Otra vez, huye en buenhora, si eso te agrada, pero sin tomarlo tan por lo trágico y haciéndote más tratable. Ten compasión de nosotros; todos hemos de vivir y ya ves que no somos de hierro. Hasta ahora no hemos conocido que volasen más que las aves, las flechas y Dynamio. ¡Qué honor para la familia! Y ahora, no, no nos huyas, prenda; no quieras perdernos: te dejamos aunque no te alejes de nuestro lado, deshonrando nuestras uñas, ya bastantemente acreditadas. ¿Dónde estarías mejor que en nuestra compañía? Y ya que sale a conversación, ¿qué tal es el vino que llevas?
Como se ve, el gato había cazado al ratón y vengaba los pasados berrinches y fatigas jugando con él.
Eran enviados particulares del ofendido y querellante que coadyuvaban a la acción oficial y que después de buscar en vano al fugitivo por las islas de la Gironde y por la vía de los Vascones, habían descubierto un rastro en el Valle del Garona, e iban sobre la pista, pisando los talones al acusado con las alas que les daba el prometido premio, acompañados por dos agentes de la policía del Tribunal, que habían de efectuar la detención. Esto cambiaba para el fugitivo los términos de la cuestión. Podía él entregarse por su voluntad, constituyéndose en estrados del Tribunal encargado de la jurisdicción represiva; ¡pero entregarse a la fuerza y sin combatir y después de haberse echado al cuerpo tantos cientos de millas!... Eso nunca. Decididamente, no volvía la espalda a las brechas del Pirineo que le ofrecían seguro asilo contra la justicia oficial: daría tiempo al tiempo; resistiría mientras pudiese.
Y sin intimidarse lo más mínimo adoptó una actitud defensiva.
Los libertos del querellante estaban impacientes y empezaban a alarmarse, viendo que no acababa de asomar la escolta de los dos agentes de policía, que se habían quedado por un instante rezagados. Todavía se azoraron más cuando oyeron a corta distancia a un extraño que forzaba la voz para decir: «Resiste, Dynamio, que ya llego.» Dynamio reconoció, lleno de asombro, la voz: ¡era Ampelius en persona, que montaba uno de los dos caballos de los guardias y llevaba colgadas del arzón las dos espadas, símbolo e instrumento del oficio, con que éstos habían salido de Burdeos y hecho su larga batida hasta el Pirineo. El pobre siervo había recorrido todo el camino a pie y a menos de media ración. ¿De qué ardid se había valido ahora para engañar a los polizontes y desarmarlos, tomarles los caballos e inmovilizarlos? El cronista lo ignora, si no es que los hubiese atraído a alguna sima, concavidad colmada de nieve; pero alguna lucha debió mediar entre ellos, pues el brazo derecho le colgaba a Ampelius, quebrado otra vez por la mal soldada fractura.
-¡Los agentes ya no vendrán! -volvió a gritar Ampelius cincuenta pasos antes de llegar, empuñando con la diestra una de las dos espadas.
Los libertos del querellante no quisieron oír más; cruzaron a buen paso el turbulento y bullicioso río, después de un breve rodeo y de un largo remojón, repasaron el álveo volviendo al camino, y corrieron a inquirir lo que hubiese sido de sus compañeros de persecución: ¡podían ya dar por perdido el premio del querellante!
El tiempo amenazaba cambiar rápidamente. Cerca ya de la cumbre, una neblina espesa hacía el efecto de una capa de ceniza extendida sobre el globo encendido del sol. Aún quedaba del riscoso sendero un buen rato de ascensión hasta dominar los más elevados contrafuertes de granito de la cordillera y quedar fuera de la jurisdicción del gobernador de Aquitania. Ampelius tuvo que aceptar por fuerza que le ayudaran a montar; pero se opuso a que se perdiera tiempo en entablillar ni fajar el brazo, fuera, de un rudimentario cabestrillo. Y se internaron entre los dos taludes del angosto tajo que formaba por aquella parte el puerto de Viella, mirando al costado el coloso de los montes, el Maladetta, que era aún Pirineo y sobresalía ya del mismo, valiendo por sí solo toda una cordillera, gigante alineamiento de cúpulas, torreones, ventisqueros, pirámides, contrafuertes y puntales, blancos como mármol, desde los cuales, como por otros tantos peldaños, habrían podido los titanes escalar el cielo.
Habían escalado por fin la cumbre: descendían ya...
La calentura de Ampelius iba en aumento. Ya no podía mantenerse a plomo en el caballo, y se caía. Con inmensa fatiga, por lo estrecho y riscoso del pasadizo, el guía y Dynamio íbanle apoyando cuándo por la grupa, cuándo por un costado, y haciéndole de puntal o de contrafuerte. Después de padecer lo indecible, toparon con una primera aldea e hicieron alto: ¡ya era hora! Acostaron al doliente en un camastro -otra cosa no había- y le prepararon alimento. En 50 millas a la redonda no había población provista de médico. A la desesperada Dynamio despachó un propio a Aeso (Isona) y otro a Viella. Mientras tanto, los pastores de la aldea, alumbrándose con teas de pino, entablillaron el brazo roto, como tenían costumbre de hacerlo con las ovejas, y le aplicaron sus rústicos bálsamos caseros y sus resinas. Dynamio, cada vez más alarmado, se revolvía inquieto a todos lados, aguardando en vano alguna inspiración. Ampelius no salía de una congoja sino para caer en otra. A pesar de los agudos dolores que sentía, esforzábase por reprimir los gemidos, para no sobresaltar más a su ya afligido y consternado amo.
-Acuéstate, y sigue mañana tu camino a Ilerda, decía desmayadamente a éste.
-Cúrate y hablaremos -replicaba con sombría voz y acento conmovido, apretando los puños hasta clavarse las uñas,- Dynamio. Tú dispondrás entonces, tú serás, eres ya, el amo; yo seré tu esclavo. Entonces descansaré, si es que me dejas. Antes he de conquistar el honor de poder llamarme hermano tuyo.
Ampelius entendió aún y se le saltaron las lágrimas; pero no pudo articular una palabra más. Se le cerraban los ojos...
Dynamio creyó notar, aterrado, que se declaraba la gangrena y su desesperación no tuvo límites. ¿Dónde está, dónde, el médico que pueda practicar una amputación? A menudo salía del chozo para llorar donde el enfermo no le viese. El emisario enviado a Viella regresó aquella misma noche aterido y cegado por gélicas ventiscas huracanadas sin haber podido pasar el puerto, que las nuevas nevadas acababan de obstruir. Cuando tres días después llegó de Aeso (Isona) uno de los médicos de la municipalidad, Ampelius estaba expirando.
Hubo que hacer uso de la violencia para separar a Dynamio del cadáver de su abnegado servidor. La tribulación hízose pasión de ánimo, y la pasión de ánimo amenazaba con un total aniquilamiento. Llamábase a sí propio asesino, culpándose de la muerte de Ampelius, su libertador, y quería rendir allí mismo el aliento y ser enterrado a su lado. Más de una semana tardó en dejarse decidir a proseguir el viaje.
Todavía al pasar por Aeso se agravaron su pesar y su abatimiento, precursores de un nuevo acceso de desesperación que le decidió a retroceder y tomar la dirección de Burdeos. Pasada la crisis condujéronle poco menos que a rastras a la vieja carretera provincial regularmente cuidada, y se guió por ella hasta el lugar en que el río Segre daba el último adiós a sus congostos y barrancos y se precipitaba, codicioso de horizontes, en demanda de los somontanos. Allí torció a mano derecha, cara al lugar donde le habían informado que tenía su residencia Publio Sura.
No pienses, lector, que Dynamio había entrado por fin en caja. Aun en Piniana se hacía el remolón para despedir al guía. El cual quería hacer el viaje de vuelta a Burdeos por la vía del Gállego.
Hasta aquí el episodio de Dynamio y Ampelius.
-Siervos de ese temple, observó Prudencio cuando hubo escuchado la precedente narración, son una señal de los tiempos y prueba palmaria de que una más potente y sublimada virtud ha descendido a las almas eliminando de ellas la egolatría que las poseía, cien veces más perniciosa que el latrocinio mercante que Cristo expulsó a latigazos del templo de Jerusalén, y diluyendo la nueva virtud en el ambiente moral que de hoy más respirará la historia de la humanidad.
-Ojalá pudieras hacérnoslo bueno, debiérase el milagro a quien se debiera -saltó arrebatadamente, sin poder contenerse, Numisiano, quien, al igual de Paulino y Prudencio, se había propuesto abstenerse de suscitar temas del género de aquellos que la víspera habían dado materia a controversia debajo de la higuera de Beliasca; pero ¿qué culpa tenía él de que la obstinada y tozuda piedad del lírico cesaraugustano le tirase de la lengua? Por desgracia ¡pícaros peros! esos trascendentalísimos místicos se vienen a tierra no bien se les pone en contacto con la rebelde realidad. Ampelius, el santo servidor de Dynamio, digno de llamarse Epicteto (Epicteto redivivo), profesaba, lo mismo que su amo, la religión de los mayores, y no creo que Paulino lo hubiera cambiado por su esclavo cristiano Víctor, cuyos méritos y excelencias nos ponderaba ayer con justificado entusiasmo (Ep. 23). Ahora añado, que cuantos casos de fidelidad heroica y de espíritu de sacrificio se conocen por el tratado De beneficiis de Séneca y la nutrida Colección de anécdotas históricas y morales de Val. Max., se remontan al período de las guerras serviles, de las guerras civiles y de las proscripciones que en nuestros días, a distancia de más de tres centurias. Macrobio, en sus Saturnales, ha vuelto al mismo tema y refrescado la serie de esclavos del temple de Ampelius: F., F., F., ...; y da la casualidad de que Macrobio ni siquiera parece conocer la existencia del Cristianismo.
No dudo que éste poseerá también su álbum como senatorial, para llenar el cual tenla, supongo, en las persecuciones la misma materia que antes habían suministrado las proscripciones y las guerras civiles y serviles. De eso vosotros diréis: yo confieso que no conozco ningún caso. Pues nada tienen que ver con ello historias como la de aquel clérigo llamado Pionio, de quien dicen que logró bautizar a la esclava Sabina y después sustraerla a la propietaria de ella, que se proponía restituirla a la religión de los númenes gentílicos y la ocultó. y la mudó el nombre por el de Theodota, para mejor despistar a los que la buscasen; que, naturalmente, salía más barato que comprarla, y manumitirla.
-No será porque los cristianos no hagan honor a su Divino Maestro, Cristo, al par que a la naturaleza humana, emancipando esclavos, a veces en masa, por cientos, por millares. No pretenderás comparar en éste respecto al paganismo con el cristianismo.
-No, no son comparables ni en cuanto a su significación ética, ni en cuanto a la cantidad. Los paganos franquean, ahorran, libertan, redimen, manumiten esclavos, rescatan cautivos en agradecimiento a servicios dispensados o favores recibidos, o por un impulso del corazón, o por pura beneficencia: los cristianos, en lo general, emancipan por motivos utilitarios; no por amor del bien, no como un sacrificio puro a la Justicia y a su Verbo, sino pro redemptione animae meae, según la fórmula consagrada, o dicho en plebeyo, como precio del quiñón o parcela de cielo que con la emancipación entienden comprar. Estas manumisiones se hacen ordinariamente por testamento: el bueno del poseedor cristiano -sin dejar de ser cristiano, porque Cristo no prohibió, como Habis, la esclavitud, ha podido retener cautivos a sus esclavos toda la vida y hacerlos trabajar como capital semoviente para su provecho y regalo; y sólo cuando va a morir, no pudiendo llevarse al otro mundo, como dicen, esos sus rebaños de bípedos, les dan suelta, quebrando sus cadenas, para que, en mérito de su forzada generosidad, les sean perdonadas al manumitente sus malas acciones y abiertas de par en par las puertas del Paraíso. Pero eso, francamente, amigos, no es religión, sino negocio! (tráfico, usura, comercio).
-Pero eso, francamente, no es verdad, o lo es solamente en la forma en que tú lo presentas. Todo se explica satisfactoriamente y se explicará...
-En cuanto al número -continuó Numisiano,- muchos han debido ser los libertos de los paganos cuando para percibir el impuesto del 5 por 100 que gravaba la operación, denominado XX (vigésima) manumissionum o libertatis, luego que la Hacienda dejó de arrendar la recaudación a sociedades de publicanos y adoptó el sistema de administración directa, tuvo que crear una vasta y complicada organización de funcionarios especiales, procuratores, tabularios, arkarios, etcétera, por toda la redondez del Imperio. Ya sabéis que al emperador Augusto le fue preciso poner cortapisas y limitaciones a las manumisiones testamentarias (incompatibles en su exceso con la marcha ordenada de la sociedad), porque entrañaban un peligro para el orden social.
-Hubieran hecho los paganos lo que hacen los cristianos, dejando a los libertos medios de subsistencia o de trabajo...
-¡Tiene gracia! ¿Pues de quién lo han aprendido los cristianos sino de ellos? ¿Desconoces la costumbre general en siglo ya remoto de dar una labranza, o una parcela de tierra suficiente a cada manumitido, incluso la Administración pública con respecto a sus libertos bajo el régimen republicano? ¿Has podido olvidar la ley Aelia Sentia, promulgada hace 388 años? ¿No te has hecho cargo de los infinitos epitafios que cubren el suelo del Imperio, erigidos a libertos y libertas, y de las innumerables consultas de los prudentes jurisconsultos, en que consta la institución de pensiones vitalicias o legados de alimentos (cibaria, vestitus et habitatio), ora del peculio del manumitido, cuando era de relativa consideración, ora de casas y tierras, de talleres o tiendas, de rentas o de capitales, a uno individualmente, o colectivamente a varios, para que los disfrutasen en común? Como todo en el mundo, también la esclavitud ha evolucionado, por una parte, disminuyendo considerablemente el número de los siervos, y de otra, aligerándose la cadena en el hecho de transformarse la institución en colonato adscripticio.
Hay que desengañarse, Prudencio: todo, todo absolutamente todo lo actual es una juris-continuatio de lo antiguo, conforme a la ley de la evolución, sin que se haya adelantado nada con introducir neologismos tan sublimados, tan encumbrados, de tanta pompa y aparato como este de evangelio, cristiandad, apostolicidad. Si la Cruz quiere apropiarse lo que Roma, en mil años, ha creado de progresivo y original, hágalo en buen hora, pero antes ha de convencernos de que efectivamente los muros de Roma no los edificó Rómulo, como parecía al sentido exterior, sino Cristo, según lo afirma sin ambages nuestro excelso amigo Prudencio, en uno de los himnos que sus admiradores hemos disfrutado.
Prudencio se estremeció poniéndose al rojo cereza, al oír esta alusión a su himno de San Lorenzo. Numisiano, sin quererlo ni notarlo, empezaba a ponerse agresivo. Con intención de hechar un capote a Prudencio, como se decía en términos de tauromaquia por demás expresivo, despegó Paulino los labios, pero con tan poca fortuna, que fue a enredarse los pies en una de las arremetidas de Niumisiano.
-Aún vas a hacernos creer que también el desprendernos de los bienes para dar el precio a los pobres lo hemos aprendido de los filósofos o de la antigüedad haleno-romana.
-No habría estado mal; y la verdad es que no os faltaban modelos ni doctrina: ya lo vimos ayer o anteayer. Un hecho hay de que ahora me acuerdo y que parece símbolo, figura o emblema de la presente situación religiosa del mundo romano. Un día, Diógenes de Laertio dijo a su discípulo Charax: Ve, despréndete de tus bienes y vuelve. Y Charax lo hizo. Otra vez Jesús ordenó eso mismo a un joven de su séquito, ganoso de perfección, y el joven se puso muy triste y volvió la espalda al Maestro. Esto ha hecho en masa el cristianismo: cerrar los oídos al consejo del maestro, renunciar a la perfección...
-Pero no pretenderás negar...
-No, si no niego, Paulino, antes me adelanto a reconocer la existencia de diversos casos, pero esporádicos, sin trascendencia de práctica o costumbre social. Con bien amargos acentos lo han lamentado entre otros los bien sentidos Ephraemio y Juan Chrysóstomo; el mismo Eusebio Hierónymo se pregunta: ¿por qué no han de llegar los cristianos adonde han alcanzado los filósofos?
-Acaso no era todavía sazón: acaso empiece ahora a serlo.
-Todos los indicios son de que ahora acaba. ¡Y cómo acaba! Atesorando el Clero cristiano herencia sobre herencia, sin reparar en que los hijos de los testadores queden en la miseria, como dice con sobra de razón nuestro admirado Prudencio en otro himno que le conozco. Es decir, que los representantes de Cristo, del Crucificado en la tierra, no venden sus bienes, ni siquiera para ganar al cielo; venden parcelas de cielo para adquirir bienes terrenales. No sé adónde va a conducir la Iglesia de Cristo al género humano, dado el hecho de experiencia, registrado por Eusebio Hierónymo, de que, a medida que ella aumenta en riquezas, decrece en virtudes, según una proporción que empieza cabalmente en Constantino, es decir, en el día en que se encaramó en el poder. ¿Quieres más? Recuerda el edicto dirigido por Valente (?) Valentiniano I y Gratiano al pontífice Dámaso, prohibiendo a los eclesiásticos y a los monjes de visitar viudas y vírgenes y recibir mandas: Dice César Cantú, que «A fin de que no se corrompiera, en la prosperidad el clero, Valentiniano dirigió a Dámaso, Obispo de Roma, un edicto para impedir a los eclesiásticos y a los monjes frecuentar las casas de las vírgenes y de las viudas; y vedó a los directores espirituales recibir de sus penitentes regalos, mandas o sucesiones. Parece haber sido luego extensiva esta prohibición a los demás miembros del clero, porque muchos abusaban de la confianza de los fieles, y con especialidad de las mujeres, para despojar a los legítimos herederos...». Y San Jerónimo ha dicho: «pudet dicere: sacerdotes idolorum, mimi et aurigae et scorta, etc...» Esa es la regla: tú, Paulino, eres la excepción. No mires a tu alrededor, si no quieres quedar aterrado ante el cuadro de soledad casi absoluta en que los correligionarios te han dejado. Estás acabando de desposeerte de tus opulentos Estados. Por mi parte, a pesar de esa soledad, con ella más aún que sin ella, yo lo aplaudiría de corazón y sin ninguna reserva, si hubiere presidido un espíritu de justicia a la operación...
-¿Qué quieres decir? ¿Pues en qué he agraviado a la excelente Señora?
-Dispénsame, Paulino, que no siga por este camino. Temo agraviarte o producirte enojo, cuando lo que quiero es nada más reverenciarte y admirarte.
-Habla con libertad: cumplirás un deber y yo te lo agradeceré.
-Pues quería decirte, concretándome a lo de tus posesiones, que no has debido venderlas, sino transmitírselas por título gratuito a sus adscripticios (siervos de la gleba).
-¡Donárselas a ellos!- exclamó Paulino sorprendido!
-Si he dicho eso, me he equivocado: restituírselas, debí decir, pues suyas son por derecho natural, diría sudoris jure, ya que ellos, y sus padres, y sus abuelos han creado año tras año, con ímprobo trabajo de siglos, esa avarienta máquina de acuñar trigo y la han fecundado arrancándole riquezas sin cuento, a precio de su piel, para que tú y tus progenitores gozarais lo superfluo sin haber sudado siquiera lo necesario.
Por otra parte, aun tratándose de dar esas vastas haciendas a los pobres, tan pobres son ellos como la plebe de Barcelona, y aún más, pues ni siquiera se poseen a sí mismos, y tu obligación para con ellos es mayor. Repara que entre los pobres existe un orden natural de prelación, siendo los primeros los más inmediatos a la tierra que han echado en ella raíces y son sus verdaderos dueños. A los pobres extraños, lo que sobre, si es que sobra, luego de provista la necesidad de aquéllos, que es decir de satisfechos los primeros, que tienen derecho preferente.- Invierte el orden, y verás: la madre de Gregorio Nacianzeno solía decir que a haber estado en lo posible, ella y sus hijos se habrían hecho vender en el mercado de esclavos para socorrer con el producto a los pobres. Desnudar un santo para vestir otro se llama esta figura, y en rigor no es otra cosa lo que tú estás haciendo, en el hecho de vender tus posesiones con los agricolae que las trabajan, ora los llamen coloni, como en Italia, ora rustici o libertini, como en España... O si es otra cosa, habrá que convenir que se comete una manifiesta usurpación en fraude de legítimos acreedores...
Paulino calló un rato, como si las razones del escolar turnovense le hubiesen desconcertado. Hasta que, por fin, aventuró una observación sin más alcance que salir del paso:
-Admitido tu sistema, ¿quién labraría las tierras?
-¡Quién! No te preocupes de eso, repuso, sonriendo, Numisiano: las labrará el hambre. Hace ya siglos que Pablo de Tarso [San Pablo], el mayor padre del Cristianismo, en sola una línea ha trazado todo un sistema social contrario al vigente y que responde indirectamente a tu interrogación: «el que no trabaje, no coma», restablecimiento de la ley natural in sudore vultus tui vesceris panem: con el sudor de tu rostro, no con el del rostro ajeno. ¡Ah!, Paulino, si todo el verbo que los galileos han consumido y la sangre que han derramado impíamente durante tres o cuatro siglos en disputar sobre la personalidad una o trina de Dios, sobre la naturaleza divina o humana de Cristo, la hubiesen consagrado a propagar e instaurar una constitución racional y propiamente humana para el aprovechamiento del suelo laborable, ya que el hombre no vive sólo de fe, apartando a los hombres del camino de perdición en que han perseverado por lo general, y salvo contados oasis desde el día en que andaban disputándose como fieras los frutos de los árboles de las selvas y la carne de las bestias, otra sería ya a la hora presente la suerte del género humano. No lo hicieron así, se han ahorrado ese trabajo, poniendo en lugar suyo, por vía de improvisación, la quimera de la caridad, y la nueva religión, burocratizada según vimos y hecho patrimonio de los cucos, ha quedado reducida a una forma vacía, a un credo mecánico sin el menor influjo en la vida. Después de tantos siglos de cristianismo, todo sigue igual; el mundo, enfermo, ni siquiera ha mudado de postura; la economía pública sigue siendo a la sombra del leño de Cristo la misma que fuera bajo la ley de Júpiter: el que trabaja es el que no come y come el que no trabaja. El cristianismo se ha tendido en el surco, reconociéndose impotente para mantener sus más primordiales promesas, para transformar la organización de las sociedades humanas, y contesta a las reconvenciones con los mismos aplazamientos con que se contestaba en otro tiempo a los que se llamaban a engaño con respecto a la segunda venida del Mesías; y ha hecho peor: se ha acomodado complacientemente a la imperfecta organización que se había dado, antes de Cristo y sin su concurso, la sociedad romana, hasta declinar la Iglesia en mera pieza inorgánica de la caduca máquina pagana. Esa Iglesia que había debutado por demócrata, se ha aristocratizado, y así, las riquezas que amontona son para el clero, no para la Cristiandad, no para la plebe. Eso de la caridad ha sido un comodín y un engaña-bobos, que no resuelve nada. La humanidad necesitaba, y no sé si aguardaba, otra cosa que ese paganismo repintado y dado de colorete. El Evangelio no ha obrado la revolución que había anunciado; no ha puesto en planta ni siquiera la rudimentaria sociología de los evangelistas y de los apóstoles: no ha surtido ningún efecto; ha fracasado.
-Estás apasionado, Numisiano, y te falta del todo la razón, así en cuanto a los hechos como en cuanto a la consecuencia. Es propio de tu edad reconocer virtualidad para esto a las artes mágicas e interpretar por historia el mito de la fundación de ciudades y sociedades a lo Orfeo. Por desgracia, en materia de transformaciones sociales, el primero y más esencial de los ingredientes necesarios es el tiempo, y un siglo es bien poca cosa tratándose de una empresa tal como la que acometió con aliento sobrehumano y asistido por el Cielo, nuestro Divino Redentor.
-Pues para ese viaje... Por otra parte, eso de las artes goéticas y órficas lo habrás dicho por el Evangelio. El cual, por los propios labios de su Fundador, prometió solemnemente transformar la sociedad civil de su tiempo en un reino de Dios, presidido por él, y no ad kalendas graecas, sino al día siguiente, antes de que fallecieran los que le escuchaban; y más tarde, por órgano de Lactantio, que los hombres disfrutarían una edad de oro al punto que la Iglesia de Cristo triunfase y gobernase o inspirase al Estado. Y ha pasado de lo primero cuatro siglos, de lo segundo muy cerca de uno. Buen humor habrá de tener quien todavía aguarde.
-¿Te parece, Paulino, que lo dejásemos para otro día? Tu eres infatigable; yo me canso en seguida.
Numisiano no era en esto sincero; sencillamente es que quería dar suelta a Paulino, viéndole aburrirse por momentos, no obstante lo sugestivo y tentador del tema que se les ofrecía; y discurrió poner delicadamente punto final a la contienda, motivándolo, no en el aburrimiento de Paulino, sino en la fatiga propia.
-Sí -contestó Paulino,- lo dejaremos por ahora, porque si seguimos por el iniciado rumbo, todavía me vas a acusar de Sardanápalo y estafador de los pobres, por haberme reservado de mis bienes lo preciso para mi subsistencia y la de Therasia, en vez de aprender un oficio y empuñar un martillo de herrero o un azadón de labrador para ganarme por mi puño el pan del cuerpo...
La perspectiva del multimillonario, senador y excónsul, cavando y estercolando el huertecito que había de abastecer su frugal mesa de anachoreta y la de su mujer, hizo prorrumpir en explosiones de hilaridad a todos los presentes, sin exceptuar, dicho se está, Numisiano.
-Después de todo -concluyó éste,- no sería ninguna monstruosidad ni ningún fenómeno, cosa nunca vista; pues tu amigo y guía Eusebio Hierónymo [San Jerónimo], hace unos diez y siete o diez y ocho años, así vivía en el desierto de Chalcis, según refiere él mismo en una carta, labrando esteras y cestas y sembrando y regando las verduras (legumbres) de que había de sustentarse, a propósito de lo cual repetía la célebre sentencia de Pablo de Tarso [San Pablo]. Y más cerca, espiritualmente, de ti, imitarías al propio Félix de Nola, tu modelo, que habiéndose reducido a la pobreza, adoptó como modo de vivir la agricultura, cultivando con sus manos un jardincillo y un campo de secano, que a fuerza de sudores le producía lo necesario para pagar el precio del arriendo y sustentarse, quedándole todavía un remanente, con que socorría a algunos indigentes. Y no vale decir con los labios, como los fariseos, «¡maestro, maestro!». Cierto que no es eso una condición, sine qua non; pero yo digo, como las antiguas bayaderas gaditanas: «los crótalos (castañuelas), o tocarlos bien o no tocarlos».
Seducía a Paulino el arranque de aquel pecho juvenil, en que alentaban todos los heroísmos, capaz de todos los sacrificios por el bien, por la justicia, por el prójimo, por la patria. Paulino se levantó, y abrazándole con efusión, como pudiera a un Celso en edad de diez y seis años, le dijo todo conmovido:
-No -se decía Paulino,- no se instituyó para mozos de esta cuerda la curatela.- Eres un excelente muchacho y un buen corazón. Quiera Dios hacer de ti un buen cristiano.
Dijo esto último con la escama que ya le conocemos, porque no las tenía todas consigo. «Sabe demasiado de estas cosas, se decía a sí mismo, temo que se las trae. Si se estará formando en este mozuelo un nuevo dañado Arrio o un nuevo Juliano o un Praetextato, enemigo de la Santa Iglesia Romana, que envuelva en llamas al Imperio». Y se creyó obligado en conciencia a dar parte de su honrada inquietud y de sus zozobras a Numisio para que velara sobre su hijo, evitándose, tal vez, con ello la vergüenza y el remordimiento de haber dado el ser a un heresiarca. Pero, ¡a buen lado iba! Numisio acogió la requesta del Aquitano con el supremo encogimiento de hombros y la socorrida muletilla con que años antes sorprendiera y desconcertara al apóstol de los Godos Ulfilas y a los obispos priscilianistas Symphosio y Dictinio:
-¡Qué más da!
La comida fue de una suntuosidad insuperable. Se habían juntado dos despensas tan bien abastecidas como la de Sura y la de Numisio. En la mesa figuró un jabalí entero con dos jabatos cazados en los montes anejos a Piniana. Publio Sura no comió, pero hizo compañía a sus huéspedes, sentado en un subsellium. Prudencio le cumplimentaba, diciéndole:
-Te propusiste sorprendernos con un festín que eclipsara la memoria de Heliogábalo, pero no te ha salido; lo que te ha salido es una orgía baltasaresca.
-Suponiendo que fuera verdad, hoy es día de echar la casa por la ventana, y ese día ¡ay! no amanecerá más por el calendario de Piniana o del Surano en toda la vida...
Pasearon después por los alrededores, sin atreverse a llegar a la embocadura del canal, que caía aún lejos, dejándolo para otro día; visitaron las yeguadas, y luego se despidieron los cuatro de Sura y Etheria para ir a hacer noche en Ilerda, por una regular vía de herradura. Dynamio, que había pedido licencia para permanecer alejado del convite en gracia a su luto, sobradamente justificado, les acompañó a Ilerda, calculando más seguro el logro de su pretensión si reforzaba con tales padrinos la eficacia de las cartas que llevaba de Publio Sura.
En IlerdaPronto dieron vista al castillo, que gallardeaba flotando en la colina como un buque de guerra. Cuando llegaron a la ciudad, les estaba ya aguardando el obispo Ambato, tío de Numisio, autor de un Commonitorio en verso, dirigido a combatir la gravedad de los étnicos, con que blasonaba de haber convertido a muchos de ellos a la fe nazarena.
Aquella misma noche recibieron la visita de los miembros de la curia y quedó arreglado satisfactoriamente el asunto de Dynamio. El cual se había hospedado en el parador u hospitium público (fonda); para no desentonar, Paulino y Prudencio oraron un rato en el oratorio del obispo. Después de una moderada sobremesa, se acostaron para madrugar.
A la mañana siguiente, temprano, había empezado Prudencio a leerle al obispo parte de su poema In Symmachum, por complacerle, cuando fueron interrumpidos por la llegada de Aelio Pacieco, poeta dramático de Tarraco, invitado por Numisio, y que había llegado a Ilerda, también por la noche, con la compañía de actores contratados por el castellano de Turnovas para dar algunas representaciones teatrales en Beliasca, en obsequio a sus huéspedes y con objeto de darles a conocer un género nuevo de teatro popular de que ni Prudencio tenía noticia.
Siendo aún adolescente, a la temprana edad de trece años, cuando cursaba rhetórica en Roma, había Pacieco debutado como poeta tomando parte en el concurso del agon Capitolinus del año 368, con una poesía de alta inspiración, titulada Parva Roma, en que parangonaba a Tarraco con la magna Roma, con toda la diferencia que va de una ciudad de millón y medio de habitantes, cual era la metrópoli del orbe, con otra de cien mil como la capital cessetana. Fanático de la patria chica (parva Roma, la pequeña Roma, Tarraco) y también la ciudad de las tres colinas, la ponía en la devoción por encima de la grande, y no la habría cambiado por todos los tesoros del mundo. Se apreció que la composición de Pacieco rivalizaba con la de (Persio?) (Propercio?) (Catulo?) (Juvenal?), collis et herba fuit, y el joven había sido coronado.
Habría sido émulo del galaico Latroniano, si no hubiese mudado de dirección, para consagrarse al cultivo de la poesía dramática, creando un género mixto de comedia polliata y de tragedia, que tomaba en él un giro mitológico e histórico, ordinariamente sobre motivos ibéricos o ibero-romanos y era muy gustada de las clases elevadas, y aun de la burguesía, de Tarragona. Sus mejores dramas se titulaban: La hija de Gárgoris, Tyrrhenos en la Cessetania, Hércules en el Estrecho, Palma de Tharsis, Campos Elysios en el Betis, Arganthonio, rey de Tarteso; Ataecina en el Infierno, Viaje a la Luna, De Tarteso al Pyrineo, Escipión y la prometida de Alucio, Las mujeres de Salmántica fieles hasta la muerte; Lealtad Saguntina; Roma, infame suplicio de Cauca; Calagurris Nassica,El Pastor Rey Viriato, Numancia gigante y Roma enana, Indibil et ilergete, La pyra de los Escipiones, Sertorio en Osca, César en el Cinca, Cantabria en la Cruz, Apollonio en Gades, Nuevo Rómulo (Trajano restaurador), Adriano en Tarraco, Francos invasores en Ilerda, La venganza de Adrianópolis y otros más. Tal fue el noble pasto con que Pacieco alimentó durante varios años el teatro de Tarraco. Dignificó la escena, imponiéndole una dirección histórico-nacional, y aun los mimos y pantomimos, con los cuales tenía que transigir y alternar para acallar a la plebítula y a sus asimilados, tomaron de su musa un aire de nobleza y de seriedad como si hubieran dejado de ser latinos para hacerse otra vez helénicos. Tarraco ha visto impensadamente un rejuvenecimiento de la dramática...
No obstante lo insinuante de la presentación de Pacieco hecha por Numisio, nadie tomaba la palabra: al entusiasta panegírico del castellano turnovense se siguió un silencio embarazoso.
-¿Os habéis quedado mudos? -gritó casi ofendido Numisio.
-Esa interpelación va por Numisiano -repuso agudamente Paulino, que gozaba tirando de la lengua al discreto y precoz escolar, aunque alguna vez le costara de parte de éste un achuchón.
-Entre la honrada obra de nuestro Pacieco tarraconense y la del antiguo mimógrafo de la misma ciudad, Aemilio Severiano -dijo el diserto escolar,- media no menos de un abismo; y he de aplaudírsela a nuestro amigo con toda el alma y agradecérsela a fuer de romano y persona de razón. Eso está bien, y acaso baste y no dañe, en situaciones normales, cuando el Estado de que España forma parte viviese y se desenvolviese de un modo regular, cuando la sociedad marchase como sobre ruedas y fuera preciso para mantenerla en equilibrio moderar el juego absorbente de sus fuerzas centrípetas oponiéndole otras centrífugas...
-Muy bien dicho, ¡bravo! ¡bravo! -exclamó, arrebatadamente entusiasmado, Prudencio.
-Mas ahora, en que todo cruje y se descoyunta, y cada duela tira por su lado, será faltar a la más elemental prudencia política aflojar los anillos del fleje en el tonel, soplar sobre el rescoldo de los viejos odios, avivándolos, contraponiendo romanos a hispanos cuando ya los hispanos se han hecho hasta la entraña latinos, y sólo pueden salvarse salvando la civilización romana, que es la suya propia, la única en cuya formación han colaborado activa y eficazmente, con el bronce y las manufacturas de lana de Tarteso, con su navegación de las Cassiterides, y los canales de riego y las fundiciones de Tarsis, y las pesquerías del Mastieno, y su hierro del Chalybs y del Salo, y su Séneca, que vale por todo un ciclo histórico, y sus Trajano y Adriano, que valen por otro, y su Pomponio Mela y su Quintiliano, y su Lucano y su Latroniano... No pueden, no, salvarse sino formando haz, apretándose de concierto con Italia, Galia, Bretaña, Illyria, África y demás componentes del Imperio, hasta haber reforzado los agrietados muros de Rómulo con otro cerco de almas...
-¡Eso, eso, muy bien! -corearon a un tiempo Prudencio y Paulino.
-Pero ¡ay! prosiguió Numisiano: los poetas no escuchan su clamor, la abandonan, abandonan la patria en su aflicción, sin exceptuar la musa vocinglera, artificiosa y retórica de Claudiano y Ausonio; y Roma morirá, antes que de sus lacerías, de congelación. Hace mucho, mucho tiempo que el ciudadano romano lleva un pedernal, en cuenta de corazón, en el pecho; y habría sido preciso que los hijos de las Musas lo hiriesen con brío hasta hacer saltar de él una chispa redentora que prendiese en las almas y reencendiera el antiguo patriotismo romano, dejando para mejor ocasión el hacer otro tanto con el patriotismo cántabro, astur, vascón, celtíbero, galaico, turdetano, conteítano, arévaco, lusón, ilergete, biturico y lusitano. Pero he aquí que aquellos sinceros que pudieron ejercer con ellas ese oficio de piedad se retraen, ahogan bajo el celemín la inspiración que recibieron de lo alto, como decimos, en todo caso gratuitamente, o la convierten a su goce personal, quedándose en Píndaros inéditos (esto iba por Prudencio).
Pues eso que han hecho los poetas hacen los políticos: incapaces de sacrificar su comodidad a la causa pública, se recluyen egoístamente en su casa o en su cenobio (esto iba por Paulino y Numisio), donde se tributan asiduo culto a sí propios, mirando con los hombros encogidos y el corazón yerto como una máquina tan compleja y tan delicada cómo el Imperio Romano se desquicia y disuelve en manos de nulidades vanas y vacías, sin nadie que reprima el desenfreno y la anarquía de las clases nobiliarias, mentirosamente llamadas directoras, ponga coto a los derroches, expoliaciones y tiranías del Fisco, restituya a las instituciones municipales avasalladas su libertad, eleve al nivel intelectual y moral de las clases dirigidas y les procure el bienestar económico a que tienen derecho; única manera de fortalecer el poder central, reconciliando al pueblo con él, de que los ciudadanos hagan suya la causa del Imperio, y Roma no deje de ser nunca rerum domina, la reina del mundo, y sus dominios se dilaten en términos de que el sol no se ponga nunca en ellos...
Aquí tomó la palabra Prudencio para apoyar la argumentación de Numisiano, que desautorizaba la tentativa del dramaturgo tarraconense, y se reveló maestro doctor en patriotismo, partiendo de la idea de una solidaridad entre el Evangelio y la Lex regia, entre Cristo y Augusto.
-Pocos habrá que quieran tan entrañable y apasionadamente como yo y miren con tan profundo cariño a la patria chica, esta idolatrada y gloriosa Hispania, predilecta de Dios; pero no soy regionalista, y menos aún separatista. Mi patriotismo es intenso y ardiente como el que más, pero imperialista: Roma, Roma y nada más que Roma. Tenga por seguro nuestro Aelio Pacieco que veré complacido en Turnovas las piezas de su repertorio que se representen y admiraré el ingenio en ellas derrochado, pero haciendo votos al mismo tiempo porque el ejemplo no cunda. Si no hubiera de molestarte, te anticiparía el giro que habría yo dado a tu teatro histórico-político, caso de que el Señor se hubiese servido llamarme por ese camino.
Para ti será una herejía si digo que me congratulo, me he congratulado siempre, de que los españoles hace cinco y hace seis siglos sucumbieron, no digo a los superiores alientos, a las superiores aptitudes (políticas y militares) del Estado romano y debemos agradecimiento sin tasa a Catón, a Escipión, a Graccho, a Pompeyo, a César, a Agripa por el beneficio de haber atado a su carro triunfal, una tras otra, a todas las gentes de la Península ibérica y pasado la esponja a sus numerosos Estados autónomos para hacer de todos una sola provincia romana, partícipe en los beneficios de la unidad y de la paz.- No nos formamos idea de lo que esto vale y representa: un sólo idioma, unas mismas leyes, un gobierno común, iguales usos, los mismos tribunales; los hombres de las regiones más apartadas reuniéndose en un sólo lugar, atraídos por el comercio y por las artes, celebrando contratos entre sí y cruzando sus sangres por medio de matrimonios. De este modo se ha formado un gentío, un conglomerado de naciones, un sólo pueblo. Lo que fue universo, orbe, se ha sublimado al concertarse, haciéndose urbe, y gracias a esto el mundo entero es camino para llegar, y dondequiera que vayas siempre te encuentras en la patria. ¡Qué espectáculo tan maravilloso! Pues más hermoso y más portentoso todavía si consideras que esa unidad, y esa paz, y esa grandeza, y esa dominación han sido el instrumento de que Dios se ha servido como vehículo para difundir rápidamente la luz del Evangelio por todo el mundo, en cuyo concepto Roma es la ciudad elegida, la ciudad universal, algo como una nueva Jerusalén, colaboradora en la obra divina de la redención humana.
Ahí tienes, Pacieco, el porqué aplaudiendo tu intención, no encuentro oportuno ni admisible tu pensamiento de contraponer a la metrópoli del orbe las infinitas parvae Roma que se contaban en él antes de la conquista, y tal vez de subrogarse en lugar suyo. ¡Qué catástrofe y qué retroceso si esa quimera pudiese prosperar!
Sobre este tema de las reivindicaciones nacionales o regionales -digamos hispanistas- de su legitimidad o ilegitimidad y de sus daños o de sus beneficios, suscitóse animada controversia entre Prudencio, centralista, idólatra del romanismo, y Pacieco, fanático regionalista hasta tocar las lindes del separatismo, que soñaba con el renacimiento de las nacionalidades vencidas.
El sentido práctico de Numisio le hizo ver que la construcción ideal de Prudencio carecía de consistencia, fallaba por la base, pero que la de Pacieco, sin carecer de alguna justificación, arrastraba consigo muchos de los males de que le habían acusado Prudencio y Numisiano, y arbitraba en su mente una fórmula de conciliación que ni diese la razón a los que, como Juvenco (poeta español de la generación anterior), negaban la eternidad de Roma, ni a los que, como Prudencio, juzgaban esa eternidad como condición y garantía indeclinable de los destinos y de la suerte del género humano; una fórmula basada en las autonomías provinciales, según la cual las provincias, o si se quiere las extinguidas nacionalidades indígenas, serían restablecidas y se gobernarían a sí mismas conforme a su genio, sin detrimento de la unidad política y militar del Imperio.
La curia o consistorio ilerdense estaba ya aguardando a los dos ilustres vates, huéspedes de la ciudad. Entraron éstos con el obispo y los demás acompañantes en el Salón de Sesiones, sin la temida solemnidad, que parecía inexcusable y propia de la ocasión ante tan encumbrados personajes. Después de los ordinarios discursos de salutación, recorrieron el edificio; se detuvieron delante de una pintura mural reconstitución del mapa de la nación de los Ilergetes primitivos o ante-romanos (de siete siglos antes), con sus montañas, sus ríos, caminos y poblaciones y las lindes de sus distritos Vescitanos, Barbetanos, Iaccetanos, Curdos o Surdaones, Laccetanos, etc., desde el río Gállego y la ciudad de Osca hasta las playas del Mediterráneo, desde los Vascones y Cerretanos del Pirineo hasta los Cessetanos y el Ebro, que formaban un Estado poderoso, capaz de poner 40.000 hombres aguerridos sobre las armas, y contaba varios emporios florecientes, marítimos y fluviales, Barcino (Barcelona) el principal, y mantenía por ellos relaciones comerciales muy intensas y activas, que razonaban la omonoía o alianza monetal de este Estado con la república de Marsella.
Junto a la monumental carta geográfica y dándole guardia de honor, pendían dos cuadros en que se exhibían ejemplares de monedas autónomas de la antigua Ilerda, con inscripciones en caracteres ibéricos, unas de bronce, otras de plata, imitación de las marsellesas, con los tipos y epígrafes de ambos Estados, Ilerda y Massalia unidos, acuñadas en el siglo III antes del Imperio. Eran estos cuadros una de las curiosidades que el bisabuelo de Siricia Natal había reunido en Beliasca, donde se custodiaban con religioso respeto, hasta que, al cabo de dos generaciones, el padre de Siricia, al bautizarse cristiano, los había legado a la curia Ilerdense para que diesen perpetuo testimonio de la importancia que aquel Estado en su siglo de oro había alcanzado.
Desde allí trasladáronse al collado donde se erguía el castillo, uno de los miradores más esplendentes del Universo. Se habían ya preparado leyendo la descripción topográfica de Ilerda en el poema histórico de Lucano y en los Comentarios de Julio César:
En la falda pasaron por entre murallones derruídos, que servían de cantera, lienzos de paredes despedazadas, torreones carcomidos y hacinamientos de escombros vestidos de hierba, pintados de jaramago, que la tradición local refería a una invasión de francos acaecida en el siglo anterior. (Heu) ¡proh dolor, jacens Ilerda!, exclamó Paulino, afligido ante aquel estrago.
Llegados a la cumbre, desplegóse a su vista un panorama de no superada grandiosidad. Miraron emocionados, en primer término, los llanos y colinas del contorno, las murallas y el río que las bailaba y sus puentes, que cuatrocientos cuarenta o cuatrocientos cuarenta y un años antes había contemplado el genio estratégico de César en acción, a la fecha de aquella porfiada batalla que los tenientes de Pompeyo perdieron y en que se decidió la suerte política del Imperio, cifrada en el dilema «República o Imperio».
Convirtieron luego la vista y la atención al curso undulante del Sicoris, absorbido, como su colega y vecino el Cinga (Cinca), en su ciclópea labor milenaria de demoler las rocas superiores de la cordillera y sus estribaciones, formar con los escombros y detritus la tierra vegetal, vivienda de los árboles y de los hombres; y luego triturar esa costra y removerla de su asiento, para ir a rellenar con ella los abismos del Mediterráneo. El valle, que a trechos se dilataba a algunas millas de anchura, estrechábase en otros progresivamente, así como subía serpeante contra la corriente en demanda de sus ceretanos, recogiendo por docenas los ríos, riachuelos y torrentes, como venas invisibles, por donde se despeñaba locamente el agua de los recién derretidos ventisqueros. Una cinta de intenso verdor, parte campiña, parte soto, que ora se ocultaba, ora se descubría, marcaba los lugares por donde sucesivamente iba pasando. La temperatura era más que primaveral: el viento garbín soplaba moderadamente y acariciaba los rostros de los viajeros, refrescándolos.
Del lado del septentrión corría transversal, a todo lo largo del horizonte, el perfil azulado del Monsech, celando avaro sus apacibles raudales (Boix, Farfanya...) con derramarlas por la vertiente que mira al Pirineo, sin permitirles asomarse a mediodía ni siquiera un instante, hasta desaguar a escondidas en la brava corriente del Segre.
Por encima del Monsech, en un segundo término, asomaba la primera gran cortina de montañas del Pirineo central; el formidable macizo de la Maladetta, gigante de las tierras que contemplaba a sus pies la Galia y la Hispania, el Océano y el mar Interno, y subía hasta horadar las nubes, lanzando sus gallardas pirámides y su cúpula majestuosa a los cielos; los picos de Caldas de Bohí, del puerto de Viella y otros, resplandecientes de blancura, con su manto de nieve cegadora, que brillan al sol como otras tantas ascuas de oro, parecían abrigar y calentar el flanco helado de la cordillera.
Las lejanías del Cinca y de Urgel se esfumaban en un océano de calina, del cual emergían borrosamente innumerables sembrados, plantíos, huertas, caseríos y grupos de población, dando toques de color y de vida a las planas más apartadas del Sícoris y cubriéndolas con las más vistosas galas de primavera y de otoño. A derecha e izquierda cerraban este paisaje sin rival, las sierras de Prades por saliente y los montes de la Iaccetania oriental por el ocaso.
Todavía estuvieron un buen rato, repasando extasiados aquel esplendoroso cuadro, tan sublime y tan armonioso como sí en las primeras edades de la tierra hubiese presidido al levantamiento geológico de estas montañas un pintor escenógrafo. No se apartaron del mágico balcón sin una gran violencia; pero se sentían cansados y habían decidido comer y sestear en Beliasca.
Cuando hubieron descendido del cerro, oyeron rumores vagos de algún grave suceso que había acaecido en Italia, o en el Ebro o en Tarragona. Quién hablaba de una espantosa erupción del Vesubio, émula de la del año 79, o de un temblor de tierra y un levantamiento del mar en el Estrecho de Messina, con destrucción de numerosas poblaciones y pérdidas de flotas mercantes y de guerra; quién salía por otro registro, diciendo que los partidos cristiano y pagano habían venido a las manos y vertido torrentes de sangre por todo el litoral del Mediterráneo occidental, por culpa de los monjes de la isla de Gorgo (entre Pisa y Córcega) y del islote de Capraria; quién aseguraba, como si lo hubiese visto, que nubes de francos habían cruzado el Rhin y se dirigían a todo el galopar de sus caballos hacia el Pirineo; quién pretendía que el emperador Valentiniano se había casado de repente, sin haberlo dado a entender, con una hija de Magno Máximo, y que, inducido por ella, había decretado la restauración del imperio de las Galias en cabeza de un hijo espúreo del mismo usurpador decapitado en Aquileia, y que Italia en masa se estaba alzando en armas contra tan desacertada medida; quién que se estaba preparando y estallaría de un momento a otro, acaso aquella misma noche, una sublevación general de anarquistas -payeses, menestrales y esclavos- procedentes del ager o campo tarraconense y de los suburbios, que invadiría o asaltaría la ciudad y la entregaría a las llamas; y así por igual tener indefinidamente, sin agotar ni mucho menos, el inagotable surtido de la fantasía popular.
-Esta noche habrá jubileo en la estación de postas -dijo Numisio:- ya pueden hacer provisión de flema, de paciencia y de complacencia los viajeros que lleguen en las diligencias de Tarraco y Barcino.
Al llegar al entronque de la vía provincial de Aeso, que pasaba por Beliasca, con la carretera general o consular de Tarraco a Caesaraugusta, presenciaron el paso de un hato de la cabaña trashumante de Numisio, que volvía de extremos trasladándose de las riberas del bajo Cinca, donde habían hecho la invernada, a Turnovas, donde aprovecharían el pasto de primavera y los rastrojos, antes de marchar a la aestiva de Balira, en el Pirineo, perteneciente a Numisio en una mitad, conforme dijimos, y en la cual se concentraban para veranear muchos millares de reses de su propiedad. Pasaron con sus sayos de lana gris los pastores y los rústicos ( o ), enviados de Beliasca la víspera, para ayudarles a conducir 5.000 reses lanares, escoltadas por los perros de ganado; pasaron, revueltos con ellas, los burros hateros; pasaron las mulas meleras, cargadas de colmenas, que se corrían del bajo Cinca hacia la montaña siguiendo el ciclo de la floración, después de ser castradas una primera vez, al paso de Beliasca, para refrescar las ánforas de hidromiel, que ya empezaban a torcerse; pasó, entre exclamaciones de admiración por parte de los ganaderos y labradores de Ilerda, la manada de merinas erytreas, de lana finísima y rubia como la luz con que el sol dora las cumbres a la hora de ponerse, y que eran el orgullo de Numisio, quien practicaba en ella sus procedimientos de selección y de cruzamiento, imitación y perfeccionamiento de los del tío de Columela, restaurando el crédito de las cabañas iberas, tan decaídas, desde siglos antes del Imperio...
Al despedirse, quedó Ambato en visitarles al día siguiente en Beliasca, antes de que emprendiesen su proyectada excursión hacia la Maladetta y la cuenca superior del Curtia y del Segre, y con tal ocasión escuchar la lectura del poema de Prudencio In Symmachum, materia de su predilección y someter su Commonitorium al juicio de personas tan competentes e imparciales como Paulino, Prudencio y Pacieco, ya que no les habían dejado solos el tiempo necesario en la madrugada.
Montaron, por fin, en los carruajes que les aguardaban, no sin antes ser abordados por algunos de los paseantes de la ciudad, para que les ilustrasen con algún atisbo de luz el rumor del día, creídos de que nuestros excursionistas llegaban en aquel momento de Tarraco, o acaso directamente de Italia o de la Galia. La verdad es que ninguno de los interpelados había dado importancia al run-run propalado, si tal vez no invertido o forjado en la fantasía de los alarmistas de profesión, y ya no volvieron a acordarse más del enfadoso tema, fiados en que todo ello pararía, como de ordinario en casos tales, en otro ridiculus mus.
Obligados a gobernarLlegaron acalorados a Beliasca, tomaron el baño, comieron con buen apetito, durmieron la siesta, y pasearon por los jardines, comentando lo que habían visto por la mañana y haciendo tiempo para asistir a las representaciones escénicas en que iban a exhibírseles las más selectas muestras de la musa dramática de Pacieco.
-¿Qué es lo que más os ha llamado la atención en Ilerda? -interrogó Paulino, dirigiéndose indeterminadamente a los cuatro.
Como si se hubiesen confabulado, los cuatro guardaron silencio.
-¿También tú, Numisiano?
-Perdona, Paulino, y permíteme que me calle por esta vez.
-No, no te lo permito, salvo caso de fuerza mayor. ¿Es que las paredes oyen y tienes miedo a la policía?
-Es que me tengo miedo a mí mismo: no poseo aún, bien lo sabes, la necesaria discreción para alternar con gentes de tu calidad y condición, y no quiero correr el riesgo de agraviarte... Ya te lo he dicho otra u otras veces.
-Como me agravias es con esa hipótesis, que hace de mí un cristal que se empaña y se quiebra con un flato de la voz. Me voy a enfadar contigo, Numisiano. Habla, hombre, habla, y cuanto más fuerte pegues, mejor. ¿Ignoras acaso que estoy ya en la linde del yermo?
-Pues precisamente de eso se trata. Lo que más me ha llamado la atención en Ilerda es la no-Ilerda, quiero decir, las ruinas de los edificios públicos y del caserío que fueron Ilerda y conservan las marcas de las bárbaras pisadas de los invasores francos. Esas ruinas hablan con persuasiva, irresistible elocuencia y me han dicho que Paulino no tiene derecho a apostatar de Roma, a despedirse de la vida pública, a retirarse al yermo...
Paulino que iba delante se volvió súbitamente, como si un alacrán le hubiese picado. Su primer impulso fue quejarse, pero se contuvo a tiempo, limitándose a preguntar:
-¿De modo que haces causa común con Ausonio?
-Si no mediasen otras razones que las que excepciona Ausonio, en la epístola leída el primer día, no hallaría yo motivo para que Paulino mudase de resolución; pero las hay y yo voto con Ausonio.
-Pero, niño, y ¿qué razones son esas para que yo deba volver a los cuidados y a las agitaciones del siglo?
-Una nada más, pero esa decisiva y concluyente: es que la patria romana necesita en este fin de siglo, más aún que en el siglo II, entendimientos superiores y grandes corazones en el trono y en la administración, y no los tiene, como los tuvo, necesitándolos menos, el siglo de los Antoninos y de Marco-Aurelio; y si los pocos que por acaso le nacen la abandona, sacrificándola a sus ansias y a su instinto de soledad y de quietud, a su sosiego, a su comodidad, ¿qué va a ser de ella? Si los hombres de talento maduro, reflexivos, experimentados, maestros en achaques de la vida pública, dotados de civismo, de virtud, de carácter, de buen sentido y de buen corazón, como sois vosotros, dejan libre el campo a las medianías, desertando de los negocios públicos, mirando a su gusto, más que a las urgencias de Roma, en los momentos en que Brenno y Aníbal están otra vez en campaña y los cimientos del Imperio se estremecen y se escuchan los crujidos de esa gran máquina del Estado que teníamos por inconmovible y la tienen cercada millones de enemigos; si los que valen y pueden se hurtan a las altas magistraturas y dignidades del Estado y se encogen de hombros como pudieran extranjeros, a quienes nada de eso les va ni les viene; si nadie la acorre en su cuita ni le alarga una mano para que se levante, ¿cómo no sucumbirá a la inmensa pesadumbre de su pasado, ni cómo responderá a los infinitos compromisos que ese pasado echa sobre sus hombros?
No, no; hay que rejuvenecer a Roma; hay que regenerarla, si tanto es preciso; hay que impedir a todo trance y cueste lo que cueste, aunque lo que haya de costar sea la vida, que Roma acabe de desplomarse y el mundo quede sin gobierno, otra vez abandonado a sí mismo.
La frente de Numisiano fosforecía, dando a éste la apariencia de un iluminado: sus ojos brillaban como carbones encendidos. Hombre todo fuego, todo pasión, nunca se le había visto poseído en el grado que ahora del sentimiento de la patria.
-Te he contestado, maestro, mostrándote tu puesto, según mis pobres alcances -concluyó Numisiano.
-Todavía, no, joven Camilo. Porque aun dando que fuese yo positivamente de la madera de esos que dices -y ya sabes si va distancia-, ¿a título de qué violentaría yo mi vocación, que es llamamiento del cielo, para ir a disputar sus puestos a los poseedores?
-¿Títulos, dices? Por falta de uno, te conozco por lo menos dos. El primero es general y ha dado testimonio de él Cicerón contra Epícuro, calificando a los que se conducen así de egoístas y desagradecidos, que no dan a la patria lo que ésta necesita y tiene derecho a exigir de sus hijos, y lo que es peor, de cobardes y traidores, que desertan al frente del enemigo. El segundo es personal y de más peso todavía. En conformidad a él, lo que te propones hacer no es ya una defección, sino una estafa.
Numisio se estremeció e hizo un gesto de contrariedad ante lo duro del concepto, máxime tratándose de un invitado y huésped de tanta calidad y tanto respeto como Meropio Paulino.
-No hay ofensa, ni yo me la perdonaría jamás: yo me explicaré -prosiguió Numisiano, en tanto Paulino aprobaba con la cabeza afirmando que efectivamente los conceptos «defección» y «estafa» no envolvían para él ni para nadie en aquella ocasión ofensa personal.- Tú, Paulino, no eres un hombre sin historia, y lo que tu historia significa es un compromiso solemne a la faz del país, que no puedes por menos de cumplir. Cuando se llega, mozo todavía, a la cumbre de los honores; cuando se debuta a los veinticuatro años por las más altas dignidades, senador influyente y cónsul suffecto, y se es llevado triunfalmente al Capitolio por los senadores, los équites, los magistrados y el pueblo endomingado, como lo fuiste tú en el año 378, recorriendo sentado en una carroza semejante a un trono, tirada por caballos blancos, las calles empavesadas con colgaduras brillantes y perfumadas de incienso y recibiendo entre las aclamaciones de la multitud el aureo amictus y la silla curul; lo que es más, gratuitamente, sin haber prestado un solo servicio extraordinario a la república, por méritos nada más del maestro Ausonio, no hay derecho para confinarse en un desierto o en lo alto de una columna, cual otro anachoreta motilón o un estilita cualquiera, a descansar de fatigas no padecidas, a gobernar monjicas dengosas, componer versitos, cantar himnos a un titulado mártir que no ha padecido martirio, porque se pasó la vida recluyéndose por montes, grutas y cisternas, para el solo efecto de burlar a los perseguidores alguaciles, lo mismo que si hubiese de llevar a tal soledad una vejez cansada, consumida en servicio del Estado. Aquella pompa no quedó pagada con los sacos de monedas arrojadas a la plebe y la magnificencia de los juegos celebrados en el Circo; aquellos honores te fueron discernidos a crédito de servicios que habrías de prestar, y están todavía impagados.
He aquí por qué Paulino se debe al Imperio y su misión es continuar la historia de Roma; por qué no tiene derecho (Paulino), a echar el ancla en el puerto tranquilo y abrigado, mientras el piélago está sembrado de cadáveres y de náufragos que claman desesperadamente pidiendo socorro. Ya sé yo que él no quiere entenderlo así y que su decisión irrevocable es huir hasta de la vista del acreedor, a sabiendas de que todavía es solvente y está aún a tiempo de pagar. Si Ausomo no se lo ha dicho así, si no ha pronunciado claramente y sin circunloquios con su gran autoridad las palabras «fuga» y «estafa», ha hecho mal y lo digo yo.
Paulino estaba anonadado y no sabía a qué santo encomendarse. La severa reconvención de Numisiano, aunque tan indirecta, había hecho más efecto en él que la carta de su maestro y valedor Ausonio. Experimentaba como una nueva sensación y un sentimiento nuevo. Y se abrazaba mentalmente al sepulcro de San Félix, como si temiese ser arrebatado por la fuerza lógica de Numisiano. Para disimular su turbación, repuso en tono que quería parecer de broma:
-¡Oigan a Curcio, Decio, Furio Camilo y los trescientos siete Fabios, todo en una pieza! ¡Y yo que pensaba invitarle a que me acompañase a Roma y a Nola, a fin de prepararle para que ingresara en la milicia de Cristo y recibiese en su día las órdenes sagradas! Después de todo, ¡quién sabe!, acaso no le falte del todo la razón; mira si logras convencer a tu padre de que debe dejarse querer y lo facturas para Byzancio: aún le vive el emperador Theodosio, y vívale muchos años...
-Partamos la diferencia -repuso jovialmente, siempre práctico, Numisiano-; no vayas tú, no vaya tampoco él, id los dos: el emperador recibirá el gran alegrón y bien ha menester ese refuerzo, según se complican los sucesos... Únicamente os recomiendo que antes de marchar, deis otra vuelta por Ilerda y dialoguéis con sus ruinas...
-Si acaso iríamos los tres, pues también tú habrías de ser de la partida...
-Vino de agraz... Pero a tu broma contesto diciendo: de menos nos hizo Dios, y aquí hay un majo para otro majo.
-¡Y dale con los francos!
-Con los francos y con los bagandas querrás decir. Las ruinas de Ilerda, y las de Bibracte (Augustodunum Autum) al otro lado del Pirineo, son, si las escucháis, dos lecciones vivas: basta quererlas oír. Ellas dicen que no se ha gobernado como se debía gobernar y que urge cambiar de ruta, que es como decir de personal gobernante. La primera de dichas dos ciudades pone de relieve los errores de la política interior, la segunda los errores de la política exterior. Las dos a porfía reprueban tu decisión. Si no las escucháis, dejan de ser una lección para trocarse en una profecía.
-¡Profecía!
-Sí, los francos vuelven, y lo que hicieron el siglo pasado con Ilerda y Tarraco, bien puede ser anuncio y anticipo de lo que haya de sucederle al Imperio.
-¡Hombre! No pierdas el sentido de la medida...
-¡Ay! Yo veo que los francos están pasando a toda hora el Rhin e invadiendo el territorio del Imperio.
-Sí, y repasándolo otras tantas veces, rechazados y barridos por nuestras victoriosas legiones.
-Yo veo que en las legiones se insinúan como generales los jefes francos: acuérdate de Maltobando, general de nuestro Señor el emperador Gratiano, que era rey de los francos.
-Eso es, y prueba que el Imperio no tiene que temer de tales bárbaros, a los cuales ha descalabrado tantas veces, y que por el contrario puede contar con su concurso.
-Pues como si no. En vano los derrotó Aureliano antes de ser emperador; y los derrotó Galieno, y los derrotó Probo, y Constantino, y Constancio, y Pósthumo triunfó de ellos tres veces consecutivas, y les opuso una línea de fortificaciones a lo largo del Rhin: con tantas derrotas, bandas de ellos violaron las fronteras de la Galia y la devastaron y asaltaron y cruzaron el Pirineo y sembraron de ruinas nuestra provincia citerior o tarraconense y llevaron la desolación a la provincia de África, cruzando el Estrecho heracleo, como en tiempos anteriores las costas del Asia Menor y de la Grecia, y Juliano tuvo que cederles la Toxandria... En vano el conde Theodosio, glorioso progenitor del hoy emperador de Oriente, arrojó de la Galia el año 388 (¿368?) a los francos, rechazándolos y empujándolos a sus selvas de ultra-Rhin, y les opuso una línea de fortalezas y atrincheramientos y ajustó alianzas con algunas de sus tribus, y debilitó a las demás, fomentando en su seno la discordia: con todo y con eso, pocos años después, el competidor de su hijo, Magno Máximo, en 389, ha tenido que hacer frente a tres jefes francos, Genobandio, Marcomiro y Sunnon, que habían invadido la provincia de Germania y que obtuvieron sobre las milicias romanas una brillante victoria.
-De la cual no recogieron ningún fruto, porque los detuvo y reprimió un general y ministro de nuestro señor el emperador Valentiniano: el llamado Arbogasto.
En este punto, Numisiano se interrumpió un instante para abrir un pliego procedente de Tarraco que un cubicularius acababa de entregarle.
-Arbogasto ¿no es también franco? -preguntó el diserto hijo de Numisio.
-Sí, tutor y ministro omnipotente del mentado emperador Valentiniano, y muy ambicioso, con capa de leal y desinteresado y muy capaz de vestir la púrpura a poco que se la ofreciese Theodosio, como a él se la ofreció Gratiano...
-Pues no ha necesitado que se la ofreciesen; se la ha tomado él.
-Enigmático estás...
-Valentiniano no es ya emperador.
Dijo esto Numisiano con lágrimas en la voz, lívido el rostro como si fuese más lo que callaba que lo que había dicho.
-¿Pero tú sabes lo que dices?
-Sé lo que dice la Gaceta de Roma (Acta diurna), cuya copia acaba de traer a marchas forzadas nuestro ordinario mensajero de Tarraco. El joven emperador, viéndose o creyendo verse poco menos que prisionero de Arbogasto, firmó un rescripto destituyéndolo y se lo entregó en propia mano para que se retirase. El ministro franco se indignó y arrojó despectivamente el documento. Siguióse una escena violenta: el emperador agredió a Arbogasto con una espada; Arbogasto se revolvió contra su imperial pupilo, declarándose en abierta rebelión. Desde aquel momento el príncipe y el general se habían hecho incompatibles: el desenlace se precipitó y fue que el general destronara a Valentiniano, y no atreviéndose aún con la diadema imperial la ciñó a las sienes de su secretario el profesor Eugenio. Sucedió esto el día 15 del corriente mes.
No había aún acabado Numisiano, cuando ya sus dos huéspedes como impelidos por un resorte oculto, habían botado de su asiento, incorporándose de un salto y llevándose las manos a la cabeza cual si hubiesen recibido en ella un martillazo.
Pasado el primer momento de estupor, rompió el silencio Prudencio para decir:
-¿Y Valentiniano, resiste? ¿Está preso? ¿Se ha evadido? ¿Qué ha sido de él?
Numisiano, tan discreto e inspirado a un tiempo por su delicadeza y su prudencia, se hizo el desentendido, abismándose en su dolor: pero Prudencio repitió con tono imperioso su pregunta:
-Ponte en lo peor -murmuró quedamente el interpelado.
-¡Habla, vivo!
-¡Ay! Valentiniano ha muerto...
-¡Ha muerto! Y ¿qué más? ¿Qué más?... Dame la Gaceta... No tendré que dirigirte un memorial para que me des cuenta...
-Valentiniano ha sido estrangulado por mano o por orden del aleve ministro Arbogasto, aunque fingiendo que el príncipe se había suicidado colgándose de un árbol.
Prudencio sufrió un síncope. Paulino lloraba sin consuelo. Cuando el primero, solícitamente asistido por todos, se hubo recobrado, Numisio se abalanzó a la Gaceta, ansioso con la esperanza de rectificar o atenuar al menos la noticia de la catástrofe. Se acordó de Justina, huyendo de Magno Máximo, lejos de Italia, llevando de la mano al tierno Valentiniano, que habría perecido a los golpes del usurpador español; vio en el regicidio de ahora una como predestinación; acabó por achacar la culpa a Theodosio, diciéndose en un coloquio mental:
-¿Lo ves, Theodosio? Te habría ganado la apuesta. Parece que hemos vuelto al año 383: otro Gratiano, otro Máximo, otro Andragatho y ... otro viajecito a Italia en compañía de 60.000 legionarios y auxiliares. Tendrán que oír Galla y sus dos hermanos, que querían entrañablemente a la desalumbrada víctima.
Otras eran las cavilaciones de Paulino. No cedía él a razones, no renunciaba al designio de hacerse portero del sepulcro de San Félix, en Nola; estaba impaciente por acabar la liquidación de sus haciendas y demás bienes y los de Therasia, y volar a la Campania, para despojarse por fin del hombre terreno y revestir el hombre celestial, según decía él; y el inesperado movimiento político de que acababa de tener noticia podría dificultar a su realización, si tal vez no desconcertarla o impedirla.
La pena más honda y más sincera fue la de Prudencio. Cuando Theodosio hubo derrotado y ajusticiado a Máximo y repuesto en el trono de Occidente a Valentiniano, colocó al lado de éste, como militar, con el grado de primicerio, a su amigo Prudencio, que había hecho lentamente su carrera y poseía toda su confianza. Y éste era a la sazón su torcedor: «Constituido en dignidad para la guarda del joven emperador, no le he guardado, se decía: ¡me ocupaba de mi salud, en vez de ocuparme de la suya! ¡He dejado desguarnecido, por conveniencias mías, un flanco por donde la maldad y la traición habían de introducir vilmente el puñal! No puedo, no, presentarme delante de nadie, menos aún delante de mí mismo.»
-¡Hombre de poca fe! -le interpeló, atajándole, Numisio. No es aún hora de desesperarse. Ciertamente, el camino de Roma y de Milán te está vedado por sospechoso y por falta de objeto; pero tienes abierto el de Byzancio, donde Theodosio te incorporará a uno de los cuerpos de ejército que debe estar ya a estas horas organizando o pensando en organizar para poner otra vez en orden este desquiciado Occidente y vengar el execrable asesinato de su ahijado el bonísimo y humanísimo, pero mal aconsejado hermano de Gratiano.
Aquella noche fue agitadísima en Beliasca. Nadie pensó en acostarse.
Como dos horas después del oscurecer, llegó todo alarmado, en una rheda, el obispo Ambato, no para dar lectura de su Commonitorium -¡para Commonitorios estaba él!;- no tampoco para solicitar de Prudencio el favor de un himno a San Lorenzo, para leerlo o cantarlo en la festividad del mártir ilergete, sino para seguir las pisadas de San Félix, de San Cypriano y otros divos o santos cristianos, huyendo como ellos al martirio, que, según frase suya, había pasado ya de moda, si es que lo estuvo alguna vez. Su amigo y colega el obispo de Tarragona le había enviado copia de las noticias confidenciales recibidas de Roma, que no podían ser más desconsoladoras.
-El aleve golpe de Estado tiene más alcance del que podía sospecharse. Se ha adherido a él sub conditione -una condición contra los cristianos,- el hombre de más suposición, más calificado en el partido pagano de la ciudad de Roma, miembro del Colegio de los Pontífices, designado cónsul para el año que viene: Nicomacho Flaviano...
-¡Tu maestro! -exclamaron a un tiempo Prudencio y Paulino, dirigiéndose a Numisiano.
-Vaya unos maestritos los nuestros en política de nuestro Numisiano: Symmacho, por una parte; Flaviano, por otra...
-Y siendo Arbogasto pagano también -prosiguió el obispo, -y no teniendo Eugenio bastante cristianismo ni bastante prestigio, ni bastante carácter y voluntad para imponerse, ya podéis figuraros lo que está sucediendo, lo que no podía menos de suceder: el ara y la estatua de la Victoria han tomado triunfalmente posesión de su antiguo puesto en el Senado; los templos de las falsas deidades han sido abiertos de nuevo y repuestos en la posesión de las rentas que les habían sido confiscadas; el Imperio ha sido colocado bajo la protección de Júpiter, cuya efigie, de proporciones gigantescas, se erigirá en los Alpes; el jefe político del partido pagano, Flaviano, ha aceptado el puesto de prefecto del Pretorio y dispuesto inmediatamente que la Ciudad Eterna se purifique conforme a los antiguos ritos y se celebren todas las fiestas del calendario pagano, y se anuncia que otro tanto va a decretar el Gobierno, que se haga en Milán. A esto llaman «las represalias del Edicto de Milán».
No se hará esperar una nueva persecución como la de Diocleciano, si es que no ha principiado ya, por parte del populacho y por parte del impío Gobierno usurpador y no están ardiendo a estas horas en toda Italia las hogueras y no se alimentan las fieras del anfiteatro con carne de cristianos y no se ejercitan los sayones en aguzar garfios, levantar cruces y clavar en ellas a los más valerosos y resueltos soldados de Cristo y no reviven las malas artes de los libeláticos, bajo la advocación de los antiguos obispos hispanos Basilides y... no están nuevos Dacianos navegando con dirección a España y la Galia...
Los despechados acentos en que prorrumpió Paulino, abatido, descorazonado ante aquella imprevista reacción pagana que tan a deshora se atravesaba en su camino, podría alguien haberlos interpretado como un disimulado reproche al Maestro de Galilea, al fundador del Cristianismo.
-¡Heu me! -dijo-: hace veintinueve años, la vengadora javelina (javelot) de Sapor pudo hacernos creer que por fin quedaba dicha la última palabra; y he aquí que otra vez triunfa insolentemente el paganismo.- Luego, después de una pausa, añadió, poseído de sus recuerdos clásicos, y adoptando en el sentido un célebre exámetro de Virgilio: tantae molis est christianam condere gentem!
Prudencio había encontrado en su pasión por la poesía un lenitivo a su pesar, ya que no pueda decirse un anestésico. Pensaba en el nuevo matirologio que habría de darle pie para engrosar el Peri-Stephanôn con nuevos himnos sacros, y en los reporters y cronistas que habrían de recoger y coleccionar las actas de los respectivos martirios si la décima persecución vaticinada por Ambato era ya o llegaba a ser una dolorosa realidad. Vería, por fin, mártires en acción, mártires auténticos, y su musa tocaría la verdad sin que nadie se lo contara. Distraído y confortado con tales pensamientos, su mirada se serenó, dejando de parecer extraviada, y pudo exclamar resignadamente:
-¡Cúmplase la voluntad de Dios! ¡Él velará por sus santos!
Hasta se acordó de que se había arrebatado contra Numisiano una manifiesta impertinencia con motivo de la Gaceta (una frase dura e injustificada, por no haber sabido reprimir su impaciencia, y le pidió perdón humildemente).
Fuertes aldabonazos en el portalón exterior despertaron a esta hora los alarmados ecos de Beliasca. Era el recién llegado un emisario de Therasia, que llevaba una carta para Paulino y otra para Numisio. Había hecho el viaje desde Barcino en día y medio, cambiando tres veces de cabalgadura.
En la primera carta, Therasia decía a su marido: «No vengas aún ni te acerques a Barcino, ni te dejes ver en el camino: tu vida peligra. El nuevo Gobierno imperial ha despachado para España y ¡ay! para la Galia tribunos que tenía apostados de antemano para tomar posiciones y adelantarse a toda posible contingencia de rebelión y debían ir provistos de listas de proscripción, pues, no bien han desembarcado, se han hecho conducir a nuestra casa con objeto de confiscar nuestros bienes y conducirte a la mazmorra, donde habías de sufrir la misma suerte que el emperador Valentiniano. El motivo, concretamente, no lo han dicho...»
Aunque no lo habían dicho los tribunos, Therasia lo sabía, pero se lo callaba a Paulino. A eso respondía la otra carta dirigida a Numisio. En Burdigala (o Burdeos) había estallado una formidable sedición de carácter grave, con repercusión en varias otras poblaciones de la Aquitania; una verdadera guerra civil en que tomaron parte los partidos cristiano y pagano y una buena porción de los neutros, a título estos últimos de vengadores de Valentiniano; en junto, no dos facciones, según uso, sino tres, con aspiraciones encontradas y tan irreductibles y enconadas como si no hubieran sido más que dos. El rector o gobernador de la provincia no sabía a qué carta quedarse y se limitó a hacer la vista gorda y retener las tropas de su guarnición. Desbordóse la pasión y con la pasión la licencia, y, como era de temer, desatáronse como catarata vomitando todo género de tropelías y disturbios, asaltos de casas, incendios, estragos, devastaciones por rivalidad o por venganza, liviandades, cuchilladas, pedradas, estocadas, hachazos, patadas, flechazos, apaleamientos, puñadas, rotura de huesos, heridas, muertes, todo ello al compás de una especie de barritus infernal compuesto de grotescos y salvajes alaridos. Tras muy varia fortuna, la victoria se fue decidiendo por los arbogastistas incondicionales. Por desgracia, en una de las frecuentes colisiones, Leoncio, el hermano de Paulino, fue alcanzado y detenido por un grupo de los revolucionarios más exaltados, arrastrándolo por las calles y al cabo arrojado a lo más profundo y en medio de la corriente del río, donde se ahogó.
Aun cuando Paulino no estaba en buenas relaciones con su hermano, que lo había abandonado cuando la aristocracia aquitana hubo de volverle la espalda ofendida por su retirada de la vida civil, aquella muerte violenta había de traspasarle de pena, causarle un dolor punzante, y Therasia, que acababa de tener noticia de ella por mensaje directo del obispo Delphinus y de Amandus, fieles amigos de Paulino, expedido a marchas forzadas a Barcelona, se lo participaba a Numisio para que éste se tomase el tiempo que juzgara prudencialmente necesario para prepararle a escuchar la verdad de la tremenda tragedia.
Con esto sabemos ya el por qué de la persecución de Paulino por Arbogasto. Paulino era acérrimo enemigo de las deidades gentílicas; había obtenido la dignidad consular bajo el reinado de Valentiniano II; era popular y querido en Barcelona, a cuyo pueblo había donado una regular porción de su fortuna. Y todo ello podía hacerle peligroso para la tranquilidad de Eugenio. Aparte de esto «la confraternidad de sangre -dice Paulino mismo en su Natale XIII,- llevaba consigo la comunidad del peligro, y ya el Gobernador alargaba una mano ávida sobre mis bienes, cuando Félix [San Félix] apartó de mi garganta el cuchillo y de mi patrimonio la garra del Fisco.»
Hacia media noche llegó a Baliasca, en litera, Publio Sura, aliviado en gran parte de su reuma, escoltado por 500 hombres elegidos entre sus rústicos y perfectamente equipados, para ayudar a la defensa de Beliasca y de los huéspedes de Numisio, caso de que se hubiese hecho necesario, como lo hacían temer las alarmas y los terrores de Ambato, llegados aquella tarde a Piniana.
No había ya que pensar, y nadie pensó, en llevar adelante las proyectadas excursiones a las opulentas ruinas de la subvertida Otogesa, ciudad bilingüe al parecer, abrasada por los invasores francos, al mismo tiempo que Ilerda, y en más reciente fecha por los monjes de Monserrat; a Gallica Flavia, antiguo vico de Otogesa, subrogado ahora en lugar suyo; a la confluencia del Cinca y el Segre donde éste desagua en aquél, poco antes de rendir el caudal común al Ebro vascón, famoso entre los más famosos ilustrados por las campañas de César; a la toma de aguas y boquera del canal de Piniana, obra de Numisio y Pinianus; a la cacería de Monsech; a la Maladetta y a la cuenca superior del Sicoris, hasta la estiva de Balira, dependencia o anejo de Turnovas; entre el Pallaresa y el Sicoris, dada en precario por Catón, en tiempo de la República a siervos iberos de Castrum Bergium, en premio a los servicios prestados a Roma contra sus señores los Ilergetes y que ostentaban, vivos aun al cabo de siglos, los nombres de la más rancia nobleza romana que les habían sido asignados en el acto de la manumisión y de la concesión, familias Cornelia, Fulvia, Aemilia, Fabia, Porcia, Antonia, Terentia, Ricinia, adscritas a la tribu Quirina; con sólidas murallas y torres y un templo a la Luna Augusta, asimilación latina de la Inferna Dea de los inmigrantes tartesios; a las yeguadas de P. Sura; a las escuelas rurales de niños de Sura y Numisio; a los molinos hidráulicos de Turnovas, a las manufacturas de lino, a los talleres...
La Compañía de actores o histriones contratados por Numisio para dar un cuerpo y voz al teatro de Pacieco, se restituyeron a su ciudad sin haberse estrenado.
Capítulo XIV : El Dios de Plinio en el telescopio
«Fulminado como Semela.»
Lecturas de Numisio y su gran inventoDesde su regreso de Oriente, Numisio se había entregado con ardor a la lectura, dando naturalmente preferencia a las materias de su especialidad o de su profesión: la agricultura y la milicia.
Eran, por una parte, los autores de re rustica, Xenophonte, Theophrasto, Hieron, Magón, Cleobulo, Celso, Dionysio de Utica, Hygino, Attico, Catón, Varrón, Saserna, Scrofa, Tremeliio, Virgilio, Columella, Palladio, Vindanio Anatolino, y otros, así griegos como cartagineses y romanos, de que Numisio había encontrado en Beliasca una regular colección, formada por el padre de Siricia y algunos otros de sus antepasados.
Eran, por otra parte, los autores de re militari, Catón, Apollodoro, Polieno, Frontino, Adriano, Hyginio, Awiano, Eliano, Onexandro, Flavio Vegecio, Julio Africano y varios más, a todos los cuales había conservado alguna afición por razón de oficio, desde sus mocedades.
Alguna vez también se le veía distraer los ocios de las noches invernales alternando el Octavius de Minucius Félix (¿Foelix?), que le entretenía muy agradablemente, con la Historia de las campañas de Tiberio Sempronio Graccho en la Celtiberia, que compuso F..., y la Biografía del emperador Theodosio, escrita por el amigo de éste, Nicomacho Flaviano, en la cual el cronista hacía un caluroso elogio, con honores de panegírico, de la parte tan principal y tan decisiva que había cabido a Numisio en la resolución del peligro godo y de las relevantes aptitudes que había desplegado y dado tan brillante señal en las campañas de Thracia.
Sus aficiones ahora habían tomado nuevo rumbo: los libros de arte militar y de agricultura habían cedido el puesto en su biblioteca a los de cosmografía y astronomía, acopiados por él. Cuando las obras de tal o cual cosmógrafo no habían llegado a ponerse por escrito o habían desaparecido por injurias del tiempo, o no había podido haberlas en el mercado de libros, recurría a otra u otras que hicieran memoria de las teorías, observaciones, conjeturas o descubrimientos del autor de la referencia. Eran éstos en Beliasca y Tarraco Thales de Mileto, Xenophonte, Anaximandro, Anaximenes, Empédocles, Pythágoras, Eudoxio de Cuido, Timeo de Socres, Architas de Tarento, Cphanto, Heráclides de Ponto, Philolas de Crotona, Diógenes de Apollonia, Demócrito, Heráclito, Hiponese, Nicetas de Siracusa, Archias de Tarento, Xenocrates, Xenophanes, Parménides, Zenón de Elea, Demócrito, Aristóteles, Aristarco de Samos, Leucipo, Avistilo, Timocaris, Autolico, Hipparco, Eratóstenes, Ptolemeo...
Numisio les oyó disputar en sus libros, y decidiendo las discrepancias, una vez leídos, se orientó sin gran trabajo sobre los problemas más intrincados o más trascendentales de la ciencia del Cosmos: sobre la composición del Universo visible, sobre la diversidad de astros, soles, planetas, satélites, bólidos, aerolitos, estrellas errantes; sobre el mundo cometario, sobre las constelaciones; sobre la galaxia (vía láctea); sobre la constitución física del sol; sobre la naturaleza física de la tierra; sobre la situación de ésta en el espacio; sobre su forma plana o esférica y su sostén o soporte; sobre su mensuración y sus dimensiones; sobre la inmovilidad de los cielos y la rotación de la tierra en torno a su eje, o viceversa, o lo que para el caso es igual, sobre la revolución del sol y demás astros alrededor de la tierra, conforme a la apariencia, o de ésta alrededor del sol; sobre el orto y el ocaso de nuestro luminar diurno y la sucesión de los días y de las noches; sobre el eje de rotación de la tierra u oblicuidad de la eclíptica; sobre polos y zodiaco; sobre residencia y destino del sol durante la noche; sobre las fases de la luna; sobre los eclipses; sobre los antípodas; sobre habitabilidad de los astros; sobre la bóveda celeste, sistemas del mundo sobre la causa de los terremotos y de los volcanes, de la lluvia, nieve, nubes, vientos y demás problemas cosmográficos y geográficos y meteorológicos, de análoga índole que venían agitándose por los pensadores y naturalistas desde diez o doce centurias antes y que encierran el secreto del Universo entero.
Numisio había llegado tarde a saludar esta rama selecta de las disciplinas humanas; pero penetró en ella con arrestos juveniles y todo el ímpetu de una fuerza natural, decidido a rescatar el tiempo perdido y forzar al Universo a que le revelase su enigma so pena de rasgarle el velo que se lo celaba. A fuerza de revolver papyros y dormir noches y noches sobre ellos, vino a absorberse en esta interrogación: «Más allá de las últimas estrellas, al otro de las últimas constelaciones, ¿qué hay?» Los libros no pudieron satisfacerle, porque lo ignoraban; y fue sobrado incentivo para que nuestro amigo quedara ardiendo en curiosidad y jurase por los grandes dioses averiguarlo. Un niño mimado y antojadizo, enamorado de un juguete maravilloso que él no poseía, que no había visto nunca y que acaso ni existía, no habría hecho de la incógnita, en el mismo grado que él, un punto de honor. «Ella se despejará, decía, dirigiendo una mirada codiciosa a los cielos: ¡vaya si se despejará!» En su exaltación, sentíase capaz, el muy temerario, de hacer la operación cesárea a la propia Vía Láctea, preñada de mundos, y forzarla a alumbrar una Urania más complaciente que la huraña e inabordable hija de Mnemosina y persuadirla a que nos rinda su secreto... sin hacerse desear más.
Hacía algún tiempo, sobre todo desde su vuelta de Byzancio, venía consagrado a investigaciones prácticas de carácter industrial, particularmente sobre el vidrio; a cuyo efecto se instalaba por temporadas en su fábrica de Mataró. Sus primeros trabajos fueron encaminados a sustituir la acción de la máquina al incansable sistema del soplo, y en general al trabajo manual, en la elaboración del vidrio. No llegó por el momento, con sus procedimientos mecánicos, a resultados satisfactorios en ese orden; pero a fuerza de manipular, con el sentido avivado, el material vítreo, luego que se hubo familiarizado con él, vino a fijar la atención en algunos defectos de la preciosa substancia elaborada, bolsas, ampollas, etc., y sus cualidades ópticas, convencido por lo que veía, de que en ellos había latente un medio desconocido de aumentar artificialmente, en muy considerable proporción, la potencia del órgano visual, así respecto de los cuerpos epitelúricos colocados a nuestro alcance como respecto de los astros y ensanchar por este medio el horizonte de los conocimientos humanos
Llevóle esto como por la mano a emprender una larga serie de experimentos sobre los espejos cóncavos, hermanos de aquellos que el genio de Arquímedes había ennoblecido y de cuyas singulares propiedades ópticas había escrito Séneca, como asimismo sobre las lentes de vidrio cóncavas, convexas y biconvexas. En tanto no se salía del microscopio simple, usado ya desde siglo remoto, y de aplicarlo directamente a los objetos inmediatos, todo marchaba bien; pero ¿cómo hacer otro tanto respecto de los cuerpos celestes situados a decenas, a millares o tal vez a millones de millas de distancia? El problema en tales condiciones era irresoluble.
Para vencer la dificultad, Numisio echó por otra vía: traer a sí la imagen del objeto lejano, recibirla en el foco de un espejo cóncavo, de metal pulimentado y aplicar el microscopio de vidrio a esa imagen, ya que al objeto mismo, nave o astro, no podía ser. Pero siempre tropezaba con un inconveniente: para mirar al espejo a través del ocular, era forzoso situar delante de él los ojos, y, por tanto, la cabeza; mas al hacerlo resultaba que la sombra proyectada por la cabeza obstruía el paso a los rayos lumínicos del cuerpo u objeto pesquisado, y la imagen que ellos habían diseñado se desvanecía. Era de ver la rabia con que Numisio apuntaba los puños al aparato y luego a la propia cabeza, no hallando factible, o por lo menos fácil desarticularla provisionalmente y arrumbarla en un rincón para que no estorbara. ¡Pues qué!, ¿vamos a seguir así, burlados por el arcano, por los siglos de los siglos?
Después de muchas trazas y probaturas, ocurrióle imitar un vulgar recurso de estrategia la más elemental, y fue no atacar la imagen fugitiva de frente, sino de flanco. A1 efecto, perforó lateralmente el gran tubo, abriendo en él una mirilla, y trasladó a ésta el ocular. ¡Eureka! ¡Ya los rayos lumínicos del objeto enfocado y observado tenían libre acceso al espejo reflector sin obstáculos intermedios; ya la imagen del astro y la cabeza del observador habían dejado de ser incompatibles y podían simultanear!
¡El patricio Turnovense acababa de inventar el ojo artificial, objeto de sus ansias, lo bastante poderoso para penetrar con él en la región de lo invisible, inundarlo de luz y revelarlo a los humanos! Mediante él, decía, las 1.026 estrellas que ahora conocemos, catalogadas por Hipparro y Ptolemeo, se contarán por millones; en vez de una galería o vía láctea nebulosa, se nos aparecerán docenas, y su luz, aparentemente difusa, se resolverá en enjambres de soles infinitos; los cinco o los siete planetas se convertirán en cientos, si tal vez no en millares; se verán distintivamente sus lunas o satélites, como asimismo los vegetales, los animales, los monumentos de arte humano y los seres humanos mismos de que han de estar poblados, pues no hay que pensar que en tan ruin glóbulo (planeta) como el que habitamos se haya agotado el poder creador del Universo; se alejarán las fronteras de nuestro firmamento estrellado, limitado ahora nada más por un accidente pasajero, cual es el escaso índice de nuestra vista. Podremos entonces dedicarnos a escudriñar el origen de esos tropeles de globos rutilantes, sus dimensiones, sus masas, sus distancias, sus movimientos y velocidades, sus conexiones recíprocas, su destino, las leyes de su evolución, como hemos escudriñado y descubierto la atracción ejercida por el planeta sobre los cuerpos epitelúricos y los sistemas de fuerza centrífuga y centrípeta que determinan el equilibrio de los astros en el espacio, vislumbrada ya por Platón y por Ptolemeo y desarrollada con posterioridad a partir de Plutarco y de Numisio mismo.
El velo de Urania se descorreEn su casa y jardín de Tarraco, Numisio había mandado edificar una encumbrada espaciosa torre que dominaba el mar y se levantaba por encima de los edificios circundantes, disfrutando un horizonte muy amplio y despejado. En ella había alojado, según queda dicho, un espejo de grandes dimensiones, traído de su fábrica de vidrio, y un tubo de anchura proporcionada y muy largo, tal como venían usándolo desde muchos siglos antes los exploradores del cielo.
Repasó el espejo, afinando su curvatura y su pulimento, lo acomodó en el fondo del tubo, aseguró los soportes de éste, ajustó en su sitio el ocular. Ya no era aquello un mísero caño de madera, como el de Hipparco; el prócer tarraconense había tenido la fortuna de dar el salto desde el microscopio simple al telescopio.
Por fin, enfocó con su aparato los infinitos espacios siderales.
¡Nunca lo hiciera! En el mismo punto, el pequeño firmamento cristalino de los antiguos pensadores, filósofos, cosmógrafos y poetas estalló en pedazos; parecióle que a su vista, un nuevo Universo acababa de surgir de la nada al conjuro de su invento creador; que sobre el escenario de los cielos, el velo que encubría a Urania (a Isis?), y que nunca habían contemplado los humanos, se descorría, semejante a un telón de grandor suficiente para nublar y tapar ese reguero de mundos llamado galaxia (vía láctea), larga de más de un millón de veces el radio de la órbita terrestre, y unas cuantas docenas de vías lácteas más; -y he aquí a nuestro hombre deslumbrado, pasmado, fascinado, sin saber adónde dirigir primeramente la vista y la atención. Por el campo de su telescopio desfilaban solemnemente, constelando las regiones etéreas, miriadas de astros y aglomeraciones de astros, cuáles nimbados de oro, resplandecientes de fina y relumbrante pedrería, cuáles engalanados con torbellinos de color, así como de auroras boreales y arcos iris, anillos saturnianos, penachos de cometas flamígeros de millones de millas de longitud, pintados por la luz, esta hada polícroma del Universo eternamente creadora, atmósferas llameantes, polvo de soles en formación, irisaciones de cordilleras vitrificadas, fantásticas aureolas crepusculares, espectros estelares, plumajes de los trópicos, las mágicas floras etéreas tachonando con corolas de zafiro y arrebol los paraísos, campos elysios y floridas praderas del Cielo; joyeles de una magnificencia sin igual cual nunca los fantasearan los más fabulosos Nababs. Pasaban, más lejanas, refulgentes escuadras de aerostatos de diversa configuración y colorido, cruzando sus fulgidos vuelos en los océanos sin límite del éter recorridos por ellos; sistemas de sistemas de mundos, trenzando entre sí sus órbitas, con dos o más centros de atracción y de gobierno de planetas, asiento cada uno de una humanidad; luminosas selvas de orbes cuyo ramaje se resolvía en estrellas dobles, triples y cuádruples, que giran en derredor de un centro común de gravedad, en el incesante trabajo de renovación y creación. Pasaban nuevas floraciones de mundos, y otras tantas, y otras tantas, en número incontable, arrastradas a través de los espacios celestes, por fuerzas ignotas, en el torbellino de la vida universal, sin tropezar nunca con un muro o un cercado que marque algún límite a las profundidades del espacio insondable; enjambres de soles que escintilaban y refulgían más aún que la antorcha de nuestro mismo Sol, glaucos, azules, rojos, áureos, purpúreos, rosáceos, naranjados, smaragdinos, recorriendo raudos sus trayectorias infinitas y destacándose sobre el no medido e inconmensurable panorama del firmamento constelado y la prole planetaria que gira en torno de su esfera, sin contar, pared por medio de nuestro diminuto globo terráqueo, el rutilante luminar de nuestro día, sugeridor y personificador de los dioses redentores de todas las religiones orientales, desde Vishnú y Budha, Serapis y Horo, hasta (a) Mithra, Dionysos, Sabazio y Cristo; nebulosas espirales, globulares, cónicas, piriformes, irregulares, cuya luz tarda millones de años en llegar a la tierra, tan lejos están de ella, y de los cuales se proyectan incesantemente cataratas de mundos incubando nuevas explosiones de vida orgánica y de humanidad.
Gigantescos soplos de titán, que apagaban un mundo decrépito, cansado y frío, y lo reducían a caos y substancia cósmica, materia para una nueva génesis; globos incandescentes que se resolvían en un solo cráter inflamado y en una sola erupción; y globos aureolados por una sucesión infinita de cráteres refrigerantes que se tocaban unos a otros, iluminando y engalanando, a modo de lámparas suspendidas de la bóveda celeste, la superficie entera del astro, y sus anillos, y sus lunas, con rocas y metales en fusión, y al otro lado de los soles y galerías aproximados y revelados por el telescopio, otra vez el infinito inexplorado e invisible, pronto a entreabrirse y alumbrar nuevas inmensidades, nuevos cielos, sin que a un más allá siguiera nunca sino otro más allá; y por todas partes infinitos de poesía, la excelsa epopeya de los Cielos, a cuyo lado la gigante epopeya del Universo, a cuyo lado las de Valmiki y Homero, Fidias y Zeuxis, Sófocles y Virgilio, Dante, Shakespeare, Cervantes, Ptolemeo, Kopérnico y Newton, son como otras tantas insensibles pulsaciones y llamaradas confundidas en una vibración común...
Numisio entra definitivamente en el NirvanaNumisio miraba sobrecogido, sin conciencia de sí propio, aunque no del todo impasible, recibiendo las impresiones del Cielo con la misma inconsciente pasividad con que pudiera recibirlas la lente del ocular. No le quedó bastante serenidad y reflexión ni aun para preocuparse de la economía de las esferas.
Un instante hubo en que se recobró de aquel pasmo, o porque se le abriese espontáneamente el sentido, o porque se hubiese hurtado con esfuerzo sobrehumano al hechizo de aquel mágico cuadro, y pudo exclamar: «¡Con cuanta razón nuestro Macrobio ha señalado figuradamente, como galardón a las almas en la otra vida, la contemplación de los astros, las leyes eternas del mundo, la naturaleza abierta, sin ningún secreto para ellas!». ¡Fueran entonces a decirle a él que nuestro enano planeta, con su caquéxica humanidad, era centro y eje del Universo y la obra maestra de la Creación!
Pero en seguida, pasado ese relámpago de lucidez, como mariposa a la llama de la lámpara,
dejóse otra vez atraer al telescopio, donde se abrasaba las alas, y ya no supo desprenderse más de él. Presa a influjo del vértigo, había perdido el sentido de la coordinación, y aun el de la propia personalidad y domino de sí mismo, y quedó entregado sin defensa a la fatalidad de su invento. Ebrio de luz, su sed se hacía más rabiosa al mismo compás en que la iba saciando. Ya desde el primer instante, la esplendorosa visión del infinito habíale producido una emoción de tal intensidad, que amenazaba fulminarle. Aplicó con todas sus fuerzas ambas manos sobre el corazón, que quería saltársele, y aun pedía más, siempre más, y se apretaba contra el tubo, como si quisiera introducirse en él para asomarse directamente a aquel ingente balcón y otear desde él los mundos de la otra orilla o ir a bucear en los abismos del Cielo o a sumergirse y disolverse en aquel océano de mundos a que el género humano va abriendo los ojos con lentitudes milenarias. En un instante pudo mirársele transfigurado. Había visto cara a cara al Dios de Plinio, el Cosmos infinito y eterno, padre de toda criatura, autor de todos los progresos de la civilización.
La novedad le había cogido de sorpresa, habíale faltado continencia, y allí seguía adherido al cristal revelador, bebiendo ansiosamente aquel licor de vida que lo consumía y asesinaba. Al cabo de los años, su afección cardiaca reaparecía exacerbada, dejándole sin aliento; se sofocaba. Aquí, aquí, murmuraba entrecortadamente, mirando con fijeza al resplandor infinito; aquí está la luz, aquí la vida, aquí el Hacedor, aquí la gloria, aquí la religión, aquí algo más grandioso que todas esas concepciones pigmeas, Jove y Jehováh; aquí lo que aventará en cenizas todas las aras...
Y se repitió el caso de Semelí, la madre de Braccho, abrasada en el palacio de Cadmo por la sola aparición del tonante Zeus, el rey del Olimpo, en todo el esplendor de su gloria. Un último centelleo de vida, una última convulsión, un estremecimiento de todo su ser, y Numisio cayó de espaldas sobre la azotea del observatorio, arrastrando en pos de sí el aparato telescópico a que estaba agarrado. Al desprenderse de él y recobrar el soporte central su posesión, el enorme tubo osciló e inclinándose sobre el prestil dio media vuelta en el vacío y se precipitó en el jardín, revuelto con las ramas desgajadas de un ciprés majestuoso que crecía junto a la torre, para ir a formar al pie un informe montón de astillas.
Numisio había entrado definitivamente en el Nirvana.
A su lado se encontró en el suelo un ejemplar del colosal poema latino de Lucrecio Caro de Rerum natura, que había rodado desde la barbacana, abierto por aquel verso que parecía escrito exprofeso para Numisio:
Foelix qui potuit rerum cognoscere causas
En otro ángulo de la azotea o mirador, resguardado del sol y de la lluvia, se hacinaba el material a medio labrar que guardaba para seguir trabajando en la máquina voladora que le andaba por la cabeza desde que tuvo conocimiento de la paloma artificial construida por el filósofo pythagórico Archytas de Tarento en el siglo IV, antes del Imperio, y dada al olvido después.
Ni Numisiano, ni su parentela, ni su servidumbre pudieron nunca sospechar de que había fallecido el señor de Turnovas.
En cuanto al telescopio, la humanidad quedaría ignorándolo, como antes, hasta que lo inventase otra vez, como efectivamente lo inventó, doce siglos después, por órgano de Galileo.
Correspondencia entre muertosNo sabemos qué punzantes preocupaciones le habían acibarado la existencia en esta última etapa de su vida, fuera de la del telescopio, que seguía resistiéndose tenazmente, y la del Imperio, que se precipitaba a su fin, sin que nadie lo viera ni se alarmara, fuera de Numisio mismo y acaso de dos o tres personas más. El hecho es que en obra de seis años había envejecido veinte; contaba cuarenta y dos años y representaba más de sesenta. Se habría dicho que algún fuego interior, avivado por los pesares y las contrariedades, le consumía. Su rostro marchito delataba el más profundo abatimiento y la más negra melancolía. Esta pasión de ánimo se había acentuado particularmente en los últimos meses: no vivía más que hacia dentro; si algún átomo de vida chispeaba aún al exterior, esa se le había concentrado en los ojos, que todavía relampagueaban a trechos con alguna llamarada de pasión.
Hacía horas que había ocurrido la catástrofe del observatorio cuando llegaba a Tarraco un correo del Emperador, llevando una misiva de Theodosio para Numisio, escrita en Italia a los pocos días de la victoria alcanzada sobre Eugenio y Arbogasto el 6 de Septiembre de aquel año 394. El sentido de la epístola imperial era como sigue:
«Después de dos años y tres meses, no diré de reinado, de tiranía, el nuevo usurpador Eugenio ha recibido la muerte de mano de sus propios soldados; Flaviano ha sucumbido combatiendo en las avanzadas de Aemona; Arbogasto se ha hecho justicia a sí mismo, suicidándose. Pero van saliendo demasiado al pie de la letra tus predicciones para que me sea lícito descansar sobre el triunfo decisivo del Frigidus. Esto no se acaba nunca, nunca: el trono está cercado de asechanzas; ya dicen si Stilichón... Hay para preocuparse... para que nos preocupemos, querido Numisio. El santo anachoreta de la Thebaida Juan de Lycopolis, a quien Eutropio no pudo arrancar a su soledad para traerlo a la Corte, vaticinó que nuestras armas triunfarían del usurpador, y que luego de obtenido el triunfo acabaría yo mis días en Italia. Por la misericordia de Dios la victoria ha sido lograda: la segunda parte del pronóstico no se hará esperar. Tengo el presentimiento de que estoy acabando, pero que mi obra no está acabada y temo que todo va a volver a su anterior estado. No me inquietaría ello si no fuese el Imperio, si mi Arcadio y mi Honorio no fuesen aún dos adolescentes sin experiencia de la política ni de la vida. Me parece como si ellos y yo, y con los tres el Imperio, camináramos por una cuerda floja tendida sobre un abismo...
«¿Te compadecerás ahora de nosotros y de Roma? Acepta mi puesto de Augusto, y con él la tutela de Arcadio y de Honorio, para los cuales restableceremos la dignidad de César, caída en desuso. Aquellos godos, el otro gran peligro que se anuncia como inmediato, tú sabes manejarlos, prevenirlos y mantenerlos en la razón. Te escribo a la desesperada: escúchame como si oyeses una voz salida de ultratumba. Acuérdate a tu vez de Camilo (se refería a algo de la entrevista de Cauca que el lector no ha podido olvidar) y ten presente que tú eres un desterrado voluntario, que ni siquiera has recibido, como Camilo, agravios de tu patria... No vaciles ni tardes. Quedo aguardándote.»
Hasta aquí la carta de Theodosio. Ya hemos visto cómo el destinatario no llegó a leerla: los mensajeros imperiales hallaron a éste de cuerpo presente. A haber vivido, es posible que no hubiese desairado al príncipe como las otras veces: los razonamientos de su hijo Numisiano en Turnovas, en ocasión de la visita de Paulino y Prudencio dos años y pico antes habían labrado en su ánimo, y más de una vez pensó si efectivamente no habría sido una defección a Roma su exagerada repugnancia a ejercer el poder y el haber negado a Theodosio su concurso personal para poner orden en las instituciones imperiales, tan desviadas de la razón en Occidente y formar un cuerpo de gobernantes expertos y probos cuanto cabe en la humana pedagogía. Más habría hecho cuando hubiese advertido en el pergamino la huella de algunas lágrimas que le habían saltado al angustiado príncipe mientras escribía la carta.
Cuatro meses después de la batalla del Frigridus (5 Septiembre de 394 a 17 Enero de 395), hallándose en la ciudad de Milán, a los cincuenta años escasos de su edad, falleció Theodosio, agotada su fuerte constitución por el excesivo trabajo, las guerras, el lujo, los placeres y una hidropesía de pecho, sin haber regido el Imperio más que diez y seis años, después de haber ordenado su sucesión y dividido el orbe romano en dos únicas porciones, asignando el gobierno de la primera, o sea el Imperio de Oriente (provincias de Thacia, Asia Menor, Syria, Egipto, desde el bajo Danubio a los confines de la Persia y de la Ethiopía, con más la mitad de la Illyria y las dos grandes diócesis de Macedonia y la Dacia), al hijo mayor Arcadio, de diez y siete años de edad, y, el de segunda, o sea el Imperio de Occidente (provincias de Italia, Galia, Hispania, Islas Británicas, África, Illyria occidental, con más la Nórica, la Pannonia y la Dalmacia), a su otro hijo, de once años de edad, Honorio, dándoles por tutores, respectivamente, a Rufino y el conde Stilichón, casado con Serena; la renombrada sobrina de Theodosio.
Antes de que su cadáver fuese trasladado a Byzancio para ser inhumado en el mausoleo de Constantino, llegó a Milán la respuesta de Numisio a la epístola del príncipe que acabamos de transcribir. Cuando Numisiano hubo desembarcado en Tarraco, y se procedió a la apertura del testamento de su padre, encontróse con diversas cláusulas destinadas al Emperador. Aún vivía éste a la sazón, y Numisiano se apresuró a trasladar una copia de los párrafos pertinentes a la corte de Milán, despachando al efecto dos mensajeros por la posta oficial.
El testamento, en esa parte, decía así:
«Incluso en tus desvaríos político-religiosos, y en tus dañados pactos con los godos, has procedido con sinceridad y buena fe. No has sido un histrión como Octavio Augusto, hay que hacerte esa justicia. Por desgracia, tampoco has sido el hombre macizo, equilibrado y de cuerpo entero, intérprete ideal de su pueblo y de su tiempo, que fue, verbigracia, Aelio Trajano. Bien sabes cuánto he ambicionado que lo fueras. No te ha cumplido ser eso que el Imperio necesitaba, o lo has sido sólo en una mitad. Por eso has sabido mantener la balanza en el fiel durante diez y seis años, sin dejarla caer del lado de la barbarie, cierto, pero también sin haber acertado a inclinarla resueltamente del lado de la civilización, del lado de Rema. Te lo digo, por si te está bien rectificar tu obra: pocos lo celebrarían tanto como yo. Porque hasta la fecha, ha sido tu gobierno para el orbe romano una gran decepción. Tu reinado no es una edad nueva del mundo; apenas sí representa otra cosa que un respiro momentáneo. Los cortesanos y panegiristas que han principiado a cognominarte el Magno te engañan.
«Saber mirar lo presente con los ojos de lo porvenir, sin volver la espalda a lo pasado, es condición sine qua non para ser hombre de Estado en un pueblo caído que quiere redimirse y levantarse. Por desgracia, tú no has sido ese estadista ideal; tú no te has alzado nunca por encima del accidente; no has tenido nunca programa para conducir los sucesos, antes bien, te has dejado complacientemente conducir por ellos sin otro mentor que la rutina. Tomaste partido por la novedad, por lo que estimabas presente, y al dejarnos sin pasado, perseguido y extirpado sistemáticamente por ti, te has quedado y nos has dejado por el mismo hecho sin presente y sin porvenir. Lo único en que has demostrado iniciativas y voluntad ha sido para mal: la intolerancia religiosa.
«Has hecho de Ambrosio [San Ambrosio] el andariego obispo de Milán, que lo mismo hace a Máximo que a Eugenio, así como un asociado a la púrpura; y Ambrosio ha introducido su espíritu sectario a los dominios de la vida civil y del Estado: con someterte a su inspiración, has acabado de disolver los ya desmedrados vínculos morales que daban aún alguna fuerza y cohesión al Estado; has acabado de relajar las internas energías del espíritu nacional y su unidad. Nadie, fuera de Ambrosio mismo, podría aprobar tu actitud violenta e intransigente ante el Senado, en tu reciente viaje a Roma, confirmándote en tu injusta prevención y enemiga contra el paganismo. El Senado ha tenido entera razón contra ti. Yo no diré que la causa del Imperio vaya indisolublemente unida a la causa del paganismo, como pretende el partido de sus adeptos; digo, sí, que va unida a la causa de la libertad de conciencia, que encontraste respetada y practicada por todos tus antecesores, desde Constancio Chloro hasta Gratiano. Yo en tu caso me declararía neutral, o mejor dicho, me inhibiría de conocer, como caso extraño a mi jurisdicción, y eso sería propiamente gobernar. En buena hora triunfe el cristianismo, pero triunfe por su sola virtud: si los ciudadanos romanos quieren abandonar su viejo culto y sustituirlo por otro, háganlo, pero ellos sponte sua; no lo haga sin su voluntad, y menos contra ella, el Estado oficial, o digamos el Emperador. Sean pocos o sean muchos los del uno y los del otro bando. Las campañas de Cynegio y sus émulos contra los templos paganos y tus leyes prohibitivas de 391 y 392 han sido una afrenta y un atentado contra las conciencias no menor que la execrable cuan bárbara sentencia de Máximo, en Treveris, contra los Priscilianistas, y ¿qué digo?, más grave, más brutal que la misma matanza de Thessalónica -ya ves si es un colmo;- y ese atentado contra las conciencias, desde el punto de vista político, envuelve un delito de lesa Roma y de lesa humanidad, siendo un agente de disolución y allanando el camino a los bárbaros. Cuando creías socavar los cimientos de una fe, socavabas los cimientos de un Imperio: ¡de un Imperio que tantos sudores y tanta sangre ha costado a nuestros padres fundar en la sucesión de los siglos! Me apesadumbra que sean españoles los autores de una tal impiedad, que hace retroceder medio milenio, si tal no mucho más, al género humano.
Dudo mucho, Theodosio, que quede aún remedio para Roma: cierto, el roble conserva aún toda su apariencia, pero labra ya dentro la carcoma. Por lo mismo habrás de reconocer que el Imperio necesita bálsamos de otra virtud y más robustos puntales que los que tu sangre puede suministrarle. Pero te conozco demasiado para no anticiparme a lo que te ocurrirá hacer. El fanatismo por tu fe te cegó y el fanatismo por tu familia te ciega, no dejándote en ninguno de los dos trances obrar en razón. Tratas de sacrificar el Imperio, no siquiera a tu prole, sino a tu vanidad, a sabiendas de que tus retoños, al menos hoy por hoy, no sirven para el oficio. En otra cláusula te he hecho ver que tú, en tanto que gobernante, has mantenido con fortuna la balanza en el fiel durante diez y seis años sin dejarla inclinarse del lado de los godos ni del lado de los romanos. Pues bien; haciendo ahora lo que dicen que vas a hacer, considerar el poder público como una propiedad privada y traspasárselo a tu progenie, desequilibrarás por fin la balanza, pero no en bien, sino para hacerla caer del lado de los bárbaros. Con fatiga infinita levantaste el Imperio caído, pero como quien levanta un castillo de naipes para darse el gusto de derribarlo otra vez soplando sobre él en la última hora y entregándolo inerme al enemigo por el medio de nombrar, con título de tutores, dos emperadores efectivos de las condiciones morales de un Rufino, según se susurra, y dos emperadores honorarios, Arcadio y Honorio, de quienes está dicho todo con decir que cuentan once años de edad el uno y diecisiete (o dieciocho) el otro.
«Te subes a la parra y acudes al reparo con una ley arbitraria y cruel, porque algunos súbditos tuyos sacrifiquen a las deidades de sus padres un becerro o un gallo; y tú no vacilas en sacrificar al lustre de tu apellido, o lo que es igual, en aras de esos otros númenes, Arcadio y Honorio, no digo un gallo, no un toro o una hecatombe, sino todo un Imperio, que es decir una porción considerable del planeta. Porque es imposible que un hombre de tu seso y claridad de juicio se haga la ilusión de que esa división del cetro en dos sea una solución, de estimar viable un Imperio, encima de escindido, entregado a la dirección de dos muchachos sin mentalidad, sin estudios y sin experiencia.
«De instrucción pública ya te dije sobrado en nuestras entrevistas en Byzancio, y sólo me ocurre añadir en apoyo del sistema entonces propuesto, que no constituía él ninguna temeridad ni ningún sueño, pues Charondas, legislador de Catania, hace ya mil años, instituyó maestros de primeras letras por cuenta del Estado y declaró obligatorio para todos los ciudadanos el aprendizaje de la lectura y la escritura.
«Preguntarás: ¿qué es lo que deberías hacer, o más bien haber hecho?
«En substancia, dimitir a Ambrosio, para que se vuelva a sus sermones y a sus cánticos; confinar a Alarico en Agysimba, del Desierto libyco (Sahara), o en una isla de los Antípodas, de donde no pueda volver a salir; ascender a Rufino a la horca; mandar a tus hijos con una buena pensión a Cauca, volviendo a las instituciones imperiales de Diocleciano; asociarte en el trono a Stilichón, que ciertamente no llena la medida del gobernante ideal, pero que es único, lo menos defectivo e incompleto en cuanto se descubre al sentido en todo el horizonte sensible, además de ser algo de tu parentela. Si para hacer eso hace falta ser héroe, sé héroe; apiádate de Roma y mira por tu obra, ya que no digamos por tu memoria o por tu nombre, que esto es lo de menos...
«Poseías muchas de las virtudes y de los talentos que fueron patrimonio, característica y ornamento de los grandes emperadores del siglo II; pero tu sectarismo teológico, dogmático y ortodoxo, tus arrebatos y tu crueldad, y tu carencia de arte para conocer a los hombres -sean ejemplo Rufino y Alarico,- los han esterilizado. Si no hemos rodado ya toda la pendiente, si el mal no se ha hecho, como temo, incurable, sólo por esas vías podría quizá ser combatido con éxito y restaurado el Imperio. El cual necesitaba de todas aquellas virtudes y de algunas más, pues ni aun aquéllas, por sí solas, habrían bastado. Si no lo haces así, o hecho, resulta que es tardío, ten por seguro que tú eres el último sucesor de Octavio Augusto, y aún más, que la historia de Roma hace punto final en tu persona. Los vates de la Corte te cantarán complacientemente, decorándote con dictados épicos, como el de Restaurador del Imperio y segundo fundador de Roma; pero la posteridad rectificará cognominándote Sepulturero de la patria. Habrás tenido la gloria de precipitar la caída final de la decrépita cabeza del Orbe y destruido el instrumento más potente de civilización y de progreso que hasta hoy ha acertado a crear el genio de la humanidad.»
El mensaje póstumo de Numisio llegó póstumamente también: el 17 de Enero (año 395), Theodosio había expirado en su palacio de Milán, sin haber podido leer los nobles avisos y admoniciones y los temerosos presagios de su malogrado amigo, que estaban aún de camino. Ahí acabó esa que pudo parecer una correspondencia entre muertos, escrita de ambas partes sinceramente, para que surtiese efecto en la realidad de la vida pública, pero que por un accidente desgraciado quedaba reducido a categoría de testimonio, útil sólo para documentar un trascendental episodio de aquel final de siglo.
Fue una desgracia que Theodosio y Numisio no hubieren acertado entenderse doce o diez y seis años antes, cuando fue sazón: entre los dos habrían acaso salvado la integridad, la personalidad y la organización social y política de Roma, ganando para la civilización y para el progreso los ocho o diez siglos perdidos por aquel enorme retroceso debido a las invasiones germánicas y al triunfo inorgánico del nuevo polytheísmo galileo extraño a las tradiciones y al genio de la raza.
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