EL TESTAMENTO

DE DON JUAN i,

novela histórica original

POR T. ARNORIZ Y BOSCH

MADRID:

ESTABLECIMIENTO TIPOGRÁFICO MILITAR,

calle del Barquillo, número 8.

1855.

Libro I

Capítulo I
En donde se encuentra el origen de esta verdadera historia

El día 9 de octubre de 1390, salió por la puerta de Burgos, en Alcalá, una brillante cabalgata que abrían los ballesteros reales y cerraban los donceles de Castilla, precedida de un numeroso y alegre concurso. Todos iban de gala, todos de ceremonia; lo cual, significaba que el rey D. Juan I iba a la corte a presidir una de aquellas fiestas marciales que ya no existen sino en debilitados recuerdos.

El que nos queda del inmediato sucesor de Enrique II, se reduce a tener a la sazón treinta y seis años, y contar uno más de reinado que el fundador de su dinastía. Sabido es, que poco afortunado en la guerra, perdió en una sangrienta derrota el derecho que a la corona de Portugal tenía su esposa Doña Beatriz; pero que más afortunado en los tratados, aseguró sólidamente su trono con la alianza de Inglaterra, por enlace de su hijo D. Enrique con Doña Catalina de Lancaster. Por lo demás, feliz en sus afecciones de hombre, dichoso con la pompa regia que le rodeaba, cabalgaba D. Juan airosamente en un arrogante corcel, llevando a la diestra al célebre arzobispo de Toledo D. Pedro Tenorio, y a la izquierda al adelantado mayor de Castilla Alfonso Manrique de Lara, con los cuales afablemente departía sobre el objeto que de Alcalá los sacaba.

Era aquel, no propiamente un torneo, pues ni había reto ni capítulos, ni prez; sino simplemente unos juegos de lanza a la africana, carreras y escaramuzas a caballo que habían de ejecutar cien ginetes cristianos, último resto de los cautivos hechos en España por los árabes invasores, y que volvían de África tras un largo y penosísimo destierro.

Pero era tal y tan grande la fama de los Farfanes, que habían logrado presenciara y presidiera la justa el monarca castellano, la corte y todo lo que mas de pro y hermosura se encontraba en diez leguas a la redonda. Del vulgo no se hable; ese corría presuroso a tomar parte en la fiesta para animarla primero, y celebrarla después con su [expansivo] entusiasmo.

Un singular incidente ocurrió en la regia cabalgata a la salida de Alcalá. Espantóse el hermoso y lozano alazán que montaba el arzobispo de Toledo, con mas garvo y desenvoltura de la que era de esperar en sus años y sus hábitos. Pero tan diestro como el mejor ginete, y tan sereno como el hombre de más valor, lo contuvo con mano firme, lo hizo volver y alinearse dócilmente, colocándose de nuevo junto a D. Juan, asustado primero, y admirado singularmente después.

El Adelantado mayor, que a pesar de tener los cabellos blancos conservaba todo el vigor de la virilidad, le dijo con entusiasmo. -¡Sus! señor Arzobispo, bien regís ese bridón.- Hacemos lo que podemos[-] contestó el Primado con natural y mesurado acento. -Por Santiago bendito, reverendísimo padre, añadió jovialmente D. Juan, que no ha de faltar quien viéndoos manejar con tal brío y soltura el fogoso bruto que montáis, se pregunte si os encamináis al palenque como espectador o justador. -¡Quién sabe! [-]respondió pronta y discretamente el Primado aceptando la benévola zumba del rey; quién sabe lo que aún puede suceder. Tal vez yo sea quien gane el prez en esta marcial jornada. -¡Oh! mucho me complacería el que se lo arrebatáseis a los Farfanes [-]replicó alegremente D. Juan[-]; eso sí que sería tan nuevo como peregrino. Y siguieron por la llanura llevando sus caballos a un trote corto.

La mañana estaba hermosísima. El firmamento[,] de un azul terso y brillante, no le empañaba una ligera nube. El sol derramaba torrentes de luz dorando magníficamente la campiña, no despojada aún de su gala y lozanía; y el Henares se percibía entre sus verdes orillas, cual ancha y ondulante banda de plata. Todo era bello, todo era alegre, todo estaba en armonía con la fiesta.

Don Juan paseó su plácida mirada por el ancho horizonte, por la estensa llanura, por la alegre multitud que en ella discurría; y sea que le incitara el movimiento, el ruido, aquella espléndida luz; sea que sintiera circular su sangre con más fuerza y aumentarse la vida en su corazón; ello fue, que sin ser dueño de contenerse, elevó el dorado acicate en el hijar de su arrogante caballo, y sacándolo a un rápido galope, gritó al Arzobispo mientras que atropellaba a los ballesteros: -A ver si entre los que me siguen hay alguno que me alcance. Y se lanzó como el rayó, alzando una espesa nube de polvo que lo ocultó a las miradas de su numeroso cortejo.

Al verlo partir como una flecha, la regia comitiva dio un grito de júbilo y se lanzó en su pos, esparciéndose y desordenándose por la llanura. Durante algunos minutos sólo se vio una espesísima polvareda, porque el campo por donde corrían con tan frenética rapidez estaba labrado. Luego, entre las sordas pisadas de los caballos y el crugir de las armaduras, se oyó un grito agudo y penetrante.

Aquel grito fue un ¡ay! que vibrante y dolorido oyeron los que más de cerca seguían al Rey. Todos reconocieron su voz; y al oír al Arzobispo que les gritaba para que se detuvieran, comprendieron que algún imprevisto y desgraciado accidente venía a turbar la alegría de la fiesta.

Todos pararon, el polvo descendió un tanto, y pudieron contemplar al rey D. Juan tendido, inmóvil, pálido, descubierta la cabeza; y el traje, como los cabellos, empolvados y en desorden.

El arzobispo de Toledo estaba de rodillas a su lado; tenía una de sus manos consagradas estendida sobre la frente del Rey, mientras, que con la otra sobre el corazón, buscaba un indicio de vida en un débil latido; pero aquel corazón no le daba. Sobre la tierra removida con los pies de su caballo, no reposaba más que un cadáver. El anciano Primado lo apercibió pronto, y con la cabeza inclinada reflexionaba en la súbita desgracia acaecida, y en las muchas que con ella iban a sobrevenir. De prisa murmuraron sus labios una plegaria por el que en aquel instante comparecía a la presencia de Dios; concentrándose después su pensamiento en la tierra donde un trono acababa de estremecerse y estaba un niño llamado a ocuparle.

Pronto el anciano Primado y el difunto Monarca se vieron rodeados de la regia comitiva de D. Juan, que al punto comprendió la verdad. Pero D. Pedro Tenorio levantándose cuando oyó al Adelantado mayor decir: -¡El rey ha muerto![-]contestó con voz fuerte y sonora: -¡No! [¡N]o ha muerto el rey! [Está así], en gravísimo peligro; roguemos, pues, a Dios que lo salve, y vamos a socorrerlo prontamente.

Y con una energía [extraordinaria]; con un poder abrogado osadamente; con una presencia de espíritu asombrosa, y una oportunidad singular, el Arzobispo dio tantas órdenes cuantas eran las medidas que en aquella deplorable desgracia se hacía necesario tomar. Por su mandato se alzó instantáneamente una tienda en aquel mismo sitio y se trajo del alcázar lecho, ropas, y servicio. Se organizó la servidumbre como reclamaba su supuesto estado, y se aseguró del secreto que importaba, guardar por la adhesión de los elegidos. Atendido esto, hizo que el vulgo regresase a sus hogares, que los Farfanes suspendiesen su fiesta, y que en todas las iglesias de Alcalá se hicieran rogativas por la salud de D. Juan.

No se limitó a esto solo el Primado. Así como tomara sobre sí la responsabilidad de ocultar la muerte del monarca, también tomó la iniciativa para prevenir las consecuencias. Sentado en el fondo de la tienda real despachaba correos a la reina Doña Beatriz, mujer del difunto D. Juan; al príncipe D. Enrique, su sucesor, y a Doña Catalina, su esposa; a la reina de Navarra, Doña Leonor, hermana del rey finado; a todos los prelados y ricos hombres de Castilla, a las ciudades y cabezas de los reinos comunicándoles la funesta nueva, protestando a aquellos su lealtad y demandando la de todos en nombre del rey menor, del huérfano D. Enrique.

Sin embargo, en aquellas prudentes y acertadas medidas, en aquella pronunciada decisión, en aquella absoluta iniciativa tomada por sí y ante sí, ¿no se mezclaba ningún sentimiento de personal egoísmo, de dominante ambición? ¿Se consagraba a Castilla o a sí? ¿Estendía su mano poderosa para contener las pasiones que una minoría desencadena, o para asir la regencia que la menor edad del rey reclamaba? ¿Trataba de hacer suyo el prez de la jornada como poco antes dijera?

En tan supremos instantes sólo Dios pudo conocer en toda su desnudez los sentimientos que lo impulsaban. Hubo, no obstante, quien los comprendió y previno, y luego los acontecimientos lo patentizaron harto desgraciadamente.

Esos acontecimientos consignados en una vieja y carcomida crónica, son los que vamos a escribir, no con elegancia ni prolijidad, [sino] concienzuda y fielmente, entresacando los hechos de sus roídas hojas, como las abejas estraen la miel del cáliz perfumado de las flores.

Capítulo II
Cómo se prueba que las palabras, del modo que las lluvias, no falta nunca quien las aproveche

Cobijados bajo el espeso ramaje de una frondosa arboleda a orillas del bullicioso Henares, hallábanse, pocas horas después del acontecimiento que en el capítulo que antecede hemos referido, dos caballeros recostados sobre la blanda y fresca yerba; y mientras los viajeros se entregaban al descanso, dos caballos de raza árabe, negros como el azabache, pacían sin freno a pocos pasos de sus dueños.

Departían éstos tranquila y reposadamente, y en tanto que el uno dejándose llevar del hilo de sus pensamientos cortaba los tiernos tallos del césped, el otro, apoyado en su larga espada parecía respirar con delicia la fresca brisa del Henares impregnada con las aromáticas emanaciones del campo.

Respaldados como se hallaban contra un espeso seto, que se alzaba a orillas del camino, estaban completamente ocultos a la vista de los que por aquél transitaban, al par que ellos oían en el silencio interrumpido sólo por su voz, el paso tardío y acompasado del peón que por el camino andaba, el vuelo de las avecillas que anidaban en aquella espesura, y hasta el roce de un insecto escondiéndose en la maleza.

Por lo que hace a los viajeros, su alcurnia se colegía al punto que se miraba su porte noble y arrogante, el lujo de sus vestidos y los castillos y leones de su brisado blasón ricamente bordados en las moriscas mantillas de sus briosos corceles. Sin embargo, entre los dos se notaba cierta diferencia que marcaba, una distancia social; diferencia que no existía en el traje casi igual que vestían, ni en su aspecto distinguido en ambos, ni en su lenguaje por igual, cortés y cordial; si no en la acentuación de las palabras que mediaban, y en la marcada [expresión] de los que las proferían.

Tendría el uno como treinta arios, alta estatura, talle elegante, tez fina y pálida, negro bigote, una fisonomía tan bella como varonil y una frente tan altanera que parecía ceñir una diadema.

El otro contaría veintidós años, y sus facciones eran regulares y bien proporcionadas. Notábase una indolencia verdaderamente meridional en su frente, de una serenidad prodigiosa; revelándose el fuego de su edad y la energía de su alma en los destellos de sus ojos garzos, alternativamente chispeantes o entornados según el giro que el diálogo tomaba.

En el punto que los presentamos a nuestros lectores, el de más edad, que era el distraído segador de la tierna yerba, decía a su joven compañero con una sonrisa fina y burlona:

-Yo lo sentí por vos, Gonzalo; pero fue buen bote el que os sacó del arzón.

-Y tan bueno, respondió el llamado Gonzalo sin que se arrugara su blanca frente, y tan bueno, que me hizo rodar por la arena largo trecho. Verdad es que el brazo de Rodrigo López de Ayala, es un brazo de hierro unido a un cuerpo de roble que anima la fuerza de un león. Ser vencido por él, no me humilla; tampoco me pesó su triunfo, lo que le envidié fue el prez.

-¡Ola! Gonzalo, [exclamó] sonriéndose su interlocutor; ¡Dios! que según lo que decís, y con el fuego que lo acompañáis, dejáis conocer que sois de los que se prosternan a los pies de la joven y hermosa dama, de la no menos hermosa Catalina de Lancaster.

-No por cierto[-] contestó el joven arrugando sus rubias cejas para acentuar mejor su negativa. No soy yo del temple de los que aman sin esperanza. Si la hija del Adelantado mayor fuera libre en sus afecciones, procuraría cautivar su amor con los [extremos] del mío; pero solemnemente prometida a Rodrigo López, sólo tengo para quemar en su ara respeto y admiración.

-No soy de vuestro parecer, Gonzalo, replicó incorporándose el segador de yerba; en amor, como en la guerra, sea el prez para el vencedor, y ¡por Cristo! la mujer, más que todo, es objeto de conquista. No olvidéis esto por vuestra vida, y os traerá grandísima cuenta con ellas.

-No lo dudo si sois vos quien lo afirma; pero a mi entender esos amores de lucha, esas conquistas de empeño, cuando más, sólo alcanzan de triunfo real un instante, y tras él todo se acaba menos la sed, que al probar tan dulce copa debe quedar al que bebe su néctar embriagador. Y yo, ¡qué queréis! no me satisface una gota, necesito un océano. Pretendo goces y no tormentos... aunque sean de amor propio.

Bien haréis si podéis hacerlo, replicó el del negro bigote acariciándoselo pensativo, porque es desesperado cifrar la ventura de la vida en lo que no se ha de conseguir... al menos cuando se desea con una avidez delirante.

Y de pronto reveló su altivo semblante un sentimiento amargo y profundo concentrado en lo más íntimo de su corazón. Su joven compañero lo miró con indecible [expresión] de interés, y repuso con viveza:

-Cualquiera quo os oyese y viera en este instante, creería que es tormento que habéis probado, a juzgar por la triste [expresión] con que habláis de él; vos para quien los amores son de oro.

-¡De oro!... han sido Gonzalo; pero ¿y si ya no fueran?

-¡Imposible! ¿Qué dama hay en la corte que os niegue su corazón? ¡Ninguna, pardiez, D. Fadrique! No os lo negarían tampoco si lo solicitárais en más alta esfera, pues bien sabido es que ni Aragón, ni Portugal, ni Navarra os rehusaría la mejor de sus infantas.

-Permitid, Gonzalo, hablábamos de amor, no de alianzas.

-Así es; pero yo he unido éstas con aquél, para probar que no existen imposibles para vos.

-Eso sería cuando entre ella y yo no hubiera quien representara un derecho interponiéndose como un fantasma fatal para acumularlos más y más.

-Cierto; pero eso sería una fatalidad, y vos sois el arrullado de la dicha. Eso no puede suceder, ni será.

-Vuestra réplica, Gonzalo, sobre ser discreta, es también lisonjera; la acepto y os doy las gracias.

Pero mientras que D. Fadrique se sonreía, esto diciendo, su mano estrujó desapiadadamente la tierna yerba que a su alcance estaba, lo cual notado por su interlocutor, bastó para que comprendiera no estaban de acuerdo su lengua y su corazón.

En silencio quedaron un corto espacio, silencio que turbó el galopar de un caballo que pasaba por el camino, ahogando en breve la arena el eco de sus pisadas.

-Gran diligencia lleva ese viajero, Gonzalo.

-A juzgar por la rapidez de su carrera, alguna más que nosotros[-] contestó aquel suspirando.

No podéis disimular que estáis terriblemente contrariado con no asistir al torneo de los Farfanes. Dejad, dejad que otros brillen en la arena del palenque; sois, por mi vida, el caballero más avaro de gloria y laureles que hay en Castilla.

-También lo soy de peligros para ganarlos.

-Sin duda, dígalo si no el sitio de Coimbra y el cerco de Lisboa donde ganasteis las espuelas de oro y donde yo os entregué mi bandera como al más digno de llevarla por intrépido y denodado. Mas volviendo a lo del torneo, para consolaros de lo que habéis perdido, acordaos que volvemos a la corte y que veréis a la perla de las damas de Castilla, como la apellidaron en el torneo de Palencia.

-Vamos en buen hora a la corte, replicó sonriéndose Gonzalo pero os afirmo que preferiría el ir a la frontera de Granada: antes gloria, después amor. ¿No es muy grato enlazar como Rodrigo López de Ayala el emblema de sus triunfos al emblema de sus amores?

¿Aludís a su divisa de Palencia? ¡Oh! el Alférez mayor del Rey es galante como pocos con su bella prometida. Una azucena de plata en campo de gules, orlada de dos laureles de oro con el lema: «La más bella y la más pura.» Rodrigo acabará por divinizar a su amada y elevarla un pedestal, a cuyo pié se prosternará para adorarla.

Otro caballo pasó por el camino, veloz cual la flecha que hiende el aire.

-Ese llegará a Madrid mucho antes que nosotros, añadió D. Fadrique estirándose perezosamente. De bonísima gana no me movería de este delicioso sitio, pero el sol empieza a descender por el horizonte, y es necesario acabar la jornada. Pondremos, pues, el freno a los caballos y seguiremos el ejemplo del que acaba de pasar.

Inmediatamente se levantó Gonzalo, sacudió el polvo de su coleto y se puso a enfrenar los nobles animales que vinieron dócilmente a su mano. Ocupado en esto estaba cuando el sonido de una voz humana aguda y metálica, hirió su oído [excitando] su atención. Alargó el cuello con un movimiento pronunciado de interés y se puso a escuchar atentamente a través del follaje del seto lo que decían, ya en tono de misterio, ya de convicción, ya de altercado dos hombres que debían estar parados y muy próximos a él. Al cabo de un minuto volvió la cara, hizo una señal a D. Fadrique para que se acercara, y siguió escuchando casi con ansiedad.

Don Fadrique obedeció maquinalmente; se acercó de puntillas y apoyando su mano en el hombro de Gonzalo que se encorvaba para poner el oído en un claro de la maleza, oyó una voz gruesa que con tono de magistral superioridad decía:

-Os engañáis, Millán, os engañáis sin duda alguna. Si hubiera muerto como os empeñáis en sostener, no estaría el Arzobispo cuidándole sin separarse de su cabecera, no le prodigarían tantos cuidados como habéis visto tomar, y no permitiría que se hicieran rogativas por su salud; y bien sabéis que cuando salimos de Alcalá acudían las gentes en tropel a las iglesias, cuyas campanas todas tañían a la vez. ¿No conocéis que eso sería querer engañar a Dios?

La frente de D. Fadrique se puso tan amarilla como las hojas que ya empezaban a desprenderse de los árboles, estremeciendo un ligero temblor la mano cuya blancura resaltaba sobre el oscuro coleto de Gonzalo que no respiraba para oír la réplica de Millán, que con su voz chillona dijo:

-¡Bah! maese Arnaldo, y que poco se os alcanza de mundo a pesar de lo mucho que os sobra de años. El por qué oculta el Arzobispo la muerte del Rey, no os lo sabré yo decir; pero que la oculta, es tan verdad, como verdad es que ese río es el Henares. He visto yo a D. Juan escurriéndome entre las piernas de los ballesteros cuando lo entraban en la tienda, y ¡por San Millán, mi patrón! que está tan muerto como mi pobre padre, que [expiró] a mis pies en la maldita batalla de Aljubarrota. Maese, el rey ha muerto, creedlo, que os lo afirma quien conoce bien la muerte.

-Pero si está muerto, ¿a qué viene el asegurar que está vivo? Este es mi tema, ¿por qué es este engaño?

-Porque así convendrá, compadre Arnaldo; y en eso ya no me entrometo, porque ni lo entendemos, ni nos cumple el averiguarlo; y vamos andando, que aún nos falta legua y media de camino.

-Tenéis razón, sigamos nuestro camino, que es lo que más nos importa. ¿Pero quién nos había de decir cuando al romper el alba veníamos tan alegres por este mismo sitio, que en vez de asistir a una justa, íbamos a presenciar una muerte tan desastrosa?

-Esas son las cosas del mundo, dijo filosóficamente el chillón Millán, por eso se dice que el hombre propone y Dios dispone; fuimos a justas y vimos desastres.

Dicho fue esto andando ya los dos interlocutores, y poco a poco fue perdiéndose el rumor de sus voces que aún por intervalos llegó a oídos de los viajeros, que la subían de punto en el calor de sus réplicas.

-El rey ha muerto. ¡Desgracia! murmuró el joven Gonzalo con emoción cuando se hubieron alejado del todo.

-Y el Arzobispo lo oculta por su interés, como ha dicho ese Millán, que es cazurro de buena casta, añadió D. Fadrique meditabundo, acaso más que afectado. ¡Bien, por Dios, con el prelado! Hábil sois y previsor, buen D. Pedro, pero aun así puede que haya quien os gane por la mano.

Y encarándose a su compañero que contemplaba en silencio su frente sombría y su rostro contraído y pálido, le dijo:

-Gonzalo, los hombres nos engañamos muchas veces porque nos es grato el creer. Permitid a mi convicción, que se afirme con vuestra seguridad. ¿Es verdad que me sois afecto y que no me equivoco al juzgaros tan leal como decidido y valiente?

-¡Ponedme a prueba, y mis obras os contestarán con más precisión y verdad que todas las palabras por firmes y [expresivas] que sean! Hablad, mandad, confiad en la adhesión de un hombre que todo lo emprenderá por vos, por vuestra causa, y por su honor.

-Os creo; y tal os creo, que voy a fiar de vuestra diligencia y discreción mi mejor arma de combate. Oíd; vais pues a montar en mi caballo, que es más corredor que el vuestro y rápido como el pensamiento; tomad la vía de Valladolid, dejad el camino a una legua de la ciudad, y siguiendo la orilla del Araya, encontraréis un monasterio, al cual en seguida os dirigiréis. Si os [extraviaseis], preguntad por San Bernardo el Viejo, y al instante os llevarán. Sin perder tiempo presentaos al Abad, y después de saludarle en mi nombre, le diréis que os dé la caja de plata que le entregué el penúltimo día del sitio de Cillorico; que la reclamo en nombre del que se la dio. Os la dará sin duda si ignora lo acaecido en Alcalá, para lo cual sirve la diligencia que os encargo, añadiendo la mayor reserva por vuestra parte. No os detengáis un momento después que vuestra mano la asegure; marchad en seguida, id a mi castillo de Benavente, entregadla a Benzamuel, y después os venís a reunir conmigo s Madrid o donde la Corte se encuentre. Ahora a partir.

-Permitidme antes una observación, si lo tenéis a bien, dijo Gonzalo que ya tenía la brida en la mano y el pié en el estribo. ¿Necesitaré una credencial para el Abad, o bastará mi palabra?

-Advertís a tiempo mi olvido, lo cual me complace mucho; y sacando un anillo del dedo se lo dio añadiendo: Si duda, presentadle este sello; si vacila obligadle; si niega, insistid; pero de modo que no sospeche el interés que yo tengo en adquirirla.

-Creo que a lo menos habéis de quedar satisfecho del enviado[-] contestó Gonzalo guardando el anillo; por lo demás, si consigo la caja, a Benavente; si no, vuelo a participároslo adonde quiera que estéis.

-Vuestra previsión, me garantiza el éxito, Gonzalo. Confío pues, en que será feliz, si no os detenéis...

-No lo teméis si Dios es en mi ayuda!

-Que esperaré con impaciencia, añadió el Duque saludándole y despidiéndole con un afectuoso ademán.

Gonzalo saltó con ligereza sobre el inteligente animal, que relinchó impaciente como si anhelara secundar los deseos de su señor, y clavándole en el hijar la dorada espuela, partió como una exhalación por un camino de travesía que lo condujera al que con tanta prontitud le estaba indicado seguir.

Imitóle en breve su compañero, ocupándose antes en limpiar y ordenar su descompuesto traje; hecho lo cual, tomó el camino de Alcalá, cayendo en una profunda y melancólica meditación.

Capítulo III
Donde se da cuenta de lo que pasó entre el arzobispo de Toledo y D. Fadrique y quién era éste

Era ya de noche cuando el solitario viajero del Henares, se encontró a la vista de Alcalá.

Sin entrar en ella, se encaminó directamente a la improvisada tienda donde se custodiaba el cadáver del rey D. Juan; apeóse a corta distancia, ató su caballo a un poste, cambió algunas palabras con el caballero que guardaba la entrada, levantó la pesada cortina que cubría la puerta, y quitándose respetuosamente el sombrero, se deslizó en el interior recibiendo saludos que altaneramente contestaba; penetrando por último en la estancia fúnebre sin anuncio ni ceremonia.

Solo estaba el Arzobispo, no con el breviario en la mano, sino ocupado en dar órdenes, avisos y consejos cuando entró D. Fadrique, quien le asestó una mirada profunda, de prevención y desconfianza que desconcertó al prelado.

-¡Vos aquí, Duque! [exclamó] el arzobispo sorprendido y levantándose prontamente bendiciendo al recién llegado, y alargándole la mano, que aquel besó ligeramente, después añadió: Dios ha derramado su copa de tribulación sobre nosotros, humillemos nuestras cabezas, y bendigamos la mano que la vierte.

-Bendita sea en el cielo y en la tierra[-] contestó el Duque gravemente; pero dejadme ver a mi hermano.

Y acercándose al lecho, descubrió el imponente rostro de D. Juan que conservaba los ojos abiertos y todos los músculos contraídos.

-¡Muerto! murmuró con acento sombrío, muerto de un solo golpe! ¡Oh! A cien pasos de una justa y en todo el lleno de la vida; rey, padre, feliz...

Y cruzando los brazos, clavó sus negros ojos llenos de fuego en los azules, cristalizados y fijos de D. Juan, contemplándole con una atención profunda, pero sin emoción, sin dolor.

A su vez D. Pedro Tenorio lo contemplaba grave e impasible, penetrando con su segura mirada el fondo de aquel corazón, que con sus ardientes pasiones latía de ambición delante del mortal despojo de un hermano; de aquel corazón que en sus borrascas, había de estremecerlo todo, dándose a conocer en su época por su violencia y rebeldía, por su arrogancia y su poder.

-Besad esa frente amarilla y mustia si queréis, dijo el Primado con acento de compasiva indulgencia; pero después separad de ella vuestra mirada para fijarla en Castilla, que puede agitarse si se la deja olvidada; y en el niño D. Enrique, huérfano, menor y enfermo.

Miró D. Fadrique al Primado un breve instante; cubrió en seguida, sin besarla, la desfigurada faz del rey, y separándose del lecho, tomó asiento frente a frente del Primado y a su repetida invitación.

-¿Dónde os ha encontrado mi mensajero? le preguntó el arzobispo, que conocía sobradamente las prevenciones del Duque y el poder de su voluntad.

-¿Me habéis mandado alguno? dijo D. Fadrique volviendo glacialmente pregunta por pregunta.

-Antes que a nadie[-] contestó el Primado desprendiéndose sagazmente de todo motivo de desavenencia con su hostil interpelante; como cumple a mi confianza en vos, a mi amistad por vos, y a lo que espero de vos. Pero decidme, ¿cómo sin encontraros mi mensajero habéis sabido la desastrosa nueva?

-En pocas palabras os lo diré, respondió el Duque sin perder su prevención ni su laconismo. Iba a Talavera a ver a mi cuñada Doña Beatriz, pero a cuatro leguas de Alcalá, el griterío de esa bandada de grullas anunciando la tempestad me ha conducido hasta su foco.

-De un modo o de otro el resultado es igual, y mi deseo se ha cumplido, repuso el Prelado gravemente. Ahora, Duque, hablemos en la soledad de este sitio, y con la verdad desnuda de nuestra intención: las circunstancias son críticas, todo hay que esperarlo y temerlo: todo es necesario prevenirlo y prepararlo; porque una regencia es siempre la discordia y acaso la guerra y la ruina de Castilla. Vos, deudo cercano de D. Enrique; yo, Primado de su iglesia, debemos y podemos evitarlo, obrando con energía en pro del príncipe y del reino; pero es necesario que nos pongamos de acuerdo para que obremos de concierto, y he aquí porqué al veros se ha llenado mi corazón de alegría, porque los dos salvaremos esta nave si nos unimos para gobernarla y dirigirla en la tormenta que está próxima a correr.

-Pienso lo mismo que vos, dijo D. Fadrique con tibieza. Espliquémonos, pues, pero de modo que nos entendamos.

Y clavó su escudriñadora mirada en el Arzobispo, que por su parte le observaba con inquietud.

-Justo es, dijo el Primado aceptando su situación tal como era: D. Juan I ha muerto y el joven príncipe de Asturias le sucede, pero tiene once años y no puede gobernar: necesita tutores y el reino gobernadores. ¿Quiénes serán los más aptos? Quiénes los elejidos? Quién tomará la iniciativa?... Esto, Duque, es lo que vamos a resolver; y contad que será lo que también resuelva Castilla.

-Lo creo, repuso altaneramente el Duque. Castilla tomará lo que le demos, valiéndome de vuestro mismo lenguaje; mas es necesario que los dos queramos darle la misma cosa, y ¡por Cristo! reverendísimo padre, que aún no estamos muy seguros de esa identidad de pensamiento y voluntad.

El Primado fijó en el Duque una mirada profunda, luminosa, investigadora cual ninguna, y encontrando la resistencia en la prevención, y la prevención en la desconfianza, trató de disiparla a todo trance.

Yo si lo estoy, dijo mirándole frente a frente, porque yo quiero el acrecentamiento de vuestro poder, de vuestro influjo, de vuestra gloria; yo quiero que seáis gobernador de Castilla, tutor del rey; y vos conocéis demasiado que esos son vuestros deseos, vuestros pensamientos y por cierto justamente concebidos.

-¿Y me secundaréis en ellos? le preguntó el Duque con intención.

-Sí[-] contestó el Primado con firmeza; lo mismo que vos a mí, ¿no es cierto?

-Sí; pero una palabra más, y sea tan positiva que podáis rectificarla con la mano puesta sobre ese signo de nuestra Redención, que indica vuestra alta y sagrada dignidad.

Puso el Prelado su arrugada diestra sobre el rico pectoral de diamantes que llevaba, y con tanta mesura como gravedad, dijo:

-Si es juramento lo que exijís, pronto estoy a prestarle. ¡Hablad!

-Dios me preserve de ofenderos pidiéndolo, dijo D. Fadrique con nobleza; sólo pretendo saber si la alianza que el ilustre arzobispo de Toledo y el duque de Benavente van a jurar en el fondo de su conciencia, se romperá algún día por la fuerza de los sucesos o el influjo de las personas; siquiera se llamen éstas Enrique de castilla o Catalina de Lancaster; siquiera sean aquéllos desavenencias o guerra de poder a poder, de bando a bando.

-D. Fadrique[-] contestó el Primado sin vacilar; nuestra alianza no se romperá por sucesos ni por influjos. Yo iré siempre con vos, porque vos no atentaréis ni a la Iglesia de que soy príncipe, ni al rey que guardaremos lealmente.

Una nube pasó por la altanera frente del Duque. Sin embargo, diose por satisfecho, y alargando su mano al Prelado le dijo dando con su cargada acentuación doble valor a cada una de sus palabras:

-Sobre esa base se cimenta nuestra alianza. Desde este momento seamos uno los dos. Dejadme el brazo, y sea vuestro el pensamiento. ¿Convenís?

-Ese es mi afán. Cuento, pues, con vos, con lo que descenderemos a detalles. Primeramente, Duque, ¿sabéis quiénes son los gobernadores que nombró D. Juan en su testamento de Cillorico?

-¡Pues no! Vos el primero; =un rayo de satisfacción iluminó vivamente la apacible faz del Primado; =el arzobispo de Santiago, el segundo; =aquella frente consagrada se plegó con despecho; =el tercero el marqués de Villena; =D. Pedro frunció las cejas; =y el maestre de Santiago, el conde de Niebla y el mayordomo mayor los restantes.

[-]¡Seis gobernadores! exclamó el Prelado sin poderse contener; y D. García Manrique también, añadió con amarga sonrisa. ¡Bien gobernada estará Castilla!

-No tanto como si lo fuera por vos solo; pero se hará como se pueda; y además tenéis consejo de diputados de Burgos, Toledo, Sevilla, León, Córdoba y Murcia. Total, doce gobernadores.

-Muchos son sin estar el que debe, replicó el Primado, quedándose pensativo al considerarse contrariado.

El Duque observaba en silencio cómo el Arzobispo buscaba en su pensamiento una idea para sustituir su voluntad a la voluntad de D. Juan I, que no encontraba a no ser en los más aventurados [extremos]. Dejóle engolfarse un breve espacio en aquel intrincado laberinto, y pasado, se levantó, dio un paso hacia el Primado y le preguntó:

-Ya que estáis enterado de todo, y todos prevenidos, ¿cuándo publicáis la muerte del rey?

-Mañana; ¿no os parece?

-Ya os he dicho que sois el pensamiento. ¿Y a continuación que haréis?...

-Jurar al rey, que es lo que más urge.

-Sin duda. ¿Y luego?

-Abrir el testamento, D. Fadrique, aunque para lo que vale, sobra tiempo.

-Claro está! Pero, ¿y si el testamento no parece?... Cosa es que pudiera suceder...

-En ese caso, convocar Cortes, y ellas que provean al gobierno y tutoría.

-Y estáis seguro que la elección... será acertada?

-Más que la del rey, porque recaerá sobre vos anulando una parte de la suya, si sois tan decidido como yo seré diligente. Pues dad el testamento por perdido si el ser diligente vale. ¡Que decís! [exclam]ó el Primado levantándose con viveza desarrugada la frente.

-Nada más[-] contestó el Duque satisfecho, sino que el brazo previno esta vez al pensamiento.

-Hágalo siempre con tanto acierto, y hará fácil lo imposible, seguro el triunfo y estable el poder.

Y el Primado le alargó a su vez la mano, que el Duque estrechó sin desconfianza.

Un instante después se despidió del Arzobispo con una muda inclinación; de su hermano con un hondo suspiro y una rápida mirada; y saliendo de la tienda, montó a caballo y se alejó al paso meditando en su alianza mientras llegaba a Alcalá.

Capítulo IV
Dase cuenta de cómo desempeñó su comisión el enviado del duque de Benavente, D. Fadrique de Castilla

Ínterin que el duque de Benavente pactaba con el arzobispo de Toledo una alianza, que en breve había de dar en Castilla abundante y desgraciado fruto, pasaba como un meteoro por el camino de Valladolid el joven y apuesto Gonzalo de Figueroa sin detenerse en su desatinada carrera más tiempo que el estrictamente necesario para dar algún descanso a su fatigada cabalgadura.

Era hijo el gallardo enviado del Duque de una casa solariega de Galicia; había sido paje de la reina Doña Leonor, primera mujer del difunto D. Juan, y a la muerte de esta señora, pasó con el beneplácito de su tío el maestre de Santiago, al servicio del duque de Benavente, con quien le unían estrechísimos vínculos de amistad.

Diez y siete años contaba el hidalgo Gonzalo cuando acaeció la muerte de D. Fernando de Portugal y el alzamiento del valiente, maestre de Avis contra los mejores derechos de su hermana Doña Beatriz, dando por resultado la guerra que Castilla declaró para sustentarlos como debía. El Duque fue, no con una mesnada, si no con un ejército; y en aquel ejército fue donde el antiguo paje recibió su bautismo de sangre. En el cerco de Lisboa arrostró los peligros con un valor que pudiera llamarse osadía, y en el de Coimbra igualó a los mas intrépidos y esforzados.

En la desdichadísima jornada de Aljubarrota, en que perdió D. Juan los derechos de su esposa junto con la vida de diez mil castellanos, también se encontró el Duque y tampoco faltó Gonzalo que había jurado espuelas en aquella decisiva ocasión. El ejército de D. Juan se vio envuelto y arrollado por su propia impetuosidad en el ataque; y los multiplicados hechos de un valor que rayó en temerario, no consiguieron otra cosa que aumentar el número de las víctimas castellanas.

Nuño Ortiz, hidalgo de los rancios de Estremadura, llevaba en aquel memorable día la bandera feudal del duque de Benavente. Un cuerpo de portugueses vino súbito sobre el valiente Nuño que, con escasa gente, sostenía el campo aún haciendo prodijios de valor; mas fueron tantos los acometedores, que Ortiz cayó cubierto de heridas, sosteniéndose un instante sobre las rodillas defendiendo la bandera que iba a perder con la vida.

Figueroa, que combatía a su lado, le vio caer y se volvió como un león para defenderle; tarde ya para Ortiz fue su auxilio, pero a tiempo aún para salvar la bandera de D. Fadrique. Arrebatóla con singular denuedo a los triunfantes portugueses; la sujetó con un brazo alanzeado por dos partes, y blandiendo su formidable espada, la defendió con tal valor que sólo se concibe en la desesperación del heroísmo.

Felizmente sobrevino la noche; ésta puso término a la matanza, y pudieron reunirse los restos de los destrozados escuadrones castellanos, dispersos en aquel campo funesto en donde se exalaba un vapor de sangre insufrible. Gonzalo acribillado de heridas, entregó al duque su bandera sin otra mancha que la de su sangre vertida por salvarla; y D. Fadrique la tuvo en su mano todo el tiempo que sus soldados gastaron en aderezar unas angarillas para conducir al bizarro doncel, caído con su caballo sobre un montón de cadáveres enemigos.

Cuando estuvieron concluidas, D. Fadrique, que era un valiente capitán, se quitó su ensangrentada dalmática y la tendió sobre aquéllas; hizo colocar encima a Gonzalo que estaba casi exánime, y luego estendiendo la bandera para cubrirlo, le dijo:

-Bravo Gonzalo, habéis rescatado mi bandera, y sois un héroe. Desde hoy tenéis el derecho de llevarla.

Una sonrisa fue la única respuesta de Figueroa, pero una sonrisa que encerraba una felicidad inmensa. Veía realizado su primer sueño de gloria; ceñía su primer laurel.

El Duque lo distinguió con su afecto, lo elevó con su protección y le honró con su confianza. Debió a su influjo que el rey D. Juan le armase caballero en Sevilla; fue su padrino en este acto y lo hizo su compañero.

En cuanto a Gonzalo, corazón noble y entusiasta, sentía por el Duque uno de esos afectos profundamente arraigados, de esos afectos que no juzgan, que no discuten, que no dudan; de esos afectos que dominan el corazón y la cabeza y de los que no puede desprenderse nunca el que los siente, porque parecen encarnarse en su ser.

He aquí, pues, los lazos que unían a aquellos dos hombres de tan diferente edad, de tan distinto temple y con tan opuesto carácter; lazos, sin embargo, difíciles y casi imposibles de relajar, porque basaban en una simpatía única y pronunciada del Duque, y en un sentimiento de gratitud y entusiasmo dominante y ardiente en el joven Figueroa, que aceptaba con orgullo la amistad que le concedían.

Mas tomando el hilo de nuestra historia, que por cierto dejamos apenas comenzado este capítulo, les diremos a nuestros lectores, que en una hermosa alborada y a los primeros reflejos del día, distinguió Gonzalo las agudas agujas del monasterio de San Bernardo el Viejo. Sintió una vivísima sensación de alegría, pues en su impaciencia, aunque cruzó la distancia que media desde Alcalá a Valladolid con una rapidez inaudita, le parecía sin fin el camino y un siglo el tiempo que gastaba en recorrerlo. Así fue, que columbrar el edificio en lontananza, pararse un brevísimo instante a reconocerlo, redoblar la impetuosidad de su carrera, llegar, apearse y pedir audiencia al reverendo Abad, fue obra de minutos para el diligentísimo mensajero.

Ello sí, no consiguió lo que pedía sin tener que sufrir el indiscreto interrogatorio de un lego esférico y preguntón; pero a poco rato logró estar en presencia del Abad.

Era éste un septuagenario alto, derecho y demacrado; y la blancura de su arrugada tez tenía lo mismo que sus cabellos el viso amarillo del marfil. Por lo demás, en su fisonomía marcada y angulosa, en su ancha y elevada frente, en su gravedad impasible y recogida, notábase inscripta en profundos rasgos la severa abstracción de la vida ascética.

Estaba ya Gonzalo en la celda abacial cuando entró el anciano; éste traía las manos metidas en las anchas mangas de su hábito, paso lento, y los hundidos ojos fijos en la tierra por do pisaba.

No fue, pues, confianza ni [expansión] el sentimiento que inspiró a su joven huésped, que dueño de sí mismo para ocultarlo, se adelantó en silencio recibiéndolo mesurado y respetuoso, sin perder por eso su gracia ni su soltura. Luego incitado por el anciano Abad tomó asiento en un escabel y entabló su petición diciendo de esta manera:

-Padre Abad, vengo a vos enviado por D. Fadrique de Castilla, para desempeñar una comisión importante y de singular confianza.

-Bien venido seáis, caballero; contestó con sonora voz y el acento más helado de que es posible revestir el de un mortal; ¿qué queréis, o qué quiere el poderoso Duque de este flaco penitente?

-Que le bendigáis ante todo, repuso su enviado dando principio a su encargo con un aplomo perfecto; que roguéis a Dios por él y que os salude en su nombre como corresponde a vos.

Y el diplomático Gonzalo se inclinó profundamente, pero con la mayor dignidad, ni más ni menos que si fuera el mismo D. Fadrique de Castilla, poderoso duque de Benavente. El Abad le devolvió su saludo con mansedumbre diciendo:

-Lo haré como deseo y él desea ¿Qué mas exige?...

-Que me entreguéis una caja de plata que os dio en guarda durante el cerco de Cillorico [-]contestó naturalmente Figueroa, entrando de lleno en la materia.

El Abad clavó en él una mirada penetrante, y sin apartarla de los azules ojos de Figueroa llenos de inteligencia y de irradiadora luz, le preguntó tras un cortísimo espacio de silencio:

-¿Sabéis lo que aquella caja contenía?

-Lo ignoro absolutamente, padre mío, contestó el interrogado con la firmeza de la mas íntima convicción.

-¿Dónde queda esperándoos el Duque? tornó a preguntar el anciano siempre fijos los ojos que brillaban en las hundidas órbitas con un resplandor imponente.

-En la corte[-]contestó Gonzalo con la misma seguridad y prontitud que antes.

-¿Sabéis por qué no ha venido él mismo a reclamarla como me ofreció cuando de ella me hice cargo?

-No por cierto, ni nada me ha dicho al encargarme la recogiera; yo no me he ocupado en adivinarlo.

Lo que sí me podréis decir, es lo que lo retiene en la corte obligándole a fiar de otro tan delicada comisión...

Con seguridad no os lo puedo afirmar bajo mi fe; pero presumo sea el Rey.

Y la voz de Gonzalo tembló ligeramente al omitir su presunción que tanta verdad tenía.

El Abad advirtió su involuntaria y reprimida emoción y se trocó su impasible frialdad en una pronunciada desconfianza. Por su parte Figueroa comprendió su falta, y se preparó para remediarla manifestando no haberlo notado.

-Repetidme palabra por palabra todas las que os ha dicho el Duque, dijo el Abad sin cuidarse de ocultar su desfavorable impresión; pues para resolverme a entregar un depósito que me ha sido confiado y encomendado altamente, ya conoceréis que necesito asegurar mi espíritu de dudas.

-Os las repetiré con mucho gusto, respondió Gonzalo con dignidad; estad seguro que tendrán hasta su propia acentuación: Helas aquí, padre mío: «Le diréis al respetable Abad de San Bernardo que os entregue la caja de plata que le confié el penúltimo día del cerco de Cillorico; que se la pido en nombre del que me la dio para ponerla en su guarda; y si duda en hacerlo, lo que no creo, entregadle esta sortija.»

Y abriendo su escarcela, sacó la que le diera el Duque, presentándola por el sello al Abad, que la tomó y examinó durante un largo espacio con el mayor detenimiento.

Suya es, bien está, dijo el anciano Abad devolviéndola al joven enviado. Os entregaré mi depósito, pues nada tengo que oponer sino un instintivo recelo. Voy a daros la caja; sin embargo que hubiera querido devolverla personalmente a D. Fadrique, eximiéndome de toda responsabilidad.

-Yo también, repuso Gonzalo con altivez y resentimiento; eso me hubiera ahorrado la amarga mortificación de ver hay quien dude de lo que afirma Gonzalo de Figueroa.

Dios me preserve de ofenderos con mis dudas y mis temores; no hijo mío, no os resintáis por ellas, considerando que la vejez es desconfiada como la esperiencia, y que esta la forma la lección del desengaño.

Dicho esto el Abad se dirigió a un armario de madera negra, cuya solidez era estremada, tomó de su fondo un cofrecito de hierro, lo abrió con una llave que llevaba encima, y sacando una caja de plata maravillosamente cincelada al gusto árabe, dijo presentándola al afortunado Gonzalo:

-Tomad, ésta es; como me la entregaron os la entrego.

Gonzalo hizo un grande esfuerzo para ocultar su vivísima alegría; tomó la pesada y preciosa caja perfectamente cerrada, y levantando su frente tan serena como una hermosa mañana de primavera, dijo al Abad:

-En nombre del poderoso duque de Benavente, os doy las más cumplidas gracias. En el mío, infinitamente más oscuro, os demando órdenes y vuestra bendición.

-¿Os vais? preguntó el Abad con alguna sorpresa; olvidáis que esta es la casa de Dios y que estáis en ella como en la casa de un padre?

-Si lo pudiera olvidar, sólo con veros lo recordaría[-] contestó el diestro enviado que no se acababa de conceptuar dueño del depósito mientras no abandonase los muros del monasterio. Pero no puedo perder un momento en el descanso; sólo llevo cumplidas la mitad de las órdenes que me han dado, y debo cumplirlas todas.

Renació en el Abad, con aquella negativa, su primera desconfianza; por lo que fijando en él de nuevo su mirada escudriñadora dijo con acento glacial:

-Puesto que tan urgentes son las del Duque, partid; y cuando le veáis decidle de mi parte que guarde mucho, o que devuelva a su dueño ese depósito; que le deseo todo bien y prosperidad, y que siempre sobre su erguida cabeza estará mi bendición.

Gonzalo adelantó un paso y se inclinó humildemente delante de aquel anciano augusto por el sacerdocio y la vejez; el Abad estendió sobre su hermosa cabeza una mano descarnada y rugosa, y con solemne espresión dijo dulcificando inefablemente su acento.

-¡Que Dios os bendiga, hijo mío! que sea con vos y os dirija por el camino de la vida, cuyos primeros pasos andáis!

-¡Amén! respondió Figueroa tomando en la suya la mano del anciano y llevándola a sus labios con respeto.

Esto hecho, salió de la celda abacial con paso igual y firme, seguidamente del claustro, y montando de nuevo en su corredor caballo tomó el camino que lo había de conducir a Benavente.

-Esta caja (y la oprimió contra su cuerpo) debe ser la de Pandora, como diría el sabio y noble marqués de Villena si supiera la importancia que la dan; se dijo a sí mismo Gonzalo echando una última mirada al monasterio que alegraban los primeros rayos del sol. El Abad se ha desprendido de ella con sobresalto, y no parece sino que aquí dentro está la luz de la vida y teme un soplo que la apague. Sólo con pensar en poseerla, los ojos de D. Fadrique despidieron tan ardientes y dominadores rayos como si encerrara el cetro de oro de Castilla y teniéndolo le empuñara; y hela aquí que, sea lo que quiera que contenga, ha caído en su poder. Pero destino raro el suyo; del dominio de un santo Abad, pasa a las manos de un inmundo israelita; es decir, caja fatal o feliz, que sales del cielo para entrar en el infierno.

Y espoleaba su caballo atravesando la distancia con fantástica rapidez.

Y por cierto que aquella caja no encerraba ni la luz de la vida, ni el cetro castellano, sino simplemente un testamento. Verdad es que aquel testamento era el de D. Juan I.

El Abad vio salir de su celda a Gonzalo llevándose su depósito, y sintió una viva impresión de arrepentimiento por habérselo entregado; pero como ya estaba hecho, no pensó en detenerlo sino en asegurarse del destino de la caja. Salió, pues, y al primer monge que encontró paseándose en el claustro le dijo con autoridad:

-¡Hermano! id volando a la huerta, decidle a Martín que ensille un caballo y que venga; le espero en la cruz del atrio.

Sentado el anciano en las gradas circulares que servían de pedestal a una cruz gigantesca de mármol, vio a Gonzalo tomar el camino de Burgos para torcer hacia Benavente en vez de volver por el de Madrid, que era según lo que había dicho, el que debía seguir si su intento era entregar la caja al Duque. Aquella observación aumentó sus sospechas e inquietud. Aún se distinguía al diligente ginete cuando se presentó un labriego de pequeña estatura y rostro gracioso, en el que se percibía gran comprensión, mayor astucia y notable desenfado; el cual, conducía un caballo del diestro.

-Martín, lo, dijo el Abad así que se acercó, ¿veis aquel caballero que va a subir por la cuesta del molino?

-Le veo bien claro, padre Abad; lo que no sucederá en pasando un breve instante.

-Pues eso es lo que no ha de suceder; para lo cual, montando ahora mismo lo vas a seguir como si fueras su sombra en tanto que dure su viaje: cuando pare, paras: donde se aloje, alójate: toma sobre él cuantas noticias puedas: sobre todo, las personas que lo busquen y los sitios donde vaya; y cuando se reúna con el duque de Benavente, lo que te será fácil saber, te vuelves para darme exacta cuenta: con que adiós, y no te detengas, pues ya lleva suficiente delantera.

-Descuidad, padre Abad, respondió el despejado campesino saltando en su fuerte cabalgadura; que, para mi santiguada, habéis de quedar tan satisfecho que me volváis a emplear cuando se presente la ocasión.

Dicho esto, arreó a su trotón, y se alejó a tan buen paso, que hacía esperar el cumplimiento de las órdenes del Abad y sus jactanciosas pretensiones.

Un día después llegó al monasterio la noticia del fallecimiento del rey con uno de los mensajes preparatorios del arzobispo de Toledo.

Entonces comprendió el Abad toda la trascendencia del golpe de mano ejecutado por el Duque; y como era natural, se indignó por su acción tan atrevida como significativa. Sin embargo, temiendo sus desmanes y esperando los sucesos, guardó silencio, resuelto a no romperlo mientras no fuese necesario a su tranquilidad o a la del Reino.

Capítulo V
En el que se prueba que los pastores suelen a veces descarriar a las ovejas

Fue D. Pedro Tenorio arzobispo de Toledo, varón de eminentes cualidades; pues con una inteligencia superior, tuvo gran sabiduría, poderosa elocuencia, un ánimo esforzado, estremada energía, y esa esplendidez que realza y ennoblece.

Hombre de acción, y hombre de pensamiento, era capaz de concebir grandes ideas y de realizarlas con su poderosa e inflexible voluntad; pero hombre también de pasiones, entre las que descollaban el odio y la ambición, fue para Castilla una verdadera calamidad.

Luchando por intenso aborrecimiento con el arzobispo de Santiago, le quitó al prelado la rica aureola del apóstol de Jesucristo, todo mansedumbre y caridad, todo misericordia y perdón. Queriendo preponderar en el poder, no desechó ningún medio para conseguirlo, aún de aquellos reprobados por la conciencia política; y su nombre preclaro pasó a la historia con el borrón de haber dividido en bandos a Castilla por una desmedida ambición de riquezas y una sed insaciable de mando.

Teas de discordia en la minoría de Enrique III, los dos célebres prelados, patentizaron su implacable odio combatiéndose sin tregua y sin descanso. Sólo la muerte apagó su rencor; y de creer es, por lo mucho que se aborrecieron en vida, que si sus cadáveres se hubieran quemado en una pira, como a Eteocles y Polinice, las llamas se hubieran separado.

Portugués D. Pedro Tenorio, era hijo del comendador de Santiago, Juan Tenorio, caballero de la corte de Alfonso IV de Portugal; el cual, tuvo que emigrar a Castilla cuando las guerras de este monarca con su hijo Pedro I, por la muerte de la hermosa Inés de Castro; en la cual, se le acusó de haber tenido alguna parte.

Corriendo el tiempo, fue D. Pedro elevado a la dignidad de obispo de Coimbra, y desplegó tanta sabiduría, pero tanta ambición, que se atrajo la mala voluntad de Fernando I, y con la mala voluntad una dura y declarada persecución que lo arrojó de Portugal. Tuvo, mal su grado, que huir, y se fue a refugiar a Roma después de haber recorrido España, Francia e Italia, aumentando siempre sus estensos conocimientos.

El obispo espulso de Coimbra era apacible, y elocuente, estaba perseguido, y estas circunstancias, con su mucho saber y su particular política, le ganaron el afecto y la confianza de la Santidad de Gregorio XI, quien lo retuvo a su lado honrándolo y favoreciéndolo.

Aconteció por entonces en Castilla la muerte del arzobispo de Toledo D. Gómez Manrique, prelado de grandes y evangélicas virtudes y sin más pretenciones ni ambición que la de gobernar su rebaño como celoso y prudente pastor.

La Iglesia en aquellos tiempos tenía el derecho de nombrarse sus pastores; porque manteniendo ella sola, por cierto, el sublime principio de igualdad que proclamó el mismo Dios, y acogiendo en su seno a todos los hombres, cualquiera que fuese su estirpe o condición, llamaba a gobernarla, por una consecuencia legítima de sus principios, al más digno de sus hijos, elegido fraternalmente por sus mismos hermanos, principiando por el sacro colegio de Roma, y concluyendo en la sala de capítulo del más humilde monasterio.

Mas como el poder con su deslumbrante dominio, ya emane de una corona o una espada, ya se desprenda de una tiara o una mitra, tiene tal encanto, tal atracción; siempre, o por lo menos desde muy antiguo, aun entre los hombres de Dios, hubo quien compitiera por obtenerle, falseando los que lo ambicionaban el más grande, el más sagrado de todos los principios.

Esto, que tan ligeramente apuntamos, era precisamente lo que acontecía en el cabildo de Toledo. Había dos pretendientes a la mitra arzobispal; ambos influyeron; los capitulares se dividieron en bandos y se eligieron dos arzobispos que alegaron el mismo derecho, porque tenían los mismos votos.

Del uno sólo diremos que se llamaba D. Pedro Fernández Cabeza de Baca, que era deán de la santa Iglesia de Toledo, y un modelo de mérito y de virtud. En cuanto a el otro, que se llamaba D. García Manrique, era obispo de Sigüenza, sobrino del difunto arzobispo, muy joven aún y de natural inquieto y turbulento: a pesar de su no escasa ciencia y despejado talento, hubiérale sentado mejor una coraza y un casco, que la dalmática y mitra que vestía.

Pero como quiera que descendiese de una de las más ilustres familias de Castilla, enlazada a la sazón con las más importantes y encumbradas del Reino; aunque D. García no contara otros méritos que su alta alcurnia y su resolución y energía, que eran estremada, por más que su competidor le aventajara en costumbres y santidad; tuvo al rey y a la corte de su parte para dividir la disputada elección en favor suyo; no siendo esto bastante para vencer la tenacidad con que defendían la suya los partidarios del Deán, se llevó la competencia a Roma para que el Santo Padre la decidiera.

El electo D. García, acompañado de su cuñado Juan Ramírez de Arellano, gran privado de Enrique II, en cuyo reinado sucedían estas escandalosas disensiones y de muchos deudos y amigos que le siguieron por más honrarle y complacer al monarca que lo protegía, fue a Roma también para sustentar su derecho y litigar por sí mismo su justicia. Pero Gregorio XI, que como todo hombre mortal tenía afecciones, y como todo el que las siente se inclina a satisfacerlas, desairó al rey de Castilla en su protegido, sin hacer más justicia al Deán: anuló ambas elecciones con sobrados motivos para ello, y nombró sin ninguno a D. Pedro Tenorio, su favorito, arzobispo de Toledo.

En hombres del temple de D. García no se olvida nunca un desaire, ni se perdona jamás la persona por quien fue hecho; así, el resentimiento de Roma llevó en su día a Castilla hasta el borde de un abismo, en el cual, si no se precipitó, fue por que la contuvo una voluntad agena a los dos prelados.

Volviendo a D. Pedro Tenorio, añadiremos que trasladándose inmediatamente a Castilla, tomó posesión sin contradicción alguna de la primada del Reino; y como hombre que sabía, por una feliz y reciente esperiencia, lo que vale la amistad de los poderosos, procuró a todo trance ganar la voluntad de D. Enrique y su hijo, lo que en breve consiguió a pesar de los esfuerzos que hizo D. García para impedirlo.

No se crea, sin embargo, que por acrecer el favor de D. Pedro disminuyó el de su adversario. Enrique II lo elevó a la mitra de Santiago. Juan I lo hizo su canciller mayor, y de consiguiente tuvo casi tanto poder y más influencia que aquél. Pero por esto no se amortiguó su encono, sino que en su continua lucha para conseguirlo, tomó nuevo y más poderoso incremento.

A la imprevista y desgraciada muerte del rey D. Juan se prepararon ambos prelados a combatir por el triunfo de su ambición, por la susceptibilidad de su odio, y por el innato deseo de una completa venganza.

He aquí el origen de los bandos que tan hondamente dividieron a Castilla en la minoría de D. Enrique el doliente.

El duque de Benavente, hermano del difunto D. Juan I, era el más poderoso en vasallos y riquezas entre los egregios magnates de la corte castellana; porque D. Fadrique había sido el más querido de los bastardos de Enrique II, y ya que no la lejitimidad le dio cuanto un rey puede dar a un hijo.

Conocía el arzobispo D. Pedro, y sobradamente por cierto, su versatilidad, su egoísta personalismo, su condición iracunda y violenta; pero conocía también que aliándose con él se alzarían, como se alzaron en pro de su bandera, las primeras y más poderosas familias de Castilla y León, dando ejemplo el conde de Trastámara y siguiéndole el marqués de Villena, el conde de Niebla, el poderoso maestre de Santiago, el de Alcántara, y con ellos otros muchos ricos-hombres de gran valía, que arrastraron tras sí a los desdichados pueblos, y que mal su grado, hubieron de contribuir con su sangre a decidir la estéril cuestión de mando y supremacía arzobispal.

Por su parte, el arzobispo de Santiago, más osado que el de Toledo, tan entendido e infinitamente más resuelto, era un enemigo poderoso y temible; tanto más, cuanto que entre su odio de hombre político y su intolerante rencor de hombre de iglesia, se elevaba la voz de su ambición más desmedida, más desenfrenada, si cabe, que la del prelado portugués.

Éste se apoyó en la fuerte y turbulenta nobleza castellana por medio de su alianza con el duque de Benavente; aquél se hizo firme s la sombra del trono, decidido a emprenderlo todo por aventurado que fuese, antes que dejar el puesto a un vencedor más diestro o afortunado. Además; su causa contaba con numerosos y decididos campeones, pues a sus relaciones y alianzas, se unió la simpatía de los pueblos, que pusieron en él más confianza por su calidad de castellano, que en D. Pedro, a quien miraban con esa airada y fuerte preocupación, que hace odiar todo lo que trae su origen de un pueblo a quien siglos de guerras ha hecho tener como a enemigo natural.

Hemos apuntado, y lo repetimos, que los elementos con que los dos prelados contaban para destruirse, eran de una fuerza casi igual; dudoso, pues, era el éxito, y sólo Dios quien sabía hacia donde se inclinaría la balanza equilibrada con trabajo por su influjo y alianza.

Violentas pasiones añadieron su hiel al mezclarse en la contienda que los arzobispos animosamente debatían. No fueron suyas, pero las impulsaron, porque ni las pudieron contener, ni les fue dado separarlas para obrar con independencia de ellas.

Para dar una idea completa de los dos prelados que nos presenta la historia frente a frente en una de sus páginas más desconsoladoras, diremos a nuestros lectores; que D. Pedro Tenorio salvó a Castilla de un cisma cuando el doble pontificado de Roma y Aviñón, no reconociendo a ninguno con una firmeza admirable, y negándose con mesura a tomar parte en su escandalosa contienda. También fue debido en gran parte a su tino y habilidad, el matrimonio del príncipe D. Enrique con D.ª Catalina de Lancaster, asegurando la dinastía que vacilaba entre las lanzas de Juan de Inglaterra y las intrigas del hostil Portugal. Luego grabó su nombre en el magnífico claustro de la santa iglesia de Toledo, que hizo construir; en la linda capilla de S. Blas, donde tiene su sepulcro, y en su puente de Villafranca del Arzobispo, alzando a solo su voluntad una villa rica y poblada en el sitio que ocupaba un mísero y reducido lugar.

D. García sucumbió al fin en la lucha: amigo leal y enemigo irreconciliable, no se dobló jamás, ni aún por su propio interés. Prefirió estrañarse y morir en tierra estranjera, a faltar a su palabra dada en seguridad a un enemigo, y Portugal fue su sepultura, como Castilla su cuna.

Capítulo VI
Donde se vuelve a tomar el hilo de esta verdadera historia

Preparados los ánimos favorablemente a los intentos del Primado, y de acuerdo con e1 duque de Benavente, hizo publicar a muerte del rey; que merced a su esquisito cuidado, quedó en duda por algún tiempo para unos y oculta para los más.

Trasladóse, pues, el cadáver con regia pompa a la villa de Alcalá, depositándolo en la capilla de su palacio hasta que se le pudiera conducir a Toledo, y darle sepultura en la de los reyes nuevos.

Allí tuvo quien ceremoniosamente lo velara; y no le faltaron tampoco preces continuas y fervorosas, elevadas por todas las comunidades religiosas de Alcalá y sus inmediaciones a invitación del Arzobispo; que como en la tienda improvisada, todo lo prevenía y ordenaba.

Dispuesto cuanto era concerniente a los funerales de D. Juan, se consagró el Arzobispo a consolar a la desolada Doña Beatriz, astro oscurecido en el espacio de un día, y que presurosa corriera al lado de su difunto esposo, acompañada solamente del obispo de Sigüenza. Después fue a encontrar a Madrid al huérfano D. Enrique, que afligido y anhelante se dirigía a Alcalá en alas de su dolor filial para ver a su padre, antes que la losa del sepulcro se lo robara para siempre.

Llegado a tiempo D. Pedro Tenorio para detenerle en aquella villa; investido cual se hallaba de una autoridad no deslindada aún ni reprimida como primado de Castilla, ayudado con eficacia por el duque de Benavente que le había precedido, y en cuyo seno había derramado abundantes lágrimas el acongojado huérfano; secundado por la nobleza. y el clero, y de un modo espontáneo y decidido por la villa, mandó que se alzaran pendones proclamando rey al ya jurado príncipe de Asturias.

Consecuente con su plan, espidió cartas de convocatoria a todos los prelados y abades, a los ricos hombres e infanzones, a los maestres de las órdenes, adelantados, merinos, justicias, concejos, villas y ciudades con voto; para que se juntasen en Madrid con la urgente premura que el caso requería; cual era la grandísima necesidad de proveer al gobierno del estado, y, a la tutoría de los menores D. Enrique y D. Fernando, que habían quedado en absoluta orfandad.

Pero al par que llegaban los convocados, el Arzobispo por una parte, y D. Fadrique por otra, procuraban inculcarles sus ideas, inclinando los ánimos a su favor y preparando con su influjo la elección.

Hasta aquel punto todo había marchado de conformidad con sus cálculos y deseos, mas allí también comenzaban a brotar obstáculos que les era muy difícil de superar, y que se multiplicaban por cada uno que vencían.

Tocaban con profundísimo despecho, que ni era solo el Primado quien tenía influencia sobre el clero, ni el Duque quien aspiraba a compartir con él la regencia. Añadíase a estas decepciones, que el tercer brazo del estado independiente, poderoso, lleno también de ambición, no se adhería como pensaron a los proyectos del Arzobispo y su aliado, sino que se consagraba a sus propios intereses.

Antes de la sesión regia acudían los diputados de las ciudades a la Chancillería a revisar y archivar sus poderes. Desde aquel punto eran tenidos por inviolables y sagrados, empezando en juntas que celebraban entre sí a cumplir sus deberes, poniéndose lo primero de acuerdo para conseguirlo; y como cuanta más preponderancia obtuvieran en el gobierno, más posible era el llenarlos alcanzando la petición de rebaja en la moneda que los pueblos solicitaban, no prestaron oído a las promesas que se les hacían, aspirando a intervenir por sí en el concejo de regencia.

Y a propósito de lo que vamos tratando, advertiremos a nuestros lectores que en aquellos tiempos no eran las cortes el pálido reflejo, el ostentoso fantasma de representación nacional que nosotros alcanzamos.

Nacida en las asambleas electivas de los godos, se desarrolló prodigiosamente en el siglo VI, elevándose en los concilios nacionales de Toledo a la altura correspondiente a su gran misión. A ella, a sus múltiples esfuerzos, se debió que la sociedad entregada al caos de la barbarie, se organizara y constituyera. A ella se debieron también leyes que reprimieron sus indómitas pasiones y sus brutales costumbres; leyes que aún se admiran en el famoso Fuero Juzgo, y que castigando y previniendo consiguieron suavizar aquellas naturalezas duras, y aquellos instintos feroces. A ella en fin, a su influjo se debió el que marchara Castilla la primera por la senda de la civilización europea, como confiesa un célebre publicista francés.

Suspendida violentamente por la invasión árabe, quedó olvidada en tanto que sólo se trató de combatir y vencer. Cada español se trasformó en un guerrero; cada guerrero se convirtió en un héroe, y la patria tan ominosamente vendida, fue reconquistada con el valor, la constancia y la sangre de sus hijos.

Olvidada sí, pero no muerta, la representación nacional reapareció con el pueblo castellano. Era esto en la edad media, y en la edad media sólo había dos poderes en la tierra que se la habían repartido espléndidamente entre sí, la cogulla y los blasones. No hubo, pues, más que dos estados en ella, estados que se abrogaban todos los derechos porque poseían todos los privilegios; pero uniéndose toda vez que la ocasión lo requería, interponían lealmente su formidable poder como un brazo de hierro, entre el pueblo que podía ser oprimido, y el monarca que tendía a la opresión.

Por los siglos XIII y XIV, el pueblo que tras largos y vigorosos esfuerzos había conseguido, ayudado por los reyes, emanciparse de la abrumante tiranía feudal, se constituyó en un estado importante e influyente por su valor, su saber, su industria y su riqueza. Conquistaba a la corona con su lealtad y sacrificios franquicias y privilegios, concediéndola Fernando III, llamado el Santo, el de unir su voz a los dos estados que hasta allí esclusivamente la tuvieron, y entonces completa y definitivamente quedó establecida la representación nacional como un derecho común a todo castellano, equilibrándose perfectamente los distintos poderes de la monarquía, que se convinaron en justa y exacta proporción, para atender y velar por todos los intereses de ella.

Organizándose, pues, como una institución fundamental, fue acatada por el trono como soberana en sus decisiones. Éste podía negar la sanción a sus leyes; pero no alcanzaba su poder a imponerla las que emanaban de su sola voluntad.

Colocada en tal elevada esfera, jiró sin obstáculos ni entorpecimientos, consagrada esclusivamente a su objeto; y creció en grandeza e importancia, a proporción que se comprendiera por el monarca y por la monarquía su influjo y su necesidad.

Nobles, expléndidas y prudentes, las cortes castellanas sin negar nunca su sangre a la patria cuando ésta lo exigía, a fuer de valientes y leales; sin regatear su oro al monarca que en sus apuros lo pedía, sostenían cuidadosamente los intereses que representaban, desde el pechero que podía ser vejado en la pacífica posesión de su cabaña, hasta el más encumbrado rico hombre, cuyos derechos señoriales tenía a su cargo hacer fielmente respetar.

¿Fue aquella época la de su virilidad poderosa y fuerte? Creemos que sí a poco que la examinemos.

Verdad es que no surgían de su seno las magníficas teorías que hoy nos dominan, que nos conmueven y deslumbran: empero tampoco sucedía jamás, que aquellos a quienes los pueblos conferían el poder de representarlos, votasen onerosos subsidios que doblasen su miseria. No era tan universal el sufragio, tan crecido el número, tan fastuoso el aparato; mas en cambio había más firmeza, eran más independientes, tenían más conciencia del deber que su misión les imponía.

Entonces no había esos debates prolongados y brillantes, en los cuales se exala la pasión y se emplean las seductoras galas de la oratoria para dilucidar una idea. No, los diputados de la edad media no sembraban de delicadas flores sus discursos ni eran el encanto de los que le oían; pero eran, eso sí, el eco firme y severo de las necesidades de aquellos que los enviaban.

Y como los diputados prestaban un solemne juramento en el acto de recibir los poderes, por el cual se obligaban, «a no aceptar del rey empleo con sueldo, dinero o gracia para sí y sus parientes, sujetándose en caso de infracción a severísimos procedimientos», no obraba sobre ellos la corrupción. Además, habían de dar cuenta a la vuelta a sus poderdantes; y la historia conserva una muestra de cómo las daban y cómo eran tomadas, en lo que hicieron las ciudades de Sevilla, Córdoba, Toro y Segovia con sus diputados a las cortes de Compostela en 1520.

Creemos con lo ya espuesto suficientemente esplicado el por qué las cortes convocadas por el Primado eran inaccesibles a sus deseos, contrariando por interés propio con una resistencia inesperada los cálculos de su ambición y los proyectos mejor combinados de su odio.

Entre tanto llegó la llora destinada para la primer reunión, entre las agitaciones de la duda y las inquietudes del temor, sentidas con mayor violencia según se aproximaba el instante crítico de morir o realizarse sus doradas esperanzas, con el nombramiento de regencia que cada cual anhelaba para sí.

Fue la ya derruida iglesia de San Salvador la disignada por el arzobispo de Toledo para que las cortes celebrasen sus sesione; porque el espíritu, religioso del siglo XIV buscando aún sus inspiraciones en Dios seguía en esto la costumbre establecida en los antiguos y célebres concilios toledanos, que inmortalizaron el nombre del arzobispo S. Isidoro, cuya mano arrojó a la sociedad naciente, abundante semilla de civilización y libertad.

En el lado de la epístola se colocó un magnífico dosel de terciopelo carmesí guarnecido de pesado fleco de oro, bajo el cual se elevaba sobre gradas el dorado asiento desde donde los reyes presidían las sesiones.

A el opuesto perteneciente al evangelio estaban los escaños destinados a los reverendos arzobispos, obispos y abades; a su frente los de la grandeza, y los diputados ocupaban el centro con los suyos.

Ricas alfombras cubrían el pavimento; el altar estaba iluminado y sobre el ara, en el sitio preeminente, se veía el libro de los Santos Evangelios lujosamente encuadernado.

A las doce del día entró en el templo el Primado seguido de un número considerable de prelados; seguíale después la alta nobleza castellana presidida por el duque de Benavente; y por último, los diputados de las ciudades que presidían los de Toledo y Burgos, Pero López de Ayala y Alvar Pérez de Osorio.

Ocuparon sus respectivos sitios sucesivamente, manteniéndose todos en pié.

El arzobispo de Santiago, como canciller mayor del reino, se situó entre el trono y el Primado; y guardando todos un ceremonioso silencio, dijo con voz sonora y singular aplomo:

-Señores, S. A. el rey D. Enrique III de Castilla, se halla en la menor edad; se necesita, pues, quien lo represente para abrir las cortes aquí reunidas y presidir la sesión. ¡Por interés del reino nombradle!

-A el reverendísimo arzobispo de Toledo le pertenece representar al huérfano D. Enrique, dijo el duque de Benavente con su acento imperioso y terminante; nadie lo puede hacer mejor ni con más derecho.

La arrogante y severa faz del arzobispo D. García permaneció impasible, y dirigiéndose segunda vez a la elevada reunión, la interpeló diciendo con mesurado tono:

-Señores, ¿tenéis alguna objeción que poner a lo propuesto por D. Fadrique de Castilla?

¡Ninguna! ¡Lo aprobamos! contestaron simultánea y unánimemente los numerosos partidarios del Primado.

Reverendísimo padre, ya lo habéis oído, repuso D. García volviéndose a D. Pedro. ¿Aceptáis el encargo que os confieren?

Vedme aquí dispuesto a todo lo que se me exija y mis débiles fuerzas alcancen[-] contestó el interrogado Arzobispo, con un acento de apacibilidad que no revelaba la menor emoción.

-Aquél es entonces vuestro sitio, replicó D. García Manrique, mostrándole con un ademán lleno de dignidad el trono que resplandecía con un rayo de sol escapado entre los densos pliegues de una cortina.

Inclinó su cabeza por un breve instante el Primado, y levantándola más erguida dejó su sitio, cruzó la nave lentamente, subió la primer grada del trono, y volviéndose, radiante de majestad la frente que ornaban sus cabellos blancos, y con el mismo acento que usara a ser aquel trono suyo, acento de suprema dominación, dijo con voz clara y vibrante:

-Señores, está abierta la sesión.

Las cinco palabas del primado produjeron un movimiento general y un tenue pero perceptible murmullo; y como acaeciera el incidente de ir a pasar para tomar asiento Alvar Pérez de Osorio, diputado por Burgos, y protestase Ayala que lo era de Toledo, dijo D. Pedro estendiendo su mano con dignidad:

-¡Pase Burgos, que a Toledo le represento yo a nombre de D. Enrique III.

Alzó los ojos el arzobispo D. García y le asestó una mirada tan detenida, tan significativa, que hubiera hecho temblar a otro que no fuera D. Pedro Tenorio. Pero éste sin perder un átomo de la soberana espresión que ostentaba su frente, se dirigió a la elevada e imponente asamblea y pronunció un largo discurso, en el cual espuso con elocuencia estremada la situación del reino y del Rey: la necesidad urgentísima de atender a uno y a otro, dando a éste tutores y a aquél gobernadores; pero tales, que no se repitieran las desgracias que habían afligido a Castilla en las minorías, de Alfonso VIII por las discordias de sus tíos; en la de Enrique I, con los disturbios de los Lara; en las sangrientas y borrascosas de Fernando IV y Alonso XI, que tan azarosas hicieron los turbulentos infantes y el ambicioso Juan Núñez de Lara: Misión reservada a las cortes, no habiendo provisto a ello D. Juan I, por su prematuro e inesperado fin, conjurándolas a que eligieran quien mantuviese la paz en el reino, atendiese a su engrandecimiento, y al cuidado de Don Enrique, doblemente sagrado como monarca y pupilo; con lo cual puso fin a su razonamiento tan aplaudido como merecía por todos los que atentamente lo escucharon.

Por lo demás harto patentes eran los hechos que oportunamente recordara D. Pedro, y bien conocido de todos que tocaban el primer escollo de la minoría, en la importante elección que iba a efectuarse elección que podía dar origen a los males que había deplorado el Arzobispo, y que era posible y aun seguro se repitieran, tratándose de un poder transitorio es cierto, pero deslumbrante, omnipotente y codiciado con ardor.

Después de contestar D. Alfonso Manrique de Lara como le correspondía en aquel acto por descender del conde Pedro de Lara, que obtuvo el privilegio de representar a la nobleza como defensor y guardador de sus fueros en las cortes de Burgos, protestaron las ciudades su fidelidad y adhesión, con lo cual entraron en la importante cuestión que tan preocupados traía los ánimos.

La regencia única fue desechada por la mayoría: de dos la propuso el arzobispo de Toledo y fue enérgicamente combatida por los diputados que la desecharon unánimes: pidióla D. García de cinco y tampoco fue acordada. Aumentábase el número a medida que los aspirantes a formarla descubrían otros nuevos; y por último, después de animadísimos debates se nombró una regencia de siete gobernadores y un consejo de diez y seis diputados, que alternaran por mitad cada tres meses, para ayudar a los gobernadores con sus luces y esperiencia en todas las dificultades que pudieran sobrevenir.

A la cuestión de números sucedió la de individuos, menos controvertida y disputada, pero de mayor y más palpitante interés. Nombráronse los tres más cercanos parientes del Rey, a saber: al duque de Benavente su tío, al conde de Trastámara que lo era también aunque como el marqués de Villena en grado más remoto: el arzobispo de Toledo, el de Santiago y los maestres de Santiago y Calatrava. Los diputados por su parte nombraron a Alvar Pérez de Osorio, Ruy Ponce de León, Pedro Suárez, adelantado de Andalucía, Pero López de Ayala, corregidor de Toledo, Garci González de Atunza, Álvaro de Villa, Fernán Pérez de Castro y Diego Martínez de Villa Real.

Cuando terminó el nombramiento quedando formada la regencia, el arzobispo de Toledo dejó su sitio, y seguido de las electos en primer término y de los obispos y abades, ricos hombres y diputados, subió al altar donde se iba a prestar el solemne juramento con el más minucioso ceremonial.

Adelantóse D. García, púsose junto al ara, y con un acento que revelaba todo lo augusto de su ministerio con una entereza que revelaba asimismo un ánimo fuerte y superior; con toda la dignidad altiva y noble del caballero; señalando con una mano el libro abierto de los Evangelios y clavando al Primado una mirada severa e interrogante:

-Pedro, arzobispo de Toledo, dijo: ¿Juráis por la Santísima Cruz en que fuimos redimidos y los Santos Evangelios, aquí presentes, gobernar en unión de todos y cada uno en paz y lealmente, protejer, defender y guardar al rey D. Enrique III y su hermano el infante D. Fernando, que las cortes ponen bajo vuestro amparo como tutor que os nombra, y obrar en honra y pro de estos reinos que se os confían?

Puso el Primado su mano estendida sobre el libro abierto que estaba en el altar, y con voz clara y entera que resonó en todos los ángulos del templo, dijo: ¡Sí juro!

-Si así lo hacéis, Dios os lo premie, y si no os lo demande como a aquel que jura en falso, repuso D. García con acento profundo.

-¡Amén! contestó el Primado gravemente.

Y pasando a la derecha sustituyó a el Arzobispo canciller, quien cambiando de sitio ocupó el que dejara D. Pedro, prestando el juramento en sus manos. En seguida lo hizo el duque de Benavente, y después los demás gobernadores y consejeros.

Cuando se concluyó la ceremonia bajó del altar el Primado, ocupó la presidencia como antes, y arengando brevísimamente a la asamblea levantó la sesión.

El sol descendía por el horizonte cuando los gobernadores salían de San Salvador. Adelantáronse algunos pasos el arzobispo de Toledo y el duque de Benavente que iban al par uno de otro; inclinóse el Prelado hacia D. Fadrique, y con una incalificable espresión le preguntó sonriéndose:

-¿Qué os parece todo esto, Duque?

-Que perdimos la partida, respondió con despecho éste.

-¡Bah! no lo creáis aunque tal parece a primera vista. Un cuerpo con quince cabezas es un fenómeno, y los fenómenos no tienen de vida si no cuando más cortos instantes. Todo es paciencia y esperar.

Y bendiciéndole le alargó la mano que besó el Duque, disipándose un tanto la sombra de su frente.

En pos del Primado y D. Fadrique, que cada cual se alejaba con su numeroso séquito, salieron los maestres de Santiago y Calatrava, juntos también como salieron aquéllos, y parándose en el umbral:

-D. Gonzalo, dijo aquél a éste, ¿qué día fijáis para nuestro juramento del cuerpo de Dios?

-El que vos mismo elijáis, D. Lorenzo, contestó D. Gonzalo con cierta tivieza.

-Pues en el convento de Ocaña os espero con el capítulo reunido, el día primero de la próxima semana.

-No faltaré con los comendadores y caballeros que se puedan reunir para ese día[-] contestó el gran maestre de Calatrava.

Concluido este diálogo, se despidieron afable y cortésmente: el de Santiago se incorporó con el duque de Benavente, y el de Calatrava fue a reunirse con el arzobispo D. García, que con su hermano el Adelantado mayor salían a la sazón del templo. Al verle venir el Arzobispo, esperóse a que llegara, y cuando estuvo a su lado se dirigió a él con un acento que revelaba las profundas emociones que sufría.

-Maestre, os repetiré la misma pregunta que acabo de hacer en este momento a mi buen hermano: ¿Os place la regencia de que os han nombrado miembro?

El maestre lo miró con fijeza, y al observar aquella frente en que podría leerse los fuertes sentimientos que lo dominaban, y aquella boca contraída por una amarga ironía; al escuchar aquellas palabras proferidas con calma y singular intención, la inquietud se reveló en su semblante y contestó con un signo negativo.

Os halláis, pues, de acuerdo con nosotros, dijo el Prelado colocándose entre los dos ancianos guerreros. ¿No os agrada ver al Duque abrir camino al Primado, y a éste apoderarse de lo más alto que encuentra?

-No, García, no me agrada[-] contestó el Adelantado; porque del ambicioso afán de sobreponerse a todos, nace y se nutre el general descontento. También os diré que temo un choque entre ese conjunto de contrarias voluntades y de opuestos intereses, que dará indudablemente origen a disturbios y revueltas como las que imprudentemente ha recordado ese portugués ambicioso, y que tan célebre le hicieron en las anteriores minorías.

-¡No por mi nombre! [exclam]ó D. García con arrogancia. ¡Oh! no lo temas, hermano, que hay aún en Castilla una voluntad enérgica que los reprima, y es la mía; un brazo fuerte y poderoso que en todo caso los derribe, y es el vuestro: D. Fadrique y D. Pedro no son los infantes D. Juan y D. Enrique. Los Lara no existen hoy, pero en su lugar seremos nosotros los que frente a frente y sin contemplación alguna contrariaremos sus planes y nos encontrarán en todos los terrenos.

-Si a ese punto llegamos, dijo con mesura el Adelantado mayor, convenid, García, que el reino no alzará su voz para bendecirnos. En cuanto a mí, vos que conocéis mis sentimientos, como Dios conoce mi conciencia, sabéis que el brazo de Alfonso Manrique está consagrado a su Patria y a su Rey, y su espada a los gobernadores que la sirvan con mayor fidelidad.

-Alfonso, dijo el maestre con agreste y espansiva franqueza; si no me admiráis por leal, me cautiváis por prudente, y siempre tengo algo que celebrar cuando os oigo. Estoy con vos, y mi espada se levantará con la vuestra hiera a quien quiera, ya sea a ese encumbrado bastardo o a ese Prelado estranjero, como falten a la ley o se vuelvan contra la patria para desgarrar su seno.

-Así lo creo de vos, Maestre. Por eso me di el parabién cuando os eligieron tutor y gobernador en unión de mi hermano D. García, de quien sois antiguo amigo.

-Y tan antiguos, Alfonso, que éramos rapaces y bien pendencieros.

Y el encanecido Maestre echó una mirada de cariño a su compañero de infancia, más envejecido que él por el peso del estudio y las agitaciones de su vida.

Ya se habían alejado el Arzobispo, el Maestre y el Adelantado con su triple comitiva, cuando apareció en el umbral de San Salvador un grupo de diputados, en cuyo centro estaba Pedro López de Ayala; a quien uno de sus compañeros, de frente pensadora y mirada profunda, dijo:

-Recibid mi sincero pláceme, señor Corregidor, y con él mi buen deseo de que no olvidéis en el gobierno de Castilla que sois el diputado de Toledo; y que Toledo, que os ha encumbrado a ese puesto, reclama, como todas las ciudades, la rebaja de la moneda a su intrínseco valor.

-Gracias, Sr. Juan Gaitán, por el pláceme y el deseo que estimo en mucho[-] contestó cortésmente el corregidor de Toledo; y sabed, como sabrá muy en breve la ciudad, que siempre y ante todo soy su procurador, para conseguir la justa demanda que nos ha confiado.

Dicho esto, desapareció a su vez aquel grupo y quedó desierta la tan animada iglesia de San Salvador. Poco después apagaron las luces del altar, se cerró el libro de los Evangelios y todo quedó en el más profundo silencio.

Capítulo VII
Cómo se verificó en Ocaña el juramento del Cuerpo de Dios, y se da cuenta del motivo que hubo para prestarlo

El plazo que se prefijó por el maestre de Santiago para practicar el juramento, espiraba el día de la Epifanía y había llegado la vigilia.

Los farautes del maestre de Calatrava, durante el término convenido, recorrieron en velocísimos caballos todos los dominios de la orden, llevando mensajes a los comendadores y caballeros citándoles para Ocaña. Sólo así podía esplicarse la considerable afluencia de guerreros y curiosos que de Tembleque, Cuenca, Almagro y la Mancha toda se notaba en aquella villa para asistir a el acto solemne DEL JURAMENTO DEL CUERPO DE DIOS.

Desde la alborada de aquel día hasta que el sol se ocultara, no cesaron de entrar en Aranjuez (villa de la orden de Santiago y sitio de recreo de los maestres) empolvados ginetes cabalgando en soberbios bridones, seguidos de escuderos y de algunos soldados de la orden.

Imponderable era el movimiento que se notaba en la villa al terminar aquella tarde, breve y nebulosa como suelen serlo las de enero. Por donde quiera no se oía otro ruido que el trotar de los caballos y el crugir de las armaduras, no cesando hasta que una numerosa tropa de caballeros montados en diestros y veloces corceles salió de Aranjuez tomando el camino de Ocaña.

Pendía de sus hombros el manto con la cruz encarnada de la orden, ondulando airosamente a impulso de la veloz carrera que seguían. Bajo sus anchos pliegues brillaban ligeras corazas de bruñido acero, y el casco con que cubrían su cabeza, dejaba descubierto el semblante fiero y espresivo en los más, ya se encontrasen en la flor de la juventud, bien en el descenso de la vida.

Marchaba a la cabeza el maestre D. Lorenzo Suárez de Figueroa, llevando a su izquierda al más anciano de los Treces de la orden, célebre por contar casi tantas batallas como cicatrices, faltándole poco para igualar el número de éstas al no escaso de sus años. Seguían después los treces, comendadores y caballeros de cuatro en cuatro, armados de lanza y escudo, y en un silencio que sólo turbaba el continuo cuanto acompasado trotar de los caballos.

Caminaban, pues, entregado cada cual a sus pensamientos, sin que ningún accidente les ocurriera en las dos leguas y media que dista Aranjuez de Ocaña; llegando cerrada ya la noche a las entonces fuertes murallas de la villa y arrecidos con el frío intenso que se hacía sentir.

A su llegada fueron recibidos por los caballeros más notables de la orden de Calatrava y los hospedaron con solícita cortesía y fastuosa esplendidez.

Las órdenes religiosas y militares de Santiago, Calatrava y Alcántara, tan famosas en los siglos pasados y de que sólo nos quedan sus estatutos y preclaros recuerdos de gloria, habían llegado en los reinados de los sucesores de Alfonso XI a el más alto punto de independencia, esplendor y poder.

Nacidas de la piedad religiosa y del odio a los infieles, que cada generación legaba íntegra a la que le sucedía, tuvieron desde luego toda la importancia que les daba su origen en una época que se marcaba por la exaltación de tales sentimientos; pero adquiriéronla mucho mayor así que fueron reconocidas y sancionados sus estatutos por la Santa Sede. Alfonso XI contribuyó generosamente a su engrandecimiento, concediéndoles privilegios y mercedes que fueron la base de su opulencia y poder.

Desde aquella época, siempre progresando, siempre en guerra con los moros, su valor les conquistó estensos dominios. Los reyes que con tanta frecuencia y buen éxito se servían de su brazo en las frecuentes guerras que sostenían con Navarra, Aragón y Portugal; y que ante la cruz de sus pendones y la espada que heroicamente empuñaban veían retroceder y menguar el poder agareno, premiaron sus servicios aumentando con generosidad sin término los estados y fueros de las órdenes que llegaron a ser considerables. Pero esto mismo logró escitar el recelo y la desconfianza, y entonces se incorporaron sus dominios a la corona. Por el tiempo de que nos vamos ocupando eran los maestres unos soberanos de hecho y de derecho; independientes, acatados, revestidos de alta y suprema potestad compartida en su ejercicio con otras potestades inferiores, asemejándose cada orden a un estado con sus diversas gerarquías fuertemente enlazadas entre sí. En una palabra, el gran maestre era un príncipe con su gobierno, su justicia, su ejército, sus fueros privativos, alta jurisdicción y exenciones.

A las once del día prefijado para el juramento de los dos maestres, el de Santiago, seguido de todos los caballeros que lo habían acompañado en su viaje, ostentando el manto con la roja cruz de su orden, penetraba en la iglesia de los caballeros de Calatrava, donde ya los esperaban éstos con su gran maestro D. Gonzalo Núñez de Guzmán.

Según el ceremonial establecido para semejantes actos, los comendadores de Calatrava salieron a recibir al maestre y caballeros de Santiago hasta el umbral del templo, conduciéndolos al coro, a cuya berja se adelantó don Gonzalo con sus claveros para saludarlo: con lo cual y preguntarle cortésmente el maestro de Calatrava a el de Santiago si era de su gusto que empezara la ceremonia, y contestarle éste que le tenía cumplido en todo lo que aquél dispusiera, se encaminaron juntos al altar acompañados por los caballeros de ambas órdenes, que mezclados y confundidos los dejaron subir las gradas de aquél, quedándose ellos a pocos pasos de distancia.

Los dos maestres eran tan notables por sus personas como por la elevada dignidad de que estaban investidos; y los dos maestres en aquel momento, de pié, inmóviles, concentrados en sí mismos, con sus hábitos magestuosos, sus largas espadas en que apoyaban la diestra, y sus cabezas de cabellos grises descubiertas, estaban magníficos en arrogancia, en dignidad y en resuelta firmeza.

Sin embargo, vistos de cerca, se notaban entre ambos pronunciados rasgos de diferencia. Las facciones regulares del maestre de Santiago revelaban firmeza en la voluntad, astucia en el genio, reserva en el pensamiento. Su continente altivo y marcial demostraba en cada uno de sus rasgos, de sus más leves movimientos, el íntimo convencimiento de su poder, un largo hábito de mando y los violentos arranques de un carácter nunca violentado ni sujeto por nadie, ni por nada.

La fisonomía del de Calatrava, menos bella pero más varonil y pronunciada, la caracterizaba fuertemente una espresión de tan atrevida osadía, de franqueza y lealtad tan decidida y arrogante; se mostraban de tal modo sus sentimientos en las arrugas de su frente, en los pliegues que unían sus cejas, en las contracciones de su boca, en el fuego que destellaban sus pupilas leonadas, que nadie podía dudar en mirándole. de su amor ni de su odio, de su enternecimiento ni de su ira, cuando el soplo de una u otra pasión lo agitaba.

En la célebre mañana en que tenía lugar el juramento, no estaba exenta de nubes su frente ancha y desarrollada; pero como hemos dicho antes, brillaba en ella la arrogancia, la resolución y la firmeza.

Uno de los caballeros profesos de Calatrava se revistió un rico ornamento, y subiendo al altar dio principio al santo sacrificio de la misa, y para asistirle los caballeros se hincaron piadosamente de rodillas a imitación de los maestres que les dieron el ejemplo.

Llegando el celebrante al punto de la consagración, pronunció en voz alta y con una entonación lenta y solemne las cinco palabras sagradas: Hoc est enim corpus meum , y elevando la hostia para que la adorasen, la tuvo levantada un corto espacio, durante el cual todas aquellas soberbias cabezas humildemente se inclinaron.

Concluida la elevación, la puso el sacerdote en su patena de oro, y la patena sobre el ara, y volviéndose de modo que diera la diestra al Sacramento y la siniestra a los maestres que permanecían de rodillas, les dijo con voz entera:

-D. Gonzalo Núñez de Guzmán,.y vos D. Lorenzo Suárez de Figueroa, como maestres que sois de las órdenes de Calatrava y Santiago, ¿juráis sobre el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo uniros en fiel y leal amistad, para gobernar el reino buena y pacíficamente; servir, defender y proteger al rey, D. Enrique III, que Dios ha puesto sobre el trono y las cortes bajo vuestra tutela y amparo; no ir nunca el uno contra el otro, ni levantar las espadas sino para dar el mismo golpe en muestra de una sola voluntad?...

Así que el celebrante profirió la fórmula del juramento, los dos maestres se levantaron, estendieron el brazo; y tocando con la mano sin guante la hostia consagrada que les presento el sacerdote, respondieron a la vez con voz clara y segura:

-¡¡Sí juramos!!

El celebrante retiró la patena, los maestres tornaron a su primer postura con la cabeza inclinada y enlazadas las manos que habían tocado la hostia sacrosanta, continuando la augusta ceremonia sin perturbarse el silencio, la compostura y el fervor de los asistentes.

Mas por una singularidad inesplicable y estraña, al concluirse la misa, los ojos del maestre de Santiago destellaban a brevísimos intervalos un contento reprimido, una satisfacción tan cumplida, que a pesar de la rapidez con que lucían aquellas vivísimas llamaradas, no se escaparon a la perspicacia de Don Gonzalo; quien por un contraste no menos raro mostraba una frente oscurecida y una mirada triste sin embargo de hacer visibles esfuerzos para dominarse y aparecer impasible y grave, no consiguiendo otra cosa que aparecer notablemente violento.

La clave de aquel enigma que no podían descifrar los que estaban observándolos, la tenía el arzobispo de Toledo, y se esplica fácilmente.

Aquella imponente ceremonia a que había sido emplazado D. Gonzalo por el maestre de Santiago, fue decidida por el Primado, quien antes calculó con mucho detenimiento y pulso todas sus posibles y trascedentales consecuencias.

Una de esas amistades que nacen en la infancia, crecen en la juventud, se afirman y arraigan con los años y no se estingue jamás, unían con estrechos vínculos al arzobispo Don García y al jefe supremo de la poderosa orden de Calatrava.

Una alianza concluida de poder a poder ligaba con los fuertes lazos de un interés común al arzobispo de Toledo y al maestre de Santiago.

La espada o el voto de cada uno de los maestres tenía un peso tal, ya fuera llevando la cuestión al terreno de la fuerza, ya tratándola en el del influjo, que separados podían equilibrar la balanza, y unidos los dos, inclinarla a quien fuera su voluntad.

En el siglo X un juramento no se violaba; era sagrado, y doblemente cuando como el de los maestres era espontáneo, solemne y de una publicidad tal cual tenía el que habían prestado en Ocaña a presencia de ambas órdenes reunidas. Estaban, pues, obligados a guardarle, y, o el de Santiago arrastraba consigo al de Calatrava separándolo de D. García, o lo obligaba a permanecer neutral, dejando al arzobispo luchar con sus solas fuerzas. De un modo o de otro, D. Pedro triunfaba en la lid.

Concluida la misa salieron juntos los dos maestres, siguiendo en pos la brillante comitiva de caballeros de Calatrava y Santiago. Un banquete suntuoso dado por los primeros, esperaba a los segundos. Reinó en él la esplendidez y la cortesía, y aquella reunión congregada para asistir al juramento se dispersó por la tarde, saliendo los maestres para Madrid, y a sus fortalezas y encomiendas los caballeros de las órdenes.

Capítulo VIII
Donde se da cuenta cómo dieron principio las grandes alteraciones de Castilla

Pocos meses habían transcurrido desde la infausta muerte del rey D. Juan I, y ya se tocaban lastimosamente las consecuencias de aquella desgracia.

La desunión de los gobernantes era estremada; las demasías de algunos señores harto públicas, y los pueblos eran olvidados por los que tenían el deber de protegerlos, ocupados esclusivamente en las discordias y rencillas de los tutores del rey Enrique III.

Si algo faltaba en el ánimo de suyo irascible del arzobispo D. García para exacerbarle en último grado, era sin duda la alianza del primado D. Pedro Tenorio y el duque de Benavente.

Altanero D. Fadrique de Castilla y dominante en sumo grado, abusaba a menudo en pro de sus amigos y en mengua de sus rivales, de las facultades que le habían concedido las cortes de Madrid, como gobernador del reino y tutor del rey y el infante sus sobrinos.

Por otra parte cada día era más patente el pacto que unía con sus estrechos lazos al arzobispo de Toledo y al duque de Benavente, formando ostensiblemente un bando de que el primero era la cabeza y el segundo el brazo, y cuyas miras tendían a imponer su voluntad como soberana en el consejo, del que no se avenían a ser partes, pretendiendo erigirse en jefes.

Murmurábase públicamente sa intimidad, deplorando sus funestas consecuencias; acriminábanse mutua y violentamente los prelados; cundía el descontento por do quier, y densas nubes se iban amontonando en el cielo de Castilla, anunciando una tempestad que sólo tardaría en bramar lo que tardara en esperimentarse el choque de las encontradas pasiones que con sus ardientes emanaciones la condensaban.

El choque tuvo lugar, y la esplosión fue terrible.

Era un día de marzo, día desapacible y nebuloso. El concejo de gobernadores estaba en la iglesia de San Salvador, donde celebraba sus sesiones. Iracundo y sombrío el arzobispo de Santiago; con la mano en la espada y arrogante postura los maestres de Calatrava y Santiago; silenciosos y atentos el consejo de diputados de las ciudades, escuchaban todos con la espresión de la cólera en el rostro descompuesto, o la osada actitud del retador, el rumor compasado de pasos, el crugir de las armaduras, los golpes de las alabardas en las gradas de piedra del templo, las voces, en fin, de los hombres de armas que estaban cercando los muros doblemente sagrados y respetables por lo que era y contenía.

Sólo el Primado estaba tranquilo, sólo él ostentaba una impasible mesura.

En el crítico instante de levantarse D. García Manrique para dar alguna orden, o pedir esplicaciones, se presentaron armados de punta en blanco el duque de Benavente y el conde de Trastámara.

La frente torva del arzobispo de Santiago se anubló aún más, su talla escasa se realzó al ímpetu de su ira mal enfrenada estendiendo su mano nervuda y demacrada sobre los recién llegados, pareció rechazarlos mejor que detenerlos.

Pero no era la venida de los tíos de Enrique III un incidente casual, sino un ataque premeditado, un pretesto para cometer un hecho de violencia reproducido en casi todas las minorías que antecedieron a la de que nos vamos ocupando.

Todos, pues, comprendieron que el Duque venía para arrojar su guante a la arena, y que el Prelado lo iba a recoger sin compasión a la sangre que la contienda pudiera verter, sin temor a las picas y alabardas que asomaban a la puerta y llenaban las avenidas; y aquel alarde de fuerza, aquel aparato de guerra, enardeció los ánimos hasta de los más prudentes y contenidos.

D. Fadrique se adelantó con la visera levantada, se dirigió al arzobispo D. García a quien iba el reto, y con audaz altanería dijo:

-Señores, he venido solamente a pedir para el señor Juan Sánchez de Sevilla, el nombramiento de contador mayor de las rentas reales.

Todas las miradas pasaron alternativamente de D. Fadrique al Prelado, cuyos labios contraídos se separaron para dar salida a un ¡¡No puede ser!! tan enérgico como rotundo.

-¡Será, porque lo mando! repuso el Duque con acento amenazador, llevando significativamente la diestra a la cruz de su espada que despidió un metálico sonido al rozar con su manopla de acero.

-¡No será, porque no es justo! Replicó D. García con voz de trueno.

A la airada negativa del Prelado siguió una escena de tumulto. Los gritos, las amenazas, los denuestos estremecían las bóvedas sagradas. Los bandos que se encarnaban en los dos arzobispos, se agruparon en torno de sus caudillos. Desembaináronse las espadas con notable furia y desacato, lanzándose todos a la calle, resueltos ambos prelados a apoderarse del Rey y sacarlo de la villa.

Pero no contaban con el adelantado mayor D. Alfonso Manrique, que reuniendo sus hombres de armas cerró las puertas de aquélla, dobló la guardia del Alcázar, deshizo el tumulto repartiendo mandobles y cuchilladas, y al anochecer tan sólo se oía en las calles, poco antes tan alborotadas, el ruido monótono de la abundante lluvia que caía.

Capítulo IX
Cómo de consejos y alianzas, cada uno toma la parte que le conviene a su gusto

Al toque de avemaría, sosegada completamente la villa, solitarias las calles que sólo recorrían los hombres de armas del Adelantado mayor, sobre cuyas pesadas armaduras se estrellaba una lluvia fuerte y espesa; salió el duque de Benavente de su palacio, dirigiéndose con paso rápido al del arzobispo de Toledo.

Iba solo D. Fadrique, embozado hasta los ojos, y por el metálico ruido de sus armas, chocándose entre sí al andar, podía colegirse que no iba desprevenido para lo que pudiera acontecerle; precaución necesaria en aquellos tiempos de agitaciones y turbulencias.

Entró por la morada del Arzobispo sin desembozarse siquiera; pasó por las antesalas atestadas de eclesiásticos, caballeros, escuderos y pajes, que le saludaban respetuosamente dejándole paso franco, del cual se aprovechaba contestando altiva, afable o desdeñosamente, según los blasones, la influencia o la adhesión de cada uno de los que allí estaban y conocía.

Con la misma facilidad le fueron franqueadas todas las puertas, hasta la del oratorio, cerrada a todos para que no fuese turbado el Arzobispo en las meditaciones de su piadoso retiro.

En su fondo, sentado en un alto sillón, estaba el Primado de Castilla asaz descontento y meditabundo, recapitulando todos los sucesos que habían tenido lugar en la aventurada tentativa de por la mañana; frustrada, en tan mal hora para él, por el Adelantado mayor, y que le había colocado en un terreno tan falso como resvaladizo. Conocía con íntimo disgusto que había llegado a su punto crítico, donde retroceder es sucumbir, y que estaba trabada la lucha con un competidor que aparecía más formidable que nunca.

Reparaba, pues, como decimos, los variados incidentes del día, contando en seguida todas las probabilidades de triunfo que tenía sobre su rival, cuando entró el Duque sin anunciarse.

-¡Pardiez, señor Arzobispo! dijo D. Fadrique, cuya frente estaba más altanera que de ordinario; menester es preguntaros, pues en vuestro semblante no se colige si somos vencidos o vencedores.

Y clavó en él, esto diciendo, una de sus penetrantes miradas.

-Ni lo uno ni lo otro, respondió con calma el Primado. No hemos hecho otra cosa que tirar un guante, ni D. García más que recogerlo cuando lo ha visto a sus pies.

-Y no se os ocultará que ha sido levantado con brío, aceptando la lucha como se le ha presentado. Ahora bien, señor arzobispo de Toledo, después de la inútil tentativa de apoderarse de mi sobrino, creo, salvo vuestro parecer, que el único camino espedito que nos queda, es apelar a la fuerza y sustentar nuestra razón con la espada.

-D. Fadrique, respondió con mesura el Prelado; mi parecer es que todo partido estremo no debe tomarse sino en un caso estremo también; cuando la violencia sea de absoluta precisión, cuando sea necesaria y por lo que la ocasione disculpable; y, creedme, aún no estamos en eso punto. Por lo cual, Duque, es mi opinión que debemos dejar las cosas como están, intentando otro medio que nos conduzca al mismo fin que pretendemos.

¿Y qué medio se os ocurre, si gustáis participármelo? le preguntó D. Fadrique con un leve acento de impaciencia.

-Sí gusto de hacerlo, Duque, respondió el prelado con una gravedad que no estaba exenta de reconvención. Sentaos y departiremos, esplicándoos yo mis ideas, y objetando vos lo que os cuadre sobre ellas.

Sentóse D. Fadrique en un sillón frente al Primado, recogióse éste un breve instante, y fijando en aquél una mirada profunda le preguntó:

-¿No se os ha ocurrido nunca, Duque, que la supremacía del poder puede establecerse por medio del influjo moral de un modo más absoluto y estable que no impuesta violentamente por la punta de la espada?

-No, ni recordando antecedentes pienso que tampoco vos[-] contestó D. Fadrique observándolo.

-Lo estraño Duque, replicó el Arzobispo con calma. Esa es una convicción que me debisteis suponer por esos mismos antecedentes y la esperiencia de largos años de sacerdocio.

-Pues os confieso que he caído en ese error, repuso D. Fadrique con despecho, y lo siento tanto más, cuanto que él nos ha conducido al trance en que nos hallamos.

-Bueno está que sobre una idea nos hayamos engañado, Duque, dijo el Primado animándose por grados; pero no el que en las cosas nos queramos engañar. Lo que ha pasado esta mañana ha sido un simple rompimiento con el arzobispo de Santiago y su bando, y eso tendría lugar mañana, si no hubiera acontecido hoy. Sé también, que cuando una lucha se empeña es necesario terminarla... ¡Con la fuerza o con la astucia! indiferente es el medio como se consiga el fin. Pero lo que trato de persuadiros es, que sin apelar al recurso estremo de las armas podemos alcanzar lo que nos proponemos; más aún si queréis, porque la cuestión que la fuerza ha de dirimir, sólo es al presente, de un interés grande, pero transitorio; y con el medio de que os hablo podéis abarcar lo futuro en una estensión ilimitada. ¿Oís?

-Sí respondió el Duque dibujándose en sus labios una ligera sonrisa un si es no es burlona y claramente incrédula. Pero por Santiago juro, que no os comprendo señor Arzobispo.

-Yo me esplicaré, pues, y estoy seguro que me comprenderéis acaso demasiado. Mas antes de hacerlo respondedme paladinamente. ¿Qué pretendéis conseguir con la guerra?

-No es necesario repetirlo, si recordáis lo que pactamos el día que murió D. Juan.

-Yo no olvido nunca, Duque, y menos cuando me liga una promesa. Fue, que seríamos gobernadores vos y yo solamente. ¿No es cierto?

-Exacto. Ello sí, no ha sucedido con mengua de nuestro orgullo, dijo el Duque con sarcasmo.

-No es culpa mía, D. Fadrique; bien sabéis lo que hice e intenté por conseguirlo. Pero con un poco de tiempo, y otro poco de arte, quizá llevemos a cabo lo que ni nuestro empeño en las cortes, ni vuestro arrojo de hoy, han podido realizar.

- ¿Y ese medio famoso consiste?... preguntó el Duque con negligencia.

-En ganar la confianza de una dama.

-¿De una dama?... [exclam]ó sorprendido D. Fadrique. ¿He oído bien? Repetidmelo D. Pedro; pues creo, por S. Andrés, que o he oído mal lo que habéis dicho, o que graciosamente os burláis.

-No es eso propio de mi carácter, ni oportuno en esta ocasión. He dicho una dama, debí decir de la reina Catalina.

Oído aquel nombre, el Duque lanzó al Prelado una tan ávida mirada que pareció querer devorar su pensamiento.

-En verdad D. Fadrique ¿no habéis parado mientes jamás en la singular posición que ocupa la reina Doña Catalina, de esa reina que lo es por su matrimonio con D. Enrique, y su derecho de legitimidad y primogenitura? ¿No habéis reflexionado en el infinito influjo que ha de ejercer sobre el Rey por su edad, por su belleza, por los cuidados que le prodiga, porque, en fin, es el único ser dulce y acariciador en que se apoya ese otro ser débil y quebrantado, con más corazón y cuerpo?... ¿No habéis previsto que hacia donde ella se incline se ha de inclinar el Rey, se ha de inclinar la corte y cuanto de ésta dependa? ¿Que por esta razón puede mucho de presente, y más aún de futuro, si atendéis a que por los tratados de su casamiento, Doña Catalina ha de ocupar el trono de Castilla con D. Enrique, si falta éste con D. Fernando y ¡sola! si éstos no tuvieran sucesión? Por último, ¿no se os ocurre que la Reina es una mujer, que la mujer es susceptible de impresionarse y dejarse dominar por una voluntad firme, que anime un pensamiento profundo, nobles y elevadas miras; una voluntad fuerte que sepa imponerse e imponerla? En verdad, os repito, Duque ¿no habéis pensado en nada de esto?

-No, no he pensado en nada de eso, y he pensado muchas veces en Catalina de Lancaster, respondió D. Fadrique hondamente preocupado. Vos revelándomelo en este momento, me abrís un ancho horizonte.-¿Y me comprendéis ahora, Duque?

-¡Oh! Como dijisteis antes con vuestro mucho talento, buen D. Pedro, acaso demasiado. Sin embargo, aun encuentro un punto en que me paro para haceros una pregunta a mi vez. ¿Cómo es que vos conociendo y apreciando todas esas circunstancias de tan gran valor en la Reina, no habéis solicitado su confianza disputándola a quien la posea? ¿Cómo no os habéis insinuado en su ánimo, con esa fascinadora elocuencia que tanto poder os da cuando os servís emplearla?

-Por una razón muy obvia. Doña Catalina tiene para el sacerdote respeto, para el gobernador deferencia, para el anciano reserva; de manera que mis relaciones con ella son de pura ceremonia. Y respecto a mí, no puedo traspasar la distancia que ha interpuesto entre los dos la malevolencia de D. García, porque la ha rodeado como a D. Enrique de sus parciales y hechuras, en quien tiene tantos instrumentos como espías. ¡Oh! id a su cámara veréis en la primera de sus damas a la sobrina del Arzobispo, y la engreída favorita elige o separa a las otras, según le place a su tío. Seguidla al confesionario, su confesor es la encarnación del alma del iracundo Prelado; por lo cual, para mí no hay cabida con la Reina. Vos su deudo es otra cosa, podéis llegar hasta ella, y allí establecer vuestro sitio sin que nadie os lo dispute.

-¡Claro está! replicó presuntuosamente el Duque medio entornando los negros y rasgados ojos para ocultar los ardientes rayos que de ellos se desprendían; es mi sobrina y debo estar a su lado. Por lo demás, ¿no ha de sentir una afección?... ¿No ha de tener una debilidad?... Si teme, le brindaremos paz, seguridad. Si sufre, le brindaremos consuelo, adhesión; y Catalina, reina y mujer, se apoyará confiadamente en nosotros.

-Duque, esa es mucha jactancia ¡oh! dijo el Arzobispo con intención. Nosotros buscaremos su apoyo para preponderar en el reino durante la minoría de D. Enrique, y en su concejo cuando sea mayor y reine.

-Pues eso es lo que yo digo, sólo que en las palabras ha habido una involuntaria inversión, replicó D. Fadrique sonriéndose. Convenimos que Doña Catalina puede darnos con su confianza lo que nosotros no hemos podido alcanzar con nuestros esfuerzos reunidos; y esto, pardiez, creo que es reconocerse espontáneamente inferior y en alto grado obligado. Esto supuesto, permitidle a mi lenguaje su valentía para deciros, tengo esperanza de que la Reina sea nuestra, y perdóneme Dios el orgullo, pero tentado estoy de añadir, ¡contad con ello de seguro!

-Entonces D. Fadrique, el destino de Castilla estará en estas manos unidas.

Y el Primado alargó la suya al Duque que la retuvo un instante en silencio y conmovido. Durante aquel brevísimo espacio, la frente de D. Fadrique erguida con indecible atrevimiento, se inclinó con el peso de una idea. Su mirada que irradiaba vivísima luz se oscureció, y soltando la mano del Arzobispo le dijo pasando repentinamente a la desconfianza y la duda.

-No creamos, sin embargo, en este edificio de viento, y ocupémonos de las cosas como están. Vos en vuestro cálculo, o yo en mi proyecto nos podemos engañar; si sucede, ¿qué haremos, Sr. Arzobispo?...

-¿Qué haremos? repitió el Primado con decisión y energía; lo que habéis venido a proponerme. Iros vos a vuestros estados, yo a Toledo; levantar gente; reunir luego nuestros soldados y venir juntos a librar a mano armada al Rey y al reino de la tiranía del arzobispo de Santiago.

-¡Sí, D. Pedro, sí! dijo el Duque con un brusco arranque, pues os juro que si no saliera con lo que intento... ¡por Dios trino! que o talaba a Castilla, o estrañaba de ella para siempre.

D. Pedro Tenorio miró a su aliado un breve instante como si quisiera sondear el corazón que agitaba con tal fuerza un pensamiento repentino, como si tratara de medir la fuerza de las pasiones que en él residían, fijando el límite donde habían de conducirle; mas el ojo del Arzobispo era el de un hombre, y aquel examen no podía producir más que un falible conocimiento de éstas y aquél.

-Estrañaros, dijo el Primado halagando el orgullo y la venganza de D. Fadrique que creyó herido y escitado con sólo el pensamiento de una derrota; no por cierto, Duque. En todo caso sería un agravio de dama y lo vengáis en sus campeones, con lo cual está la cuenta saldada. Por lo demás, creedme, aunque no se realice mi plan, tendréis a cambio de algunos días perdidos más conocimiento de vuestros enemigos y más seguridad de vencerlos.

El Duque se levantó. Nuevamente sus ojos irradiaban luz, su frente se elevaba osada y arrogante.

-Se me olvidaba participaros, por si no tenéis noticia, dijo el Arzobispo dejando su asiento, que esta mañana durante la sesión de San Salvador, entraron en la villa los embajadores de Navarra y Aragón; que han solicitado la presentación para mañana, tan urgente es su misión; y que a pesar de lo poco a propósito del día han visitado particularmente y han tenido conferencias según cuentan.

-Lo sabía y he visto a Mosén Guerau de Queralt[-] contestó el Duque sonriendo. En cuanto a eso, las inquietudes son para la reina Doña Leonor, a quien persigue el cariño conyugal con esta nueva embajada.

-Eso será la de Navarra, Duque; mas la de Aragón, mis indicios tengo que viene a mezclarse en nuestras discordias, entendiendo o pretendiendo entender en el gobierno o alianza de Castilla, como amigo y protector.

-Aragón que se esté tras sus fronteras, y que no se meta aquí en cuestiones interiores. Si tal hace, le diremos que a Castilla le sobran gobernadores; a los gobernadores, concejo, y al concejo facultades.

-Así es, pero con todo estad sobre aviso, porque si a los propios se les unen los estraños...

-No lo temo, y si Dios no dispone lo contrario, de aquí a la presentación cuento ocuparme de mí mismo.

Con esto despidióse el Duque, y saliendo del oratorio pasó por aquella corte que esperaba al Arzobispo, infinitamente más numerosa que la que pisaba las regias antecámaras de los reyes Enrique III y su esposa Catalina.

Capítulo X
Donde se da cuenta de quién era la reina de Navarra, y lo que ésta hacía en Castilla con otras cosas que verá el lector

Una vez en la calle, el Duque miró al cielo dispuesto al parecer a secundar el diluvio, y se encaminó a buen paso al palacio que ocupaba la reina de Navarra.

Al pasar las alfombradas antecámaras, llenas por la numerosa servidumbre de Doña Leonor, D. Fadrique se dijo a sí mismo:

-Para mi empresa es necesario tu ausilio, y para que tú me lo prestes, es preciso creas que conviene a tu interés particular. Obliguémosla a un convenio de servicio por servicio.

Y dando su capa a un paje, su gorro a otro, estiró por sí mismo su descompuesta ropilla, alisó los negros rizos de su deshecha melena, y satisfecho de su compostura, entró en la inmensa antecámara de la Reina.

En el fondo de ella recostada en un sillón, cuyo respaldo estaba blasonado con las armas de Navarra y cimbrado con una corona real, se hallaba Doña Leonor en el momento de entrar el Duque ceremoniosamente anunciado desde la puerta de la cámara.

Tendría esta señora a la sazón de treinta y cuatro a treinta y ocho años; era morena y sonrosada, tenía unos rasgados ojos pardos llenos de vivacidad y espresión, magníficos cabellos castaños suaves y rizados, la frente ancha un poco elevada y ligeramente inclinada hacia atrás, la boca pequeña y la nariz aguileña. El conjunto de su fisonomía era bello y simpático revelando la inteligencia, la travesura, la energía y la resolución más estremada.

Hija de Enrique II, la casaron muy joven con Carlos de Navarra, a quien no amó; y ni el amor a cuatro hijas que tuvo ni el que a ella le tenía su esposo, pudieron hacerle olvidar la corte de Castilla, y los alcázares de Sevilla y de Segovia, que encerraban los recuerdos de oro de su primera juventud.

Tiernísimamente la quería su hermano D. Juan: Doña Leonor devorada por la tristeza que las montañas navarras le inspiraban, se dirigió a él, y por su poderosa mediación consiguió permiso de su esposo para pasar a Castilla con el objeto de restablecer su quebrantada salud; y obsequiada, agasajada y querida, pasó días, luego años, sin que pensara en dar la vuelta a sus estados.

El rey de Navarra fue consecuente con su esposa durante un no corto espacio de tiempo, pero pasado éste, la llamó a su lado con instancia; ella opuso la poderosa escusa de su salud, y D. Carlos esperó a su restablecimiento. Sin embargo, como viera que se dilataba mucho, tornó a llamarla mandándole que apresurara su regreso, ofreciéndole que saldría a recibirla hasta Alfaro para reunirse con ella; pero Doña Leonor no era eso lo que quería, y eludió con pretestos y dilaciones las súplicas y órdenes de su marido, suscitando obstáculos e inconvenientes cada vez que aquél las reproducía.

Insistía el rey de Navarra, negábase Doña Leonor, intervenía D. Juan para apaciguar a su cuñado y convenir los ánimos, y quedábanse nuevamente, aquél en la soledad de su palacio, ésta en el bullicio de los placeres de la corte castellana.

Sucedía que engañado en sus esperanzas D. Carlos, mandaba otras embajadas que ponían a D. Juan en un conflicto por los opuestos deseos de los dos esposos; y a tanto llegaron las cosas, que a duras penas pudo ganar tiempo enviándole su hija mayor y ofreciéndole que en la primavera inmediata le llevaría él mismo a su esposa.

En este estado se hallaban los asuntos conyugales de Doña Leonor de Castilla, cuando acaeció la desastrosa muerte de su hermano; y no hay que decir si los disturbios del reino, la horfandad de sus sobrinos y las contiendas de los gobernadores la facilitaron pretestos para quedarse.

Hallábase, pues, en Madrid desde el fallecimiento del rey D. Juan, tomando una parte no pequeña en el gobierno, y además figurando clandestinamente en aquel cúmulo de intrigas, que podía compararse a los delgados hilos de una araña, donde se enredaban cada vez más los gobernadores queriendo cojer en su centro a los reyes y con ellos el favor.

Hay que advertir, trataba Doña Leonor a su hermano D. Fadrique con fraternal intimidad, ya porque así conviniera a su interés, ya porque le amase realmente; y no la desazonaba mucho que el Duque desgarrase el manto real de su sobrino para apropiarse un girón, siempre que tuviese en él un firme aliado que lo valiese como gobernador para prolongar su permanencia en Castilla.

En la noche en que la presentamos por primera vez a nuestros lectores, los acontecimientos se agolpaban para embrollar más o desembrollarla enmarañada contienda de regencia y confundir en ésta los intereses de Doña Leonor; pues con algunas horas de diferencia habían entrado en la revuelta y atemorizada villa los embajadores de Navarra y Aragón, y susurrábase del uno y del otro que no habían venido sólo por la ceremonia de un pésame.

Ya la Reina, que como la más interesada, por temerosa de las consecuencias había sabido la venida de uno y otro, concedió el permiso solicitado por ambos para besarle la mano, luego que desempeñasen junto a Enrique III su cometido. Aprestábase a la batalla que tenía que dar a la autoridad conyugal del impaciente D. Carlos; y pensativa y ensi mismada, procuraba reunir todos sus recursos, todo su ingenio, su astucia, su energía, para conjurar la tempestad, evadir el golpe que le asestaba y permanecer en aquel foco de intrigas y movimiento en que tan a su gusto se hallaba.

El anuncio de D. Fadrique y su saludo tan respetuoso como galante, vinieron sucesivamente a sacarla de su larga meditación, y alzando la cabeza miró a su hermano que alegre y respetuoso le dijo acercándose:

-Señora mía, vengo a pediros nuevas de vuestro esposo que sé las habéis recibido escelentes.

-Mirad, Fadrique[-] contestó Doña Leonor haciendo un graciosísimo mohín; no podías haber llegado en peor ocasión, porque estoy decidida a reñir con el primero que me hable.

-No haréis tal conmigo, señora, repuso el Duque con el mismo tono de antes; porque hablando seriamente, y su rostro adquirió instantáneamente una singular gravedad, vengo a proponeros un medio que os sacará del apuro en que sé os va a poner mañana el embajador navarro. Pero antes añadió con insinuante y afectuosa espresión, prometedme que no son los que aquí están la reina de Navarra y uno de los gobernadores del reino, sino dos hermanos, Leonor y Fadrique de Castilla.

-Os lo prometo, porque así es y así será siempre, dijo Doña Leonor con acento dulce y vibrante, y en prueba de ello venid a sentaos a mi lado y hablad; no olvidando por vuestra vida ese peregrino medio que me habéis insinuado.

Sentóse el Duque, aproximó su sitial al de la Reina, y dijo:

-Supongo hermana, que sabréis las novedades ocurridas esta mañana en el concejo.

-Lo sé todo, respondió Doña Leonor impasible.

-¿Y qué pensáis de eso?

-¡Por mi fe, que os habéis dividido y que es una calamidad para el reino!

-¿Y no veis en lo acaecido más que una sola escisión?

-Nada más, mi buen hermano.

-Y dado caso que así fuese, ¿sabéis por qué ha sido motivada?

-¿Queréis que os lo diga francamente? le preguntó a su vez Doña Leonor medio seria medio burlona.

-¡Sí, pardiez, para eso os interrogo!

-Pues mirad, es porque cada uno quiere mandar sin el otro. Creo que comprenderéis, hablo de los arzobispos.

-Antes de oíros me lo figuraba, Leonor mía; pero ¡oh! cuánto os equivocáis al juzgar de ese modo. Yo no tomaría parte en esa lucha de prelados, si no supiera harto bien que en ella está implicada la guerra a los hijos de Enrique II, guerra personal y encarnizada que no admite transación.

-Eso que dices, Fadrique, no lo habéis reflexionado madura ni detenidamente, replicó Doña Leonor con gravedad. Esa lucha existe desde que vino de Roma el arzobispo de Toledo, y desde que son gobernadores se ha hecho más acerba... mortal creo, pero solamente para ellos. Sé que el uno se defiende con vuestras armas, y que el otro pretende embotarlas, ¿pero guerra a vos?... ¿Quién es capaz de hacérosla, ni con qué objeto?

-Mi Leonor, de hacernos , es la palabra propia, porque entended bien esto que os digo; dejad obrar a D. García Manrique, y mío el baldón, si en breve tiempo no os conducen escoltada a la frontera de Navarra, para que Pedro de Trastámara pueda encerraros en una estrecha fortaleza, y a mí me dejan, los dos acaso, en sitio donde no vuelva a inquietarlos.

El tiro de D. Fadrique fue certero, Doña Leonor se alarmó, su conciencia le decía que el arzobispo de Santiago tenía motivo para temer su presencia, y lo que es consiguiente, grande interés en deshacerse de ella. Aceptó, pues, la predicción de su hermano, y con la prontitud que comprendió su peligro, se resolvió a combatirlo; para lo cual, mirando al Duque con sus pardos y hermosos ojos,

-Fadrique, le dijo: no temamos a ese enemigo. Dos hermanos somos, que el que menos puede más que un arzobispo, aunque sea canciller mayor y gobernador del reino.

Podremos si estamos unidos, respondió el Duque con energía.

-Contad conmigo, hermano, [exclam]ó Doña Leonor tendiéndole la mano, que estrechó D. Fadrique reteniéndola entre las suyas.

-Unidos, Leonor, triunfamos; marchando cada cual por su camino sucumbiremos uno tras otro, tan fácilmente como se quiebran los delgados juncos de los pantanos. Establecido este principio, he aquí, hermana, mi soberano medio: sostenernos mutuamente. ¿Lo aceptáis?...

-Sin vacilar.

-Siendo así, os prometo por vuestra vida y mi honor, que yo a todo trance, D. Pedro que os ama mucho, el arzobispo de Toledo nuestro aliado, y todos los que nos siguen, haremos que contra el deseo de vuestro esposo el rey de Navarra, y de nuestro enemigo el arzobispo de Santiago, os quedéis entre nosotros. Y vos, Leonor, para que lo consigamos nos ayudaréis a ganar la confianza de D. Enrique, y mejor dicho, la de Doña Catalina; destruyendo ese influjo fatal que ejerce sobre ellos D. García, influjo que será nuestra perdición, hermana si no nos interponemos a tiempo.

-Con Enrique, no lo dudo, conseguiré cuanto deseemos, porque me quiere en estremo ese pobre niño. Pero atraernos a Catalina me parece muy arduo sino imposible, dijo pensativa Doña Leonor.

Una nube pasó por la frente de D. Fadrique; sus cejas se fruncieron y abandonando la mano de la Reina, le dijo vivamente contrariado:

-No sea imposible, Leonor. Necesito la confianza de Catalina para mí y para vos; es el alma de Enrique, y Enrique es el Rey, hermana.

-Lo sé, Fadrique, mas yo os diré lo que pienso y creo que vos me daréis la razón. Odios muy antiguos recibidos en herencia; recuerdos muy acerbos y resentimientos muy profundos, alzan una barrera muy alta entre la Reina y nosotros. Por otra parte, no se os esconde la privanza que alcanza con ella Elvira Manrique, la bella y orgullosa sobrina del Arzobispo, y de ella deduciréis la natural consecuencia, que para protejer a su tío la malquista con los demás. No la he visto una vez que no haya estado acompañada de su dama, y esto me conduce a una reserva particular.

-Esa muralla de que habláis, replicó el Duque con calor; está destruida hace tiempo por Doña Constanza y D. Juan. La deuda de sangre y odio que se hacían D. Pedro y D. Enrique, fue harto cumplidamente pagada para que sus descendientes queramos aún ocuparnos de ella. No la tomemos, pues, en cuenta, hermana, y releguémosla al olvido.

-¡Oh! Fadrique, repuso Doña Leonor con viveza, yo no puedo, nunca lo olvido; y os confieso que en mis horas de angustia se apodera de mí ese recuerdo como una mortal pesadilla.

El semblante tan animado del Duque, se tornó densamente sombrío. Doña Leonor que lo contemplaba con marcada admiración guardaba silencio; pero viendo lo mucho que le había afectado su réplica y que nada oponía a ella, le tomó una mano y le dijo con emoción:

¡Hermano! mis recuerdos os han sido importunos y mis dudas os han contrariado ¡lo siento!

-Me han hecho mal, Leonor, respondió el Duque impetuosamente; figuraos que mi pensamiento se asemejaba a una flor que entreabre pura, fresca, perfumada y que habían echado en su cáliz la sangre de un asesinato ¡Oh!...

Y D. Fadrique dio un hondo suspiro. Doña Leonor que seguía contemplándole, apoyó el codo en el brazo del sillón y la sien en la palma de la mano, concentrándose en sí misma un corto espacio que lo fue de silencio.

-Fadrique, [exclam]ó de pronto la Reina apareciendo en sus hermosos ojos toda la travesura que la caracterizaba; ¿digisteis que mi vuelta a Navarra?...

-Se aplazaría indefinidamente, y no se realizaría nunca preponderando yo.

La Reina se sonrió con maliciosa satisfacción.

Aquella sonrisa disminuyó notablemente el ceño del Duque.

-¿Y qué para ello?... siguió interrogando Doña Leonor.

-Era necesario destruir el influjo de D. García que nos roba la voluntad y la confianza de D. Enrique y de Catalina.

-¿Y si hago que la alcancéis?...

-Os repito y juro por el santo nombre de Dios, que no saldréis de Castilla.

-Acepto vuestro juramento, Fadrique, y os prometo solamente consagrarme a vuestra causa, vuestra , ¿entendéis?

-Yo me he comprometido por todos, dijo el Duque sonriéndose.

-Yo por vos, replicó Doña Leonor acariciando a su hermano con su espresiva mirada. Con Enrique III, con ese niño cuya alma es de hombre y de las mejor templadas, contad...

-¿Y con Catalina?

-¡También! si Dios me ayuda, hermano, y con nuestra cuñada la Reina viuda, cuyo influjo puede sobreponerse al de la sobrina del Arzobispo, en razón a que de ella no desconfían por inofensiva y boba.

-Usad del vuestro, Leonor, ya sabéis que nadie os resiste, le dijo el Duque con galantería.

-En todo caso, hermano, será la seducción cualidad que hemos recibido en herencia, porque ambos la ejercemos por igual. Y ya que veo vuestra frente desarrugada, os diré para que os prevengáis, que esta tarde ha tenido D. García una larga conferencia con la Reina, estando vuestro contendiente furibundo en ella: así me lo ha dicho Juan de Velasco, que es de los nuestros, os lo participo.

-Ayudándome vos, hermana, no temo el furor del Arzobispo ni sus odiosos amaños. Con que si me lo permitís, voy aprovechando vuestro aviso, a neutralizar su influencia.

-¡Adiós, Duque! y no me olvidéis, le dijo Doña Leonor alargándole su pequeña y linda mano.

-¡Adiós, señora! respondió D. Fadrique tomándola y estampando en ella sus labios, y saludándola profundamente, añadió: y hasta mañana si asistís a la recepción.

-Si haré aunque tachen mi presencia, porque así nada escapará a mi observación y cuidado.

Cuando salió D. Fadrique de la cámara de la reina de Navarra, iba pensativo, satisfecho; y al pasar los umbrales del palacio, se dijo asimismo ocupándose en cubrirse bien el rostro:

-¡Leonor, Leonor! si me cumples tu palabra, que me la cumplirás porque está en tu interés, desafío a los dos arzobispos unidos, y ¡cuidado! que juntos o separados son temibles esos sabios y rencorosos varones. Pues D. Pedro ¡oh! bien medita y mejor resuelve, y sin embargo, queriendo que yo le abra camino, me ha lanzado por uno que ni siquiera imagina. ¡Adelante!

Y mentalmente diciendo esto con una confianza audaz, hechó a andar siguiendo el muro del palacio, separándose a poco de él para tomar una calle, contigua, luego otra, y así sucesivamente hasta avistar el alcázar.

Al columbrar recortándose en el cielo cubierto de pardas nubes la masa informe y pesada del edificio que habitaban los descendientes de Pedro I de Castilla y Enrique II el bastardo; el duque de Benavente se detuvo y lo observó atentamente.

La noche era oscura y fría: las inmediaciones estaban desiertas.

Los centinelas paseaban de facción delante de la puerta del alcázar y en los ángulos del edificio, que iluminaba la oscilante llama de una hoguera que ardía guarecida de la lluvia.

Otro rayo de luz más tibia reflejaba en los charcos de la calle, escapándose por entre las mal corridas cortinas de una ventana.

Aquella ventana que reconoció el Duque por de la cámara de Catalina de Lancaster, indicaba que estaba, velando allí retirada; así como algunas sombras que pasaron con lentitud confundidas en un grupo, que se había quedado sola.

Tal presunción hizo latir el corazón de D. Fadrique, que murmuró con una emoción indefinible.

-Te quedas sola ¡y yo te voy a ver! ¡oh! no te pido poder, Catalina, no, amor, felicidad; todo ese mundo de ilusiones que me acaricia y me deslumbra desde que sentaste el pié en la tierra castellana!...

Y haciendo un esfuerzo para dominarse, cruzó lentamente el espacio que lo separaba del alcázar, y penetró en él sin obstáculo, como no le había para ninguno de los tutores del Rey y gobernadores del reino.

Capítulo XI
Donde se ve que no tuvo habilidad D. Fadrique para coger una rosa y se clavó en los dedos las espinas

La Reina, cuya privanza se disputaban reñidamente los dos bandos, cifrando en poseerla la más cierta de sus esperanzas de triunfo por la natural influencia que debía ejercer sobre el ánimo del Rey, se encontraba en aquella hora sentada en un coronado sillón en el fondo de su regia cámara; tan sola, tan inquieta y pensativa, que el que hubiese leído en aquel corazón, no hubiera podido imaginarse ni remotamente que de él fiaban los potentes varones de la monarquía.

Catalina de Lancaster había sido impuesta a Castilla como Reina, por las lanzas de Juan de Lancaster duque de York su padre, y la debilidad de D. Juan I que no pudo rechazarlas. Las exigencias del esposo de la heredera de D. Pedro, se templaron con las concesiones del hijo de su asesino: la duquesa Doña Constanza de Castilla abdicó en su hija todos sus derechos, y ésta se los llevó en dote al príncipe D. Enrique, que contaba nueve años menos de edad.

Mas como la joven Doña Catalina podía quedar viuda fácilmente, porque el niño príncipe de Asturias era muy endeble y enfermizo, se estipuló que no pudiese casarse el infante D. Fernando a no mediar el permiso de aquélla, puesto que al heredar el trono vacante por muerte D. Enrique, contraía la obligación de compartirlo con ella por medio de un casamiento.

La suerte de Doña Catalina, estaba, pues, íntimamente ligada a la suerte de dos niños que la muerte de D. Juan había dejado en la horfandad: su juventud encadenada a dos infancias: sus días consagrados al cuidado de un enfermo que no podía apreciar su costoso sacrificio.

En la minoría de D. Enrique, que tan turbulenta y azarosa se presentaba, ¿confiaba la nieta de D. Pedro en la protección de los hijos de Enrique II? Su madre le había referido muchas veces la infame historia de Montiel. ¿Se entregaba con fe a la lealtad castellana? No tenía pruebas de ella, la que había nacido en Westminster después de arrojar a su madre de Sevilla. ¿Se sentía satisfecho el corazón de la joven con el amor de dos niños que se refugiaban a su seno cuando temían o lloraban?... ¡No!

Entregada a sí misma en esa edad de ventura, en que hasta la brisa y las flores tienen para ella su lenguaje y su armonía; que le hablan al corazón y lo predispone a sentir esas impresiones sin nombre, sin definición posible; ardientes, rápidas, luminosas como el relámpago, pero que hacen de la tierra un preludio del cielo; Catalina conocía con inquietud que su corazón despertaba, que latía con las primeras agitaciones de la vida, y conocía con amargura que el vacío era su destino.

Aquel día había oído gritos de rebelión en la alborotada villa, y el estruendo de las armas a la puerta del alcázar. Dentro de su recinto había visto desnudarse las espadas y estar los ballesteros, los donceles y la regia servidumbre con la espectación del peligro. Teniendo en su regazo a el niño D. Fernando que acongojado lloraba, sentía su mano las violentas pulsaciones de la del Rey húmeda y calenturienta; y al observar la pálida faz de sus damas y el apocamiento del anciano obispo de Cuenca, ayo de D. Enrique, había esperimentado la emoción del miedo casi pronunciado en terror.

Pocas horas después la villa estaba quieta y el motín terminado; pero no estaba tranquila, pues aquella calma no era más que una tregua para atacarse de nuevo. La discordia y el odio habían cobrado nueva fuerza con los sucesos del día; los desmanes y las tropelías a partir desde aquel rompimiento escandaloso, habían de ser más terribles; la Reina, como el Rey y el Infante, estaban en su poder, sin que éstos tuvieran fuerza para poderlos contener.

Después de tantas emociones Doña Catalina se sintió fatigada, y tuvo un vivo deseo de estar sola para concentrarse en sí misma. Alejó a sus damas con el pretesto de rezar. Hízolo así por un breve espacio; mas a poco su preocupada imaginación se distrajo y con la mano en la megilla, triste y pensativa, escuchaba el ruido de la lluvia estrellándose en los cristales de las ventanas y los silvidos del viento: en estos instantes la voz argentina de una dama, anunció al duque de Benavente.

Por uno de esos presentimientos del corazón, que no es de ningún modo una superstición el divinizarlos porque proceden del cielo; el de la Reina latió al nombre del anunciado, coloreandose sus frescas megillas cuando le vio aparecer.

Estendió D. Fadrique con marcada avidez una mirada en derredor, y una sensación de gozo dilató su corazón al asegurarse que estaba la Reina sola. Era la primer vez que sucedía.

El duque de Benavente se adelantó en silencio, primero por respeto, y además porque en aquel instante las ideas se agolpaban atropelladamente a su cerebro, y las palabras huían de sus labios en fuerza de su emoción.

En aquel rico período de su juventud, Catalina de Lancaster poseía como los de su raza algo de querubín. Su tez era blanquísima y delicada; una espléndida cabellera rubia ornaba con sus sedosos rizos una frente de singular pureza, y en sus ojos de un azul oscuro y brillante se revelaba una dulzura inefable y algo de molicie y languidez. Rigorosamente vestida de luto, la severidad de su traje hacía resaltar la majestad de su persona y la nítida blancura de sus manos, abandonada la una sobre los anchos pliegues de su falda, mientras que con la otra sujetaba las puntas del cinturón rolladas entre los dedos.

Nunca había parecido tan bella a los ojos de D. Fadrique, como en el instante que, incitado por la ambición, iba a solicitar de la Reina el poder, y de la mujer el amor. Nunca tampoco se había sentido tan conmovido y febril, como al mirarla incorporarse en su asiento para recibirle preludiendo una sonrisa.

Por su parte, la Reina que había oído horas antes al arzobispo de Santiago acusar con su enérgica destemplanza al Duque como infractor de la inviolabilidad del concejo y atentador a la libertad del Rey, se asombraba de su mirada radiante, de su frente plácida, de aquella agitación fuertemente comprimida, incomprensible para su inocencia pero magnética para su naturaleza.

Presintió lealmente que estaba en una de esas horas supremas de la vida, en las cuales se forman o se rompen vínculos fuertes y poderosos; Catalina pensó, que acaso Dios conducía aquel hombre a su presencia, para que con su prestigio de Reina y su dulzura de mujer, lo separara de su alianza con el arzobispo de Toledo, restableciendo la calma en la alterada Castilla; y acariciando este pensamiento, le dijo fijando en él suavemente sus hermosos ojos azules:

-Me alegro que hayáis venido, Sr. Gobernador. Con eso os podré decir que por el día de hoy tengo mil quejas contra vos.

Miraba el Duque a la Reina en tanto que ésta le hablaba, pero tan fija, tan apasionadamente, que no pudiendo resistir la destelladora luz de sus negros ojos, bajó los suyos colorándose, como la rosa.

-¿Os las ha dado el arzobispo de Santiago, señora? la preguntó D. Fadrique notando con delicia la fuerte impresión que causaba.

-¡Tal vez! respondió la Reina con su dulce espresión y los párpados medio velados.

-No lo he dudado, señora: por do quiera que vaya encuentro esta noche la huella de su paso. Sólo él puede calumniar torpemente mis sentimientos; sólo él es capaz de envenenar mis acciones con su malicia. Pero vos no lo habréis creído ¡oh! es imposible que lo hagáis, añadió con indefinible espresión, porque el corazón adivina mucho mejor que el espíritu.

-Tenéis razón, Duque, el corazón adivina; por eso yo no he visto más en vos que una voluntad que tuercen y un entendimiento que estravían; replicó Doña Catalina luchando en vano por sobreponerse y dominar la fascinadora mirada que la envolvía. Por eso he dudado de lo que he oído; por eso estoy pronta a poner en vos mi fe, siempre que, bajo la palabra firme y leal de caballero, me juréis ser nuestro y no del Primado; conciliar a esos mal avenidos prelados; tener alguna más deferencia con D. García Manrique, a quien sé de cierto habéis amenazado personalmente hoy, y un poco más de unión con los gobernadores que os acusan de dividir en bandos y parcialidades.

Escuchándola D. Fadrique, hubo de perder la cabeza, y no oír más que a su palpitante corazón. Miró, pues, en silencio un brevísimo espacio a Doña Catalina, dio un paso más hacia ella y dejándose llevar del arrebato de su violento temperamento, le dijo:

-Para que pongáis en mí vuestra fe, no se necesitan palabras ni juramentos. Solo ¡y no más! con que conozcanlo que llena mi corazón, a lo que tiende mi voluntad, estaréis segura de quien os han hecho dudar. ¿Queréis que os lo manifieste? ¿Permitís, que os someta como a Dios el secreto de lo más íntimo que hay en mí, de lo más profundo y más velado?...

Ante aquella súbita proposición, la Reina sintió un indecible sobresalto. Sin embargo, ocultándolo tras una falsa y forzada apacibilidad[-] contestó resueltamente: -¡Sí!

-¿Y os dignaréis responderme si tengo el atrevimiento de dirigirme a vuestro parecer y convicciones?

Hizo Doña Catalina un signo afirmativo y el Duque continuó visiblemente afectado después de un momento de indecisión:

-No os voy a hablar del concejo de regencia ni de las rencillas que los devora. Quédese eso para otra vez que mejor prevenida vos y más libre mi pensamiento, os ponga en claro esa ramificación de intrigas que la mano de D. García ha creado. Circunscribiéndome a mí, y concretándome a vos, permitid que, apelando solamente a la nobleza de vuestros instintos, os pregunte: ¿Creéis que un caballero que ama, ¡sí! que ama con ciega idolatría pueda hacer otra cosa que proteger, servir y consagrarse en pro del objeto de su ferviente culto?

-Desde luego, si en su sangre hay hidalguía.

-Pues bien; démosle a ese ser que reasume todas las aspiraciones de otro, su condición semejante; figurémosla una flor y concedámosla los peligros a que está espuesta en el tallo que la mece: ¿podréis dudar que si a esa flor, que es su vida, la ve batida por el furor de una deshecha borrasca, vacilará en guarecerla interponiendo su propio pecho entre el huracán y ella?

Por una de esas intuiciones del corazón, Doña Catalina comprendió de repente los sentimientos que violentamente agitaban el del Duque; lo que le iba a revelar, lo que le iba a pedir, a dónde la conducía; y conmovida, asustada, dejó caer la cabeza entre sus manos ocultando en ellas el enardecido semblante.

-Una palabra, Doña Catalina, dijo el Duque cada vez más audaz y más febril; sed generosa y pronunciadla. ¿Creeréis ahora que soy vuestro sin necesidad de un juramento? ¡Preguntadlo al corazón! -Es inútil, murmuró agitada la Reina.

-Lo creéis, ¿es verdad que sí...?

-Sí, sí que os creo, dijo la joven Doña Catalina sonriéndose forzadamente con angustia.

-Pero me comprendéis... ¿no es cierto que me comprendéis? ¡¡Oh!! decidlo, de rodillas os lo suplico.

Y dobló las suyas a los pies de Doña Catalina.

Los latidos del corazón de la Reina llegaron a los oídos del Duque; pero dejó sin respuesta su pregunta.

-No más que esa palabra, esa tan sola; continuó diciendo D. Fadrique con exigente y cortado acento; y no pido más... ¡me basta!... ¡pero que la oiga!... ¡ella y una sonrisa...! y mi felicidad será tan grande, tan inmensa... que me parecerá estrecho el mundo para mansión.

-Pues bien, la diré; dijo la Reina levantando con resolución su frente de veinte años y clavando en el Duque una mirada dulce y tímida. ¡Os comprendo! mas sabed que la flor a que aludís en vuestro emblemático lenguaje se siente ofendida en lo más delicado de su ser, y sólo con la seguridad que espera de no serlo nuevamente, os otorga la esperanza del perdón.

-¡La esperanza! repitió el Duque devorando con su mirada a la Reina, que para huirla tornó a poner la ardorosa frente entre sus manos; ¡la esperanza! ¡ese es el cielo de los ángeles, pero el infierno de los hombres!...

Y acometido de un vértigo puso sus labios ardientes en los rubios y perfumados cabellos de la Reina.

Ésta se levantó de un salto, sacudió los dorados rizos de su sedosa cabellera, como si aquel beso de fuego hubiera dejado abrasadoras chispas entre ellos; y con un ademán lleno de magestad, levantando el brazo con dirección a la puerta, le dijo con la altanería de una reina y la imponente dignidad de una dama: -¡¡¡Salid!!!

-¡Perdón! [exclam]ó el Duque cogiendo el orillo de su manto.

Tiró la Reina con fuerza de él y repitió con energía:

-¡Salid! ¡pronto!

Esperimentaba D. Fadrique en aquel instante supremo que tanto había de influir en su suerte y en la de Castilla, la violenta sensación del que orgulloso, al pisar la cúspide de una montaña, siente desprenderse la roca que lo sostiene y rodar con ella a un abismo.

Dos veces intentó hablar; pero la Reina, siempre de pié, siempre señalándole la puerta, le impuso silencio con un ademán imperioso.

Confundido, humillado, dominado a su vez por Doña Catalina, se levantó, y obedeciéndola salió de la cámara devorado de un violento despecho y de un amargo pesar.

Así que hubo pasado el umbral de la puerta cayendo tras él la pesada cortina de seda que la cubría, la Reina, quebrantada, débil y acongojada, sin la ficticia energía que la había sostenido, se sentó en el sitial sollozando.

-¡Dios mío! ¡Dios mío! [exclam]ó juntando las manos con desconsuelo; he aquí un enemigo terrible que acabo de añadir a las infinitas de mi sangre; pero tú, tú que velas por los reyes, porque los reyes son también tus hijos, envíame un amigo leal que me defienda y un rayo de tu luz que me ilumine, para que conociéndole ponga en él mi confianza.

La cortina se movió y una dama de peregrina hermosura, asomando la cabeza, dijo con voz dulcísima y penetrante:

-Señora, el Alférez mayor, que está en la antecámara, suplica que le reciba V. A.; ¿le introduzco?

-Sí, Elvira, sí, respondió la Reina sin titubear.

Y enjugándose las lágrimas añadió levantando los ojos al cielo:

-Rodrigo López de Ayala es muy leal, según cuentan; ¿lo será para mí, Dios mío? ¿Lo será para Castilla, Señor, y para esos niños que amo?

Capítulo XII
Donde se da cuenta de lo que llevaba a la cámara de la Reina al Alférez mayor del Rey

Apenas repuesta de su violenta emoción sintió la joven Doña Catalina los pasos de Don Rodrigo López de Ayala atravesando una parte de la antecámara, y seguidamente entró a su presencia el Alférez mayor del Rey.

Pasaba Rodrigo de treinta años. La honradez, el valor y la energía resaltaban en su fisonomía, cuya espresión seria y reflexiva se dulcificaba a intervalos por una sonrisa que prestaba un encanto singular a su semblante de perfecta regularidad.

De mediana estatura y de pocas carnes, una musculatura vigorosa y desarrollada al más alto punto, constituía en él una fuerza hercúlea que al decir de los caballeros que, como Gonzalo de Figueroa, habían medido sus armas con él, era su brazo de acero y de duro roble su cuerpo.

Su apostura y gallardía eran notables, así como también la cortesía de sus maneras y la dignidad de todos sus movimientos.

Vestía traje de corte y ceñía una larga espada, cuya empuñadura estaba ricamente cincelada.

Cuando entró hizo un saludo respetuosísimo a la Reina y esperó a la conveniente distancia que Doña Catalina se sirviera interrogarlo. Hízolo, pues, ésta, diciendo:

-Solicitábais verme, leal Ayala; ¿qué tenéis que noticiarme?

-Muchas cosas, señora; respondió Rodrigo con sonora y simpática voz; y la primera, que en vos sólo tengo confianza después de Dios para salvar esta pobre nave que zozobra.

-¿En mí? [exclam]ó Doña Catalina despejándose con aquella idea las sombras de su frente. ¡Oh! así pluguiera a Dios! señor Alférez del Rey.

-Pues en vos está mi mejor esperanza, señora, porque estáis colocada para ablandar a Dios, que en su cólera nos ha mandado a los arzobispos, y para dirigir a D. Enrique, de quien sois ángel ahora y compañera más tarde.

-No sé, dijo la Reina acariciando sus graciosos y ondulantes bucles, si soy un bien o un mal para el Rey y para el reino. Mas sí os aseguro que por ambos me encuentro dispuesta para grandes sacrificios. Dios os ilumine y hablad, porque creo que desde esta noche van a crecer los desafueros de los bandos y las desdichas de los pueblos.

-Y yo lo creo también, señora; pero así como Dios ha dejado remedio para las enfermedades del cuerpo humano, lo ha de haber dejado también para las del cuerpo social; todo consiste en saberlo y aplicarlo. Para Castilla hay quien encuentra uno, y yo os lo vengo a proponer.

-Esplicaos, señor Alférez, dijo la reina vivamente escitada.

-No sé si os han dicho que la guerra civil se ha encendido hoy, prendida por la mano del duque de Benavente y el odio de los arzobispos, que envolverá a toda Castilla si se la deja tomar pávulo; porque la guerra de bandos divide a los pueblos, a las familias, a los hermanos, y los encona entre sí con un implacable odio. Pues bien; ¿cuál es el motivo ostensible de esta guerra? Los arrogantes desmanes del Duque y del conde de Trastámara, que exaltan el genio iracundo de D. García; de ese antagonismo creciente de los dos arzobispos; de esa discordia de concejo tan numeroso y desavenido. ¿No es cierto, señora, que ésta es la causa?

-Demasiado lo sé y conozco, respondió Doña Catalina dando un suspiro.

-Pero la guerra civil se puede apagar quitándola el pretesto. He aquí la esperanza de salvación concebida por mi hermano vuestro leal corregidor de Toledo; esperanza que mi brazo se encarga de realizar, y que vengo a comunicaros para que puesto que el Rey, niño y doliente según me han dicho, no puede oírme y autorizarme, lo hagáis vos como la Reina su esposa.

-¡Oh! Mostradme esa buena esperanza Ayala, que buena debe de ser fiando en ella el honrado Corregidor. Decid, no tardéis.

-Pues es la de anular la regencia, dijo el Alférez mayor con tanto laconismo como firmeza.

-¡Oh! Eso no es posible, [exclam]ó la joven Doña Catalina asombrada y dudosa. ¿Quién tiene poder o facultad, para conseguirlo...? Nadie, porque las cortes no lo harán.

-Para conseguirlo sólo se necesita que V. A. decida al Rey a presentar el testamento del difunto D. Juan I.

-¿Pero no sabéis que está perdido?

-Lo que sé es que está guardado.

-¿En dónde, por quién?

-Por quien le conviene tenerlo, por el duque de Benavente.

-Entonces no penséis en él, dijo la Reina con amargo desaliento.

-Al contrario, insisto en mi idea.

-¿Mas en qué la fundáis?

-Hoy, como sabrá V. A., llegó de Zaragoza Mosén Guerau de Queralt como embajador de Aragón, y...

-¿Lo va a denunciar Guerau...? preguntó vivamente Doña Catalina.

-¡Oh, no! Mosén Guerau sólo viene a su embajada.

-Así debe ser, pero ¿a qué entonces su nombre al hablar del testamento?

-Lo hice porque están en íntima relación. Queralt sabe, no importa por donde, que el duque de Benavente tiene el testamento del difunto D. Juan; y tiénelo a buen recaudo, porque en el concejo de gobernadores que el monarca dejó a Castilla, no estaba nombrado ni su sobrino el conde de Trastámara, ni el maestre de Santiago con quien tan unido está: y Mosén Guerau, que es afecto a Castilla, nos lo ha manifestado a mi hermano y a mí, con quien desde la pasada guerra de Portugal tiene gran confianza, para que con él se corten estas funestas contiendas, mancilla de los gobernadores y ruina del Estado.

Con efecto, señor Alférez del Rey; a presentarse el testamento, esa fatal alianza quedaría rota por inútil, y tal vez la regencia nombrada por D. Juan gobernaría con más unión que la de las cortes. Pero el Duque no lo dará, estad seguro, ¿y quién lo arrancará de su poder?...

-Yo señora[-] contestó Rodrigo López de Ayala sin jactancia, pero con íntima seguridad; con la ayuda del apóstol Santiago, si V. A. se resuelve a ordenármelo formalmente.

-¿Tanta confianza tenéis?

-Señora, la que puede tener un hombre en sí mismo.

-¡Oh! poca es para tan ardua empresa.

-A mí me parece sobrada; mandadme que lo recupere, y cuando vuelva os lo traeré.

Por dos veces fue la Reina a darle la orden que le demandaba, y otras tantas espiró la palabra en sus labios vacilando ante la responsabilidad que envolvía; hasta que iluminada por una súbita idea se levantó con resolución, diciendo:

-Consultémoslo con D. Enrique, a quien si faltan años sobra prudencia y discreción. Seguidme.

Y con paso ligero se encaminó a la puerta que conducía al departamento del Rey, solitario por la parte que atravesaban, penetrando en la cámara real tan desierta como las habitaciones anteriores.

La vasta pieza que ocupaba el Rey no tenía de regio más que su destino, ni de lujoso otra cosa que las colgaduras del lecho ricamente recamadas.

Una lámpara de plata iluminaba débilmente la estancia, derramando un trémulo raso sobre la lánguida faz del Rey entregado a un sueño tranquilo y profundo... suelto dulcísimo de niño.

Enrique III sólo contaba, para desgracia de Castilla, once años. Su rubia cabellera, que en su primera juventud blanquearon los cuidados y las dolencias, estaba esparcida sobre la blanca almohada, formando una espléndida aureola a su rostro de una blancura mate, y la forma de su cuerpo endeble y enflaquecido se perdía entre la ropa que le abrigaba.

Paróse Rodrigo López de Ayala a una respetuosa distancia del lecho, y la Reina se adelantó sola hasta llegar a él.

Entonces se inclinó, puso suavemente sus dedos de rosa sobre la frente ancha y hermosa del Rey, y dijo en voz baja pero vibrante:

-¡Enrique! despertad.

Impresionable Enrique como todas las organizaciones nerviosas, abrió los ojos, y encontrándose con los de la Reina inclinada todavía sobre el lecho, se dibujó en sus delgados labios una dulce sonrisa, mientras que sacando los brazos tomó con sus pequeñas manos la de Doña Catalina que había rozado su frente. Preocupada ésta, y conmovida con aquella infantil caricia, añadió con emoción:

-Despertaos bien, Enrique. Despejad vuestro entendimiento y oídme con atención.

El niño D. Enrique posó en ella una mirada, en que aparecía una elevada inteligencia precozmente desarrollada, y dijo con voz débil, pero singular acentuación:

-Bien despierto estoy, hablad.

-Aquí tenéis un vasallo de los mejores y más leales, que viene a pedirnos una orden que necesita para acometer la empresa de restablecer la turbada paz de estos reinos ¿estáis en disposición de oírle?

-Sí, que se presente.

Y el Rey, lo mismo que si los años y el hábito de mandar lo hubiesen dado la costumbre y la ciencia de hacerlo, se dispuso a dar audiencia incorporándose en el lecho después de soltar la mano de Doña Catalina, quien vuelta a Rodrigo López de Ayala, le dijo:

-Señor Alférez mayor, acercaos.

Hízolo éste así, y llegando, hincó una rodilla en tierra para besar la mano que Enrique III le tendió con indefinible dignidad.

Mandólo levantar, y tomando la palabra Doña Catalina, dijo:

-Vuestro Alférez mayor, aquí presente, y su hermano nuestro corregidor de Toledo, aseguran que el testamento de nuestro padre y señor D. Juan I, existe en poder de nuestro tío y gobernador D. Fadrique de Castilla; el cual, cautelosamente, lo oculta por sus fines de ambición. El valiente Rodrigo López nos ofrece recuperarlo con la ayuda de Dios, si vos lo autorizáis; y Pedro López de Ayala, que sabéis es tan entendido como leal, espera que la voluntad de nuestro padre sea la que llevándose a efecto contenga los males que amenazan, si la discordia del concejo continúa. Es un áncora que vamos a echar a la nave que zozobra. ¿Os sentís con ánimo de intentarlo?

-Yo sí, ¿y vos? contestó D. Enrique interrogándola con singular gravedad.

-También, respondió Doña Catalina con resolución.

-Nosotros somos buenos hijos, dijo D. Enrique dirigiéndose al Alférez mayor; y nos someteremos a la voluntad de nuestro difunto padre; la presentaremos al concejo, y lo empeñaremos a que la guarden en todas sus partes. Id, id mi valiente Alférez a recobrarla, que no sólo os autorizo, sino que os lo mando espresamente, y así lo declararé si os hacen cargo por ello.

-Gravísimos me los harán, pero el contestarlos queda para más adelante. Hoy sólo encargo una cosa a V. A., y es que no participe mi intento a nadie, ni al arzobispo de Santiago que obtiene vuestra confianza, ni a Juan de Velasco vuestro camarero, que continuamente os rodea. El éxito está en el sigilo.

-Por mi parte os lo prometo; ni aún pronunciaré la palabra testamento para que no haya quien conciba una sospecha.

-Pues me comprometo a presentároslo con esa seguridad.

Un momento después, Enrique III reclinaba suavemente su blonda cabeza en la almohada, Catalina de Lancaster se sentaba en su sillón y Rodrigo López de Ayala cruzando la antecámara de la Reina, saludaba cortésmente a un grupo de damas que la animaban, dirigiendo a una de ellas una mirada fuertemente impregnada de amor.

Transcurrida una llora, el Alférez mayor, sustituido el traje de corte por uno harto sencillo de camino que ocultaba una cota de fuertes y menudas mallas; ceñida a su suelta y delgada cintura una banda de seda blanca con una empresa bordada; escondido entre el jubón el puño de oro de su daga, y abrigado con un ancho tabardo, salía de la villa ginete en un poderoso alazán, acompañado de su escudero, sin tener en cuenta lo abanzado de la noche y lo recio del temporal, tomando el camino de Valladolid, donde le dejaremos seguir su marcha con toda la diligencia que permitían los caminos convertidos en lagunas.

Capítulo XIII
Cómo fue recibido del Rey Mosén Guerau de Queralt, y lo que le dijo en nombre del rey de Aragón

Pasó la noche sin calmar en su transcurso las agitadas pasiones de D. Fadrique de Castilla escitadas por los acontecimientos de la víspera con una violencia espantosa; ni los precipitados latidos del corazón de la Reina, ni la presurosa carrera de Rodrigo López de Ayala; dando lugar a un nuevo día más lluvioso y frío que el anterior, pero no menos importante para la corte, como señalado para la recepción de los embajadores navarros y aragoneses.

Fácil es de concebir lo que había sufrido el duque de Benavente durante aquellas largas horas de insomnio, si se reflexiona que a pesar de la veleidad natural de su carácter, había concentrado en la reina Doña Catalina un amor profundo silencioso que tuvo toda la violencia de la pasión al nacer; todas las mágicas ilusiones del deseo para vivir, rechazándole al insinuarse por primera vez con el más acerbo desprecio, la que en su inmensa presunción había asegurado ser suya.

Cuanto más bellas, más magníficas y seductoras habían sido las ilusiones que lo habían deslumbrado; más amarga y humillante encontraba la realidad; y la Reina, de pié, radiante de majestad, señalándole la salida con su ademán orgulloso, estaba tenaz e implacablemente unida a su memoria.

También la Reina había velado. También en su mente había un pensamiento fijo, y en su corazón una agitación constante. También ella le veía incesantemente a través de sus párpados entornados cayendo a sus pies de rodillas, cogiendo luego la orilla de su vestido, y sentía aún con estremecimiento febril, la ligera presión de sus labios en los rizos de su magnífica cabellera.

Y cuando él en su frenética rabia, y ella en sus recuerdos inquietos veían avanzar el día, sentían una impresión indefinible y violenta, pensando que pasadas algunas horas iban a encontrarse frente a frente con la corte por testigo.

Mas a pesar de la Reina y del Duque, quienes de bonísima gana hubieran aplazado la presentación de los embajadores y a pesar del tiempo que no podía ser más crudo, a la hora designada por el concejo, iban llegando al alcázar todos los que debían asistir a la ceremonia de recepción.

Notábase mucho interés en los cortesanos, entre los que se oían ligeros murmullos, porque había trascendido que la embajada de Aragón era de más importancia de la que a un pésame corresponde.

Con muy corto intervalo de tiempo entraron en el salón señalado para el efecto, la Reina Doña Beatriz con sus tocas de viuda y su escaso séquito; la reina Doña Leonor seguida de espléndida servidumbre, y los reyes de Castilla y León rodeados de sus tutores y gobernadores del reino.

En el fondo del salón y bajo un doralo solio, estaba el trono que ocuparon Enrique III y la joven Catalina de Lancaster.

Junto al Rey se colocó el Infante D. Fernando, a la derecha la Reina viuda, a la izquierda la de Navarra; luego seguían los gobernadores, y en torno de éstos, los ricos hombres, los prelados, los diputados de las ciudades agrupados en la regia estancia, como en el combate de la víspera en rededor de los jefes de los bandos.

En el mismo punto de sonar la hora marcada para la presentación de Mosén Guerau de Queralt, entró el duque de Benavente. Brillante séquito le se seguía, y su arrogante y hermosa presencia ostentaba todo el esplendor de un Rey.

Sólo que su frente tan altanera y audaz, tenía bajo su impasibilidad aparente una tristeza sombría.

Después de besar ligeramente la mano de D. Enrique, se inclinó para tomar la de la Reina; mas acercándola a sus labios que apenas la rozaron, murmuró en voz sólo de ella perceptible:

-¡Es imprescindible hacerlo!

-¡De otro modo no sería! contestó trémula de indignación la Reina.

Y el Duque, después de protestar su insensato orgullo, fue a ocupar su puesto entre los gobernadores.

Enrique III con su gravedad precoz y majestad natural, con su frente apacible y serena, amarilla y casi mustia, y el manto real sobre los hombros, parecía estar en su centro presidiendo aquel acto solemne; y con singular aplomo y un instinto que maravillaba, dirigía sus miradas y enviaba sus sonrisas.

La Reina pálida y conmovida, dominaba sus impresiones con toda la fuerza de su voluntad y aparentemente tranquila, ya se sonreía con la reina, Doña Beatriz, ya cambiaba una apacible mirada con el niño D. Fernando, que tiernamente la quería, o bien dejaba vagar su vista por la numerosa y escogida concurrencia.

Por su parte D. Fadrique giraba sus ojos en rededor con tal impasibilidad, que parecía ajeno a todo temor o simpatías; solo sí, que cuando su mirada se encontraba con la de la Reina, y era a menudo, la fijaba un instante en ella para desviarla en seguida con un respeto que tocaba en afectación. Pero cuando Doña Catalina bajaba sus hermosos ojos o los separaba de él, que era siempre, entonces su mirada ardiente y penetrante se estasiaba en contemplarla.

En cuanto a los demás, impenetrable con su hermana, reservado y severo con los gobernadores, cortés con las damas, de todos era observado sin que ninguno pudiese penetrar lo que ocupaba aquel cuidadosamente oculto.

A su vez Doña Leonor, bajo un esterior tranquilo, devoraba la inquietud más angustiosa.

Tras de su frente, sonrosada y serena, la duda con su zozobra, y la esperanza con su consoladora luz, se sucedían alternando.

Contaba con la decidida protección de su hermano unida a la de su poderoso partido; presumía que en su decisión y firmeza se estrellaría la voluntad de su esposo D. Carlos y el influjo de D. García, pero ínterin que lo incierto no fuera seguro, sentía un desasosiego inesplicable.

La sonrisa, sin embargo, aparecía de continuo en sus labios de coral, y para nadie tenía tan afectuosa espresión como la dirigida al arzobispo de Santiago a quien mas por enemigo tenía y que más cerca de ella estaba. Y como no olvidase lo que había ofrecido la víspera a D. Fadrique, lanzaba de vez en cuando una acariciadora mirada a la Reina que por instinto la rechazaba evitándolas con cuidado.

Tal era el aspecto que presentaba la corte cuando entró Mosén Guerau de Queralt precedido de un ligero murmullo de curiosidad y seguido de una corta pero brillante comitiva de apuestos valientes caballeros de la corte de Aragón.

Era Mosén Guerau de colosal estatura, buen talento, continente marcial, rostro feo que cruzaba dos anchas y prolongadas cicatrices, lo cual causó muy mal efecto en las damas castellanas que no podían distraer su atención de las rojas señales que dejaran en el rostro del gigante aragonés las sendas cuchilladas recibidas; de las cuales, una corría por la frente cortando la ceja izquierda como un río que pasa por entre un espeso juncar, y la otra desde el arranque de la encorbada nariz hasta perderse en la crecida barba de un rubio tornasolado.

Los caballeros castellanos que habían guerreado con él en la jornada de Portugal, apreciando en lo que merecía la pujanza y esforzado aliento del mejor adalid de Aragón, su prudencia y su lealtad, se holgaron mucho de verle, sin pesarles por eso que las beldades de Castilla no lo hallaran de su gusto.

El pujante embajador no se ocupó un solo instante del efecto que producía; sino que, dando principio a su cometido espuso su embajada que estaba concebida en los términos más amistosos que pudieran emplearse, y se redujo a que el rey de Aragón, vista la tierna edad de D. Enrique y receloso de que se prevalieran de ella el moro granadino, el portugués, o algunos naturales malcontentos que rehusasen obedecer o le moviesen guerra, contara para su defensa con su persona y vasallos; por lo que en vez de ir a pasar el invierno en Barcelona lo pasaría en Zaragoza para estar dispuesto en todo caso.

Que la paz con los portugueses la consultase despacio con su concejo confirmando las treguas por entonces; que cuidara mucho del tierno Infante su sucesor; que respetara a la Reina viuda, pues no tenía más valedor que él; que atendiese a la Reina Doña Leonor su tía, y por último, que en cuanto al gobierno del reino se dirigiera conforme a la última voluntad de su padre .

Levantóse un sordo murmullo al escuchar la última proposición del embajador. Las negras cejas del Duque se fruncieron airadamente, al par que los ojos del arzobispo D. García brillaron como una llamarada de fuego.

Sin embargo, un silencio absoluto siguió a aquel primer indicio de tempestad; y el arzobispo de Toledo con reposado continente y discretas cuanto comedidas palabras, dio las gracias en nombre de su señor D. Enrique III por las ofertas y consejos de tan buen aliado como era el rey de Aragón su tío, sin comprometerse en nada para lo sucesivo ni darse por entendido respecto de la indicación al oculto testamento.

Tomada la venia de D. Enrique, quien en cumplimiento de su palabra a Rodrigo López de Ayala había estado tan sobre sí, que ni con un gesto manifestó comprender la preparatoria alusión de Mosén Guerau; se retiró éste después de besarle la mano y recibir los agasajadores cumplidos de la corte, dejándole muy pagado la cortesanía castellana, pero muy poco satisfecho la ambigüedad y disimulo del ilustre arzobispo de Toledo.

Concluida la recepción de Mosén Guerau de Queralt, se presentaron los reverendos obispos de Calahorra y abad del Perdón, embajadores de Navarra

En términos bien sentidos dieron el pésame al Rey por la desgraciada muerte de su padre D. Juan, aseguró con solemnes protestas la buena amistad del monarca navarro, y la lealtad de sus intentos, formulando nuevamente y con mas brío la demanda de que volviese a su lado su esposa Doña Leonor.

La petición de D. Carlos era justa a toda luz, el obispo de Calahorra usó para esponerla sumo pulso y mesura en medio de la más templada energía. Pero la Reina tuvo por valedores a su hermano y con su hermano al Primado y su poderoso bando; de modo que sólo pudo recabar la elocuente facundia del Prelado navarro y la justísima demanda del monarca que representaba, una respuesta evasiva acompañada de las más espresivas manifestaciones de agradecimiento y amistad.

Es inútil asegurar a nuestras lindas lectoras, porque sin duda alguna ya se lo habrán figurado, que alcanzaron menos éxito entre las damas los talares hábitos de los embajadores de Navarra, que las encarnadas cicatrices de Mosén Guerau de Queralt.

Capítulo XIV
Cómo Rodrigo López de Ayala se enteró de lo que le atañía y dio cima a su empresa

Mientras que en Madrid cada cual se entregaba al descanso lográndole los más, y desesperándose por no alcanzarlo los menos; caballero Rodrigo López de Ayala en su inteligente y poderoso alazán, caminaba con la velocidad posible en la noche oscura y lluviosa que hacía, gracias a su destreza en manejar su corcel y al maravilloso instinto de éste.

No ignoraba por cierto el Alférez mayor del Rey, que la fortuna es amiga de los diligentes; sabía además todos los resultados e inconvenientes de una empresa atrevida frustrada, o prematuramente descubierta, y trataba de procurarse la inmensa ventaja de dar el golpe antes que prevenir la amenaza.

Corría, pues, en silencio asaz meditabundo y ensimismado; bajas las anchas alas de su sombrero para guarecer el rostro de la lluvia que no dejaba de caer; entregado enteramente a sus pensamientos, que ya atraían una sonrisa a sus labios, ya arrancaban un suspiro de lo más hondo de su pecho.

Seguíale callado, pero sin quedarse atrás, su escudero Hernando de Illescas, joven como su señor, valiente, astuto y decidido, y en quien éste miraba un compañero y un amigo, más bien que el primero de sus servidores.

A los primeros albores del día pasaron el puerto de Guadarrama: la lluvia había cesado por entonces, pero los caminos estaban intransitables.

-Bien poco hemos andado, Hernando, dijo Ayala con disgusto al reconocer el sitio; así no llegaremos jamás al término del viaje.

-Ahora andaremos, repuso aquél, porque lo que hemos hecho esta noche ha sido nadar desesperadamente, señor.

El escudero decía bien. Entonces empezó verdaderamente su carrera que fue violenta y continuada, sin descansar más tiempo que el absolutamente preciso para dar ligero descanso a los caballos y tomar los ginetes alguna escasa refacción.

Al anochecer del siguiente día los nobles animales estaban rendidos y sus dueños trataron de darles el necesario descanso.

-Hernando, dijo Ayala deteniendo su caballo y dejando adelantar el de su escudero; los caballos no pueden andar más. Hemos hecho mal en no entrar en Olmedo y ahora no veo en todo lo que mi vista alcanza un albergue que nos covije.

-Decís bien en todo, pero olvidáis que por estos contornos debe haber un monasterio que nombran los naturales por de San Bernardo el viejo, y los padres nos darán, si lo pedimos, hospedaje y bendiciones; dos cosas, de las cuales la primera sabe Dios cuánto la necesitamos, y la segunda nunca viene mal ni está de sobra para quien como nosotros van a buscar aventuras.

-Tal no lo olvido, que a ese santo monasterio se encamina mi diligencia. Con que andemos y veamos si podemos llegar antes que nos coja la noche, que ya se viene a más andar acercando.

Pues según fama, porque yo nunca lo he visitado, está sobre la margen izquierda del Araya, y si mi oído no ha perdido nada de su antigua delicadeza, se percibe el murmullo de sus aguas.

-Yo también lo oigo a fe, y ahora me parece que distingo sus agujas, perdiéndose en aquella nube plomiza.

Y clavando las espuelas en el hijar de sus cabalgaduras, no insensibles al aviso, prosiguieron su camino, redoblando el cansancio de éstas las fangosas arenas que pisaban.

Era, pues, bien entrada la noche, cuando junto a la cruz de piedra del atrio saltó a tierra Hernando y fue a tener la brida del caballo de su señor. Descendió éste con ligereza y ambos fueron a llamar a la puerta del claustro, cerrada como la de la iglesia.

Pasó tiempo y no poco sin que nadie contestara, por más que a porfía redoblaban los golpes con más fuerza caballero y escudero, asaz mortificados con no ser oídos o atendidos que parecía lo más cierto.

-Paréceme, Hernando, dijo Ayala impaciente, que no es mucha la diligencia que tiene el portero para abrir al viajero que la noche trae a este asilo, y ¡por S. Millán bendito! si el Abad no está más pronto para concedernos la hospitalidad, mucho me temo tengamos que dormir sobre las losas del pórtico y atar estos caballos a un árbol.

-No hará tal ni él ni nosotros, replicó Hernando más amostazado que su señor. Voy a dar la vuelta al hospitalario monasterio a ver si encuentro otra brecha más practicable, y mientras yo busco el flanco no levantéis vos el cerco.

Y tomando los caballos de la brida, comenzó a rodear el muro para ver si descubría un rayo de luz por algún resquicio de aquellas puertas y ventanas tan cerradas.

La campana en tanto, resonó en el espacio con fuertes y prolongados tañidos, perdiéndose sus vibraciones entre el seco crugir de los desnudos árboles del bosque agitados por un viento desapacible y frío.

A los largos tañidos se unían por intervalos los furiosos golpes que seguía dando Rodrigo a la puerta, hasta que por fin un ventanillo de ésta se abrió, y asomando la cara redonda, pacífica y reluciente de un lego, preguntó con voz hueca y acento regañón.

-¿Quién llama en tan intempestivas horas a este santo asilo?

-Quien solicita un albergue para esta noche, endiablado portero ¡abrid!

-Esto no es posada, respondió el lego con furia para disimular el mucho miedo que tenía; ahí cerca está Olmedo, más arriba Valladolid y después Tordesillas, con que marchaos y Dios os guíe.

-No haré tal cosa a pesar de vuestro deseo, hermano, replicó el impaciente Alférez mayor; vos seréis el que iréis más que de paso a decirle a vuestro superior, que un caballero que viene de muy lejos le suplica ser admitido en este mismo instante a su presencia.

-¿En este instante?... no puede ser; su paternidad va a maitines.

-Eso no importa; avisadle y después que me hayáis introducido, ved si mi escudero que va buscando otra entrada ha conseguido encontrarla.

-¡Santa Elvira y S. Julián, con todos sus compañeros sean con nosotros esta noche! Nada menos que dos se nos embocan para tenernos sobre un pié como a las grullas, murmuró el lego portero separando su enorme cara del ventanillo, y añadió perdiendo su voz una parte de su aparente volumen: puesto que insistís iré a decírselo a el reverendo padre Abad, y si vuelve vuestro escudero entretanto, que se espere, no sea que quiera entrar por alguna ventana y se desnuque.

Pasado un corto rato, que no le pareció a Rodrigo López sino muy largo; volvió el hermano portero, descorrió los enormes cerrojos que aseguraban la puerta, y abriendo sus pesadas hojas franqueó la entrada a su temido huésped, diciéndole con singular volubilidad y cortesía.

-El Abad, señor caballero, os escuchará con la mejor voluntad cuando salga de coro la comunidad que va a rezar nona y a seguida los maitines. En cuanto a vos, si queréis ir a la hospedería, id; sino por esta galería se va a la iglesia y allí le podéis pedir a nuestro Señor que os ilumine, guarde, defienda y conforte en todas las tribulaciones del alma y del cuerpo; en tanto que yo voy en busca de vuestro desencaminado escudero, que ya podía haber dado la vuelta al mundo cuanto más al monasterio, y no que me obliga a buscarle con este frío, a pique de resvalarme y caer quedándome como un galápago sin poderme menear.

Fatigado Rodrigo con aquella charla inaudita, para cortarla se dirigió a la iglesia por la galería indicada, y no encontrando el asiento que su cansancio requería, se resignó a esperar todo el tiempo que durasen los rezos de la comunidad recostado en uno de sus macizos pilares.

Encendieron con parsimonia las luces del altar, comenzaron los monges sus preces y salmodias, y el cansado e impaciente Alférez mayor tuvo tiempo a prepararse dignamente para la conferencia solicitada, después de elevar a Dios un piadoso pensamiento.

Concluido el coro, un monge condujo a Rodrigo López de Ayala, que conservaba el incógnito a presencia del Abad rodeado de la comunidad entera.

A la natural severidad del Abad, a su reserva y desconfianza, se había unido el profundo disgusto de haber sido sorprendido y engañado por el joven emisario del duque de Benavente, que sustrayendo de su poder un depósito tan importante, había triunfado de todas sus legítimas prevenciones. De manera, que el ofendido anciano acogió al incógnito viajero con más pronunciada desconfianza y frialdad que a Gonzalo; siendo más notable su apático recogimiento, y su rígida espresión.

Reunía el Alférez mayor del Rey, esa seguridad de sí mismo que no se arredra por nada, a una penetración singular; suma prontitud en la decisión, y una firmeza estremada, lo cual con su noble y seria cortesanía, lo ponía en sus aventuras a la altura en que le convenía colocarse.

No se dejó imponer con aquel glacial recibimiento, sino que echando una rápida ojeada por las dos hileras de monges, en cuyo centro se había colocado el Abad, dijo al anciano prelado con tono respetuoso en el cual no se traslucía ni temor ni descontento.

-Padre mío, os he pedido una conferencia con urgente empeño y me la habéis concedido, si no con la premura que la solicitaba, sin que la tardanza haya perjudicado mis intentos; pero veo que no es privada, y yo en este sentido la deseo y aún diré más, la necesito.

-Si hubiérais pedido confesión, os hubiera recibido en el templo o en mi celda, repuso el septuagenario Abad con austero y frío acento, pero como lo que reclamabais era ser introducido a mi presencia, creí honraros más con añadir a humildad mía, la de la comunidad que me rodea.

-Es que, replicó el Alférez mayor inclinándose para saludar a los monges, no me trae a este monasterio la necesidad de un sacramento cuya celebración fíe a vuestra santidad; sino la precisión de inquirir noticias y pormenores lo mas ampliamente detallados que posible sea tener sobre cierto hecho que conocéis, muy oculto hasta ahora con perversos fines según los sucesos han demostrado.

-No se a qué aludís[-] contestó el anciano Abad con aspereza, presumiendo le tendían un nuevo lazo de no menos trascendencia que el en que ya había caído; por lo cual lo tengo que contestar sobre ese hecho que enunciáis y os habéis encargado de inquirir. Por lo demás, si no tenéis inconveniente podéis decir quién sois, a lo que venís, o si mejor os place, en lo que os podemos servir la comunidad y yo como hermanos en Jesucristo.

-Soy el Alférez mayor del Rey, Rodrigo López de Ayala; vengo a lo que he manifestado, y traigo para obligaros la recomendación del digno y reverendo obispo de Cuenca, cuya bendición es con vos.

Al nombre del Prelado que estaba educando al Rey y que era mirado como un dechado de virtud, unido al de Rodrigo, célebre por las gloriosas hazañas que le habían ilustrado, se serenó la adusta frente del Abad, quien con más dulzura repuso:

-Bien venido sea el que viene en nombre del pastor de Jesucristo. Contad, pues, con mi atención, y manifestad en lo que os interesa ser instruido.

-Es tan reservado, padre mío, lo que tengo que deciros y preguntaros, que sólo tengo facultad de fiarlo a vuestro oído.

Cediendo el Abad a la firme insistencia de Ayala;

-Consiento en oíros, le dijo; seguidme y os guiaré a mi celda.

Y precediéndole, salió de la sala donde quedó la comunidad poco satisfecha de aquella esclusión, y se encaminó a la celda abacial, en la cual ambos penetraron cerrándose la puerta tras ellos.

La conferencia del Abad y Rodrigo fue larga, tardando en terminar más de dos horas, que por cierto se les hicieron más pesadas a los monges, que al Alférez mayor las vísperas y maitines.

Por fin la puerta de la celda se abrió y apareció Rodrigo, cuya mirada anunciaba la satisfacción; y el Abad depuesta en parte la desconfiada prevención que era casi natural en él, le alargó la mano que aquél besó respetuosamente, y le dijo:

-Las horas que paséis en el monasterio, deseo que os sean agradables, de modo que las recordéis con gusto cuando os halléis fuera de él, no por lo que podáis gozar sino por el buen deseo que os acoge.

-Si pudiera olvidar la importante causa que a esta santa morada me ha traído, me acordaría siempre del respetable varón que la rige, cuya rectitud, cordura y discreción acabo de conocer y admirar.

Bajó el Abad la encanecida cabeza, con sublime humildad y replicó:

-Aquel que conoce el fondo del corazón, me preserve de creer vuestros elogios que disto mucho de merecer por mis obras. Voy a mandar que dispongan alojamiento para vos y vuestro escudero; y no echéis en olvido que queda dispuesto si algún día queréis descansar entre nosotros de las fatigas de la guerra o de las amarguras que apenan la vida en el siglo.

-No sé si volveré a él, replicó gravemente el Alférez mayor; pero sea o no sea, tened por seguro que conservaré vuestra oferta en mi memoria, y en el corazón el agradecimiento que me inspira.

Y terminando la conversación llamó el Abad a un monge, a quien encargó se dispusiese todo lo necesario para hospedar al ilustre Alférez mayor del Rey, recomendación que le valió un abrigado y cómodo aposento, una cena abundante y sazonada, y un lecho limpio y mullido.

-Hernando, dijo López de Ayala estendiendo con delicia sus fatigados miembros; en cuanto luzca el día despertadme y ensillar los caballos, porque aún nos falta larga distancia por andar.

-Así lo haré, respondió Illescas tomando la luz; aunque con sentimiento os lo confieso, porque empezaba a tomarle cariño al hermano Nicomedes, que tiembla cuando lo miro, todo de puro respeto.

Al rayar la aurora los viajeros se pusieron en camino, pasando con la rapidez de un meteoro por Valladolid, Tordesillas y Villalpando sin entrar en ninguna de ellas. Siempre corriendo noche y día llegaron a Benavente, donde tampoco se detuvieron sino que tomaron el camino del castillo feudal del Duque, una de las más inespugnables fortalezas de la edad media, y que llevaba el nombre de la ciudad que daba título a su señor.

Por fin, desde la cumbre de una suave colina que habían subido lentamente mientras que el sol descendía hasta tocar en su ocaso, Rodrigo López de Ayala y su escudero contemplaron el castillo de Benavente confundiéndose en las nubes.

La primera de sus miradas fijó para él; la segunda la arrebató el apacible paisaje que se ofrecía a su vista de repente.

Descubríase en primer término un frondoso y ameno valle cruzado por el Esla, que se asemejaba a una argentada banda estendida sobre una alfombra de verdura.

Alzábanse en segundo las almenadas torres del castillo de Benavente, mole inmensa de piedra que se destacaba como un gigante en el azul horizonte, estendiéndose por una parte el parque enmarañado y sombrío de corpulentas encinas y añosos robles, y elevándose por otra una aldea con su pequeña y blanca iglesia, cuyo campanario descollaba sobre las cabañas amontonadas a su alrededor, como el castillo sobre toda la perspectiva que ligeramente hemos descrito.

-Separémonos aquí, Hernando, dijo el Alférez mayor; quiero entrar solo y de incógnito en el castillo. Vos me esperaréis al principio de la avenida. Si alguien se os acerca, habladle naturalmente; si os preguntan, desorientáis su curiosidad, y sobre todo, que no os hagáis sospechoso.

Y clavando el acicate puso su caballo al trote.

La mansión feudal del duque de Benavente era una de esas fortalezas de la edad media, en las que nada se había olvidado para su defensa. Las altas murallas de piedra desafiaban al tiempo con su maciza solidez; dos torres con sus espesas almenas lo franqueaban, y un profundo foso colmado de agua hasta desbordarse lo ceñía en su estensión.

Página elocuente, atestiguaba mejor que las de una crónica las tendencias de su dueño y las costumbres de su época.

Rodrigo López entró en una avenida sombría y se acercó resueltamente al castillo. El puente levadizo estaba levantado, y en la plataforma se paseaba un centinela con la ballesta en la mano.

El Alférez mayor llevó una pequeña corneta a los labios y la hizo producir algunas notas agudas y cadenciosas anunciando la llegada de un viajero; el centinela trasmitió el aviso al alcaide, este dio sus órdenes al conserge, y uno y otro acudieron a la puerta a reconocer al que llamaba.

Íñigo Núñez, alcaide de Benavente, era una de esas naturalezas leales y agrestes para quien no hay seducciones que basten para inducirlos a una traición, ni disfraz con que cubrir una idea. Garci Gómez era un anciano que había envejecido con las llaves del castillo en su cinto. Ambos adictos al Duque, ambos sencillos como asturianos y confiados como valientes.

En la primera grada apareció la marcial figura del vetusto alcaide, quien reconociendo al Alférez mayor del Rey con su instinto particular, conoció que no se las había con un pelgar sino con un infanzón. En consecuencia de este descubrimiento le dijo con atenta cordialidad:

-Ante todo, señor caballero, seáis bien venido; y si gustáis deteneros en el castillo, voy a mandar que se baje el puente, sirviéndoos decir quién sois.

-Muy justo es, y no lo rehúso; contestó López de Ayala sin titubear ni turbarse; me llamo Floristán de Toledo. Voy a una comisión muy peligrosa y me he separado del camino dejando en él a mi escudero, porque sabiendo la fama del astrólogo del señor de Benavente no menos que la cortesía de su alcaide, he querido lograr lo que tanto deseo poseer; mi horóscopo, para lo cual, si me dais permiso, entraré en el castillo, a riesgo de perder una hora de las que tengo contadas.

Anublóse el semblante risueño de Íñigo Núñez y Garci Gómez se santiguó; pero mandaron bajar el puente, que pasó Rodrigo después de atar su caballo en el árbol más cercano.

-Caballero, dijo el alcaide haciéndole los honores sin rudeza, os franqueo la entrada con placer; pero os concedo vuestra demanda con disgusto. Sin embargo, si tal es vuestra resolución, os guiaremos hasta el primer escalón de la torre que habita y perdonaréis que de allí no pasemos, porque como buenos cristianos que somos no nos comunicamos jamás con el hijo de Israel.

-Es lo suficiente y os lo agradeceré infinito[-] contestó el Alférez mayor con su seria y noble espresión que cada vez infundía más confianza en los guardadores del castillo; y puesto que tanta es vuestra cortesía, guiadme, porque os repito que mis horas están contadas y su pérdida es acaso la de mis mejores esperanzas.

-Pues seguídme, replicó Íñigo Núñez introduciéndolo, y que Dios no os castigue porque atentáis a su poder, queriendo sorprender sus secretos.

Y echó delante con marcada repugnancia. Seguíale López de Ayala por aquella interminable serie de salones, galerías y pasadizos puesta toda su atención en reconocerlos para tener espedita la salida, hasta que llegando a una puerta pequeña que daba paso a una estrecha escalera que se acaracolaba en el muro, le dijo el alcaide deteniéndose.

-Está cumplida mi promesa, señor caballero. Subid esta escalera hasta el fin, allí encontraréis una puerta que estará cerrada, llamad y os hallaréis en su presencia. Yo os esperaré en la sala de armas por donde hemos pasado, y para llegar a ella no tenéis más que salir por la puerta que corresponde, exactamente a la que paséis para entrar. Adiós y satiguaos, no tropecéis en la escalera, oscura como la boca de un lobo.

Hízolo así el Alférez mayor poniendo el pié en el primer peldaño, y el buen Íñigo Núñez, jurando sobre sí mismo, volvió la espalda alejándose apresuradamente.

Rodrigo subió con precaución, encontró la puerta, y notando que estaba entreabierta hizo penetrar su mirada antes que fuera descubierta su persona, para conocer la que tan resueltamente buscaba.

En el fondo de una pieza cuadrangular, desnuda y sombría, con dos ventanas estrechas y rasgadas practicadas en el muro, sentado junto a una mesa llena de libros, hacecitos de yerbas secas, cajas, compases, esferas y astrolabios, había un hombre leyendo a la luz del crepúsculo que allí penetraba. Llevaba una túnica verde ceñida con un cinturón de cuero, y un turbante blanco cubriendo el límite de su frente ancha, desarrollada y de cenicienta palidez.

Replegado, digámoslo así, en su asiento, su estatura quedaba ignorada para el Alférez mayor; pero su rostro prolongado y descolorido, su frente meditabunda y sombría como su morada; lo hundido de sus mejillas y lo profuso de su puntiaguda y rizada barba estaba iluminado por la luz que lo hería de lleno.

Los ojos, que en su demacración parecían mayores y más salientes, estaban medio velados por sus párpados y se hallaban fijos en un libro que leía con profunda atención.

El que lo examinaba notó además que era joven y que debía de ser fuerte, porque no había en él más que hueso, nervio y espíritu.

López de Ayala, tras el breve y profundo examen de su persona, empujó la puerta y entró.

El judío se estremeció al ruido, dejó el libro sobre la mesa y con una voz de timbre metálico y áspero acento de impaciencia le preguntó al Alférez mayor que abanzaba:

-¡Oh! ¿Qué se os ofrece...? ¿Quién sois?

Rodrigo llegó hasta él, lo colocó digámoslo así bajo su brazo y su mirada, y contestó con serenidad y resolución:

-Mi nombre importa poco para mi comisión. Ésta es, la de llevarme el testamento de D. Juan I, que os entregó el Alférez del Duque vuestro amo días después de la muerte del Rey, para lo cual estoy competentemente autorizado y dispuesto; conque dádmelo.

Mirólo atentamente el astrólogo y contestó sin titubear:

-Pues podéis dirigiros a quien lo tenga, porque el astrólogo Ben-Samuel no es archivero de Castilla.

-Los documentos sustraídos tienen guardadores como vos, replicó Ayala sin inmutarse. Sé que lo tenéis; dádmelo y hemos concluido.

-Repito que no sé lo que decís, dijo el judío brillando un relámpago de ira en sus ojos; y entended que yo no recibo órdenes sino de mi señor el duque de Benavente.

-Ahora está lejos para dárosla, y por eso lo hago yo, que no me dejo engañar por nadie, ni me detengo ante nada. Sabedlo, y en consecuencia obrad. Dadme el testamento del Rey.

-Lo que yo os daré será un consejo, y es que no amenacéis a quien puede confundiros. ¡Salid!

Rodrigo no respondió; pero lanzándose a la puerta en dos brincos, corrió atrevidamente el cerrojo. Luego, como el rayo, se precipitó sobre el astrólogo, que lo esperaba de pié y en la mano un largo y afilado puñal.

Hubo un momento de lucha desesperada. Rodrigo, recibió una herida en la mano izquierda, y por dos veces el puñal del israelita, dirigida al corazón, resvaló sobre su cota de malla; pero logró desarmarlo, sujetarle, y quitándose la banda le ató las manos a la espalda, pasando los cabos con un fuerte nudo a uno de los pies de la mesa.

Este era el instante crítico para entrar en negociaciones.

López de Ayala desnudó su daga aguda como una aguja, y sacó una escarcela llena de piezas de oro.

Puso ésta sobre la mesa, empuñó la otra resueltamente, y acercándose al vencido le dijo con acento imponente por su calma y segura convicción.

-Escuchad, prudente consejero: yo sé que guardáis el testamento de D. Juan I, que se os dio en una caja de plata. Debéis conocer que cuando vengo a buscarle a riesgo de que me hundierais vuestro afilado puñal en el corazón o me arrojarais por esa ventana, estaré muy empeñado en llevármelo, y que para conseguirlo hallaré bueno todo medio, escogiendo el más corto por mejor. Esto supuesto, aquí tenéis mil doblas si me lo dais, y señaló la escarcela; pero si rehusáis el entregármelo os acribillo a golpes con esta daga. ¡¡Elegid!!

Y dio un paso hacia el astrólogo que, de espaldas a la mesa, iluminaban su rostro demudado los postreros reflejos del sol.

-Os han engañado, señor, dijo el judío obstinándose en su negativa; no le tengo ni sé de él.

Rodrigo dio otro paso, levantó el brazo y le presentó la sutil punta de su daga.

El astrólogo se puso más blanco que el turbante caído a sus pies.

-Decidíos, dijo Rodrigo inflexible y sereno; ¡oro o muerte! ¡Mirad que hiero!

La respuesta del judío fue una violenta sacudida que hizo crugir la pesada mesa y caer algunos de los objetos que mantenía, sin más éxito que apretar los nudos que lo sujetaban.

-Dadme lo que os pido, tornó a decirle Ayala sin herir, pero amenazando hacerlo.

-Ya os he dicho que no lo tengo, contestó con acento sombrío el astrólogo.

-¡Mentira! replicó con severa energía el Alférez mayor; Gonzalo de Figueroa os lo entregó, encargándoos que lo conservarais.

-Me lo volvió a pedir al poco, y el Duque se lo llevó; dijo el astrólogo con impudencia.

-¡Mentira! Desde que Gonzalo se fue no ha vuelto nadie hasta hoy. Lo tenéis en vuestro poder. ¡¡Dádmelo!! ¡¡si no...!!

Y tocó la carne del astrólogo la agudísima punta de la daga.

-¡Por el Dios de Abrahán y de Jacob lo juro! dijo el judío cuya frente se inundó de sudor; el Alférez se lo llevó consigo, tan cierto como que la vara de Moisés dividió las aguas del mar.

-El Alférez no se llevó nada. Un ojo atento y escudriñador lo ha visto; le tenéis; dadlo, y acabemos.

-Ni le tengo, ni teniéndolo os lo daría; dijo el astrólogo resuelto y desafiador.

-¡Oh! murmuró Rodrigo poniéndose pálido; me obligáis... ¡sea!

Y clavó la punta de la daga en la desnuda garganta del israelita.

Dio éste un ¡ay! ahogado después de un brusco estremecimiento, y separando el arma cayeron algunas gruesas gotas de sangre en su túnica, corriendo un hilo de ella por el cuello.

-Esto no es más que avisaros, dijo López de Ayala que sentía una penosa sensación al ver la sangre del judío; no os obstinéis en vuestro intento, dadme lo que os pido, lo que os compro, y que os arrancaré a todo trance por mucha resistencia que opongáis.

El astrólogo le asestó una mirada de rabia feroz, y sin contestarle bajó la cabeza probando a reconocer su herida.

-Es que no puedo retroceder; [exclam]ó el Alférez mayor con su amenazadora energía; mucho menos detenerme ante un obstáculo. ¡Hablad! si no, salto por cima, y ¡ay de vos!

Un nuevo y más violento sacudimiento del astrólogo para romper las ligaduras que le aprisionaban fue su respuesta. Entonces López de Ayala hirió, ligeramente, sí, pero una y otra y otra vez.

El astrólogo se rindió.

-Soltadme, murmuró con voz ronca, y os daré la caja que me entregaron.

-Cuando esté en mi poder.

-Para dárosla necesito el libre uso de mis manos, replicó el judío, que en conseguirlo concibió una segura esperanza de vengarse.

-No es menester, dijo Ayala demasiado sereno para cometer tal imprudencia; decid en dónde está, y yo la tomaré aunque tenga que abrir el muro o levantar estas baldosas.

-Sólo se necesita tocar un resorte, pero no daréis con él.

-Sí tal; dadme la clave y cederá bajo mi mano.

-Aunque os la dé no podríais; es un mecanismo que sólo a la mía obedece; si la queréis, pues, soltadme.

Tuvo Ayala un instante de indecisión, durante el cual brillaron los ojos del astrólogo con un resplandor siniestro. Pero cesó aquélla y se apagó éste. La imaginación de Ayala le sugirió una idea que lo conciliaba todo, la cual puso en ejecución con la rapidez que había sido concebida, examinada y resuelta. Pasó las puntas de la banda a la cintura del judío sujetando una de sus manos a la espalda, mientras que dejando suelta la otra, cuidó de apresar el brazo entro sus dedos de hierro.

No tuvo, pues, más partido que tomar el depositario del duque de Benavente, que el de apretar un resorte que había en la mesa, a impulso del cual se levantó uno de los tableros de ésta, dejando ver en un secreto algunos paquetes de pergamino cerrados y sellados, y la caja de plata guardada por el Abad desde el cerco de Cillorico de la Vera hasta que Gonzalo de Figueroa la sacó de su poder.

-Esa es, dijo el astrólogo mostrándola con un gesto.

El Alférez mayor la tomó; y como estuviera cerrada, le dijo presentándosela para cerciorarse que contenía el testamento del Rey: -Abridla para hacerme cargo de lo que contiene.

Hízolo así el judío, y López de Ayala reconoció con indecible júbilo aquel pergamino tan violentamente conquistado.

Cerró, pues, la caja después de guardar en su fondo el testamento de D. Juan, y después de volver a sujetar la mano del astrólogo dejándole atado a la mesa, le dijo:

-Os dejo así para asegurar mi retirada, que a quedar libre lo estorbaríais de seguro. Ahí tenéis el oro ofrecido y más mi banda que con pesar os dejo.

-Y hacéis bien en sentirlo, respondió el astrólogo con acervo y concentrado rencor; porque un día si yo puedo ha de servir para ahorcaros.

Dicho esto quitó el Alférez mayor el cerrojo que había echado a la puerta y abandonó la torre descendiendo lentamente por la angosta y pendiente escalera.

Cruzó los desiertos y oscuros salones, pasó por las angostas y dilatadas galerías y llegó por último a la sala de armas, donde le esperaba el alcaide con un anciano capellán y un escudero mutilado en Aljubarrota.

Era ya muy oscuro; gracias a esto no repararon las manchas de sangre que salpicaban su ropa, ni echaron de ver la herida de su mano escondida con cuidado entre los pliegues de su tabardo.

Adelantóse cortésmente a recibirle Íñigo Núñez y le preguntó.

-¿Os ha vaticinado Ben-Samuel vuestra suerte? ¿Lleváis ya el ansiado horóscopo...? Si es así, dadle fe, porque venga su ciencia de Dios o concédasela el diablo, cuanto promete se cumple.

-Algo me ha dicho del porvenir, contestó Rodrigo con naturalidad.

-¿Y os promete felicidad...?

-Menos de la que deseo, respondió el Alférez mayor sonriéndose al recordar la amenaza del judío.

-No estando satisfecho, es posible que bajéis de la torre arrepentido.

-Al contrario, lo que he adquirido esta tarde de ese admirable astrólogo, aumenta mis esperanzas y fortalece mi espíritu. Mas permitid que os dé las gracias por haberme admitido y llevado a consultarlo, y luego que os diga adiós y parta a concluir mi jornada.

-Id con Dios, señor caballero, puesto, que tan de prisa vais; y a la vuelta, si pasáis por el castillo, no os olvidéis de visitarlo.

Rodrigo dio nuevamente las gracias y saludándolos por última vez salió de la sala; bajó al patio, montó a caballo, pasó el rastrillo, luego el puente levadizo y entró en la larga y oscura avenida.

Al fin de ella encontró a Hernando que empezaba a estar inquieto.

-¿Habéis dado cima a la aventura? le preguntó tímidamente el escudero viendo que no parecía dispuesto a confiarle su secreto.

-Sí, respondió lacónicamente el Alférez mayor montando en su impaciente alazán; pero hago voto solemne de que sea la primera y la última de este género que en lo sucesivo acometa.

Y saliéndose de la avenida tomaron en silencio el mismo camino que habían traído.

Capítulo XV
Cómo fue presentado el testamento del rey D. Juan I por su hijo D. Enrique y la resolución que tomó en su vista el duque de Benavente

Hemos dicho en nuestro capítulo anterior que Rodrigo López de Ayala tomó la vuelta de Madrid así que salió del castillo de Benavente, y ahora añadimos que lo recorrió con no menos diligencia de la que había traído, y que no se olvidó del monasterio en que tan bien le hospedaron y tan exactas noticias le dieron.

Aún no era trascurrida una semana de su nocturna salida de la villa, cuando tornó a ella de su precipitado viaje; y una hora después de su llegada depositó en manos de D. Enrique, a la sola presencia de doña Catalina, el rescatado testamento; recibiendo a cambio de él la lisonjera espresión de su aprecio y confianza.

Corta había sido su ausencia de Madrid, y sin embargo durante ella la posición de los gobernadores se había hecho más violenta y amenazadora, disponiéndose abiertamente los dos prelados a sustentar sus pretensiones en el terreno de la fuerza.

El vulgo, que no había olvidado aún las desastrosas minorías de Fernando IV y de Alfonso XI, las tropelías de los Laras y las desgracias acaecidas por las intrigas de los infantes Don Juan y D. Pedro de Castilla, miraban con terror a sus pastores porque sabían harto bien que su sangre había de decidir la cuestión que debatían, sin que aliviara su suerte el que uno u otro báculo preponderase.

Sin embargo, aún se sostenía el equilibrio, merced a los esfuerzos del concejo de diputados y a la neutralidad forzada de los dos maestres; aún contenía el volcán sus erupciones, y no se habían reproducido los desacatos de San Salvador.

Era la mañana siguiente del regreso del Alférez mayor.

En el alcázar había notable afluencia de gente, y en ésta se notaba alternativamente curiosidad, inquietud y recelos.

Fuera había corrillos, dentro murmullos.

El Rey, sin que se adivinara el motivo, había convocado particularmente a sus tutores, a sus deudos, a los magnates, a los prelados, a los diputados de las ciudades, a su corte... y sucesivamente iban entrando todos en un salón señalado a este fin por D. Enrique.

Pronto se hallaron reunidos con la reina viuda Doña Beatriz y la de Navarra Doña Leonor; el duque de Benavente, el conde de Trastámara, el almirante de Castilla, el Adelantado mayor, los maestres de Santiago, Calatrava y Alcántara; el Justicia mayor, el Primado, los ricos hombres castellanos, los prelados, el concejo de diputados, todos los que servían empleo en el gobierno y el alcázar, la corte, en fin, tan completa como era.

Cada uno de los que entraban reconocía a los que le habían precedido, asestándolos una indagadora y desconfiada mirada que era devuelta con idéntica espresión.

Todos presagiaban iba a tener lugar un estraño o fatal acontecimiento, sin poder atinar cuál pudiera ser, porque ¡cosa admirable! ninguno sabía para lo que era convocada aquella alta e imponente reunión, atribuyéndola cada cual a manejos de sus contrarios; pero cuyo objeto no comprendían por más que multiplicaban preguntas y congeturas.

Interrumpiéronse de pronto los sordos murmullos que partían y circulaban de todos los ángulos del salón; las puertas se abrieron de par en par, y entraron por ellas Enrique III, Catalina de Lancaster y el Infante; precedido de uno de sus escuderos, que llevaba una bandeja de plata cubierta de un paño de seda, y seguidos del buen obispo de Cuenca, cuya faz estaba notablemente compungida y apesarada.

Un silencio profundo, que no carecía de ansiedad, sustituyó a los primeros rumores que su presencia escitó.

El rostro espresivo de D. Enrique y enflaquecido y sin frescura por sus frecuentes padecimientos, estaba triste y visiblemente conmovido.

La Reina parecía tranquila, pero sus megillas estaban sin color, lo mismo que sus labios de los que había huido su habitual sonrisa. Cubríala un largo manto de luto que daba un singular realce a su belleza.

Por último, el infante Don Fernando parecía preocupado y triste, y aproximándose lo más posible a su hermano, adelantaba su infantil semblante para mirar a su cuñada.

Indefinible fue la sensación que produjo en los que la contemplaban, la aparición de aquel grupo compuesto de dos niños, una joven y un anciano adelantándose con lentitud, pero a cuya vista se doblaron todas las frentes, conmoviéndose algún corazón.

D. Fadrique sintió latir el suyo con violencia al ver a la Reina, y ésta arder su frente, que se enrojeció como la escarlata, al encontrar su mirada con la mirada del Duque.

Adelantóse en tanto D. Enrique con paso firme, y con una dignidad que sorprendía en un niño, por más que Dios hubiera hecho a este niño Rey; y con un acento que le era peculiar y que revelaba la precoz convicción de su poder, dijo dirigiéndose a todos los allí convocados.

-Señores; os hemos llamado y reunido en este recinto para participaros que el testamento de nuestro padre y señor, el rey D. Juan I, que gloria haya, ha parecido y está aquí.

Y señaló con su pequeña mano la bandeja que descubrió el que la tenía.

El rostro del duque de Benavente se puso pálido y demudado, el arzobispo de Toledo se mantuvo impasible, y el de Santiago manifestó el descontento en su frente severa, oscurecida por una profunda desconfianza.

El Rey, viendo que no se alzaba en medio de la general sorpresa ninguna voz que respondiera a la suya, continuó diciendo, dirigiéndose al arzobispo D. García:

-Señor arzobispo y canciller, os lo entrego por mi propia mano, y os suplico a todos y cada uno de los que le van a oír y les está encomendado el hacerlo guardar, que lo respeten y cumplan.

Y sin parecer notar la impresión que su anuncio y su súplica habían producido, se retiró con la Reina, el Infante y el Obispo, que tornó al salón cuando dejó al Rey en su cámara.

El arzobispo de Santiago con frente torva comenzó la lectura del testamento. Conforme avanzaba iba serenándose, hasta quedar en su severa calma, cuando después de la más amplia, terminante y solemne protestación de la fe en que había vivido y moría, y de las quince primeras cláusulas que sólo tocaban a la salud del alma y al ordenamiento de las cosas que afectaban a su conciencia, vio nombraba por testamentarios a Doña Beatriz, su esposa, y a Doña Leonor, su hermana; a D. Pedro, arzobispo de Toledo; a D. García, arzobispo de Santiago; a D. Gonzalo Sarmiento, adelantado mayor; a Pedro González de Mendoza, su mayordomo mayor, y al padre Fernando, su confesor, del orden del seráfico padre S. Francisco (estos tres eran muertos); iluminándose con un destello de interior alegría al devorar de una rápida ojeada la cláusula veinte, por la cual designaba para regente del reino y tutores de su hijo, al marqués de Villena, a los dos arzobispos de Toledo y Santiago, al Maestre de Calatrava, al conde de Niebla y al difunto mayordomo mayor, quedando nombrado en lugar de éste, por la sustitución que hacía en caso de fallecimiento, el Alférez mayor del Rey.

Durante la lectura del testamento, cada uno de los que lo oían tomó una actitud proporcionada al interés que en él tenía, por las esperanzas que le infundía o los proyectos que frustraba arrebatándole el poder.

El duque de Benavente, pues, que se pusiera pálido al oírle anunciar, dominándose prontamente escuchó su contenido con una arrogancia verdaderamente amenazadora. La reina Doña Beatriz lloró a su esposo con sinceridad, agradecida a la protección que estendía sobre ella aún más allá de la vida; y la reina de Navarra se estremeció de alegría, cuando oyó que la dejaba por testamentaria, y la recomendaba particularmente al Rey, su hijo y sucesor, pues ya tenía un pretesto plausible para permanecer en Castilla, y un motivo más para mezclarse abiertamente en todas las diferencias que amenazaban ocurrir.

En una palabra, la esplosión de una mina llena de combustibles, a que se le prende fuego, no es más pronta ni más terrible que la que ocasionó el inesperado aparecimiento del acta en que constaba la voluntad del difunto monarca.

La reunión, sin embargo, conservó su reserva y ceremonia, disolviéndose ordenadamente cuando terminó la lectura del testamento. Empero los menos previsores conocieron asustados, que la calma que notaban era precursora cierta de una deshecha tormenta.

Ninguno, pues, soltó una prenda que sirviera de garantía para lo futuro.

No se discutió nada, no se prometió nada, no se resolvió nada, ni de lo que ordenaba el testador ni suplicado su hijo; y se separaron entre el reprimido hervor de sus pasiones, igual en un todo al que forman las olas antes de atronar el espacio, levantándose en embravecida furia.

El duque de Benavente, el conde de Trastámara y el maestre de Santiago eran los que debían resignar los poderes conferidos por las cortes de Madrid; pero los tres estaban decididos a conservarlos a todo trance, aunque para ello fuera preciso conmover toda Castilla encendiendo en su seno la guerra civil.

Lejos, pues, de doblar la cerviz a la voluntad del rey Don Juan, salían para entrar en la liza, lanza en ristre y la visera alzada, a imponer la suya al Rey y al reino.

El arzobispo de Toledo salía del alcázar, cuando el duque de Benavente, que había cuidado de dar la mano a su hermana Doña Leonor para subir a su litera, se reunió con él saludándolo.

Ostentaba el Primado la misma calma y mesura que en el salón, mientras que el Duque hacía alarde de una altanera arrogancia tan retadora como amenazante.

Fuera que el Primado la reprobase por inoportuna, o que encontrándose fuerte por sí, quisiera manifestarse en todo superior;

-¡Bien habéis guardado el testamento! le dijo con ironía mirándole severamente; y ¡pardiez! Duque, que ha venido a tiempo de embrollarnos de un modo estraño y fatal.

-¿Os acordáis lo que pactamos la noche del reto como vos lo llamasteis?... le preguntó D. Fadrique, clavados en él los ojos chispeantes.

-Yo no olvido nada[-] contestó el Prelado perdiendo en parte su impasibilidad acostumbrada, y jamás lo que ofrezco. Es la segunda vez que os lo afirmo, señor duque de Benavente.

-¿Es estraño que dude, replicó el Duque con amargura, si ahora os veo tibio, reprochador y severo?...

-D. Fadrique, repuso el Arzobispo con energía, no juzguéis nunca sino por las obras, y acortemos las palabras. ¿La reina Catalina?...

-¡Es la nieta de Pedro! Donde ella está no cabemos nosotros los hijos de Enrique II.

-¡Está bien! A caballo y marchar pues, tornando con las mayores fuerzas que podáis a reuniros conmigo, que os esperaré en Toledo. Os ofrecí que seríais gobernador y lo seréis, o yo dejaré mi puesto.

Una mirada fue la contestación del Duque y con ella reveló lo que su orgullo no hubiera podido confesar; que aceptaba la promesa.

-Quisiera, sin embargo, Duque, continuó diciendo el Primado recobrada su calma y mesura habitual; quisiera, digo, tener antes una conferencia con la Reina y D. Enrique... y aún tal vez todo se podría concluir retirando el testamento. Esta noche...

-Llevaréis mi despedida al alcázar, señor Arzobispo, y no pidáis nunca, sino lo que no podáis tomar.

-¿Partís definitivamente?...

-Ahora mismo, pues no. A los que suplican se les debe complacer.

No olvidéis eso, y hasta Toledo; dijo el Primado, conciliando de esta manera sus opuestos deberes como varón de paz, y hombre de bando y ambición.

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Los últimos rayos del sol despidieron deslumbrantes reflejos hiriendo en los limpios coseletes del brillante escuadrón que seguía al duque de Benavente, marchando a galope por el camino de Valladolid.

Aquel escuadrón estaba compuesto de su servidumbre más numerosa que la del rey Enrique III, y sino tan elevada como la de éste, mucho más espléndida y bizarra.

A su cabeza iba D. Fadrique montado en un corpulento y poderoso bridón, negro como el azabache.

Armado de punta en blanco, lucía un coselete de escamas tan finas como lucientes. Un penacho de rizadas plumas se desprendía del pico del águila de su cimera, ondeando graciosamente mecida por el viento de la tarde; y como llevara alzada la visera, mostraba en el semblante y actitud tan hostil y amenazadora arrogancia, que el vulgo, a quien había trascendido el hallazgo del testamento del difunto monarca alegrándolo, por parecerle, como a Rodrigo López de Ayala, que con él se terminarían las discordias en que ardía dividido el concejo, se retiró amedrentado a sus hogares, presintiendo a su vista que las pasadas contiendas se convertían desde aquel punto en guerra declarada y sangrienta.

Capítulo XVI
De la plática que tuvieron la reina Doña Catalina y el arzobispo de Toledo

Tristísimo por demás era el aspecto que presentaba la cámara de D. Enrique algunas horas después de la salida de la villa del duque de Benavente.

Cuatro personas hallábanse allí reunidas.

Eran estas, el Rey, la Reina, el camarero mayor Ruy López Dávalos, y la dama favorita de Doña Catalina, Elvira Manrique de Lara.

Enrique III, a quien cada emoción violenta acortaba una porción de los días de su vida, estaba en su lecho entregado al sueño letárgico de la fiebre.

La reina Doña Catalina sentada en un sitial enfrente del augusto enfermo, escuchando su agitada respiración, lo contemplaba con una mezcla indecible de amargura y compasión. Pensativa y afectada, suspendíanse gruesas lágrimas de sus rubias y luengas pestañas; lágrimas que enjugaba con el envés de su mano, procurando ocultarlas y reprimir los sollozos que morían en su garganta.

A pocos pasos de distancia, inmóvil y silencioso, Ruy López Dávalos oía suspirar a la Reina y estremecerse a D. Enrique; sin que diera muestra de percibirlo su faz morena y espresiva, a pesar de tener fija su vista en el uno, y su atención en la otra.

Detrás del sillón de Doña Catalina, medio oculta en la sombra, se dibujaba la elegante figura de Elvira Manrique, hija única del adelantado mayor D. Alfonso Gómez Manrique de Lara, y acaso la dama más hermosa de Castilla y de León.

Tenía Elvira veinte años no cumplidos, una estatura proporcionada, un tallo esbelto y delicado y una majestad indefinible. Más blanca que los jazmines, unos grandes y rasgados ojos negros, cuyo fulminante brillo templaban las larguísimas pestañas que guarnecían sus delicados párpados, caracterizaban un rostro ovalado y perfecto, que embellecían los bucles de ébano de su rizada y magnífica cabellera.

Hija única, como hemos dicho, del Adelantado mayor, había crecido sin madre, protegida y guardada por los muros de Santa María de las Huelgas, rodeada de afectuosos cuidados por parte de la abadesa que la amaba con materna ternura, y por parte de la comunidad que en su cariño les parecía superior, como lo es el ángel a la criatura.

Cuando la reina Catalina vino a Castilla, obtuvo el influjo del arzobispo D. García que su sobrina ocupara el primer lugar junto a ella; y sacándola del claustro fue presentada a la corte pocos días antes de los desposorios efectuados en San Antolín de Palencia.

La galante juventud de la corte rodea al nuevo astro de incienso y homenajes; los adalides quebraron lanzas por ella en la arena del torneo, los trovadores cantaron su belleza, y el mismo D. Juan I, confesó que era la reina de la hermosura en el famoso torneo, donde el joven Gonzalo de Figueroa midió la arena a impulso del fuerte brazo de Ayala que tan buen bote le dio.

El mismo día que presentaron a Elvira en la corte, Rodrigo López de Ayala que la había visto en su casa y en el templo; Rodrigo López de Ayala impresionado al más alto punto con su peregrina belleza; Rodrigo López de Ayala que no vivía desde entonces, sino con un pensamiento ¡Elvira! que no concebía otra felicidad que su amor, ni abrigaba otro temor que el de no alcanzar a merecerlo; pidió y obtuvo su mano, aplazando Don Alfonso el himeneo, para cuando aquella cumpliera veinte años.

Cuantos conocían las altas prendas de Ayala, encontraron esplicable y merecida la aprobación del Adelantado mayor; pero lo que nadie pudo averiguar ni se adivinó siquiera, fue si Elvira aceptaba el esposo que la estaba destinado por natural inclinación, por indolencia o por obediencia pasiva a la paterna voluntad.

Ni la envidia ni la malevolencia de algunas damas que la aborrecían, porque la Reina la prefería y Ayala la idolatraba, ni la interesada observación de los cortesanos que buscaban afanosos un flanco en aquel corazón que apetecían, pudo descubrir sus misterios; porque Elvira, a pesar de su juventud e inesperiencia, en circunspección y reserva no tuvo quien la superara, así como no había quien la igualase en discreción y hermosura.

Como quiera que fuese, su frente ostentaba la más pura candidez, sus negros ojos se adormecían con la languidez de la indiferencia; el orgullo satisfecho, el corazón tranquilo, se revelaba en su ligera sonrisa; y el enigma continuaba incomprensible para todos, y tal vez para ella misma.

En la noche de que vamos hablando, impresionada con la dolencia del Rey y la congoja que Catalina de Lancaster reprimía, pero que no ocultaba a pesar de sus esfuerzos, afirmada una mano en el respaldo del sitial, inclinaba su encantadora cabeza para mirar a la Reina, atenta al más leve de sus movimientos para adelantarse a sus deseos con la solicitud del afecto.

Acabando Ruy Dávalos, por orden de la Reina, de descorrer las cortinas del regio lecho para renovar el ambiente que respiraba anheloso el doliente Enrique III, se abrió sin ruido la puerta de la cámara y anunció el ugier que la guardaba, al ilustre arzobispo de Toledo.

Al oír el nombre del Prelado, tiñéronse las megillas de la Reina con los ardientes colores del carmín; Ruy López Dávalos clavó una penetrante mirada en el Primado que se adelantaba con paso lento por el fondo de la cámara, tornándola luego sobre el Rey como si temiera al uno por el otro; mientras que la hermosa sobrina de D. García se adelantó algunos pasos con un respecto marcadamente de ceremonia, doblando, sin embargo, humildemente la cabeza.

No diremos que D. Pedro Tenorio se conmovió al abrazar con sólo una ojeada el cuadro que se le presentaba, sin que a su penetración se escapara ningún detalle; pero sí que su frente se oscureció.

Llegando cave el lecho, saludó a Doña Catalina después de bendecirla, y luego se puso a contemplar de pié y con los brazos cruzados aquel ser tan débil y frágil que el abrasado soplo de la fiebre devoraba; y que, sin embargo, sujetaba entre sus manos el destino de Castilla, dando tan inmenso poder, que su nombre sólo bastaba para legitimar los actos más importantes, y desvanecer la resistencia más audaz.

Indeciso estuvo, y asaz perplejo, sobre si hacer el postrer esfuerzo con la Reina, o esperar los acontecimientos que, según su cuenta, con su violentísima sacudida iba en breve a estremecer todos los ángulos de la monarquía. Pero como lo primero convenía más a su interés presente y futuro, caso de conseguir lo que se proponía lograr, no tardó en decidirse a aventurar un ataque a D. García, en el ánimo que dominaba.

Acercándose, pues, a la Reina, y ocupando el asiento que Dávalos le presentó, dijo a Doña Catalina en voz tan baja como lo requería el estado del Rey, y las más visibles muestras de interés.

-¿Qué tiene D. Enrique, señora?...

-Pesar[-] contestó la Reina, conteniendo penosamente las lágrimas, y una fiebre abrasadora.

-Dios será misericordioso con Castilla calmando lo uno y lo otro, repuso el Primado casi conmovido mirando a Enrique III.

-En él tengo mi esperanza, padre mío; replicó la Reina volviendo sus miradas a un crucifijo de marfil que pendía a la cabecera del Rey.

Después de un breve espacio de silencio, dijo el Prelado con gravedad siguiendo el suspendido diálogo:

-Ignorando que D. Enrique se hallase doliente, venía en nombre de su tío, el duque de Benavente, a desempeñar un deber suyo, no cumplido cerca del Rey y V. A.

-Decid la parte que a mí me atañe, respondió la Reina con amargura, pues el Rey, gracias a las impresiones del día, no está en disposición de escucharos.

-Esta tarde, dijo D. Pedro Tenorio pesando cada una de sus palabras que profería lentamente y observando el efecto que en la Reina producían, ha salido D. Fadrique de la villa encaminándose a sus estados; y no pudiendo, no atreviéndose a presentar en un palacio del que se le arroja, me ha encargado lo haga por él, presentándoos su respetuoso homenaje.

Ruy López Dávalos, que a pesar de la distancia en que se hallaba de la Reina y del Prelado, merced a su atención, no perdía una palabra, frunció las cejas con enojo; y la sobrina de D. García que lo había oído asimismo, y advertido también, el gesto del Camarero mayor, correspondió a él con un ligerísimo arqueamiento de las suyas.

-Si el presentar un hijo el testamento de su padre; si el suplicar un niño a sus tutores que lo cumplan, es un motivo, a juicio del Duque, suficiente para autorizarle a faltar a sus deberes de deudo y de vasallo, comprendo su enojo y su precipitada salida, dijo la Reina conteniendo las lágrimas que se agolpaban a sus ojos; pero porque ese testamento lo hizo un Rey, y otro menor lo ha entregado, no ha debido un vasallo rebelarse contra la voluntad doblemente sagrada de aquél y los deseos del filial respeto de éste. No ha debido, reverendísimo padre, porque no tiene disculpa en ningún sentido que la dé.

-Señora, os repetiré en contestación las mismas palabras que me ha dicho al noticiarme su salida; replicó el Primado empeñando la batalla que en el ánimo de la Reina iba a dar a D. García. «¿Os vais?» le he preguntado; sintiéndolo, os lo conjuro. «Ahora mismo», me contestó; «al que suplica es menester complacerle».

Mirólo Doña Catalina un breve instante con atención, y más conmovida que antes repuso con intención:

-Aunque el testamento de D. Juan I lo separe del gobierno y tutoría del Rey, éste no te separa de su lado, y sabe, o debía saber D. Fadrique, que el palacio de Enrique III, así como su corazón, está abierto a los hermanos de su difunto padre.

No es del Rey D. Enrique de quien el Duque duda o teme; al contrario, su más acerbo pesar es el ver los peligros que le rodean, y los males que amenazan a Castilla; fruto todo de la desatentada cólera de un hombre que pérfidamente ha calculado un ataque que le hiriera en lo más delicado, ¡el honor! que conseguirá regar de sangre castellana los campos que serán yermos, si vos señora, no ponéis coto a su funesto poder con vuestra mucha influencia.

Cruzó las manos Catalina de Lancaster con un triste y espresivo ademán, y después de reflexionar un corto espacio, dijo clavando en el Primado una mirada de profunda intención:

-Vuestras palabras, padre mío, constituyen una grave acusación, al par que mi consejo como de vuestra mucha prudencia; pero si existe, muy oscura debe de ser la condición de ese hombre, y muy disfrazados deben de estar sus intentos, porque nos, ni le conocemos ni advertimos.

Conoció el Primado con su clara penetración que estaba a punto de resvalar, y que si sucedía, iba a ser violenta la caída; pero llevado de su convicción o de su odio, repuso sin tituvear:

-Pues, señora, está junto al trono de V. A.

-¡Junto a mi trono!... ¡no! no puede ser, [exclam]ó la Reina rechazando convicción con convicción.

-Su voz penetra en vuestro oído más que la mía... ¡y os domina según veo! repuso D. Pedro Tenorio, exacerbándose con la contradición, pero sin perder su calma y mesura.

Doña Catalina no supo apreciar la valentía que da el odio, y queriendo parar el golpe que asestaba el Primado a su adversario, lo provocó diciendo: -Nombrad, nombrad ese hombre culpable!... iba a decir criminal!

-No dudo en hacerlo, señora, puesto que me lo exigís. El arzobispo de Santiago.

Aquella designación terminante y fría, hizo que la bellísima sobrina de D. García se sonriese con el más orgulloso desdén, y que Ruy López Dávalos se levantara bruscamente y diera algunos pasos por la cámara. Sin embargo, ambos a dos guardaron el más profundo silencio.

En cuanto a la Reina, la impresión que produjo en ella, se leyó en sus dulces y lánguidos ojos que se apartaron con esquivez del Prelado, en su alba frente que al plegarse reveló el disgusto, y en el sobrecargado acento de su voz al [exclam]ar sin ser dueña de contenerse:

-¡¡Vuestro rival!!

-No le tengo, señora, replicó el Prelado con una mansedumbre que encubría su rencor y su orgullo violentamente escitado; no lo tengo ni en la tierra, que como hombre soy el último; ni ante Dios, para quien todo ser es igual como hechura de sus manos. Soy solamente un pastor que ve como se estravían sus ovejas, y en cumplimiento de un deber que el mismo Jesucristo la impuso cuando se las entregó para apacentarlas, procura con afán y solicitud separarlas del abismo a donde las conducen o se encaminan. En mí, señora, habla la conciencia y calla la consideración; y he aquí por lo que os he manifestado sin temor, que es él quien lanza de vuestro lado y de el del Rey al duque de Benavente; y os afirmo que lo hace porque su energía frustra sus despóticas y ambiciosas miras, porque teme con razón que ejerza sobre V. A. y su sobrino D. Enrique su ascendiente de deudo y su vigilancia de tutor, menoscabando la suya que pretende preponderar tiranizándolo todo.

Muy delicada era la cuerda que sin saberlo acababa de herir el Prelado.

Catalina de Lancaster alzó hasta él sus grandes ojos azules, pretendiendo leer en el fondo de su pensamiento, si estaba iniciado en el único secreto cuya participación sólo a Dios confiaba; pero no pudiendo descubrir nada a través de aquel impasible continente, dijo después de reflexionar, luchar y resolverse:

-Sé hasta la evidencia, padre mío, lo que acaso vos ignoráis, y es que sólo un sentimiento esclusivamente personal , ha impelido al Duque a tomar una determinación que atraerá con su violencia y demasía funestos trastornos a Castilla. De esto estad seguro; así como D. Enrique y yo estamos decididos a permanecer estraños a todo interés individual, a toda querella parcial, a todo rencor inveterado de los que han rechazado nuestros ruegos para deponerlo, y nuestro influjo que no tiende más que a conciliar y avenir.

Nada se traslucía en el semblante del arzobispo de Toledo mientras que la Reina hablaba. Nada absolutamente se mostró en aquella anchísima frente amarilla como el marfil orlada de blancos cabellos; y eso que el ilustre Prelado era hombre de pasiones muy vehementes, y en su larga conferencia con la Reina todas se habían escitado.

Cuando Catalina de Lancaster, fuertemente escitada también, hubo formulado su resolución con más firmeza de lo que era de esperar en su natural tímido y reservado, y el respeto que le infundía el Prelado; éste fijando una mirada penetrante en ella, replicó acentuando fuertemente sus palabras impregnadas ya por sí de un resentimiento y amenaza perceptibles.

-Prescindamos, señora, del odio y las querellas que enjendran. Dejemos a Dios que lo juzgue, puesto que es el único que penetra lo más sombrío de su fondo, y hablemos del noble duque de Benavente que no participa de él. Lo que lleva a D. Fadrique a sus estados, no son rencillas que sabe dominar, ni ambiciones que satisfacer, ni cólera que desfogar; lo que lleva es el imperioso cumplimiento de un deber sagrado para todo castellano noble y leal, haciendo todo cuanto es humanamente posible para salvar esta pobre nave que naufraga.

Doña Catalina levantó la cabeza bruscamente y replicó con acritud:

-Reverendísimo padre, no concibo que se la salve abandonándola en la borrasca después de haberla sacado del puerto.

-Hija mía, repuso el Prelado con acento cada vez más breve, signo evidente de su comprimido despecho; el Duque no la abandona; es que va por ausilio, y tal le puede traer, que consiga arrancarla del peligro que la cerca.

-A eso os responderé, que Dios solamente conoce las intenciones y sabe lo futuro. Nosotros, juzgando lo pasado desciframos lo presente.

Y alargándole la blanquísima y trémula mano, puso como Reina término a la conferencia.

Besóla el Arzobispo sin añadir una palabra más a las ya dichas; y saludándola con una reverencia, a Dávalos y a Elvira con una ligera inclinación, salió silenciosamente de la cámara.

Así que se perdió el ruido de sus pasos, Doña Catalina hizo una seña al Camarero mayor, el cual se acercó al instante.

-Buen Ruy López, dijo Catalina de Lancaster interrogándolo con ansiedad, ¿habéis oído lo que ha dicho el Arzobispo?

-Sí, señora, y a V. A. también lo que se ha servido contestarle.

-¿Y qué colegís de ese empeño en justificar al Duque?

-Que se justifica prematuramente a sí mismo, porque ¡plegue a Dios que me engañe! pero o no conozco a D. Pedro Tenorio, o sigue de cerca al Duque abandonando la corte.

-¿Para rebelarse, Dávalos?

-¡Tal creo! De otro modo, ¿a qué esa vuelta anunciada?... Creedme, señora, D. Fadrique como las águilas, no suelta nunca la presa sobre que sienta la garra, y el Arzobispo hace sus partes de modo que parece su campeón.

-¡Dios mío, Dios mío! [exclam]ó la Reina cruzando y apretando convulsivamente las manos, ¡¡pobre Castilla!!

Y las lágrimas contenidas con tanto esfuerzo, se derramaron por sus encendidas megillas.

-¡Señora! dijo la peregrina Elvira Manrique arrodillándose a sus pies con emoción. ¡No temáis por Dios a los traidores! en la red que tienden caen; y si se rebelan ¡sea un borrón más para ellos!

-¡Sea, Elvira! sea, sí; pero entretanto, quién sufre ¡oh! quien más inocente es; ¡¡pobre, pobre Castilla!!

-Doña Catalina, dijo Ruy López con energía; vivimos en una época en que se necesita valor; ese os aconsejo para atravesarla, y también para que calméis vuestro espíritu agitado, que os retiréis a descansar.

-Lo tomo Ruy, dijo la Reina levantándose. Mandad a Juan de Velasco que no se aparte está noche de la cabezera del Rey, y vos velar hasta que se cierren las puertas del alcázar. Quedáis pues en mi lugar, que nadie le despierte ni le hable hasta que se le dé la pócima que ha preparado fray Mendo.

-Id tranquila, señora[-] contestó el Camarero mayor con interés, y si me lo permitís, yo seré mañana el primero que vaya a daros noticia de la salud de D. Enrique, y de cuyo lado os ofrezco no separarme.

-Os lo concedo, Ruy, y si el cielo quiere que sean buenas, le prometo una gracia al mensajero.

Dadas estas órdenes y hechas estas promesas, la Reina se acercó al lecho, puso su mano sobre la frente del doliente niño para conocer el grado de calor que le abrasaba, y retirándola en seguida, hizo un ademán de afectuosa despedida al Camarero mayor; y se retiró con Elvira dejando más triste y silenciosa la cámara que lo estaba cuando dimos principio a este capítulo a que con permiso de nuestros lectores damos fin.

Capítulo XVII
Que apenas fue llegado el du que de Benavente a su castillo, le pidió cuenta de su depósito al astrólogo, y el descubrimiento que hizo y la resolución que tomó

Si la joven y hermosa Catalina de Lancaster, en aquella noche en que tan acongojada estaba, asustada con el funesto sesgo que tomaban las que hasta entonces fueron discordias del concejo, convirtiéndose en guerra, y guerra a que ella con amargura se acusaba interiormente de haber contribuido con el Duque en su desdeñado amor, y con el concejo por la presentación del testamento; si Catalina, decimos, hubiera podido penetrar con una mirada en lo futuro, ver los sucesos y conocer en detalle sus consecuencias; habría visto con asombro, que la potente cólera que entonces amontonaba tan densas nubes en el horizonte de Castilla, pasaría sobre su haz como un rugiente huracán, sin tocar los fuertes robles de la montaña, tronchando su ignota furia sólo una flor del verdel.

Pero Doña Catalina no leía en el porvenir y sí en su corazón; no conocía los acontecimientos que habían de sucederse, ni podía remotamente imaginarse sus estraños peripecias, ni el poder de los mágicos resortes que habían de ponerse en juego, deshaciendo o alejando el nublado; y éste con sus abultados terrores, pesaba sobre su alma con el acerbo pesar de haber hecho demasiado para formarlo.

Creía haber muerto el amor de D. Fadrique, y a la vez que esta convicción tranquilizaba su conciencia que lo reprobaba, su corazón se ulceraba, porque aquel corazón que un beso había estremecido, amaba como se ama por la primer vez de la vida, entre ilusiones de oro y nubes de vaguedad deliciosa.

La Reina, pues, que sabía todo lo concerniente al testamento, y la ninguna parte que en su presentación había tenido el arzobispo de Santiago, mucho de lo que tan violentamente alteraba el ánimo del Duque, y algo de lo que se prometía el Primado con apoderarse del suyo; no se dejó persuadir de las apasionadas razones de D. Pedro Tenorio, sino que comprimiendo su amor, sus temores, resentimientos y pesares en lo más recóndito de su corazón, empeñó la lucha con el Arzobispo con su conciencia de Reina con tanta decisión y energía, como dignidad y firmeza.

Y eso que la joven y hermosa Catalina de Lancaster, en el secreto de su pensamiento sentía examinándose a sí misma un amargo pesar, rechazando el único medio, que todo lo podía aparentemente conciliar; deberes y afecciones.

En cuanto a D. Fadrique, henchido el corazón de hiel, firmemente persuadido que el tiro que lo derribaba de su alto puesto, partía de la mano de la Reina para separarle de su lado; profundamente herido en su mal correspondido y mejor dicho despreciado amor, en su ambición y en su orgullo; iracundo y preocupado, volaba por el camino de Benavente en alas de su impaciencia, acosado por un deseo de venganza tan vehemente, que hacía parecerle siglos las horas que se retardaba.

Así como en la rapidez de su carrera iban apareciendo y pasando los objetos ante su vista, siendo una cosa misma columbrarlos, alcanzarlos y dejarlos a la espalda; así en su imaginación se presentaban, rodaban, y se confundían los pensamientos, imágenes y deseos, en un mar revuelto y confuso torbellino que el que forman las hojas secas del otoño, cuando el viento las arremolina y arrebata.

Cuando la Reina con su faz severa y descolorida, el Rey publicando el testamento sin mirarle, y el arzobispo de Santiago con su clara y sonora voz leyéndole, se presentaban sucedida y distintamente a su memoria; clavaba con un movimiento impetuoso las espuelas en el hija de su noble corcel, que redoblaba la celeridad desordenada de su marcha.

A seguida, de su corazón hirviendo de pasiones, subía a su cerebro otro pensamiento ¡la venganza! y le presentaba otra imagen ¡el astrólogo!

Entonces con otro movimiento nervioso y feroz llevaba la mano a su puñal engastado de rubíes, y lanzaba a través del espacio que lo separaba del judío, una mirada de terrible amenaza.

¿Pero a quién había vendido el astrólogo su secreto? ¿Quién lo había solicitado? ¿De qué modo se habían valido para descubrirlo? ¿Quién le había dicho a Catalina de Lancaster que existía, quién lo guardaba, y cuáles eran las disposiciones que contenía el testamento de su suegro? ¿El Abad?... no sabía si no la mitad de su secreto. ¿Gonzalo? después de ignorarlo era incapaz de hacerlo. ¿El astrólogo? ese sí; ¿pero cómo? ¿por qué?

He aquí lo que no podía darse cuenta el Duque, confundiéndose sus ideas cuanto más se esforzaba por aclararlas.

Por fin, después de una marcha seguida, y rápida, una alborada avistó su castillo. Ya estaba a la vista de su venganza.

Acelerando el paso como se aceleraba el latir de sus arterias, se acercaron al castillo, que el primer rayo del sol doraba como una dulce esperanza a un pensamiento sombrío. El centinela que estaba junto a una almena observando el campo los reconoció. Dio la voz de aviso y todo se puso instantáneamente en movimiento.

Así que entró en la avenida la empolvada tropa, se bajó el puente levadizo, los hombres de armas se formaron en dos filas en el gran patio de la fortaleza, y todos los criados se agolparon al rastrillo y donde quiera que pudieran encontrarse próximos al tránsito de su señor.

García Gómez, con regocijado semblante y la cabeza descubierta le esperaba en el puente; Íñigo Núñez en la puerta abierta de par en par, y el capellán del castillo en las primeras gradas de la escalera principal.

Echó pié a tierra D. Fadrique entre los gritos de júbilo de los habitantes de la fortaleza feudal, que tiraban las gorras al aire celebrando la llegada de su señor, y cordiales y respetuosas bien venidas que recibía distraído, ocupado en buscar con una detenida mirada al astrólogo; y no hallándole entre sus servidores y vasallos, aguijado por el pensamiento fijo que acariciaba su venganza, cortó bruscamente los corteses cumplidos del buen Íñigo Núñez y tomó el camino de la torre mandando que no le siguiera nadie.

La cólera del Duque se había convertido en una exaltación frenética, cuando llegó a la pequeña meseta donde estaba la puerta del astrólogo entornada como Ayala la encontró.

Sacó la daga de su vaina de oro, y empuñándola con siniestra intención empujó con violencia la puerta, precipitándose en la estancia diciendo con ronca voz:

¿Dónde está el perro traidor que me ha vendido como Judas de quien desciende...?

El astrólogo que lo esperaba, pero no tan pronto, se puso de un salto en pié, y al ver brillar la limpia hoja de la daga se tornó lívida la amarillez de su faz, los ojos se le inyectaron de sangre y respondió con voz trémula y cortada

-No... no soy yo ese... ¡Ved la prueba!

Y levantando la cabeza mostró con su mano temblorosa las encarnadas cicatrices que señalaban las recientes heridas hechas por el Alférez mayor.

A punto de hacerle otras que hubieran sido mortales, el Duque se detuvo, reconoció aquéllas con una rápida mirada, y perdiendo su actitud amenazante, pero no su cólera destructora como el huracán, le dijo:

-¿Quién te ha hecho esas picaduras, porque no son otra cosa? ¿Qué ha ocurrido aquí...? ¿A quién has vendido mi secreto vil o cobardemente...? ¡Habla, vamos, di sin mentira y sin rodeos!

-Es que no los he vendido, D. Fadrique, replicó el astrólogo con una sombría y rencorosa amargura; me los han arrancado con una daga ni más ni menos como la vuestra, arma de caballero según veo.

-Aunque así sea, repuso el Duque impetuosamente, ¿no tenías para defenderte un puñal? ¡Menguado! ¿No tenías lengua cuando te faltara ánimo para articular un grito y pedir socorro...?

El astrólogo tocó el resorte, se abrió el secreto de la mesa y sacando el puñal, la banda y la escarcela, dijo:

-Vais a saberlo todo, y mala sea la conciencia que me condene.

Era el oscurecer: sabéis que de noche no sube nadie a la torre aunque vos se lo mandarais; mis gritos, a haberlos dado, se hubieran perdido en esas largas galerías como los suspiros del aire que las cruza.

No tenía auxilio, pues, de ningún género; sólo contaba con el que me diera mi puñal, que esgrimo bien.

Era el oscurecer, como he dicho, cuando un desconocido empujó la puerta y entró de repente; le pregunté quién era y qué quería. A lo primero me contestó que no me importaba; a lo segundo, que venía por el testamento de D. Juan I.

Negué y no me creyó: insistió y lo despedí.

Como el rayo se lanzó a la puerta, pero fue para cerrarla. Entonces saqué mi puñal y lo esperé. ¡Ved esa punta! tinta está de su sangre.

Pero el pecho de aquel hombre era de bronce, sus brazos de acero, sus dedos como fortísimas tenazas: aquéllos me estrechaban oprimiéndome mortalmente: éstos me sujetaron y no sé cómo fue que me desarmó, y sujetándome con su rodilla me ató las manos con esta banda. ¡Miradla!

Era suyo, y como tal me trató.

Con la punta de una daga, que desnudó fríamente, clavada en mi garganta, me pidió de nuevo el testamento... ¡Negué y apretó!

¡Qué más os diré! No supe, me faltó aliento para resistir aquella agonía de pinchazos y le di lo que pedía.

Me dejó mil doblas en esa escarcela que antes me ofreció y yo rehusé; ¡ahí están! y además me regaló la banda, que no pudiendo quitármela porque hubiera sido entregarse a mi venganza, tuvo que dejarla, con gran sentimiento según dijo.

Así pasé la noche, D. Fadrique; de pié, las manos atadas a la mesa, y la sangre goteando de las heridas hasta que el frío la coaguló. Larga, larguísimas fue la noche del sufrimiento.

Por la mañana subió Beltrán, cuidadoso de que no hubiera bajado por mi alimento, y me desató. Sino por él, creo por Abrahán que de pié hubiera muerto.

Ésta es la verdad, señor, lo juro por el Dios único y Omnipotente; y si no os satisface, terminad su obra como queráis.

Antes que el astrólogo acabase su relato, metió D. Fadrique la daga en su vaina, y se apoderó de la banda poniéndose a examinarla con una atención profunda.

Era ésta de seda blanca, preciosamente recamada. Bordados en forma de empresa, váyanse dos laureles de oro cruzándose en rededor de una azucena de plata, y entrelazada en los troncos había una cifra compuesta de tres letras: R. L. A.

Estaba manchada por gruesas gotas de sangre, y una de ellas había caído sobre el cáliz de la flor salpicando los laureles.

Con los ojos fijos tenazmente en la empresa que representaba la banda, y la sonrisa en los labios, el duque de Benavente estaba tan descompuesto que imponía.

-¡Bien, bien, bien! [exclam]ó concentrando toda su ira, que sin embargo infiltraba en su calma sardónica. ¡¡Bien por el Alférez mayor!!... ¡Quién lo digiera del honrado, del leal, del noble Rodrigo López de Ayala!... Ya se ve, ¡¡ira de Dios!! cayendo yo se levanta él... ¿quién lo estraño...? Mas por Cristo, señor Alférez, cara, muy cara habéis de pagar vuestra felona ambición!

Traidoramente me habéis dañado, traidoramente me vengaré. Golpe por golpe ¡es la ley! y no os escaparéis de ella... lo juro por el alma de mi padre!

Desde luego he aquí un presagio que os es funesto, bravo Ayala; vuestra sangre ha manchado el orgulloso emblema de la dama que amáis tan ciertamente. ¡Tampoco lo olvidaré!

Devoraba el astrólogo ávidamente sus impresiones, recogiendo sus palabras como un avaro el oro que profusamente le arrojan, porque sobre Rodrigo pesaban en aquella hora dos ofensas y dos venganzas.

El duque dobló cuidadosamente la banda, y volviéndose al judío le dijo con terrible energía:

-Ben-Samuel, ¡a Castilla! Vamos a llevar la guerra, a sembrarla de pavor, a dar la ley, a vengar los agravios que me han hecho.

Y volviéndole la espalda descendió de la torre con ligereza.

Completo era el contraste que formaba la sombría torre del astrólogo con el alegre recinto del castillo, donde todo era ruido y movimiento.

Los clarines hacían oír sus marciales ecos en el patio lleno de arqueros y peones; los pagues y escuderos departían en alegres corros desde el patio a las almenas, cruzando bulliciosamente salones y galerías, y todos los caballeros de la comitiva del Duque y los hidalgos inmediatos a su castillo que presurosos vinieran a saludarle, reunidos en la sala de armas hacían resonar bajo sus altas bóvedas el eco sonoro de sus robustas voces y el metálico crugir de sus espuelas en sus no interrumpidos diálogos y paseos.

Todas las ventanas estaban abiertas, el sol penetraba por ellas, y la luz era tan espléndida como la mansión feudal.

Desde la torre do Ben-Samuel se dirigió el Duque a la sala de armas, y entrando con paso firme y frente altaneramente erguida, dijo con el imperioso acento de señor y la ruda energía de guerrero:

-Todos los vasallos de Benavente ¡a las armas!

Una conmoción eléctrica hizo que todas aquellas frentes marciales se irguieran como la del Duque, y que todas aquellas voces, formando una sola, repitieran con entusiasmo:

¡A las armas!

-En este momento, pues, vais a salir del castillo a recorrer mis estados, a convocar mis vasallos para reunirlos, y que se apronten a seguir mi bandera que desplegará tremolando mi alférez el noble Gonzalo de Figueroa mañana al romper el día. Los que no estén a tiempo de marchar conmigo, me seguirán con Álvaro de Villaizán y Ruy Pérez de Arlanza, para que incorporándonos todos nos encaminemos a Castilla a libertarla como al Rey de sus tiranos y opresores.

Y quitándose el yelmo que sostuvo en la diestra levantándolo, dijo con voz alta y vibrante:

-¡¡Benavente por D. Enrique III!!

-¡¡Ala lid por Benavente y D. Enrique III!! respondieron con marcial ardor todos los guerreros descubriendo la frente y medio sacando las espadas.

El Duque tornó a ponerse el fuerte yelmo, y todos los caballeros le cercaron.

Poco después el puente crugía bajo los pies de los caballos de cuantos iban a llevar las órdenes del Duque, desde Villalpando hasta Cibrones, y D. Fadrique se encaminaba a sus aposentos acompañado del buen Íñigo Núñez y de Gonzalo de Figueroa.

-Íñigo -dijo el Duque a su anciano alcaide, ¿con cuántos hombres podremos contar mañana?

-¿Mañana...? Muy poco tiempo es, D. Fadrique; mañana apenas se podrán reunir doscientos caballos y un doble número de infantes.

-¡Poco es, Núñez! ¿Y en el siguiente día?

-Un día entero, señor Duque, son veinticuatro horas; pasado mañana saldrán al mando de Ruy Pérez y Villaizán cuatrocientos caballos y mil quinientos infantes.

-Eso ya significa algo, dijo el Duque sonriéndose satisfecho.

-Eso significa un ejército, señor; y ejército, que el Rey ha de ser y no afirmaré yo que en el término de dos días lo reúna.

-Ni en el de cuatro tampoco, Íñigo, eso no dudo yo en creerlo; mas decidme, ¿y vos, encontráis pesado el arnés? ¿Os quedáis entre estos muros desiertos, o nos acompañáis a Castilla?

-D. Fadrique[-] contestó el buen alcaide dándole un golpecito familiarmente en el hombro; aunque mis cabellos blanquean, no le faltan bríos a mi pecho. En la batalla de Nájera juré a vuestro padre, que Dios haya, que no me separaría de D. Alfonso vuestro hermano, y este brazo que aquí veis, lo salvó de una lanza inglesa que lo amenazó con su hierro cortando el brazo que la dirigía. Hoy que vais a combatir, os acompañaré a vos; y sino puedo salvaros como al conde, sabré morir defendiéndoos.

-Íñigo, dijo el Duque con espansión; hay corazones que olvidan; el mío no, nunca, ni nada, y en él se graban vuestras palabras que tal adhesión me aseguran.

-Nací en la casa de vuestro padre, me he hecho viejo a vuestro servicio; tanto es morir con vos, como morir por vos; en siendo a vuestro lado, ¡satisfecho! Esto dicho, si me lo permitís, voy a la armería a sacar lanzas y ballestas y a empezar a repartir.

¡Cómo si os lo permito! en mi presencia como en mi ausencia estáis en Benavente en completa libertad. Id, pues.

El adicto alcaide se aprovechó del permiso del Duque y salió a dar cumplimiento a sus deberes. D. Fadrique se volvió entonces a Gonzalo, y viéndole serio y como contrariado le dijo:

-Gonzalo, ¿en qué pensáis que de tan mal talante os pone?

-En Íñigo Núñez, respondió su gallardo Alférez dando un suspiro.

-¿Y mi honrado alcaide os arranca ese suspiro? replicó Don Fadrique sonriendo.

-Y otro que ahogo, añadió el joven Gonzalo sonriéndose también.

-¿Y por qué son esos suspiros exalados y sofocados? ¡Caballero el más impresionable de cuantos calzan espuela!

-¿Por qué han de ser, señor Duque, sino porque tengo celos de su lealtad y adhesión?

¡Pardiez! Señor Alférez, lo que decís merece que os pregunte si deliráis.

-Si delirar es tener un deseo vivo y ardiente de interponer mi pecho entre la muerte y vos, no vacilaré en afirmarlo.

-Figueroa, dijo el Duque serio y conmovido; no podéis saber nunca el valor que hoy día, en que he recibido conocimiento de grandes agravios y que he tomado tremendas resoluciones, tienen para mí ese afecto que me mostráis, y para el cual no tengo otra recompensa que el mío, tan profundo para amar como lo es para aborrecer.

Y alargándole la mano añadió vuelto a su tono natural:

-Con que mi valiente Alférez, id a activar los aprestos que han de hacerse para mañana, y enviadme, si por acaso lo encontráis a vuestro paso, a Beltrán que me quite esta armadura.

-Lo buscaré si no lo encuentro, respondió Gonzalo estrechando la mano que se le había tendido.

Y saludándolo se fue satisfecho y enorgullecido, no por la distinción del Duque, sino por merecer el afecto del hombre que le fascinaba por la grandeza de sus pensamientos, la arrogancia de su carácter, y la fuerte e indómita condición de sus ardientes pasiones.

Capítulo XVIII
Cómo siguieron las alteraciones en Castilla, saliéndose el arzobispo de Toledo de la villa de Madrid

No era un secreto para algunas personas de la corte la existencia de un testamento otorgado en una hora de tristeza y desaliento por el rey D. Juan I en el cerco de Cillorico de la Vera, cuando principiaron los descalabros de sus huestes por el mortífero contagio que las diezmó.

A la muerte del monarca declaró el arzobispo D. García Manrique, como canciller, que no tenía ningún testamento en su poder, ni pudo encontrarse el de Cillorico por más que se buscó entre las diferentes actas que estaban a su cargo, acompañándole en esta tarea el justicia mayor Diego de Zúñiga y el respetable obispo de Cuenca, ayo del rey D. Enrique.

Nadie estrañó el que así sucediera, porque después del cerco de Cillorico, donde se hizo, tuvo lugar la funesta jornada de Aljubarrota, donde con la corona de Portugal perdió D. Juan I sus bagajes y tesoros, y nada tenía de raro que al testamento le hubiera cabido la misma suerte.

Sucede que por ocultas y recatadas que se hagan las cosas, siempre hay un ojo que las observe y vea; una lengua que las confíe y propale, y una casualidad que las descubra: y de esta providencial y eterna regla no se eximió el guardado testamento.

Mosén Guerau de Queralt, que estuvo en la guerra de Portugal prestando buenos y señalados servicios, supo de boca del mismo D. Juan, que lo apreciaba mucho, quiénes eran los gobernadores que nombraba en su testamento; y cómo éste lo había mandado con su hermano D. Fadrique al abad del monasterio de San Bernardo el viejo de Valladolid, para que le guardase y sólo le diera o manifestara, caso que él feneciera en aquella guerra que tan mal aspecto iba tomando.

Sabía, pues, con certeza que el Duque no había sido nombrado gobernador y que era el único que sabía dónde estaba depositado; y naturalmente presumió que el interesado en que no pareciese era de seguro el que debía de haberlo sustraído o empeñado al Abad, para que faltando a las instrucciones y órdenes del difunto monarca, lo negase y ocultara.

Estos indicios tomaron cuerpo con otros más significativos, y a su venida a Castilla era evidente para él, gracias a una confidencia del poderoso marqués de Villena hecha a D. Alfonso de Aragón, tío de D. Enrique III, que el testamento estaba en poder de D. Fadrique, quien así se lo había asegurado al primado de Castilla, cuando después de publicada la muerte de D. Juan se reunieron en Madrid.

Hemos nombrado por incidencia al marqués de Villena, deudo cercano de los reyes de Castilla y Aragón, gobernador de aquél, y que por sus intereses residía temporalmente en éste; hombre muy célebre y de quien si no nos ocupamos estensamente, es porque no atañe al interés de la historia que concienzudamente escribimos, sin darle parte a otros que a aquellos que realmente la tuvieran.

Volviendo, pues, a Mosén Guerau, diremos a nuestros lectores que noticioso de los disturbios del concejo y testigo en parte de los desmanes y desafueros que en el mismo día que llegó dieron principio amenazando aumentarse, propuso a Pedro y Rodrigo López de Ayala, con quienes tenía grande amistad desde Cillorico de la Vera donde se conocieron, que valiéndose de todos los medios posibles se apoderaran del testamento, si el Duque no lo había inutilizado; y que presentándolo, se cortarían de raíz aquellas funestas discordias, rompiéndose la terrible y estrecha alianza de una parte del concejo restableciéndose en cambio, sino la unión, el equilibrio que debía reinar entre sus miembros, tan hostilmente opuestos y desigualmente divididos.

Aprobado el pensamiento de Mosén Guerau por los dos hermanos, se pensó en los medios de llevarlo a cabo. Aquél se encargó de preparar los ánimos para recibirlo, recomendándolo tan particularmente al Rey, que llamara su atención y la del concejo; Rodrigo de noticiárselo a la Reina y decidirla a que le autorizara para recobrarlo, y empeñara a D. Enrique a presentarlo; y el entendido e influyente corregidor de Toledo, de proporcionar con tanta prontitud como reserva, una recomendación eficaz del reverendo obispo de Cuenca para el abad de San Bernardo.

La intención de Mosén Guerau de Queralt era bonísima, y los esfuerzos de Pedro y Rodrigo de Ayala en alto punto laudables; pero el éxito no correspondió a sus esperanzas.

Durante los días que el infatigable y osado Rodrigo tardó en traer el rescatado testamento, presentó el concejo de gobernadores el aspecto de un volcán, cuyo cráter inflamado amenazara una violenta erupción. Sin embargo, ésta no fue hasta la salida de la sesión regia. Entonces sí; entonces arrojó su lava a torrentes.

La más airada efervescencia reinaba en el concejo un día antes; un día después era la división más enconada, era la guerra o por lo menos un preludio atemorizador; era la lucha con un encarnizamiento mortal.

Y así se abordó la cuestión que ya no podía esquivarse, pues era preciso decidir si debía guardarse el testamento presentado, o seguirse lo dispuesto por las cortes.

Según las leyes de partida sancionadas por las cortes de Alcalá en 1349, tenía facultad D. Juan I para designar la regencia del reino durante la menor edad del príncipe D. Enrique; y sólo en el caso de que faltara un acta donde constase su voluntad, las cortes debían atender a formarla con arreglo al mismo código, que marcaba en quién debía recaer la elección.

Mas ora no se discutía este doble derecho establecido con toda la fuerza de una ley. La cuestión que se debatía era que, encontrándose nombradas dos regencias igualmente legales en su forma, y representando ambas una voluntad que tenía poder y derecho para investirlas de sus regias facultades, cual de ellas había de resignar en la otra.

La ley y la razón declaraban que debía guardarse el testamento acatando la prerrogativa real. La conveniencia empero podía dar a la regencia de las cortes la fuerza de otra ley no votada ni sancionada, pero que es la primer ley de los pueblos; y esta materia delicada por sí, la desembolvía la pasión y el egoísmo del interés personal.

Indiferente debía serle al Primado que una u otra regencia quedase, puesto que ambas lo llamaban y en ambas había de presidir por su elevado carácter; pero ninguna tuvo su apoyo. Rechazó una y otra, y la razón sólo estaba en su alianza con el Duque y su aborrecimiento a D. García que de las dos era parte.

De aquellos dos bandos que dividían las opiniones y los odios, surgió uno más que confundió a los otros y que lo hizo brotar el Primado con una palabra, como brotó la luz de otra palabra de Dios.

Pidió una tercera regencia nueva y pura.

Y para probar lo conveniente y lo necesario que era, con su mucha sabiduría y persuasiva elocuencia, mostró una por una todas las dificultades de un gobierno compartido entre tan gran porción de regentes, la falta de unidad, de acción, de fuerza y de pensamiento, que lo haría ser siempre débil y vacilante; y como que las dos regencias estaban compuestas de tan crecido número, y como las dos adolecían de la misma falta, pidió a las cortes que sacrificando la legalidad de éstas al bien público, reeligieran una compuesta de uno o tres gobernadores.

La pasión estraviaba al insigne Prelado y sus palabras al concejo y a las cortes, que se desviaban del camino recto para intrincarse en otro tan torcido como sembrado de obstáculos.

Si el arzobispo de Santiago no hubiera conocido sobradamente en el mismo punto de formular el Primado su proposición, que encerraba, un tiro certero y calculado para derribarle; si con su natural previsión y sagacidad no hubiera comprendido, que acceder a una nueva elección, equivalía a resignar el poder en sus manos y en las del Duque de Benavente; por espíritu de contradicción, por instinto de odio, se habría opuesto a sus designios con toda la obstinada firmeza de su carácter de hierro.

Sin apoyar ninguna de las diversas opiniones que emitían los opuestos bandos, sin indicar siquiera la suya propia, sólo hablaba para combatir el proyecto de reelección; pero entonces empleaba toda su elocuencia toda su energía; rebatiendo los argumentos uno tras otro, todos los que se levantaban para sostenerla.

Otro elemento había además con que luchaba sin vencerlo, D. Pedro Tenorio; elemento de resistencia que prestaba su ayuda a D. García, y con el cual era éste más fuerte que su adversario.

El concejo de diputados había llegado a unirse con el arzobispo de Santiago en la oposición a nueva elección de regencia. Ninguno quería dejar su puesto, y sostenidos por las cortes de do salieron, combatían al Primado sin tregua, rechazando tenaz y sostenidamente su interesada proposición.

Y los días se sucedían unos a otros, los debates eran cada vez mas reñidos, los ánimos se enardecían más y más, los resentimientos se enconaban a lo sumo, y los dos prelados continuaban disputándose la victoria, sin que entretanto se resolviera cosa alguna de lo que tanto importaba decidir.

Así las cosas, cundieron súbitamente por la villa fuertes rumores sobre la rebelión del duque de Benavente; la alarma penetró en todas partes; los partidarios de D. García Manrique pidieron una esplicación al Primado, que rehusó darla sin escusarse; y acalorándose más de lo que era debido a su dignidad y augusto carácter, rayaron en demasía los discursos de ambos prelados.

Ya todo se precipitó. D. Pedro Tenorio se levantó perdida la calma que tanto le importaba conservar, y seguido del maestro de Santiago salió de San Salvador antes que concluyera la sesión.

Entonces protestaron los diputados de las ciudades que seguirían reconociendo la regencia nombrada por las cortes, hasta que no recibieran poderes para otra cosa.

Esto y la no esperada acción del arzobispo de Toledo, produjo una sensación profunda, dando la sesión por terminada así que hizo su protesta el último diputado.

Mientras que éstos estendían sus actas con más calma de la que era de esperar siguiese a la salida del Primado y el Maestre, éstos ganaron la calle encaminándose juntos a la morada del primero, sin que cambiaran ni un jesto hasta que llegaron a ella.

Pero allí se desquitaron del silencio del tránsito, pues estuvieron conversando hora tras hora; tres; pasadas las cuales, despidióse el Maestro, y el Arzobispo llamó a sus pajes y escuderos para mandarles hicieran sus preparativos de viaje; mas con tal prontitud, que antes de una hora estuviesen fuera de la villa.

Dejaremos, pues, a éstos y aquéllos enjaezando mulas, ensillando caballos, haciendo líos, llenando cofres, recogiendo libros y guardando ornamentos, todo con gran prisa y diligencia, para seguir al maestre de Santiago que tomó con ademán resuelto por una calle angosta y retirada, donde se alojaba en un espacioso edificio el maestre de Calatrava, D. Gonzalo Núñez de Guzmán.

Una no escasa porción de soldados de la orden, sentados en ancha rueda departían misteriosamente en el zaguán, ínterin el centinela terciada al brazo la alabarda, paseaba con monótona continuación por delante de la puerta que guardaba.

Y aquí apuntaremos de paso que cada uno de los gobernadores ¡y eso que eran muchos! tenía una fuerte guardia para no ser menos en esto que Enrique III a cuyo nombre gobernaban.

Pasó el Maestro con severa faz por entre los soldados cuya plática interrumpió, atravesó sin obstáculo todas las piezas que había antes de llegar a la que ocupaba D. Gonzalo, que por cierto en ella se hallaba y en aquel momento sentado en un altísimo sillón de damasco carmesí medio envuelto en su hábito, la morena y arrugada megilla afirmada a la dura palma de su mano, y completamente sumergido en un mar de reflexiones.

Y no debían ser éstas nada gratas, por cuanto su fisonomía tan abierta y noble estaba oscurecida y triste, la frente sobre todo hondamente plegada, la mirada tan fija como la de un abstraído, y de tanto en tanto se mordía el cano y tupido bigote, muestra en él inequívoca de grande enojo o pesar.

Si fuera posible espresar con la pluma lo mucho que en un solo gesto puede manifestarse por rápido que sea, intentaríamos describir la espresión del que hizo D. Gonzalo cuando la voz algo áspera de un escudero llevó a su oído el ilustre nombre de D. Lorenzo Suárez de Figueroa.

Levantóse prontamente al oírlo; y sin embargo que su rostro no se mostraba muy regocijado con la visita que por las puertas entraba con altiva gravedad, se adelantó con marcial continente no exento de cortesía a recibirlo.

No era la amistad que unía a los dos poderosos jefes de las órdenes de Calatrava y Santiago proporcionada al solemne juramento que debía estrecharla; pero uno y otro hasta entonces la habían guardado permaneciendo neutrales el día que la despótica demanda del duque de Benavente había alcanzado la airada negativa del arzobispo de Santiago, y silenciosos en los agitados debates del testamento y regencia.

Mas en el estado a que las cosas habían llegado, no podían continuar del mismo modo.

Los dos eran gobernadores hasta que no se cumpliese lo dispuesto por D. Juan I; los dos estaban unidos a los arzobispos con vínculos que si no eran sagrados, eran al menos poderosos; ambos veían llegado el instante de decidirse abierta y declaradamente por el uno o el otro prelado, pues se trataba de rebelarse y resistirse; y un juramento que en la edad media no osaban quebrantar los que le prestaban, aunque en ello les fuese la vida, impedía a los maestres, dirigir su espada a un mismo blanco hallándose colocados por su mala estrella donde lo habían de ser uno de otro, combatiéndose frente a frente.

He aquí, pues, lo que llevaba a D. Lorenzo a presencia de Guzmán, y lo que tenía al leal maestro de Calatrava tan inquieto y sombrío, desde que comenzaron los disturbios del concejo y las desavenencias de los prelados.

Lo más difícil de ciertas cuestiones es a nuestro humilde parecer el abordarlas. La que ocupaba el ánimo del maestre de Santiago, conocidas como conocía las disposiciones y antecedentes de Guzmán, era un tanto espinosa y delicada, razón por la cual D. Lorenzo Suárez de Figueroa, se sentía algo suspenso y embarazado para decir a D. Gonzalo a lo que venía, buscando en su magín las frases más a propósito para atraerle a su bando por sorpresa, si por convicción no podía.

Núñez de Guzmán había conducido al maestre a un asiento frente del suyo, y mirándole de hito en hito, le dijo con su osada franqueza así que notó su embarazo y su silencio.

-D. Lorenzo Suárez de Figueroa, ¿Venís a que renovemos nuestro juramento?... porque me parece que no deja de ser ocasión para ello.

-Así es como lo decís[-] contestó el interpelado maestre, sintiéndose descargado de un peso enorme con ahorrarse el preámbulo con que ya estaba a punto de empezar. A buscaros vengo, D. Gonzalo, para que puesto que llegó el día, desenvainemos a la vez los aceros y entremos juntos en la lid.

-¡Por S. Bernardo, maestre! replicó el de Calatrava con su acento rudo y leal; declaraos antes que nos comprometamos lanzándonos a un estremo del que no se puede volver sino con mengua.

-Eso quiero hacer, D. Gonzalo.

Y D. Lorenzo Suárez de Figueroa, en vez de esplicarse, guardó silencio pensativo.

-Permitid que os pregunte Maestre, dijo el de Calatrava entrando de lleno en la cuestión. ¿Es verdad que pensáis en otras batallas que las que se dan los prelados con sus aguzadas lenguas?

-No hay ya medio de evitarlas, después de lo que como yo habéis presenciado hoy.

-Lo que yo he visto, Maestro, es que todos nos despeñamos, sin que haya una mano que nos contenga. Y ya que nuestra desgracia parece conducirnos a ese funesto trance, menester es convenir lo que a nosotros atañe. ¿Por quién pensáis combatir, puesto que a la contienda va a dársele el triste matiz de la sangre, único que lo faltaba? ¡Por vuestra vida! respondedme claramente y con lisura.

-Por la justicia y el prelado que la sustenta, respondió el maestre de Santiago usando de ambajes en vez de la franqueza que se le pedía para esplicarse.

-Hacéis bien ¡voto a Caín! Repuso D. Gonzalo con una sonrisa amarga que mostraba la ironía de sus palabras; yo estoy resuelto a lo mismo.

-Pues dadme vuestra mano y marchemos, dijo D. Lorenzo Suárez aparentando creerlo.

-¡Marchar! ¿Adónde? le preguntó el anciano Guzmán fingiendo muy maliciosamente que no comprendía adonde habían de ir.

-¿No lo presumís? respondió el maestre de Santiago declarándose abiertamente. A Alcalá, donde nos espera el Primado.

-¡Se ha ido ya ese... Arzobispo! dijo impetuosamente el de Calatrava, levantándose bruscamente pintada la cólera en el semblante.

Púsose de pié a su vez D. Lorenzo visiblemente alterado, y con tono seco y resuelto repuso:

-Ya se ha ido, Maestre, y yo voy a seguirle ahora.

-¡¡Pues yo no!! Yo me quedo, dijo el maestre de Calatrava mirando frente a frente al de Santiago con no menos decisión y más energía.

-Acordaos que jurasteis sobre el sacrosanto cuerpo de nuestro Señor Jesucristo que seríamos amigos, replicó D. Lorenzo con acento de reconvención.

-¡Y lo seremos, a lo menos por mi parte! contestó Don Gonzalo con dignidad.

-También jurasteis no desnudar la espada...

¡Sino en defensa de Enrique III y en pro y gloria de Castilla! dijo el maestre de Calatrava tomando las palabras de los labios del de Santiago; mi juramento está aquí siempre, Don Lorenzo.

Y se llevó la mano al corazón con un enérgico ademán.

-Y nunca como ahora lo necesitan el uno y la otra, maestre, oprimidas como están por D. García y sus secuaces.

-¿La necesitan?... ¡¡Por Santiago vuestro patrón!! mirad Suárez si quiero ser vuestro amigo, cuando no os digo que mentís; replicó D. Gonzalo no pudiendo contenerse roto el dique a su indignación.

La fisonomía del maestre de Santiago se contrajo: blanco de cólera se puso, y con un movimiento que denotaba lo profundo de su agravio, llevó la mano al pomo de su espada medio sacándola de la vaina.

Hizo D. Gonzalo un enérgico ademán para contenerle, y tornándosele pálidas las encendidas megillas, le dijo con un acento que hacía sublime la violencia que se hacía para ser humilde.

-¡Señor maestre de Santiago, perdón por el santo cuerpo de Dios!

-¡Sea por su santo nombre! contestó Suárez de Figueroa tendiendo la diestra a su ofensor con tanta altivez como dignidad.

Maestre, dijo el de Calatrava después de algunos segundos de violento silencio, ¡no nos separemos por la inmaculada madre de Dios! Dejemos que en el terreno de la fuerza ellos solos diriman su derecho; nuestro puesto está junto a los dos niños, que debemos proteger y guardar como si fuéramos sus padres.

-Sólo os responderé una palabra, D. Gonzalo, y creed que esa sale del corazón. Siento que no me sigáis, y lo siento con estremo; pero es imposible el que permanezca aquí, porque mi honor me manda cumplir lo que prometí como caballero antes que a vos me uniera el lazo de un juramento.

-Idos, pues, con D. Pedro Tenorio, dijo severamente Guzmán. Yo me quedo con Enrique III, mi pupilo; es el primer deber de mi conciencia.

Mordióse los labios D. Lorenzo Suárez de Figueroa, que añadió con irónica intención devolviéndole el reproche.

-Y con D. García Manrique, Maestre.

-Y con todo el que no le abandone aunque sea mi más mortal enemigo, dijo con entereza el anciano jefe de Calatrava alzando con arrogancia su altiva frente. Y por lo que hace a nuestro juramento, prosiguió diciendo D. Gonzalo dulcificando algo su semblante y acento; aunque sabe el que lo recibió en su trono de serafines que no soy quien lo quebranta; aún cuando vos lo rompáis, no lo tengo por disuelto; en tal manera, que suceda lo que sucediere, ni en defensa de mi vida cruzaré mi espada con vos, Maestre, ni con ninguno que ostente la roja cruz de la Orden de Santiago.

-Y yo, D. Gonzalo, tampoco con la vuestra, dijo D. Lorenzo Suárez de Figueroa aceptando el medio que la lealtad de Guzmán había encontrado de hacer compatibles sus deberes y su juramento. Separémosnos pues, ya que mi honor y vuestra conciencia nos prohíben imperiosamente el obrar de consuno en esta causa, permaneciendo juntos y estrechamente unidos como debíamos estarlo; pero no nos encontremos en los combates al frente de las enemigas huestes. No os obstinéis, Maestre, a sostener lo que toda Castilla se alzará por derrumbar; pensad maduramente que cuanto más se prolongue la lucha, serán sus consecuencias más terribles, y haced por el reino lo que hacéis por un hombre o un deber.

-Por lo que a mí hace, os diré que a Uclés voy, allí esperaré lo que resolváis, y estad seguro que mi mano no relajará el lazo sagrado que en Ocaña nos unió. Y tened en cuenta, Maestre, que procediendo de este modo, falto a mis convicciones y antiguos compromisos.

-Pues está dicho todo, D. Lorenzo. Tomad, he aquí mi espada; guardadla en prenda de mi palabra, y si falto a ella dirigid su punta contra mi pecho, y atravesadlo por traidor.

Y desciñéndose su rico cinturón, sacó la espada y se la entregó al maestre de Santiago.

Tomóla éste, y quitándose la suya, lo contestó alargándosela:

-Recibid la mía en cambio, y si no cumplís lo que ofrecéis, que se crucen como nuestra voluntad.

-¡¡Amén!! dijo el maestre de Calatrava recibiéndola y pasándosela a la izquierda mano lo tendió la diestra añadiendo: Id con Dios, D. Lorenzo, y confiad en mi lealtad.

-Él quede con vos, Maestro[-] contestó con tristeza el de Santiago; y hasta que luzcan días más serenos para Castilla, o que viendo el abismo a que os empujan vayáis a buscarme a Uclés.

Y apretándose las manos los dos maestres, se despidieron separándose en seguida, y por aquella vez quedó gozoso y triunfante el de Calatrava, y se fue mustio y de mal talante el de Santiago, cogido con sus mismas armas por el honrado y rudo Guzmán, para quien era el juramento la eterna pesadilla de su vida, desde el instante que lo prestó y pudo adivinar adonde lo conducía y la lucha que tenía que sostener, colocado entre los dos arzobispos.

Capítulo XIX
Continúa la materia del anterior, y se da cuenta de la salida de Madrid de la corte, y cómo a D. Enrique le llevaron a Valladolid

Seguían los acontecimientos en Madrid su curso precipitado y violento.

Después del Primado, que se fue para Alcalá, salió el maestre de Santiago para Uclés, redoblando su marcha la alarma del vulgo, ya temeroso y alborotado. Inconsiderado era el proceder de D. Pedro Tenorio, y harto culpable en un prelado que por sus odios y rencores, por sus ambiciones y compromisos de bandería, encendiera la guerra civil, poniéndose a su frente como jefe.

Porque aunque proclamaba en alta voz que su intento no era otro que libertar al Rey y a Castilla de los desafueros y tiranías de los regentes, tiranías y desafueros que no estaba exento de haber cometido, ni libre de haber provocado, su responsabilidad no se borraba con protestas, y pesaba sobre su conciencia la larga serie de desgracias que atraía sobre los hombres que debía gobernar en paz como apacible pastor de Jesucristo, y con justicia y rigorosa imparcialidad como uno de los más poderosos delegados del derecho y potestad real que en nombre de Enrique III ejercía.

Desde Alcalá pasó a Illescas y Talavera, y desde esta última llamó a las armas a los nobles con sus mesnadas y a los hidalgos con sus tizonas. Escribió a los concejos de su diócesis y a las villas y ciudades levantando y reuniendo tropas con una actividad asombrosa.

Además envió cartas a Francia, Navarra y Aragón; y manifestando los motivos que le obligaban a tomar una resolución tan estremada, fulminaba quejas y acusaciones contra el arzobispo de Santiago y su bando, conminando sobre todo al concejo de diputados que tan vigorosa oposición le había hecho.

Llevó también la querella a ClementeVII, quien tenía con él una deuda de agradecimiento, pues a su influjo era debida la obediencia que le rendía Castilla y Navarra; y preparando dentro y fuera los ánimos en su favor, se puso de acuerdo con los malcontentos, que eran infinitos, y levantando un ejército se reunió con el duque de Benavente.

Unidos negociaron la alianza con el poderoso marqués de Villena, que desde Aragón, seguía los movimientos de Castilla. Unióseles asimismo el maestre de Alcántara D. Martín Yáñez de la Barbuda, y otros muchos hidalgos y caballeros de gran cuenta, organizándose un ejército que ascendía a mil quinientos caballos y cuatro mil ochocientos infantes sin contar las gentes del maestro de Alcántara, que si no era mucha, era en cambio de la más escogida y avezada a los combates.

En Madrid, la corte que se componía de la nobleza, se fraccionó al estallar las desavenencias de los regentes, y unos, que fueron los más, se unieron al duque de Benavente; otros se fueron a sus castillos a dejar pasar aquella borrasca, y los restantes quedaron con D. García Manrique, quien en cambio de aquellas deserciones se había moralmente apoderado del Rey su pupilo, de quien dimanaba el poder y el prestigio que en vez de perder aumentaba.

Sin embargo, por días, por horas, se iba haciendo más falsa y precaria su situación. Con la inmensa responsabilidad que pesaba sobre sus hombros, habían crecido los cuidados, hiriéndole crudamente las amarguras y decepciones que sobre él venían a turbión.

Verdad es que a todo hacía frente con energía; que en su pecho no tenía entrada el temor ni el desaliento; pero se concentraban en su corazón las pesadumbres que lo cercaban estrechando su círculo a medida que el peligro, tomando una forma real, aparecía claramente a la vista.

A cada nuevo armamento que se hacía en Alcalá, a cada refuerzo que llegaba, corrían las nuevas de boca un boca sin parar hasta Madrid, donde circulaban con el aumento y rapidez competente, esparciendo la alarma y el temor.

En tan críticas circunstancias, los gobernadores que permanecían con D. Enrique, y no eran otros que el arzobispo de Santiago y el maestre de Calatrava con el concejo de diputados, acordes en defenderse, suspendieron las sesiones de cortes y decidieron la traslación del Rey y la corte a Valladolid, como punto más fuerte y distante, hecha pronta y sigilosamente; dictando además todas las medidas necesarias para la defensa, con una actividad y un ardor superior, si cabe, a la que se desplegaba en el opuesto bando para atacarles.

Antes que trascendiese la más leve noticia en Alcalá, salió de Madrid Enrique III, apenas repuesto de su última dolencia, la Reina, el infante D. Fernando, el obispo de Cuenca, la servidumbre en estremo mermada por las deserciones y el miedo; el arzobispo de Santiago, el Concejo de diputados, el Justicia mayor, el Adelantado mayor y el Alférez mayor del Rey con seiscientas lanzas, que en unión de D. Gonzalo Núñez de Guzmán, que mandaba otras seiscientas de la orden de Calatrava, iban escoltando al Rey.

Llegados a Valladolid, los gobernadores continuaron sus aprestos de guerra; fortificóse la ciudad, más y más, y dentro de sus muros se reunieron cuantos hombres se encontraron aptos para embrazar una lanza o disparar una ballesta.

Pocos días después los centinelas enviaron el grito de alarma a la ciudad. Las lanzas del arzobispo de Toledo estaban a la vista de Valladolid.

Diferente fue la impresión que aquel grito produjo en los que le oyeron. Los guerreros sintieron esa eléctrica conmoción que hace hervir la sangre en las venas y latir el corazón, donde se agolpa con el deseo de verterla; el arzobispo de Santiago redoblarse su energía y aumentarse su rencor; el buen D. Gonzalo Núñez de Guzmán la tristeza y el disgusto; y por último, en los pacíficos habitantes de Valladolid el temor y la inquietud.

El maestre de Calatrava, D. Alfonso Manrique, Ruy López Dávalos y Rodrigo López de Ayala, corrieron a ponerse al frente de todas las fuerzas con que contaban, ordenaron sus escuadrones y después de arengarlos el arzobispo D. García, los distribuyó el Adelantado mayor desplegando al aire la bandera con los leones castellanos que tremoló el fuerte brazo del Alférez mayor del Rey.

En seguida llamó D. Gonzalo a D. Enrique Fernández de Arellano, comendador el más antiguo de Calatrava, y presentándolo a D. Alfonso Manrique, a Ruy Dávalos y a Rodrigo López, les dijo:

-Señores, D. Enrique Fernández de Arellano representa desde este momento al jefe supremo de la orden de Calatrava. Dirigíos a él en lo que ocurra, porque yo con cincuenta caballos voy a guardar a mi pupilo D. Enrique.

Y volviéndose luego al Comendador, añadió:

-Comendador, para pelear y vencer os delego todas mis facultades; no lo olvidéis.

Luego, poniéndose a la cabeza de lo más escogido de la orden, formó una pequeña tropa, con la que se dirigió al alcázar, puesto el más importante de todos, pues los dos bandos sabían sobradamente bien que su fuerza no consistía tan solo en la razón, sino en tener en su seno al augusto niño cuyo nombre invocaban igualmente.

Mientras tanto el ejército del arzobispo de Toledo se estendió lentamente por la llanura, acampando con la mayor osadía en las frescas orillas del Pisuerga; viniendo la noche en breve a estender su estrellado manto sobre sitiados y sitiadores sin que les trajera a unos ni a otros sueño ni descanso, pensando en lo que a otro día debían ejecutar para conseguir la apetecida victoria.

Aquella noche, pues, lo fue de insomnio para los guerreros que velaban por la seguridad los unos de sus muros, los otros de su campo; durante ella se oía en el recinto de Valladolid los golpes de los sitiadores clavando sus tiendas, divisándose a la clara luz de las hogueras pulular y agruparse los soldados lanzando sombríos reflejos sus armaduras y el hierro limpio y bruñido de alabardas y partesanas.

En aquella espectativa pasó la noche y lució el día ansiado y temido en que se iban a romper las hostilidades, a sellar con sangre la contienda.

Con los preparativos de uno y otro bando se hacía inminente el peligro, crecían los cuidados, doblábase la ansiedad y subía de punto el ardor de los combatientes, que deseaban con afán llegar a las manos.

Y de aquel cuerpo que estremecía la impaciencia, la cabeza, que era D. García Manrique, estaba serena y en su mayor lucidez, y el corazón, que era Enrique III y Catalina de Lancaster, se hallaba inquieto y comprimido.

Desde muy temprano estaban juntos sentados en el interior de una vastísima cámara el Rey, la Reina, el Infante, el obispo de Cuenca y la joven y hermosa Elvira Manrique.

El Rey estaba muy pálido, y sin que tuviera miedo se lo conocía que estaba vivamente afectado. Doña Catalina, profundamente preocupada, estaba tan triste, tan agitada, que a veces no oía lo que pasaba en derredor, y otras se estremecía como si le fueran a descargar un golpe.

El infante D. Fernando, atónito y amedrentado el pobre niño, tenía un brazo echado sobre el hombro de D. Enrique mirando al obispo de Cuenca y otras veces a la dama de la Reina, que a pesar de sus temores y cuidados, siempre le enviaba una sonrisa.

En cuanto al anciano Prelado, con los brazos cruzados sobre el pecho y la vista fija en las flores de la alfombra, que por cierto no veía, movía tristemente la cabeza, mostrando muy a las claras estar más atemorizado que cuantos en aquella hora sentían la flaqueza de tener miedo.

Tal era el aspecto que presentaban las cinco personas que estaban en la regia cámara cuando seis palabras arrojadas por la boca de un ugier vino a variarlo completamente con decir:

-¡Su alteza la Reina de Navarra!

Capítulo XX
En el que se retrocede, para mejor proseguir los sucesos de esta historia

El mismo día y casi a la misma hora en que aparecieron orillas del Pisuerga las huestes del arzobispo de Toledo, venían por el camino de Madrid con dirección a Valladolid dos viajeros bien montados en andadoras mulas castellanas; los cuales, por la mitra, el báculo de oro, el sombrero forrado de sinoples, la cruz de los traversas trevoladas del mismo metal del báculo, y el cordón verde con seis nudos orlando el escudo que llevaban sobre sus coletas de sarga negra, podía colegirse, sin temor de equivocarse, eran dos pagues de algún príncipe de la Iglesia.

Caminando con gran diligencia, pretendían, al parecer, llegar antes del medio día al lugar de San Chidrián que a corta distancia debía estar, porque se percibía en la clara atmósfera el humo de sus hogares y el lejano ladrido de los perros; cuando aparecieron a través de los grupos de árboles del camino dos ginetes montados en ligeras jacas tordas vistosamente enjaezadas, que de la parte de Medina del Campo se adelantaban con rapidez.

Eran éstos dos gentiles mancebos de hasta veinte años de edad, con escaso bigote rubio el uno, y bien poblado y negro el otro; los dos ni hermosos ni feos, gallardos y bien portados, vestidos iguales en un todo y ostentando en el pecho el partido escudo de Castilla y Navarra, superado de una corona real. Llevaban plumas blancas en los sombreros, y las caídas alas de éstos daban sombra a sus ojos fijos en los viajeros, con quien no podían menos de unirse a poco que unos y otros abanzaran.

Apresuraron el paso los de la mitra y báculo para llegar antes a la encrucijada donde se unían los dos caminos, y dejar a los de Medina correr libremente por el de Madrid si lo seguían, o entrar ellos los primeros en San Chidrián si tomaban los otros el de Valladolid; pero no lograron su intento, porque imitando su acción los de los castillos y cadenas, redoblaron su ligereza y los alcanzaron a poco espacio que anduvieron, saludándolos muy cortésmente.

-Muy de prisa caminan los hidalgos, dijo uno de los que de Madrid venían a los que de Medina llegaban.

-No tanto como mi señora desea, respondió uno de los de las plumas, que por más señas fue el barbirubio.

-Según eso, vais sin duda de aposentadores, repuso el del negro coleto.

-Lo habéis acertado[-] contestó con soltura su interlocutor; y paréceme, si no me engaño, que vos traéis la misma comisión.

-Adivinásteislo, seor hidalgo, dijo el de Madrid complacido. ¿Y será indiscreción preguntaros a quién precedéis tan diligentes?

-De ningún modo, antes bien pláceme mucho el decíroslo; vamos a hospedar a nuestra señora la reina de Navarra, Doña Leonor de Castilla. ¿Y vos?...

-A nuestro señor el reverendo Fr. Juan Bautista, obispo de San Ponce, legado del santo padre Clemente VII.

Quitáronse el sombrero los aposentadores reales, y antes que pudiera contestar, dijo el paje del legado, que aún no había pronunciado una palabra:

-Gran compañía hemos encontrado, pero mucho me temo que nos estorbemos mutuamente en lugares como el que tenemos a la vista; porque en villas y pueblos mucho mayores, gracias si con trabajos hemos podido encontrar lo necesario.

-No decís mal[-] contestó riéndose el barbirubio; pero mi señora queda reposando en Adanero, y piensa dormir en Montuenga; así que en San Chidrián estaréis solos por hoy.

-Pobre tierra es ésta, por cierto, para que viajen por ella personas de tan gran cuenta; replicó el aposentador del legado que no hablaba las más veces, por no incomodarse en abrir la boca.

-Eso consiste, seor estranjero, contestó el del negro bigote fruncidas las bien cortadas cejas, en que es una tierra que sustenta a muchos más de los que debía.

-¡Corpo di Cristo! [exclam]ó con viveza el otro paje del legado; eso debe ser, porque en Villacastín apenas ha habido con que servir la mesa al obispo mi señor.

-Pero figuraos, seor page despensero o lo que seáis, le dijo con sorna el barbirubio, que antes que pasareis vos, lo hizo el rey D. Enrique y la corte, después entraron el arzobispo de Toledo y el duque de Benavente, con otros muchos señores de los más poderosos de Castilla, y a más a más llevan seis o siete mil aposentadores; con que no estrañéis haber recogido migajas.

Ya iban a entrar en el lugar por el que asomaban algunos labriegos, y antes de despedirse, dijo el mal contento page al bien dispuesto aposentador anudando su rota plática:

¿Y adónde va su Alteza con tanta prisa?

A Valladolid, donde está su deudo el rey de Castilla. ¿Y el reverendo obispo, vuestro, señor, hacia donde se encamina tan diligente?

-También a Valladolid, y a lo mismo según creo.

Sonrióse con malicia el castellano, y dijo:

-Puesto que según presumo llevamos en todo la misma comisión, allá nos veremos, seor page; y ora quedaos con Dios que ya estáis en San Chidrián.

-Él os acompañe, respondió un poco amohinado. el buen italiano, dirigiendo su mula por la primer calle que se lo presentó a la vista.

Picando espuelas los otros a sus tordillas, siguieron la vía de Montuenga a donde iban a prevenir posada a la reina Doña Leonor.

Claramente se conoce por el diálogo que antecede de los pages del legado y los aposentadores de la reina de Navarra, que uno y otro corrían presurosos a Valladolid, a evitar el primer choque de los dos bandos, y con él un derramamiento de sangre, que haría imposible todo avenimiento si llegaba a efectuarse como era de temer.

Formada la tempestad en el cielo de Castilla y a punto de que tronara, se salió de la corte Doña Leonor pasándose a su villa de Arévalo, siendo su intención el no decidirse ostensiblemente por ningún bando para conservar su influencia sobre los dos, a fuer de prudente y precavida.

Eso no quitaba el que privadamente se correspondiese con unos y con otros, y que escuchando las quejas de todos, a todos diera la razón; bien que siempre trabajaba en pro del Duque, y eso que se dio por enojada cuando su precipitada salida de Madrid y declarada alianza con el arzobispo de Toledo y sus parciales.

Empero tenía Doña Leonor sobrado talento y un conocimiento harto profundo de los hombres y de las cosas, para no comprender que los estremos a que se habían dejado arrastrar los partidos eran fruto de rencorosas pasiones y mezquinos intereses; y tenía también un alma de elevado temple y sangre castellana en las venas, para no ver con pesar el abismo adonde se lanzaban, arrastrando tras sí a la infeliz Castilla.

Conocía con su clara inteligencia, que iban a estrellarse si se les dejaba obrar; sabía además, que para el vencido no hay ley ni para el vencedor respeto que lo enfrene; y tembló por la libertad de D. Fadrique si sucumbía, y por el reino si triunfaba.

A estos sentimientos se agregaban otros de propio y vivo interés, y éstos y aquéllos la impulsaron a ponerse en marcha para Valladolid con el objeto de estender una mano suplicante a cada bando, y probar a conciliarlos con sus esfuerzos y ascendiente, y sino obligarlos a una tregua por lo pronto, y después negociar un arreglo que todo lo conciliara del mejor modo posible.

En Montuenga supo por sus aposentadores, que el obispo de San Ponce viajaba con la misma diligencia y propósito que ella, y al temor de que llegaran a las manos se unió el deseo de que el legado de Clemente VII no se le anticipara en su obra; con lo que se dio tal prisa, que pasó por Olmedo, Valdestillas y Puente de Duero, sin tomar descanso en ninguna parte de las que le tenía preparado, llegando al campamento del Pisuerga cuando todo se estaba disponiendo para acometer la ciudad, siendo el siguiente día el destinado a que las lanzas de un prelado fueran a buscar en el corazón de los soldados del otro, la mejor razón que a cada uno de ellos asistía.

El duque de Benavente que estaba activando con su presencia los preparativos del asalto, que imaginaba dar en cuanto rayara la siguiente aurora, fue el primero que vio acercarse la lucida escolta de la Reina, y reconociendo a su hermana se apresuró a recibirla.

Pasó Doña Leonor por entre tiendas y guerreros, escudada su condición de dama, con su rango de Reina, que había de imponer respeto a la desalmada soldadesca, y acompañada de D. Fadrique que agradablemente sorprendido iba guiando su palafrén.

Descendió de él en brazos del Duque; y cuando hubieron entrado en la tienda d éste, le dijo con espresión dulce y suplicante, espresión a la cual pocos mortales tenían la fortaleza de resistir cuando con ellos se empleaba.

-¡Mi Fadrique! Aquí tenéis a la reina de Navarra, a vuestra hermana Leonor que viene a demandaros, si es menester de hinojos, no prosigáis en vuestro intento de llevar la guerra al alcázar de vuestro mismo pupilo; que con el olvido de vuestros resentimientos cimentéis la paz en el reino, dando fin a tantas tropelías, a tanto desmán como a vuestra sombra se cometen con estas revueltas y trastornos.

Doña Leonor[-] contestó con ironía el Duque; me atribuís un poder que no tengo. Yo no soy otra cosa aquí, que un soldado del reverendísimo arzobispo de Toledo, gracias a D. García Manrique que es mi contrario, a la reina Doña Catalina que lo protege, y a Rodrigo López de Ayala que también sabe servirlos. No tengo mando ni influjo, y siéntolo hoy como nunca, porque no puedo deciros ¡¡hermana, sea como lo habéis pedido!!

-Lo que sois y seréis siempre, repuso la Reina con enerjía, es hijo del rey Enrique II, grande como el primero de Castilla, poderoso como el más alto de sus potentados. A vos debe cobijaros el manto de púrpura de Enrique III, al apoyar su débil mano en vuestro robusto brazo, y no la bandera de un arzobispo rebelde. Sois, y bien lo sabéis, el jefe de este ejército, y si no ved vuestra bandera la más alta, la más acatada de todas las que se desplegan por el viento que las agita; y me dirijo a vos, porque sois castellano, porque sois una rama de un árbol que sustenta Castilla con su sangre para que le dé lustre y gloria, porque no podréis oírme sin conmoveros, cuando yo, Leonor de Castilla, os diga con las manos juntas ¡¡Fadrique!! ¡hermano mío! que todo se transija, que se arregle sin estruendo, sin combates, sin sangre, para bien de los pueblos y honra de vuestro nombre preclaro.

-Aunque sea lo que decís, señora, dijo inflexiblemente el Duque, Dios os ha enviado muy tarde para Castilla. Aunque mi voluntad cediera no puedo retroceder; mirad, mirad ese campo y veréis que es imposible no dar cima a lo emprendido.

Echó Doña Leonor una rápida ojeada sobre el acampado ejército, y fijando después sus pardos y hermosos ojos en el Duque, le dijo:

-Sí, veo en él soldados más espesos que las apretadas mieses que crecen un poco más allá y destrozan vuestros caballos; pero no os atreveréis a negar, que la mano que ha con ellos formado fuertes haces, puede dispersarlos con sólo un movimiento de ella.

-¡Leonor! contestó D. Fadrique con amargo acento; para hacerlo sería preciso que se borraran de mi pensamiento los recuerdos; porque como Dios me deje la memoria no será mi voz la que les diga ¡¡dos!!

-¡Oh! dijo Doña Leonor juntando las manos ¡no lo digáis hermano! pero dejadme que llore por el que no se conmueve ni a la voz de la sangre, ni a la voz más alta aún, más vibrante de la patria, cuando se elevan a él formulando una súplica angustiosa.

-Una y otra tienen aquí su eco, Leonor, dijo impetuosamente el Duque golpeándose el corazón. Yo también sufro, y sufro mucho al levantar mi espada sobre esa muchedumbre inocente y contra esos hombres que la empujan a su punta; pero... me han herido el corazón, me han robado traidoramente, me han echado del concejo... ¡¡oh!! no, Leonor, no, me han ofendido y me vengo. ¡Justicia, hermana, justicia! ya no apaga mi resentimiento otra cosa.

-¿Y ese espíritu de Dios, porque la justicia no es otra cosa, Fadrique; no sabéis que el hombre, todo pasión, todo abuso, es impotente para juzgar según él en propia causa?

-Yo sí, Leonor, porque antes de obrar fallé; y creedme, empeñada la pelea no quiero esquivarla, huirla; eso sería dudar de mi fuerza o mi razón, y yo estoy muy seguro de la una y de la otra. El sol de mañana ¡y triunfo!

-Pues bien, Fadrique, con esa convicción que abrigáis ¿no comprendéis que el fuerte triunfa con más gloria cuando cede del derecho que nadie le puede disputar? ¡Pensad en el León que hacemos por armas los hijos de Castilla!

-¡Leonor! ¡Si lo supiérais todo!

-¡Si lo sé todo, Fadrique; sí, sí, y no de ahora que sois muy noble, muy grande, para que no sepáis perdonar y alargar la diestra a un enemigo!...

-¡Oh! sois una irresistible tentadora ¡dejadme! dijo el Duque visiblemente afectado.

-Fadrique, Fadrique, [exclam]ó la reina de Navarra con su simpática voz, que hería todas las fibras del Duque; esa emoción que reprimís me dice que no apelo en vano a vuestro corazón, ¡oh! no rechacéis mi súplica ¡¡ceded!!

-¿Pero qué queréis de mí, Leonor?... dijo D. Fadrique procurando dominarse para que su hermana no lo dominara.

-¡Dios mío! qué puedo yo pediros!... ¡La paz de Castilla para que forme el pedestal de vuestra gloria!

-Tengo el sentimiento de repetiros que no puedo lo que creéis, porque tanto como yo manda D. Pedro Tenorio; respondió el Duque luchando con la Reina, y reluchando consigo mismo; D. Pedro Tenorio a quien habéis olvidado, y que no lo merece, por cierto.

-Tal no lo olvido, replicó prontamente Doña Leonor asestando el último golpe a D. Fadrique para rendirlo; que con su ejemplo iba a obligaros.

-¿Con su ejemplo?... Mirad que es inexorable tras esa calma apacible. Ni un ápice cederá en sus pretensiones.

-No lo espero yo tampoco; mas estad seguro que entrará el primero en transación, porque creedme, Fadrique, aquí cada cual va a su interés.

Yo he pactado...

-Una palabra, y he concluido, dijo Doña Leonor interrumpiéndolo. ¿Si el legado que llegará en este mismo día al campo, si es que ya no está en él, consigue del Primado que se entre en negociaciones, que preparen una avenencia entre la corte y sus sitiadores, me prometéis no oponer ningún obstáculo, para que tras una tregua se haga definitivamente la paz?...

-Os lo prometo, si eso os contenta.

-¿Quisierais jurármelo, señor caballero? dijo la Reina dirigiéndole una indefinible mirada y una seductora sonrisa.

-En todo estoy pronto a complacer a V. A., respondió el Duque cediendo al triple influjo que en la Reina lo combatía.

Y poniendo la diestra en la cruz de la espada, dijo:

-Juro por mi honor que no pondré obstáculos a la paz si hay quien la restablezca sobre las bases que debe.

-Heme tranquila ya, dijo Doria Leonor teniendo la delicadeza de ocultar la alegría de su triunfo para no alarmar la susceptibilidad del vencido; la guerra no asolará a Castilla, gracias a vos que la habréis impedido.

Tenéis mi palabra, Leonor, contad con ella suceda lo que suceda, pero no olvidéis ¡por Cristo! añadió con toda la altanería de su carácter revelada en un ímpetu violento, que no quiero que se coloque ningún hombre entre Enrique III y yo, ni el Canciller ni el Primado. ¡Nadie! basta de mengua.

-Fadrique dijo la Reina poniéndose en pie; ved si tenéis algo que añadir a lo que voy a proponer. Seréis regente y tutor, guárdese el testamento de D. Juan, o quede vigente la actual regencia.

-Concediendo eso no hacen por cierto mucho.

-¿Qué pretendéis más, decid, los gastos de la guerra?...

-¡Pts! eso me es indiferente.

-¿Pues qué queréis? ¡Hablad!

-Que me llamen a su lado; que Enrique y Catalina ¡los dos! me digan ¡ven! Eso ante todo.

Oscurecióse la brillante mirada de la Reina pero contestó sin vacilar;

-Os llamarán ¿Deseáis otra cosa?...

-No, con eso me satisfacen.

-¿Y para otro?...

-Nada, porque cada uno, Leonor, pedirá para sí más tal vez de lo que se les pueda dar.

-Tenéis razón, dijo la Reina sonriéndose; y ahora quedaos con Dios, hermano, y estad pronto para acudir cuando de Valladolid os llamen.

-¿No veis al Arzobispo, hermana?...

-¡Si tal! iré a besar su santo anillo;

-Y a deslizar en su oído vuestras seductoras palabras, añadió el Duque besando la mano que la Reina le tendía.

Esto diciendo, salieron de la tienda Doña Leonor y el Duque, encaminándose a la del Primado rodeado entonces de numerosos grupos que sin quitar de ella los ojos departían en voz baja.

Pasaron por entre ellos Doña Leonor y D. Fadrique y llegaron en brevísimos instantes a la no muy propia mansión del reverendísimo arzobispo de Toledo.

Hasta la misma puerta salió D. Pedro Tenorio a recibir a la Reina; inclinóse ésta profundamente al verle, y el Primado bendiciéndola la dijo con acento grave y afectuoso:

-Bien venida seáis a nuestro campo, señora.

A él me trae una muy cara esperanza para mi corazón, padre mío[-] contestó Doña Leonor con profunda intención y dulcísimo acento; la de oíros repetir a los castellanos las palabras que Dios les dijo a sus apóstoles al hacerles el más precioso de sus dones. ¡La paz os doy!

-¡Oh Dios! ojalá estuviera a mis alcances el dársela, señora, respondió D. Pedro Tenorio con tristeza y mansedumbre; ojalá y pudiera imitar a nuestro divino Maestro, como vos imitáis, hija mía, en este momento a los ángeles a quien os asemejáis.

Alzó vivamente la cabeza Doña Leonor para mirar al Arzobispo y vio a tres pasos de D. Pedro Tenorio al legado de Clemente VII a quien conoció al punto por su rostro, tipo de singular pureza y perfección de la raza italiana, y el hábito dominico que vestía.

Poseía la Reina ese talento raro y precioso que constituye el comprender una situación por complicada que esté, con sola una mirada, y la facultad de obrar con una prontitud igual a su comprensión.

Así fue que conoció estaba sentada la primer base de concordia por la mano del obispo de San Ponce, y la necesidad de comprometer en presencia de éste al Arzobispo para echar sobre él la más posible responsabilidad quitándola de sobre los hombros del Duque; y como Doña Leonor pasaba rápidamente de la reflexión a la acción, giró su mirada lentamente por los tres que la contemplaban fijándose con intención en el Duque, respetuosa en el legado y suplicante en el Arzobispo, a quien dijo con las espresivas inflexiones que daban a sus palabras un encanto y persuación inesplicable.

-No dudéis de vuestro poder, padre mío; y si lo queréis probar, salid, salid a ese campo, reunid esas huestes, inspiraos en vos mismo, habladles de paz, y ellos recibirán vuestras palabras como la tierra el rocío; enviándoos como las flores al cielo que las refrigera el perfume de su adhesión y obediencia.

-¡Ah, hija mía! replicó el Primado rechazando de sí la grave y digna misión de pacificador que Doña Leonor quería imponerle; que importa que yo les hable de paz y que ellos la deseen como el ciervo sediento las aguas, si en Valladolid no serán escuchadas? Sólo conseguiría paralizar sus nobles esfuerzos para derrocar la tiranía que los ha hecho desbordarse como el torrente, apurado el sufrimiento.

-Sin embargo, padre mío, ¡dad el ejemplo, ceded y perdonad! ya sabéis lo que hizo, no el que estaba entre fuertes haces de un campo guerrero, sino en los brazos de una humillante cruz.

¡Ay! si en Valladolid...

-En Valladolid se hablará de paz, padre mío; de Valladolid se tenderá una mano que reciba la vuestra para estrecharla, si hay, como no lo dudo, una voz que se eleve en el alcázar y exhorte con energía a la reconciliación y al olvido.

Y adelantándose un paso con majestad, besó la mano del obispo de San Ponce, quien dio dos hacia doña Leonor, pintándose en su morena y espresiva faz la admiración y el interés más pronunciado.

La reina de Navarra había hecho un prosélito del legado.

Dejando la mano de éste tomó la del Primado, en la cual estampó un ósculo respetuoso, y saludando a los dos salió con el Duque, mudo espectador lo mismo que el enviado de Clemente VII de sus esfuerzos con el Arzobispo para inducirlo a la paz.

-¡Pardiez, mi Leonor, dijo el Duque cuando la conducía fuera del campo; no estraño todo el afán que muestra D. Carlos vuestro esposo por teneros a su lado! ¡Sois sin par!

Miróle la Reina entre alegre y maliciosa, y le contestó con donaire:

-Es que quiero probaros la necesidad que hay de que permanezca en Castilla, lo cual deseo no olvidéis.

-¡Oh! Leonor, menester sería que yo faltara de ella para que así sucediera.

Y poniéndole su rodilla la ayudó a subir a su palafrén.

Tornóle a besar la mano por despedida, y mandó a Gonzalo de Figueroa que con cien lanzas la escoltara hasta dejarla a las puertas de Valladolid.

Ya en ellas despidió a Gonzalo con suma cortesía, mandó detener su comitiva a cincuenta pasos, y entró en Valladolid acompañada tan sólo de su escudero Fernán Díaz de Sandoval.

Introducida en la ciudad tan pronto como a sus puertas se presentó, su primer cuidado fue ir derechamente al alcázar donde debía seguir su comenzada negociación, materia de que nos ocuparemos en el siguiente capítulo.

Capítulo XXI
De cómo la Reina de Navarra no perdía ninguna batalla de las que daba

Al anunciar la sonora y altisonante voz del ugier a la Reina de Navarra, las dos personas que en la regia recámara estaban sentadas se pusieron de pie, y las tres que lo estaban se volvieron con presteza hacia la puerta que se abría para dar paso a Doña Leonor de Castilla.

Adelantóse el Rey a recibirla, Doña Leonor abrió los brazos, y Enrique III se precipitó en ellos anudando los suyos en el cuello de su tía Doña Catalina, atraída por una de sus irresistibles miradas, se refugió en ellos también, mientras que el infante D. Fernando tiraba de su vestido, y el buen obispo de Cuenca bendecía a Dios porque la traía en aquel conflicto y tribulación en que se hallaba.

No era menester la singular perspicacia de Doña Leonor para conocer la impresión que dominaba aquellos dos corazones que latían junto al suyo, y en tanto que con sus caricias los conmovía para ganarlos, reflexionaba poniéndose a la altura que era menester para conseguirlo.

Sentándose entre Enrique III y Catalina de Lancaster, después de besar las encarnadas megillas del Infante y de saludar cordialmente al buen Prelado y a la hermosa dama que mucho le pesaba que allí estuviera, dijo al Rey con su insinuante acento y mucho cariño:

-He venido desde Arévalo en alas del deseo, D. Enrique; sin pensar más que en vos desde que llegaron a mi noticia los sucesos y desmanes ocurridos, partí de mi villa temiendo la mayor de las desgracias, el no llegar a tiempo de evitar que se vierta la sangre castellana, de no poner por mi parte el broquel donde se emboten los golpes que mutuamente se asestan.

-¡Loado sea Dios que os ha traído! contestó D. Enrique con alborozo.

-Y el tiempo me parecía eterno mientras no llegaba a vos para deciros: estended, D. Enrique, estended vuestra mano entre esos hombres que alucinados, ofuscada en mal hora la luz de su razón, quieren sin embargo que prepondere por salida y elevada, y en su orgullo por sostenerla, llenan de luto esta pobre Castilla, tan fiel, tan leal, tan sufrida, y que desde el borde del abismo a do la conducen, lanza hasta vos su súplica que ora os trasmite mi lengua.

-¡Ay tía mía! dijo D. Enrique con tristeza y notable convicción; desde que soy rey he llorado muchas veces, y he llorado por mis vasallos, he llorado por Castilla, tan huérfana como yo; pero no puedo evitar el conflicto en que se encuentra, arrastrada por los que osados y desleales han atentado a nos y a nuestro concejo.

-Mirad, repuso Doña Leonor que comprendió la altura a que se hallaba el Arzobispo de Santiago con el Rey; en justa ley ninguno de los dos bandos merece la reprobación de sus pretensiones, ni sus jefes el dictado de traidores y desleales con que a uno de ellos lo acabáis de designar, porque ambos a dos igualmente os aclaman, os defienden y darán su vida por vos. De ellos a vos sólo existe adhesión, y de vos a ellos no debe haber más que afecto. Luego, en esas huestes que en las orillas del Pisuerga acampan, hay un hombre pronto a justificar con sus obras la verdad de lo que os afirmo; quien sí ha tomado las armas, es porque cree que os oprimen; si quiero ser vuestro tutor, es para protegeros y guardaros; quien, en fin, si el poder de la voluntad bastara, saltaría los muros de Valladolid para salvaros en sus fuertes brazos, capaces de sustentar un trono. Creedme, donde está el duque de Benavente, no puede haber traición ni deslealtad.

¡Oh! exclamó el Rey con una ironía amarga infiltrada en su voz infantil; mucho nos ama nuestro tío y bien cumplidamente lo muestra, encendiendo el primero la guerra civil que llena de desolación el reino.

-Os engañan los que tal os hayan dicho, replicó Doña Leonor con firmeza. Quien ha prendido el incendio con intención de que lo devore, para purificarlo tal vez, está en este palacio, de que la desgracia de Castilla le ha hecho dueño.

El niño se trasformó súbitamente en hombre, y poniéndose en pie dijo con arrogancia y severidad:

-Aquí soy yo el dueño, señora.

Doña Leonor conoció que tenía que combatir al Rey y al Arzobispo en el corazón de D. Enrique, y trató de vencer a todo trance al segundo, para apoderarse del primero. Mirólo, pues, con indescribible espresión y replicó enérgicamente:

-¡Ah! no, D. Enrique, pluguiera al cielo que fuese! Eslo el que se oculta detrás de vuestro cuerpo, eslo D. García Manrique.

La Reina Doña Catalina, que se había puesto como la cera de pálida, no alzó su voz para defender al acusado, ni sus ojos para mirar a la acusadora; el obispo de Cuenca hizo una [exclam]ación que lo mismo significaba el asentimiento a lo dicho por Doña Leonor que la manifestación de deplorarlo y la orgullosa Elvira guardó un silencio que le imponía al par el respeto y su altivez. Sólo Enrique III hizo frente diciendo con amargura:

¡También vos contra él! ¡Oh, Dios mío! el aire que se respira en mi Castilla, está impregnado de odio y de calumnia. El arzobispo de Santiago es recto en su intención, es firme en su propósito, es el que me defiende, el que me escuda. ¿Quién está a mi lado sino él...?

Ninguna duda le quedaba ya a Doña Leonor de que Don García había dominado el ánimo del Rey, y variando de rumbo como un hábil piloto, se dirigió derechamente al corazón de la Reina diciendo con un sentimiento que, exaltándose por grados, llegó a ser vehemente y conmovedor.

-Yo no puedo persuadirle porque duda, pero vos, Doña Catalina, vos, a quien Dios ha puesto a su lado para que seáis su ángel y su guía, hasta que él pueda ser vuestro apoyo y protector; vos, en quien cree, decidle que debe escuchar a todos sus vasallos, y no a uno; decidle que a un Rey sólo Dios puede negarle lo que pide, cuando demanda la paz de sus pueblos; decidle que esa paz tan deseada, tan necesaria, no se sacrifica a un odio; decidle que la más escogida porción de sus vasallos sólo espera una palabra de su boca para demostrarle su adhesión y su amor; decidle, en fin, que los llame y que los una, ya que reside en él la augusta potestad de hacerlo.

Subyugada Catalina de Lancaster por el ascendiente de aquella voz, por el fuego de aquellos ojos destelladores y hermosos, por aquel ademán digno y suplicante; trémula y palpitante tomó las dos manos del Rey, y con un acento que cortaba su misma emoción le dijo:

-Enrique, si os resistís por una afección... arrancadla del corazón mientras cumplís un deber... En la vida, Enrique mío, siempre y ante todo seamos reyes... es nuestro destino, y no lo debemos esquivar en su severo cumplimiento... Sobre vos pesan los deberes que impone la diadema, como gozáis sus privilegios... Considerad esos bandos como una familia desunida, pero toda querida; interponed vuestra mediación con el arzobispo D. García... unid con vuestras manos la suya y las de sus contrarios, y tal vez así Dios hará que se salve nuestra fiel Castilla, que os colmará de bendiciones porque de vos lo vendrá la paz, y la paz es la vida de los pueblos.

La fisonomía movible y espresiva de D. Enrique manifestó sucesivamente la emoción, la repugnancia y la indecisión, clavando sus ojos en la recamada alfombra sin resolverse ni hablar.

-Don Enrique, dijo su ayo uniendo sus súplicas a las de Doña Leonor y Doña Catalina; cuando un padre ve reñir a sus hijos, cualquiera que sea el motivo, los llama, los atrae a su pecho y les dice con infinito amor: «unión y fraternidad; ¡amáos como yo os amo!» y los vasallos son hijos.

Don Enrique aún resistía con firmeza, aún predominaba en su voluntad el influjo de D. García; y para eximirse del de Catalina de Lancaster, poderosísimo para él, volvió los ojos hacia su hermano, por no ser los de la Reina fijos en él tenazmente.

Entonces el Infante saltó sobre sus rodillas, y ciñéndole el cuello con sus tiernos brazos exclamó llorando y acariciándole:

-Enrique mío, llámalos, tú eres el Rey y vendrán.

-¡Hasta él! dijo Doña Leonor con voz vibrante mirando al niño D. Fernando cubrir de besos la frente, los ojos y la boca de su hermano.

-Llamad al Arzobispo, dijo Enrique III cediendo.

Y después de besar a su vez los rubios cabellos del Infante y de que éste se fuera gozoso a acariciar a su cuñada, exclamó cruzando sus pequeñas manos:

-¡Cuándo tendré veinte años!

Trasmitida su orden, fue obedecida al instante; presentándose el Prelado que aguardaba con impaciencia el resultado de la conferencia de la reina de Navarra y su pupilo.

Enrique III lo miró con una espresión de pesar, casi de ansiedad indefinible; pero en un tono medio absoluto, medio suplicante y que no admitía réplica, le dijo:

Mi bueno y leal tutor; deseo y os ruego que se intente todo lo que sea decoroso y posible, para que terminen esas odiosas discordias a satisfacción de todos mis vasallos. Mi tía, la reina de Navarra, se pondrá de acuerdo con vos, para las negociaciones que hayan de entablarse desde este instante. Proponed una entrevista y aceptad una transacción si es honrosa y razonable; no olvidando, padre mío, que os lo suplico, añadió saltándosele las lágrimas; única cosa que puedo hacer por Castilla, hasta que mi mano no la rija.

Frunció las cejas D. García; pero viendo la emoción del Rey y las miradas a probadoras de Doña Catalina, respondió sin vacilar:

-Si tal es el deseo de V. A., voy a enviar al campo una embajada. ¿Es eso en lo que os puede complacer vuestro tutor?...

-Sí; y ¡gracias! porque lo hacéis, contestó Enrique III alargándole con espansión su enflaquecida y diminuta mano.

Ligeramente la apretó D. García llevándola a sus labios, y saludando gravemente a Doña Catalina y a Doña Leonor, se fue a comunicar al maestre de Calatrava y al concejo de regegencia los deseos de D. Enrique, y a discutir los medios que se habían de emplear para cumplirlos.

Así que se fue el Arzobispo, la reina de Navarra que ocultaba el gozo del triunfo bajo un esterior conmovido, se levantó y dijo:

-Voy a irme para ponerme en estado de cumplir la parte que os habéis servido encomendar a mi cuidado, y que llenaré con ese celo que todo lo allana; pero entretanto, a la otra parte de Valladolid me espera un corazón que se agita entre la inquietud y la esperanza ¿qué le digo a ese hombre que tiende sus brazos hacia vos?...

-Que venga, y los míos le recibirán, respondió sin titubear Enrique III.

-Y vos Doña Catalina, ¿vos a quién particularmente se dirige?...

La reina, trémula y vacilando no contestaba; pero el pacífico obispo de Cuenca le dirigió una mirada tan suplicante y tan elocuente para conciliar, que la hizo decir:

-Decidle que lo espera la reina Catalina de Lancaster.

-Aún más, añadió Doña Leonor estipulando todas las condiciones con que el Duque se había sometido; en nombre de mi amor os pido una gracia, ¿me la concederéis generosamente?

-Desde este instante, respondió el Rey con prontitud.

-Pues hela aquí. Sólo pido que repitáis al oído de D. Fadrique lo que me habéis facultado para decirle, cuando venga a escucharlo a vuestros pies.

Púsose como la escarlata Doña Catalina y guardó silencio, pero Enrique III que no hacía nada a medias contestó:

-Y para probarle que sabemos perdonar, y que le amamos como nuestro tío que es, le otorgaremos ahora, para cuando fuéremos mayor, la primer gracia que nos pida. Decídselo en mi nombre y el de la Reina. ¿Queréis más de vuestros sobrinos?...

-Sí, daros un abrazo porque sois grande, Enrique, le dijo su tía con efusión.

-Y yo os volveré mil, repuso el Rey lanzándose a su cuello con viveza, vuelto en parte a su condición de niño.

Poco después salió la reina de Navarra con el obispo de Cuenca; Carlos de Arellano, camarero del infante D. Fernando, se lo llevó a sus habitaciones, Elvira Manrique pasó a otro aposento, y quedaron solos Enrique III y Catalina, de Lancaster.

-Catalina, la dijo el Rey poniéndole su manita en el brazo, ¿estáis contenta con el giro que se le va a dar a esta funesta contienda de los arzobispos?...

¡Oh! mucho ¿y vos?

¡También! Sólo que tengo así... cierta pena en el corazón.

-¿Y por qué, Enrique mío?...

-¿Por qué? ¡os lo diré francamente! porque ya no tenemos derecho a pedir que se guarde el testamento de nuestro padre, y era un deber, como dice nuestro ayo, el hacerlo respetar.

-Así es, pero quizá sea mejor que cumplirle el guardar la sangre de nuestros vasallos.

-Sí, Catalina, sí; pero valía más no haberlo mostrado si se había de retirar, no sirviendo sino de un combustible fatalísimo a los ánimos que con él se han inflamado.

Cuajáronse de lágrimas los hermosos ojos de la Reina, que repuso:

-Días muy tristes nos cuesta en lo pasado, y Dios haga que su influjo no se estienda a lo futuro, pero Enrique, creedme; no es el testamento de nuestro padre lo que se disputa, es que hay tres ambiciones en la lucha, y todas tienden al mismo fin.

-¡Tres! ¿Pues nuestro tío obra por sí, fuera de la cuestión que para él es personal de regencia?

-¡Ay Enrique! más que nadie, porque los arzobispos quieren mandar sobreponiéndose el uno al otro; pero el Duque quiere sobreponerse a todos, y obtenerlo todo.

-Contraria le sois, Catalina; dijo Enrique III dándole un golpecito en el hombro familiarmente. ¡Si la reina de Navarra os oyera!...

-Contraria. ¡¡Oh!!

Y Catalina de Lancaster dejó asomar una triste sonrisa a sus labios, mientras que colocando en las palmas de las manos su blanquísima frente, ocultaba los sentimientos que podían revelarse en un furtivo y luminoso destello de sus ojos.

Capítulo XXII
Cómo D. García Manrique le cumplió la palabra al Rey

Ínterin que en el alcázar tenían lugar las escenas que hemos referido en el capítulo que antecede, notábase la mayor efervescencia en Valladolid, formando en calles y plazas y aun en los puntos de armas, grupos y corrillos donde se departía mezclándose en sus acaloradas peroraciones, los nombres de los dos prelados unidos con el del Rey, la reina de Navarra y el legado de Clemente VII.

No menos movimiento y agitación se notaban en las tropas sitiadoras; aquí el Nuncio apostólico y allí la reina Doña Leonor, hablaban enérgicamente de paz y reconciliación.

Vencidos los mayores obstáculos por Doña Leonor, los restantes no era difícil el superarlos; y el obispo de San Ponce sin poner en juego sentimientos tan generosos y elevados como la reina de Navarra, ganaba terreno exhortando como hombre de Dios a la templanza y al olvido por una parte, mientras por otra halagaba como entendido diplomático los intereses de los contendientes, obligándolos mutuamente a conceder y a admitir para poder transigir en beneficio de todos.

Horas después los dos gobernadores y el concejo de diputados se reunía para recibir al legado, y Doña Leonor tornaba al campo de los sitiadores acompañada de D. Juan Serrano, obispo de Cuenca; de Diego López de Zúñiga, justicia mayor de Castilla, y del adelantado mayor D. Alfonso Manrique.

Comenzadas las negociaciones, no se interrumpieron hasta que se determinó y convino por ambas partes, guardar una tregua cuyo término no se fijó, quedando pendiente todo de lo que resolviera una junta compuesta de las personas más entendidas y poderosas de los dos bandos: junta presidida por la reina de Navarra y el legado, que se debía reunir en la villa de Perales; la cual, había de decidir la cuestión de testamento y regencia, conciliando en lo posible las encontradas opiniones que sobre ella había, poniendo un término a las pretensiones y diferencias que a tan mal trance los condujera.

La noche vino a tender su tachonado manto sobre sitiados y sitiadores. Los últimos se entregaron más tarde al reposo; sin embargo, las lumbradas se fueron apagando; las canciones de los soldados, sus riñas, sus juramentos, cesaron poco a poco desvaneciéndose del todo; y en aquel campamento, horas antes tan lleno de animación y ruido, reinó el silencio turbado solamente, por los pesados pasos de los centinelas de abanzada, el crujido de sus armaduras o el choque de sus alabardas con aquéllas.

-Mas en una y otra parte velaban todos aquéllos cuyos intereses o poder se hallaban comprometidos en el convenio que debía celebrarse en Perales; y en la tienda del arzobispo de Toledo en las altas horas de la noche, aún discutían reunidos el obispo de San Ponce, el duque de Benavente, el conde de Trastámara y el maestre de Alcántara, formulando entre quejas y protestas, pretensiones que tendían a apoderarse por vía de conquista de las más ricas perlas de la diadema real.

Capítulo XXIII
Cómo se consiguió cesaran las grandes alteraciones de Castilla con el convenio de Perales

Al romper el alba del siguiente día salió de Valladolid la reina de Navarra con su numeroso séquito, y en su pos el arzobispo de Santiago, el justicia mayor Diego López de Zúñiga, el adelantado de Castilla D. Alfonso Manrique, Pedro López de Ayala, Alvar Pérez de Osorio con otros muchos ricos hombres y caballeros.

El obispo de San ponce los esperalsa en Perales, adonde se fue derechamente cuando salió de la tienda del de Toledo; y éste a su vez montó a caballo así que lucieron los primeros rayos del sol y tomó el mismo camino acompañado del conde de Medina de Pomar, del maestre de Alcántara y los principales caballeros de su bando, designados para asistir a la junta.

En la última trinchera los esperaba D. Fadrique, que en verdad no había cerrado los ojos en toda la noche entregado a sus diversos pensamientos. Al pasar por su lado se inclinó sobre el cuello de su caballo y tendiéndole la mano le dijo:

-¿Habéis pensado lo que os propuse...?

-Sí[-] contestó el Duque mirándolo fijamente.

-¿Y qué?

-Que estoy en lo mismo que os manifesté al retirarme; de otro modo, reverendísimo padre, no cedo.

-Me alegro, Duque; y os repito lo que os dige. O no se hará cosa alguna, o volveréis a ocupar vuestro asiento en el concejo.

Y saludándolo espoleó a su brioso trotón.

-Escuchad una palabra, D. Martín, dijo D. Fadrique al maestre de Alcántara que iba departiendo, con el conde de Medina de Pomar.

Éste se acercó, y poniendo el Duque la mano sobre el negro cuello de su corcel, le dijo en voz baja y acento decidido:

-Maestre, a vos confío mis poderes; ahora he aquí mis instrucciones. Allanar todos los obstáculos que se presenten para un avenimiento; acortar el tiempo que ha de durar la discusión porque las palabras, aunque sean hermosas, no valen mucho para nada; no consentir en que se guarde el testamento de mi hermano D. Juan, a no ser adicionándolo con un aumento de regente en el que se cuente mi nombre, y por lo demás prestáos a cuanto quieran los arzobispos, inclinándoos más a D. García, que a D. Pedro, para terminar más pronto.

-Diantre, eso no es muy fácil, Duque, en presencia de D. Pedro.

-¡Bah! no lo creáis; por la paz algo hay que sacrificar; no titubeéis ante ninguna concesión, que ya se compensará todo; y si esos buenos prelados no se deciden, pedid que tome parte en las discusiones Rodrigo López de Ayala, y avisadme en el momento.

-Se hará como deseáis, Duque, respondió el valiente gallego retorciendo el largo bigote; pero ¿para qué diablos necesitáis al Alférez mayor que más sabe manejar la espada que la lengua?

-¡Qué queréis, D. Martín! él sólo puede satisfacerme en la única cosa que anhelo. Caprichos del corazón, Maestre; pero, aunque no comprendáis éste, hacedme el gusto de no olvidarlo.

-No lo temáis, mi memoria corresponde dignamente a mi brazo; y si tardan en avenirse, le traigo a Perales aunque sea de los cabellos. Y así, adiós, D. Fadrique que el Primado ya va lejos.

-Él os guíe, Maestre, y no os descuidéis en acortar.

Y separándose el Duque, el Maestre clavó el acicate en el hijar del caballo y fue a incorporarse con la cabalgata que corría por el camino de Perales, adonde llegaron los últimos.

A las diez ya estaban todos reunidos en la sala del concejo de la villa abriéndose las negociaciones, pero al entablarse se suscitaron largos debates, en cuyo fondo sólo se hallaba esclusivo personalismo, siendo amargas y violentas las recriminaciones de los dos prelados, que habrían sido por su talento brillantes lumbreras de la Iglesia si su ambición o los pecados de Castilla no los hubieran hecho regentes del reino y tutores del rey D. Enrique.

Inútiles eran los esfuerzos que se hacían por la Reina y el legado para conciliar y transigir; puestos los dos Arzobispos frente a frente, dejábanse llevar de su resentimiento, que a cada réplica se hacía más acerbo.

No llevaban, pues, traza de determinar lo que tanto se deseaba, y menos de avenirse. Ambos prelados desplegaban por igual sus fuerzas, sus recursos, su sabiduría y su odio: pensaban en vencer, pero no en ceder. Ellos eran antes, y se sobreponían a todo.

Una brusca indicación del maestre de Alcántara llevó la cuestión a su terreno, y ya en él, simplificándola D. García Manrique preguntó a su rival brillando sus ojos con el fuego que le comunicaba su pensamiento impenetrable en aquel instante escepto para Dios.

-Decidíos y responded. ¿Gustáis que se guarde en todo el testamento del Rey D. Juan, apartándoos de vuestro propósito de reelección? Sí, o no.

Una sola mirada de D. Pedro Tenorio sobre D. García le bastó para que divisara vagamente un lazo en aquella paladina pregunta, y una rápida reflexión le dio medio para evitarlo.

-Sí quiero, replicó con resuelta firmeza, y juro no descansar hasta que no lo consiga; pero con la condición que se han de añadir por gobernadores al duque de Benavente, al conde de Trastámara y al maestre de Santiago.

-¡Nunca! respondió D. García Manrique con violenta energía. O la voluntad del Rey, o la de las cortes; ¡pero no nos impongáis la vuestra!

Los dos arzobispos estaban de pie, mostrando harto bien en sus rostros severos y su actitud imponente la fortaleza de su alma y la tenacidad de su voluntad.

No cediendo no había avenencia, y ninguno de los dos se encontraba dispuesto a ello, declarada ya su opinión y su voluntad.

Castilla, pues, se precipitaba.

Entonces Diego López de Zúñiga se levantó, y estendiendo su brazo con majestad entre ambos contendientes, dijo con acento que dominó como el trueno:

-En nombre de Castilla, ¡¡ceded y conformaos!!

El obispo de San Ponce se puso a su lado, alargó una mano a cada uno de los prelados, y les dijo con la misma autoridad que hubiera empleado Clemente VII, a quien representaba:

-Varones de Dios, ¡¡paz, paz, paz por Jesucristo y por Enrique III!!

Todos los ricos hombres y caballeros de los dos bandos se levantaron a una [exclam]ando con un solo grito de entusiasmo:

-¡Paz! ¡Viva Enrique III!

La Reina de Navarra se dirigió al arzobispo de Santiago, y con acento conmovido y las manos juntas le preguntó:

-¿Accedéis, padre mío...?

El Arzobispo absorvió con su mirada profunda la mirada de la Reina, le contestó con acento que encerraba una protesta:

-¡Accedo en nombre de lo que habéis invocado!

-¡Gracias! dijo Doña Leonor siempre seductora y oportuna.

-Pues a consumar a Valladolid esta avenencia y reconciliación.

-A Valladolid, a Valladolid, repitieron todos sucesivamente.

Pero antes se estendió un acta donde se pactó guardar el testamento de D. Juan I, añadiendo a la regencia y tutoría al duque de Benavente, conde de Trastámara y el maestre de Santiago; que serían licenciadas las tropas, y que todos habían de consagrarse a gobernar en unión y paz hasta la deseada mayoría del Rey D. Enrique.

Señaláronse rehenes por una y otra parte. Dio Diego López de Zúñiga su hijo; Juan Hurtado de Mendoza, mayordomo mayor de la casa real, el suyo, y el mayordomo del Infante D. Fernando a su primogénito, quedando en poder del arzobispo de Toledo hasta tanto que se reunieran cortes en Burgos y se juraran las paces que firmaron entonces todos los presentes.

En aquel misno día se trasladaron a Valladolid y se presentaron en el alcázar a besar la mano al niño Enrique III, quien los recibió a todos con semblante agradable y palabras afectuosas, sin distinguir a los de un bando ni otro.

Fue D. Fadrique el primero que penetró en el alcázar. Se presentó solo, y hubo quien al verle entrar en la regia cámara le pareció hallarse en estremo conmovido.

Enrique III se adelantó a recibirle como a su deudo, y abrazándolo lo dijo:

-Mucho deseábamos ver a nuestro tío D. Fadrique.

-Nunca, por mucho que sea, tanto como yo a vos, D. Enrique[-] contestó el Duque estrechando a su endeble sobrino contra su robusto pecho.

Después, dirigiéndose a la Reina, añadió con emoción clavando en ella sus espresivos y grandes ojos negros radiantes y apasionados:

-¿Me perdonáis, señora... sinceramente?

Catalina le estendió una mano, que temblaba fuertemente, y contestó con espansión:

-¡Hago más!

Inclinóse el Duque para besarla la mano, y cuando levantó la cabeza pudo leerse en su semblante altanero no el gozo del triunfo, sino los suaves y puros reflejos de la felicidad.

FIN DEL LIBRO PRIMERO

Libro II

Capítulo I
Donde se da cuenta de algunas cosas que sirven para que se comprendan muchas otras y entretenimiento del lector

Tranquila al parecer quedaba Castilla con el avenimiento de los dos prelados; tranquila debía seguir, pues que se había encontrado el medio de halagar los intereses de los hombres prepotentes del estado. Gozaban por fin la apetecida calma, y aunque su dulzura fuera momentánea, y una tregua más bien que una sincera y estable reconciliación el convenio de Perales, la monarquía necesitada de reposo y aprovechaba ávidamente el intervalo que se le concedía para descansar de las pasadas fatigas y zozobras, en medio del placer y la alegría.

La poderosa grandeza del reino, reunida por los acontecimientos en rededor del trono, desplegaba su fastuoso lujo y su ostentosa magnificencia en justas y torneos, en cacerías y festines.

Olvidando el pueblo las pasadas borrascas, corría presuroso al palenque a celebrar con entusiasmo el valor y la destreza de los paladines que lidiaban, o se agrupaba en torno del palacio del festín para recoger ansiosamente los ecos armoniosos de la música y los cantos de los trovadores que perdidos y a retazos llegaban hasta sus oídos entre las risas, los murmullos y los resplandores, sin acordarse de lo pasado, sin pensar en lo futuro y sin cuidarse de sí mismos.

Arrastrados por el ejemplo Enrique III y Catalina de Lancaster, habían escitado a su vez el entusiasmo popular recorriendo las inmediaciones con el venablo o el azor en la mano. Doña Leonor de Castilla, Doña Beatriz de Portugal, el duque de Benavente y la grandeza, hacían una corte asidua a los reyes; y mientras los gobernadores se repartían como despojo las rentas de su pupilo, la Reina gozaba un luminoso rayo de felicidad que se reflejaba en su apacible semblante.

A la sazón se hallaba reunida en Burgos a la flor de la nobleza de Castilla y León, la más escogida de Aragón y Navarra para tomar parte en un torneo famosísimo que hacía el duque de Benavente en obsequio de Catalina de Lancaster, y al que debía concurrir el Rey, la Reina y la corte.

Grandes preparativos se habían hecho, desplegando un lujo y magnificencia asombrosa el poderoso magnate que pretendía ser el primero en Castilla; terminando tan espléndida y brillante fiesta con un festín, en el cual la reina de Navarra concedía a los vencedores el honor de recibirlos.

La primavera embellecía la naturaleza; las perfumadas brisas de mayo habían sustituido a los fríos vendavales de diciembre, los prados se tapizaban de flores; todo renacía, todo se vivificaba a los dorados rayos del sol, y el cielo, terso y puro, hacía olvidar las nubes y las tempestades.

Era la víspera del torneo. Muy de mañana salió de Burgos Enrique III con el arzobispo D. García, el mayordomo mayor Juan Hurtado de Mendoza y un numeroso séquito a caza de cetrería, proponiéndose pasar una parte del día en el monasterio de Santa María de las Huelgas y no regresar hasta la noche.

La reina Doña Catalina, Doña Beatriz de Portugal, los duques de Benavente y Alburqueque, el conde de Monte-Alegre y el de Medina de Pomar, los maestres de Calatrava y Alcántara, el alférez mayor Rodrigo López de Ayala, la condesa de Alburquerque, la de Cintra Doña Guiomar de Leiva, la joven Elvira Manrique y otras muchas damas y caballeros de la servidumbre regia, se hallaban reunidos esperando la vuelta de D. Enrique en una espaciosa galería, por cuyo fondo una dorada y tallada puerta daba paso a los jardines, sobre el que caían todas las ventanas cubiertas a la sazón con pesadas cortinas de seda color de perla.

La tarde era magnífica; sentíase el calor grato y suave de un día de estío templado por una brisa ligera y perfumada con el aroma de las flores que penetraba por las entornadas puertas de la galería.

El sol desaparecía del horizonte disminuyéndose la luz; la Reina mandó abrir todas las ventanas y descorrer las pesadas cortinas que las cubrían.

Imposible es describir el encanto de aquella tarde de primavera en su último periodo, tan imposible como pintar las encrespadas olas del mar, o sus rizadas y quietas ondas; el pincel y la pluma es insuficiente siempre para copiar o describir a la naturaleza en su hermosura, su grandeza, o su armonía; a esa naturaleza tan rica y eterna que forma la mano de Dios y que no es dado a la del hombre imitar.

El cielo estaba de un azul diáfano y trasparente. Un aura suave y murmuradora jugueteaba entre el oscuro y frondoso ramaje; millares de flores de variados y finos matices, entreabriendo sus perfumados cálices, embalsamaban el ambiente con sus penetrantes emanaciones; las saltadoras aguas de las fuentes unían su murmullo a los últimos y melodiosos trinos de las aves saltando de rama en rama antes de esconderse entre sus hojas.

La Reina abarcó de una mirada toda aquella gala y hermosura del jardín, y volviéndose con viveza a Doña Beatriz que estaba a su lado, le dijo:

-Doña Beatriz, ¿sois de parecer que en tanto que viene D. Enrique disfrutemos la brisa de la tarde que nos está brindando en el jardín?

-Sí por cierto[-] contestó la viuda de D. Juan I con prontitud; y además os daré las gracias por ese pensamiento que nos va a proporcionar no poco solaz y placer.

Levántose, pues, Catalina de Lancaster, invitó a los que la acompañaban con un gracioso ademán a que la siguieran, y bajó la primera al jardín con Doña Beatriz que no se separaba de su lado un punto.

Iban, pues, las dos reinas una junto a otra, y a su lado los duques de Alburquerque y Benavente. Seguían después las condesas de Cintra y Alburquerque con la favorita Elvira Manrique, y confundidos y en rededor de las damas, venían los maestres de Calatrava y Alcántara y los demás que en la galería se hallaban.

Al salir de un bosquecillo de mirtos, descubriéronse caprichosos y bien cortados cuadros de lindísimas y frescas flores, llamando su atención uno de azucenas que, medio inclinadas sus cándidas corolas, se mecían débilmente a impulso de la apacible y espirante brisa.

Descollaba entre todas una que, doblándose su delgado tallo al peso de la increíble porción de flores que sostenía, parecía ocultarse con modestia a las miradas que su hermosura atraía.

-Mirad, exclamó con admiración Doña Beatriz descubriéndola; mirad esa frágil vara que multitud de flores tiene; miradla tocando casi la tierra a poco que el viento la sacuda.

Inclinóse sobre ella Catalina de Lancaster, pasó sus dedos de rosa por uno de sus frescos y blanquísimos pétalos una y otra vez, y enderezándose después de acariciarla, dijo con entusiasmo:

-Eso es un prodigio en verdad; ¡oh, vara fecunda! tan apiñadas están las flores que apenas pueden abrir confundiéndose unas con otras.

Cruzó D. Fadrique por detrás de la Reina, bajóse como para examinarla y cortando la flor que Catalina de Lancaster había tocado, la ocultó rápidamente en el lazo de su banda.

Esto fue hecho con tal prontitud como disimulo; sin embargo, no lo fue tanto, que la mirada indiscreta o curiosa de la favorita Elvira no sorprendiese su acción; y como el Duque lo notara y ella lo apercibiera, se enrojeció como la escarlata la altiva frente de la hermosa dama.

En cuanto a los demás, nadie notó aquel incidente sin interés ni consecuencias aparentes para ellos.

-D. Sancho, dijo de pronto Catalina de Lancaster diringiéndose al duque de Alburqueque, ¿qué nos contáis de ese astrólogo famoso, que tan maravillosamente posee el conocimiento de los astros y los arcanos del porvenir?

-Señora, que a creer a los que le consultan, y son muchos, tiene a su disposición el libro del destino.

-¿Y no sois vos uno de esos? replicó la Reina sonriéndose.

-No, señora[-] contestó el duque de Alburquerque con gravedad. A los ancianos sólo les guarda el porvenir la muerte; y para recibirla bien, no necesito saber la hora en que ha de llegar.

-De manera que no conociéndole, no nos podéis hablar de él; veamos si con el duque de Benavente tenemos más fortuna, pues lo es satisfacer la escitada curiosidad.

Y volviéndose al Duque que iba junto a su cuñada Doña Beatriz, le dijo con un acento dulce y afectuoso:

-D. Fadrique, ¿conocéis vos a ese astrólogo de quien tan estraordinarias cosas se cuentan?

-Sí, señora[-] contestó el Duque con tanto respeto como complacencia.

-¿Y justifica su fama?...

-¡Y mucho más!

-¿Os ha hecho vuestro horóscopo? le preguntó la reina Doña Beatriz sonriéndose con malicia.

-No, señora; quiero saber mi felicidad de otros labios que los de un astrólogo; y en cuanto a la desgracia, si estoy destinado a ella, tiempo de sobra tendré para savorearla.

Y el Duque contestando a su cuñada, miraba a Doña Catalina por cuya frente pasó una sombra de tristeza.

-Maestre, dijo la Reina volviéndose y llamando al de Calatrava; ¿habéis consultado a ese astrólogo asombro de Burgos?

Dio D. Gonzalo Núñez de Guzmán un paso para colocarse a su lado, honra que le cedió el duque de Alburquerque, y con su acento franco y decidido respondió.

-Yo, señora, no consulto a otro que mi honor, porque a decir verdad, no creo más que en Dios, ni fío de nadie sino de mi espada y la razón. Lo que hace la corte, es confiarle sus secretos por querer penetrar los del Altísimo.

-La ciencia humana es un destello de la sabiduría de Dios, dijo D. Fadrique con altivez, y resplandece en la inteligencia privilegiada y portentosa del astrólogo Ben-Samuel para quien no hay secretos ni en la tierra ni en el cielo. Sin embargo, Maestre, yo si alguno tengo lo recato de él como de todos. Soy para ellos un avaro.

Y esto diciendo, clavó una mirada melancólica y profunda en la Reina que no la observó atendiendo al Maestre que repuso con su ruda franqueza:

-Hacéis bien, Duque, por lo que toca a vos; en cuanto a lo del astrólogo, os diré que es difícil convencerme haya hombres, y ese en la raza maldita, con los cuales comparta Dios uno de los atributos de su omnipotencia.

-Si el marqués de Villena se lo propusiera, le dijo el duque de Albuquerque al maestre de Calatrava, seguro estoy D. Gonzalo que lo había de conseguir.

-Sin duda alguna, D. Sancho, dijo la Reina sonriéndose, si no miente la fama, que atribuye a nuestro tío D. Enrique de Aragón un tan profundo conocimiento de los astros y de los Oscuros misterios del porvenir escritos en las constelaciones celestes por el mismo dedo de Dios. ¡Oh, Maestre! añadió Catalina de Lancater pretendiendo atraer a D. Gonzalo a la opinión de D. Fadrique, ¿por qué no habéis de creer que los hombres puedan descifrarlos? El que conoce al Criador, bien puede comprender la creación.

-Os confesaré, señora, replicó el Maestre que la había escuchado con visible complacencia, os confesaré, repito, que oyéndoos dudo de mis propias convicciones.

-Pues para concluir de persuadiros, nos hablará D. Sancho del sabio marqués de Villena, a quien deseo vivamente conocer; y D. Fadrique de ese astrólogo que trae a Burgos admirado y a toda la corte suspensa.

Y esto diciendo, entró en un gracioso y rústico pabellón, sentándose con Doña Beatriz en un asiento de verde musgo, dispuesta a continuar la comenzada plática; no sin brindar antes a la numerosa comitiva, la libertad de seguir el paseo que ella terminaba, y con ella los duques y el maestro D. Gonzalo Núñez de Guzmán.

En el mismo instante, ora en pequeños grupos, ora en parejas solitarias, se esparció la concurrencia por los anchos jardines, departiendo los ilustres paladines de la guerra del moro granadino, a quien se pensaba escaramuzar sobre Antequera o del próximo torneo; y las damas de fiestas y de amores.

Quiso Rodrigo López de Ayala aprovechar aquel movimiento general para reunirse a su hermosa prometida, mas al incorporarse con ella, se interpuso la portuguesa Doña Guiomar de Leiva, que le detuvo diciendo:

-Señor Alférez mayor, ya que tengo el gusto de encontraros os haré, si me lo permitís, una pregunta.

-Decid y tendré el honor de contestaros, respondió Rodrigo saludándola cortésmente y ocultando el disgusto que le inspiraba tal contrariedad con mesurada galantería.

-Pues está reducida a saber si justáis mañana, o no hacéis más que tomar parte en el torneo.

-Pienso quebrar tres lanzas en las justas[-] contestó lacónicamente Ayala, mientras su mirada buscaba por todas partes a Elvira que había desaparecido a su vista.

-En cuanto a colores no os pregunto cuál llevaréis, porque son conocidos los vuestros, prosiguió diciendo la buena condesa de Cintra entrando por una calle de rosales dispuesta a proseguir paseo e interrogatorio; pero como las empresas y divisas varían a capricho, os he de pedir noticia de la que ostentaréis para reconoceros en cuanto entréis en la liza.

Rodrigo dio un suspiro, y le contestó resignándose a sufrir su compañía y sus preguntas:

-Ostentaré la que ha tiempo procuro ilustrar; una azucena al natural en campo de oro.

-¡Azucenas! exclamó la Condesa pasando de una idea a otra como una mariposa de rama en rama; ¡qué magníficas la tiene este vergel! ¿las habéis visto señor Alférez mayor?

Ayala hizo un signo negativo con la cabeza, y su compañera de paseo hizo otro de admiración.

-Parece imposible, [exclam]ó, si os parasteis como todos cuando Doña Beatriz, mi señora, las mostró a la Reina.

-Y sin embargo, Condesa, os juro que no las vi, digo mal, que no las miré.

-Mirad, señor López de Ayala, exclamó nuevamente la voluble portuguesa; mirad a Leonor de Guzmán que por aquel bosquecillo cruza ligera y alegre como un pájaro. ¿Quién va en pos, no lo veis?...

-¿El qué, Doña Guiomar? preguntó a su vez Rodrigo que, distraído profundamente, no había visto a la rica hembra de Alburquerque ni oído más que la última palabra de la Condesa.

Paróse ésta, y mirándolo de hito en hito entre burlona y ofendida, dijo:

-Señor Alférez mayor ¿estáis en vos? ¿Os han encantado?... ¿Qué os absorve hasta ese estremo?...

López de Ayala se sonrió, y reconociendo su descortesía contestó:

-Perdonadme Doña Guiomar, y no me tengáis por encantado, como no sea por vuestras gracias; pero vagaba en este instante mi pensamiento por otro jardín más ancho, más florido, más ameno, y las visiones que flotaban por mi mente rodeadas de purísima aureola, se han interpuesto momentáneamente entre mis ojos y el objeto que me mostrabais, no siendo sensible sino al eco de vuestra dulce voz.

-¡Vamos! ya os voy comprendiendo, replicó la portuguesa maliciosa y risueña, estáis soñando con los ojos abiertos; os doy mi parabién por esa doble existencia que gozáis de lo positivo y lo ideal, con lo cual sois completamente feliz, pues suple lo uno lo que de lo otro falte cuando la realidad no os satisfaga.

-No tanto como se os figura, Condesa; el sueño es sueño y nada más, luego que cuando se despierta y se palpa el desengaño a la impresión del placer, se sucede la amargura de no poderle gozar.

-¡Oh! y cuanto siento, señor Alférez mayor, el haberos despertado, dijo la condesa de Cintra afectando pesadumbre; y pues que hacia aquí viene Doña Inés de Osorio, os dejo con vuestro pensamiento, para que entregándoos a él, tornéis a adormeceros y a soñar.

Y saludándolo, esto dicho, se alejó dirigiéndose a recibir a la dama que venía. Cuando las dos se reunieron preguntó la castellana a la portuguesa:

-¿Qué os decía tan melancólicamente el Alférez mayor, mi Guiomar?

-Me hablaba de sus visiones, le contestó la portuguesa a la castellana, con singular gravedad.

¡Qué me decís! exclamó asombrada la crédula dama. ¿Y cuándo las ha tenido?

-Según se ha esplicado, ahora mientras paseaba.

-¿Y qué ha visto, Guiomar mía!...

-Visto ¡¡nada!! ni de cerca ni de lejos, ahí está el mal Doña Inés.

-No os entiendo, Condesa; dijo atónita la dama mirando a la imperturbable portuguesa.

-Pues hablo claro y os digo cuanto sé; pero dejemos esto y paseemos por entre esos hermosos cuadros.

Y las dos se dirigieron a ellos, variando discretamente la conversación la buena condesa de Cintra.

Entretanto seguían Doña Catalina y Doña Beatriz bajo la fresca enramada conversando con los Duques y el Maestre; y su brillante servidumbre, y las damas y los apuestos y nobles cortesanos, seguían asimismo recorriendo el jardín, reuniéndose y dispersándose, según se les antojaba, ocupándose de sí mismos unas veces, y otras veces ocupándose de los demás, y con el aroma de las flores se elevaban en el espacio las risas y los murmullos de dulces conversaciones.

Elvira, que había desaparecido a los enamorados ojos de Rodrigo; Elvira, que no tomaba parte en diálogos ni paseos; Elvira, que sola y silenciosa se recostaba en uno de los rústicos pilares que sostenían el pabellón, realizando bajo aquel cielo de diáfana transparencia el ideal más perfecto y acabado de la mujer, ni veía las flores ni las damas ni los galantes cortesanos; toda su atención estaba fija en los coloquios que dentro del pabellón se tenían, y adonde solía dirigir furtiva y penetrante mirada.

Solo también, y a corta distancia de la peregrina dama, estaba Rodrigo López de Ayala; el cual, así que se desembarazó de la Condesa, buscó a su prometida y hallándola en el sitio que hemos dicho, se paró primero a contemplarla en su graciosa actitud frunciéndose sus negras cejas cuando notó su abstracción y sus rápidas miradas al interior de la rústica enramada.

Y cosa singular, Elvira que no tenía más que alzar los ojos para encontrar a Rodrigo, que había cuidado de colocarse delante de ellos, tan distraída estaba, que no se fijaban en él jamás sus miradas, a pesar de vagar a veces en torno suyo.

Mas fuera que Rodrigo cediese involuntariamente al influjo de irresistible atracción que ejercía sobre él su hermosa prometida, o bien que quisiera romper aquella situación violenta en que la distracción o la indiferencia de Elvira le había puesto, ello fue que se dirigió a ella derechamente; y asimismo también Elvira al verle por un movimiento irreflexivo y pronto, dejó su sitio, y echando por la calle más próxima se alejó fruncidas las negras cejas arrancando entre pensativa y despechada los pétalos de una rosa.

La acción de Elvira brusca y marcada por su inipaciencia, hizo que Rodrigo resentido y confuso se parara un instante como si tratara de retroceder o retirarse; pero cambiando súbitamente de idea, siguió en pos de ella acelerando el paso hasta que la alcanzó. Entonces con un acento que no era de reconvención ni de sorpresa, sino respetuoso y sentido, le dijo:

-¡Elvira! huyendo así de mí, me obligáis a que aparezca a los ojos que nos miran, como un perseguidor osado e importuno.

-No huyo de vos, señor Alférez mayor, contestó orgullosa y fríamente su prometida; ni los que nos ven y me conocen, pueden creer que haya nadie tan audaz que me imponga su presencia.

Las morenas megillas de Rodrigo se enrojecieron al oír la dura réplica de la hechicera y altiva favorita de Catalina de Lancaster; y después de una corta pausa, durante la cual Elvira arrancó los últimos pétalos a la flor, y en que Ayala consiguió dominar la desagradable impresión que había recibido, la dijo con resolución y firmeza:

Escuchad, cara Elvira, escuchad, y no os ofendáis por lo que os diga, siquiera por el profundo sentimiento que va a dictar a mi lengua las palabras que profiera.

Os oiré Ayala, dijo su prometida seria y glacial; y si no lo hago con placer, de vos será la culpa que tan mal me prevenís.

-Si os he prevenido mal, replicó Rodrigo con amargura, ha sido por un esceso de respeto. He temido que mi espansión os fuese enojosa vista vuestra helada acogida, y conozco que aunque os pese ya no soy dueño de contenerla.

-Señor Alférez mayor, repuso Elvira con desabrimiento; no comprendo vuestros temores, y encuentro un poco atrevida, para blasonar de tanto respeto, la imposición de vuestra presencia y de vuestras espansiones, péseme o no, el que las tengáis.

Con mucha crueldad me tratáis, Elvira, pero no importa; paso por todo y aprovecho la ocasión de hablaros; porque haya días que vuestra indiferencia y mi silencio están alzando entre nosotros una barrera que más tarde ya no podré destruir.

La contrariedad que sufría Elvira, era tan visible, como la impaciencia que la devoraba; sin embargo que procuraba ocultar la una y la otra con un esterior frío y reservado.

-No sé, le dijo después de un momento de silencio, que os inspira esos recelos a que de seguro falta causa.

¡Ay! ¡Desgraciadamente no, Elvira! replicó con vehemencia Rodrigo clavando sus rasgados ojos más negros que el azabache en el rostro seductor de su prometida; sobran para mi devoradora inquietud. Ya no comprende vuestro corazón al mío, ya no encuentran nunca mis ojos vuestra mirada, ya me veis en horas de celos y desaliento, dudar de mi ventura, y no os dignáis afirmar la fe que vacila con una palabra de seguridad, ni disipar la tempestad de mi alma con una sonrisa de vuestros labios...

-Disimulad, Ayala, que os interrampa, dijo Elvira con resolución; pero ahora que me ofendéis, ya no debo escucharos por mi propia dignidad.

-Nadie la respeta cual yo, replicó tristemente Rodrigo; pero no es faltar a ella el deciros que desde la hora fatal que os trajo a Burgos, comenzó a eclipsarse mi estrella, y que ya apenas si por intervalos me envía un trémulo y fugitivo destello, no de vuestro amor, Elvira, que no he sido tan feliz que lo posea, sino de vuestra antigua preferencia, que tanto me prometía y halagaba.

Encogióse de hombros con un gracioso movimiento de desdén la orgullosa dama, y nada contestó.

Por su parte Ayala, serio, pero fuertemente impresionado, prosiguió diciendo:

-Hubo un día, Elvira, que no se borrará de mi memoria, un día que decidió mi suerte, un día en que se me reveló súbitamente la felicidad, no sé si del cielo o de la tierra; el día que os vi, Elvira, por primera vez, tan hermosa que me maravillasteis fascinándome. Ora os lo recuerdo, porque sensación por sensación, necesito manifestaros la inmensidad de un amor que o no comprendéis o rechazáis; de un amor que ha vivido de sueños y esperanzas, que se agita y estremece hoy con tormentos que no podéis comprender, vos tan ciegamente idolatrada, y que ha llegado a ese punto en que no basta un corazón solo a contenerlo, y necesita que otro corazón lo participe.

-Sois elocuente, Ayala, para hablar de vuestro amor, dijo Elvira siempre glacial; y eso que la ocasión no es oportuna, y que veis me resiente el que lo hagáis.

-Lo confieso, Elvira, me oís contra voluntad; pero yo necesito hablaros, porque he conocido harto bien por mi mal, que el silencio me ha perjudicado con vos, me ha hecho estraño a vuestros sentimientos, relajando el único lazo que existía entre nosotros, al confianza que da una mutua seguridad. He aquí por lo que a riesgo de desagradaros, que es lo que más siento, prosigo con obstinación mi propósito.

A esa época dorada de magníficas ilusiones, de dulcísima felicidad, de inefables esperanzas, ha sucedido otra bien inquieta y desdichada, y hay momentos, Elvira, en que creo que hay a mis pies un infierno, en el que voy a caer si vos no me arrancáis de su orilla.

Burgos, Burgos me ha sido funesto. El primer día que lo pisé sorprendí sobre vos la mirada de un hombre, y en aquel instante sentí la cólera enrojecer mi frente, el temor asaltar mi espíritu, la hiel inyectar mi corazón... desde ese día tengo celos, pero celos que no matan, sino que acrecen mi amor.

Me he dicho que dudar de vos era ofenderos, y he comprimido mi sufrimiento que no ha tenido ni desahogo, ni consuelo, nada, ni aun ha sido comprendido.

Devorándolo en silencio, muchas veces el hálito inflamado de mis suspiros ha rezado vuestra sien nacarada sin que lo hayáis percibido en vuestra profunda distracción.

Muchas otras os ha dado a conocer mi tristeza, que se va haciendo habitual y el interno penar que me consume... pero vos, cuando no estáis preocupada, os mostráis tan tibia, tan indiferente, tan alejada de mí... que no le mitigáis jamás con ese poder que Dios o mi desgracia os han dado sobre mí; y Elvira, perdonadme que os lo recuerde, pero yo os he entregado mi albedrío, mi vida, y de vos esperé ¡orgullo es! primero, una preferencia; luego, una dulce confianza, y después ¡el amor! con todas sus supremas delicias.

-Señor Alférez mayor, dijo Elvira con tono breve y seco; nuestra mutua situación es ésta, no la desconozcamos ni tergiversemos. Vos me visteis y os agradé; no procurasteis agradarme, sino que solicitásteis mi mano con empeño, y mi padre os la concedió. Entre ambos existen convenios, promesas, una palabra empeñada y aceptada; pero yo soy estraña a todo, porque conmigo no contasteis en vuestras pretensiones. Vos tenéis derecho para llevarme al altar, y yo tengo el deber cuando esto suceda de consagraros mi vida; antes no tengo ninguno, Ayala, lo que haga será deferencia y nada más, ya que me obligáis a decirlo.

-Elvira, si no estáis dulce conmigo, habláis con franqueza, lo aprecio; dijo Ayala sin insistir en sus quejas; todo ha sido creer yo, lo que no es; y esperar, lo que quizá no será tampoco. Un error merece indulgencia, y si me atreviera a exigir algo de vos, sería el que la usarais conmigo.

Por primera vez alzó Elvira los ojos y los clavó en el Alférez mayor, que sostuvo su mirada sin que de sus ojos destellara la pasión que se enseñoreaba en su alma, ni entreabriesen sus labios la sonrisa que siempre la acariciaba; y, cosa inesplicable, la frente de la joven se inclinó plegada y triste.

-Rodrigo, le dijo tras un corto espacio de silencio con dulce y melancólica espresión; cada corazón tiene sus misterios, cada felicidad sus sombras. No os alarméis por la vuestra, ni queráis profundizar los míos; yo misma no los comprendo, y vos os perderíais en su fondo.

No dudéis en creerme. Nadie, y esto os lo juro, está más alto que vos en mi aprecio; lo demás... su día tendrá.

-Gracias, Elvira, gracias; dijo Rodrigo volviendo a manifestar en su rostro serio pero espresivo una ternura apasionada y loca; perdonadme mis celos y amadme... ¡Oh! Elvira... ¿me amaréis... ese día que es mi sueño? ¡Mirad, sois para mí el aire que respiro... la vida... más, el alma también.

-Rodrigo, exclamó su prometida afectada y ruborosa; os lo suplico; no hablemos de amor; sufro al hacerlo.

-Pues bien, no hablemos; pero permitidme que me acerque a vos cuando mi ventura nos reúna, sea en el alcázar, o en los festines, o donde quiera que os halle. Permitidme que mañana os repita mi pregunta en el palacio de la Reina de Navarra, y que antes en el torneo os pruebe que soy tan fuerte para pelear como débil para resistiros.

-Sé que sois un héroe, dijo Elvira sonriéndose y suspirando; pero sin concederle su demanda ni negársela tampoco.

-Seré invencible si me concedéis como talismán una prenda vuestra. Entonces la victoria será mía...

Elvira tuvo un momento de indecisión, de lucha; pero se resolvió, y quitándose el guante de la mano derecha, se lo entregó diciendo:

-Tomad, y acordaos mañana en el palenque que vuestra gloria es mi orgullo.

Rodrigo lo tomó, lo llevó a sus labios, y después de imprimir en él un ardiente ósculo, lo guardó apresuradamente porque sintió pasos a su espalda.

Apenas tuvo tiempo de ocultarlo, cuando adelantándose el que venía hasta nivelarse con ellos, saludó respetuosamente a Elvira, y con altivez a Rodrigo.

Elvira le contestó con frialdad, Rodrigo con mesura; pero los labios de aquélla temblaron ligeramente, y las cejas de éste se fruncieron con despecho.

El importuno era el duque de Benavente.

-Señor Alférez mayor, le dijo con intención; suplico me perdonéis que os interrumpa, pero deseo saber si mañana me haréis el honor de justar conmigo antes de tomar parte en el torneo, ya que no pude hacerlo en las famosas de Palencia y de Segovia.

-Mía será la honra, señor Duque, contestó Ayala con perfecta cortesía. Mañana nos mediremos lanza a lanza y cuerpo a cuerpo.

Cambiadas estas palabras, Elvira, que había estado esperando a que Rodrigo las terminara, lo saludó con un gracioso ademán, y bajando apenas la cabeza al Duque, se alejó dirigiéndose hacia la condesa de Cintra y Doña Inés de Osorio, que a su encuentro venía saludándola.

Entretanto la noche comenzaba a estender sus negro velo sobre el animado vergel.

La diáfana claridad de la luna sustituía la incierta luz del crepúsculo vespertino, añadiendo la vaguedad poética y misteriosa de sus blancos resplandores un encanto más a aquel elíseo donde no faltaba calma, flores, aroma y sombra que lo poblaran.

El Rey había vuelto al alcázar. La Reina pues, y con la Reina todos se apresuraron a dejar el jardín para ir a su lado, y abandonando el pabellón y los bosquecillos se encaminaron a la galería, cuya puerta estaba abierta de par en par.

Elvira se había separado nuevamente de la condesa de Cintra y Doña Inés, y deteniéndose un momento en el pabellón que Catalina de Lancaster acababa de abandonar, dejó que la comitiva, que no iba muy ordenada, se adelantara.

El murmullo de las voces se perdió; Elvira estaba sola y contemplaba aquel oscuro y perfumado recinto con una espresión triste y amarga.

Por su parte D. Fadrique, que iba con el maestre de Alcántara, echó una rápida ojeada en derredor suyo, y no encontrando lo que buscaba, separándose de D. Martín se arrimó a su lado, y recatándose en la sombra que proyectaban los árboles, vio desfilar a toda la corte escepto a Elvira que, como hemos dicho, se había detenido en el rústico pabellón.

Así que pasó el último, se deslizó con disimulo, y retrocedió cuidadoso y resuelto.

Mientras que el Duque volvía, Elvira emprendía lentamente el camino del Alcázar.

Llevaba las manos cruzadas sobre su seno de alabastro, y la cabeza baja entregada a una de aquellas distracciones que eran el tormento de Ayala.

O no vio, o se desentendió del Duque, a cuyo lado pasó rozando la seda de su vestido la espada de D. Fadrique; éste por el contrario, colocándose a su lado le dijo en voz baja pero impregnada de amor y de despecho:

-Elvira, si apreciáis en algo mi ventura, ocultad de mi vista esa mano sin guante.

Sintió la joven y hermosa dama de Catalina de Lancaster un brusco estremecimiento nervioso que agitó todo su ser: nada respondió, redobló el paso, pero ocultó maquinalmente la mano bajo los encajes de su otra manga.

El Duque, que la seguía, añadió aún más bajo, aproximando su cabeza a la de la prometida de Ayala:

-¡Por mi vida o la suya! la que os sea más cara, os lo suplico, Elvira; que oiga yo esta noche vuestra dulce voz, que vibre para mí solo, que me estasíe al escucharla pronunciando mi nombre...

Elvira se sonrió con una espresión tristísima y orgullosa, se apretó el corazón y guardó silencio.

-¿Bajaréis a vuestro jardín, Elvira?... ¿Sí? ¡Habla! ¡decidme que sí!

-Eso es lo que no haré, dijo Elvira con acento breve y decidido.

-¿Por qué, luz mía...?

-Porque sería un proceder tan liviano como traidor, y ni debo ni quiero tenerlo.

-Poco y mal me conocéis, Elvira, repuso el Duque con energía; si a media noche no habéis bajado a la berja del jardín, o estrello mi frente contra sus barras, o escalo las tapias yéndoos a buscar hasta vuestro aposento, suceda lo que suceda.

-¡Dejadme en paz! D. Fadrique, exclamó la joven con amarga impaciencia.

-Volvedme vos antes mi calma perdida, mi libertad, mi sosiego.

-Eso es un sarcasmo, Duque, que merecía una estrepitosa carcajada.

-¡Elvira, eso respondéis a mis ansias! le dijo D. Fadrique reconviniéndola con indecible amor.

-¡Vuestras ansias! repitió Elvira sonriéndose amargamente; la burla es tan calculada como cruel. Id con Dios, señor Duque, y dejadme seguir mi camino.

-¡¡Elvira!! ¿qué os ha dicho ese hombre que así os ha cambiado? exclamó con violencia el Duque.

-¡Él! no me ha dicho nada; respondió Elvira con su tono breve y orgulloso; no he llegado aún al estremo que un hombre me convenza de que otro no me ama.

-¡¡Que no os amo, Elvira!! ¡¡Que no os amo cuando daría mi vida por vos!!

Y D. Fadrique envolvió a la prometida de Ayala en la luz que despidieron sus inflamadas pupilas.

-No, Duque, no; no me amáis, replicó Elvira con una concentración amarga y fría.

-Mi Elvira, estáis delirando y haciéndome sufrir. ¿Qué os sugiere esas ideas? ¿Dónde hallaréis la prueba de lo que afirmáis...?

-Me las sugiere mi propia convicción; ¡la prueba!... ¡oh! vedla en esa flor que le dais culto porque la han tocado los dedos de la Reina... a quien amáis.

-No, exclamó el Duque y con viveza, con emoción; os engañan... ese es un mal pensamiento, ¡os lo juro, Elvira, por mi esperanza de felicidad!

-¡Oh! no juréis, D. Fadrique, dijo Elvira con amargura. Yo os amo y sabéis la inteligencia del corazón.

-¡¡Elvira!! dijo el Duque enorgullecido y feliz; esa palabra debía ser contestada de rodillas.

Y luego con vehemencia añadió deslumbrándola con el fuego de su mirada:

-Id a la berja, Elvira, ¡prometédmelo! que viva esas horas de esperanza, aunque luego muera de placer.

Elvira estendió su nevada mano hacia la flor un poco ajada que medio cubría la banda, y clavó sus ojos brillantes de fiebre con una asiduidad que el orgullo quería disimular en los ojos destelladores del Duque.

Éste la comprendió, y fascinándola primero con su mirada, dijo después a su oído:

-¿La quieres, estrella de mi vida...?

Elvira no respiraba, no hablaba; pero continuaba mirando al Duque y teniendo estendida su blanca y bonita mano para recibir la flor que escitaba sus celos.

-¿Irás, Elvira, irás? le preguntó D. Fadrique más exigente, más apasionado que antes.

-Iré[-] contestó la prometida de Ayala con un arranque febril.

Hecha aquella promesa, puso el Duque la perfumada azucena entre los dedos de la joven con una suave presión.

Elvira ocultó la flor en su fino cendal, y ligera como una sílfide echó a correr hacia el alcázar después de darle un adiós al Duque que permanecía inmóvil en el mismo sitio hasta que la perdió de vista.

-Señor López de Ayala, dijo a éste la portuguesa condesa de Cintra, subiendo anhelante la última grada de la escalera, ¿os van dejando vuestras visiones?

-Doña Guiomar, ¡sois implacable! contestó sonriéndose el Alférez mayor.

-¿Pero os han dejado el uso de vuestros ojos?

-¿Queréis ponerlos a prueba?...

-¡Cabalmente!

-Pues decid en qué os servís emplearlos.

-Solamente en mirar si está por aquí el duque de Benavente que se ha perdido a los míos.

Ayala dirigió una rápida ojeada en torno suyo buscándolo ávidamente, pero fue en vano, porque como saben nuestros lectores permanecía en el jardín.

-Se ha eclipsado, señora, le dijo a la condesa con tono tranquilo y ligero, sin embargo que su frente se nubló.

En aquel instante resonó en su oído la respiración ajitada de Elvira, que tan alucinada iba, que pasó por su lado sin verlo.

-Elvira, exclamó Doña Guiomar deteniéndola, ¿dónde estábais que no os he visto? venid a mi lado si os place, ya que no he gozado este placer sino momentáneamente.

-Doña Guiomar ¿qué decís? si estaba ahí, cerca de vos.

-Y yo sin encontraros desde que salieron las reinas del pabellón...

-Condesa, dijo Ayala con una amarga sonrisa; ni vos encontráis lo que queréis, ni yo veo lo que debiera.

Y se separaron entrando en la iluminada galería.

Una hora después el duque de Benavente se paseaba agitado y pensativo por sus aposentos, parándose unas veces delante de las abiertas ventanas para recoger los rumores de la calle, y otros delante de la puerta como si quisiera percibir el andar de una persona que esperara con impaciencia.

Oyó por fin unos pasos tardos y pesados que se acercaban lentamente a la puerta. Una mano seca y arrugada la entreabrió, y una voz áspera y cascada dijo:

-¿Se puede entrar...?

-Pase la dueña[-] contestó el Duque viendo una estantigua rebujada en un ancho manto aparecer en el dintel de la puerta.

Obedeció la vieja, y llegando al Duque le hizo una profunda reverencia.

-¿Me traéis lo que os he pedido? le dijo D. Fadrique con interés.

-Y lo que no se puede pagar con todo el oro del mundo, dijo la dueña con zalamería.

Y sacó de debajo del manto una llave bastante grande, que entregó al Duque.

Brillaron los ojos de éste con siniestra alegría y tomándola respondió:

-Por eso, dueña, se os pagará en perlas.

Y puso a su vez en manos de aquélla un riquísimo collar.

-No descubráis nunca que yo os la he dado, dijo la vieja guardando la joya con tanto afán como gozo.

-Perded todo temor, que no lo sabrá jamás[-] contestó Don Fadrique tranquilizándola; pero decidme, ¿bajará vuestra señora esta noche...?

-Sin duda alguna; primero faltará al día la luz que ella a su palabra.

-Pues idos, señora Mencía, y velad porque nada la suceda.

-Decís bien, señor Duque. Voyme pues. Quedaos con Dios y no olvidéis a quien bien os sirve y muchos os quiere.

Fuese la dueña.

Entonces el Duque sacó de una caja de nácar la banda de Rodrigo López de Ayala, la desdobló y dirigiéndola una mirada de intenso odio exclamó:

-Voy a vengarme de ti, traidor Ayala, destruyo tu felicidad, te hiero en el corazón y en tu orgullo; tu azucena tan pura, tan fragante, tan hermosa que enloquece, ¡¡¡es para mí!!! y cuando mi aliento la seque te la arrojaré a la frente.

Capítulo II
Donde se cuentan las aventuras del torneo y cómo el prez se partió

Al tomar la pluma para dar principio a este capítulo vienen a nuestra memoria los lindos y sentidos versos de Jorge Manrique, cuando al recordar la corte de D. Juan II dice:

¿Qué s hizo el rey D. Juan
Los infantes de Aragón,
¿Qué se hicieron?
¿Qué fue de tanto galán?
¿Qué fue de tanta invención
Como trajeron?
¿Las justas y los torneos,
Faramentos, bordaduras
Y cimeras,
Fueron sino devaneos?
¿Qué fueron sino verduras
De las heras?

Y después de pepetirlos no podemos menos de preguntarnos si esos cuadros magníficos que la edad media nos legó fueron fielmente copiados; si esas escenas caballerescas donde se desplegaba tanto valor y bizarría, tanto denuedo y arrogancia, han tenido realmente lugar en esos llanos de nuestra vieja y leal Castilla; si las coronaciones de Alfonso XI y de su nieto Juan I hechas en Burgos con tan brillante aparato, en las que tantos donceles fueron armados caballeros, celebrándolas con tantas justas y torneos, tantas fiestas y alegrías, no son visiones deslumbrantes evocadas por nuestra imaginación ávida de gloria y grandeza, que se lanza a buscarlas a través de los siglos y las generaciones que nos precedieron y pasaron.

Pero no podemos dudar de ellas; hémoslas visto trazadas en la historia: ella nos dice que existieron esas fiestas no compradas de asombrosa magnificencia; los galantes paladines cuyo tipo representaba la bella y noble figura de Suero de Quiñones; los reyes que armados de una fuerte coraza justaban de aventureros en los palenques ganando fama de valientes y caballeros; esa sociedad, en fin, vestida de hierro, ceñida de espada, sedienta de gloria, que no teniendo enemigos en la península que combatir y vencer, fue a conquistar con su valor y heroísmo un nuevo mundo a sus reyes, llenando su ancho ámbito con la fama de sus proezas inmortales.

Y naturalmente debían ocurrírsenos estas dudas y reflexiones al echar una ojeada sobre la vieja crónica que vamos siguiendo, la cual describe minuciosa y detalladamente el torneo que dio en Burgos a la Reina y la corte el poderoso duque de Benavente, cuadro admirablemente concluido y que nosotros sólo intentamos delinear.

Fuera de Burgos y en sitio aparente para ello, se había construido una anchurosa liza capaz de contener veinte mil espectadores. Cómodas y espaciosas graderías circulares cubiertas de matizadas alfombras servían de zócalo a una cubierta, dilatada y elegante galería, adornada de colgaduras de seda verde y blanca prendidas con guirnaldas de rosas; elevándose en el centro de ella un estrado sobre gradas, y en medio de éste, bajo un recamado dosel, el trono que debían ocupar el rey Enrique III y la reina Catalina de Lancaster.

Lujosos asientos cubiertos de blandos almohadones de terciopelo estaban dispuestos para el infante D. Fernando y la reina de Navarra, y después de éstos seguían los de los gobernadores, las damas y la corte.

En los estrernos del palenque, uno frente de otro, se alzaban dos tablados que figuraban ser almenadas torres, destinadas para los jueces que habían de presidir, y sobre un almohadón de terciopelo carmesí, bordados en sus esquinas los castillos y leones brisados del duque de Benavente, había una bandeja de oro primorosamente cincelada, que contenía una banda de seda azul celeste bordada de plata y perlas, destinada como prez al vencedor.

Espléndidos pabellones levantados en el campo para los combatientes les proporcionaban reposo y comodidad, mientras que los de los mantenedores situados en la liza ondeaban sobre ellos las blasonadas banderas de sus dueños, que tremolaban desde la mañana. En sus puertas pendían colgados sus escudos, ostentando empresas, divisas y motes que los laureles que recogieran habían de darles la celebridad que les faltara.

Interiormente los decoraban armas y trofeos y algunos escabeles para descansar, alzándose además de los pabellones una multitud de tiendas para albergar la concurrencia y los pajes y escuderos que cuidaban de los caballos que piafaban con impaciente ardor.

Desde mucho antes de la hora señalada para empezarse la justa, acudían en tropel los habitantes de Burgos y de muchas leguas en contorno para situarse cómodamente en las graderías, apiñándose poco a poco hasta cubrirlas del todo la numerosa concurrencia.

Las damas y caballeros iban ocupando a su vez los asientos que en la galería les estaban destinados; los tañedores hacían oír los ecos de sus alegres añafiles y tambores, y el sol, elevándose en el horizonte, doraba con su espléndida luz tan variada perspectiva.

Pronto el movimiento y el ruido se aumentó; entraron los mantenedores en sus pabellones; los pajes y escuderos, los heraldos y farautes cruzaban yendo de acá y acullá; los palafreneros conducían de la brida arrogantes y fuertes caballos de batalla, y los jueces del campo subieron a lo alto de sus torres con la vara de oro en la mano.

En medio de aquel estruendo marcial y de la confusión que lo motivaba, entraron en el palenque el rey D. Enrique, Doña Catalina, Doña Leonor de Castilla y el infante D. Fernando, seguidos de una numerosa comitiva y saludáronlos con entusiastas aclamaciones la inmensa multitud que de pie agitaba sus bandas y cendales enviando al espacio sus alegres vivas.

Entonces presentó la liza un aspecto de mágica animación.

En la galería, a do quiera que la vista se volviera, no encontraba para fijarse sino plumas, flores, galas y pedrerías que ostentaban las damas en sus trajes y tocados que realzaban a lo sumo su hermosura.

A sus pies se estendía el pueblo llenando el ancho círculo de la gradería, y engalanado, airoso y contento saludaba con entusiasmo a los paladines, agitándose y formando las mismas ondulaciones que las ondas del mar cuando se rizan.

En la arena del palenque seis cuadrillas de a treinta combatientes cada una, armados de punta en blanco, con dalmáticas de vivos colores sembradas de flores y ostentando preciados blasones, luciendo en los bruñidos yelmos airones y penachos de largas y rizadas plumas, se adelantaban a saludar a Enrique III y a las reinas de Castilla y Navarra, lo cual hicieron bajando las puntas de sus lanzas; y la presencia de aquéllas, la hermosura de las damas, la alegría del vulgo que seguía victoreando, y el lujo y la gallardía de los paladines, formaban un todo de estraordinario y fascinador efecto.

Y ya que imperfectamente lo tenemos bosquejado, entraremos en algunos pormenores que a nuestro propósito conviene y son necesarios para inteligencia del lector.

Las seis cuadrillas reconocían por jefes al duque de Benavente, al conde de Trastámara, al de Medina de Pomar, al maestre de Alcántara, a Ruy López Dávalos y a D. Alfonso Enríquez, señor de Rueda y Melgar, nieto del maestre de Santiago D. Fadrique de Castilla, y uno de los más valientes y apuestos caballeros de la corte de Enrique III.

Cada cuadrilla usaba un mismo color que era el de su jefe, y cada guerrero su divisa propia; tres debían combatir con otras tres en el torneo, y en las justas, que eran antes, estaban de mantenedores D. Fadrique y D. Pedro de Castilla con el maestro de Alcántara.

En los capítulos del torneo se establecía romper solamente tres lanzas, no pudiendo entrar nuevamento en combate el que una vez fuera vencido.

En cuanto al prez, se declaraba pertenecer al que quedando dueño del campo en el torneo no hubiera sido vencido en la justa; prez que necesariamente había de otorgarse a uno de los seis jefes o de los caballeros que formaban las cuadrillas.

Después de saludar a Enrique III y las Reinas, levantó el duque de Benavente la lanza y dirigió una mirada al trono que compartían el niño Enrique y la joven Catalina de Lancaster, deteniéndola en ésta un breve instante. Descendiendo de la Reina, la clavó en Elvira, que estaba a su lado, y la contempló otro instante.

En aquel instante aquella mirada reveló un loco engreimiento de sí mismo, las pasiones satisfechas, el corazón rebosando vida y felicidad.

Y fue tal su arrogancia, y tan manifiesto el convencimiento de su poder, que inducía a suponer estaba dispuesto a tocar las nubes con su altanera frente.

Llevaba un coselete de bruñido acero con relieves y filetes dorados; cubría la coraza una dalmática de brocado verde salpicada de capullos de rosa bordados de oro; el yelmo con follajes dorados de un trabajo de estremada delicadeza, sujetaba en su cimera un penacho de blancas y finísimas plumas que bajaban ondulando hasta sus hombros; montaba un caballo de raza color de perla, y la rica mantilla que lo cubría estaba bordada de oro, y engastado en el mismo metal el pretal y las armas.

La divisa de su escudo era un mar embravecido de plata y azul, y entre nubes sombreadas de sable salía una mano de encarnación estendiéndose sobre las agitadas ondas con este mote: «Su influjo lo calma.»

Dieron los caballeros dos vueltas en la liza, y retirándose las cuadrillas se apearon los mantenedores entrándose en sus pabellones; los jueces del campo, que lo eran el maestro de Calatrava y el Adelantado mayor, se pusieron de pie haciendo una señal con sus varas, y en el mismo instante sonaron las trompetas, y abriéndose el palenque entró en la liza un paladín armado de punta en blanco, esmaltada de negro la armadura, un negro penacho ondeando sobre su cimera, la visera calada y por divisa un cometa de oro en campo de gales con este mote: «Aparezco y destruyo»; el cual, dirigiéndose al pabellón del maestre de Alcántara, tocó en el escudo con el cuento de su lanza, retirándose hecho esto al centro de la palestra.

EJ buen D. Martín Yáñez de la Barbuda montó en un arrogante alazán cubierto de una rica mantilla de seda blanca bordada con jazmines de oro. Llevaba una coraza lisa y brillante, una dalmática blanca, y blancas las plumas de la cimera, que por cierto aumentaban su colosal estatura; y tomando en su robusta mano cubierta por la fuerte manopla la lanza que le dio un escudero, y asegurando en la otra el escudo cuya empresa era un león rapante de oro en campo de gules sosteniendo en su garra el peral y la cruz de la orden en un escudete con este mote: «Yo lo defiendo», se dirigió a su contrario con arrogante continente.

-Por San Julián del Pereiro, mi patrón, señor caballero del cometa, que venís fatídico y espantable, dijo el maestre mirando al enlutado incógnito de alto a bajo.

-Eso ya lo veredes cuando tengáis la punta de mi lanza en vuestro pecho, respondió con tono presuntuoso el encubierto paladín.

-Vive Dios, que si hacéis la mitad no más de lo que decís, os proclamo la mejor lanza de Castilla, replicó en tono burlón el valiente D. Martín.

Y enristrando su lanza volvió grupa para tomar campo.

Toda la atención estaba fija en los dos campeones, los cuales, volviendo a escape se encontraron con tal furia que rompiéndose la lanza del incógnito en el pecho del Maestre como si fuera contra una roca, saltaron por el aire las astillas a la vez que el de la negra armadura, perdiendo los estribos al terrible ímpetu de la de D. Martín, rodó por la arena mientras que un estrepitoso aplauso partió de todos los ángulos del palenque celebrando el pujante bote del vencedor.

-Caballero del cometa, le dijo D. Martín con sorna; ya hemos visto vuestro influjo, que no es tan grande, vive Dios, que alcance a estorbar quedéis rendido a mis pies.

-Lo confieso[-] contestó con sordo acento el malparado caballero.

-Pues alzad, y llevad entendido que así acostumbro a devolver las amenazas; repuso el Maestre satisfecho retirándose con esto a su pabellón.

Levantóse el vencido, y ayudado de los escuderos que le presentaron su caballo, montó dejando la palestra confuso y avergonzado.

Tornaron a tocar las trompetas, y abriéndose el palenque entró en él un paladín montado en un caballo tordo, cubierto de una mantilla azul oscuro con rapacejos de plata.

Traía puesto el ginete un coselete de luciente acero con esmaltes blancos, y lo mismo que el escudo sin empresa ni blasón: llevaba la visera calada, llamando la atención, tanto por su marcial gallardía, como por la gracia y la flexibilidad de todos sus movimientos.

Cruzando la palestra fue a herir el escudo del Maestre, retirándose luego a su sitio.

Inmediatamente subió D. Martín en su alazán, y acercándose a su retador le dijo examinándolo con cierto aire desdeñoso:

-Pardiez, señor caballero, que si no mirara las espuelas de oro que calzáis, no sabría qué pensar viéndoos sin blasón y sin empresa.

-Qué queréis, valiente Maestre, contestó con calma el del blanco esmalte, no a todos les es dado el poner en su escudo un león como el que estiende su garra en el vuestro; y a los que esto les acontece, reservan sus blasones para cuando puedan añadirles por orla una palma o un laurel.

-Lo que a mi entender significa, que la modestia que tal confiesa, tiene más pretensiones que el valor de sus seguros alardes.

Y esto diciendo se separaron para tomar campo y entrar en lid.

Igual denuedo mostraron entrambos paladines en el primer encuentro; la misma actividad y destreza en el segundo, y en el tercero saltaron en mil pedazos las lanzas: los caballos a su rudo empuje tocaron la arena con las ancas, pero los dos ginetes los enderezaron con fuerte brazo sin perder ninguno los estribos.

Una salva de aplausos saludó a los que tan bien habían justado. El Maestre alargó su ancha mano al del escudo sin divisa, y le dijo con arrogante superioridad:

-Digno sois, caballero, de lidiar con el más valeroso, y por mi vida os aseguro que sois tan buena lanza como el que más.

-Poco es eso, Maestre, mientras no sea la mejor no habré conseguido lo que anelo.

Y separándose de D. Martín fue a tocar en el escudo del conde de Trastámara, con quien justó con conocida ventaja.

Rota, pues, la última lanza entre el caballero sin divisa y D. Pedro de Castilla, un faraute del Duque fue a pedir por cortesía al paladín de parte de su señor que dejase ver su rostro o digera su nombre, ya que con él no quería combatir; oído lo cual por el del blanco esmalte, levantó la visera de su yelmo y mostró a las curiosas miradas de los espectadores el bien proporcionado rostro de Gonzalo de Figueroa, brillantes de marcial fuego sus ojos garzos, y su hermosa frente iluminada con el placer y la satisfacción que esperimentaba siendo reconocido por uno de los mejores brazos de Castilla; y mientras de la liza se alzaron mil voces para victorearle, él se volvió hacia el estrado, saludó a Enrique III y a las reinas con indecible gracia, luego a las damas que agitaron sus cendales, y por último, al pueblo que lo aclamaba saliendo en seguida del palenque.

Otros paladines entraron en la liza después que Figueroa se retiró, justando ya con D. Fadrique, ya con el conde de Trastámara, o bien con D. Martín; mordiendo unos la arena como el malaventurado caballero del cometa, sosteniendo otros los encuentros con destreza y fortuna como Figueroa, pero sin vencer ninguno a los mantenedores; hasta que presentándose Rodrigo López de Ayala fue a tocar en el escudo del Duque, retirándose a la palestra a esperarle, apoyándose con gracia en su poderosa lanza en tanto que D. Fadrique venía.

Tenía Rodrigo alzada la visera, dejando ver su rostro serio, sus mejillas sin color, su frente noble, sus cejas más negras que el azabache, y sus ojos de profunda y espresiva mirada. Por lo demás, no revelaba ninguna emoción, era un justador frío, cortés, seguro, pero sin arrogancia.

Traía un coselete negro con relieves dorados; el yelmo, del mismo color que la armadura, sostenía en la dorada cimera un rico penacho de finísimas plumas de un amarillo caído y delicado. Montaba un soberbio caballo cordobés que de ébano parecía, enjaezado con una mantilla de escarlata con flecos y bordados de oro; y en el escudo llevaba por divisa una azucena al natural en campo de oro rodeada de laureles con este lema: «Por ella, y para ella.»

Montó el Duque prontamente en su mejor caballo de batalla que le tenían de la brida dos escuderos, tomó la lanza, embrazó el escudo, y marchó derecho a encontrar a su adversario.

En aquel instante estaba el Duque ligeramente encarnado, lo que hacía resaltar el brillo de su mirada, embelleciendo de un modo admirable su varonil fisonomía.

Al acercarse D. Fadrique, el Alférez mayor se inclinó sobre el cuello de su negro corcel en ademán de acariciarlo, pero al enderezarse miró al estrado donde Elvira se hallaba, deteniendo un brevísimo espacio la vista en la peregrina faz de su prometida, qua ligeramente palideció al notar su profunda y esploradora espresión. De Elvira llevó su mirada al Duque que llegaba con la venganza en el pensamiento y la arrogancia en la frente.

Sin trocar una palabra hiciéronse un saludo cortés, y bajando en seguida la visera se apartaron para tomar campo.

Un silencio profundo reinaba en la animada concurrencia, claro indicio del interés que despertaba en la fama del Alférez mayor, y las altas pretensiones que el poderoso mantenedor sostenía con brillante éxito en aquella mañana que había para él amanecido feliz.

En el primer encuentro la lanza del Duque se quebró contra la bien templada armadura de Rodrigo, saltando la suya en tres pedazos al chocar en el escudo de su contrario. Los escuderos les dieron otras, y los dos adalides se lanzaron a la carrera por segunda vez con un brío que redoblaba el orgullo, el odio y los celos; encontrándose con tal ímpetu que la lanza de Ayala dirigida al pecho del Duque se quebró, a la vez que éste alzando la suya asestó con toda la fuerza de su brazo un furibundo golpe en la cabeza de su rival, que abollando el yelmo se la hizo doblar con violencia.

Fuego destellaron los negros ojos de Rodrigo a través de las aceradas barras que los defendían; pero se mantuvo firme en el arzón, y recibiendo nueva lanza tornó por tercera vez a tomar campo.

Con la velocidad del rayo se lanzó a rienda suelta el negro bridón de Ayala hacia el Duque, que con no menos furia avanzaba; y dirigiendo Rodrigo la embotada punta de su lanza a la cintura de su contrario, le dio un bote con tan seguro y pujante brazo, que retrocediendo el caballo hizo rodar al ginete sobre la removida arena.

Unánimes y estrepitosas aclamaciones saludaron la victoria del Alférez mayor; las damas agitaron sus bandas y cendales, y los ministriles tañeron sus instrumentos mezclando sus alegres sonidos a los aplausos, de la multitud.

Púsose el Duque de pie ocultando su ira y sonrojo entre las caladas barras del yelmo, ira que subió de punto cuando Ayala le dijo con ironía:

-Os debo el honor del triunfo, D. Fadrique, y os aseguro por mi vida que le aprecio en tanto, que no encuentro una palabra a propósito para daros las gracias por habérmele dispensado.

Asestóle el duque de Benavente una de sus más altaneras miradas y le contestó con sardónica sonrisa mirando mientras hablaba a la hermosa dama de Catalina de Lancaster.

-Aunque eso sea así, creedme, señor Alférez mayor, harto pagado me encuentro.

-Sé muy bien, replicó Ayala con calma glacial a pesar que su sangre subió hasta su frente como una llamarada de fuego, que siempre con vos quedo deudor, y que mi deuda no data de este momento; pero tengo la esperanza que me haréis la justicia de creer que Rodrigo López de Ayala sabe y procura pagarlas.

-Pues hasta el torneo, caballero, contestó D. Fadrique con arrogancia amenazadora.

-No tomo parte en él, repuso Rodrigo con firmeza; pero aunque el mundo sea muy ancha liza, no lo es tanto, señor duque de Benavente, que no nos encontremos otra vez.

-Y para que yo os reconozca, si alguna vez os place cruzarlo de incógnito, id a recibir la banda que os podéis ceñir en lugar de otra que quizá deis por perdida, dijo el Duque roto el dique de su cólera y resentimiento.

-Sí haría a necesitarla, porque me sobra brío para disputarla y fuerza para conseguirla, pero no la he menester[-] contestó Ayala con suprema altivez, porque siempre será conocido quien como yo no oculta jamás su cara , su blasón y su divisa .

Y saludándole como se saluda a un vencido, le dejó para llegar al pabellón de D. Pedro de Castilla, en cuyo escudo golpeó con el cuento de su lanza, tornando a la palestra, que ya había despejado el duque de Benavente.

No se hizo aguardar el conde de Trastámara por cierto, sino que al instante, cabalgando con gallardía en su blanco corcel, fue a buscar a Rodrigo, puesto en hacerle pagar su victoria obligándole a morder la arena; mas no fue así, sino que a pesar de sus esfuerzos para vencer al Alférez mayor, fue vencido por éste, que con uno de sus buenos botes lo sacó del arzón y lo arrojó a la arena, midiédola mal su grado.

Nuevos y repetidos aplausos resonaron en el palenque celebrando al vencedor; y así que el conde se retiró, López de Ayala hirió con un fuerte golpe el escudo del valiente maestre de Alcántara, espectador de sus anteriores triunfos.

El famoso hidalgo de Galicia, que según dejó asegurado en el epitafio que compuso él mismo para su sepulcro, no conoció nunca el miedo, se adelantó con imponente ademán hacia el Alférez mayor que en la palestra le esperaba.

-Señor Rodrigo López de Ayala, le dijo con desdeñoso compasivo acento, muy codicioso, pardiez, os mostráis hoy de laureles; cuidad por vuestra vida de conservar los que en otras lides lleváis cogidos, atendiendo al refrán de vuestra sentenciosa Castilla, que dice: «Rompe la codicia el saco.»

-Si tal creéis de mí, valiente Maestre, estáis en un error gravísimo, respondió Ayala con indiferencia; sólo me falta en esta lid uno que coger desciñéndole a vuestra sien, tan profusamente coronada de ellos.

-Muy jactancioso estáis, señor Alférez, dijo el Maestre midiendo su delgado y elástico talle que no envaraba el hierro que vestía, y no os sienta bien, porque aun la victoria está por decidir.

-En todo os equivocáis, D. Martín; no conozco la jactancia, y si no ved que hago siempre la mitad más de lo que digo.

-No soy el Duque ni el Conde, replicó ofendido el gallego.

-No he tampoco olvidado que sois el hidalgo D. Martín Yáñez de la Barbuda, maestre de la orden de Alcántara.

-Pues así como conocéis su nombre, prosapia y condición, vais a sentir lo que puede la fuerza de su brazo, que no ha descargado hasta hoy sobre vos.

Y clavando el acicate a su alazán partió a galope para tomar campo.

Igual fue el ímpetu del primer encuentro y tan terrible, que los dos caballos clavaron las ancas en la arena al chocar las lanzas en los escudos, cayendo éstas de sus manos quebradas en dos pedazos.

Tornaron otras nuevas, volvieron grupas los caballos para tornar a embestirse, y las lanzas fueron rotas del mismo modo, y con igual violencia.

-Ya no os queda más que una lanza, señor Alférez del rey, dijo con triunfante acento el Maestre que dio la victoria por suya.

-Con eso sobra para venceros, respondió con calma y seguridad Rodrigo blandiendo la que el escudero le alargaba.

Y con una soltura que revelaba su destreza, revolvió sobre el atlético D. Martín, y de un bote le arrancó de la silla lanzándolo como una montaña a la arena, pero con tal prontitud y facilidad, que sólo podía darla una agilidad y fuerza sobrehumana.

Ya no fue una aclamación, fueron mil las que celebraron su triple victoria. Los heraldos lo proclamaron vencedor en la justa, y en tanto que su nombre por ellos pronunciado, era repetido con entusiasmo pasando de boca en boca, Rodrigo saludó a Enrique III y a las reinas, inclinó su lanza delante de la palpitante Elvira, y saliendo del palenque, tomó sin detenerse el camino de Burgos.

En tanto que los guerreros se preparaban para empezar el torneo, Enrique III, la reina Catalina y la de Navarra, se retiraron a un pabellón ricamente adornado, para tomar un necesario refrigerio y descansar un corto espacio; pero la impaciencia del niño D. Enrique no los dejó sosegar, aprovechando la esquisita galantería del Duque que todo lo había prevenido, y volvieron en breve a la liza ocupando el estrado como antes.

Y conociendo que el capítulo se haría interminable, si detalláramos los varios y brillantes lances del torneo, todos los gloriosos hechos, y los increíbles esfuerzos para vencer y no ser vencidos de los ciento ochenta caballeros, flor y nata de los paladines castellanos que en él tomaron parte, hemos pensado omitirlos, diciendo para satisfacer a nuestros lectores, que hicieron maravillas de fuerza, destreza, agilidad y cortesía; particularmente los tres vencidos mantenedores que a toda costa querían borrar con sus proezas las de Rodrigo López de Ayala.

La innata y desmedida presunción del hidalgo D. Martín estaba empeñada en triunfar a todo trance de D. Alfonso Enríquez, con quien ora combatía, porque el arrogante Maestre había mordido la arena por primera vez en justas, y era tal su coraje y humillación, que le parecía poco para vengarla vencer a los ciento setenta y nueve caballeros que había en la palestra. No pudo suceder así, porque estaba en un mal día, y el ilustre descendiente de D. Alfonso XI lo sacó por segunda vez del arzón; y como para probar que no hay dicha cumplida en este mundo, el bizarro Gonzalo de Figueroa tuvo la honra de hacer perder los estribos al vencedor de D. Martín, contribuyendo poderosamente en unión de su amigo Juan de Velasco, a que el duque de Benavente quedara dueño del campo, terminando el torneo que fue, al decir de los que a él asistieron, el más fecundo en aventuras y lances peregrinos.

Así que vencidos y vencedores despejaron la palestra, bajaron los jueces de sus almenadas torres y se dirigieron adonde la reina Catalina estaba, como que era la que debía dar el prez, aumentando con esto su valor y decidir una duda que a los jueces ocurría.

Seguíanles cuatro escuderos del Duque con dalmáticas verdes y blancas, colores del mismo en el torneo; presidiendo a igual número de pajes que conducían con gran majestad la bandeja de oro en su rico almohadón cerrando la marcha otros cuatro escuderos vestidos como los primeros en un todo.

-Maestre, [exclam]ó Enrique III así que el de Calatrava estuvo a distancia de poderle oír, ¿quién ha sido el más valiente de todos los paladines que han justado y combatido?

-Valientes lo son todos a cual más, señor[-] contestó D. Gonzalo con noble orgullo; pero el más diestro, el más esforzado de todos ellos, es sin duda alguna vuestro alférez mayor, Rodrigo López de Ayala.

-¿Lo veis?, dijo D. Enrique gozoso dirigiéndose a su tía, ¿veis como afirma el Maestre lo que yo os he dicho antes? ¡nada resiste a su lanza!

-¿De modo que a él le adjudicáis el pez?, le preguntó Doña Leonor al Maestre ligeramente resentida, porque había enaltecido con su ruda franqueza la destreza y pujanza de Rodrigo.

-Eso es, señora, lo que venimos a consultar con la Reina que lo es del torneo; porque según lo establecido en los capítulos de éste, hay dos vencedores y un solo prez impartible.

Atentísimamente escuchó la joven y hermosa Catalina de Lancaster a D. Gonzalo, y viendo que de ella se esperaba el fallo, dijo después de reflexionar un breve instante.

-El Alférez mayor ha vencido a los tres mantenedores, su triunfo es grande, y tiene muy buen derecho al prez, ¿no es verdad D. Alfonso?...

-Innegable, señora[-] contestó el Adelantado mayor, inclinado visiblemente hacia Ayala.

-Y según las condiciones que en sus capítulos puso el Duque, tiene también derecho nuestro D. Fadrique como dueño que ha quedado del campo ¿no es así, Maestre?

-Sí, señora, así es.

-Pues es mi parecer que reciba el Alférez mayor la banda que ha ganado y a toda luz le pertenece...

-Pero ¿y D. Fadrique, señora?, le preguntó con viveza Don Gonzalo.

-D. Fadrique quedará harto pagado, [exclam]ó la reina de Navarra tomando la iniciativa en la cuestión, con una flor de vuestro ramillete.

-Yo os lo aconsejaría también, señora, si no temiera el ofenderos, añadió el Maestre con su franqueza habitual.

-Lejos de ofenderme, Maestre, aprecio en todo vuestro parecer que sigo, ora por insinuación de nuestra tía Doña Leonor, ora porque vos lo aprobáis.

Y desprendiendo de su vestido un broche formado de un magnífico zafiro, lo puso en la bandeja de oro que le presentaron los pajes de rodillas.

Dos farautes fueron a llamar al Duque y al Alférez mayor; presentóse el primero, pero no el segundo con no poca sorpresa de los espectadores que no podían adivinar el motivo de tan singular modestia. La Reina lo esperó hasta que los jueces la digeron había vuelto a Burgos; entonces tomó el broche con su blanca mano y mirando al Duque que de hinojos ante ella se había hincado, le dijo:

-Hanme dicho los jueces del torneo, y yo lo he visto, que habéis lidiado con sin igual denuedo y que sois vencedor en éste como nuestro Alférez mayor en la justa, por lo que hemos venido en dar la banda, que ahí está, al valiente Rodrigo López de Ayala, y este zafiro, que aquí veis, a vos que tan bien le habéis ganado.

Y clavó el broche un poco trémula en la fuerte dalmática del Duque.

-Señora, respondió D. Fadrique que sentía con delicia rozar los suaves dedos de la Reina en la seda de su dalmática, nada he hecho que merezca tan alta prez ni tan lisonjeras palabras; pero eso mismo servirá para que en más le tenga y no olvide nunca que en su lenguaje esta rica piedra significa recompensa, y la he recibido de vuestra mano

-Don Gonzalo, y vos D. Alfonso, prosiguió diciendo la Reina después de haber escuchado al duque de Benavente con apacible semblante, cuidaréis de entregar esta banda al alférez mayor del Rey Rodrigo López de Ayala, ya que su modestia nos priva de que la pongamos sobre sus hombros; y podéis decirle que hoy ha desplegado con la bizarría y la destreza de un castellano la pujanza tan celebrada de los Douglas de Escocia, siendo nuestra admiración y la de la corte entera que justamente le ha aplaudido.

-Siento que el valiente Alférez mayor no esté aquí para escucharos, respondió D. Alfonso Manrique prontamente y con mesura; pero tengo orgullo en deciros que lo que le habéis visto ejecutar en el palenque es el preludio de lo que suele hacer en las batallas. Por lo demás, serán fielmente ejecutadas vuestras órdenes trasmitiéndole vuestras lisonjeras palabras.

Concluidos tan comedidos y discretos razonamientos diose la orden de marchar, abandonando la liza el Rey, que estuvo complacidísimo, las Reinas y la corte; se dirigieron por el camino de Burgos, seguidas de los paladines de más pro que habían tomado parte en la justa y el torneo, esperando tenerla asimismo en el festín de la reina de Navarra.

Capítulo III
Cómo la estrella de Rodrigo López de Ayala siguió oscureciéndose a pesar de sus esfuerzos

Todos los prestigios de una fiesta real de la edad media circundaban poco después del torneo el palacio de Doña Leonor de Castilla.

La esclarecida nobleza del reino que en Burgos se encontraba a la sazón, los valerosos paladines que más bizarramente habían justado, las bellísimas damas por ellos celebradas, la corte, en fin, con la reina de Castilla, que lo había sido del torneo, se encontraban en la encantada mansión de la reina de Navarra. Tan brillante reunión justificaba aquel famoso lema de «Guerra a los héroes y amor a las damas» que inmortalizó la edad en que fue proclamado.

¡¡Amor!!, hermosa y delicada flor que exhala su embriagante aroma sobre la juventud que la aspira con delicia y avidez. ¡¡Amor!!, vida del corazón que contigo se dilata, se ennoblece, se purifica y sublima, ¿por qué como para la beatitud ha de haber para ti predestinados que arrulle tu aliento vivificante...?

Y éstos lo son, y muy dichosos, aquellos para quien sólo tiene luz, calma y goces; aquellos que pueden besar uno a uno los pétalos de la flor; aquellos para quien no tuvo espinas, que la conservaron fresca y perfumada sobre el corazón que hizo feliz...

Pero los que no son elegidos para saborear tamaña ventura, los que la ven siempre ante sus ojos sin alcanzarla su mano nunca, los que ven con la frenética angustia de los celos que otra mano la corta y la marchita... para esos el amor es un tormento y la vida un preludio del infierno.

Y perdónennos nuestros lectores la digresión a que nos ha conducido el principio que proclamaban nuestros antepasados; porque aunque no lo parezca, atañe grandemente a esta verdadera historia harto impregnada de esa emanación de la vida, de esa centella de fuego divino que los paganos deificaron con el nombre de Amor.

Mas volviendo al festín de la reina de Navarra, daremos una idea de él diciendo que ardían millares de luces en los vastos salones del palacio, haciendo resaltar los vivos colores de las alfombras que tapizaban el pavimento; y reflejando en los florones del artesonado se amortiguaban en los profundos y elegantes pliegues de las colgaduras de raso carmesí que espléndidamente los adornaban. Esto en cuanto al local.

Por lo que hace a la concurrencia la formaban numerosos grupos de caballeros con tostada faz y negra melena, de altivo continente y penetrante y fiero mirar, vestidos de terciopelo y brocado con espada ceñida y zapatos un tanto puntiagudos; y las encumbradas damas de la corte, tan bellas, tan elegantes y seductoras como lo son las morenas hijas de la privilegiada España, ostentando galas y diamantes que deslumbraban menos que sus fascinadoras miradas.

La noche por sí era digna del día. El cielo estaba de un azul oscuro sembrado de apiñadas y rutilantes estrellas, que no se cuidaban de mirar por cierto ni los afortunados participantes del festín ni los escluidos de él, que en grupos murmuradores circulaban en rededor para recoger algunos ecos vagos y perdidos, o contemplar suspirando a las damas y caballeros que solían acercarse a las abiertas ventanas, presentándose como una aparición en el foco de luz que despedían.

Sin embargo, una mujer, o más impresionable a su encanto, o cansada de homenajes y placer, se dirigió a la más distante; y afirmando en el alféizar su desnudo brazo, clavó sus ojos con una atención profunda en el riquísimo manto que Dios estendió sobre los hombres.

Era esta Elvira Manrique de Lara, cuyas emociones desde la víspera eran tan violentas y variadas, que fatigada de reprimirlas, de ocultarlas, sentía la imperiosa necesidad de un instante de calma y de soledad; de un poco de aire que refrescara su abrasada frente.

Llevarnos dicho, y no una vez sola, que la prometida de Ayala era sobre manera hermosa; pero en el instante en que pensativa y nebulosa elevaba al cielo una mirada fija y profunda, rayaba en ese punto que no se puede describir, sin saber si aquel indefinible encanto provenía de sus ojos que rodeaban un ligero círculo azulado, de sus labios rojos y entreabiertos o de las sombras que cubrían su frente alabastrina, velando con la tristeza el orgullo.

Y luego la embellecía poetizándola su blanco y vaporoso traje, el rico collar de perlas que adornaba su descubierta garganta, y los negros y undosos rizos que acariciaban sus mórvidas y redondas megillas, el cuello y los hombros y cuya tersitud y blancura hacían resaltar.

El Alférez mayor que la seguía por do quier, como sigue el satélite a su astro, la vio irse a la apartada ventana, la vio astraerse y concentrarse en sí misma, dirigir al cielo su mirada y acaso su pensamiento, y apartado y respetuoso la estuvo contemplando un no corto espacio con estática admiración.

Pero Elvira continuaba siempre abismada en su pensamiento, inmóvil, interrogando con su mirada tenaz a Dios o a sus constelaciones celestes; y Rodrigo, no pudiendo resistir al deseo de oír su dulce y vibrante voz, y ansioso de que aquellos ojos tan brillantes y fascinadores se fijaran en los suyos, se acercó, y pasando a su lado la dijo:

-¿Qué enviáis al cielo con vuestra fija mirada, hermosa Elvira? ¿Es acaso un recuerdo, o más bien una esperanza?...

-Ni lo uno ni lo otro, Ayala, respondió su prometida sin variar de postura ni mirarle; busco tan sólo mi estrella.

-¿La conocéis por ventura?...

-¡No, y daría por ello... mi vida!

-¿Queréis que os la muestre?, le preguntó Rodrigo complaciente y galante.

-¡Oh!, sería singular favor; pero no os tengo por astrólogo muy sabio, noble Ayala.

-Es que no se necesita serlo para conocer la vuestra, replicó el Alférez mayor con galantería; ¿la queréis ver?... pues miradla, y la mostró con el dedo el más brillante de cuantos astros fulguraban en el azul manto de los cielos enviando a la tierra sus trémulos y suaves destellos; ésa es la vuestra Elvira, ésa tan resplandeciente y bella. Cuando estoy en el campo ansío la noche por verla; sólo de ella me cuido, sólo a ella miro, porque sus luminosos reflejos semejan los de vuestros ojos sin par como ella.

Sacudió Elvira sus elásticos y sedosos rizos con un movimiento de indefinible significación, y mirando a Rodrigo, le dijo con brusca entonación.

-Empiezo a creer Ayala que me queréis estremadamente.

-¿Empezáis ahora Elvira...?, yo creía que lo teníais ya olvidado[-] contestó Rodrigo sonriéndose.

-¡No! Nunca había pensado en ello hasta hoy que me he puesto a reflexionarlo.

-¿Y por qué hoy más que ayer, se ocupa vuestro pensamiento en medir mi amor?

-No os puedo esplicar la razón...

-Será porque anoche oísteis a mi propio corazón perceptiblemente, que lanzándose hacia el vuestro os dijo, rompiendo la reserva que lo comprime, ¡¡yo os amo!!

-¡Oh!, no, no es eso, Rodrigo...

Y Elvira apoyó maquinalmente su cabeza en el marco de piedra que guarnecía la ventana, tornando a clavar sus ojos con una espresión inquieta y aflictiva en el estrellado firmamento.

Era Rodrigo López de Ayala una de esas organizaciones rectas y nobles, inaccesibles a la sospecha, lo mismo que a la traición, que concentran sus sentimientos vehementes siempre por una delicadísima susceptibilidad, que rara vez rompen su natural reserva, pero que cuando lo hacen salen de sus labios las palabras hirvientes como la lava contenida de los volcanes.

Rodrigo conoció desde el momento en que el duque de Benavente principió su obra de venganza y seducción, que pretendía robarle su felicidad; pero dueño de sí, no dejó entrever sus celos sino después que se desbordaron en el jardín del alcázar. Hasta el instante en que Elvira no le reveló con la profunda tristeza de su réplica, que su corazón lo rechazaba, no creyó que pudiera D. Fadrique arrebatárselo.

Aquella idea despertó su egoísmo, su energía; le sublevó ante la posibilidad de perder la ventura que había soñado, y resuelto a luchar y a defenderla, le dijo tras un corto intervalo de silencio, empleado en calmar su violenta y amarga impresión.

-No sé lo que debo pensar de cuanto habéis dicho, Elvira; os obstináis en ser impenetrable para mí, y sin embargo, me dejáis entrever repulsiones y afecciones que me han de herir y atormentar. Yo también en el largo día de hoy llevo hechas muchas, muchísimas reflexiones; yo también he pensado que se aventura en una lucha encubierta debida a un misterioso y perverso influjo, el éxito de mi amor en sus más risueñas esperanzas, y que es necesario que combata ese influjo, y que termine con perseverancia y energía esa lucha de mala ley.

Elvira se sonrió con le espresión de la duda, pero una duda inquieta y triste; y Ayala continuó diciéndola con fe y pasión:

-Cuando salí de la liza esta mañana, rota mi última lanza, me puse a sondear con mano firme mi corazón y ¡el vuestro, Elvira!, que si no se me revela, yo lo adivino con mi afán de interesarlo. He podido conocer la ciega idolatría que me inspiráis, y he medido después en su ancha estensión la ventura que me podéis dar con sólo una caricia, con una palabra de afecto y venevolencia. Y luego, recordando lo pasado, os he considerado tan pura, tan noble, tan leal, que me he vuelto al porvenir con suprema confianza.

Escuchadme, Elvira. Cuando un amor es profundo, vehemente, intenso, noblemente sentido, ese amor es irresistible, y más pronto o más tarde se hace participar del que lo inspira; pues bien, ese amor es el mío, ese amor que en breve os rodeará completamente os atraerá hacia el que lo siente, y que os consagra su vida desde ahora...

Delante de esta esperanza... no retrocedo por nada, no, por nada, Elvira, no lo dudéis... porque si llegara a convencerme que tenía un rival... lo mataría y lucharía con su recuerdo sin ceder hasta que lo arrancara de vuestro corazón.

Elvira se estremeció con un sacudimiento nervioso, lo miró con ansiedad y le preguntó con un ligero viso de reproche.

-¿Aunque lo destrozarais, Ayala...?

-¡No, así no!, jamás podría hacerlo mi mano a pesar de su firmeza, respondió Rodrigo mirándola con delirante ternura.

-¿Y qué haríais, Ayala, si adquirierais, esa certidumbre?

-Nada, Elvira[-] contestó el Alférez mayor visiblemente afectado con la exigente pregunta de su prometida.

-Pero decidme, insistió ésta con nerviosa impaciencia, ¿es verdad que me aborreceríais?...

-No, Elvira, mientras aliente mi corazón latirá por vos.

-¿Pero qué haríais?, porque así no se puede vivir, [exclam]ó Elvira con acento febril.

-Ya os lo he dicho ¡¡nada!!

-Figuraos que no os amara, al contrario, que me inspirarais una aversión insuperable ¿me amaríais?

-Ya veis que sí, y eso que no me dejáis ninguna ilusión sobre los sentimientos que os dominan.

-Pues bien, demos un paso más; suponed que amara a otro... como vos me amáis a mí...

-¡¡Elvira!!, [exclam]ó Rodrigo poniéndose pálido y chispeando sus ojos, ¡por favor! no repitáis eso nunca.

-Pero ¿y si sucediera?...

-¡¡Aun!!

-Sí, respondedme, dijo Elvira que parecía resuelta a llevar sus suposiciones hasta el fin por más que Ayala se resistiera a fijar término a su amor.

-Si adquiriera ese amargo convencimiento... os devolvería vuestra libertad.

-¿Y ya no me amaríais, Rodrigo?

-Siempre os amaré, Elvira, siempre, ya os lo he dicho, respondió Ayala impresionado y sombrío; sólo una cosa os podría arrancar de aquí.

Y se llevó la mano al corazón.

-¿Cuál?, preguntó Elvira obcecada en sus indagaciones y diríase que vertiginosa.

-Que el ángel se elevara a la mansión de donde vino, y dejara una mancha en la frente de la mujer; contestó Rodrigo enardeciéndose la suya fuertemente a sólo aquel pensamiento.

-¡Oh!, [exclam]ó Elvira pasándose la mano por la frente con un movimiento indeliberado y brusco; no os daré el derecho de que la despreciéis, ¡¡basta de prueba!!

-Muy ruda es a la que me habéis sujetado, replicó Ayala con despecho; no estrañéis que su impresión sea tan violenta que me saque de mí mismo.

-Mía es la culpa, pero no la cometeré más; repuso Elvira con altivez. Descuidad.

-Poco generosa sois conmigo, dijo Ayala con amargura; nada me perdonáis después de haber herido todas las fibras de mi ser. Dejadme creer, dejadme esperar, dejadme el porvenir ya que el presente así se ha sobrecargado de nubes.

-Nada os vedo, Ayala, creed, esperad y amadme; perdonad que os atormente; es... yo no sé cómo os lo esplicaría que pudierais comprenderme, porque la palabra sufrimiento es muy vaga para esplicarlo.

Y dos lágrimas gruesas y brillantes se suspendieron en las negras pestañas de Elvira, revelando, no la emoción, sino la pena.

Dio Rodrigo un paso más, puso a su vez el codo sobre la repisa de la ventana y la megilla en la mano, fijó sus ojos con inmenso amor en los ojos que deslumbraban con el brillo de sus lágrimas; y con ese acento de dulce y condescendiente espresión que sólo tiene el cariño cuando es infinito y profundo le dijo:

-Elvira ¿me tenéis por caballero?...

-Cumplido y sin tacha.

-¿Creéis que os amo?...

-No puedo dudarlo.

-Que nada, ni aun la mía, y soy egoísta, me interesa tanto como vuestra felicidad?...

-También, Ayala.

-Pues bien, decidme qué es lo que atrae esas lágrimas que cubren vuestros ojos y caen en mi corazón; sed franca conmigo que seré para vos tan benévolo, tan delicado como un hermano.

-Rodrigo[-] contestó Elvira medio volviéndose para enjugar las que corrían por sus megillas sin que nadie lo advirtiese; ¿me concederéis un favor si os lo demando?

-Sí, y haré todo lo que queráis, como pueda disipar vuestro enojo o vuestra pena.

-Pues siendo así, prometedme olvidar que las he vertido, y no pensar en lo que ha podido arrancármelas en tan inoportuno momento.

-Eso es imposible, Elvira, y no puedo prometerlo, pero sí que no os las recordaré nunca. ¿Os basta?

-Sí; porque sé que vos cumplís lo que ofrecéis, y no os permitiréis ni una alusión jamás.

-Así es como lo decís, nunca os la haré en ninguna circunstancia. Pero para lo sucesivo permitidme que yo también os pida una gracia.

-¡Hablad!

-Que me concedáis vuestra confianza, Elvira; ¡eso no es amor!

-No, pero es un alto aprecio y me complazco en aseguráoslo.

-Y que mañana os vea sonreír cuando entre en la cámara de Doña Catalina.

-¿Mañana y no esta noche?, replicó Elvira sonriéndose dominada por la abnegación de Ayala.

-Esta noche y siempre[-] contestó el Alférez mayor feliz con aquella sonrisa.

-Y ahora, señor Alférez mayor, ¿me queréis dejar sola con mi estrella y mi pensamiento?

-Os obedezco con pesar, pero os obedezco; respondió Rodrigo suspirando.

-No os pese tanto, porque ved, la Reina se va, y yo lo hago en su seguimiento.

Y saludándolo fue a reunirse con Doña Catalina, que con efecto cruzaba el iluminado salón acompañada de la reina de Navarra y seguida de sus damas para retirarse del festín.

Ya estaba en las últimas gradas de la escalinata del palacio, cuando el duque de Benavente, que le había cedido al conde de Trastámara el honor de conducir a la Reina a su litera, poniéndose junto a Elvira la dio la mano para ayudarla a descender diciendo en voz sólo para ella perceptible:

-Ni una palabra, Elvira; ¿por qué empeñáis mi ventura?

No la articuló la prometida de Ayala, pero alzó hasta él sus negros ojos que revelaron, en sólo una mirada, todo el amor que es capaz de sentir un corazón.

-Decidme como anoche: ¡¡os amo!!, decídmelo, Elvira mía, murmuró el Duque estrechando su mano orgulloso y desatinado.

-Más, mucho más que mi vida[-] contestó la peregrina Elvira en voz sumamente baja, trémula y conmovida.

El Duque oprimió nuevamente la mano que temblaba en la suya, y sin añadir uno ni otro una palabra más, aquél condujo a ésta a su litera, la ayudó a subir, y con un lacónico, pero espresivo adiós, se despidió llevando su inmensa ventura que saborear; mientras que Elvira, en el fondo de su litera, cerrando los ojos se apretaba el corazón con ambas manos, porque sus latidos la estremecían.

Capítulo IV
Que la vida como el cielo, tiene nubes y tempestades

No todo en el mundo es fiesta, así como tampoco placer lo que en la vida se goza.

Las tan animadas y brillantes de Burgos habían cesado; ya en razón del tiempo que era en estremo caloroso, ya porque la salud de suyo frágil y delicada del Rey se hallaba quebrantada y débil con el rigor de la estación, ya en fin, porque de nuevo comenzaban a hervir sordamente las pasiones contenidas en la apariencia, pero siempre violentas y dominantes.

Dos meses habían transcurrido desde el famoso torneo del duque de Benavente; durante ellos, el alcázar cerrado, escepto a los regentes y a las reinas Doña Leonor y Doña Beatriz, no había oído resonar en sus espléndidas cámaras una risa, pues ni Enrique III dejaba el lecho, ni la joven y hermosa Catalina de Lancaster su cabecera.

Por su parte, D. Fadrique, apurando a grandes sorbos la ancha copa de la felicidad, se entregaba sin reserva a las deslumbrantes ilusiones de una insensata esperanza, basada en la muerte del doliente D. Enrique.

Los arzobispos de Toledo y Santiago no habían perdido el tiempo en la inacción. Según lo que en Perales convinieran habían convocado a cortes generales que debían reunirse en breve para sancionar y jurar lo allí pactado, mandando a Rodrigo López de Ayala sobre Antequera para refrenar la audacia de los moros, quien habiéndolos arrollado en un encuentro y deshecho en otro, escaramuzando con los de Baeza y haciéndolos retirar con pérdida de sus más arrojados caudillos, regresó a Burgos con un laurel más y el mismo amor en el corazón.

En esos dos meses, Elvira había perdido la paz de su corazón y la serenidad de su frente.

Veía acercarse el día en que había de entregar su mano al Alférez mayor, fijado irrevocablemente por su padre, y veía al duque de Benavente postrarse a los pies de Catalina de Lancaster, y a ésta poner en él su confianza, con una inquietud creciente y angustiosa.

Y sin embargo, sus angustias, sus celos, sus temores, no asomaban ni a sus ojos ni a sus labios, todo lo ocultaba, todo lo devoraba en silencio; y el orgullo le ponía a su rostro una máscara, y a su lengua una mordaza.

Era de tarde, Elvira no había ido al alcázar, sino que se hallaba en un aposento de su palacio, ricamente amueblado, sentada en un alto sillón de terciopelo carmesí, los codos apoyados a una mesa, y la frente a entrambas manos que a la vez la sostenían y la apretaban.

A pocos pasos de distancia, sentadas delante de unas pintadas vidrieras abiertas de par en par, dejando paso a un ancho balcón con balaustrada de piedra, estaban cuatro dueñas, tres de ellas tiesas como si fueran de palo, flacas como heremitas y viejas a cual más, tenían una labor sobre las rodillas, las manos en actitud de coser y los hundidos ojos fijos en la cuarta; la cual, montando unos anteojos en su larga y afilada nariz, leía pausadamente con voz alta y cascada.

Cuatro doncellas bonitas y graciosas, frescas y airosas en estremo, con sus corpiños escotados y sus blancas gorgueras, bordaban con ligereza sin alzar los ojos de su trabajo; y detrás de ellas un page de talle tan delgado y elegante como una dama, vestido con una ropilla de seda azul celeste, miraba a la dueña con espresión burlona y picaresca, escuchando mal su grado la lectura que a todas tan sabrosa parecía, a juzgar por la atención con que era oída.

Deteniéndose la lectora un instante para volver la hoja, lo cual hizo muy torpemente, las dueñas oyentes parpaguearon, y el page inquieto como un pájaro, dejó su sitio por otro, mientras la altísima dueña, continuando su lectura, prosiguió diciendo con tono lento, sostenido y de una igualdad pasmosa:

«Y entonces Carlo Magno dijo a grandes voces, aquí caballeros, que ahora es tiempo de emplear vuestras fuerzas, y...»

-Doña Mencía, dijo el page interrumpiéndola, ahí debisteis dar una gran voz, porque el señor Carlo Magno, no lo diría así tan quedo y de seguido como nos lo estáis leyendo, que no parece si no que nos encomendáis el alma como si fuéramos difuntos.

-Por lo menos, page lenguaraz, os encomiendo el silencio, que yo bien me sé cómo lo dijo y cómo lo he de leer, y vamos callando que la aventura es fuerte.

Y tornando a la interrumpida tarea, siguió leyendo en el mismo tono, diciendo de esta manera:

-«Y dicho esto, se adelantó a los suyos, y empezó de hacer tales cosas que a todos hacía estar espantados; así sus caballeros, como sus enemigos; y puesto a su lado Fierabrás, Recarte de Normandía y el duque Regner, y dieron tanta priesa a los paganos, que les fue forzado meterse en la villa, y pensaron alzar una puente levadiza, mas Fierabrás la tuvo que no la pudieron alzar, y dijo a los otros que entrasen en la villa con buena ordenanza, sin dejar de herir varonilmente a sus enemigos. Y en la entrada hubo gran mortandad de cristianos, la de las ventanas y las torres los mataban a pedradas; y viéndose Carlo Magno en tan gran afrenta, dio una voz diciendo, socorrer caballeros...» Y Doña Mencía la dio tan grande, que dueñas y doncellas la miraron entre sorprendidas y espantadas, escepto el page, que tornando de nuevo a interrumpirla, la preguntó con serena faz:

-Decidme, Doña Mencía, ¿descendéis en línea recta de Fierabrás, o de rama colateral?

-Yo desciendo de los Pérez de León, contestó la dueña quitándose los anteojos después de poner el libro sobre las rodillas; ¿por qué lo preguntáis, Fernando?

-No es sin misterio, Doña Mencía, replicó el page burlón, os lo pregunto porque en todo tenéis trazas de ser su hija o cuando menos su prima hermana, y quise saber si lo erais por línea recta o trasversal, porque de su casta sois.

-Y vos de la de Lucifer, atrevido rapaz, [exclam]ó la dueña encendida en cólera.

-Prosapia regia, replicó el page sin turbarse; ¿sois de la servidumbre suya, anciana dueña?

-Soy quien os ha de sacar la lengua por descomedido, cortándoos las alas que no os corresponde tener.

Iba a replicar el page, y la dueña a ponerse los anteojos, cuando la que a su lado estaba, tocándola en el codo con el suyo, los hizo caer de su mano en el punto de colocarlos en su larga nariz, dejando a la vez con la palabra en los labios a Fernando, porque tomándola ella sin cortesía, la preguntó a la iracunda lectora con acento meloso y compungido.

-Doña Mencía de mi alma, ¿duerme mi señora Doña Elvira?...

-¡No lo sé!, respondió la interpelada con aspereza.

-Pues podríais callar por si acaso, repuso la interpelante con tono blando y amistoso; pero en realidad temerosa de que un nuevo apuro de Carlo Magno arrancase otro grito a la lectora asustándola otra vez.

-Quien ha de callar sois vos, Doña Gómez de mis pecados, replicó aquélla agriamente, ya que os ha hecho nuestro Señor parladora como una urraca.

-Me estáis sofocando, Doña Mencía, y bien sabéis que nunca me dejáis hablar, porque todo os lo queréis charlar vos, que parece que lo tenéis por abasto, y con abrir la boca os defraudamos.

-¡Y si nunca decís nada a tiempo, como decía vuestro difunto marido!

-Viviérame él, y yo hablaría de sobra sin que nadie me pusiera coto.

-Por no oíros se murió, con que no os pongáis a llorarlo por eso, respondió impaciente Doña Mencía.

Y acabando de promediar los anteojos en su nariz, se disponía a proseguir el cuento de Carlo Magno, anudando el hilo tantas veces roto de sus aventuras, lo que hiciera seguramente si otra dueña que no quitaba los ojos de su señora desde la interrupción de Doña Gómez, tirándole de la manga, no le dijera:

-Miradla qué pensativa y qué triste está, ahora que se levanta para venir al balcón la podemos ver la cara.

Efectivamente, Elvira, triste y pensativa como su dueña había dicho, cruzó en silencio por entre ellas y fue a recostarse en la balaustrada del balcón, tornando a poner su sonrosada megilla en la palma de la mano.

Durante un corto espacio tuvo elevada su vista, fija en la bóveda celeste con ferviente y afligida espresión como si formulara una súplica al que sustituye con su voluntad poderosa la brisa al huracán y la luz a las tinieblas; y luego sin que en aquellos ojos, que demandaban auxilio con una ansiedad angustiosa, brillara la luz de la esperanza, descendieron de la región de los ángeles para vagar por la mansión de los hombres.

El balcón caía a un florido y estenso jardín; por un momento y siempre distraída paseó su mirada por los caprichosos cuadros cuajados de olorosas flores, siguió el incierto vuelo de los pájaros que se escondían entre las frondosas copas de los árboles, fijándose, por último, en el horizonte, donde se amontonaban densos y oscuros nubarrones.

La mirada oblicua y disimulada de Doña Mencía la siguió, pero en vano; porque su señora, vuelta de espaldas a ella, permaneció inmóvil y abstraída.

-¿Qué la traerá tan preocupada y melancólica?, dijo con la espresión de la más ardiente curiosidad la dueña mirona a Doña Mencía.

-Nada sé, respondió hipócritamente la cómplice de D. Fadrique; pero presumo que será su próxima boda, que sin duda es lo que más impone a una doncella.

-Pues debía estar a mi entender muy contenta, porque el señor Rodrigo López de Ayala es un cumplido caballero, con unos ojos que hablan y un talle que da gloria el mirarlo, y a más a más, que la quiere estremadamente.

-Qué queréis Doña Suera, pero el mudar de estado, no es el mudar las tocas.

-Así será, pero para mi santiguada no es motivo ése para acuitarse a tal punto.

Vino el page de puntillas adonde las dueñas estaban, y acercando su cara fresca y sonrosada a la fea y arrugada de la curiosa dueña, le dijo terciando agresivamente en la conversación:

-¡Ay, Doña Suera de mi alma!, yo creo, así os asista el arcángel San Miguel en todas las tentaciones y flaquezas de vuestra vida, que vos sois la causa de su tristeza.

-¡Yo! Pues mísera de mí, ¿qué es lo que he hecho? ¿En qué la he ofendido?, preguntó estupefacta la dueña.

-Vos en nada, Doña Suera; pero teniéndoos delante piensa en lo perecedero del mundo.

-Vaya enhoramala el page bellaco, dijo la dueña tan mortificada como ofendida.

-Perdonad, repuso Fernando, haciendo un gesto provocativo y burlón; perdonad; pero lo he dicho, porque cuando uno os mira no puede menos de [exclam]ar: ¡¡¡y esto ha sido una mujer!!!

La más cumplida bofetada que dio jamás la mano descarnada de una dueña, resonó en la llena megilla del page, quien de un salto se refugió junto a su señora, sacándola de su enajenamiento.

-¿Qué hacéis, Fernando?, [exclam]ó Elvira mirando alternativamente a las dueñas y a su page predilecto, en cuyo rostro estaban estampados los secos dedos de la vieja.

Pero antes que aquél respondiera, todas las otras, de pie y alborotadas, lo acusaban con increíble enfurecimiento, pidiendo castigos para el delincuente.

-No quiero oír denuestos, dueñas, dijo Elvira frunciendo el ceño; si él ha hecho una travesura bien os habéis propasado en el castigo. Con que basta, callad y sosegaos; dejad vosotras esa tarea, y vos Fernando, dadme el cendal que dejé sobre la mesa y seguidme, que voy a pasear al jardín.

Todas las personas a quien se dirigían sus órdenes las cumplieron sin replicar. El page la precedía para abrir la puerta a su tránsito; y cuando pasó la última se colocó a su espalda respetuosamente.

Cada vez más preocupada Elvira recorría las arenadas calles del jardín sin pararse a coger una flor, ni decir una palabra al mudo y solícito Fernando.

A veces su frente se plegaba con una tristeza profunda; a veces una alegría inmensa, inefable y dulcísima se desprendía como un relámpago de sus ojos, y a poco el orgullo y la impaciencia se revelaba en el fuerte arqueamiento de sus cejas.

Todo esto indicaba una lucha interior que agotaba su fuerza, porque ya no la podía ocultar a pesar de sus esfuerzos, y dominarla mucho menos.

Llegó, por último, a la berja de hierro por donde se salía a una angosta y desierta callejuela formada en parte por la cerca del jardín.

Aquella berja estaba impregnada con los suspiros del Duque, puso Elvira contra ella su frente nacarada, absorviéndose muda y palpitante en sus recuerdos.

Así pasó un largo espacio; durante él, Elvira tomó una resolución.

Afirmándose en ella, levantó la cabeza, miró a Fernando, y le dijo con febril precipitación:

-Tengo un proyecto, Fernando, ¿me quieres ayudar a realizarlo?

-¿Si quiero?... pues si brincaré de alegría sólo con pensar que os puedo complacer.

-Por eso lo fío de ti, porque sé que me quieres algo y no me pondrás obstáculos.

-Permitid que os diga, que en lo de algo os engañáis, si hubierais dicho mucho, la calificación sería más propia; por lo demás, para el page Fernando de Bobadilla, no hay dificultades que no venza, tratándose de servir a su señora.

-Pues pruébamelo, Fernando.

-¡Hablad!

-¿Sabes dónde vive Ben-Samuel el astrólogo... ese que la corte celebra tanto?

-Sí, señora, como que he ido hasta la puerta con Gonzalo Arias, el escudero de D. Alfonso.

-Entonces sabrás guiarme, porque quiero consultarlo.

-Cuando queráis.

-¡Oh!, pero lo has de tener tan en secreto que no se sepa jamás.

-Primero me dejaré matar que descubrirlo.

-¡Jurámelo, Fernando!...

-¡Lo juro por el santo nombre de Dios y por el alma de mi padre que esté en el cielo!

Aún tuvo Elvira un instante de indecisión, pero venciéndola, le dijo:

-Pues bien, esta noche iremos; así que todos se acuesten vienes aquí a esperarme. Ve encubierto.

-¡Oh!, de tal modo me he de poner que no me conozca nadie.

-Ninguna precaución es sobrada, porque te repito que no quiero que nadie lo sepa. Yo vendré a buscarte cuando sea tiempo, y saldremos por aquí.

-Vos dispondréis, y yo obedeceré en todo.

-Eso quiero, y ahora volvámonos, y sé discreto si apreciáis mi favor.

Dicho esto, tomó la resuelta Elvira la calle más corta que conducía a su espléndida morada, donde empezaban a brillar las luces en salas y galerías, resbalando su resplandor sobre los emparrados que sombreaban las ventanas con los flexibles vástagos cuajados de jazmines y madreselva.

Elvira, en una de esas horas en que el corazón se deshace en las alternativas de la incertidumbre, quiso ponerle término conociendo la realidad, sin comprender ni pesar las graves consecuencias que podrían seguirse de su irreflexiva acción.

Capítulo V
En el que se demuestra cómo el libro en que leyó el astrólogo Ben-Samuel no se apolillará jamás

Serían las diez de la noche, cuando la imprudentísima Elvira y su page se deslizaron como dos sombras por la berja de su jardín abierta traidoramente al duque de Benavente por la dueña, y ahora por la trémula mano de su desaconsejada señora.

D. Alfonso Manrique, después de rezar sus oraciones y bendecir a su hija, acababa de acostarse tranquilo y confiado, creyéndola entregada al sueño de la inocencia y a los cuidados de sus dueñas.

Y mientras el Adelantado mayor se dormía murmurando quizá el nombre de Elvira, ésta, recatada en un ancho manto, caminaba de prisa por las solitarias calles de Burgos al lado de su fiel page.

El cielo estaba tempestuoso; las nubes corrían empujadas por fuertes ráfagas de un viento seco y caliente que levantaba torbellinos de polvo, y la luna, velada a veces por densos nubarrones, iluminaba otras con sus pálidos rayos la confusa masa de edificios y el intrincado laberinto donde se alzaban, y que seguía con ligera planta y sin estorbo alguno la silenciosa pareja.

Así atravesaron gran parte de la ciudad, y en uno de los intervalos de luz que iban siendo más cortos, mostrando el page con su dedo una torre cuadrada de ladrillo que en la parda bóveda se recortaba, rompiendo por primera vez el silencio, lo dijo:

-Ahí vive el astrólogo, señora.

Alzó Elvira la cabeza que llevaba siempre baja, y la vio dibujarse informe y negruzca en el fondo oscuro en que se levantaba aislada y sombría. Una luz viva y encarnada salía por una estrecha ventana, proyectando como una llamarada en el muro de un convento fronterizo de la torre. Las demás, lo mismo que la puerta, estaban cerradas.

El primer movimiento de Elvira fue detenerse; pero había avanzado mucho y muy inconsideradamente para retroceder, le parecía que una mano más poderosa que su voluntad la empujaba, y cediendo a su impulso irresistible, dijo a su page con decisión:

-Quédate aquí, Fernando, y espérame; si tardo acércate y llama, pero no entres, desde fuera me guardas mejor que acompañándome. Cúbrete bien que nadie te vea si acaso por aquí pasa, y observa.

-Entrad sin temor, que yo quedo aquí vigilando y guardándoos, respondió el page mostrando en su confianza un alto concepto de sí mismo. No separaré mi vista de la torre, y a la más leve señal que me hagáis, o que note alguna novedad, estaré pronto para todo.

Y esto diciendo, se embozó en la capa, se recostó en un hueco de la pared, quedándose tan inmóvil cual si fuera una estatua de piedra en ella incrustada.

Elvira se acercó a la puerta, cojió un enorme llamador que a la altura de su mano estaba pendiente sobre una plancha de hierro, y dio dos golpes que fuertemente resonaron, y transcurrido un corto espacio sin que nadie contestara, los repitió más fuertes y retumbadores.

Desde donde quedaba Fernando, vio asomarse, por la ventana de donde salía la luz, una cabeza cubierta con un blanco y voluminoso turbante, y Elvira oyó una voz de sonoro y varonil timbre que de lo alto descendía preguntando con acento de duda:

-¿Es a mi torre donde llaman?

-Sin duda alguna, si es la del astrólogo Ben-Samuel; respondió Elvira palpitando.

-La misma es, replicó el astrólogo cambiando su acento de duda por otro de sorpresa; ¿pero quién sois que a esta hora venís a ella?

-Una dama que gusta de hablaros, contestó la prometida de Ayala procurando tranquilizarse.

-Sea bien venida, repuso el astrólogo cortésmente; voy a abrir, esperad un instante mientras bajo.

Y Ben-Samuel se retiró de la ventana prontamente.

Poco esperó Elvira, la puerta se abrió y apareció ante sus ojos Ben-Samuel con su larga túnica verde, su blanco turbante y una lamparilla de hierro en la mano, a cuya luz parecía aún más pálido y demacrado, más salientes los arcos de sus cejas, y más penetrantes sus ojos de un brillo sombrío.

Si Elvira hubiera, por una repentina inspiración, sabido ante quien se hallaba; que aquel astrólogo a quien iba a consultar, a quien le iba a pedir luz para fijarse en el caos en que rodaba, era el depositario de todos los secretos del duque de Benavente, y al cual toda la corte había corrido presurosa a enterarle de los suyos; que aquel astrólogo en su intenso odio y en su tenebrosa venganza la había envuelto con Rodrigo, habría temblado huyendo precipitadamente; pero por desgracia ignoraba el funesto influjo que había ejercido en su suerte la banda fatal de Ayala, y ni aun un presentimiento se insinuó en su corazón al encontrarse rostro a rostro con él.

No vaciló, pues, entró en el antro de su enemigo, lo siguió por la estrecha escalera penetrando en el aposento principal de la torre donde Ben-Samuel tenía su laboratorio.

Ocupó Elvira un ancho sillón de baqueta que el astrólogo la presentó; y éste permaneció de pie delante de ella los brazos cruzados y ademán respetuoso.

Bien es verdad, que puesta en ella los ojos, la contemplaba demasiado ávidamente.

Por instinto, Elvira se recataba en su manto.

Ben-Samuel permanecía callado, y su hermosa visitadora ordenaba sus ideas agitadas y descompuestas.

-Sabio Ben-Samuel, dijo Elvira rompiendo el silencio con su dulcísima voz no muy segura; vengo a buscaros a vos que leéis en el porvenir, para que levantando una punta del velo que cubre el mío, le hagáis visible a mis ojos, ansiosos de conocerlo.

-Sí haré, respondió el judío inclinándose gravemente. Preguntad y sabréis.

-Quiero saber, repuso Elvira con emoción, lo que siente un corazón por mí, pero en su desnuda realidad. Quiero saber hasta qué punto es sagrada la palabra de un caballero espontáneamente empeñada.

-¡Dios de Jacob, lo que pide!, [exclam]ó Ben-Samuel con énfasis, ¡lo que siente un corazón, y lo que vale una palabra!

Incorporóse Elvira con viveza, y arrojando a los pies del astrólogo una bolsa de seda carmesí primorosamente bordada de oro y bien repleta de doblas que despidieron un argentino son al caer, replicó:

-Poco es eso para lo que podéis, sabio Doctor.

-Poco es sin duda para lo que puedo deciros, respondió el astrólogo con acento profundo, sin tocar la bolsa caída a sus pies; pero mucho para que vos lo escuchéis. De ese corazón se alimenta vuestra vida, como la planta del jugo de la tierra donde brota; de esa palabra está pendiente vuestra felicidad y acaso vuestra honra; la duda es un compuesto de fe y esperanza que vacila, que desmaya, pero que sostiene en sus varias alternativas... y tras de la realidad no hay nada que esperar y mucho tal vez que temer.

Creedme, para leer en el destino se necesita mucho valor o mucha desesperación; y aún os queda para lo último dulcísimas ilusiones que perder.

-Tenéis razón, dijo Elvira tristemente, hay realidades que conocidas no queda más consuelo que el de morir; pero hay circunstancias en la vida que es preferible conocerlas a vagar en la horrible incertidumbre de la duda. Yo no puedo temer más de lo que temo, y si puedo afirmar mi fe y tranquilizar mi espíritu con lo que me digáis, mostradme, pues, el libro abierto, y estad seguro que leeré con avidez y valor.

-Pedís resueltamente vuestro horóscopo ¿no es eso, señora?...

-Lo pretendo, sí; por eso he venido. Pero lo que deseo, sobre todo, es conocer su corazón, y no digo su pensamiento, porque es tan móvil y beleidoso que nada le puede sujetar, ni el poder de la ciencia, ni el influjo de la pasión.

-Dadme una prenda de ese hombre y vuestra mano, dijo el astrólogo; que si realmente no sabía los misterios del porvenir, conocía los del corazón humano, y los conocía tanto que podía predecirle sus dolores y alegrías sondeando sus heridas y pasiones, que comprendía con una sola palabra, y más que con ella, por el modo de modularla.

Tiró Elvira de una cinta que rodeaba su cuello, y en cuyas puntas estaba sujeto un medallón de oro guarnecido de rubíes, lo abrió y sacó los pétalos de una azucena cuidadosamente conservados, pero secos y sin perfume.

-Es lo único que he recibido de su mano, dijo alargándolos cuidadosamente a Ben-Samuel.

Los ojos del astrólogo destellaron un vívido y ardiente relámpago que deslumbró a Elvira aturdiéndola; aquella flor que sus dedos estrechaban, le revelaba que la venganza del Duque iba a recibir el complemento.

-La mano, si os servís, dijo tendiendo la suya para recibirla.

Elvira se la alargó con decisión.

-Sin guante, si gustáis.

La prometida de Ayala se lo quitó con prontitud.

El astrólogo la tomó, la observó un instante, y reteniéndola en la suya, clavó sus ojos con irresistible fijeza en la medio velada faz de su consultadora, y dijo acentuando lentamente:

-Aquí está escrito ¡Rodrigo López de Ayala!

Un estremecimiento nervioso de la mano que en la suya tenía le probó a Ben-Samuel lo que aún dudaba, y era que podía devolver en veneno la sangre que Ayala le había hecho verter.

En aquel momento el rostro del judío estaba demudado, una espresión siniestra y feroz animaba sus facciones pronunciadas y angulosas; y Elvira, cuya mano abandonó, palpitaba creyéndole entregado a una misteriosa inspiración.

Ben-Samuel, con efecto, estaba preocupado, no en buscar los secretos del destino, sino sitio en que herir a la que quería conocerlo. Fue a la mesa y removió los libros, los abría y aparentaba leer; después tomaba la esfera y compases y hacía como si trazara líneas y figuras en un pergamino, se iba a la ventana a contemplar el firmamento cruzado de ardientes relámpagos, y por último, yendo a Elvira que seguía todos sus movimientos, la dijo:

-¿Queréis conocer lo futuro? ¡Venid!

Abandonó Elvira el sillón y fue a colocarse al lado del judío delante de la estrecha ventana. Ben-Samuel estendió su brazo flaco y musculoso señalando con su dedo al cielo, y dijo:

-Mirad ese gran libro.

-Le veo, respondió Elvira clavando en él sus ojos con ansiedad.

-¿Sabéis lo que forma la tempestad?

-No.

-Pues es los vapores de la tierra.

-¡Bien!

-El corazón, como el cielo, tiene sus tempestades, las pasiones producen en aquél lo que los vapores acumulados en éste. Tenedlo presente.

-¡Continuad!

-Fijad ahora vuestra atención en esa rica alfombra, sobre la que el Eterno sienta su pie. ¿Qué veis en ella?

-Nubes que quieren cubrirla.

-Poned la mano en vuestro corazón.

Elvira la puso, y sintió cómo la rechazaba con sus violentos latidos.

Ben-Samuel prosiguió diciendo:

-Esas nubes que corren en pos unas de otras henchidas de electricidad, van a chocar en breve, y entonces retumbará el trueno y bramará la tempestad con furor. He aquí de presente la fase de vuestra vida ¡seguidla!

No era ya atención la que prestaba Elvira, era una avidez ardiente que devoraba el cielo con sus miradas.

-Desde el Oriente, siguió diciendo Ben-Samuel con acento profundo, avanza como un gigante, rodando sobre las otras, una nube más densa, más oscura que todas; es la última, y trae en su seno el rayo que se desgajará dentro de pocos instantes sobre la aguja más alta de Burgos. ¡Miradla y decidme lo que notéis!

-Que se estiende con rapidez como un manto que se desplega.

-¿Y ahora?

-Cubre enteramente el disco de la luna.

-¿Qué veis del firmamento poco ha tan terso y azul?

-Nada.

-¿Y en rededor de esta torre?

-Tinieblas, vacío...

-Ya tenéis vuestro horóscopo trazado, dijo Ben-Samuel, con implacable y frío acento, eso es vuestro porvenir de alma y de posición.

-¡Sea!, repuso Elvira agitada y sombría. De mí nada tengo ya que preguntaros, pero de él sí; él también tiene su página en ese libro terrible, mostrádmela, quiero leerla como la mía.

-¿Aún queréis saber más?

-Sí, ahora más que antes; véanlo mis ojos todo claro, todo distinto, todo verdad; no haya duda sobre nada, y pues que todo lo penetráis, decidme ¿a quién ama?, ¿a ella, o a mí?

-A ella, antes, ahora y después.

Dos gruesas gotas de sangre saltaron de los labios de Elvira, en los que clavó su blancos dientes al oír la respuesta del astrólogo, dada con profunda convicción y una complacencia feroz.

-¡Siempre a ella!, dijo Elvira con amargura.

Y se limpió con el cendal los labios bajando con abatimiento su orgullosa frente.

-¿Pero por qué mentir ese falaz amor que me ha perseguido en todas partes?, [exclam]ó dudando aún de tan villana traición; lo pasado es más fácil de esplicar que lo presente y lo futuro; hacedlo.

-Es tan fácil, que no sé cómo no lo adivináis. Quería vengarse, y lo ha hecho gozando como un bienaventurado la más suprema felicidad.

-¡Vengarse!, repitió Elvira asombrada, ¿de quién?, ¿por qué?

Cruzó los brazos Ben-Samuel, y mirándola con vengativa y sardónica espresión, la dijo:

-Es una historia, señora, que os la voy a contar en resumen, como acaba de revelárseme; un hombre agravió a otro; los nombres los conocéis; lo agravió robándole una prenda que apreciaba, y aquel que había sido agraviado juró vengarse robándole otra más preciada si la tenía; no fue una cosa, porque éstas no podrían satisfacerle, fue un sentimiento, fue todo lo que vos sabéis, y se saldó la cuenta por completo. Si me preguntáis qué le falta para terminar su obra, os diré que tan sólo rechazar el instrumento con su pie, y arrojarlo a la frente de su enemigo.

-¡¡No lo hará!!, [exclam]ó Elvira con fiereza, ¡¡no lo hará, lo juro por mi nombre!!

Tres golpes, dados con fuerza en la puerta, hicieron retumbar la torre y a Elvira quedarse sin acción.

La tempestad empezaba a mugir sordamente, y los relámpagos inundaban la torre de luz.

El astrólogo se asomó a la ventana, y preguntó:

-¿Quién llama?

-¡Castilla!, respondió una voz masculina, clara y armoniosa.

-¡Esperaos!, respondió el astrólogo retirándose.

-¡Abrid, voto al diablo, que yo no espero nunca, y a vuestra puerta menos!, añadió otra voz más robusta y sonora, con acento iracundo y amenazador.

Era aquella voz la del duque de Benavente.

Al oírla, sintió Elvira una reacción violenta; toda la sangre que circulaba por sus venas refluyó al corazón, y del corazón se agolpó al cerebro, que le pareció iba a estallar y romperse.

Se avalanzó a Ben-Samuel, lo cogió convulsivamente del brazo, y con acento resuelto y de febril energía, le dijo:

-Decidle a ese hombre que se vaya.

-Ni yo puedo decírselo, ni él lo hará; contestó el astrólogo sin tituvear siquiera.

-Escuchad, Ben-Samuel, repuso Elvira sin soltarle ni perder su acento imperioso y decidido; quiero salir de aquí sin que me vea... ¿lo oís? ¡Vamos a ver cómo me sacáis!

-Venid, dijo el judío llevándola hacia la puerta.

-¡Oh!, aún tengo que decíros, replicó impetuosa y altaneramente Elvira, retrocediendo hasta el fondo, y arrastrándolo tras sí: atended; ahora dudo de vuestra ciencia, y no estoy segura si realmente penetra en lo futuro, o sólo conoce lo pasado, o si todo lo que habéis dicho no son más que palabras, casualidad y mentira; tampoco lo estoy de si me conocéis, pero en todo caso sabed que no me habéis visto nunca, que no he pasado jamás los humbrales siniestros de esta torre, en una palabra, que sólo sabrá mi venida Dios, vos y yo; ¿entendéis?

Y acercándose a la mesa y tomando la seca azucena, añadió en la espansión de su orgullo.

-En la inteligencia, sabio astrólogo, que si descubrís mi secreto, os destrozará mi venganza de la misma manera que mi pie esta flor.

Y dejándola caer la deshizo pisoteándola.

Votos, golpes y juramentos resonaron en la puerta con más fuerza.

-¿Y si no quisiera dejaros salir de este recinto?, dijo Ben-Samuel con fría y desdeñosa calma, ¿y si me pluguiera guardaros en rehén para mí? y si, por último, os entregara al que espera mal su grado en esa puerta? ¿De qué servirían vuestras amenazas, débil y seductora beldad? ¿De qué serviría vuestro poder, orgullosa descendiente de los Manriques y Laras?

-Serviría para predeciros vuestra muerte, replicó Elvira con energía. ¿Creéis que he venido sola? ¡Pues os engañáis torpemente! Hay quien me espera, hay quien a un solo grito que dé, a un movimiento que note, a una tardanza no convenida, caerá sobre vos, pidiéndoos cuenta del ultraje que reciba.

Un golpe tremendo que pareció sacar la torre de quicio, y un dúo de injurias sazonadas de imprecaciones se hicieron oír, cubriendo las últimas palabras de Elvira.

-Estoy hecho a prueba de dagas, replicó el astrólogo con amarga sonrisa pasándose la mano por la garganta; pero no quiero deteneros más. Venid y saldréis sin que os vean, puesto que así lo deseáis.

Y precediéndola la condujo a la escalera acaracolada y medio derruida, por la que bajaron sin luz.

Abrió la puerta Ben-Samuel, y tras ella empujó a Elvira que contenía su agitada respiración.

-Ganas me dan de ahogaros, Ben-Samuel; dijo el duque de Benavente entrando con los brazos estendidos para no tropezar rezando cuasi su mano con el manto de la palpitante Elvira.

-¿Por qué diablos no bajáis luz esta noche? ¡Creéis que tenemos la de los relámpagos en los ojos!, [exclam]ó el que primero llamó.

-¡Señores míos, perdonad! No tengo más luz que la lámpara, y ésa está colgada de la bóveda.

-Así debíais estar vos, Ben-Samuel; replicó D. Fadrique empezando a subir por la escalera.

-Duque, si estáis en puerto de salvación alargadme caritativamente una mano, pues por más que estiendo mis remos no toco una orilla que seguir, que no parece sino que floto en el caos.

-Dadme acá la diestra si atináis, Día, que no haréis poco si lo conseguís.

-¡Perdón, señores, perdón!, repitió el astrólogo humildemente, dando tiempo a que pasaran.

-Eso es, ahora quedaos en el portal para si caemos que no sea sobre vos; dijo el Duque tomando la primer vuelta de la escalera.

-Voy a seguiros, señor Duque[-] contestó Ben-Samuel con tono deferente y respetuoso.

Y tomando la mano de Elvira, la hizo pasar con estremada ligereza por delante de sí, la sacó de la torre y cerró la puerta.

En tanto seguían lentamente su ascensión por la angosta y empinada escalera, el Duque votando a maravilla, su compañero resvalándose a cada paso, y el judío repitiendo de tanto, en tanto:

-¡Perdón, señores, perdón!

-¡Bendita sea la luz, si puede serlo la que aquí arde!, [exclam]ó D. Fadrique al poner el pie en el estrecho y ennegrecido laboratorio del astrólogo, dirigiéndose seguidamente al sillón que ocupó Elvira, único de su especie en el escaso ajuar que lo amueblaba.

Pero antes de posesionarse de él, tropezó con un objeto que despidió al moverse un metálico sonido.

-¡Pese a tal!, dijo el Duque bajándose y cogiéndolo, he aquí por lo que maese Ben-Samuel nos detenía. Le sorprendimos contando su tesoro, y no quiso abrirnos hasta guardarle.

-Os engañáis[-] contestó el astrólogo con intención; aún no han contemplado mis ojos esas monedas, que presumo han de ser de oro.

-Y de buena ley, según lo argentino del son que despiden, y muchas por el peso de la bolsa.

Alargó el judío la mano como para tomarla así que concluyó el Duque de hacer su observación, más éste que la tenía suspendida en la diestra y los ojos puestos en el astrólogo, los fijó al alargársela en ella, y retirándola bruscamente fue a examinarla a la vacilante luz de la lámpara; y enarcando las cejas súbitamente, como si le causara su vista admiración o sorpresa, se volvió al astrólogo interrogándolo con visible interés, diciendo:

-¿Cómo ha venido a poder vuestro esta bolsa?

Una alegría siniestra brilló en los ojos de Ben-Samuel, que contestó:

-Por mano de una dama, la más blanca y bella de cuantas en Castilla se celebran.

-¿De una dama?

-¿Qué os admira?

-¿A mí? ¡nada! ¿Y sabéis su nombre?

Sonrióse con sardónica espresión el astrólogo, y respondió:

-Poco alcanzaría mi ciencia, si no me lo hubiera revelado.

-¿Sobre qué ha venido a consultaros, que tan espléndidamente os ha pagado?

-Me ha pedido su horóscopo.

-¿Se lo habéis hecho?

-Ligeramente se lo he trazado.

-¿Y no figura mi nombre en él?

-Tanto, por lo menos, como el suyo en el vuestro.

Durante este breve diálogo, sostenido con viveza, y en el que el Duque mostró tanto interés como Ben-Samuel impasibilidad, el tercer personaje silencioso, pero atento desde que en el laboratorio entrara, [exclam]ó al oír la contestación del astrólogo:

-¡Hola! D. Fadrique, decidme, en nombre de la amistad que nos une, ese que así se enlaza con el vuestro.

Perdonad, Día Sánchez de Rojas, contestó el Duque gravemente; perdonad que no os lo diga, pero es nombre que, por pronunciarlo de cierto modo al oído de un hombre en este mismo instante, daría el mejor de mis estados, un número no escaso de los días de mi vida; mas porque no resuene unido al mío en los de otro alguno, derramaría si fuera menester toda la sangre de mis venas. Tanto, que para borrar el único vestigio de sus huellas, voy a guardar esta bolsa que lo atestigua.

Y añadiendo la acción al anuncio, la vació en una punta de la mesa, dejando amontonadas las doblas que contenía, y doblándola la guardó.

-Esa bolsa, dijo el astrólogo que mientras el Duque la desocupaba había estado mirándola con escudriñadora y penetrante atención; esa bolsa me ha sido dada, y yo la aprecio en mucho más de lo que contiene.

-¿Es que la queréis vender?, replicó D. Fadrique con desprecio. ¡Pardiez, Ben-Samuel, no desmentís vuestra raza! Yo os la pagaré como acostumbro.

Y sacando una escarcela verde, bordada en plata, la vació con prontitud sobre las áureas monedas.

No había aún cesado de oírse el ruido que hacían al caer las unas sobre las otras, cuando retumbó un trueno sobre la misma torre que la hizo estremecer desde el cimiento.

-Muy mala noche hace, D. Fadrique, dijo Día Sánchez así que dejó de resonar el terrible estampido sobre su cabeza; mucho me temo que no acuda a la cita Juan de Velasco, ni Diego de Andrade.

-Lo que quiere decir, que deseáis retiraros[-] contestó el Duque visiblemente admirado.

Asomóse el astrólogo a la ventana y miró al cielo, cuya negrura resaltaba al surcarlo los relámpagos que se sucedían casi sin interrupción. Acercóse también el Duque, y al apercibirlo Ben-Samuel, murmuró como hablando consigo mismo.

-Fortuna es que no tardará en llegar.

Púsole D. Fadrique la mano en el hombro bruscamente, le preguntó en voz baja, pero con imperio:

-¿Quién, y adónde? Ben-Samuel.

-Ella, a su palacio.

-¿Ella?

-Sí.

-¿Elvira?

-Elvira.

-¿Pero cuándo la habéis visto?

-Poco ha, ella salía en el instante que vos entrabais.

-¿Con quién ha venido?

-Sola y encubierta.

-Día, dijo impetuosamente el Duque de Benavente; vámonos.

-¡Qué me place![-] contestó el caballero con prontitud.

-Lo creo, dijo el judío con sarcasmo; porque hay quien asegura que el mayor placer de vuestra vida es oír tronar en el lecho.

-Y no se engañan, si añaden, que lo que más siento en el mundo es oírlos en la torre de un astrólogo adivino, replicó Día Sánchez fruncido el ceño.

-Ben-Samuel, dijo el Duque con autoridad revelando su rostro espresivo una resolución generosa y noble; si viene Juan de Velasco, o Diego de Andrade, decidles que mañana, después que salga del alcázar, los veré, y decididamente les daré una cita donde se arregle todo lo que definitivamente se ha de hacer para la reunión general de cortes.

-Está bien, respondió el astrólogo sin quitarse de la ventana; se lo diré si vienen.

-Alumbradnos, añadió D. Fadrique encaminándose a la puerta.

-Escuchad antes, dijo Ben-Samuel que con la cabeza inclinada y los párpados medio cerrados no se movió de su sitio.

-¿Qué me queréis decir?, respondió el duque retrocediendo un paso.

-Una observación que muy de cerca os interesa.

-Manifestadla, pero muy brevemente...

Y D. Fadrique dio algunos pasos más hacia el judío.

Día Sánchez de Rojas se detuvo en el humbral.

El astrólogo se acercó al Duque, y clavando en él una mirada donde brillaba un odio intenso y un vengativo fuego, como si quisiera inoculárselo en su alma, con sus ojos, con su aliento, con sus palabras, le dijo cargando cada una de ellas de despreciativo desdén.

-El testamento de D. Juan I será puesto en vigor, y lo será por vos.

Una llamarada de ira coloró el rostro del duque de Benavente que contestó con violencia:

-¡Mentira, Ben-Samuel, mentira!

-Tan cierto como que el alférez mayor Rodrigo López de Ayala será Regente en lugar vuestro.

-Os aseguro que no me sustituirá, respondió D. Fadrique con siniestra espresión.

-Y yo os aseguro que sí; lo he visto en las estrellas antes que la tempestad las cubriera con sus velos, repuso el judío incitando con un conocimiento infernal todas las ardientes pasiones del Duque; así como dejaréis escapar vuestra venganza, y no la lograréis a pesar de cien ofensas recibidas y brindaros la ocasión a consumarla.

-¡Que no me vengaré!, repitió el Duque, destellando sus ojos sombríos amenazadores reflejos. ¡Bah! si lo dicen las estrellas, respondedlas que se engañan... ¡o que mienten!

-Ni se engañan ni mienten; ¡¡no!! no os vengaréis ni de él, ni de ella.

-¡Ella!.. ella está todavía al alcance de mi mano, [exclam]ó con terrible energía el Duque; y él muy cerca de la punta de mi puñal.

Y sin querer oír lo que Ben-Samuel le replicara se lanzó a la escalera por la que descendió con ligereza haciendo lo propio su compañero.

Descolgó el astrólogo la negra lámpara de hierro para alumbrarles, y así que pasaron el dintel de la puerta, la cerró subiéndose al laboratorio, por la ventana del cual se puso a contemplar la tempestad que bramaba con furor, sin perder por eso el diálogo siguiente tenido a media voz al pie de ella cuando el trueno calló:

-Día Sánchez, dijo el Duque con tono al parque comedido, resuelto; os voy a pedir un favor.

-Decid[-] contestó aquél un tanto sorprendido de la solicitud y el modo con que la presentaba.

-Que os marchéis por esa parte, mientras yo sigo por ésta.

-Concedido, dijo Sánchez de Rojas embozándose en su capa. Id con Dios, Duque, y sin mi compañía.

-Él sea en la vuestra, Día, y ¡perdonad!

Y con esto, tomando como quien la conoce la misma dirección que llevaba Elvira echó a andar tan velozmente, que no parecía sino que le habían puesto alas en los pies.

-¡Andad!, dijo el judío cuando se perdió el ruido de sus precipitados pasos. ¡Andad! y cruzaos cual los relámpagos que os guían, estrellándose los unos en los otros como el granizo que arroja la tempestad.

Y apoyando los codos en el alféizar, y su luenga y rizada barba en las manos, añadió contemplando la negra bóveda:

-Sólo es grande tu cólera, ¡Señor! Sólo tu aliento amontona las olas en montañas. Sólo tu voz es la que resuena potente y atronadora haciendo enmudecer el orbe, que tiembla de pavor al escucharla...

La cólera del hombre, pequeño en todo, es parecida al fuego de una hoguera, que se estingue si no se la remueve y alimenta.

Capítulo VI
Cómo los relámpagos sirvieron para más de lo que el page necesitó

Cuando Elvira sintió el aire cargado de eléctricas emanaciones, pero libre, rozar su frente, y oyó la puerta rechinando sobre sus goznes al cerrarse, conoció de lleno todo lo imprudente de su acción y el peligro de que acababa de escapar por un milagro de su energía, energía ficticia como todo lo que es violento y que desapareció con lo que la había escitado.

Así, que su primer pensamiento fue huir; pero se detuvo un instante sin saber hacia dónde dirigirse por entre las densas tinieblas que habían invadido la calle con sus tenebrosos velos, sin dejarla reconocer dónde la aguardaba Fernando.

Pero éste que no había quitado ojo de la torre desde que su Señora entró en ella, salió de su escondite a el oír llamar al Duque, y cruzando la calle, de puntillas y recatándose, se acercó a ellos deslizándose como una sombra hasta situarse a cortísima distancia de la puerta que se abrió para que entraran los importunos visitadores y saliera Elvira después.

Por fortuna, Fernando estaba ya acostumbrado a la oscuridad, merced a lo cual, distinguió claramente a su Señora, y viéndola parada se acercó, y cogiéndola respetuosamente del manto le dijo:

-Aquí estoy, señora mía.

-¡Ay! Fernando qué pena tenía no viéndote, [exclam]ó aquélla reconociéndole.

-No es estraño que os haya sucedido, porque no estaba en donde me dejasteis, y la noche de bonísima, hase tornado negra y horrible. Con que si os parece, paso y andemos.

Levantó Elvira la cabeza y al ver tan negro y amenazador el cielo, imagen de su destino, un estremecimiento nervioso recorrió sus miembros que sintieron un frío intensísimo.

-¡Horrible es! dices bien, murmuró con una agitación estremada; horrible, muy horrible, pero vamos de prisa y mucho más que hemos venido.

-La primer vez, sin duda, que los relámpagos sirven de algo, dijo el page que se hizo la señal de la cruz al darle uno en el rostro tan ardiente y largo que lo deslumbró.

-¿Oyes?, [exclam]ó Elvira asustada, pareciéndole oír ruido de pasos.

-¡Brama la nube sordamente! pero si caminamos ligeros, aún podremos llegar al palacio antes que la tormenta rompa su seno estallando.

Y redoblando el paso, apenas rozaba la tierra con su ligera planta.

Ya llevaban andadas un no corto número de calles y callejuelas, cuando al volver una esquina, la silenciosa y preocupada Elvira dio de bruces con un hombre que la doblaba igualmente distraído, pero con tal violencia que se le descompuso el antifaz arrancándole una interjección.

-¡Perdonad!, dijo con voz de varonil y simpático timbre el que acababa de recibir tan recio golpe que lo hizo retroceder un paso.

Dio al decir esto un inflamado relámpago, a cuya viva luz conoció Elvira que era nada menos que Rodrigo López de Ayala a quien encontraban en tan mal punto y sazón.

Sin embargo, dueña de sí en aquel crítico instante contuvo el grito que articuló su garganta, no hizo siquiera un gesto, y torciendo sin responder palabra a su escusa dobló la esquina y continuó más rápidamente su marcha.

Muy de prisa iba, y mucho terreno ganaba; pero a poco sintió tras sí pasos, no menos veloces que los suyos, y que parecían venir en su seguimiento.

A pesar de su diligencia sólo estaban a la mitad de la calle, que lo era muy larga y estrecha, y a cuyo fin había un nicho en la pared de una casa, donde se veneraba una tosca imagen de la Virgen que alumbraban dos pequeños faroles, iluminando un corto trecho que hacía parecer más lóbrego el resto a donde no llegaban sus vacilantes y opacos resplandores.

El que los seguía, muy en breve los alcanzó, y al nivelarse con ellos los dirigió una detenida y penetrante mirada; pero era tal la oscuridad, que no pudo distinguir sino dos bultos, y siguiendo adelante ligero como una exalación, fue a colocarse bajo el nicho de la Virgen.

Era patente para Elvira, que no había perdido ninguno de los movimientos de Ayala, pues no era otro el que la seguía, que la esperaba para verla a la menos incierta luz que la de un relámpago y acabarla de reconocer si abrigaba alguna duda.

Y como mil veces hubiera preferido morir a que esto sucediera, trató de esquivarlo a todo trance, para lo cual se paró antes de entrar en el radio de la luz, y le dijo a su page que también había reconocido a el Alférez mayor:

-Fernando, ¡yo no quiero pasar por esa luz!...

-Pues volvamos y haremos un pequeño rodeo para evitarla, respondió el page con serenidad.

Mas apenas habían desandado veinte pasos, percibieron otros en el estremo opuesto de la calle. Detúvose nuevamente Elvira y le preguntó a Fernando con ansiedad:

-¿De dónde vienen ésos?

-De donde nosotros, y si mi oído no me engaña, creo distinguir el sonido de las espuelas del que entró en la torre cuando vos salisteis.

Un sudor frío cubrió la frente de Elvira, que cruzando las manos [exclam]ó espantada:

-¡Dios mío!, ¡¡¡los dos!!!

-¿Qué hacemos?, preguntó Fernando, que a pesar de sus diez y seis años no le faltaba ni resolución ni energía.

-Yo no lo sé Fernando, dijo Elvira, trémula y sombría, mi cerebro está como la tierra, cubierta de tinieblas.

-Pues entonces dejadme obrar, replicó Fernando que comprendió de repente todo lo delicado y espuesto de la situación de su Señora. Sigamos andando y hablemos al mismo tiempo.

Y ligeros como el pensamiento tornaron para donde Ayala los esperaba.

-¿Vos no queréis que os vea el señor Rodrigo López?

-No, Fernando, de ningún modo.

-No os verá por vida mía. ¿Oís?, los pasos se detienen; todo es tiempo que ganamos.

Ahora escuchadme con atención. Para llegar al palacio hay que concluir esta calle, andar toda la que sigue a la derecha, luego volver a la misma mano, después seguir la cerca del jardín hasta llegar a la verja. Tomad la llave.

-¿Me vas a dejar sola?, [exclam]ó Elvira con terror.

-Sí señora, respondió el page tan resuelto como sereno, porque yo necesito adelantarme para desembarazaros el camino.

-¡Fernando!, ¿olvidas que eres un niño y que es Ayala quien lo ocupa?

-No señora, dijo el page tranquilo.

-¿Que te matará si lo intentas?

-Dios me preserve de dudarlo, pero para matar a un pájaro que es menos que un niño se necesita tiempo y que se deje coger; lo primero se lo haré perder y ganar a vos, y con él estáis salvada, porque no necesitáis otra cosa. Lo segundo, procuraré que no lo consiga.

-Además, te conocerá probablemente, y es igual que vea a entrambos o a uno.

-Con mi cinturón tengo ya hecho mi antifaz, replicó Fernando haciéndole como lo decía; y descuidad, si él es fuerte yo soy ágil, y la lucha cuando menos será igual.

-Tomad, tomad la llave; se abre a la derecha empujando.

Elvira la tomó con mano trémula, porque llegando al fin de la calle estaba a cortísima distancia de Rodrigo, oyéndose nuevamente los pasos del que presumía ser el Duque.

-En cuanto volváis la esquina corred con toda la ligereza que podáis, siempre tomando a la derecha y burlaréis al que nos espera y al que nos sigue. Hasta entonces, serenidad.

Era tanta la que el page tenía que se la infundió a Elvira, de quién se separó; adelantóse y se dirigió audazmente hacia el Alférez mayor quien había ido y vuelto de la misma manera que ellos.

Viole venir Rodrigo, y adivinando por su decidido talante, lo hostil de sus intentos; se adelantó a recibirle situándose en medio del arroyo para que no se le escapara la que a todo riesgo quería reconocer, pero el page con sin igual prontitud y atrevimiento se arrojó sobre él, le agarró la gorra de terciopelo con que se cubría, y tirándola a larga distancia, variando la voz le dijo apostrofándolo.

-¡Mal caballero!, a las damas se las saluda, se las socorre, pero no se las espía.

Empujarle violentamente contra la pared y desnudar su daga fue obra de un segundo para Ayala, pero ese segundo bastó para que Elvira pasara, y doblando la esquina escapara de su vista.

Locura era sólo pensar en resistir ni luchar con Rodrigo, y no lo imaginó siquiera Fernando que conservaba su serenidad y su astucia reveladas en aquel instante con un valor y una resolución singulares. Así fue, que sin intimidarse al ver el acero dirigirse a su pecho, lo desvió con su diestra, de la cual saltó la sangre sin que una arruga de dolor se marcara en su mal cubierta y hermosa frente.

La mano de hierro de Ayala oprimió su brazo, y arrastrándolo adonde estaba la gorra, con voz que alteraba la cólera le dijo:

-De rodillas, ¡villano, traidor! ¡y coge mi gorra!

Sintió Fernando una eléctrica sacudida que le duplicó su energía, y olvidándose de fingir la voz que la cólera hizo vibrar con aspereza dijo:

-¡No se doblan las mías sino para Dios!

-¡Y para Rodrigo López de Ayala!, replicó éste con altanería haciendo doblar el frágil talle del page que se encorvó bajo su vigoroso brazo como el flexible vástago de un árbol con la ráfaga de impetuoso viento.

-Mirad como no, [exclam]ó enderezándose bruscamente.

Y escurriéndose de su mano como una elástica serpiente, ganó lo largo de la calle con tal ligereza que Rodrigo tuvo por vano el perseguirle.

Todo esto fue tan rápido, que apenas dio tiempo para que Fadrique, que tras Elvira venía, entrando en el círculo que iluminaban los faroles, conociera a Rodrigo y viera huir a Fernando, y doblando la esquina prosiguiera su marcha en pos de la fugitiva, deseoso más que antes de encontrarla.

También Rodrigo conoció al Duque, y sus sospechas fueron más atroces, por cuanto las apariencias eran más culpables y acusadoras; y cogiendo su gorra apresuradamente, maldiciendo al insolente que lo había insultado y detenido, se lanzó en pos del Duque y de Elvira delirando de celos y ciego de ira.

Saliendo de la luz fue más completa la oscuridad que lo envolvió; nada distinguía por más que sus grandes ojos desmesuradamente abiertos pretendían con una insensata avidez penetrar en la profunda masa de tinieblas que lo rodeaba.

Caían algunas gotas de agua, los truenos resonaban a lo lejos, y los relámpagos no eran tan continuos. Rodrigo seguía adelante con ansiedad frenética.

Y no era estraño, porque veía lo que hubiera sido un crimen el suponer horas antes, a pesar de sus celos, de sus temores y de sus sospechas.

Sentía con desesperación que su más hermosa, su más acariciada ilusión moría, y moría ennegreciendo sus recuerdos, como ennegrece el veneno todo lo que toca.

Pensaba con furor que Elvira, su Elvira, aquella Elvira tan idolatrada, tan rodeada de respeto, de incienso, de adoración, marchaba sola en medio de la noche con una tempestad deshecha, siguiendo el antojo liviano de un hombre que la infamaba sin amarla.

La sangre hervía en sus venas a esta idea; se mordía los labios con inmensa rabia, y acariciando su daga redoblaba el paso para cerciorarse plenamente de la traición de Elvira, o convencerse claramente de que sus ojos se habían engañado.

Uno de aquellos relámpagos que rompían las nubes rápidos y descoloridos alumbró la desierta calle adonde daba el jardín de Elvira, y a su luz, vio Rodrigo a su prometida apoyada en el brazo de D. Fadrique.

Aún dudaba, aún quería oír; y para conseguirlo se acercaba con precaución conteniendo su respiración fuerte y agitada, atentísimo para sorprender una palabra que no llegaba a su oído, y que sin embargo latía su corazón, como si distintamente la oyera.

Ya no los separaba más que algunos pasos, cuando los vio pararse, el Duque abrió la verja, se inclinó hacia Elvira, sonó el ligero ruido de un beso, y después la voz de D. Fadrique diciendo:

-¡Adiós, Elvira!

Ésta entró en su jardín, el Duque esperó un instante, dándola tiempo para que lo cruzara, y después volvió por los mismos pasos.

Ya no dudaba Rodrigo, pero le parecía ser presa de una infernal pesadilla.

Dos veces pasó la mano por su frente, y se oprimió las sienes que latían con una precipitación espantosa.

Parado como estaba cuando sintió que el Duque se acercaba sacó su daga y la empuñó; pero sonriéndose con amargura la guardó murmurando:

-Quédese para ese bastardo todo lo que es traidor y villano. Yo me vengaré con luz, y me vengaré de otra manera.

Haciendo este corto soliloquio se afrontaron el Duque y Rodrigo, un relámpago iluminó sus rostros, el del primero espresaba el gozo de una venganza satisfecha; el del segundo, pálido hasta la lividez, la calma de una concentración poderosa.

Siguió D. Fadrique su camino, y tomó el inverso Ayala; caía el agua en gruesas gotas, y para que su frescura calmara el fuego de su frente, se quitó la gorra cuya pluma estaba manchada con el lodo de la calle.

Pensando en Elvira y en el Duque, en su amor y en su desengaño, en lo presente y lo futuro, se plegaba más y más su frente con iracunda y sombría espresión, entreabriéndose a veces sus labios con una sonrisa de sardónica amargura.

-Si alguien me lo dijera le respondería que miente, decía Ayala allá para sí andando a pasos lentos y desiguales; pero mis ojos lo han visto y mis oídos lo han escuchado. «¡Mañana descubriré en su impura frente la huella de su beso!

¡Cuándo me parecía poco el mundo para ponerlo a sus pies!

¡Cuándo en mi fascinación y en mi credulidad la conceptuaba superior a mí mismo, incapaz de un pensamiento doble, pura como el cáliz de una flor, digna como la pureza!

¡Cuándo era tal mi ceguedad que su mismo desvío era para mí una garantía de su franqueza y su lealtad!

¡Y ellos se habrán mofado de mi amor, de mis sueños de infalible ventura, de mi confianza tan loca, tan necia! ¡Oh! ¡¡Elvira!!, él se vengaba, pero tú, ¡tú a quien tanto he amado! ¡Todo acabó!, el amor y el engaño, ¡porque yo no te amo ya!, la predicción del festín se cumplió.»

Mentía Rodrigo al decir esto, y mentía por engañarse. Verdad era que Elvira había caído del alto pedestal en que hasta allí la contemplara, pero al precipitarse había destrozado su corazón, grabándola más en él.

Pero en tanto que haciendo mentalmente este razonamiento y otros muchos más amargos si es posible, se encaminaba a su casa después de vagar como una sombra por las desiertas calles de Burgos, Elvira, que no le vio, preocupada con D. Fadrique, atravesó el jardín como un ave perseguida, penetró en las espléndidas habitaciones, y llegó por último a su aposento débilmente iluminado por una lámpara de plata.

Sin tomar aliento ni pararse, se dirigió a la luz y miró un objeto que en la mano traía.

Era la bolsa dada al astrólogo.

A su vista sus manos se crisparon, dos lágrimas brotaron de sus ojos, y arrojándose en un sitial [exclam]ó:

-Dios mío, el mundo se desploma sobre mi cabeza para abatirla.

-¿Estáis ahí, señora mía?, preguntó la voz fresca y agradable del page introduciéndose por la juntura de la puerta.

-Sí, Fernando, estoy rato ha[-] contestó su señora iluminando su bellísimo semblante con un fugitivo rayo de alegría.

-¡Loado sea Dios! Entonces voy a cerrar la verja, y ya podréis dormir tranquila.

-No lo haré por cierto hasta no saber si Ayala te conoció.

-No le di tiempo para ello. Así que conjeturé estabais a salvo, me escurrí bonitamente, y haciendo un rodeo para desorientarle si acaso me perseguía, acabo de llegar ahora sin que nadie me haya visto.

-Mañana te daré las gracias que mereces, replicó Elvira más tranquila, ahora márchate, no sea que alguien pueda oírte aunque tan quedo hablas.

-Eso haré, pero antes permitidme que os asegure no he hecho cosa que las merezca de vuestro labio; y que os avise además no me pidáis mañana la mano para ninguna cosa aunque se os ofrezca su uso.

-¡Te han herido!, [exclam]ó Elvira sobresaltándose.

-No más tengo que un arañazo, pero como las dueñas son tan maliciosas y habladoras y todo lo van chismeando; es menester que no lo noten, porque llenarían el mundo con sus sospechas e indagaciones.

-Tienes razón y has hecho bien en avisármelo. Ve, pues, cierra la verja y recógete que ya es bien tarde y no tendré sosiego hasta que lo hagas.

-Pues voy en un vuelo. Hasta mañana.

Y retirándose el dispuesto y despejado page, fue al jardín, cerró la verja cuya llave dejó puesta el Duque cuando entró Elvira, tornó al palacio que cruzó silenciosamente y a tientas, entró en su aposento, y desnudándose apresuradamente, y metiéndose en el lecho [exclam]ó con la sonrisa y la espresión del que está altamente satisfecho de sí mismo:

-¡Ahora que truene!

Capítulo VII
Cómo Rodrigo López de Ayala hizo más de lo que se propuso, y otra cosa de lo que quería

Sólo había producido la tempestad de la noche precedente, tan fecunda en emociones y peligros para Elvira, un calor escesivo y sofocante cual no se había conocido jamás en la templada temperatura de Burgos. El sol lucía a intervalos, pero cuando sus rayos caían sobre la antigua corte de los condes de Castilla, abrasaban como el fuego.

Sin embargo, Enrique III, que en los días precedentes había esperimentado una lenta mejoría, en aquél se levantaba, y la corte iba oficiosamente a dar el parabién a la reina Catalina que había señalado hora para recibirla.

Era, pues, una fiesta que llevaba consigo, sino la alegría, de las anteriores, el fausto y la ceremonia con sus goces de amor propio.

A pesar de su noche de insomnio, a pesar de la fiebre que ésta le produjo, a pesar de lo mucho que la espantaba encontrarse frente a frente con el duque de Benavente y con Rodrigo López de Ayala; ver a Catalina de Lancaster en el lleno de su grandeza, de su esplendor y de su felicidad; Elvira, esclava de su posición y de los deberes que la imponía, dejaba adornar su cargada y dolorida cabeza con una guirnalda de perlas, y ceñir con un cinturón de plata a su leve y flexible talle una doble túnica de seda azul celeste, que hacía resaltar la blancura de su cuello, medio cubierto con sus negros y perfumados rizos.

Y mientras sus doncellas se asombraban de su incomparable belleza, de sus indefinibles y seductores encantos, de sus galas y composturas, ella cerraba los ojos porque la luz la deslumbraba causándola mal estar.

Pero antes que saliera de su retrete, ni acabara su tocador, ni cesaran las [exclam]aciones de admiración que escitaba, ni las oficiosas preguntas sobre la elección de joyas, a que sólo contestaba con monosílabos lánguidos y distraídos de aprobación o indiferencia entraba por su palacio el Alférez mayor en trage de corte ostentando tanto lujo como elegancia.

Y tras la calma severa de su frente morena y descolorida, Rodrigo ocultaba la violencia de sus pasiones y la amargura de los sentimientos, que en vez de aplacarse y disminuir en las horas transcurridas, habían por el contrario exaltádose y acrecido con la reflexión y el examen.

Su resolución estaba tomada. Desde la noche anterior se habían disuelto los lazos que tan fuertemente le unían a su prometida: sólo le quedaba por romper el que aún subsistía; su palabra y la del Adelantado mayor.

Después quería entregarse en alma y cuerpo a su venganza, y en su concentrado furor sólo conocía que pudiera saciarla el arrojar a la frente del Duque la acusación de traidor, el epíteto de villano, su condición de bastardo, y después arrancarle la vida, venciéndole en combate singular, a la luz del sol y a presencia de Castilla. D. Fadrique y él no cogían en el mundo.

Don Alfonso le esperaba con tranquila complacencia. Dábale a su visita, que había sido ceremoniosamente anunciada, un fin harto distinto del que llevaba. Atribuíala, en su absoluta ignorancia de cuanto había sucedido, a la impaciencia de su amor que le hacía solicitar acortara el tiempo prefijado para realizar su himeneo, y decidido a favorecerle de antemano, lo señalaba anticipándolo a el día en que por él mismo fue aplazado.

Don Alfonso, pues, se sonreía aguardándole; pensaba en los transportes que su condescendencia producirían en el enamorado Alférez mayor, y sentía con delicia un reflejo del placer que Rodrigo iba a gozar.

Porque entre el anciano Manrique y el esforzado y valiente Ayala existían otros vínculos que los de un convenio; existía una mutua apreciación de cualidades semejantes, y a la vez que Rodrigo sentía un afecto verdaderamente filial por el padre de Elvira, éste, que carecía de la dicha de tener un hijo varón, veía con orgullo virtudes que idolatraba en el que iba a unir su nombre con el de su preclara ascendencia.

Cuando Ayala se presentó, se adelantó a recibirle, le tendió cordialmente la mano, y después de brindarle un asiento y ocupar otro a su vez, le dijo con serena y agradable espresión.

-¿Qué tenéis que decirme, bravo Rodrigo, tan urgente e interesante, que según Hernando de Illescas, a quien me habéis enviado para que os esperara, no puede dilatarse de esta mañana?

-Una cosa de gran importancia para mí, respondió el Alférez mayor serio y grave; y a tener más amor propio, más presunción, añadiría que también lo es para vos.

-¿Me venís a suplicar que adelante vuestra boda?, le preguntó el Adelantado sonriéndose con benevolencia indecible.

-Al contrario, D. Alfonso, respondió Rodrigo respetuosa pero decididamente; vengo para que no se efectúe.

Mirólo atónito D. Alfonso, y su semblante, que tan apacible estaba, se alteró sonrojándose de indignación: brillaron sus ojos con la llama del orgullo ofendido, del honor ultrajado con tan inconcebible desprecio; pero conteniéndose, le dijo tan altivo como mesurado.

-Esplicaos, señor Alférez mayor del Rey, porque lo que insinuáis es tal, que se niega mi inteligencia a comprenderlo.

Ayala sufría un disgusto inesplicable ante las esplicaciones que se le exigían, esplicaciones que o sobre Elvira o sobre él iban necesariamente a atraer toda la indignación, toda la cólera del pundonoroso y altivo Adelantado mayor. Sin embargo, en aquella alternativa no vaciló, y caballero ante todo, prefirió sufrirla y se resolvió a callar su fatal descubrimiento, aunque no justificara con un motivo poderoso su anunciada y ofensiva resolución.

-Tengo necesidad de recordaros, dijo después de un corto espacio de silencio por su parte y de espectación por la de Don Alfonso, que cuando salió vuestra hija del convento y yo la vi, vivamente impresionado de su hermosura, y altamente prendado de sus cualidades, que parecían ser como su belleza sin par, tuve la honra de pediros su mano y la ventura de que me la concedierais de muy buen grado suyo y vuestro, como entonces me asegurasteis.

-Os preferí a sus muchos y encumbrados pretendientes, porque me merecíais un altísimo concepto: continuad.

-Cuánto la he amado, y lo orgulloso que estaba con su predilección; como la he servido; de qué modo unía en mi pensamiento su felicidad a mi felicidad, sobreponiendo siempre la suya, no debe escondérseos ni a vos ni a nadie en la corte, porque he hecho alarde de mi amor y gala de mi culto. Mas luego, motivos tan graves como poderosos me han convencido plenamente que mi mejor, mi más grata esperanza no debe realizarse jamás; que nuestra unión no puede, no debe efectuarse, y como consecuencia de esta íntima y profunda convicción, vengo a devolveros vuestra palabra, asegurándoos mi eterno reconocimiento por habérmela otorgado.

Tornó a mirar el Adelantado mayor a Rodrigo por un breve espacio, con tal fijeza como altivez; dos pliegues profundos unían sus pobladas cejas, y su rostro, respetable por la edad y la nobleza de su espresión, estaba imponente con su severa actitud ruda y amenazadora.

-A un padre que ha concedido su hija empeñando solemnemente su palabra, se le dan razones claras y precisas para rehusar la una y devolver la otra con menoscabo de la honra de aquélla y menosprecio de ésta, dijo D. Alfonso con acre energía. Ahora bien, señor Alférez mayor, ésas exijo de vos, porque a mi carácter de padre uno la cualidad de caballero, y a uno y a otro necesitáis satisfacer cumplidamente. Así, pues si las tenéis, dadlas, y fuera livianas escusas, ni mentidas protestas que se vuelven contra vos.

-Las tengo, respondió Ayala con calma y resolución; pero son un secreto que sólo parto con Dios, y eso porque él los penetra sin que nuestro labio se los confíe.

-Pues también lo compartiréis conmigo, dijo impetuosamente D. Alfonso.

-Perdonad, pero nunca lo conseguiréis de mí.

-Oíd, señor Alférez mayor, dijo conteniéndose D. Alfonso; sé que sois un honrado y pundonorosos caballero; sé que habéis amado a Elvira con pasión, y sé que el amor que ayer mismo vivía, no puede haber muerto hoy. Una razón debe existir que os impulse a obrar como lo estáis haciendo, faltando a lo que debéis y merece una dama como Elvira Manrique de Lara, y un padre como el que tiene y ha consentido en serlo vuestro. Una veleidad de afecto, un cálculo, un antojo no se puede mover, porque sois incapaz de tenerlos. Os conozco y os hago justicia; ¿qué es, pues, lo que os ha impelido a dar un paso semejante?... Declaradlo, declaradlo sencilla y lealmente. Os lo suplico, Rodrigo, y no me hagáis recordaros que tengo derecho y voluntad para mandároslo.

-Os lo repito, D. Alfonso, replicó Ayala con firmeza; esa razón, esa causa, sólo la someto a Dios.

-Pero Dios está en el cielo, repuso con vehemencia el Adelantado; y yo como padre le represento en la tierra; hablad, tengo su potestad, no os resistáis a ella.

-Yo la respeto como os respeto a vos; pero todo lo que tenía que manifestaros está dicho[-] contestó Rodrigo inflexible en su resolución.

-Una palabra aún, dijo D. Alfonso; y no estrañéis que la anteponga a una acción, porque no quiero que ésta sea irreflexible ni ligera. ¿Os ha tocado Dios en el corazón, y por su amor trocáis el tálamo por el celibato?

-¡Dios!, dijo Ayala haciendo un esfuerzo terrible sobre sí mismo para dominarse y conservar su calma; ¡no!... de seguro.

Tomó D. Alfonso un silvato de plata de encima de una mesa, y aplicándolo a sus labios le hizo dar un agudo sonido.

Dos pages se presentaron en el mismo instante en el dintel de la puerta.

-Id y decidle a mi hija que necesito verla, y que no puedo esperarla; que venga.

Rodrigo hizo ademán de levantarse, ademán maquinal y brusco.

-Aún no, señor Alférez mayor, dijo D. Alfonso conteniéndole con otro de autoridad; esperaos, que aún no he contestado a vuestra rehusadora, resolución, y me cumple el hacerlo como vuestro merecimiento alcance.

Ver a Elvira en aquel momento, verla en presencia de su padre, despreciarla frente a frente, era una prueba muy ruda para Ayala, cuyo corazón herido y desesperado latía de tal modo a aquella idea, que tenía que sujetársele con el brazo para que el Adelantado no notara su agitación.

Pero era preciso concluir, y Ayala aceptó la prueba seguro de su fuerza para salir de ella triunfante.

Sin embargo, cuando Elvira entró con paso lento y flojo, cuando mirándole con ese brillo triste de la fiebre le sonrió, Rodrigo necesitó toda su razón, todo su orgullo, toda su dignidad para parar su sonrisa con una severa mirada.

Y luego con una fijeza, con una encendida y delirante rabia se puso a buscar en su frente sonrosada el sitio donde el Duque había puesto sus labios.

Por su parte Elvira lo adivinó todo, y las rodillas le temblaban, porque la segunda mirada de Rodrigo le probó que tenía su frente por mancillada y que la iba a escarnecer.

Don Alfonso notó su emoción, y su frente se puso sombría. Dominando, empero, su temor, que encerraba mucho de angustia, se adelantó a recibirla lo mismo que el Alférez mayor, que cediéndole y acercando su asiento, le ocupó Elvira mirando con un ligero viso de pasmo a su padre, y a Rodrigo serio y respetuoso, pero implacable.

-Elvira, le dijo D. Alfonso con un acento grave y mesurado; tengo que repetirte delante del señor Rodrigo López de Ayala lo que sabes tiempo ha: que le agradaste, que te amó, que solicitó tu mano con empeño, y que yo se la concedí contando con tu voluntad, que le fue favorable.

Elvira bajó los ojos y recogió los rizos que embellecían su frente, ocultando su ansiedad con toda la energía de que era capaz.

-Hoy viene él mismo a decirme un motivo de inmensa gravedad hale probado y convencido que tu enlace con él es imposible, y en este concepto rehúsa tu mano y me devuelve mi palabra, es decir, falta a la suya.

Yo prescindo si es o no consecuente en quien ha hecho por largo tiempo alarde del honor que había solicitado y obtenido. Confiesa una causa y no la esplica, de modo que me deja inferir una ofensa hecha a mi honor, o por él, o por otro, y a mí como padre y como caballero me incumbe el averiguarlo para obrar en consecuencia.

Dime, pues, hija mía, ¿en este enojoso asunto ha podido ser parte alguna palabra tuya inconsiderada o imprudente, alguna acción ligera, alguna preferencia indebida, alguna indicación tuya que encerrara algún temor sobre el porvenir... algo, en fin, que haya podido herir su corazón o su delicada susceptibilidad?

En el fondo de su conciencia Elvira se encontraba culpable; en el de su corazón también; pero ante aquella humillante confesión se rebeló su orgullo, su innata delicadeza, el respeto que profesaba a su padre, a su honra, a su nombre, a sí misma, y tuvo bastante firmeza, bastante energía y resolución para negar diciendo:

-No, padre mío; y estoy segura que él mismo lo afirmará.

-Bien me conocéis cuando lo estáis; dijo Rodrigo asomando la hiel a sus labios contraídos.

-Y mal os conocía yo cuando he dudado; añadió el Adelantado mayor con una cólera tanto más violenta cuanto más comprimida se hallaba.

-Dios me libre de hacer recriminaciones, replicó fríamente Ayala.

Y cruzando los brazos al decir esto, miró a Elvira con tan soberana espresión de desdén y de desprecio, que hizo enrojecer como la escarlata su tez alabastrina y temblar de indignación.

-Inútiles serían ya; dijo altaneramente D. Alfonso.

Y volviéndose a su hija añadió con un acento impregnado de ternura, de consideración blanda y dulcísima, de suave y acariciadora espresión:

-La Reina espera, Elvira; ve al alcázar donde está tu sitio, y olvida el enojo que te he dado.

-Con vos, dijo Elvira tomándole una mano con un movimiento nervioso; venid.

-Tengo que despedir al señor Rodrigo López y no puedo. Ve en tu litera con tus pages y escuderos; ve que el tiempo pasa, hija mía.

-Iré como mandáis[-] contestó Elvira en voz baja y conmovida.

Y llevando la mano a sus labios secos y encendidos, estampó en ella un beso.

No levantó la vista a Rodrigo, no le saludó siquiera, y salió con la cabeza inclinada y más lentamente que entró.

-Por ahora termina nuestra conferencia, señor Alférez mayor, dijo el Adelantado acercándose a Rodrigo; pero cuento con vos para continuarla así que salgamos del alcázar, que supongo lo haréis solo.

Y al decir esto echó una significativa mirada a la espada que Ayala ceñía.

-Siento deciros, respondió éste con acento breve y decidido, que no puedo complaceros.

-¡No!, ¿y queréis decirme por qué, noble y valiente Rodrigo?, le preguntó D. Alfonso con sarcasmo.

-Porque lo soy mucho uno y otro para continuarla en ningún sentido con vos.

La cólera de Rodrigo se desbordaba con las escitaciones que sufría. Sin embargo, aún era dueño de sí, y estaba resuelto a luchar para comprimirla.

-¡Señor Alférez mayor!, ¡a mí el insulto de rehusar lo que os propongo! -No es insulto, es consideración, señor Adelantado, dijo Ayala con intención.

-La comprendo y la rechazo; no hay más plazo que el de la ida al alcázar, después me seguiréis, porque yo os sabré obligar...

Tomó Rodrigo su gorra y contestó con firmeza:

-Don Alfonso, no quiero cruzar mi espada con vos. Tenedlo entendido y no insistáis.

-¡Que no!, ¡ira de Dios!, ¡qué consejo!

Y arrojándole con furor su guante a la cara, añadió:

-Me habéis precisado a que os azote con mi guante y a que os insulte con mi lengua, diciéndoos mal caballero, desleal, cobarde!...

-¡Dios me contenga, o no pronunciáis una palabra más!, dijo Rodrigo poniéndose lívido de cólera. ¡Sea y pronto!

En concluyendo la corte me hallaréis en el camino de Valladolid, a cien pasos de la puerta, solo y dispuesto a probaros la razón con la punta de mi espada.

Y calándose su gorra volvió la espalda, saliendo de la presencia del Adelantado, que trémulo de ira le siguió con su amenazadora mirada.

Pero así que a ella desapareció, su semblante pudo compararse a uno de esos horizontes del otoño, cuyas tintas encendidas y deslumbrantes se tornan en nubes cenicientas y sombrías cuando le faltan los ardientes reflejos del astro del día al hundirse en su ocaso.

Todo el fuego de iracunda pasión que animaba su rostro se disipó, dejando en su lugar sombra y tristeza; cambió la espada que ceñía por otra más fuerte y afilada, espada de duelo, no de corte, y mientras la ponía en el cinturón murmuró:

-Soy su padre, lo que he hecho es un deber. Ahora el juicio de Dios decida: me someto a su fallo; pero provocándolo la defiendo, y acaso la justifique.

En seguida llamó a sus escuderos y se fue al alcázar, donde suponía a su hija.

Capítulo VIII
Donde se da cuenta a quién confesó Elvira la lectura del famoso libro de Ben-Samuel, con otras cosas que verá el lector

Elvira había dicho al astrólogo Ben-Samuel, cuando horas antes devorada de celos y de ansiedad lo consultaba, que no podía temer más de lo que temía; y Elvira hora por hora esperimentaba un nuevo temor que superaba en mucho a los anteriores, viniendo a probarle que para ello existía un más siempre ascendente en la esfera de la humillación y el sufrimiento.

El que ora la abrumaba era horrible, pues no necesitaba presenciar la escena que siguió a su salida, para estar convencida de cómo iba a terminar.

Y en la tribulación de su alma y el desorden que empezaba a apoderarse de su espíritu, no tenía más que un pensamiento fijo: evitar que su padre cruzara el acero con Ayala, y cayera sobre su frente la sangre que si Dios tenía justicia había de verter su campeón.

Pero ningún medio para conseguirlo se presentaba a su ofuscada mente, y el tiempo, corriendo siempre, llevaba con cada uno de sus instantes perdidos una probabilidad, si alguna tenía, de remediar la desgracia que amenazándola estaba.

Y se paseaba agitada por su aposento, mientras su comitiva la esperaba al pie de la escalera: un escudero tenía abierta la portezuela de la litera, y Fernando en la estancia contigua la aguardaba elegantemente vestido.

-¡Un medio, Dios mío, para evitarlo!, [exclam]aba torciéndose las manos. ¡Una luz para salir de este caos! ¿Dónde la busco? ¿Dónde la hallaré?... ¡Inspiradme!

Y una idea brotó en su mente como el fuego del herido pedernal.

-Fernando, gritó acogiéndola ávidamente; Fernando, venid.

Entró el page con su mano herida oculta bajo los pliegues de su ropilla de gala, alegre como el pájaro que canta saltando de rama en rama, y se puso a su lado mirándola con su inteligente espresión.

-Fernando, le dijo, vas a ir a casa de mi tío D. García, ahora, ahora mismo, más pronto que el rayo; y a decirle que le espero, que no me muevo de aquí hasta que venga. ¡Por Dios, Fernando!, no le dejes hasta que no le veas venir.

-Descuidad, respondió su despejado confidente; vendrá, no digo antes que yo, porque quiero traeros la noticia.

Y como una exalación salió del aposento y del palacio.

-¿Baja la señora?, le preguntó el escudero así que lo vio, y que ya estaba cansado de tener la portezuela en la mano tan largo rato.

-Bajará[-] contestó el page serenamente; no os separéis porque ya tomaba la escalera.

-¿Pues adónde vais tan de prisa?...

-¿Yo?, a esperarla.

Pasó media hora, y el escudero y los demás de la servidumbre se ocupaban en hacer congeturas y comentarios sobre la tardanza de su señora, cuando apareció Fernando encarnado de fatiga.

-¿Pues qué, aún no ha bajado?, les preguntó con su socarrona sonrisa el burlón del page.

-¡Pesia a vos y a nuestra mala ventura!, aún se está por sus aposentos.

-Subiré a ver qué la detiene.

Y pasó por medio de todos, subiendo con singular ligereza las anchas gradas donde se hallaban dueñas, pages y escuderos.

-¿Y mi tío?, preguntó Elvira saliendo a encontrarle así que le oyó.

-Ya viene por esa calle cercana: ahora mismo le tenéis aquí. ¿Mandáis algo más?

-Que me esperen y todo esté dispuesto para ir al alcázar, y que en cuanto llegue introduzcan aquí a D. García.

Fuese el page, y a poco subía el Arzobispo de Santiago por la escalera con ambas manos estendidas, que besaban con gran respeto y veneración dueñas y doncellas, pages y escuderos, haciéndole sendas reverencias.

Oyólo Elvira, y sintiéndose acometida de un fuerte temblor, tuvo que sentarse en un sitial, sin color y sin fuerza.

Siempre que su tío la visitaba acostumbraba salir respetuosamente a recibirle, pero incapaz de hacerlo en aquel momento, sólo pudo alargar la mano para coger y besar la del Prelado.

-¿Estáis enferma, hija mía?, le preguntó el Arzobispo notando la palidez de su rostro y el ardor de su mano que abrasaba.

-Creo que sí, respondió Elvira llevando la mano que tenía libre a su ebúrnea frente para recoger los rizos que medio la cubrían; pero continuó poniéndola sobre su corazón, aquí, aquí es donde está mi mal.

-Hija mía, repuso D. García mirándola con interés y sobresalto; ¿qué estáis diciendo?, ¿quién, o qué os da enojos? Contádmelo por vuestra vida y yo lo remediaré.

-Sentaos por Dios y escuchadme, señor... pero no pongáis la frente severa, porque sellaréis mis labios, y mi corazón se acabará de romper.

-¡¡Romperse!! ¿Qué contiene, Elvira, tan amargo o doloroso que así os aflige?, hablad, hablad, hija mía, comunicádmelo todo.

Elvira se deslizó del sitial hincándose de rodillas, y poniendo sus manos cruzadas sobre las de su tío, le dijo con esplosión.

-Quiero confesarme con vos... soy una pobre penitente, ¡¡perdón!!

-Elvira, dijo el Prelado con ansiedad poniendo su mano sobre la cabeza de su sobrina; antes de oíros os bendigo, después os perdonaré, y siempre hallaréis en mí consuelo, hablad.

-¡Necesito más!... ¡necesito amparo!... ¡necesito todo vuestro poder, porque Dios, sí, sí... apartó sus ojos de mí y su mano me ha dejado!

-¡Qué osáis proferir, hija mía! Dios no os abandona ni os abandonará nunca; será que vos no confiáis en él. Pero esplicaos, que yo os oiga, que sepa de dónde procede vuestra amarga desesperación.

Sin que pudiera Elvira calmar la febril agitación que esperimentaba; parándose antes para elegir entre el confuso y revuelto tropel de pensamientos que se agolpaban a su cerebro; con una vehemencia que cortaba de pronto deteniéndose, como si la palabra que iba a decir le quemara los labios, principió su confesión que escuchaba D. García con una atención profunda.

-No quiero hablar de lo pasado: es inútil y para nada sirve. Además sabéis, pues casi lo formasteis, el lazo que me unía a Rodrigo López de Ayala y que debía estrecharse muy en breve.

Yo estaba dispuesta a cumplir mis compromisos y los deberes que me imponía; pero Dios, no, no fue Dios; la desgracia trajo a mi lado un hombre como no hay otro; al duque de Benavente. ¡No me interrumpáis!, dejadme... todo os lo diré, y veo que es bien atroz.

No tengo más que un crimen... pero yo no lo cometí ni lo imaginé siquiera... es que me alucinaban y me empujaron, yo no tuve parte, ¡lo juro ante Dios!

Una dueña me abrió el camino de perdición, porque al momento tuvo cómplices en mi servidumbre... caí en la tentación de oírle, le creí, le amé, y me perdieron.

Hay más, no es eso sólo.

Pasaron días, no felices, porque la flor de mis amores estaba erizada de punzantes espinas que me destrozaban el corazón; pero yo creía y esperaba. El Duque me había prometido revelar su amor y sustraerme al de Ayala en un día dado.

A esos días, que han sido como los delirios de una fiebre de agitados, siguieron otros de tibieza, de retraimiento; ellos me trageron la duda, y la duda es peor que la muerte.

Luego siempre tuve celos, siempre, siempre. ¡Lo que he sufrido, Dios mío!

Porque no tenía nada en que apoyarme, ni fe ni afecto; todo lo he concentrado dentro de mí misma, y veía acercarse paso a paso la crisis de mi destino que podía ser bien fatal.

¡Ay!, veces ha habido en que el corazón no podía contener tanta inquietud, y en momentos ha sido superior mi ansiedad a mi prudencia, a mi orgullo, a todo; y sin embargo, no he proferido una palabra que pudiera revelarla, ni a él, ni a nadie, ni aun a Dios.

Así lució el día de ayer; día que tuvo para mí horas de angustia, pero angustia que luchaba por sacudirla, como el reo por arrancar el dogal que le ahoga... Y quise saber a todo trance lo que tenía que temer, y lo que me quedaba por esperar. Fijarme, no seguir vagando entre lo incierto, porque eso aniquila, acaba.

Llegó la noche, y mi page y yo salimos furtivamente por el jardín muy encubiertos y recatados, y fuimos a una torre a la estremidad de Burgos, donde habita el astrólogo que tanto admiró a la corte con su ciencia.

¡¡Oh!! Ben-Samuel es un sabio. Mi horóscopo lo trazó en el cielo, y por cierto no mintió.

Supe, satisfaciendo mi afán, que el amor del Duque era mentido. Supe que lo había fingido fementida y villanamente llevado de una venganza, y que cumplidamente alcanzada, sólo le faltaba... rechazar el instrumento que tan bien le había servido.

A este punto el Arzobispo deshizo entre sus dedos crispados la manga de encage que llevaba, pero pudo dominarse y guardó silencio, dejando a Elvira continuar su sacramental revelación.

-Una fatalidad incomprensible me perseguía; y la desgracia que acompañaba mis pasos condujo los de D. Fadrique a la misma torre... ¡tal vez para ver en el cielo una corona! Pude salir sin que me viera por merced del astrólogo, a quien amenazé y me despreció, porque era una noche de prueba.

No andaba, volaba así que estuve en la calle, y ya salvada la mitad de la distancia, hizo mi maldita estrella que en Ayala tropezara, y hubo de reconocerme a pesar de lo recatada y encubierta que yo iba. Anoche pude conocerlo, y esta mañana me he convencido que así fue.

Ya tocaba casi la verja del jardín; dábame por salvada, cuando el Duque me alcanzó, se apoderó de mi mano que pasó por su brazo, y me dijo con indecible insolencia:

-«Bellísima Elvira, sois ligera como un ave. Corriendo vengo tras de vos, primero para deciros lo que Ben-Samuel ignora, y es que mi palabra está cumplida en lo que os ofrecí, y después, que toméis esta prenda que imprudentemente habéis soltado», y me entregó un objeto que yo tomé con mano trémula y en silencio, porque aquella audacia me pasmó.

Me tomó la llave y abrió; me detuvo, no sé con qué intención, y luego cediendo a no sé qué idea... me dio un beso... y un ¡adiós!

Dos lágrimas saltaron de los brillantes ojos de Elvira, que las enjugó con sus dos manos cruzadas. El Prelado estaba cárdeno de cólera, pero la contenía con el inmenso poder de su voluntad, y su sobrina continuó ligeramente enronquecida con su largo y violento relato:

-Nadie mentía anoche. Verdad fue que la palabra del Duque estaba, cumplida, porque su amor se había revelado... ¡¡a Ayala!! y me había sustraído al de éste.

Otras dos lágrimas rodaron por sus megillas, y su voz se apagó con la emoción que sufría, emoción que tuvo que hacer un violento esfuerzo para dominarla y poder seguir diciendo:

-Lo demás todo está encadenado. Poco ha vino Ayala a rehusar mi mano... Mi padre me llamó y me preguntó si había dado motivo para tan inesperada y ofensiva acción: por mi nombre, por mi honor, por las canas de mi padre que iba a mancillar mi lengua si confesaba la verdad, negué, y negué con indignación y energía.

En cambio recibí la mirada más despreciativa que se puede dirigir a una mujer, decaída a lo sumo del aprecio que mereció... Aquí, aquí la tengo clavada.

Y se llevó la mano al corazón interrumpiéndose bruscamente.

Nadie podría darse cuenta de los amargos pensamientos que afligían al Prelado ni profundizar y medir sus diferentes y violentas impresiones, cuando sentado en el sillón, los brazos cruzados y la vista fija en Elvira, escuchaba su penosa confesión. Imposible era, pues, apreciar las diferentes emociones que padecía como enumerar todas las olas que corren en pos unas de otras por la ancha superficie de los mares, y conocer el abismo inmenso de su seno.

Baste decir para formar una idea, que amaba D. García a su sobrina, de la que tenía orgullo, y que la amaba con ese afecto único y esclusivo, que concentrándose en un solo ser, llena todo el corazón del que lo siente.

A esto se añadía que era hija de su hermano, el único vástago de su noble estirpe, y que mancillada villanamente por el Duque, que vengaba en una dama sus agravios de regencia y bandería, había mancillado su nombre, a que D. García daba culto por noble, por limpio y esclarecido.

Después de una corta pausa, durante la cual no se oyó más que los latidos del corazón agitado de Elvira, y la respiración más agitada aún del Arzobispo; así que éste logró dominarse lo bastante para revestirse dignamente del carácter augusto que como sacerdote le cumplía, le preguntó con amargura, pero sublime amor:

-¿Habéis acabado, hija mía?

-No; aún tengo que deciros lo que pesa más sobre mi alma. Mi padre me cree ultrajada por el Alférez mayor; sus espadas se cruzarán, y el juicio de Dios me espanta, me aterra más, mil veces más que el de los hombres.

-Y con justicia, hija mía; pero su fallo no se pronunciará en contra vuestra, si con un corazón contrito, si con un verdadero arrepentimiento levantáis a él vuestras manos y le decís: «¡sea el perdón dado por tu misericordia, que absuelve, acoge y consuela!»

Alzó Elvira sus dos manos cruzadas y sus ojos que abrillantaban las lágrimas, y elevándolos al cielo [exclam]ó con un fervor capaz de conmoverle:

-Misericordia de Dios, ¡perdonadme! Misericordia de Dios, ¡sed conmigo!

Una lágrima resbaló por las hundidas megillas del Prelado, y estendiendo sus dos manos con imponente majestad sobre la cabeza de su penitente, dijo con el solemne acento del ministro de Jesucristo.

-Yo os digo como Dios a Isaías: ¡Tus pecados están perdonados!

Bajó Elvira su frente coronada de perlas ante el hombre de aquel que tiene poder para asegurar al que está en pie, y amor para levantar al que cae; y recibiendo con humildad la bendición del Arzobispo, llevó la mano a sus labios y la besó con respeto.

-Levantaos, le dijo D. García pasado un instante, y respondedme si sabéis en aquello que os pregunte.

Obedeció Elvira, alzóse del suelo donde permanecía postrada, y se sentó en el sitial. El Prelado puso el codo en el brazo del suyo, la megilla en la mano y le preguntó:

-¿Sólo la dueña sabe vuestro fatal amor, hija mía?

-Ella no más.

-¿Creéis que lo presuma Rodrigo López de Ayala?

-¡Lo conoce desde que nació!

-Anoche, ¿quién os vio?

-El Alférez mayor y el Duque.

-¿El astrólogo os conoció?

-Me reveló mi propio nombre.

-¿También está enterado vuestro page?

-Sí; pero es el único que no lo dirá.

-Quien no lo dirá nunca es Ayala.

-Y sin embargo, el mundo entero hubiera preferido que lo supiera, con tal que él lo hubiese ignorado.

-Dios ha dispuesto lo contrario, hija mía, y él hace siempre lo mejor.

Dio Elvira un congojoso suspiro, y el Prelado continuó alterándose ligeramente su voz.

-Ahora os queda que hacer un sacrificio para salvar el nombre de vuestro padre de una afrenta, ¿os sentís dispuesta a hacerlo?

-Sí; por muy violento que sea lo haré.

-Es necesario que entréis en un convento, Elvira; sólo así se esplicará a la corte vuestro roto enlace, porque roto tiene que ser.

-Entraré, respondió ésta sin vacilar, y ojalá, añadió con amargura, que no hubiera salido nunca de él. ¿Qué más exigís de mí?

-Que desterréis de vuestra memoria un nombre, y de vuestro corazón una imagen.

-¡Imposible!, eso no puedo, [exclam]ó Elvira apretándose la frente. ¡Quién borrará mis recuerdos!

-Hija mía, los que nada podemos por nosotros mismos, como apoyados en nuestras solas fuerzas, todo lo conseguimos con el auxilio de aquel que nos fortalece con una sola mirada. Haced lo que podáis, y pedidle a Dios lo que no podáis.

-Procuraré olvidar.

-Y ahora, Elvira, marchaos al alcázar, pero presentaos con frente serena y la sonrisa en los labios, porque el mundo es suspicaz y es menester deslumbrarlo.

-Lo haré, dijo Elvira con energía; nada me arredra, nada me es difícil tratándose de reparar; pero la sangre se me hiela en las venas cuando pienso que hay una espada suspendida sobre la cabeza de mi padre.

-Esa espada no herirá. Tengo influjo con D. Alfonso, y poder sobre el Alférez mayor. Los veré y todo se conciliará en respeto de vuestra fama. Id, id al alcázar, hija mía, en tanto que yo me dirijo a buscar a vuestro padre, y Dios sea en vuestro auxilio y en mi ayuda.

-¡Amén! Pero no olvidéis mi mortal inquietud, le dijo Elvira tomándole una mano y apretándola entre las suyas con un movimiento convulsivo.

-¡Ay Elvira, por mucho tiempo lo tendré presente! Mas no os detengáis, idos, que demasiado tarde es ya.

Y sin soltar su mano la condujo a la escalera, donde la esperaban sus pages y escuderos, y bendiciéndola de nuevo le dijo:

-Valor, hija mía; en el alcázar nos veremos.

Capítulo IX
Cómo Rodrigo López de Ayala contó con las borrascas del Océano para olvidar las de su amor

Cuando salió Ayala del palacio del Adelantado mayor, aún estaban sus pupilas inflamadas y su semblante pálido y contraído. Su resentimiento era profundo y acerbo; su ira estremada; y sin embargo, Rodrigo, al doblar el ángulo de la calle, se paró un instante para mirar por última vez el edificio donde acababa de morir su postrer sueño de felicidad.

Tras de aquella mirada fue una maldición rencorosa al Duque, y volviendo la esquina se encaminó al alcázar, donde iba a verlo frente a frente sin poder cumplir su ardiente y acariciado pensamiento de arrojarle su guante y retarlo en medio de la corte y de sus triunfos.

Estremecíase de furor pensando que su duelo con D. Alfonso dilataba su venganza, que acaso lo esponía a verla frustrada, y contaba las horas que perdía y las en que podía realizarla, haciendo proyectos que sólo Dios sabía si se habían de efectuar.

Y como Elvira le perseguía en el torbellino de sus pensamientos y en el fondo de su corazón, como sus ojos la veían donde no estaba, con su ropage azul y su delicada y rica guirnalda; como sus labios la nombraban a pesar de su voluntad, que quería lanzarla de su memoria, de su corazón y de su lado; Rodrigo conocía que necesitaba huir, porque su amor existía a pesar del desengaño, y existía con su delirante afán.

Antes de ir al alcázar andubo por sus alrededores para serenar su frente y dominarse, al par que formaba un plan sobre las ruinas de su destruido porvenir.

Conseguido lo uno y convinado el otro, entró el Alférez mayor en el alcázar.

Echando una rápida ojeada en torno del convaleciente Enrique III y de la reina Doña Catalina, vio que el duque de Benavente llevaba los honores de la recepción, y que Elvira no estaba en el círculo de las damas.

Al ver a D. Fadrique latió su corazón con el sentimiento del odio y la violencia de la ira, pero no se reflejó en su semblante; y pasando por entre los agrupados cortesanos, llegó hasta el Rey que lo acogió con una sonrisa benévola, saludando con entusiasmo al vencedor de las huestes granadinas.

A su vez Catalina de Lancaster recibió su pláceme con halagüeña complacencia, y el Duque tuvo que partir con él las miradas y las distinciones que antes de su llegada recibía con profusión.

-Don Alfonso, soy con vos, dijo el Alférez mayor al Almirante Enríquez, saliendo del alcázar después que la Reina hubo recibido la corte.

-He con ello grato placer, respondió el vencedor del maestre de Alcántara en el torneo, pasando cortésmente a su lado.

-Andemos si gustáis, replicó Ayala.

Y así lo hicieron ambos, hasta que estando a cierta distancia del alcázar, parándose el Alférez mayor le dijo al Almirante que lo imitó:

-¿Cuándo partís para la conquista de esas islas recién descubiertas en el Océano?

-Tan pronto como las galeras se reúnan en Cádiz, y presumo han de estarlo ya, si han mis órdenes cumplido.

-¿Es decir que será en breve?

-Os responderé que yo parto antes que pasen seis días.

-Tengo que pediros una merced, D. Alfonso.

-Ya la tenéis concedida, valiente Ayala, como cuantas yo pueda concederos.

-Gracias, D. Alfonso: la que os pido es que me contéis como aventurero para la espedición, y que me señaléis un sitio en vuestra galera.

-¡A vos!, [exclam]ó con sorpresa el Almirante.

-¡A mí![-] contestó lacónicamente aquél.

-No os sorprenda, Rodrigo, que me admire vuestra petición, y aun habéis de permitir os pregunte qué os impele hacia el Océano en el instante mismo que la gloria, el amor y la felicidad tienden sus alas sobre vos.

-A lo primero os responderé, que sed ardiente de peligros, ansia de borrascas; en cuanto a lo segundo, que aunque sean muy anchas y doradas no alcanzan todavía a cubrirme con su sombra.

-Enhorabuena que vuestro marcial ardor desee los peligros, y vuestro valor la grandeza de las tormentas para mediros con ellas; pero cuando el convenio de Perales os llama a la regencia del Estado, y cuando la tregua con Portugal va a romperse, Castilla reclama la prudencia de uno de sus mejores hijos para que la gobierne, y su fuerte brazo para sostener con gloria en la lid el pendón que ostenta sus castillos y leones.

-Don Alfonso, no sé si el convenio de Perales se sancionará o no por las cortes, pero dado que lo sea, yo no tomaré parte en la regencia tal cual está constituida. Lo de Portugal está lejos, y yo no vivo de futuro: luego, ¿qué significa un hombre de más o de menos en un Estado?, ¡nada! Suponed que esta tarde una espada me atravesara el corazón... Castilla, de seguro, señor Almirante, pasaría sin mí.

-A eso nada tengo que replicaros, y pues que estáis decidido, he aquí mi respuesta. En Cádiz os espero, y partiremos como hermanos de armas la cámara de la galera y la tienda que se me alce en las playas, donde vamos a desembarcar con la ayuda de Dios y el esfuerzo de nuestro brazo.

-Cuento probaros que si no merezco tan señalado favor, sé agradecerlo. Antes que vos partiré.

Y apretándose la mano en señal de despedida, se separaron tomando cada uno su camino.

El de Ayala lo condujo derechamente a su casa que anduvo con notable diligencia.

Allí, sólo consigo mismo, sentado en un sitial, cruzado de brazos y apoyando la barba en su agitado pecho, pasó un corto espacio meditando, no ya iracunda, sino dolorosamente lo pasado dándole un amargo adiós.

Después, con la firmeza de su ánimo y la energía de su carácter, se puso a escribir en un pergamino la renuncia de su empleo de Alférez mayor del Rey en su hermano Pedro López de Ayala, y firmándola la dobló.

Tomó otro y puso algunas líneas dirigidas al honrado corregidor de Toledo despidiéndose para un largo viage, y encargándole aceptase su renuncia como una prueba de su fraternal afecto, y que la presentara aquella noche al concejo.

Puso los dos pergaminos bajo la misma cubierta, los cerró y selló; concluido de hacer lo cual, llamó a Hernando de Illescas, y le dijo:

-Escuchad, Hernando. Luego que haya oscurecido, si yo no he vuelto, vais vos mismo a casa de mi hermano Pedro y le entregáis esta carta. Hasta que no sea la hora que fijo no os mováis de aquí, pues pudiera suceder que tuviera algunas órdenes que enviaros, y es necesario que estéis para recibirlas y darles un exacto cumplimiento.

-No faltaré de aquí un instante; descuidad.

-Bien. Ahora cambiadme esta espada por la de la cruz de acero.

Hízolo así el escudero, y cuando hubo concluido el Alférez mayor le alargó la mano y le dijo:

-¡Gracias, y adiós!

El leal Illescas no la tomó al pronto estrañando su acción, pero repropiándose la recibió en la suya estrechándola conmovido con un súbito presentimiento.

Rodrigo se fue y su joven escudero, asaz triste y caviloso, tomó la carta para Pedro López de Ayala, y examinándola estaba dándole una y mil vueltas entre sus manos, cuando un page entró precipitadamente gritando:

-Señor Hernando de Illescas, en la puerta está el reverendísimo arzobispo de Santiago, preguntando por mi señor.

-¡El Arzobispo aquí!, [exclam]ó Hernando plantándose en dos saltos en la escalera, y de otros tantos junto a la litera abierta de D. García.

-¿El señor Rodrigo López de Ayala?, preguntó el Arzobispo al escudero.

-Acaba de marcharse, respondió éste.

-¿Tardará en volver?

-Lo ignoro absolutamente[-] contestó con respeto Hernando.

-¿Sabéis adónde se encamina?, añadió con interés Don García.

-No, nada me ha dicho al despedirse, y por mí no tengo ningún antecedente.

-Ya que no tengo la buena suerte de encontrarle, decidle cuando vuelva, a cualquier hora que sea, que le espera en su morada el arzobispo de Santiago.

Y estendiendo su brazo bendijo a los pages y escuderos de Ayala agrupados desde la puerta a la litera dando en seguida orden de dar la vuelta al alcázar.

-¡Qué sucede, Dios mío!, decía el impresionado Illescas subiendo lentamente los peldaños de la escalera mirándolos con tal atención, cual si en ellos estuviera la aclaración del misterio que lo ocupaba.

-Señor y Dios mío, murmuraba D. García en el fondo de su litera, no desencaminéis mis pasos; no apartéis de ella vuestra vista; es horrible que caiga sobre su frente la sangre de su padre, y todo se conjura para que suceda.

Capítulo X
De cómo fue el duelo de D. Alfonso Manrique y el señor Rodrigo López de Ayala, y por quién se pronunció el juicio de Dios

Rodrigo López de Ayala salió por la puerta de Burgos al camino de Valladolid, y no bien hubo echado una ojeada por él, cuando divisó el Adelantado mayor parado a no larga distancia, ocupado al parecer en contemplar el horizonte, pero en realidad esperando a Rodrigo, con tanta impaciencia como es fácil imaginar.

Así que D. Alfonso lo descubrió vino a su encuentro y le dijo:

-Desde que salí del alcázar estoy midiendo esta arma, sucediendo lo que no esperaba por cierto; que me hicierais esperar perdiendo un tiempo precioso.

-En cuanto al tiempo sobra[-] contestó Ayala echando una mirada al cielo cubierto de densas nubes por Oriente y de vivísimas tintas a Occidente; todavía hay sol; por lo demás, perdonad siquiera por lo mucho que siento el que me hayáis precedido.

-Pues andemos, y si os parece tomaremos por la orilla del Arlanzón, donde hallaremos un sitio aparente para nuestro intento entre sus frondosas espesuras.

Aprobó Rodrigo la proposición del Adelantado, y ambos tomaron un sendero que conducía al río, entregado cada cual a sus pensamientos que a ninguno sonreían.

El cielo, como hemos dicho, estaba en parte cargado de nubes; ni una brisa hacía mover las hojas de los árboles, y los pájaros, rozando casi la tierra con sus alas, iban a esconderse entre el caído ramaje. El sol que declinaba sensiblemente, estendía una franja de luz por cima del denso velo de vapores que se elevaba sobre la tierra.

A gran trecho quedaba Burgos, y entrando bajo una espesa arboleda junto a la orilla del río, dijo D. Alfonso parándose a Rodrigo que le imitó:

-Paréceme que hemos hallado lo que andábamos buscando: aquí estamos al abrigo de una mirada indiscreta o curiosa que pretendiera estorbarnos.

-Es como lo decís, respondió con indiferencia Ayala.

Y arrojando sobre unas altas zarzas su gorra, desnudó su espada cuya punta clavó en la húmeda tierra para apoyarse en el pomo con indolencia.

-Cuando os parezca, le dijo a D. Alfonso saludándole altivamente; heme ya dispuesto.

En aquel momento la roja luz que inundaba el orizonte lanzaba encendidos rayos que reflejaban en las aguas del Arlanzón, y penetrando a través de la arboleda, daba un color siniestro a los objetos que hería.

La calma sofocante de la naturaleza y el silencio de la soledad eran los únicos testigos de la sangrienta escena que iba en breve a principiar. Ambos combatientes se ahogaban en aquella atmósfera fuertemente cargada de electricidad, mientras que a Oriente empezaban a romper las nubes, amontonadas unas sobre otras, la fugitiva luz de los relámpagos.

El Adelantado se quitó su negra capa de terciopelo arrojándola sobre la yerba que crecía en rededor, descubrió su cabeza como Ayala, desembainó el acero y dio un paso diciendo:

-Dios escude al que tenga razón.

Y dando otro paso más, cruzó su espada con Rodrigo.

El Adelantado mayor era vigoroso, diestro, esperimentado, y de una serenidad incomparable. Rodrigo tenía las mismas cualidades, superándole en otras de que no hacía uso para que el combate fuera igual; y lo era tanto, que durante algún tiempo ninguno había obtenido ventaja sobre su contrario.

En una de sus rudas acometidas la espada de D. Alfonso hirió a Rodrigo en la muñeca y saltó la sangre corriendo por sus dedos.

-Estáis herido, [exclam]ó el Adelantado secundándole otra estocada en el pecho.

Una sonrisa de supremo desdén asomó a los labios de Ayala, que al sentir desgarrarse su carne no trató ya de equilibrar el combate, sino de desplegar sus fuerzas.

Su espada alcanzó a D. Alfonso en un hombro, seguidamente en el brazo. El Adelantado retrocedió un paso, y cayendo impetuosamente sobre Rodrigo le desgarró un furibundo golpe en la cabeza, que a alcanzarle de lleno lo partiera.

Sin embargo, sus cabellos negros se empaparon de sangre goteándola sobre sus hombros, mientras corría por su cuello en abundancia.

Entonces nada contuvo a Rodrigo, su propia sangre, su propio dolor le embriagó; y lo mismo que un león se lanzó a Don Alfonso abrumándole con sus golpes.

La sangre de uno y otro encharcaba la tierra que sus pies removían.

D. Alfonso vaciló.

-¡No más!, [exclam]ó Rodrigo deteniéndose, ¡estáis vencido!

El Adelantado miró al cielo, luego su altiva frente se plegó y contestó con acerba espresión:

-He apelado al juicio de Dios, ¡que se cumpla! y concluyamos.

-Concluido, dijo Rodrigo con voz sorda.

Y parando la acometida de D. Alfonso, le sumergió todo el acero en el pecho.

Dio el Adelantado un traspié y cayó de espaldas quedando inerte.

Rodrigo se precipitó sobre él incorporándolo con cuidado y lo recostó contra un árbol para que sufriera menos.

El desventurado campeón de Elvira fijó en él una mirada, que a pesar de tener la tristísima vaguedad de la muerte aún fue bastante comprensiva para notar la desesperación de su matador, desesperación que tenía muy próximo el frenesí.

Lo miró fijamente un instante, le tendió la mano, y clavó sus ojos con resignada espresión en el cielo, que tan contrario le había sido.

Ayala la apretó convulsivamente entre las suyas, y después la llevó a su boca cubriéndolas de besos que tenían algo de delirantes.

Desprendiéndola D. Alfonso, no sin trabajo, hizo con ella la señal de la cruz, invocó en su interior al que lo había confundido en la tierra para que lo levantara a su seno en el cielo; estendió su mano hacia Burgos en acción de bendecir, y dos lágrimas resvalaron por sus mejillas que ya empezaban a elarse.

El sol se hundió en el ocaso, y un postrer reflejo iluminó con su encendido resplandor el rostro de D. Alfonso que hacía augusto sus cabellos blancos y el velo de la muerte que lo cubría.

Sus ojos se habían cristalizado fijos en Ayala, que no turbó su agonía con una palabra ni un gemido; cuando terminó, se levantó siempre silencioso, cubrió el cuerpo de D. Alfonso con su capa, le puso la espada a sus pies, recogió su gorra, envainó su acero, y antes de abandonar el sitio que tan funesta escena había presenciado, vuelto a Burgos estendió los brazos con un impulso de insensato dolor.

Luego cruzándolos echó a andar con un abatimiento sombrío. No lejos encontró unos pastores que recogían su ganado conduciéndolo al aprisco. Detúvolos y dándoles todo lo que contenía su escarcela les dijo:

-¿Veis aquel grupo de árboles?, pues en él hay un cadáver caliente aún. Id uno y guardadle, y el otro que vaya a Burgos y avise al arzobispo de Santiago que su hermano acaba de morir.

Sobrecogidos los pastores no osaron responder, y Rodrigo siguió a largos y desiguales pasos por la orilla del Arlanzón, andando a la ventura sin que lo guiara su voluntad ni su intento.

Era una máquina que obraba, en tanto que la fuerza física que le quedaba no se gastase del todo.

Esto sucedió, pronto su marcha se hizo lenta y vacilante, en momentos se paraba y su pecho se levantaba de fatiga.

El crepúsculo se estingió, y perdido entre jarales y malezas sólo oía el lejano murmullo del río cada vez más distante, y su respiración violenta y anelosa.

La oscuridad era completa; la luz de los relámpagos disipándola instantáneamente la hacían aparecer más densa luego, Rodrigo sentía dolores agudísimos, frío, su naturaleza de hierro se doblaba y cedía; le dio un vértigo, y estendiendo maquinalmente los brazos para asirse a algo y no caer, tocó una pared.

Rodrigo, cuyas rodillas se doblaban, sintió los ladridos de un perro, y la voz de un hombre que a pocos pasos de distancia resonó preguntando:

-¿Adónde vais, hermano?, ¿qué hacéis contra esa cerca?

-No lo sé, respondió Ayala afirmando su cabeza a la pared.

-¿Quién sois que desconozco vuestra voz?, dijo segunda vez la que hablaba en las tinieblas escuchándose más cerca.

-Un herido cuyas fuerzas se agotan.

Y era verdad, porque Rodrigo se desplomó desmayándose..

Dos brazos robustos y vigorosos lo levantaron conduciéndolo a una pobre y humilde cabaña, donde habitaba un monge benedictino que cuidaba una ermita dedicada a la Virgen, con el nombre de nuestra Señora de los Haces.

El monge que era un anciano atlético y vigoroso, rudo como su saco, pero caritativo como un hombre consagrado a Dios, lo acostó en su propio lecho, labó y vendó sus heridas y se preparó a velarlo componiendo un calmante con yerbas que templara su sed devoradora.

A media noche una fiebre que lo abrasaba le hacía delirar llamando a gritos a Elvira.

El anciano eremita lo contemplaba a la opaca luz que despedía una lámpara de hierro, y asustado de sus revelaciones murmuraba sujetándole las manos para que no se arrancara los vendages:

-Hay sangre en sus manos, sangre en su conciencia, sangre en su delirio; mucho sufre este cuerpo que se estremece de dolores, pero más sufre el alma que turba así el crimen o el desengaño.

Capítulo XI
De lo que a Elvira aconteció en la cámara de la Reina

El arzobispo de Santiago y su sobrina habían perdido más tiempo del que creían.

La hora fatal fijada por D. Alfonso sonó antes que Elvira terminara su penosa confesión, y cuando la dejó en su litera y se disponía a tomar la suya, supo por los escuderos del Adelantado mayor, que venían del alcázar, que su Señor ya no se encontraba en él.

Por su parte Elvira llegó a la regia mansión cuando todos la habían dejado, y atravesando los ya desiertos salones, se dirigió a cámara de la Reina, donde la encontró acompañada de sus damas Doña Constanza de Castro, Doña Leonor de Avellano y Doña Isabel de Osorio.

Catalina de Lancaster levantó la cabeza, la miró con enojo y la dijo:

-No os diré Elvira que me habéis hecho esperar, porque de eso, según parece, se os da muy poco, pero sí que vuestro lugar está ocupado ya.

El orgullo de Elvira se reveló, y parándose en donde la cogió la prevención de la Reina contestó:

-Y tan ventajosamente, señora, que me obliga a daros el parabién. Si gustáis me retiraré.

-¡Eso faltaba!, [exclam]ó Doña Catalina perdiendo el ceño; ahora os podíais ir y me dejabais satisfecha. Ya que no ha sido a tiempo, sea a lo menos.

He dicho a vuestro padre que quiero, mientras no os caséis con el Alférez mayor, que viváis en el alcázar, y desde mañana se os señalará la habitación más próxima a la mía.

Tuvo Elvira que hacer un esfuerzo terrible para dominar su impresión y sonreírse placenteramente para contestar:

-Si mi tardanza ha sido motivo para que toméis esa resolución, desde este instante la bendigo.

Y mientras esto decía, pensaba con amargura que su porvenir era una celda y un cilicio.

-El Alférez mayor, señora, se os va a mostrar enojado, dijo la dama de Osorio chanceando sobre el amor de Rodrigo.

-Aquí está el iris que lo calme, replicó Doña Catalina riéndose.

Elvira se sonrió también, pero sufría tanto al hacerlo, que temió se le escapara un ¡ay!

-Fuera de enojos ni reconvenciones, Elvira, dijo Catalina de Lancaster regocijada aquel día como la naturaleza con uno de primavera; siento que no hayáis asistido porque la corte ha estado brillante, la rica hembra de Alburqueque deslumbraba con su hermosura y con sus diamantes, y a propósito de ella, ¿sabéis que acaso se despose con el infante Don Fernando?

-¿Con el Infante, señora?, replicó con viveza Doña Isabel; por supuesto que lo autorizará V. A.

-¡Sin duda alguna!

-¿Y lo haréis?, dijo la de Osorio tornando a insistir en su pregunta.

-El concejo lo desea; y me lo rogó tanto anoche el duque de Benavente...

-Se interesa mucho D. Fadrique por la rica hembra, dijo maliciosa o cándidamente la joven Doña Constanza.

-Y a mí me parece, repuso Doña Isabel con la naturalidad mayor del mundo pero que encubría una intención profunda, que el noble gobernador no se interesa sino por sí mismo.

Las megillas de Catalina de Lancaster se pusieron como el carmín, y las de Elvira palidecieron: ambas habían comprendido a la dama, que a su vez había comprendido a D. Fadrique.

La Reina se dirigió bruscamente a Elvira, y la dijo cortando la réplica de la de Castro:

-Traed mi bastidor, Elvira. Quiero bordar para concluir pronto el paño de altar que tengo ofrecido a nuestra Señora de las Huelgas con las dos lámparas de plata por la salud del Rey. No es justo demorar el don después de haber recibido la gracia.

Elvira tomó un bastidor que estaba en un estremo de la cámara y le preguntó:

-¿Dónde lo pongo?

-Allí, junto a aquellas ventanas. Vos Leonor, traedme mi sillón.

Las dos damas obedecieron a la Reina, que sentándose tomó la aguja y se puso a bordar con gran primor y no poca ligereza, diciendo a su favorita:

-Elvira, ayudadme como acostumbráis, que yo os ayudaré en lo que se os ofrezca para pagároslo.

-Lo estoy, señora, con hacerlo.

Y a pesar que no podía tenerse de pie Elvira se situó a un estremo del bruñido bastidor colocando delante de sí las agujas, los ovillos y las tijeras para ir enhebrando y cortando como la labor lo requería.

En el otro estremo se sentaron las damas, que a porfía celebraban las matizadas flores que la mano de la Reina iba formando, siguiendo no obstante la conversación que Doña Catalina provocaba con una pregunta y que sostenían las tres.

En cuanto a Elvira, a pesar de la calma esterior que mostraba, sentía una ansiedad tan horrible, una opresión tan violenta, que le era estrecha para respirar la vasta cámara que impregnaba de aroma su vestido.

Sucesivamente se abrieron las puertas de la cámara y entraron por ellas el Rey con el obispo de Cuenca, su camarero Juan de Velasco, y poco después el Alcaide de los donceles.

Tras éste entró el arzobispo de Santiago. Elvira lo miró, pero su frente severa estaba impasible, no revelaba nada; tan dueña era de sí misma.

-Reverendísimo padre, dijo con viveza el Rey apenas le vio, ¡qué os ha detenido hoy que no os hemos visto en la corte de que sois parte tan principal?

-Un deber de mi ministerio, señor, tan sagrado cual lo es un sacramento.

Todas las damas lo miraron con curiosidad; Elvira le dirigió una interrogadora mirada furtiva y desesperada que no obtuvo contestación.

-Padre mío, dijo Doña Catalina preocupada desde la observación de Doña Isabel de Osorio; la buena abadesa del monasterio de Santa María del Real, que tan fervorosamente ha pedido con su comunidad por la salud del Rey a aquel que se la ha dispensado con su infinito poder, implora del nuestro una recomendación para conseguir del concejo un privilegio de jurisdicción eclesiástica y señorial sobre el lugar de Rubena.

-Se le alcanzará, señora, respondió el Arzobispo acercándose, cuando no por otra razón, porque vos deseáis que lo obtenga.

Y pasando junto a Elvira la preguntó en voz sólo de ella perceptible:

-¿Sabéis dónde iba vuestro padre cuando saliera del alcázar?

Un signo negativo fue la respuesta de su sobrina.

-Enhebradme con blanco, Elvira, dijo la Reina, y cortad esta hebra ya acabada.

El Arzobispo se mordió los labios, y contra su voluntad su frente severa se puso sombría.

Inclinándose Elvira, cortó la hebra concluida y enhebró la que le pedían. Después se enderezó y clavó en D. García una mirada de suprema ansiedad.

-¡Tranquilizaos, valor!, murmuró el Prelado separándose.

Y despidiéndose de su pupilo y de la Reina, salió del alcázar sin saber qué hacer, ni adónde dirigirse, porque ni de D. Alfonso ni de Ayala había quién le diera razón dónde se hallaban, y ante el escándalo de buscarlos públicamente vacilaba.

Después de D. García se fue el Rey, y con él su ayo y su camarero; el Alcaide de los donceles los siguió, y quedaron solas la Reina y sus cuatro damas.

Doña Catalina trabajaba con ardor, Elvira servía el bastidor en silencio, y las damas departían lánguidamente de cosas sin interés, pero pronunciando nombres que hacían estremecer a Elvira.

Así pasó una hora. Cada ruido que resonaba fuera del alcázar, cada murmullo que se percibía en las antecámaras producían en Elvira una fuerte palpitación.

Cuando las doradas puertas se habrían, su mirada se tornaba para ver quién iba a pasar por ellas, y un sudor frío inundaba su frente cuando veía su esperanza desvanecida.

Mientras tanto, el cielo se iba poniendo tempestuoso como la víspera, y el sol terminaba su diurna carrera derramando una luz viva y encendida que todo lo ceñía y coloraba.

La angustia concentrada de Elvira empezaba a ser mortal, y sin embargo vagaba la sonrisa en los labios que se iban amoratando.

Abriéronse las puertas, y vio aparecer y adelantarse a Ruy López Dávalos y a el maestro de Calatrava, pálido y visiblemente conmovido. Diole el corazón tan violento latido que maquinalmente se llevó la mano para sujetarlo.

Ruy López se acercó en silencio al bastidor, se inclinó sobre él como si fuera a mirar alguna cosa, y le dijo a la Reina en voz muy baja:

-Acaba de morir o en duelo o asesinado el Adelantado mayor.

Doña Catalina levantó bruscamente la cabeza, y dudando lo mismo que oía le preguntó:

-¿Don Alfonso Manrique?

Ruy López hizo una señal afirmativa y dio un profundo suspiro.

La Reina soltó la aguja y manifestó su profundo dolor con un espresivo ademán.

Todas las miradas se fijaron alternativamente en Dávalos y en la Reina, menos las del Maestre que contemplaban a Elvira enhebrando con mano muy temblorosa la aguja que un instante antes le pidiera Doña Catalina.

Aún no lo había conseguido cuando de repente la campana de una iglesia inmediata comenzó a dar esos tañidos largos y tristes que anuncian a los fieles la salida de la Estremaunción, sacramento que sólo se imprime en la agonía.

A los primeros ecos, la frente tan noble, tan hermosa de Elvira se puso cenicienta, sus rodillas se doblaron, y cayó desplomada sobre la alfombra.

Doña Catalina dio un grito poniéndose de pie, las damas asustadas la imitaron, y el maestre y Dávalos se precipitaron para levantarla.

Pero por un esfuerzo supremo de energía ella misma se incorporó, y mirando a D. Gonzalo y a Ruy Dávalos con una sonrisa espasmódica dijo:

-Me he... caído... no es... nada... nada.

-¡Elvira!, [exclam]ó la Reina profundamente afectada: ¡qué golpe!

-¡Valor para recibirlo, hija mía!, dijo conmovido el Maestre a pesar de su rudeza.

-¡Dios se lo dará porque es grande para todo!, dijo Don García entrando en la cámara pálido como la cera.

Elvira lo vio, tendióle los brazos y [exclam]ó sucumbiendo al doble peso que la abrumaba:

-¡Ha muerto! ¡¡por mí!!...

Y cayó sin conocimiento a los pies de D. Gonzalo.

-¡Dichoso él, hija mía!, murmuró sombríamente D. García arrodillándose a su lado y poniéndole las dos manos en la cabeza que se había abatido para siempre.

Capítulo XII
En el que se da cuenta de lo que ocurrió después de la muerte del Adelantado mayor, y de la plática que tuvo Elvira con el Arzobispo su tío

Dejemos pasar el intervalo de tres meses para anudar el hilo de nuestra peregrina historia violentamente roto con la muerte de D. Alfonso Manrique; dando antes una sucinta idea de lo más notable que durante ellos ocurrió.

Quedó su hija, en nuestro último capítulo, perdido el conocimiento a impulso del rudo golpe que acababa de recibir y de la prolongada agonía que le había precedido; la Reina sentida y acongojada; las damas llorosas; Dávalos y Guzmán conmovidos, y D. García, postrado junto a ella, confesando en una lacónica [exclam]ación que era preferible la muerte de D. Alfonso a los pesares que dilatándose sufriera.

Pasado el primer instante de estupor, el Prelado, que no había perdido su energía, hizo que su sobrina fuese de allí conducida en brazos de sus escuderos hasta su litera, y en ésta llevada a su palacio. Luego que llegaron se la colocó en su lecho, a cuya cabecera se situó Fr. Mendo Pérez por espreso mandato de la Reina, tan vivamente sentida de la muerte del Adelantado mayor, como interesada en la conservación de la vida de su hija.

El cuerpo del infortunado D. Alfonso se espuso en el salón principal de su palacio, instantáneamente vestido de negras colgaduras, y adornado con todo el fúnebre esplendor con que el orgullo humano ha rodeado en todos tiempos la muerte. La amarilla luz de los blandones resvalaba sobre la descompuesta faz del cadáver, haciendo brillar las franjas, los flecos y las borlas de oro que adornaban las colgaduras de su lecho de reposo.

Todo lo ordenaba D. García, a todo hacía frente. Rodeaba de cuidados a Elvira, en quien se había declarado una fiebre violenta produciéndole un deliro frenético, unas veces y otras horriblemente congojoso. Oraba sin lágrimas, pero con un dolor amargo y profundo junto al despojo mortal de su único hermano. Daba órdenes a los pages y escuderos, dueñas y doncellas que de acá para allá iban plañendo y gimoteando éstas, suspensos, aturdidos y contristados aquéllos, para que se ocuparan en servicio de la doliente, o en hacer los preparativos de los fastuosos funerales de su señor; recibiendo por último con tristeza y mesura a todos los ricos hombres y caballeros, deudos y allegados que en Burgos se hallaban, en cuyo número se contaron el duque de Benavente y Pedro López de Ayala.

Por lo que hace a Rodrigo, todos menos el Arzobispo lo echaron de menos. Díjose por su hermano que, en la misma hora de la catástrofe, dejaba a Burgos para desempeñar una comisión secreta e importante en Portugal; y como no presentó su renuncia y mostró por Elvira vivísimo interés y gran sentimiento por su padre, fue creído de todos los que no tuvieron una parte en aquella funesta tragedia.

Hizo secretamente grandes diligencias para saber el paradero de su hermano, pero fue inútil, porque ni un vestigio halló de él en ninguna parte. Se resolvió, pues, a esperar del tiempo la solución del sangriento e incomprensible enigma que, gracias a su reserva y a la del Arzobispo de Santiago, se hizo indescifrable para todos.

El duque de Benavente asistió como estraño a los sucesos que su torcida venganza ordenó, pero a su pesar bebió entre la ambrosía de su venganza, algunas gotas de hiel que en ésta vertió un sordo remordimiento.

Seguía, pues, suspirando a los pies de Catalina de Lancaster, que sin confesárselo lo amaba, ocupándose del porvenir y soñando una corona que, en su desmedida ambición y en su orgullo presuntuoso, se encontraba digno y predestinado a ceñirla.

Y mientras así lo arrullaba la esperanza y gozaba de lo presente, Elvira pasaba sus días, primero entregada a los delirios de una intensa fiebre, después en unos deliquios mortales, y luego en la más completa postración física y la más absoluta insensibilidad moral.

Después de temer por su vida se temió por su razón, y Don García se preguntó más de una vez si no valía más que muriese a vivir en aquel estado.

Pero Elvira había cumplido veinte años en uno de los días que su enfermedad fue más peligrosa, y su juventud la venció. Lentamente se fue reanimando; su lánguido desfallecimiento cesó, volvieron los recuerdos a su embotada inteligencia, y con éstos sus inconsolables pesares.

Volvemos, pues, a encontrarla en una tarde de otoño, sentada en el mismo sillón donde la vimos en la que se decidió a romper el velo de su destino, rodeada de dueñas y doncellas como entonces, escepto Doña Mencía, que fue entregada por el Arzobispo a la soledad y estrechez de una oscura celda, a la aspereza de la regla de San Benito, y a la vigilancia de una severa abadesa. El page estaba sentado en un cogín a sus pies, el balcón donde estuvo asomada abierto, y sin embargo el cuadro era diferente, en nada se reconocía.

Ya no era Elvira aquella mujer de embelesadora hermosura y frente orgullosa, que paseaba con Ayala esquiva y altanera por los bosquecillos del alcázar; no era la que llena de pasión y de esperanza llenaba de orgullo y de ventura al duque de Benavente con un «¡te amo!» al abandonar el festín de la reina de Navarra; no era la que febril y desesperada se había arrodillado a los pies del arzobispo de Santiago; de Elvira sólo quedaba una sombra, pero sombra tristísima y desolada.

Habían colocado su sillón frente al jardín, que de sus galas conservaba un resto de verdura que solo se tornaba amarilla; pero a la sazón ni miraba las escasas flores que aún había, ni los pájaros que revoloteaban al rededor, ni tampoco se elevaban sus ojos hacia el cielo terso y purísimo; con una vaguedad cruzaba el espacio sin percibir ningún objeto.

Aquel Fernando tan travieso y burlón que iba como loca mariposa de una en otra dueña, ora enflaquecido, macilento, sin chistar ni moverse, parecía una de esas alegres y voladoras aves privadas del aire y de la libertad.

Las dueñas y doncellas todas enlutadas y en silencio, bordaban y cosían, y de vez en cuando alzaban una mirada sobre su señora, que ni aun sentía la impresión del aire rozando sus hundidas y amarillentas megillas que marcaba su melancólica y profunda distracción.

Un tenue ruido que iba pasando de antesala en antesala llegó hasta el espléndido salón donde se hallaba Elvira, anunciando la presencia del Arzobispo: dueñas y doncellas se levantaron, Fernando salió a recibirle, y así que entró todos se retiraron.

Don García llegó hasta su sobrina sin que ésta se apercibiera ni hiciese el más leve movimiento.

Por un brevísimo instante la estuvo contemplando en su tristísima abstración, anublándose su semblante de suyo tan severo; pero disimulando su impresión estendió su mano hasta tocar su frente tan descolorida y mustia, y le dijo con dulzura:

-¿En qué pensáis, hija mía?

Levantó Elvira sus ojos hundidos y empañados, y contestó con la calma del desaliento:

-En nada. Floto enmedio del vacío que me predijo Ben-Samuel.

-¡Elvira!, replicó el Prelado con acento de reconvención; ¿cuántas veces será menester que os repita que olvidéis?

Elvira cruzó las manos y bajó la cabeza con el abatimiento del que no tiene fuerza ni esperanza.

-Hija mía, añadió el Arzobispo con acento persuasivo y enérgico; alejad esos recuerdos funestos de vuestra memoria; luchad con ellos sin tregua, poniendo vuestra confianza en el Padre Celestial; en aquel que después de la tempestad restablece la calma; en aquel que recibe en espiación las lágrimas y los suspiros, y cuya compasión y bondad nos los compensa colmándonos de consuelos, de paz, de ventura y dulce alegría.

-Grande es su poder, dijo Elvira, cuya fe estaba tibia con la desgracia; pero hay horas que siento mi frente húmeda... y tengo miedo de pasar por ella la mano no la retire empapada en sangre.

-Ése es un resto del delirio de vuestra enfermedad, dijo D. García confortándola con singular amor.

-¡Ya no deliro!, dijo Elvira sonriéndose con amargura; ahora siento.

-Pues bien, hija mía; cuando os acometan esas ideas, cuando os aflijan esos pesares, cuando ese pasado con sus funestas imágenes se os presente a vuestra imaginación, levantad vuestras manos a Dios; pedidle con fe; pedidle con lágrimas que os tranquilice, y veréis cómo se disipa vuestra angustia. Entonces, fortaleciéndose vuestro espíritu con la fuerza que os comunique, veréis cómo huyen esos fantasmas apenadores con la luz de su mirada.

-No lo espero, replicó Elvira con su desolada calma; constantemente están en mi fijo y horrible pensamiento: se colocan entre mis ojos y el cielo; entre mi oración y Dios; llenan el espacio que me rodea; siempre los tengo delante; ¡siempre, siempre! y yo creo que esto debe ser así eternamente...

-No, Elvira. El tiempo calmará la amargura de vuestros recuerdos por sí mismo. Pero dejemos lo pasado, que ya pertenece a Dios como el que muere, y ocupémonos del porvenir que aún puede ser tranquilo, tal vez feliz, cuando la paz descienda a vuestro corazón.

La Reina os llama con instancia, ¿queréis volver a su lado?, ¿habéis resuelto alguna cosa respecto a vos?, ¿formáis algún proyecto sobre vuestra futura existencia?, comunicádmelo, hija mía, y yo os allanaré el camino que os plazca seguir, arrancando los abrojos que en él se encuentren.

Pasó Elvira su mano enflaquecida y casi transparente por su frente amarilla y nebulosa, y después de un instante de vacilamiento preguntó con emoción:

-¿Y Ayala?... ¿dónde está?... ¿qué hace?...

-Hija mía[-] contestó el Prelado temeroso del efecto que su respuesta podía causar en el ánimo impresionable de su sobrina; no se sabe, ¿por qué me lo preguntáis?

-Para acabar de convencerme que en todo tuvo razón Ben-Samuel, dijo Elvira sombría; el uno rechazó el instrumento inútil y gastado; el otro le arrojó sangre y desprecio, y heme sola en el vacío.

Los ojos del Prelado se inflamaron, su frente se plegó, y con una energía terrible [exclam]ó:

-¡Por Jesucristo, Elvira!, ¡perdonad a esos hombres y lanzadlos de vuestra memoria!

Mas Elvira bajó la cabeza por, segunda vez con más sobrecargada espresión que la primera, y guardó silencio.

Don García se dominó, dulcificó su acento y le dijo:

-Aquí se nutre vuestro pensamiento en recuerdos emponzoñados, y es necesario que os sustraigáis a ellos. Vamos a tomar un partido, hija mía. Entregaos a Dios o al mundo, pero no permanezcáis así. Resolveos a una cosa; os brinda la paz de un claustro y los favores de la corte, ¡hablad!

-El día... aquel día en que yo debí morir, prometí para salvar el nombre de mi anciano padre de una mancha, profesar en un convento; sea por su memoria lo que ya es inútil para su fama.

-Lo que entonces ofrecisteis no tiene ningún valor, Elvira, por poco que os inclinéis a la corte...

-No quiero que esta frente la vea nadie. ¡A Dios me acojo! ¡Dios y la muerte no rechazan a nadie!

Y Elvira se cubrió la suya con las dos manos.

La fuerza de D. García se gastaba contra aquella desolada desesperación.

-¿Dónde queréis tomar el velo, hija mía?, le preguntó después de una ligera pausa.

-En Santa María de las Huelgas, ¡de allí salí para el mundo!

-¿Y para cuándo fijáis vuestra entrada?

-Para mañana si lo aprobáis.

-¡Bien! Pero antes que lo hagáis tenéis un deber sagrado que cumplir. ¿Qué disponéis de esos fieles y antiguos criados que os han visto nacer, y que en el último tercio de su vida van a hallarse sin dueño y sin pan? ¿Qué destino queréis darle a esos inmensos bienes de que sois poseedora?

-Una parte no escasa de ellos la distribuiréis entre todos esos viejos y leales servidores que han encanecido en el servicio de mi familia, para que no conozcan jamás que les falta su señor. Los restantes repartidlos en los conventos de Burgos, para que imploren cuotidianamente el eterno descanso de mi padre.

-¿Qué más deseáis, hija mía?

-Que le digáis a D. Gonzalo Núñez de Guzmán le recomiendo a mi page Fernando; que le suplico sea su protector, y que haga de él un cumplido caballero. También os lo suplico a vos, y os encargo además que le forméis de mis bienes un patrimonio modesto pero independiente.

-¡Descuidad! Fernando será dichoso en memoria vuestra, o por lo menos se hará porque lo sea. ¿Queréis ver a la Reina y despediros de ella?

-¡No, no quiero pruebas!, harto he sufrido. Decidla sí en mi nombre que no voy a besarle la mano, porque temo que me falten fuerzas para atravesar su cámara, y que le pido como un último favor asista cuando tome el velo a la ceremonia.

-Lo hará, estad segura, y para participarle vuestra resolución, os dejo, hija mía.

-¿A qué hora vendréis mañana?, le preguntó Elvira que estaba tan pálida como una estatua de cera.

-A las diez, dijo D. García dolorosamente afectado, ¿os parece bien?

-Sí, sí; así llegaremos temprano al monasterio.

-Pues hasta mañana, hija mía.

-Un momento, [exclam]ó Elvira arrodillándose; que me bendiga el que ha sido mi consolador.

Y doblando la cabeza cerró los ojos y cruzó las manos apretadamente.

-¡Señor y Dios mío!, [exclam]ó el Arzobispo con profunda emoción; descended a su alma y dulcificad su amargura, reanimad su espíritu que desfallece, dadle resignación y esa suprema esperanza que procede de vos y en vos se cifra.

Elvira abrió los ojos y clavándolos en el firmamento claro y transparente, dijo:

-¡Dios mío!, ¡y si no me dais consuelo, dadme fuerza, porque sucumbo!

Un sollozo se escapó del pecho de bronce de D. García, el cual alzándola y colocándola en su sillón la dejó, no sin llamar a sus dueñas y doncellas para que entraran a acompañarla.

Capítulo XIII
Cómo el Arzobispo D. García Manrique hizo el encargo de su sobrina, y consiguió de D. Enrique lo que de él solicitó

De la morada de Elvira se fue D. García derechamente al alcázar, y cuando entró en la cámara de la Reina con el dominio que ejercía sobre sí mismo, no se descubría en su rostro tan severamente caracterizado un vestigio de la emoción que había sufrido.

Era el hombre de hierro el grave y adusto Prelado.

Había dado la Reina grandes y reiteradas pruebas de interés por su dama predilecta, lo mismo en su peligrosa enfermedad que durante su larga convalecencia, haciéndole saber por medio del Arzobispo, única persona que la veía, era su intención llevársela a su lado para endulzarle sus penas con afectuosas atenciones.

En el momento que D. García se presentaba para darle la despedida de Elvira, la Reina, que estaba rodeada de sus damas, se ocupaba en hablar a éstas de aquélla, y al oír el nombre del Prelado, ocupada como estaba su memoria por su favorita, dijo después que éste la saludó:

-Siempre os veo con placer en mi cámara, reverendísimo padre, pero lo que es ahora os aseguro sois esperado con impaciencia.

¿Qué nuevas me traéis de Elvira?, ¿la veremos por fin a nuestro lado como solicita mi deseo?

-No señora, respondió el Arzobispo con firmeza y mesura; Dios se ha servido disponerlo de otro modo. Irrevocablemente decidida trocará mañana su palacio por una celda y muy en breve la tierra por el cielo, recibiendo cumplida recompensa por lo que desprendidamente abandona.

-Y su corona será más rica que la mía, repuso la Reina entristecida; y sin embargo, lo confieso, padre mío, la veré sobre su frente con indecible pesar.

-Siento lo mismo que V. A., señora, replicó D. García dando un amargo suspiro; y tanto más cuanto que la vejez no renueva sus afecciones ni ve reparadas sus pérdidas. Elvira es una estrella que se eclipsa, y quiere consagrarle a Dios sus últimos resplandores.

Acabo de dejarla preparándose para entrar mañana en el monasterio de las Huelgas. Os envía su despedida, asegurándoos lleva a su retiro el pesar de no veros ni besar vuestra mano, pero quebrantada como una caña batida de recios vendavales, le falta la fuerza necesaria para arrostrar los recuerdos que tiene el alcázar para ella.

-Respeto la amargura de sus sentimientos, respeto su resolución aunque me cause un disgusto inesplicable; respondió la Reina afectada. Así se lo diréis, y también que iré como una amiga a visitarla en su retiro.

-Podéis hacer más por ella, aunque sea mucho lo que ofrecéis, le dijo D. García recordando el deseo de su sobrina.

-No adivino qué, replicó con viveza Catalina de Lancaster; de otro modo estaría hecho lo que indicáis.

-Enviarle la promesa de asistir a la ceremonia de su toma de hábito en Santa María la Real, lo cual os ruega la concedáis.

-¡Aún no lo creo!, [exclam]ó conmovida la Reina. Mas si llega ese día, si resiste las súplicas de Ayala, que no puede tardar en volver, como asegura su hermano el corregidor de Toledo, si el tiempo nada puede sobre su dolor, vos y yo seremos sus padrinos. Participádselo y prometédselo en mi nombre.

-Lo deseaba, señora, sin que me atreviera a proponéroslo[-] contestó el Prelado sin que la satisfacción de su orgullo lisongeado con aquella distinción quitara alguna de las muchas sombras de su frente; permitid que os dé las gracias por tan gran merced como nos hacéis, concediendo a mi sobrina su primera última súplica, y honrándome a mí que hago con ella las veces de padre, eligiéndome para acompañaros.

-¡Pobre Elvira!, dijo Doña Catalina así que D. García salió; la última tarde que pasó en esta cámara, ¡cuán feliz era! ¡Quién le hubiera podido predecir tal turbión de desdichas!

-Señora, dijo doña Isabel de Osorio que había estado pensativa; en la muerte de D. Alfonso Manrique, en esa desaparición misteriosa de Ayala, en esa desesperación incurable de Elvira, hay un misterio que creo no ha de ser incomprensible para todos; y pardiez que si mis presunciones no se engañan, el duque de Benavente ha de poder aclararlo.

-¡El Duque!, [exclam]aron a la vez la Reina y todas sus damas.

-¡El Duque!, repitió la de Osorio con grave acento.

-Pues yo le creo completamente estraño, dijo Catalina de Lancaster en tono de absoluta convicción.

-Yo no, repuso la dama con tanta o más.

-¿Pero qué motivo tenéis para creerlo?, replicó la Reina ligeramente alterada.

-Ciertos antecedentes y diferentes observaciones que ahora se me completan con la revelación que el Arzobispo acaba de hacer.

-Esponedlos si queréis, doña Isabel, dijo Catalina de Lancaster sonriéndose incrédulamente.

-Yo sé que el Duque ha pretendido a Elvira.

-¿A Elvira?, [exclam]ó la Reina sin poderse contener.

-Sí, señora[-] contestó la dama dando una terminante afirmativa.

-Sería cuando salió del convento...

-No señora, ha sido después que la corte vino a Burgos.

-¡Imposible!, dijo Catalina de Lancaster respondiéndose a sí misma.

-Señora, repuso doña Isabel de Osorio con profunda intención. V. A. no conoce aún a D. Fadrique de Castilla, cuando duda de su atrevimiento y desconoce su veleidad.

La Reina conoció que se hacía traición, y dominándose dijo a su dama con indiferente acento:

-Ni dudo ni creo, Doña Isabel, pero me sorprendo oír lo que nadie ha imaginado.

-Porque el Duque sabe disimular lo que le importa, y le importaba ocultar sus pretensiones amorosas, pues que el Alférez mayor a tener de ellas una prueba, le hubiera retado y le hubiera tendido a sus pies ni más ni menos que lo hizo en el último torneo.

-¡Y lo descubristeis vos!, repuso con ironía la Reina.

-Sí señora.

La Reina dio una carcajada cuya violencia no conoció más que su interlocutora. Las damas le hicieron coro alegremente, y algún sarcasmo cayó cortante y agresivo sobre ella.

-Quede sentado que el Duque pretendió clandestina y apasionadamente a Elvira, porque D. Fadrique, todo antojo y todo orgullo, es también todo fuego y todo ímpetu. ¿Le resistió la prometida de Ayala?, no lo sé, eso entra en el misterio. ¿Lo supo el Alférez mayor?, si lo supo, ¿por qué ha huido el día mismo que D. Alfonso caía a orillas del Arlanzón con una herida mortal? ¿Quién fue el que le hirió? He ahí lo que no se sabe, pero es de presumir que uno de los dos rivales.

-El Duque no fue, dijo la Reina empezando a preocuparse con las revelaciones y las suposiciones de su dama; el Duque pasó la tarde con Doña Leonor su hermana y Doña Beatriz su cuñada; y Ayala salió para Portugal como lo afirma su hermano. Además, era el amor que suponéis en el Duque motivo para reñir con su rival, no con el padre de su amada.

-Ése es el enigma, señora.

-Que Ayala aclarará a su vuelta.

-No lo espero.

-¿Por qué razón?

-Porque Elvira va a profesar.

-¿Y si ella prefiere a Dios?...

-Es que Rodrigo López de Ayala se interpondría entre Dios y ella, así como D. Fadrique se ha interpuesto entre él y su prometida. Además tiene su palabra dada, y sabéis que para profesar se necesita no tenerla.

-Ésa es mi única esperanza, que cuando venga lo haga, reclamando su derecho.

-¡Si vuelve!, os repito lo mismo que D. Fadrique me dijo la tarde de los funerales del Adelantado.

La Reina miró fijamente a su dama y dijo con intención:

-Doña Isabel, cuán enemiga sois del Duque.

-¿Enemiga porque descubro sus pretensiones amorosas? ¡Oh! no, señora, no lo soy, es que adivino sus intenciones siempre interesadas y ambiciosas; es que soy muy afecta a las que él designa para llenarlas y satisfacerlas, y las prevengo como puedo.

-Siempre que lo hagáis a tiempo, dijo Doña Catalina gravemente, debéseos agradecer.

-Y eso que V. A. no conoce al hombre que ama hasta que le corresponden; que pretende hasta que obtiene, y que olvida así que se le satisface.

-¡Temible es!, murmuró la Reina con terror.

-¡Oh! no señora; la que ame al Duque, que no se lo manifieste jamás y le tendrá mientras aliente a sus pies.

-Mucho le conocéis, dijo maliciosamente una dama.

-Y no por esperiencia propia, replicó la discretísima Doña Isabel con donaire; porque yo Doña María sólo hallé gracia en los ojos de mi difunto esposo, que no reparó en esta desmesurada nariz.

Y la dama, que con efecto la tenía prolongada, la presentó con la mayor gracia del mundo. Todas las demás se echaron a reír, y la conversación recayó en ella misma.

Pero mientras que Catalina de Lancaster recibía un aviso tan directo como era posible dársele; mientras que Doña Isabel se esforzaba en aclarar lo que para todos estaba completamente oscuro, y las damas acogían sus presunciones burlándolas, porque la Reina las rechazaba; el arzobispo D. García Manrique salió de su cámara, y se dirigió a la del Rey a paso lento y un tanto pensativo; y llegando a la antecámara se deslizó por una puerta esculpida que se hallaba entornada, penetrando en una bastísima habitación, en cuyo fondo se veía la venerable figura del buen obispo de Cuenca, regaladamente sentado en un altísimo sitial.

Acercóse D. García y se levantó perezosamente el ayo de Enrique III saliendo a su encuentro, y así que acortando la distancia uno y otro se encontraron mano a mano, le dijo aquél a éste:

-¿Y el Rey?

-En su cámara leyendo.

-¿Solo?

-Sí.

-¿Le habéis hablado como os rogué?

-Y no una voz sola por complaceros.

-¿Y qué dice?

-Su corazón se conmueve y accede, porque es bonísima su índole; pero tiene miedo y lo resiste negándose a darle la libertad.

-¡Miedo!, ¿a quién?

-A los gobernadores, o mejor dicho al Primado como sabéis lo que pasó con el testamento...

-Una vez que está prevenido, yo le hablaré, y si algo vale mi ruego ha de concederme lo que demando.

Y esto diciendo saludó al pacífico Obispo, y saliendo de su presencia se dirigió a la de D. Enrique, entrando a su cámara para aprovechar su soledad.

Una lámpara de plata iluminaba la regia estancia. En un ángulo de ella estaba Enrique III leyendo atentísimamente en un voluminoso libro puesto en su atril, y éste sobre una mesa cubierta de un tapete de terciopelo carmesí, al lado del cual había una palmatoria de plata con una vela de cera que reflejaba su amarilla luz sobre el libro y el tierno lector.

Distraído por la voz de D. García volvió la cara, y fijando en él su inteligente mirada,

-Rato ha que os espero, le dijo con afectuosa espresión.

-Y eso que no sospechabais que los dos aquí solos y retirados, vamos a tratar un asunto muy grave, desempeñando cada uno una misión muy distinta, pero las dos grandes y elevadas.

-¿Venís a darme esas sublimes lecciones que oídas de vuestra voz se graban a la vez en el corazón y en la memoria?

-Sí; pero antes tendré necesidad de recordaros que sois Rey, y que como tal ejercéis la potestad augusta que hace al que lo es la imagen de Dios sobre la tierra; porque así como las suyas en el Cielo, vuestras sentencias en la tierra son inapelables, y así como perdona, perdonáis. Éste es un privilegio, D. Enrique, que enaltece; no lo dejéis en desuso si queréis glorificaros.

-No lo temáis, padre mío, respondió Enrique III con su precoz gravedad. Cuando reine veréis como no ha sido inútil el que me amaestréis con vuestros consejos: aquí están vuestras inspiraciones.

Y el dócil discípulo tocó su hermosa y desarrollada frente con sus dedos delgados y amarillos.

-Muchas veces os he dicho que cuando jiréis en vuestra esfera de Rey, ejerzáis sobre vuestros vasallos el influjo de padre, a semejanza de aquel que reina sobre los pueblos y los reyes, quebrantándolos o ensalzándolos, según se humillan o ensobervecen.

Os he dicho también que tenéis que hacer justicia, y que ha de ser con rectitud, con imparcialidad, con firmeza.

Os he dicho que tenéis que perdonar ofensas propias más que ajenas, éstas con reflexión y detenimiento, aquéllas con grandeza y generosidad, noblemente, y que sea un acto espontáneo, más bien que impuesto, porque de este modo ni se agradece ni se admira, porque es un acto de debilidad, y no un buen impulso de conmiseración o hidalguía.

El Rey, pues, D. Enrique, debe hacer su yugo suave: debe juzgar tan rectamente que al que condene no lo reconvenga, ni al que absuelve lo agradezca: debe perdonar con magnanimidad.

Todo esto lo sabéis y mucho más, porque lo que no se os dice, lo adivina vuestra penetración, lo descubre vuestro instinto; así es que poco tengo que enseñaros. Lo que sí es menester es conducir vuestra voluntad, y eso es lo que cumple a mi ministerio; por eso os he dicho que los dos haremos cosas grandes, y grandes serán si mi voz halla eco en vuestro tierno corazón.

-¡No ha de tenerle, padre mío!, mostradme lo que he de hacer, y veréis cómo me dedico a la obra.

-A mostrároslo voy, pero antes escuchad. Figuraos que han pasado los años, que sois mayor, y os hemos entregado las riendas del gobierno. En Castilla, como en todos los reinos diseminados sobre la haz de la tierra, hay débiles que son oprimidos, y fuertes que son opresores, ¿qué os corresponde hacer con éstos y con los otros?

-Estender mi cetro entre ambos para que se convierta en escudo que proteja al oprimido, y freno que contenga a los opresores. El Rey debe serlo de todos y para todos.

-¿Y si una de esas cabezas encumbradas y altivas, pero amadas, porque todo mortal tiene sus afecciones, se volviera contra vos, o faltara a la ley, o vendiera la patria, qué haríais?

Púsose el niño en pie, y realzando su ademán y la espresión de su rostro lánguido y delicado, la energía y la resolución, respondió:

-Si vendiera a mi Castilla le castigaría severamente, aunque fuera mi propio hermano.

-¿Y si hollara la ley?...

-¡También!

-¿Y si se revelara contra vos?

-Le llamaría una y otra vez antes que empeñáramos la lucha. Lo halagaría para evitarlo.

-¿Y si no os atendía?, ¿si alzaba pendones contra vos?

-Lo sometería con la fuerza y le castigaría.

-¿Y no lo perdonaríais?

-No, porque eso sería amenguar la dignidad que había ofendido despreciándola.

-Y si ese culpable fijara, tras luengos años de un castigo penoso, su mirada suplicante en V. A., como la clava en el supremo juez cuando invoca su misericordia, ¿le rechazaríais?

-No, no, que le alargaría mi mano magnánimamente padre mío.

-Pues tendedla a D. Alfonso Enríquez de Noroña; vuestro tío D. Enrique, sus ofensas no han sido a V. A., y su gratitud, su adhesión, su amor, serán para V. A.

-¿Y de qué sirve que yo le perdone?

-De que ese cautivo de nueve años goce esos inapreciables dones que Dios le concede al hombre, aire, espacio, luz y libertad; que vuelva al regazo de su familia, que abrace al hijo que apenas conoce, que vuelva a ser lo que ha sido.

-¿Y el concejo, padre mío?, a él está encomendada su suerte, como la de D. Juan de Castilla y su hermana y el infante de Portugal.

-Eso será si el testamento de vuestro padre se guarda, y aún no se ha llevado a efecto; y si antes de que suceda le perdonáis, ¿quién se atreverá a revocarlo?

-El concejo.

-El concejo soy yo, replicó D. García con toda la arrogancia de su audaz y altivo carácter; yo acepto la responsabilidad que lleva el acto que demando, y no ocultaré mi frente si les place reconvenirla.

En cuanto a V. A. es uno de sus derechos privativos; los sentimientos del corazón no están subordinados a los tutores; podéis amar y aborrecer, perdonar o ser inexorable; los sentimientos no tienen otro juez que Dios. ¿Perdonáis?

-¿Y el Primado?

-El Primado es un apóstol del Señor, no puede desaprobar el perdón de las ofensas. ¿Perdonáis?

-¡Si yo no lo aborrezco!

-Lo sé; los seres puros como V. A. no conocen el odio; pero haced que conste en un pergamino...

Enrique III lo miró, aún estaba indeciso.

-¿Será necesario que os exorte en nombre de Jesucristo?, le preguntó severamente el Arzobispo.

-No[-] contestó su pupilo con un arranque de nobleza y dignidad. Si he vacilado ha sido por no verme desairado como ha muy poco lo fui; pero conste que le perdono, le devuelvo la libertad, y le llamo espontáneamente , padre mío.

Y esto diciendo, volvióse a la mesa delante de la cual se hallaba, tomó un pergamino, y dijo:

-Estended el acta, pues a vos os corresponde.

No se lo hizo repetir el Arzobispo, sino que tomando la pluma, escribió algunas líneas con rapidez, líneas que más adelante debían alterar nuevamente a Castilla, pero que mientras que las trazaba el corazón del Rey se dilataba y la frente de Don García se despejaba de las espesas sombras que la cubrían.

Terminando su cometido, presentó el pergamino a D. Enrique, quien después de recorrerlo con una ojeada lo firmó aplicando el sello con su misma mano, hecho lo cual, se lo entregó a su tutor diciéndole:

-Trasmitídselo vos, padre mío.

-Mañana, respondió el Prelado tomándolo, mañana mismo se lo enviaremos a Monreal, y en cuanto le reciba volará a vuestros pies en alas de la gratitud.

-Creo que no le conoceré, repuso D. Enrique recobrando su tranquila actitud, pero os puedo asegurar que lo veré con alegría. Venga, pues, a Burgos, y veremos reunidos en torno nuestro a todos los hermanos de nuestro buen padre, que gloria haya.

-Así sucederá, dijo D. García que en aquel instante abarcaba lo futuro con su pensamiento; y ojalá que sea pronto, añadió con profunda y acerba espresión.

Después rollando el pergamino lo guardó, y sin detenerse más tiempo que el necesario para despedirse de su regio pupilo, se fue para disponer todo lo concerniente a la grave resolución adoptada por Elvira.

Capítulo XIV
Cómo fue entrada la hermosa Elvira Manrique de Lara en el monasterio de nuestra Señora de las Huelgas de Burgos

A las diez de la mañana, Elvira, rigorosamente vestida de luto, bajaba la escalera de su palacio, sostenida por Ruy López Dávalos, a quien la Reina había comisionado para acompañarla y despedirla, y el maestre de Calatrava que quiso dejarla en el monasterio, como había dejado a su padre en el fondo del sepulcro.

El arzobispo de Santiago seguía en pos con todos sus deudos y allegados, y tras éstos venían los pages, los escuderos y toda su servidumbre.

Elvira subió a su litera, los demás en sus caballos, y el enlutado cortejo se puso en marcha para Santa María la Real.

Cuando llegaron al monasterio, la puerta reglar se abrió, y la abadesa, que lo era su tía Doña María González de Lara, salió a recibirla hasta el dintel con toda la comunidad.

Rodeada de los que la acompañaban, Elvira alzó sus ojos, y penetrando con ellos a través de aquella puerta, en cuyo humbral tenía el pie, miró frente a frente su porvenir.

Ansiando pasarla para terminar el tormento que el disimulo le imponía, se volvió al mundo que representaba aquella elevadísima parte de él que la acompañaba, y los dijo con entereza:

-He llegado a mi fin, señores.

Entonces principiaron las despedidas.

La de Dávalos fue espresiva, la del Maestre breve, todas afectuosas y sentidas. Elvira las recibía impasible, y las contestaba sin emoción; pero cuando el Arzobispo profundamente conmovido la dijo:

-¡¡Paz, Elvira!!

Cuando Fernando, cogiendo convulsivamente su manto, se puso a sollozar sin poder proferir una palabra; cuando todos sus criados se agolparon en torno suyo para besarla la mano por última vez, y llorando la reconvenían por dejarlos, colmándola empero de bendiciones; su corazón quebrantado por tantas impresiones como había sufrido sucumbió, y cubriéndose el rostro con las manos, rompió en acongojado llanto.

Sin embargo, dio un paso más, entró y cayó casi desmayada en los brazos de su tía.

Las puertas se cerraron, y Elvira quedó en el recinto donde había lucido su aurora, y donde deseaba tener su ocaso.

Capítulo XV
Cómo entre anochecer y amanecer pueden suceder grandes cosas y súbitas mutaciones

En las inmediaciones de Ocaña había en el siglo XIV una fortaleza construida de piedra, defendida su entrada con dos fortísimas torres y asegurada por un puente levadizo, con puertas de hierro, y un profundo pozo, henchido de agua hasta desbordarse.

Sus estrechas ventanas, que más que esto parecían saeteras, estaban cruzadas con gruesas barras de hierro, y sus muros y varvacanas tenían una solidez desafiadora, así para los esfuerzos de los hombres, como para los estragos que pudiera causar el tiempo.

Aquel castillo pertenecía a la orden de Santiago, y llevaba el nombre de Monreal.

Ocultábase el sol en el horizonte tras una faja de vivísima luz, y mirábalo desaparecer abismado en una profunda meditación un hombre que en la plataforma del castillo se recostaba en una almena.

En el estremo opuesto se paseaba un centinela con su alabarda al brazo, y a pocos pasos del abstraído meditador, estaba parado un anciano encorvado por la edad, y sobre cuyo pecho la roja cruz de Santiago se ostentaba.

El primero era D. Alfonso Enríquez de Noroña, señor de Noroña y conde de Gijón, bastardo como el duque de Benavente, de Enrique II, el cual estaba a la sazón disfrutando el único privilegio que le era concedido; mirar el horizonte. El segundo era el comendador Bernardo de Hinestrosa que tenía en guarda la fortaleza y el prisionero nueve años hacía; el tercero no hay que esplicarlo, el centinela perpetuo del Conde.

Entregado éste, como estaba, al giro caprichoso y vivo de su pensamiento, frunció las cejas que embellecían su morena frente, y diose en ella una palmada con amarga desesperación al ver desaparecer la hermosa lumbrera del cielo bajo las encendidas tintas de Occidente, [exclam]ando al mismo tiempo:

-¡Un día más!

La fisonomía franca y pronunciada del anciano Comendador se entristeció notando la acción del apesadumbrado prisionero, y dando un paso hacia él le dijo con acento de reconvención.

-¡Siempre lo mismo, D. Alfonso!

-Siempre lo mismo, Comendador, y no lo estrañéis, porque los días de nueve años son muchos para contarlos así.

-Pues bien, no los contéis, dejadlos pasar esperando en los que han de venir.

-¡Qué no los cuente un prisionero! Mirad, continuó animándose por grados; tras esa dorada cinta que nos refleja aún los resplandores del sol, está la libertad, mi patria, mi esposa a quien amo, y mi hijo, que Dios sabe si me conocerá. Tras ella veo a mis hermanos, vivir y gozar sin cuidarse del pobre prisionero a quien odian o temen. Veo esa corte que se agita, que se embriaga alternativamente de poder, de oro y de incienso. Veo a esas reinas presidiendo festines y coronando en los torneos, y delante de ellas me veo a mi Alfonso Enríquez encerrado en una torre sombría, reducida mi condición a envidiar los pájaros que anidan entre las piedras desunidas de las almenas, porque más felices mil veces que yo, pueden cruzar el espacio, vatir al aire sus alas, y acariciar una amante compañera.

-¡Por Santiago, conde!, dijo rudamente Bernardo de Hinestrosa queriéndole consolar; dar rienda a tan tristes pensamientos, es como ensañarse consigo mismo. ¡Ira de Dios!, ¡eso no! ¿Quién sabe si mañana terminará vuestro pesado cautiverio!

-¡Quién sabe! Por la centésima vez me repetís esa frase, Comendador, y todavía, nada, ni nadie ha venido a darme una esperanza... ¡Oh! creedme, ¡nadie en la tierra se acuerda ya de mí!

-Poco importa eso, D. Alfonso; así no os olvide Dios en el cielo.

-¡Dios!, murmuró el desesperado prisionero levantando sus ojos al azul firmamento donde comenzaban algunas estrellas a brillar; no sé si me olvida, Hinestrosa, pero sí que me desatiende.

Y bajándolos de la región etérea, se clavaron en los fuertes muros que lo guardaban, exalando un hondo suspiro que revelaba su amarga pesadumbre.

Interrumpida quedó la conversación. El prisionero se puso a mirar al campo, y el Comendador dio lentamente un paso.

-Comendador, [exclam]ó de pronto el Conde, ¿veis destacarse sobre aquella altura una figura negra y misteriosa?

-Sí, par diez[-] contestó el anciano Hinestrosa que se había acercado y seguía la dirección del brazo del Conde; ahora toma la vereda que conduce al castillo... miradle, es un monge, y si no me engaño del Paular.

Don Alfonso y el Comendador siguieron con atención la marcha del religioso, y le vieron entrar en la avenida.

-Tengo necesidad de dejaros, dijo Bernardo de Hinestrosa cuando le vio acercarse al puente que aún no estaba levantado; pues se hace necesaria mi presencia para recibir a ese santo varón, que viene sin duda a pedir hospitalidad. En cuanto a vos, si queréis, permaneced aquí para disfrutar un rato de la hermosura de la noche, quedaos.

Hizo el noble cautivo una señal afirmativa, y la hizo regocijado, porque era aquél un señalado favor y no acostumbraba a recibirlos.

-Quedad con Dios, dijo el anciano encaminándose a la puerta.

-Id con él, respondió D. Alfonso abandonando la almena sobre la que hasta entonces había estado recostado.

Solo ya en la plataforma, si solo puede llamarse llevar un centinela a la espalda y tener dos a la puerta, se puso a pasear con lentos pasos, la barba sobre el pecho y las manos cruzadas a la espalda.

Corto espacio de tiempo había transcurrido cuando tornó el Comendador a presentarle en la plataforma, y dirigiéndose al Conde, le dijo:

-Don Alfonso, el reverendo abad del monasterio del Paular trae una misión reservada para vos, y está esperando que le recibáis.

-¡Una misión para mí... encargada a un fraile con reserva!, [exclam]ó el prisionero con una exasperación que sus negras ideas fomentaban, es, pesie a mi vida, de malísimo agüero! Contestadle, pues, que no tengo nada que confesar, que se vaya.

-Hombre desconfiado e impetuoso, repuso el buen Comendador persuadiéndole; recibidle. ¿Qué perdéis? Entre una nube se dejó oír la voz del Señor cuando habló con Moisés, y no por eso dejó de salvar al pueblo escogido. Tal vez la frente que cubre una parda capucha encierre un pensamiento capaz de terminar vuestros pesares.

Una súbita y vaga esperanza penetró en el corazón del Conde, quien respondió diciendo:

-Os complaceré, Comendador. Hacedme el favor de anunciarme y precederme adonde gustéis que le reciba.

Fuese el Comendador, siguióle el Conde, y cerraron la marcha los soldados de la orden que guardaban la salida, resonando en la escalera de piedra sus pesados pasos y el choque de sus alabardas en los peldaños y las paredes.

En la puerta forrada de hierro de la prisión del Conde, le aguardaba el Comendador, inmóvil como una estatua. Cuando aquél llegó, éste le cedió el paso, y se retiró silenciosamente.

Un centinela quedó de facción a la puerta.

Don Alfonso entró en aquella torre cuadrada, donde más de una vez había sentido terribles impulsos de estrellarse contra uno de sus ángulos de piedra, y vio al Abad que le aguardaba de pie y las manos metidas en las anchas mangas de su sayal.

La capucha que tenía echada proyectaba una densa sombra sobre su rostro, que no pudo descubrir el prisionero a pesar de asestarle una de esas miradas que sondean hasta lo más profundo del pensamiento y del corazón.

Don Alfonso le saludó, presentándole la única silla que había en la desnuda estancia, le invitó con un ademán a que la ocupara, y le dijo con mesura:

-Perdonad, padre mío, el recibimiento que os hago, pero están tan limitadas por sus sobrinos y hermanos las facultades de D. Alfonso Enríquez de Noroña, que apenas tiene un asiento que ofreceros.

-No os inquietéis por eso, respondió el Abad rehusando tomarla; que si a Dios place, es llegado el momento en que podáis hacerlo en vuestro propio palacio.

Aquella voz de poderoso y fuerte timbre, que contenida y dulcificada daba tan grata esperanza, hizo latir con violencia, a impulso de la sorpresa y el gozo, el corazón del prisionero.

-Me han dicho, repuso conmovido, tenéis una misión que desempeñar conmigo. ¿Quién, pues, se acuerda en Castilla de mí?

-Un amigo que os ha hecho el infortunio, D. García Manrique.

-¿El arzobispo de Santiago?

-El mismo, D. Alfonso; gobernador de Castilla en unión de otros seis, y tutor de S. A. Don Enrique.

-¿Y venís porque os envía...?

-Sólo su nombre y su influjo ha podido abrirme esta torre. En su nombre vengo.

-¡Bien venido seáis!, [exclam]ó el Conde con efusión; bien venido seáis, padre mío, puesto que traéis una esperanza a este corazón que ha ulcerado el olvido y la ingratitud. Habladme de ese eminente varón, que desde la altura en que está se ocupa de mi desgracia.

-De él no os hablaré, sino de lo que me ha encargado os manifieste. Escuchad.

El Conde le miró con ansiedad, y aguardando que continuara, devoraba con la vista aquel semblante que se ocultaba entre los negros pliegues de su capucha. El Abad, tras una breve pausa, prosiguió:

-El arzobispo de Santiago tiene una idea no muy exacta, pero siempre aflictiva de vuestro estado; y para variarlo está dispuesto a emplear todo su poder, que no es escaso, y todo su influjo que aseguran ser poderoso. Si quiere, lo conseguirá porque su voluntad es firme; pero D. García, que para alcanzarlo entra en lucha acaso peligrosa y prolongada con el bando poderoso de vuestros enemigos, quiere saber de vos mismo ¿qué seríais para el que contrarrestándolo todo, alcanzase gracia para vos de su augusto pupilo, y lograra que si os devolviesen los señoríos, villas, castillos y rentas que os concedió vuestro padre, que Dios haya...? Más aún, si su voluntad os hiciera gobernador y tutor como él es, y vuestro hermano lo será, ¿qué seríais vos para el que así os mostrara su amistad...? Esto es lo que D. García quiere saber, y lo que os pregunto en su nombre.

Pasó el Conde la mano por su frente para cerciorarse que no soñaba, y convencido por lo que veía, por lo que sentía y por lo que pensaba, que aquel hombre era positivo, que aquellas promesas eran verdad, y se le hacían para cumplírselas, respondió con el corazón:

-Sería su amigo, su aliado, su voluntad, su razón... Sería la piedra de su honda.

Dio un paso el Abad y dio otro el Conde. Aquél sacó de debajo del escapulario una riquísima cruz de esmeraldas, y presentándosela a éste, le dijo con acento solemne:

-Juráis por esta Santa Cruz amistad sincera, firme alianza y adhesión completa al arzobispo de Santiago, D. García Manrique, si os alcanza todo y aún más de lo que mi labio os ha prometido?

-¡Lo juro por el Santo nombre de Dios y este signo sacrosanto en que fuimos redimidos![-] contestó D. Alfonso tocando con su diestra la Santa Cruz; y no me asista el que en ella murió si fuere traidor y felón perjurando sacrílegamente!

-Si así lo haceís, Dios os lo premie, y si no que os lo demande.

-¡Amén!, respondió el Conde con voz entera y varonil.

-En prenda de su promesa tomad.

Y sacando el Abad un pergamino sellado con el sello real lo puso en las manos del Conde.

Don Alfonso lo desdobló, echó una ojeada por él, y [exclam]ó:

-¡¡Es mi perdón!!

Púsose tan pálido, y de tal modo se conmovió, que estuvo para caérsele de las manos el pergamino que encerraba su ansiada libertad.

El Abad hizo ademán de salir, pero el Conde reponiéndose le tendió la mano diciendo:

-Esperad y honrad mi mano con la vuestra. Después descubrid vuestras facciones para que se graven en mi corazón y en mi memoria con el beneficio recibido.

-Hoy no[-] contestó el Abad dándole una mano y con la otra calándose más la encubridora capucha; vuestro corazón las reconocerá en su día, porque pronto nos veremos. Adiós.

Y el Abad después de estrecharle vigorosamente la mano salió dejándolo asombrado.

Pasados algunos instantes dio algunos pasos, miró otra vez el pergamino y murmuró:

-No es un sueño, no; ¡estoy libre! Pero sí que tengo miedo no sea mentira... ¡Oh! si lo fuera, creo que me rompería la cabeza contra esos hierros...

Veamos otra vez antes de entregarme a la alegía... Sí, sí; es de mi sobrino Enrique.

Pero yo en libertad... ser Regente... tutor del Rey... ir a Burgos ¡¡desde Monreal!!

-Don Alfonso, recibid mi parabién el primero, dijo el anciano Bernardo de Hinestrosa entrando. No os dirá que olvidéis lo pasado porque es la esperiencia; mas gozad lo presente sin nubes, porque es la realidad de la vida; y no olvidéis en vuestros goces lo que esta noche habéis aprendido, y es que sólo Dios sabe lo que hay para la criatura en esa página de su vida que llamamos mañana, lo mismo en la prosperidad que en la más desolada adversidad. Y ahora que sois mi huésped, de lo que me huelgo mucho, mandad; todo lo que poseo es vuestro.

-Comendador, respondió el Conde radiante de alegría. Siempre me acordaré de lo pasado, aunque tal vez no me aproveche. No echaré tampoco en olvido que el buen Bernardo de Hinestrosa es el único ser que, entre su responsabilidad y vigilancia, ha tenido delicadas atenciones para su cautivo.

Por lo demás, creo que vientos no menos tempestuosos que los pasados van a conducir mi nave a través de las procelosas ondas de las agenas pasiones, sin que mi vista alcance el rumbo que seguiré. Eso sí, os aseguro que no será más el de una prisión.

Y en cuanto a vuestros ofrecimientos, los acepto como vos me los hacéis con ruda franqueza. Por esta noche dadme hospitalidad, y para el amanecer proporcionadme un caballo y un escudero, que es todo lo que necesito.

-Así me place, señor Conde, y ahora os dejo con vuestra felicidad; saboreadla, porque es inmensa.

Y esto diciendo se separaron, marchando el uno a cumplir encargos y deberes, acercandose el otro a la estrecha ventana, y solo consigo mismo, apoyando la frente a los barrotes de hierro que la cruzaban, dirigió una mirada de supremo reconocimiento al que derrama desde su eterna morada el consuelo y la esperanza en el corazón que lo invoca.

Imposible es describir las sensaciones que esperimentaba el Conde en la risueña alborada del siguiente día, cuando montado en un ligero y arrogante caballo de Bernardo de Hinestrosa y seguido de un escudero del mismo, pasó el puente levadizo de Monreal, y se encontró en una dilatada llanura que iluminaba la rosada luz de la aurora, hollando los pies de su corcel la blanda yerba cubierta de rocío, corriendo por la campiña, libre como la fresca brisa que agitaba sus largos y lacios cabellos; libre cual las aves prontas a remontar su vuelo después de saludar la venida del alba con sus alegres trinos.

Imposible, repetimos, es el intentar definirlas; sólo podrá comprenderlas aquel que como D. Alfonso hubiese visto deslizarse nueve años de su vida entre los espesos muros de una torre; nueve años los más hermosos de su juventud.

En breve llegó a Burgos donde se le esperaba, y fue cordialmente acogido gracias a D. García Manrique que todo lo allanó, preparando los ánimos de antemano a su favor. Le fueron devueltos sus estados y sus privilegios; estrechó en sus brazos a la infanta Doña Isabel, hija natural del difunto rey Don Fernando de Portugal, y a su hijo D. Enrique, y viendo brillar la cruz de esmeraldas de inolvidables recuerdos en el pecho del arzobispo de Santiago, comprendió que en sus mismas manos había prestado su juramento, que renovó espontánea y solemnemente, entregándose sin reserva a la voluntad que lo había sacado de la torre de Monreal.

Capítulo XVI
En el que se da cuenta cómo por segunda vez comenzaron las turbulencias de Castilla

Había llegado por último la hora de jurar los tratados de Perales; acto solemne que se esperaba para licenciar sus tropas el arzobispo de Toledo y devolverse mutuamente los rehenes, entrando todos a gobernar según lo allí convenido.

La iglesia de San Pablo, adornada del modo para ello conveniente, se había designado para las sesiones de cortes, y en su recinto, la mañana en que debía prestarse el juramento, se reunió la altiva grandeza castellana, el numeroso y prepotente clero, y los siempre influyentes diputados de las ciudades que venían a sancionar lo pactado.

Después de un discurso preparatorio del Primado, que presidía el concejo de gobernadores, y en el que declaró el objeto para que se hallaban reunidos en cortes, pasando rápidamente por los hechos para venir a parar a las consecuencias; tomó Pedro López de Ayala el acta de Perales, y se puso a leerla enmedio del más profundo silencio. Pero llegando al artículo que decía aceptaban por válida, buena y preferente la regencia nombrada por D. Juan I en su testamento, añadiendo por gobernadores al duque de Benavente, conde de Trastámara, y a D. Lorenzo Suárez de Figueroa, maestre de la orden de Santiago; el arzobispo D. García Manrique, poniéndose en pie, estendió hacia Ayala el brazo con un ademán de singular autoridad y firmeza, y dijo con entera y fuerte voz que resonó bajo las góticas bóvedas de San Pablo:

-Yo, García, arzobispo de Santiago, me niego a ratificar ese artículo si no se añade por cuarto gobernador y tutor de Don Enrique y D. Fernando a D. Alfonso Enríquez de Noroña, conde de Gijón, tío del Rey, por reclamarlo así sus derechos, la justicia y el interés del Reino.

La sorpresa y el asombro se pintó en el semblante del Primado; la cólera en el de D. Fadrique; el despecho en los de su bando; la indiferencia en los que eran independientes de uno y otro partido, y en los demás marcadas señales de aprobación, quedando todos en espectativa.

Por de pronto ninguna voz respondió a la suya, porque Don Pedro Tenorio lo miraba sin encontrar su facundia una palabra que espresara lo mucho que sentía. Pedro López de Ayala había suspendido la lectura, y todos contemplaban al Prelado que de pie e inmóvil permanecía.

Vuelto en sí de su sorpresa el arzobispo de Toledo, tomando la palabra respondió con resolución:

-Y yo os digo, en nombre de la asamblea, que no puede alterarse ni se alterará el artículo.

-No lo pretendo, repuso D. García con calma; sólo pido que se añada a esos tres que llama a gobernar con los seis elegidos por D. Juan I a su hermano D. Alfonso Enríquez de Noroña.

-Vos solo[-] contestó el Primado, no tenéis facultad para exigirlo. Además el Conde no presenta ningún derecho para gobernador ni tutor.

-Perdonad, reverendísimo señor, replicó altivamente Don García; a mí me asiste la misma que vos tuvisteis para pedir a los tres que se aceptaron; y el Conde representa, tan bien como los demás, el derecho de sangre y la pretensión de lealtad. La diferencia está en que vos los propusisteis en Perales y yo lo propongo en Burgos, lo cual se reduce a una cuestión de tiempo y nada más.

-Error de vuestra inteligencia, dijo el Primado con acritud; los tres gobernadores que pedí lo eran ya legítimamente por las cortes, y el que vos proponéis no tiene más derecho, más mérito, más precedente que imponerlo vuestra voluntad.

-Desde que pareció el oculto testamento, respondió con entereza el Arzobispo, habían cesado de derecho; y cuando los propusisteis a la junta de Perales, no digisteis que continuaran en su cargo, porque conocéis demasiado el espíritu de la ley de Partida, en fuerza de la cual, y mal su grado, habían dejado o debían dejar de ejercerlo; lo cual os indujo a pedir, como ha leído el señor Pedro López de Ayala, que se añadieran a los nombrados por D. Juan, por conceptuarlo conveniente y necesario para la paz y buen gobierno de Castilla; y ved por lo que yo, con idéntica razón, con igual convencimiento al que os animó, pido la admisión de D. Alfonso Enríquez de Noroña por décimo regente de Castilla.

Cogido en sus propias redes se halló D. Pedro Tenorio, pero como hombre que conocía la sutileza y el sofisma tanto como el derecho y la razón, hizo una tenaz resistencia que secundaron los procuradores de las ciudades, dividiéndose los pareceres hasta el punto de levantarse la sesión sin que se resolviera cosa alguna.

La impresión causada por la proposición del arzobispo Don García y su debate con el de Toledo era tan profunda como general. A pesar de las desavenencias pasadas de su rivalidad y odio, no podía concebirse fuera tanto el encono, la alucinación de aquel Prelado en quien se reconocía un conocimiento superior de los hombres y las cosas, miras elevadas y grandísima previsión, para que después de añadir un elemento más de discordia a los infinitos que ardían en el Reino, llevase su pasión y bandería hasta el estremo de introducirle en el concejo, tan dividido por sí en hondas parcialidades e inveterados rencores.

El golpe había sido dado sin que nadie lo presumiera; así fue que no pudieron huirlo ni pararlo sus adversarios. Conocían que no lo podían devolver, pero decididos a resistir se preparaban a luchar.

Por segunda vez se volvían todas las miradas hacia los dos arzobispos, que teniendo en sus manos la paz de Castilla, amenazaban envolverla en la guerra, corriendo su nombre de boca en boca por todos los ámbitos de Burgos, que si no los maldecía era por el sagrado carácter de que se hallaban investidos.

Capítulo XVII
De lo que oyó D. Gonzalo Núñez de Guzmán, y la plática que tuvo con el arzobispo D. García Manrique

De noche y bien entrada salía del alcázar el maestre de Calatrava D. Gonzalo Núñez de Guzmán, tan pensativo y cabizbajo, que tomó por una calle sin que notara ni el fresco que se hacía sentir, ni la niebla que lo rodeaba. Iba andando muy despacio como quien va meditando, y sin embargo, algunas veces se paraba para escuchar la contestación de una palabra dicha al pasar por su lado por alguna de las escasas personas que en parejas encontraba conversando, las más animadamente entre sí.

Aquella palabra que era un nombre, y aquel nombre que era siempre el de D. García, hacía que al oírla frunciera fuertemente las pobladas cejas, se mordiera el labio superior y moviera la cabeza con apesadumbrada espresión.

Desembocando de una calle para tomar por otra que por una plazuela seguía, hirió su vista la llama clara y chispeante de una fragua, ante la cual un hombre corpulento y ennegrecido golpeaba en el yunque un hierro candente con repetidos y fuertes martillazos. Como parara en él la atención D. Gonzalo conforme se iba acercando, notó que cruzando por delante del otro hombre, vestido con un sayo verde, que ceñía un cinturón de cuero y una gorra del color del sayo, se arrimó a la puerta donde ardía la fragua, y oyó cómo dijo con voz áspera:

-Bien se trabaja, maese; se conoce que la guerra va a empezar.

-Gracias al arzobispo de Santiago, respondió el armero sin levantar la cabeza, según me ha dicho Nuño Mendo que ha podido entrar en San Pablo esta mañana.

-Y también gracias a él no se siembra este año en mi tierra, replicó el del sayo verde, porque los brazos que habían de hacerlo los tienen ocupados en Burgos con alabardas y ballestas.

A este punto pasó el Maestre por delante del portal y oyó replicar al armero:

-¿Y qué importa que no haya pan que comer, siempre que se salga con la suya y haya un regente más en Castilla?

-¡Como si no sobraran con nueve!

-Todos lo mismo, todos murmuran, [exclam]ó D. Gonzalo dando un suspiro; y todos tienen razón. Pero yo se lo diré, y en esta misma noche por cierto.

Y doblando el paso a impulso de su resolución, se trasladó a la morada de D. García, cerrada para todos en aquella hora ya avanzada de la noche, pero abierta siempre y en todas ocasiones al leal y honrado maestre de Calatrava, que no era ni estraño ni inoportuno jamás.

A la sazón se hallaba el Arzobispo en un vastísimo aposento que le servía de oratorio y biblioteca; solo, porque nadie tenía permiso para penetrar allí, sentado delante de una mesa, apoyado a ella el codo derecho, la megilla en la mano, y su vista y atención fija en un libro abierto, cuyas líneas recorría con tal lentitud, que más que leer parecía que meditaba.

Sin mirar al Maestre, que después de anunciarse en la puerta se acercaba en silencio mostrando su pronunciada y franca fisonomía la severidad y la resolución, le alargó la mano sin abandonar la lectura; pero el honrado y noble D. Gonzalo, tomándola y estrechándola le dijo con la agreste franqueza que lo caracterizaba:

-García, dejad ese libro y oídme, que para eso, atropellando por todo, he llegado hasta vos en hora tan avanzada que apenas me permiten entrar vuestros criados.

-Os escucho, respondió el Prelado desviando sus ojos del libro y alzándolos hasta D. Gonzalo; pero sentaos, y antes de esplicarme qué os trae en hora tan desusada, decídme por qué tenéis fija en mí esa mirada severa y reprobadora.

-Os lo diré en pocas palabras, replicó el Maestre con firmeza; y esas rudas, porque Dios no me ha concedido ese don de elocuencia con que arrastráis al que os oye mal su grado. Aquí me trae mi amistad, para cumplir el primero de sus deberes, y mis ojos espresan lo que siente mi corazón de disgusto por vuestras obras, que, García, no se enderezan al bien. Vengo a repetiros los mil rumores que se alzan en Burgos a esta hora de todas partes y del mismo modo; rumores que son una tácita y general reprobación, y en los que se percibe vuestro nombre rodeado de acusaciones.

Tomó aliento D. Gonzalo y prosiguió con apesadumbrado acento, ínterin el Arzobispo continuaba mirándolo con profundísima atención y una impasibilidad notable:

-Os ha dicho el arzobispo de Toledo que faltáis a lo pactado, y yo añado que es verdad, y que es mengua para vos. Se dice por los diputados de las ciudades que vuestra pasión es tanta, que arrastráis al precipicio el Reino que se os confía, sólo por no partir su gobierno con el Duque, a quien odiáis. Se dice en el pueblo, porque hasta el vulgo murmura, que no se sembrarán los campos porque vos impedís que las tropas se licencien; y se ha dicho en el alcázar que abusáis del perdón que tan generosamente se concedió a vuestro ruego y mediación, haciendo partir de él nuevos disturbios y azares. Todo esto se habla, García, y ¡por Dios! que no siento el que lo digan, sino el que tengan razón.

Quedó en silencio el Maestre, y en un breve rato no le rompió el Arzobispo que continuaba mirándole de hito en hito, y cuando hubo penetrado con su mirada profunda lo que pensaba y lo que sentía D. Gonzalo, le contestó de este modo:

-Francamente habéis hablado, D. Gonzalo, y no he de hacerlo yo menos, manifestándoos el pensamiento que los hombres no comprenden ni aprecian en lo que merece y vale.

Para remover un peso que escede a la fuerza humana, se vale el hombre de la palanca y lo logra. Si se pretende quitar un estorbo que embaraza el camino que seguimos, necesitamos hacerlo o que lo hagan, usar de nuestra acción, o valernos de un medio cualquiera para lograrlo; y ved claramente por qué me valgo de D. Alfonso que para mí es la palanca, el medio, el grano de arena, en fin, que descompone el equilibrio.

Os diré más; con proponerle para gobernador sólo me propongo que sean anulados los tratados de Perales, que son una calamidad para Castilla y una mengua para el trono, y escluyendo al conde de Gijón se escluyan los gobernadores propuestos por el Primado, guardándose en un todo el testamento del rey Don Juan.

Empero, para llegar al fin es indispensable recorrer el camino en su estensión; en él siento el pie osadamente con mi pensamiento por guía, y mi voluntad por sostén. Si no queréis seguirme como hasta aquí habéis hecho, retiraos en buen hora; solo haré frente a todo, que no me faltan ánimos ni fuerzas.

En cuanto a los rumores que tanto os alteran, dejadlos correr. Lo mismo que el zumbido de los insectos, sólo sirven para anunciarlos y que nos guardemos de su aguijón.

-No pienso como vos, replicó el inflexible Maestre después de reflexionar maduramente las razones del Arzobispo; vuestro tiro no es directo y no puede ser certero; no es leal y puede volverse contra vos; luego, García, que más pronto o más tarde el que a hierro mata a hierro muere.

-Ved ahí lo que me impulsa a obrar, replicó el Prelado con energía; tengo la convicción de que pago y no doy, y téngola hasta tal punto, que levanto sin turbación mis ojos al que comprende y juzga las intenciones apenas se forman en la mente humana.

-Aun en ese caso os diré que no sois grande, porque no sabéis ser generoso.

-Sólo os responderé que lo son menos aquellos contra quien me dirijo, y si no acordaos de lo pasado. Primero nos rodearon de intrigas, y cuando no les bastaron, de lanzas y ballestas.

-Os lo concedo, y también que sólo espero de los que rechazáis demasías y contiendas; pero ésa no es razón para faltar a la palabra empeñada enmedio de esas mismas lanzas y ballestas.

-Si muy de antiguo no supiera que la lealtad se personifica en vos, y aunque la exageráis en vuestro proceder, este momento me lo daría a conocer en toda su plenitud. Conozco que os es duro que empañe un celage vuestro nombre, que en mi bando figura con el mío; pues bien, Gonzalo, os lo repito: sois libre en esta cuestión; guardad íntegra la fe que en Perales prometisteis, y cumplid vuestra palabra tal como comprendéis debe cumplirla un caballero. Yo persisto en mi propósito, por mí, por Castilla y por Enrique III.

-Si yo me empeño en disuadiros es por vos y no por mí; es porque me duele que esa cabeza que, orgullosamente puede erguirse, se doble con el peso de una falta; que esa corona de cabellos blancos que la orna sea desprestigiada en una hora; que en otra no os veáis condenado a sufrir los cargos de la reprobación. Por eso os hablo así, sin contemplaros, porque soy rudo; con verdad, porque os quiero bien; y sin temor, porque os tengo en mucho, y yo me tengo asimismo.

En cuanto a eso que habéis dicho de ser yo libre, contestaros he que hoy lo soy menos que nunca; no por vos que hace cuarenta años me conocéis, sino por esos que no ven de las cosas más que las apariencias, y creerían si no os secundara que, o rehuyo el peligro de una derrota, o me afilio en vuestros contrarios. No; aunque me pese de lo que hacéis, os dije contad conmigo cuando empezaron los disturbios, y os lo repito ahora que se van a reproducir. Juntos entramos a gobernar; juntos hemos seguido, juntos dejaremos la regencia.

-Yo os lo agradezco todo, Gonzalo, dijo D. García con dignidad; lo que hago es fruto de la reflexión; no creáis que no he hecho una apreciación exacta de todas sus consecuencias, que no he previsto todos sus inconvenientes; pero entre el bien y el mal que emanan de ello, comprendo ser aquel superior si lo logro, y este remediable si no lo consigo. Conocéis mi voluntad, y sabéis que resuelta una vez, no retrocede por nada.

-Yo tampoco[-] contestó el Maestre con esa íntima convicción que asegura más que un juramento.

-Me place, repuso D. García alargándole la mano; pero entretanto preparaos a ver desarrollarse nuevamente las pasiones y a resistir sus embates.

-No los temo, replicó el Maestre estrechándola; en estando en paz con mi conciencia desafío toda la cólera que puede bramar sobre la tierra.

Con esto D. Gonzalo se fue llevando la frente más despejada y el ánimo más sereno; y el Prelado dejando la prosecución de la lectura para otra vez, puso los codos sobre la mesa y la cabeza en entrambas manos quedando sumergido en profunda meditación.

Capítulo XVIII
Cómo quedaron los disturbios de los gobernadores, y qué éxito tuvieron los intentos de D. García, con otras cosas que verá el lector

Incontrastable como una roca seguía el arzobispo de Santiago sosteniendo tenazmente su propósito, sin que hiciera mella en su firmeza los violentos ataques de Primado. Éste por su parte veía en la propuesta de D. García un conato por destruir su obra de Perales, una tendencia a amenguar su poder dominante en el concejo según él lo había reconstruido, y antes que ceder un ápice del que se arrogaba, estaba decidido a permitir que se trastornara el orden en la castellana monarquía.

Era, pues, la iglesia de San Pedro en Burgos teatro de escenas más agitadas y violentas que las representadas en San Salvador de Madrid.

Veíanse en ella dos prelados insignes en saber y dotados de altas prendas; empero que olvidando en su orgullo de príncipes la humildad y la indulgencia de sacerdotes, hacían uso de la potestad augusta con que estaban investidos por su elevada dignidad, de su influjo y opulencia, de su poder temporal y transitorio, de todos los recursos, en fin, que en su mano se hallaban para llevar a cabo los fines de su odio, los deseos de su ambición y los intereses de su bando.

Embotábanse en su concentrado aborrecimiento, en su rivalidad de veinte años, los conciliadores esfuerzos de Enrique III y de Catalina de Lancaster; ni retrocedía el arzobispo de Santiago, ni se allanaba el de Toledo.

Continuaban en tanto los debates sin éxito ninguno. Cuanto más se examinaba y discutía la proposición de D. García y los derechos porque eran llamados a gobernar los cuatro regentes añadidos por la voluntad de los dos prelados, a los seis que designó la de D. Juan I, mayor era el resentimiento, más profunda la discordia de los dos bandos contendientes. A esto se añadía el que los dos bastardos de Enrique II, colocados en la liza frente a frente, secundaban los intentos de los dos Arzobispos a rostro descubierto, amenazando llevar otra vez la demanda al terreno de la fuerza.

Cansado de luchar inútilmente trató D. Pedro Tenorio de devolver golpe por golpe a su animoso adversario; y persuadido de que aun cuando dejara de ser gobernador de derecho, había de serlo siempre de hecho, pues la mayoría del concejo recibía sus inspiraciones, manifestó en una sesión que las leyes civiles y eclesiásticas prohibían terminantemente a los Obispos ser tutores, y asimismo la regla del Cister a los que la profesaban; por lo que no podían serlo ni él, ni el arzobispo de Santiago, ni e1 maestre de Calatrava, declarando a las cortes y a los gobernadores que como primado de la Iglesia de Castilla se separaba del gobierno y tutoría real, y separaba al arzobispo D. García y al maestre D. Gonzalo.

No se arredró por cierto D. García Manrique ante la vengativa resolución de D. Pedro Tenorio, sino que con su vigorosa energía salió a combatirla denodadamente. Para ello invocó la historia y señaló uno por uno los muchos ejemplos que había de ser tutores los obispos. Demostró que siendo aquel cargo conferido por las cortes, en quien residía el poder legislativo, estaban legalmente autorizados para ejercerlo; y por último, recordó que se debía respeto a la voluntad del testador que los instituyó y consideración a lo elevado de la misión que tenían que desempeñar siendo el pupilo un Rey y el puesto en su guarda y amparo un reino considerable y dilatado.

En un nuevo conflicto se halló el concejo y las cortes. Las leyes del reino y de la Iglesia fueron analizadas y comentadas, mas divididos y ofuscados unos y otros por aquel cúmulo de razones y doctrinas contradictorias, acordaron nombrar por árbitros para resolver si debían o no ser tutores a D. Gonzalo, Obispo de Segovia, varón de gran inteligencia y sabiduría, y a Alvar Martínez, oidor y famosísimo jurisconsulto de su tiempo.

La elección, en cuanto a saber y profundos conocimientos, era bonísima, pero amigo íntimo el obispo D. Gonzalo del arzobispo D. Pedro, y afecto Alvar Martínez al canciller mayor D. García, fueron de opuesto parecer, y sus razones eran apasionadas y violentas, en vez de ser graves y templadas como la cuestión las requería.

El Obispo de Segovia se atenía estrictamente a la letra de la Ley de partida y de los Cánones sagrados que los prohibían. Alvar Martínez sostenía que la tutoría real era excepción, y que estaban obligados a aceptarla por interés del reino y del Rey.

Como imposible se miraba ya todo avenimiento roto el de Perales, mediando dos voluntades tan inflexibles y tenaces cual las de los dos prelados empeñados en la lucha; pero merced a la reina Doña Leonor que ejerció su triple influjo con Enrique III para que nuevamente mediara con el duque de Benavente para que no opusiera resistencia, y con el Primado para que aceptara al conde de Gijón por décimo regente y tutor, tuviéronse esperanzas de que su peregrino ingenio y su mucho ascendiente lograra reducir al Primado y vencer todas las dificultades que erizaban tan reñida cuestión.

Por último, profesando D. Pedro Tenorio, como hábil político, la máxima que aconseja ceder voluntariamente hoy para no sucumbir mañana a la fuerza; conociendo que la situación en que se había colocado era falsa, y que si indefinidamente se prolongaba, como estaba amenazando suceder, corría el peligro de no poderla dominar, cedió a las instancias de D. Enrique y Doña Catalina que aspiraban con repugnancia el ardiente soplo de tan desbordadas pasiones, cedió a los ruegos que tanto poder tenían en la Reina de Navarra: aceptó a D. Alfonso por décimo gobernador, decidiendo las cortes gobernasen el reino por turno cinco regentes cada seis meses, para evitar que reunidos los diez tornasen de nuevo a sus desavenencias y querellas.

Acalladas, pues, quedaron las rencillas de los regentes, y satisfechas las pretensiones de los dos bandos, admitiéndose en el concejo a los tres tíos del Rey y al maestre de Santiago. No pensemos por esto que reinaba la paz entre ellos, pero habían cesado ostensiblemente en su lucha los dos prelados, faltos por entonces de un pretesto para continuarla.

El arzobispo de Toledo licenció sus tropas, el concejo y las cortes le señalaron de las rentas reales con que pagarlas, dándole el cobro de la mitad de ellas; y los campos castellanos tuvieron brazos que los cultivaran, lo cual era algo, por no decir mucho, para el desventurado reino, en quien nadie pensaba sino para esplotarlo en su provecho.

No era el último, ni quien menos lo hacía D. Alfonso Enríquez de Noroña. Ansioso de poder, de riquezas, de goces y movimiento; apuraba el placer a grandes sorbos, temeroso de que la copa se lo escapara entre las manos. Los festines, la caza y los torneos se sucedían sin interrupción, y el lujo y el incienso rodeaba embriagando al nuevo rejente de Castilla, que todo lo prodigaba con insensata profusión.

Entregado ciegamente al arzobispo de Santiago, era su eco fiel y atrevido, era su brazo; y si D. García no consiguió su designio tuvo en él por lo menos un aliado poderoso.

El duque de Benavente veía con celos el esplendor de su hermano, con resentimiento su felicidad, y por todos los medios imaginables, trataba de eclipsarle en fausto y en grandeza, superándole en prestigio y poder.

En tanto, la Reina Doña Beatriz vivía pobremente; no eran espléndidos los gobernadores con la viuda de D. Juan I; pero ella hacía alarde de su miseria que era una reconvención para los rejentes.

Tampoco lo eran para sus augustos pupilos, ni para la joven y hermosa Catalina de Lancaster, que sufrían las privaciones ínterin se repartían aquéllos las rentas que de éstos administraban, y veían en silencio alzarse veinte tronos más altos que el suyo, y a Castilla gemir abrumada con nuevas cargas y exacciones.

Tal era la situación de Castilla después del último convenio de los gobernadores, según consta en la vieja y carcomida crónica que concienzudamente vamos copiando. Nuevos acaecimientos, o por mejor decir uno, en que no tuvo parte el talento ni la previsión del hombre, que no fue calculado ni tuvo más premeditación que la que es posible en el súbito choque de dos pasiones que se cruzan, alcanzó lo que no pudo conseguir los esfuerzos de una voluntad prepotente y de un bando poderoso que eficazmente la secundaba.

Y como de aquel acaecimiento emanaron otros que trajeron algún bien a los infortunados pueblos que se doblegaban vejados y oprimidos por los altaneros y díscolos gobernadores, nos induce a creer fue dispuesto por la suma o infinita sabiduría que para sus fines hizo instrumento de dos hombres que habían permanecido completamente estraños a los anteriores sucesos.

Capítulo XIX
Cómo vinieron a recordar a D. Fadrique de Castilla que hay algo más poderoso que la propia voluntad

Si al lector le place el seguirnos, lo que sí esperamos, porque no ha de costarle gran trabajo el hacerlo; le conduciremos a través de la bruma de la noche, por señas, muy elevada y nebulosa, como suelen serlo en Castilla la Vieja las más del invierno, y lo son siempre todas aquellas en que han de acontecer ciertas aventuras estrañas, cual la que vamos a referir.

Por una calle estrecha y larga, cuyo nombre calla la crónica con gran sentimiento nuestro, pero que dice se hallaba desierta, porque el frío era mucho, y los burgaleses procuraban, disminuir su rijidez junto al fuego de sus hogares, iba solo y sin séquito ninguno el poderoso duque de Benavente, andando a largos pasos, asaz melancólico y pensativo el rostro, en el que hubiera podido leerse, si la noche no fuera tan oscura, y hubiese quien lo observara, el despecho y una anelosa inquietud.

Y aquí será bien dejar apuntado que entre las emociones de su venganza, las turbulencias de su ambición, y los infinitos cuidados que lo cercaban, vivía su amor a Catalina de Lancaster, amor que lo dominaba y que ya no podía como en otro tiempo contener.

Las horas de esperanza, esas horas supremas del amor habían pasado para el Duque. Conocía con desesperación que entre Catalina y él se interponía un influjo misterioso, que no sabía lo que era ni de dónde dimanaba. En vano investigaba en la vida de la Reina y en el corazón de la mujer: alarmado y celoso, no descubría en aquélla una distracción, un misterio; en éste una afección, una preferencia, una confianza.

Catalina de Lancaster no la tenía por nadie, vivía en sí misma.

Cuando D. Fadrique se cercioraba de aquella verdad que la corte entera proclamaba; cuando descubría en sus dulces y lánguidos ojos un destello de luz suavísima, reflejo de un pensamiento de amor, el Duque enloquecía en su insensato orgullo, la tenía por suya, y confundía en sus deseos, en sus esperanzas y en su porvenir una existencia con otra.

Y cuando dominado por aquella impresión trataba de revelar su pasión, y hacer comprender sus ansias, Catalina le imponía silencio con resolución y dignidad. Si insistía era perdido, porque la Reina se retraía y el indiferentismo más abrumante sucedía a la cordialidad y la dulzura.

Entonces, las últimas ilusiones caían desechas y un pesar acerbo y amargo lo devoraba a pesar de su orgullo, a pesar de su fuerza. Tras estas impresiones se reproducían las de amor, las de esperanza, y lo enajenaba de nuevo y más profundamente que nunca.

Sin embargo, el Duque sufría un tormento que sólo en instantes calmaba la Reina con su sonrisa, como sólo se calma por instantes la sed, que no le dan para satisfacerla más que una gota de agua.

Como quiera que sea, andando como iba, distraído y triste, dudando y temiendo y raciocinando allá en su pensamiento, irguió de pronto su cabeza con audaz arrogancia, y fijando en el alto cielo su calenturienta mirada, [exclam]ó en un arranque de su impetuoso y sobervio carácter:

-Me amará porque quiero me ame, y cual su dama vendrá a colocar su frente sobre mi pecho. No ha mucho, Ben-Samuel leía en los astros que no me vengaría y que no sería regente: aquella noche me vengué, y las estrellas mintieron; ¡¡regente soy!! ¿Y en dónde está Rodrigo López de Ayala! Insepulto o desesperado ha desaparecido de Castilla.

-¡¡¡Mentís!!!, dijo a su espalda una voz trémula de ira a la vez que una mano, sentándose pesadamente sobre su hombro, lo sujetó haciéndolo detener.

Sacudir el hombro con fuerza, volverse con airado semblante, y sacar la espada, fue una cosa misma en D. Fadrique; pero el que tan bruscamente lo interrumpía en su soliloquio abandonó su hombro para apoderarse de su brazo, y lo dijo con resuelta espresión:

-Téngoos que hablar: seguidme a paraje donde no seamos interrumpidos como aquí puede suceder.

-¡Haceos cuenta que no quiero!, respondió el Duque con iracundo acento, forcejeando por dosasirse de la mano que le tenía fuertemente sujeto.

-Mirad que soy Rodrigo López de Ayala, replicó sardónicamente el que acababa de escucharle en tan malditísima sazón.

-Sólo por presentimiento os respondí como lo he hecho[-] contestó el Duque ardiendo en cólera; figuraos lo que os diré sabiéndolo de vuestra boca.

-Sois poco cortés, repuso Rodrigo con desdén insultante; se conoce que habéis nacido de la parte afuera del alcázar, y que a la bastardía del nacimiento, añadís la del corazón.

-¡Insolente!, mal caballero de daga y traición, gritó el Duque fuera de sí, voy a arrancaros la lengua después de partir el vuestro con mi acero.

Y precipitándose de un salto sobre Rodrigo añadió la acción a la amenaza.

Mas éste, pronto como el relámpago, desvió el cuerpo, y lanzándose sobre su acometedor lo empujó con tal violencia que le hizo retroceder tres pasos. Luego, tornando a cogerle el diestro brazo, le dijo con sombría espresión que hacía más notable la calma con que acentuaba:

-Duque de Benavente, como a fementido traidor que sois, os podría enterrar mi daga en la garganta sin que Dios me tomase de ello cuenta; pero soy caballero, y como tal, ofendido por vos de un modo infame y desleal, os reto a muerte con todas armas, y os cito para mañana la corte, donde me presentaré para arrojaros mi guante y pedir campo y plazo a los regentes.

-A mí el guante, Rodrigo López de Ayala; respondió D. Fadrique con insultante altanería; ¡a mí vos! ¿Os olvidáis que soy hermano de Juan I y os halláis muy bajo para que caiga a mis pies?

-No lo estoy tanto que no alcance a vuestra cara y la cruce como ahora, [exclam]ó con fiereza Rodrigo estampando su mano en la pálida mejilla del Duque.

Al ruido seco de la bofetada, que resonó a larga distancia, se unió un grito ronco, semejante al rujido de un tigre, que lanzó D. Fadrique al recibirla, el cual se arrojó con frenético arrebato a su acometedor para vengar su afrenta con su sangre, pero Ayala abrió los brazos, y cogiéndole en ellos lo estrujó con sus músculos de acero. Luego rechazándolo con furor, le dijo con sarcasmo:

-Hermano de Juan I, ¡hasta mañana!

Y le volvió la espalda con profundo desprecio.

Pasó el Duque la crispada mano por su megilla que ardía, siguió por entre la densa niebla con una mirada feroz a Rodrigo, y murmuró cuando sus ojos que destellaban fuego le perdieron entre la sombra:

-¡Mañana no vivirás!, ¡¡ni Dios es bastante a librarle de mi venganza!!

Y subiéndose la capa hasta las cejas, la mano puesta sobre las encarnadas señales que en su rostro marcara la de Ayala, se dirigió a su casa con paso precipitado.

Los soldados de su guardia, los pages, los escuderos, sus muchos servidores, en fin, que desde la puerta hasta sus habitaciones encontró, callaron al verle suspendiendo sus alegres conversaciones; tan siniestra era la espresión de su rostro, tan pálida su tez, tan chispeante su mirada.

-Bertrán, seguidme, dijo a su escudero con acento breve, indicio en él nunca desmentido de violentas y desordenadas impresiones.

Siguióle en silencio el hidalgo Bertrán de Troncoso que nada bueno presagiaba de aquel aspecto y de aquella orden, y llegando ambos al aposento del Duque, entró éste que dijo al otro antes que pasara el dintel:

-Decidles a los ballesteros Lovete y Castillo que vengan.

-Está bien, respondió afectuosamente el escudero.

Y se fue a cumplir su nada difícil comisión.

Por lo que hace a D. Fadrique, en tanto que los que mandaba llamar no venían, se paseaba por la estancia con desesperados pasos, la frente plegada y sombría, la cabeza baja y los brazos cruzados sobre el pecho que fuertemente oprimían.

Poco tiempo era pasado, cuando Bertrán de Troncoso tornó seguido de dos ballesteros que a su espalda venían al parecer confusos de la honra que les hacía su señor.

Éste los miró y pareció satisfecho de su presencia, que en ambos era imponente. Ostentaba el uno una corpulencia jigantesca, y la cual debía el renombre que llevaba; la nariz era larga y corva, muy ancha la cabeza, y la barba y el mirar torcido y traidor. Tenía el otro la mitad menos de estatura, unas cejas espesas y casi unidas sombreando los ojos que brillaban escondidos en sus órbitas; la frente torva, y una boca enorme guarnecida de agudos y blancos dientes le daba un aspecto de ferocidad que le asemejaba a una fiera.

Iban vestidos con coletos de piel de gamuza ceñido con un cinturón de cuero, y en él brillaba el puño de metal de un largo cuchillo de monte.

-Troncoso, dijo el Duque a su escudero cuando entraron, retiraos y no volváis hasta que os llame.

El escudero lo saludó y se fue. Entonces hizo una seña a los ballesteros para que se acercaran; tomó una llave y sacó de una caja que con ella abrió una banda doblada.

Era la de Rodrigo López de Ayala, que en tan mal hora dejó al astrólogo Ben-Samuel.

Teniendo en la mano la prenda que tan fatal había sido para Elvira, se volvió a los ballesteros:

-Hay un hombre en Burgos, les dijo con una concentración terrible, que acaba de insultarme; ese hombre está sentenciado.

Oíd, ahora mismo os vais a la puerta de su casa... en cuanto salga le seguís, y así que le tengáis al alcance de vuestro puñal, clavadlo pronto y hasta el puño.

-¿Cómo se llama ese hombre, señor?, preguntó Castillo fijando en el Duque su oblicua y fiera mirada.

-Rodrigo López de Ayala[-] contestó D. Fadrique alterándosele la voz al pronunciar aquel nombre aborrecido. Escuchad, prosiguió tras una ligera pausa, antes de herir le diréis: justicia del Duque de Benavente, y le arrojaréis esta banda a los ojos.

Salió Lovete de la sombra en que lo envolvía su atlético compañero, y acercándose a su señor tomó la banda, y contestó con alarde brutal:

-Sólo vivirá el tiempo que nuestros ojos tarden en verle; y luego vendremos aquí, Sr. Duque, porque la justicia de Diego Zúñiga nos perseguirá por hacer la vuestra en Rodrigo López de Ayala.

Andad, dijo con altanera sobervia el Duque; ejecutad lo que os encomiendo, que ni la de Enrique III os alcanzará a mi sombra.

Y haciéndoles un gesto significativo les señaló la puerta que tomaron en silencio entrambos ballesteros.

No había pasado una hora cuando ya estaban apostados delante de la casa de Rodrigo. A poco vieron venir un escudero llevando de la brida una jaca torda en estremo hermosa, y que se paró a la puerta, llamó, la abrieron, entró, cerraron, y todo quedó en silencio.

-Lovete, dijo Castillo a su compañero, ¿conocéis al sentenciado?

-Yo no ¿y vos?

-Yo sí creo que lo he de conocer; a lo menos en Portugal lo conocía.

-Entonces no hay más que decir.

Y los dos quedaron en acecho.

Capítulo XX
En el que se da cuenta de dónde venía Rodrigo López de Ayala, y con quién tropezó impensadamente, y de lo que le sirvió tropezar

Antes de proseguir el cuento de los sucesos que del que antecede se originaron llenando a Burgos de turbación y sobresalto en el término de algunas horas; necesitamos retroceder hasta el día en que Rodrigo López de Ayala, exánime y sin sentido, fue recibido, puesto en el lecho y vendadas las heridas por el caritativo ermitaño de nuestra Señora de los Haces.

Comprendiendo el santo varón por las incompletas pero terribles revelaciones de su delirio que había dado la muerte a uno que a veces llamaba padre, que ansiaba darla a otro que no nombraba sino impersonalmente, que huía para siempre de Burgos, que en su frenesí estrechaba o rechazaba una imagen a que daba cuerpo y nombre acusándola y acariciándola alternativamente; resolvió ocultar su presencia hasta el momento en que vuelto en su acuerdo no vendiera los secretos que tan fatales podían serle; y ni lo vieron los pocos que llegaron a visitar la imagen de nuestra Señora, ni le dio noticia de él, ni indicio alguno a los emisarios de Pedro López de Ayala, que palmo a palmo recorrieron las inmediaciones de Burgos.

Quedó, pues, Rodrigo en la estrecha y solitaria celda del prudente monge ignorado de todos e ignorante de todo; entregado a su mal y a los cuidados más que paternales del anacoreta, que si no tenía dulzura le sobraba paciencia y abnegación.

Pronto hubiera sanado de sus heridas, que aunque muchas y profundas no eran mortales, pero en los accesos de fiebre que lo acometían, se quitaba los vendages y las desgarraba con sus dedos, quedando nuevantente bañado en sangre, perdido el aliento y sin fuerza.

Necesitóse, pues, toda la paciencia del monge, sus muchos conocimientos en el entonces necesario arte de curar las heridas, sus incansables y asiduos cuidados para sacar a vida al malaventurado Ayala. Mas hubieron de pasarse días y meses antes que dejara su lecho de dolores.

Durante el sueño interrumpido de sus noches, en las vagas meditaciones de sus días, en su corazón, en sus labios, estaba siempre Elvira, fantasma seductor que acariciaba con ternura o rechazaba con desdén amarguísimo, pero que vívia a su lado sin abandonarle jamás.

Cicatrizábanse en tanto sus heridas, y la razón restableció su imperio absoluto sobre él, y el primer esfuerzo de su voluntad se dirigió a contener el torrente desbordado de ilusiones y delirios que lo traía envuelto por tanto tiempo, luchando con una constancia sombría con sus recuerdos que indelebles estaban en su memoria, y la imagen de Elvira que a su pesar la llenaba.

Más lejos de conseguirlo, a medida que el nuevo soplo de vida que se difundía en su ser circulaba por sus venas vigorizando su cuerpo desfallecido, se aceleraba también el latir de su corazón y despertaban sus pasiones y pensaba con desesperación que para él no había felicidad, ni esperanza, ni placeres, ni ilusiones. Con Elvira todo lo había perdido.

Volvía a menudo los ojos hacia su espada roja aún con la sangre de D. Alfonso, y tornábalos hacia el Occéano en cuyas tempestades quería morir u olvidar las que habían agitado y agitaban aún su vida.

Ya no nombraba a Elvira; por la sangre de su padre le había hecho el sacrificio de la del Duque, resuelto a no ver más en la tierra a una ni a otro e hizo propósito en su triste soledad de abandonar a Castilla y reclamar la promesa del Almirante, reuniéndose con él donde se hallara. Ése era su proyecto, y a su proyecto estaba reducido su porvenir.

No doraba su acerba melancolía un solo pensamiento consolador, nada le sonreía, todo lo miraba muerto, y en aquella disposición de espíritu, encontrándose con fuerza para trasladarse a Burgos donde necesariamente tenía que ir para hacer sus escasos preparativos de viage, se despidió del piadoso monge, se ciñó la espada y emprendió su camino lentamente; camino sembrado de recuerdos, que en vano su memoria quería olvidar.

De noche ya entró en Burgos; huyendo los sitios frecuentados hizo un rodeo para evitarlos, y cuando se dirigía a casa de su hermano Pedro López de Ayala, única persona a quien contaba y quería ver, la casualidad le hizo seguir los pasos del Duque y oírle en su presuntuoso y sobervio monólogo.

Al escuchar el nombre de Elvira en los labios que lo mancillaban, refluyó su sangre al corazón arrebatándose hirviendo a su cerebro; pero cuando oyó el suyo propio y le oyó gloriarse de su desgracia, dándole por muerto a desesperado, se renovó con más fuerza su odio, con más ansia su venganza, con más coraje su ofensa.

Así fue el mentís, así fue la bofetada, y así fue el reto.

Al fin Rodrigo iba a satisfacerse con la sangre de su rival que él mismo providencialmente había venido a colocarse al paso de su venganza.

Distraído con los pensamientos que su encuentro promovía, ni más ni menos que el Duque cuando en mal hora y razón soltara el dique a su lengua, no vio a su vez otro hombre que andando aceleradamente para no sentir la cruda acción del frío, o no se pudo contener en su ímpetu, o no reparó en que la misma dirección traía que él llevaba, y tropezaron los dos uno en otro con tal furia que Rodrigo se hizo un paso para atrás arrojando un voto, y el otro se llevó la mano a la nariz, [exclam]ando:

-Torpe sois por vuestra vida.

-¡Y vos más!, respondió Rodrigo con mal humor.

-¿Es la voz de Ayala la que he oído?, preguntó.

-La misma es, respondió el interpelado poco satisfecho de aquel encuentro.

-Pues si es así bendigo mi tropezón, aunque llevo las narices deshechas.

Y tendiéndole la mano que a bulto cogió Rodrigo, añadió con festiva cordialidad:

-¿Salís del otro mundo, Rodrigo?

-Poco menos, Día, si es Sánchez de Rojas quien me habla.

-Y se alegra vivamente de veros, veros no, voto a estas malditas tinieblas que lo impiden, pero de encontraros y oíros, y estrechar afectuosamente vuestra mano cuando menos lo esperaba.

Una sonrisa amarga y triste se dibujó en los labios de Ayala que respondió con intención:

-En Burgos, según voy viendo, no se contaba con que volviera jamás.

-No os asombre, pero hay quien os tiene por muerto, y quien os ha rezado también.

-Eso tengo adelantado para cuando lo sea; pero por ahora, ni soy cadáver insepulto, ni he dejado a Castilla para siempre, como hay quien lo asegure con estraña ligereza.

-¿Qué habéis de ser?, [exclam]ó Día Sánchez de Rojas riéndose. Al contrario, a juzgar por el ímpetu que lleváis, estáis en toda la plenitud de la vida, y no queda duda que a Burgos habéis vuelto, puesto que mano a mano nos encontramos. Mas aunque habéis tardado en cumplir vuestra importante comisión, con tal que hayáis negociado la paz y seáis portador de buenas nuevas, bien se os puede perdonar.

-¿Nuevas yo?, dijo Rodrigo sin poderse contener.

-¡Digo!, pues ¿no venís de Portugal?

-¿Quién os ha dicho tal cosa, Día?

-Vuestro hermano el ilustre corregidor de Toledo, y el mismo día por cierto que dejó a Burgos.

-Día, dijo Ayala que se perdía en un caos de confusiones; si gustáis seguiremos andando hacia vuestra casa, pues quisiera haceros dos preguntas, ya que mi buena suerte os ha traído hasta mí.

-Mejor será si queréis, y eso ha de ser pronto, porque el frío arrecia y yo estoy transido, que nos vayamos a la vuestra y os consagraré la noche entera si me concedéis hospedaje y me guardáis el secreto de habérmelo dado.

-Con el alma, Día, pero ¡por Santiago!, no he de ocultaros que me tenéis suspenso con oíros solicitarle.

-Os diré el motivo para que cese vuestra justa admiración, mas sea andando si no os parece mal.

-Pláceme mucho, porque yo también deseo el llegar más quizá de lo que os parece.

Y con esto echaron a andar con largos y veloces pasos hacia la casa de Ayala, quien no iba muy seguro de encontrarla en el estado que la dejó.

-Esta mañana, dijo Día Sánchez con su tono ligero y jovial, salí de Burgos acompañando a la condesa Doña Isabel que quiere pasar el día de mañana en Santa María la Real. Yo tenía empeñada mi palabra con una dama que me esperaba a sus rejas esta noche, y no pudiendo ni queriendo faltar a ella lo he conciliado todo merced a un escudero fiel y a la ligereza de mi tordilla. Seguro que no me necesitaban en el monasterio, me vine al anochecer recatadamente: mañana al rayar el alba parto, y nadie sabe, sino quien tiene interés o discreción para callarlo, mi ausencia y mi retorno.

-Por mi parte, contad con el secreto, y en cuanto a mi familia no creo que os conozca más que Illescas, que es tan reservado como entendido.

En estas pláticas llegaron entrambos caballeros a la antigua morada de Ayala, tan cerrada y silenciosa, que doblaron los temores de su dueño. Sin embargo, cogiendo el llamador dio dos fuertes golpes que retumbaron como si se hallara desierta, sin que nadie contestara.

-Mucho me temo que Illescas no esté, dijo su señor con embarazo.

-No lo penséis; ayer mismo lo vi yo en el puente, de Santa María hablando con el nuevo doncel del rey Fernando de Bobadilla.

El nombre del page de Elvira hizo cierta sensación en Ayala, y su encumbramiento le chocó, mas no se dio por entendido, sino que cual si no lo hubiera oído dijo:

-Volvamos a llamar.

Y repitió con efecto los golpes, pero tan fuertes y estrepitosos, que a su estruendo se abrió una ventana, y sacando la cabeza un criado de Ayala, gritó con voz estertórea y gran desabrimiento:

-¿Quién diablos llama de ese modo?

-Quien os hará reportar[-] contestó con autoridad. ¡Abrid!

-¿Sois vos, señor?, preguntó alborozado el que sacaba la cabeza reconociéndolo.

-¡Yo soy, abrid!

-Voy, voy, gritó.

Y retirándose de la ventana comenzó a llamar, a Illescas, y en un momento éste a medio vestir y el otro sin detenerse en más, se lanzaron a la puerta, quitaron los cerrojos, y le recibieron con tanto gozo como sorpresa.

-Hernando, le dijo Ayala a su escudero tendiéndole la mano; traemos grandes necesidades que os vais a cuidar de satisfacer. Dadnos, pues, lumbre con esplendidez; una cena abundante si no esquisita, y que aderecen dos lechos. Por lo demás que vayan por el caballo de mi huésped Día Sánchez de Rojas a la posada que os dirá, para que le tenga listo a la hora que le pida, y no dejéis que nadie nos interrumpa, pues queremos estar solos. Nosotros hablaremos luego.

Pronto y bien fueron ejecutadas las órdenes de Rodrigo; a poco un fuego bien alimentado ardía en la chimenea, se disponía la cena, se arreglaban las camas, y una hermosa jaca ligera y andadora era puesta en la cuadra con los privilegios de huéspeda.

En cuanto a los que impulsaban con su venida todo aquel movimiento, se sentaron en dos sillones al amor de la lumbre y permanecieron callados hasta que quedaron solos.

El hombre que en dos ocasiones distintas y por diferentes personas hemos oído llamar Día Sánchez de Rojas, nombre que la historia ha conservado por enlazarle su desgracia con los disturbios de una minoría azarosa, era joven, de mediana estatura y agradable continente. La vivacidad brillaba en sus ojos pardos, la cordialidad en su boca risueña y un poco grande, su frente era hermosa y despejada, y un tupido bigote castaño daba a su rostro cierto aire marcial, que sin ser bello ni aun regular, parecía, desde que en él se fijaba la atención, interesante y simpático.

Murmurábase en la corte que había puesto los ojos en la poderosa rica hembra de Alburquerque, y decíase de ésta que no desechaba los homenages que le rendía.

Como quiera que sea, arrellenándose en su sillón se entregó por de pronto al placer que le producía un calor grato y general que facilitaba la circulación de su sangre medio paralizada por el frío, y después rompiendo el silencio dijo a Rodrigo:

-Creo, Ayala, haberos oído decir que teníais que preguntarme.

-Y no os equivocáis por cierto. Deseo que me digáis lo que haya ocurrido de notable desde que falto de la corte.

-Mucho pedís, amigo mío, y es poco menos que imposible el complaceros, porque es tanto y tan imprevisto lo que se ha ido sucediendo en Burgos, que se necesita largo espacio para contarlo, y no se ha de pecar en prolijo.

-¿Tan fértil en sucesos ha sido el tiempo en mi ausencia?

-Tan abundante que asombra. Sabéis que años ha estaba en prisión D. Alfonso Enríquez de Noroña por rebeldías contra su hermano D. Juan. Olvidado de todos, no tenía esperanza de recobrar su libertad; pues bien, esa libertad le fue alcanzada por el influjo del arzobispo de Santiago, y con ella el goce de sus estados, rentas, títulos y privilegios. Mucho sorprendió, pero nadie se opuso, y vino a la corte, donde completó sus conquistas con la gracia de Catalina de Lancaster. Del Rey no se hable, pues el Arzobispo lo domina. Las cortes se reunieron para sancionar el convenio de Perales, y el reverendísimo D. García se negó a ratificarlo si no se añadía por décimo tutor y gobernador al Conde, a lo que se opuso el Primado con toda la firmeza de su carácter.

Si yo os hubiera de contar todos los lances de tan reñida contienda, no acabaría nunca: básteos saber que tuvo que mediar la reina de Navarra, D. Enrique, Doña Catalina, y que ceder a ese triple influjo D. Pedro Tenorio, el duque de Benavente y todo su bando, aceptando a D. Alfonso por tutor y regente sub conditione, como dice el arcediano de Santa Leocadia, de gobernar cinco cada seis meses.

-Ahí tenéis, Día, las vicisitudes de la suerte. D. Alfonso, condenado por su hermano D. Juan a morir en una prisión, es hoy tutor de su hijo y gobernador del reino, y tal vez la torre de Monreal reciba en su recinto a los mismos que en ella le han tenido.

-Qué queréis, Rodrigo, ésos son los vaivenes de la suerte; a unos abate y a otros ensalza. Mas tened por cierto que como la fortuna es una rueda, suele acontecer que conforme suben bajen. Ya tiene D. Enrique trece años felizmente; hasta que cumpla el que le falta irán subiendo los regentes; después sólo Dios sabe quién se conservará ese día a la altura a que han trepado, y quién dará la vuelta descendiendo, y acaso precipitándose.

-Tenéis razón; pero dejemos esto por ahora aunque tenga sobre ello algo más que preguntaros, y esplicadme otra cosa que os he oído. Me habéis dicho acompañasteis esta mañana a las Huelgas a la condesa Doña Isabel, que supongo será la altiva bastarda de Portugal; ¿la servís acaso?

-No a ella, sino a su esposo; pero no pudiendo éste acompañarla me ordenó lo hiciera en su lugar.

-¿Y a qué va tan ilustre dama al monasterio?, dijo Ayala dando a la conversación un giro más apropósito para lo que anhelaba saber y no quería preguntar.

-¿Pues qué, Rodrigo, lo ignoráis?, dijo Día Sánchez con sorpresa volviendo pregunta por pregunta.

-De todo punto, como os podéis figurar siendo llegado a Burgos una hora ha, respondió Ayala sonriéndose.

-Siendo así siento ser yo quien os lo diga.

-¿Por qué, Día?, preguntó con indiferencia Rodrigo.

-Porque no puedo creer nunca, aunque mis ojos lo vean, que presenciéis con calma la ceremonia que allí se prepara.

-¿Son acaso mis funerales?, dijo Rodrigo tornando a sonreírse.

-¡Lo son de vuestros amores!, respondió su huésped perdiendo el tono de ligereza que le caracterizaba para tomar un acento de gravedad inesperada.

Sintió Ayala latir su corazón con una fuerza atroz, pero dominándose con su incontrastable voluntad repuso con entereza entrando de lleno en la materia:

-Esplicaos sin rodeos, Día, ¿qué hay mañana en Santa María?, ¡hablad!

-La toma de hábito de una dama de las más elevadas de la corte, y tan hermosa que los trovadores la han celebrado llamándola sol, perla, portento, y todos la han confesado sin par, porque no lo tiene en efecto.

-¿Habláis de Elvira?

-Sí.

-¡¡Monja Elvira!!, [exclam]ó Rodrigo dejando entrever su agitación. Yo creí que hubiera preferido otro refugio a un convento.

-¡Y todos esperaban que se le hubieseis dado en vuestros brazos!

Pasó la mano Rodrigo por su frente noble y hermosa, cuya palidez era estremada, y contestó con gravedad:

-Ella los ha rehusado, y yo respeto su decisión, como respeto todo lo que emana de una dama.

-¡Rodrigo!, dijo Día Sánchez con interés, ¿y si os hubieseis equivocado al juzgarla?

Una sonrisa de suprema amargura asomó a los descoloridos labios de Ayala, que contestó con acerbo despecho:

-Si pudiera dudar de lo que he visto... de lo que he oído, esta noche me hubiera convencido nuevamente.

-He aquí los hombres, [exclam]ó Día Sánchez con energía, ¡para condenar infalibles!

-Estáis tocando una cuerda muy elevada, Día, dijo Rodrigo levantándose como si un resorte le impulsara; cuidad por vuestra vida como la herís.

-Lo haré con delicadeza, porque para hablar de una dama y de un sentimiento que fue muy profundo, para que no sea muy durable, la tendré siempre. Si queréis oír una esplicación os la daré, y tomadla por una prueba de la amistad que siempre os tuve; si no queréis, terminemos la conversación.

-Eso no puede ser; puesta en los labios la hiel, quiero saborearla; hablad.

-En una época no lejana, comenzó a decir Sánchez de Rojas apoyando amistosamente su mano en el hombro de Rodrigo, que le escuchaba atento hasta la avidez; le hicisteis una ofensa al duque de Benavente, ofensa que él caracterizó de traición; y añadisteis la imprudencia de dejarle prenda de ello en una banda bordada con vuestro nombre y divisa. ¿No es esto cierto, Rodrigo?

-Sí lo es, proseguid.

-La venganza es uno de los instintos del hombre; a ella propende todo lo que alimenta, y rara es la que en su nobleza desecha el medio mejor de conseguirla porque no es digno ni leal. El Duque, con la comprensión del odio, conoció todo lo que Elvira era para vos, y quiso robaros su amor, porque su amor era vuestra felicidad. Si lo consiguió no lo sé, porque Elvira, toda recato y dignidad, no ha revelado ni en una mirada su amor si logró inspirárselo; y D. Fadrique, que es violento y vengativo, es también muy caballero para no respetar altamente la honra de una dama, reservando su predilección o favores.

Diréis que mis revelaciones son incompletas, no lo niego, pero os aclararán algunos puntos que una fatalidad incomprensible debe haber ennegrecido a vuestros ojos de celos y de pasión.

Yo vi a una dueña de Elvira salir del palacio del Duque; vi vuestra banda en sus manos, y comprendí sus intentos, porque sabía todo lo grande de su resentimiento con vos. Su esplendidez había comprado una voluntad en la servidumbre de vuestra prometida, que era estraña a todos estos manejos.

Una noche que Dios señaló con una tempestad, visteis entre sus furores a Elvira cruzando las calles de Burgos, ¿no es verdad, Rodrigo?

-Sí, Día.

-¿Con el Duque?

-¡Con el Duque!

-Y sin embargo, Elvira no era culpable ni de liviandad ni de traición. Elvira, inocente e inesperta, sólo había cometido la imprudencia de ir en hora poco apropósito a consultar a un astrólogo que toda la corte había consultado y pedirle su horóscopo; y el astrólogo, impulsado de no sé qué sentimiento, tan oculto como siniestro, lanzó en su pos a D. Fadrique, señalándosela como víctima y escitándolo a la venganza: venganza que se cumplió de un modo terrible y tan misterioso, como incomprensible para todos, merced al silencio con que ha sido ejecutada, y al silencio que han guardado los que ha derribado o herido.

La obra de vuestra desgracia es una obra de apariencias, Rodrigo, pero apariencias que han habierto el sepulcro al honrado Adelantado mayor; que llevan a su hija a sepultar su dolor y su belleza en el claustro, y que a vos os han hecho encanecer los cabellos como pudieran treinta de fatigas: y creedme, por mi fe de honrado y caballero, no hay de verdad en todo eso más que vuestro agravio y su venganza y los inconsolables pesares que sobre Elvira han caído.

-Pero, Día, esas apariencias han sido tales, que no permiten dudar; ante ellas no hay fe que desista por firme que sea, y la mía me abandonó aquella noche funesta.

-Pero entonces, Rodrigo, ignorabais lo que he tenido la honra de aseguraros; que lo que vierais era mentira, falacia y atrevimiento.

-¡Día!, [exclam]ó Ayala con esplosión, no quiero ocultaros que me estáis desgarrando todas mis heridas, y que sufro la reacción de pasiones cuya violencia aún puede arrollarlo todo. Sobre lo destruido no puede crearse, pero... ¡oh! los abismos se salvan con voluntad, y a mí me sobra para todo.

Día, ¡con verdad!, ¡por vuestro honor!, por vuestras esperanzas de felicidad, ¿puedo creer lo que me aseguráis? No os ofenda mi insistencia, respondedme.

-Ayala, os he dicho lo que sé, lo que he visto y lo que creo; y esto es tan cierto, como que mi mano, que es la de un verdadero amigo, estrecha en este instante las vuestras.

Y diciendo esto tomó con las dos suyas las de Rodrigo, y las oprimió con efusión.

A su vez Ayala apretó algo convulsivamente las de Día Sánchez; después tornó a sentarse en su sillón, y apoyando la sien en la palma de la mano, dejó pasar un breve espacio y le preguntó:

-¿Digisteis, Día, que toma el hábito mañana?

-Por lo menos así está dispuesto. Hoy fue el obispo de Burgos, que ha de dárselo, para hacer la esploración; y como son tan en uno el conde de Gijón y D. García Manrique, Doña Isabel precedió al Prelado, y a esta Doña Leonor de Arellano, su tía. A la sagrada ceremonia asistirá el Rey, Doña Catalina y gran parte de la corte.

-¿Y él?, preguntó con un arranque de celos Ayala; ¿y él qué ha hecho por ella en su duelo?

-Compadecerla en público, y supongo que en su interior acusarse de haberla sumido en él.

-¿Hace mucho tiempo que dejó el alcázar, Día?

-Horas después que vos. Allí supo la muerte de su padre, y cayó desplomada a los pies de la Reina. En su litera se la llevaron, y después de una larga enfermedad que ha sufrido, se retiró a Santa María resuelta a tomar el velo. Los que aquel día la vieron, que no fue más que Dávalos, a quien la Reina envió para que la acompañara; el maestro de Calatrava, que le ha dado grandes muestras de interés, y sus deudos, dicen que está tan variada que apenas se la reconoce.

-¿Y de mí, qué ha dicho la corte?

-Que habíais partido a Portugal a una importante y secreta comisión.

-¿Y de su padre?

-Se ha dicho que murió asesinado.

-¡Asesinado!

-¡Vaya! Tal ha sido la opinión general, que por esta vez se ha deslumbrado, gracias a la cordialidad de vuestro hermano y el suyo.

-¿Y mi hermano no está en Burgos?

-Le ha dejado dos meses ha, hay quien dice que después de protestar en vuestro nombre a la toma de velo de vuestra prometida.

-¿Y él qué ha dicho de mi ausencia?

-Que no volveríais a Castilla profesando vuestra amada.

-Todos se han engañado y él más, dijo Rodrigo con energía; mañana lo probaré cumplidamente.

Aquí llegaban las esplicaciones y preguntas de Ayala y su huésped, cuando fueron interrumpidos anunciándoles que la cena los esperaba, lo cual ellos no consintieron, sino que haciendo el primero los honores al segundo con perfecta cortesía, lo precedió a la mesa, cubierta de sabrosos y humeantes manjares, de los cuales sin embargo no probó, ni acercó tampoco a sus secos y descoloridos labios las anchas copas rebosando aromático y espirituoso vino, con que Día Sánchez recreaba el paladar y reforzaba el estómago.

Así que fue concluida la sólida refacción de éste, y cambiadas entre ambos algunas frases indiferentes o corteses, como ya la noche iba adelantando, condujo Rodrigo a su amigo a un aposento contiguo al suyo, donde le dejó para entregarse a las dulzuras del sueño, retirándose así que le dejó instalado en él para hablar con Illescas, que moría de impaciencia por saber lo que había sido en tanto tiempo de su señor, presumiendo al ver su palidez, lo crecido de su barba y los cabellos blancos que como hebras de plata caían sobre sus sienes, junto con el descuido de su trage, que en su larga ausencia no había gozado salud, reposo, ni solaz.

Pero en lo que menos pensaba Ayala era en satisfacer la curiosidad de su escudero; de manera que así como entró en su aposento, dejándose caer en su sillón junto al fuego, le dijo:

-Retiraos, Hernando, a descansar, y entregaos al sueño, que yo he venido a interrumpir. Cuidad que nada falte a mi huésped cuando se levante, y mandad que le llamen apenas despunte el alba. Si por acaso me he dormido me despertareis a hora competente para despedirlo, y que me tengan un caballo ensillado en cuanto luzca el sol.

-Descuidad, respondió Illescas con su respetuosa soltura; todo se hará conforme deseáis, escepto que en vez de ensillar un caballo serán dos los que esperen a la puerta.

-No necesito ni he pedido más que uno.

-Lo sé; pero el otro es para mí.

-¿Pensáis?...

-Seguiros como una sombra adonde quiera que vayáis.

-Illescas, dijo melancólicamente Rodrigo, por ahora no tengo más que un deseo, y ése me retiene en Burgos. Seguidme o quedaos, pero esta vez sí volveré.

-Os seguiré, es lo seguro, replicó el escudero animado con la condescendencia de su señor.

Y despidiéndose se fue a reposar lo que de la noche faltaba.

En cuanto a Rodrigo, así que se vio solo, dando rienda suelta al pensamiento, se sumergió en un éstasis profundo, y el fuego de la chimenea se consumió, convirtiéndose en ceniza, y la luz que ardía en el aposento se apagó, y aún permanecía absorto en sus reflexiones.

Capítulo XXI
De cómo cumplieron los sayones del duque de Benavente lo que su señor les encomendara, y lo que de resultas pasó en el camino de las Huelgas y en el alcázar del rey Enrique III

Comenzaban los primeros albores del día a iluminar con su vaga claridad las caladas agujas de la catedral de Burgos, los torreones y almenas del castillo, y las torres de sus iglesias.

Recostados en un oscuro portal los ballesteros del duque de Benavente habían pasado toda la noche en vela, entregados a su siniestro espionage, y con los ojos clavados en la puerta se frotaban las manos amoratadas con el frío intenso que las penetraba.

Suspendió de pronto Lovete su ocupación para tocar con la diestra el desarrollado y ancho hombro de su compañero, y con la espresión maliciosa de la zorra le dijo:

-Vaya una idea que acaba de ocurrírseme.

-Decidla al punto si es buena, respondió el símil de ave de rapiña de Castillo arrojando ruidosamente la respiración a sus dedos entumecidos.

-Eso haré de buena gana, pues cada vez me bulle más en el magín.

-Pues hablad, no se os hiele en la mollera, que todo puede esperarse del gran frío que se deja caer.

-¿Anoche no vimos entrar a un escudero una cabalgadura del diestro?

-Cierto; y por más señas que fue una tordilla, y no mala.

-¿Y no os parece que si al tal caballero a quien estamos haciendo la batida se le pusiera en mientes, que bien puede, salir de su casa a caballo, no podríamos seguirle ni menos dar al traste con él?

-Tanto que sí.

-Con que ved mi idea. Soy de parecer, salvo sea el mejor, que traigamos dos y los tengamos ocultos en un cobertizo que a la vuelta de la calle está.

-Habéis hablado ni más ni menos que un preste. Lo apruebo todo, y más aún si lo ponéis por obra prontamente, no haga el diablo que se nos escape el pájaro después de pasar toda la noche, y de las largas, acechando su jaulón.

-Pues alerta, y no quitéis ojo, que ya va amaneciendo y puede querer huir si presume lo que le guarda el enojo del Duque mi señor.

Y sin más, enderezándose echó a andar velozmente por las desiertas calles, donde empezaba a difundirse la semi-claridad del crepúsculo matinal.

Aún no era vuelto, si bien había pasado algún tiempo, cuando las pesadas y fuertes puertas de la casa de Rodrigo López de Ayala se abrieron de par en par sin ruido, y un escudero apareció en ellas llevando de la brida una preciosa jaca torda.

En pos de uno y otro venía Día Sánchez de Rojas, ocupado en cruzar bien su oscuro tabardo para resguardarse del frío penetrante de la mañana, y luego que lo hubo hecho a su satisfacción, montando con tanta ligereza como gallardía, dijo al escudero antes de partir:

-En vos fío, Nuño. Nadie sepa que he venido.

-Id seguro que nadie lo sabrá, respondió el escudero cortésmente.

Y clavando ligeramente la espuela partió tranquilo y descuidado, mientras que el escudero entrándose con gran prisa volvió a cerrar la puerta del mismo modo que la abrió.

-Bien pensó Lovete, pero tarde, murmuró su compañero que todo lo había visto y oído; la res se nos escapa.

Y saliendo de su escondrijo echó a correr en su seguimiento con una ligereza que redoblaba la largura de sus piernas.

Llevaría apenas doscientos pasos andados, cuando vio venir a Lovete con dos caballos de los buenos de D. Fadrique. Verlos, abalanzarse, montar y seguir al inocente Día Sánchez, fue obra de momentos para los dos ballesteros.

El día seguía aclarando, y el sol anunciaba su salida con ligeras nubes de color de rosa.

Las mismas puertas que dieran paso a Día tornaron a abrirse, saliendo por ellas Illescas con dos caballos de la brida.

Tras él salió Rodrigo, llevando impreso en su amarillo y ajado semblante el sello de una noche de lucha y cavilaciones, y saltando sobre su corcel tomó la misma dirección que su huésped, siguiéndole Hernando que empezaba a cumplir lo que a su señor anunció.

La mañana era serena; el sol, mostrándose en Oriente entre doradas nubes, iluminaba con sus tibios rayos las amenas y deleitosas orillas del Arlanzón, y una ligera niebla que empezaba a deshacerse con la brisa de la mañana y el calor del astro del día asemejaba un velo de vapor de que la naturaleza se despojaba para saludar a su vivificador.

Refrescábase la frente ardorosa de Rodrigo con el aire que la rozaba, respirábalo con ansia, y se dilataba su corazón como se dilataba el horizonte a sus ojos, y alejándose de Burgos, ciudad funesta para él, corría por el camino de las Huelgas sin reparar en el hielo que lo cubría.

Las revelaciones de Día Sánchez de Rojas habían cambiado completamente sus resoluciones. Admitiendo la posibilidad de la inocencia de Elvira, todo cambiaba de aspecto. En aquella noche de amargo recuerdo que había decidido de su suerte, quedaba todo esplicado, desde su presencia en las calles, hasta aquel beso que lo había desesperado. Antes y después también, Rodrigo no veía en Elvira horas hacía sino una víctima de que habían sido verdugos el Duque con su venganza, y él con su insensato amor.

Rodrigo sentía renacer todo su amor, toda su abnegación; comprendía como un deber una reparación generosa y grande. Examinándose a sí mismo reconocía una superabundancia de ternura capaz de llenar el vacío a que había reducido su condición, y se decía que él la amaría por su padre y la amaría por sí mismo.

Abríase, pues, el porvenir ante sus ávidos ojos, y todo lo veía vago, todo incierto, todo melancólico, pero dulce. Mil proyectos informes pasaban uno a uno por su fantasía sin analizarlos, sin admitirlos: arrancarla del convento, hacerla feliz a fuerza de cuidados, de atenciones, de delicadeza, como un padre, todo generosidad y nada egoísmo era su pensamiento; y su corazón latía, y sus ilusiones lo acariciaban, y procuraba olvidar que la mano que pretendía tender estaba manchada de sangre.

Y ensimismado, distraído, no paraba mientes ni en las lindísimas perspectivas que a cada paso se desplegaban a su vista, ni en los pocos campesinos que cruzaban por las sendas de las granjas y molinos. Ayala estaba entregado a su pensamiento, y su pensamiento no veía más que a Elvira.

Llevarían andado escasamente dos tercios de camino, cuando llamó la atención de Illescas un grupo de gente parada a una orilla de él, mirando un objeto que por estar sobre el suelo endurecido con la nieve le cubrían con sus cuerpos, a la vez que algunas de ellas hablaban acaloradamente haciendo grandes estremos.

Como Hernando no iba pensando en amores, venganzas ni devaneos, picó su curiosidad lo que aquello pudiera ser, y sin decir palabra a su señor, lo dejó correr sin reparar en ello, y él tirando de la brida a su caballo se acercó a ver lo que miraban.

Un grito azorado de Illescas hirió los oídos de Rodrigo, articulando su nombre con tal espresión de horror el escudero, que sacándolo de su distracción le hizo volver la cabeza cuidadoso, sorprendiéndose al notar su palidez. Deteniéndose, pues, le preguntó esforzando la voz, porque ya los separaba una distancia, si bien corta:

-¿Qué es eso, Hernando? ¿Qué os sucede? ¿Por qué estáis tan demudado?

-No he de estarlo, voto a Caín, respondió Illescas que se acercaba apresurado; si está ahí tendido sobre la nieve el cadáver de Día Sánchez de Rojas, a quien acaban de asesinar.

-¿A Día?, [exclam]ó Ayala tirándose prontamente del caballo. ¿Dónde está?

-Vedlo, dijeron algunos de los que le cercaban, dejándole sitio para que lo mirara.

Acercóse Rodrigo y vio al infortunado Día Sánchez tendido sobre la nieve, que hacía resaltar la sangre que como en un lago nadaba. Aún tenía los ojos y la boca entreabiertos, espresando la angustia de su instantánea agonía, y entre sus manos se enredaba una banda, como si con ella hubieran querido atárselas.

El rostro serio de Ayala reveló la impresión de una viva pesadumbre y de una compasión casi tierna; poniendo una rodilla sobre la nieve se inclinó sobre su amigo, le tocó la frente que aún estaba tibia, le puso la mano sobre el corazón, que había cesado de latir, fue a cogerle una mano para buscar una pulsación a sus arterias, y cerciorarse completamente que no quedaba un álito de vida en aquel hombre que su techo había cobijado la noche antes, y pretendiendo separar la banda que las sujetaba, vio en una de sus vueltas la azucena y los laureles de su célebre divisa.

A su vista se levantó de un brinco, lívido y descompuesto, destellando fuego los ojos, se volvió al grupo que lo rodeaba, y preguntó con voz de trueno:

-¿Quién ha sido el infame malsín que ha muerto a Día Sánchez de Rojas?

-Dos ballesteros del duque de Benavente que lo venían siguiendo desde Burgos, respondieron a coro tres o cuatro burgaleses en unión de otros tantos labriegos.

-¿Hay alguien que los conozca?

-Yo.

-Sí.

-Nosotros, gritaron simultáneamente los más de los que allí estaban.

-Pero ellos no tienen culpa, añadió un anciano que parecía el de más autoridad, porque yo lo he presenciado detrás de ese seto. El uno lo derribó traidoramente del caballo, eso sí, y los dos cayeron sobre él con los cuchillos, y al darle el uno gritó: ¡¡Justicia del duque de Benavente!!, y el otro le arrojó esa banda que el difunto, en la angustia que ha tenido para morir, se la ha rollado en las manos.

-¡¡Justicia no!!, [exclam]ó Rodrigo con desesperada ira. ¡¡Venganza!!, pero venganza desleal, cobarde, propia en un todo de bastardo. Venganza que resbala sobre mí para devorar lo que me rodea.

Y separándose bruscamente del cadáver de Día y de los que lo rodeaban, montó a caballo, volvió grupa, y le dijo a Illescas mientras doblaba la banda perdida que al fin volvía a su poder.

-A Burgos.

Desandaron el camino hecho con notable celeridad, sin que cambiaran una palabra, hasta que entrando en Burgos y llegando al alcázar, donde se apeó, le dijo a Hernando lacónicamente:

-Esperadme.

Y entrando en la regia mansión, cruzó sin detenerse las antecámaras, henchidas de damas y ricos-hombres de la corte, reunidos y dispuestos para acompañar a D. Enrique y a Doña Catalina a Santa María la Real, sin reparar en nadie, ni advertir lo mucho que en él reparaban, y causando con su súbita aparición no poco asombro, dando todos por suspendido el viage, y no llevada a efecto la toma de hábito de la ilustre y peregrina Elvira, siguiéndole todos con la vista hasta que penetró en la cámara de la Reina, donde Enrique III acababa de entrar con el obispo de Cuenca y Ruy López Dávalos, que ya empezaba a insinuarse en la privanza del Rey.

No es la memoria la que según fama distingue más a los que habitan en tan elevadas regiones, pero en aquella ocasión no fue así, porque a pesar de lo mucho que había variado el Alférez mayor, de lo largo de su ausencia, de lo descompuesto de su semblante, fue reconocido en cuanto apareció, recibiéndole ni más ni menos que el día en que vencedor de los moros de Baeza se presentó en el alcázar a recibir el parabién de su victoria y los elogios de su valor.

La primera que habló, y diz que lo hizo tan pronto como fijando en él la atención lo conoció, fue Catalina de Lancaster, quien volviéndose a la dama de Osorio que había sustituido en favor a Elvira, le dijo con aire triunfante:

-¿Veis como ha vuelto, Isabel?

Y en seguida, adelantándose a su encuentro, le dijo a Rodrigo con alborozo:

-¡Loado sea Dios!, señor Alférez mayor, porque venís a tiempo de interponeros entre el claustro y vuestra prometida, devolviendo a la corte su astro, y a la Reina su dama muy querida.

-No sé, señora, si lo conseguiré, respondió Ayala fuertemente impresionado; pero no dudo asegurar a V. A. que haré para lograrlo todo lo que a un caballero le está bien el intentar, aunque sea suplicarlo de rodillas.

-Mas nuestro descuidado tutor, dijo Enrique III afectuosamente; debe antes darnos cuenta de lo que ha hecho tanto tiempo lejos de sus pupilos, y sin cumplir ninguno de los cargos que sobre él pesan, llenándolos el corregidor de Toledo, que cumplidamente lo hace, en particular los que atañen a la guerra, pero que no ha hecho olvidar a quien ha sustituido.

-Una sola palabra lo esplica, D. Enrique[-] contestó Ayala con un laconismo nervioso: ¡¡¡sufrir!!!

-Ésa es la suerte común por lo que veo, dijo la Reina con amargura; también en Burgos hemos sufrido desengaños, antojos y tropelías.

-Que cesarán desde hoy que se ha cometido la última, añadió Rodrigo con una energía que revelaba no conocer obstáculos ni consideraciones.

-¡Hoy!, [exclam]aron a la vez Enrique III y Catalina de Lancaster.

-¡¡Hoy, sí!!

-¿Qué es Ayala? ¿Qué sucede?, le preguntó Ruy López Dávalos dando algunos pasos hacia él.

-Sucede que a los primeros albores del día salió Día Sánchez de Rojas de Burgos; que dos asesinos le siguieron; que le acometieron traidoramente, y le mataron en nombre del que los mandaba. ¡He aquí su sangre!

Y desplegando la banda la mostró a las miradas de Enrique III, de la Reina, del obispo de Cuenca, de Dávalos, de las damas, que sorprendidos, confusos y afectados, contemplaron las manchas que la cubrían, frescas aún y denunciadoras del crimen.

-Y he venido aquí, prosiguió diciendo Rodrigo con ímpetu no reprimido, no para que me hagáis justicia, D. Enrique, porque aún no ha sonado para Castilla esa hora; sino para pediros que reunáis el concejo en vuestra propia cámara, hoy, al momento, y yo la pediré para la sangre vertida con la iniquidad del crimen, y le pediré campo y plazo para castigar a un alevoso, y le arrojaré mi guante a los pies, y si no lo coge, publicaré que es un cobarde y le mataré donde le encuentre, aunque sea en el sagrado del templo.

-Hijo mío, dijo el buen obispo de Cuenca afligido; la sangre no borra la sangre, sobre todo la que hace verter la pasión. Dejadlo a la justicia del reino, y si faltara, a la de Dios.

-Es que, la de Día, la de ese desventurado Día, pesa sobre mi corazón, lo comprime, lo ahoga; y luego, que esa frente, marcada con todas las bajezas de una villana venganza, tengo que abatirla, que pisarla; es mi deber y lo haré, porque yo cumplo los míos como honrado y caballero. Entre él y yo hay una cuenta muy larga, y llegó el día en que se cierre, día que no dejaré pasar.

-¿Pero quién ha muerto a Día Sánchez de Rojas, Ayala? ¿Quién es ese hombre a quien acusáis y retáis?, le preguntó Ruy López Dávalos tomando oportunamente la iniciativa.

-Ese bastardo que se titula duque de Benavente; ese que tiene sayones que acometen con cuchillo a los que su venganza señala. Ese que en su perfidia todo lo destroza, todo lo aja, todo lo mancha.

-¡Habláis de mi tío!, [exclam]ó Enrique III fijando en él sus ojos con espanto.

-Sí, de él hablo, a él acuso, a él, a él...

-¿Y él ha muerto a Día Sánchez de Rojas?

-No. Ha tenido miedo porque sabía que arrostraba la muerte, y ha mandado dos de sus satélites que la dieran, pero en su nombre, en su justicia, en su desafuero insolente.

-Rodrigo, calmaos, dijo Ruy López Dávalos viendo a la Reina pálida como la cera y a Enrique trémulo y conmovido.

-Que me calme, repitió Ayala con una sonrisa amarga; luego, Ruy, luego que haya terminado mi obra, cuando haya dado satisfacción a la sangre de mi amigo y a los agravios que me ha hecho.

-Pero y si el Duque no fuera culpable, dijo el Obispo interviniendo nuevamente; porque los que han asesinado a Día han podido escudarse con un nombre y matar por su propia cuenta.

-No, la voluntad que ha muerto ha sido suya; el brazo estaba a sus órdenes; las palabras que han proferido las ha dictado su lengua.

-Y si os engañarais, hijo mío.

-No me engaño, y a Dios someto mi causa; a juicio de Dios lo reto; ya veis que estoy convencido.

-Ayala, dijo la Reina conmovida y preocupada, no volváis entre nosotros para llenarnos de luto, siquiera por la alegría con que os hemos recibido.

-Señora, en el desorden de mi espíritu no os he dado las gracias por la buena acogida que os he merecido; no os las he dado tampoco por el interés que mi prometida os merece; y estad segura que muy grande debe ser el motivo que me impulsa, cuando sabiendo que os da pesar insisto en pedir al concejo campo y plazo, rogando a D. Enrique que lo reúna antes de partir para las Huelgas.

-Castilla, señor Alférez mayor, repuso la Reina severamente, no os dará campo para que lo reguéis de sangre, ni el concejo, estad seguro, fijará plazo para un combate entre dos de los que le componen.

-Entonces, señora, repuso Rodrigo con firmeza, lo buscaré fuera de ella, y de donde le encuentre le traerá mi guante un heraldo.

-No tengo ningún poder, replicó la Reina tan afectada que apenas podía reprimir el llanto que asomaba a sus ojos; soy una Reina que está en tutela como su esposo, y es inútil que mande a los que saben que están eximidos de obedecerla. Pero soy una dama, soy Catalina de Lancaster, y creo que merezco ser atendida de quien como vos, señor Alférez mayor, blasona de caballero.

-Doña Catalina, dijo Rodrigo con tanto respeto como entereza; estoy en haber probado que para mí sois la Reina y la señora. Si no lo he conseguido, lo protesto, y juro que mis esfuerzos, mi voluntad, mi sangre, mi vida, están consagrados a V. A. Pero porque soy caballero, porque a la faz de Castilla he alzado mi voz para proclamar su crimen y su felonía, porque soy defensor de los débiles y amparo de los ofendidos, tengo el deber, la precisión de castigarle, sometiendo, empero, mi razón al fallo que Dios pronuncie.

-Vos obráis en pro de los débiles constituyendoos defensor de los ofendidos, repuso Catalina de Lancaster con visible y creciente emoción; y yo os hablo en nombre de Castilla que también merece consideraciones; de Castilla, que aunque quebrantada y empobrecida, hoy está quieta y mañana puede alzarse a la voz del que queréis castigar. En nombra de ella os pido que desistáis de vuestro intento, señor Alférez mayor, paz entre los gobernadores.

-Yo no la tendré nunca con él, pero prescindo de mí, señora. Mas y Día Sánchez que acaba de morir sobre la nieve de un ribazo, ¿ha de quedar impune?, ¿ha de quedar sin venganza sólo por un temor que puede desaparecer hoy mismo con quien lo inspira...?

-No lo vean mis ojos nunca, dijo la Reina estremeciéndose con aquella terrible suposición, y si son una verdad las protestas que habéis hecho, dejadle a Diego de Zúñiga la justicia, y a la de Dios el castigo. ¿Me lo prometéis, señor gobernador de Castilla?

Rodrigo cruzó los brazos, bajó los ojos y guardó silencio.

-¡Son de hierro!, [exclam]ó Catalina de Lancaster desalentada y amarga dirigiéndose a un sillón para sentarse.

-No lo son, señora; a lo menos uno, dijo Rodrigo adelantándose; pero ése ha sufrido mucho y mucho tiempo, y tiene el derecho de ser inflexible.

-Para consumar una venganza, repuso la Reina volviéndose; sin tener en cuenta que hartas se han desarrollado y cumplido; sin quererse persuadir que cada una de ellas ha traído en pos un cúmulo de infortunios, un torrente de lágrimas, porque en un solo ser se nutren cien afecciones, y aquellos que las sienten la perpetúan volviendo golpe por golpe.

-Ante esa consideración no retrocedo, señora; por miedo no deja nunca de hacer Rodrigo López de Ayala.

-Pero por generosidad, por nobleza sí, dijo Enrique III dando un paso y colocándose en el centro.

-Y por respeto también, añadió Ruy López pasando junto a Rodrigo.

-Mi valiente Alférez mayor, dijo Enrique III con indecible gravedad y aplomo; el duque de Benavente es nuestro deudo, tiene nuestra sangre y le amamos. Nos haréis, pues, el sacrificio de esa ofensa y no lo retaréis a muerte aunque mil veces la mereciera, porque la Reina os lo ha pedido, y porque yo os lo suplico.

-Sea así, pero es amargo que el que ha derramado el mal a manos llenas quede ileso para continuar en su obra. Que no haya justicia para sus crímenes ni coto a sus desafueros.

-A Día Sánchez de Rojas se hará justicia, que en Castilla ha de haberla para todos, replicó pronta y resueltamente Don Enrique. Nosotros la pediremos, como hemos pedido antes avenimiento y paz, y creemos que el concejo nos atienda, porque la demanda lo exige por sí. En cuanto a vos, regente sois, hacedla, pero sin vengaros ni hoy ni nunca de mi tío, ¿me lo prometéis así?

-Hace algunas horas que cité al Duque para retarlo ante la corte; no hacerlo es una retractación a que penosamente me resigno, pero lo haré para probar que respeto la voluntad que se confiesa sin derecho de imponerse, haciéndole un sacrificio que sólo Dios puede apreciarlo, porque es el único que conoce en su estensión lo que me cuesta.

Y Rodrigo miró a Catalina de Lancaster, que debido a las revelaciones de Doña Isabel de Osorio, comprendió una parte de su valor.

-Gracias por él, le contestó; y no os pese, porque mucho os realza. Ahora id al concejo, tomad posesión de vuestro cargo, y sed allí tan generoso y tan prudente como aquí habéis sido caballero.

-¡Dios me ayude!, dijo Ayala, que por la primera vez de su vida dudó de sí y de sus resoluciones.

Conociólo Ruy López y le dijo:

-Sobreponeos a vuestra personalidad, Ayala, y sed regente antes que todo.

-Sabrá serlo[-] contestó Rodrigo alzando la frente con nobleza y sin jactancia, y lo mostraré en este día que lo es de prueba para mí.

Enrique III le alargó su diminuta y delgada mano, diciendo:

-Y yo cuando sea mayor os probaré que hay recuerdos que no se olvidan jamás.

Doña Catalina le dio la suya también; una y otra besó Rodrigo, y despidiéndose lacónicamente salió de la cámara y en seguida del alcázar, no sin que tuviera que contestar antes a los infinitos saludos, bien venidas y preguntas con que en su tránsito por antecámaras y galerías le abrumaban. Verdad es que lo hizo tan deprisa y tan amablemente como el tiempo y su impaciencia permitió.

-A las Huelgas, y ojalá no hubiéramos vuelto; dijo a Illescas así que se reunió con él.

-Adonde gustéis, respondió el escudero dándole la brida; y dad al olvido lo que aquí haya pasado.

-¡Oh! si perdiera la memoria...

Y sin añadir ni un gesto siquiera a lo dicho, tomaron nuevamente el camino del monasterio con tal diligencia, que no tardaron en divisar la masa informe del edificio recostándose, en el azul del claro y despejado firmamento.

Poco después se apeaba al pie de la severa torre de Alfonso XI; dio el caballo a Illescas que con el suyo fue a esperarle a una de las granjas del Compás, y él se dirigió derechamente al locutorio.

Capítulo XXII
Cómo Rodrigo López de Ayala sólo pudo decir su resolución a Elvira, pero no cumplirla como se había prometido por un obstáculo que no pudo vencer a pesar de su energía

Rodrigo estaba impresionable y febril cuando entró en el locutorio. Dudando de sí, dudaba de todo; y así como veía escaparse su venganza cuando se dirigía a descargarla, le parecía que iba a sucederle con su reparación, que a todo trance quería hacer.

Aquellas bóvedas, aquellas paredes, aquel silencio, aquella luz lo entristecía, sentía una opresión indefinible y angustiosa, y pensando si llegaba tarde latía su corazón de sobresalto y ansiedad.

Después de esperar un cuarto de hora que se le hizo un siglo, salió a la reja la tornera, anciana sectuagenaria, pero derecha y diligente como una joven pudiera serlo.

-Madre tornera, dijo el Alférez mayor que por la primera vez de su vida su hallaba frente a las rejas oscuras y tristes de un locutorio; hacedme el favor de avisar a Doña Elvira Manrique que un caballero solicita verla antes que se efectúe la ceremonia preparada.

-Imposible, respondió la anciana religiosa; sor Elvira está con nuestra madre Abadesa, quien no la dejará hasta que el reverendo señor Obispo avise para empezar.

-No obstante eso, decídselo, y añadid que es de sumo interés lo que tiene que comunicarle.

-Perdonad, caballero, pero no lo haré, porque sé de cierto que no quiere ver a nadie, y además, yo no puedo infringir la orden que he recibido de la misma superiora.

-Mi nombre os disculpará con la superiora, y estoy pronto a decíroslo en el momento que la aviséis.

-Ni aun así lo haré, señor mío, contestó la religiosa impasible; pecado sería distraerla, y yo me guardaré de cometerle.

-Es que yo necesito hablarle, replicó exaltándose Rodrigo.

-Pues esperad que acabe la ceremonia.

-Quiero verla antes, replicó impetuoso e impaciente el Alférez mayor.

-Eso es fácil, a la iglesia han de bajarla...

-No, no; antes, antes; llamadla.

Y Rodrigo, para persuadir a la anciana monja, se valió de súplicas, de promesas, y no pudiendo obligarla, la amenazó despechado y colérico, pero sólo adelantó el que se entrara haciéndose cruces escandalizada y temerosa.

Perseverando en su propósito rodeó el monasterio una y otra vez, resuelto a introducirse en su recinto a todo riesgo, pero su decisión se estrellaba contra aquellos espesos muros y fuertes y dobles rejas, sin que alcanzara a ver ni la sombra de una religiosa.

Entonces pensó en presentarse a la Abadesa, para lo cual llamó nuevamente a la tornera; pero ésta, fuerte tras de sus rejas, ni aun quiso acercarse a oírlo, y acertó, porque esta vez Rodrigo maldijo con rabia a las rejas y a las monjas que encerraban.

Desesperado de ver la impotencia de sus esfuerzos, enardecido su ánimo con los obstáculos, y comprendiendo que a pesar de su energía, de su poderosa voluntad, no podía superarlos; se fue a la iglesia donde la tornera lo mandara, y afirmándose al sepulcro de una de las primeras abadesas, esperó con los brazos cruzados el acontecimiento que no le era dado evitar.

La llegada sucesiva de Juan de Velasco, enviado por la Reina, y de Carlos de Arellano, por el arzobispo de Santiago, hicieron saber a la Abadesa que Burgos estaba en conmoción, revuelto y agitado el vulgo, y el concejo reunido en sesión por lo que no podían asistir al acto sagrado como habían ofrecido, ni los Reyes ni el Arzobispo, ni la corte.

Con estas nuevas, deseoso el obispo de Burgos de dar la vuelta lo más pronto posible, y siendo de su opinión la Abadesa, resolvieron dar principio inmediatamente a la ceremonia, para lo cual todo estaba preparado.

Tañeron las campanas en tristes y prolongados sones, salió el Obispo vestido de capa pluvial, asistido de los diáconos y subdiáconos competentes, y entró en la iglesia Elvira acompañada de la condesa de Gijón y de Doña Leonor de Arellano, y cruzando lentamente toda la nave, vino a postrarse de rodillas en un almohadón de terciopelo al pie de las gradas del altar.

Sobre éste se veía en una bandeja de plata el hábito que iban a bendecir.

Para Rodrigo dejó de existir desde aquel punto Burgos, el duque de Benavente, Día Sánchez de Rojas, su venganza, lo pasado, en una palabra, todo escepto lo que veía.

Elvira estaba vestida de desposada. Un velo blanco y transparente cubría su cabeza y se desprendía sobre sus hombros, una corona de flores ceñía su frente de diáfana y alabastrina blancura, el oro brillaba en su recamado vestido, que ceñía un talle tan leve, tan frágil, tan delicado que admiraba y sorprendía.

Enflaquecida al estremo podían contarse los huesos y los nervios de sus manos blanquísimas que cruzó al arrodillarse y que no separó en toda la ceremonia, ni alzó sus ojos del suelo donde los clavó.

Rodrigo la devoraba con sus ojos divinizándola con sus horribles amarguras. Veía destruida aquella belleza de que no quedaban más que rasgos, muerto aquel porvenir que tan ancho y rico se presentaba a su vida en flor, y notaba que aquella vida se estinguiría como la luz con un soplo.

Y al verla triste y resignada, rezando con la cabeza baja, acaso por los que todo se lo habían arrebatado, sentía una emoción profunda y dolorosa, sentía un remordimiento amargo.

Dio principio el reverendo obispo a la bendición que hacía más solemne el prelado que la daba y la magestad del sitio en que se hacía. Concluida la ceremonia se levantó la novicia, los capellanes del monasterio con velas encendidas precedían su marcha en ordenada procesión, dirigiéndose a la puerta reglar, el Obispo la llevaba a su lado, y delante el diácono conducía la bandeja con el hábito, y detrás venían la condesa de Gijón Doña Leonor de Arellano, damas, caballeros y pueblo, cerrando la marcha los caballeros y comendadores de Santiago del hospital del Rey.

Después de ver desfilar la procesión, Rodrigo se incorporó con ella, y sin pararse en ningún obstáculo, logó situarse junto al mismo arco de la puerta reglar.

Abierta se hallaba ésta ya; la numerosa comunidad con belas encendidas en las manos formaban dos largas y alineadas filas que se prolongaban al interior, y a la cabeza de ellas tres monjas tenían la cruz en medio de dos ciriales.

Los sacerdotes se acercaban a paso lento cantando el himno con que la Iglesia celebra sus alegrías, causando sus ecos perdidos bajo las altísimas bóvedas una piadosa impresión en cuantos los escuchaban.

Adelantóse la venerable Abadesa hasta el humbral de la puerta; llegó Elvira sola al mismo sitio, y arrodillándose delante de la anciana Prelada, dio ésta principio a la última esploración.

Rodrigo oyó al fin aquella voz de dulcísimo y armonioso timbre, pero más débil, y tan impregnada de sentimiento que hería el corazón así que penetraba el oído.

A las primeras preguntas de nombre, religión y propósito hechas por la ilustre Abadesa en alta voz, respondió la interrogada con la acentuación del que tiene prevista la pregunta y aprendida la contestación.

-¿Habéis dado palabra de matrimonio?, le preguntó la Abadesa siguiendo el orden establecido.

-Sí señora, respondió la novicia sobreponiendo la verdad a su orgullo, pero estremeciéndose al beber la última gota de hiel haciendo pública la humillación de un desaire; mas me ha sido esplícitamente devuelta por el que la recibió.

-¡¡No!!, ¡¡cien veces no, Elvira!!, [exclam]ó Rodrigo atropellando por todo ciego y desesperado; no fue esplícitamente, y en prueba de ello, ¡héme aquí para reclamarla!

Al oír aquel grito del corazón articulando un ¡no! enérgico y resuelto, Elvira alzó los ojos buscando al que lo lanzaba, y viendo a Rodrigo, que loco y fuera de sí al encontrar su mirada le tendió los brazos desatinado y delirante, se llevó las manos a la frente, y sin poder proferir ni un ¡ay! cayó tendida a los pies de la Abadesa.

El primero que se precipitó a socorrerla fue Rodrigo, sin reparar en nada, ni hacer caso de nadie.

Levantando el cuerpo que inerte yacía, lo recostó sobre su hombro, mientras que con trémula mano soltaba el cinturón que ceñía su endeble y delgado talle, sin oír ni responder, ni a la Abadesa ni al Obispo, ni a las monjas ni a las damas que cercado lo tenían.

Apesadumbrada la Abadesa tanto por lo menos como ofendida de su acción, estendió con un ademán lleno de autoridad sus dos manos arrugadas y transparentes sobre su sobrina y le dijo severamente:

-Entregad mi sobrina a las damas, caballero, y retiraos de un sitio donde habéis traído el desorden y el escándalo. Apresuraos, ¡entregadla!

Doña Leonor de Arellano se acercó con otras damas y estendió los brazos para recibirla; pero Rodrigo que ya no era dueño de sí oprimiendo a Elvira contra su pecho [exclam]ó rechazándola bruscamente:

-¡Ni a Dios!

Las damas retrocedieron. La Abadesa, trémula de indignación, tornó a decirle, no ya con autoridad sino con imperiosa espresión:

-Mando que la dejéis, ¿oís? Aquí es mi voluntad soberana; ¡obedeced!

Rodrigo no la miró ni pareció oírla; no se ocupaba más que de Elvira, a quien llamaba en voz baja.

-¡Caballeros!, [exclam]ó la Abadesa dirigiéndose a los de Santiago que miraban aquella escena conmovidos; reclamo vuestro auxilio, apoderaos de ese hombre y volvedme mi sobrina.

Un movimiento impetuoso del Alférez mayor probó que estaba decidido a rechazar la fuerza como las súplicas; al hacerlo, el rostro de Elvira, que reposaba medio oculto sobre el pecho de Rodrigo, quedó descubierto, y Doña Leonor dio un grito doloroso.

Entonces el buen Obispo de Burgos levantó su báculo, y tocando con él el hombro de Ayala le dijo con dulzura:

-¡Dejadla, hijo mío!, ya no pertenece a nadie, porque Dios se la ha llevado para sí a más tranquila mansión. ¡En ella que os compadezca!

-¡Pero está muerta!, [exclam]ó Rodrigo anudándose su garganta.

-¡Muerta está! ¡dichosamente! Respeto a su despojo que la muerte hace sagrado.

-¡La he muerto yo para que nada me falte!, dijo Rodrigo con intensa y sombría amargura.

Y mirando el semblante que revelaba en su contracción la última impresión que había sufrido, impresión que la había muerto, murmuró un ¡adiós! tras del cual estampó un beso en su frente húmeda y fría, y con una resignación sumisa la depositó en los brazos de Doña Leonor que la recibió sollozando, hecho lo cual, salió de la portería con la cabeza baja.

Dos lágrimas, las primeras que en treinta años brotaban de sus ojos, rodaron por sus mejillas, y cuando se reunió a Illescas le dijo con desolada convicción:

-Aquí está terminado todo, volvamos a Burgos donde aún queda algo que hacer.

Y montando a caballo tomó al paso el camino que trajera.

Capítulo XXIII
Cómo los ánimos se alteraron en Burgos con el homicidio de Día Sánchez de Rojas, y cómo Enrique III pidió justicia cumpliendo lo que al Alférez mayor prometiera

Burgos amenazaba, tomando una actitud imponente, juzgar por sí y castigar a los asesinos de Día Sánchez de Rojas. Poco le faltaba para rebelarse contra los gobernadores, notándose siempre creciente una general y pronunciada efervescencia.

Ricos hombres, infanzones, hidalgos y pecheros participaban de ella. Por doquiera no se hablaba sino de la desgraciada muerte de Día Sánchez de Rojas, la mayoría de los ánimos estaba contraria al duque de Benavente a quien de público se acusaba, no dudando nadie fuese el autor de tan atroz desafuero.

Exasperado el vulgo de antemano por las vejaciones de los regentes, murmuraba en corrillos que no había seguridad ni justicia en un reino, cuyas principales cabezas obraban tan desatentadamente, hollándolo todo a capricho, y menester es confesar que la razón les asistía.

Eso era en las calles y en las plazas, pero penetrando en el alcázar, aún el disgusto y la indignación aparecía más pronunciado.

Tras de Rodrigo López de Ayala, se presentaron el conde de Gijón y el arzobispo de Santiago, y la vehemencia de sus apasionados discursos añadieron su impresión a la ya recibida con la vista de la banda empapada en la sangre fresca aún de la víctima inmolada por el Duque.

Los recuerdos de los desmanes pasados, evocados en la regia cámara, le daban más realce a la fechoría presente, y temerosos de lo futuro se buscaban con afán modos de ponerle coto.

En cuanto a la Reina, lo condenaba enérgicamente al par con el corazón y la cabeza, con la razón y el sentimiento; y pensando en Ayala comprendía su falacia, tomando por engaño un amor que era real y profundo, acaso porque no era ostensiblemente pagado.

Después de contener la venganza del Alférez mayor que pretendía sangre por sangre, saciándose en la del Duque, Catalina de Lancaster, inquieta, pensativa y afectada, permanecía con D. Enrique, quien después de recibir las inspiraciones de los que le rodeaban se entregaba a las suyas propias, tal vez más acertadas y rectas a pesar de sus pocos años.

Había mandado a llamar al Primado y lo esperaba para pedir justicia contra el asesino de Día Sánchez de Rojas, como le ofreciera a Rodrigo López de Ayala, preparándose a exigirla con resolución y energía.

Presentóse, pues, el arzobispo de Toledo en la cámara, donde tantos sentimientos habían exalado su fuego aquella mañana, y acercándose con su apacible gravedad y su impenetrable aspecto los bendijo en silencio ocupando el asiento que el Rey le señaló a su lado.

Sabía D. Pedro Tenorio lo ocurrido con más exactitud que otro alguno en la corte, y presumía fundadamente que así él por su alianza particular con el Duque como el concejo por la alta categoría del que en plazas y calles acusaban, y ser a la vez miembro suyo, iban a encontrarse en un estraño conflicto.

Empero, como el atentado de D. Fadrique era privativamente suyo sin que afectara lo más mínimo ni la honra, ni el poder, ni el influjo del Primado cualquiera que sus consecuencias fuesen, ni cubría sombra alguna su frente venerable, ni era turbado su espíritu con temor de ninguna especie.

Enderezando D. Enrique su frágil talle, y sacudiendo ligeramente sus rubios cabellos para despejar la graciosa y descolorida faz, le dijo al Primado con la espresión que según llevamos dicho revelaba por sí solo al Rey, haciendo olvidar que el que hablaba era un niño.

-Os aguardábamos con impaciencia, padre mío, para deciros que ha sido asesinado en las inmediaciones de Burgos uno de los más honrados y mejores vasallos de nuestra corona.

Mi tío D. Alfonso Enríquez de Noroña, como de su casa que era el desventurado Día Sánchez de Rojas, ha venido a pedir justicia. Hala también demandado nuestro noble y leal Alférez mayor que está en la corte horas hace, y clama por ella con sus sordos murmullos el vulgo que en vista de lo que sucede no se contempla seguro. Y ya que por desgracia no podemos concedérsela aunque nuestro deseo sea grande, ¡nos!, Enrique III de Castilla, unimos nuestra voz a la voz de nuestro pueblo para pedirla al concejo.

-¡Se hará!, respondió el Prelado con mesura; se hará, tenedlo por seguro si la mía es escuchada.

Vamos a reunirnos ahora mismo en sesión plena, y se pedirán los reos que se han acogido a su Señor.

Sonrióse el Rey como lo hubiera hecho diez años más tarde y replicó con ironía:

-¿Y os parece eso bastante, reverendísimo padre, para la desgracia ocurrida y los males que nos amenazan?

La réplica de Enrique III paró un instante al Primado; y conociendo que estaba prevenido y que aquel acontecimiento se iba a esplotar por el contrario bando, reflexionó lo que iba a decir, cuidando de no soltar una prenda en tan delicada cuestión.

-Cuando un hecho está consumado, dijo el Primado gravemente; si admite reparación, se la da cumplida; mas si es tal como el que hoy deploramos, sólo es posible a nuestro limitado poder castigar a los perpetradores. Esto intentamos; pero si otra cosa hay posible que compense el daño irreparable que se llora, si algún medio veis que prevenga el que se reproduzca en otro; decid1a al punto señor, y yo me consagraré a ponerlo en egecución.

-Si resueltamente os consagrarais, reverendísimo padre, replicó Enrique III animándose conforme hablaba, no volvería a suceder lo que de muy atrás venimos viendo con muchísimo dolor.

-No sé a qué aludís, señor, repuso D. Pedro Tenorio fijando en su pupilo una penetrante mirada.

-Pues os lo manifestaré en brevísimas palabras, dijo Don Enrique con el tono del que está convencido de su razón. Desde que murió mi padre vemos que se están cometiendo desmanes y tropelías que nacen de parcialidades y rencores; y éstos si quisierais hoy mismo se concluirían.

Vemos que la vida de nuestros vasallos está a merced de una voluntad irascible, y esa voluntad, aunque sea la de nuestro tío, debía de estar enfrenada donde hay ley y quien represente al Rey.

Vemos llevar el desafuero hasta el crimen, porque no hay quien le ponga coto, porque emanan del abuso que hacen cada uno de su poder; porque se hacen mutuamente concesiones los que en una misma esfera giran, porque no hay quien no necesitando indulgencia, pueda ser severo con los demás.

Vemos que no reina la justicia porque la ahoga el interés personal, el odio, la venganza que hora domina en mi infeliz Castilla; y no hay quien niegue que nacen tamaños males de esas alianzas de grande a grande que liga a los unos contra los otros, dando los resultados que amargamente tocamos.

Que se rompan, formándose sólo de reino a reino; que el concejo de gobernadores, así como no representa más que un Rey, no tenga más que una sola voluntad; y estad seguro, padre mío, que no se reproducirán alevosías como la de hoy; porque lo es y sin escusa la que ha dejado sin vida a Día Sánchez de Rojas. Esto creo que, para ponerlo en egecución, no se necesita otra cosa, padre mío, que resuelta voluntad.

Oyendo los severos cargos de D. Enrique se enrojeció como el fuego la respetable faz del Primado, encontrándolos justos en el fondo de su conciencia, y, comprendiendo con la rapidez de su pensamiento siempre profundo aunque sujeto a culpables aberraciones de su razón que no era fácil ni aun posible contener la borrasca desencadenada por el Duque, formó el propósito de que pasara sin tocarle y respondió con tanta energía como dignidad:

-Hoy probarán los que tan mal juzgáis, no su lealtad a V. A., que eso bien notorio es, sino su solicitud por el reino que han salvado una vez, aunque su menguada estrella haya querido que lo hayan olvidado o no comprendido aquellos por quien lo hicieron.

-Os engañáis, reverendísimo padre, replicó el Rey con prontitud; ni está olvidado ni nunca lo estará. Todos los días recuerdo que el primer consuelo que recibí cuando Dios me dejó huérfano vino de vuestros labios; sé también, porque hay quien me lo diga todo, que hace años consolidasteis mi trono; que después le prestasteis apoyo, que fuisteis el primero a proclamarme y rendirme pleito homenaje; pero luego echasteis a un lado los deberes de tutor y gobernador para ser jefe de un bando que divide mis estados.

-No creí que llegara un día tan amargo para mí que escucharan mis oídos de boca de V. A. tan inmerecida inculpación, replicó hondamente herido el Primado; y si me sostiene la íntima convicción de no merecerla, duéleme con estremo que el soplo infecto de la calumnia desdore hechos que son justos y acciones que son dignas, aunque las desnaturalicen y tuerzan los que tienen interés en hacerlo.

-No os alteren mis palabras, dijo Enrique III cediendo al prestigio omnipotente del Primado; presérveme Dios de decir una que os ofienda aunque me ofendierais a mí. Sólo os exijo que llevéis al concejo mi solicitud y que vos la apoyéis para que se haga justicia a los manes de Día Sánchez.

-Es un deber que llevaré sin consideración alguna[-] contestó D. Pedro Tenorio levantándose, y pronto tendréis la prueba, pues con vuestro permiso voy a presidir el concejo.

-Id con Dios, padre mío, repuso con tibieza D. Enrique, en él hallaréis a nuestro Alférez mayor, que desde hoy forma parte, y si no la más elevada, por lo menos muy leal.

-En buen hora sea, replicó el Primado con mesura.

Y despidiéndose de la Reina que no había desplegado sus labios para proferir un solo acento, salió de la cámara, donde a continuación entraron el infante D. Fernando y el obispo de Cuenca, compañero inseparable de los niños que le habían encomendado años hacía.

Corrió el Infante apresuradamente hacia su hermano, y después de acariciarle con sus pequeñas y lindas manos el rostro, saltó sobre las rodillas de su cuñada, y ciñéndole el nevado cuello con sus dos brazos, unió su fresca megilla a las megillas enardecidas de la Reyna, en las que dos lágrimas resvalaban lentamente.

Advirtiólo el Infante, y llenándosele los ojos de ellas le preguntó compungido:

-¿Por qué lloráis, hermana?

-Sonrióse la Reina mientras que otras dos lágrimas sustituían a las primeras, y le contestó:

-Porque hoy, Fernando, he suplicado como mujer, he sufrido como Reina, y tengo que llorar como débil el sacrificio que he hecho.

Enrique III clavó en ella sus ojos con espresión más que de niño, y con una gravedad harto precoz le dijo:

-Os prometo Catalina que os lo compensaré cumplidamente cuando tenga veinte años como vos.

-Estoy compensada, Enrique, replicó la Reina enjugándose los ojos; sólo que lloro porque el corazón revosa.

-No os aflijáis por lo que sucede, añadió sentenciosamente el buen Prelado; a veces de un gran mal suele brotar un gran bien, y quizá ora nos hallemos en este caso.

-Pedídselo a Dios, padre mío, porque a veces no basta que las intenciones sean rectas para que el bien se consiga, repuso Catalina de Lancaster con una espresión que ninguno de los que allí estaban les era dado descifrar.

-Si se lo pedimos todos nos oirá mejor, hija mía, porque las voces de los ángeles llegan primero que las de los hombres a su oído.

Dio Catalina de Lancaster un suspiro, y fijando los ojos en las flores de la alfombra, guardó silencio que no fue interrumpido durante un buen espacio de tiempo.

Capítulo XXIV
Que fue guardado el testamento de D. Juan I, con la resolución que tomó el Duque de Benavente

A San Pablo dirigió el Primado sus pasos así que salió del alcázar. Apiñábase el vulgo en su entrada llenando las inmediaciones, y tanta mella hizo en su ánimo sus murmullos, como las duras y decididas razones del Rey.

Ya le había precedido el conde de Gijón y el de Trastámara, el arzobispo de Santiago, los dos maestres y el concejo de diputados.

Inmóviles y silenciosos todos procuraban ocultar sus alterados pensamientos bajo un esterior impasible o severo; y sin embamgo, a pesar de aquella reserva se conocía claramente que sólo esperaban para mostrarse que se profiriese una palabra; palabra que, una vez allí el Primado, no podía tardar en pronunciarse.

En efecto, así sucedió: Don Pedro Tenorio manifestó en frases muy pensadas y comedidas la muerte de Día Sánchez de Rojas, el disgusto que había causado, la petición que D. Enrique dirigía al concejo demandando justicia, y el compromiso contraído por él y a su nombre en hacerla pronta y severa.

Preparábase a contestar D. García; y ya la palabra en sus labios y fija en él la atención pendiente hasta allí de los del Primado, los ugieres, que en los estremos estaban, volviéndose a la preocupada asamblea interrumpieron el comenzado debate diciendo:

-El Alférez mayor del Rey, tutor de S. A. Don Enrique y rejente de Castilla.

-Aquí tiene su sitio[-] contestó el Primado sin titubear, dejándoselo a su mismo lado.

Adelantóse Rodrigo López de Ayala con grave y triste continente, y saludando con una silenciosa y profunda cortesía se sentó junto al arzobispo de Toledo.

Gran sensación produjo aquel incidente inesperado en los más de los que lo presenciaban. Todas las miradas se clavaron con interés o curiosidad en su semblante descolorido y visiblemente afectado. El arzobispo de Santiago sintió a su vista una tan profunda y dolorosa impresión; fueron tan tumultuosos y violentos los sentimientos que le asaltaron, que a pesar de un esfuerzo de su poderosa voluntad, no fue dueño de reprimirlos paralizándose instantáneamente, y abatiéndose hasta el punto que pálido y sin fuerza tornó a sentarse en el escaño que acababa de abandonar.

Por su parte, la única mirada que el Alférez mayor buscó en el círculo donde estaban fijas en aquella hora todas las de los habitantes de Burgos fue la de D. García, mirada que solicitaba con la angustia suprema del remordimiento, y que tenía para él la importancia inmensa del perdón.

Pero el Arzobispo la huía. En aquel instante crítico se hallaba ante sus ojos atraído por sus recuerdos el yerto cadáver de D. Alfonso, tal cual lo había tenido en sus brazos cuando lo encontró la tarde funesta de su duelo bajo las arboledas del Arlanzón; y sus labios contraídos se apretaban para no dejar escapar el grito de la naturaleza formulando una maldición.

Sin embargo, la magnética mirada de Rodrigo atrajo a su pesar la del anciano, la absorvió con el poder irresistible que la irradiaba, y bajó la cabeza como si le dirigiera una súplica.

Entonces D. García se elevó a esa altura adonde es menerter que Dios acompañe para llegar, y alzando su diestra lo bendijo en silencio.

Todo esto pasó sin que nadie lo notara, o por lo menos lo comprendiera, como sucede siempre a todo el que está embebido en un pensamiento que le preocupa; y como quiera que el interés general vivamente escitado con la inusitada aparición de Ayala fuera digámoslo así secundario, se volvió pasada la primer impresión al primer objeto que lo atraía y fijaba, objeto de una incalculable trascendencia según el giro que las cosas tomaban.

Difícil era la situación del concejo, y mucho más cuando el arzobispo D. García presentó la acusación del Duque con lisura y dignidad.

No negando el hecho el Primado, porque era imposible el hacerlo, salió a su defensa, haciéndolo de la parte que se le atribuía a D. Fadrique, justificándole con su casi íntima amistad al infortunado Día Sánchez; pero los testigos que habían presenciado el asesinato estaban conformes en quién eran los matadores y las palabras que en su siniestra egecución habían vertido.

Guardando un absoluto silencio presenciaba Rodrigo López de Ayala la animada discusión sostenida por los dos prelados; prestábale sí una profunda atención, sólo que a veces un vértigo de dolor se apoderaba de su alma, y entonces se doblaba su hermosa y altiva frente, y se humedecían sus negras y brillantes pupilas.

En tanto el maestre de Calatrava, sentado en su escaño, medio caído el manto de los hombros, daba muestras de una marcada impaciencia que crecía a medida que los prelados se engolfaban en réplicas y acriminaciones.

Tanto que D. Lorenzo Suárez de Figueroa advirtiéndolo le dijo:

-¿Qué tenéis, D. Gonzalo?

-Las manos atadas, ¡Maestre!, respondió bruscamente el de Calatrava.

-¿Y quién, o qué os las sujeta?, tornó a preguntarle el orgulloso y severo D. Lorenzo.

-¡Vos! y la voluntad de Juan I que me nombró Rejente en lugar vuestro.

-Sin duda fue para darme la gloria de terminar las discordias cuyo fruto empezamos hoy a coger.

Levantóse esto diciendo el maestre de Santiago, y dirigiéndose a los prelados y al concejo alternativamente, les dijo con su acento rígido y enérgico:

-Señores, en nombre de Dios y por el bien de Castilla os pido que vengáis en lo que os voy a suplicar, y se cortará de raíz esa desavenencia fatal, causa única de éste y todos los males que deploramos.

-¡Decid!

-¡Esplicaos!

-¡Proponed!, contestaron los arzobispos y los diputados.

-Pues bien; convenid en que se separen del cargo de gobernadores a los tres tíos del Rey y a mí, y sea guardada en todo y para todo la voluntad previsora del difunto monarca que en mal hora no se ha seguido.

-Don Lorenzo ha presentado mi pensamiento; mi voto está con el suyo, dijo D. Gonzalo resueltamente.

-Y el mío, añadió Rodrigo López de Ayala con amargura recordando cuán caro le costaba el guardado testamento.

-¡Y el de Castilla!, [exclam]aron los procuradores de las ciudades que pertenecían al concejo levantándose simultáneamente de sus asientos.

-Siempre fue ése mi deseo, dijo D. García Manrique que necesitó todo el dominio que sobre sí ejercía para contener la esplosión de su gozo al ver logrado de tan estraño modo lo que tanto había trabajado y tan inútilmente por conseguir.

-Guárdese en buen hora, añadió D. Pedro Tenorio, cediendo a las circunstancias que tan imperiosa se mostraban.

Dos personas quedaban por hablar, y a quien no convenía por cierto lo que acababa de resolverse. Era la una el conde de Gijón, la otra el de Trastámara. Acercóse éste al Primado y le dijo:

-Reverendísimo padre, yo no me conformo a una determinación que así me perjudica.

-Sí haréis, respondió D. Pedro con intención, mucho más si pensáis que todo tiene una compensación, y que en este juego, tal como se presenta, el que pierde gana más.

Oído lo cual por el Conde, y después de cambiar una mirada que encerraba una promesa por parte del Arzobispo, se volvió al concejo, que ostentaba una actitud digna y resuelta, diciendo:

-Me someto a lo dispuesto por el reino y los rejentes.

Y dejando en el acto su sitio, fue a tomar otro en los bancos destinados a la grandeza en las recientes sesiones de cortes.

No había sido necesario hablar para entender a D. García Manrique y D. Alfonso Enríquez de Noroña. Con una sola mirada del Prelado bastó para que el Conde comprendiera que no importaba nada a su fortuna y poder el no ser gobernador; así fue que añadió tan pronto como concluyó el conde de Trastámara de manifestar su decisión:

-Resigno los poderes que las cortes me confirieron y me aparto del concejo ofreciéndole mi apoyo.

-Queda establecida para lo sucesivo la rejencia designada por el testamento de D. Juan I, que gloria haya, dijo el Primado en alta voz, con indecible aplomo y majestad.

-¡La aceptamos, la aceptamos!, respondieron a la vez gobernadores y diputados.

-Sin alteración ninguna, por ningún caso, ni bajo ningún pretesto, añadió con su vigoroso acento el arzobispo de Santiago. D. Juan I dejó nombrados sucesores a los que muriesen; si tal sucede reemplacen éstos a los que fallezcan, guardándose su voluntad en todo y por todo.

-Sí; sí; guárdese en toda su estensión, respondieron todos a una voz.

Resonando todavía el eco de la postrer aprobación, apareció D. Fadrique de Castilla en San Pablo, avanzando por la ancha nave que recorría su altanera mirada examinándolo todo; pero al reconocer a Rodrigo López de Ayala, que maquinalmente se puso de pie clavando en él sus ojos con una fijeza fascinadora, sintió una impresión semejante a la que debió esperimentar Atlas a la vista de la fatal cabeza de Medusa mostrada por Perseo, quedando mudo y petrificado faltándole voz y acción.

Rendido su culto de sangre a la venganza se halló cuando los ballesteros se la dieron por cumplida; no tranquilo, porque no podía estarlo quien así procedía, pero sí satisfecho de haber lavado el insulto que Ayala le hiciera con su vida. Retraído completamente en el fondo de sus aposentos sólo supo que Burgos estaba conmovido, y que el concejo iba a constituirse en sesión, para asistir a la cual le llamaban.

Por lo demás, era tan grande su poder en Castilla, estaba de ello tan convencido, y tan seguro se hallaba de la impunidad, que oía rugir la tempestad popular con una indiferencia que rayaba en desprecio.

Salió, pues, de su palacio para ir al concejo con el aparato de un Rey, y cruzando con desdeñoso y fiero continente por entre aquellas ondas movibles que le abrían paso apresuradas para luego murmurar y maldecirle a su espalda, llegó a San Pablo erguido y amenazador.

Mas ora rodando su pensamiento por la sima sin fondo donde se precipitaba perdido, miraba rostro a rostro a Rodrigo López de Ayala, sin comprender otra cosa sino que aún vivía el hombre que lo había tan injuriosamente afrentado, siendo vendido o engañado por los que le habían mostrado los cuchillos tintos con la sangre de su enemigo.

Había algo tan estraño y terrible en aquella doble mirada, y en aquel silencio mutuo y sostenido, que el arzobispo de Toledo, queriendo romperle temeroso de su prolongación, se levantó, y dirigiéndole la palabra le dijo:

-Señor Duque, ha sido perpetrado un homicidio cobarde y alevoso por dos criados de vuestra casa, en la persona del caballero Día Sánchez de Rojas, al servicio de vuestro hermano el conde de Gijón...

De pálido que el Duque estaba pasó a rojo, igualando su tez encendida al color de la escarlata, y al notarlo cuantos le miraban, se convencieron plenamente de su crimen, reinando en algunos instantes un silencio profundo, pero violento. El Primado prosiguió después de una breve pausa acentuando fuertemente cada una de sus palabras para trazarle la única salida que espedita le quedaba:

-Hay quien dice que por orden vuestra, y lo sostienen con pruebas que se sustentan en las palabras que los asesinos han vertido en su atroz ejecución. Probad que mienten o se engañan, entregando a los homicidas que se han refugiado a vuestra casa, invocando pérfida o neciamente vuestro nombre.

-¡Juro a Dios![-] contestó el Duque puesta la mano en el pecho, que no he mandado matar a Día Sánchez de Rojas, que siempre fue mi amigo.

-¡Yo lo afirmo!, añadió Rodrigo haciendo un esfuerzo sobrehumano para elevarse sobre sus pasiones y rencores.

Creció de punto la sorpresa al oír al Alférez mayor, de quien, así como del Duque, nadie desviaba sus miradas, queriendo penetrar en la severa impenetrabilidad del uno y en la estupefacción sombría del otro su secreto.

En cuanto a D. Fadrique, atónito miró a Rodrigo, no comprendiendo en su odio y su alucinamiento la grandeza sublime de aquella afirmación.

También puso en él su vista el arzobispo de Santiago, y no pudiendo leer el pensamiento que se encerraba tras de aquella frente tan noble y hermosa, sobre la cual el dolor batía sus alas, le dijo, cambiando con él por primera vez la palabra:

-Aducid una prueba de lo que aseguráis, tan poderosa como las que existen en contrario.

-De las convicciones morales no las hay, o por lo menos no puede dárseles forma positiva y palpable, respondió Rodrigo López de Ayala con grave y altiva dignidad; pero repito que lo afirmo por mi fe y por mi honor, y creo que basta; porque no hay quien dude del uno ni de la otra.

-Tal no se duda[-] contestó el Primado que se apresuró a asir la tabla que aún podía salvar al Duque del naufragio que le amenazaba; que seguros con ella se da por calumniosa la voz que se alce para acusar a D. Fadrique de Castilla de ser parte en la muerte del sin ventura Día Sánchez de Rojas. Por lo que a mí hace, le suplico que entregue los reos para que espíen el horrendo atentado que ha conmovido a Burgos.

-¡Nunca!, respondió el Duque que devoraba el tormento más atroz que es dado sufrir a un ánimo altanero; ¡la humillación! Son vasallos míos: hanse acogido a mí, y no los entregaré, juzgándolos yo según mi conciencia y fueros.

Levantóse D. García Manrique implacable y severo como la justicia humana, y le dijo:

-La muerte violenta e inicua del malogrado Día Sánchez de Rojas es una cuenta que Dios ajustará en su día con su asesino. Poco importa que escape hoy del castigo; sólo conseguirá diferirlo, porque lo que se hace se paga. Júzguelo, pues, Diego de Zúñiga o vos; sea duro o leve el castigo que se le imponga, el concejo se separa de tan odioso litigio. Lo que cumple a su deber es deciros que los gobernadores y el concejo de diputados ha decidido que se cumpla la voluntad de D. Juan I, gobernando a Castilla desde hoy su regencia, ayudada del concejo de seis diputados, que lo son por Burgos, Toledo, León, Sevilla, Córdoba y Murcia.

¿Os conformáis con su determinación?

Antes de responder D. Fadrique miró fijamente al arzobispo de Toledo, pero éste sostuvo su larga mirada sin perder un átomo de su impasible gravedad. No encontrando un signo de oposición en la frente del Primado hacia la resolución que Don García le participaba; no encontrando su mirada una ligera demostración que le probara ser comprendida, dio por disuelto el lazo que lo unía con él, y se volvió fieramente contra todos.

-¿Quién ha propuesto, preguntó con sardónica sonrisa, esa medida que me despoja de la tutoría de mis sobrinos y mi participación en la regencia? ¡Qué lo diga!

-Yo, Lorenzo Suárez de Figueroa, respondió el Maestre con su absoluta y orgullosa espresión.

Tornó a mirar D. Fadrique al Primado, arrojándole a la cara con sus ojos destelladores la acusación de traición y el resentimiento de vencido. Después giró en derredor su chispeante mirada, y tornó a preguntar:

-¿Y ha sido aceptada?...

-Por unanimidad.

-¡Por todos!, [exclam]aron a la vez gobernadores y diputados.

-Bien, muy bien pedido y mejor conformado. Siento no haber estado presente para celebrar tanto desprendimiento, tanta lealtad, tanta armonía como de tal acto y tal unanimidad se desprende.

Y después de lanzar con calma sus cortantes sarcasmos, añadió con soberana altanería:

-Yo podría, si quisiera, protestar y sostener mi protesta en este terreno y en otro; pero no lo hago porque así me cumple. Resigno, pues, y me separo de regencia y tutoría.

Y saludando ligeramente volvió la espalda abandonando aquel sitio.

-Señor Duque, una palabra, dijo el Alférez mayor levantándose y siguiéndole.

Abrumado D. Fadrique por la muerte de Día Sánchez; por la amarga decepción que había sufrido, y la pérdida de un poder que era su ambición, su satisfecho deseo, pero inmensamente más con la generosa conducta de Rodrigo, comprendió al oír su voz que su fuerza cedía a tan violentas emociones, y parándose en el crucero por donde iba para esperarle, le contestó:

-Decidla, y por Jesucristo sea la última que crucemos.

-Así será, si no está escrito que nos volvamos a encontrar en el camino donde uno de nosotros no estará nunca bien, replicó Ayala con una calma mesurada y fría que contrastaba de un modo terrible con el fuego que brotaba de sus negras pupilas, y las hondas arrugas que unían sus estrechas y aterciopeladas cejas. Antes, pues, de que nos separemos, quiero deciros que la voluntad del hombre ni da ni preserva de la muerte, puesto que los dos vivimos y Elvira Manrique de Lara y Día Sánchez de Rojas han hoy comparecido ante Dios.

El Duque se estremeció, y Rodrigo más grave, más severo aún, continuó diciendo:

-Quiero asimismo deciros, porque me está bien que lo sepáis, que antes de venir al concejo he prometido solemnemente mi palabra de no vengarme de vos hoy ni nunca, y lo he prometido a ruegos que no debía resistir quien se precia de muy caballero y se tiene por más fuerte y más valiente que vos. Quiero deciros también que cuando aseguré que no habíais mandado la muerte de Día Sánchez de Rojas, que la pasada noche fue mi huésped, era porque estaba convencido íntimamente que la que habíais ordenado era la mía.

Ahora idos si os place, señor Duque, mi espada está embotada para heriros, por lo pasado no recibiréis de mí una agresión; pero que no nos volvamos a ver, siquiera hasta que se seque la sangre de que mi banda está empapada, y se endurezca la tierra que mañana cubrirá a mi prometida.

No hay, o no encontramos una frase que signifique lo que el Duque sentía conforme iba hablando Rodrigo, mezcla amarguísima de sensaciones crueles y vivas entre las que sobresalía una más punzante de mortificadora humillación, comparando odio con odio y venganza con venganza.

Iba a responder, casi se entreabrían sus labios para dar paso a una palabra, y la palabra a una de sus pasiones, cuando resonó en su oído la fuerte y sonora voz del Primado diciendo con el acento que revelaba la alteza de su dignidad y la convicción de su poder.

-Señor Alférez mayor, antes que os retiréis venid a prestar el juramento.

Una puñalada no hubiera herido tan profundamente el corazón de D. Fadrique como la voz del Prelado y la orden que dictaba en su misma presencia y tan espontáneamente.

Sin pronunciar lo que iba a decir, se volvió y echó una última mirada a los hombres que rompían el pacto que por dos años los había tan estrechamente unido, sosteniéndose con su apoyo en sus pretensiones de preponderante mando al recinto donde tan omnipotente había sido el influjo de su voluntad; y retirándola henchido de amargura intensísima, la fijó en Ayala, que doblando con orgullosa mesura la cabeza, se dirigió al altar donde acababan de colocar el libro de los evangelios.

Primero se sonrió Don Fadrique con desdén predominando su arrogancia que le impulsaba a despreciar, sobreponiéndose luego que miró al altar donde se encontraba el Primado y al que se dirigía Rodrigo con paso lento a prestar el juramento que a él relajaban, su altanera frente se anubló, su fisonomía se contrajo y murmuró:

-¡No mintieron las estrellas!, realizada está la predicción de Ben-Samuel!

Y volviendo bruscamente la espalda salió de San Pablo, atravesó por entre la compacta multitud con frente alta, pero sombría, y se fue derechamente a su palacio.

-Troncoso, dijo a su escudero así que entró; ahora mismo con todos los hombres de armas de mi casa os vais a poner en camino para Benavente custodiando como presos a Lovete y a Castilla. Hacedme el favor de decir a mi mayordomo Nuño Ramírez que cuide de hacer todos los preparativos para seguirme mañana al amanecer con cuantos pertenecen a mi servicio.

-Todo estará hecho por mi parte en el momento, ¿mandáis otra cosa?

-Nada, sino que no se reciba a nadie, y mucho menos si alguien viene de la casa del arzobispo de Toledo aunque fuera él en persona.

-Está bien.

-Cuando venga Figueroa enviádmelo, que deseo verlo.

-Así que se presente le avisaré.

-Y ahora dejadme, Troncoso, que harto tenéis en qué ocuparos y yo asimismo en qué pensar.

Horas muy terribles había pasado D. Fadrique desde que la mano de Rodrigo López de Ayala había señalado su mejilla, pero ninguna lo fue tanto como la que siguió a su vuelta de San Pablo.

Paseábase por su cámara con los brazos cruzados y la cabeza baja, entregado a pensamientos que en su tumultuoso jiro o lo hacían enrojecer de ira, o estremecer de rabia, o inquieto morder sus labios, o suspirar ofuscado.

Pasó algún tiempo de aquel modo; todo en derredor suyo estaba en movimiento; estábanlo más que nada su sangre y su imaginación; estábanlo sus pasiones todas exacerbadas a la vez, sólo era igual y lento su paseo en el que no cesaba un punto.

Así le encontró Gonzalo de Figueroa que, cuando fue entrado en el palacio, le avisó Troncoso y se apresuró a ir al aposento del Duque.

-¿Me esperábais, D. Fadrique?, le preguntó su joven y gallardo Alférez trocando en interés su indolencia.

-Sí, Gonzalo, como que tengo muchas cosas que deciros.

-Tenéis toda mi atención, repuso Figueroa parándose frente a frente del Duque.

-¿Sabéis que ya no soy rejente?

-Tan lo sé, señor Duque, que en este momento os acaban de quitar la guardia con singular apresuramiento, dijo Gonzalo serio y visiblemente disgustado.

-Así nos ahorran el trabajo de despedirla, replicó D. Fadrique sonriéndose sardónicamente; ¡tenemos mucho que agradecerles! También sabréis que nos vamos dentro de algunas horas...

-Después de suponerlo, he visto los preparativos que afanan a vuestra servidumbre.

-Pero lo que no sabéis es que en saliendo de Burgos vamos a enarbolar nuestra bandera cruzando por Castilla como por país estraño y enemigo.

-Lo adivinaba, señor Duque, desde que entré en el palacio, replicó Gonzalo retorciendo su rubio bigote.

-Ahora bien, Gonzalo, entre vos y yo se pueden colocar muchas consideraciones que nos pueden separar, la primera mi enemistad con vuestro tío que desde hoy será profunda.

Gonzalo dio un suspiro.

-Por otra parte, declarándome en abierta rebelión con el concejo voy a arrostrar todos los azares que puedan sobrevenir; mi estrella está hoy en conjunción, puede eclipsarse, puedo sucumbir, y puedo también triunfar imponiendo condiciones; no os quiero asociar a mi destino cuando presenta peligros, no os quiero separar de vuestra familia, de la corte, de vuestros amores, quedaos si queréis con el Maestre, os aviso y no os obligo, pensad lo que mejor os esté, y decídmelo con franqueza.

-Si tuviera padre y rompierais hoy con él, por deber me separaría de vos; pero no teniéndole, ni mi familia, ni la corte, ni mis amores, ni los peligros, ni los azares me retraerán de seguiros. Parto con vos, señor Duque, y vuestro porvenir sea el mío.

-Gracias, Gonzalo, por esa decisión; sois un afecto con quien he contado siempre, y del que probablemente abusaré porque tengo esa fatalidad. Empiezo aceptando todo ese cúmulo de sacrificios, y en seguida os diré que me vais a preceder a Portugal, con quien voy a hacer alianza.

-¿Cuándo parto?

-Esta tarde, yo lo haré mañana, porque antes quiero saber lo que dejo y conocer lo que me queda.

-Pues con vuestro permiso voy a dar algunas órdenes, y volveré a recibir las que me deis.

-No volváis, Gonzalo, ni me digáis adiós, porque no nos separamos.

-Pues hasta Lisboa, señor Duque.

-¡Hasta Lisboa, Gonzalo!

Y apretándose las manos se separaron en silencio.

Capítulo XXV
Cómo D. Fadrique de Castilla se despidió de la reina Doña Catalina y de Doña Leonor su hermana

Todos los preparativos ordenados por el duque de Benavente fueron hechos con tal prontitud que en el corto transcurso de algunas horas quedaron de todo punto concluidos. Antes que el sol tocara a su ocaso salió Troncoso con algunos hombres de armas en dirección de Benavente, conduciendo, o más bien escoltando a los dos ballesteros que tan mal habían llenado los deseos de su Señor, y el resto de su servidumbre esperaba con los caballos embridados el instante de partir.

Sin embargo, el duque de Benavente que había roto con Castilla no se había desprendido de su amor. Él hacía latir su corazón pensando en el día que iba a lucir separándole de la Reyna, él iluminaba sus sombríos pensamientos, él derramaba una consoladora esperanza para el porvenir, él con sus ilusiones templaba la amargura de lo presente. Quería verla antes de partir, quería dejarle un recuerdo y llevarse una esperanza, quería como le dijera a Gonzalo conocer lo que le quedaba, y resuelto a profundizarlo aprovechando la ocasión que tan crítica y aparente se presentaba, ahora que Catalina de Lancaster se hallara sola con sus damas fue al alcázar, cuyas elevadas puertas pasó, la audacia y la altivez en la frente, la emoción y el sobresalto en el corazón.

Sin entrar en la cámara de D. Enrique se dirigió a la de la Reina, haciéndose anunciar en ella osadamente. Sus puertas se abrieron y el Duque penetró en su recinto.

Catalina de Lancaster estaba sentada en su sillón: tres damas sentadas también al rededor le contaban la muerte de Elvira con todos sus tristes detalles, y las narradoras se enternecían, y la Reina derramaba algunas lágrimas pensando allá para sí en las que habrían llorado los ojos que se habían cerrado aquella mañana para siempre.

Bajo aquella impresión entró el Duque: Las damas interrumpieron su relato y se separaron colocándose a respetuosa distancia, la Reina volvió la cara para ocultar su sensación, y D. Fadrique se adelantó conmovido, acercándose a Doña Catalina, a la cual saludó con más ceremonia, con más espresión que acostumbraba.

Afectada Catalina de Lancaster con la memoria de Elvira, convencida del influjo funesto que el Duque había ejercido en su destino; su presencia que le recordaba la sangre de Día y la desesperación de Ayala la produjo una sensación violenta, tan violenta que no pudiendo ocultarla ni dominarla durante algunos momentos hizo que prolongándose el silencio la acogida de D. Fadrique fuera tan fría que le ofendiera.

Sin embargo, pasada la primera impresión, la Reina fijó en él sus dulces ojos azules cuyas lágrimas le habían prestado más brillo y le dijo con más tibieza que afecto:

-¿Qué os trae a nuestra cámara, Duque?

Hay pequeñeces que desgarran el corazón: la Reina destrozó el de D. Fadrique con retirarle el título de gobernador con que le nombraba siempre, más, mil veces más que el concejo con quitárselo, y como en momentos dados es difícil, si no imposible, el sobreponerse a la impresión de ciertos golpes, el Duque irguió la frente con altivez y respondió con glacial y acre ironía.

-¿Lo ignora V. A., señora?, pues me trae el que como hoy el reverendísimo arzobispo de Toledo no querría como en otro tiempo traeros mi despendida, vengo yo mismo, aunque me cueste mucho, a presentárosla en persona.

-No sabía que partieseis, replicó Catalina de Lancaster trémula pero severa, y me admira que me la presentéis a mí en vez de dársela a D. Enrique antes como era debido.

-Os lo esplicaré, señora, repuso el Duque exaltado y audaz. Ver o no ver a D. Eurique, ser antes o después que a vos, es una cuestión de ceremonia de que prescindo en momentos tan críticos como éstos. Veros a vos era mi afán, porque antes de deciros un adiós que debe ser para siempre, pretendía preguntaros si se han roto todos los lazos que tan fuertemente me han unido a Castilla; si no queda alguno solo, único, velado y puro; uno tan fuerte, tan poderoso e indisoluble que me retenga en su seno y encadene mi brazo y mi voluntad.

-Yo creía, dijo la Reina con emoción que no se había quebrantado ninguno, y que el día de hoy os había arrebatado un título solamente.

-No es un día el que va pasando, muy propio para alusiones, replicó D. Fadrique con melancólica y altanera sonrisa. No vengo tampoco a ocuparme de un título y algo más que en sus horas he perdido. Tan sólo me trae a vuestra presencia el deseo de recordaros un tiempo, un día, una hora, un instante que pasó, pero que no se borrará nunca. ¡¡Oh!!, jamás, jamás de mi memoria.

Catalina de Lancaster bajó la cabeza; recordaba harto bien aquel tiempo, aquel día, aquella hora, aquel instante, y latía su corazón, porque aquel recuerdo era bello y se confundía en dos emociones que se reproducían magnéticamente en ambos del mismo modo que entonces.

-Fue un día, prosiguió diciendo el Duque en voz más baja con acento más dulce, con tono lento, con rostro espresivamente insinuante; fue un día en que oí de unos labios que adoraba dos palabras; solas es verdad; balvucientes más que pronunciadas, pero que en su dulce vaguedad formaba una esperanza que ha sido la estrella de mi vida, mi luz, mi fe. Dos palabras que fueron dichas en el palacio de Valladolid, y cuya esplicación vengo a buscar en el alcázar de Burgos. Dos palabras que se han hecho, pasando tiempo, un problema a mi razón, y cuya solución necesito conocer; ¿lo resolveréis, señora? Con él se resuelve mi destino, y ya conoceréis la ansiedad con que lo espero.

-Lo resolveré, dijo Catalina de Lancaster levantando bruscamente la cabeza. Proponedlo Duque, y termine esa ansiedad que os aqueja.

- Hago más me dijeron, señora, repuso D. Fadrique con audacia, y me lo dijeron cuando yo no demandaba sino un generoso y sincero perdón. Ese más alentó mi esperanza, dio pábulo a mi ambición, lo devoró mis pensamientos como devora el deseo aquello que lo satisface.

Catalina de Lancaster se estremeció, pensó en Elvira, y fuerte con el recuerdo de su desventura, arrostró su mirada fascinadora, y sacudiendo sus blondos rizos le dijo:

-La que os dijo en un inolvidable día de transación y avenimiento, de reconciliación y paz, en el palacio de Valladolid, hago más , estaba ofendida como dama y ultrajada como Reina. Generosa con el rendido le demandaron perdón y hago más respondió, porque perdonando sinceramente olvidaba lo pasado desterrándolo de su memoria. Ésa es la significación de esas dos palabras fe y luz de vuestra vida: si no las comprendisteis así, le pesará grandemente a la que las profirió.

D. Fadrique vio morir a su vez su dulce y acariciada ilusión, pero siempre altanero, siempre arrogante hasta para la mujer de su amor, Reina y señora suya, le dijo con glacial ironía:

-Gracias, señora, por la esplicación, y gracias por el perdón y el olvido. Uno y otro quedan grabados en mi corazón desde este momento en que puedo apreciarlos en su legítimo valor, porque con efecto es grande conceder aún más de lo que se solicita.

-¿Quiere V. A. algo para la Reina de Portugal?

-¿Vais a ver a mi hermana?

-Cuento ser admitido a su presencia.

-Pues decidle que echo muy de menos su cariño y nuestros tranquilos días de Inglaterra.

-¿Y para el Rey D. Juan?

-¡Nada![-] contestó altivamente la Reina, porque Castilla sólo habla con él por embajadores, y ésos los envía el concejo.

Se mordió los labios el Duque y contestó inclinándose profundamente:

-¡Adiós! Señora, ¡adiós!

-Él os acompañe, Duque.

Y le alargó su mano de alabastro.

Miróla D. Fadrique con orgullo y entereza, retrocedió un paso sin tomarla, y saludándola nuevamente salió de la cámara sin volver la cara cuando pasó sus humbrales.

Si lo hubiera hecho habría visto correr dos lágrimas por las mejillas de la Reina, disipando una parte de la amargura que devoraba en el fondo de su corazón, sin permitir que asomara ni a sus ojos ni a sus labios.

No recibía Enrique III más que a sus tutores a aquella hora, ni el Duque tuvo ánimo de presentarse a él tampoco, sino de abandonar el alcázar donde acababa de sufrir la última decepción de aquel día.

Casi de noche era cuando lo dejó: No tenía, pues, necesidad de ocultar con la máscara del disimulo sus sensaciones, así fue que su fisonomía contraída dejaba conocer la tempestad de su alma en el momento que volviéndose a la regia mansión [exclam]ó:

-¡Catalina!, ¡porque te amo, no me amas!, ¡porque he caído, me rechazas! ¡Adiós!

Y tomando la dirección que al palacio de la Reina de Navarra conducía, atravesó algunas calles desiertas ya y abandonadas al viento Norte que silvando las recorría, y se encontró en la opulenta morada de Doña Leonor que se reflejaba sobre las aguas del río.

Habían sido los sucesos de aquel día tan impensados, habían seguido a ellos las consecuencias tan de cerca, que la reina de Navarra no había podido tomar parte en ellos, ni poner en juego su influjo tan poderoso y su mediación tan atendida con los reyes, los arzobispos y las cortes representadas en el concejo de diputados de las ciudades. Éstos fueron los que tomaron la iniciativa desde el instante que resonó en el alcázar la enérgica acusación de Rodrigo López de Ayala, y en las plazas de Burgos los violentos murmullos del vulgo, conmovido por la alevosa muerte del desdichado Día Sánchez.

Noticiosa, sin embargo, de cuanto había ocurrido, esperaba con vivísima impaciencia a D. Fadrique, ansiando saber sus proyectos, pues harto conocía su carácter para no presentir que nuevas convulsiones iban a estremecer a la infeliz Castilla a impulso de su resentimiento y venganza.

Tendióle, pues, la mano acompañada de su seductora sonrisa en cuanto a su presencia estuvo, y le dijo:

-¡Impaciente me teníais por veros, hermano!

Pero como el Duque no le devolviera su sonrisa, apenas tocara su mano, y no desarrugara su frente sombría, añadió con espresión de sorpresa:

-¿Nada me decís, Fadrique?

-Lo que os importa, señora, debéis de saberlo ya, dijo al fin el Duque con una brevedad seca y amarga. ¡No soy rejente ni tutor!

-Poco da cuando triunfáis, replicó Doña Leonor, halagando una pasión para calmar un sentimiento, con vos sale el conde de Gijón cuya entrada resististeis, y queda en mayoría vuestro amigo el arzobispo de Toledo.

Soltó el Duque una carcajada nerviosa, y repuso cuando de repente cesó el acceso de su amarga hilaridad.

-Ya otra vez os oí decir que sucumbir es triunfar: no me es nuevo lo que os escucho; de ese modo he triunfado hoy, y he triunfado por completo. Celebradlo si os place, hermana, al par con el Arzobispo que me ha vendido por la otra mitad que quedan de las rentas de su pupilo.

Frunció Doña Leonor sus bien cortadas cejas y replicó con viveza:

-Lo que yo os dije, Fadrique, fue que ceder era triunfar, y en cuanto al Primado os prometo que si eso ha hecho, muy caro lo ha de pagar.

-¡Palabras, señora!, repuso D. Fadrique con su sardónica aspereza; y palabras que he oído muchas veces para que me deslumbren de nuevo; ¡ah!, conozco ya muy de sobra con la esperiencia del desengaño lo que me dijisteis en el campamento del Pisuerga: «aquí cada uno va a su interés.»

-¡¡Fadrique!!, [exclam]ó la reina de Navarra con su simpática voz notablemente alterada; mucha, muchísima amargura se encierra en vuestro corazón en este instante.

Clavó el Duque su mirada arrogante y fría en Doña Leonor, y viendo asomar las lágrimas a sus pardos y bellísimos ojos, vencido por aquella prueba de cariño, por aquella muestra de sentimiento, le dijo con amarga y violenta espansión:

-Hay tanta, que se ahoga entre las ondas de su hiel.

-¡Ah! sí, replicó Doña Leonor con acento de reconvención, lo conozco al veros dudar de vuestra hermana, olvidando que esta alianza no se rompe nunca.

Y al decir estas palabras, con un arranque de sentimiento, Doña Leonor le mostró con un ademán espresivo las delgadas y azules venas de sus lindísimas manos.

-Mi Leonor, ¡perdón!, [exclam]ó el Duque perdiendo sus fibras una parte de su terrible tensión; pero pensar que hoy ha sido un día para mí en que todo lo he perdido!... ¡todo se ha escapado de mi mano, haciéndome dudar de las cosas, de los hombres, de mí mismo, y hasta creo que del cielo!

-Pues bien, dijo la Reina de Navarra tomando una de las manos del Duque y apretándola entre las suyas; si hay algo que dilate y engrandezca la ternura que os profeso es sin duda la desgracia, aquí tenéis, pues, mi corazón y mi poder; ponedlo a prueba, hermano, y ya veréis que no os falta. ¡Refugiaos aquí Fadrique!

Y levantándose Doña Leonor tocó su corazón y le abrió los brazos.

D. Fadrique la estrechó en los suyos con un movimiento convulsivo, apoyó la frente en la cabeza de su hermana y se escapó un sollozo de su pecho.

-¡Calmaos, Fadrique!, le dijo la reina de Navarra que sintió correr sus lágrimas sin pensar en detenerlas.

-¡Ay!, no puedo Leonor, ¡es imposible! Tanto vale decirle a mis pasiones ¡calmaos! como a la tempestad, callad. Están desencadenadas, ¡no!, están en agonía y sus convulsiones me agitan.

Acostumbrada Doña Leonor a ver en el Duque los ímpetus de la altivez, de la ambición, de la ira, de la venganza, pasiones predominantes de su alma, y a las que por desgracia se entregaba en demasía, no había imaginado siquiera pudiera dar cavida a un sentimiento tan profundo y amargo como el que lo oprimía. Habíase desprendido de sus brazos y miraba con asombro aquel semblante que revelaba un pesar agudo y desesperado a través de la altanera espresión que pronunciadamente lo caracterizaba.

Ambiciosa, propensa a las intrigas que sabía manejar mejor quizá que los que vivían en su foco, aprovechando en su pro siempre que la ocasión se presentaba los más opuestos elementos, tan sólo veía en los hombres instrumentos, y en el Duque uno de inmensa valía; pero era mujer y abrió su corazón al corazón que veía sufrir.

Dejándose caer en un sitial, y haciendo sentar junto a sí a D. Fadrique, le dijo después de un corto intervalo de silencio pasado en tranquilizarse un tanto de su emoción:

-Vamos a hablar, hermano, a ponernos de acuerdo y a obrar, porque aún puede remediarse todo.

-Es tarde ya, Leonor, respondió el Duque con una melancólica sonrisa.

-Os engañáis, Fadrique, tarde será para lo hecho, pero sazón para lo futuro.

-Tampoco hermana. Creedme, nunca he visto tan bien ni tan pronto las cosas como desde que no soy rejente. Figuraos que no hay quien me las oculte y tengo al desengaño por guía.

-Mirad por Dios no os estraviéis.

-No lo temáis, ahora en abrazándoos me voy. ¡He concluido en Castilla!

-¿Pues qué, vais a partir?

-Sí, hermana, necesito movimiento, agitación, combatir, y más que todo olvidar.

-Fadrique, dijo Doña Leonor con energía; no hagáis tal; no deis más armas a vuestros enemigos, que como veis les sobran con las que ya tienen. Ahorcad a esos hombres de una almena y no salgáis de la corte.

-Eso no puede ser, replicó el Duque sombrío.

-¿Por qué, Fadrique?

-Por muchos conceptos, y el primero porque tienen mi palabra como prenda de seguro.

-¡¡Hermano!!, [exclam]ó la Reina de Navarra fijando una mirada escudriñadora y penetrante en el rostro impresionado y pálido del Duque, ¿es verdad lo que han dicho?, ¿habéis hecho matar a Día Sánchez, vuestro amigo?

-No, Leonor, os lo aseguro.

-Pues entonces, ¿qué os detiene?

-El que lo han hecho por mí.

-¡No os entiendo!, dijo atónita Doña Leonor.

-No lo pretendáis, hermana.

-¡Pero eso de ser y no ser!... ¡no mandar y haber mandado!

-Ésa es la fatalidad, Leonor; ésa es mi estrella maldita que así lo tenía dispuesto.

-Pues ahorcadlos de todos modos, replicó la reina con tono brusco y resuelto. Vale más vuestro honor comprometido, que todos los ballesteros de Castilla.

-Señora[-] contestó D. Fadrique con dignidad y altivez; antes que todo, es mi palabra, he dicho mal, mi conciencia. Por mí no sufrirán pena.

Y levantándose le alargó la mano añadiendo:

-¡Adiós, hermana, adiós! y no os olvidéis de mí.

-Os lo prometo, Fadrique; dijo Doña Leonor abrazándolo, y os lo probaré si Dios me ayuda. Pero ya que os vais, pese a mi ruego, decidme cuándo volvéis.

-¡¡Nunca!!, a lo menos mientras él sea rejente.

-¿Quién es él?

-No me lo preguntéis, hermana, porque he jurado no pronunciar su nombre sino el día que lo encuentre frente a frente en el combate.

-Poco queda a los rejentes que gobernar, pero de cualquier modo, si acorta eso vuestra ausencia, yo procuraré que sea menos. En cuanto al Arzobispo, dejádmele a mi venganza, y no olvidéis que aquí os espera mi afán.

-Sólo os respondo que las venganzas se escapan aun a las manos más fuertes, y que con Castilla he roto hoy todo pacto. No sé si volveré, acaso demasiado pronto, acaso demasiado tarde, porque somos como los aristas que el viento lleva donde sus ráfagas van; mas lo que sí os aseguro es que ni me dejo una ilusión, ni me llevo una esperanza. Se asemeja al partir mi corazón a esos campos sobre los que ha derramado sus cataratas el cielo en un día de tormenta; va arrasado, mi Leonor.

Doña Leonor le miró, le alargó la mano nuevamente, y le dijo con profunda intención:

-¡Hermano!, en esos campos es más vigorosa la reproducción. Lo que cae en ellos arraiga y se desarrolla y crece con más lozanía que antes, porque está mejor fecundado. Hasta la vuelta, Fadrique.

-Hasta que nos volvamos a ver, Leonor.

Y el Duque besando la mano de Doña Leonor salió de su cámara, y pasadas algunas horas, de Burgos, de donde llevaba recuerdos muy difíciles de olvidar.

Capítulo XXVI
En el cual se da fin a esta entretenida y verdadera historia

En la noche de aquel día tan borrascoso y ajitado no se contaron en Burgos sino estupendas novedades.

Ocupáronse de ellas desde las viejas comadres que sentadas en el rincón de su hogar hilaban a la luz de un negro candil, hasta las que frecuentaban las más elevadas regiones de la corte.

Motivo había en verdad para aquello y mucho más; pues la muerte de Día Sánchez de Rojas, la de Elvira Manrique; la súbita aparición de Rodrigo López de Ayala cuando nadie le esperaba, creyéndole cada cual donde mejor le parecía; la resolución de guardar el testamento de Don Juan I, y la salida del enojado duque de Benavente para sus estados, eran cosas cada una de por sí y todas juntas para dar qué sentir, qué pensar, y qué decir por un largo espacio de tiempo cuanto más una velada.

A la siguiente mañana doblaron todas las campanas de Burgos por los que en la anterior habían fallecido, hiciéronseles fastuosos funerales, presididos los de Día por el conde de Gijón, y los de Elvira por su tío D. García Manrique, y el sepulcro encerró las dos víctimas de la venganza del Duque.

Enrique III y Catalina de Lancaster la pasaron ocupados, aquel en escribir de su propia mano sendas cartas al marqués de Villena y al conde de Niebla, residentes a la sazón en Zaragoza aquél y en Sevilla éste; llamándoles para que viniesen a gobernar en Castilla lo que de su menor edad faltaba; y la Reina en oír a sus damas y en disponer una peregrinación.

Por su parte, el arzobispo de Toledo hacía suya la situación como decimos en nuestro siglo XIX.

Concedióle el concejo el voto de los gobernadores ausentes hasta tanto que viniesen, y el cobro de las rentas reales para que se indemnizara de los gastos ocasionados en la jornada de Valladolid. Entregóse con ardor a ordenar lo que, por la salida de unos rejentes y la ausencia de otros, era necesario, sirviéndole la caída de D. Fadrique para su mayor engrandecimiento y poder.

El arzobispo de Santiago le dejó por entonces hacer, pues profundamente afectado con la muerte de su sobrina, así que salió del concejo el día anterior, se trasladó al monasterio de las Huelgas, de donde no salió hasta que la dejó sepultada en el claustro donde se habían deslizado los últimos días de su vida.

Algunas horas después que el Duque de Benavente salió de Burgos, el Maestre de Santiago D. Lorenzo Suárez de Figueroa, encaminándose a Vélez centro de sus estados para olvidar allí, sin duda alguna, la soberanía real de que voluntariamente se había desprendido en un instante que aparecían convertidos los desafueros en crimen. D. Gonzalo Núñez de Guzmán salió cortésmente a recibirlo, y apretándose cordialmente las manos al separarse, convinieron en conservar las espadas que trocaron en Valladolid como un recuerdo de fidelidad al juramento que los unió.

Sólo Rodrigo López de Ayala no se ocupaba de lo pasado, de lo presente ni de lo futuro; pues por efecto de las multiplicadas y violentas emociones que sufrió en algunas horas, fue acometido de la fiebre que tan mal parado lo tuvo en Nuestra Señora de los Haces, la cual no lo abandonó sino después de muchos días de sufrimiento.

Cuando más tarde se vio libre de ella, se entregó a sus recuerdos, que eran acervos, y cayó en una melancolía que el tiempo dulcificó, pero que no le abandonó jamás. Rejente de Castilla, y tutor de D. Enrique, cumplió lealmente su doble cargo, y cuando el Rey, declarado mayor antes de la edad prefijada para cortar las banderías de los dos prelados, se coronó en Santa María de las Huelgas, Rodrigo tomó el hábito de San Juan de Jerusalem, de cuya orden era maestre Frey Juan Fernández de Heredia.

Embarcándose en cuanto hizo su profesión, abandonó a Castilla para añadir la gloria de un héroe a la gloria de una orden cuyo recuerdo será eterno.

Hernando de Illescas no quiso abandonar a su señor y lo siguió al Asia, participando fielmente de sus triunfos y de sus penalidades. No así Ben-Samuel, el astrólogo, que enriquecido y con gran fama quedó en Burgos sin querer acompañar al duque de Benavente a Portugal, y en la noche memorable del 5 de agosto fue muerto a puñaladas por el vulgo amotinado que se levantó contra la judería, y la quemó asesinando a todo el que no pidió el bautismo.

Hemos terminado nuestra tarea. Nos propusimos al emprenderla bosquejar las pasiones que agitan y estremecen el corazón que las abriga y la existencia que combaten; sus delirios sus violencias, sus estragos, las hemos enlazado a un hecho histórico y hemos dado vida a una novela.

Cada una de sus páginas revela que es la primer obra que ha salido de la mano del autor. Con sus incorrecciones, con sus defectos, manifiesta su [inexperiencia] y el entorpecimiento de la timidez. Sólo nos satisface el que hemos respetado la verdad histórica, que hemos elevado los caracteres, y que hemos ennoblecido las pasiones, demostrando con hechos que como los torrentes, a quien aquéllas se asemejan, necesitan un fuerte dique que las contenga, ya se llamen odio, venganza o amor.

FIN

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TextGrid Repository (2022). Spanish Novel Corpus (ELTeC-spa). El testamento de Don Juan I : edición ELTec. El testamento de Don Juan I : edición ELTec. European Literary Text Collection (ELTeC). ELTeC conversion. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001B-DA98-2