Advertencia
Ce livre n'est point fait pour circuler dans le monde, et convient á tres-peu de lecteurs. Le style rebutera les gens de gout: la matiére alarmera les gens séveres: tous les sentiments seront hors de la sature pour ceux qui ne croient pas á la vertu. Il doit déplaire aux dévots, aux libertins, aux philosophes; il doit choquer les femmes galantes, et scandaliser les honnetes femmes. ¿A qui plaira-t-il donc? Peut-etre á moi seul: mais á coup sur il ne plaira médiocrement á personne.J. J. Rousseau
Cuando vine al mundo encontré hechos mis libros y sus prólogos; y mi único mérito consiste en repetir a fines del siglo diecinueve lo que otros hombres dijeron en épocas de mayores libertades. Doy gracias a la reacción.
Silverio Lanza
Otra advertencia
Una mujer ignorante o mal dirigida se creyó retratada en uno de mis escritos, y un anónimo de ella me produjo un proceso y una prisión.
Una mujer bendita iba pisando fango para llevarme a la cárcel los dulces consuelos de su cariño.
Cuando terminó aquel proceso me pidió la santa mujer que no ofendiese a la calumniadora, porque ésta era madre. Y la mujer imbécil acaso esté pensando en ultrajar a mi esposa.
Y es que no hay mayor dolor para el perverso que la contemplación de las virtudes ajenas.
Por eso yo, que no soy cruel, nunca ensalzo a los buenos porque entiendo que esto es demasiado castigo para los malos.
Y me limito a describir infamias para que los justos perseveren en la virtud, y los canallas se ejerciten en la escritura.
S. L.
Síntesis
Dios hizo la luz, las aguas, la tierra, los astros, las plantas, los animales, el hombre y la mujer; y no siguió creando porque comprendió, en su infinita sabiduría, que lo iba haciendo muy mal.
I
La esposa del actor Barroedo...
(Ya sé que no estaba casada; pero no me interrumpáis.)
La esposa del actor Barroedo, que era muy devota, preguntó a su marido:
-¿Qué pides a Dios durante la novena? -¿Yo?... que acabe pronto.
Murió Barroedo y las novenas continuaron.
Está visto que las instituciones viven más que los ciudadanos, y por eso propongo que se convierta al hombre en institución.
II
Pero...
(Ahora voy a contradecirme.)
Lineno y Cuvier hicieron sus clasificaciones zoológicas atendiendo el primero a la organización del sistema circulatorio, y el segundo a la organización del sistema nervioso.
Me parece muy bien.
A medida que pasan los años va siendo el progreso más rápido y necesario. El progreso tiende a aumentar la utilidad de todo lo que existe, entendiendo por útil aquello que produce una emoción agradable. Por tanto, no creo inoportuna una nueva clasificación zoológica, informada por las diferencias de utilidad que presentan los animales.
Desde luego propongo una separación entre los que viven para amar, y los que odian para vivir.
Meditemos.
Primera parte : Por qué
Mulier, ¿ubi sunt qui te acusabant?¿Nemo te condemnavit?Quae dixit: Nemo, Domine. Dixitautem Jesus: Nec ego te condemnabo.San Juan.
Busca novia cariñosa,educada, rica y buena,y date por satisfechosi no te casas con ella.
I
Y no te digo más, porque el criado no cesa de entrar y salir; pero cuando hayamos concluido de comer, ya te pondré las peras a cuatro.
-Calla, Marcela, que si no tienes razón ya te daré para peras.
-¿Serías capaz de incomodarte conmigo?
-¿Contigo? Vidita mía ¿y por qué?
-Que viene el muchacho.
-Este Bautista es tan inoportuno...
-Pero si trae el asado.
-Gracias a Dios que acabamos.
-¿No tomas dulce?
-Si me lo das con tu boquita... -¡Zalamero!
-Lo que deseo es que nos sirvan el café.
-Repara que el dulce lo hice yo.
-¿Con qué?
-Pues, con leche, huevos y azúcar...
-¿Y lo has probado?
-Sí.
-Pues por eso está dulce.
-No hables, porque eres un traidor.
-¡Traidor! Y soy un justo.
-Eso me lo probarás después.
-Te probaré todo lo que quieras.
-Estás insufrible: todo lo tomas por donde quema.
-Y tú te agarras a un clavo ardiendo.
-¡Luis! -¡Marcela! -Que estamos en la mesa.
-El asado no me infunde respeto.
-Bien te callas cuando está papá.
-Porque tu padre se lo charla todo; pero me aburro por completo.
-Por eso ahora te desquitas
-¡Ya lo creo! Y lo vas a ver. Ordeno y mando. Tomaré el dulce más tarde, y ahora, enseguidita, el café. ¡Bautista!
-Señorito.
-Quita el mantel, sirve el café, y come.
- Está bien.
-¿Y ahora?, chiquitina mía, ¿qué dices ahora, que estamos solos? ¿Y esas cuentas que me ibas a ajustar?
-Por Dios, Luis, no seas atropellado, y hagamos la digestión en paz. Sobre todo, ¿quieres que ajustemos cuentas? Pues las ajustaremos.
-¿Es decir que insistes?
-Sí, insisto, sí. Tú crees que me engañas y estás equivocado. Escucha, y no me interrumpas. Dijiste que enviarías a la generala Lafoi una esquela participándole nuestro enlace.
-Y lo he hecho.
-¡Ves como quieres engañarme! -¿Yo?
- Sí, tú. En el bolsillo del capote he encontrado la esquela dentro de un sobre dirigido a don Román María Antón.
-¿De veras?
-Aquí lo tienes.
-Trae, chiquilla, trae.
-Sí, busca una disculpa.
-¿Qué disculpa ni qué atacador? Si esto tiene mucha gracia. He enviado a la generala un besa la mano para el director del Museo.
-Y ¿para qué lo necesita esa señora?
-Para nada; Si quien lo necesitaba Y me lo había pedido era Román María Antón.
-Pero ese Román, ¿es hombre o mujer?
-Hija, no puedo asegurarlo; pero es Jefe de artillería.
-Vaya una salida.
-Como dudabas de que fuera hombre...
-Si no le conozco.
-Yo sí; pero tampoco podía asegurarte si sería hombre o...
-Ya volvemos a las andadas.
-No, porque la digestión es función muy importante para ti.
-¡Ingrato!, ¡y sólo pienso en tu bien!
-No me llames ingrato, porque me pego un tiro.
-Eso ni en broma se dice.
-No me reprendas, que seré bueno.
-Pillo, así me engañas.
-Y dale con que te engaño. ¿Te refieres otra vez a la generala?
-Ya no; estoy convencida.
-A propósito, ¿con qué derecho te permites registrar los bolsillos de mi capote?
-Derecho... derecho; ya sé que no tengo derecho, pero yo no los registro, los limpio, y nada más.
-¿Y también limpias los sobres por dentro?
-Perdóname, Luisito; pero es una costumbre que no me puedo quitar.
-¡Hola!, ¿conque ya es antigua?
-Desde que éramos novios. Siempre registraba la prenda que dejabas en la antesala, lo mismo cuando vestías de uniforme, que cuando vestías de paisano.
-¿Y nunca encontraste nada de particular?
-Mucho polvo de tabaco, y... una vez me encontré una tarjeta...
-¡Una tarjeta!
-Sí, con rayas negras y encarnadas...
-¡Ah!, eso es para hacer juego.
-Y con eso, ¿a qué se juega?
-Ya lo sabrás cuando seas capitán de artillería.
-No lo seré nunca.
-Al paso que vas. Ya sabes el oficio de asistente: registrar los bolsillos.
-¿Te incomodas?
-No, cielo mío.
-Perdóname; pero siempre he tenido muchos celos.
-¿Y ahora?
-No tengo tantos.
-Nunca has tenido motivos para tenerlos.
-Es verdad. Ahora los tengo por costumbre.
-De modo que sigues con tus costumbres de soltera.
-Todas, no.
-Ya sé que alguna te falta.
-Luis, no empecemos.
-Perdona. Siga la digestión tranquilamente.
-Ya no sé qué decía.
-Que tenías celos.
-Ahora no: reconozco que eres un buen esposo.
-Muchas gracias.
-Pero antes... -¡Oh! ¡antes!
-No te burles. Si parecía que lo hacías a propósito.
-¡Jesús, María y José!
-¿Te acuerdas del día que pasé delante del café Central?
-Sí, sí; que estaba yo con doña Engracia.
-Una jamona sin gracia ninguna.
-Pues es una buena señora.
-¿Sigues tratándola?
-Ni la veo.
-¡Cómo dices que es!
-Porque supongo que no se habrá muerto.
-¿Y aquel día que veníamos mamá y yo del cementerio y te vimos que estabas en mangas de camisa a la puerta de un ventorro?
-Aquello fue una distracción.
-Ya; ya comprendí que te distraías con una mocita rechoncha. -¡Fernanda!
-¿Y era esa quien te acompañaba aquella mañana que salías del baile cuando yo iba a confesar?
-Eres implacable.
-Sí, sería la misma.
-Eso, no. Águeda tiene sus defectos, pero no es como Fernanda. Águeda iba al baile yendo conmigo.
-Pero, vamos a cuentas. Si Águeda es buena, y si es cierto que la conoces desde que era niña, ¿por qué no me la presentas?
-Porque son unas cursis ella y su madre.
-¿Y qué importa?
-¿Te parece poco? No habría paz en esta casa si viniesen aquí. Armarían cada lío...
-Me escamo.
-No te escames. Es que son insufribles. La madre ha hecho algún dinero a fuerza de trabajar y economizar, y todo se lo gasta con la muchacha. Se ha propuesto que su hija sea una princesa, y quiere que aprenda a tocar el piano y a hablar francés.
-¿Pero Águeda tiene disposición?
-No sé; cuando yo dejé de tratar a esa familia era la muchacha una bestia hermosa.
-¿Conque, hermosa?
-Yo no falto a la verdad. Pero una bestia. Además, cree la madre que a su niña le será fácil formar parte de la alta sociedad, y para lograrlo viste a la muchacha con tal extravagancia que... Otra majadería; dicen a todo el mundo que su difunto padre de Águeda era jefe de brigada.
-¿Y qué era?
-Caporal de la Guardia urbana.
-Es chistoso.
-Y tanto.
-De modo que son de humilde origen.
-Figúrate. Él había sido ordenanza de mi padre, que en paz descanse. Después mi madre le colocó en la Guardia urbana, y esa familia vivió en mi casa porque mi madre, ya viuda, la cedía una habitación en el piso quinto. Murió mi madre, vendí la casa y las buenas gentes se marcharon con la música a otra parte. Poco después murió el padre de Águeda, y si he seguido tratándome con ellas es porque las conozco desde niño.
-¿Pero ahora no las ves?
-Te juro que no he vuelto a ver a esas mujeres desde que volví de la Aurelia y di a tu madre palabra sagrada de casarme contigo.
-¡Pobre mamita mía!
-Esa sí que me quería de todas veras.
-¿Y yo?
-Pero no tanto como ella.
-¡Estás loco!
-¿También vas a tener celos de aquella santa señora?
-¡Dios me libre!
-Tu mamá sí que me perdonaba.
-Porque sabías engañarla.
-¿La engañé?
-No seas suspicaz. Bien sabes que no tengo queja de ti.
-¿Te acuerdas de la noche de su muerte?
-Bien me acuerdo.
-Cuando hizo que tú y yo nos acercásemos a su cama, me mandó cerrar la puerta de la alcoba, y viéndonos sin testigos, me dijo:
«El que agoniza no engaña a nadie, y nadie le debe engañar. Luis, hijo mío, ¿quieres a Marcela?»
Bien sabes que contesté: «Con toda mi alma,» y lo dije bien fuerte. Después prometí que me casaría contigo en seguida, y me casé a los tres meses de quedarte huérfana. Y prometí tener a tu padre en nuestra compañía, y bien ves que vive con nosotros. Pero, vida mía, ¿estás llorando? ¿Estás llorando tú, cielo mío?
-Es que has sido muy bueno.
-¡Y lo seré siempre, siempre!, ¿lo oyes?
Siempre seré bueno contigo, chacha mía, siempre, siempre; pero no llores, cariñito mío, porque vas a conseguir que yo llore también, y ya ves, que si se supiera en el Liceo que Luis Noisse había llorado, me pondrían una chichonera encima del casco. ¿Ya te ríes? ¿Te vuelves a poner seria? ¡Eh! esa manita no se la lleve usted, porque esa manita es mía; y la compañera también; y los bracitos que son los papás de las manitas; y los hombros, que son los abuelitos; y lo que tienes entre los brazos y encima y debajo, y... todo. Y si no, ¿a que te beso en este dedito, y crees que te han besado en el corazón? ¿a que te beso en esos dientecitos menudos y... ¿Escondes la boca? ¿Y crees que te vale esconderla? ¡Conque he sabido yo apoderarme de tu alma, y no he de ser siempre dueño de tus labios! ¿Te das a partido? Vamos, ya te rindes, vida mía; eres lo más hermoso que hay en el mundo.
-¿También yo soy bestia hermosa?
-¡Cielo!, me has dado en el cerebro o en el corazón: no sé dónde; pero me has hecho mucho daño.
-No, no; perdóname.
-Ya veo que no olvidas. Pues bien; no olvides. Recuerda siempre que hay bestias hermosas; pero recuerda también que lo más hermoso es no ser bestia. Medita siempre que nunca tu rostro podrá serme repulsivo, porque tu cuerpo es para mí hermoso como el ramo lleno de flores, y cuando se logra ser dueño de flores tan hermosas como las de tu alma encerradas, como en jarrón de aromático búcaro, dentro de tu cuerpo hermosísimo, no se va, ni aun estando loco, a buscar alfalfa dentro de un puchero, aunque el cacharro esté bien construido.
-¡Luis!
-Y, sobre todo, vida mía, ¿no sabes ya que te amo con todas las energías de mi cuerpo como son todas las energías de mi alma?
-Sí, si lo sé, Luis mío.
-Pues entonces, cariñito, ¿por qué dudas de mí?
-No, si no dudo. Perdóname; pero, ¡te quiero tanto!
-Tú sí que eres zalamera.
-¿Se te ha pasado el enfado? ¿No es verdad que sí?
-Si no me he enfadado.
-Pruébamelo.
-¿Cómo?
-Como tú quieras.
-¡Gloria mía! ¿Así? ¿Quieres que sea así? Te ahogo, ¿no es verdad? No te dejo que respires; pero no sé apartar mi boca de la tuya. Y eres tú quien tiene celos, siendo dueña de este cuerpo tan bonito.
-Luis, ¿qué hora es?
-No lo sé, ni me importa; pero te aseguro que ya hemos hecho la digestión.
II
Era en la época de decadencia, y don Cristóbal Brether, hermano menor del famoso general del mismo apellido, seguía al imperio con tanta sumisión que llegó a estar en decadencia al mismo tiempo que la monarquía.
Había sido don Cristóbal jefe de brigada a las órdenes del marqués del Mantillo, y cuando este organizó militarmente todos los servicios del Estado, envió a don Cristóbal a cobrar en una circunscripción el impuesto sobre la tierra, único impuesto establecido por el socialista marqués.
Había creído Nicasio Álvarez que esta organización militar mantendría en las antiguas oficinas civiles el severo régimen de los cuarteles, y se equivocó: buena prueba de ello fue don Cristóbal, que debió a su hermano el verse libre y no pagar con una larga prisión las cantidades que desvió del camino del Tesoro, guardándoselas desvergonzadamente.
Ello es que don Cristóbal debía algunos picos cuando se casó, y, a no haberse casado, hubiera seguramente dado una escandalosa quiebra. Y aunque esto se sabía en Granburgo, no fue obstáculo para que la viuda de Arranz decidiera a su hija Julia a casarse con el calavera don Cristóbal. Y ocurrió lo que era fácil de presumir. Cuando murió Julia ya había consumido don Cristóbal la dote de su esposa, y el viudo y Marcela la huérfana, hubieran vivido con mucha escasez a no haberse casado Marcela con Luis Noisse.
Ya, por consiguiente, vivía Brether a expensas de su yerno, pero no por eso gastaba menos, ¿en qué? Gastaba en todo, en perfumes y en vino; jugando y pretendiendo mocitas. Creía, como creía el emperador, que renovando los alardes de los pasados tiempos como que reverdecerían los laureles de las glorias pasadas.
Y ya estaba viejo don Cristóbal: cincuenta años de crápula producen iguales estragos que una larga vida; y ni sus piernas tenían fuerzas para sostener el busto y desplazarlo, ni su cabeza podía permanecer erguida largo rato, ni brillaban sus ojos, ni abultaban sus labios, ni había, en suma, en aquel cuerpo decrépito un solo detalle que recordase al audaz cortesano del marqués del Mantillo y de Su Majestad el emperador.
Asustábale la idea de ser anciano, que es el único consuelo que logra quien ha llegado a perder el amor a la vida; rodeábase de tahúres, jóvenes alegres y mujeres fáciles, pagaba espléndidamente tan ruin compañía. Hacía la vida de la gente moza; repartía el día entre la cama y el tocador, y empleaba la noche en el casino o en la tertulia íntima de alguna mujer de mundo. ¡Cuántas veces en el Hotel de Célica, la bella cantora, pasó las primeras horas de la mañana durmiendo febril y borracho en un diván, mientras las hermosas compañeras de Célica bebían con sus rufianes queridos el champagne pagado con el bolsillo de don Cristóbal! ¡Cuántas y cuántas veces le engañaron sus amigos proporcionándole, hábilmente fingidos, éxitos amorosos o de valor personal que justificaban una opípara cena cuyo gasto pagaba el héroe! ¡Y cuantas perdió su tiempo, su salud y su dinero en la casa de Rita, la vendedora de primicias, y allí, a oscuras, porque la inexperta niña no quería ser conocida, se agitaba Brether vacilante y tembloroso recordando frases galantes, tartamudeando promesas, imaginando disculpas que no se le pedían; asqueroso, como lo es todo lo impotente cuando pretende luchar arrastrado por su necedad o por su soberbia!
Y cuando tan desesperados esfuerzos le dejaban inerte, sin energías en el cerebro y sin conciencia de su estado, empezaba su sangre a circular pausadamente y se dormía el viejo sobre sus laureles y sobre el campo del honor. Dos horas después le despertaba Rita, le hablaba de la protagonista, del amor que súbitamente le había inspirado el don Cristóbal, y entregaba a éste un retrato de la hermosa lograda, y pagaba el necio e íbase al casino o a la tertulia de Célica a referir sus aventuras, que todos escuchaban comiendo sandwichs y bebiendo champagne.
Este era el padre de Marcela, aquella mujer bajita, cuyas caricias recogía su esposo encorvándose.
¡Pobre Marcela! ¿Qué hubiera sido de ella sin su maridito?
Era Marcela una azucena: la más artística combinación de blanco y oro: mezcla de fuego con nieve. Era delgadita, no tanto que recordase el esqueleto, pero sí lo bastante para no producir los groseros apetitos de la carne. Su piel era tan fina, que para ver un poro en la satinada epidermis, era necesario acercarla a los ojos; conque hallándola tan próxima a la boca, se besaba con ésta y se cerraban aquellos. Negábanse sus cabellos rubios a envolver los menudos piececitos quizá por no cubrir la nítida espalda, y llegados a la mitad de ésta, encorvaban sus puntas buscando la lindísima cabeza que los había producido. Era su cuerpo un alarde de refinada delicadeza hasta en los minuciosos detalles, y los deditos de aquellos pies de arqueado tarso, hubieran sido tarea dificilísima para el escultor más hábil. Desnuda, inmóvil y con el cabello esparcido sobre sus pechos de doncella, parecía la estatua de la virginidad, formada de mármol y de oro, para dar los caracteres de lo inmortal a tan hermosísimo emblema. Y de todas aquellas inenarrables bellezas, era elocuente pregón el rostro de Marcela, porque había en él la misma nívea blancura, el mismo suavísimo cutis; y como característica que definía todo lo desconocido, los azules ojos, de un azul tan pálido, que no era fácil limitar los contornos de las diáfanas pupilas, y parecía, mirándolas, que no eran ojos lo que se veía: que era la inmensa bóveda azul de un firmamento sin nubes y sin sol. Angélico rostro que denunciaba un cuerpo también angélico; con esa expresión indefinible que hace maravillosos los ángeles creados por Murillo, donde no hay línea que determine el sexo; con igual continencia que se hace notoria en la sosegada majestad, y la inefable sonrisa de quien sólo piensa en una misma idea subjetiva y amable.
Eso era Marcela: un ángel, que de mujer sólo tenía el sexo denunciable por la disección anatómica, pero que no se expresaba fisiológicamente; porque había allí órganos atrofiados que vivían con el cuerpo pero sin ejercer funciones: pasivamente; no como estómago de hambriento, sino como cerebro de estúpido. Y así era Marcela por educación y por herencia. De su madre había heredado la bondad y la hermosura, y de su padre las negaciones. La negación fisiológica y la psicológica, porque su cerebro se habituó a no razonar, y empleó todas sus energías en la sensación; llegando a ser extraordinariamente sensible a las impresiones externas que archivaba su memoria cuidadosamente, pero sin método. Faltó el juicio acerca de la impresión recibida; no hubo enseñanza ni experiencia; y la voluntad, constantemente ociosa, llegó también a atrofiarse, dejando a Marcela presa de esa gran desgracia que se llama determinismo filosófico. En condiciones tan anómalas, se casó sin tener más guía para regular sus actos que los buenos consejos de su santa madre, con los cuales había formado como tabla empírica de astrólogo, o como formulario de médico; y con él consultaba en los trances difíciles, quedándose resignada cuando no podía diagnosticar el mal, o cuando, ya diagnosticado, no hallaba en el formulario la buscada receta. Habíase imaginado una moral artificiosa e implacable como ley de Dracón: su madre resumía todo el bien, y su padre sintetizaba todos los males; y con su madre eran buenas todas las mujeres, y con su padre malos hasta la perversidad todos los hombres. Y no por eso odiaba a su padre, que le perdonaba y le quería como había hecho doña Julia; pero no se hubiera transformado en hombre para no verse obligada a tener alardes de impiedad, de despreocupación moral, y de musculatura atlética. En cambio aspiraba a ser igual a su madre: infinitamente indulgente con las faltas ajenas, pero extraordinariamente intransigente con sus propias faltas: tan pequeñita y linda como ella, y, como ella, limpia, piadosa, honesta y triste. Amaba a los niños porque le parecían mujeres dimimutas, y huía de las viejas porque las encontraba despreocupadas, y feas como los hombres.
Esta era la esposa de Luis Noisse, y llegó a serlo con verdadera alegría, porque así se lo ordenaban, y además porque su madre le había asegurado que sería muy feliz; y su madre no podía equivocarse. Lo único que la disgustó fue que la casasen con un hombre, porque hubiera preferido un niño rubito como ella, o el Ángel de la Guarda, que la Marquesa de L'Or tiene en su capilla.
Y no era que Luis le produjese enojo: todo lo contrario; le quería muchísimo; y así lo confesaba a doña Julia cuando ésta se lo preguntaba con insistencia. Además, la historia de sus amores no dejaba posibilidad de dudas, porque Marcela estaba convencida de que no se podía amar más, ni con más irrecusables testimonios.
Luis Noisse, apenas hubo salido de la escuela militar, fue destinado a la Aurelia, cuya conquista había hecho el marqués del Mantillo, pero cuya pacificación era un problema insoluble. A su vuelta se halló huérfano, y aunque Ganstier y hasta al republicano Dufrouol, quisieron facilitarle el acceso al poder, esperando hallar en el joven capitán de artillería un compañero tan útil como lo había sido el difunto sargento mayor para Nicasio Álvarez, nada hicieron, porque Luis declaró que no tenía ambiciones, que su renta le bastaba para vivir lujosamente, y que sólo aspiraba a conseguir una cátedra en el Liceo Imperial: y la consiguió.
Hiciéronse públicas las aficiones científicas de Noisse; sus compañeros de armas declararon que tan cumplido caballero era más aficionado a los libros que a montar a caballo; y aunque esto era entonces grave defecto, las niñas casaderas de la corte, improvisada por el marqués del Mantillo, trabajaron con empeño para casarse con aquel filósofo rico, aristócrata de legitimidad indiscutible, y que llevaba airosamente su uniforme lleno de honoríficas cruces, roto por las balas enemigas, y quemado por los fogonazos de los cañones imperiales. Entretenía estas esperanzas la conducta de Luis, que desde su vuelta visitaba a todos los amigos de su difunto padre, conque hubo de visitar a toda la buena sociedad de Granburgo. Pero después de un año, las murmuraciones no fijaron nada concreto, y se convino en que Luis no pensaba en casarse.
Tres meses después se casaba Noisse.
Los necios aristócratas de nuevo cuño se llamaron a engaño, pretendiendo que era ofensivo para su dignidad que Luis no les hubiera tenido al corriente de sus intenciones. Y el engaño no existía. Luis no había visitado a la familia de don Cristóbal Brether, porque conocía las malas cualidades de éste, y sabía por referencias que doña Julia y su hija se alejaban de todo trato social. Pero un día don Cristóbal, ávido de impresiones nuevas y persuadido de que un oficial del ejército de las colonias debía traer a Granburgo vicios exóticos, buscó la amistad de Noisse y le presentó a doña Julia y a Marcela. La señorita Brether produjo en Luis una impresión agradabilísima, porque harto éste de ver las niñas de la moderna aristocracia descotadas con desvergüenza, vestidas y alhajadas como manceba que se feria, habituadas a no hablar de nada culto ni útil, embadurnadas con afeites tan asquerosos como costosísimos, y buscando maridos por sugestión afrodisiaca, llenose de asombro ante aquel ejemplar de pudor y de hermosura tan raro en la viciosa capital del imperio.
Y como fue agradable la primera impresión, deseó Luis repetirse estas impresiones, y empezó a visitar la casa de don Cristóbal con tan extraordinaria frecuencia, que creyó decoroso disculparla dignamente, y abordó con resolución su partido pidiendo permiso a doña Julia para granjearse el afecto de Marcela.
Doña Julia tomó ocho días de plazo para contestar, y Luis empleó estos ocho días en cerciorarse de la bondad de su resolución, renovando, con tal objeto, sus visitas a los aristocráticos salones de prendería donde, entre antigüedades sin arte, cromolitografías modernas, y cacharros feos de todos los tiempos, enseñaban el arranque de su pierna y el arranque de su seno las perfumadas niñas, capaces de todos los arranques.
Terminó el plazo, y doña Julia accedió a los deseos de Luis, y cuando éste dijo a Marcela que la amaba, contestó la niña: «Me alegro muchísimo, porque dice mamá que es usted muy bueno». Insistió el capitán haciéndola comprender que el amor que él pedía era un afecto especial, y después de describir las condiciones de este afecto, repuso Marcela: «No sé querer así; pero mamá me enseñará».
Luis comprendió que aquella cabeza, llena de dorados rizos, no discurría lo suficiente para hacer buena pareja en la misma almohada con la cabeza de un filósofo; pero su experiencia le advirtió que los cerebros de otras pretendientes sólo discurrían acerca de lo malo, y que el cerebro virgen de Marcela podía acostumbrarse a pensar honradamente. Era además irresistible el atractivo de aquella hermosura llena de sencillez e ingenuidad. Una atención de la niña producía por su espontaneidad una emoción gratísima, y Luis se decidió a dejar que continuase la lucha entre su corazón y su cabeza, convencido de que pronto se decidiría la victoria. Pero antes de que llegase este instante se murió doña Julia, y tres meses después se casaron Luis Noisse y Marcela Brether.
Fue la boda un acto triste; con los novios vestidos de luto; sin más acompañamiento que don Cristóbal, la madrina, que era la marquesa de L'Or; el padrino, que lo fue el hijo de Rotondo, y los testigos, uno de ellos pariente de Marcela, y el otro Aníbal Céspedes, compañero de Luis, y que llegó después a ser el famoso héroe de la revolución del 96.
Pesábale a Noisse aquella tristeza, y no porque la creyese impertinente, que bien sentía la muerte de doña Julia, sino porque supersticioso al fin, como enamorado y como militar, dolíale empezar con tanto luto la azarosa vida del matrimonio.
Al terminarse los desposorios, Aníbal, menos prudente, se ofreció a brindar una copa de champagne por la felicidad de los recién casados; pero la marquesa rechazó la proposición, y el acompañamiento permaneció en la sala ante el improvisado altar, donde la conmovedora figura de un Cristo de marfil se destacaba sobre los negros paños de terciopelo. Se dedicó un rato a recordar las virtudes de doña Julia, y después se levantó de su asiento el sacerdote, imitáronle los padrinos y los testigos, y todos juntos se marcharon, dejando solos a don Cristóbal y a sus hijos.
Pretextó el viejo no sé qué asunto urgente que le obligaba a cenar temprano; cenó con don Cristóbal el matrimonio, sin que Marcela probase ningún alimento; y, terminada la cena, marchose el suegro a la calle, y murmuró al verse en la vía pública: «Ya están casados; ahora recobro mi libertad, y esta noche, y después que se las arreglen como puedan.»
¡Arreglárselas! ¿y cómo?
La trayectoria de un proyectil se calcula en seguida, porque se sabe que es una parábola: y = 2 p x. Pues ahora, he aquí el eje de abscisas y el de ordenadas; denme ustedes el ángulo de inclinación de la pieza y los datos que les pida acerca del cañón, del proyectil y de la pólvora, y hasta de la densidad atmosférica, si es excepcional, y en seguida trazo delante de ustedes la trayectoria pedida. Pero, ¿quién calcula la trayectoria que describe una desposada para caer en los brazos de su marido? Y sin más datos que el punto de partida y el punto de llegada. Es preciso calcular la atracción del esposo; y la dirección en que actúa; la masa y el volumen de lo atraído, que es la voluntad de la esposa; la inercia, el impulso inicial; el trabajo resistente, y lo imprevisto, que esto último es siempre lo que no se puede calcular.
No deseo a ningún amigo mío que se vea como Marcela en aquella noche; y si alguno quiere verse como Luis, no le alabo el gusto.
El capitán filósofo empezó por sentar a su mujercita al lado de la chimenea, y después echó leña al fuego en previsión de que la escena sería larga. Sentose enfrente del enemigo, a la distancia conveniente para que Marcela quedase en la línea de tiro, y se puso a pensar el plan de ataque, mientras su esposa sollozaba, y con sus blancas manitas apretaba contra sus ojos el empapado pañuelo de batista. Pero el plan no era asunto fácil para resolverlo en un instante, y el silencio iba siendo una cobardía impertinente. Entonces Luis se decidió a tirar al aire un par de granadas sin carga y sin espoleta, siquiera para hacer ruido con los disparos. Y aquí de las frases persuasivas y consoladoras como: «¿Crees que yo no lo siento tanto como tú?... Hubiera sido muy feliz viéndonos casados... No la olvidarás, no; pero mi cariño sustituirá al suyo». Después disparó para rectificar el error y fijar definitivamente la altura del alza: «No llores más, o ven a mis brazos para llorar conmigo». Pin, pan, pun, puuun, pan, pin, paaan... El proyectil había dado en el blanco; pero el enemigo se defendía detrás del blindaje. «Déjame, te lo suplico. Me ha abandonado cuando más falta me hacía. Déjame, Luis; déjame por Dios. ¡Madre mía!».
Toda retirada es deshonrosa en un artillero que hace blanco en el primer disparo, y Luis no se retiró: lo que hizo fue callarse y echar otro leño en la chimenea. Pero el enemigo seguía allí, sin hacer fuego, es verdad, pero desafiando el ataque, y llevando su desplante hasta mostrar un piececito que asomaba por debajo de la falda, como riéndose de aquel capitán que había sido un héroe en las colonias.
«Aquí hay que tomar una determinación», pensó Luis; o me paso al enemigo, y me pongo también a llorar hasta que se nos sequen los ojos, o izo bandera negra, y le largo una granada de segmentos que le haga pedazos la batería, y después me subo por el glasis, entablo la lucha cuerpo a cuerpo, y clavo los cañones, gritando: ¡Viva el emperador! El emperador se llama ahora Luis Noisse.»
A pesar de estos razonamientos siguió el capitán callado, y no añadió leña al fuego porque ya no cabía más leña dentro de la chimenea. «Tanteemos el terreno, que el valor no está reñido con la prudencia».
-¿Te encuentras mal?
-No, Luis; pero déjame.
-No he de dejarte, vida mía; pero temo que te pongas enferma.
-No, ya no lloraré, si no quieres.
-No es que no quiera; demasiado comprendo tu dolor...
-Pues, entonces, déjame.
-Con tal que...
-Ya sé que te molesto
-¡Molestarme tú!, ¡cielo mío!
-Pero te molestaré poco.
-Si no me molestarás nunca.
-Yo me iré con mi madre.
-Marcela, no digas eso.
-Sí; con mi mamita de mi alma. ¡Madre mía!
Y de nuevo empezó el llanto. Luis exhaló un suspiro extenso y angustioso, como el de un agonizante, y se quedó mirando las llamas que producían los leños.
Cuando un individuo no es filósofo no se pone a investigar orígenes, ni a presumir resultados. Acepta las cosas como las encuentra, y usa de ellas o no usa, según lo tiene por conveniente. Pero Luis era filósofo, y sin duda debió creer que en aquellos jirones de fuego donde tenía fija su vista, estaban las soluciones de todos los problemas que le preocupaban, porque mantúvose inmóvil más de una hora. Durante este tiempo fue la memoria hojeando el álbum de los recuerdos, y saltando hojas de tal modo que a una campiña de la Aurelia seguía el altar de la sala; a éste el caporal Ruiz, y así, sin descansar un instante. Pero llegó el momento en que una gota del sudor que inundaba la cabeza del esposo resbaló por la nariz y cayó sobre las manos.
Volvió Luis de su éxtasis, miró a su mujer fijamente, y como no la oyese sollozar, prestó atención, y comprendió que Marcela dormía.
La ocasión no era mala; pero Luis entendió que no se debe tomar a traición lo que se puede usar con derecho, y recostándose en el respaldo de la butaca, se desabrochó el batín porque el calor era insoportable.
Aquel sueño de Marcela se podía interpretar de dos maneras distintas: o era una confianza en la hidalguía del enemigo, o era mofarse del arrojo del contrario. Este dilema merecía un cuarto de hora de disquisiciones y lucubraciones, y Noisse dedicó a esta faena el resto de la noche, porque se quedó dormido.
Cuando despertó se encontró arropado con dos mantas, y sudando como pollo recién nacido. Se deshizo como pudo de su envoltorio, estiró el entumecido cuerpo, y buscó a Marcela. Pero no estaba ni en el gabinete ni en la alcoba, y en su lugar se presentó la doncella sonriendo maliciosamente, y mirando de reojo a Luis, que despeinado, con la barba aplastada y la camisa pegada al cuerpo, denunciaba que aquel hereje no había sacrificado en el altar del Dios protector de las parejas humanas.
-¿Y la señorita?
-En su tocador: ha hecho que le sirvan allí el chocolate; se ha encerrado y no sé más.
-Váyase usted.
-¿Quiere usted que...?
-Váyase usted.
¿Habéis visto cómo se inicia y cómo se desarrolla el ataque epiléptico? Pues esto se vio en el cuerpo de Luis. Corrió por entre las sillas o sobre ellas, no sé cómo; llegó a la puerta del tocador, la encontró cerrada, dio en ella un golpe firme, solo, atlético, y se abrió la puerta saltando el pasador. Dentro de la habitación estaba Marcela en camisa y llena de espanto.
Luis la cogió por la cintura, la levantó hacia el techo cuanto se lo permitieron los brazos; Marcela apoyó las manos en los hombros de Luis, y este después de ver así sus dominios, tomó posesión de ellos con la energía con que se debe usar de los derechos cuando no se reconocen. Y más tarde, al engullir el chocolate de Marcela, que estaba intacto sobre una mesita, decíase el muy taimado: «He olvidado gritar en aquel momento ¡Viva el emperador!» Y Marcela se acordaba del Ángel de la Guarda, de rostro tan lindo y mirada tan dulce, que tiene en su capilla la señora marquesa.
III
Era aquel hogar un verdadero paraíso.
Pensaba Luis que allí no faltaba la serpiente, dignísimamente representada por don Cristóbal; ni faltaban manzanas que se comía el matrimonio adquiriendo, poco a poco, la ciencia del bien y del mal.
Afortunadamente el suegro, aunque totalmente pervertido, no se dedicaba a pervertir a Marcela, y todo el mal que causaba a Luis se reducía a gastarle un par de miles de pesetas todos los meses.
Claro es que semejante gasto era excesivo; pero Luis se consolaba calculando que don Cristóbal moriría pronto o abandonaría sus estúpidos vicios. Además, los primeros años de matrimonio se dedican siempre a gastar, y los siguientes, a producir.
Sin embargo, no habían sido inútiles los tres meses transcurridos, porque Marcela estaba en cierto estado.
Por eso Luis no se quejaba del gasto extraordinario que se hacía en su casa, porque, al fin, bien vale un hijo la fortuna de su padre; por otra parte, la familia Brether no había podido gozar hacía algunos años de esos placeres que constituyen imprescindibles necesidades para el hombre culto habituado desde su niñez al buen trato social. Así era, que don Cristóbal proponía fiestas, que pagaba Luis, y que aceptaba Marcela, cuando eran compatibles con su luto.
Pero la sociedad de Granburgo ya no se acordaba de doña Julia, y asediaba a don Cristóbal para que éste la facilitase el medio de poder enterarse bien de la manera con que Marcela y Noisse desempeñaban sus papeles de recién casados.
Ya habían tenido los esposos algún encuentro traidoramente dispuesto con aquellas familias a quienes por su aparente seriedad correspondía el delicado cargo de avanzadas en el proyectado asalto. Una mañana, y durante el almuerzo, se propuso don Cristóbal, explorar el terreno.
-¿Pero tú has sido siempre tan retraído como ahora?
-Lo mismo, sobre poco más o menos.
-Pues parece absurdo en un oficial de artillería.
-Sí; pero la mayor parte de mi juventud la he pasado en campaña.
-Sin embargo, cuando volviste a Granburgo visitaste a algunas familias.
-Pero me aburrí en seguida.
-¿Por qué?
-Realmente no lo sé con exactitud; pero es lo cierto que me aburría. Todas las reuniones a que asistí estaban cortadas con el mismo patrón; las mismas niñas en todas partes, como esas decoraciones costosas que van de escenario en escenario acompañando a la zarzuela que las motivó; los mismos valses de moda repetidos sin cesar, hasta que la moda concluye; las mismas romanzas al tenor, de tiple y de contralto, romanzas que ya cantan con disgusto los grandes artistas para no verse obligados a dar notas que no existen en las partituras, y que ha introducido el perverso gusto de los malos aficionados. El mismo ornato en todas las casas: siempre dos o cuatro sofás con sus inseparables butacas; cornucopias y retratos de familia por las paredes; entredoses llenos de fruslerías que para nada sirven ni revelan arte, porque están hechas a miles en las fábricas extranjeras; una alfombra que llena de polvo los pies de quien la pisa; en todos los huecos, colgaduras recogidas, que pudieran servir para impedir el paso del viento frío, pero que no sirven para nada; un piano de media cola, un arpa y un armonium colocados sobre una tarima de madera, cuyas tablas oculta un tapiz que nunca se barre para que parezca viejo más pronto; un gabinete con una mesa de tresillo, a cuyo lado nunca falta un tahúr o una señora aficionada a pedir dinero prestado, o prestar sus pies para que se los estrujen; una galería de cristales con macetas que no dan flores ni huelen a nada; y un comedor donde se sirven fiambres, dulces y vinos, sin la animación y la honesta alegría que constituyen el mejor encanto de todo banquete. A esto añada usted que el anfitrión da la fiesta para lucirse, pero no porque le importe gran cosa de sus convidados. Y éstos van para lucirse también, para alabar la reunión delante de los amigos que no concurrieron, y, delante de los contertulios, poner, como digan dueñas, al infeliz que se gastó el dinero en obsequiarlos.
-Me parece que exageras.
-Pues yo creo que digo la verdad.
-Pero esas fiestas son necesarias.
-¿Para qué?
-Para ponernos en contacto con otros; en esas reuniones se conciertan negocios, proyectos matrimoniales y cambios políticos.
-No es exacto, o al menos no son necesarios esos bailes para obtener tales fines; porque lo mismo se podría lograr en el teatro, en la iglesia, en los hipódromos y en las salas de conversación de la cámara de representantes; es que se busca el anuncio personal, y no el colectivo. La señora del ministro no queda satisfecha con que su marido obtenga triunfos en el parlamento, y quiere que todo el mundo tenga noticia de sus méritos propios que ordinariamente se reducen a tener buena casa, buen piano, buena modista y buen cocinero, preciosos dones que también debe a las dotes políticas de su esposo. La que es hermosa desea que se sepa, siendo así que honradamente sólo interesa esto a su marido, y la que es fea quiere que la llamen simpática y elegante, con que todo el mundo al leer el artículo del revistero de salones queda persuadido de que la tal señora es mucho más horrorosa de lo que a Dios plugo hacerla.
-Total; que estás de broma.
-No estoy disgustado, pero lo que he dicho se puede decir en serio.
-Pero reconocerás que no tienes razón, porque todos opinan de distinto modo que tú.
-Todos, no.
-Y tú mismo confiesas que has asistido a esas reuniones.
-Pero en ellas no logré nada, ni siquiera me casé por ellas; es decir, influyeron para que me casase con Marcela, precisamente porque no asistía a esos espectáculos.
-Pues para algo te han servido
-Y se lo agradezco, pero ahora no necesito nada, y por eso no voy.
-Pero ahora debías ser tú quien diese reuniones.
-Si no tengo hijas que casar ni empleo que pretender.
-Pero tienes amigos a quienes debías recibir en tu casa para darte el gusto de obsequiarles.
-Tengo pocas amistades y son entre gente seria.
-Pues de gente seria hablo.
-No baila.
-Pues no des baile.
-Eso va siendo otra cosa.
-Y concluiremos por entendernos.
-A todo esto Marcela no dice nada.
-Yo no tendría inconveniente en dar lo que ahora se llama un té, pero advirtiendo a nuestros invitados que no nos presentasen ninguna persona desconocida para nosotros.
-Eso me parece bien.
-Podían venir la marquesa y mis primas.
-No, porque esas sólo van a donde haya mucha concurrencia.
-Además, el general con su señora; esos no tienen hijos. Mi confesor...
-Que tampoco los tendrá.
-Calla, impío.
-Es que eso no parecerá una tertulia seria, sino un día de duelo dedicado a la pérdida de nuestra juventud. Y no somos tan viejos.
-No me has dejado concluir.
-Pues, perdona, y sigue.
-Vendría también alguno de tus compañeros.
-Aníbal Céspedes.
-Ése es un calavera
-Pues el sobrino de Ganstier.
-Ése está tísico y ciego a fuerza de estudiar.
-Pues todos mis amigos pertenecen a una de esas dos clases: o calaveras o sabios. El único, que servía para todo era Cartridge.
-¿El fraile?
-El mismo
-¿Y por qué se hizo fraile?
-Yo no lo sé positivamente, porque nunca he querido preguntárselo. Además, desde que entró en el convento, donde ya es prior, sólo le he visto dos veces: una en Enlace, donde él aguardaba el correo para Granburgo cuando yo pasaba hacia Merjolie, y la otra en el palacio del Alto Tribunal, cuando vino con motivo del proceso que se le siguió a un fraile de su convento.
-¿Y por qué fue el proceso?
-No llegué a enterarme bien; pero creo que todo consistió en una mala interpretación de los tribunales.
-Y, ¿hace buen fraile tu amigo?
-Excelente; tiene una ilustración asombrosa; es fuerte y joven, creyente sin fanatismo y trabajador incansable. Debajo de su hábito ha conservado el pundonor del buen militar, y seguramente será el fraile que mayores favores obtenga de los altos poderes si los solicita.
-Y, ¿no sabes por qué profesó?
-No lo sé. He oído contar una historia en la que figura una mujer hermosa; pero si la historia no es cierta, no debo ayudar a que se propale, y si es exacta, debo callármela mientras no me autorice Cartridge para publicarla.
-Haces bien.
-¿Ahora se llama el padre Bernardo?
-Y antes don Bernardo Cartridge, jefe de artillería, comandante de batería de primera, con cruz del Corazón de la Patria, etc. ¡Ah!, te advierto que ese ha de ser mi confesor el día que yo me muera.
-Calla, Luis, por amor de Dios; no digas esas cosas.
-De todo hay que hablar.
-Pero no de asuntos tristes.
-Usted quiere que hablemos del proyectado té.
-Ahora no, porque me aguardan en el casino, pero volveré a la carga hasta convencerte.
-Si ya estoy convencido.
-¿De veras?
-Y tan de veras. Tienen ustedes amplias facultades para organizar la fiesta.
-Eres tan bueno como tu amigo, aunque no seas fraile. Me voy al casino y daré la noticia al general.
-Yo también me voy al Liceo.
Pero antes de marcharse Luis se acercó a Marcela, y la dijo:
-¿A qué hora acabará la reunión?
-Pues a media noche.
-Es un poco tarde, pero no importa, porque aquí el tiempo no es proporcional a la distancia.
Y llegó el día de la reunión proyectada. A juzgar por los preparativos debía esperarse que la fiesta fuese agradable; don Cristóbal se encargó de que los criados vistiesen ropa nueva; de que la escalera estuviese alfombrada, iluminada y guarnecida de macetas; de que Cook, el gran repostero de la Avenida Imperial, preparase para aquella noche los platos más delicados que salían de su cocina; de los cigarros, de los licores y de los ramos.
Marcela tuvo a su servidumbre en constante trabajo hasta que dio por terminada la limpieza de toda la casa. Luis pagó y asintió a todo.
Se había hecho la lista de invitados con antiguos amigos de la familia Brether, dos o tres compañeros de Luis, aquellos socios del casino que formaban la tertulia íntima de don Cristóbal, y Marcela rogó a su tía y madrina la Marquesa de L'Or que no faltase al té. A las nueve de la noche estaban los salones iluminados, pero desiertos; a las nueve y media llegó la marquesa; según dijo, empezaba a llover, y esto sirvió de disculpa a la tardanza de los convidados y a la ausencia casi segura de algunos de ellos; a las diez se paseaban Luis y el sobrino de Ganstier por el salón principal, en uno de cuyos extremos conversaban en voz baja Marcela y su tía; don Cristóbal acababa de enviar un queso helado a una casa, cuyas señas dio con sigilo a uno de los sirvientes; a las once llegó el general director del Liceo, pero llegó solo, porque su esposa se hallaba delicada; poco después entraron los invitados por don Cristóbal, y éste los fue presentando a la reunión. Eran Paul Mensonge con su esposa, un brigadier cuyo nombre no recuerdo, Daniel Pschut y la señora Pimp, viuda de un íntimo amigo y compañero de armas del difunto general Brether.
La casa adquirió animación para no confundirse con una sala de Pasos Perdidos.
Después de una breve conversación acerca del frío y de los nuevos impuestos, dijo Paul que se abriese el piano de Marcela, y aunque ésta se excusaba, la intrépida señora Pimp levantó la tapa, separó la banqueta, y propuso bailar una danza de figuras. Pero se tropezaba con la dificultad de que sólo Marcela tocaba el piano, y por indicación de Luis convinieron todos en que la señora de la casa no debía colocarse en una posición tan violenta.
Don Cristóbal prometió arreglar el asunto, y mientras lo arreglaba reanudáronse las conversaciones; la señora Pimp con Marcela y la Marquesa, Paul con el general, y el brigadier y Luis con Pschut y la señora Mensonge.
Esta señora, nacida, según lo aseguró, en las nuevas colonias, era un esqueleto animado; la ropa colocada sobre su cuerpo parecía próxima a escurrirse hasta caer amontonada sobre el suelo, sus facciones eran bonitas, pero sus ojos carecían de expresión, mantenía inmóvil la boca, y todo en aquella colonial revelaba un absoluto desconocimiento del trato social, y una admiración de estúpido hacía lo que tenía delante. Obligada por el petimetre Pschut, que era un charlatán incansable, contó la buena señora que su esposo tiraba perfectamente todas las armas, y que se encontraba en Granburgo preparando un negocio colosal, para el que eran precisas la construcción de un largo ferrocarril, una emisión especial de papel moneda, y otras pequeñeces por el estilo; Pschut prometió su valiosa ayuda para lograr el éxito de la empresa, ofreciendo buena parte de los millones de su tío, cuyo nombre no dijo, y la competencia del ilustrado brigadier, cuyo nombre sigo sin recordar.
El tal brigadier describía con minuciosos detalles la muerte de Picaixons, a quien asesinaron villanamente en una calle de la capital del Fóculo.
-Según eso, estaba usted emigrado en aquella época.
-Sí, señor, mi general.
-Pero, ¿era usted militar entonces? -preguntó Paul.
-Lo fui a la vuelta; pero no hablemos de esto, porque la historia es larga, y me afecto mucho recordando lo mal que se han recompensado mis servicios.
Jorge Ganstier, el sobrino del gran mariscal, permanecía de pie en medio del salón contemplando fijamente el dibujo de la alfombra; Luis se acercó a él, y el tisiquillo, viéndose sorprendido en sus meditaciones, le dijo:
-Tú sabes que las bisectrices de un cuadrilátero forman otro cuadrilátero inscribible en un círculo.
-¿Y qué?
-Pues estoy calculando la aplicación de este teorema para medir las áreas de los polígonos, cuyo perímetro sea inaccesible.
-Pero tú sólo piensas en la ciencia.
-Y en otras cosas.
-Pero en las mujeres nunca.
-Si no saben nada.
-Distingamos; ahí tienes a la señora Mensonge, que es colonial y ha viajado mucho.
-Pues te aseguro que no sabe los kilómetros que ha recorrido, ni los nombres de las provincias, ríos y cordilleras que ha atravesado; es más, ni el precio de los billetes del ferrocarril.
-Es posible, pero eso les ocurre a casi todas.
-Por eso yo no hablo con ninguna.
-Busca las excepciones.
-Esas sólo existen en las leyes empíricas, y no me ocupo con esas leyes.
-Es que las filosofías que desdeñas son también una manifestación de la actividad intelectual.
-La filosofía es un postre, y el hombre debe ser frugal. Eso queda para los viciosos y para los enfermos del estómago.
-No lo creas: yo razono vigorosamente, y algún día publicaré mis razonamientos.
-Pero no los leerá nadie.
-Tenga usted cuidado con lo que escribe -dijo el joven Pschut, acercándose a Luis.
La señora Mensonge conversaba con las demás señoras.
-¿Cuidado?
-Ya sabe usted que al emperador sólo le gustan las obras militares.
-Pero el emperador no es todo el público.
-Pero es quien manda -dijo Paul desde su asiento.
-Sí, pero no es el censor.
-Hoy no hay censura -contestó el general.
-Existe, porque se denuncian los libros.
-Cuando infringen las leyes.
-Y sin infringirlas. Nuestros grandes literatos se ven obligados a usar del apólogo para decir cosas insignificantes, que se decían en medio de la plaza pública durante las monarquías anteriores al imperio.
-Según eso, tenemos menos libertad.
-Mucha menos. Los escritores crean países fantásticos que les sirven de escenario para la acción de sus novelas. Úsase de palabras exóticas y de nombres desconocidos para designar los personajes y las cosas. Los admirables paisajes de nuestras montañas del Norte y las envidiables costumbres de los habitantes de aquellas comarcas han quedado grabadas en el hermoso monumento literario que con sus obras ha levantado el eminente Pedro Da; pero esas obras, sustituyendo las palabras del dialecto, se pueden traducir a todos los idiomas sin llevar el más pequeño rastro de su jerarquía patria. Nuestra insigne abuela, que muy joven ha llegado a ser madre de nuestra madre naturaleza, da nuestros nombres a los pueblos de su país natal para referirse sin peligro a aquellas hermosas provincias. Moimente, acosado por la policía, llegó a crear una nación fantástica con su historia y geografía particulares, y, no obstante su prudencia, se vio envuelto en un proceso sin más resultado que injurias e indiferencias de la crítica que sobrellevó con cierta filosofía.
Nuestros poetas no pueden dar carácter nacional a sus escritos, porque el rasgo que nos caracteriza es nuestro amor a la independencia, y este amor es un gravísimo delito. Aquí no son posibles esos escritores que, aún lanzados en los delirios más inverosímiles de la fantasía, coservan un sello de patria y una nota característica que imprime a sus personajes más ideales un tipo marcado de nacionalidad. Aquí son extranjeros los uniformes, los libros de texto, los accionistas de las grandes empresas, algunos generales y otras gentes, y todo lo que sea manifestación de amor patrio supone una protesta implícita contra lo que se nos impone; y esa protesta se castiga cometiendo crímenes legales.
¡Infeliz de quien se atreva a levantar su voz! Su nombre quedará oscurecido; se le llamará ladrón de pañuelos, y, de todas las maneras se verá envuelto en un proceso: porque hoy se castiga menos, pero se procesa más. Somos un pueblo que cae de espaldas en el abismo.
Cuando concluyó Luis su discurso vio que la admiración habitual de la señora Mensonge se había comunicado a todos los concurrentes que le miraban estupefactos.
-Parece usted realista o republicano.
-Yo sólo soy un soldado.
-Pues eso sólo debe usted ser.
La manera con que el general dijo estas palabras dejó cortada repentinamente la discusión; la señora Pimp aprovechó este instante para decir a los contertulios que era ella quien había abierto el piano, pero que se arrepentía de lo hecho en atención al luto de los señores de la casa.
-Pues hay que advertírselo a don Cristóbal.
-Hace rato que le envié recado -dijo el brigadier-; pero no está en casa.
-Pues yo, con su permiso de ustedes, me retiro.
Y el general se acercó a Marcela y se despidió de todos ceremoniosamente. Detrás de él se marcharon el brigadier y Daniel Pschut, decididos a acompañar al general hasta su casa.
La señora Mensonge continuaba viendo con asombro todo lo que tenía delante; Paul hablaba con Ganstier acerca del costo de un ferrocarril de vía estrecha; la señora Pimp seguía excusándose por su anterior indiscreción, y Luis contemplaba a Marcela, que parecía contrariada.
La Marquesa continuó el iniciado desfile, despidiéndose del capitán muy fríamente. Con la Marquesa se marchó la señora Pimp, que buscaba pretexto para salir del atolladero en que se había metido, y el matrimonio Mensonge se fue también al verse solo.
Quedose Luis disgustado por lo inopinadamente que terminaba la reunión; volvió Marcela de la antesala; acercósele Luis para buscar compensación al pasado aburrimiento, y su esposa, encarándose con él, le dijo agriamente:
-¿Qué te ha parecido la señora Mensonge?
-Un tipejo.
-Eso digo yo; un tipejo: un mal tipejo.
Y volviéndose de espaldas a su marido, se fue a su cuarto, dejando a Luis de pie e inmóvil en medio del iluminado salón.
IV
Veinticuatro horas después, sabía toda la sociedad elegante de Granburgo que el té de la casa Noisse había hecho fiasco.
Y no fue esta la única consecuencia de la malhadada fiesta; hubo más: hubo cariñosas advertencias a Luis previniéndole que el general le tenía en observación; hubo grave regaño de la marquesa, que temía ver a su sobrino fusilado por demagogo, y hasta el confesor de Marcela les hizo una visita tan lúgubre, que parecía un responso. Hubo también, que Cook presentó su cuenta, y que ésta importaba mil doscientas pesetas; y hubo que don Cristóbal pasó dos días sin parecer por su casa, entretenido seguramente con los justificantes de la cuenta de Cook.
Pero a Luis le importaban muy poco estas cosas; lo que le preocupaba era que Marcela no hablaba, ni comía; esquivaba la presencia de su marido, y pasaba el día encerrada en su tocador. Luis recurrió a todos los medios que le sugirió su inteligencia para provocar una explicación con su esposa, pero no la pudo lograr; y cansado de esta lucha, se resolvió una mañana a penetrar en la habitación de Marcela, y encontró a esta caída sobre una butaca, con los ojos extraordinariamente abiertos, crispados los dedos de las manos y lívido el semblante. Luis la sujetó por el talle, y trató de colocarla en posición más cómoda, pero ella le dijo muy bajito:
-Me muero; llévame a la cama.
Y Luis la cogió en brazos con el mayor cuidado, la desnudó, rompiendo los vestidos sin tropezar apenas el delicado cuerpo de su mujercita, y la metió en la cama, y la abrigó con el mayor esmero, mientras la doncella aguardaba con el servicio de té, y Bautista, el fiel ayuda de cámara, corría por las calles de Granburgo buscando al doctor.
El padre de don Teodoro había sido albéitar en Villaruin, y tuvo paciencia para costear los necios gastos de su hijo durante quince años, con cuyo tiempo y las recomendaciones del diputado, llegó Teodoro a ser médico, y a lograr, apenas salió de la escuela, la titular de mata-enfermos y enfermasanos en el mismo pueblo donde ejercía su padre. De este modo, las personas y los animales quedaron sujetos al mismo tratamiento, y seguramente murieron muchos sin que Dios se hubiese acordado de llamarlos.
Casose con la hija de un acarreador, y éste se dio tal maña para aprovecharse de la guerra, que cobrando paja, víveres y bagajes, que no había facilitado, hizo una regular fortuna. Marchose el mediquillo con su esposa a Granburgo, y empezó a llamarse don Teodoro, y a ser médico de moda, porque cobraba caro, recetaba baños, curaba granos visibles, y mataba a cuantos podían dejar buena herencia.
Los descubrimientos de la biología y los homéricos cantos de la ciencia describiendo las luchas entre los microorganismos y el hombre, perturbaron a don Teodoro que empezó condenando tales paparruchas, y concluyó aceptándolas sin conocerlas.
El doctor había ayudado a morir a doña Julia, y se disponía a hacer lo mismo, cuando llegase el caso, con Marcela y con su esposo. Así es que, al convencerse de que Luis estaba preocupado con aquella enfermedad, se preocupó también don Teodoro, y empezó recetando, con arreglo a la ciencia moderna, cuantos antisépticos conocía, recomendando inyecciones hipodérmicas, y sintiendo que su decoro no le permitiese aplicar a Marcela dos dientes de ajo en las sienes y una cataplasma en el estómago.
Volvió Marcela del desmayo, e indicó al doctor qué clase de dolores la tenían postrada.
Entonces don Teodoro llamó aparte a Luis, y le dijo:
-No me cabe duda; tengo buen ojo: esto es un aborto y nada más que un aborto.
-¡Dios mío!
-Las ciencias modernas no han inventado nada para esto, porque lo sabría yo; pero si usted o tú (porque te llamo de tú) quieres avisar a algún sabihondo de esos, puedes hacerlo; yo te daré nombres.
-Desde luego esa es mi opinión -afirmó Luis, a quien aquel médico no inspiraba confianza.
-Sí, sí; esa es la tuya; pero hay que saber la de la enferma.
-Es cierto.
-Basta, basta, y no perdamos el tiempo, que es money. Vamos a preguntar a la niña.
Marcela dijo que no quería más médico que don Teodoro; el viejo Brether tuvo la osadía de preguntar si podría vivir la criatura, y contestó el doctor con el mayor aplomo.
-De tres meses viven pocas.
Aquella noche procuraba Luis consolarse de la pérdida de su hijo, y hacía propósitos de cuidar muchísimo a Marcela para que se verificase el refrán que dice: «Aborto temprano, señal de hermano».
Y Marcela, viéndose enferma y sucia, prometía huir del hombre que tales estragos hace, y limitarse a servir de criada a Luis, ya que no le era posible sacudir su esclavitud, y volar con alas de ángel a la celeste mansión de los querubines.
V
Serían las cuatro de la tarde cuando Luis salió del Liceo, y marchó hacia su casa por el boulevard de los Álamos.
Iba preocupado con dos ideas que compartían su atención casi simultáneamente: su cañón y su hijo. Respecto a la primera, ya tenía concluida la teoría. El problema era aprovechar los gases que se escapan detrás del proyectil; la velocidad inicial de éste se mediría en la boca del cañón, y no habría que tener en cuenta el impulso de dichos gases, aun después de salidos del ánima. Volverían a ser comprimidos contra la recámara, y se obtendrían muchas ventajas, entre las cuales serían las más importantes: primera, hacer desaparecer los humos sin emplear pólvoras nuevas de dudosos resultados; segunda, que a medida que el número de disparos aumentase, disminuirían las cargas; tercera, que el cañón quedaría siempre dispuesto para lanzar un proyectil aislado con una velocidad mínima del 60 por 100 respecto a la ordinaria, y muchas más ventajas, muchísimas más, que iban apareciéndose ante la exaltada imaginación de Noisse.
El problema del mecanismo no era insoluble, y el capitán había calculado el procedimiento.
A lo largo del cañón, y precisamente en la línea del eje, se fija una varilla prismática; esta varilla arranca de la parte inmóvil de la recámara, porque la tal recámara es una sencilla prensa hidráulica. Sobre la plancha móvil de esta prensa se coloca la carga, y a continuación de la carga un cuerpo cilíndrico formado por dos de igual diámetro, cuyos extremos de unión son dos rocas, en las cuales gira como tuerca un anillo. De este modo los cuerpos permanecen sin poder rotar, y si el anillo gira a derechas, los cuerpos se acercan y diminuye la longitud del eje del cilindro total, y si gira el anillo a izquierdas ocurre todo lo contrario. Pues bien; los cuerpos no rotan, porque marchan ajustados a las varillas prismáticas. Se debe advertir que la superficie exterior del anillo ajusta con la de los dos cuerpos. El anillo lleva los pitones para girar cuando caminen por las estrías helicoidales del rayado cañón, y el dicho cilindro está lleno de agua o de aire a una determinada presión. A continuación de él se coloca el proyectil acanalado a lo largo de su eje para poder desplazarse siguiendo la dirección de la varilla.
Todo esto supuesto, vamos al momento de inflamarse la carga. La presión sobre la prensa hidráulica de la recámara llega a su límite, y ya esta reacción, sumada a la acción en sentido contrario, determinan el impulso inicial del cilindro que lleva delante de sí al proyectil. A medida que va marchando el cilindro a lo largo de las estrías, gira el anillo y aproxima los dos cuerpos, conque el fluido interior alcanza una presión extraordinaria. Pero al llegar a la boca del cañón se interrumpen súbitamente las estrías, el cilindro queda parado y el proyectil sigue su marcha. La presión del fluido comprimido y la débil resistencia de los dilatados gases de la pólvora, lanzan de nuevo el cilindro hacia el interior del ánima. Arrastrado por su inercia gira algo el anillo después de salirse de las estrías en el fondo del cañón, y cuando la reacción se inicia, ya no puede marchar el cilindro, que permanece sujeto conservando entre él y la recámara los gases nuevamente comprimidos. Al hacer otro nuevo disparo, y en el instante de la inflamación, se colocan los pitones del anillo enfrente de las estrías mediante un aparato que ya discurriré, y el fenómeno vuelve a repetirse.
De este modo se obtienen todas las ventajas que calculé antes, y esta innovación se puede hacer fácilmente en todos los cañones y proyectiles que hoy existen.
Y Noisse sonreía, viéndose coronado de laureles, dueño de una fortuna aún más colosal que la que poseía, reconocido en todo el imperio como el primer matemático, y...
Al llegar a este punto de su razonamiento, desapareció la sonrisa de los labios de Luis.
¿Y mañana? Si yo tuviese un hijo sería él quien perfeccionase mi invento. Le enseñaría enseguida todo lo que sé, y así, cuando él tuviese veinte años, ya habrá aprendido cosas nuevas, y enseñaría a su padre. Y... claro es que he de morir, y entonces mi hijo se apoderaría de mis papeles, los conservaría cuidadosamente, anotaría mis escritos, y cada vez que obtuviera un aplauso, bendeciría a su padre que se lo habría proporcionado.
¡Un hijo! Parece que es triste condición del hombre que sus deseos estén en razón inversa de sus esperanzas. Porque Marcela huya de mí, y... Las gentes que pasan en este instante al lado mío, me creerán feliz, y, sin embargo, soy un desgraciado. Todos mis esfuerzos morirán conmigo, y toda la recompensa que puedo esperar es un recuerdo que el tiempo llegará a borrar en la memoria de los humanos. No tengo un hijo, y acaso no logre tenerlo. Ya sé que Marcela no es responsable. Tiene miedo... Ya sé que es muy buena conmigo, pero... estoy sin hijo, y sin esposa.
Yo debía haber calculado todo esto antes de casarme, pero meditamos muy poco las resoluciones importantes, y en cambio dedicamos largas horas de cálculo a empresas de menor cuantía, como, por ejemplo, mi cañón. Eso, no, que mi cañón no es asunto baladí. ¡Así que no tiene importancia el ahorro de pólvora y la...! Pero, ¿volverá otra vez el cilindro al fondo del ánima? Al retroceder el cilindro girará el anillo en sentido contrario y la presión del fluido disminuirá, y como la de los gases va aumentando a medida que disminuye su volumen... Lo que es hasta abajo, no llega... ¿Y si al retroceder girase el anillo locamente? Supongamos que esto se pudiera conseguir. Entonces sería necesario que la presión del fluido fuese superior a la máxima de los gases y...
¿Y el proyectil? Caminará movido por la inercia. Pero la fuerza queda destruida al detenerse el cilindro. No importa; el proyectil seguirá. O no. Hay que determinar la fuerza viva, porque lo cierto es que existe una resistencia...
¿Y la carga? Cuando haya que cargar de nuevo, ¿cómo se introduce el saquete de pólvora entre los gases comprimidos sin que éstos escapen?... ¿Y...? Pero, sí... Me parece que mi cañón no funciona.
El proyectil va a caer al pie de la boca, y... lo dicho: que no funciona. De modo que ahora salimos con éstas después de tanto calcular. Pues soy un zoquete, porque unas cosas no las calculo y otras las calculo mal, y todas me salen al revés.
Si yo, al casarme... pero, ¿quién se pone a prever eso?... Después de todo, el gran problema es cargar; y, ¿cómo se mete la carga? Me asombra el disparate que había calculado... Nada, me decido a dejarlo todo conforme está. No sirvo para crear caminos nuevos, y allá me voy por el que me pongan delante.
Y vámonos deprisita a casa, y comeremos tranquilamente, y Dios sobre todo... Esta noche saldré con Marcela a paseo, y nos iremos de broma como dos novios... La carga se podía colocar mediante otro aparato que...
-Ese, tan moreno.
Luis volvió la cabeza, porque le era conocida la voz que había pronunciado aquella frase.
A su lado pasaba una señora gruesa, arrogante jamona, acompañada de dos señoritas. Una de éstas era quien había hablado, y Luis la reconoció inmediatamente. Se detuvo sin pensarlo y siguió con la vista a Águeda hasta que las tres mujeres miraron hacia atrás y contemplaron un instante al capitán parado en medio del paseo. Entonces Noisse siguió su camino. ¡Águeda, tan alta y vestida con tanta elegancia! Y lo que ha dicho ha sido para que sus amigas me conociesen. ¡Cuánto ha crecido! Pero, ¡vaya un lujo! ¿Y quiénes serán esas señoras que van con ella? Parecen... no sé; malo será que la gruesa...
-Señorito Luis.
-Hola, Mari Antonia.
-Ya ha visto usted a Águeda.
-Sí, sí.
-Y ella le ha conocido a usted, porque han vuelto todas la cabeza.
-Sí, también.
-¡Ay, señorito!, si yo le dijese a usted... Ahí la tiene usted comiéndose el sudor mío y despreciando a su madre... No me deja ir con ella, no, señor, porque no sirvo para pinturera como esas que la sacan a paseo y la llevan al teatro. Y yo, ¿qué hago? Pues, ¡qué he de hacer! Lo que estoy haciendo ahora. Pues, seguirla, y si entran en el café las miro desde la calle... Ya sé que es mi hija y que la puedo matar, pero yo no la mato. Si viera usted, señorito, las cosas que ha aprendido, y las labores que hace y lo bien que toca el piano, pero no me quiere... ¡Ay, señorito Luis; si usted la hablase ella sería buena, porque a usted le tiene respeto!... ¡No se niegue usted, señorito!
-Pero usted comprenderá, Mari Antonia...
-No se niegue usted, señorito; por la gloria de aquella madre tan santa que tanto le quería a usted, y que tan buena ama fue para mí.
-Águeda ya es una moza.
-Pero le respetará a usted siempre. Sea usted bueno, señorito; Dios no quiera que pida usted para sus hijos.
-No; para eso...
-Ya, ya sé que no los tiene usted, pero los tendrá; como sé cuándo usted se casó, y no vi la boda, porque no fueron ustedes a la iglesia. ¡Ay, señorito!, usted cree que no somos agradecidas, y ni Águeda ni yo olvidamos el pan que hemos comido en su casa de usted.
-No hablemos de eso.
-Conque, señorito Luis, vendrá usted, ¿no es verdad que sí? Mire usted, vivimos en la calle de García Santos, número 5. Verá usted qué cuarto tan bonito tenemos, y a esa gastadora le parece feo. Pero no nos mudamos hasta que usted no venga.
-Ya veremos.
-Señorito, diga usted que sí. Yo no me he atrevido a escribirle, porque usted no nos hiciera un desprecio.
-Pues ya sabe usted que no soy orgulloso.
-Sí, ya lo sé; pero teníamos reparo; y cuando usted venga, verá las cosas que Águeda le ha hecho todos los años para el día de su santo de usted, y luego no nos atrevíamos a enviárselas.
-Mal hecho.
-Conque, ¿vendrá usted?
-Allá veremos.
-No señorito; deme usted su palabra, que si usted me la da, yo sé que la cumple.
-Pues, bien; iré.
-Dios se lo pague, que ya verá usted cómo mi niña se vuelve buena.
-Para eso iré.
-Y Dios se lo dará en gloria. Conque, señorito, me voy que esa ya está muy lejos, y no quiero perderla de vista. Adiós, señorito, y muchas gracias.
-Adiós, Mari Antonia.
-¿No me dice usted nada para Águeda?
-Dele usted mis recuerdos.
-Adiós, señorito. Adiós.
Respiró Luis al verse libre de aquel tiroteo de palabras, y se aseguró enseguida que, supuesto que Águeda salía tan aprovechada, no debía él meterse en estos asuntos. Pero, precisamente porque Águeda salía mala, debía él corregirla. Sí; pero es peligroso emprender estas correcciones con una moza de diecisiete años. Cuyo razonamiento lo es de cobardes, porque el hombre virtuoso no debe temer las tentaciones. Pero también es cierto, que quien quita la ocasión, quita el peligro.
Y así siguió cavilando hasta que cayó en la cuenta de que le iba a pasar con este asunto lo mismo que con el cañón. Entonces atravesó el arroyo, llegó a la opuesta acera, y dijo con resolución: «A comer», al propio tiempo que el portero abría la cancela y daba a su amo las buenas noches.
VI
Cuando Luis entró en su casa, le dijo el ayuda de cámara:
-Los señores ya están comiendo.
-Allá voy.
Pues es una grosería. Todas las tardes tengo que aguardar a Marcela o a mi suegro, y hoy, que me he retrasado un instante, ya les encuentro en la mesa. Haceos de miel y os comerán las moscas. Aquí va a ser necesario leer las ordenanzas todos los domingos después de oír misa.
Y discurriendo así, entró en el comedor.
-Buenas noches.
-Hoy te hemos dado capote.
-Ya lo veo.
-Esta se ha empeñado en ir al teatro.
-¿Adónde?
-A la Opera.
-¿Qué hacen?
-Cleopatra.
-Tengo deseos de verla.
-Pues no se te conocen.
-¿Por qué no?
-Porque sólo me llevas el día que nos corresponde el abono.
-Ya sabes que no tengo tiempo.
-Siempre dices lo mismo.
-Y siempre es verdad. Considera que soy catedrático nuevo en el Liceo, y no debo hacer un papel desairado.
-Yo creía que los catedráticos no tenían que estudiar.
-Pues estabas equivocada.
-Yo nunca acierto.
-Por supuesto, Luis, que por mí no pases disgustos. Tú acompañas a Marcela y yo me voy al Casino.
-No, no, papá. Cuando Luis no se ha ofrecido es que no está dispuesto.
-Iré solo otro día.
Larga pausa. Luis come tan deprisa que concluye de tomar café antes que su suegro se haya servido de los postres. Marcela está en su gabinete concluyendo de vestirse.
-¿Hay luz encendida en mi despacho?
-Sí, señor.
-Bueno. Pues que aproveche y divertirse mucho.
-Gracias. Pero ya sabes que, si quieres, yo me voy al Casino.
-No. Ya oiré Cleopatra en día de abono.
Y el capitán se fue a su despacho, sentose en el sillón, apoyó los codos sobre la mesa y la cabeza sobre las manos, y fijó sus ojos en una cuartilla donde estaba escrito con letra gruesa: «Castrametación. -Programa de esta asignatura». Y permaneció media hora mirando fijamente aquellas dos líneas, sin que al terminar los treinta minutos supiese Luis dónde había mirado. Después de afirmar que Marcela tenía muy poca educación y muy mala, empezó Luis a buscar atenuantes, y, convino en que un esposo debe consagrarse a su mujer y no entregarse en absoluto a la ciencia: conque, al volver Luis de su éxtasis, estaba convencido de que Marcela había obrado con arrebato, pero que éste era disculpable. Entonces vio que tenía delante el programa para el estudio de la Castrametación, y sintió deseos de dar un puñetazo sobre aquellas cuartillas que eran indudablemente la única causa de sus disgustos matrimoniales.
-¿Da usted su permiso?
-Adelante.
-Esta tarde han traído estas cuentas y la señorita me ha encargado que se las presentase a usted. Creo que mañana vendrán a cobrarlas.
-Y, ¿por qué no ha pagado la señora?
-No sé decir a usted.
-Vengan esos papeles. ¿Hay algo más?
-No, señor.
-Pues no me interrumpas.
¿Qué será esto? La Aurora elegante. -Avenida del General Wagner, 17. -Especialidad en encajes invisibles. ¡Qué atrocidad! La señora Brether de Noisse, Debe: Pelache grappeux, grain mignon, ¡Qué lío!, doce metros. Es tela, según parece; a diez y siete pesetas metro. ¡Valiente pelache! Doscientas cuatro pesetas. ¡Me parece bien; Satin (soie de l'empire) coton de printemps, ¡Otro lío!, nueve metros. Debe ser más ancho, porque este es el forro, a cuatro pesetas metro, treinta y seis pesetas. ¡Buen forro! Ouate. ¡Continúa el forro!, excelssior assorti, sesenta y cinco pesetas. ¡Qué calentita irá mi mujer! Fournitures. ¡Ahora empezará lo bueno, pero lo perdono! Vamos al total: Quinientas noventa y cuatro pesetas... ¡Qué tímidos! No se han atrevido a poner seiscientas. Me va pareciendo interesante esta lectura... Vamos con otro papelito. Venus chez mesdames. ¡Cáspita! Ese mesdames define al tendero. Total: muchas porquerías que huelen bien y han costado ciento cuarenta y tres pesetas. Todo esto me parece caro; pero, en definitiva, ¿por qué no paga mi mujer? ¿No tendrá dinero? Sí, tiene, seguramente. Pues, no me lo explico. La tercera cuenta importa setenta y siete pesetas; conque, entre las tres sumarán, próximamente, ochocientas pesetas. Repito que Marcela debe tener dinero para... Por supuesto, que si ha pagado muchas cuentas como éstas, ya no le quedará un céntimo. Antes tan económica, y ahora... Hace bien; no tenemos hijos, y... Pero, a este paso me quedaré sin una peseta. También exagero, porque estos gastos no se hacen todos los días, y, cuando me encargo ropa, buen dinero me cuesta. Soy muy egoísta, y voy adquiriendo todos los defectos inherentes al marido. He malgastado mucho dinero, y ahora me pesa emplear unos cientos de pesetas con mi mujercita. Se comprende que la pobrecilla se encontraba sin fondos, y se ha valido de este medio para decírmelo. Pero el medio no es acertado, porque la servidumbre no debe enterarse de ciertas cosas. Además, yo nunca la he negado nada... Al fin, ya sabemos que Marcela no ha descubierto la pólvora, ni la descubriría tampoco. Esto es un defecto; pero también es una virtud, porque otras emplean malamente su inteligencia. Algunas no piden al esposo, pero se lo ganan de otra manera que... Bien estoy como estoy. Ahora meteremos estas cuentas en un sobre, y con ellas un billete de mil pesetas; ¡ah! y otro también de mil para que acabe el mes sin apuros. Y antes que vuelva Marcela pondremos el sobre en la mesita de noche... No: en el tocador... Tampoco: esto me recuerda el dinero que se les da a ciertas mozas. Lo pondremos en el altarito, que estas devociones no son habituales en las casas de las Venus. ¡Venus chez mesdames! Tiene gracia el perfumista.
-¿Da usted su permiso?
-¿Otra vez? Este cernícalo no me dejar trabajar. Adelante.
-El señor perdonará; pero la Ramona pide dinero para mañana.
-Y, ¿quién es la Ramona?
-La cocinera.
-¡La cocinera! y, ¿para qué quiere dinero?
-Pues, para comprar mañana.
-Y, ¿qué tengo yo que ver con esas cosas? Ya le dará dinero la señora. Vaya una impertinencia.
-El señor perdonará; pero yo obedezco a la señorita.
-La señorita no te habrá mandado que...
-La señorita, señor, y usted perdone; pero la señorita me dijo esta mañana que el señor era quien... es decir, que al señor debíamos pedirle todo lo que necesitásemos.
-A ver, a ver.
-Sí, señor. Y lo cual que la señorita dejó mismamente en ese cajón dinero, y me dijo: «Dile al señorito que aquí está».
Abrió Luis el cajón, y vio allí unos cuantos billetes y un puñado de monedas de plata. Acelerose súbitamente la circulación de la sangre del capitán, y ya iba a dar sus quejas al criado, cuando conteniéndose, y sujetando nerviosamente el tirador del cajón, dijo sonriendo.
-Ya sé lo que esto significa; pero tú has entendido mal. La señorita se refería exclusivamente a las cuentas que me has entregado, y acerca de las cuales tiene la señorita la delicadeza de querer que yo las examine; pero tú has comprendido mal.
-Créame el señor que...
-No insistas, porque sería desmentirme.
-No, señor; si yo...
-Y suponer a la señorita capaz de una ridiculez tan extraordinaria. Cualquiera de las dos cosas me obligaría a despedirte; conque, no insistas.
-El señor perdone; pero yo entendí...
-Pues no entendiste bien. Y ahora di a la cocinera que ya la llamará la señorita.
-Es que la señorita...
-Vete.
Quedose de pie Luis Noisse señalando hacia la puerta con la mano derecha, mientras con la izquierda sujetaba aún el dorado tirador.
La reacción creada para dominar su cólera, le llevó a ese estado de indescriptible tristeza en que se acepta el dolor como condición propia. Sentose en el diván sin saber que se sentaba, buscando por instinto el descanso del cuerpo para dedicar todas las energías al trabajo del espíritu. Enseguida encontró los motivos que tenía su esposa para hacer aquello; una frase que Luis dijo por la mañana. Se jactaba Marcela de ser buena ama de su casa, y Luis contestó: «También te robarán, aunque no lo creas». Quejose Marcela de que su marido la considerase inepta para todo, y, aunque Noisse explicó la frase repetidas veces, tuvo que marchar al Liceo sin dejar a Marcela suficientemente convencida. Y esto era todo.
Cavilaba Luis insistiendo en sus cavilaciones acerca de los mismos puntos, hasta que, cansado de aquel eterno suplicio de repetirse los mismos argumentos, convino en que siempre debía tener presente que su esposa sabía muchas oraciones, y cumplía perfectamente los diez mandamientos de la Ley de Dios, y los cinco de Nuestra Santa Madre la Iglesia, pero que ignoraba en absoluto los deberes de la esposa. Además se persuadió de que no era posible enseñar nada nuevo a su mujer, porque ésta creía que toda la sabiduría estaba en el conocimiento de la Doctrina Cristiana, y, por remate, que habiendo sido perfectísima doña Julia, y siendo Brether su padre, no iba a tomar lecciones de un Noisse una Brether, que tenía para determinar su línea de conducta a un sapientísimo confesor.
Miró Luis al techo, y dijo pausadamente: «Reconozco, Dios Todopoderoso, que fuiste grande creando al hombre. Yo, el más imperfecto de todos, sería feliz entre las fieras. Tú, ¡oh Dios!, no tienes culpa de nuestras desgracias, porque la sociedad fue obra del pecado». Pero después de hallada la síntesis filosófica comprendió Luis que había llegado el instante de buscar el procedimiento práctico.
Era necesario trasladar aquel dinero al bolsillo de Marcela y alcanzar una revocación terminante de las órdenes dadas por la mañana, y Luis calculó que el mejor procedimiento era esperar la vuelta de su mujer, y, entre besos y chistes, determinar en ella ese estado de anestesia psicológica a que tan aficionados son los seres de sangre blanca, que renuncian a los grandes placeres a condición de no sufrir el más insignificante dolor. Finalmente: eran las diez de la noche, y el Programa de Castrametación le estaba aguardando. Entonces Luis llamó al ayuda de cámara.
-Cuando vuelva la señorita me avisas enseguida.
-El señor perdonará...
-¡Otra historia!
-Es que la señorita no ha salido.
-¡Que no ha salido la señorita!
-No señor. Marchose solo el señor, y la señorita se acostó y estuvo llorando, y ahora dice la Clara que la señorita se quedó dormida.
-Di a Clara que venga.
-El señor perdonará.
-Y dale.
-Pero la señorita ha prohibido a la Clara que venga al despacho.
-Y ha hecho bien, porque siempre venís a incomodarme, pero ahora la llamo yo.
-Si la señorita no la despide.
-Soy yo quien te va a despedir por bruto.
-El señor perdone.
-Calla, hombre, calla.
Y Luis sonriendo con toda la ironía de que es capaz un marido, cuya mujer tiene la costumbre de dormirse llorando, cruzó el pasillo y entró en la alcoba donde dormía Marcela tranquilamente. Recordó entonces que sus maestros, los Jesuitas, hombres extraordinariamente conocedores del corazón humano, llevaban a la enfermería al niño rabioso que se hacía acreedor a una larga paliza, y Noisse se fue al despacho, reunió a los criados y les dijo: De las palabras de éste deduzco que hoy ha pasado la señorita todo el día inquieta y perturbada. Esto me lo debíais haber dicho cuando vine. Y usted, ¿por qué no me ha avisado que la señorita estaba en la cama?
-Me dijo que no lo hiciese.
-Es natural; para evitarme molestias. Pues ahora tú vete en seguida a avisar al médico; y usted, Clara, guarde este dinero y vaya administrándolo mientras dura la enfermedad de la señorita. ¡Ah!, oye, llégate al casino y di al señor la novedad que ocurre.
Después, y al lado de la cama, contemplaba Luis a su esposa y se admiraba, de que una mujer tan linda fuese tan estúpida; de que el matrimonio obligue a entregar su cuerpo a quien no entrega su alma, y de que él tuviera en su casa una doncella tan bonita como Clara sin haber caído en la cuenta de ello hasta que se lo había advertido Marcela con sus injustificadas prevenciones. Y aquella noche, como el doctor, acostumbrado a tales lances, aseguró que toda precaución era poca, durmió Luis en el sillón donde había pasado la primera noche de su matrimonio, y volvió a soñar con aquellos hermosos días de campaña en la Aurelia, donde existía el derecho de lanzar una bala a la cabeza del enemigo.
Cuando se despertó vio a Marcela, recordó la escena del tocador en aquella mañana de inolvidable recuerdo, y dudó que fuese aquella mujer quien ahora se creía menos que su doncella, y quien quería convertirle en mayordomo.
Y Marcela, dormida, soñaba siempre con el Ángel de la Guarda que tiene la marquesa en su capilla.
Volvió don Teodoro, pulsó a la enfermera, y trazó las bases de una medicación prolija que le asegurase una larga curación; pero Luis tuvo buen cuidado de dar solamente a su esposa tila, azahar y almizcle, y aguardó a que se enterase de que Clara la sustituía en el honroso cargo de administradora del hogar.
Cuando la enferma lo supo desapareció la enfermedad y desapareció la doncella; miró a Luis con arrogancia, y dijo con ademán trágico:
-Parece mentira que un Noisse no sepa conservar el respeto que merece su esposa y haga el amor a las doncellas de su casa.
Sonrió Luis como sonríe el sabio cuando se verifica el fenómeno previsto. Irritose Marcela viendo aquella sonrisa, y añadió:
-Ya sé que te soy indiferente.
-No es verdad, y lo prueba que deploro el verte labrándote tu desgracia.
-Eres tú quien la labra.
-Yo nada te niego.
-Mientes con mucho descaro.
-Gracias.
-¿Qué has hecho del cariño que me tenías?
-Lo conservo para mejor ocasión.
-¿Para cuándo?
-Para el día que no estés enferma, ni tengas celos y mal humor, ni uses conmigo frases fuertes que te sientan muy mal.
-Es decir que no debo irritarme viendo que haces el amor a mis criadas.
-¿Me crees capaz de eso?
-Lo he visto yo.
-¿Cuándo?
-Te he visto abrazar a esa indecente que he despedido.
-¿Y no la despediste enseguida?
-No.
-Pues, o no viste nada, o si algo viste obraste con muy poco decoro no despidiéndola enseguida.
-Hice lo que debía hacer.
-Es que no tienes conciencia de tu deber.
-Tengo tanta conciencia como tú.
-Pero no entiendes lo que las palabras significan.
-Te entiendo muy bien.
-Pues, no lo advierto.
-Ya lo advertirás. Tú crees que soy una estúpida, y que no sirvo ni aun para manejar mi casa, y te equivocas. Lo que ocurre es que no quiero ahorrar, porque no me da la gana de que, después de mi muerte, disfrute una mozuela de mis economías.
-Bien pensado.
-Por lo demás, puedes quitarle sus novias a tu asistente.
-¿Me crees capaz de eso?
-Y muy capaz.
-Basta.
Y Luis se fue a su despacho; llamó a su ayuda de cámara, vistiose de uniforme, y se marchó al Liceo, donde estuvo hora y media oyendo los disparates de un alumno que temblaba observando que su catedrático no le interrumpía.
Cuando terminó la clase, fue a la biblioteca; sentose, colocó sobre el pupitre los «Apotegmas», de Rotondo, y se puso a pensar en Marcela.
O está loca, o se ha vuelto imbécil, o alguien le aconseja muy mal... No son celos, porque estos suponen cariño, y cuando se ama no se insulta... Suponer que yo sea capaz... De modo que, por ese sistema, iremos a la miseria. Y consiente esa mujer en que me vea pobre cuando llegue a viejo con tal de no... ¡Valiente cariño!... Y dice que no la quiero; pero, ¡si no es posible!... Llevo en el bolsillo los billetes para el teatro y me recibe con una recriminación; armamos una polémica; me encierro en mi despacho, y el palco se queda vacío... Si estoy alegre, se atreve a decir que estoy borracho; si pido camisa limpia, es que me acicalo para pretender a alguna amiga; si estoy en casa sin salir, es que Fulana me ha desairado o que cortejo a la cocinera... ¡Qué estupidez! Y, ¿adónde vamos? No lo sé, pero presiento que el fin ha de ser horroroso. No comprende esa desgraciada que mis antiguas amigas se alegrarán de su desdicha cuando la conozcan, y me sitiarán deseando arrancarme para siempre de los brazos de mi esposa, y enorgullecerse de haber cubierto a una Brether de ridículo. Moviose Luis en su asiento; fijó sus miradas en el libro que tenía delante, y leyó: «Quéjase el hombre de sus penas y sólo tiene penas el que vive». Es verdad. La vida es un contrato que no hemos hecho, pero que tenemos que cumplir. Un contrato leonino, porque si existe ganancia en que viva el hombre no es el hombre quien la obtiene. Un contrato de tal índole no se debe tomar en serio.
Luis cerró el libro, irguiose, y apareció su hermosa figura recordando al bravo oficial que contribuyó con su bizarría a la conquista de la Aurelia. Cuando llegó a la portería le entregó dos cartas un ordenanza, diciéndole:
-Esta es de anteayer, y esta de hoy. Como usted no ha venido... Y me encargaron que las guardase aquí.
-¿Nada más?
-No, señor.
-Está bien.
-A la orden de usted, mi capitán.
Las dos cartas eran de Mari Antonia. En la primera recordaba la promesa de Luis, y en la segunda le disculpaba por no haber ido, en atención a la enfermedad de la señorita Marcela.
Luis leyó cuidadosamente, porque siempre emociona lo imprevisto; recordó las señas del domicilio de Águeda, que eran García Santos, número 5, y pensó en tomar un coche de alquiler; pero, después de este momento de vacilación, cruzó el zaguán con paso firme, subió a su berlina, y dijo al lacayo: «A casa». Y luego murmuró con tristeza: «Aún no es tarde para una reconciliación, y, sobre todo, para tirar la piedra es necesario no haber cometido pecado».
Cuando Luis llegó a su casa, le dijo el ayuda de cámara que la señora había salido a pie acompañada de la nueva doncella. Esto le pareció mal, porque las señoras que tienen coche no van andando por las calles con una sirvienta, como las mujeres de cierta ralea. Pero el criado añadió que la señorita había ido a hacer compras, y esto dulcificó el semblante de Luis.
Cambió de traje y, al concluir esta operación, entró el criado a anunciar que traían una cama con encargo de colocarla en la alcoba pequeña.
-Está bien.
Cuando Luis vio la cama sintió que algo iba de su cerebro a sus ojos, e irritaba estos hasta producir lágrimas. Aquel golpe había dado por igual en el corazón y en la cabeza. Era el más irritante desprecio hecho con su cariño, y la más atrevida victoria alcanzada sobre su amor propio. Marcela le echaba del lecho conyugal, con la altivez del magnate que pone cama aparte a su perro para que el animal no le llene de pulgas. Era aquello una osadía digna de ejemplar castigo o de excepcional venganza. Pero el castigo no era justo, porque Luis entendía que el ser que no está cuerdo no es responsable de sus actos. Por igual motivo era un crimen la venganza. Pero todo ser se defiende, y él debía defenderse. Pensó en llamar a la cocinera y a la segunda doncella, llevar una a la cama grande y a la otra a la nueva cama, y ofrecerles dinero hasta que se prostituyesen. Pero eso justificaría la conducta de Marcela, y al fin, de aquel modo hubiera sido su papel más asqueroso que el de las criadas. Y éstas, ¿se prostituirían? Quizá no; pues qué, ¿acaso es la virtud cualidad con tratamiento?
Era preciso resolver algo, y no era posible resolverlo en casa, porque al verse frente a Marcela, ya debía estar calculada la solución. Noisse salió a la calle, y se marchó al Círculo militar; sentose dispuesto a no entablar conversación con nadie, y como al ser de noche no hubiese encontrado la solución buscada, se decidió a comer allí mismo, y buscar después la manera de resolver el problema pendiente. Llamó, y al llegar el criado, dijo éste:
-Perdone usted, don Luis. Han traído una carta para usted, asegurando que estaba usted en el círculo, pero no le hemos visto a usted.
-¿Y la carta?
-Voy a traerla.
Era de Mari Antonia, y decía a Luis que acababa de ver a Marcela acompañada de una señorita que parecía su hermana, en el salón de damas del Gran Café de la Emperatriz. Luis estrujó el papel, se levantó, y salió a la calle. Le molestaba la pesadez de aquella mujer que parecía dedicada a investigar cuanto él hacía, y le irritaba, hasta desesperarle, la idea de que Marcela se hubiese presentado, acompañada familiarmente por su doncella, en el punto de reunión de todas las instantáneas de Granburgo. Pensó que su esposa habría pasado entre las filas de impertinentes que buscan aventuras en las puertas del Gran Café. ¡Entre todos sus compañeros en el Liceo y en el regimiento! Empezó a caminar todo lo deprisa que le fue posible; llegó a su casa, y fuese derecho desde la puerta a la alcoba dispuesto a descargar su puño sobre la cabeza de Marcela, pero Marcela no estaba allí.
-Bautista, ¿y la señora?
-Está durmiendo en la cama nueva.
-Vete.
Esto es distinto, pensó Luis; no me echa: es que deja libre su puesto. Decididamente, hay que anunciar a mis amigos que mi mujer se ha vuelto loca. Y se acostó y se durmió fatigado por las emociones de aquel día.
Y durmiendo soñó que el tabique que separaba las dos alcobas había crecido tanto y tanto, que se caía, amenazando aplastarle.
Se despertó sobresaltado, y notó que algo pesaba sobre sus piernas: era el gatito de Marcela. Luis le dio un cachete, pensando: «Te has llevado los halagos que me correspondían», y como el animal gruñese, le oyó Marcela, que seguía despierta, y se dijo: «Ese canalla no tiene corazón. Está visto que sólo quiere a las mozas del servicio».
Y Luis, tranquilo y sonriendo, recordó que aquella escena lo era de cuartel, y se volvió a dormir murmurando: «Volvemos a campaña. Bien me decía el marqués de Mantillo: Capitán, no se case usted, porque la mujer y la pólvora son siempre peligrosas, si no están mojadas».
VII
Eran las siete de la mañana cuando se levantó Noisse, diciéndose: «Al que madruga, Dios le ayuda».
Sobre el velador del gabinete había media docena de sandwichs y un lenguado frito, que constituían el bocadillo de última hora, como le llamaba Noisse.
Después de todo, pensó, mi mujer me cuida: está visto que por ahora no desea quedarse viuda... No es mala, pero está loca... Loca, no; está mal educada, y esto es bastante... Habrá sido capaz de entrar en el café, tomarse un ponche, y marcharse tan tranquila... No sabe diferenciar lo bueno de lo malo, y lo decente de lo grosero... Sin embargo, no debo ser tan indulgente; hace tiempo que Marcela no confiesa, y esto me prueba que no tiene su conciencia tranquila. Es un ejemplo práctico de la necesidad de la confesión: el sacerdote es sujeto de excepcional autoridad, y, si es bueno, puede ser muy útil con sus consejos... Pero si es como aquel tunante que teníamos en el regimiento...
Mientras Luis hizo estas reflexiones se fue comiendo el bocadito olvidado la noche anterior, y acompañó los fiambres con unas copitas de vino añejo; de modo que al concluir de comer se encontraba el capitán dispuesto a soportar con paciencia los sinsabores que pudiera proporcionarle el nuevo día.
Cuando Bautista se levantó, oyó ruido en el gabinete, abrió con cuidado la puerta, y encontró a su amo lavándose.
-Buenos días, señorito.
-Hola, Bautista.
-¿El señor va a salir?
-No, hombre.
-¿El señor va a desayunarse, o esperará como siempre hasta la hora del almuerzo?
-Como siempre. No tengo apetito.
-¿El señor está enfermo?
-No sé; es decir, no estoy enfermo. Gracias, Bautista.
-¿Hay que traer algo?
-No. Arregla mi despacho, que voy allí.
Y allí fue en cuanto concluyó de lavarse. Seguía encima del pupitre el empezado programa de Castrametación, y Luis díjose al verlo: «Hoy lo acabo». Y hojeando aquellas cuartillas, añadió:
-Estoy en la lección 18. Quedamos en que las lecciones serán muchas, pero mal calculadas, porque en estos felices tiempos de imperio, en que todo es mentira, estamos obligados a explicar las dos terceras partes de la asignatura; de modo que los nuevos oficiales saben las dos terceras partes de lo que debieran aprender. Son dos tercios de oficial. Pero eso es indiferente, porque el emperador ha hecho su clasificación, y los calaveras van a Caballería, los morenos a Estado Mayor, porque les dice muy bien el uniforme gris, los delgados a Artillería, los feos a Ingenieros, los bonitos y buenos mozos a la Escolta imperial, y los pobres a los demás cuerpos. El infeliz Ganstier se ha visto obligado a ser gran mariscal para ejercer el cargo de presidente del Consejo. Pero a Ganstier se le despega el uniforme; en esto no se parece al marqués del Mantillo. Aquel para todo servía. Si viviese, ya me hubiera hecho general.
A mi padre le preguntó al terminar la batalla de Juarro.
-¿Dónde estaba Luis?
-Con el coronel.
-¿Se ha batido bien?
-No lo sé.
-Pues yo sí.
-¿Le ha visto vuestra alteza?
-No, pero un Noisse no puede ser cobarde.
Si el Marqués me viese ahora quizá tendría para mí algún consejo; por supuesto que los consejos del Marqués eran siempre los mismos: la indiferencia aparente; pero yo no tengo aquella máscara de hierro del señor don Nicasio Álvarez; además, el hombre es función del medio, y yo me he habituado a vivir en éste, y si salgo de él me va a pasar como al pez cuando le convierten en pescado... Y a todo esto continúo sin concluir el programa de Castrametación, y si no lo concluyo hoy, no lo concluyo en todo el curso, porque será difícil que vuelva a madrugar. Lo que debía hacer era darme un paseo por las calles de Granburgo, que no he vuelto a ver a estas horas desde aquellos felices tiempos en que venía a acostarme precisamente a la hora que hoy me he levantado. Y después, ¿vendré a almorzar? O no vendré: hemos quedado en que el hombre es función del medio.
Y efectivamente; siguió sobre el pupitre el programa; y Luis llamó a Bautista y se vistió un traje de mañana.
Eran las nueve, y al verse en la calle notó que los cortesanos madrugaban menos que en otros tiempos; los ferrocarriles de aire comprimido circulaban con poca frecuencia; las puertas de los templos estaban desiertas; los establecimientos de lujo cerrados como a media noche, y las calles de polvo, y sus aceras obstruidas por vendedores de fruta y de verduras. Aquel aspecto hizo desistir a Luis de su proyectada excursión, y se decidió a pasear por el parque de la Ciudad Militar, con ánimo, sin duda, de encontrar solución para sus problemas, contemplando la colosal estatua ecuestre del Marqués del Mantillo.
Cuando el capitán se vio bajo el templete que corona la montaña rusa, comprendió que había sido un tonto hasta aquel día; el sol daba un tibio calor a la atmósfera, las plantas perennes parecías agradecidas de aquel cariñoso saludo del rey de los astros, y sacudían, movidas por el vientecillo del Mediodía, las gotas de agua en que se deshacía la escarcha. Desde allí era hermosísima la vista panorámica de Granburgo. Sobre las doradas torres de la catedral se reflejaba el sol convirtiéndolas en ascua brillante que parecía nuncio de otra lluvia de fuego con que Dios castigaba a aquella nueva Pentápolis; el río, con su cauce recto, a donde iban a desembocar las grandes avenidas de los muelles, parecía ancha cicatriz producida en la poderosa ciudad del mundo por el sable vengador de todos sus pueblos oprimidos; y la gran plaza del Marqués del Mantillo se hacía perfectamente visible, aun no siendo extraordinaria la altura en que se encontraba Luis. Desde la plaza hasta el río se veían innumerables puntos verdes, que se destacaban sobre el fondo claro de los edificios y el oscuro de sus tejados de pizarra. Aquella era la zona elegante de Granburgo, llena de hoteles y de jardines; allí estaba la aristocracia antigua de sus inmensos caserones próximos a la catedral; allí el antiguo palacio de justicia, trasformado en Liceo imperial, y en sus calles inmediatas los hoteles de todos los generales y altos jefes del ejército; y allí el grandioso palacio del alto Tribunal de lo Contencioso y Finiquito, y a su alrededor las lujosas casas de los curiales y de sus mancebas. A orillas del río, como guardando todo lo que detrás tenía, se veía el palacio de Su Majestad el Emperador, edificado sobre las ruinas de dos conventos, porque del Granburgo de la época de Salvio Quinto, sólo quedaban en pie la catedral, las casas de cuatro nobles y la alhóndiga. Al otro lado del río estaba el Granburgo completamente nuevo, el Granburgo hijo del imperio, edificado en doce años, y que constituía por sí solo la más grande capital; aquel era el Granburgo donde no había un solo ciudadano que no estuviese dispuesto a dejarse hacer trizas por el Emperador y por la memoria de Nicasio Álvarez. Allí no se comentaban los desastres financieros que empezaban a aterrorizar al Granburgo elegante del otro lado del río; allí no se comentaba nada; se negaba todo lo que no fuese victoria para el imperio; y por cualquier motivo iban los estudiantes, los obreros y los soldados a dar una serenata al Emperador; cruzaban los puentes, y esparciéndose de intento por las calles del otro Granburgo, insultaban a los magistrados, a los nobles, a las devotas y a las instantáneas. Estos desmanes concluían con la serenata proyectada y con estruendosos vivas a Su Majestad. Ya se iniciaba la revolución, que sólo era visible para los filósofos que la anunciaban, como anuncia el práctico que la hoja apenas salida del suelo llegará a ser corpulento árbol que matará la vegetación que le rodea. Luis calculaba todo esto, y pensando que en la vida de los pueblos, como en la de los hogares, sólo es perdurable la materia porque es hija de Dios; que es todo mutable para que todo sea armónico, y que el placer y el dolor son manifestaciones de una misma fuerza, que es la vida, bajó de la montaña como si al pie de ella brotase la fuente de todas las actividades. Pero en el parque sólo vio a los guardas barriendo; a algún extranjero, que con un mapa en la mano caminaba presuroso en busca de la estatua, y a dos o tres parejas de menestrales enamorados que venían a aquellos aristocráticos sitios para no ser vistos por sus vecinos, o para figurarse en posesión de una alta posición oficial. Media hora después estaba Luis cansado, y se encontraba frente al puente de Juarro. Delante de él aparecía el boulevard Shalañac, barrio medio entre el ocioso Granburgo y el Granburgo fabricante.
-Por aquí vive Águeda; es calle de García Santos, número 5; pero, o yo me equivoco o en esa calle no hay ninguna habitación modesta; ¿recordaré mal las señas, o vivirá Mari Antonia en algún palacio? No creo que dé tanto fruto su negocio.
Y Luis andando despacio y olvidado ya del digerido desayuno, llegó al número 5 de la calle de García Santos, y se encontró ante el palacio que había sido del conde de Jessen, aquel coronel que se suicidó harto de deudas y de enfermedades.
-Pues señor, aquí no debe ser, porque cualquiera de estos dos pisos costará cinco mil pesetas. Preguntaré al conserje.
Y efectivamente era allí, porque el portero le enseñó en el fondo del patio una casita lindísima en cuyo piso principal vivía Águeda.
La tal casita tenía entrada por la calle, y había sido cochera y habitación del cochero en los buenos tiempos de aquel palacio; las cocheras estaban dedicadas a almacenes de un industrial, y así vivía Águeda con independencia, y por poco precio, en una casa bonita situada en plena calle de García Santos. Luis comprendió que si aquello era satisfacción de un deseo cursi, era también manifestación de un ingenio que sabía lograr lo que deseaba. Antes de entrar en el zaguán miró a las ventanas del cuarto de Águeda y las vio llenas de macetas solícitamente cuidadas; y dos jaulas, puestas entre las flores, indicaban que la dueña de aquella ventana tenía aficiones decididas al ritmo y al perfume.
Subió Luis la limpia escalera, llegó a la puerta de la habitación, y tiró de la cadena que hizo sonar dentro de una campanilla. Enseguida se oyó la voz de Águeda, clara, vibrante y de agudo timbre, preguntando a Mari Antonia:
-Madre, ¿cuánto pan tomo?
-Toma cuatro.
Abrió Águeda la puerta, hallose con el capitán, y corriendo hacia dentro, sin decirle una palabra, gritó a Mari Antonia.
-¡Madre!, ¡madre! ¡Es el señorito Luis!
Segunda parte : ¡Cómo!
Mais l'or est désirable quand il peut servir a parer la femme que l'on aime, á étendre des riches tapis sous ses piede que blesserait le contact de la terre, á répandre autour d'elle des parfums moins suaves que son haleine.
La gloire est désirable quand le poète peut place sur la téte de la femme qu'il aime les couronnes qui tombent sur la sienne.
A. Karr
I
-Qué dices, mujer, qué dices? -gritaba Mari Antonia desde la cocina.
Pero Águeda seguía callada, y Luis se decidió a entrar en el recibimiento y a cerrar la puerta. Alarmose Mari Antonia, y salió a ver lo que ocurría, llevando las mangas al codo, mal recogido el cabello, y sobre la falda un delantal que podía ser verde o negro, sin dejar de estar sucio.
-Calle, ¡si es el señorito Luis! !Águeda! ¡Águeda!
-Ya me ha visto.
-¡Ay, señorito, y qué satisfacción tan grande nos trae usted!
-Gracias, mujer, gracias.
-Pero esa chica, ¿dónde está?
-Si me ha visto, y ha echado a correr.
-¡La presumida!, como que pensaría que era usted el panadero.
-Así ha sido.
-Por supuesto, más vale que usted no la vea de la manera que está en casa, porque parece una bruja.
-No tanto.
-Pero, entre usted; me he quedado atontada, y le tengo aquí de plantón; entre usted en la sala; ya verá usted qué cuarto tan bonito tenemos; por supuesto, que setenta pesetas son también muy bonitas; pero que en todo Granburgo no hay una casa así.
Pasó Luis a la sala, y alegró su espíritu la contemplación de aquellos muebles nuevecitos, extraordinariamente limpios y adornados con tapetes, flores artificiales, calados en madera que parecían encajes, y encajes que parecían pinturas.
Se afirmaba Luis que el medio es la posibilidad presunta de hechos análogos a los que determinaron las impresiones de gesta. Y así, bastole la contemplación de aquella salita para suponer cómo sería la vida de Águeda, su cuerpo y su alma; y de aquí deducir la idea de toda aquella existencia, bien subjetiva, bien relativa, como entidad característica, como medio definido, para decirlo de una vez.
Y Luis, obseso por la idea que dominaba en su espíritu aquella mañana, se dispuso a ser función de aquel medio, y empezó a gustar con delicia las impresiones que sentía verificarse en su alma.
-Ya ve usted, que esto no es ningún palacio.
-Pero sí muy bonito.
-Cuatro trastos que me ha hecho comprar esa.
-Está bien.
-¿Ve usted esta pila?, pues la hizo ella con escamas de pescado, y la hizo para regalársela a la señorita, cuando usted se casó; pero como usted no dijo nada.
-Tampoco fue posible.
-Y este atril lo hizo para usted, y se llevó un invierno con él, lo cual que yo creí que se me quedaba ciega, porque estuvo trabajando de noche para terminarlo el día de su santo, que es en febrero.
-Pues es lindísimo.
-Y ya ve usted, señorito, que en esta casa nunca se le ha olvidado, y lo que yo me decía; pues no será porque nosotras seamos pobres, porque el señorito no es orgulloso. Y por la señorita no hay caso, porque no nos conoce, y si nos conociese ya vería que estábamos para servirla.
-Es que las cosas vienen rodadas de tal modo...
-Pero esa, ¿dónde estará? Puede ser que se ponga un traje de baile para recibir a usted.
-Ya voy, ya voy -dijo Águeda, desde su alcoba.
-Déjela usted, Mari Antonia.
-Yo, no, porque no me gustan las gentes presumidas.
-También usted presumiría cuando tuviese quince años.
-Pues ya sabe usted que no, porque en su casa entré con diecisiete, y ahí está su madre de usted y mi señora, que en paz descanse, que podría decir si me vio nunca echarla de plancheta.
-Y es cierto.
-Y tanto.
-Aquí estoy.
Y se presentó Águeda en la puerta de la sala, mirando a Luis con sencillez tan encantadora que no supo éste si saludarla con atención finísima, o si ponerla entre sus rodillas, y besarla como en pasados tiempos.
Y se levantó nerviosamente, quedose de pie, y dijo: «Águeda», con tan inenarrable acento que la niña, a su vez, quedose inmóvil, y miró a su madre.
-Anda, chica, acércate; ¿o quieres que te vean el vestido? Adelantose Águeda, más por huir de su madre, que así la molestaba, que por acercarse a Luis; pero ello es que llegó al lado de éste, y el capitán la cogió las manos, las estrechó con cariño, y la dijo:
-Siéntate; estás muy bonita.
-Muchas gracias.
-Pero es una descastada; no tiene ley a su madre y no piensa más que en divertirse.
-Es muy joven -contestó Luis.
-No tanto, ya tiene veinte años.
-Diecinueve y medio -dijo Águeda.
-Total que vas para los veinte.
-Lo que me parece mentira -interrumpió Luis- es que hayan pasado los años con tanta rapidez. Recuerdo perfectamente el día que te bautizaron.
-¡Ya lo creo! -añadió Mari Antonia-, y cuando me casé; como que la señora me dijo: «Mira que si lleváis el niño a la boda, que no coma nada que le pueda hacer daño»; porque su mamá de usted era muy buena, Dios la tenga en su gloria, y le quería a usted mucho, y a todos, porque allí no había lágrimas; y si no fuese por ella no tendríamos un rincón donde meternos ni nosotras ni otros que andan por ahí sacándole a usted el pellejo, ya que no le pueden sacar el dinero, como se lo sacaron a la señora.
-Tiene usted mucha razón.
-Así que yo le digo a esta: «Haz con tu madre lo que quieras, que yo te lo perdonaré; pero a la señora le rezas un Padrenuestro todos los días, porque si no lo haces, ni te lo perdono yo ni te lo perdonará Dios».
-Muchas gracias, Mari Antonia, pero creo que Águeda no será tan mala.
-No haga usted caso.
-Sí, sí, ya te irá conociendo; pero, en fin, yo voy a ponerme limpia, porque hoy es día de fiesta para nosotras; por supuesto, señorito, que almorzará usted aquí.
-Nada de eso.
-Ya sé que no podremos darle tan buenos manjares como los que come usted en su casa.
-Pero si es que...
-Pero su madre de usted, así que estaba enferma, ¡ojalá no lo hubiera estado nunca! Bien me llamaba y me decía: «Oye, Mari Antonia, mira que no como si tú no lo haces».
-¡Pobre madre!
-Conque ya ve usted que no saldrá usted perdiendo.
-Si no es por eso; es que...
-Usted perdone, no me acordaba de que la señorita quedaría sola.
-Tampoco es por eso -contestó Luis con viveza, y añadió después-: es que a las doce doy la clase en el Liceo.
-Pues de aquí a las doce hay tiempo para almorzar y hacer hambre.
-Pero después...
-Nada, nada; si mañana me muero quiero llevarme un día bueno al otro mundo.
Y Mari Antonia llegó hasta la puerta, volviose, y dijo a la niña:
-Y tú ya puedes decir al señorito todo lo que has aprendido; y mientras tanto yo preparo el almuerzo en un santiamén. Oye, que si no vuelve será por tu culpa.
Y Mari Antonia marchó hacia la cocina más alegre que colegial en día de asueto.
Luis separó su mirada de la puerta, giró sus ojos para ver a Águeda, y hallose con que ésta le miraba con fijeza. De este modo viéronse frente a frente aquellos ojos que también expresaban en aquel instante las emociones de los espíritus. Y aunque Águeda púsose enseguida a mirar sus manos, que descansaban sobre la falda, hubo suficiente tiempo para que Luis comprendiese que los negros ojos de aquella niña eran un abismo como el mar, cuyo fondo sólo se alcanza perdiendo la vida.
Y como el talento y el buen trato de Luis no le dejaban caer en la necedad de iniciar una escena muda que nunca puede terminarse fácilmente, empezó la conversación de cualquier manera, convencido de que al final de ella lograría saber cómo era Águeda, que parecía tan buena en su casa, y que parecía otra cosa paseando por el boulevard de los Álamos.
-Conque, enséñame esos primores.
-¡Vaya unos primores! ¡Yo no sé por qué mamá habla de eso!
-Y hace bien.
-No, señor; porque usted creerá qué valen mucho, y luego los verá usted y le parecerán muy malos.
-Pero, chiquilla, ¿tú crees que yo no sé discernir acerca de esas cosas?
-Pues porque sabe usted. Ya nos han dicho que su esposa de usted tiene muchas habilidades.
Pesole a Luis que le hablase de su esposa, y también le pareció poco cortés el que aquella muchacha no llamase señora, a quien podía serlo de ella por muchísimos conceptos.
Ya empiezan a asomar las ridículas pretensiones que tienen todas las cursilillas, se dijo Luis, y miró los negros ojos de Águeda, convencido de que era poco elegante mirar con ojos negros. Y mientras Luis se hacía estas reflexiones, empezó Águeda a colocar sobre el sofá muchos objetos que recogía de la cómoda, de las paredes y del tocador.
-No se burle usted, porque ya le he dicho que esto no vale nada.
-Falsa modestia -pensó Luis, y añadió en voz alta-: soy incapaz de burlarme, y te diré mi opinión con completa franqueza.
-Esto lo concluí hace muchos años.
-¡Hola! Un pañuelo.
-Sí señor; con una L y una N.
-Luego era para mí.
-Sí, señor.
-Entonces no hará tantos años que lo concluiste.
-Sí, señor; hace muchos.
-Y, ¿por qué no me diste el pañuelo?
-Porque usted no lo quiso.
-¿Que no lo quise?
-No, señor.
-A ver... a ver...
-Pues fue un día de mi santo, y usted dijo que vendría.
-¿Y no vine?
-No, señor; y cuando volvió usted a los dos días le dije yo: «Mire usted, señorito Luis, que el día de mi santo se dejó usted aquí un pañuelo»; y usted me contestó: «No me vengas con tontunas; no aprendas a ser cursi»; y yo me callé; pero ya ve usted que yo lo dije para darle a usted el pañuelo.
-Pobretica mía; perdóname, que bien castigado estoy por no haber gozado de esa fineza.
-No se preocupe, que después le dediqué muchos bordados.
-¿De veras?
-Y muchas labores. Mire usted, esta pila era para su esposa.
-Ya me lo ha dicho tu madre.
Y Luis sonrió, calculando que Águeda no encontraba palabra más fina con que nombrar a Marcela.
-Y para usted hice otra cosa, que tengo guardada.
-Pues, tráela, y la veremos.
-Pero a condición de que no se la llevará usted.
-¿Pues no era para mí?...
-Sí, señor; pero ahora tiene dueño.
-¡Hola! Y, ¿quién?
-Pues la señora.
-¿Sí?
-Sí, señor; he prometido poner mi obsequio en el panteón.
-Pero, ¿qué es ello?
-Aquí está.
Y Águeda destapó una voluminosa caja, sacó de ella un objeto cubierto de vellón de seda, quitó aquel finísimo embalaje, y mostró ante los ojos de Luis una preciosa urna de marfil calada primorosamente.
-Esto es hermoso -dijo Noisse.
-Destápela usted.
Levantó la cubierta de la urna y vio que en el fondo estaba el retrato de la madre de Luis miniado como por insigne artista. Cercaba el busto de la noble señora una guirnalda de pensamientos, y de siemprevivas, y al pie se retorcían dos tallos dibujando esta inscripción: ¡Bendito seas, hijo mío!
Súbitamente púsose Luis en pie; su mano izquierda apretó contra su corazón el delicado recuerdo, y su mano derecha sujetó el brazo de Águeda, la atrajo hacia sí, y, mirando con serenidad y con fijeza aquellos negros ojos, cuya retina parecía fija en lo profundo del alma, gritó a la niña con voz imperiosa:
-¿Quién hizo esto?
-Yo, yo solamente.
Y Águeda se erguía y manteníase sin pestañear, como protestando de aquella duda que la injuriaba.
-¿Y fue tuya esta idea?
-Mía, solamente mía.
-Pero, ¡si no es posible!
-¿Cómo que no?; ¿y esto?
Y Águeda desabrochó el cuello de su bata, tiró hacia fuera de una cadenita de oro que llevaba sobre su seno; enseñó a Luis un corazón hecho con dos conchas y adornado con diminutos brillantes; y acercándolo a los ojos de Noisse, le dijo con acento lleno de rabia.
-Y esto también lo hice yo, yo solamente.
-Pero aquello vale más.
-¿Por qué?
-Por lo que encierra.
-Y aquí, ¿no hay nada?
Separó Águeda las dos conchas, y entre ellas vio Luis un retrato suyo guardado dentro del arte, y guardado finalmente en el seno de aquella virgen. Echose Luis atrás como si temiese que le faltase tierra para acercarse a Águeda, y ésta, guardando la hermosa reliquia dentro de la bata, riose con carcajada nerviosa, y corriendo hacia la cocina, gritó:
-Madre, madre, el señorito Luis ya tiene apetito.
Cuando el capitán se rehízo de aquel extraño final que había tenido la conversación, pensó que la tal Águeda debía ser moza de cuenta. Total, que la niñita no quería perder tiempo, y ya pretendía obligarle a una declaración llena de vehemencias y apasionamientos, y que debía ser consecuencia forzada del romántico cariño de la doncella que llevaba el retrato de Luis como se lleva la reliquia o el amuleto o sean la fe y la esperanza, todo lo que más ama el ser humano.
Pesole a Luis de haber visitado a Mari Antonia; pero comprendió que no debía motivar una escena de recriminaciones en que su papel no quedaría a buena altura. Se decidió a almorzar con las dos mujeres, y no hubiera sido posible de otra manera, porque Águeda enviaba a su madre al lado de Luis, y ésta llegaba pidiendo perdón a su señorito, porque ya no estuviese hecho el almuerzo.
-Ya sabía yo que esto acabaría porque Águeda se metiese en la cocina.
-¡Vaya una molestia!
-Ninguna. Es que esa chica sabe cosas que yo no sé, y vale más que ella lo prepare todo.
-Pero si yo me hubiera ido al Liceo, y...
-Si almorzamos muy pronto. ¿Quiere usted venir a la cocina?
-Vamos allá.
Águeda, con las mangas arrolladas sobre el antebrazo, se disponía a partir una langosta.
-¡Vaya una ocurrencia traerle aquí!
-¿Estorbo?
-Nada de eso; pero dicen que viendo guisar se quitan las ganas de comer.
-Pues yo he visto guisar muchas veces a mi asistente, y por eso no he perdido el apetito.
-Más vale así.
-Lo que siento es el trastorno que estoy ocasionando.
-Ninguno; ya ve usted que no hemos salido de casa; va usted a almorzar lo mismo que nosotras teníamos dispuesto. Un potaje de legumbres, esta langosta a la vinagreta y un trozo de carne asada.
-Me parece muy bien.
-Y dulce hecho por mí, y café.
-En fin, que estás llena de habilidades.
-Ya se lo dije a usted, señorito -añadió Mari Antonia-. ¿Ha visto usted lo que pensaba regalarle cuando se casó usted?
-Y se lo agradezco con toda mi alma.
-¿Y lo que hizo para la señorita?
-Eso, no.
-¿Qué no? Lo lleva colgado al pecho.
-¿De modo que eso era para mí... mujer?
-Es natural.
-Muy bonito y muy notable. Pero, según eso, has aprendido a pintar.
-He aprendido sin que nadie me enseñe.
-Y sabe bordar muy bien, y tocar el piano, y muchas cosas más; lo único que no sabe es querer a su madre.
-Y volvemos al mismo tema.
-Porque es verdad. Yo no tenía precisión de vivir con todos estos aparatos, porque en la otra casa estábamos muy bien, y con lo que yo ganaba había bastante para tener un pedazo de pan; pero ésta se empeñó en ser una duquesa, y, ¿qué hizo?, pues hacer esas labores para que yo se las vendiese a cuatro farsantonas que dicen que lo han hecho ellas, y esto me da mucha rabia.
-De modo que...
-Pues ya lo creo, y todo para nada: para que esta se ponga cuatro trapos; porque lo de duquesa está por venir.
-Cállate un momento si quieres darme gusto, porque voy a partir la langosta, y el mérito está en darla un solo golpe, abrirla y que salga la carne en un pedazo.
-Pues vamos a ver si aciertas -dijo Luis.
Águeda levantó el cuchillo, sonrió considerando la atención que producía, y después se puso seria; dio un golpe sobre la langosta, introdujo los pulgares dentro de la rotura producida, y la blanca carne saltó en un pedazo sobre la mesa.
-¡Bravo! ¡Bravo! -dijo Luis, aplaudiendo.
-Muchas gracias; hoy estoy de suerte.
-Como que ha venido el amo de esta casa.
-No tanto, Mari Antonia.
-Eso, y más aún; pues qué, ¿cree usted que ahora mismo, que le estoy viendo aquí, no me acuerdo de aquellos tiempos en que era usted pequeñito, y venía usted a buscarme, y me decía: «Anda, Mari Antonia, di que frían una rebanadita de pan?» ¿Y cuando venía usted a la cocina, que no alcanzaba usted al fogón, y se comía usted la primera croqueta que salía de la sartén?...
-Aún me acuerdo.
-Y yo no lo olvidaré nunca, y a esta se lo tengo dicho: «Mira que al señorito se lo debemos todo. Mira que a la señora le debes el haber nacido, y el haberte criado como te has criado, y mira...»
-Pero, ¿almorzamos, o no?
-Sí, sí; usted no quiere hablar de esto porque es usted muy bueno y no le gusta que le recuerden el bien que hace, pero yo...
-Silencio, Mari Antonia, si es posible, y vamos a almorzar, porque tengo mucha hambre.
-Pues ya poco falta, porque la carne estaba lista, y la langosta se prepara enseguida. ¿La preparas tú o yo?
-Yo pondré la mesa.
Y Águeda, al decir estas palabras, llevose una mano sobre los ojos, bajó la cabeza y echó a andar por el pasillo. Fuese Luis tras ella y le preguntó:
-¿Es que lloras?
-No, señor; ha sido la cebolla; la cebolla solamente.
Pero decía esto con voz que no vibraba con su timbre habitual, y cuando ella y él entraron en el cuarto destinado a comedor, cogiola Luis de la mano, la llevó al lado de la ventana, y le dijo:
-Me engañas, porque lloras.
-Tiene la culpa mi madre.
-¿Por qué?
-Porque habla de esas cosas.
-¿Y eso te molesta?
-No, señor; no me molesta que le queramos a usted.
-Pues, entonces...
-Pero siento que usted no nos quiera.
-Si os quiero.
-Ahora no, pero ya nos querrá usted cuando vea que somos buenas.
-Ahora y siempre.
-Ahora, no.
-Calla, tonta.
-En fin, pondré la mesa, porque si a las doce se ha de ir usted...
-De doce a doce y media.
-De todos modos, no ha de faltarnos tiempo.
Cuando Luis salió de la casa de Mari Antonia eran las cuatro de la tarde, y como viese que no era hora de dar lección a sus alumnos, se fue al casino, se sentó en su rincón favorito y empezó su habitual tarea, que él llamaba aforar cosas y aforar personas. Pero después de una hora de meditación convino en que se había quedado a oscuras, o sea que no vislumbraba los proyectos que tenían concebidos Águeda y su madre. Aquella carcajada, cuando guardó el medallón, quería decir algo, y lo mismo querían decir la dulzura y la expresión con que tocó los walses «Tú, y siempre tú»; pero en cambio resultaba que el medallón lo había hecho para Marcela, y que los walses eran obsequio de un don Fulano, que seguramente sería adorador de Águeda. Además, una chica que pretende no se muestra tan sencilla, pero una chica sencilla no se ríe como una actriz ni maneja la sordina del piano con tanta perfección.
Pero era indudable que había salido de su casa a las siete de la mañana y aún no había vuelto. Esta idea sacó a Luis de sus lucubraciones, y el capitán marchó hacia su hotel pensando que perdía su derecho a quejarse de Marcela, y temiendo que ésta se hubiese resarcido de la ausencia de su esposo haciendo un solemne disparate.
Abrió el portero la cancela; Bautista recogió el bastón de su señorito, y éste le miró de tal modo que el criado contestó en seguida:
-La señorita no ha salido, y ha dado orden de servir la comida cuando el señorito lo mande.
-Di que al momento, y ven conmigo porque voy a cambiarme de ropa.
Supo Luis, por su ayuda de cámara, que Marcela había pasado todo el día ocupada en arreglar la casa, teniendo a los criados en constante movimiento; y sintió Luis que le remordía la conciencia; vistiose de frac y en el comedor entró, dispuesto a remediar la falta cometida, y a pasar la velada con Marcela en el teatro. Don Cristóbal, echado sobre un diván, tarareaba la canción de moda, y Marcela regañaba a un criado porque la lámpara lucía mal.
-Buenas noches -dijo Luis.
-Buenas noches -contestó Marcela con tono afable, pero sin mirar a su esposo.
-Buenas, mi capitán -dijo Brether-. ¿Sabes la noticia del día?
-¿Cuál?
-Ya veo que la sabes, porque estás acicalado.
-Acaso no la sepa.
-¿No vas a la ópera?
-Sí.
-Pues entonces ya la sabes.
-Creí que sería otra noticia.
-¿Más notable que esa? Como no fuera la supresión de un impuesto...
-Pues por hoy veo que he estado al corriente de las grandes novedades , y precisamente he venido temprano para advertir a Marcela que se prepare.
-El caso es que nadie lo ha sabido hasta última hora, y los abonados no han podido usar de su derecho.
-Todo se arreglará -contestó Luis.
-De todos modos, si tienes palco iré contigo.
-Y tú, ¿qué dices?
Marcela arreglaba la fruta cuidadosamente.
-Yo no tengo empeño en asistir; si tú deseas que vaya, iré; y si no, pues me quedaré en casa.
-Yo tampoco tengo empeño en obligarte.
-Pero tú tendrás tus compromisos.
-Ninguno.
-Y las localidades costarán hoy un sentido.
-Pero vale la pena -contestó don Cristóbal.
-Hay otras cosas en qué emplear el dinero.
-Muchacha -contestó Brether-, no economices para tus hijos, porque no los tienes.
-Ya lo sé -dijo Marcela con marcado enojo.
-Lo que deseo es que te decidas pronto. ¿Vienes o no?
-Pues bien; no cuentes conmigo.
-Entonces, hasta luego.
Y Luis se fue a la antesala, donde Bautista le puso el abrigo.
-¿El señorito se va a servir del carruaje?
-No; ya avisaré.
Y Noisse volvió a sentarse en el casino, y se convenció de que estaba aburrido y anonadado, de que era imposible vivir con una mujer tan estúpida, tan mal educada y tan bestia como la mujer que él tenía; y después pensó que a don Cristóbal también le correspondía una parte de sufrimiento, porque aquella noche se quedaba sin gozar del espectáculo. Y, ¿qué espectáculo será ese? Se preguntó Luis. Aquí me lo diría algún compañero; pero el suceso debe ser extraordinario, y se van a reír de mi ignorancia. De todos modos, me conviene averiguar qué es ello, aunque no lo presencie. Lo dicho; me voy a la ópera, y me entero de lo que ocurre; si me conviene, entro; y si no me conviene, me voy a la tertulia del general, y cumpliremos con este señor, aunque me aburra verme entre aquellas gentes. Montó Luis en un coche del casino, llegó a la ópera, y por la concurrencia que notó en los alrededores del teatro comprendió que algo extraordinario debía suceder. Mandó parar el coche, se acercó al revendedor que encontró más próximo, y le dijo:
-¿Dónde está Juan José?
-Ahora viene. ¡Juan José!
-Allá voy. ¿Quién me llama?
-Este caballero.
-Buenas noches, mi capitán. Aquí estoy para servir a Vuestra Excelencia en lo que mande.
-¿Qué ocurre esta noche?
-¿Dónde?
-Aquí.
-¿En el teatro?
-Sí, hombre.
-Pero, ¿no lo sabe Vuestra Excelencia?
-¿Contestarás?
-Pues que Ronni, el gran tenor, iba a debutar mañana y debuta hoy por indisposición de Magno, y cantará el «Primer César», que es una ópera que nunca ha cantado.
-¿Y por eso tanto ruido?
-¿Es que Vuestra Excelencia cree que no hay más que hacer que lo que hacíamos en la Aurelia?
-Es posible que no te equivoques.
-En fin, ¿se va Vuestra Excelencia a quedar sin ver el acontecimiento?
-Mi palco estará vendido.
-Y todos. Yo no tengo más que una platea y dos delanteras del primer piso.
-Poco es eso.
-Pues dentro de cinco minutos no queda más que lo mío si no lo vendo.
-Pues que Dios te dé suerte.
-Ya me la ha dado, porque Vuestra Excelencia se lleva la butaca.
-No puede ser.
-Es verdad que Vuestra Excelencia ya no va solo a ningún lado. Pues llévese las dos delanteras. Advierto a Vuestra Excelencia que hoy habrá señorío en todas las localidades.
-Gracias, pero no entro en el teatro.
-Vuecencia se queda con las delanteras, porque se las regalo yo.
-Gracias, Juan José.
-Ni gracias ni nada, mi capitán, porque llevo ocho años recibiendo obsequios de Vuestra Excelencia, y ahora que encuentro una ocasión de poder cumplir, no la desperdicio, aunque me costase lo que más pueda querer en el mundo.
-Vaya, vaya, Juan José; déjate de esas cosas, y, adiós.
-No se va Vuestra Excelencia sin las delanteras.
-Te lo agradezco, pero no tengo ganas de teatro.
-Pues, vaya Vuestra Excelencia con Dios; pero cuando Vuestra Excelencia llegue a su casa ya estarán allí las localidades; y lo que siento es no tener el palco del emperador para enviárselo lo mismo.
-Gracias, Juan José; pero no las envíes.
-Si no las envío las quemo ahora mismo delante de Vuestra Excelencia.
Y el existente encendió una cerilla, y se dispuso a cumplir su promesa.
-Tráelas, y gracias, y no vuelvo a preguntar por ti.
-Pues hará mal, porque otro día ya verá Vuestra Excelencia con qué tranquilidad le cobro.
-Ahora lo que necesito es la butaca.
-¿Para qué?
-Y a ti, ¿qué te importa?
-Es verdad; pero las localidades que lleva son muy buenas esta noche.
-No lo niego; pero me hace falta la butaca, y no quiero que me la regales.
-Ya ve Vuestra Excelencia que me pongo en razón; esa la cobraré si se empeña; aquí tiene el papelito.
-¿Qué te debo?
-Lo que Vuestra Excelencia me quiera dar.
Sacó Luis de su cartera un billete, y se lo dio a Juan José, que hizo constar que lo tomaba por la butaca solamente.
Montó Luis en el coche, y se fue enseguida a la Agencia de Demandaderos, y durante el camino se decía: «Con estas tres localidades se pueden hacer muchas combinaciones: la butaca para mi suegro, y las delanteras para Marcela y para mí; o la butaca para mí, y las delanteras para mi mujer y don Cristóbal; pero yo haré esta otra combinación: las delanteras para Águeda y para su madre, y la butaca para mi gabán, porque yo pasaré detrás del sillón de Águeda toda la velada».
Cuando el diminuto mensajero llegó al círculo para dar a Luis la contestación, estaba éste decidido a poner todos sus empeños en lograr el cariño de Águeda, y compensar con los mimos de aquella niña las actitudes de Marcela.
-Señor don Luis, el mensajero número treinta y siete pregunta por usted.
-Que pase.
Y entró el lacayito.
-¿Has llevado la carta?
-Sí, señor.
-¿Y qué?
-La señorita no estaba en casa, y el portero me ha dicho que la señorita había salido con la señora.
-¿Y te has traído la carta?
-Sí, señor.
-Pues la llevas otra vez; y si no han vuelto, se la dejas al portero, y le encargas que la entregue en cuanto vuelvan las señoras.
-Está muy bien.
Son las ocho y cuarto, y la función habrá empezado; pero durará hasta las doce, y, por tarde que vuelva Águeda a su casa, aún podrá ver los dos últimos actos. Por consiguiente, yo iré al teatro a las diez y media, y subiré a la galería, y... Pero si subo me entretendrán, y la gente se fijará en mí, y me verán mis conocidos, y mañana lo sabrá Marcela, y en cuanto lo sepa tendrá derecho para... ¿Y por qué? Tendrá derecho para recriminarme, pero no lo tendrá para vengarse, y mucho menos de cierta manera... Pero yo también perderé mi derecho para quejarme de su conducta... O no lo perderé, porque lo cierto es que si yo busco el cariño de Águeda es porque Marcela es... nada. Nada, en absoluto, porque ni me da hijos, ni me acaricia, ni... De todos modos, debo evitar que sean públicos mis amores con Águeda, porque saldría mal librado mi decoro si dijesen que yo sustituía mi esposa con la hija de una criada. Pero es que la hija es... Basta, Luis; basta. Son las ocho y cuarto, y hasta las diez y media van dos horas largas que es necesario emplear en algo. Iría a la tertulia del general-director, pero me aburro en aquella casa. La generala me preguntará por mi esposa, y hará la pregunta con su habitual airecillo socarrón, que está de moda porque las elegantes se han dedicado a burlarse de todo, sin comprender que ellas, por su ignorancia, y por sus ridiculeces, son constante objeto de los desprecios del hombre culto. ¿Y el general?, pues el general me preguntará por los adelantos de mis discípulos, que es una pregunta muy pertinente haciéndola en el Liceo; pero muy estúpida cuando se hace en una tertulia familiar. Después buscará ocasión para decirnos que es tan noble como el emperador. Y esta afirmación es indiscutible porque los ascendientes de nuestro monarca eran en el siglo pasado unos humildes zapateros de la capital del Fóculo, y el mismo emperador estaría echando medias suelas, a no haber tenido un tío que supo usurpar un trono, y a no haber encontrado un marqués del Mantillo que conquistó la Aurelia, y le regaló a Su Majestad Fortísima el trono de aquel tío. Además, los contertulios del general se me ponen sobre la nariz o sobre la boca del estómago, porque parece que se han tragado el espadín, a juzgar por lo rígidos que se conservan. Allí sólo se habla de que el emperador prefiere el Relámpago, que es bayo, al Botines, que es azúcar y canela: y no es exacto, porque Su Majestad se ha dedicado al estudio de la Química, y no se ocupa de los caballos ni de los demás animales que le rodean. La generala dirá que la emperatriz ha dispuesto que el color de moda para la próxima estación sea el verde ciruela, y no hay tales carneros, porque Su Majestad emplea su tiempo en cuidar del príncipe y de los desgraciados, y si algún lunes recibe en el salón de las conchas a la generala y a otras cursis semejantes, es porque así lo exige la gobernación del Estado. Pero esto no impide que mañana salgan a la calle las señoras de buen tono buscando telas, flores, cintas y encajes que sean del mismo color que las ciruelas verdes. Y además... Y además, que no voy a casa del general; está dicho. Pues, ¿a dónde? A ninguna parte... Pero si me quedo aquí me saldrá peor la cuenta, porque dentro de una hora se llenarán estos salones con los necios que no hayan podido pagar una localidad del Gran Teatro de la ópera; y esos infelices no confiesan que carecen de fortuna, sino que dirán a voz en grito que el espectáculo de esta noche es un camelo, y que el tenor hará fiasco. Después empezarán a jugar, no para divertirse honestamente, sino para ganar dinero; y no con la finura del tahúr que procura ser cortés para lograr el trato de las personas acomodadas, sino con la grosería de estos chiquillos mal educados que sueñan con heredar a su padre, y pasar el luto en el extranjero. Gritarán en la sala de billar como lacayos borrachos; se mostrarán tacaños y egoístas mientras juegan al jaraon; y, cuando empiece la partida de treinta y cuarenta, no faltará algún ente que tire su dignidad por la ventana, y pida dinero prestado al mozo del guardarropa. ¡Valiente canalla! Lo sensible es que todos esos son los futuros empleados y representantes de la nación: de esta querida patria mía, donde los seres inteligentes y honrados hacen hercúleos esfuerzos para salir de la oscuridad y de la miseria en que viven, y luchan hasta que se enervan sus facultades, y entonces caen al fondo de ese abismo social que se llama desesperación, de donde algún día nacerán las espantosas venganzas que sirvan de enseñanza a la humanidad, y le adviertan que el hombre vale lo que produce, y que el hombre inútil es lo único inútil que existe en el mundo. ¡Bravo, Luis! Tu filosofía es bella, aunque no sea nueva; pero no sirve para decidir dónde has de pasar las dos horas que faltan hasta las diez y media... Pues muy sencillo; me voy a casar, me encierro en el despacho, y así verá Marcela que no voy a la ópera. Cuando sean las diez me marcho, y cata el cañón en batería. ¿Estamos?, ¿sí?; pues manos a la obra.
El timbre anunció en el hotel que entraba el señor de la casa, y Bautista estaba en la antesala cuando Luis subía la escalera.
-¿El señor cambia de traje?
-No; voy al despacho. Tráeme una taza de té con coñac; me duele el estómago.
-¿El señor no quiere nada más?
-Nada.
Y el capitán se dispuso a continuar el programa de Castrametación; pero las cuartillas no estaban sobre la cartera ni se las veía en ninguna parte.
-¡Bautista!
El criado volvió desde el pasillo.
-Señor.
-¿Dónde están los papeles que había aquí?
-El señor perdonará; pero yo no los he movido.
-Si no es posible; estaban a la vista y.. ¿Y por qué está el tintero a la izquierda y la salvadera a la derecha? Tú has limpiado la escribanía.
-El señor me dispense, pero...
-Y tampoco veo el portaplumas de marfil. Esto está en completo desorden.
-El señor perdonará.
-Habla.
-Es que la señorita ha pasado toda la tarde arreglando el despacho.
-¿Y por qué no lo has arreglado tú?
-Porque la señorita lo arregló con la doncella, y me mandó que no entrase.
-Está bien.
-La señorita parece que no está contenta conmigo.
-Calla, hombre; siempre discurres diabluras.
-Es que.
-El té.
-Voy en seguida.
¡Todo sea por Dios! La escribanía parece que ha salido a la venta, a juzgar por lo reluciente que la han dejado. ¿Y las cuartillas?, deles usted recuerdos. ¿Y la tarjeta donde tenía apuntados los logaritmos del coseno y de la tangente?, pues también han volado. Esto es una Babel, y, sin embargo, es preciso convenir en que está el despacho elegante, y revela que su dueño no sabe leer y escribir, o no se toma la molestia de demostrarlo. Sólo me faltaba esta manifestación del acierto de mi esposa, y concluiré por establecer mi despacho en la Biblioteca del Liceo. Y a todo esto me sigue doliendo el estómago, pues no sé qué me habrá hecho daño... ¡Ah!, capitán; si no he comido nada desde que almorcé con Águeda esta mañana; si lo que tengo es hambre. Y ese me traerá el té. ¡Buen consuelo! Pero, ¿quién le mandará a Marcela meterse a cuartelero? Sin duda querrá hacer méritos con estas faenas o pensará que está en papel trastornando la casa con tales limpiezas. ¡Qué estúpidas son estas señoras mal educadas! No comprenden que el hombre todo lo perdona cuando recibe una caricia, y que, a la esposa que sólo sirve para asistente, no se le perdona nada, porque es una criada enojosa a quien no se le puede despedir. Y, ¿qué hago para aplacar el hambre? Aquí no puedo pedir nada porque se enteraría Marcela, y sospecharía que no he comido; pues me marcho. Marcela llamará a Bautista, éste dirá que me he disgustado por la pérdida de mis papeles, y si mi esposa se lleva un mal rato, le servirá de aviso para no trastornar mi despacho como ha trastornado mi existencia. ¿Y dónde como? Son las nueve, y ya los restaurantes estarán desiertos; al círculo no voy; ¿a un café?, ¡bonito papel haría yo cenando en un café!... Sólo me queda una hora de espera; hora y media a lo sumo... Decididamente, cenaré en el buffet de la ópera, y, cuando concluya de cenar, subiré a la galería y saludaré a Marcela.
El ayuda de cámara se presentó con el té.
-No quiero nada.
-El señor perdonará...
-Mi abrigo.
-¿El señor no da la hora para el coche?
-No quiero carruaje. Me voy, porque en este despacho no se puede trabajar.
-El señor perdone...
-Adiós.
La tercera copa de vino acabó con las penas de Luis.
¡Cuánto me he divertido en este teatro! ¡Qué carnavales tan alegres he pasado en estos salones antes de irme a la Aurelia! ¡Qué mujeres tan bonitas! ¡Qué buen humor! En esa mesa fue donde nos bebimos tres botellas de champagne, y después nos fuimos a bailar tranquilamente. Entonces y después, ¡cuántas veces he pensado en mi futura mujercita! Tenía hechos mis cálculos, que me parecían infalibles, y me daban por resultado que algún día volvería a este buffet con mi esposa disfrazada con un traje muy bonito, proyectado por mí y colocado por mí. Colocado con el mimo conque yo pensaba vestir a mi esposa mientras ambos viviésemos. Y traerla aquí con su carita monina cubierta con un antifaz de finísimo raso, cuyo antifaz dejase al descubierto la diminuta boca para que yo la besase, y los ojos para que en sendas pupilas hallase yo constantemente una mirada llena de agradecimiento, de amor y de esperanza... No pienses más en eso, capitán Noisse; te ha salido el tiro por la culata y... paciencia. La mitad de las mujeres son tontas, la tercera parte son malas, y el resto está tan repartido por el mundo, que no has tenido la suerte de coger una del resto. El Marqués del Mantillo decía una noche, estando de visita en casa de mi padre: «La mujer, como la manta, es preciso ponerla entre sábana y colcha para que sea útil y no moleste. Pero yo prefiero el verano». Era mucho hombre don Nicasio Álvarez... Si Águeda fuese como yo la deseo... Y, a propósito, ¿qué hora es?, las once menos diez minutos. Pronto ha pasado el tiempo. Y acaba de empezar el tercer acto... En cuanto bajen el telón subo a saludarlas; pero me verá algún conocido, y... ¿Cómo les diré que estoy aquí, y que las aguardo a la salida? Si la enviase un ramo...
-Mozo.
-Señor.
-Di a la florista que venga.
Y cuando llegó la florista le dijo Luis:
-En los sillones 17 y 19 de la delantera del primer piso, verás una señorita y una señora. Le das ese ramo a la señorita, y le dices que el señorito Luis estará esperándola en la puerta que da a la avenida de Reinoso. ¿Comprendes?
-Sí, señor; voy al momento, porque nosotras entramos y salimos sin hacer ruido.
Cinco minutos después volvía la florista.
-¿Traes el ramo?
-Sí, señor.
-¿Por qué?
-Esas localidades están vacías, y me ha dicho la acomodadora que nadie las ha ocupado durante lo que va de noche.
Y otros cinco minutos después se acostaba Luis.
Y detrás de Luis saltó a la cama el gatito. Cogiole el capitán, y empezó a acariciarle pensando: «Qué bueno eres; ayer te pegué y aún vuelves a buscarme». Y Marcela, que oía el débil maullido del animal, se decía: «¡Será malo ese hombre!, ¡pues no quiere quitarme mi michín!».
II
A trabajar, y basta de tonterías, se decía Luis a la mañana siguiente. Mi mujer tiene sus defectos, pero al cabo es mi mujer, y es una señora. No me conviene andar en aventuras con mozas que vuelven a su casa a las mil y pico. La tal Aguedita y su mamá deben ser de oro... Y, total, ¿qué ha pasado aquí?; casi nada: que Marcela tiene celos y muy poco conocimiento de la vida matrimonial, y que tiene miedo, y que... Mientras todo se arregla vamos a trabajar: es preciso concluir ese programa, y después hacer algo notable. Un Noisse no debe estar siempre ocupado con asuntos caseros... La idea del cañón es preciosa, y no la debo abandonar; pero es superior la de mi fonotécnica. El problema consiste en lo siguiente... Vamos por partes... Es indudable que el fonógrafo acaba con la escritura, porque si el fonógrafo llega a ser tan barato y tan manuable como la caja de cerillas, yo dictaré una carta al fonógrafo, dictaré después el sobre, y la echaré al buzón. Los empleados de correos la llevarán a su destino, valiéndose de sus fonógrafos, y por el mismo procedimiento la podrá leer el destinatario... Habrá que imitar la voz para falsificar la firma, y... etc. Pues bien; si entonces nadie sabe escribir, no podrán los mudos hacerse entender, y yo quiero descubrir la escritura de los mudos. Adelante, Luis, adelante... Para lograr esto es preciso que el mudo sepa trazar en la lámina del fonógrafo la misma huella que produce la voz humana. En esto consiste mi trabajo. Hay que analizar esos signos; descartar la influencia del timbre y de la extensión, y esto me llevará a obtener lo que yo llamo la ecuación de la voz, y después obtendré la ecuación del sonido... Y resolveré muchos problemas pendientes... Es preciso concluir con nuestra escritura convencional, y representar los sonidos como ellos se escriben... La Aguedita... En buen lío me iba a meter...
Y durante cuatro días estuvo Luis haciendo una división racional de la asignatura que explicaba en el Liceo. Pero al día siguiente volvió el capitán a su casa, concluyó de comer, y cuando, sentado a la mesa de despacho, se dispuso a continuar sus tareas, vio apoyada sobre la escribanía una carta con sobre de luto. Cogió la carta, y hallose conque estaba dirigida a Marcela.
¿Y qué hace aquí este papel? Y el sobre está abierto. Aseguro que Marcela lo ha puesto aquí para que yo me entere... Pues me enteraré... ¡Si es de la marquesa!... A ver.
Querida sobrina: No te preocupes las mil pesetas que me debes,
¿Qué es esto?
y si es cierto que necesitas más dinero, según me dices, pídeme lo que te haga falta.
Pero, ¿qué es esto?
No he ido a saludarte porque me has hecho tu acreedora, y no quiero obligarte a que me des explicaciones.
¡Habrá ignominia! Mi mujer es un animal.
Las que me das no me satisfacen, porque conozco la fortuna de tu esposo, y sé que Luis no te niega nada.
Ya sabes que debo tratarte como a hija mía, pero no quiero molestarte con mis consejos, porque ya sé que eres juiciosa,
¡Mucho!, y tú sabes lo que haces, que estará bien hecho.
Etcétera: recuerdos de las primas, y se acabó. Es indudable que Marcela está loca. Por lo visto, se le concluyó el dinero, y, en lugar de pedirme, pide a su tía; y cuando ve que no tiene razón, que la marquesa la pondrá como chupa de dómine; y que no ha de seguir eternamente sufragando los gastos de mi casa con dinero ajeno, coloca esta cartita delante de mis narices, y no tiene el honrado valor de decirme lo que ha hecho ni la humildad de disculpar su conducta. Ahora debía yo enviar las mil pesetas a la marquesa y decirle a esa señora quién es su sobrina, pero no lo hago, porque mi deber es respetar a mi esposa. Lo que sí me correspondía era dar a Marcela una docena de azotes, pero su confesor me llamaría monstruo, y ella lloraría como una descosida, y llamaría a su madre, y diría que yo maltrataba a una huérfana... No me atrevo a maldecir la hora en que me casé, porque soy suficientemente religioso y no puedo rebelarme contra lo que Dios dispone; pero me entran ganas... En resumen, ¿qué contestación doy a esta carta?... Lo natural sería que yo enviase dos mil duros a la marquesa, y la convirtiese en mi cajero; pero he de ser prudente hasta el último instante, y lo que hago es esto.
Y Luis puso la carta y tres billetes de mil pesetas dentro de un sobre. Cuando me acueste lo dejo en el tocador de esa majadera. Vamos a trabajar. ¿Y si el dinero le hace falta para esta misma noche? Pero yo no he de ir ahora a entregárselo, porque no quiero provocar discusiones, ni se lo envío con Bautista, porque sería ridículo que dos esposos se carteasen de esta manera... Me voy, y dejo la contestación encima del pupitre; pero cierro el sobre, porque si algún criado ha leído la carta de la marquesa, no quiero que sepa lo que respondo... Escribo en el sobre Contestación, y en paz... Y me voy, porque esta noche no trabajaría con provecho, y necesito salir, y que me dé el aire y...
Y se fue. Sus pies le encaminaron hacia el casino, porque los pies de Luis sólo sabían recorrer sin guía las calles que llevaban al casino y las que conducían al Liceo. Durante el trayecto persistió Noisse en la idea que le preocupaba, y cuando se dejó caer sobre el diván y el rincón donde acostumbraba a sentarse, dudó entre volver a su casa, y hacer añicos a Marcela, o marcharse en el primer expreso que saliese para el Fóculo, y no volver ni a su hotel ni a su patria.
-Don Luis.
-No he llamado.
-Es que traigo dos cartas.
-¿De quién?
-Una vino hace días y la otra esta tarde.
-Gracias.
Esta es la letra de Mari Antonia. Para cartitas estoy... Y me había prometido que no volvería a escribirme al círculo, y me pidió perdón por las otras cartas. ¡Buenas están las mujeres! Ya sé lo que me dirá: cuatro mentiras para que yo me aficione a la muchacha... ¡La tal Aguedita!... Cualquiera lee estos borrones.
Señorito Luis: No puede usted figurarse el sentimiento que tuvimos cuando volvimos a casa y vimos las localidades que usted había enviado, porque si usted nos hubiera dicho que las iba a enviar no hubiéramos salido y si salimos fue a lo mismo porque Águeda estuvo en la ópera en butaca con una señora que es amiga nuestra y de ella no se movió hasta que se acabó la función y dice que no le vio a usted y que miró a todas partes por si le veía pero que había mucha gente y no es extraño y yo siento no haber ido porque dice Águeda que al lado suyo hubo una butaca vacía toda la noche.
¡Maldita sea mi suerte!
En fin que sentimos mucho lo que ha pasado y Águeda está enferma yo creo que tomó frío al salir del teatro y no quiere médico pero tiene calentura.
Luis llamó a un criado.
-¿Qué manda usted?
-¿Hay una berlina disponible?
-Sí, señor.
-Que espere.
Y usted verá en qué podemos servirle que las localidades se las agradecemos mucho y sentimos lo pasado. Su servidora Mari Antonia. Águeda no pone nada porque ahora duerme un poco que no pegó los ojos en toda la noche ni en la mañana.
Me voy, y me voy ahora mismo. He sido injusto con esas mujeres, y debo reparar el daño que las hice.
¿De quién será esta otra carta? Alguna petición de influencia o de dinero. La letra huele a escribiente.
Sr. Don Luis Noisse: He pasado tres días muy enferma.
¿Quién escribe esto? ¡Si es Águeda! ¡Es Águeda quien escribe! Al principio otra vez.
He pasado tres días muy enferma, y hoy, que me encuentro mejor, consigo de mi madre que me deje escribir a usted.
Suplico a usted que venga a vernos, porque sospecho que me condena usted sin oírme, y no sé por qué me condena.
He recordado que negué a usted la urna y no le ofrecí el medallón que llevo al pecho; y, como estas ideas, he tenido otras muchas que no son acertadas. ¿Verdad que no?
Creo que volverá usted, y, confiada en esta esperanza, me despido de usted hasta luego.
Su obediente servidora q. s. m. b. -Águeda.
Y corría el coche, y Luis se inclinaba hacia adelante creyendo que así llegaría más pronto.
Miró Mari Antonia por el ventanillo; y, cuando vio al capitán, abrió la puerta gritando:
-Señorito Luis, pero, ¿es usted?
-Yo soy; ¿qué tiene Águeda?
-Me ha dado un susto.
-Pero, ¿es cosa de cuidado?
-Ella decía que no; pero el médico dijo que sí.
-¿Está durmiendo?
-No, señor; si estábamos mentándole a usted. A la fuerza le debieron chillar los oídos.
-Pero, ¿está en la cama?
-Ya lo creo. Y mañana no la dejo que se levante.
-Y hará usted bien.
-Venga usted por aquí.
-¿Por dónde?
-Pues a la alcoba. ¿Sabes quién es?
-Ya lo sé, mamita.
-Mire usted si estará contenta, que me llama mamita. Pero, pase usted. Y Luis, tembloroso, porque su corazón latía con violencia, entró en la alcoba, se acercó a la cama de Águeda, y estrechando la mano que la niña le tendía, le dijo con cariñoso acento:
-¿Me perdonas?
-¡Qué bueno es usted!
-¡No ha de serlo!: si es hijo de la señora más buena que ha habido en el mundo.
-¿Estás mal?
-Ahora estoy bien.
-No la crea usted, que todavía no está curada.
-Pero, ¿qué has tenido?
-Frío que cogió al salir del teatro.
-Y, ¿fue sólo un enfriamiento?
-Nada de eso. He tenido un cólico. Sin duda me sentó mal el almuerzo.
-Pero, hija, ¡si estaba riquísimo!
-Acaso la langosta...
-No, señor; es que no cené, fui al teatro, cogí frío al salir, y nada más.
-¡Dichoso teatro! ¡Cuántos disgustos nos ha costado!
-A nosotras más que a usted.
-Pero es que tú no estás enterada de una coincidencia que prueba mi mala suerte.
-Ante todo, señorito, ¿quiere usted que arregle cualquier cosa? ¿Va usted a tomar algo?
-No, Mari Antonia, gracias; hace una hora que concluí de comer.
-Y no le hemos preguntado por la señorita.
-Buena.
-Con tu conversación le has interrumpido cuando nos iba a contar un suceso de aquella noche.
-Usted perdone, señorito.
-No hay por qué, mujer.
-Pero la verdad, está el agua caliente, y si no friego ahora... Y como iba a la cocina, por si acaso.
-Pues yo no quiero nada.
-Yo sí.
-¿Qué quieres tú, estrella del imperio?
-Anda, para que te quejes de tu madre.
-No me quejo; es muy buena.
-Y que ni la emperatriz cuida del príncipe como yo cuido de esta descastada.
-Ya salió aquello, Mari Antonia.
-¡Ay!, señorito; el que no tiene hijos no sabe lo que es querer.
-Es verdad.
-Conque, pide tú, que aquí está tu madre.
-Pues quiero sentarme en la cama.
-¿Cogerás frío?
-No, porque me taparé con una toquilla.
-No hagas locuras.
-No, señor; ya estuve sentada esta tarde.
-Pero en seguida se volvió a echar.
-Ahora me encuentro mejor.
-Pues voy por la toquilla.
-Y recógeme el pelo.
-Mira que te da mucho calor en la cabeza.
-Pero si no lo separas no me podré levantar.
-Eso, sí.
Y cuando Águeda quedó sentada, apareció su pálido rostro rodeado de los negros cabellos, que cubrían los hombros y se amontonaban sobre la cama. Luis nunca la había visto tan hermosa, y quedose inmóvil contemplando aquel busto lleno de seducción y de grandeza.
-Mírela usted qué contenta está ahora; pues hace cinco minutos no estaba así.
-Calla, madre.
-Sí, sí, calla, calla.
-Y acuérdate de que tengo que cenar.
-¡Cenar! -dijo Luis.
-Ya verá usted la cena, señorito.
-Una taza de caldo y un trocito de gallina.
-Pues ya va siendo tarde.
-Dentro de un rato.
-¿Qué más quieres, lucero?
-Ahora nada.
-Pues antes sí querías.
-¿Te callarás?
-Para estar callada prefiero irme a fregar, que ya estará el agua fría. Conque, ¿usted no toma nada, señorito?
-No, Mari Antonia, gracias.
-Pues hasta ahora.
Apoyose Luis en la cama de Águeda, y, mirando hacia el gabinete, preguntó:
-¿Qué querías antes?
-No me acuerdo.
-¿Estás segura?
-Es decir, me acuerdo, pero no lo digo.
-¡Hola! ¿Tienes secretos?
-Ninguno; lo que quería era que viniese usted.
-Pues ya estoy aquí.
-Después de dos cartas.
-No es exacto.
-Han sido dos.
-Pero las acabo de leer ahora mismo.
-¿No ha ido usted al casino?
-Desde hace cinco días.
-Y, ¿por qué no ha venido usted?
-Estoy ocupadísimo con mi cátedra, y, además, no presumía que estuvieses enferma.
-Usted se incomodó por la urna.
-La urna y el medallón están muy bien colocados.
-Entonces sería porque no usamos de las localidades.
-No lo creas.
-Pero usted no dijo que las enviaría.
-Como que no sabía el acontecimiento que se preparaba.
-Ni yo. A las siete y media vino doña Cecilia a buscarme, y mamá se fue a casa de esa señora. Cuando volvimos estaba el portero durmiendo, y a la mañana siguiente nos dieron la carta.
-A buena hora.
-Lo sentimos mucho, y mamá singularmente, porque se quedó sin oír a Ronni. ¿No es verdad que cantó muy bien?
-No lo sé, porque no estuve.
-Ya decía yo. Pero, entonces, ¿por qué envió usted las localidades?
-Para vosotras.
-¿Y usted no pensaba ir?
-Yo tenía la mía.
-¿En galería?
-Tenía una butaca.
-¡Una butaca!
-La que estuvo desocupada.
-Al lado mío.
-Esa... No caviles: yo iba al teatro por verte, y antes de entrar te envié un ramo, me dijeron que nadie había ocupado las localidades, y me fui a mi casa.
-¡Mala suerte!
-Renegué de ella cuando, por la carta de tu madre, me enteré de lo ocurrido.
-Lo sensible es que no oyera usted a Ronni.
-Le oiré otra vez.
-¡Quién supiera cantar como él!
-¿Te gustaría ser artista?
-Ya lo creo.
-Ganan mucho.
-Y se hacen respetar.
-El talento siempre es respetable.
-Siempre, no.
-A la corta o a la larga.
-Pero suele ser tan largo el plazo...
-Es cierto.
-Yo no he podido explicarme por qué se le concede tanta importancia al dinero.
-Por lo que proporciona.
-Y aunque nada proporcione.
-Explícate.
-Verá usted. Cuando nos vinimos a vivir a esta casa me ocupaba en bordar, y ganábamos mucho. Vivía en el principal del otro edificio una familia aristocrática: los Condes de Llach, que tenían una hija. Mi madre fue a ofrecerles nuestros servicios, y nos encargaron algunos bordados de poca importancia, sin duda para probar mis fuerzas; pero quedaron contentos, y decidieron que yo hiciera el equipo de boda de aquella señorita, que estaba entonces prometida a quien hoy es su esposo. A medida que yo terminaba mis trabajos, los llevaba mi madre guardados en una caja, y tantos misterios empleaban para recibirlos, y tanto insistieron en que yo no les visitara, que sospeché si mis labores pasarían como labores de la condesita. Y no me engañé, porque el novio quiso sorprender a su novia con un obsequio, buscó una bordadora, me recomendaron a él, y vino a encargarme una bata bordada en oro y en sedas. Estaba yo concluyendo dos iniciales en un almohadón, y, a pesar de mis negativas, comprendió aquel sujeto que su futura le engañaba. Prometió callarse para evitar un disgusto, y... se casó.
-Le compadezco.
-Yo también; pero lo cierto es que se casó por interés.
-Mal hecho.
-Pero se hace.
-Lo que yo deduzco de lo que te oigo es que has trabajado mucho.
-Y trabajaré más.
-Te quedarás sin vista.
-Aún tengo bastante.
-Todo se acaba.
-Cuando llegue ese caso ya seré rica.
-¡Hola! Eres interesada.
-Porque la riqueza es un billete de libre circulación.
-¿Quieres comprar marido, como la condesa?
-Quiero ser rica para no casarme.
-¿Por qué?
-Porque he visto que los amores duran poco.
-Pero llega la amistad.
-Pues vale más ser siempre amigos.
-Eso no basta.
-Me parece que mi madre no se acuerda del caldo.
-Aún es temprano.
-No lo sé.
-¿Quieres que la llame?
-Esperaremos un poco.
-¿Conque tú prefieres las amistades?
-Desde luego.
-Y, ¿tienes muchas?
-Ninguna.
-¿Ninguna?
-Ninguna.
-¿Pues qué se necesita para ser amigo?
-Estar siempre dispuesto al sacrificio, y no sacrificarse por obtener una recompensa, sino por el placer de haberse sacrificado.
-Eso es mucha virtud.
-Pues yo estoy dispuesta a tenerla. Y la tendría cualquiera si se decidiese. Pero sólo se piensa en la ganancia. Se da uno para cobrar dos, y los afectos que debieran ser más puros, llevan envuelta alguna pasión raquítica.
-Me parece que tu madre se ha dormido.
-¿Quiere usted que la llame?
-Esperaremos otro poco.
-¿Conque usted no entiende así las amistades?
-Yo las comprendo perfectamente.
-Son el sentimiento más grato y más eterno.
-El mejor consuelo.
-Y más constante.
-Para la desesperación.
-Y para la orfandad.
-Tener quien enjugue nuestras lágrimas.
-Y quien nos ampare contra las pasiones sociales.
-Algo tan grato como una esposa.
-Y tan bueno como una madre. Porque la madre se sacrifica.
-Y el hijo no.
-El amigo sí. Y debe dominar su orgullo.
-Y comprender la tristeza.
-Y respetarla.
-Y amarle.
-Amarle mucho.
-Y siempre.
-Y siempre.
-¡Allá voy!
-Se ha despertado tu madre.
-Y se despierta creyendo que la hemos llamado.
-¡Qué! ¿Ya son las diez?
-Miraré el reloj.
-Espere usted, señorito, que con la pantalla no se ve. Voy a quitarla.
-Las once y cuarto.
-¡Cómo se pasa el tiempo!
-Y, ¿qué tal te encuentras, hijita?
-No estoy mal.
-Y, ¿qué vas a comer?
-Nada.
-¿Ni el caldo?
-Sólo tengo mucha sed.
-Toma el caldo, chiquilla.
-Si usted cree que no me hará daño...
-El caldo sólo.
-Venga, pero no te duermas otra vez.
-¡Y qué remedio! Antes que amanece ya estoy levantada.
-Pues yo, en cuanto tomes el caldo me iré.
-¿Tiene usted prisa?
-Ninguna; pero me privo de verte con tal que descanses.
-Pues yo prometo cuidarme para estar pronto buena y hacer un obsequio que le preparo.
-Anticipo las gracias.
-Es mi primer trabajo en ese arte.
-Ya veremos.
-Aquí está el caldo.
-Pues déjalo sobre la mesita de noche. Ten la toquilla, y sujeta el pelo, porque me voy a echar.
-Pero toma antes el caldo.
-Me parece que no lo tomo, porque me duele mucho la cabeza.
-Chiquilla, no te pongas peor.
-No lo tema usted. Ha sido la postura.
-Pues a dormir.
-En cuanto cierre los ojos.
-Y hasta mañana.
-¿De veras? ¿Hasta mañana?
-Si vivo.
-Es que si usted no viviese iría yo a buscarle.
-Dios te lo pague como yo te lo agradezco.
-¿Hasta mañana?
-No seas pesada; si ya te he dicho que sí.
-Que lo diga otra vez.
-Pues bien; hasta mañana, y no hagas locuras.
-Seré buena.
-Adiós
-Adiós. Y Luis, al marcharse, dijo aparte a Mari Antonia.
-¿Necesita usted algo?
-Por ahora, nada. Que venga usted.
-Vendré.
Cuando salió a la calle púsose a pensar a qué sitio iría donde pudiera entregarse a sus reflexiones; y como el Liceo estaba cerrado, y presumió que el casino estaría lleno de socios, se decidió a despedir al cochero, seguir el boulevard Shalañac, pasar el puente de Juarro, cruzar la plaza del palacio, y llegar a su casa suficientemente fatigado para que no le molestase el insomnio.
Y cuando llegó a su hotel, después de haber andado más de una legua, hubiese vuelto a recorrerla otra vez con tal de pasar la noche en la casita de Águeda, y no verse obligado a entrar en aquel cementerio, donde era el amo, pero donde Marcela hacía tristes la vida y las cosas; donde no entraba el amado sol del invierno, ni se oían los cantos de los pájaros, ni se aspiraba el perfume de las flores.
Se estaba Luis acostando, y oyó que el gatito de Marcela maullaba tristemente y arañaba la puerta, pugnando por salir de la alcoba de su ama y acostarse en la cama grande, al lado de Luis que le acariciaba, y le rascaba debajo del hocico, y le colocaba sobre el edredón, donde dormía en la seguridad de no ser despertado hasta las nueve de la mañana. Oyose un bufido, y el capitán comprendió que Marcela castigaba al gatito.
-Qué tonta eres, se decía Luis; aún no sabes que todos los seres de la creación buscan fatalmente la compañía de quien más los mima. Te compadezco, y compadezco al michín que no puede librarse de tus acritudes como yo me voy librando.
Y Marcela decía:
-No volverás a dormir al lado de ese danzante, con quien es preciso usar de indirectas para que abone los gastos de su casa, y después da el dinero como si diese una limosna.
III
Cuando Luis acabó de almorzar se fue a la agencia de mensajeros, escribió en un pliego de papel: ¿Cómo está Águeda? y mandó la carta a Mari Antonia, encargando al lacayo que dejase la contestación en la portería del Liceo.
Y así, cuando salió de la cátedra, leyó la respuesta que decía concisamente: «Mejor».
-Está bien -se dijo-; después iré.
Al abrir la puerta, Mari Antonia se le abrazó, sollozando, y diciendo en voz baja:
-¡Ay, señorito, está muy malita!
-¿Desde cuándo?
-Desde ayer noche.
-¿Pues no decía la carta?...
-Es que ella me obligó.
-Pero, ¿qué tiene?
-El médico me dice que no es nada, que no se fatigue y que no coma.
-Y dice bien.
-Pase usted.
-¿Sabe que soy yo?
-No, señor; está durmiendo.
-Pues no metamos ruido.
Y ambos entraron en la alcoba, y se acercaron a la cama donde Águeda dormía tranquilamente.
-Siéntese usted aquí, señorito, al lado de la cabecera.
-¿Y usted?
-Yo estoy bien en cualquier sitio.
Sobre el tocador de Águeda, colocado en el gabinete, había una lamparita, cuya bomba de color de rosa modificaba la rojiza luz de la velilla que flotaba sobre el aceite.
Aquella semi-oscuridad obligaba a fijar la vista en los objetos, y gustole a Luis que no fuesen diferentes la cama de Águeda y la de su madre, y se recreó contemplando aquellos muebles nuevos, sencillos, limpios y cómodos. Y con esto estaba ocupado cuando Mari Antonia le dijo:
-¡Ay!, señorito: estoy muy apurada.
-¿Por qué?
-¿Se morirá?
-No diga usted disparates.
-Es que no sabe usted lo que piensa una madre cuando ha criado un hijo. Usted no sabe el pío que la señora tenía cuando estaba usted enfermo. Y ahora lo tengo yo con esta hija mía.
-Pues no se apure usted.
-En fin... Ya veremos... Pero yo me moría enseguida... Porque si usted supiera los sacrificios que llevo hechos por ella...; y cuando la ve una tan hermosa. Ahí tiene usted delante a lo que ha venido a parar aquella rapazuela con quien usted jugaba. Mire usted qué mocetona se ha hecho. ¡Y si viera usted qué sana y qué fresca está! En fin, señorito, que no es para dicho, porque yo algunas veces me pongo a mirarla de arriba a abajo, como en otros tiempos, y no he visto una mujer más hermosa.
-Sí que lo es.
-Por eso estoy que se me puede ahogar con un cabello.
-Esto no será nada.
-¿Quiere usted tomarle el pulso?
Se levantó Luis, y hallose con que Águeda descansaba su mano sobre el pecho, y tras aquel redondo carpo fuese la mano de Noisse. Tropezaron sus dedos, o la imaginación fingió el contacto, pero ello fue que todo el cuerpo de Luis sintió una sacudida nerviosa producida por el sentimiento humano más fatal y menos explotado con sabia razón por todas las filosofías políticas y religiosas.
Pero cualquier capitán de artillería es siempre honrado y valiente, y Luis pensó en dominarse, y tuvo valor para conseguirlo. Llevó suavemente la mano de Águeda hasta el borde de la cama, y empezó a contar las pulsaciones.
-Tiene calentura -dijo, sentándose.
Y se engañó, porque era Luis quien estaba calenturiento.
-Cuando le digo que me tiene asustada.
-Quizá durmiendo se ponga bien.
-Pues ya lleva buen rato.
-Mejor.
-Quisiera ir por la medicina. Usted no se marchará tan pronto.
-Y me quedaré toda la noche, si hago falta.
-¡Ojalá no!
-¡Ojalá!
-Pues entonces me voy con la receta y un frasquito.
-Aquí aguardo.
-No tiene usted que molestarse, porque yo misma abriré la puerta cuando vuelva.
Se convenció Luis de que Mari Antonia había salido, y se puso en pie silenciosamente.
Los cabellos, unidos hasta que llegaban a la nuca, se esparcían después cubriendo el lecho, trepaban unos sobre los hombros de Águeda; se escondían otros bajo el embozo, y no faltaban los que seguían en línea recta como para marcar la extraordinaria longitud de aquellas negras fibras gruesas y suaves que proclamaban el vigor del cuerpo que las había producido. La hueca chambra ocultaba los contornos del busto, y la elevada colcha delataba los del resto del cuerpo. La diminuta oreja parecía un rojo alelí de sedosos pétalos, y la entreabierta boca daba enojos al aire que no gustaba de entrar en tan augusto templo por puerta tan pequeñita.
Quedáronse en tanto desorden los dedos de la movida mano, que Luis creyó que se le quejaban por haberlos abandonado con poca compostura, y hubieron de moverle a compasión, porque el capitán los fue reuniendo con el mayor mimo; hizo girar las falanges para que las rosadas uñas llegasen a la palma de la mano, y como los dedos así colocados, con el regordete pulgar encima, formasen un pocito, viniéronle al capitán vehementes deseos de llenarlo de besos, aunque para dejarlo colmado fuese necesario emplear largo rato en la faena. Y cuando se puso a realizar su intento y acercaba su boca a la manita, sucedió que el bigote de Luis llegó antes que los labios, y Águeda se despertó súbitamente.
Sentose Noisse con viveza, y cuando la enferma dijo:
-Madre.
-¿Qué? -contestó Luis en voz baja.
-No ha venido mi moreno.
-¿Quién? -preguntó el capitán levantándose.
Viole Águeda, y, procurando ocultarse tras el embozo, dijo:
-¡Ah!, ¿es usted?
-¿Cómo te encuentras?
-Ya estoy buena.
-Antes tenías fiebre.
-¿Lleva usted aquí mucho rato?
-Un cuarto de hora.
-¿Y mi madre?
-Ha salido para comprar una medicina.
-Me encuentro perfectamente.
-¿De veras?
-De veras.
-Mira que hemos prometido decirnos siempre la verdad.
-La verdad digo.
-Y, ¿quién es tu moreno?
-Ahora me callo.
-Pues te quedas sin saber quién es mi morena.
-Ya me lo dirá usted.
-Yo, no.
-Prometió usted no tener secretos para mí.
-Y tú lo prometiste.
-Y lo cumpliré.
-Y yo.
-Usted primero.
-¿Quieres que te diga quién es la morena mía de mi alma?
-Sí.
-Pues te lo diré al oído.
Y no se lo dijo, porque Luis acercó su boca a la orejita, y adelantó tanto los labios que éstos llegaron antes que el bigote.
La doncella no le rechazó; pero sus ojos se llenaron de lágrimas, y empezó a sollozar.
-No llores, vida mía, porque me estás haciendo muy desgraciado.
-No, señor; es que usted no debe quererme, ni yo debo consentirlo.
-Es que yo necesito cariño para vivir, y no tengo el cariño que merezco; es que la fatalidad me ha llevado a donde yo no debía estar; es que siento que voy a morirme, y lucho porque no quiero morir. Necesito emplear en alguien todas las ternuras de mi corazón, y necesito que alguien me ampare con sus mimos y con sus consuelos. No llores, alma de mi alma. Ya sé, chacha mía, que soy tu moreno; tu moreno que te va a querer con todos sus sentidos. Pero, no llores... Mira, yo seré muy bueno. Yo no quiero de ti nada que pueda deshonrarte, porque me contento con una cariñosa mirada de tus ojos, una caricia de tus manitas y un besito de tu boca...
-¿Siempre?
-Eternamente, vida mía, eternamente.
-Y yo seré...
-Tú serás mi morena. ¿Quieres ser la morenita mía? Di que me quieres un poco.
-Un poco, no.
-¿Me quieres mucho?
-Muchísimo.
Sujetó Luis con sus manos el hermoso rostro de Águeda, y, como oyese que llegaba Mari Antonia, se retiró rápidamente.
-A mi madre, ni una palabra.
-Ni una.
Y poco después se despidió Luis prometiendo volver al día siguiente. Y cuando se halló en su despacho, delante del programa que preparaba a sus alumnos, decía Noisse:
-Este es un ejemplo del error en que vivimos. Aprendernos lo que hemos de olvidar e ignoramos lo que debíamos aprender.
IV
El jarrón era una joya artística. Había estado expuesto en la sala central de la última exposición, y Flórez dijo en el Diario de las Artes: «Para emplear dignamente tan preciosa obra sería preciso guardar dentro de ella el corazón del artista que la ha creado».
Luis lo compró, y el día del santo de Marcela, el 16 de enero, apareció aquel premio de honor en la sala del hotel.
Marcela agradeció el obsequio, diciendo:
-¡Qué locura! Te habrá costado un dineral.
-¿Cuánto?
-Quizá quinientas pesetas.
-Y el traerlo.
Luis compadeció a su mujer y al insigne escultor.
El almuerzo fue triste porque no hubo convidados. A las cinco de la tarde llegó la marquesa al hotel; halló que el jarrón era estrecho, y deploró que no fuese de porcelana. La vieja aristócrata regaló a Marcela un rosario traído de Palestina.
-Mucho se lo agradezco a usted, porque lo natural es que los regalos de hoy sean solamente para mí.
Luis comprendió la indirecta. Por lo visto, Marcela no apreciaba aquella casa como propiedad y recreo de la esposa, y prefería que la regalasen algo que se pudiese guardar en un rincón del baúl. En resumen, lo que desea la manceba que no tiene nido, porque en llegando a tenerlo, hasta ella misma se sacrifica por su casita.
Cuando la marquesa se despidió, Marcela, con afectada indiferencia, preguntó a su tía:
-¿Y el sermón?
-Será mañana.
-¿El mismo sacerdote?
-El mismo.
Esto debe ser algún misterio estúpido, pensó Luis.
Tan triste como el almuerzo fue la comida; y, terminada ésta, Brether se marchó al casino; y Luis, a casa de Águeda.
El hogar donde se deposita el calor de los afectos, y el hogar donde arde la leña son extraordinariamente fríos cuando no funcionan.
Los brazos de la mujer, si no abrazan, parece que empujan.
La paz del hogar y la paz de las naciones se logran después de muchas batallas.
Despreciar no es vencer, y muchas veces es huir.
La mujer es el fin del hombre, y éste el medio de aquella. A quien no oye, es una necedad gritarle que está sordo.
A las diez de la noche dormía Marcela: porque el sueño es el único compañero fiel de los tontos.
-Mi capitán.
-¿Qué hay?
-El ordenanza de arriba ha bajado el recado de que subiese usted al despacho del señor director.
-Está bien.
«¿Qué me querrá decir ese bizarro oficinista?»
-¿Da Vuestra Excelencia su permiso?
-Adelante. ¿Es usted, caballero Noisse?
-A las órdenes de Vuestra Excelencia.
-Suprima usted el tratamiento, y siéntese usted aquí enfrente.
-Mil gracias, mi general.
-Tengo una noticia para usted.
-Usted dirá.
-Mañana saldrá usted de Granburgo.
-¿Que yo saldré mañana?
-Va usted a Fleuri.
-¿Por mucho tiempo?
-Cuatro o cinco meses, o más.
-Eso no es posible.
-Usted irá donde le manden.
-Perdone Vuestra Excelencia.
-Nada de tratamiento.
-Pues si Vuestra Excelencia me habla como amigo...
-Como amigo.
-Le diré que no voy a Fleuri.
-Pues irá usted.
-¿A qué?
-A inspeccionar la fabricación de cartuchos.
-Pero, ¿no está allí el coronel Manchón?
-Allí está.
-¿Y va un capitán a inspeccionar los trabajos de un coronel?
-Usted irá allí, como pudiera ir a otra parte.
-De modo, que el objeto es que yo salga de Granburgo. Voy comprendiendo.
-Me alegro de que usted comprenda, porque me evita explicaciones que molestarían a usted.
-¿A mí? Está usted equivocado.
-Todos hemos sido jóvenes, y hemos hecho ciertas locuras.
-Eso lo dice mi mujer.
-No he tenido la satisfacción de hablar con su esposa, y señora mía.
-Pues la marquesa.
-Eso es diferente.
-Y la marquesa dirá que tengo amores con una bailarina.
-Con una sirvienta.
-¡Una sirvienta!
-Clarita.
-¡Qué infamia!
-Caballero Noisse, estamos refiriéndonos a la señora Marquesa de L'Or.
-Por eso el error se convierte en infamia; porque esa señora tiene obligación de no desacreditarme.
-Pero usted olvida que soy yo la persona a quien la marquesa ha hecho tal confianza.
-Pues usted no merece que se le engañe como a una mujerzuela.
-Repita usted esas palabras.
-Estoy dispuesto a repetirlas. Se trata de un chisme necio y grosero, y la marquesa debía respetar sus canas de usted y la seriedad mía.
-No quiero insistir; pero saldrá usted de Granburgo.
-Está usted equivocado, porque si recibo esa orden entenderé que no cumplo mis deberes de profesor, y presentaré la dimisión de mi cargo, y pediré mi licencia absoluta.
-Usted no hará eso.
-¡Vaya si lo haré!
-¡Caballero oficial!
-A la orden de Vuestra Excelencia.
-Salga usted inmediatamente.
Luis se fue a casa de la marquesa. La señora no estaba; pero el capitán se decidió a esperarla, y pasó al gabinete de las primas de Marcela. Aurora distribuía los billetes de una rifa, consultando la lista de los aristócratas inútiles que tenían dinero, y Matilde señalaba en las hojas de un almanaque los días en que le correspondía usar de su abono al teatro de la ópera.
-¡Qué milagro!
-¡Tú por aquí!
-Me han dicho que vuestra mamá no estaba en casa.
-Eres muy fino; empiezas advirtiéndonos que no nos buscabas.
-Es que yo...
-Eres un chuletín.
-¿Qué quiere decir esa palabra?
-Pero, ¿dónde te metes que no lo sabes?
-Pues no lo sé.
-De la última zarzuela que se ha estrenado en la Corte de Amor.
-Creí que a ese teatro asistía un público poco selecto.
-Qué quieres; las costumbres democráticas nos van igualando.
-Os van descendiendo.
-Peor hacen los maridos que se enredan con sus criadas.
-Peor hacen.
-Y abandonan a sus esposas.
-¿Volverá pronto vuestra mamá?
-¿Tienes interés en verla?
-Traigo un encargo urgente...
-¿Y reservado?
-Y reservado.
-Pues en la catedral estará durmiendo. Ya verás el coche a la puerta.
-Muchas gracias, y adiós.
-Adiós, Luis.
-Adiós, Matilde.
-¡Chuletín!
-Adiós, Aurora.
La marquesa estaba en casa de Luis celebrando una conferencia importante con Marcela y con don Cristóbal. Este decía:
-Y, sobre todo, peor es que se marche con ella, porque entonces nos quedaremos a oscuras.
-Sería una iniquidad.
-Pero tiene razón tu padre.
-Y tanta. Ya veis lo que estoy haciendo. Desde que la Clarita se marchó de casa, y me contaste tus sospechas, no la he perdido de vista; pero si se larga a Fleuri con tu esposo, échale un galgo.
-Dichosa mujer.
-Afortunadamente, tu padre la espía.
-Pero esta hija mía no sabe lo que es el mundo, y cree que las gentes hablan si no se las unta.
-¿Te parece poco lo que llevas gastado?
-Ya sé que no es poco; pero más gastarías en averiguar lo que ocurre en Fleuri.
-Tu padre tiene razón.
-Hoy te he pedido doscientas pesetas, y no me las has dado.
-Te las daré.
-Ya verás como te traigo alguna noticia importante. De todos modos, creo que es una locura que Luis salga de Granburgo.
-Creo lo mismo.
-Pues dígale usted al general que no dé la orden.
-Esta noche se lo diré a la generala.
-¿Es hoy día de reunión?
-No, pero Avelina va todas las noches, porque Clay la está enseñando a jugar al ajedrez.
-Mejor sería decírselo al general.
-Si no sale casi nunca. Y, sobre todo, él hará lo que su esposa le mande.
Y así fue.
V
Antes que llegase el viernes, ya habían acordado que la fiesta se celebraría el domingo, con objeto de que Luis no tuviese que disculpar su ausencia del Liceo. Pero en Granburgo no se trabaja los domingos, y están cerradas las tiendas desde que las señoras católicas dejaron de mezclarse en estos asuntos, porque bueno es saber que las tales señoras eran las primeras en enviar a sus criados, durante los días festivos, en busca de los artículos que ellas necesitaban, y así, quedaba la tienda cerrada para el público y abierta para la señora católica, que si pedía públicamente el descanso dominical, lo hacía para mayor gloria suya, sin que le importara una higa de la gloria de Dios y de la salud del tendero.
Y como en Granburgo están cerradas las tiendas en días de fiesta, empleó Luis la noche del sábado en visitar varios establecimientos y la casa Petit, Gros, Brun et Compagnie, que tenía el privilegio exclusivo para la venta de los hermosos pianos construidos en el norte del continente.
Llegó el domingo, y, cuando Luis salió de su casa, dijo a Bautista:
-Quizá no venga a almorzar ni a comer.
Y siguiendo hasta la esquina, montó en el tranvía que baja por el boulevard de los Álamos, se apeó en la plaza Imperial, pasó el puente de Juarro, y llamaba a la puerta de la habitación de Águeda, cuando el cañón, colocado en la azotea del palacio del emperador, indicaba a su augusto dueño que eran las once, porque en aquellos tiempos todo en Granburgo se hacía a cañonazos.
Abrió la puerta Mari Antonia.
-¡Ay!, señorito, para ustedes es lo bueno, y para mí lo malo.
-Pues, ¿qué pasa?
-Si le parece a usted poco. Estamos a cinco de febrero, en pleno verano, y con el calorcito que hace...
-Ese lo sufrimos todos.
-Pero yo estoy metida en la cocina desde las siete de la mañana.
-Mal hecho.
-Muchas gracias.
-No vale incomodarse. ¿Y Águeda?
-Concluyendo de vestirse. Pero no entre usted en la sala; venga usted conmigo, y verá usted qué almuerzo estoy preparando.
-Vamos allá.
-No, no; que hay una sorpresa: no me acordaba.
-Pues me la llevo ahora.
-No está concluida.
-No importa.
-A la sala, señorito; a la sala. Águeda, toca la marcha de honor, que ha venido el rey de esta casa.
-¡Que no pase!
-Pues me sentaré en el pasillo.
-A la cocina no venga usted, por amor de Dios.
-Y a la sala no me dejan pasar...
-Es un instante.
-Me voy de paseo.
-¡A que no!
-Oye, tú, ¿no me crees capaz?...
-¡A que no!
-Mira que se marcha.
-¿De veras?
-Y tan de veras.
Asomó Águeda su cabeza por la puerta de la alcoba, y dijo con inquietud:
-¡Luis!
-Dios te lo pague; ya he conseguido que me llames como yo quiero.
-Pues no debe hacerlo.
-Ha sido una errata.
-Si te arrepientes no te lo agradezco.
-Pues hará mal...
-Hará muy bien.
-¿Es gusto de usted?
-Que sí.
-Pues, hija, bien hecho está.
-Pero, ¿te has vestido o no?
-Sí estoy vestida, pero no he acabado de preparar una cosa.
-¿Otro secreto como el de tu madre?
-No, señor; es que estoy poniendo la mesa.
-Pues yo te ayudaré.
-Pero entonces no hará efecto.
-¿Y me vais a tener en el pasillo?
-Un minuto nada más.
-Pero si estás vestida, ¿por qué no sales?
-Es que tengo las manos ocupadas.
-Pues despacha pronto.
-En seguida.
-Oye.
-Es un minuto.
-Que los tengas muy felices.
-Muchas gracias.
-Oye.
-Que no voy a concluir.
Sonó el timbre de la entrada. Abrió Mari Antonia la puerta, y el recién llegado dijo:
-Traemos el piano para la señorita.
-Aquí no.
-Aquí es -dijo Luis-. Que pasen.
Y fue hacia la puerta, pero, al oír que Águeda le seguía, volviose rápidamente, y se halló enfrente de la hermosa morena.
-¿Qué traen?
-No es para ti.
-¡Si es un piano!
-Pues por eso.
-Yo quiero pasar.
-Ahora te estás en el pasillo tanto tiempo como el que tú me has tenido.
-¡Rencoroso!
-O me pagas el portazgo.
-¿Cómo?
-Con un beso.
-Que está mi madre ahí.
-Tu madre ya está en el portal.
-¿Uno solamente?
-De uno en adelante.
-Uno.
-Me conformo.
-Ya está aquí.
-Pero, ¿qué haces que no vienes?
-Si no me dejan pasar.
-Es precioso. Lo he visto desde arriba hasta abajo.
-¿De veras?
-Déjela usted pasar, señorito.
-La tenía castigada, pero la perdono.
-¿Y traes los tiestos en las manos?
-Tenga usted.
-Dámelos, porque si me rompes uno te rompo un hueso.
Cuando Águeda salió al descansillo ya estaba el piano en la mitad de la escalera, y, al verlo, miró Águeda a Luis con una mirada tan cariñosa que Luis se creyó espléndidamente recompensado.
Se colocó en el gabinete el lujoso mueble, se convino en que era preciso echar pronto de la casa el piano alquilado, y empleose largo rato en contemplar las artísticas incrustaciones hechas con madera de arce que brillaba como nácar.
-Hay que estrenarlo -dijo Mari Antonia.
-Y, ¿con qué?
-Merece que se piense.
-El «Apunte de David Hartz».
-Es triste.
-«La vuelta del vencedor».
-Déjate de himnos.
-Pues ustedes dirán.
-Propongo lo siguiente: Águeda toca un mi, y yo un si.
-Y yo, el sol -añadió Mari Antonia.
-Tocar es.
-No se toca nada, porque yo concluyo en seguida en la cocina, y tú pon la mesa.
-Ya sólo faltan los tiestos.
-Dile al señorito qué tiestos son esos.
-¿Los que traía esta en las manos?
-Los mismos. No los vendo por un millón. Son dos plantas de pensamientos, y las dos han nacido y se han criado al lado del sepulcro de la señora, que en paz descanse.
-Dios se lo pague a usted.
-Y hemos ido nosotras a regarlos y a cuidarlos; y si el día de Difuntos no los vio usted es porque los quité para que no se los llevase quien no los había puesto.
-¡Pobre madre!
-Y los he traído para ponerlos en la mesa, porque yo soy una pobre, y no puedo hacer otra cosa para que le sirva a usted de recuerdo.
-Pero, ¿va usted a llorar, Mari Antonia?
-No, señor; porque hoy es día de alegría; pero le queremos a usted muchísimo.
-Y yo a ustedes, pero no vale llorar.
-No, señor; me voy a la cocina y se me pasa.
-Pero antes de irse voy a enseñarle otra sorpresa.
-¡Otra!
-¡A ver, a ver!
Era un estuche pequeñito, que Luis tardó en abrir para aumentar la curiosidad de las dos mujeres, y, cuando se levantó la tapa, saltó un hilo de oro que estaba arrollado, y quedó extendido y sujeto a la cajita por un grueso brillante. Iluminose de alegría el rostro de Águeda, porque era aquella joya de uso exclusivo de las aristócratas de la corte, y Mari Antonia comenzó a deshacer el peinado de su hija para que aquel hilo se enroscara a la suelta cabellera, que comenzó a caer sobre la blanca bata.
-Han llamado.
-Tienen que traer botellas y postres.
-Allá voy.
Y cuando estuvo Águeda aún más hermosa, la llevó Luis al piano, y la dijo:
-Toca «Il Baccio». Esa música es tan eterna y tan amable como su nombre.
Trinaban los pájaros acompañando la dulcísima melodía de aquel vals; corría Mari Antonia de la cocina a la sala haciendo sonar la vajilla y las botellas; venía del río una brisa que dulcificaba el calor estival, y entraba en la habitación después de perfumarse en las macetas de las ventanas; todo era paz y amor; y Luis no se acordó de su mujer, y fue completamente dichoso. Marcela lloraba encerrada en su tocador.
¡Pobre Marcela!
¡Desgraciados los que pretenden convertir este valle de lágrimas en guarida de chacales!, los que gobiernan por el espanto y educan por el temor; los que moralizan con el patíbulo, y cuantos pretenden domar al hombre por medio del freno y de las espuelas; porque el ser humano tiene conciencia de su desventura, que grande lo es el desconocimiento absoluto de lo futuro; y en tan horrible desgracia sólo seduce el consuelo, y se ama al Dios que es infinitamente bueno y misericordioso, y se ama a los hombres que procuran imitar a Dios.
-¡A la mesa!, ¡a la mesa!
-¿Está preparado el café?
-¡Ya lo creo!
-Y, ¿cómo nos sentamos?
-Dos a un lado, y uno al otro.
-Pues no está bien. Cada cual a un costado y el señorito entre nosotras dos.
-¿Qué señorito?
-El señorito Luis.
-¡Que me marcho!
-Pues bien: usted.
-Y, ¿quién soy yo?
-Luis.
-Acabáramos.
-Pero, hija, así no puede ser, porque no queda sitio para colocar tantas cosas.
-Tiene razón tu madre.
-Ustedes se sientan ahí, y yo, como tendré que levantarme, me sentaré aquí.
-Perfectamente. Lo natural es que yo te dé la derecha.
-No, señor; porque la mujer es un cero.
-Y yo resultaría un cero a la izquierda.
-No es por eso; es que poniéndose usted a mi derecha...
-Seré diez veces mayor. Tiene gracia.
-¿Acabamos?
-Ya está el punto discutido.
-Gracias a Dios.
-Vaya una aceituna; ¿por qué plato empezamos, Mari Antonia?
-Hay potaje, ¿lo traigo?
-Estará muy caliente; lo perdono.
-Y yo también.
-¡Que está hecho con mariscos!
-Entonces venga. Llévese usted una anchoa en la boca, y traiga usted la sopera.
-Allá voy.
-¿Estás contenta?
-Te quiero muchísimo.
-Y yo te idolatro. Me debes un beso.
-¿Cuál?
-Uno.
-Ya lo pagué.
-Pero si esas cuentas nunca se saldan.
-¡Y que no huele bien!
-Es verdad.
-Para mí dos cucharadas solamente.
-¿No tiene usted apetito?
-Es que me reservo. Porque supongo que esto será un festín.
-Desde las siete de la mañana estoy en la cocina.
-Y yo.
-Lo que has hecho ha sido acicalarte.
-Muchas gracias, ¿y aquéllo?
-Tienes razón; no me acordaba.
-Pero, ¿qué es aquéllo?
-Ya lo verá usted.
-¿Una sorpresa?
-Sí, señor.
-Pues yo guardo otra.
-Dígala usted, señorito.
-Ya llegará la ocasión.
-Ahora.
-¡Dios mío!
-¿Qué pasa?
-Que no he abierto las ostras.
-Me había asustado.
-Si estoy atontada.
-No hay que apurarse. Aún vendrán a tiempo.
-Pero tardaré en abrirlas.
-Tráelas aquí, y entre las dos despachamos en seguida.
-Y yo también ayudaré.
-Se va usted a manchar.
-Si acaso el pantalón, porque me voy a quitar el chaleco.
-Bien hecho.
-Voy por ellas. Ya he cometido la primera equivocación.
-No se preocupe usted, Mari Antonia.
-En fin, paciencia.
-¡Lástima de camisa!
-¿Por qué?
-Porque está quemada esa manga.
-Es verdad.
-Mala planchadora debe ser.
-Plancha la primera doncella.
-Pero no será su oficio.
-Dice que sale más barato.
-¿Y, qué sueldo le da?
-Cuarenta pesetas, pero es muy fea.
-Y, ¿qué ventajas tienen las feas?
-Vayan ustedes abriéndolas.
-¿Ya están aquí?
-Voy por aquellos cuchillos, que son más fuertes.
-Conque, ¿qué mérito tienen las feas?
-Pues... que planchan mal.
-Pero, ¿las abren ustedes o yo?
-Venga un cuchillo.
-Y otro para mí.
-¡Ajá! -dijo Luis-; entre las dos no abren ustedes tantas como yo.
-Es que se resbala el cuchillo y no acierto.
-Porque no tienes costumbre.
-¡Aja!; otra.
-¡Ay!
-¿Te has cortado?
-No es nada.
-¡Si echas sangre!
-¿Tiene usted tafetán, Mari Antonia?
-En el armario. Voy por él.
-¡Si no es nada!
-Y traeré un trapito.
-Déjame que te cure.
-¿Qué vas a hacer?
-Déjame.
Sujetó Luis la mano herida, acercola a su boca, y con los labios recogió la sangre que brotaba de la cortadura.
Púsose el rostro de Águeda tan rojo como la sangre de su cuerpo, y exclamó:
-Suelta, suelta.
-Toda tu sangre es para mí.
-Ni yo te la niego. Haz lo que quieras.
-Y gracias a que no entró la punta. Aquí está el tafetán. Ya no sale nada.
-Como que no valía la pena.
-De todos modos, ponte el tafetán, chiquilla.
-¡Ay, señorito!, ¿será esto de mal agüero?
-No lo crea usted, Mari Antonia. La desgracia llega siempre sin avisar.
-Ya está curado.
-Pues, ¡viva la alegría! Eche usted vino y bebamos esta primera copa, pidiendo a Dios que nunca nos separe.
-Bien dicho.
-¡Venga! ¡venga!
-¡Arriba!
-¡Arriba!
-¡Buen vino!
-Pero es muy fuerte.
-Así debe ser la amistad.
Se sirvió un asado con salsa a la emperatriz, y después un frito, y después... y después... y después...; y nunca cesaba Mari Antonia de traer de la cocina nuevos platos.
La corbata de Luis quedó sobre el chaleco; y Águeda se ahogaba y tuvo que quitarse el corsé.
Cada guiso requería un vino diferente, y el suelo iba llenándose de botellas empezadas.
Las mujeres no se comprometían a traer el helado por miedo a romperlo, y Luis se fue a la cocina, seguido de Águeda y de Mari Antonia. El helado tenía la forma de un cañón, y mereció bravos y aplausos. Destaparon sobre la artesana la primera botella de champagne; y, cuando apuraban el montaje, ya no era suficiente el frío del helado para compensar el calor producido por el vino espumoso. Se dejaron los fiambres para otra ocasión, y se acordó tomar el café en el gabinete. Águeda se sentó al piano, y empezó a tocar la «Retreta, de Weyler». Aquellos marciales sonidos enardecían los excitados ánimos, y se caían las copas porque las manos no estaban ágiles para cogerlas, y los pájaros se despedían del sol, que empezaba a ponerse, enviándole las buenas noches desde el palito elegido para sujetar en él las patitas, y dormir con la pintada cabecita escondida debajo de un ala. Llegaba por la solitaria calle el ruido que producía el río en su rápida marcha, y el rumor que producía el Granburgo desocupado que se agolpaba en las galerías del palacio imperial para dar entre luces e instantáneas su cotidiano paseo antes de esparcirse por los restaurantes y los teatros.
Y a la retreta siguió la sonata en la de Bornas, y a la sonata el último nocturno de Zounoir, todo ello interrumpido por los sorbos de licor y las miradas de Luis.
Y anochecía cuando Águeda echó de menos a su madre.
-¿Dónde estará?
-Hace rato que no la veo.
-Voy a buscarla.
-Iremos los dos.
Era preciso caminar con tiento, porque las habitaciones interiores estaban a oscuras.
Luis abrazaba a la hermosa morena, sujetándola por el talle, y así dieron un paseo por la casa, hasta que hallaron a Mari Antonia echada sobre la cama.
-¿Se habrá puesto enferma?
-Déjala dormir, que es lo que necesita.
-¿Y si está grave?
-Escucharemos un rato, y oiremos si respira bien.
Luis se sentó sobre la otra cama, y colocó a Águeda delante de él, sujetándola con las piernas, mientras sus manos jugaban con la sedosa cabellera.
-Tengo miedo de que se haya puesto enferma.
-Creo que no; pero pronto nos convenceremos.
-Parece que duerme perfectamente.
-Estará levantada desde muy temprano. -En cuanto amanece, ya está de pie.
-Y además, el trajín de hoy.
-No ha descansado.
-Y la digestión.
-Y el vino.
-También.
-No está acostumbrada...
-No le hará daño.
-Hemos bebido mucho.
-¿También estás borrachina?
-No; pero no estoy bien.
-No te pongas enferma, gloria mía.
-Si me muriese.
-No hables de eso.
-Pero, contéstame.
-Si no has preguntado.
-¿Qué harías si me muriese?
-Lo mismo que me prometiste hacer conmigo. Ir a buscarte.
-De veras, ¿me quieres mucho?
-No he de quererte, si siempre te he querido.
-¿Siempre?
-Recuerdas cuando eras pequeñita y corrías por casa, ¿quién te hacía juguetes? Pues era yo. Y yo era quien te defendía cuando te regañaban. Y después llegaba la noche, y a mi cielito la acostaban, y yo te quitaba los zapatitos y las mediecitas, y te daba muchos besos en los piececitos que tenían unos deditos diminutos. Y por la mañana llegaba yo a tu camita, y te sacaba vestida con un camisín, y te besaba en ese cuello, que lo tenías muy gordito, en este cuello, ¿ves?, en este mismo en que te estoy besando.
[...]
Apoyó Águeda su frente sobre el hombro de Luis, y después, con excepción de dos respiraciones jadeantes, sólo se oían en aquella casa a Mari Antonia que roncaba en la alcoba, y a un grillo que cantaba en la calle, y que era el único ser que en Granburgo cumplía sus deberes con inteligencia y con fidelidad.
Tercera parte
Que en este mundo malvadoNo siempre es el pecadorQuien espía su pecado.La justicia consiste en que el perdón sea tan grande como el delito._____Los amores sociales son un formulario necio para realizar la satisfacción del orgullo, del egoísmo o del apetito sexual.
Primero no se piensa
De Pretty Inn a Granburgo se emplea un cuarto de hora de camino, usando de cualquiera de los trenes que recorren este trayecto cada cinco minutos.
Todos los enamorados visitan a Pretty Inn, porque en tan lindo sitio encuentran extraordinaria facilidad para satisfacer todas sus necesidades. Y allá fueron Luis y Águeda, tomando muchas precauciones para no ser atisbados por los moralistas granburgueses, y a más de esto porque el amor gusta de ser clandestino, pues el hombre siempre realiza en secreto todos los actos positivamente agradables que envuelven una abnegación consciente, y sólo hace públicas aquellas sus manifestaciones que, buenas o malas, son capital prestado para que produzca réditos cobrables por el orgullo. En la estación de Pretty Inn hay siempre coches que llevan a los restaurantes colocados en la cima del monte. El andén de la estación es campo neutral, y allí no se conoce al amigo ni se fiscaliza su conducta.
Conste que recuerdo con dolor estas circunstancias, porque es tristísimo que haya gentes en Granburgo que se dediquen a estos pasatiempos poco honestos, donde se derrocha el dinero, el pudor y la salud. Sería preferible que todos fuesen políticos hábiles y abogados diestros, pues aunque siéndolo no llegasen a conseguir la felicidad terrenal que debe ser imposible cuando ya no la gozamos, serían más ricos y más sanos, y gozarían de una vejez tranquila si no se morían pobres y jóvenes por obra y gracia de pleitos y de enfermedades.
Y después de manifestar mi conformidad con todas las personas con quienes es preciso estar conforme, sigo mi narración para quedar también conforme con la verdad que ocupa el segundo lugar en los respetos sociales.
Desde cualquiera de los cuartitos donde se come en Pretty Inn se puede contemplar el valle donde nació Level-Hamlet, convertido en Granburgo por el abuelo de Salvio V.
He observado que todas las parejas que comen en Pretty Inn, empiezan pidiendo un refresco, continúan comiendo y bebiendo, y refrescan antes de marcharse. Y todos comen lo mismo, porque en aquellos restaurantes no abundan los platos, que son pocos, caros y malos, y se sirven para justificar la atrevida cuenta con que se obra la soledad, la hermosa soledad que produce una grata compañía.
-¡Ay! ¡Qué bonito es esto!
-Allí está Granburgo.
-¡Qué bien se ve!
-Puedes ir diciendo lo que vamos a merendar, porque tengo hambre.
-Primero agua, porque me muero de sed.
-¿Quieres beber cerveza?
-No me gusta.
-Pues un refresco. Apoya uno de tus bonitos dedos en ese botón que no califico, y vendrá el distinguido mameluco.
-Pero conste que yo sólo quiero agua.
-Tú tomarás lo que...
-Manden ustedes.
-¿Qué refrescos hay?
-Limón.
-¿Solamente?
-Solamente.
-Pues trae dos vasos de limón.
-En seguida.
-Y la lista.
-Está bien.
-Hace un calor sofocante.
-Es la despedida del verano.
-Que ha sido bueno.
-Todos los tiranos se despiden con ira.
Antes de morir lanzan el veneno que les queda.
-La muerte rabiosa.
-La muerte del justo sólo la gozan los humildes.
-¿Se puede?
-Adelante.
-Los limones. ¿No pidieron cerveza?
-No. ¿Qué vamos a almorzar?
-Lo que tú quieras.
-¿Me autorizas?
-Por completo.
-¿Qué hay?
Jamón, huevos, pollos, perdices escabechadas y conservas.
-Pues trae pollo. ¿Quieres perdices?
-Jamón, jamón es lo que quiero.
-Entonces, trae jamón con huevos y después jamón solo.
-No seas bromista.
-Como decías...
-Huevos con jamón, y el pollo.
-¿Y postres?
-Me es igual.
-¿Qué hay de postres?
-Queso del país y dulce en conserva.
-Tú dirás, chiquita.
-Queso y guindas.
-Oye, y trae vino de España y champagne para helarlo aquí mismo.
-Está bien.
-Y unas rajitas de embutido, y unas aceitunas, y...
-Y nada más.
-Está bien.
-Pero deprisita.
-En seguida.
-No creí que fueses tan aficionada al jamón.
-Juré que siempre que pudiera comerlo lo comería, porque siendo pequeña oía a mi madre: «Es más caro que jamón», y como tenía la idea de que el jamón era lo más caro que había en el mundo, pues por eso.
-Prometo hartarte.
-Ya lo estoy, pero nunca lo rechazo, para que no me castigue Dios volviéndome a la miseria.
-No pienses en eso.
-¡Cuánta hambre he tenido!
-Y eso que tu madre...
-No basta. Recuerdo que una noche fuimos a empeñar un gabán mío...
-Pobretica.
-¡Dichoso gabán! Menos costó el hacerlo que costó el desempeñarlo tantas veces.
-Habéis pasado muchos trabajos.
-Muchos; pero después empecé a ganar dinero y estábamos como unas reinas. Yo quería que mi madre muriese sin trabajar, y quería aprender mucho; tienes que enseñarme todo lo que sepas.
-Pues empezaré a aprender.
-¡Don Modesto! Yo me admiro cuando oigo a esas personas que dicen nombres raros y hablan de cosas que no se entienden.
-No sigas. Todos los conocimientos útiles son muy claros, y el hombre debe hablar para instruir, pero no para presumir de docto.
-Sin embargo, a un sabio no le dice mal un poquito de pedantería.
-Y una mujer hermosa estará muy bien andando en cueros.
-Eso no.
-Pues el pudor es condición necesaria de todas las bellezas, y...
-¿Dan ustedes su permiso?
-Adelante.
-¿Se puede servir?
-Sí, hombre.
-¿Lo traigo todo?
-Todo.
-¿Y el café también?
-También.
-El señorito encenderá la lamparilla cuando guste.
-Está bien pensado.
-El pollo lo traigo frío.
-No importa: también lo calentaremos en la lamparilla.
-Si el señor quiere...
-No, hombre, no.
-El señor verá si falta alguna cosa.
-Creo que no.
-Pues ya llamará el señorito.
-Ya llamaré.
-Me parece que ese mozo está acostumbrado.
-Figúrate.
-Y resulta una grosería.
-Me parece lo mismo, pero no te preocupes, y vamos comiendo. Prepara la mesa mientras arreglo el champagne.
-De modo que aquí no sirve el mozo.
-No sirve para nada.
-Y es verdad.
-¿Estamos listos?
-Listos.
-Pues manos a la obra.
-Reparte con equidad.
-Se me ocurre un chiste.
-Calla y come.
-No está mal hecho.
-Algo salado el jamón.
-Se me ocurre otro chiste.
-Me lo dirás cuando hayamos comido el pollo.
-Parece que hay apetito.
-¿Y tú?
-Me caía de debilidad.
-Ahora soy yo quien ha encontrado un chiste.
-Dilo en seguida.
-Cuando hayamos comido el pollo.
[...]
-Luisito, no saques lustre al plato.
-Tenía hambre.
-Pues come bien.
-Ahora un traguito.
-Vino de España.
-Dios lo sabe.
-Todo se falsifica. ¿Y el pollo?
-Será polla.
-No te rías.
-¿Y tú?
-Porque se me ha ocurrido lo mismo.
-¿El qué?
-Lo diré después del postre.
-Todo lo dejas para el final.
-Porque hasta el fin nadie es dichoso.
-Tienes razón.
-No bebas tanto.
-Es que me estimula el picante y me enoja.
-¿Por qué?
-He dicho en casa que no pongan especias en los guisos.
-¿Y no lo hacen?
-Se me figura que la cocinera tiene órdenes contrarias.
-¿De quién?
-De Marcela.
-No me lo explico.
-Pues tú conoces los resultados.
-A callar.
-¿Destapo el champagne?
-Hay dudas que ofenden.
-Tengamos la fiesta en paz.
-Yo soy entusiasta de ella.
-¿De quién?
-De la paz.
-¿Armada?
-Que te calles.
-Pero si no como.
-Trincha ese animalito.
-Y nos cercioraremos...
-Para mí un alón...
-¿Vas a volar?
-Me encuentro muy bien en mi jaula.
-Todas las jaulas son odiosas porque la libertad es el mayor bien.
-Pero el ser más feliz es el que vive amado.
-Porque la libertad no existe sin amor.
-Por eso soy tan liberal.
-¡Es pollo!
-Que aproveche.
-O bebes o te retractas.
-Prefiero beber.
-¿Champagne?
-Venga.
-También este vino grita cuando se ve libre.
-¿Qué dijo Nicasio Álvarez al emperador?
-¿Cuándo?
-Aquel cuento de unos pájaros que se escapaban.
-No me acuerdo bien.
-Sí te acuerdas.
-Espera que encienda la lamparilla.
-¿Para acordarte?
-Para calentar el café.
-Cuenta, cuenta.
-Pues bien; decía el Marqués del Mantillo que un sujeto tenía una pajarera, y que una vez se propuso ver si los pájaros le agradecían sus cuidados, y abrió la puerta.
-Y se marcharon todos.
-Eso es; pero a los cinco minutos volvió una pájara trayendo comida para sus hijuelos que estaban en el nido. Y el marqués añadió: «Señor, si queréis tener súbditos, dejadles que críen».
-Tiene gracia.
-Era ingeniosísimo Nicasio Álvarez.
-Y hacía versos.
-Pero muy malos, porque el ingenio no es suficiente para constituir un literato.
-Necesita la forma.
-Y algo más.
-Pero no todos reúnen todas las condiciones.
-Desgraciadamente.
-Por eso hay tantas escuelas literarias.
-No lo creas: el arte es una, pero en ella existen tres tendencias: el idealismo, que sólo se dedica a describir e imitar lo que indudablemente es bello; el verismo o realismo que halla en todo materia de arte, y otra manifestación de una filosofía artística que, por medio del arte, pretende convertir en útil todo, hasta lo grosero.
El idealismo hace violetas con papel de seda, y a las veces es tan afortunado que sus flores, creadas por el artificio, parecen frescas. El realismo coge una mujer hermosa, y sobre el blanco seno la coloca un ramo de violetas naturales, llenas de suave perfume.
La otra escuela arranca las violetas de la tierra, las deja secar, las pone en infusión, y recomienda la bebida a todos los lectores, pero sólo aprovecha a los enfermos.
-¿Y qué escuela prefieres?
-Cuando se ha comido bien, se contempla con gusto el mar embravecido; pero el náufrago quisiera que el Océano fuese tan grande como una palangana.
Los horrores y los errores sociales, son asunto muy bonito para ocupar la atención del joven lleno de esperanzas y de fortaleza; pero el desgraciado que sólo ve enemigos, gusta de creer verdades las halagüeñas mentiras del romanticismo.
Cuando la esposa no ama, cree el marido en el amor de todas las prostitutas. Cuando la patria no ama, se busca la patria en otra parte.
Es imposible conservar un gas entre las manos, y expresar con un número una raíz inconmensurable; pero aún es más imposible sujetar el alma humana entre dos artículos de un código, y representar en un hombre a toda la humanidad.
-Tienes razón.
-Y perdona el discursito.
-Sigue, porque aún no me has dicho qué escuela prefieres.
-La que mejor se compadece con el estado en que me halle.
-En un día podrán gustarte todas.
Es posible. Mientras el hombre está despierto, juzga acerca de los hechos reales, y no siempre acierta; cuando sueña juzga acerca de hechos fantásticos, y acierta algunas veces. Después de esto, ya no es posible fijar cuál es la sana crítica. Finalmente, cada hombre es su poeta, y el entusiasmo que nos produce un escrito determinado depende de que halaga nuestro amor propio al pensar como nosotros pensamos.
-Así es.
-Y perdona este segundo discursito.
-No presumes lo que me gusta oírte, y singularmente porque dudo que muchos con tu origen y con tu carrera discurran con tanta independencia.
-Habrá muchos, pero se callan para no faltar a las conveniencias sociales.
-Y, ¿qué es eso?
-Su nombre lo indica: es todo lo que conviene a la sociedad aunque no convenga a la moral ni al individuo.
-Total: una majadería.
-Hipócrita y astuta, porque es conveniencia social dar limosnas, y también lo es no sostener trato con los pobres. De este modo las ideas perversas, se mezclan con las sanas, y temo que al cabo todas lleguen a corromperse. Siempre la cizaña entre el trigo, como dice el Evangelio.
-¡Qué bonitos son los Evangelios!
-Pero no los elogies delante de un cura perverso, porque se creerá aludido.
-Les tienes odio...
-A los sacerdotes malos, muchísimo. Y a todos los malos. Digo lo que siento, porque la humanidad es respetable, y no merece que se la adule o se la insulte. Yo soy un aristócrata que no frecuento el trato de la aristocracia, porque he pensado que si me aplauden, quizá lo hagan para alabar a la clase; y si me despreciasen, lo sentiría muchísimo, porque es más bochornosa la coz de un elegante que la coz de un borrico.
-Dicen que se encona la herida.
-Es posible.
-Mira que una coz de la brigadiera Mouton.
-No me hables de esa mujer. Me da asco.
-¡Valiente sinvergüenza!
-Como otras.
-Una mujer que ha derrochado su fortuna en cuatro días.
-Muy bien hecho.
-¿Por qué? Teniendo hijos, y, además, una fortuna ganada con el trabajo del padre.
-Ese tiene la culpa.
-Mounton, que es un Juan Lanas.
-Mounton cumple la ley del destino.
-No hay ley que valga.
-Escucha. ¿Qué era el suegro del brigadier Mouton?
-Pues, un serrador de madera.
-Está bien. ¿Y su mujer?
-Una sirvienta
-Está bien. Y tuvieron una hija, ¿no es verdad?
-Sí.
-¿Y qué hicieron con ella?
-No sé.
-Pues entusiasmarse, viendo que la niña coqueteaba, y que tenía tufos de duquesa, porque esas gentes creen que la soberbia es el distintivo de las duquesas, y no es cierto; porque la soberbia sólo es distintivo de las personas mal educadas. Si en lugar de hacer esto hubiesen obligado a la niña a que aprendiese idiomas, labores y bellas artes, se hubiese alejado por instinto de los saraos que parecen bacanales y hubiera logrado por su modestia y por su talento la amistad de las señoras que no gustan de vestirse desnudas. La hija del aserrador ha querido parecer aristócrata, y la aristocracia de bisutería le ha dejado un hueco a condición de que pague el sitio. La culpa es del padre.
-Y de Mouton.
-Ese infeliz ha logrado ser brigadier, gracias al dinero de su suegro. Ha mejorado su posición empeorando su conciencia, pero ella todo lo ha perdido.
-Las gentes no se fijan en eso.
-Pero, ¿es que todos los humanos son canallas?
-Casi todos.
-Con el casi hay bastante. Sólo hay un Dios, y es suficiente para hacer justicia, y aunque solamente quedase un hombre honrado ese bastaría para denunciar los vicios sociales.
Ya se acaban los fanatismos que producía el tirano, que se llamaba designado por Dios, los que producía el envidioso burgués que compraba los poderes públicos para aniquilar al pueblo que le había engendrado, y los que producían las falsas democracias originadas por la ignorancia y por el hambre.
El caduco empirismo es expulsado de la ciencia, y el hipócrita convencionalismo no informa la constitución de las sociedades.
El hombre vale lo que produce: la razón es el éxito, y el éxito es siempre la conquista del bien y de la verdad.
-¡Bravo!, ¡bravo!
-El tonto soy yo en ponerme a predicar delante de ti.
-Conste que te aplaudo sinceramente.
-Conste que no vuelves a cogerme en otra.
-Señores representantes: los jueves lloverán turrones, morcillas y salchichones.
-Ríete cuanto gustes.
-Señores: hemos conseguido que la libertad ilumine al mundo, aunque no se note más allá de Brooklyn. ¿Queréis mayor libertad?
-Eso es meterlo todo a barato.
-Inocente: tú no sabes que el lema de la futura revolución será «pan, pan y sólo pan».
-Comida de tontos.
-Pues la idea que no sirva para harina será inútil.
-Pero después...
-Seguirá otra cosa, como los postres siguen al pollo.
-Es indirecta.
-Como la mirada de un bizco.
-Me parece torcida.
-Pero a él no.
-¡Mala mujer!
-Suéname para ver si soy falsa.
-Lo que haré será tomarte en peso.
-Entran muchísimas piezas en un kilogramo.
-Pero tienes hoja.
-Luis, estate quieto. Mira que dos medias generaciones nos contemplan.
-Lo que observo es que tú has leído de todo.
-¿Te gustaría que yo fuese sabia?
-No.
-¿Por qué?
-Porque te deseo para mí solamente.
-Y tú, ¿quieres ser sabio?
-¡Ojalá!
-Me olvidarías.
-Jamás.
-Pues no me explico esa diferencia entre tú y yo.
-Dios es infinitamente sabio y ama al hombre, y éste en cuanto sabe algo se olvida de Dios.
-Y tú eres Dios y yo soy el hombre.
-Porque eres hija mía.
-¡Horror!
-Has salido de una de mis costillas.
-No lo creas, porque si yo me hubiese visto entre tus huesos no me sacan ni a tres tirones.
-¡Que te sueno!
-Habla, y sirve el café.
-Serviré el café, pero basta de discursos porque no hemos venido a Pretty Inn para filosofar.
-Por mi parte...
-Pero no por la mía. Ya va llegando la noche, y es preciso volverse.
-Pues lo siento, porque aquí se está muy bien.
-No se está mal.
-Y aún hay luz de día.
-Porque estamos en la cumbre del monte, pero mira allá abajo y verás brillar las luces de Granburgo.
-Ahora empieza la animación.
-Unos salen del taller, y otros vuelven del paseo.
-Unos trabajan para comer, y otros son imperialistas.
-Y por eso se pasean por la plaza del palacio.
-Y contemplan la estatua del emperador.
-¿Cuántos pasarán el puente de Juarro durante una hora?
-Muchos: es la vía que une el barrio de los llamados con el barrio de los escogidos.
-Es verdad. Del río para acá están los gandules que cobran, y del río para allá los pobres que trabajan.
-Y se mueren de hambre y de frío en invierno y de la peste en verano. Pero ya sabes que los últimos serán los primeros.
-Hay para rato.
-No lo creas. Se acaba el dinero, y se acabará la paz. Mientras ha venido oro de la Aurelia hemos disfrutado de todos los vicios, pero la Aurelia se agota y nos quedamos con vicios y sin oro.
-¡Qué bonita será la Aurelia!
-Como un cementerio lleno de flores.
-Pero tú volviste vivo.
-Porque Dios no me quiso matar.
-Si hubieras muerto...
-¡Qué!
-Te hubiera llorado siempre.
-Bendita seas, pero no llores ahora porque estoy vivo, y puedo probártelo.
-Vámonos a Granburgo.
-¿No decías que aquí estabas bien?
-Y lo estoy, pero nos quedamos a oscuras.
-¿Tienes miedo?
-Es que no te veo bien.
-Ya están encendiendo lucecitas en el ciclo.
-¡Cuántas estrellas! ¿Las conoces?
-Conozco algunas.
-¿Cómo se llama la más hermosa?
-Águeda.
-¿De veras?
-Pues, ¿cómo te llamas tú?
-Pero no soy yo.
-Tú eres la estrella más hermosa del mundo.
-Adulador...
-Pues si todas esas grandezas las creó Dios para recreo y admiración del hombre, y después le fue preciso crear la mujer, no dudes que tú, que eres la mujer más hermosa, vales más que todas las estrellas.
-Poeta...
-Quizá lo sea, y gustaría de serlo.
-¿Para que yo te aplaudiese?
-Iba a justificar mi deseo de otra manera, pero tienes razón; la mayor gloria del poeta es que le aplauda una mujer.
-A todo esto no me has dicho cuál es la estrella más brillante.
-Aquella.
-¡Qué bonita!... ¡Y cambia de color!
-Porque la estás mirando.
-No seas embustero.
-Si no lo soy... Cuando aparece verde es que te envidia, y cuando se torna roja es que tiene celos de mí.
-Estás inventando una astronomía.
-Es difícil que un solo hombre descubra grandezas tan útiles; pero si yo pudiese crear un nuevo cielo, tú serías en él la estrella Syrius.
-Y tú el sol.
-Muchas gracias; pero el sol de todos los sistemas lo será siempre el amor, porque es eterno, fecundo e innegable.
-Lo pueden negar los ciegos.
-Y no se atreven.
-Entonces me quedaría sola en el cielo.
-Yo sería tu acompañante. Esa estrella que miras tiene un compañero que apenas es visible. Ha gustado de ser oscuro para que su amada brille con mayor intensidad. Es buen amante porque tiene abnegación.
-También tú me quieres.
-Pero no soy tan bueno. Yo desearía que no te viese nadie.
-Porque dudarás de mí.
-De ti, no.
-¿De los demás?
-Tampoco. Si no es duda: es que me afirmo que hay muchos hombres superiores a mí.
-¿Y qué?
-No logro explicarme.
-Pero yo consigo entenderte, y te voy a contestar. El corazón de la mujer está guardado por una cerradura complicadísima. Al cuerpo de la mujer llega fácilmente la mano del hombre; pero en el corazón sólo entra quien posee la llave. Aunque emplee una, extraordinariamente preciosa, será inútil, si no se hizo a propósito; y si pretende entrar en el corazón a fuerza de golpes, pues bien, llegará a matarlo, pero no conseguirá abrirlo.
-¡Bendita seas!
-Así aman las mujeres.
-Te debo un beso.
-Paga.
-Lo rebajo de los que me adeudas.
-Y no pagas.
-Te advierto que en esta ocasión lo mismo me agrada pagar que cobrar.
-Y la estrella Syrius escuchándonos tranquilamente.
-Y la Polar, y todas las estrellas.
-¿Cuál es? ¿Cuál es la Polar?
-Aquella.
-¿La grande?
-No, la otra.
-¿Esa?
-Tampoco: verás cómo la buscamos. Mira hacia aquella constelación. ¿No ves cuatro estrellas, y otras tres más adelante? Pues forman el carro de la Osa mayor.
-Un carro; es verdad.
-Los siete triones.
-¿Y qué son triones?
-Se llamaban así los bueyes dedicados a las faenas del campo.
-¡Qué constelación tan bonita!
-Pues figúrate una línea recta que pase por esas dos estrellas, y sigue la línea; aquella otra estrella es la Polar.
-Y allí hay otro carro.
-Es el de la Osa menor. Y más hacia este lado hay otro carro pequeño.
-Es verdad.
-Casiopea.
-¡Qué nombre tan feo!
-Así se llamaba una reina de Etiopía, que se jactaba de ser muy hermosa. Y allí hay otro carro grande.
-¿Aquél?
-Sí. Es el carro de Pegaso, y la lanza es de la constelación de Andrómeda.
-¡Vaya otro nombre saleroso!
-Era hija de Casiopea.
-¿Y de dónde han salido esos apodos?
-Son dioses mitológicos.
-Entonces había muchos dioses.
-Menos que ahora, porque hoy cada hombre es un dios.
-Pero no es verdad.
-No lo es, pero todos los soberbios se creen omnipotentes mientras logran molestar a los humildes.
-Pero un día los humildes...
-No se vengan, para no parecer soberbios.
-Y estos se quedan sin castigo.
-No lo creas; el malo sufre, pero oculta sus remordimientos para que no se haga pública su perversidad.
-Tienes razón; no hay nada más dulce que la virtud.
-Y precisamente lo demuestra un apólogo en que figuran como personajes esas estrellas que están viendo.
-Cuenta; debe ser muy bonito.
-Hay muchos creados por la fantasía humana, y esa Osa mayor tiene muchos nombres. Unos vieron en ella un carro con su lanza, y la llamaron Carro de David; otros sólo vieron en ella siete bueyes; y según una leyenda, robaron dos bueyes a un labrador, y éste envió tras los ladrones a su hijo, después a la muchacha, y después marchó él.
-Pues es verdad. ¡Cuántas cosas sabes!
-Sólo sé una muy bien, porque la he aprendido solo.
-¿Cuál?
-Que te quiero muchísimo.
-¿Mucho?, ¿mucho?
-Tanto, que he logrado entrar en tu corazón.
-Y en él estarás mientras yo viva.
-Voy a pagarte los besos que te debo.
-¿Cuántos son?
-Tantos como estrellas hay visibles sobre el horizonte.
-Dame uno que sea eterno como cualquiera de esos astros.
-Acaso lleguen a perecer.
-¿No hay nada inmortal?
-Dios.
-Pues, ¡ojalá fuese Dios para que me amases eternamente!
-Y si yo fuese Dios y te amase, tú serías la verdad, y nuestro amor sería la virtud.
-Y yo también sería eterna.
-Y nuestro amor sería inmutable; por eso en el apólogo a que antes aludía, la estrella Polar es la virtud.
-Cuéntalo.
-No sé si lo recordaré.
-¿Es muy antiguo?
-No; lo imaginó un poeta, a quien visité en la cárcel hallándose preso.
-¿Por qué?
-Eso no se pregunta. Se presume, se deplora y se respeta.
-Me callo, y escucho.
-Pues una vez salieron a correr por los espacios la belleza, el trabajo, el poder y la virtud. Cada cual iba en su carro. La belleza es Casiopea, el poder Pegaso con Andrómeda, el trabajo la Osa mayor, y la virtud la Osa menor. Empezaron a dar vueltas, y el carro de la virtud se quedaba rezagado porque era el más pequeñito, y entonces Dios llevó la Osa menor al polo, y allí la dejó quieta, y desde entonces todo está obligado a girar alrededor de la virtud.
-Está bien.
-Aún hay más. Ya has visto que el método más fácil para encontrar la estrella Polar es buscarla por la Osa mayor.
-Sí.
-Pues esto confirma lo que es axiomático: que por el trabajo se llega a la virtud.
-Y por la virtud a Dios. Pero tú sabes todo lo que se ha escrito.
-¡Ni muchísimo menos! ¡Si la humanidad lleva muchos siglos descubriendo maravillas!
-En ese Granburgo, que está allá abajo, ¡cuánto se inventará todos los días!
-Ahí se hace de todo, y no siempre es bueno lo que se hace.
-¡Y qué ciudad tan grande!
-Mucho.
-Basta fijarse en la distancia que hay entre la última lucecita de la derecha y la última de la izquierda.
-Por allí está la Puerta del Triunfo.
-Y por allí, la avenida Imperial.
-Y allí enfrente, la puerta de la Victoria.
-Y acá, la de los Vencedores.
-Todo en Granburgo recuerda que esta nacionalidad es hija de la fuerza, y no de la sana razón.
-Y lo mismo pasará en todos los países.
-Lo mismo; y lo siento.
-Aquello que luce tanto será la plaza del Palacio.
-Seguramente. Allí bullen ahora los granburgueses, paseando sus necedades y sus vicios, después se esparcirán por restaurantes, teatros, tertulias y casas de lenocinio. El pobre trabajando para poder convertirse en vicioso, y el rico enviciándose hasta llegar a pobre. ¡Desgraciado pueblo!
-Y más allá estará el río.
-Se ve perfectamente. Fíjate en la línea que desde las afueras vienen trazando las luces de los muelles.
-Es verdad; pues allí estará nuestra casita.
-Allí.
-¿Te acuerdas de ella?
-Siempre que me acuerdo de ti.
-¿Y de mí te acuerdas?
-Constantemente.
-Eso no. Los hombres olvidáis fácilmente.
-Tú no sabes cómo quieren los hombres.
-Ni tú cómo quieren las mujeres.
-Me lo dijiste antes.
-Es verdad. Nosotras sólo tenemos un amor.
-¿Y por qué amáis?
-¿Por qué? No te entiendo.
-¿Qué os mueve a querer al hombre?
-El que sea hombre.
-Explícate mejor.
-Pues su andar airoso.
-¡Mira que lo airoso que está el hombre dando zancadas!
-Pues hay quien mueve las piernas muy lindamente.
-No me he fijado.
-Y si nosotras fuéramos con pantalones ya verías la facha que liaríamos.
-Me fijaré cuando tenga ocasión.
-Y además, el hombre halaga por su talento, por su valor; en fin, porque no es mujer.
-Ese final es convincente.
-Más me extraña que los hombres se enamoren de nosotras, que no somos tan esbeltas, ni sabemos tanto, ni...
-Pero no sois hombres, y esto basta.
-Sí, basta para que nos queráis un rato.
-Siempre.
-No lo creo.
-Te convenceré. Todos los hombres tenemos en el alma un sitio donde nos muerde la duda, y tantos mordiscos producen una llaga que origina crudelísimos dolores, entre éstos el convencimiento de la inutilidad de la existencia. Pues bien; cada llaga de esas se cura con los labios de una mujer distinta, y cuando el hombre encuentra el ser que le ha de curar, y ese ser sabe besarle en el alma, el hombre ni quiere ni puede separarse de los labios de aquella mujer bendita.
-Y, ¿soy yo quien puede sanarte?
-Haz la prueba.
-Pero yo quiero besarte en el alma y no en los labios.
-Pues besa en ellos, porque, cuando los acerco a ti, pongo en mis labios toda el alma mía.
[...]
Y los brazos de la hermosa rodearon la viril cabeza del artillero; y aquella pareja humana se besó, ocultándose de la sociedad de Granburgo, y a la luz de las estrellas que permanecieron impasibles.
Pero, ¡qué poca severidad tienen los astros de nuestra nebulosa!
Después se afirma el hecho
Águeda, sentada sobre la alfombra, con la camisa desabrochada, el negro pelo sobre la oscura espalda, con los codos apoyados en las rodillas, y la barba sobre las manos, oía a su amante que a las veces se ponía en pie y accionaba con rápida mímica dando extraordinaria importancia a sus ideas, que nacían convertidas en verbo, como a impulsos de aquel voluminoso pecho de Luis, que se ensanchaba o se encogía, mostrando sobre el esternón una ancha herida que cercaba el oscuro vello, como si aquel emblema de la virilidad quisiera hacerse más expresivo, rodeando aquel otro emblema del valor y del sufrimiento.
-Pero eso es nuevo.
-Lo será, pero es exacto.
-Ya estamos acostumbrados a vivir así.
-Pues no debemos seguir en el error. Coge a cualquier hombre, pregúntale si es feliz, y te dirá que no; dile que alguna vez lo habrá sido y repetirá que sí; y es que el hombre sólo es feliz cuando no se da cuenta de su dicha, y sólo es desgraciado cuando se compara con quien cree dichoso.
Por eso en el pasado y en el porvenir vemos las desventuras ajenas y las felicidades propias, y en el presente nos creemos los seres más afligidos.
-Yo soy feliz ahora.
-Ahora no. Lo eras antes de tener conciencia de que lo eras; pero desde que has formulado tu pensamiento no lo eres. Ahora mismo ya te estás comparando y no te encuentras tan dichosa.
-Es verdad.
-Pues lo mismo les ocurre a las sociedades. En cuanto se proponen averiguar el porqué de los hechos, pierden la felicidad que los hechos les proporcionaban. Y la pierden porque el hombre no puede ser dueño de la verdad esencial, y en su fatal ignorancia halla consuelo en la fe, y halla, en la duda, un cruel enemigo. Somos muy infelices, porque dudamos mucho: de lo que fue, de lo que es, y hasta de la filosofía que nazca mañana.
Al rey por derecho divino que creó las nacionalidades, ha seguido el rey por la gracia del pueblo. Después vendrá el gobierno del pueblo por sus representantes esclavos del mandato imperativo, y llegará un día en que cada ciudadano dirá: Me basto para representarme. Entonces volveremos a la monarquía en toda su pureza, o caeremos en la grosera anarquía que es monstruoso engendro de las pasiones sociales, y antípoda de la anarquía producida por la perfectibilidad.
Esto es un dato para la resolución del problema social. ¿Tú habrás oído algo acerca de eso?
-Y de los anarquistas.
-¿Qué es anarquía?
-Que no haya gobierno.
-Y, ¿qué es gobierno?
-Pues lo que tenemos.
-¿Y lo que tenemos constituye la felicidad de todos?
-No.
-Pues anarquía es lo contrario de lo que ahora existe, y supuesto que es malo lo que existe, convengamos en que la anarquía, aun siendo fórmula desconocida, puede ser muy provechosa.
-Te van a fusilar.
-Si no se emplea conmigo otro argumento que fusilarme, convendremos en que mi filosofía no tiene ningún argumento en contra.
-Pero te fusilarán.
-La posteridad hará justicia.
-O no se acordará de ti.
-Se acordará Dios.
-No lo sé.
-No hay más remedio. O es Dios quien hace justicia, en cuyo caso no debemos tener tribunales, porque sería absurda la competencia de nuestros jueces con el Todopoderoso, o si la ley humana es la razón escrita, el juez será humano y razonable. La magistratura debe ser el poder de la razón, y sólo de la razón, porque el día que la ley fuese un arma de ataque, sería el delito una arma de defensa.
-A pesar de eso, te pueden fusilar.
-Acabarán conmigo, pero vivirá mi idea porque produce
Finalmente, si me fusilan, ocurrirá como siempre, que morirá el justo, y se salvará Barrabás.
-¿Quién es Barrabás?
-El que se salva.
Por otra parte, la intolerancia es un sistema que se abandonará pronto, porque produce mal resultado.
Pero volvamos al tema.
El problema social no está producido por ninguno de los padres que se le atribuyen. El problema social es lo siguiente:
La humanidad lleva cuatrocientos siglos buscando el bien social, y este es el error.
O la humanidad no ha adelantado nada en el camino emprendido, o lo que se llama progreso y civilización es realmente un beneficio social.
Si no ha adelantado nada, está probado que el esfuerzo social es perfectamente inútil, y, por consiguiente, debía hacerse la tentativa de disolver la sociedad.
Si lo llamamos civilización es un beneficio, es preciso convenir en que el resultado del esfuerzo social es maravilloso.
Pero se ve que, a pesar de las mejoras sociales, los individuos seguimos siendo desgraciados, y aquí aparece el problema. A medida que ha ido aumentando la importancia del derecho civil, ha ido aumentando la importancia del individuo en la sociedad, y esto ha hecho posible el planteamiento del problema social, que es antiquísimo, pero que no se formulaba, porque el individuo sólo existía en cuanto existía socialmente.
El problema social es, por consiguiente, el conjunto de todos los problemas individuales.
La solución es la siguiente: La humanidad no debe trabajar para obtener el bien social, sino el bien de cada individuo.
Lo segundo es más fácil de conseguir, porque trabajando para el bien de todos, sin excepción, nadie rehúsa trabajar.
Además, el bienestar social, se logra seguramente si se obtiene el bienestar de todos los ciudadanos, y en cambio, siguiendo el sistema que hasta ahora ha seguido la humanidad, sólo se logran felicidades ficticias que no alcanzan a todos.
O sea, que aumentando el valor de todos los sumandos, aumenta necesariamente el valor de la suma, y que una suma puede aumentar aun disminuyendo el valor numérico de algunos de los sumandos, con tal que el de otros aumente. El cristianismo resolvía el problema social, porque imponía la condición de que todos los sumandos fuesen siempre iguales, y de este modo el progreso social se hacía sensible a todos los ciudadanos.
La igualdad no es posible, porque sólo se puede repartir la riqueza.
La riqueza convenida, como la moneda, que es a lo que se reducen todas las riquezas convenidas, sólo tiene valor fiduciario considerada socialmente, pues el valor intrínseco que la reconocen las ciencias económicas es también valor fiduciario, porque sin convenio expreso no bastan por sí solas para satisfacer las necesidades del hombre, entendiendo por necesario para el hombre lo que no se puede suprimir sin suprimir al hombre, y no a un hombre.
La riqueza convenida es riqueza en cuanto puede convertirse en riqueza real.
El libro del poeta y el cuadro del pintor se venden por una cantidad determinada; pero esa cantidad no es el precio del cuadro, sino el precio por el cual el artista renuncia a la posesión del objeto cedido.
Ahora bien; la riqueza real o es materia laborable o labor acumulada. En ambos casos sólo es riqueza en cuanto depende del trabajo. Luego la riqueza real sólo se debe repartir entre los que sepan y puedan trabajar.
Pero el reparto es imposible, porque para dividir es necesario antes formar el dividendo, y al hallarse en una sola mano toda la riqueza, dejaría de serlo, porque la riqueza existe en cuanto existe el cambio.
Y como éste no se compadece con la condición de que todos los lotes hayan de ser siempre iguales, la riqueza moriría con la llamada liquidación social. Y si los lotes han de poder variar después de hecha la liquidación, es inútil que nos tomemos la molestia de hacerla.
La igualdad, por tanto, es una necedad imposible.
-Lo siento.
-No lo sientas, porque se llega al mismo resultado por otro camino distinto.
-Venga.
-Supongamos la sociedad representada por el quebrado /.
Siendo más los pobres que los ricos, 5 será el pueblo y 3 la aristocracia. Además 3 y 5 cumplen la condición de ser primos entre sí.
El rey absoluto quita derechos a los ricos y a los pobres, y el quebrado va convirtiéndose en /, / etc., es decir, que el valor social disminuye. Las repúblicas reparten igualmente los derechos entre los pobres y los ricos, y el quebrado va siendo /, /, /, /, /, etc., es decir, que va aumentando, pero nunca llega a la unidad. Este es el gran defecto de las repúblicas.
-¿Y las monarquías constitucionales?
-Suelen prohibir que se hable de aritmética.
-Está bien.
-Los socialistas quieren imponer el pueblo y hacer leyes para todos, o sea, /, convertirlo en / y multiplicar estos dos quebrados. En el que resulta, /, ya existe la unidad social, y la igualdad de clases. Este es el único camino para llegar a la apetecida igualdad.
-Volver la tortilla.
-Eso.
-Y tú, ¿eres socialista?
-Yo no; ni absolutista ni republicano.
-Entonces...
-Yo no me tomo la molestia de ocuparme con una tortilla que no he de comer.
-Pero te interesa.
-Absolutamente nada. Mientras la sociedad no me garantice la felicidad, me importará una higa la sociedad en que vivo.
Y del mismo modo que yo discurro, discurren todos los hombres; pero no lo dicen, o porque no se atreven a decirlo, o porque no se dan cuenta de lo que sienten.
Quien se bate lo hace por ascender; quien reza, por ganar el cielo; y quien estudia, por conveniencia propia.
Dios, la patria y la ciencia estarían olvidados si su culto no proporcionase beneficios a sus sacerdotes.
La sociedad vive del egoísmo humano, pero no del mutuo amor de los hombres. El día que un atrevido toque A derecha e izquierda se deshacen las filas inmediatamente.
-Y, ¿dónde iremos?
-A vivir. A vivir, porque hoy no vivimos. Y lo demostraré.
Figúrate que descubro la dirección de los globos aerostáticos, y que el aparato se mueve sin más esfuerzo que el de mis dedos.
Construyo un globo; nos metemos dentro de él, y nos lanzamos a la atmósfera. Hacemos nuestras provisiones en bosques inexplorados, y en suma, no molestamos en nada a la sociedad. Pues ten como seguro que nos cazan en cualquier país, que será el más culto, porque los salvajes no tienen policía, transportes rápidos y fusiles de gran alcance.
Me exigen que publique el invento, y los gobiernos de todas las naciones que no han servido para construir el globo, empiezan a disputarse el privilegio.
Supongamos que la fabricación se declara libre, y yo, en lugar de mecerme entre las nubes tengo que comprometerme con la casa Z, que explota mi invento dándome unas pesetas que no me hacían falta, si me hubiesen dejado conforme estaba.
Empiezan los humanos a crear compañías de navegación aérea.
Las compañías se colocan dentro de la ley, o sea en condiciones legales de eludir las leyes, porque éstas son enemigas traidoras de todas las industrias.
La sociedad P. Q., and Company, aprovechándose de las deficiencias de la razón escrita, arruina a la mayor parte de sus accionistas, y empieza con buen capital la fabricación de los globos.
Yo quedo perdidito, porque me debo a la empresa constructora, a la sociedad, a mi patria, a la ciencia y a todas las instituciones. Estas me recompensan dándome dinero en diferentes formas, y derecho a usar excelencia, cuando yo sólo quiero que me llamen de tú, si me llaman con cariño.
Muchas corporaciones de imbéciles cometen la grosería de hacerme su socio honorario, que es igual caso que el de un perfecto que se permitiese conceder a Dios licencia gratis para cazar alondras, y al propio tiempo no se me da nada de lo que pudiera constituirme positiva felicidad. Y es que el hombre llama felicidad a la posesión de lo que otro tiene y no a la de aquello que le conviene a sí propio.
Continúa escuchando.
Se crean reglamentos de policía, vigilancia, seguridad, higiene, etc., para regular la vida social entre las nubes.
Y después, fuertes aerostáticos, iglesias aerostáticas, cárceles en el aire y asilos en la atmósfera.
Los globos de los guardias rurales persiguen a los globos de los ladrones, y los cadáveres humanos caen atraídos por la tierra que los produjo, mientras los cuervos huyen espantados al ver invadido su elemento por esa bestia feroz que se llama hombre.
-Exageras.
-¿Exagero?... La víbora sólo perjudica a quien muerde, y el hombre, cuando hace justicia, obliga al reo a que pague las costas de un proceso que le deshonra o le mata, y de este modo pierden los hijos un capital ganado honradamente, y acaso por los mismos hijos.
¿Exagero?... Pues no exagero... Levántate, y ven aquí... Ya ves que te abrazo, te abrazo porque quiero, y quiero porque te amo. Es decir, que mi materia, mi espíritu, mi libre albedrío, la fatalidad, y, en resumen, todas las fuerzas definidas por todas las filosofías, determinan este movimiento con que te acerco a mí.
Aprieta, cielo mío, aprieta.
-¿Me quieres de veras?
-Y porque te idolatro, protesto contra el medio social en que vivo. ¿No tengo inteligencia?
-Mucha, mucha.
-Y tengo músculos que parecen hierro. Ya ves que si te apretase te mataba.
-Chacho mío...
-Pues la sociedad tiene derecho a exigirme parte de lo que produzco, y hasta mi propia existencia, y yo no puedo exigir un pedazo de felicidad.
-¿Qué más quieres?
-El derecho. No quiero gozar de tu cariño como goza el ladrón de lo robado. ¿Qué constituye mi felicidad?
-Yo.
-Tú, solamente. Tú estás conforme en ser mía.
-Sigue Luis, que te voy comprendiendo.
-Yo nada he robado...
-Te voy comprendiendo, y a cada instante que pasa te aireo más, y te encuentro más hermoso.
-Pues si esto es mío, y lo que dicen que es mío no lo quiero...
-No lo quieras, que yo soy bastante para conservarte feliz.
-Yo no necesito la posesión efectiva sino la legal.
-Pero eso no es posible.
-Pues protesto. Yo he cumplido con mi... eso... los compromisos que con ella contraje, y ella no me da hijos ni me da caricias. Me ha engañado, y quiero rescindir el contrato, pero no puedo.
-Puedes.
-Pero hago lo mismo que aquel que tiene hambre y roba.
-Y hace bien.
-Pues la ley dice que hizo mal. Y mal hizo porque se debe trabajar y no robar.
-¿Y si no hay trabajo?
-Pues eso pide, el derecho al trabajo, quien no quiere ser ladrón. Y eso pido yo: el derecho a amar a quien me ama. Es decir, el ejercicio del derecho, porque éste lo tengo indudablemente.
-También los derechos se roban.
-Eso es la revolución, el robo de un derecho retenido injustamente. Es robar al ladrón.
-Dios lo perdona.
-Dios es justo y misericordioso.
La idea de Dios es la única idea grande y pura que produce la inteligencia del ser humano: todo lo que a Dios se refiere es hermoso; todo lo que se refiere al hombre es infame.
Ni aun el amor a Dios está sancionado legalmente por estas sociedades. Se castiga el homicidio y hasta la crueldad con los animales, y no existe en la ley un artículo que diga: «Siendo Dios el origen y el fin de todas las cosas, y siendo, por consiguiente, superior y anterior a cuanto el hombre conoce, queda obligado todo ciudadano a creer en Dios y a amarle. Quien así no lo hiciere será considerado como bestia».
Por eso únete a mí, maldice como yo la sociedad en que vivimos, y pon tu fe en el Todopoderoso, porque el hombre siempre es feliz cuando tiene esperanza en Dios.
[...]
Y aquel loco levantó a lo alto su mano derecha, y quedose mirando al techo, y sujetando a Águeda, que en aquel instante pensaba que el derecho poco importa, y que cedía a Marcela lo legal quedándose ella con lo efectivo.
Y luego se aspira al derecho
Desde el cuartito donde almorzaban oían las dulcísimas notas del concierto, y, asomados a la ventana, podían contemplar el público que paseaba en el parque.
-He comido mucho.
-La gula es un vicio disculpable.
-Siempre es un vicio.
-Pero tiene la misma condición que la avaricia y la pereza: sólo perjudica al vicioso.
-Yo no soy perezosa ni avarienta.
-Ni glotona.
-Eso sí. Pero tengo mucha hambre atrasada.
-No lo recuerdes.
-Si no te quisiese, porque sí, te querría por tus bondades.
-Chiquilla, la digestión te entristece.
-No lo creas; estoy contenta, y lo que digo es efecto de que me gusta saborear mi felicidad presente.
-¿No me engañas?
-Soy muy dichosa. Primero, porque me quieres; y, segundo, porque me obsequias.
-Lo primero me interesa más.
-Si no me obsequiases te querría; pero los dolores del cuerpo no me dejarían gozar de mi cariño.
-Estás inspirada.
-Búrlate si gustas de ello; pero cuando recapacito que tengo coche, dinero, y todo lo que antes no tenía, siento deseos de adorarte.
-Te lo perdono, porque la adversidad es el único reactivo que denuncia la existencia de la fe.
-Cuando yo era desgraciada tenía fe en Dios.
-Y no te engañaste.
-Pero muchas veces pienso si ahora seré tan canalla como los ricos que antes me producían envidia.
-Hiciste mal en envidiarlos.
-Pues lo hice. Cuando yo trabajaba en el taller, y confeccionábamos algún traje costoso, envidiaba a la dueña de aquel vestido. Si alguna vez iba al teatro, no separaba mi vista de los palcos y de las butacas. Me dolía ser más hermosa y más instruida que aquellas aristócratas, y no verme tan festejada como ellas. En los paseos, en las iglesias y en todas partes tenía siempre motivos para hacer las mismas comparaciones, y...
-Perdías tu tiempo.
-O lo empleaba mal.
-Creías, y sospecho que aún sigues creyéndolo, que la felicidad es hija del dinero.
-Ya sé que no; pero sé también que la pobreza nunca es compañera de la felicidad.
-Acaso sí.
-No hay quien se arriesgue a hacer la prueba.
-Es prueba dura.
-¡Y tan dura! Tú no has pasado por ella, pero te la explicaré. Siendo pobre, venía a estos conciertos, y me sentaba con mi madre a una mesa del café que hay debajo de este piso. Tomábamos un refresco, porque nuestros ahorros no alcanzaban para mayor gasto. Los mozos apenas nos agradecían la propina: para nosotras no había ramo, o se reducía a dos matitas de musgo. En cambio, a las señoras insolentes y bien vestidas, las obsequiaban con largueza. Y todas eran unas perdidas.
-También habría personas decentes.
-Ninguna.
-Exageras. Las que tienen una posición desahogada gustan de vestir bien, y gozar de los espectáculos honestos.
-Esas procuran no llamar la atención; prefieren la comodidad al boato, y se exhiben poco, porque se estiman en mucho.
-Veo que las conoces.
-Perfectamente. En los talleres de modistas se sabe que, cuanto más baratas son las telas, más caras son las hechuras, porque las verdaderas señoras visten con mucha sencillez. Las otras están encanalladas.
-Todas, no.
-Hay algunas que son tontas, o sea que carecen de espíritu, y éstas son peligrosísimas, porque las virtudes sólo residen en el alma, como los vicios sólo se crían en el cuerpo.
-Chica, tu filosofía es sana, pero resulta triste.
-Y yo te la expongo como refiere el guía mirando al valle, el combate ocurrido hace cien años.
-Continúas inspirada.
-No te burles, cariñito. Ya sé que no puedo igualarme a ti, porque tú sabes mucho; pero me creo superior a esas mujeres que gozan el monopolio de la felicidad.
-Y lo eres.
-El ser humano es superior a las bestias, porque razona; la misma ley debe regir para clasificar a los seres humanos, y yo razono más que esas necias.
-Pero hablas de ellas como si las envidiases.
-Y las envidio.
-¿Por qué?
-Me refiero a la alta aristocracia, porque las cursis ya sé que no son felices.
-Pues los poderosos, aún lo son menos.
-No lo creas.
-¡Vaya si lo creo!
-¿Con su lujo y con su influencia?
-Con eso.
-Yo he leído las descripciones de muchos bailes aristocráticos.
-¿Y qué?
-Que aquello debe ser un paraíso.
-Con serpiente.
-Dará gusto verlo.
-Yo te lo describiré. Los convidados usan un traje convencional que no es más feo, ni más bonito que cualquier otro, porque cada traje cumple con su objeto.
Las señoras se tapan las manos y enseñan el seno, de igual modo que las serranas se tapan el pecho y enseñan las piernas. Ya ves que continúa el convencionalismo.
Las campesinas bailan saltando para enseñar las ligas, y las señoras bailan andando para lucir su tocado.
El lenguaje está adecuado a la inteligencia. El chiste que hace reír al duque, no divierte al jornalero; pero plebeyos y señores ríen, lloran, se alaban y se insultan.
El aristócrata toma ponches, y el pastor toma gachas, y si cambiasen saldrían perdiendo.
Todos los hombres son desgraciados, y si alguna diferencia existe, es que el Estado protege más a los ricos que a los pobres. Si ocurriese lo contrario, todos aspiraríamos a arruinarnos.
El mal de los humanos consiste en que se preocupan con sus convencionalismos estúpidos, y no se dedican seriamente a buscar las satisfacciones necesarias para sus almas y para sus cuerpos.
-Tu filosofía es sana, pero resulta triste.
-Y yo te la expongo...
-Con esa frescura, porque nunca has sido pobre.
-¿Tan inmensa desgracia es la pobreza?
-Infinita. Lo sé bien.
-Ahora serás dichosa.
-Hoy me encuentro feliz, y nunca niego una limosna, porque temo que los pobres me maldigan como yo he maldecido a esas estúpidas que llevan en sus sombreros unas yerbas que no huelen, ni sirven para comer.
-Estás fuerte.
-Porque ya voy haciendo la digestión.
-Pero si dijeras eso en público te llamarían loca.
-Y harían bien, si se creen razonables; pero yo también digo lo que siento. El hombre prefiere el brillante al pedernal, porque es más hermoso y menos abundante; prefiere la trufa a la patata, y el caballo al lobo, y de las mujeres prefiere siempre a las que se prostituyen con mayor desvergüenza.
-Protesto.
-No defiendas a los mismos que estás castigando con el ejemplo. Podrá ser que el hombre persiga a esas mujeres para gozar de ellas un instante, y abandonarlas después; pero esa persecución dura un tiempo que estaría mejor empleado dedicándolo a una mujer virtuosa.
-Es verdad, pero...
-Pero no se hace. Y los devaneos del marido hacen desgraciada a la esposa.
-Cuando ésta no sabe hacer agradable el hogar a su esposo.
-El hombre se aburre pronto.
-Y hace bien, porque lo malo es preciso abandonarlo en seguida.
-Y todo es malo si se logra.
-Estás equivocada. Esa es una teoría que han aceptado todos los tontos, sin fijarse en que la vida no es siempre buena, y, sin embargo, nadie quiere morirse. Cuando no hay certeza de mejorar, no se cambia; pero, si existe, se debe cambiar en seguida, porque la constancia podrá ser virtud de los sabios, pero también suele ser comodidad de los ignorantes.
-Continuaremos, porque empieza la orquesta.
-¿Qué toca?
-La serenata de «El Dante».
-No conozco esa ópera.
-Es de Hertz.
-Parece bonita.
-Es lindísima. -Fí, fí, fifí, fí, fí, fa fo.
-Ese motivo se repite después con mayor hermosura.
-Me va gustando.
-Escucha, escucha. Do, re, mi, fa, sol, do, si, mi.
-Es preciosa.
-Después te explicaré el argumento.
-¿Lo sabes?
-Y la letra.
-Cántala.
-No oirás la música.
-No importa.
-Cantaré bajito.
El rocío de la noche cubre de brillantes gotas las flores de tu ventana, y llena de lágrimas mis ojos.
La luna desea iluminar tu hermosura si te asomas; y si no te asomas iluminará mi desgracia.
-Te aplaudo con entusiasmo.
-Aplaudes a Hertz.
-Es un canto hermosísimo.
-¿Oyes? Ahora se repite el motivo. ¡Qué delicadeza!
-Precioso, chica, precioso.
-Ahora refiere el galán la historia de sus amores.
-Pero ese galán, ¿es el Dante?
-El de este pasaje es Pablo de Rímini.
-No cites nombres propios.
-¿Por qué?
-Pudiera escucharnos algún justicida hambriento de méritos, y denunciarnos como conspiradores.
-Los esbirros no entienden estas cosas.
-Pero se dedican a interpretar el arte.
-No lo niego; pero me disgusta que se te haya ocurrido esa prosa tan triste.
-Es oportuna. ¿Recuerdas como murieron Pablo y Francisca?
-Sorprendidos por el esposo, que los mató.
-Pues ahí tienes la triste prosa que interrumpe todos los idilios.
-Escucha esta frase.
-Lindísima.
-La letra dice: «Quel giorno piú non leggemmo avante».
-Con esa concisión escribe el genio sus grandes ideas.
-Creo que Dante fue muy desgraciado.
-Mientras vivió; pero después de su muerte fue a la gloria, dejando a sus enemigos en el infierno.
-Hizo bien.
-No. Me parece natural que un necio destierre a un sabio; pero encuentro extravagante que los sabios se ocupen con los necios.
-Ya concluye la serenata.
-Pero la repetirán.
-No lo creas. Este público sólo aplaude el himno a Ganstier.
-Es natural.
-¿Sí?
-Ese público come del tesoro del Estado, y Ganstier es quien decreta los presupuestos.
-Se acabó.
-Me ha gustado muchísimo.
-Do, re, mi, fa, sol, do, si, mi.
-Admirable.
-Toda la ópera es sublime. Estuvo Hertz inspirado al escribirla. ¡Y murió pobre!
-También eso es natural.
-¿Por qué?
-Un ilustrado fraile, cuyo único defecto es preferir lo nuevo a lo bueno, y los hidalgos a los humildes, me dijo un día: Cuanto más brutos, más triunfos. Y tenía razón.
-Pues lo siento. Los genios debían gozar de todos los placeres.
-Gozan de algunos que les están vedados a los tontos. Y se establece el equilibrio.
-Hertz amaba.
-Por eso componía magistralmente.
-Tenía su Beatriz.
-Y yo, sin ser genio, tengo mi Águeda.
-¡Zalamero!
-El día que Dios sembró la semilla de la dicha estaba soplando la casualidad, y ahora logra el placer quien lo encuentra, pero no quien lo merece.
-Pues mi cariño es un placer que está muy bien empleado, porque lo tienes muy bien merecido.
-¡Zalamera!
-¡Te vengaste!
-La venganza es el placer máximo de los dioses pequeñitos.
-El rocío de la noche cubre de brillantes gotas...
-Fí, fí, fafá, fifí, fí, fí.
-Eso es sentir el amor.
-Todos lo sentimos de igual manera, y si no lo expresamos de igual modo es porque tenemos medios diferentes.
-Es verdad.
-El beso del labriego y el beso del magnate son siempre conmovedores cuando son sinceros. Todas las madres buenas aman de igual manera a sus hijos. Y aquí tienes resuelto el problema de la nivelación social. Basta para resolverlo que todo el mérito del hombre consista en su amor hacia sus semejantes.
-Y es mérito ante Dios.
-Por eso Dios tiene la misma recompensa para todos los buenos.
-Si el hombre amase siempre...
-Se suprimirían las cárceles y los cañones.
-Y viviríamos mejor.
-O nos moriríamos de hambre.
-Esto ya no es posible.
-Porque nos morimos antes de otras cosas.
-Hay mucho en que ocuparse.
-Pero somos muy vagos.
-Tú no lo eres.
-Yo voy aceptando el papel de excepción que me has dado.
-Y con justicia. Tú eres lo más bueno que hay en el mundo.
-¡Chiquilla!
-Y es lógico que lo seas. Tu madre, que en paz descanse, era una santa. Siempre estaba dispuesta a remediar todos los infortunios. Recuerdo que algunas veces me llevaba en su coche y nos íbamos a los barrios pobres de la otra orilla del río. Visitábamos a muchos enfermos, y tu madre tenía siempre una limosna en la mano y un consuelo en los labios. Y muchas veces mandaba parar y le daba al lacayo una monedita de plata para que se la diese a algún lisiado que pedía limosna. Y en otras ocasiones decía: «Vaya usted a trabajar, so gandul».
-Tienes razón: así era mi madre.
-Y de todo esto me acuerdo como si fuesen hechos ocurridos ayer. Nos encontrábamos el Viático, y nos bajábamos del coche; subía el sacerdote, y nosotras íbamos detrás del carruaje entre los resplandores de los cirios. Y si el enfermo era pobre se le enviaba un socorro, y si el enfermo era rico ya le habían caído al lacayo paseos que dar, hasta que el enfermo sanaba o se moría. Era muy buena tu santa madre.
No consentía que nadie la faltase ni que faltasen a nadie delante de ella. Trataba a todos con igual cortesía, y si alguna distinción usaba era para ensalzar al más humilde.
Y con ser tan buena, creo que no lo era más que tu padre.
-¿No le conociste?
-Sí, pero ya no lo recuerdo.
-Tan bueno como mi madre. Regañaba gritando y perdonaba en voz baja, y perdonaba siempre.
-Una prueba de las bondades de tu madre es lo mucho que quería a los niños.
-Como los quiero yo. Los chiquitines que andan tambaleándose me parecen canónigos rechonchos, y me divierto contemplando sus colorados mofletes y los deditos de sus manos, donde cada falange parece una morcillita. Cuando ya son mayores, los quiero lo mismo y me distraen mucho más. Me entusiasma ver a los estudiantes presumiendo de hombres serios y adelantando el labio superior para poderse ver la sombra del naciente bozo.
Me distraen sus tertulias en los cafés, donde, si bien hay badulaques viciosos, concurren algunos jóvenes que llegan a ser glorias de su patria. He pensado en tener un hijo militar y otro abogado y otro ingeniero y otro... en fin, que todos los muchachos que pasan a mi lado me dan motivo para imaginar un nuevo proyecto que guardo con los antiguos, hasta que pueda realizarlos todos. Y los realizaré, porque he de querer mucho a mis hijos.
-Como te quería tu madre bendita. Eres lo mismo que aquella santa señora, y por eso te dije que eres lo más bueno del mundo.
-No tanto.
-Y por eso te quiero con toda mi alma.
-¡Cielo mío! Y yo, ¿no te quiero?
-Todo cuanto puedes.
-Te comprendo.
-Quizá te equivoques y pienses con suspicacia.
-Me explicaré.
-Nos explicaremos después, porque empieza la orquesta.
-¡Y no tenemos programa!
-No hará falta.
-¡Pero tú conoces toda la música que se ha escrito!
-Toda no, pero mucha sí.
-En esta ocasión estamos iguales.
-Luego ya conoces lo que tocan.
-Victoria.
-Esa.
-Es una marcha muy hermosa, pero muy oída.
-¿Ves cómo el arte hastía también?
-Y todo, cuando se emplea mal. Esta marcha se debe tocar solamente en el campo de batalla.
-Discutiremos.
-Beberemos antes; tengo sed.
-Es que el día de hoy es el más hermoso del otoño.
-Ya estará el champagne caliente.
-Pues no conviene beberlo más frío.
-Acerca una copa.
-Mi sí, la lá, sol lá, sol la.
-Nuestro valor sabrá vencer.
-Sol ré, do dó, si dó, si dó.
-Ebrios de gloria y de placer.
-Voy a brindar por la patria.
-Y yo por ti.
-La patria primero.
-No lo creas. La patria es función del hogar.
-No entiendo.
-La patria está donde se está bien.
-¡Egoísmo!
-No es mía la definición.
-¿De quién?
-De un legislador ilustre. Ya ves que no aludo a ningún vivo.
-La patria es como Dios. Algo que se ama sin definirlo.
-Esa es la patria buena.
-Y, ¿cuál es la mala?
-No existe, como no existe Dios malo, porque Dios y patria representan dos ideas de bondad.
-Entonces todas las patrias son buenas.
-Tampoco.
-Explícate.
-Es que nos hemos quedado sin patria todos los humanos.
-Pero hay naciones.
-Por un convenio que han hecho unos cuantos caballeros de cada nación. El resto de los humanos viven como los bueyes; comen donde les alimentan y trabajan donde les mandan, pero no son propietarios de la tierra que aran ni del fardo que acarrean.
-Eso es desconsolador.
-Pero es cierto.
-Lo será, pero yo prefiero sentir la patria a discutirla.
-Y todos seríamos dichosos si no existiese objeto de discusión. Yo viviría feliz si estuviese convencido de que el emperador sólo piensa en su pueblo, de que Ganstier hace la felicidad de este país, de que no hay jueces que prevariquen y se dejen arrastrar por sus malas pasiones, y de que todos los sacerdotes son virtuosos; pero mi razón me enseña que el emperador sólo se ocupa de sus pinceles, que Ganstier piensa únicamente en sus queridas; que hay algunos jueces ineptos y perversos, y algunos sacerdotes viciosos. Y, una de dos, o se me quita la inteligencia o se corrigen los malos.
-Ya se van corrigiendo.
-No lo creas. Los vicios actuales son los mismos de otros tiempos, pero todas las generaciones aceptan que se hable mal de lo pasado y no permiten que se hable mal de lo presente. Han progresado todas las artes que proporcionan el bien del cuerpo, y se ha ido extinguiendo el espíritu religioso, que es el bálsamo para sanar el alma.
-Verdad, Luis, mucha verdad.
-Los que sólo fían en la instrucción del pueblo no comprenden que una sana educación lleva fatalmente al reconocimiento de una entidad suprema y después al amor a Dios, que es la síntesis del sentimiento religioso.
Créeme, va siendo más cómodo no pensar como no pensaba yo cuando oía en la Aurelia esa marcha que están tocando.
-Daría gusto oírla.
-Un día, en Bootyfield desfilamos 30.000 hombres delante del Marqués del Mantillo, y las músicas tocaron muchas veces esa marcha.
-Ahora se repite la primera parte.
-Es la más bonita.
-Mi lá, sol sol, fa lá, sol ré.
-Para tornar a nuestro hogar,
Ebrios de gloria y de placer.
-Cuenta eso.
-¿El qué?
-Episodios de la guerra.
-¿Qué opinas tú de la guerra?
-Que es una brutalidad.
-Acaso. Pero de las barbaridades que ha inventado el hombre para matar a su semejante es la guerra la única que produce una muerte honrosa.
-Más que el patíbulo.
-Porque éste es posterior a la guerra y el progreso de la barbarie es la crueldad.
-Cuenta cómo es una batalla.
-Pero, chica, ¿tú crees que yo soy como los malos cazadores que salen al campo para contar mentiras cuando vuelven?
-Si no son mentiras.
-Ni de ellas necesito, porque la realidad es más interesante.
-Pues cuenta algo.
-Mucho humo, mucho ruido, mucho fuego, la tierra yerma, rojos los ríos, fríos los muertos, el vencido lleno de desesperación y el vencedor lleno de gloria. Dios no aparece en este cuadro.
-Que es tristísimo.
-Eso lo digo ahora, porque entonces veía todo eso, pero no me detenía a examinarlo. Entonces la vida era la victoria, porque aquellos salvajes no daban cuartel. Y éramos jugadores locos jugándose su existencia. Los ojos extraordinariamente abiertos, los ademanes rápidos, el traje sucio por el humo y por el polvo, los labios secos, la mirada fija en el lugar donde se bate la infantería, y las manos agarradas al objeto más próximo para dar empleo a la actividad febril del organismo. Se habla poco, se dice bravo cuando el proyectil da en el blanco, y se manda con la mirada y con el ejemplo. La victoria produce una grandísima alegría, y se piensa en el hogar, porque nadie ama tanto a los suyos como el soldado que está ausente de ellos, y el militar no se acostumbra a vivir sin afectos.
-No hay quien viva sin amar.
-Después de terminada la batalla de Juarro, y cuando ya era de noche, me llamó mi padre, y me dijo: «Tu madre me escribe, lee esa carta». No la olvidaré nunca. Hasta entonces no se me había ocurrido que mis padres se amasen como nos amamos tú y yo; pero al leer aquellas conmovedoras frases con que mi madrecita describía sus angustias, vi la mujer y la encontré tan digna de respeto como la madre. Me pareció mi padre más padre y menos amo, y le quise más después de quererle mucho.
-¿No es verdad que era muy guapo?
-Más aún que el Marqués del Mantillo.
-Y no es verdad que fuese orgulloso.
-Muy serio. Aquel mismo día me dio una caja de cigarros diciéndome: «Tu madre ha enviado dos: ésta será para ti», y yo la guardé sin decir nada. Hasta entonces no me había autorizado mi padre para fumar en su presencia.
-Y, ¿qué era?
-El teniente más antiguo. Un año después la pícara enfermedad le envejeció rápidamente, y como le prohibiesen fumar, venía a mi gabinete para encender un cigarrillo a hurtadillas de mi madre.
-¡Pobrecillo! ¿Conservas el retrato grande que había en la sala?
-Los conservo todos, pero ya no conocerías el hotel. Aquel majestuoso bienestar ha desaparecido.
Un Noisse es la aristocracia antigua que empleaba su dinero en instruirme y en proteger a las ciencias y a las artes; y un Brether es el soldado con fortuna y osadía: el burgués ignorante elevado a personaje por este imperio populachero. Ahora manda una Brether en el hotel, y las paredes se adornan con cromos; los adornos postizos sustituyen a la madera tallada, y las rinconeras están atestadas de cerámica fea y de bisutería brillante. Merecíamos ser pobres.
-Eso no.
-Eso sí. El dinero proporciona placeres, y sólo debían ser ricos los seres inteligentes y sensibles.
-¡Ojalá!
-Tú debías ser millonaria.
-Si lo hubiera sido...
-¿Qué?
-Otra vez la orquesta.
-Pues di que no lo dejan.
-Este público pide mucho.
-Porque saborea poco.
-Ya sé lo que tocan.
-Parece una plegaria.
-Es la introducción de unos valses.
-¿Espigas de oro?
-Sin esperanza.
-Serán tristes.
-Pero muy bonitos.
-Bailaremos.
-Si no hay bastante sitio.
-En un metro cuadrado te columpio como se mece el pájaro en la rama.
Luis rodeó con sus brazos la cintura de Águeda, y hallándola tan próxima la besó en su ancha frente.
Sujetó Águeda con sus manos la cabeza de Luis, y le dijo:
-Quisiera ser tu esposa.
-Eres más, porque eres mi vida.
-Pues aunque no te viera ni me acariciases querría ser tu esposa.
-Para vivir como Marcela.
-No; porque tendría el derecho, y me bastaría ser un poco mejor que ella, para valer más que todas tus queridas, aunque fuesen tan buenas como yo.
-Ese derecho es utópico.
-Pero un derecho es siempre una fuerza.
-¿Bailamos o no?
-Antes quiero beber.
-¿Poco o mucho?
-Mucho, porque de todos modos también la posesión es origen de derecho.
Pero la ley es inexorable
Luis fumaba tranquilamente sentado al borde de la cama, y Águeda descansaba sobre la preciosa colcha. Mari Antonia arreglaba el almuerzo en la cocina, y los canarios piaban y rompían las hojas de lechuga, buscando los rayos de sol, que empiezan a ser amables en Granburgo desde el mes de abril.
-Todos, no.
-Casi todos.
-Tampoco.
-Explícate.
-Tú estudias solamente los caracteres organolépticos de la sociedad, pero no su esencial constitución.
-Yo los juzgo conforme los veo.
-Pues en eso consiste el error.
-Entonces la sociedad será hipócrita.
-No lo es. El cuerpo que tú llamas frío no te da frío sino que vibra al contacto de tu mano hasta que él y tú os colocáis a la misma temperatura. La sociedad parece de un modo o de otro según las condiciones del observador. Lo que no engaña es el análisis esencial de la sociedad.
-¿Cómo es?...
-Ni mala ni buena. Es un absurdo. No te concretes a la moral legal ni a la religiosa, porque los actos que son morales en un país son inmorales en otro. La sociedad es la máxima desgracia humana, porque es consecuencia del pecado original; y hasta en esto es sabia la Sagrada Escritura. Por eso verás en la historia que a medida que en los pueblos se acentúa la condición social se acentúa la decadencia. Porque las sociedades no viven de las funciones del hombre sino de las funciones sociales, y a medida que éstas aumentan en su importancia va disminuyendo la importancia del hombre, y cuando el individuo está casi anulado es cuando la sociedad llega a su grado máximo de perfectibilidad, y entonces el pueblo culto, donde el hombre apenas es, se ve conquistado por otro pueblo semi-salvaje, cuya acción social es sencillamente la suma de las acciones individuales de hombres robustos que viven; porque la vida es el ejercicio de las funciones.
Para explicártelo mejor, diré que si mezclas agua con vino el conjunto tendrá vino y agua, pero si combinas en proporción convenida oxígeno con hidrógeno la combinación será agua que no tendrá los caracteres organolépticos del hidrógeno y del oxígeno. Pues esta es la sociedad: una combinación de hombres donde desaparece por completo el ser humano.
-Donde pierden los pobres y ganan los ricos.
-No lo creas.
-Eso veo.
-Pero consiste tu error en que solamente observas durante un minuto. Si terminado este tiempo siguiese observando verías que los ricos no gozan, y si algún ser gozó concluye siendo víctima de los desgraciados.
Un sabio, a quien no alabo porque no puedo arrestarme, y porque las alabanzas deben emplearse para convencer a las autoridades agresivas, pues bien, ese sabio ha descubierto cómo el vino se hace vinagre. Verás por qué. En el vino hay dos clases de animalitos: unos son aceti y otros vini. Cuando el vino está en su punto, los vini se hallan en la superficie del líquido absorbiendo el oxígeno del aire. Mientras dura esta orgía se hallan en el fondo del caldo los aceti que no logran salir hasta la superficie porque lo impiden los vini. Pero a estos les sucede en la orgía lo mismo que a los humanos: se aniquilan, y entonces vencen a los vini los aceti; comienzan éstos a emborracharse de oxígeno, y el vino se convierte en vinagre.
Pues lo mismo ocurre en nuestra sociedad. Esos que tú llamas ricos quizá sean pobres; pero los poderosos efectivos emplean su tiempo en la orgía; no consienten que nadie les robe una parte del oxígeno de que disfrutan y van aniquilándose, y llegará un día que subirán los desgraciados, vencerán a los poderosos, y...
-Y seremos felices.
-No. El vino se convertirá en vinagre y nuestra sociedad valdrá muy poca cosa.
-Entonces tú no eres partidario del triunfo del pueblo.
-Pero, ¿es triunfo destruir sin crear nada? Triunfar supone un hecho glorioso, y eso es un hecho maldito. Lo que yo quiero es que el vino se trasiegue a menudo y que se pulverice para facilitar la oxidación de todos sus componentes, y lograr que cada gota pequeñísima sea igual vino que la cosecha reunida. Entre nosotros uno representa la ley, otro la religión; éste la fuerza armada, aquél la hacienda, y el pueblo no representa ninguna cosa, siendo el pueblo quien constituye las nacionalidades.
-Todo eso será muy cierto, pero también es verdad que unos viven mal y otros bien.
-Todos viven mal.
-Porque nadie está contento con lo que tiene.
-Eso te probará que hasta ahora no se ha proporcionado el hombre lo que le puede convenir.
-Nadie lo sabe.
-Pues yo lo sé. El hombre necesita vivir para sí y no para la sociedad.
-Pero, ¿qué es la sociedad?
-Un emblema, un ídolo. Para unos pueblos el oráculo, para otros el apóstol, y para nosotros el imperio. Hay negociantes que hacen subir y bajar las acciones de minas que no existen, y en este juego quienes ganan son los agentes que cobran su comisión en cada jugada. La sociedad es otra mina; sólo existe para pedirnos y así nos convertimos en accionistas, pero la sociedad no nos da pan, ni salud, ni alegría, porque es una mina que sólo existe para quienes dan fe de su existencia.
-Pero el hombre si no viviese en sociedad sería feroz.
-Acaso; pero tampoco conocería la cárcel, ni pagaría multas, ni tendría envidia.
El hombre es el único ser cuya constitución física le permite vivir errante, pero yo tampoco soy partidario de la vida salvaje; lo que niego es la necesidad y la conveniencia de que la condición social sea fatal para todos los hombres.
-Me cuesta trabajo seguir tus razonamientos.
-Pues pregunta y te contestaré.
-¿Tú crees en Dios?
-Sí, creo.
-Y, ¿quién es Dios?
-Es la integral de una función que se llama el mundo.
-Y, ¿qué es la integral?
-Una función de donde vino la derivada.
-Y, ¿cuál de las dos vale más?
-¿Preguntas qué vale más, si Dios o el mundo?
-Eso es.
-Dios pudo hacer un mundo, y el mundo no pudo hacer un Dios; pero el mundo, en cuanto es obra de Dios, es obra perfecta.
-Y, ¿qué es función?
-Lo que depende de otra cosa.
-Y, ¿de quién depende Dios?
-De sí mismo.
-Pues no depende.
-Estás equivocada. Mi cigarro está sujeto a una fuerza que le lleva hacia el suelo, y a otra contraria que ejercen mis dedos; el cigarro, por consiguiente, está en equilibrio, pero no en reposo; pues Dios es función de sí mismo, y si la función no existiese resultaría Dios en reposo, y dejaría de ser Dios.
-Entiendo algo.
-Pobre vidita mía, no te fatigues con tales discusiones, y haz lo mismo que los tiranos cuando se les habla de estas cosas; se ríen del filósofo o le meten en la cárcel.
-Pues son unos bestias.
-Lo son, seguramente. Y no es extraño, porque existe el error de suponer, que basta ser hombre para ser un animal superior, y esto no es exacto. Te lo demostraré brevemente.
Atendiendo a sus diferencias orgánicas hemos convenido en que el perro no es hombre. Ahora bien; se dice que el perro es amigo del hombre, sin que por eso sea hombre; luego quien no ama al hombre no es hombre ni perro.
-¿Qué es?
-No tiene nombre, pero lo necesita. Quien no ama al prójimo, y desea a otro lo que no desea para sí, es una bestia inútil, porque su carne no sirve de alimento.
-Tu moral es buena, pero no se practica.
-Tú no sabes lo que es moral.
-Pero lo comprendo.
-Te equivocas muchas veces, porque la moral se define de otra manera.
-¿Cómo?
-Es moral lo que la Iglesia predica.
-Conforme.
-Pero si yo predico lo mismo, ya no es moral.
-Lo será.
-Pues no lo es.
-¿Por qué?
-Porque la Iglesia se ha creado un monopolio con la predicación de la moral cristiana. A cada seglar le está prohibido ser mejor que su párroco, y si demuestra que éste es malo, se excomulga el seglar y punto concluido. Así se producen en el catolicismo deserciones inmotivadas: y los males que padece la Iglesia dependen de que muchos católicos están dispuestos a sacrificarse por el pontífice, pero no por el párroco cuando éste es egoísta, borracho y mujeriego, y se prevale de la protección del obispo ganada con artificiosos engaños.
Se habla mucho de religión y de progreso, pero nadie se interesa por el cura de aldea y por el maestro de instrucción primaria, y éstos son quienes crean el amor a Dios y el amor al estudio.
-Es verdad.
-Pues ahí tienes lo que produce ese monopolio de la Iglesia. Todos los privilegios son absurdos, y hemos llegado a creer absurdos inconcebibles. Hay un deber cristiano que sólo puede cumplirlo el emperador.
-¿Qué deber?
-El de perdonar.
No envidio a Su Majestad Fortísima sus carruajes, sus lacayos, sus palacios y sus joyas; pero protesto contra el injusto privilegio de que él solamente pueda ser misericordioso.
Un miserable me da una puñalada a traición, y bien tenga el hecho los caracteres de asesinato o simplemente los de homicidio, es lo cierto, que si trato de castigar al culpable, se interpone el juez diciéndome:
«Tú no debes castigar, porque no lo sabes hacer. Yo soy el representante de la ley que es la razón escrita, y yo apreciaré todas las circunstancias del caso, y sentenciaré con arreglo a justicia».
Esto podrá ser discutible, mas parece razonable; pero el reo ya condenado sólo puede obtener perdón del rey, y no se libra de cumplir su sentencia aunque yo le perdone. ¿Es que el emperador perdona en nombre de toda la sociedad? Pues conste que no perdona en mi nombre, porque yo no renuncio al placer de ser generoso. Y si la ley no castiga y yo no perdono, ¿por qué comete la sociedad con su indulgencia tan extraordinaria transgresión del derecho?
Es que el perdón es privilegio del emperador, y es triste que también haya privilegio para poder ser bueno. Renuncio al derecho a castigar, pero no al de perdonar; y si yo perdono se debe perdonar al reo, a menos que el emperador, en representación de toda la sociedad, se niegue a ser tan compasivo como yo.
-Lo cierto es que asusta la idea de que haya tantos hombres para castigar, y uno para ser indulgente.
-Tienes razón, y nunca olvides lo que acabas de decir.
-Así está el mundo.
-Y nuestra patria.
-Y el pueblo.
-El pueblo no está definido. Si es el número es un idiota, porque aplaude lo que le divierte y no lo que le regenera. Y si son tantos los que lo forman, deben ser muy estúpidos cuando ya no han vencido a los poderosos.
Creo que no existe el pueblo con caracteres concretos. Todas las virtudes y todos los vicios se hallan en las tres clases sociales, y sólo encuentro una manera de diferenciarlas; forman el pueblo los que no comen aunque trabajen; las gentes de la clase media comen trabajando, y los aristócratas comen sin trabajar. Pero hay otro ser que ya está perfectamente definido, y es el que vive del trabajo ajeno.
-Y, ¿cómo se llama?
-El burgués.
-Pareces un obrero hablando así.
-No sé lo que pareceré; pero no puedo parecer estúpido, y esto es lo que me interesa.
Las personas de posición, igual a la mía, no se preocupan con ningún problema serio, y los proletarios son tan bestias que desean la revolución para ser marqueses. Unos y otros no pueden ser mis compañeros.
-Pero tú debes preferir a los aristócratas.
-¿Por qué?
-Por tu origen.
-Y, ¿qué es el origen?
Comprendo que al comer fruta o al comprar paño se pregunte de dónde vinieron estos artículos, y se pregunte por qué las fábricas de tal punto o las huertas de tal otro dan buen paño o buena fruta; pero las preocupaciones acerca de otros orígenes son necedades supinas.
El lenguaje escrito está lleno de absurdos; creados por el respeto a la etimología, y ¿qué nos da la etimología? Pues lo vas a saber. ¿De dónde procede tal palabra? De otra de la lengua P. ¿Y ésta? De otra de la lengua Q. ¿Y ésta? De otra de la lengua R. ¿Y ésta? No lo sé. Pues no sabe usted nada útil, porque lo interesante sería conocer cuándo y por qué empezó ese sonido y no otro a expresar una idea determinada.
La rutina ha creado infinitos absurdos en el arte. En música hay muchas claves que son perfectamente inútiles, y que se representan sin método racional. Hay compases que huelgan, y se llaman compases muchas cosas distintas menos el compasillo, que debiera llamarse compasón.
De todos modos, es preferible una mala rutina a una condena injusta; y como ésta merece respeto, aun siendo apelable, te declaro que yo respeto las costumbres como todas las tonterías, pero apelo después. ¿Te ríes? Pues verás cómo apelo. Cuando encuentro a un tonto, y encuentro a muchos, le oigo y suelo interrumpirle con alguna tontería para que siga hablando. Llega el momento de separarnos, y él se va convencido de que yo soy un infeliz que agradezco sus enseñanzas, y yo no le enseño nada de lo poco que sé, porque no me gusta emplear tan mal lo que tanto trabajo me ha costado adquirir. Me encuentro a otro tonto -suele serlo el primer individuo con quien tropiezo- y a todas sus tonterías contesto: «Ya me lo ha dicho fulano», y me responde: «fulano es un animal; habla eso porque yo se lo he contado». Me quedo satisfecho porque ha casado la sentencia, y, créeme, todo tonto es apelable ante otro tonto.
La rutina es el culto al origen, y éste es una deidad cuya imagen ha sido destrozada por los iconoclastas.
Un poeta que encontraba las ideas con tanta facilidad como los consonantes, dijo que la aristocracia es un ropón que de continuo acorta la tijera del tiempo por más que de continuo se le estire.
La importancia del origen nobiliario va desapareciendo. Todo el que nace es hijo del amor y todo el que vive es hijo de sus obras.
-Pero el hombre necesita un apellido, y el apellido es la certificación del origen.
-¡Necedades humanas!
-Lo serán, pero creo que las leyes no conceden fácilmente la legitimidad del origen.
-No entiendo.
-¿Qué hijos pueden llevar el apellido de sus padres?
-Los habidos en matrimonio, y...
-¿Y los nacidos por adulterio?
-Esos no.
-¿En absoluto?
-Pero si el adulterio es un delito, ¿cómo han de tener sanción legal los frutos del adulterio?
-Es verdad.
-En lo que la ley es absurda es...
-Me parece que no almorzamos si no avivas a mi madre.
-¿Tienes apetito?
-No sé si tengo frío o debilidad.
-¿Has guardado el edredón?
-Está en la alcoba de mi madre.
-Lo traeré en seguida. Te has quedado helada. A ver si empiezas a tener tercianas.
Cuando Águeda sintió el calor que el edredón le producía, pensó para sí:
«Eres más agradable que el Código, porque consuelas y no aplastas».
Y las mejores soluciones son absurdas
-¿Da usted su permiso?
-Adelante.
-Cuando el señor guste de almorzar...
-En seguida.
-Está bien.
-Bautista.
-Señor.
-¿Y la señorita?
-La señorita se fue a la iglesia como todos los días, y no ha vuelto.
-¿Y el señor?
-Aún no se ha levantado.
Y así, las veces que comía Luis en su casa estaba solo, porque Marcela pasaba todo su tiempo en la iglesia, o.... sabe Dios dónde, se decía Luis, sin que esta duda le molestase, porque su amor, al morir, se llevó consigo los celos, y su dignidad estaba sobradamente ofendida para que pudiera ofenderse más.
Aquella su casa de Luis era para éste el cumplimiento de un deber social; y Marcela era la expiación de un pecado, la quiebra de un negocio: una equivocación cuyos resultados debía soportar con paciencia.
Y estaría, seguramente, en la iglesia: después de trastornar el hotel iría a trastornar la casa de Dios.
-Ea, capitán, almorcemos, y en seguida al Liceo, y luego a mi nido. La vida dura poco, y es preciso aprovecharla.
Y mientras almorzaba Luis, se estiraba don Cristóbal debajo de las sábanas y volvía a quedar inmóvil, embrutecido por la viciada atmósfera de la alcoba, recreándose con el contacto de su propia carne e imaginando proyectos de lujuria que realizaba rápidamente la misma imaginación que los había concebido.
Y mientras almorzaba Luis, permanecía Marcela hincada de rodillas en el pavimento de la iglesia. Iba allí buscando a un Dios que no podía ver, porque el Dios más visible es el que tenemos en la conciencia: y así llegaba a pedir auxilio cuando sólo debía pedir perdón. Creía que el ser humano era campo yermo destinado para que en él celebren sus luchas, la felicidad y la desgracia, y quería que Dios la hiciese feliz, entendiendo que todo depende de capricho de Dios. Del capricho que no es fruto de la locura como razón extraviada, sino manifestación de la estupidez como razón muerta. Postrábase ante una imagen de la Santísima Virgen y oraba, sin saber lo que decía; pero esperando que aquel trabajo mecánico de sus labios tendría una recompensa. ¿Y cuál? Hacer que Luis volviera a ser el apasionado marido. Y no comprendía que es más fácil conservar que producir.
Y si Dios la preguntase: «¿Qué hiciste del bien que te otorgué?» -Ella contestaría: «Volviose amargura». -«¿Pero sabes que tú fuiste la causa de su perversión?» -Yo, no. -«Pues, ¿quién eres tú, que sabes transformar todas las cosas de la naturaleza, y no sabes mantener amante el corazón de un hombre que te adora?»
Y, ¿cómo se logra el amor?, preguntaba Marcela, mirando a la hermosa imagen. Y contestaba la Santa Virgen, pero no la entendía la necia devota. Contestaba con su sencilla actitud, con la dulcísima ternura con que sostenía entre sus brazos al Niño Dios, y con el noble orgullo con que mostraba a sus creyentes aquel hijo que sintetizaba todas las grandezas, porque es la fuente de toda verdad y de toda justicia, de la honrada justicia que recompensa al bueno y perdona al malo.
Así se logra el amor: amando siempre.
Pero Marcela no comprendía esto, como no lo comprende el conquistador que destroza la tierra que conquista, el tirano que embrutece a su pueblo, y cuantos emplean la soberbia y el odio como medios para satisfacer las necesidades de su vida. Miserables gallos de veleta que se creen superiores a las gallinas del corral.
Y allí se estaba hasta que cerraban la iglesia, porque las iglesias se cierran, sin duda porque entiende el clero que los consuelos de la religión no son necesarios en todas las horas.
Entró en el Liceo el capitán, y le entregaron una carta. Luis empezó a leerla y fue palideciendo su rostro.
Guardose la carta en el bolsillo, salió a la plaza, montó en un coche, y dio las señas de la habitación de Águeda.
Llegó, y cuando comenzaba a subir la escalera le detuvo el portero.
-Las señoras no están.
-¿Dónde han ido?
-No puedo decir a usted. Salieron esta mañana.
-¿Y no han vuelto?
-Ni volverán pronto, porque iban de viaje.
-Pero, ¿a dónde?
-No lo sé.
-¿Tomaron un coche?
-Sí, señor.
-¿Recuerdas el número del carruaje?
-No, señor.
-¿Llevaban abrigos?
-Creo que sí.
-Tú sabes, y te callas.
-No dude usted...
-Te doy un puñado de monedas si hablas.
-Pero, tranquilícese usted.
-Estoy tranquilo, y muy tranquilo.
-Las señoritas pagaron ayer tres meses adelantados por el alquiler de la habitación.
-¿Por qué no me lo dijiste?
-Yo no presumía...
-¿Qué más?
-Las señoritas no se han acostado en toda la noche.
-¿Qué más?
-Es otro dato.
-¡Imbécil! ¿Dónde han ido?
-Yo fui a buscar el coche y cuando volvió a la parada le pregunté al cochero.
-Y, ¿qué dijo?
-Pues que había ido primero a la Compañía de mensajeros a dejar una carta, y después a la estación.
-¿Cuál?
-La del tren que va al Norte.
-¿La del nordeste o la otra?
-Esa primera.
-Me parece que estás mintiendo.
-Lo juro.
-Y, ¿no hay nadie arriba?
-Nadie; mi mujer quedó en el encargo de cuidar los bichos y los tiestos.
-Voy a subir.
-Iré por la llave.
-Tengo yo la mía.
-Pues suba usted.
Le fue preciso abrir las ventanas para examinar el cuarto. Todo estaba en orden. Aquello suponía un enorme trabajo, realizado sin tregua durante la noche.
Faltaban frasquitos del tocador y faltaba el retrato de Luis.
¿Es que ya no soy nada en esta casa, o es que se lo ha llevado para tenerme consigo?
Y convencido de que no le interesaba seguir allí, bajó a la entrada, donde aguardaba el portero.
-Volveré.
-Cuando usted guste. Pse: todas son iguales.
-Vaya usted a paseo, estúpido.
-Usted perdone.
El factor de servicio en la oficina de referencias, no pudo asegurar si las dos señoras por quienes se le preguntaba habían montado en el rápido de las nueve de la mañana. Estos datos sólo interesaban a la policía, pero prometió telegrafiar extensamente al revisor de dicho tren, y obtener como favor particular los antecedentes que Luis deseaba.
-¿A qué hora tendrá la contestación?
-A las nueve de la noche.
-¿Estará usted aquí?
-Salgo de servicio a las ocho, pero aguardaré.
-¿Aquí mismo?
-En la puerta del vestíbulo.
-Está bien.
Son las cuatro y media de la tarde; a las cinco come el general; vamos a verle.
Pero esta visita no tuvo éxito porque el director del Liceo aseguró a Luis que sólo le concedería quince días de licencia, pues a principios del curso no podía consentir que los profesores faltasen a sus cátedras.
-Y si usted se empeña en solicitar esa licencia, lo más que puedo hacer es no informar la solicitud.
-Muchas gracias.
-Pudo usted salir hace poco.
-Entonces no me convenía.
-Y ahora no me conviene.
Cuando Luis se vio en la calle renegó de la disciplina que le obligaba a sufrir aquellas necedades.
La culpa es mía, porque no pedí la excedencia cuando me obligaban a marcharme. Entonces estaba dispuesto el general a firmarme el pasaporte: y ahora... ¡Como era influencia de la marquesa! ¡Valientes marquesas y valientes generales!... Y si la dichosa tía se empeñase lo conseguiría... Pues se empeñará. A casa, Luis a casa. Esa chiquilla me tiene loco; pero el problema es llegar a tiempo.
-Buenas noches, señor.
-¿Hay luz en mi despacho?
-Como no aguardábamos...
-Enciende.
-¿Va el señor a comer?
-¿A qué hora se come?
-Ya he avisado a la señorita y al señor.
-Di que comeremos juntos. Voy a escribir una carta. Y Luis escribió la siguiente:
«Clara: No me martirices. Abusas de mi miedo a un escándalo. Ya sé que mañana por la noche cumple el plazo, pero te suplico me concedas dos días más. No es cierto lo que sospechas de que haya pedido licencia para marcharme. Aguardo tu contestación. -Luis.»
Escribió en el sobre: «A la señorita Clara en propia mano», y dejó la carta con el sobre abierto encima del pupitre.
La asistencia de Luis a la mesa fue un acontecimiento. Marcela se dedicó a suspirar y a regañar a los criados para que éstos sirviesen con preferencia al señorito. Don Cristóbal se aprovechó de la ocasión para pedir Champagne, y Luis quedó convencido de que su estúpida esposa le recordaba sin querer lo que él sabía perfectamente: que allí no estaba su hogar. Paseó un rato por la avenida de los Álamos, y volvió al hotel.
-Bautista.
-Señor.
-¿Hay luz en el despacho?
-Sigue encendida.
-Ven conmigo.
La carta estaba en el pupitre, pero en posición inversa: se comprendía que había sido leída desde el otro lado de la mesa de despacho.
En la estación de Noreste le aguardaba el factor en el sitio de la cita.
-Esta es la contestación.
-Venga.
«Necesito más informes. Creo que llegaron hasta aquí. Otras se apearon en Eulace. Contestaré a cuanto me pregunte. -Crespo».
-Me quedo como estaba.
-Yo le envié todos los detalles.
-Y este sujeto, ¿cuándo vuelve?
-Llegará dentro de dos horas a Merjolie, mañana estará franco, pasado hará servicio hasta la frontera, al otro vuelve a Merjolie, y al otro por la mañana vuelve en el rápido.
-De modo, que si yo le escribo...
-Si escribe usted mañana, llegará la carta pasado por la noche, y él la recibirá al otro.
-¿Y la recibirá?
-Seguramente.
-¿Cómo se llama?
-Victoriano Crespo.
Se apeó en el Círculo militar, y de allí marchó a pie hasta la plaza de los Museos. Su carruaje de Luis estaba delante de la casa de la marquesa. Ya ha llegado el soplo; mañana verá al general, y al siguiente día tendré la licencia. Ahora vamos al hotel; empezaré los preparativos de viaje, y escribiré al Crespo. ¡Vaya una diablura que ha hecho esa chiquilla!
Volvió Marcela cerca de la media noche, cuando ya Luis se disponía a acostarse. En seguida se presentó Bautista.
-¿Da usted su permiso?
-¿Qué hay?
-La señorita ha preguntado si el señorito estaba despierto.
-Pues di que sí.
-Marcela debía estar detrás de la puerta, porque entró inmediatamente.
-Es que traigo un oficio para ti.
-¡Un oficio!
-Estaba el general en casa de la tía y me lo entregó.
-No sé lo que será.
-Parece que has pedido licencia para reponer tu salud.
-Es cierto.
-Pues ahí viene el permiso.
-Me alegro.
-Y yo también. ¿A dónde piensas ir?
-No me he decidido. Iré a Merjolie.
-Hará frío.
-Quizá tome baños calientes en el extranjero.
-Y, ¿cuándo te vas?
-Tampoco lo sé.
-Pues si estás resuelto, debías marcharte mañana.
-Tengo muchas cosas que preparar.
-Yo me encargo de arreglar la ropa.
-Entonces, quizá sea posible.
-¿A qué hora salen los trenes?
-El rápido a las nueve de la mañana.
-Pues en ese; todo estará dispuesto.
-Muchas gracias.
-Adiós y buenas noches.
-Lo mismo digo.
-Quiera Dios que la licencia te cure de todos tus males.
Muy cariñosa y muy majadera. Cree que todo lo sabe, y no termina la conversación sin decir una tontería, que mi mujer tiene por sabia sentencia. Ya está aquí el permiso por seis meses. Doble de lo que yo pedía. ¡Pobre general! No hay nada que seduzca más a los tontos que darles la razón cuando no la tienen.
Mañana a estas horas quizá esté al lado de Águeda. Ahora leeré otra vez todas las niñerías que me dice en su carta.
Querido Luis mío de mi alma: Empiezo a escribirte temblando muchísimo, y si ahora entrases me moría del susto. Tengo que decirte muchas cosas, y te las diré todas, aunque no las diga tan bien como tú dices las cosas que me cuentas.
Tú sabes, Luis mío, lo mucho que te quiero; pero no presumes que es muchísimo, como ninguna mujer ha querido en el mundo. Desde que yo era pequeñita te estoy queriendo. Siempre te preferí a todos, porque eras muy bueno, y después, cuando empecé a desear el cariño del hombre, empecé a adorarte, porque yo deseaba solamente el cariño tuyo.
Mira si seré tonta, que ya estoy llorando. Cuando venías a vernos antes de irte por segunda vez a la Aurelia, me llevabas a los bailes, y yo comprendía que no debía ir; pero iba porque eras tú quien me llevaba. Y yo veía que no me tratabas como a otras mujeres, y dudaba si lo hacías así porque me querías respetar, o porque no me tenías cariño.
Después te marchaste, y durante tu ausencia me dediqué a aprender muchas cosas, para que te pudieras casar conmigo, porque yo decía: «él tiene dinero para los dos, y lo que hace falta es que yo sea una señorita más honrada y más instruida que todas las señoritas de Granburgo».
Pero no viniste a vernos cuando volviste de la Aurelia, y no encontré medio para lograr que vinieses.
Te casaste, y sufrí mucho: tanto sufrí como he gozado después; conque figúrate si sufriría.
Cuando ya volviste a visitarnos, yo quería ser tu amiga solamente, pero tú quisiste otra cosa, y así ha sido.
Ahora, Luis mío, estoy en distinta situación. Sé que voy a tener un hijo, y ese niño va a ser muy desgraciado, porque nacerá sin padre, y no es justo que él sufra las culpas nuestras. Además, yo quiero estar siempre en condiciones de poder aspirar a ser tu esposa, y no podría aspirar a ello si sucediese que yo tenía un hijo no estando casada.
Ya ves que tengo razón en todo lo que te digo.
No creas que yo oculto otra intención, porque bien sabes que tú eres todo cuanto yo quiero en el mundo. Y mañana podrás casarte con una viuda que tuvo un hijo de legítimo matrimonio.
Porque tú mismo me has dicho que el niño no lo podías reconocer de ningún modo.
Yo lograré verte, y tú mantendrás a tu hijo, porque así lo debes hacer, y encontraré medio de que no me des el dinero directamente, porque esto sería feo para ti y para mí. Te hablo de esto, porque así será.
Ya ves que tengo mi plan arreglado, y ya verás como lo realizo.
Pero quiero que tengas fe en mí, y que me quieras siempre, porque ya considerarás que lo merece una criatura que ha empleado y empleará toda su vida en idolatrarte.
Cuando recibas esta carta, ya no estaremos en Granburgo. Perdona, chacho mío, perdóname; pero si lo que te escribo te lo hubiera dicho, no lo hubiera hecho nunca, porque delante de ti me quedo sin voluntad.
Ten esperanza y fe en ésta tu chiquilla que tanto te quiere, y piensa, como yo, que esta ausencia mía no nos separa, sino que ha de unirnos.
Te escribo con mucha calma, pero no ceso de llorar, y quisiera renunciar al viaje con tal de que mañana volvieses a acariciarme.
Aquí hay algo de fatalidad, se decía Luis, ¿estaré condenado a no tener hijos?
Cuarta parte : Lo que envidian los tontos
La Sociedad es una Celestina decrépita. Ayunta por conveniencia, por vicio o por costumbre, y siempre lo hace mal.
Considera ¡oh soberbio! que a nadie agradas. No puedes agradar al humilde que aborrece tu altivez, ni al soberbio, tu semejante, porque como pretende lo mismo que tú, te aborrece porque le quieres preceder y se muere de envidia.
Fr. Luis de Granada.Dios premia a los buenos, perdona a los malos y no se ocupa de los tontos.
Mal haya donde la gallina canta y el gallo calla.
La manceba de Su Excelencia
El hombre tiene predisposiciones rarísimas; ama la velocidad y le embriaga la rapidez: por eso trabaja para que la mecánica corrija la escasa agilidad del cuerpo humano. Otra predisposición extraña es la preferencia, con que la idea acerca de la longitud se antepone a la idea acerca de la superficie. Yo no conozco el origen de la escalera, pero debe ser antiquísimo. Subir en línea recta hacia el cielo, es una idea que la Biblia refiere a los primeros tiempos de la humanidad. Las líneas ferroviarias son un modelo de perfección cuando su trazado se aproxima a la línea recta; y todas las navegaciones se harían por círculos máximos, si la experiencia no aconsejase que es preciso sacar provecho de los vientos y de las corrientes. En todos los casos es un encanto la brevedad, y voy creyendo que el hombre no es eterno porque la eternidad desdeña al que no la comprende.
Yo tengo otra creencia; y para no ser conciso, he escrito el párrafo anterior antes de decir llanamente que a Luis le pareció largo el tiempo que emplea el tren rápido en recorrer las cien leguas que separan a Granburgo de Merjolie.
En cuanto llegó, y después de hallar acomodo en una de las buenas fondas de aquella hermosísima ciudad, se fue Luis a la estación del Suroeste, y preguntó a un empleado por el revisor Victoriano Crespo.
-Hace una hora que se retiró.
-¿A dónde?
-A su casa; son las once de la noche.
-Y, ¿dónde vive?
-No lo sé. Mañana hará servicio hasta la frontera. A las cinco de la madrugada le verá usted en el quinto andén, porque allí estará el tren formado.
-Muchas gracias.
-Usted mande.
Se volvió en el tranvía al paseo de Monteamar, y, paseando entre aquellos árboles, siempre verdes, se puso a darse cuenta de la situación rarísima en que Águeda le había colocado.
Comprendió Noisse que Merjolie era la santa hija habida por la Honradez en su matrimonio con el Trabajo: que aquellas bellezas con que se hacía amable la vida urbana, se habían creado con los ahorros de un pueblo que, después de ser bueno, aspiraba a ser hermoso. Comprendió que los habitantes de aquella ciudad, acostumbrados a contemplar la infinita grandeza del Océano Atlántico, eran superiores a los habitantes de Granburgo, cuya única emoción estaba producida por el patíbulo que se levantaba con espantosa frecuencia en la plaza de las Mercedes.
Y contemplando aquella calle de Monteamar, que llegaba desde la cumbre de la montaña hasta el muelle, y deduciendo que debía ser muy agradable la vida gastándola en Merjolie, aumentó la impaciencia de Luis por hallar a Águeda y disfrutar con ella de la cariñosa hospitalidad con que obsequia a propios y a extraños, la única ciudad cosmopolita que existe en el imperio.
Y mientras caminaba el tren rápido que llevaba a Luis de Merjolie a Granburgo, se miraba el capitán las manos y se decía:
¡Qué flaco estoy! Llevo cerca de dos meses buscando, y ya he perdido la esperanza de encontrar a Águeda en Merjolie. El revisor me engañó inocentemente hablándome de aquellas mujeres que perseguí, porque sendas señas concordaban con las de Águeda y Mari Antonia.
...Dentro de poco llegamos a Enlace, y esto me recuerda que por ese pueblo se va a Villaruin, donde estará mi amigo Cartridge viviendo tranquilamente en su convento. Y yo... Pero debo luchar y debo conservar mi vida para alcanzar la victoria... Es probable que haya desistido de sus propósitos y esté esperándome en Granburgo... Hice mal en marcharme; quizá pensó Águeda en explorar mis intenciones, y.. Hubiese sido más cuerdo aparecer indiferente... Tengo vehementes sospechas de que la encontraré en su casita cuando vuelva... Y recuperaré mi hijo... ¡Mi hijo!... ¡Y quieren robármelo!... Estoy seguro de que le encuentro.
Y se animaba el pálido semblante de Luis como cualquier luz que se apaga lentamente se aviva al producir su último destello.
Trató Luis de observar a sus compañeros de viaje. Un elegante que no cesaba de pasearse por el tren. Un extranjero que era lector infatigable. Una madre que guardaba a su hija, cuyo rostro la defendía de todo riesgo. Un matrimonio recientito, tierno y esponjado como los panecillos que aún están calientes. Un camarero que no cesaba de ofrecer sus servicios; un sesentón que no cesaba de llamar al camarero, y viajeros que pasaban de un vagón al otro buscando conocidos o algo más interesante.
E interpolado, entre estas nimias observaciones, estaba el recuerdo de aquel pensamiento constante que formulaba la esperanza de hallar a Águeda soltera.
Soltera: porque la proyectada boda era absurda. ¿Con quién? Con nadie, porque ningún hombre honrado se presta a realizar tales bajezas... Aunque el engaño era posible...
Y Luis repetía: ¡no puede ser!, y parecía quedarse tranquilo después de haberse escuchado esta afirmación.
[...]
En la estación de Granburgo aguardaban Marcela y su padre, y cuando todos reunidos llegaron al hotel, se acostó Luis pretextando que tenía sueño, pero también tenía fiebre.
La infeliz esposa lloraba encerrada en su tocador, porque el aspecto enfermizo de su marido la convencía de que Luis amaba, y este convencimiento producía en Marcela dos efectos diferentes: la ira, originada por los celos, y la compasión hacia un ser que tanto sufría porque amaba tanto. Y sus celos le representaban a Clara con el cutis áspero y las facciones abultadas; y su compasión hacia Luis la llevaba a respetar a la mujer que había inspirado tan vehemente pasión.
Don Cristóbal quedó asombrado viendo a su yerno flaco y triste. En un rincón de la conciencia de aquel viejo vibró un átomo de caridad que por su insignificancia se había salvado de la muerte. Durante un momento sintiose honrado el Brether y le dolió su debilidad, porque el remordimiento es la única pena insoportable. Y hubiese acabado con las energías de aquel resto de vergüenza, si su grosero egoísmo no le hubiese obligado a ser bueno. Pensó don Cristóbal que no le convenía que muriese Luis odiando a Marcela, y llegose a ésta y le aseguró que Clara se había marchado hacia el Sur. Aseguró que aquellos amores habían concluido, y aconsejó a Marcela que procurarse conquistar el efecto de su esposo.
Cuando Luis se levantó eran las cuatro de la tarde. No quiso esperar a don Teodoro, que Marcela había avisado, y salió a la calle y se fue directamente a la casa de Águeda. El portero se disponía a encender las luces, e interrumpió su faena cuando vio entrar al capitán.
-Buenas noches, señorito.
-¡Hola, Cleto!
-¿Ha estado usted fuera?
-Sí; ¿qué hay?
-Novedades.
-Ve diciendo. ¿Ha vuelto?
-No, señor; ni ella ni la madre, pero vino el otro.
-¿Quién?
-El marido.
-Habla.
-Pues vino hará cosa de tres días, y trájome una carta de la señorita Águeda, y lo hice como me lo mandaba, es verdad. Pues le di la llave y entró, y se marchó y me dijo que era el esposo de la señorita y que volvería con ella y...
-Eso no es cierto.
-Señorito, créame...
-Eso te lo han dicho para que me lo cuentes.
-Dios me libre de tal pensamiento, y júrole que es muy cierto, y le daré pruebas.
-¿Pruebas?
-Pero yo deseo que esto no me cause perjuicio.
-Perjuicio, ninguno.
-Pues ese sujeto se llama don Juan García, y antes de que usted viniera a la casa, pues ya había venido él.
-¿A qué?
-Pues hacía el amor a la señorita; pero como si nada, y vínose de huésped con nosotros por estar más cerca de ella; y lo cual que se marchó sin pagarnos.
-¿Y ese perdido?...
-Pero cobramos, porque antes de irse usted nos pagó la señorita, y creo que lo hizo para que el otro viniese.
-Vuelvo a creer que me estás engañando.
-Una hija tengo, señorito; pues bien; que se me muera si no es verdad lo que le digo.
-Bueno, hombre.
-Porque una mañana que usted pasó por aquí a caballo, dijo la vieja que iba usted al campamento, y la señorita me pagó y aquella tarde vino el otro.
-De modo que...
-Pues nada; que vino, y cuatro días después fue la fuga.
-¿Y por qué entonces no me dijiste lo que ahora estás diciendo?
-Usted no me lo preguntó, y siempre es bueno preguntar, porque nunca se sabe todo. Usted quería saber adónde había ido la señorita, y yo aquel día no me lo sospechaba.
-¿Luego ahora sospechas?
-Y no me equivoco, porque el tal sujeto es de Cornichón. ¿Usted no sabrá dónde está ese pueblo?
-Entre Eulace y Madscountry.
-Así contó el don Juanito. Pues yo le pregunté por sus padres, y díjome que estaban buenos, y más díjome, que me dijo así: «Ayer estaban buenos cuando los dejé». Y después que se marchó, como las mujeres son tan curiosas, ea, que la mujer le dio el encargo a la Perfecta, que es de allí, y la escribieron que era verdad lo de la boda y que la habían hecho deprisa y corriendo porque ella estaba adelantada, lo cual que a nosotros nos hizo gracia, porque ya sabíamos de quién es la criatura.
-¡Cleto!
-Y yo dije entonces... Pero, ¿se va usted?... Por eso aquella mañana decía yo que todas las mujeres... Pero, ¿se va usted?
Y hacía mal en preguntarlo, porque ya Luis estaba en la calle. Acababa de anochecer y helaba.
Cuando Noisse llegó al puente de Juarro huyó del pretil, y después huyó de los carruajes, y caminando como un beodo se encontró en la plaza del Palacio.
Alegrose don Teodoro de que Luis estuviese enfermo, porque siendo el capitán persona muy conocida, no dejarían los periódicos de citar a Noisse y a su médico, y un reclamo es muy agradable para un doctor cuando no puede sustituirlo con otro procedimiento más meritorio.
Don Teodoro pulsó a Luis, se despidió de él, y dijo a Marcela:
-¿Dónde vamos?
-A mi tocador.
-Pues, andando.
-¿Cree usted que es cosa de cuidado?
-A eso te contestaría cualquier barberillo. Un profesor que tiene conciencia de lo que trae entre las manos no puede diagnosticar tan fácilmente. Y a esto me ganan pocos. Yo no necesito termómetros ni paparruchas. Al pan, pan; y al vino... ¿Cuántos días lleva enfermo?
-No lo sé.
-Pero, ¿no se ha quejado?
-Si llegó esta mañana.
-¿De dónde?
-De Merjolie.
-Puerto de mar: es un dato. Tendremos un caso de cólera.
-Hasta ahora...
-Hay cóleras con toda clase de síntomas. En fin, veremos. Tú confía en mí, pero confía en quien todo lo puede. Te enviaré la imagen de Nuestra Señora de la Salud. La grande que está en mi despacho. Y ya veremos. Por ahora, nada. Déjale que sude, porque cuando se suda se muda, y el mal que se vaya y que Dios acuda. Y tú, ¿no has vuelto a resentirte?
-No, señor.
-Veo que tienes un buen marido. Cuando le di mis instrucciones, pareció muy contrariado.
-¿Cuáles?
-Aquellas. Y, créeme, vale más resignarse; pero si volvieses a las andadas, no salías del embarazo.
-Pero, ¿qué dice usted?
-¿Te haces de nuevas? Eso me prueba que aún dudas, y quieres que te lo repita. Pues bien, te lo digo como se lo dije a Luis: si te haces embarazada, no me llames, porque no me gusta el oficio de enterrador. ¿Vas a llorar? Pues si así puedes vivir muchos años.
-Si usted supiera por lo que lloro.
-Me lo figuro. En fin, paciencia. Mañana a las siete me tienes aquí, o si no, hasta luego, a las once volveré. Si necesitas que venga mi esposa viene en seguida.
-No, señor; muchas gracias.
-¡Ah! Y te enviaré la imagen.
No se debió el restablecimiento de Luis a la hermosa advocación de la Santísima Virgen, porque el doctor no cumplió su promesa. Sanó Luis porque don Teodoro no llegó a diagnosticar, y tuvo el pudor de no disponer ningún tratamiento; no hubo lucha entre la enfermedad y el médico, y no hubo la víctima fatal en tales casos.
Cuando ya estuvo curado el capitán, aseguro el doctor que la enfermedad había sido producida por un enfriamiento.
Y dijo bien: un enfriamiento del corazón.
Marcela aconsejó a su esposo que concluyese su licencia en Fleuri.
-¿En la fábrica de cartuchos?
-No, Luis; paseándote.
-Es inútil. No hago más viajes.
-Como gustes; pero si en Fleuri has de encontrar la salud y la felicidad, ya sabes que estoy dispuesta a todo siendo por bien tuyo.
-Muchas gracias, pero no creo que el clima de Fleuri tenga ningún mérito especial.
-No lo sé.
-Ni yo tampoco.
Intención tuvo Marcela de contar a su esposo que Clara estaba en Fleuri, según lo había afirmado don Cristóbal. Y después hubiese pedido indulgencia para las pasadas faltas; y llena de resignación, que le parecía heroica, hubiese invitado a Luis a que buscase en otro hogar lo que no debía buscar en el suyo.
Pero Marcela se calló, y Noisse empezó a sufrir con paciencia los cuidados maternales y empalagosos de una esposa rubia, linda y joven. Demasiado comprendía Luis que aquella no era felicidad, pero era un bienestar aceptable; y lo aceptaba. Seguía Marcela cariñosa y triste: ya no usaba de sus antiguas groserías, y si no era la esposa, era, al menos, una indiferente compañera.
Sabía Luis que Águeda vivía con su marido y con su madre en la casa de la calle de García Santos, y lo sabía porque algunas veces recibía en el círculo algún anónimo con letra de Mari Antonia, donde le decían que sería feliz, que se arreglaría todo y otras muchas majaderías que Noisse comparaba con las respuestas de un oráculo sin inspiración.
Y como el capitán no gustaba de tratarse con los tontos, que abundan en Granburgo, volvió a su cátedra, decidido a no acordarse de aquel hijo... de su madre, ni de la Aguedita que no se contentaba con ser manceba de un Noisse, y resultaba insoportable pretendiendo sustituir a una Brether.
Las victorias de Su Excelencia
El hombre es un ser superior solamente porque puede hacer daño, y lo hace siempre.
Aunque el sol abrasaba, todos los ociosos de Granburgo habían acudido a la solemne fiesta que el arma de artillería celebraba en la catedral el 23 de diciembre.
Santa Victoria bendita, patrona de los artilleros, no podía quejarse de sus patrocinados. Dentro del templo, las luces de los cirios, los focos eléctricos y las lámparas de aceite se apiñaban como si quisiesen competir con la brillante luz del sol estival, que caldeaba en la gran plaza los piquetes de guardia, los caballos de las escoltas, los carruajes de los invitados y de los preteridos, y los pobres que esperaban la salida de los devotos.
Y cuando éstos empezaron a desocupar el templo, llenáronse las gradas de mujeres hermosas, que al descender no podían ocultar sus pies menudos, y de bizarros artilleros, cuyas brillantes espuelas producían en la marcha su sonido bélico, tan característico y tan agradable. Los toques de las cornetas dominaron los rumores de la multitud; empezó a desfilar la artillería entre los aplausos del pueblo, y los jefes y oficiales francos de servicio formaron grupos con sus familias bajo los árboles del boulevard.
Despidiose Luis de sus amigos; montó con Marcela en su hermosa victoria; guarnecida de piel de España, y dijo al lacayo:
-A La Concha.
Y el carruaje rodó hacia el Parque.
-Me carga este coche.
-Pues bien nos lo envidian -contestó Luis.
-Porque el emperador se lo regaló a tu padre.
-Y porque es muy bueno.
-Pero, es muy viejo.
-¡Bah!, la vejez no es un defecto sino cuando es síntoma de inutilidad, y hay mucho nuevo que es inútil.
Ya no hablaron hasta que llegaron a La Concha, el restaurante del Parque.
-¿Entramos en un gabinete?
-Creo que no es costumbre en las señoras -respondió Marcela.
-Pues almorzaremos bajo los árboles.
-Procura que yo no haga un papel ridículo.
-Pero, hija, aquí vendrán casi todas las familias que has visto en la iglesia: allí, en aquel cenador, está ya Footstep con su esposa y con sus hijos.
-¿La señora de Other?
-¿Quién te ha dicho eso?
-No estará Other muy lejos.
-Eso es una calumnia.
-Me lo ha asegurado quien merece crédito.
-No me dirás su nombre.
-Mi doncella, que lo sabe por una amiga suya que sirvió en esa casa.
-¡Buen testimonio! Y, finalmente, vienes conmigo y...
-También con los caballeros van las mujerzuelas.
-Pero, ¿crees que un hombre pundonoroso se acompaña públicamente con una perdida?
-¿Dónde gustan de sentarse los señores? -dijo un mozo acercándose a Noisse.
-Donde haya sombra. Allí.
-Bien se conoce que tienen segura la venta, porque la lista satisface a todos los paladares.
-Yo tengo decidido mi almuerzo -dijo Marcela.
-Ve diciendo.
-Un huevo frito en aceite.
-¿Uno solo?
-Y un trozo de lenguado.
-¿También en aceite?
-También. Hoy es día de vigilancia.
-Lo será mañana 24.
-Para mí también lo es hoy.
-¿Quién te ha engañado?
-Mi director espiritual no engaña a nadie.
-Pero ese señor me parece que te castiga mucho, y yo no te creo tan pecadora.
-Estos sacrificios los hago por mi gusto.
-Lo sensible sería que no le gustasen a Dios.
-A Dios se le conoce sirviéndole.
-Así decía de Salvio V su ayuda de cámara y cuando el infeliz Saucy subía las gradas del patíbulo, le preguntó un sacerdote si creía en la omnipotencia de Dios, y contestó el reo: «no me atrevo a negarlo por no cometer herejía, ni lo afirmo porque no quiero disgustar a Su Majestad».
-¡Un majadero!
-¿Quién?
-Supongo que almorzaremos pronto.
-¿Tienes apetito?
-No; pero si tu propósito es contarme cuentos nos evitábamos la molestia de estar aquí.
-¿Quieres que vayamos a otra parte?
-Es lo mismo. Pide lo que hayamos de tomar.
-Luis llamó al mozo, y cuando éste recibió la orden quedose absorto de que una pareja joven, rica, en La Concha, y en la festividad de Santa Victoria, comiese tan parcamente.
-¿A quién has visto en la iglesia?
-Yo no miro a los devotos; miro al altar -respondió Marcela.
-Pero a tu tía la habrás visto.
-Nuestra tía, estaba al lado mío.
-Hace mal en pintarse.
-No se pinta.
-Pues lo parece.
-Es que se lava con agua de patatas.
-¿Cocidas?
-Prensadas.
-¿Y con ese procedimiento conserva el pelo sin canas?
-Se da aceite de moscas.
-¿Destiladas?
-No, fritas.
-¡Qué porquería!
-Con eso no ofende a Dios.
-Lo creo. ¿Y tus primas usan los mismos afeites?
-Nuestras primas son muy jóvenes y muy hermosas.
-Pero no se casan.
-Porque los hombres preferís las perdidas.
-Desde luego no entro en cuenta porque te he preferido a ti.
-Tampoco a ti me refería cuando hablaba de los hombres.
-Lo que ocurre es que las mujeres no se casan por dos motivos: primero, porque los hombres rara vez satisfacen una necesidad casándose; y segundo, porque las mujeres abundan mucho. Respecto a este último te diré que...
-Mozo, encargue usted que el lenguado lo frían con aceite.
-Te diré que la abundancia proviene de dos causas. La primera que nacen más mujeres que hombres, y este es uno de los signos de decadencia de nuestra especie: y la segunda, que mueren más hombres que mujeres.
-¿Habiendo menos?
-Relativamente. Los hombres mueren de la tisis en cualquiera de sus manifestaciones por exceso de trabajo, o mueren por la vida sedentaria que llega a dificultar la circulación y produce el reúma, la gota, la...
-¿La señora quiere el lenguado pasado?
-¿También tú? -preguntó Luis. -Mande usted señorito.
-¡Que te vayas!
-Estaba hablando conmigo -dijo Marcela.
-Él y yo -repuso Luis-, pero como no te era posible escucharnos a los dos, he supuesto que me preferirías.
-Y te escucho.
-Ese punto ya está discutido. ¿Te ha gustado la función religiosa?
-No sé qué decirte.
-¿Temes, porque la he organizado, que tus elogios no me parezcan sinceros?
-A mí no me ha disgustado.
-Ya has visto que al salir de la catedral me daban la enhorabuena todos los amigos.
-Ya lo vi.
-Como que ningún año se ha hecho mejor ni por menos dinero.
-Pero me ha parecido que se sonreían al celebrar tu victoria.
-¿Quién?
-Aranaz.
-¡Imposible! Es un corazón de oro.
-Y aquel comandante tan flaco.
-¿El que me pidió lumbre?
-Ese: tiene cara de idiota.
-Es el autor de la ametralladora radial que cubre un sector de 47 grados. Un talento.
-Pues en la iglesia no cesó de ajustarse los guantes y de hacer guiños a la sobrina de De L'Arc.
-Hace bien porque es encantadora por todos conceptos.
-Sobre todo, cuando miraba al general.
-No sé.
-Porque tú vas a la iglesia y no te enteras de nada.
-Yo no quito los ojos del altar mayor sino para mirarte a ti.
-Gracias. Mucho tarda el camarero.
-¿Tienes apetito?
-No.
-Pues lo abre el espectáculo que presenta la mesa, tan limpia y tan bien adornada. Esta es la ventaja que tienen las fondas: que se come con poesía.
-Haberte casado con la condesa.
-No trato de molestarla, pero estoy muy contento así.
-Esa hace versos.
-Esa señora no tiene más defecto que el de ser poetisa. Ya dijo Karr que cuando una mujer se hace escritora comete la doble equivocación de aumentar el número de los libros, y de disminuir el número de las mujeres.
-Porque los hombres quieren acapararlo todo.
-No tengo el propósito de competir con la condesa a quien ahora defiendes.
-¿Yo? Tiene de sobra quienes la defiendan.
-Su padre y su esposo.
-¡Valiente marido!
-Marido es una palabra demasiado ordinaria para designar con ella a un caballero.
-Más ordinario es tener amantes.
-Y algunos peatones y el papel de lija. Convenidos.
Y Luis se decía: Tengamos la fiesta en paz ya que he conseguido la victoria de que mi esposa venga a La Concha a comer conmigo como dos enamorados.
El mozo empezó a servir el almuerzo.
-Si a los señores les molesta el calor, regaremos un poquito alrededor de la mesa.
-Sería perjudicial.
-Como ustedes manden.
-Lo que sí quiero es que traigas el vino helado.
-Voy en seguida, señorito.
-La verdad es -dijo Luis a Marcela-, que estamos pasando un verano insoportable. Los pueblos que no conociesen la astronomía quedarían aterrados con la diferencia de temperatura que hay del verano al invierno.
-Ya sabe Dios lo que se hace.
-Y lo sabemos nosotros. Hay causas originales y causas accesorias. Tienes, primeramente, la proximidad del sol, y después la normalidad de sus rayos. Además...
-Eso quizá sea mentira.
-Completamente cierto. Hoy conocemos con exactitud la marcha de los astros.
-Pues mi director espiritual dice que los hombres nunca sabrán nada de lo que ven en el cielo.
-Y no lo sabríamos si hubiera de enseñárnoslo ese señor.
-No pierdes ocasión de ofender al clero.
-No, hija: es que hay sacerdotes ilustrados y sacerdotes ignorantes; y bien merecen los primeros que se les diferencie de los segundos.
-Y acerca de mi confesor, ¿qué opinas?
-Que es un zopenco.
-Basta. Hemos concluido.
-Pero, ¿qué te pasa?, ¿a dónde vas?
-Haz el favor de acompañarme al coche, te lo suplico.
-Pero, ¿por qué?
-Iré sola si no quieres tener esa cortesía.
-Te acompañaré, pero no me explico...
Fue Luis también a montar en el carruaje, y le dijo Marcela:
-Quédate para pagar al mozo, y almuerza tranquilamente... A casa. Luis volvió a sentarse a la mesa, y cuando el mozo trajo el vino le mandó retirar los huevos y el lenguado.
-¿No almuerza la señora?
-Es que ha perdido en la catedral un rosario de valor. Volverá si la encuentra pronto, y de lo contrario, no volverá. De todos modos, sírveme deprisa.
Y se decía el malaventurado artillero:
-Para mí no tiene mi mujer ninguna galantería que hasta las prostitutas derrochan por unas cuantas pesetas. Se burla de mis amigos, de la victoria que he conseguido organizando la función religiosa, y hasta de la victoria que el emperador regaló a mi padre. La verdad es que Santa Victoria bendita me está dando un gran día. Por supuesto, que yo tengo la culpa por meterme a preceptor de mi mujer, sin recordar que las mujeres son las últimas que conservan todos los errores, y que, según dice mi esposa, los ricos estamos dispensados de discurrir... ¡Valiente almuerzo! ¡Mire usted que venir un Noisse con su esposa a La Concha, y en un día como hoy, y no gastarse en el almuerzo diez pesetas!... ¡La vigilancia!... El mundo y el demonio no les dejan acordarse de la carne... Y por muy zopenco que sea ese sacerdote, ya le habrá advertido que el esposo... Aquí no tomo café. Lo tomaré en el círculo: es el sitio a donde voy cuando Marcela me da un disgusto... Por supuesto, que allí no habrá nadie, porque todos tienen mujer o novia o alguien con quien pasar sus alegrías.
Cuando Luis pidió la cuenta, trajo el mozo dos notas y una tarjeta, que decía así: «Cristóbal de Brether. Chico: sácame de este apuro, y paga».
Y pagó Luis.
Las visitas de Su Excelencia
El demonio también tiene el don de la ubicuidad.
_____
En cuanto lo tonto se puede parecer a lo malo, se parecen a las tercianas, esas relaciones sociales que los majaderos adquieren en cualquier parte y dejan por cualquier cosa.
I
Don Cristóbal estaba pensativo porque era víctima de un suceso extraño; se trataba de una conquista que no ratificaba el contrato de posesión. Paseando una tarde con Justo Right por la Ciudad Militar, vieron a una señora joven, morena y extraordinariamente hermosa. La señora estaba encinta y se acompañaba con una criada de edad. Miró a los dos viejos con marcado interés, y volvió la cabeza muchas veces para ver si la seguían.
En la puerta del parque, montó en el carruaje que la esperaba, y Right y Brether, como maestros en estos asuntos, la saludaron, y ella contestó finamente. Atreviose Right a decir que la señora del coche era una de sus conocidas, esposa de un alto empleado en las Colonias, que esperaba que Right, como magistrado del Tribunal de lo Contencioso y Finiquito, resolviese un expediente en determinado sentido. Brether oyó sin contradecir, pero a la tarde siguiente volvió solo a la Ciudad Militar, encontró a la desconocida, la saludó cortésmente, y respondió ella con tanta finura que don Cristóbal se atrevió a decirle:
-Quizá, señora, no la siente a usted bien la humedad de estos jardines.
-Me sienta muy mal, pero me aburro en casa y necesito esta distracción.
-¿Su esposo de usted está ausente?
-No, señor; pero tiene muchas ocupaciones.
-Los negocios.
-Se dedica al foro.
-Entonces será amigo del señor Right, mi acompañante de ayer.
-Quizá; pero no conozco a ese caballero. Es amigo de usted.
-¿El señor Right?
-Mi esposo.
-No recuerdo en este instante. ¿Cómo se llama?
-Don Juan García.
-¿Es delgado, bajito, muy rubio?
-El mismo.
-Ya lo creo. Buen jugador de tresillo. Concluiremos por ponerle mesa aparte para que se divierta solo.
-¿Tanta suerte tiene?
-Para mí, señora, es el hombre más afortunado de la tierra.
Y Brether miró a Águeda con insistencia y sonrió maliciosamente. Acabó aquí la conversación porque se hallaba a la puerta del parque. Águeda montó en su coche, y don Cristóbal quedó aguardando el tranvía que desciende hasta la plaza del Palacio.
Entonces Right le dio una palmadita en el hombro.
-¿Venía usted singuiéndonos?
-Un ratito.
-¡Buena mujer!
-¿Es la que yo decía?
-No, señor; a usted no le conoce.
-¿Y a usted sí?
-Conozco a su esposo.
-¿Y qué?
-Cinco mil de presente, y tres mil mensuales.
-Aguardaremos a que el imperio se haga curial.
-Hoy está por las bayonetas.
-Y yo por las mujeres guapas.
-Es lástima que no sea usted el emperador.
II
La amistad de Brether y Juan García fue haciéndose sospechosa a los habituales contertulios del casino, y aunque don Cristóbal recordaba continuamente que el niño de Juan García era su ahijado, se sospechaba que Brether también era padrino de la esposa de Juan García.
Las murmuraciones duraron una semana, y al cabo de ésta la atención se convirtió hacia un nuevo chisme.
Hubo, sin embargo, quien siguió la pista a las nuevas amistades de don Cristóbal, y se asombró de que éste fuese tan constante.
-Es muy viejo, dijeron unos.
-Y es el entretenimiento más decente que ha tenido, añadieron otros. Juan García hacía su papel perfectamente.
III
-¿Da usted su permiso?
-Adelante.
-Los señores de García.
-Allí los tienes.
-Pues salga usted, papá, y yo saldré en seguida.
-No te esmeres, porque son de toda confianza.
-Pero es la primera vez que vienen a vernos, y no los conozco.
-No importa.
-De todos modos, salga usted primero, supuesto que usted ha de presentarlos.
Salió don Cristóbal a la sala, y allí estaban Águeda y su esposo, éste tranquilo, y ella procurando dominar su emoción.
-¡Hola, compadres!
-Buenas tardes abuelo.
-Adiós Brether.
-Ya tenía gana de veros por esta vuestra casa.
-Y conste -dijo Águeda-, que venimos a instancias de usted, y esto nos servirá de disculpa si molestamos a su hija.
-Se alegrará mucho.
-Porque es muy indulgente.
-Aquí está.
Y Marcela apareció entre las colgaduras.
Acercó don Cristóbal una a la otra, a las dos mujeres, y bendiciéndolas, dijo.
-Ya estáis casadas.
-Siempre de broma.
-Siempre.
-Por supuesto, que la presentación debía haberla hecho de este caballero: el señor don Juan García, esposo de Águeda, distinguido abogado, y buen tresillista.
-Sobre todo, eso.
-Señora, a los pies de usted.
-Créame usted que sólo piensan en el tresillo. Quizá Brether no sea lo mismo en su casa.
-Lo mismo, aquí está muy pocas horas del día y creo que papá necesitaba pasear más, se va apoltronando y eso no es bueno.
-Pero es inútil cuanto se les diga, ¿querrá usted creer que paso los meses sin salir de casa por no tener quien me acompañe a paseo?
-Pues lo mismo me sucede.
-Pero ya no ocurrirá, porque propongo a usted una alianza ofensiva y defensiva, que nos permita disfrutar de los buenos parques, de los buenos teatros y de los ejercicios piadosos que hay en Granburgo.
-Por mi parte aceptada.
-Ahora debemos nosotros incomodarnos y marcharnos al casino.
-Ahora no será.
-¿Te animas, García?
-Vamos, papá, no seas así.
-Conste que de mí no podéis murmurar, porque tenéis vuestros esposos que os lleven del brazo, y bastante hago diciéndoos qué fiestas se preparan.
-Eso sí -afirmó Águeda.
-Pero ésta nunca va.
-¿No le gustan a usted los conciertos?
-Muchísimo -respondió Marcela.
-¿Y la ópera?
-Mucho, también.
-Ya veo un piano en aquel gabinete, y sé que es usted una verdadera artista.
-¡Ay! no, señora; la han engañado a usted.
-Pues lo disimularé aplaudiendo, aunque toque usted mal.
-He olvidado lo poco que sabía.
-De modo, que no es posible...
-Tocaré, pero toque usted antes.
-Permítame usted, pero el piano no me conoce y debe usted recomendarme a él.
-A usted la recomienda su talento.
-Es más justo decir que a usted la recomienda su modestia.
-Con esos cumplidos pasa el tiempo y no oímos nada.
-¡Ay qué Brether más impaciente! -dijo Águeda apoyándose con negligencia en el brazo de don Cristóbal, mientras García acompañaba a Marcela, abría el piano y ofrecía la banqueta.
Tocó Marcela una plegaria a la Virgen, con movimientos pesados, hasta dejar los dedos descansando sobre las teclas, o tan vivos que golpeaba éstas como a enemigas irreconciliables.
Cuando terminó Marcela, aplaudieron Águeda y García, y dijo Brether:
-Cada día lo haces peor.
-Y lo creo -interrumpió Águeda-; la ejecución se olvida rápidamente, y buena prueba de ello es que esta señorita ha debido tocar muy bien.
-Ya he dicho que todo lo he olvidado.
-Pues yo me encargo de que lo recuerde usted todo y aprenda muchas cosas nuevas.
-Es que también se pierde la afición.
-Ya la recobrará usted cuando vea que progresa.
Quizá.
-¿Me acepta usted como profesora?
-Señora, es usted tan buena...
-Tan inmodesta; pero, en fin, yo siempre digo la verdad, y en este adorno le gano a usted.
-Y en todo.
-En todo no: me gana usted a ser bonita.
-Aprenderemos a ser galantes -dijo Brether.
-Doy fe -añadió García.
-Y no me vuelvo atrás; ya me hubiera llevado sus cabellos rubios si pudiesen estar mejor sobre otra cara.
-Pues yo no quisiera ser rubia.
-Y yo estoy decidida a teñirme el pelo.
-No lo haga usted; no sabe usted el pelo que tiene.
-Mucho, pero negro.
-En cambio yo tengo poco.
-Eso prueba sus excelencias, porque sólo abunda lo malo.
-Quedamos en que de gustos no hay nada escrito -dijo Brether-, y el tiempo se pasa, y Águeda no toca.
-Es cierto: ahora le corresponde a usted.
-Conforme, y me pesa haberme alabado, porque no podré justificar mis alabanzas.
-Creo que sí.
-Allá veremos.
Hizo Águeda verdaderos milagros; parecía que sus manos pasaban sobre el teclado recogiendo las armonías que se escapaban de las teclas. No había allí movimientos bruscos; el conocedor del mecanismo sabía que el secreto estaba en los pedales y en la agilidad de aquellos dedos, que permanecían siempre a la misma distancia del teclado; el profano hubiera creído que Águeda, con el busto inmóvil y la mirada fija sobre el atril, escuchaba solamente.
Vibraron en la ociosa atmósfera del hotel, así perturbada, las dulcísimas armonías con que describe Rythmking, la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo.
Duró más de media hora la audición de aquella maravilla. En este tiempo lloró Marcela oyendo las sentidísimas frases del Stabat Mater; se aterró escuchando el fragor de la tormenta, durante el cual se hacían perceptibles las plegarias de las mujeres arrodilladas al pie de la cruz. Y todo esto lo vio Marcela sin saber qué era aquello, y comprendiendo exclusivamente que había allí la expresión de un drama interesantísimo, donde tomaban parte los sentimientos suyos, con tan grande exactitud, que el piano iba expresando con orden riguroso las ideas que acudían a la mente de Marcela: con esa universalidad del arte que hace de la música el arte por excelencia.
Acabó la maravillosa obra con un quejido extraño, discordante y espantoso como si el piano se hiciese pedazos por el dolor. Permaneció Águeda inmóvil un momento, y cuando se puso en pie, vio a Marcela llorando, la cogió entre sus brazos, la estrechó fuertemente y la llenó de mimos hasta que calmó aquel acceso nervioso. García y Brether reían, animaban a Marcela y aplaudían a Águeda con sincero entusiasmo. Esta volvió a besar a Marcela, la sentó cuidadosamente, y dijo:
-Ahora, algo alegre; una polka que se titula Trenzas de oro. Y se sentó al piano, y corrieron los juguetones dedos sobre el teclado, saltando de una tecla a otra como cantan los ruiseñores saltando de rama en rama, corriendo todos reunidos, como chiquillos alegres tras el objeto de su encanto, y quedándose escondidos y juntitos como pareja de canoras aves arrullando en el nido. Producía vértigo aquella rapidísima ejecución, y Águeda se reía cuando el final de una parte hecha ad hoc, engañaba a los oyentes haciéndoles creer que terminaba la polka.
Y terminó. Marcela repitió sus abrazos y la expresión de su agradecimiento, y cuando Águeda inició la despedida, declaró Marcela que iría a devolverles la visita lo más pronto que se lo permitiesen las ocupaciones de su esposo.
-Sentirá mucho no haber estado aquí.
-Debe ser muy feliz con tan buena esposa y en tan buena casa.
-El hotel vale poco.
-Es hermosísimo.
-Si estuviese siquiera a la vuelta, en el boulevard de los Álamos.
-Valdría mucho más -aseguró García.
-Pues nosotros también vivimos en un hotel, pero no le cause a usted risa cuando nos conceda el placer de visitarnos. Digo a usted esto, porque la habitación donde vivimos era la de los porteros en el palacio del Conde de Jessen. Hoy hemos conseguido que esa casita quede completamente incomunicada del resto del edificio; tenemos exclusivamente para nosotros un portero que ocupa parte de la planta baja; no tenemos vecinos, y aquí tiene usted por qué decía que vivimos en un hotel.
-Pues vivirán ustedes perfectamente.
-Yo sí, porque aquella era mi casa de soltera, y tiene para mí muchos recuerdos. Nos cuestan caras estas comodidades, y con ese dinero podíamos ocupar un piso principal en mejor sitio, pero yo estoy contenta.
-La calle es fea.
-Porque sólo tiene cocheras.
-Tal como es, nuestra casa está a la disposición de usted.
-Mucha gracias.
Cruzaron por la sala, llegaron a la antecámara, y mientras Bautista daba sus sombreros a los señores, Águeda dijo a Marcela:
-Todo Granburgo debe envidiar a usted su felicidad.
-No tanto.
-Tengo deseos de conocer a su esposo.
-Está muy ocupado; es catedrático.
-Sabía que era militar y sujeto de mucha ciencia.
-Es capitán de artillería.
-¿Nada más?
-Será muy joven...
-En esas carreras se asciende tan despacio.
-De todos modos, será muy joven.
-Treinta y cuatro años. Ha estado en la guerra de la Aurelia; pero como no se asciende por hechos de armas... Ahora ascenderá a jefe.
-Quizá mi esposo le conozca, ¿cómo se llama?
-Luis Noisse.
-¿Luis Noisse? ¡Pero si yo le conozco desde que era pequeñita!
-¿Usted?
-Mi madre estuvo sirviendo en su casa muchos años.
-Entonces usted es aquella Águeda a quien se ha referido muchas veces.
-La misma.
-¡Qué casualidad!
-Yo soy de origen humilde, y no lo niego.
-Le honra a usted.
-Pues bien; mi madre...
-Sí, sé la historia perfectamente, y le he dicho muchas veces que deseaba conocer a ustedes.
-Muchas gracias. Quizá ignorase dónde vivíamos.
-Puede ser.
-Además, señora, nuestras posiciones son muy diferentes.
-Suplico a usted que no vuelva a llamarme señora, y me llame Marcela.
-Muchas gracias.
-Además, yo sé que mi esposo tendrá mucho placer en renovar esta amistad antigua, y desde luego mi padre ofrece a ustedes esta casa y la amistad de su hija.
-Ya lo creo -dijo don Cristóbal-, y... sobre todo, ¡quién hace caso de Luis, que está atontado con sus estudios!
-Yo sentiría...
-Nada de sentimientos. Lo que yo sentiría es que García se hubiese inspirado y me ganase esta tarde.
-Cuente usted con ello.
-Acompañaremos a Águeda hasta su casa, y nos volveremos en el coche al casino, si es que ninguna de ustedes necesita el carruaje.
-Muchas gracias- dijo Águeda.
-No pienso salir -añadió Marcela.
Las dos mujeres se despidieron afectuosamente, y Marcela pudo notar que Águeda procuraba contener las lágrimas.
Cuando la señora de Noisse volvió a su habitación, dijo sonriendo desdeñosamente:
-Por eso no me la presentaba, porque es una mujer bien educada y honradísima, y no se habrá prestado nunca a ser una sinvergüenza como la Clarita de antaño.
IV
Cuando Luis volvió a su casa, le esperaban para comer su esposa y su suegro. Empezó la comida, y apenas empezada, dijo Marcela:
-Seguramente no adivinarás quién ha venido esta tarde.
-Tus primas.
-No, por cierto.
-No sé.
-Águeda.
Quedose Luis con las manos sobre la mesa espantado y mirando fijamente a Marcela.
-¿Qué Águeda?
-Pues, Águeda. No creo que conozcas dos.
-¿La hija de Mari Antonia?
-Esa
-¿Y a qué ha venido?
-Pues ha venido con su esposo a hacernos una visita.
-¿Una visita?
-¿Te extraña?
-Y mucho, porque no tengo relaciones con esa familia.
-Son amigos de papá.
-Amigos, hasta cierto punto -añadió don Cristóbal-, porque al fin, según hemos sabido hoy, ella ha sido criada de tu casa.
-Su madre.
-Es lo mismo, hija. Yo no peco de orgulloso, pero lo cierto es que, si hubiese sabido esa circunstancia, no la hubiera presentado sin consentimiento de Luis.
-Pues para mí en nada desmerece porque su madre haya sido una sirvienta. Ella es finísima, y solamente tocando el piano podría alcanzar mucho dinero y muchas consideraciones. Aún estoy conmovida. Si la oyeses...
-Supongo que lo hará bien.
-Dices eso con mucha frialdad, y sentiría que te negases a cultivar esa relación.
-No he decidido nada.
-La pobre, cuando ha sabido al despedirse quién eras tú, ha contado toda la historia con una franqueza conmovedora. Y creo que salía llorando.
-Y llorando fue todo el camino, porque decía que Luis creería que buscaban vuestra amistad por sorpresa.
-No sé por qué: esto ha sido una verdadera casualidad.
-De la cual yo tengo la culpa, dijo Brether, y me pesa porque Luis no parece conforme.
-No he dicho nada. Estoy oyéndoles a ustedes, y determinaré cuando sepa con exactitud lo que ha ocurrido esta tarde.
-¡Lo que ha ocurrido!, pues ya lo sabes con toda exactitud; ¿crees que yo también hago misterios?
-¿Eso también?
-Se refiere a ti porque no me explico qué motivos tenías para privarme de la amistad de Águeda.
-Si los tenía no los digo.
-Pero yo los supongo, porque esa señora es honradísima, y ya se comprenden tus resentimientos con ella.
-¡Qué comedia más infame! -dijo Luis levantándose.
Y, sin hablar más, se dirigió a su despacho y dio orden a Bautista de que no entrase nadie. Pero a los cinco minutos volvió a llamar al ayuda de cámara, se vistió y salió a pie hacia el casino.
Al volver la esquina del boulevard de los Álamos se encontró con don Cristóbal, que sin duda le esperaba.
-Perdona, chico, pero yo necesito tener contigo una explicación.
-Pues, usted dirá.
-Yo he tratado a Juan García, el esposo de Águeda, en el casino. Parece un buen sujeto y no se le conoce ninguna debilidad. Por él visité a su esposa que entonces estaba encinta... Escucha con tranquilidad, porque a mi juicio, el asunto no merece tanta importancia. Te confieso que el matrimonio García, me fue simpático. Nació el niño... calma, hombre, que ya hablarás después. Nació el niño y me obligaron a que fuese el padrino... Como nunca hablamos en los pocos momentos que estamos juntos, no te has enterado de estas cosas. Pues bien; bautizaron al chico, yo quería que se llamase Cristóbal, pero la madre se empeñó en que se llamase Luis solamente. Yo dije... espera un poco. Dije que tú te llamabas Luis, pero nadie se dio por enterado. No he concluido. Resultó que la madre no podía criar al zorro, porque todas esas grandullonas no valen para nada, y entonces fue su abuela, que es un jamelgo, a llevar al chico a Villaruin. Yo dije que allí tenías un amigo que era fraile y tampoco se dieron por enterados. Total que de mí ha salido el que viniesen a veros y nunca me han hablado de ti para nada. Si ella es una tunanta y se ha valido de mí para meterse en tu casa por sorpresa, conste, chico, que he sido inocente, y que, si quieres, desde ahora mismo los envío a tomar el fresco. Conque, di.
-¿Usted se ratifica en lo dicho?
-Hombre, te lo juro por mi salud, que es lo que más estimo.
-Pues ya contestaré.
-Pero conste que no quedo contigo en mal lugar.
-Desde luego.
-Que no quedo.
-Que no.
-Pues entonces haz lo que quieras, que bien hecho estará seguramente. ¿Vas al círculo?
-Un rato.
-Pues yo voy a las Montañas rusas; conque, hasta luego.
-Hasta mañana.
-Es verdad, hasta mañana.
Y será cierto lo que dice mi estúpido suegro. Esa mujer sigue adelante su plan, y me aterran los planes de las mujeres... No me olvida... Y ha puesto al niño el nombre mío. ¿Será mi hijo?... Vale más no pensar en esto.
Pero en ello estaba pensando, cuando un criado del círculo le dio una carta. Luis conoció en seguida la letra del sobre; lo rompió, y hallose con lo siguiente:
«Luis: no sé cómo llamarte, pero te doy el nombre que menos molestia te puede producir.
»Hoy he visitado tu casa, después de haber puesto, para conseguirlo, el trabajo constante de un año. Como ves, tengo una fuerza de voluntad de que tú careces. Tu dinero viene a mis manos por las de don Cristóbal, y notarás que tu suegro gasta menos que en otros tiempos. Con ese dinero mantengo a tu hijo, que es tuyo aunque no lleve tu apellido. Y también en esto te gano, porque he dado al niño, sacrificándome, un apellido legítimo que tú no le podías dar; y además, lo mantengo, y lo mantendré sin deshonrarme, sin gravar más la hacienda de su verdadero padre. Ahora necesito lograr en tu casa la confianza de una íntima amiga; primero por gastarte menos, y segundo porque no puedo vivir sin verte.
»Sé que esta carta basta para que puedas perderme, y destruir mis planes de futura felicidad, pero confío en tu nobleza, singularmente porque invoco el recuerdo de aquel morenito que está criándose en Villaruin.
»Tu pondrás por mí la antefirma a esta carta. -ÁGUEDA.
»P. D. Una persona de mi confianza espera el sobre con tu firma que me es muy conocida».
Luis firmó el sobre y lo devolvió al criado. Salió a la calle, llegó a su casa, y dijo a Marcela:
-Cuando gustes iremos a visitar a los señores de García, porque no es justo que tu padre y tú hagáis un papel desairado. No puedo ser más amable, pero conste que, a mi juicio, esas gentes no tienen dos pesetas, y sentiría que, aprovechándose de tus simpatías, viviesen a nuestra costa.
-Pero si ella, tocando el piano...
-Ya lo sabes. Por eso yo me conservaré en actitud expectante.
Y se encerró en su despacho, donde estuvo velando hasta las dos de la madrugada, sin hacer otra cosa que leer la carta de Águeda.
Cuando se acostó decía sonriendo:
-Las mujeres son el mismísimo demonio.
Quinta parte : Quien mal anda, mal acaba
Dios creó la mujer para compañera del hombre, y las que tal hacen son hijas de Dios. El demonio convirtió a la mujer en hembra del hombre, y las que tal hacen son hijas del diablo. La naturaleza hizo fecunda a la mujer, y las que tal fueren son hijas de la naturaleza. Las que no cumplen las leyes orgánicas, ni las de Satanás, ni las de Dios, se amparan con las leves sociales, explotan el matrimonio, viven solamente para la sociedad que las protege y lograrían el monopolio de la felicidad si su envidia no les recordase a menudo que viven despreciadas por todas las conciencias.
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Será preciso aprovechar la carne de los tontos para que sean útiles de algún modo.
I
Parece que la inteligencia sólo puede crear una idea, y así todas las impresiones se resuelven en las mismas especulaciones. Complácese la memoria en presentar al entendimiento como hechos nuevos los ya discutidos. Justifícase de distintos modos la misma síntesis, y se llega a tener fe en la síntesis obtenida tan laboriosamente. No se distingue lo lógico del sofisma, y al final de tan dolorosa tarea cree el ser humano que su convencimiento no está producido por una hipótesis imaginada, sino sencillamente por la impresión originada por un hecho real. La sospecha pasa a ser calumnia; ésta se convierte en verdad axiomática; y el calumniador se maravilla de que tan notoria verdad no fuese conocida por él y por todo el mundo. Es una desgracia del hombre su omnipotencia para hacer el mal y su incapacidad muchas veces para producir el bien.
Yo no sé si la humanidad es obra de Dios o del demonio, o si, siendolo de Dios, causó a su autor vergüenza de haberla hecho, y dejó a Satanás el usufructo de las pasiones del hombre. Tan fácilmente creemos en la posibilidad del m al, que voy sospechando si el mal será un factor necesario para la vida humana.
Ya no se sabe lo que es moral ni por qué lo es cuando así se la llama, que si algo queda con este nombre es lo imposible de realizar. Parece que en los pechos de nuestra madre bebimos el primer sorbo de envidia y de orgullo, y jamás confesamos la superioridad de otro ser sino cuando esta confesión justifica la inferioridad de quien nos oye.
Créase la lucha no de los humanos contra las desgracias comunes, sino de los humanos entre sí. Hay que vencer insultando o morir maldiciendo. Y en esa lucha sin tregua trabajan hasta enervarse los músculos y el cerebro. Viven las sociedades sin más amparo que las leyes que castigan y los cañones que matan, y viven en perpetuo sobresalto, porque saben que al fin el ataque es proporcional a la defensa. No hay institución en cuya constitución legal no se refleje el temor al hombre. Precávese el marido de su mujer, y ésta de su esposo. La monogamia obligatoria y la organización legal del matrimonio monógamo con sus dotes y cartas capitales, son horribles aberraciones sociales, inspiradas por el mutuo temor de los humanos que legislan creyéndose dioses, sin tomar en cuenta que legislan para hombres.
Júzgase desgracia tener muchos hijos, y éstos consideran pena cruel su obediencia al padre.
Sirven de mofa las canas, y sólo en la juventud se hallan encantos. Pónense todos los poderes en las manos inexpertas de los jóvenes, y las pasiones de quienes no se acuerdan de los póstumos, son las bases que informan todos los derechos.
Cámbianse las fronteras y las costumbres, como cambia de posturas el enfermo.
Imagínense nuevas teorías políticas y nuevas teorías morales, para crear nuevos partidos y nuevas sectas religiosas, y entretener las esperanzas de los desgraciados hombres, que jamás se han preguntado seriamente qué son y para qué existen.
Pasamos la vida empleando nuestros puños y nuestra astucia en conseguir la satisfacción de un apetito, y nos creemos felices cuando dormimos como gato al sol, satisfecho por haber comido una piltrafa de carne, burlando la vigilancia de la cocinera.
Yo me he preguntado muchas veces: ¿qué hacen esos bichos que viven en la estación recta, dotados de facultades superiores a las de los demás animales?
Han invertido los siglos de su historia en matarse los unos a los otros, comer con glotonería el pan de hoy sin hacer pan para mañana, agotar los bosques, las minas, y todo lo útil y todo lo necesario. Y hoy se dora sin oro, se hacen pieles artificiales con plantas textiles y se vive más de la medicina que del alimento.
Al cabo de todo el tiempo que han pasado los humanos cavilando, aún no han resuelto el problema de amarse los unos a los otros. Acaso porque la sociedad es tan canalla que no se preocupa por este problema, o acaso porque los humanos son tan miserables que toda solución es imposible. Luchad, infortunadas bestias, llorando en la cárcel y en la agonía, y riendo convulsivamente en las orgías del poder, y del amor y del dinero. Yo reniego de ser hombre, porque a no serlo, no ardería mi cabeza como arde en este instante, ni se retorcería mi cuerpo como se está retorciendo. Pero soy hombre, amo la lucha, estoy acostumbrado a vivir arrastrado por mi soberbia y por mis perversos instintos, y quiero luchar para vencer y no puedo, porque no encuentro enemigo sobre quien descargar mis puños y mis maldiciones.
¡Ah, miserables!, queréis matarme como traidores; no os atrevisteis a poneros enfrente de mí, y me habéis envenenado llenándome de dudas.
Si yo fuese un ser como los demás hombres no dudaría: creería en algo concreto, y mi convencimiento daría impulso inicial a mi voluntad, y entonces... no sé, pero haría algo sancionado por mi conciencia, y esa ejecución sería el fin de este proceso.
Pero si no creo, ¡Dios mío! ¡Maldita sea la duda!, el enemigo traidor de todas las verdades.
¿Y por qué dudo? ¿Por qué mi inteligencia no ha resuelto este problema? Complácese la memoria en recordármelo, y mi entendimiento, sereno e impasible, se niega a darme una síntesis que necesito, aunque sea falsa.
Todo menos dudar, ¿y por qué? Si otro hombre tuviese mis dudas, yo gritaría con toda la fuerza de mis pulmones: Es un tonto, su mujer le engaña, y aún duda el necio. ¿Qué más necesita para convencerse? Es un cabrón, sí, esta es la palabra con que llama el vulgo al marido engañado, y el vulgo es el juez que determina el nombre de las cosas.
Aquél sería un... eso; pues eso soy yo.
Pero entonces yo juzgaría de esta manera, porque mi juicio no decidiría la condición del engañado; pero ahora no puedo afirmar nada con ligereza, porque lo que afirmo es una condena que yo he de cumplir.
¿Qué más necesita para convencerse? Pero, ¿es que yo tengo bastantes pruebas?
Ayer, cuando comíamos, dejé caer mi servilleta, me bajé a recogerla, y vi que Juan García retiraba su pie; pero, ¿de dónde lo retiraba? ¿Lo habría tenido Marcela entre los suyos? ¡Ah, si los músculos de mis brazos discurriesen contrayéndose, qué bien discurrirían en este instante!
Y, ¿qué más? Nada más. Sí, hombre, sí; ya sabes que hay más, ¿te da vergüenza repetirlo? Pues si no te lo repites, no podrás juzgarlo. ¿O es que tienes miedo de parecerte... eso, cuando quizá ya lo parezcas a todo el mundo?
¿No te acuerdas de la otra noche? ¿No recuerdas que a las once vino Juan García a verte? Y, ¿a qué vino?, pues a eso, a verte; ¿y Marcela?, estaba con su padre en la tertulia de la marquesa, y volvió sola en el carruaje, y volvió a las doce. Y tú, ¿qué creíste?, que Marcela y García habían pasado juntos las primeras horas de la noche, y que García vino a tu casa para evitar tus sospechas o probar la coartada. Y, ¿por qué crees esto y lo del pie, y otras cosas? Porque todas esas felonías las has hecho tú engañando a otros maridos. Y, ¿por qué no preguntaste al cochero y a los contertulios de la marquesa? Porque tienes miedo de que tus sospechas te den fama de eso, sin serlo, o temes que tus amigos, viéndote enterado, se atrevan caritativamente a darte extensas y justificadas noticias de tu desdicha.
Sí, esto es lo que me pasa, es mi voluntad la que duerme y es necesario que sepa lo que soy, para decidir lo que debo ser.
¿Y si nada de todo ello es cierto? Hola, ¿te consuela esa idea? Sí, me consuela, y me consuela porque la creo posible. Pues qué, ¿dos o tres coincidencias bastan para destruir mi felicidad? Al fin y al cabo, es absurdo que Marcela sea capaz de tal villanía. Me lo garantizan muchas circunstancias; su madre misma soportó con paciencia las infamias de don Cristóbal, y, ¿ha de ser su hija, educada exclusivamente por doña Julia, peor que aquella madre? Además, ¿qué delitos he cometido yo? ¿Es que no se pueden justificar mis amores con Águeda? ¿No tengo yo derecho a tener un hijo? ¿Es mía la culpa de que Marcela no pueda ser madre?... Divagas... divagas... Yo no he debido tener esos amores, esto es lo justo... y si yo no soy bueno, no puedo obligar a nadie a que lo sea... No; también esto es un sofisma; el que yo no sea bueno, no disculpa la maldad de otros; y Marcela, de todos modos, ha debido serme fiel. Y no, no lo es, esto está bien claro.
Juan García, a pesar de sus alardes de hidalgo, es un canalla; ese está dispuesto a no interrumpir los amores de Águeda con mi suegro. Para eso se ha casado el muy... miserable... Miserable solamente, porque lo otro también lo puedo ser yo.
Ese miserable no me perdona que yo haya sido el primer amante de Águeda; quizá no me perdona que no siga siéndolo, porque a serlo, llegaría mi dinero más directamente, desde mi bolsillo al de Juan García, o acaso el mentecato cree que Águeda siendo pura hubiese sido para él.
Ese miserable es quien ha contado a Marcela la historia de mis amores, ha explotado los celos de mi mujer y ha conseguido de ella la más ruin de todas las venganzas.
Seguramente Águeda tendrá su parte en este complot, porque así querrá probarme que de casarme con ella a casarme con Marcela bien poca es la diferencia. Y, ¿don Cristóbal? Ese viejo asqueroso hace con su hija el papel de tercero, papel tan honroso como todos los que ha desempeñado durante su vida. Voy viendo claro... muy claro. Voy teniendo conciencia de mi desgracia, y comprendo que mi voluntad sale de su letargo.
Pero la conducta de Marcela no me la explico. ¿Produce consuelos la venganza que ha tomado? Yo creo que no. Cuando llegue a convencerme de que Marcela me engaña, ¿podrán consolarme las caricias de otra mujer, unida a mí por tan viles motivos y con tan groseros fines? Seguramente, no; repito que no. Este dolor que siento en el alma no se cura, ni es su anodino el beso de una manceba. Es más, no podría recibir caricias de mujer sin recordar las que Marcela hará a ese miserable Juan García.
Por eso no me explico la conducta de mi esposa. Sería comprensible el asesinato en mi persona o en la de Águeda, pero eso... eso es una venganza que disculpa el delito que se quiere vengar. Eso es tan absurdo, que me niego... me niego resueltamente a creerlo.
No es posible tanta perversidad.
No es posible que Marcela haya olvidado mis besos. Aquella ternura con que yo la cogía y la apretaba mucho, mucho, tanto, que se cansaban mis brazos y ella no se quejaba, porque era mi alma enamorada quien la sujetaba contra mi pecho.
No es posible que pueda olvidar nunca las horas que pasé guardando sus diminutas manos entre las mías y mirando sus ojos fijamente, sin fatigarme, porque era mi alma que miraba el alma de Marcela.
Y las promesas de amor, y los juramentos de fidelidad, y mis besos, que ratificaban todas mis promesas y todos mis juramentos. Aquellos besos míos, impetuosos unas veces hasta colocar entre mis dientes la carne de ella, y otras, llenos de voluptuosidad y de mimo, imperceptibles por el sonido y el contacto, pero extraordinariamente sensibles.
No, no puedo creer que olvide todo esto, y, sin embargo, ya hace tiempo que lo olvida, huye de verse sola conmigo, llénase de ridículo pudor en mi presencia, y todo me prueba que no ama al hombre si el hombre soy yo.
¡Ah, necio de mí!, que olvidé por un instante la desgracia que me atormenta. De nada sirve buscar la anestesia de hoy recordando el placer de ayer. Ya veo claro, muy claro... Mi inteligencia me ha demostrado que soy un... triste.
¡Mi inteligencia!... Después de todo, ¡maldita sea la inteligencia si sólo sirve para convencer al hombre de su propia desgracia!
Desde entonces, empleó Luis todo su tiempo y toda su actividad en espiar a Marcela, y aunque las tales pesquisas no justificasen su temor, aumentaba la vehemencia de sus sospechas. Porque Marcela no iba al teatro, ni salía a la calle, ni oía misa sin ir acompañada de Águeda, y esta compañía motivaba la de Juan, que mostraba sin recato su decidido empeño en cortejar a Marcela, y a los tres se unía don Cristóbal, conque las dos parejas siempre se hallaban juntas.
Luis se desesperaba, presumiendo los chistes que la sociedad de Granburgo, haría a costa de un Noisse, catedrático del Liceo.
A las veces pensaba si sería lo más cuerdo referir a Marcela quién era Águeda, pero comprendía que esto motivaría un escándalo injustificado, porque la conducta del matrimonio García era correcta, los amores de don Cristóbal no se podían probar, y Marcela cumplía perfectamente los deberes de una esposa, alejada racionalmente de los brazos de su marido.
Pero lo cierto era que Luis se hallaba solo, porque su compañía era enojosa a la corte de su mujer, y de todos modos, no podía conservarse impasible entre Marcela y Águeda.
Y estos razonamientos tenían el mismo final, porque acababan convenciendo a Luis de que la solución era verificar la infidelidad de Marcela, hacerse fuerte con la prueba y alejarse para siempre de aquella canalla.
Y cuando paraba mientes en que su esposa infringía las prescripciones facultativas con un hombre que no era él, sentía frío en el alma por tan extraordinario desprecio; sentía infinita conmiseración hacia la desgraciada que iba a la muerte por el camino del vicio. Y esta compasión se convertía en ira, pensando en que el error fisiológico de Marcela, facilitaba la impunidad a la esposa, después de haber creado la desventura del esposo.
Y después dudaba de las afirmaciones del doctor y temía que Marcela viviera muchos años de adulterio, y tras esta idea venía la de hacer justicia para lograr venganza.
Este razonamiento final, llegó a enseñorearse del espíritu de Luis, y el capitán fue presa de tal obsesión.
Ya buscó solamente la manera de sorprender a los culpables, y después de fatigarse calculando un medio rápido y seguro, se halló con que ya se habían usado todos los medios posibles para engañar a los maridos y espiar a las esposas. Convino en esperar una ocasión y aprovecharla, y mientras la ocasión venía, vigiló con tan poca maña que él mismo llegó a convencerse de que parecía un gato con cascabeles pretendiendo cazar ratones.
El menor incidente, le parecía anuncio de que llegaba el momento deseado, y así sus esperanzas se frustraron muchas veces.
Una mañana, y a la hora de almorzar, oyó a don Cristóbal que anunciaba su viaje a una dehesa.
-No te invito porque voy invitado.
-Muchas gracias.
-Y te convenía. Allí beberemos buena leche.
-Y, ¿cuándo es la marcha? -preguntó Marcela.
-El sábado por la noche.
Después de almorzar se fue Luis al Liceo, pero al volver a su casa, en la avenida de los Álamos, se encontró con Juan García. Procuró esquivar el saludo como lo tenía por costumbre, pero García se acercó al capitán, y después de saludarle, le dijo:
-¿Quiere usted algo para Merjolie?
-¿Se va usted?
-El sábado por la noche.
-Que usted se divierta.
-Gracias. A los pies de la señora.
-Igualmente.
Luis se aseguró que aquellos viajes obedecían a un plan, y como durante la comida oyese a Marcela que la marquesa tenía reunión el sábado, ya no dudó el capitán de que se acercaba el esperado acontecimiento.
Y sentado en el diván de su despacho, se repetía Luis:
-Mañana es viernes: ya veremos lo que ocurre pasado mañana.
Y aquella noche el capitán se durmió imaginándose los sucesos que ocurrirían el sábado.
Transcurrió sin novedad la mañana del día siguiente, y cuando, después de almorzar, llegó Luis al Liceo, halló extraordinaria animación en la sala de oficiales.
-Mira quién viene.
-Está visto que sólo acuden los fúnebres.
-Noisse, ¿quiere usted ser accionista de un palco?
-¿Para qué?
-Para bailar.
-No me conviene, caballeros.
-Sólo queda una acción vacante.
-Si soy necesario la tomaré.
-Nada de eso: al baile se va de buena voluntad.
-¿Y dónde es?
-En el Gran Salón de Conciertos.
-No está enterado.
-¡Si es el baile del sábado!
-¿Del sábado?
-Sí, hombre.
-¡La gran mascarada de todos los años!
-Entonces el domingo es San Juan.
-¿No lo sabías?
-No me acordaba.
Fue Luis viendo claro, y comprendió que quizá le convendría tomar la acción vacante, porque así podría disculpar su presencia en el baile. Pero temió dar un paso en falso, y pensó que siempre podría entrar y justificar su asistencia.
Calculó su proyecto durante la tarde, y cuando se sentó a la mesa dijo con naturalidad:
-Pues yo también me voy mañana por la noche.
-¿Adónde?
-Al campamento. Los oficiales sesudos pasaremos de merienda el día de San Juan, mientras los jóvenes hacen locuras.
Don Cristóbal le miró con atención, y Marcela siguió comiendo tranquilamente.
A solas en su despacho, empezó Luis sus preparativos, que parecían anuncio de largo viaje. Quemó unos papeles, rasgó otros y ordenó los restantes. Y mientras esto hacía no cesaba la imaginación del capitán de figurar cómo se realizaría la escena de la sorpresa.
Veía a Marcela sentada en un antepalco del Gran Salón de Conciertos. Juan García la besaba las manos. Los acomodadores abrían la puerta, y Luis entraba precipitadamente.
-¡Infames!
-¡Socorro!
-¡Pum!
Y el amante caía muerto. El marido llevaba su esposa al hotel de la marquesa, y Luis vestía de luto después del suceso, y...
Y empezaba otra suposición. Los amantes estaban bailando. Luis arrancaba el antifaz del rostro de Marcela.
-¡Pum!
El cerebro de Juan manchaba la alfombra. Cercaban a Luis, le querían sujetar, pero él daba su tarjeta y...
Era a la salida del baile; subían en su coche, pero Luis le alcanzaba y... otro tiro, que producía inmediatamente la muerte del traidor.
Y mientras discurría así, cargaba su revólver de bolsillo, guardaba en la mesa de despacho una cartera llena de billetes, y se esforzaba para estar sereno, y aguardar con calma la llegada del siguiente día.
Cuando Luis oyó las doce se fue a la cama, diciéndose: «Veinticuatro horas se pasan pronto».
Y pasaron.
Salió Noisse del Liceo, llegó a su casa, y Bautista le dijo que la señora aguardaba en el comedor.
-¿El señorito cambia de ropa?
-Sí.
-¿Ahora mismo?
-Ahora.
-¿El señorito va de viaje?
-Sí, y no. Pasaré el día de mañana en el campamento.
-¿Pero el señorito saldrá esta noche?
-Esta noche.
-¿Solo?
-Sí, solo.
-La berlina está enganchada.
-¿Para qué?
-Se enganchó para el señor.
-¿Ya se ha ido?
-Sí, señor. A pie.
-¿Sin equipaje?
-Sí, señor.
-¿Y sin escopeta?
-Nada, señorito. Con traje de mañana, se marchó a las cinco.
-Está bien.
-¿El señorito va de paisano al campamento?
-¿Quién te ha dicho que voy al campamento?
-El señorito lo acaba de decir.
-Es verdad. Sí, voy de paisano.
-El señorito tiene frío.
-No lo creas. Vete que yo concluiré de vestirme. Avisa a la señora.
-Está esperando.
-Pues voy en seguida.
Luis se guardó el revólver y entró en el comedor.
-¿Me esperabas?
-Para acompañarte, porque no tengo ganas de abrir la boca.
-Pues por mí no te detengas si necesitas hacer algo.
-Vestirme.
-Es verdad; hoy tiene reunión la marquesa. Te agradeceré que disculpes mi ausencia.
-¿Vas al campamento?
-En el tren que sale a las ocho. Los oficiales que están practicando nos tienen preparada la cena.
-¿Y vas a comer?
-Pensaba acompañarte.
-Entonces que no sirvan.
-Por mí, no.
-¿Volverás mañana?
-Mañana por la tarde.
-García también ha venido a despedirse.
-¿Sí?
-Ha dicho que te encontró.
-Es verdad. Ya no me acordaba.
-Pero su viaje es más largo.
-Creo lo mismo.
-Entonces, hasta mañana.
-Hasta mañana.
Y Marcela se fue al tocador, y Luis se volvió a su gabinete. Se quitó el batín, se vistió el frac y sobre éste su gabán, y con sombrero de copa en la cabeza llegó a la antecámara, donde Bautista le preguntó:
-¿El señorito volverá a cambiar de ropa?
-Así voy bien.
-¿Al campamento?
-¡Bautista!
-El señorito perdone.
-Allí tengo ropa.
-Como yo no sabía...
Cuando Luis se vio en la calle pensó que lo conveniente era ocultarse entre los árboles del paseo y esperar la salida de Marcela.
El paseo estaba solitario.
Llevaba Luis en acecho un cuarto de hora, cuando vio que su berlina, enganchada a la limonera, cruzaba el jardín y quedaba parada a la puerta del hotel.
-Va a salir en carruaje. Pues yo necesito otro coche para poder seguirla. ¿Y cómo voy en busca de un coche? Quizá pase alguno desocupado. ¿Y si no pasa? ¿Y si nota esa infame que la persigo? Ahora no va al baile, por que el baile no empieza hasta las doce... Ya lo sé: va a cenar, ¿y dónde? No es posible que se atreva a ir en mi coche hasta el restaurante. Esos canallas tendrán una habitación donde refocilarse. Me parece que tiemblas; ánimo y ánimo. El problema es encontrar un coche, pero no lo encontraré, porque este paseo parece un desierto. ¿Y cómo entro en la casa donde estén? Llamaré y no me abrirán. Y si pido auxilio a las autoridades y no los cojo infraganti, quedaré en una situación vergonzosa. Es preciso, Luis, que tengas mucha calma y mucha astucia.
Si pudiese colocarme en la trasera del coche... haría buen papel, exponiéndome a un trallazo de mi cochero.
Allá veo las luces de dos faroles; quizá me envíe la Providencia el carruaje que necesito.
Y Noisse se quedó mirando con fijeza hacia el extremo del paseo. Pero entonces oyó el ruido que producía su berlina rodando sobre el asfalto del arroyo. Fue a correr; se detuvo por temor a que le viesen Marcela o los criados, y se quedó oculto en la sombra, alargando el cuello como si pretendiese que su mirada no se separase de aquel coche, comprado por Luis para desesperación de su amo.
Los faroles que antes había visto estaban muy próximos: eran de un landeau cuyos caballos iban deprisa.
Ya el carruaje de Marcela entraba en el boulevard de los Álamos, y Luis corrió hasta la esquina y vio que su berlina seguía por el boulevard adelante hacia un fondo lleno de luz, donde la viciada atmósfera reflejaba la iluminación del centro de Granburgo. Por el extremo opuesto se acercaba el tranvía que recorre el trayecto entre el Palacio Imperial y el Parque. Fue preciso aguardar a que llegase el tranvía; montó Luis en la plataforma anterior, y empezó a creer que era su carruaje cualesquiera que veía. Y estaba persuadido de que esto no era posible, pero confiaba en lo imprevisto, porque la esperanza es el único consuelo fatal e inmediato.
Parose el tranvía demasiadas veces, y al fin llegó a la gran Plaza del Palacio.
Cuando Luis se apeó hallose tan desorientado como un niño sin su madre.
¿Dónde habrá ido?... ¿A la casa de la marquesa? No, porque hubiese atravesado el boulevard. Pero yo debía visitar a esa señora, enterarme de si tiene o no reunión esta noche, y... Si me encuentro a Marcela cenando con su tía y sus primos, ¿qué pretexto alego? Pues que he perdido el tren y he vuelto a casa y me he vestido y... De todos modos, no pierdo nada con hacer esto. Si hay reunión y está allí, perfectamente; y si no hay reunión y no va, ya la buscaré; en el baile la encuentro.
¿Qué hora será? Las ocho y cuarto: ya he perdido el tren. Ahora me voy a mi casa y después a la de la marquesa.
Luis empezó a subir a pie la suave pendiente del boulevard de los Álamos. No veía las personas que pasaban a su lado, y sólo le servía la vista para llevarle por camino expedito.
Cuando llegó a su casa hallose con que no había nadie en la portería. Abrió la puerta de cristales y subió la escalera. En esta y en la antecámara silbaba el gas al salir por los mecheros. Nadie estaba atento para recibirle y hacia la escalera del servicio se oía la conversación de los criados, que debían tener gran broma en la cocina.
«¡Pobre hogar mío!», pensó Luis. «¡Cómo se desperdicia inútilmente la fortuna que ganó mi padre!»
Hizo sonar un timbre, y se presentó Bautista.
-El señorito dispense.
-Di al portero que está despedido; y si no dile que le perdono.
-Yo estaba cenando.
-Hacías bien.
-El señorito, ¿no va al campamento?
-He llegado tarde al tren de las ocho.
-Si el señorito va a usar el coche diré que no desenganchen.
-Pero, ¿ha vuelto el coche?
-Hace un minuto.
-¿Dónde ha ido? Pregúntaselo al cochero.
-Ya lo sé. A casa de los señores de García.
-Pero, ¿se ha quedado allí la señorita?
-Sí, señor. Ha dicho que a las doce y media vayan a buscarla.
-¿Allí?
-Sí, señor.
-Está bien. Vete.
-¿Se desengancha el coche?
-¿Pero la señorita salió vestida de...?
-Sí, señor; de sala.
-¿De sala o de baile?
-Parecía que de baile.
-Como que irá de todos modos a casa de la marquesa.
-Pues la señora marquesa ha enviado recado de que la señora estaba enferma y que el lunes no tenía reunión.
-¡Buen chasco se lleva hoy la señorita!
-Si hoy no la tenía.
-Creí que sí.
-Pues hoy han estado arreglando las estufas...
-Vete, Bautista, vete.
-¿Se desengancha?
-Sí... Yo saldré, pero saldré a pie... Vete, Bautista.
Ya no me es posible dudar, pero han sido incautos... Mi suegro está de bureo con Águeda, y mientras tanto la miserable Marcela está cenando con el miserable Juan García, ¡y en aquella casa! Yo la compré: es mi castigo... Todo lo que me ocurre es mi castigo... ¡pues bien!, me rebelo, y supuesto que ahora me corresponde ser juez voy también a castigar sin piedad y sin compasión. Han sido incautos, porque en aquella casa puedo entrar porque tengo llave. Es un detalle como los de las comedias, que muchas veces parecen inverosímiles y son reales. Es lo lógico, lo implacablemente lógico, que se llama fatal, porque la vida es rueda de noria que mueve el demonio, y en la cual estamos los humanos unos detrás de otros como los cangilones, tan pronto al sol como en lo profundo del pozo.
Me debo ir: ya estarán consumando su empresa y gozándose en el éxito de su infamia. Guardémonos la llave... ¿y si Águeda cambió las cerraduras? Entonces los sorprenderé valiéndome de los agentes de la autoridad. Ya sé que allí están Juan y Marcela. Vamos, Luis: los hombres que saben sufrir saben vencer.
Y salió a la calle, y volvió de nuevo a subir en el tranvía. Ya no estaba tan animada la Plaza de Palacio. Los desocupados se habían retirado a los casinos y a los espectáculos públicos, y sólo cruzaban aquella grandísima explanada los que se dirigían hacia el puente de Juarro buscando su expansión y su descanso en el Granburgo democrático del otro lado del río.
Pasó Luis por el puente y llegó a la calle de García Santos. Los alrededores de la casa de Águeda estaban oscuros y silenciosos. Las puertas vecinas lo eran de cocheras, y Luis recordó que aquellos silencios y oscuridad le habían servido para espiar si le seguían cuando iba a visitar a Águeda.
La luz del portal lo iluminaba tenuemente, contrastando con la que alumbraba el cochitril donde los porteros estaban refugiados huyendo del frío.
Luis comprendió que no podría llegar a la escalera sin ser visto por el conserje, que éste le detendría, y que...
Hay que esperar... Con paciencia todo se alcanza. Esta llave abre también la puerta de la calle, y si no salen antes de que la cierren entraré sin dificultad, porque el portero dormirá, como antes, en la buhardilla. ¡Antes! ¿Era yo más feliz? No lo sé. Sería menos desgraciado.
Hacia el extremo de la calle se sintieron los pasos de alguien que se acercaba, y Luis se ocultó en el dintel de la puerta próxima.
Creyó el capitán que aquella manera de andar no le era desconocida, y como al entrar en la casa de Águeda quedase iluminado el rostro del transeúnte, vio Luis que el recién llegado era su suegro. Conque dio Noisse dos pasos, y acercose al portal.
Comprendió Luis que don Cristóbal iba derecho a la portería sin dirigirse a la escalera, que abrían la puertecilla de cristales y que era el portero quien hablaba con el viejo Brether.
-Buenas noches, Felipe.
-Buenas noches, señorito.
-¿Qué? ¿No ha venido todavía?
-No, señor: ya le dije a usted antes que no volvería hasta muy tarde. Se marchó a las seis, y no ha vuelto.
-¿Y no dijo nada cuando se fue?
-La señorita ya usted sabe que no acostumbra decir adónde va. Quien está arriba es el señorito.
-Pues si yo creí que estaba de viaje.
-Saldrá mañana, pero ahora puedo asegurarle que está arriba; y más, que bajó recado la señora mayor diciendo que el señorito estaba malucho y que no recibía a nadie. Pero si usted quiere subir...
-No, no; me voy. Y no digas que he estado.
-No diré nada.
-¿Y Manuela?
-Salió con la chica.
-Se está poniendo guapa tu pequeña.
-Ya sentirá no haberle visto.
-Mañana, mañana. Adiós, Felipe.
-Vaya con Dios.
-Te callas, ¿eh?
-Vaya con Dios, señorito.
Se ocultó Luis, volviose don Cristóbal por el mismo camino por donde había venido, y se quedó el capitán con la cabeza febril y temblando de frío el resto de su cuerpo.
Están los dos arriba, y este viejo vicioso pregunta por Águeda, que cenará con otro amante, y yo voy a ponerme malo si sigo a la intemperie. Calma, Luis, calma. Ya sabes que están arriba. Ya subirás.
Volviose el portero a su garita, sacó de ella un taburete, lo puso debajo de la farola, y subido en él cerró la llave del mechero, y Luis notó en el reflejo que producía la acera que la luz del portal había disminuido.
Después juntó Felipe las dos hojas de la puerta y dejó entreabierto el postigo.
Dios te lo pagará, pensó Luis: así podré pasearme por la calle sin que me vean.
Pero Felipe salió de la casa frotándose las manos y levantando el cuello de la librea.
Este va a sorprenderme en mi escondite. ¡Demonio de hombre!
El portero se colocó en medio del arroyo y orinó tranquilamente; y como viese que la calle estaba solitaria, fuese hacia la esquina, donde unas cortinillas rojas, iluminadas vivamente, denunciaban que allí había una taberna. Y en ella se entró.
Esta es la mía, se dijo Luis; su mujer fuera y él bebiendo. En seguida, en seguida.
Y subió la escalera, procurando no hacer ruido. Llegó enfrente de la puerta de la habitación de Águeda, y palpitaba con violencia el corazón del capitán.
Procuró serenarse, y cuando se creía tranquilo sintió pisadas en el portal. ¿Si subirá alguien?
Pero Felipe se encerró en su habitación, y todo volvió a quedar en silencio. Ya se disponía Luis a introducir la llave en la cerradura, cuando oyó la voz de Águeda, que decía:
-Madre, ¿estás durmiendo la mona?
Nadie contestó y comprendió Luis que Águeda se alejaba por el pasillo murmurando: «la está durmiendo».
Entonces el portero miente. Y si Juan García está aquí y está también Marcela, ¿es posible que Águeda se rebaje hasta ese extremo? No puede ser. Y si están los tres, ¿voy a sorprenderlos? Sería absurdo. Pero puedo venir a hacerles una visita, he perdido el tren, he sabido que Marcela está aquí y vengo. Esto será extraño pero es disculpable. Por supuesto, que ahí dentro sólo está Águeda, los otros dos estarán en otra parte, y el portero ha dicho que estaba Juan García y que no estaba Águeda, porque no querrá ésta que la moleste don Cristóbal. Y si está sola Águeda, ¿por qué no he de entrar y lograr una explicación de su conducta? Y esto no me interesa y me pondría en ridículo. Lo que yo debo hacer es salir, aguardar a que llegue la hora del baile y allí... Alguien abre el postigo: será la mujer del portero. Por si acaso subiremos hacia la buhardilla.
Y Luis, comprendiendo lo ridículo de su situación, se decía: «En todos los grandes dramas hay un papel de gracioso».
Empezó a subir la escalera el que acababa de entrar, cuando se oyó la voz de Felipe.
-¡Señorito!
-¿Qué?
-¡Es Juan García!
-Arriba está don Cristóbal.
-¡Si está de viaje!
-No, señor, que vino hace buen rato.
-¿Y la señorita Marcela?
-No está, no.
-Si me acaban de decir en el hotel que el coche la trajo aquí.
-Y vino, sí señor, pero se volvió a marchar.
-¿A pie?
-Hizo venir un coche.
-¿Y qué dirección dio al cochero?
-Díjole que a la Plaza de los Museos.
-¿A casa de la marquesa?
-Será allí.
-Y don Cristóbal, ¿está arriba?
-Sí, señor; ¿va usted a subir?
-No. Hasta luego.
-Vaya con Dios, señorito.
Pero, ¿qué es esto? A ese portero le han enseñado su lección perfectamente. Desde luego, ya sé que Marcela no está con Juan García y que Águeda estará ahí con algún amante, y ha logrado que no suba ni García ni mi suegro. Y Marcela, ¿dónde está? Si fue a visitar a la marquesa se quedaría cuidándola, pero avisaría en seguida que el coche no viniese a buscarla aquí. Y el recado no le ha enviado todavía, porque ese danzante viene ahora de mi casa... Pero, además, si me consta por el recado de la marquesa, que esta señora no tiene hoy reunión, ¿por qué Marcela se ha vestido con traje de baile? Para venir aquí no será... Pues, ¿adónde?... De todos modos, yo debo marcharme; los enredos de Águeda no me interesan y debo estar donde me importe... Y sin embargo, me quedo con ganas de abrir esa puerta... Calma, Luis; aquí estás de sobra. Ya he burlado bastante la vigilancia de ese portero, que merecía ser polizonte... Ahora saldré como... Otra vez hay ruido en el portal.
-¿Quién es?
-Soy yo.
-¡Ah! ¿Sois vosotras?
-Creí que habrías cerrado.
-¿Qué hora es?
-Las diez.
-Cerraremos. Nada han advertido.
-Mira qué pendientes le ha regalado a la chica su padrino.
-Vamos adentro.
-¿Quién hay arriba?
-La señorita y la señorita Marcela.
-¿Solas?
-Figúrate: y lo de aquí.
Acercose Luis a la puerta con el cuerpo tembloroso y el rostro lívido; cuidadosamente introdujo la llavecita dentro de la cerradura, y hubo un destello de alegría en aquel semblante al comprender que la llave funcionaba sin dificultad.
Abrió la puerta y entró. Se respiraba dentro de la habitación una atmósfera nauseabunda, donde estaban mezclados los olores de los guisos, del vino y del humo de tabaco.
En la alcoba del pasillo roncaba estrepitosamente Mari Antonia. Luis, como un ladrón, tuvo miedo del silencio, y se estremeció cuando oyó la voz de Águeda, que hablaba en el gabinete.
-Hay que ponerlas así. Ya verás, ya verás.
Llegó a la puerta de escape de la alcoba, cuyas vidrieras estaban abiertas. Sobre una de las camas, intactas, se hallaba el abrigo de Marcela.
Aquí fue, se decía Luis, y su mano derecha oprimía convulsivamente el revólver, mientras la izquierda seguía abierta, en esa espantosa posición en que se vuelven frías las manos de los ahogados.
-Es así, ¿te acuerdas?
-¡Ya lo creo!
Oyó Luis la voz de su esposa, y comenzó a mirar por la abertura que separaba las cortinas del gabinete.
Allí estaban Marcela y Águeda, pero solas.
En el suelo y sobre los muebles había platos sucios y fuentes con manjares empezados.
Encima de la mesa copas, botellas de champagne y de licor y los codos de Águeda, que fumaba e iba colocando naipes sobre el tapete.
Las dos mujeres estaban descotadas, y el capitán veía perfectamente el seno de Águeda y la espalda de Marcela.
Allí estaban los dos cuerpos que Luis había estrechado con inmenso cariño entre sus brazos.
Aquella carne oscura y aquella carne blanca debían ser olvidadizas o conservar aún la huella de los dientes de Luis, que por primera vez las veía juntas y las contemplaba absorto.
Sospechaba que aquellos seres no cometían otro delito que el de haberse proporcionado una alegre cena, y que si iban al baile sería para salir solas y divertirse un rato contemplando la extraña fiesta.
Esto era una travesura perdonable, y Luis pensaba que si las dos llegaban a emborracharse sería él quien las llevase a bailar. Así, con la esposa y la querida, conquistadas de nuevo. Un contubernio horrible, creado por el vino. Otra travesura.
Pero sentía que le mordían en el estómago y que el frío, que mantenía encogido su cuerpo, no estaba justificado ni por el calor de su cabeza ni por la temperatura de la habitación.
Y mientras esto pensaba Luis, había ido Águeda colocando sobre la mesa unos cuantos naipes.
-Ya ves que es así.
Aquel tuteo hizo fruncir el ceño al capitán.
-Ahora cojo este otro montón. ¿Te acuerdas de aquella vieja que nos echó las cartas en la calle del Triunfo?
-¡Qué cochina!
-La que acertaba era la Coja.
-Esa, sí.
-Veremos si acierto yo.
-Dame champagne.
-¡Borracha!
-¿Y tú?
-Yo resisto mucho.
-Y yo.
-Porque bebes poco.
-Anda, a ver lo que sale.
-Aquí sale dinero.
-No me hace falta.
-Porque tienes una mina.
-Que explotamos las dos.
-Gracias.
-Más quisiera tener, para dártelo todo.
-Y sale una muerte.
-No saques tristezas.
-¡Si son las cartas!
-Porque no las sabes echar.
-Aquí viene un rey, que trae una mala noticia.
-Si es una impertinencia, la traerá mi marido.
-¡Pobre señor!
-Defiéndele. No conozco un ser más estúpido.
-¡Un artillero!
-Pero no ha descubierto la pólvora.
-Pues él habla de todo.
-Pero no entiende de nada.
-Quizá sí.
-Un tenorio de plazuela.
-A otro asunto.
-Por mí, que lo ahorquen.
-Mejor estaríamos si estuvieses viuda.
-Y tú.
-Pues aquí viene una viudez.
-¿Quién revienta?, ¿el tuyo o el mío?
-Estará debajo: este montón es por lo que espero.
-Busca en ese otro.
-¿En cuál?
-Por lo que quiero.
-Aquí no hay viudez. Aquí hay un niño.
-Pues no tengo gana de nenes.
-Haces bien.
-Ni la tuve nunca.
-Yo sí.
-Por eso lo tienes.
-Creí que me serviría para algo.
-Para nada.
-Y cada vez que me acuerdo de su padre me entran ganas de estrellar a la criatura.
-¡Pobre García!
-Dejemos eso, y bebe conmigo en esta copa.
-Los hombres son unos canallas.
-Debían estar como los perros, para lamer las salsas.
-Otro traguito.
-¿Quieres que me emborrache?
-Sí.
-Pues dame un beso.
-Estaba deseando que me lo pidieses.
Y Marcela saltó sobre las rodillas de Águeda.
Adelantose el faldón de la cortina, primero con lentitud y después rápidamente; huyeron hacia el balcón las dos mujeres, y cuando la cortina volvió a su posición normal dejó al descubierto el cuerpo de Luis, cuya cabeza quedó con la barba apoyada sobre el suelo, mostrando a las espantadas mujeres el rostro lívido de aquel desgraciado.
II
Cayó la mitad del cuerpo de Luis dentro del gabinete, y quedose la barba apoyada sobre el suelo como si pretendiese el accidentado mirar a las dos mujeres.
Águeda se serenó rápidamente, y la esposa de Noisse agarrose a una mano de su amiga, vio aquella cabeza, que parecía brotar del suelo, cerró los ojos y lanzó su entreabierta boca una espuma blanquizca.
Comprendió Águeda lo que había pasado, y quiso desasirse de Marcela para acercarse al capitán, y empezar a resolver aquella situación. Pero los dedos de su compañera no cedían. Entonces llamó a Mari Antonia, y entre ambas colocaron a Luis sobre la cama y sujetaron a Marcela, que se retorcía convulsivamente, y revolcándose por el suelo besaba los pies de Águeda pidiendo perdón.
Después, cuando hicieron desaparecer el desorden de la casa, ataron los brazos de Marcela, la pusieron un pañuelo sobre la boca y la encerraron en la despensa. En seguida empezaron a calcular la solución más oportuna, teniendo en cuenta que don Cristóbal y Juan García estarían seguramente en el campo.
Pero en aquellos instantes abrió el sereno la puerta de la calle, fuéronse madre e hija hacia la escalera, y vieron que el que subía era don Cristóbal. Águeda no ocultó nada; dijo la verdad con rigurosa exactitud, y el viejo cínico oyó el relato murmurando entre dientes: «Nos habéis perdido».
-¿Y Juan?
-No le he visto.
-Y tú, ¿no ibas fuera?
-Ese era el proyecto.
-¿Entonces?
-Se deshizo. Según parece, todos teníamos nuestro plan. Yo vine antes y no estabais.
-Es que no queríamos compañía.
-Y a éste le recibisteis.
-Entró él solo.
-Pero, ¿cómo?
-Tenía llave.
-¿Que tenía llave?
-Sí; desde hace mucho tiempo. Desde antes de casarme yo.
-Luego, tú...
Y el miserable se quedó mirando a aquella mujer, que en veinte años había llegado a ser más astuta y más canalla que todo un Brether en cincuenta.
-Pero, ¿también te has vuelto loca?
-No; yo estoy muy firme y deseando que acabe esto para saber a qué atenerme.
-Pues yo no veo solución.
-Pues usted la ha de ver.
-Llamaremos a Bautista, que es de confianza, meteremos a Marcela y a Luis en un coche y los llevaremos a casa.
-Pero con Bautista no hay bastante...
-Vendrá también el cochero. Esa gente se calla si cobra.
-Después de todo, no hay por qué guardar misterio. Se dice que Marcela se puso mala y que Luis se accidentó al ver enferma a su esposa.
-Nadie lo creerá, pero nadie se atreverá a negarlo.
-Pues, listos.
-El caso es que yo quería aprovechar esta ocasión para perder a tu esposo.
-Pero, ¡qué ruin eres! ¡Y qué tonto! ¿No ves que todos estamos perdidos?
-Por vosotras.
-Y a nosotras, ¿quién nos perdió?
-Bueno, bueno. Vamos a arreglar esto.
-Pues que vaya mi madre a avisar a Bautista.
-Iré yo también.
-Si vas tú no va ésta, porque yo no me quedo sola con una loca y un medio difunto.
-Pues iré yo.
-Y no te fugues, porque te verán salir de casa, y si tardas doy parte al juez, diciéndole que tú eres el autor de todo esto.
-Y serías capaz...
-Tu querida es capaz de todo.
Y Águeda se quedó mirando tan fijamente a don Cristóbal, que éste bajó los ojos, y abriendo la puerta salió a la escalera murmurando:
-Voy, voy.
Hízole la morena un grosero gesto de desprecio, y después, dando una palmada en el hombro de su madre, le dijo así:
-No te achiques. Hay que saber nadar y guardar la ropa. Ya hemos nadado. Ahora hay que hacer lo otro. Sí, mujer, lo otro. Hay que guardar la ropa. La ropa y las alhajas... Despierta, que aún estás dormida... Ayúdame a traer a la sala los dos cofres.
Y después, cuando ya los dos cofres estaban preparados y abiertos, empujó Águeda a su madre, la llevó al recibimiento, y le dijo:
-Escucha bien. Ahora vas a casa de Célica, y la dices que envíe en seguida, pero en seguida, un carro de mano con dos hombres. No hagas tú el encargo porque lo harás mal. Que lo haga ella, ¿sabes? Y dile, que esta noche vamos a dormir a su casa... Y que vaya el marido de la señora Basilia la trapera... Oye, si te dice que para qué, le dices que es para embargar mañana todo lo que quede aquí.
-¿Para embargar?
-Calla, y vete.
Quedó Águeda sin más compañía que Luis, inmóvil sobre la cama, y Marcela, que daba con su cuerpo contra la puerta de la despensa y producía gruñidos que revelaban su desesperación.
Águeda empezó a trasladar los cofres, con esa seguridad que garantiza la rapidez, sus vestidos, su ropa blanca y sus alhajas, entre éstas las que Marcela había traído puestas aquella noche.
Entró en su alcoba para recoger de la mesita un candelero de plata, y como viese a Luis tendido en una posición extraña, que revelaba que él no se había echado, tuvo sospecha de si habría muerto; puso atención, y cuando se convenció de que Noisse respiraba, dijo:
-¡Desgraciado! Has venido a matarte cuando yo trabajaba para dejarte viudo. Vive, que si vives yo te juro que lograré el triunfo en mi empresa. Después se vistió un traje de calle, cerró los cofres, y se sentó murmurando:
-Ese bestia de Cristóbal va a venir antes que el carro. Está visto que mi madre no sirve para nada.
Pero llegó antes el carro, y con él esta carta de Célica: «Nena mía: Tú sabes que eres la amita de esta tu casa.
»Tu madre se ha debido detener muchas veces en la calle antes de venir, y ha llegado en tan mal estado que aquí se queda. No sé lo que te pasa, reina del mundo, pero no voy por si te estorbo. Pero si te hago falta, que me avises».
[...]
-Mejor estoy sola. Me basto.
Acababa de marcharse el carro cuando llegó don Cristóbal acompañado de don Teodoro, Bautista y el lacayo. El coche aguardaba en la calle.
Águeda protestó de que el suceso se hiciera público, pero don Cristóbal se excusó con la responsabilidad que le correspondería si desde el primer instante no estuviera presente el médico. Este y los criados prometieron guardar silencio, y oyeron la relación de Águeda, que les refirió la escandalosa disputa que habían tenido Luis y Marcela, a pesar de los esfuerzos que ella y su madre habían hecho para apaciguar a los dos esposos.
Después empezaron a trasladar los enfermos al coche, y mientras duró esta faena no cesó Águeda de sollozar, repitiendo: «¡Qué disgusto me han dado abusando de mi amistad!»
Antes de partir el carruaje llamó a don Cristóbal, y le dijo:
-Dame dinero.
-Ahora, no tengo.
-Sí que tienes.
-Te podré dar cien pesetas.
-Necesito dos mil. Ayer ganaste en el casino. No seas tacaño.
-Pero yo también necesito...
-Ahora heredarás.
-No sé.
-Procura arreglártelas. En fin, dame eso.
-Te lo doy, pero no abuses.
-Si esto no es abusar.
Y cuando todos se habían marchado, bajó Águeda la escalera y mandó al portero que no cerrase la puerta de la calle, y que advirtiese a Juan García que en casa de doña Célica le darían un recado.
Después se fue al boulevard Shalañac, y en la primera estación de carruajes públicos que encontró, subió a un coche, y dijo al cochero:
-Plaza del Marqués del Mantillo, hotel número 18. Entre usted dentro del jardín.
Don Teodoro se encaró con don Cristóbal, y le anunció que no se marchaba a su casa porque el estado de Marcela era grave; y el de Luis, gravísimo.
-Por esta vez he prescindido de hacer ensayos con los nuevos procedimientos, y me he atenido a mi sistema, en el que tengo fe. Se trata de salvar a dos seres que quiero como a hijos míos y no debo hacer locuras. Ya usted ve que a los dos les he sangrado yo mismo, cosa que ya no hace el inédito que se estima. Luis sigue igual, pero Marcela se ha quedado muy tranquila.
-¿Qué esperanzas tiene usted?
-Amigo mío: el diagnóstico sólo lo dicen los sabios, pero el pronóstico sólo lo conocen los profetas. De todos modos, la situación es grave.
-Sobre todo, para mí.
-¿Se siente usted mal?
-Es que me encuentro obligado a hacer un viaje, y no sé cómo estar en todas partes.
-Pues yo necesito una persona de la familia con quien poder entenderme.
-De la familia no es posible, porque sólo tenemos parientes muy lejanos.
-Pero su viaje de usted, ¿durará mucho?
-Si no lo sé.
-Y, ¿no es posible suprimirlo?
-Imposible.
-Pues discurra usted.
-Ya he discurrido antes, y he encontrado una solución.
-Pues, venga.
-Avisar al padre Bernardo.
-Y, ¿quién es?
-Don Bernardo Cartridge, un antiguo jefe de artillería.
-¿Cartridge? Esos los conozco. El padre tenía una amante que la llamaban Ananá, pero no tenía nada de dulce.
-¿La probó usted, doctor?
-No señor; pero la asistí en un lance que contaré a usted más despacio. Conque, ¿se hizo cura el hijo de Cartridge?
-Es prior de un convento de Hijos del Evangelio.
-Pues basta con eso. Usted sabe que los médicos somos un poquito materialistas, pero yo encuentro la ciencia compatible con la religión, y aunque no soy gran creyente, toda mi clientela me ha venido por la iglesia, y... vamos viviendo.
-Está bien.
-Ya ve usted. Dufrouol es amigo mío, me ha llamado para que le visite, y no he ido porque es republicano. Esta es mi línea de conducta.
-Don Teodoro, creo que nos extraviamos...
-Por mí, no. Que venga ese fraile.
-Y, ¿cómo le aviso?
-Póngale usted un telegrama.
-Voy a ponerlo.
-Que vaya un criado.
-No, señor; quiero estar seguro de que se transmite, y además, necesito respirar el aire fresco de la noche. Estoy atontado.
-Pues, hasta ahora.
Y don Cristóbal se marchó a la oficina telegráfica del distrito, y telegrafió al padre Bernardo que Luis necesitaba inmediatamente de sus auxilios.
Después se fue a casa de Águeda, y el portero le enteró de que el señorito Juan acababa de marcharse con una maleta, y que le había devuelto la llave de la habitación.
-Me ha dicho que la señorita no volvía, y, por consiguiente, voy a cerrar otra vez la puerta porque ya son las dos. Para mí tengo que ha de estar en casa de doña Célica, porque allí fue el señorito por un recado.
-¿Allí?
-Sí, señor. Y diga usted, ¿qué es lo que ha pasado arriba?
-Nada.
Y don Cristóbal, sin meterse en más explicaciones, siguió el boulevard Shalañac, atravesó el puente, y llegó al hotel de Célica.
La bella cantora recibió al viejo, y le dijo que Águeda le había enviado una tarjeta suplicándole advirtiera a Juan García que le aguardaba en la estación del ferrocarril del Sureste.
-Y no sé más.
-Es decir, que se han marchado juntos.
-Así creo.
-Pero esa mujer es una infame.
-Según veo, está usted enterado de lo que ocurre. Cuénteme usted qué es ello.
-No, señora; no sé nada. ¿A qué hora sale el tren?
-¿Cuál?
-El del Sureste.
-Salen trenes cada diez minutos. Según a dónde vayan...
-Adiós.
-No le invito a usted a que se quede, porque estoy sola.
-Adiós, adiós.
Pensó don Cristóbal seguir a Águeda, pero recapacitó que más le convenía volver a su casa, y supuesto que Luis estaba gravísimo, lograr que hiciera testamento a favor de Marcela, conque, si ésta moría, vendría él a ser heredero de todos los bienes de Noisse; y volvió a su casa cuando don Teodoro acababa de cenar opíparamente.
Juan García llegó a las diez de la noche a casa de Luis, y supo que la señora había salido. Aguardó un rato paseando por la calle y esperando que la casualidad le proporcionase una entrevista con Marcela para lograr el amor de ésta y comerse la familia Brether Noisse por los cuatro costados.
Pero se cansó de pasear: fue a su casa, donde supo que Brether estaba con su mujer; se marchó al casino, y cuando volvió al hotel, le dijo el portero con mucho misterio que a sus amos los habían traído enfermos desde la casa de la señorita Águeda.
Entonces, Juan García fue a su casa, y de ésta a la de Célica.
Allí supo por la hermosa celestina que Luis y Marcela habían sido asesinados en casa de Águeda, que ésta había huido al Fóculo en el segundo expreso, dejándole dos mil pesetas para Juan García, que a él le buscaba la policía, y que debía recoger su ropa y marcharse inmediatamente.
El sol atisbaba entre los castaños del jardín imperial, contemplando una madre borracha; dos prostitutas calculando futuras ganancias; una loca, que agonizaba; un viejo, acechando una herencia; un hidalgo, de baja estofa, huyendo al Fóculo; a Luis inmóvil, y a don Teodoro roncando mientras hacía la digestión.
Eran también las cuatro de la mañana, cuando llegaban a Enlace, y al mismo tiempo, el correo descendente que iba a Granburgo y una tartana tirada por una mula cubierta de sudor y de polvo que venía de Villaruin sin detenerse en Parada.
Bajaron de la tartana dos frailes, tomaron a la carrera sus billetes, montaron en el tren cuando éste empezaba su marcha, y el sentarse rompió a llorar el más joven.
-Padre Bernardo, hay que ser fuerte.
-Ahora lloro de alegría, hermano mío, porque hemos alcanzado el tren. Creo que sabré cumplir después con mi obligación, y si no es así, recuérdamelo, que yo te lo agradeceré.
-¿Estáis afectados?
-Si no sé lo que le pasa a Luis.
Lo sabía el sol que los alumbraba, pero el sol calla lo que somos los humanos, porque de lo contrario le obligarían los demás astros a cambiar de sitio y a dejarnos a oscuras.
III
Y después de tres días que pasó Luis siendo presa de ese horrible estado que, con tanta exactitud, se llama delirio, llegó el instante en que, terminado un sueño tranquilo, abrió el enfermo los ojos y se dio cuenta de que estaba en su cama.
Entre los entornados postigos de la ventana pasaba un brillante rayo de luz, y Luis, recordando que siendo de noche había perdido la razón, dedujo que su enfermedad debía ser grave.
Comprendió que no podía moverse, que su cabeza estaba rodeada de algo muy frío que le sujetaba a la almohada, que sus pies ardían, que sus brazos parecían llenos de picaduras y que no tenía fuerzas ni para moverse ni para pensar mucho tiempo en estas cosas. Cerró otra vez los ojos y quiso volver a recordar aquella originalísima danza de estatuas blancas, rojas, negras y doradas; pero después dedujo que la danza había sido una pesadilla y que le interesaba ocuparse de la realidad. De nuevo quiso moverse, pero sólo pudo imprimir movimiento a sus manos que se levantaron pesadamente.
Los objetos que le rodeaban le convencieron de que estaba en su cama y en su casa, pero, ¿quién estaría con él? Hubiera alzado su cabeza para mirar alrededor del lecho, pero su cabeza estaba fija.
Y volvió a cerrar los ojos y a reconstituir la historia de su desgracia. Recordaba perfectamente la escena en casa de Águeda, y fue haciendo el recuerdo más perfecto y sutil hasta recordar que perdió el conocimiento y cayó sobre la alfombra.
Era claro que de allí le trajeron a su casa, ¿y Marcela? ¿Estaría cuidándole?
Se decidió a llamar, ¿a quién?, ¿con qué palabra?; y, ¿tendría voz? Movió la lengua, y, hallándola seca, dijo inconscientemente:
-Agua.
En seguida, y sobre la línea de aquel relativo horizonte que abarcaba la mirada de Luis, apareció lleno de grandeza, con el burdo hábito sobre los hombros, la cruz de hierro al pecho, la calva frente y la canosa barba, el busto del padre Bernardo, el santo prior de los Hijos del Evangelio.
Atravesó el fraile la estancia, dio el rayo del sol sobre aquella figura austera, que parecía enviar su luz al cielo, y acercándose a la cama, con un dedo puesto sobre los labios, miró al enfermo y sonrió con esa dulcísima sonrisa que debe ser don de Dios y es privilegio de los hombres justos.
Bebió Noisse, secó el padre los mojados labios, y después de besar el crucifijo que colgaba de su cuello lo acercó a la boca de Luis y alzó lentamente la diestra, seca y pálida, como para indicar al desgraciado que el beso que se le pedía era para un Dios tan fuerte y tan humilde como el hierro de aquella cruz.
Besó Luis; desapareció la figura del fraile en el oscuro gabinete, y el enfermo, conmovido, sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas y las dejó correr sin rubor, porque los más esforzados tienen derecho a llorar de alegría.
Y fue inmensa la alegría que inundó el alma de Luis, porque aquel hombre que le acompañaba era la mejor garantía de la curación del cuerpo enfermo y de la salvación del perturbado espíritu. Era el único ser que podía sustituir en aquel trance supremo a la madre de Luis Noisse.
¡Cuán cierto es esto! Bástanos para afirmarlo juzgar sin pasión todos los acontecimientos de nuestra existencia. La madre en nuestra infancia y el sacerdote en nuestra vejez. Entre una y otro, esa lucha bárbara que se llama vida. En los primeros años no sufrimos un dolor que no tenga inmediato remedio, y es nuestra madre quien nos consuela, quien por amor a sus hijos domina sus mezquinas pasiones de mujer, y despreciando sus debilidades se revuelve contra las desgracias y las anula o las dulcifica, luchando con asombrosas energías del cerebro y de los músculos.
Después, al sentirnos impotentes para lograr las menores cosas, nos admiramos de aquella viejecita que todo lo lograba para nosotros.
Llega el momento de las luchas encarnizadas, medimos la importancia de nuestros enemigos y nos convencemos de que el más débil es quien está solo, y entonces tratamos de hacernos más temibles y buscamos a la mujer no para gobernar nuestra hacienda ni para sobar nuestro cuerpo: la buscamos para que sea madre, y cuando ya lo es la respetamos como se respeta lo útil, y no como divierte lo hermoso.
Y allí donde faltan nuestra madre y la de nuestros hijos, está el sacerdote de la religión cristiana, la religión de la esperanza y del consuelo, la que más se encarna en el sentimiento del hombre.
Por eso es necesario recordar constantemente al sacerdote y a la mujer la alteza de su misión. Por eso es necesario respetar a la madre honrada y al sacerdote virtuoso, y por eso es necesario, de precisión absoluta, no desmayar ni por cansancio ni por terror en la noble empresa de coger todo el lado de la calle y todo el cieno del lenguaje y lanzarlos sobre esas bestias que prefieren ser prostitutas a ser madres, y esos animales groseros que disfrazan a Satanás con manteos y tonsura.
Entró el padre Bernardo en el gabinete, hincose de rodillas y comenzó a rezar sigilosamente con gran fervor y con completa tranquilidad, porque estaba seguro de no ser interrumpido.
Sonó el timbre del reloj marcando las tres de la tarde, y el fraile se levantó, acercose al lecho, llevando en sus manos una botella y una cuchara, e introdujo la medicina en la entreabierta boca de Luis.
Abrió éste los ojos, miró a su enfermero, y dijo con acento conmovido:
-Gracias.
Sonrió el padre con su dulcísima sonrisa, y repuso:
-A mí, no, Luis; a Dios.
Y colocando de nuevo su dedo sobre sus labios, impuso silencio al capitán parlanchín.
Y, como era lógico, entre la robustez de Luis y las atenciones del fraile, lograron que el enfermo convaleciese rápidamente.
Pero a medida que sanaba el cuerpo, iba haciéndose más grave el estado del espíritu.
En el gabinete no entraba nadie más que el médico y el padre Bernardo, y ambos parecían convenidos en no hablar sino lo estrictamente preciso.
El padre dormía en el sofá, y salía de la habitación cuando necesitaba alguna cosa, y una vez que, aprovechando una de estas salidas, abrió Noisse la puerta, se encontró detrás de ella otro fraile, que le saludó cariñosamente abandonando el rosario que tenía entre los dedos.
Cuando volvió el padre Bernardo, le preguntó Luis con aire de buen humor:
-¿Has trasladado aquí el convento?
-Bah; eso no te interesa ahora.
-Pero comprenderás que ya es lógico que me entere de mi situación.
-¿Piensas hablar mucho?
-Lo que sea necesario.
-Pues déjalo para mañana. Y para el mañana se iba dejando todos los días.
Pero llegó una fría tarde de invierno en que el sol no hizo su diaria visita a la alcoba de Luis, y notando éste la ausencia, dijo el fraile:
-Hasta el sol suele olvidarse de los hombres; el único que nunca se olvida es Dios.
-Él te pague lo que has dicho.
-Ya sé que lo pagará.
-Me alegra mucho oírte hablar de esa manera.
-Y me asombra que te extrañe.
-Te creía menos religioso.
-¡Yo!
-¿Me he engañado? Pues celebro el engaño.
-¿Te niegas a discutir?
-No; pero aquí lo que importa es tu declaración: ya la has hecho, conque, punto concluido.
-Lo que tú quieres es que yo no hable.
-También es cierto.
-Pero, ¿voy a estar así toda la vida?
-Mientras te convenga.
-Ya no hay cuidado.
-¿Y si te equivocas?
-Te aseguro...
-Vamos a hacer la prueba. Supuesto que tu cabeza está tan firme, liquidaremos.
-¡Liquidar!, ¿el qué?
-Cuentas... Sí; no pongas mal gesto. Me interesan todos tus asuntos, pero el ajuste de nuestras cuentas me está apremiando... Te suplico que no me juzgues egoísta, pero hay que probar la resistencia de tu cerebro, y así la probaremos.
-¿Y de qué son esas cuentas?
-De lo que he gastado y he cobrado.
-¿Y serás capaz de hablarme de eso?
-Y tan capaz; después hablaremos de lo que quieras.
-Pero, de cuentas no.
-Es que te resistes a que probemos...
-No, no. Tengo empeño en demostrarte que estoy sano.
-Pues, escucha.
-Tendré paciencia.
Sacó el fraile un cuadernito de entre los hábitos, y empezó a rendir cuentas de esta manera:
-Yo llegué aquí el 24 por la mañana.
-Pero, ¿quién te avisó?
-Ahora no hablamos de eso... Lo primero que hice fue despedir a las criadas, y les pagué veintidós pesetas, por sus salarios, y además, otras veinticinco pesetas a cada una. Me alegro de que este sobresueldo no te extrañe porque ahora no te hubiese dado explicaciones.
Al día siguiente despedí al cochero, porque se presentó borracho y con un chaleco encarnado. Le di cuarenta y cinco pesetas, y setenta y cinco que le había dado antes, son ciento veinte. Ya sólo queda Bautista.
-Tiene sus defectos, pero es fiel.
-Aquel mismo día despedí a tu médico, que me pareció muy aficionado a la ciencia añeja, y aunque se incomodó mucho, fundándose en que había asistido a tus abuelos, accedió a presentarme la cuenta, y se la pagué. Seis visitas: ciento cincuenta pesetas. Ya ves que para cobrar ha progresado.
Tu médico actual te ha hecho, hasta anteayer, dos visitas diarias, y no temas que...
-Estarás convencido de que tus cuentas me aburren.
-Eso me prueba que no tienes la cabeza firme.
-En definitiva, ¿estás resuelto a leerme todas esas anotaciones?
-Completamente resuelto.
-Pues, sigue.
-Englobaré las partidas sin importancia, pero aquí te quedan apuntadas.
-Muchas gracias,
-El día 27, cuando volviste a la razón...
-Según eso estuve delirando cuatro días.
-Tres y medio... El día 27 me encontré muy apurado, porque sólo me quedaban diecinueve pesetas de las quinientas que traje conmigo. No podía pedir al convento porque había quedado la comunidad sin un céntimo, y para pedir aquí tenía que dejarte solo. Además, aguardaba una cuenta que...
-Pero, ¿no has encontrado dinero mío?
-Sí; porque he registrado toda la casa. En tu escritorio tenías una cartera con quince mil pesetas.
-¿Te parece poco?
-Es bastante, pero esa fortuna se la llevó un sujeto, dejando un recibo que ya leerás.
-¿Quién?
-No es del caso.
-Pero, yo te puedo pedir que...
-Nada, nada. Te importa muy poco ese dinero, y sabes que cuando yo lo he dado está bien dado. Lo que tú quieres es meterte en honduras y eso no te lo consiento.
Volviose Luis, irritado, a mirar al fraile, y hallose con que éste le contemplaba, con tanto cariño y con tanta entereza, que Luis bajó la mirada, y dijo avergonzado.
-Perdona que te fuese a interrumpir.
-Pues ya te has perdonado.
-Tú.
-Yo, no; si quien perdona es la conciencia.
-Es verdad.
-Además, tenías en la levita que llevabas cuando te ocurrió aquello.
-Si no sé, hermano Bernardo, lo que me ocurrió.
-Nada, que te dio un accidente.
-¿Allí?
-Sí, allí.
-Y de allí me trajeron, ¿no es verdad?
-Sí, hombre, sí.
-Pero, ¿quién me trajo?
-Tu suegro.
-¿Y ella?
-¿Cuál?
Irguiose Luis y miró al fraile, como preguntándole si era posible la duda, pero el padre Bernardo tenía los ojos cerrados y murmuraba una oración.
Heláronse súbitamente las manos de Luis; aumentó la vehemencia de la sospecha que ya torturaba aquel espíritu y la sospecha se hizo certidumbre. Entonces se hizo la afirmación en voz alta.
-Ya sé que ha muerto.
-¿Quién te lo ha dicho?
-Luego, es verdad...
-Eres tú quién lo sabe.
-Por amor de Dios, no me tengas en esta horrible duda.
-Pero si es bien fácil saberlo.
-Pues, eso quiero.
-Lo sabremos en seguida. ¿La perdonas o no?
-Si ha muerto, sí.
-Si ha muerto, y Dios la ha perdonado, no está de más tu perdón; pero el mérito no es grande, porque, sin perdonarla, no adelantabas gran cosa. ¿O es que los humanos condenáis en rebeldía a los difuntos?
-Por Dios, contéstame.
-Si soy yo quien está preguntando. De modo, que si está viva no la perdonas.
-También.
-Dices eso de muy mala manera; y lo dices para averiguar pronto la verdad. ¿Estás decidido a perdonarla?
-Según.
-Pues nos quedamos sin saber lo que querías.
-Tú lo sabes.
-Es verdad.
-Y debes decírmelo.
-Eso, no. Se trata de un enemigo que no perdonas, y no debo decirte dónde está, si en la tierra o en el cielo.
-De todos modos, le perdono.
-Y, ¿cómo le perdonas?
-Prometo no vengarme.
-¿Y eso es perdonar?
-Lo es.
-No lo creas. La venganza es un delito que se comete con la atenuante o la agravante de que el agredido es de condición perversa. Casi siempre la venganza disculpa al delito que se quiere vengar. En cambio el perdón es el resultado de una virtud. Quien perdona, si lo hace por orgullo, es para hacer creer que las ofensas no le alcanzan; pero si perdona cristianamente, es que acepta la ofensa, y después, teniendo en cuenta la humilde condición del ofendido, la frágil condición humana del ofensor y el constante deseo de imitar a Dios, que todo lo perdona, perdona también él, y de este modo queda borrada toda huella del delito cometido. ¿Es así como tú perdonas a Marcela?
-Pues bien; te juro que así la perdono.
-Te creo, y te encargo que no jures sino cuando pretendas engañar a algún hombre. Ahora medita las consecuencias de tu perdón, y, si quieres, ratifícate en lo dicho.
-Ya presumo las consecuencias a que aludes. Pues bien; repartiré con ella mi dinero.
-¿Y tu casa?
-También, si es necesario.
-¿Y tu mesa?
-También.
-¿Y tu lecho?
-Es que me odia.
-Pues hazte amar.
-Y, ¿qué hice?
-Pues ha sido poco.
-Es bastante, y no hago más.
-Pues no has hecho nada. ¿Qué eres tú, comparado con Dios? Y ya ves, Dios es infinitamente misericordioso.
-También hay infierno.
-Pues no vayas a él, y perdona.
-Ya he perdonado.
-No, hombre, no. Si perdonar es borrar la huella...
-Yo no tengo culpa de tener memoria.
-Pues cada vez que te acuerdes perdona de nuevo.
-Eso es ser un santo.
-¿Y no quieres serlo?
-No puedo.
-¡Si no lo sabes! ¡Si no has hecho la prueba! Tenéis energías asombrosas para hacer el mal, y no tenéis perseverancia para ser buenos. Vamos. ¿Perdonas sin reservas?
-Dime que vive.
-Es que deseas cerciorarte de su muerte para presumir de justo perdonando a tu esposa.
-No es eso.
-Eso es, que lo estoy leyendo en tu conciencia. Y no es ese el único perdón que has de conceder, porque también has de perdonar a Águeda.
-¿A esa?
-A esa. Y no te incomodes, porque te advierto que todas vuestras leyes del pundonor y de la dignidad han quedado tan maltrechas, que no debes esperar de ellas buen consejo. ¿Has olvidado que Águeda es madre de un hijo tuyo? Y con ese hijo, ¿qué has hecho? Abandonarlo. ¿Qué dices? ¿Que lo cuida su madre? ¿Y eso basta? ¿No tienes tú dinero propio y caricias propias que dar a ese niño? ¿No comprendes que por tu educación han de ser tus cuidados el mayor encanto de aquel ser, que no tuvo culpa de nacer, porque la culpa es tuya? Y si mañana, por tu abandono, viviese tu hijo deshonrado y muriese envilecido, y tus remordimientos te acosasen y pidieses perdón a Dios y al muerto, ¿querrías que te contestasen: «No podemos perdonar, porque tenemos memoria?» Calla, Luis, calla. Hay que tener conciencia de nuestros pensamientos y de nuestros actos. Hay que ser malo o bueno, pero no ser hipócrita. Di que vas a tomar venganza, y medítala bien, para que no se burlen los miserables. O di, por el contrario, que perdonas y perdona bien, como querrás mañana que te perdone tu hijo. ¿Estás llorando? Dios te bendiga, porque eres bueno. ¿No es verdad que perdonas?
-Sí, perdono.
-¿Y perdonarás siempre que recuerdes?
-Siempre.
-Recuerda ahora. Piensa en lo que te hicieron. ¿Perdonas aún?
-Pues bien; perdono con toda mi alma.
-¿Cuidarás de tu hijo?
-¡Hijo mío!
-¿Y no le abandonarás en lo posible mientras viva?
-No le abandonaré.
-¿Tú sabes alguna de esas palabras con que el hombre se dirige a Dios? ¿No es verdad que sí, que sabes rezar? Pues bien, hermano mío, reza conmigo por el alma de Marcela.
Abriéronse desmesuradamente los ojos de Luis, púsose súbitamente en pie aquel cuerpo flaco y tembloroso, y cayó de nuevo sobre el sillón al mismo tiempo que el padre Bernardo doblaba sus piernas y empezaba a orar hincado de rodillas.
Y por la pasajera calle iban y volvían con ruido insoportable las pasiones humanas, llevadas por los vecinos de Granburgo, mientras en el lujoso principal de aquel hermoso hotel lloraba un cristiano y rezaba un fraile pensando en Dios y olvidándose del imperio.
IV
Pocos días después de la tarde en que supo Luis la muerte de su esposa, arregló el padre Bernardo su reducido equipaje y dispuso su vuelta al convento.
Almorzaban o aparentaban almorzar, cuando el fraile dijo a Noisse:
-Esta noche me vuelvo a Villaruin.
-¿Tan pronto?
-Llevo aquí muchos días, y allí estoy haciendo falta.
-Ya podrán pasar sin ti.
-Así es; pero yo no puedo estar sin ellos.
-No es que yo dude de que te necesiten.
-Pues no es error el dudar. Creo que mis hermanos sentirían mi ausencia; pero un convento vive con un fraile.
-Realmente habéis resuelto la aplicación del sistema socialista.
-No sé si ese será el nombre; quizá no, porque hay menos nombres que cosas, y éstas se designan desacertadamente muchas veces. Al fin, uno de los errores humanos es dar más importancia al nombre que al verbo.
-¡Son tantos los errores de los hombres!
-El error es uno sólo; pero sus manifestaciones son muy variadas.
-Es indudable que aún existe el pecado original.
-Ese lo lava el bautismo.
-Pero el bautismo es una fórmula.
-No, Luis; es un sacramento, y por consiguiente, imprime carácter: el bautizado puede entrar en el reino de los cielos. ¿No ves que Nuestro Señor Jesucristo expió por nosotros la terrible condena impuesta a todos los hombres?
-Según eso, después de esa expiación, la humanidad debía ser perfecta.
-¿Por qué? El indulto concedido a un reo no le purifica.
-Así debiera ser.
-No te entiendo.
-Me refiero a la purificación por medio de la pena.
-Eso será un finiquito de cuentas entre la sociedad y el reo, pero ahora hablamos de Dios.
-Dios perdona más fácilmente que los hombres.
-Y su perdón es incondicional, porque si tú supieses lo que se entiende por aplicación de indulgencias, sabrías que, después de obtenidas, pueden dedicarse a un difunto o necesitado de ellas, y vosotros siempre dais el perdón con la condición de sujeto, porque teméis, din duda, que os malversen vuestra raquítica misericordia.
-Las leyes están hechas por los hombres.
-¿Para quién?
-Para los hombres.
-Que no las hacen.
-Todos están obligados a cumplirlas.
-Unos las sufren y otros las eluden. No creas en esas virtudes exageradas. Si el más puntual y circunspecto de los hombres fuese el sol, muchos días nos quedaríamos a oscuras.
-Es posible.
-Y volvamos al tema. Cuando un hombre mata a otro, comete dos delitos: uno que llamaré social y otro que llamo moral. Para resolver las cuestiones relativas al primero, habéis inventado una complicada máquina, de que me ocuparé, si lo deseas. Respecto al segundo, el sistema es más sencillo. El delito moral es una ofensa hecha a Dios, que perjudica exclusivamente al ofensor. Para resolver esta perturbación del orden moral (e imito vuestra fraseología), basta con que Dios perdone la ofensa, y Dios está siempre dispuesto a perdonarla si el ofensor se arrepiente.
-¿Y por qué no la perdona sin condición?
-Te lo explicaré. Entendéis los humanos que lo que no se perdona, se castiga o se venga. Esto supuesto, Dios es siempre misericordioso, porque nunca toma venganza.
-Y el arrepentido, ¿qué ventaja logra?
-La gloria eterna.
-¿Y el que no se arrepiente?
-Es un soberbio.
-Pero, Dios también perdonará la soberbia.
-La perdona al arrepentido.
-¿Y al otro?
-No le castiga.
-Según tú, Dios nunca castiga.
-Nunca.
-Ahora soy yo quien no te entiende.
-Pues haré que me comprendas. Si cierras los postigos del balcón, te quedarás a oscuras. ¿Dirás, entonces, que la luz te ha castigado?
-No.
-Es natural. Además, si quieres ver la luz te basta con separar esas maderas. Si no las separas por soberbia, vivirás siempre a oscuras, sin que el sol tenga culpa de tus desdichas.
-¿Y si no las separo por ignorancia?
-Para eso estoy yo, para advertírtelo.
-Es que todos los sacerdotes no son como tú.
-Casi todos me superan en virtudes, pero, finalmente, todos los hongos no son venenosos, y bien sabe el hombre, para recrear su paladar, poner a un lado los nocivos y usar de los restantes.
-De modo que el ser humano es libre.
-Ante Dios sí.
-Luego, no niegas la voluntad.
-Sería absurdo que la negase.
-Pero la voluntad depende de la sensación.
-¿Qué sensación?
-La externa, producida por el medio.
-Y, ¿qué es el medio?
-La suma de los agentes sensibles.
-¿Los que producen sensación?
-Eso es.
-¿Y el entendimiento también dependerá del medio?
-También. Y la memoria.
-La memoria ya sé que depende del entendimiento, porque recordar es pensar en lo ya conocido.
-Luego suprimes una facultad del alma.
-No la suprimo; la respiración, y la circulación de la sangre, son dos funciones diferentes, y, sin embargo, si una se suprime en absoluto, la otra llega a terminar. Pero, no nos extraviemos. Si la voluntad es efecto del medio, o el entendimiento es nulo, porque no se manifiesta en acto, o el entendimiento es versátil como la voluntad y depende de la impresión. Es así que los deterministas, al crear el fatalismo psicológico, niegan la voluntad al hombre, y le hacen irresponsable, luego también le debieran negar el entendimiento y convertirle en bestia.
-Acaso el hombre sea una bestia.
-Pues si eso fuera verdad, sería la bestia más estúpida, porque el placer de las bestias es el ejercicio de sus funciones orgánicas, y la mezquindad orgánica del hombre aumenta todos los días. Si así fuera, esta sociedad que llamáis civilizada, sería presa de los pueblos salvajes, cuyos individuos, dotados de un extraordinario vigor físico, serían dioses para nosotros. Y sucede lo contrario.
-Porque tenemos cañones.
-¿Y el cañón le inventó un hombre sin inteligencia ni voluntad? Desgraciadamente, estas discusiones son estériles. Renuevo mi imagen anterior, y te repito que la humanidad se ha encerrado en un salón iluminado por la luz eléctrica. Abre las ventanas a las doce de la noche, ve el Firmamento oscuro, y cierra, diciendo: «No existe el sol. ¿Qué sería de nosotros si no hubiésemos inventado la luz?» Eso. No existe Dios; es un mito de los antiguos, la visión de una monja histérica o de un fraile anémico. No existe Dios; y la humanidad todo se lo debe a sí misma. Todo es materia. Hemos llegado hasta el problema de la ponderación de fuerzas, y si no lo resolvemos, haremos un sofisma o una ley empírica, y creeremos como verdad lo que sabemos firmemente que es mentira. Todo es materia. Vamos a hacer sacrificios ante el altar del nuevo Dios. Nada de ética y nada de psicología. Dadme el peso del cerebro, el ángulo este y la longitud de aquel nervio, y os diré lo que valgo, asegura el sabio, y después del examen queda el sabio colocado en el último lugar de la escala zoológica. Desengáñate, Luis, la humanidad se mira en un espejo cóncavo, se ve aumentada e invertida, y, por consiguiente, no sabe cómo es.
-Eso es escepticismo.
-En último extremo, será la dulce tristeza cristiana.
-Calla, ex artillero.
-Calla tú, por si te haces fraile.
-Ya he pensado en eso.
-Ten caridad y no te burles de mis hábitos.
-Lo digo en serio.
-Y, ¿para qué?
-No me lo explico. Quizá para huir de estas batallas de la vida.
-En el convento también se lucha.
-No sé con quién.
-Con las pasiones propias y con las ajenas.
-Pero hay seres buenos.
-Menos malos.
-Y aquí todos son peores.
-Entre vosotros existen también hombres llenos de bondad.
-No conozco ninguno.
-Pues yo te conozco.
-Yo no soy bueno.
-Ninguno es perfecto, porque ya convenimos en que el principio del mal existe. Pero tú no eres muy malo porque perdonas, y perdonas bien. Ahora sólo te falta arrepentirte para que te perdone Dios.
-Ya estoy arrepentido.
-No lo creo, y dispensa. El arrepentimiento necesita por base un alto concepto de Dios, un grande amor a Dios y un convencimiento profundo de la propia insignificancia. Ya sabes que arrepentirse para ganar el cielo o librarse del infierno no es arrepentirse. El perdón lo da Dios, pero no lo tiene concertado con el hombre.
-Eso es hermoso, pero difícil.
-No lo creas. El espíritu es más dócil que la materia, y ya sabes que un músculo se atrofia o se desarrolla con mucha facilidad. El hombre malo llega a hacer milagros de perversidad, y el que tiende al bien y en él persevera cada día halla más fácil el camino de la virtud. Decías antes que habíamos resuelto la aplicación del sistema socialista. -Valga el hombre por ser tuyo-. Lo único que hacemos los frailes es esforzarnos en amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Como todos nuestros pensamientos y nuestros actos están basados en el amor, hemos suprimido en el convento todos vuestros errores. No tenemos privilegios, ni hacemos justicia, ni hemos hecho del capital una condición cualitativa, porque todo lo que tenemos y lo que ganamos lo repartimos con los necesitados, a quienes reconocemos el derecho a disfrutar de ello. Además trabajamos mucho. Hemos hecho potable el agua que ahora usamos. Un trozo de terreno yermo lo hemos convertido en vergel de frutales. Nadie nos aventaja en el cultivo de la vid, y, sin embargo, no tenemos un cuarto: todo lo empleamos en limosnas y en educar a los chicos del pueblo. Ahora ya hemos pagado todas nuestras deudas.
-¿Debíais?
-Ya sabes por qué.
-¡Ah!, sí: entonces aplicasteis la idea socialista acerca de la propiedad.
-La idea de la propiedad es única.
-Pero alguien dijo que la propiedad era un robo.
-Luego si tenía la idea de robo, tenía la de la propiedad legal, y, por consiguiente, no dijo nada.
-En fin, que fuisteis socialistas; porque supongo que te referirás a la fuga del padre Francisco.
-No fue fuga. Salió del convento con un dinero que habíamos ahorrado para comprar una prensa. Y cuando le prendieron vuestras autoridades, yo me presenté, dije que aquel dinero era de todos y de cada uno y que el padre Francisco había hecho bien en llevárselo.
-Y no le harían nada.
-Pero insistían en que ese delito no se sigue a instancia de parte, y que, por consiguiente, nada teníamos que ver en el asunto. Hoy nos reímos cuando recordamos las aventuras que le sucedieron al padre Francisco, y por eso todos le queremos mucho.
-Bernardo, si no te conociese no te creería.
-Pero, ¿crees?
-Sí creo.
-Pues eso me basta.
-Te creo, porque...
-Porque crees. Ves como existe la voluntad. Pero no volvamos al tema. Llevamos mucho tiempo discutiendo, y, antes de marcharme, arreglaremos nuestros asuntos pendientes.
-Otra vez las cuentas.
-Otra vez. ¿Has repasado el librito?
-Ni siquiera lo he mirado.
-Pues ya lo verás. He economizado todo lo posible; pero he dado limosnas. Según he comprendido, antes no tenías esa costumbre. Pues te perdías el placer mayor que proporciona el dinero. Vamos a otro punto. En tu mesa de despacho tienes el recibo de don Cristóbal, y dos mil pesetas, resto de las dos mil quinientas y pico que trajo tu apoderado.
-Pero, ¿qué recibo es el de don Cristóbal?
-Esa es historia aparte.
-Será buena.
-Muy buena. Yo vine el 24 por la mañana. A las dos de la tarde murió Marcela. Espera un poco que voy a rezar.
[...]
Tú me perdonarás esta confianza. Hay diplomáticos que en público se rascan los oídos, y, sin embargo, parece mal que una persona rece un Padrenuestro estando en tertulia.
-A mí, no.
-Tú vas siendo hombre de juicio.
Y continúo. En el día siguiente se hizo el entierro, y aquella tarde -la del 25- me dijo don Cristóbal que no podía permanecer más tiempo en esta casa. Recogió su ropa, y me propuso hacer una declaración testificada renunciando al dote de su hija y a los derechos que pudieran corresponderle. Me enseñó una copia de la carta dotal, y aunque sólo importaba once mil pesetas, me avine a darle quince mil. ¿Hice mal?
-Hiciste bien; pero yo, además, le hubiera dado una paliza.
-Esa ya se la dará alguno más diestro que nosotros. Conque, ¿estás conforme?
-De todo. Pero me hablaste de tus apuros.
-Y los tuve; pero tu administrador llegó a tiempo.
-Pero te debo.
-Y por eso creerías que yo tenía prisa en ajustar cuentas.
-No, no por Dios.
-Pues me he equivocado, y perdóname si te he ofendido.
-Ya sabes que no me ofendes. De todos modos tu estancia aquí te ha originado gastos y éstos gravarán a toda la comunidad.
-Te sigo en tu razonamiento, y preveo el fin que va a tener; pero te equivocas. Lo que he gastado es mío, porque es del convento, y la comunidad se lo ha gastado a gusto porque lo he gastado yo. Además, tú, como todos los hombres, tienes derecho a lo nuestro. Finalmente, aguzas el entendimiento buscando una manera de las que llamáis delicadas para darme dinero.
-Pero, yo...
-Tú no entiendes de esto ni una palabra, y créeme, todo lo que hagas resultará, por lo menos, una tontería.
-Me callo.
-Lo que sí me debes es una ratificación de un compromiso que has adquirido, y esa ratificación te la reclamo.
-Di.
-¿Prometes cuidar a tu hijo mientras viva?
-Te lo prometo; Bernardo, te lo prometo.
-¿Perdonas a Marcela?
-Con toda mi alma.
-Pues yo, en el nombre de Dios Todopoderoso, te perdono el mal que has hecho, y te exhorto a seguir el camino del bien.
Y el padre Bernardo extendió sus manos sobre la cabeza de Luis, que cayó de rodillas, sintiendo en su corazón un inefable bienestar que le era desconocido.
Sexta parte : La Artuña
Habiendo observado que muchos perros se lanzan a los peligros detrás de sus amos, se suplica a los suicidas que lleven el perro atado a la mujer.
Cuando el padre Bernardo se marchó a su convento, notó Luis que le aguardaba la vida tristísima que proporciona la tenaz compañía de la soledad. Fue entonces cuando se dio cuenta exacta de que estaba viudo, de que su suegro se había llevado un puñado de pesetas y había dejado de ellas un recibo que pregonaba la indignidad de su conducta, y que, por tanto, don Cristóbal no volvería jamás a presentársele delante. Comprendió que después de la escena de su accidente en la casa de Águeda tampoco volverían ésta y su esposo a hacérsele visibles. Que era necesario tomar nueva servidumbre y conservar a Bautista, que demostraba su discreción y su fidelidad. Que sus amigos, enterados de lo ocurrido y acostumbrados a no verle durante la larga enfermedad, no irían de nuevo a saludarle para evitarse la molestia de pedir explicaciones acerca de lo pasado. Finalmente, el padre Bernardo se había ido, y Luis llegó a convencerse de que estaba solo.
Pero entonces, y examinando uno tras otro todos los lazos que le unían a la vida social, recordó que tenía un hijo que no llevaba el nombre de su verdadero padre, pero hacia el cual debían convertirse todos los afectos de su padre verdadero. Y asido a esta idea, que suponía objeto de actividad, y, por consiguiente pretexto para vivir, empezó Luis a soñar planes, mediante los cuales quedase atada para siempre la vida suya con la vida de aquel niño, y lograr de este modo el cumplimiento de un sagrado deber y la aspiración de hacer necesaria y amable la triste vida a que le lanzaban sus desventuras.
Recordó entonces que su hijo debía tener más de un año, y aunque no sabía el nombre de la nodriza, recordaba perfectamente que ésta vivía en Villaruin, y dedujo que, no teniendo Villaruin más de 500 vecinos, le sería facilísimo encontrar lo que buscaba.
Y después que hizo este razonamiento, apresuró su viaje, creyendo que cometería una falta gravísima si lo demoraba un solo minuto.
Así que a las seis de la mañana del siguiente día montó Luis en el correo que va a Merjolie, y a las diez de la mañana estaba en Enlace, donde tomó la diligencia, que le condujo a Parada en plenos de una hora. Allí logró que le facilitasen un caballo, y entraba en Villaruin antes que las campanas de la parroquia entonasen su piadosa salutación del mediodía.
Fueron facilísimas las investigaciones, porque en el pueblo todos sabían que la mujer de Catalino había criado un niño, que era hijo de una marquesa de Granburgo. También aseguraban todos que el niño había muerto, y aunque estos datos no eran completamente iguales a los que daba Luis, se decidió éste a verse con la mujer de Catalino, esperando que la tal nodriza conociese a las demás nodrizas que vivían en el pueblo.
Y guiado por un mozalbete, y soportando la estúpida admiración de los aldeanos, que le contemplaban con asombro, llegó a una callejuela estrecha y sucia, y después a la casa de Catalino, que era más estrecha y sucia que la callejuela.
No halló a nadie en la puerta de la casa, y como una vecina, movida por su curiosidad, se le acercase para averiguar quién era y a qué venía al pueblo tan elegante señorito, adelantose el zagal y dijo a la vecina con esa voz de gañán que parece siempre canto monótono:
-¿Sabe usted, doña Demetria, dónde está la tía Araña?
-No sé, pero se me hace que ha de estar en el pilar. Quien diría que está ahí dentro es el tío Catalino.
-Pues hemos llamado y no contesta.
-Mia tú, como que estará durmiendo.
-Pues ya son las doce -objetó Luis.
-Sí, señor, que están para caer; pero lo cual que el tío Catalino habrá tomado la mañana, como de costumbre, y la estará durmiendo.
-Y, ¿puede usted decirme si la mujer de ese sujeto ha criado un niño, cuyos padres vivían en Granburgo?
-Sí, señor; aquí es mismamente, lo cual que, para verdad sea dicho, ese niño murió irá para cuatro meses.
Sintió Luis vehementes sospechas de que su hijo hubiese muerto, y continuó preguntando:
-Y, ¿sabe usted quiénes eran los padres de ese niño?
-Pues una marquesa que debe tener mucho dinero.
-Y, ¿usted ha conocido a esa marquesa?
-No, señor; yo no la vide mayormente, y quiero decir que por aquí ninguno la habrá visto.
-Pues entonces, ¿por qué sabe usted que era marquesa?
-Porque pagaba muy bien, y porque lo decía la mayordoma que venía a ver la criatura.
-Y esa mujer, ¿cómo era?
-Pues una tía vieja, pero muy corriente, lo cual que, con perdón sea dicho, bebía como mi hombre, y mire usted que es beber.
Comprendió Luis que sus sospechas iban a ser realidades tristísimas, y volviéndose a su acompañante le dijo:
-Entra y despierta a ese, y que se levante.
Obedeció el chico, y apareció en la puerta un hombre bajo, flaco, más ennegrecido por la basura que por el sol, con los ojos encarnados, la barba sin afeitar, los labios rodeados de una línea morada, donde había vino y saliva seca, los pies desnudos, los pantalones rotos, la chaqueta sobre los hombros y las manos cogidas a las solapas de la chaqueta.
La curiosa vecina seguía parada, y Luis, impaciente por saber la verdad y conocedor de las astutas mañas de los labriegos, entrose dentro de la casa, cerró la puerta, enseñó una moneda de oro al tío Catalino, y le dijo:
-Esto es para ti si me cuentas la verdad.
Sobresaltose el palurdo al ver aquel inusitado aparato, pero en cuanto comprendió la oferta de Luis, se encogió de hombros y contestó tranquilamente:
-Pues si no es más que eso, ya puede usted ir preguntando.
-¿Tu mujer cría un niño?
-Es decir, que lo ha criado.
-¿Hasta cuándo?
-Hasta hará cuatro meses.
-Luego, ¿hace cuatro meses que ha muerto?
-No, señor.
-Pues, entonces...
-Le diré a usted.
-Es que quiero saber la verdad.
Y la voz de Luis parecía un quejido.
-Pues la verdad es que mi mujer se quedó sin leche cuando el chico llevaba tres meses con nosotros.
-¿Y qué?
-Pues nada, que la señora pagaba quince duros todos los meses para que criásemos al chico, y usted comprenderá que quince duros no se deben perder, mayormente cuando vienen a remediar una miseria como la nuestra, pongo por caso.
-¿Y qué?
-Pues que tomamos una cabra y la cabra lo criaba.
-Pero, ¿se ha muerto?
-Los dos.
-¿Quiénes son los dos?
-Pues él y ella.
-¿Y quienes son él y ella?
-Pues usted verá; la cabra le tomó mucha ley al chico, y venía mismamente a la cuna para darle de mamar, y más aún que hacía, porque hacía que se estaba moviendo la cuna para que el chico se durmiese.
-¿Y esa cabra?, ¿dónde está esa cabra?
-Pues ya le he dicho a usted que los dos.
-¿Que los dos se murieron?
-Es decir, que el chico se murió porque le vinieron las anginas, y la cabra se fue detrás del chico para el cementerio, y después se volvió a casa y olió la cuna, y después se volvió pá el camposanto, y como la puerta estaba cerrada, pues se dio un topetazo contra la puerta y ná, que se murió allí mismo.
Rechinaron los dientes de Luis, llevose las manos a la frente, cavose la moneda al suelo, y el taimado Catalino cogió aquel trozo de oro, se lo echó dentro de la faja, y abriendo la puerta dijo a la vecina y al chico:
-Parece que este señorito se ha puesto malo.
Y era verdad, porque Luis estaba pálido y convulso.
-¿Y tú qué tienes que ver con eso?
-Yo, nada.
-Pues, entonces...
-Pata.
Volvió Luis de su estupor, se dio cuenta de la situación en que se encontraba, y no porque dudase, sino para convencerse de la realidad de su desventura, preguntó al patán:
-¿Sabe usted cómo se llama la madre del niño que ha muerto?
-Sí, señor, que lo sé.
-¿Cómo?
-Pero no lo puedo decir, porque me han encargado el secreto.
-Pues lo dirá usted delante del juez.
Yo no, porque lo diré ahora mismo; se llamaba doña Águeda, y la mujer que venía aquí era la madre de ella, y se llamaba doña María Antonia.
-Está bien -contestó Luis, y echó a andar con paso inseguro.
-Oiga usted -gritó Catalino.
Pero Luis no le oía.
-Oiga usted, que todavía nos siguen pagando, pero por mí que se acabe cuando se acabe.
Y añadió dirigiéndose a la vecina:
-Ya está la mujer para parir.
-Y tan fuera de cuenta.
Buscaba Luis un sitio donde poder llorar sin ser visto, y como notase que le seguía el mozalbete, volviose a él y le preguntó:
-¿Dónde está el cementerio?
-Por aquí, caballero, por aquí.
Cruzaron el puente, rodearon el Foso del Purgatorio, y dando vuelta alrededor de la tapia, se hallaron frente a la puerta de entrada del camposanto.
-Pero habrá que avisar al tío Casto.
-¿Quién?, ¿el sepulturero?
-Sí, señor.
-Y, ¿vive muy lejos?
-No, señor; es decir, sí, señor; pero estará aquí al lado, en la huerta.
-Pues avísale.
Y mientras llegaba el tío Casto, quedose Luis pensando que le aguardaba solitaria vida, y comprendió que debía serle en lo sucesivo un suplicio horroroso e injusto, porque no se creía merecedor de tan cruel castigo.
Llegó el sepulturero, saludó con la humildad propia de quien cree encontrar una ganancia con su saludo, y abrió la puerta, y dijo a Luis:
-Pase usted; ya sé que viene usted por amor del niño que criaba la tía Araña.
Pasó Luis, y entró en el patio de los ricos; volviose al sepulturero, esperando que le guiase, y el tío Casto, señalando con la mano a la puerta que separaba los dos patios, dijo tranquilamente:
-Es en el corral grande, a donde van los pobres, porque no se le hizo entierro; como aquí nadie dio la cara, pues eso fue lo que pasó.
-Pero, ¿está enterrado en la fosa común?
-Diré a usted, aquí no hay fosa común; es decir, que todo el corral sirve para lo mismo, y a cada uno se le pone donde dice la familia, y si está ocupado, pues se desocupa, y el otro va al vertedero.
Sentía Luis que su razón huía apresuradamente, pero pudo contenerse, y preguntó con ansia indescriptible:
-Pero, ¿usted no recuerda dónde enterró a ese niño?
-Pues, la verdad, que murieron muchos por entonces, y como aquello no me valió nada, pues no hice reparo.
Tendió Luis su mirada por el ancho corral, creyendo que su instinto pudiera darle noticia del lugar preciso donde se pudría aquella carne, que era carne suya. Vínole al pensamiento la idea de que la pobrecita artuña no hubiera vacilado en aquella pesquisa, y hubiérase ido derecha a la sepultura del niño, y entonces comprendió Luis que el hombre, con toda su soberbia satánica, es en los actos más esenciales de la vida muy inferior, extraordinariamente inferior, a los animales más humildes. Rápidamente comparó las caricias de la cabra con el olvido de Águeda y con su propio olvido, y halló consuelo cuando pudo disculparse con su propia insignificancia, que le colocaba en la jerarquía zoológica y en la de los seres sensibles, por debajo, muy por debajo de la infeliz artuña, que se partió la cabeza contra la puerta de aquel cementerio.
Pero creyó que aún debía luchar para cumplir hasta en el último instante todas las exigencias que su racionalidad le imponía, y como hallase la esperanza de realizar algo que fuese recompensa o expiación, o ambas cosas al mismo tiempo, preguntó al sepulturero, que le miraba absorto:
-¿Y no sería posible hacerle entierro?
-Yo no sé; si el cura lo manda buscar, pues se le buscará; pero, de todos modos, yo creo que se le podrá hacer.
-¿Y dónde vive el señor cura?
-Venga usted conmigo.
Y el zagal emprendió el camino que conduce al pueblo.
El tío Casto se quitó su gorra, adelantó la mano, y dijo a Luis:
-Si usted tiene satisfacción en darme algo...
Mirole Luis, y comprendió que aquel hombre merecía algo, siquiera por carecer de otros merecimientos, y entregándole la primera moneda que halló en su bolsillo, echose a andar con el muchacho.
No estaba lejos la casa del señor cura, porque la muerte no está lejos de los vivos, por mucho que los vivos quieran alejarse de la muerte.
Se disponía el señor cura a quitarse del paladar el gusto de los garbanzos, usando para ello del agrio saborcillo con que le brindaban dos perdices en escabeche, quizá mejor condimentadas que otras pero no tan bien empleadas como las que volaron desde la mesa de otro párroco, haciendo inmortal la gloria del sublime autor de aquel majestuoso vuelo de un par de perdices.
No era posible que Luis pensase en comer, ni era posible que el señor cura estuviese dispuesto a ocuparse con asuntos del despacho parroquial, y cuando el muchacho, después de saludar respetuosamente, dijo al padre que un caballero deseaba verle, tapó el cura la fuente de las perdices, y preguntó:
-¿Para qué?
-Pues él lo sabrá.
-Sí, pues que te lo diga.
Luis, apoyado en la fachada, recibía impasible los rayos del sol y escuchaba atento las palabras del cura, que se oían perfectamente a través de la ancha cortina que cubría la ventana.
Tornó el muchacho a decir al cura que el sujeto que aguardaba, quería una partida de defunción.
-Pues, no es hora.
El muchacho, que esperaba de Luis una propina y no aguardaba nada del señor cura, se atrevió a insistir diciendo:
-Es que se va a marchar en seguida, y yo creo que pagará lo que sea necesario.
-Pues dile que traiga un pliego de papel, y que diga quién es el muerto.
-Quien es, ya lo sé yo.
-Pues, arrea.
-El chico que criaba la mujer de Catalino.
-Pero, oye, ¿es la madre quien ha venido?
-No, señor, es un caballero.
-Entonces será el padre de la criatura.
-Puede.
-Pues si fuese la madre... Yo no la conozco, pero me la figuro, y te digo, Juanillo, que se comía conmigo estas perdices.
Cuando el buen señor comenzaba a reírse de su ingenio, rasgó Luis la cortina, asomó su rostro, lívido e imponente, por entre los hierros de la reja, y dijo: «!Bestia!», como se dice lo que se cree firmemente.
Alzose el cura de su asiento, dispuesto a lanzar sobre Luis un objeto que no sirviese para comer, pero Luis volvió a decir: «¡Bestia!», con tal entereza, que el cura fuese hacia dentro llamando a su ama, no sé si por huir de la mirada de Luis o por temor a quedar convencido de lo que Luis decía. Saliose afuera el muchacho, viole Luis, y encarándose con él le dijo:
-Sí, señor; venga usted conmigo.
Pero cuando llegaron a la taberna del señor juez, se hallaron con que éste había ido a Enlace en busca de vino, y no volvería hasta el día siguiente.
-Y, ¿no hay quien le supla?
-Cuando él falta, despacho yo -respondió la tabernera-; usted dirá lo que va a beber.
Marchose Luis sin dar contestación; preguntole el muchacho:
-¿Y ahora?
-¿Dónde he dejado mi caballo?
-Pues en casa del tío Catalino.
Y lo trajo y montó Luis, y dando al muchacho una propia, arrió las bridas, aflojó las piernas, y atravesando el puente llegó de nuevo a la puerta del cementerio.
Viole llegar el tío Casto, y le preguntó si deseaba volver a entrar.
-No, señor; no quiero nada; digo, sí, ¿por dónde se va al convento?
-Por ese camino.
-Gracias, ¿está muy lejos?
-No, señor, media hora; a la izquierda encontrará usted una vereda, pero déjela usted y siga usted adelante.
-Adiós.
Y Luis echose sobre el cuello del caballo, clavó las espuelas en los hijares del animal, y éste lanzose al galope, dejando tras sí una nube de polvo, que volvía a caer lentamente como cae siempre el polvo buscando al polvo, los muertos la tierra, los desgraciados el consuelo, y los curas, que no debieran serlo, las apetitosas perdices que no debieran comer.
Séptima parte : Ni cuerdo ni loco
No es mucho durar mucho en la oración, cuando es mucha la consolación: lo mucho es que cuando la devoción es poca la oración sea mucha.
Fr. Luis de Granada.¡Oh, rotos claustros y derruidos monasterios! ¡Oh, parciales limitados horizontes de los valles de asilo, lugares de reposo que fecundabais la ilusión de la vida con el celeste rocío de una suprema esperanza! ¡Oh, esperanza en la paz! ¡Oh, solitarios refugios!... sois ya un recuerdo... ¡recuerdo de la infancia de una generación provecta que padece risa sardónica!
Ros de Olano.
I
Lignum-crucis se ponderaque, mirado a buena luz,no es madera de la cruz,sino una cruz de madera.T. de Iriarte.
Está demostrado que cuando se valsa o se galopa sólo trabajan las piernas, y el cerebro se limita a no abandonar la idea con que se preocupaba antes de empezar cualquiera de los ejercicios indicados; y esto le pasó a Luis mientras el caballo tuvo alientos para galopar, pero el caballo se cansó, porque los bagajes que se alquilan en Parada no son animales de mucha resistencia. Y cuando el penco empezó a caminar al paso, empezó también Luis Noisse a formularse ideas nuevas, que no eran, en definitiva, sino afirmaciones de la desgracia que le perseguía constantemente. Sobre todo, el recuerdo de la artuña le producía crueles remordimientos, que le llenaban de tristeza y le convencían de que todas sus creencias y las actividades en que se manifestaban eran necedades grandísimas, y que forzosamente debía existir para el hombre otro estado moral distinto al que había disfrutado hasta entonces, otro modo de ser que le facilitase un perfeccionamiento que no había alcanzado, y que, después de adquirido, le hiciese superior a la cabra en el orden psicológico, ya que lo era en el físico probablemente.
Y acompañaba estas reflexiones con las premisas de un proyecto que no podía definir con exactitud, pero que presentía y perseguía, porque aquel proyecto era el consuelo para la desgracia presente y además el preservativo seguro contra las futuras desgracias; en una palabra, lo que Luis debía haber realizado hacía muchos años, evitándose de ese modo la tristísima experiencia que da el mal sufrido.
Y aquel proyecto era hijo del instinto engendrado en una hora de amargura por el deseo de conservación, algo donde la razón no había dejado huella, sentimiento análogo al de la artuña, porque la artuña se mataba para huir de la vida y Luis quería vivir porque en aquellos momentos le horrorizaba la idea de la muerte, quizá porque entendió siempre que era la muerte afirmación eterna de una existencia pasada, y había hallado en aquel cementerio de Villaruin que la muerte sólo era la negación absoluta de todo lo vivido, no la cantidad que se reduce a cero por la resta; porque esto supone la vida del sustraendo sino la cantidad que se borra, sin que al borrarla quede el recuerdo de que estuvo escrita.
Y aquel proyecto era buscar al padre Bernardo y decirle: «Aquí me tienes; mi hijo se ha muerto; estoy viudo; aquella mujer, a quien tanto amé, es una miserable que sólo a compasión me mueve; nada me une a esta sociedad a que fui lanzado, y quedo, por consiguiente, libre de todos mis compromisos sociales; a Dios debo lo que fui y lo que soy; sólo en Dios espero, y, por tanto, aquí vengo para que me hagas fuerte contra los errores que aún pretenden subyugar mi inteligencia; quiero emplear lo que me reste de vida en amar a Dios Todopoderoso, seguro como estoy de que tan purísimo afecto ha de ser recompensado largamente, aunque sólo fuera por el dulcísimo placer de haberlo sentido». Y entonces el padre Bernardo abriría sus brazos, y:
-Buenas tardes.
-Buenas tardes.
-Usted no es de aquí.
-No, señor.
-Ya se me había figurado; yo soy el médico titular de este pueblo.
-Muy señor mío.
-¿Viene usted de Granburgo, aun cuando sea indiscreción?
-Sí, de Granburgo.
-¿Y todo seguirá lo mismo?
-Lo mismo.
-Pues aquí igual; ¿va usted al convento o a Zarzamora?
-Al convento.
-Pues yo voy a Zarzamora; me han avisado para una que está así; ya usted ve, unos mueren y otros nacen.
-Lo sé, sí, señor.
-Y, ¿va usted al convento por curiosidad?
-No, señor; tengo allí un amigo.
-¿El padre Bernardo?
-El padre Bernardo.
-Ya decía yo; es la única persona decente que hay en aquella casa.
-No sé.
-Pues es la verdad; por supuesto, que al padre Bernardo concluirán por volverle lo mismo que se vuelve un calcetín.
-Es posible.
-Y tan posible; advierto a usted que yo les asisto cuando están enfermos; por supuesto, que a la fuerza ahorcan, porque si tuviesen otro médico más cerca ya sé que no me llamarían; pero ello es que yo voy y los conozco a fondo; no puede usted figurarse una gente más egoísta; por supuesto, que yo le hablo a usted de este modo porque en seguida se conoce al hombre culto, y no quita la amistad que usted tenga con el padre Bernardo para que opine usted como opinamos todos, que esa gente es el mayor obstáculo que existe para la marcha del progreso.
-Usted es muy dueño de...
-Es que, aparte de mi libre albedrío, o mejor dicho, de mi autonomía psíquica, entendiendo por psíquico una manifestación como otra cualquiera de una determinada función orgánica; pues bien, además de todo esto...
-Usted perdone, ¿está muy lejos Zarzamora?
-No, señor; dentro de cinco minutos encontraremos un camino a la izquierda, y por él se llega en seguida. ¿Quería usted acompañarme?
-No, señor; ya sabe usted que voy al convento.
-Ya nos encontraremos otro día.
-Quizá.
-Pues bien; además del libre albedrío está la observación, que es origen y fuente de conocimiento, y esos frailes hacen cosas singularísimas; por de pronto, enseñan a los niños de balde, cosa que no les permitiría, porque aunque soy partidario de la enseñanza gratuita, creo que es preferible que paguen los chicos con tal de que el maestro coma, porque el maestro podrá ser muy bruto, pero no es fraile. Y además de no cobrar nada, les dan merienda a los chicos y a los padres de los chicos, y de este modo logran que los vecinos de Villaruin lleven sus hijos al convento y no los lleven a la escuela donde se cobra y no se da rancho. Y no es esto sólo, sino que... ¿ve usted aquel que viene montado sobre una pollina?, pues ese es el sacristán, y debe ir a cosa urgente, porque va deprisa; ya verá usted como me saluda, pues en el pueblo se guardaría de saludarme, porque el cura le dejaba sin afeitar para toda su vida.
-Lo creo.
-Créalo usted; esas gentes no transigen con nada ni con nadie.
-Buenas tardes.
-Vaya usted con Dios, señor alzacuellos.
-¿Va usted a Zarzamora, maestro pildorillas?
-¿Conque, pildorillas, eh? Pues a Zarzamora voy.
Y como el sacristán advirtiese la presencia de Luis, dijo «hasta luego», y arreó a la pollina.
-¿Ve usted lo que es esta gente? Ya me ha sacado que voy a Zarzamora; pero él se marcha sin decir a dónde va; por supuesto, que pronto lo sabremos, porque en llegando a aquel mojón o tira para la izquierda o para la derecha.
-A la derecha está el camino que conduce al convento.
-Sí, señor, a la derecha; por supuesto, que el tal sacristán nos ha interrumpido la conversación.
-Ya la continuaremos.
-Y tendré en ello mucho gusto, porque aquí carece uno de personas con quienes poder hablar.
-Pues creo que el sacristán va al convento.
-Efectivamente; cuestión de misas, como si lo viera. Se las llevan los frailes, y el cura echa lumbre. A eso va. Conque, que le vaya a usted bien; yo me voy por aquí, y supuesto que hemos de vernos, hasta la vista.
-Hasta la vista.
-Ya no puede usted perderse, porque en volviendo ese recodo verá usted el convento, que está en un alto; pero la mejor guía es que siga usted a esos hombres que vienen ahí detrás, porque esos, ¡parece mentira!, van en busca de la sopa.
-¿De la sopa del convento?
-Lo que le decía a usted antes, volvemos a la Edad Media; pero, en fin, ya hablaremos; hasta otro rato.
-Vaya usted con Dios.
Alejose el licenciado, y Luis se propuso no olvidar la anterior conversación, y referírsela con todos sus detalles al padre Bernardo.
Siguió adelante su camino, y como no tenía prisa ni quería extraviarse, fuese despacio para dar tiempo a que le alcanzasen los pobres que el médico le había mostrado.
Y cuando los pobres, después de darle las buenas tardes, siguieron su marcha, fuese Luis al paso detrás de ellos.
A los cinco minutos, y tras una revuelta del camino, vio Luis sobre una loma una casa que parecía muy grande, y sobre la cual se destacaba en el firmamento azul una sencilla torre rematada por la cruz cristiana.
Luis no pudo contener su ansiedad, porque el templo es siempre una esperanza para el creyente, y entonces era aquel templo todo el consuelo para el abatido espíritu de Luis.
Avivó el paso del caballo, alcanzó a los pobres y les preguntó:
-¿Es aquel el convento?
-Sí, señor; ¿va usted allí?
-Sí, allí.
-¿Conocerá usted al padre Bernardo?
-Voy a verle.
-Es el hombre más bueno que hay en la tierra.
-Y en el convento.
-Todos los frailes son buenos.
-Ha sucedido que alguno ha saltado la tapia, se ha puesto a comer fruta, y los padres se han contentado con darle una reprensión y una cesta de peras para que se las llevase a su casa.
-Eso sí, a los muchachos los quieren.
-Y a todos.
-Pues el médico no habla así -objetó Noisse.
-El médico, valiente pelele; más valdría que se ocupase en cumplir con su obligación.
-Y que lo digas.
-Que el enfermo que cae en sus manos, se va en seguida.
-Y sin Sacramentos.
-Como que no avisa a la familia.
-Figúrese usted, qué le importará a él que el enfermo piense como le dé la gana.
-Pues le va a durar poco.
-Como que ya nadie le puede ver, y se ha dedicado a armar líos.
-Y a meter miedo.
-Por lo valiente que es.
-Por eso no, pero que se va a la cárcel y dice a los presos que los van a ahorcar.
-Pues es una mala intención.
-Y en cuanto tiene un enfermo, le dice que se va a morir.
-Pues en eso te digo que no engaña.
Luis ya no se enteraba de la conversación, miraba al convento con ansiedad creciente y temía, al verlo tan próximo, que aquel severo edificio fuese una visión que hubiera de desvanecerse. Y le asustaba esta idea, porque se hallaba falto de fuerzas para seguir recorriendo el penoso camino de la vida social.
-Conque usted irá a la puerta de entrada y nosotros vamos a la del corral. Ahí delante de esa plazoleta, donde hay una cruz, verá usted un portón con muchos clavos; tire usted de una cuerda que hay en el quicio, y en seguida saldrán a abrir.
Llegó por fin al círculo, en cuyo centro se alzaba una cruz de piedra y de cuyo perímetro subían los álamos rectamente hacia el zenit, enlazando sus ramas ansiosas de crecer para resguardar del sol y de la lluvia al augusto emblema de la religión cristiana.
El capitán ató a un árbol las bridas del caballo, y cuando fue a atravesar la plazoleta para buscar enfrente la puerta del convento, comprendió que aquel símbolo de piedra, merecía la oración del creyente y el saludo de todos los enemigos de la barbarie.
Luis descubrió su cabeza, fijó la mirada en el suelo, y recordó que sobre otra cruz murió el sublime Ser que dio la solución de todos los problemas sociales.
Tras aquella síntesis grandiosa, vino el reconocimiento de su inferioridad respecto al Crucificado, después el convencimiento de la divinidad de Cristo, y como llegase a esa alteza de ideas que pretende hacer posible la concepción de lo infinito, ya fueron sus sensaciones tornándose sutiles y delicadísimas, conque la palabra no siguió al pensamiento, y éste marchó sin impedimenta, presentando ante el cerebro de Luis todos los incidentes de su pasada vida, que había sido fatigosa peregrinación por un desierto, sin más agradable estancia que el punto de partida que era la cuna donde la santa madre de Luis enseñaba a su hijo a rezar delante de la cruz bendita, y aquel instante en que se hallaba, que era la meta del camino emprendido, porque detrás de aquella cruz estaba el padre Bernardo para dar a Noisse la tierra prometida a quien lleva con paciencia su cruz y sigue a su Dios.
La idea de hallarse tan cerca de la dicha animó el semblante de Luis, y entonces levantó sus ojos y dirigió una mirada llena de contrición a aquella cruz de piedra, sobre cuyos brazos caía tenuemente una lluvia de polvo de luz en que se deshacían los rayos del sol.
Después llegó con paso firme a la entrada del convento, tiró de la cuerda de la campana, y ésta sonó dentro del claustro con tanta dulzura que Luis sintiose agradecido de que así se interpretase la palabra con que venía a pedir hospitalidad.
Casi en seguida abriose un postigo de la puerta y apareció un fraile ya viejo.
-¿Qué quiere usted?
-La paz de Dios sea con nosotros.
-Está bien.
-¿El padre Bernardo?...
-Sí, señor; es aquí.
-Deseaba hablarle.
-Esta es una casa de religión.
-Ya lo sé.
-¿Trae usted la papeleta del señor cura?
-¡La papeleta!
-De comunión.
-No, señor.
-¿No ha confesado usted con el señor cura?
-Pero, ¿qué cura?
-El de Villaruin.
-Ni quiero.
-¿Por qué?
-Porque está muy mal educado, y yo no me aconsejo con imbéciles. (El fraile se dispone a cerrar la puerta.)
-Espere usted, por el amor de Dios; y no cierre tan bruscamente. ¿Es indispensable ese documento para poder entrar?
-Sí, señor.
-El padre Bernardo es amigo mío.
-Pues, tampoco pasará usted, y tengo orden de no dejar que entre usted sin la cédula.
-No cierre usted todavía. ¿Quiere usted llevar al padre Bernardo cuatro letras que voy a escribir?
-Si las escribe usted pronto.
-En seguida.
«No sé si Martín Lutero fue soberbio o loco, ni si el Papa León X fue descortés o ingrato, pero sé que tras el libre examen vino el libre pensamiento.
»Te agradezco que me hayas enseñado cómo se producen los cismáticos y los herejes.
»Creí que tu piedad y tu cultura te habían colocado más cerca de Dios que de un ecónomo grosero.
»Vine para que me guiases a la perfección por el amor a Dios y a los hombres, pero no vine para ser esclavo irreflexivo de ningún clérigo mal educado.
»Afortunadamente habéis tenido el pudor de dejar fuera la cruz, y con la cruz me quedo.
»Adiós, capitán Cartridge.
»Adiós, otra vez, padre Bernardo.»
Llamó, abrieron la puerta y dio al fraile el escrito.
Cruzó la plazoleta, colocó los brazos sobre el lomo del caballo y la barba entre las manos, y quedose mirando al convento. Pero en seguida giró la mirada y púsose a contemplar la cruz.
-¡Cómo se han adulterado tus doctrinas, hijo de Dios! Aún quedan siervos en los Estados y mercaderes en los templos. Ya no lee el pueblo los Evangelios, ni se oye en la plaza pública la voz de los apóstoles.
«Señor, ¿quién cuida mejor tus viñas?, ¿quien, arrepentido, fue a labrarlas, o, quien prometió ir y no fue?
»¿Acaso, como el convidado a la boda, me echaron fuera donde está el llanto y el crujir de dientes, porque no fui de los escogidos?
»Fui de los últimos, y Tú dijiste que muchos postreros serían primeros.
»Y si es tanta mi culpa, ¿por qué no recuerdan que Tú dijiste que tanto más agradeces al deudor cuanto mayor es la deuda?
»Debe ser motivo de gozo hallar la oveja descarriada, y, sin embargo, no se recibe a la que vuelve al aprisco.
»No es tu sacerdote quien no procura imitarte, pero no he de maldecir del trigo porque entre él se críe la cizaña.
»Yo también soy pecador, y no he de tirar las primeras piedras.
»Perdóname, ¡oh Dios!, que dudase de ti, porque otro te negó».
Y después acercose a la cruz, se hincó de rodillas, levantó hacia el cielo su mano derecha, y dijo mirando al convento:
«A Dios Todopoderoso pongo por testigo de que te perdono, padre Bernardo, todo el mal que me has hecho y el que me hicieres».
Irguiose el capitán, montó a caballo, recorrió con la vista el rojo horizonte, y comprendió con tristeza que otra vez quedaba abandonado y sin rumbo. Miró de nuevo la puerta del convento, que seguía cerrada, y asegurándose sobre los estribos emprendió la marcha diciendo:
-A Granburgo, que allí también está Dios.
Al mismo tiempo el padre Bernardo despedía al sacristán afectuosamente, haciéndole salir por la puerta del corral, y al entrarse adentro notó el hermoso espectáculo que ofrecía la huerta llena de verdor y de frescura, y poniéndose una mano sobre el pecho, porque el corazón le latía con violencia, pensó el ex artillero:
«¡Quién fuera como estas plantas! Tenemos derecho a cuidarlas, aunque nos sean inútiles, y no siempre podemos cuidar del prójimo desdichado. Dichosas vosotras, que vivís de la tierra y del aire, a quienes devolvéis los bienes que os dieron. Yo vivo de una religión que defiendo mal.
»Me dieron la espada para que matase; la cambié por esta cruz, y con esta cruz tampoco puedo ser bueno.
»Yo no sé, ¡oh Dios!, si te niego o te sirvo, pero si algún mérito contraje no me lo hayas en cuenta y remite sus culpas al justo que aguarda en vano a que se abra la puerta de esta casa, que se hizo para tu alabanza».
Y después añadió entre dientes:
«Tiene razón: es necesario acabar con esas perjudiciales deferencias. Luis Noisse a la puerta, y yo justificándome con el sacristán. ¡Qué inexcusable equivocación!»
II
Bajaba el capitán la loma, sobre la cual se asienta el convento, y oyó que conversaban siguiéndole. Volvió la cabeza guiado aún por la esperanza de que el padre Bernardo viniese a buscarle, y vio catorce o quince mendigos con cazuelas en las manos y hablando a un tiempo. Unos fumaban, otros se rascaban las manos, y todos parecían conformes en el mismo punto: en que la comida del convento era detestable.
-Yo llevo tres días sin ver la carne.
-Y yo lo mismo.
-Y yo.
-Y yo.
-¡Habrá ladrones!
-Pues a ese paso va a estar de más que vengamos.
Pasaron los pobres por delante de Noisse, se acercó uno a pedirle limosna, le contestó: «Dios le ampare», y el mendigo siguió tranquilamente a incorporarse con sus compañeros y seguir la conversación.
-Por supuesto, que ya hace tiempo que es una porquería lo que dan.
-¡Y tanta porquería que es!
-Mismamente lo de antes.
-Ni por soñación.
-Parejo, con la de hoy, ¡que si quieres!
-Como que mi madre lo traía, y comíamos todos; pero ahora...
-Y si vamos, ya se sabe por lo que es.
-Ni que decir tiene. Pues si no fuera por la miaja de animales que tiene uno en su casa...
-La cuenta que yo me hago. Gracias a Dios, no falta en casa para comer, y si viene una es para llevarle algo al cerdo.
-Pero es una porquería lo que dan.
-Una asquerosidad.
No pudo Luis contenerse, y acercándose al grupo, les dijo:
-Parece mentira que no agradezcan ustedes la limosna, cuando son ustedes quienes vienen a pedirla.
Detúvose el grupo, echáronse atrás las mujeres, y el más desvergonzado de los hombres contestó.
- Y a usted, ¿qué?
-Que eso es una villanía.
-Pero, ¿a usted que le importa?
-A mí, nada.
-Pues váyase usted a tomar viento.
-Lo que haré será partirle a usted la cara por desvergonzado.
-Lo veremos.
-Déjale, que está loco.
-Sí, es uno que vino hoy.
-El mismo. Me ha dicho el tío Bragas que ese le ha querido pegar al señor cura.
Cruzó una piedra por el aire con tal fuerza, que silbó al pasar al lado de la cabeza de Luis. Comprendió éste que el combate no era igual ni Honroso, y espoleando el caballo huyó al galope.
-¡Al loco! ¡Al loco! -gritaron los pobres y comenzaron a tirar piedras hasta que se convencieron de que no podían herir al jinete.
Cuando Luis se creyó en salvo, detuvo la cabalgadura y fuese rodeando el pueblo, hasta encontrar la carretera que conduce a Parada.
Empezaba a ocultarse el sol. En las eras había animación extraordinaria. Unos gañanes ponían el tente mozo a las galeras cargadas y desenganchaban el ganado, otros preparaban la parva que se había de trillar aquella noche para obtener paja larga, quien cantaba sentado sobre el trillo y quien tumbado sobre una hacina jugaba alegremente con sus hijos.
La oscuridad que iba ennegreciendo el firmamento, permitía que se distinguiesen en las eras las lumbres de los cigarros; comenzaban a cantar los grillos y los alacranes, y a medida que aumentaba el silencio característico de la noche, se iba oyendo más distintamente el murmullo del río al torcer su corriente enfrente del cementerio, como si huyese de aquel antro, donde el vivo cava la sepultura del muerto, para después dar al olvido el muerto y la sepultura.
A estas horas, pensó Luis, estarán unos agonizando, otros riendo, otros luchando en el desierto con las fieras, otros luchando con el viento y con las olas y muchos luchando con sus remordimientos. El emperador se dispondrá a comer rodeado de sus cortesanos, y habrá pobre que se dispondrá a robar para poder comer. A estas horas mi hijo está muerto y yo estoy vivo. Y la pobre artuña también está muerta.
Yo no sé qué me ocurre, pero voy sospechando que es cierto lo que dijeron esos miserables. Voy creyendo que estoy loco, y que todo cuanto he sufrido y sufro, es resultado de mi absoluto desconocimiento de la vida. No tengo la resignación estúpida del fatalista, y me rebelo contra los hechos cuando estos me maltratan, ni tengo suficiente inteligencia para buscar la ley de estos hechos y prevenirlos, y si a esto llegase, me faltaría la fuerza de voluntad para modificar las causas y producirme de este modo impresiones que no conturbasen mi espíritu.
Vivo aferrado a la idea de que la humanidad es desgraciada, y jamás he pensado si sería yo el único ser desgraciado que hubiese en la tierra. Es indudable que la mayor parte de los hombres desearían ser jóvenes, ricos, instruidos y sanos; y yo que soy todo esto, no solamente no deseo conservarme como soy, sino que ni aun deseo cambiarme por otro, y de esta manera vengo a ser el más desgraciado, porque he destruido mis esperanzas antes de que pudiera necesitar de ellas.
Además de este error, he caído en otro, que es también gravísimo, y ha sido el de creerme necesario y suficiente para mí mismo, y no he sido consecuente en este error porque cuando he llegado a ser víctima de mi engaño he ido a buscar amparo, y así me casé con Marcela llevado, no por la fatalidad, sino por mi irreflexión, y no supe hacer de Marcela una buena esposa, sino que me limité a quejarme de que fuese mala, y aunque era mía la culpa de aquella desgracia no acepté ésta con resignación, sino que busqué a Águeda, creí que sus bondades eran fruto de mi cariño, y cuando Águeda se negó a seguirme en mis errores, me limité a deplorar mi suerte.
No he sabido buscar compañera ni he sabido conservarla. Marcela no era responsable de su desgracia física, y Águeda hacía bien en buscar para su hijo el bien precioso que yo no podía darle, y de aquí resulta que fueron ellas las buenas y que yo fui el estúpido que las hizo desgraciadas.
Pero tampoco esto es cierto, porque yo me casé para ser bueno, y no lo fui porque tuve una esposa más devota de su orgullo que de mi cariño, y si a Águeda no le di lo que pedía fue porque me era imposible concedérselo.
Pero también es exacto que yo pude haber sido previsor. ¿Y cómo se prevé? Pues cuando no se prevé no se arriesga, pero arriesgar supone la duda acerca del éxito, es que el éxito...
Al llegar a este punto quedose Luis con los ojos fijos e inmóvil, y transcurrido un instante en aquel estado, se dijo: «Yo creo, Luis, que estás loco». Animose su semblante después de hecha esta afirmación, porque era lógico que no era responsable de lo ejecutado, y el problema de su vida quedaba reducido a volverse cuerdo y empezar a vivir una nueva existencia, que sería hermosísima, aunque sólo fuese porque le era desconocida.
Y encontrada esta solución, la cogió con el amor con que se aceptan las soluciones empíricas, hasta el punto de imponerlas como leyes, y empleando Luis toda su energía en hacer práctico lo que se había propuesto, irguiose sobre la silla del caballo, clavó las espuelas en los ijares del animal y lanzose por el camino, recordando en aquellos instantes el bizarro oficial de artillería que allá en las feraces llanuras y en los inexplorados bosques de la Aurelia fue gloria de su patria y admiración del enemigo.
III
Llegó Luis a Enlace, y no tomó el correo que va a Granburgo, sino que montó en el expreso de Merjolie; pero al llegar a Madscountry se apeó del tren y pidió que le guiasen al manicomio.
El manicomio de Madscountry es célebre por su origen, por su grandeza y por las maravillosas curaciones que en él se han obtenido.
Cuéntase que a principios del siglo pasado vivían en el castillo de Madscountry dos hermosísimas damas, esposa e hija del duque de Cornichón, y que la villa que adquirió su actual nombre después de la fundación del manicomio no era, en los tiempos a que me refiero en esta anécdota, sino un señorío feudal que se llamaba como su amo.
El duque estaba en continua guerra con otro señor de las cercanías que, siendo menos poderoso que Cornichón, había tenido la audacia de pretender a Blanca cuando ésta aún no era duquesa. Pero llegó un día en que Jorge, el desairado pretendiente, dejó de molestar al duque, y éste se dedicó a la caza, para no perder sus aficiones campestres.
Y de la caza volvía una noche, cuando notó que un hombre salía del castillo escalando la tapia del jardín. Acercose con la cautela natural en estos casos, y se convenció de que era Jorge quien, a horcajadas sobre la cerca, besaba una flor y decía:
-Adiós, mi bien; duerme pensando en mí, que yo, por recordarte, huyo del sueño.
Tiró el duque de su espada, saltó Jorge al suelo gritando:
-Matad como matan los caballeros.
-Te voy a matar como se mata a los ladrones.
Pero el amante pudo desenvainar su acero y llegándose a luchar con su contrario dejó a éste tan malherido, que hubo de caer; conque Jorge montó en su caballo y huyó campo adelante.
Mientras tanto la duquesa cogió a su hija, la abrazó, la besó, y cuando logró enternecerla salió a recibir al duque, que venía sostenido por sus criados.
-Aparta, infame, y no goces contemplando mi muerte y mi deshonra.
-Os juro, señor, que os halláis en grave yerro; que sólo la inexperiencia de nuestra hija fue origen de nuestra desventura, y que la doncella supo guardar su honor, ya que nosotros no supimos defender su recato.
Dice la tradición que el duque murió de su herida aquella misma noche, y que murió convencido de que su esposa era inocente. Pero la hija perdió la razón al ver morir a su padre, y fue preciso que Jorge y la duquesa edificasen una casita, donde la loca vivió entregada a la oración.
Esto originó el manicomio, al que legaron todos sus bienes los dos amantes.
El duque y su hija están enterrados en el patio central del establecimiento, y a ello debe aludir la siguiente inscripción que se conserva sobre la puerta de entrada:
El manicomio pasó a ser propiedad del municipio de Madscrountry, y hace muchos años está dirigido por el doctor Light, que abandonó su alta posición política para ocuparse de los infelices alienados.
Cuando Luis llegó a la puerta del establecimiento, se le acercó un criado vestido de modesta librea, y le dijo:
-¿Desea usted visitar la casa?
-Sí, señor.
-Pues yo le acompañaré a usted.
El ancho zaguán daba acceso a las oficinas, las habitaciones del director, los almacenes y la cocina, y el alojamiento de las Hermanas de los Desgraciados.
A continuación el patio principal, en cuyo centro estaban las tumbas del duque y de su hija. Cerraban el patio en sus dos plantas, dos galerías de cristales, adonde abrían las puertas de las habitaciones destinadas a los dementes.
Estando en el patio se acercó a Luis otro sujeto, al parecer empleado en las oficinas, y preguntó al capitán:
-¿Desea usted visitar el manicomio?
-Sí, señor.
-Pues se lo enseñaré a usted.
-Lo enseñaremos los dos -repuso el criado.
-Los dos, los dos.
Sospechó Luis que el recién llegado debía ser un huésped, pero tanto insistió el criado en justificar su derecho a acompañar al visitante, que Noisse empezó a creer que aquel uniforme debía ser el de los locos.
Y buscaba alguien que le mereciese mayor confianza, pero sólo veía algunas caras que asomaban entre las vidrieras y que permanecían impasibles contemplando a Luis y a sus acompañantes.
Fue necesario cruzar uno de los dos patios que sustituían al grande en el segundo cuerpo del edificio y de allí pasar al jardín y después a la huerta.
-¿A usted le gusta el campo?
-Sí, señor.
-Al señor le gusta el campo como a mí.
-Y a mí también.
-Sí, Barón; al señor le gusta el campo.
-Beso a usted su mano, señor mío, ¿usted viene de Granburgo?
-Hace tres días que salí...
-Y el emperador bueno, ¿eh? Bueno estará. Yo iré allí mañana o pasado. Esta subida del papel me extraña, ¿usted juega?
-No, señor.
-Hace usted bien; si yo hubiese hecho lo mismo, no estaría aquí. Pero, siéntese usted.
-Mil gracias.
-Sí, sí, aquí; en este banco.
Y Luis desde su asiento veía los paseos de la huerta, y en ellos algunos dementes vestidos mal o bien, pero siempre con aire de loco, condición que es tan característica, como la elegancia en el hombre de mundo. Unos paseaban moviendo los dedos de las manos, otros trazaban signos en la arena del suelo, y mientras algunos permanecían inmóviles, sentados o de rodillas, no faltaba quien diese saltos sonriendo mientras permanecía en el aire.
-Aquí viene la Diva.
-Ya la había visto.
-Pues yo no. No sé cómo se las arreglan ustedes que lo ven todo. Caballero, esa joven ha sido muy desgraciada, hoy hace Ofelia.
-Traviata.
-Ayer fue Sonámbula.
-Pues hoy creo que hace Ofelia.
-Traviata.
-No lo disputo, no lo disputo. Ya ve usted, amigo mío, que no lo disputo.
-La demente era una joven de veintitrés años, de frente estrecha, labios gruesos, pelo rubio y escaso, ojos grandes, cuyos párpados se movían continuamente, y extremos pequeños que revelaban su origen aristocrático.
-Vestía falda corta de percal negro y ancha blusa de igual tela. Cogido al talle con una cinta, llevaba la punta de un pañuelo de merino que arrastraba sobre el suelo, como la cola de un traje de corte, y sujetos con alfileres al pañuelo algunos ramos de ebónibus, flores mustias y hojas secas.
Se acercó sonriendo, y saludó con una inclinación de cabeza, fijándose en Noisse.
-Señorita diva: el señor acaba de venir de Granburgo, y le estoy enseñando el establecimiento.
-Y yo también.
-Los dos.
-Bueno, seremos los dos. Ya ven ustedes que no disputo.
La loca cesó de contemplar a Luis, y se quedó con la mirada fija en el suelo.
Se había aumentado el grupo con un anciano que cortejaba a la diva, y se acercaba otro demente andando de costado con extraordinaria rapidez.
-Señorita, el señor viene de Granburgo; el papel sigue subiendo, pero esto es cosa mía. Ahora bien, ¿queréis declarar algo delante de este caballero?
La diva miró a Luis apasionadamente, y ruborizándose contestó:
-No sé nada nuevo.
-¿Es que no escribe el joven Apolonio?
-Está componiendo una oda, cuyos hemistiquios asonantan todos.
-¿Y se titula?
-«A mayor razón, mayor locura».
-¿Y no sabéis nada de esa obra?
-Aún no.
Y lo dijo con tanta tristeza, que Luis se creyó obligado a consolarla diciendo:
-Declame usted lo que más le agrade.
-Con mucho gusto -contestó la joven.
Y dando dos pasos atrás, arqueó los brazos, colocó sus manos sobre el corazón, y comenzaba a declamar cuando se presentó una Hermana con sus almidonadas tocas, tan limpias como la conciencia de la mujer verdaderamente cristiana.
-¡Sor Teresa! -dijo el bolsista.
-Hola, hola, hermanos míos. Siento venir a interrumpirles, pero este caballero tiene un asunto que le obliga a retirarse, y no puede acompañar a ustedes más tiempo.
Y volviéndose a Luis, con ademán cariñoso le dijo:
-Cuando usted guste.
Luis se quitó el sombrero, y se vio obligado a estrechar las manos que todos le tendían.
La demente le entregó el tallo de una clavellina deshojada, y Luis dijo a la diva:
-That blurs the grace and blush of modesty.
-¡Qué espectáculo tan horroroso! -decía Luis a la Hermana conforme iban hacia el patio.
-Por eso he venido a terminarlo; para ellos no es conveniente, y para usted sería perjudicial.
Antes de salir de la huerta, miró Luis hacia el sitio donde había estado, y vio disuelto el grupo y a la diva que caminaba arrastrando su pañuelo.
-¡Pobre niña!
-Es la hija de Ourbrood.
-¿Es posible? Y, sin embargo, debí adivinarlo. Y, ¿el de uniforme? -También está demente. Aquí la servidumbre vigila sin ser vista. El señor director lo ha dispuesto así.
-Y, ¿me sería posible hablar con el señor director?
-Ahora mismo. Venga usted por aquí.
Y entrando por una de las puertas del zaguán llegó sor Teresa a una mampara, la entreabrió y preguntó con voz respetuosa:
-¿Da usted su permiso?
-Adelante.
-Un caballero desea hablar con usted.
-Adelante.
Besó Luis el crucifijo que pendía sobre la falda de la Hermana, y entró en el despacho.
-Servidor.
-Muy señor mío. Beso a usted su mano. Le ruego tome asiento, y me permita concluir esta anotación.
Y señalando una butaca, cogió el doctor la pluma y comenzó a escribir. Quedose Luis aturdido por aquel recibimiento inesperado, y después de sentarse se puso a contemplar al viejecillo.
El doctor Light tenía el pelo gris y el bigote blanco. Era de mediana estatura, vestía con limpieza, pero sin esmero, y no había en su rostro nada anómalo que llamase la atención hacia una persona de inteligencia tan extraordinaria.
Pertenecía a la raza de operadores que cortan con entusiasmo y sin vacilación en la clínica, y después se enternecen si llora un niño porque se hizo un chichón; tienen confianza en su ciencia, y la imponen al enfermo como se impone la civilización a los salvajes.
Pensaba Luis que no estaba bastante loco para necesitar la compañía de los contertulios de la diva, y, por otra parte, no dudaba que su cabeza estaba enferma. Sentía desperdiciar aquella ocasión de hacerse reconocer por el insigne alienista, y temía que al final de la consulta le obligasen a permanecer en el manicomio.
Y mientras Luis discurría, mirábale de reojo el doctor, y seguía con atención los movimientos del rostro del capitán, como si en ellos leyese las ideas que los motivaban.
Llegó un instante en que Luis pensó en despedirse, y entonces el doctor volvió a mirar el papel que tenía delante, dejó la pluma y dijo:
-Usted me perdonará esta llaneza.
-Usted es muy dueño.
-Pero ya he concluido.
-Sin embargo, sentiría molestarle.
-Ya sabe usted que no, porque ya ha visto usted con qué despreocupación trabajo.
Sentose el doctor enfrente de Luis, a quien daba de lleno la luz que entraba por la ventana, y continuó así la conversación:
-¿De modo que ya ha visitado usted el manicomio?
-La huerta y los patios.
-Pues recorreremos lo restante.
-Se lo agradezco a usted, pero me impresionan esos espectáculos.
-Es natural.
-En cambio, a usted...
-También me afectan, pero mi deber es curar, y a eso me dedico.
-Pero curarán pocos.
-No, señor, muchos.
-¿Completamente?
-Completamente.
-Es mucha fortuna, porque el número de locos aumenta.
-Eso es discutible, porque carecemos de estadísticas antiguas. Lo que hoy ocurre es que los dementes van a los manicomios.
-Y habrá locos que no lo parezcan.
-Para el médico no hay engaño.
-Pues yo creo que son muchos los locos que andan sueltos.
-¿Cuáles?
-Los que derrochan su fortuna, los que se entregan a disquisiciones inútiles, lo que...
-¿Se puede, don Ramón?
-Adelante. Con su permiso de usted.
-Usted lo tiene.
-¡Hola, señor Marqués de Pega!
-¿Ya está usted con las mismas? El recién llegado era el pretendiente de la diva.
-Conque con las mismas- ¿eh? Ya sabe usted que cuando usted quiera le demostraré que don Fermín Bernal -que es usted- no ha sido marqués nunca.
-Pues ahora mismo puede usted demostrarlo.
-Ahora no, porque estoy ocupado con este caballero. Además, ya ha puesto usted mal gesto, y no quiero perder un buen amigo.
-Yo, no...
-Sí que lo ha puesto usted. Mírese allí, y lo verá todavía.
-Súbitamente volviose el loco de espaldas al espejo, y procurando sonreírse dijo al doctor:
-Venía a quejarme, si no le parece mal...
-Me parece muy bien cuanto usted diga, mi querido don Fermín.
-Pues ayer y hoy no he recibido carta de la marquesa, ni de... la otra.
-¿Está usted seguro?
-Segurísimo.
-¿A qué hora las recibe usted?
-A las nueve.
-¿Por qué correo?
-Por el de Granburgo.
-¿Cuánto tiempo emplea el tren para venir desde Granburgo?
-Siete horas.
-Y cinco minutos.
-Sí, señor.
-¿Cuántas veces toma agua?
-Dos al subir y tres al bajar.
-¿Cuánto carbón consume en ese trayecto?
-Cinco toneladas.
-Y, ¿cuántas veces lo ha recorrido usted?
-Con la marquesa muchas, y con... la otra también, y con la duquesa... ¡Hoy he tenido carta de la duquesa!
-Y de las otras también.
-Eso no, eso no.
-Busque usted en los bolsillos.
-Aquí no hay nada, en este es otra cosa, en este otro...
-¿Y esos papeles?
-Pues es verdad. Todas me han escrito.
-Que sea enhorabuena. Venga usted luego y me leerá las cartas.
-Entonces me retiro.
-Hasta luego.
-Hasta luego, que volveré.
-Ahí tiene usted -dijo el doctor a Luis- un desgraciado que está persuadido de que todas las mujeres le adoran.
-¡Buenas están las mujeres!
-Era maquinista de la línea del Noreste, y se volvió demente hace dos años.
-Por culpa de las Evas.
-Por culpa suya.
-Alguna que le sorbería el seso.
-De todo hay.
-Pero la mujer no puede ser buena, porque la educan mal.
-Discutible, discutible.
Abriose la mampara, entró el bolsista, y al ver a Luis quedose parado.
-Ustedes perdonen; creí que estaría el señor solo, y como el señor me dispensa la atención...
-Es lo mismo.
-Sentiré molestar.
-Cállese usted, don Cumplidos. Esta mañana me ha dado usted cuatro veces los buenos días.
-Y se los volveré a dar si le encuentro de nuevo, porque es usted persona respetable.
-Y buen amigo.
-Y buen amigo, sí, señor. A usted debo la curación mía y la felicidad que me espera, porque el dinero es la felicidad, ¿no es cierto?
Luis, aludido, miró al doctor, y éste le dijo:
-¿Qué contesta usted?
-Que la felicidad no existe.
-¿Que no existe? Así pronto se termina. Yo no discuto porque no me gusta discutir, pero ya se lo diré a usted en la próxima semana. ¡Treinta y ocho millones de pesetas! Acabo de liquidar. Yo creía que me hundiría con el alza, y nada de eso. A fin de mes tendré que abonar veintitrés mil pesetas, pero me encuentro que compré a cincuenta y cuatro, pignoré y compré a cincuenta y uno, volví a pignorar y compré a cuarenta y siete. En fin, diecinueve pignoraciones seguidas, y hoy lo han puesto ya a once enteros sobre el precio máximo. ¡Cuarenta y ocho millones de pesetas! Acabo de hacer la liquidación.
-Y, ¿en qué va usted a emplear tanto dinero?
-Tomaré una emisión, que es mi ideal. Con los ciento cuarenta y ocho millones tengo bastante.
-Me parece que se equivoca usted en la cifra. Escríbala usted en ese espejo.
Saltó atrás el demente, abrió la mampara y se marchó sin despedirse.
-Todo el día estoy recibiendo visitas como las que acaba de dejarnos.
-Pero estos locos no están locos del todo.
-Como los que usted citaba antes.
-Y, sin embargo, insisto en que la mayor parte de los hombres, no están cuerdos.
-¿Pero usted se habrá librado del contagio?
-No lo sé.
-Entonces su visita de usted tiene condiciones de consulta.
-No tanto.
-No le dé a usted rubor de creerse loco, es una enfermedad fácil de conocer.
-¿Cómo?
-Mírese usted en ese espejo.
-Deseaba hacerlo.
-Pues hágalo usted.
-Allá voy.
-¿Y qué?
-Nada, es un espejo convexo y me veo pequeñito.
-¿No será usted tan pequeño como aparece?
-No, señor.
-¿Por qué?
-Porque este espejo no es plano.
-Y si lo fuese, ¿no podría ocurrir que apreciase usted mal las distancias?
-Tampoco, porque mi pupila es redonda.
-A pesar de lo dicho, ¿no le irritaría a usted la idea de ser tan pequeño como ahí aparece?
-No, señor; porque estoy convencido de mi propia insignificancia.
-¿Es usted desgraciado?
-¡Y tanto!
-¿Pero le persiguen a usted?
-No, señor; soy yo quien labro mi propia desventura.
-Pues créame usted. A esta casa sólo vienen los que se creen poderosos o víctimas de grandes persecuciones, y el que se ve una vez en ese espejo, no quiere volver a mirarse. Usted parece cuerdo, extraordinariamente cuerdo, y como no me interesa averiguar el estado moral en que usted se halla, me resta únicamente aconsejar a usted, como médico, que se alimente bien.
Después que oyó Luis estas afirmaciones, hubiera querido demostrar que un ser que pensaba como él debía estar loco, pero el doctor se puso en pie y el capitán dio su tarjeta al señor Light, ofreciéndole sus servicios.
-Agradezco a usted que haya querido visitar esta casa y sostener conmigo un rato de conversación que me ha sido muy agradable.
-Singularmente, para mí.
-Sé que es usted hombre de ciencia, y le anticipo que algún día trataré de utilizar sus conocimientos.
-Me veré muy honrado.
Cuando Luis se despidió del doctor, que permanecía en la puerta de entrada, vio la inscripción, y se dijo:
-No debí entrar, porque ahí sólo van los que han tenido razón y yo no la tuve nunca.
Y en la estación tomó el correo descendente que le llevó a Granburgo.
Octava parte : El Dios N.
El mayor descubrimiento sería conseguir que nada hubiese oculto.
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La mejor prueba de la divinidad de Jesucristo es que no inventó nada.
Hacer la felicidad de los hombres sin un artículo adicional, y sin una máquina ingeniosa, sólo es posible para un Dios. Pero yo, que no pierdo ocasión de adular a nuestros grandes hombres, confieso que Cristo era un ignorante. Y así habrá paz.
Mal de muchos
Aliméntese usted, se decía Luis mientras el tren le llevaba a Granburgo. Y tendrá razón. Mi desatinada filosofía y mis errores, son producto, seguramente, de la anemia que ataca a mi cuerpo como a mi espíritu. Todas mis desdichas han sido originadas por mi debilidad de carácter y por las aberraciones de mi entendimiento.
Yo he sido con Marcela, que en paz descanse, un marido anémico, y he sido un amante anémico con Águeda, y he sido un mal padre, porque no he debido dejarme arrastrar por los hechos, sino crearlos a gusto mío. No he tenido fuerza de voluntad para fijarme la senda que debía recorrer, ni cuando he sido lanzado en alguna he tenido valor para seguirla hasta su fin.
He sido un pesimista estúpido. Cree quien padece de dispepsia, que son malos los alimentos que toma, y el mal sólo radica en su estómago; y yo he creído que la vida era una desgracia, sin comprender que el desgraciado era yo, porque ignoraba lo que es la vida.
Mis continuos temores, y aquella precaución con que veía todo lo que me rodeaba eran fenómenos producidos por la anemia.
Tiene razón el doctor: es preciso alimentarse bien.
Todo vive cuando se alimenta; y las funciones cerebrales dependen directamente de las funciones digestivas. El borracho persigue una idea con extraordinaria tenacidad, y después de un banquete, tienen comezón de hablar todos los comensales porque sus inteligencias están ahítas de pensamientos.
La buena digestión produce la indulgencia y dulcifica el... Hay que alimentarse, Luis, hay que alimentarse. Come bien y cambiarás de filosofía.
Te hace falta mucho nitrógeno y mucho oxígeno. Este te lo da el aire cuando respiras. Lástima que el aire no dé también el nitrógeno con la misma facilidad.
Y Luis siguió meditando hasta que llegó a Granburgo. Cuando se halló otra vez en su casa, empezó la tarea doméstica de tomar nuevos criados. Pidió y obtuvo que se le dejase en situación de excedente, y no aceptó más visitas que las de Aníbal Céspedes y las del sobrino de Ganstier.
Se acomodó a su nuevo plan de vida en pocas semanas, y empezó a llenar su despacho de tubos de ensayo y de frasquitos. Más tarde, instaló un laboratorio en la cocina del portero, y después ensanchó el laboratorio hasta ocupar con él toda la planta baja. Entonces fijó el domingo para recibir visitas, y no las recibió en el resto de la semana. Llegó a comer rodeado de retortas y de matraces, y llegó a dormir en un catre al lado de los hornillos.
Una tarde escribió en la pizarra:
y se dijo: Esto es: el fósforo encendido me quita el oxígeno. No habría inconveniente en aprovecharme del resto, porque las cantidades de ácido carbónico son pequeñas, aun en la atmósfera de Granburgo, pero purifico ese resto haciéndole pasar por una disolución de potasa, donde quedarán las impurezas producidas al formarse el ácido fosfórico y donde quedará el ácido carbónico formando carbonato de potasa. Y me queda el nitrógeno.
Vamos con otro razonamiento.
Yo podría valerme del amoniaco, pero... y del cianógeno... esto no puede ser porque se formaría ácido cianhídrico en el interior del estómago. ¡Una friolera!
Y, sobre todo, que yo necesito aplicar el nitrógeno directamente, y no debo usar del fósforo porque debo llegar a la máxima sencillez.
Al siguiente día hizo colocar un tubo que subía desde el laboratorio al tejado, y empezó a comprar aparatos eléctricos, hasta que una noche se echó sobre la cama diciendo: «Descompongo, pero nada más».
Desde entonces llenó el laboratorio de conejos y de palomas, y no volvió a salir de aquella habitación. El hotel parecía un cementerio; que es lugar menos frecuentado que todos los peligrosos.
Una mañana, después de haber estado largo rato contemplando el interior de una campana de cristal, dio un puñetazo sobre el mármol de la mesa y dijo en voz alta: «Ya está».
-¡Pícaro nitrógeno! Eres muy indolente para combinarte, y esto es una prueba de la sabiduría y de la bondad de Dios, porque, de otro modo, absorberíamos más oxígeno y viviríamos menos. Pero yo te he obligado a obedecerme. El preceptor del príncipe me dio la idea con sus carburos de hidrógeno. Tuve una inspiración sublime, y a él se la debo; es decir, a Dios, que así lo dispuso.
La nueva generación preparará desde la infancia su tubo digestivo, y se asimilará de manera directa y sencilla el nitrógeno del aire. Y a nosotros nos basta usar de este preparado tan económico y de tan fácil obtención. Tomo cinco gramos: los pesaré. Tomo estos cinco gramos y ahora a respirar el aire libre. Y Luis se acercó al tubo, que subía hasta el tejado, y aspiró con fuerza durante medio minuto. A la hora estaba enfermo.
-Esto es sencillamente una indigestión.
Al siguiente día repitió dos veces la operación del anterior. Y pasó una semana sin tomar alimento.
Cuando llegó la noche del sexto día, se sentó, cogió la pluma, y mirando, sin ver, hacia el papel que tenía delante, pensó así:
-Es un hecho indubitable, y no hay que perder tiempo, porque necesito completar mi sistema obteniendo las otras asimilaciones. Voy a escribir al Presidente de la Academia, y es preciso escribirle con pulso, porque nuestros académicos se han hecho con generales, en vista de que los sabios como Dufrouol no son partidarios del imperio... Enviaré una copia del documento a Ganstier y otra al doctor Light, para que vea con quién se las hubo aquella tarde. A Aníbal se lo diré de palabra.
Y Luis estuvo escribiendo hasta que amaneció. Entonces leyó lo escrito, y cuando hubo concluido levantó su mirada hacia el cielo y exclamó: «Todo te lo debo a ti. Bendito seas, Dios mío».
Excmo. e Ilmo. Sr. Presidente de la Academia Imperial de Ciencias naturales.
Excmo. e Ilmo. Sr.: Perdone Vuestra Excelencia la molestia que voy a ocasionarle con la lectura de este escrito, y después de perdonarme, lleve Vuestra Excelencia su bondad al extremo de fijar su atención en las ideas que a continuación expongo, y que espero ilustre Vuestra Excelencia con sus sabios consejos.
Excmo. Sr.: Hace mucho tiempo que vengo ocupándome con todos los problemas que de manera más inmediata interesan a la sociedad humana. Mi constante estudio recompensaba espléndidamente mis esfuerzos, por cuanto hubo de proporcionarme el incomparable gozo de entrar en posesión de ideas que me eran desconocidas, y que, derramadas en todos los cerebros, van creando el progreso social.
Hubiéranme bastado los placeres ya dichos para quedar satisfecho del éxito de mi empresa, y Dios Todopoderoso no se ha limitado a ser justo, sino que ha querido llenarme de su gracia, y llevarme, Excelentísimo Señor, a molestar la atención de Vuestra Excelencia para darle noticia de un descubrimiento, cuya consecuencia ha de ser forzosamente un cambio completo en la vida de nuestras sociedades.
El dicho descubrimiento es, Excelentísimo Señor, la asimilación directa en el organismo humano del nitrógeno que existe en el aire ambiente. Es bastante lo indicado para que Vuestra Excelencia comprenda la importancia de mi descubrimiento, pero se me hace preciso insistir en este punto.
Las dos funciones necesarias para el sostenimiento de la vida son la digestión y la respiración, entendiendo que la circulación es consecuencia de ambas. Ahora bien; Dios ha colocado en la atmósfera que rodea al hombre todos los factores indispensables para el entretenimiento de la existencia humana. Logra el pulmón sano aspirar el oxígeno necesario para la oxidación de la sangre y expeler los compuestos de carbono, y al olvidado calabozo, donde vive preso el infeliz reo, llega la misericordia de Dios en unas cuantas unidades cúbicas de aire ambiente.
Es la historia humana la lucha del hombre contra el hombre, y la historia de Dios es la sublime historia de la bondad en ejercicio constante.
Bien sé, Excelentísimo Señor, que si Dios no hubiese hecho tantas grandezas, las hubiese hecho Vuestra Excelencia seguramente, y acompaño a Vuestra Excelencia en su sentimiento, porque Dios Todopoderoso se le haya anticipado en la realización de tan extraordinaria empresa.
Meditando acerca de lo anteriormente expuesto, llegué a convencerme de que no sería caprichosa la colocación en el aire de todos los elementos necesarios para la vida del hombre, y sospeché que el nitrógeno, el hidrógeno y el carbono podrían asimilarse directamente como el oxígeno, sin que fuese necesario usar de la alimentación que hoy sirve de vehículo a los citados elementos.
Animábame en mis investigaciones la idea de la extraordinaria importancia del triunfo, porque la combinada actividad de las diversas asimilaciones me daría la introducción en el organismo humano de todos los compuestos de oxígeno, nitrógeno, hidrógeno y carbono.
Empecé por buscar la asimilación del nitrógeno, y la he obtenido. Jamás pensé en evitar de este modo la muerte del hombre, porque la muerte es la redención de los átomos que nos componen y que así recobran su libertad, y la libertad es fatal y necesaria, aunque a Vuestra Excelencia y a mí nos parezca esto muy desagradable.
Pero si no me ha sido posible, Excelentísimo Señor, hacer inmortales a los ricos, tengo la satisfacción de haber hecho viables a los pobres. El nitrógeno asimilado directamente, según mi procedimiento, asegura la nutrición de todos los hombres.
Réstame, Excelentísimo Señor, llamar su ilustrada atención de Vuestra Excelencia hacia un problema cuyo planteamiento inicio, porque lo juzgo de extraordinario interés.
Siéndole fácil al hombre asimilarse directamente el nitrógeno de aire, empezará a explotar la atmósfera que le rodea como en los primitivos tiempos de su existencia empezó a explotar la tierra en que vivía. No temo que Dios se enoje por esto, ni que el aire se quede sin nitrógeno, porque volverá a adquirirlo de los compuestos amoniacales; pero temo, Excelentísimo Señor, que la nitrogenación llegue a ser materia de derecho; que la posesión del aire ambiente sea objeto de jurisdicción y que, así como la tierra fue de todos y es hoy de unos pocos, venga la atmósfera a ser propiedad de dos o tres fabricantes que vendan el nitrógeno a alto precio, y de unas cuantas familias que retengan en su poder estérilmente más aire del que necesiten para el sostenimiento de su existencia. Me asusta la idea de que esto llegase a suceder, porque los pobres se quedarían hasta sin oxígeno; pero si ocurriese, tenga Vuestra Excelencia por presentada mi respetuosa adhesión a las leyes que así lo determinen.
Y ruego a Vuestra Excelencia tenga a bien constituir una comisión de académicos ante quienes verificar la exactitud de cuanto dejo expuesto. Dios guarde a Vuestra Excelencia muchos años.
LUIS NOISSE
Consuelo de tontos
La gloria es una de las cosas que dan los que no la tienen. ¡Y aún hay bobos que se preocupan con tales tonterías!
Cuando el doctor Light terminó la lectura del documento, se dijo: «Es la primera vez que me he equivocado, y la verdad es que no parecía demente».
El Presidente de la Academia de Ciencias devolvió el documento con esta nota:
«Visto, y diríjase el peticionario al señor ministro del Interior, porque se trata de una cuestión de higiene. -General Chameau».
-¡Ah bárbaro! -dijo Luis al enterarse de esta respuesta-. Has sido el militar que más ha resistido la fatiga en el campamento, pero... no es tuya la culpa, sino de quien te puso donde no debías estar.
Empiezo la jornada más triste para el inventor y no hallaré un solo hombre que me crea y que me aplauda.
Pero se equivocó. Los aristócratas acosaron a los fotógrafos pidiéndoles retratos del capitán Noisse para enviárselos a éste y suplicarle que los dedicase; los fabricantes de vinos le pidieron su nombre para ponerlo en las etiquetas, y se representó una zarzuela titulada Gloria a Noisse o el nitrógeno asimilable.
Así es la gloria que dan los hombres. ¡Valiente tontería! Y, cuando el aplauso de los amigos es sincero, no compensa la pena de haber producido la envidia de los contrarios.
Novena parte : Hasta el fin
Y luego, las mujeres TODAVÍA son mi dulce manía.
EsproncedaLa mujer es un órgano anexo al hombre, y destinado a procrear y a cuidar de su cría. La mujer que no cumple esta misión, o realiza otros actos, es un órgano que por atrofia o por hipertrofia contribuye al estado patológico de nuestra sociedad.
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La forma humana es el descanso de la materia. Y todo vuelve al polvo, dicho sea con permiso de la autoridad.
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Yo, como todas, en resumen, quiero que me amen mucho y que me den dinero.
El confesor confesado. -Campoamor
¡Todavía!
Luis protestó de todas estas ridiculeces, permaneciendo en su casa y negándose a recibir visitas importunas.
Pero una mañana, entre las majaderías que le traía el correo, le trajo una carta cuya letra le era conocida. Rompió el sobre y vio que era Águeda quien le escribía, dándole la enhorabuena por el descubrimiento. La carta terminaba así:
«No pretendo rehacer los lazos que nos han unido, pero deseo que me concedas una entrevista para darte las gracias por tu viaje a Villaruin, y ofrecerte un mechón de pelo, el único recuerdo que conservo de nuestro hijo.
»Ha muerto mi madre, y estoy separada de mi esposo.
»Mañana me honraré visitándote si me recibes».
Antropomorfía
Los animales del Paraíso celebraron una reunión, y como tenían la seguridad de que todos respetarían el derecho ajeno, se pasaron sin presidente; y como ninguno habría de negar lo ocurrido, tampoco nombraron secretario. Actuó de ponente un oso, y dijo así:
-Señores animales: Con disgusto vimos que Dios hiciese, con las sobras de los materiales con que formó lo existente, ese animal que se llama hombre, pero fue mayor nuestra pena cuando vimos a la mujer.
«Esa pareja estúpida es enemiga de la naturaleza, conque ya es enemiga de Dios; se creen superiores a nosotros, siendo así que jamás podrán vencernos si no emplean las malas artes de Luzbel; huyen de nuestro trato si éste no les sirve de homenaje; y, en resumen, son incompatibles con nosotros en el Paraíso.
(Muestras de aprobación).
»El dado está lanzado. (El orador se detiene para observar el efecto que produce su erudición, pero nota que no produce ningún efecto y continúa así): ¡Ah, señores animales de los tres sexos!, es bien fácil quitarnos esa molestia, y nuestra labor se reduce a conseguir que la pareja humana coma el fruto del árbol del bien y del mal. ¿De qué manera lo conseguiremos? Así. Decidle al hombre que lo coma, y no os hará caso, porque ya habéis visto que el hombre es tan indolente que ha permanecido ocioso mientras no ha tenido la compañía de la mujer. Recordad a ésta que hay algo que la está vedado, que hay una voluntad superior a la suya, y se rebelará contra ese mandato y comerá el fruto prohibido. Pero, ¿quién se acerca a la feroz mujer, que envidia de nosotros las rizadas plumas o las sedosas pieles, los dulces trinos y la fuerza bruta? Tal atrevimiento sólo pudiera realizarlo la culebra.
»¿Convenís conmigo?»
-Aprobado.
Un mono interrumpiendo: «¿Y yo no podría...?»
El león: «Calle el lujurioso animal que más se parece al hombre, y que conteste la aludida».
La culebra: «Yo, señores... es favor que ustedes me hacen... pero, en fin... por más que aquí hay otras señoras, como la zorra y la ardilla, que también...»
El buitre: «Culebra, no seas mujer, y vete a cumplir tu encargo».
Y allá marchose luciendo los anillos de su piel como si fuese moza con pendientes, sortijas y brazaletes.
Cuando la pareja humana salió expulsada del Paraíso, hizo Eva su programa, diciéndole a Adán:
-¡Bah! Trabaja y comeremos.
Comprendió la mujer que había sido vencida por la culebra, y la odió, pero procuró imitarla para conseguir sin riesgo su victoria, y avanza silenciosamente, se enrosca para ocultarse, se pone erguida cuando se la molesta y se quita la camisa en cuanto encuentra ocasión.
Nido de víboras
Al ladrón que roba poco se le llama blasfemo, y al ladrón que roba mucho se le llama hombre de negocios. De esto pudiera deducirse que sólo ofende a Dios el que roba mezquinamente:
Hasta el lenguaje de los falsos moralistas, ¡qué absurdos produce!
En aquella época de decadencia del imperio, cuando los gobernantes habían agotado por ignorancia, por estupidez, por envidia o por ferocidad todas las fuentes de riqueza, sólo era posible la existencia para los explotadores de los impuestos, y los partidos políticos se disputaban el poder como los perros hambrientos se disputan una piltrafa de carne.
Las naciones buscaban como su único camino para engrandecerse, la destrucción de las naciones vecinas, y en el concepto internacional estaban todos los perros inmóviles, sin atreverse a lanzarse sobre la presa, porque sabían que en aquella lucha de cada uno contra todos no quedaría un perro sano.
En la política interior de cada país era la lucha espantosa. La magistratura y el ejército olvidaban la alteza de su misión, olvidaban que cada togado y cada militar son encarnaciones humanas de la patria y de la civilización, y ejecutaban vergonzosamente todas las barbaries que dictaba el poder, o conspiraban como traidores contra el poder que no les halagaba.
Los poderosos procuraban ocultar los gritos de los hambrientos por medio de la amenaza, de la cárcel y del patíbulo; y los hambrientos en lugar de conseguir su redención por medio del trabajo, pretendían imponerse por el crimen.
Jamás hubo en la historia una lucha más horrible, porque ninguna fue tan injustificada y tan hipócrita. Era injustificada porque el progreso estaba definido, y en la especulación filosófica determinaba el derecho, y en la especulación científica producía nuevas e inagotables fuentes de riqueza. Y era hipócrita, porque no hubo un canalla ni un grupo de canallas que tuviese la simpática arrogancia de batirse en su propio nombre; y los de arriba maltrataban en nombre de la ley; los de abajo asesinaban en nombre de la libertad; los de en medio, en nombre de la moral, se inclinaban del lado que les convenía; y todos, en el nombre de Dios, cometían los más repugnantes crímenes. ¡Blasfemos!
Aquella sociedad pudo ser feliz, y no lo fue porque estaba demente. Nadie quería su propio bien sino a condición de la desgracia ajena; las emulaciones se habían convertido en envidias; se buscaban artificios para disculpar la propia infamia, y los hombres parecían mozas del partido riñendo en el lupanar.
En aquellos últimos días del imperio, y hallándome en Granburgo, encontré en la plaza de las Escuelas a Kummer, el insigne pintor. Kummer había hecho el retrato de Ganstier para el Tribunal de lo Contencioso y Finiquito; y en aquel retrato aparecía Ganstier tan viejo como lo era. De esto se aprovecharon los cortesanos del Gran Mariscal para indisponerle con Kummer, y el infeliz artista se vio acorralado por los de abajo que le llamaban pinta monos, porque era pintor de cámara; por los de arriba que le llamaron caricaturista mercenario, y por los de en medio que, en ninguna cuestión, querían quedarse solos.
Si Kummer hubiera sido vicioso o menos notable en su profesión, le hubieran procesado por delitos comunes, pero esto no era posible, y recurrieron a otro sistema. Llegó la exposición anual de Bellas Artes, y Kummer expuso su magnífico lienzo que representa La corte de Penélope, y que hoy se halla en el museo del Estado. Los de abajo dijeron que el cuadro aludía a la corte de la emperatriz, y olvidaron el respeto que merecía la virtuosa madre del príncipe; los de arriba dijeron que aquella Penélope representaba la democracia despreciando a los imperialistas, y esperando a su Ulises, que era Dufrouol, y los de en medio propusieron que se procesase a Kummer por haber pintado a la cortejada con redondeces, que se presumían debajo de los paños, y que incitaban a la lujuria; pero había en el salón mucho desnudo y muchos retratos de descotadas, y el proceso hubiera sido una arbitrariedad injustificable. Entonces empezó Kummer a recibir anónimos, asegurándole que le matarían de una paliza si no retiraba el cuadro. Y cuando encontré al insigne pintor, me dijo que no haría tal, porque eso supondría una derrota en su profesión, que el cuadro seguiría donde estaba hasta que el jurado lo calificase, y que él se había decidido a publicar un folleto diciendo que el emperador era un mal dibujante.
-¿Y qué?
-Me procesarán, me llevarán a la cárcel, y allí estaré bajo la custodia del alcaide, que es un caballero.
¡Así se vivía en Granburgo!
Me pidió Kummer que escuchase las cuartillas que tenía escritas, accedí, y para hacerlo con tranquilidad entramos en un café inmediato que no conocíamos.
Nos sentamos, y se nos acercó el mozo diciendo:
-¿Van ustedes a tomar algo, o esperar a las señoras?
-No esperamos a nadie -contestó Kummer con aspereza.
-Dos copas de coñac -añadí yo.
Pero la pregunta del mozo me hizo fijarme en todo lo que nos rodeaba, y vi que al lado de las mesas había unas colgaduras plegadas, y en un extremo del café estaban corridas las correspondientes a una mesa. Aquellas cortinas se movían a menudo y cuando me persuadí de lo que ocurría, dejé la propina sobre nuestra mesa, y dije a Kummer:
-Vámonos. Esos paños sí que encubren la lujuria. Parece mentira que un espectáculo tan grosero se presencie en un sitio público, y parece mentira que el prefecto lo consienta.
-Vaillant no lo sabrá.
-Ni yo se lo diré, porque motivaría la separación del vigilante de esta calle, y temería que me denunciase por ladrón, o acaso que en esta demencia política llegase el tal polizonte a ser prefecto y a tomar venganza.
¡Y así se vivía en Granburgo!
A una mesa de aquel café estaban sentadas la viuda Pimp y la Amparo, aquella colonial que pasó por esposa de Mensonge hasta que un negocio desgraciado le llevó con Pschut a presidio y al brigadier al Fóculo, donde pudo refugiarse.
Cada una tenía delante un vaso de café con leche y un panecillo untado de manteca.
-Pues, hija, ya ve usted el pago que dan los hombres -decía la Pimp.
-¡Cuéntemelo usted!
-Ya, ya. Que también usted puede decirlo.
-Pues hasta que me dejó sin un trapo que ponerme.
-Pero, en fin, eso fue una desgracia.
-Tampoco. Que fue un bruto. Porque salió lo que yo le decía. «Mira que a la autoridad no la robes, porque eso no te lo consiente».
-¡Ay, hija, es mucha verdad!
-Y hasta que todo se lo llevó la trampa.
-Pero, en fin, él ya verá por dónde sale. Y usted, pues, ni que decir tiene, porque usted ya sabe que soy una señora y una amiga.
-Lo sé.
-Y créame usted, hija, que si no la saludé cuando nos encontramos fue porque no la conocí. Pero, en fin, que usted ya ha visto...
-Sí, señora.
-Porque, hija, yo soy siempre la misma. Que mañana lleva usted un vestido de seda, pues quizá me recate, pero que hoy lleva usted los zapatos rotos...
-Sí, señora.
-Pues, ea, hija, que yo la veo a usted que me necesita, y aquí estoy para servirla.
-Muchas gracias.
-Usted se viene a vivir conmigo, y ya saldrá usted adelante, porque, si usted es una mujer de conducta, ya sabe usted que desde el armario de luna hasta el estropajo lo pago yo, porque no soy ninguna tirana.
-Lo sé.
-Y yo, ¿qué voy a querer?, pues el bien de usted. Lo que me pasa con esa. Ya ve usted que vender uno los muebles que no son de uno son palabras mayores, y sin embargo yo no he chistado. Qué, ¿qué hacer? Pues, hija, que nos salvemos todos.
-Es natural.
-Porque, en fin, al que tiene luz se le ve.
-¡Eso!
-Y si usted se guía por mis consejos...
-¡Y yo que no lo haga!
-¡Eh, mozo! Una chuleta de ternera a la milanesa, y una chica de vino. Alegrose la Aurora de haber encontrado quien la protegiese; alegrose la Pimp de haber encontrado otra colocación de fondos, y las dos mujeres pensaron al mismo tiempo en el único medio posible para pagar una, y para cobrar la otra.
¡Ah! Cuando el capital y el trabajo están divorciados se muere el obrero de hambre, pero cuando el trabajo y el capital se unen, entonces el obrero... muere tísico.
N + N + N = O
Yo lograré la asimilación directa del hidrógeno y del carbono. Yo llevaré al organismo humano los elementos que necesita para su vida, y haré feliz al hombre...
Perdona, ¡oh Dios!, que me atreviese a negarte; pero si me has elegido para ser el autor de tan extraordinaria hazaña, no es extraño que ciegue quien mira tan de cerca el sol de tu grandeza.
Por esto dijo el gran pensador católico: «¿Cómo te negarás, Señor, a los que con todo su corazón te buscan, pues tan benignamente te ofreces y descubres a quien no te buscaba?»
Dios fue quien me llevó a perseguir esta idea que veo realizada y que hará al hombre feliz e inmortal.
La inmortalidad... Pero la inmortalidad sería la desgracia eterna. Nicasio Álvarez, emigrado y condenado a muerte, escribía al fiscal de Su Majestad el Rey Salvio V: Parece mentira que entre todos no podáis matar mi alma, y os contentéis con matar mi cuerpo. Yo os lo regalaría si no lo necesitase para llevar mi alma, que es vuestra enemiga, cierta y hábil, porque elude vuestras leyes, creadas para satisfacer los apetitos de la carne..
El Marqués del Mantillo creía en la inmortalidad del alma. Y hacía bien.
Si sólo fuésemos materia... entonces el momento de su evolución, en que se determina el ser humano, sería el punto máximo de la curva descrita por esa materia, y Dios sería la materia hecha hombre. Pues al deshacerse el cadáver pasaría la materia a un estado menos perfecto, y, por tanto, habría perdido una condición de excelencia que, en definitiva, es el alma humana. Y aun descubierta la ponderación de fuerzas si la materia es finita, ¿qué vale el hombre, siendo una parte pequeñísima de una cantidad mensurable?
Por todas partes se llega al pesimismo. Si somos hechura de un Dios, es indudable que la vida terrenal es un valle de lágrimas, y si sólo somos materia, la vida humana debe sernos completamente indiferente, y esto también es pesimismo, porque el escéptico es pesimista; quien no cree ya niega. Por eso entiendo que el error de las filosofías positivas ha sido el de suponer posible la existencia del bien en la tierra.
Seguramente hubiera sido preferible afirmar que todo lo terrenal es malo, y que la felicidad sólo existe para todos después de la muerte.
De esta manera, al recibir yo las caricias de mi madre no las rechazaría, aunque supiese que aquel placer era mezquino, comparado con la futura gloria, y en cambio no haría daño a mi prójimo si yo creyese que ninguna de mis acciones habría de proporcionarme un placer positivo.
Y aunque fuese absurdo imponer el pesimismo, siempre éste aventajaría al optimismo en que el pesimismo impuesto produce pesimismo, y el optimismo impuesto produce también pesimismo por su carácter de imposición.
Pero no es necesario llegar a tales lucubraciones. No hay sana filosofía cuyo génesis no haya sido la contemplación de un hecho; pues bien, basta contemplar el medio en que vivimos para que nos declaremos pesimistas. ¿Dónde existe una manifestación de la existencia del bien?
No podemos amarnos, porque en todos nuestros amores interviene un Mefistófeles o una Celestina, a quienes nada importa la felicidad de los amantes. Todos los seres que existen y cuya creación atribuyen cualesquiera filosofías a una entidad indefinible, merecen la consideración del hombre; pero la sociedad humana, cuya organización nadie quiere atribuir a su Dios, es una necedad o una infamia y merece el desprecio de los hombres honrados. Y es inútil que luchemos por mejorarnos, porque nos mejoraremos individualmente y comprenderemos con mayor dolor que la sociedad es nuestro asesino, que ni siquiera nuestro verdugo. Cientos de ríos lleven sus aguas dulces a la mar, y el mar sigue salado.
Es amable disfrutar de las raras facultades humanas que, siendo dones de Dios, nos facilitan el cumplimiento de las leyes divinas, y siendo perfección orgánica, nos facilitan el cumplimiento de las leyes naturales; pero esas leyes no podemos cumplirlas, porque de Dios y de la naturaleza nos separa la estúpida organización social, y es preferible perder la forma humana.
Los hijos son para su padre una carga inesperada, que éste procura convertir en provechosa por los caminos más infames. Los padres son motivo de constante enojo para sus hijos; se hacen proverbiales los odios que producen algunos parentescos; hállase que el hastío es fatal en el matrimonio, y así queda la familia convertida en una desgracia ineludible.
Es la amistad goce fútil o medio de lucro; hay necios en todos los sitios; la mujer encuentra pesada la vida tranquila y decorosa del hogar, y envidia a la prostituta, que goza de los viciosos placeres que proporcionan el baile y la orgía; hasta la tierra produce cosechas mezquinas, y todo demuestra que la vida social fue hija del pecado del hombre y autorizada por la sentencia condenatoria dictada por Dios.
Y logró un descubrimiento asombroso, y permanecen impasibles los que llama sabios esta sociedad villana.
¡Miserables!
¡Vaya un dolorcito!... Ya sé lo que es... Parece que me aprietan el estómago, y se me forma un nudo en la garganta... y las punzaditas en el pecho... Esto es hambre... ¿Qué hora?... Las cuatro... Vamos a tomar una cucharadita de ese licor que no necesitará la generación venidera, porque tendrá predispuesta la faringe... Y ahora aspiremos aire por ese tubo... ¡Ah estúpidos!... Ya os arrepentiréis... En seguida se nota la pesadez en el estómago... Nos sentaremos, y así será más provechosa la digestión.
La carta de Aníbal Céspedes me preocupa porque me promete una popularidad que puede serme peligrosa. El bueno de Ganstier es un carácter. Y, después de todo, ¿por qué he de ser un mártir como otros inventores?... Quizá no. Estoy haciendo una digestión penosa... Quizá logre la recompensa que merece mi descubrimiento... Crearé envidias, pero la envidia es un veneno que mata al mismo ser que lo produce. Lograré que se me haga justicia, y... Empiezo a notar que aumenta la circulación de la sangre. Es natural, la digestión es penosa pero rápida. Además, he debido introducir mucho nitrógeno en el estómago... ¿Me producirá perjuicio? Lo veremos. Seguramente, no. Llegaré a un estado análogo a la embriaguez, y nada más.
Cuando todos los hombres se nutran como yo me estoy nutriendo; cuando no exista el temor al hambre; cuando no sea precisa la esclavitud que crea el trabajo, entonces será feliz el hombre. Empleará su tiempo en gozar de la hermosura que Dios ha creado. Tendrá... Indudablemente hoy he absorbido más nitrógeno. Me sería fácil producir un compuesto amoniacal y lanzarlo al exterior, pero debo resistir. Hay que ensayar para decir después: Esto no es una farsa grosera; este es el mayor descubrimiento que ha hecho el hombre. Esto no sirve para atacar ni sirve para defenderse, ni para... vaya unas punzaditas... ni para eludir las leyes, ni para castigar delitos. Esto no es la bomba mortífera construida por un loco que se cree abandonado por toda la sociedad, cuando, en definitiva, sólo le molestará un polizonte que obedece a un gobernador que sufre a un ministro que estará más preocupado de sus diviesos que de la gobernación del Estado. Esto no es un nuevo concepto jurídico que las cámaras desvirtúan para convertirlo en arma de la política, y siguen desvirtuando los tribunales para aumentar la venta del papel sellado y acaban de desvirtuar los polizontes cobrando dinero de los ciudadanos que eluden las leyes, y manejando a su antojo a los ciudadanos que acatan las leyes para vivir en paz, como si la paz fuese hija del respeto... ¡dale con las punzaditas!... o del derecho o de la fuerza; como si la paz no fuese únicamente el dulcísimo fruto que produce el amor. ¡Cuántos errores divulgan esas gentes que hacen el camino de su vida sin más inteligencia que la precisa que se puede guardar en un neceser para viajes intelectuales! ¡Cuántos convencionalismos estúpidos matará mi invento! Yo creo que se acerca el instante en que la especie humana ha de sacudir las pesadas cadenas de la organización actual de las sociedades y ha de lanzarse al progreso orgánico, realizando todas las perfecciones de que es posible la máquina humana, aumentando el número y la perfectibilidad de nuestros sentidos, cambiando todos los músculos de fibras lisas en músculos de fibras estriadas, haciendo a nuestro organismo esclavo de nuestra voluntad, haciendo de nuestra voluntad el intérprete fiel de nuestra razón y haciendo de nuestra razón un órgano perfectísimo que viva armónicamente en la naturaleza, porque nunca podremos llamarnos hijos de Dios si vivimos en desprecio constante o en constante rebelión a las inmutables leyes que mueven todo lo creado. Y el primer paso que necesitaba dar la humanidad era asegurar la subsistencia del hombre para lograr así que...
-La señora de García -dijo Bautista.
-Soy yo, Águeda.
Y la hermosa morena entró en el laboratorio.
Alas de ángel
-¿Me esperabas?
-¿Yo?
-Como no me has escrito, creí que me esperabas.
-Sí, es decir...
-Pues aquí me tienes... Quería darte la enhorabuena por tu invento... Mi aplauso vale poco porque soy muy ignorante. Ya ves, no tengo más ciencia que la...
-Gracias, de todos modos.
-La que tú me enseñabas. Pero dicen que tu invento acabará para siempre con el hambre, y esto nunca se ha conseguido.
-Es cierto.
-Y el hambre es cosa mala. Yo... ya lo sabes: sólo he estado satisfecha cuando tú...
-No hablemos de eso.
-¿No? Pues...
-Lo pasado, como si no hubiera existido.
-Dios te lo pague, porque cuando se niega un agravio es que se olvida, o es que se perdona.
-Lo que sea preferible. No discutamos.
-No; si no discuto. Pero yo no puedo olvidar, porque la gratitud me obliga a recordar tus beneficios, y ahora singularmente porque ahora...
-¿Es que me necesitas?
-Sí.
El hombre no es malo, es tonto, y una de sus tonterías es la de creerse necesario. En las actividades humanas van los que nacen reemplazando a los que mueren, y siempre con ventaja: el único hombre insustituible fue Cristo. El esposo cree que su esposa le necesita, y esto es cierto casi siempre, porque las mujeres gustan de vivir sin trabajar, pero cuando la mujer se dedica al trabajo vive muy a gusto emancipada del hombre. El que es padre cree que sus hijos le necesitan, y no observa que los hijos del viudo mueren niños o se educan malamente, y que la viuda defiende su cría con heroicidades pasmosas. En el matrimonio es siempre la mujer quien prepara indirectamente el bienestar de los hijos; y esta, y no otra, es la razón de nuestro agradecimiento instintivo que nos hace en todas las edades amar con preferencia a nuestra madre bendita.
Luis tomó el repulsivo aspecto que adoptan todos los hombres cuando se les pide algo, saliole a la mirada el orgullo de ser necesario, y se dispuso a dar... lo que siempre dan los hombres; una parte de aquello que les sobra.
Águeda avanzó hasta colocarse enfrente de él y al otro extremo de la mesa, y dijo con expresión humilde y cariñosa:
-Ahora te necesitan todos los hombres.
-Todos, no.
-Casi todos, porque te necesitan los pobres. No hay persona que no hable de tu invento. Los poderosos temen que los humildes se emancipen de las esclavitudes. Los desgraciados te llaman su Dios. Y lo eres si tal haces.
Frunció Luis el ceño, porque el orgullo humano que acepta como verdades las alabanzas más absurdas, odia la adulación como la mayor ofensa. Y si la perversa adulación quiere conseguir el éxito, necesita aumentar su perversidad haciéndose hipócrita.
Un adulador incansable, decía a un duque:
-Sois tan poderoso, señor, que los tristes se consuelan con nombraros.
-No tanto. Aquí tienes un pliego de papel sellado; vale diez reales; pues bien, si escribo mi nombre en él ya no valdrá nada.
-Ese es el mal que produce vuestra grandeza: que anuláis a todos los escudos.
El duque agradeció esta adulación ingeniosa, porque el hombre sólo mide su importancia por las víctimas que produce.
Comprendió Águeda lo que significaba aquel gesto de Luis, y añadió con coquetería:
-Yo no quisiera que fueses Dios porque tendría que hacerme monja. Y dio un paso atrás, como si temiese una agresión.
Hubiérase Luis sonreído, si aquellas palabras no encerrasen la afirmación de la esperanza constante de Águeda, quizá de la fórmula hipócrita con que aquella mujer pretendía justificar sus errores o sus maldades. Levantó Luis su pálido rostro, fijó en Águeda su severa mirada, y dijo:
-Según me anunciaste en tu carta, tenía un objeto tu visita.
-Es verdad; he venido a ofrecerte una joya, y por tu impaciencia deduzco que la deseas.
-La aceptaré.
-Es que no te la regalo; te la vendo. Sí, no te extrañe. ¿Me creías capaz de regalarla? Y, ¿a quién?
-Abreviemos.
-¿Es que quieres saber el precio? Luego te conviene comprarla ya que no has sabido merecerla.
-Por última vez te invito a que no provoque discusiones, y vamos sin rodeos al objeto de esta entrevista.
-Pues entonces me retiro, porque ya he comprendido que no quieres comprar. Sí, está bien claro. Si me vendiesen lo que yo vengo a venderte, ya hubiera ofrecido todos mis bienes, mi cuerpo y hasta mi vida con tal de morir teniendo entre mis labios ese mechón de aquella cabecita. No hay trato, porque tú quieres regatear, y yo vendo a precio fijo.
-Te ruego que...
-Y vendo muy caro. Y no creas que esta venta es un artificio de que me valgo para hablar contigo, no; vengo a vender y a marcharme en seguida. Pues si no fuese por el negocio, ya me hubiera marchado; si me has recibido como si me despidieses.
-Recuerda que entre nosotros hay...
-No quiero recordar nada. Antes me dijiste que lo pasado no había existido; y te di las gracias, y llegué al sacrificio de aparecer como culpable, cuando soy la ofendida; conque, ya ves que si tales sacrificios hago por olvidar lo que hay entre nosotros, no he de recordarlo cuando sea de tu gusto.
-Basta. Pide lo que quieras; ese mechón es mío.
-Quizá llegue a serlo. Aunque leo en tu semblante que estás arrepintiéndote de tu jactancia. Ten paciencia, si voy en seguida a decirte el precio. Desde luego, no lo vendo por caricias tuyas; sí, por eso; porque no habría trato y me conviene vender.
-Por última vez...
-Pero, ¿quién eres tú para poner fin al tiempo? ¡La última vez!
- Pero tú no comprendes que estoy desesperada? ¿No comprendes que para mí sería una solución matarte y morirme en la cárcel, o dejar que me matasen? Y si me matases gastarías tus millones en eludir las leyes; pues, ten calma, te sale más barato comprarme lo que te vendo.
-Ya te he dicho que pidas.
-Pero no me hostigues. Cuando te haya vendido ese tesoro que me ha costado la honra y la juventud, y me obliga a la infamia social de tener semejante esposo. Cuando ya no sea ni aun mujer, porque haya vendido con ese mechón mi condición de madre, entonces será la última vez, porque seré una bestia y huiré de ti para que no me escupas. Y ahora voy a decirte el precio, ¿atiendes?
-Te estoy escuchando.
-No es dinero. Ten paciencia. Te digo que no es dinero para tranquilizarte. Y no porque seas tacaño, sino porque temías, y con razón, que no tuvieses bastante dinero para pagarme. ¿O acaso porque me ves mal vestida y comprendes que tengo hambre, pensabas hacer un buen negocio? ¿No es eso? Yo también lo negaba, porque no era posible la sospecha; ya sabes que me regalo pero no me vendo. Ahora lo hago porque...
-¿En cuánto?
Acercose Águeda a Luis, adelantó el rostro y dijo con firmeza.
-El precio de este mechón es tu secreto.
-¿Cuál?
-El secreto de lo que has inventado.
-Pero si el secreto no existe.
-Porque lo harás público.
-Naturalmente.
-Pues eso quiero; saberlo yo, y que nadie lo sepa, y que tú lo olvides.
-Y, ¿para qué? Eso, nunca. Es la gloria.
-Y, ¿para qué la quieres? No me contestes, si ya lo sé. Me lo has dicho muchas veces; la gloria sirve a los hombres para que les adoren las mujeres. Y, ¿para qué quieres esa adoración? ¿Encontrarás una mujer más hermosa que aquella Águeda, loca de amor, que se entregó a ti cuando tú lo quisiste? Y si la encontrases, ¿te adorará con la devoción con que yo te adoro siempre? Nadie te consagrará, como yo, su vida entera; ni adivinará, como yo, tus deseos, ni será, como yo lo he sido, una hechura tuya, porque he pensado como tú pensabas, he sentido como tú sentías y he prescindido de mi voluntad para seguirte satisfecha por la senda que tú me trazabas. Y cuando me separé de ti temporalmente, fue porque llegué a comprender que si avanzaba un paso más en aquel camino, me separaba de ti para siempre; y en todos los instantes de mi vida no he vacilado un momento para conseguir que fueses mío, como yo soy tuya, exclusivamente tuya. ¿Para eso quieres la gloria?
-¡Es una gloria inmensa!
-¿Y deseas conservarla para que te aplaudan las mujeres? Y, ¿quiénes son las mujeres? Desde el día que dudaste de mí no has vuelto a conocer a ninguna, y es porque instintivamente has tenido conciencia de que yo resumía la adoración de todas las mujeres, y al despreciarme a mí las despreciaste a todas. ¿Quieres que las mujeres te aplaudan, pues aplaudiéndote empecé mi visita? Ya tienes la gloria, ya no has perdido tu trabajo; y, ahora, cédeme el secreto de tu invento.
-No, Águeda; es imposible. Sabes que he de negártelo, y por eso lo pides; porque, a ti, ¿para que te aprovecha?
-Pero si eso es todo; si es una fortuna inmensa.
-¿Y explotarías mi invento?
-¿Yo?
-Ese nitrógeno que Dios ha puesto al alcance del hombre, y cuya asimilación he descubierto, ¿lo venderías solamente a quien te lo pagase? ¿Lo guardarías solamente para los ricos?
-¿Yo? Pero, ¿crees que yo, que he estado y estoy hambrienta, sería capaz de crear un impuesto sobre el hambre?
-Pues, ¿qué harías?
-Crear el privilegio de los pobres. Cuando todos los de abajo tengan asegurada su subsistencia, ya no se humillarán a los de arriba, y después los que hoy están hambrientos vencerán por la razón y por el número. Quiero averiguar cómo podrán los ricos comer con su dinero, cuando los pobres no trabajen para comer. Todas las ventajas del progreso son acaparadas por los poderosos, o se reparten igualmente entre los humanos; y yo quiero completar tu obra, creando el privilegio de los pobres, y consiguiendo con la derrota de los ricos la fraternidad universal.
Quedose Luis asombrado ante aquel importantísimo problema que se le aparecía, y después de meditar un instante, dijo:
-Pero ese privilegio te sería imposible realizarlo en la práctica.
-¿Por qué? ¿No son realizables los privilegios de los ricos? ¿No vivimos los pobres sujetos a todas sus necedades? Yo he procurado conservarme digna de ti, y he buscado trabajo honrado para mantenerme; y no lo he podido encontrar porque unas veces se me exige que me prostituya, y otras se me rechaza porque estoy separada de mi esposo. A nadie puedo contarle mi historia, porque nadie creería en mi sacrificio. Dios me conserva sana la carne de mi cuerpo, pero si algún día estuviera enferma iría a un hospital.
-Eso, no.
-Y allí me moriría por las necedades de los poderosos. ¡Maldito dinero!... quien lo desea olvida por él todas las virtudes; y quien lo posee cree que todos los virtuosos le piden limosna.
-Supongo...
-No lo digo por ti; ya sé lo bueno que eres, y no olvido lo bueno que has sido conmigo. Ahora mismo lo estás demostrando; ahora, que tu talento te ha hecho dueño de la felicidad humana, quieres repartirla entre todos los hombres. Tienes razón, así obran las almas grandes.
-Quizá sería más justo realizar tu proyecto.
-No lo sé. ¡Quién, mejor que tú, puede saberlo! Haz lo que gustes, y perdóname lo que te he dicho. Yo quería eso porque estaba desesperada, pero ante las altezas de tu pensamiento se fortalece mi espíritu. Perdóname mis ofensas, y perdóname que esté llorando.
-Águeda...
-No tengas para mí ningún halago, porque yo debí adorarte como a Dios y conformarme en absoluto con tus designios. Ten esta preciosa reliquia que guardo en mi pecho, porque tú eres el dueño de ella y el único ser digno de conservarla.
Desabrochó el vestido, alzose el abundante seno al hallarse libre de su opresión, y de él sacó Águeda un rizo de negro pelo.
Cogió Luis el rizo, miró el estuche donde estuvo guardado, y cuando oyó que Águeda le decía:
-Ahora, despídeme por última vez.
Besó el recuerdo de su hijo muerto y acercándose a la madre contestó:
-El nitrógeno no produce toda la felicidad, hace falta también un poquito de cariño.
Cayeron el uno en brazos del otro, y los matraces y las retortas se quedaron absortos ante aquel precipitado.
En la clínica del Colegio Imperial de Ciencias Médicas, se disponía el sabio Remy a operar un zaratán, y decía a sus alumnos: «Vamos a cortarle un vuelo al ángel del exterminio».
Décima parte : La verdadera filosofía o sea el único camino que nos lleva a poseer la verdad
Vitam impendere veto, the time is money, Strugle for life, etc., pero yo creo que nuestra miserable vida no vale la pena de emplearla en nada que no sea alabar a Dios y esperar con tranquilidad la muerte.
I
Una mujer engaña a un hombre; dos mujeres se disputan un hombre, tres mujeres, reunidas, se burlan de todos los hombres.
-Pero, hija tranquilícese usted, que la cosa no será para tanto.
-Maldita sea mi negra estrella.
-Calma, Aguedita, calma, y hable usted con confianza delante de esta señora que es una amiga.
-Muy señora mía.
-Conque, decía usted que el infeliz en seguida se vino a la mano.
-Como que los hombres parecen buitres; en cuanto huelen la carne descienden de las alturas.
-Porque la vio a usted llorar. Lo que parece es que todos los hombres han nacido para esponjas; en cuanto ven algo mojado ya están empapándose. Ríase usted, mujer.
-Para bromas estoy.
-Pues, ¿qué ha pasado?, reviente usted, si puede. Porque supongo que la cosa iría adelante.
-Pero se me desmayó.
-¡Pobrecito!
-Y dijo al criado: «¡Que se vaya esa mujer!»
-Y usted se ha venido.
-Me parece.
-Con las manos abiertas.
-Usted hubiera hecho lo mismo.
-Tampoco.
-Bueno, pues no tengo gana de conversación.
-Nos daremos un punto.
-Usted no sabe lo que he perdido.
-Pero eso tendrá remedio.
-Volveré dentro de unos días.
-¡Ay!, hija, se me figura que eso ya está agotado.
-Es que ese hombre es mi primer amor.
-¿Y qué? A Dios le pedimos el pan de cada día, porque nadie quiere comer pan duro.
-La señora tiene razón -dijo Amparo.
-Es que yo no quiero comer pan sólo -repuso Águeda.
-Pues hija, que la traigan a usted una chuleta, pero conste que hasta ahora todo el maná que usted come sale de mi bolsillo.
-Ya liquidaremos.
-Hija, no es apremiar. ¿Ha comido usted?
-Nada. Me ha dado una cucharada de un brebaje y me ha hecho aspirar el aire del tejado. Eso es lo que él toma desde hace quince días.
-Pues habrá que purgarle. A mi cuenta, ese hombre está chiflado.
-Siempre lo estuvo.
-Pues, pida usted una chuleta y lo que haga falta, y cuente usted la escena.
II
Sobre un colchón, tendido en el suelo del laboratorio por el diligente Bautista, se estaba muriendo Luis Noisse, y el médico de guardia del Hospital del distrito tomaba el pulso al enfermo.
-Quítele usted las zapatillas y los calcetines.
-No se enfriará.
-Que traigan una manta. ¿Han avisado a su médico?
-Sí, señor: llegará en seguida.
-¿Y dice usted que esto empezó con un vahído?
-Sí, señor; la ciudadana fue quien me llamó.
-¿Y qué?
-Pues, nada; que se comprendía lo que habrá pasado. Y yo como vi al señorito caído sobre una silla, pues acudí a socorrerle, y ella fue a lo mismo; y entonces el señorito me dijo: «Que se vaya esa mujer», y yo le señalé la puerta, y se marchó, porque si no se larga la echo a patadas.
-¿Y después?
-Pues, salió el portero a avisarle a usted, y nada más.
-Y el médico de la casa, ¿vive muy lejos?
-No, señor; ya verá usted como viene en seguida.
-Pero esto es urgente.
-Pues se hará lo que usted mande.
-Es que aquí hay responsabilidad.
-Pues, usted dirá.
-Paz, paz -murmuró Luis.
-Ánimo, señorito; esto no es nada. ¿Qué hacemos, señor doctor?
-Será preciso sangrarle y ponerle unos sinapismos.
-Lo que usted disponga.
-Pero antes hay que trasladarle a su cama.
-¿A cuál?
-¡Qué sé yo!
-Porque el señorito dormía aquí, en el laboratorio.
-¿Por qué?
-¡Ay!, madre mía -balbuceó Noisse.
-Ánimo, mucho ánimo; no tenga usted cuidado, señorito. En fin, ¿qué hacemos?
-Es que yo no quiero aceptar responsabilidades, porque no sé lo que ha pasado.
-Pues ya se lo he dicho a usted todo.
-Le sangraremos. ¿A qué hora ha almorzado?
-¿Almorzar?
-O desayunarse.
-¡Si lleva quince días sin tomar alimento!
-¿Por qué?
-Pues tomaba una cucharada de lo que tiene ese frasquito, y sorbía mucho aire, y se mantenía con el nitrógeno.
-Pero este señor, ¿es el que cita la prensa?
-El mismo.
-Y, ¿dónde está lo que bebía?
-Allí lo tiene usted.
Levantose el médico, miró el líquido, lo olió, lo gustó, y dijo a Bautista.
-Pero si este es el licor de Succi; el licor de los ayunadores; este señor se va a morir de hambre.
Y no tenía razón, porque ya Luis había abierto la boca para respirar; no lo había conseguido y yacía muerto.
Yo no quiero morir sin agonía; no quiero que un accidente fortuito, la congestión si me dan garrote, o las balas si me fusilan, destruyan mi encéfalo, ese templo misterioso donde parece residir mi inteligencia.
Yo quiero tener agonía, porque en ella he de sintetizar todas mis ideas. La circulación va abandonando las extremidades, y dejando sin actividad los nervios y los músculos. Ya sólo queda en movimiento la sangre que una respiración lenta y fatigosa envía al corazón, y que este apenas deja pasar a las arterias, sobreviene la asfixia por espiración incompleta, los sentidos dejan de transmitir sus impresiones al cerebro, éste queda aislado de la vida de relación y de la vida de nutrición, y, al verse libre de las miserias humanas, llega, como todo lo que es libre, a la mayor suma de altezas.
En aquel período agónico empezó Luis a huir de la vida, como se huye del combate que es una derrota. Huía quejándose, porque había desaparecido ese anodino que se llama esperanza, y porque todas las heridas que recibiera durante la lucha de la existencia estaban manando sangre, abiertas como si jamás hubieran estado cicatrizadas. Paz, paz, decía contemplando en aquella síntesis sublime a la humanidad atada de pies y de manos para hacer el bien, y obligada por la condición social a que cada ser humano sea el verdugo de sus semejantes.
La diferencia de temperatura no producía por termo-dinámica la vibración de los nervios, y el cerebro no denunciaba el frío en que yacían las extremidades de aquel cuerpo. Se tornaron inertes los músculos de los ojos, y cada globo quedó en su órbita en una posición anormal. Aumentaron de densidad los líquidos y el cristalino se volvió opaco; y huyó la sangre, y la córnea apareció más blanca. Terminó la actividad de aquel sentido, creció la percepción de la inteligencia, y ésta empezó a buscar la paz deseada, y al hallarla dijo Luis: Madre mía. Aquel amor de su madre, era el único placer positivo porque cumplía una ley natural, y además era algo que Luis no había ganado ni merecido, y era, por tanto, una manifestación de la misericordia divina. Entonces hubiera querido volver a la existencia para divulgar entre los humanos esta enseñanza adquirida en los umbrales de la muerte, haber destruido los convencionalismos que llevan a la infamia de producir malas madres, haber terminado las luchas creadas por el necio orgullo de las mujeres, porque el único orgullo legítimo de la mujer es el de ser madre, y haber concluido la lucha de los hombres por la posesión de la hembra, porque la única mujer que merece estos desvelos del hombre es la mujer bendita que le llevó en sus entrañas.
Huía la vida de la periferia de aquel cuerpo, y solamente el oído, acostumbrado a no depender de la voluntad, enviaba sensaciones al cerebro. Admirábase Luis de aquella síntesis tan perfecta; dudaba si se moría y si la rapidez con que parecía ir a la muerte, era la misma energía con que se lanzó a la vida. Sospechaba que su estado pudiera ser el momento de evolución a otro estado más perfecto en que su carne desaparecería, y él viviría terrenalmente tan sólo con el espíritu, como privilegio concedido a su extraordinaria inteligencia que tales arcanos descubría, y en esto oyó el doctor que él, Luis Noisse, era sencillamente un ayunador inconsciente e inexperto. Comprendió que aquel tubo que llegaba hasta el tejado era una ridiculez; tuvo vergüenza y rabia de haber sido tan necio, quiso disculparse, crear otro sofisma y... le faltó la respiración. En aquel instante comprendió que en nada había mejorado a la naturaleza, a sus semejantes y a sí mismo; y que, por tanto, había sido el ser más inútil de la creación. Y en cuanto tuvo su primera idea sensata, cometió su primer acto discreto, y se murió.
III
Los responsos son cosas que se les dicen a los hombres cuando ya están muertos.
Un patán.Porque es maligna condición del tiempo hacer eterno lo que juzga infame.
Montoro.
Bautista se decía para sus adentros: «Dos veces le he visto caer al señorito, y las dos veces estaba en ayunas, y estaba con hembras. ¡Parece mentira que un rico pase hambre por su gusto, y que un artillero se asuste de las mozas! El pobre señor había tomado en serio las mujeres y la vida».
El cadáver fue colocado en un féretro de zinc, de esos que sirven para que el cadáver no se pudra, o sea, para que aquel cuerpo siga resistiéndose a cumplir las leyes de la naturaleza.
Ganstier (el joven) observó que un cirio formaba un ángulo de 81 grados con la horizontal, y después dijo, como si hablase consigo mismo: «Estaba equivocado: quería elevarse por leyes nuevas, y no recordaba que el globo que asciende y el peso que cae obedecen a la misma ley».
Aníbal Céspedes se abrazó al cadáver, y lloró como un chiquillo. Pidió a Bautista las condecoraciones de Luis, y como le trajese una caja donde estaban también las condecoraciones del célebre sargento mayor, el padre de Noisse, cogió Céspedes la gran cruz del Corazón de la Patria y la puso sobre el pecho del muerto.
Aquella noche refería Aníbal esta escena en la tertulia íntima de la emperatriz, y Su Majestad dijo, para halagar a Céspedes:
-Y, ¿no sería posible legalizar esa distinción?
-No, señora -respondió Ganstier, el viejo-; porque Noisse era un demente.
Y como demente le tuvo su patria, donde aún se aplica de continuo esta frase: «Eso es el descuido del capitán, que se comió el aire y se olvidó del pan».
Y Bautista dijo siempre que su amo había muerto de asfixia, porque le oyó en muchas ocasiones: «Me ahogo en este medio».
Y se ahogó.
Epílogo
Clara no se ha enterado aún de la parte que tuvo en este drama. ¡Cuántos como ella!
La estúpida marquesa y sus necias hijas vivirán siempre, porque lo inútil es una institución.
Luis murió sin testar, y el juzgado se encargó del hotel y de los muebles: el dinero y las alhajas habían desaparecido. ¡Oh, admirable armonía de las flaquezas humanas! ¡Cómo el error de la ingratitud lo deshace el robo! Así pensaría Bautista.
A Juan García volveremos a verle.
Appendix A
- Holder of rights
- José Calvo Tello
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- TextGrid Repository (2022). Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. Artuña. Artuña. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001C-22FD-F