...ita ut serviamus in novitatespiritus, et non in vetustate litterae.(San Pablo a los Romanos.)
- I -
Rendido ya de lo mucho que se prolongara la consulta aquella tarde tan gris y melancólica del mes de marzo, el Doctor Moragas se echó atrás en el sillón; suspiró arqueando el pecho; se atusó el cabello blanco y rizoso, y tendió involuntariamente la mano hacia el último número de la Revue de Psychiatrie, intonso aún, puesto sobre la mesa al lado de cartas sin abrir y periódicos fajados. Mas antes de que deslizase la plegadera de marfil entre las hojas del primer pliego, abriose con estrépito la puerta frontera a la mesa escritorio, y saltando, rebosando risa, batiendo palmas, entró una criatura de tres a cuatro años, que no paró en su vertiginosa carrera hasta abrazarse a una pierna del Doctor.
-¡Nené! -exclamó él alzándola en vilo-. ¡Si aún no son las dos! A ver cómo se larga usted de aquí. ¿Quién la manda venir mientras está uno ocupado?
Reía a más y mejor la chiquilla. Su cara era un poema de júbilo. Sus ojuelos, guiñados con picardía deliciosa, negros y vivos, contrastaban con la finura un tanto clorótica de la tez. Entre sus labios puros asomaba la lengüecilla color de rosa. El rubio y laso cabello le tapaba la frente y se esparcía como una madeja de seda cruda por los hombros. Al levantarla el Doctor, ella pugnó por mesarle las barbas o el pelo, provocando el regaño cómico que siempre resultaba de atentados por el estilo.
Desde la entrada de la criatura, parecía menos severo el aspecto de la habitación, alumbrada por dos ventanas que dejaban paso a la velada claridad del sol marinedino. Bien conocía Nené los rincones de aquel lugar austero, y sabía adónde dirigir la mirada y el dedito imperioso con que los niños señalan la dirección de su encaprichada voluntad. No era a los tupidos cortinajes; no a las altas estanterías, al través de cuyos vidrios se transparentaba a veces el tono rojo de una encuadernación flamante; menos aún a la parte baja de las mismas estanterías, donde, relucientes de limpieza y rigurosamente clasificadas, brillaban las herramientas quirúrgicas: los trocares, bisturíes, pinzas y tijeras de misteriosa forma en sus cajas de zapa y terciopelo; los fórceps presentando la concavidad de acero de mi terrible cuchara; los espéculos, que recuerdan a la vez el instrumento óptico y el de tortura...
Tampoco atraían a la inocente los medrosos bustos que patentizaban los sistemas nervioso y venoso, y que miraban siniestramente con su ojo blanco, descarnado, sin párpados; ni aquella silla tan rara, que se desarticulaba adoptando todas las posiciones; ni la ancha palangana rodeada de esponjas y botecitos de ácido fénico; ni los objetos informes, de goma vulcanizada; ni nada, en fin, de lo que allí era propiamente ciencia curativa. ¡No! Desde el punto en que atravesaba la puerta, dirigíase flechada Nené hacia una esquina de la habitación, a la izquierda del sillón del Doctor, donde, suspendida de la pared por cordones de secta, había una ligera canasta forrada de raso. Era la famosa báscula pesa-bebés, el mejor medio de comprobar si la leche de las nodrizas reúne condiciones, nutre o desnutre al crío; y en su acolchado hueco, a manera de imagen o símbolo del rorro viviente, veíase un cromo, un nene de cartón, desnudo, agachado, apoyadito con las manos en el fondo de la canasta, alzando la cara mofletuda y abriendo sus enormes ojazos azules. El cromo era el ídolo de Nené, que tendía las manos para alcanzar a su altura, chillando: «Nino selo, Nino selo». «Vamos a ver -contestaba el Doctor- ¿qué quieres tú que te traiga hoy el Niño del cielo?». Había minutos de duda, de incertidumbre, de combate entre diversas tentaciones igualmente fascinadoras. -«Tayamelos... rotilas... amendas... no, no, galetas... Un chupa-chupa...». El chupa-chupa prevalecía al fin, y el Doctor, levantándose ágilmente y ejecutando con limpieza suma el escamoteo, deslizaba del bolsillo de su batín al fondo de la canasta un trozo de piñonate. Aupando después a Nené, el hallazgo de la deseada golosina era una explosión de gritos de gozo y risotadas mutuas.
Preparábase alguna comedia de este género, porque Nené ya gobernaba hacia la báscula, cuando asomó por la puerta lateral, que sin duda conducía a la antesala, un criado, que al ver al Doctor con la niña en brazos, quedose indeciso. Moragas, contrariado, frunció el entrecejo.
-¿Qué ocurre?
-Uno que ahora mismito llega... Dice que si pudiera entrar lo estimaría mucho; que ya vino antes, y como había tanta familia...
Alzó la vista el médico, y se fijó en la esfera del reloj de pared. Marcaba las dos... menos cinco. Esclavo del deber, Moradas se resignó.
-Bueno, que entre... Nené, a jugar con la muchacha... Ahora no da nada el Nino selo. Ya sabes que mientras hay consulta...
Nené obedeció, muy contra su voluntad. Antes de volverse, dejando cerrada la puerta que le incomunicaba con la chiquilla, el Doctor adivinó de pie en el umbral al tardío cliente. Delataba su presencia un anhelar indefinible, la congoja de una respiración; y al encararse con él, el médico le vio inmóvil, encorvado, aferrando con ambas manos contra el estómago el hongo verdoso y bisunto.
Moragas mascó tan «siéntese», y se encaminó a su sillón, calando nerviosamente los quevedos de oro y adquiriendo repentina gravedad. Su mirada cayó sobre el enfermo como caería un martillo, y en su memoria hubo una tensión repentina y violenta. «¿Dónde he visto yo esta cara?».
El hombre no saludó. Sin soltar el sombrero y con movimiento torpe, ocupó el asiento de la silla que el Doctor le indicara; sentado y todo, su respiración siguió produciendo aquel murmullo hosco y entrecortado, que era como un hervor pulmonar. A las primeras interrogaciones del Doctor, rutinarias, claras, categóricas, contestó de modo reticente y confuso, dominado tal vez por el vago miedo y el conato de disimulo ante la ciencia que caracteriza en las consultas médicas a las gentes de baja estofa; pero, al mismo tiempo, expresándose con términos más rebuscados y escogidos de lo que prometía su pelaje. Moragas precisó el interrogatorio, ahondando, entregado ya por completo a su tarea. «¿Hace mucho que nota usted esos ataques de bilis? Los insomnios, ¿son frecuentes? ¿Todas las noches, o por temporadas? ¿Trabaja usted en alguna oficina; se pasa largas horas sentado?».
-No, señor -contestó el cliente con voz sorda y lenta-. Yo apenas trabajo. Vivo descansadamente; vamos, sin obligación.
Al parecer nada tenía de particular la frase, y, sin embargo, le sonó a Moragas de extraño modo, renovándole la punzada de la curiosidad y el prurito de recordar en qué sitio y ocasión había visto a aquel hombre. Volvió a fijar sus ojos, más escrutadores aún, en la cara del enfermo. En realidad, las trazas de este concordaban muy mal con la aristocrática afirmación de vida descansada que acababa de hacer. Su vestir era el vestir sórdido y fúnebre de la mesocracia más modesta, cuando se funde con el pueblo propiamente dicho: hongo sucio y maltratado, terno de un negro ala de mosca, compuesto de mal cortada cazadora y angosto pantalón, corbata de seda negra, lustrosa y anudada al descuido, camisa de tres o cuatro días de fecha, leontina de plata, borceguíes de becerro resquebrajado sin embetunar, y en las manos nada absolutamente: ni paraguas, ni bastón. No suelen andar así los ricos, a quienes por obra y gracia de Dios les caen del cielo las hogazas.
-¿Según eso, no hace usted ejercicio ninguno? -preguntó Moragas, que creía proseguir el interrogatorio facultativo, pero se iba por la tangente de la excitada curiosidad.
-Como ejercicio, sí... -respondió opacamente el hombre-. Paseo muchísimo. A veces ando dos y tres leguas y no me canso. Algo se trabaja también en la casa. No es uno ningún holgazán.
-No he dicho que usted lo sea -replicó con inflexión de severidad el médico-. Yo tengo que enterarme, si he de saber lo que anda descompuesto en usted. ¿A ver? Reclínese allí -ordenó, señalando hacia un ancho diván colocado entre las dos ventanas del gabinete.
Obedeció el enfermo, y Moragas, acercándose, le desabrochó los últimos botones del chaleco, tactando y apoyando de plano su mano izquierda, abierta, sobre la región del hipocondrio. Luego, con los nudillos de la derecha, verificó rápidamente la percusión, auscultando hasta dónde ascendía el sonido mate peculiar del hígado. Mientras realizaba estas operaciones, adquiría su rostro movible una expresión firme e inteligente, al par que el del enfermo revelaba ansia, casi angustia. «Puede usted levantarse», articuló Moragas, que se volvía ya a su sillón, canturreando entre dientes, acto mecánico en él.
Fijó otra vez la mirada en el consultante: ahora auscultaba y tactaba, por decirlo así, su fisonomía. Moragas, aunque del vitalismo pensaba horrores, no era el médico materialista que sólo atiende a la corteza: sin hacer caso de ese escolástico duendecillo llamado fuerza vital, nadie concedía mayor influencia que él a los fenómenos de conciencia y a las misteriosas actividades psico-físicas, irreductibles al proceso meramente fisiológico. «Ahí, en el cerebro o en el alma (no disputemos por voces), está el regulador humano», solía decir. En muchos desfallecimientos de la materia veía lo que tiene que ver un observador culto y sagaz: el reflejo de estados morales íntimos y secretos, que no siempre se consultan, porque ni el mismo que los padece tiene valor para desentrañarlos. Dígase la verdad: Moragas admitía la recíproca: a veces curó melancolías y violencias de carácter con píldoras de áloes o dosis de bromuro. Él sabía que formamos una totalidad, un conjunto armónico, que apenas hay males del cuerpo o del espíritu aisladamente. En el cliente que tenía delante, su instinto le señalaba un caso moral, un hombre en quien el infarto del hígado procedía de circunstancias y sucesos de la vida.
-¿Bebe usted? -preguntole secamente, con cierta dureza.
-A veces... una chispa de caña...
-¿Una chispa no más? Usted no se consulta bien, mi amigo. Usted quiere engañarme, y no estamos a engañarnos aquí.
-No le engaño a usted, no señor: porque que un hombre tome un vaso o dos, o tres si a mano viene, me parece a mí que no hace cuenta. Hay ocasiones que no se puede menos, y pongo yo a cualquiera a que no eche un trago...
-Pues usted no debe echar ninguno -advirtió el médico endulzando la voz, porque notó en la del cliente tonos muy amargos-. Le prohíbo a usted que lo cate hasta Noche Buena lo menos.
¿Pero dónde diablos había visto Moragas al individuo aquel? ¿Cuándo cruzara ante sus ojos la figura luenga, enjuta y como doblegada; la silueta que tenía algo de furtiva, algo que inspiraba indefinible alejamiento y recelo? A cada instante reconstruía con más precisión la frente cuadrangular, anchísima, el pelo gris echado atrás como por una violenta ráfaga de aire, los enfosados ojos que parecían mirar hacia dentro, las facciones oblicuas, los pómulos abultados, la marcada asimetría facial, signo frecuente de desequilibrio o perturbación en las facultades del alma. Si el médico tuviese delante un espejo, y pudiese establecer comparaciones entre su figura y la del individuo a quien examinaba, comprendería mejor la impresión de repulsa que estaba sintiendo, y la atribuiría a lo marcado del contraste. Era la actitud de Moragas de desenfado, por mejor decir, de esa petulancia cordial que impone simpatías: diríase que siempre se disponía a avanzar, presentando el pecho, adelantando la cabeza, tendiendo la nariz humeadora y grande. El enfermo, al contrario, parecía como que, obedeciendo al instinto de ciertos insectos repugnantes, se hallaba constantemente dispuesto a retroceder, a agazaparse, a buscar un rincón sombrío. Al comprobar la repulsión que le infundía el cliente, el médico se regañó a sí propio, tuvo un impulso de bondad, y mientras tomaba la hoja de papel para escribir una especie de directorio a que había de sujetarse el enfermo, con la izquierda cogió de una pureza de caoba un cigarro, y se lo alargó, diciéndole: «Fume usted».
Al mismo punto en que las yemas de sus dedos rozaron las del cliente, la obscura reminiscencia que flotaba en su memoria dio un latido agudo, y casi se condensó. Moragas creyó que iba a recordar... y no recordó todavía. Vio una niebla, detrás un rayito de pálida luz...; mas todo se borró al rasgueo de la pluma sobre la cuartilla blanca. Mientras escribía, notaba (sin verlo) que el cliente no se había atrevido ni a encender el cigarro ni a guardárselo en el bolsillo de la americana. Moragas firmó, rubricó, secó en el vade, y tendió la hoja al enfermo.
Este permaneció un momento indeciso, con la hoja en la mano y la mirada errante por la alfombra. Al fin se resolvió, hablando torpemente, llamando al médico por su nombre de pila.
-Y... dispénseme..., ¿y cuánto tengo que abonarle, don Pelayo?
-¿Por eso? -repuso Moragas-. Según... Si es usted pobre de verdad, deme lo menos que pueda..., o no me dé nada, que es lo mejor. Si tiene usted medios..., entonces, dos duros.
El hombre echó mano pausadamente al bolsillo del chaleco, revolvió con tres dedos en sus profundidades, y sacó dos duritos brillantes, del nuevo cuño del nene, que depositó con reverencia en un cenicero de bronce.
-Pues muchísimas gracias, señor de Moragas -pronunció con cierto aplomo, como si el acto de pagar le hubiese dado títulos que antes no tenía-. No molesto más. Volveré, con su permiso, a decirle cómo me prueban los remedios.
-Sí. Vuelva usted. Observe el método, y no descuide la enfermedad. No es de muerte, a no sobrevenir complicaciones; pero... merece atenderse.
-Si uno no tuviera hijos -contestó el hombre, alentado por aquellas pocas palabras levemente cordiales-, tanto daba morir un poco antes como un poco después. Al fin y al cabo se ha de morir, ¿verdad? Pues año más o menos, poco interesa; digo, a mí me lo parece. Pero los hijos duelen mucho, y dejarlos pereciendo... Vaya, a su obediencia, don Pelayo.
Acababa de caer la cortina de la puerta; aún se oían en la antesala los pasos del cliente, cuando Moragas se alzaba del sillón, un tanto desazonado y nervioso.
-Lo dicho; yo conozco a este pájaro, y le conozco de algo raro; vamos, que no me cabe duda. Es particular que no caiga en la cuenta desde luego, tan harto como está uno aquí en Marineda de rozarse con todo bicho viviente. Y él, forastero no es, porque... no; ¡si quedó en volver de cuando en cuando a ver cómo le sienta el método prescrito! No; ¡qué va a ser forastero! Moraguitas (el Doctor solía interpelarse a sí propio en esta forma), ¿por qué no le has preguntado el nombre a ese tío? ¿Por qué no te enteraste de dónde vive? ¡Bah! Tiempo hay; se lo preguntaré cuando vuelva. De todos modos, me llama la atención no acertar qué casta de punto es éste...
-¡Nené! -gritó, aproximándose a la puerta por donde había salido la chiquilla.
Pero la Nené no asomó su hociquito salado, y el Doctor, obedeciendo a otra excitación caprichosa, volvió a la mesa, tomó la plegadera, y emprendió de nuevo cortar las hojas de la Revue. Había allí un artículo sobre los morfinómanos que debía de ser completo, interesante... Entretenidas las manos en la operación mecánica de rasgar la doblez del papel, proseguía en su cerebro distraído el sordo combate de la memoria, el impulso de la noción que quería abrirse calle entre otras infinitas, depositadas, como en placa fonográfica, en aquel misterioso archivo de nuestros conocimientos. Sin duda una viva ola de sangre refrescó el rincón en que el recuerdo dormía, porque de improviso se destacó, claro y victorioso. Sintió Moragas el bienestar que causa el cese de la obsesión; pero apenas disipada la rápida impresión, casi física, de libertad y sosiego, el médico notó un estremecimiento profundo; enrojeciose su tez, hasta la misma raíz del plateado cabello; temblaron sus labios, chispearon sus ojos, se dilató su nariz, y Moragas, pegando un puñetazo en la mesa, exclamó en voz alta y resonante:
-Ya sé... El verdugo... (Interjección furiosa y redonda.) ¡El verdugo! (Otra más airada.)
Inmediatamente se arrancó del bolsillo el pañuelo; con las puntas de los dedos envueltas en él tomó las dos monedas relucientes; abrió de golpe la ventana, y dejó caer el dinero sobre las losas de la calle, donde rebotó con son argentino.
En aquel instante la Nené empujaba la puerta. Venía gorjeando; pero al ver a su padre que se volvía cerrando las vidrieras y destellando cólera y horror, quedose paradita en el umbral, con ese instinto de las criaturas, que se hacen cargo de la situación psíquica mejor que nadie, y murmuró por lo bajo:
-¡Papá riñe... papá riñe!
- II -
Telmo, al despertar, se metió los puños en los ojos, lamentando haber perdido el sueño, que era bonito. ¡Como que se trataba de revistas, paradas y simulacros, y él se había visto a sí propio convertido en Capitán General de Cantabria, luciendo un uniforme todavía más majo que el de gala, ostentando plumeros, penachos, galones, cordones, estrellas, caracoleando sobre brioso alazán tostado, y con un sable formal, formal, no de palo, sino de reluciente acero!
El despertar no podía ser más distinto de lo soñado. El niño vio a su alrededor lo de todos los días, cuadro feo y triste: el camaranchón sórdido, descuidado, inmundo, que sudaba por todos sus poros desaliño y abandono. ¡Cuánta melancolía transpiraban las paredes con su revoque negruzco; el piso de baldosa desigual y cenicienta, mal cubierto aquí y allí por viejísimos ruedos; las prendas de ropa, bastas, de mal corte y paño burdo, más sucias que raídas, pendientes de clavos; las dos camas de hierro pintadas de un azul carcelario, frío, con sus mantas de tonos apagados y terrosos, y sus sábanas agujereadas, divorciadas del agua y del jabón!
Telmo recordaba, como se recuerda un dulce ensueño, que antes, cuando era pequeñito, había tenido, si no precisamente colchas de seda y palacios por morada, al menos un interior bien cuidado, cuco, limpio: él suponía que debió de ser así, porque le había quedado, de aquella época ya difumada entre nieblas, una sensación de calor tibio, de nido de plumón que envuelve: y abriga. Entonces sus ropas eran aseadas y se adaptaban a sus carnes; la comida estaba sazonada y gustosa; en invierno un brasero calentaba la habitación; en verano se percibía un conjunto claro y fresco, de cortinas planchadas y de visillos que tamizaban la luz. Todo esto no lo detallaba el muchacho con precisión absoluta; sus reminiscencias se confundían, y sólo se destacaba, con pleno realce, un rostro de mujer, que, si diésemos voto a Telmo en materias de hermosura, diríamos que era de belleza soberana. ¿Rubia o morena? ¿Muy joven o en principios de madurez? Eso no lo sabía Telmo: sólo sí que era preciosa, y esparcía en torno suyo bienestar, un ambiente de espliego.
No la vio a su cabecera aquel día tampoco. Quien andaba por allí era el padre, descolgando el sombrero ruin, para encasquetárselo sin previo manejo de cepillo. Mientras el padre se cubría, Telmo recibió la amonestación, a que ya estaba habituado.
-A ver si te levantas. No haraganees más. Allí en la cocina te quedan las sopas. A eso de las dos ve por la calle del Arroyal, que estaré saliendo de casa de don Pelayo Moragas... tú bien la sabes, ¿eh? Pues aguárdame allí, que te llevaré a casa de Rufino.
Dijo esto último a tiempo que ya salía, y el pestillo de la puerta cayó con agrio chirrido.
El muchacho no hizo gran caso al consejo de «no haraganear». Constábale que tanto sacaría en limpio de levantarse, como de quedarse otro rato en la cama. Justamente el problema que todos los días necesitaba resolver, era en qué se invierte una jornada, no teniendo deberes ni distracciones de ninguna especie. Para él no había escuelas, colegios, ni estudios; y tampoco serían los amigos quienes le embobasen, porque ese gran aliciente de la niñez, primera manifestación de las necesidades afectivas y primer desahogo del instinto de sociabilidad, le era desconocido. Quedábale el recurso de vagabundear sin tregua por las calles, de ir como ánima en pena, buscando algún rincón donde no le conociesen.
Permaneció cerca de media hora entre sábanas, cerrando los ojos para volver a soñar, si era posible, más cosas bonitas de aquellas del género bélico. Lo que es él, así se empeñase el demonio, militar sería. No de tropa, no; jefe, y de los de alta graduación. Lo menos coronel. Y con montura. ¡Dónde habrá placer como regir un caballo gallardo, fogoso! Eso será la misma gloria.
Decidiose por fin a echar una pierna fuera de la cama, y tras la pierna todo el cuerpo. Púsose los pantalones, que por cierto tenían más de un siete y la orilla festoneada de barro; los suspendió como pudo de los tirantes de orillo; vistió la chaqueta, nueva y decente; encasquetó en la pelona una mala boina castaña, y no se le ocurrió ni acercarse al palanganero de hierro, donde podría remediar algo la suciedad de manos y rostro, ni arar con el batidor la enmarañada pelambrera. El abandono de su educación había arraigado en su naturaleza infantil, y a fuer de legítimo idealista, soñaba con brillantes galones y garzotas blancas, mientras su cuerpo y sus trajes y su vivienda daban asco. Con los cinco mandamientos, en vez de cuchara, despachó la cazuela de sopa grumosa y fría, y ya le tienen ustedes dispuesto a echarse a la calle.
Cuando salió del camaranchón, pudo verse que Telmo no era guapo. Tampoco ha de negársele alguna gracia y gentileza, algún atractivo de ese que caracteriza a los pilluelos, por sucios y derrotados que estén. La arremangada nariz tenía su chiste, lo mismo que los gruesos labios de bermellón, afeados por la forma de la caja dentaria, que los proyectaba demasiadamente hacia fuera. La frente, lobulosa, retrocedía un poco, y la cabeza era de esas lisas por el occipucio, como si hubiesen recibido un corte, un hachazo -cabezas de vanidosos, de ideólogos-, salvando algún tanto lo acentuado de esta conformación, el bonito pelo negro, ensortijado y tupido como vellón de oveja. Los ojos, infinitamente expresivos, de córnea azulada, líquida y brillante, eran dos espejos del corazón del muchacho: en ellos el placer, la pena, la altivez, la humillación, el entusiasmo, la vergüenza, se pintaban fiel e instantáneamente, reflejando un alma abierta y fogosa. Aquellos ojos pedían comunicación; buscaban a la gente, al mundo, para derramarse en él. En conjunto, la cabeza del niño recordaba la de un negro... blanco, si es permitida la antítesis. No sólo el diseño de las facciones, pero la expresión candorosa de cómico orgullo que se advierte en la fisonomía de los negros ya civilizados y manumitidos, completaban la semejanza de Telmo con el tipo africano, y por su rostro también pasaban las ráfagas de tristeza y receloso encogimiento que caracterizan a las razas obscuras, cuando aún no borraron el estigma de la esclavitud.
Al cruzar la puerta, lo primero que notó Telmo fue una sensación, ya acostumbrada, de bienestar, bajo la caricia del aire exterior. Aborrecía las cuatro paredes, y nunca ave cautiva en jaula, fiera circunstancia entre barras de hierro o gas sellado en redoma, aspiró con más energía a la plenitud del espacio. Si le gustaba lo apacible y bello, lo grandioso, lo inmenso, le arrebataba.
Su segunda impresión fue distinta: observó que el sol, toldado entre nubes, ya empezaba a descender de la mitad del cielo, señal de que él, Telmo, se había descuidado, y probablemente sería tarde para reunirse con su padre a la puerta del señor de Moragas. Este pensamiento le espoleó. De su padre había adquirido la noción escueta y coercitiva del literalismo, de la obediencia a los poderes constituidos, y la practicaba; obedecía sin reverenciar ni temer, y sentía incurrir en falta por la falta misma, no por las consecuencias, pues no había allí verdadero rigor paternal. Salió disparado; la distancia, aunque tenida por respetable en Marineda, era un juego para las piernas ágiles del chico. Además, todo cuesta abajo, y con sitios donde se puede ir a la carrera como el Campo de Belona y el Páramo de Solares, que desde hace bastantes años lucha por ser plaza de Mariperez, nombre de la heroína popular de la linda capital marinedina.
Precisamente, en la cuesta rápida que baja del alto terraplén, donde se asienta el Cuartel de infantería, al Páramo de Solares, encontró Telmo una tentación que le hizo perder algunos minutos. Desemboca en aquella cuesta la vetusta calle donde, en un caseretón no menos averiado, se acomodaba como podía el Instituto de segunda enseñanza; los chicos, entre dos clases, solían desparramarse en bulliciosa bandada por el Campo de Belona, ejecutando a su modo evoluciones militares y simulacros, no siempre incruentos, de batallas, en que los proyectiles mortíferos que debemos a los adelantos de la ciencia, eran sustituidos por los que la naturaleza o las obras de cantería brindan a la juventud. ¡Con qué envidia miró Telmo a aquella falange! ¡Cómo se le iban los ojos tras ella! ¡Si le fuese permitido unirse a la partida y terciar en sus empresas!, ¡quién duda que a las primeras de cambio ganaría los entorchados y hasta la cruz laureada! Su expresiva fisonomía se entenebreció, y tuvo uno de sus minutos de tristeza, que eran como fugitivos eclipses de toda esperanza en el porvenir. Detúvose oyendo el bullicio escandaloso, la alborotada gritería de aquellos cachidiablos, y, al fin, resolviéndose, a manera del que dice a una torta sabrosa «ahí te quedas, porque no puedo meterte el diente», tomó por el Páramo de Solares, costeó los soportales nuevos, y fue a parar a la calle de Vergara, que nombran Arroyal todos los marinedinos. Bien conocía la casa de Moragas, y frente al portal se situó para aguardar a que su padre saliese. Sus ojos recorrían, sin embargo, toda la extensión de la calle, y a uno de estos giros de pupila, vio la silueta paternal que desaparecía a lo lejos, bajo las arcadas que sirven de vestíbulo al Teatro. ¡Ya había salido, y él no estaba allí! ¡Qué diría! El chico iba emprender la carrera, cuando un incidente singular le detuvo. La ventana de Moragas se había abierto de prisa, con estrépito de vidrios; asomó un brazo, un blanco puño de camisa, una mano larga y flexible, y dos monedas de plata, brillantes y sonoras, cayeron sobre las baldosas de la acera... Todo en un decir Jesús. Telmo se precipitó a recogerlas, instintivamente. Sólo cuando las tuvo bien cautivas en el hueco de la mano, le entraron ciertos escrupulillos.
¿Subiría a restituir las monedas? Digámoslo sin ambages: la vacilación duró muy poco. Telmo no tomaría, a buen seguro, un céntimo del ajeno bien contra la voluntad de su dueño; en cambio, con la lógica directa de la infancia, creía que quien tira por las ventanas el dinero no ha de censurar a quien lo recoja. Si por un momento le dominó la idea de echar escalera arriba y restituir su presa, la desechó al punto, tratándose mentalmente de páparo; y, con resuelto ademán, sepultó los dos duros en el hondo bolsillo de su chaqueta.
Ya no pensaba en reunirse con su padre. Aquel tesoro le imprimió dirección distinta. Por de pronto, le sugirió que ya estaba en situación de alternar con los demás muchachos. No era un concepto reflexivo; más bien un instintivo cálculo, que le decía que el dinero, en este pícaro mundo, cubre y facilita muchas cosas. Él no podía apreciar lo exiguo de la suma; no había visto junta, en toda su vida, otra igual, ni parecida siquiera, y los cuarenta reales que danzaban en su faltriquera se le figuraban asiático tesoro. Con dos duros todo se puede emprender, y todo se alcanza. Telmo, dueño de cuarenta reales, no podía ser el mismo Telmo de a diario, el que no encontraba chico que se asociase a sus juegos, el que en todas partes recogía envenenada cosecha de sofiones y repulsas.
Dilatado el corazón por la esperanza, tan fulminante en la niñez, Telmo, sin acordarse de que tenía padre en el mundo, echó por el Páramo de Solares arriba, alcanzando en breve la cuesta. ¡Con qué presteza la subió! Desde la cima, dominaba la extensión del Campo de Belona. Allá en el fondo, junto al parapeto, bullía el grupo a que soñaba incorporarse. A dispararse otra ver. La partida no prestaba atención a aquel chiquillo, que corría tanto, que las suelas de sus zapatos, desde lejos, parecían girar. Los alumnos del Instituto provincial marinedino deliberaban ¡cáspita!, y la deliberación les tenía endiosados. ¡Como que se trataba nada menos que de un consejo de guerra!
Traían entre ceja y ceja, desde principio de curso, el propósito, el designio heroico de una batalla memorable: aspiraban a reñir la mayor y más homérica pedrea que han presenciado los siglos. Hartos estaban ya de juegos bobos, de inocentes piñas repartidas a diestro y siniestro. ¿Qué valían tales escaramuzas? No; denme ustedes un combate real y efectivo, donde los dos caudillos, Restituto Taconer (alias Cartucho) y Froilán Neira (por otro nombre Edisón) ganasen imperecedera nombradía. Aquel día les ayudaba la suerte: el señor Roncesvalles, catedrático de Historia, había tenido la feliz ocurrencia de quedarse en cama, no sé con cuál entripado o alifafe, y los chicos disponían de la tarde entera para sus demoniuras; tarde que, además, habiendo roto el sol la cortina de niebla, por su serenidad hermosa convidaba a esparcimiento.
Reducida quedaba la dificultad a buscar un sitio donde los guardias municipales no oliesen la quema. Sobre esto versaba la deliberación. La mayoría propuso la escollera llamada del Parrochal, y también del Emperador, por ser tradición -demostrada con sólidos argumentos en un folletito del señor Roncesvalles- que a aquella parte de la muralla marinedina, y al pie de su vieja poterna, había atracado la lancha o bote que conducía al César Carlos V cuando vino a celebrar Cortes y pedir subsidios en la ciudad de Marineda. Era el punto muy estratégico, por estar la muralla derruida a trozos, y abundar portillos y grietas que permitían burlar la persecución de los más activos polizontes. En cambio, ¡barajas!, el sitio registraba perfectamente desde las ventanas de la Audiencia, Cárcel, Capitanía general, y de muchísimas casas particulares; y apenas silbase en el aire la primer peladilla de arroyo, no faltaría una mala alma que avisase al jefe de la ronda y les echase encima los agentes. Había otro lugar precioso: ¡conchas!, de primor, que ni inventado; un lugar que tenía ya preparadito el escenario y el argumento del hecho de armas que se proponían realizar aquellos valientes... ¡El castillo de San Wintila!
Allí, allí sí que la acción podía adornarse con todos los requisitos que, según les enseñaban a ellos en clase de retórica, necesita la tragedia: peripecias, prótasis, epítasis y catástrofe. Por allí sí que rara vez, o puede decirse que nunca, aportaba un agente de la autoridad, con el bastón alzado y la lengua regañona e insultante. Allí sí... Pero ¡barajas! ¿Qué teníamos con eso? El asalto del castillo de San Wintila no era realizable sin que existiese un héroe, dispuesto a sacrificarse para mayor diversión y recreo de los demás; hacía falta un pandote, y nadie lo quería ser; todos aspiraban al lucido puesto de asaltantes. Hablose de echar la china y la paja-perra; mas nadie se avino a fiar en los azares de la suerte. ¿Azares? O trampas... ¡Vaya usted a saber! No, no; no hay confianza en la cuadrilla... Sobre esto se armaba un gran vocerío, una acalorada discusión. «Sois unos panarras, no servís para maldito...». «Sí, sí, pues anda y sirve tú...; a ver si eres tú el que te mamas las piedras». «Hombre, pues a suertes...; la suerte es igual para todos». «Me cargo en la suerte; siempre haréis escamoteos y chanchullos...». «Al Parrochal, hombre, al Parrochal, que allí no hay esas dificultades...». «Pero ¡barajas! ¡Si en seguida asoma el General los bigotes, y avisa a los municipales para jericoplearnos!...».
Desalado, sudoroso y con el alma al borde de la boca, que abría de un jeme por no asfixiarse en su veloz corrida, llegaba entonces Telmo a juntarse con la banda. «¿Que querrá este?», gruñó Cartucho, fijándole de reojo con sus ojuelos maliciosos y bizcos. «¿Quién ese?», preguntó un novato del grupo. Y el hijo del armero silabeó misteriosamente: «¿Que quién es, barajas? El cachorro del buchí». «¡Contra! No me da la gana de jugar con él». «¡Déjalo, barajas!, que ya tenemos pandote», replicó el caudillo con la firmeza y previsión del hábil estratégico que, en acciones de guerra, sabe aprovechar todo recurso.
Telmo se había parado, poseído de increíble timidez, a pocos pasos de la hueste. Toda la incitación de su esperanza; todo el pueril aplomo que le inspiraba la posesión de las dos brillantes monedas, trocose en encogimiento horrible al verse próximo a la sociedad, que era para él lo que para la mujer tachada, el severo círculo aristocrático, ¡más inexpugnable que una muralla de hierro!, donde no logra penetrar nunca. Telmo sentía físicamente el peso de su traje destrozado, descuidado y sucio, en presencia de aquellos niños que, aun en medio del desorden del juego, revelaban en su ropa más o menos lujosa, pero aseada y bien recosida, el cuidado de dedos femeniles, el esmero de una madre, la posesión de un hogar. ¡Cuán felices ellos, con su cuaderno de apuntes en el bolsillo, emblema de la fraternidad escolar, con su alegre compañerismo, con sus horas de juego, con sus estudios que les habían de granjear un puesto entre las gentes, y cuán desdichado él, a quien tenían derecho de rechazar a puntapiés, como a can sarnoso!
Permanecía clavado en el mismo lugar, sin ánimos para decir palabra, agitada la respiración, repentinamente pálidas las mejillas, el corazón bailarín. Los dos pedazos de plata en que había fundado todas sus osadas hipótesis, le parecían ahora más ínfimos que dos ruedas de plomo. Sintió impulsos de agarrarlos y tirarlos también, imitando a la persona que sacó el brazo por la ventana de Moragas. ¡Qué idiotez, suponer que con aquellas monedas se podía comprar el derecho de asociarse a los chicos del Instituto! Ni siquiera prestaban el valor necesario para pronunciar intrépidamente la frase sacramental: «¿Me dejáis jugar con vosotros?».
La súplica sólo la formularon sus ojos, fijos con angustia en ambos cabecillas, quienes, a su vez, le consideraban con cierto desdén o altanería indulgente. Al fin Edisón, entre despreciativo y magnánimo, se dignó dirigirle la palabra.
-Vamos a la playa de San Wintila. ¿Te quieres tú venir?
Telmo imaginó que se abrían los cielos y que escuchaba los cánticos de los serafines. Paralizado por la emoción, con la cabeza dijo que sí.
-Has de obedecer como un recluta.
Nuevo balanceo de cabeza.
-Has de hacer lo que te manden... y ojo con el miedo.
Ademán de resolución.
-Pues andando. ¡Liscaááá!
A este grito de guerra, toda la partida salió corriendo.
- III -
El castillo de San Wintila es uno de los varios fortines con que los ingenieros a la Vauban del pasado siglo guarnecieron la embocadura de la bahía marinedina, para resguardar la plaza de nuevos ataques y embestidas del inglés. A fin de llenar mejor su objeto defensivo, tenía anexo un parque de artillería, servido por un polvorín colocado a conveniente distancia. Para los tiempos de Nelson, en que si el pundonor y la sublime noción del deber militar estaban en su punto, no se habían inventado y refinado y perfeccionado como hoy los ingenios y máquinas de guerra, el castillo de San Wintila era excelente baluarte, capaz de sostener y vigilar la boca de la ría, hostilizando a cualquier buque enemigo que asomase a su entrada. Con todo, según suele suceder en España desde tiempo inmemorial, la línea de fortines que reforzaba la costa de Marineda no es lo más adelantado de aquel mismo período en que se construyó: tiene resabios del sistema de fortificación medioeval, y las formas románticas del castillo roquero pugnan con el exacto trazado geométrico de la casamata. Por eso, al caer la tarde o de noche, el castillo de San Wintila, ya medio desmoronado, posee cierta belleza misteriosa de ruina, y representa dos siglos más de los que realmente cuenta. Hace mayor este encanto lo pintoresco de su situación. En la zona agreste y desierta que Marineda prolonga hacia el Océano -ancha península de bordes ondulados y caprichosos como la fimbria de una falda de seda-, la costa, después de señalar con suave escotadura la negra línea de peñascos que orlan el cementerio, de pronto dibuja una ensenada que, penetrando profundamente en la orilla, se cierra casi, a la parte del mar, por estrecha garganta, forma debida a la prolongación y ensanche del arrecife sobre el cual se yergue el castillo. Al lado opuesto del que oprime la angosta boca, estrecho o canal de la ensenada, se extiende redonda, suave, blanca, deliciosa, una playa de finísima arena.
Aun cuando este arenal presente por tierra el acceso más fácil para los que quieran penetrar en el castillo, nuestra partida eligió descender pasando por delante de la capilla, bajada acaso más rápida, pero también con más exposición a desnucarse, rodando de algún precipicio al arrecife o al fondo de la caleta. La turbulencia de los primeros años goza en arrostrar obstáculos y en encontrar dificultades vencibles.
Más que ninguno se complacía Telmo en el ejercicio arriesgado de correr, mejor dicho, de rodar por aquellas pendientes, desdeñando la senda abierta y franca. Quería demostrar a sus compañeros de una hora que atesoraba como cualquiera y mayor grado que nadie, valor, resolución, agilidad y destreza. Ellos, dejándole precipitarse solo, iban en bandada, cruzando risas, insultos, excitaciones, retos, órdenes y empellones. A la cabeza marchaban Froilán Neira y Restituto Taconer, sin dignarse mirar al pandote, al que, con su presencia y su complacencia, hacía posible la representación del drama.
Al llegar a la fuente que corta la senda, antes de que, haciéndose más impracticable y peligrosa, descienda a la playa, la partida se detuvo a tomar un resuello. Algunos, sofocadísimos, acercáronse a la fuente, con ganas de beber del caño el agua famosa de San Wintila, tenida por medicinal: hubo quien colmó de líquido la gorra, y acanalando la visera, apagó la sed en tal guisa; otros, menos sedientos y más deseosos de cháchara, la emprendieron con unas pobres mujeres que abrevaban en el pilón dos o tres parejas de grandes bueyes rojos. Fue aquello un diluvio de chanzonetas en dialecto. «Comadre, ¿me da a mí de beber?». «Véndame los bueyes, comadre». «¿A cómo vale cada cuerno?». «¿Quiere dos perros chicos por la pareja?». «Ese tiene un sobrehueso en el rabo: aguarde, que se lo voy a amputar». Rompieron las mujerucas en gritos y denuestos, lo mismo que si las pellizcaran. Telmo vio en la broma pretexto de asociarse, de intimar con la partida, y llegándose bonitamente a uno de los bueyes, sacando una navajilla o cortaplumas que siempre llevaba consigo, y ocultándola en la mano cerrada, la clavó con disimulo en el hocico del animal, que saltó enfurecido, bramando y mugiendo, arrastrando en pos de sí a la mujer que tenía la cuerda. ¡Aquí de Dios y del rey! Ya no fue refunfuñar ni gruñir; no fueron gritos ni quejas, sino alarido de muerte el que alzaron las aldeanas. «Socorro, socorro... Lambones, papulitos del infierno, cochinos, señoritos de basura, hemos de ir al juez que vos eche a presidio...». A la sazón reparó una de las mujeres en Telmo, a quien conocía por razón de vecindad, y su fisonomía descompuesta se inflamó aún más de desprecio y odio. «¡Tú habías de ser, hijo de mal padre, malacaste, tiñoso, retoño de la horca!... ¡A tu padre y a ti os habían de agarrotar, en vez de ser vosotros quien agarrota a los enfelices!... ¡Valientes señoritos de estiércol esos que se juntan con una pudrición como tú!...».
Fue como perdigonada repentina que dispersa un bando de gorriones. Los chicos alzaron el vuelo, dejando en pos de sí clamoreo confuso, un ¡uuú! largo y burlón, impotente recurso para ocultar la vergüenza y el interior berrinche. Telmo también clamaba, también gritaba ¡uuú!; pero sus mejillas iban carmesíes y sus pupilas preñadas de cierto salado licor que reabsorbió con sobrehumano esfuerzo.
Ya pisaban el arrecife y deteníanse al pie de las murallas del castillo. Allí era preciso celebrar nuevo consejo. Cartucho y Edisón centraron el corro, dejando a Telmo fuera. Instintivamente, por movimiento propio del alma humana, y sobre todo de la infantil, cerrada a la generosidad y a la equidad, los chicos, al sentir la mortificación del incidente ocurrido, echaban toda la culpa a Telmo, a Telmo, que iba a ser su víctima dentro de breves instantes. Al cargarle la parte más dura y peligrosa del juego, se les figuraba ser justicieros a raja tabla. ¿No había dicho la mujer aquella que Telmo merecía el garrote? Cuanto más se le apretase, más se cumpliría la ley de la justicia, que infama a su propio ejecutor hasta pasada la cuarta generación -mejor dicho, eternamente-. No juraría yo que estas filosofías las razonasen y dedujesen con rigor los alumnos del Instituto marinedino; pero llevaban el germen de ellas en el corazón y en el cerebro y a su impulso obedecían.
Después de haber conferenciado obra de un minuto, intimaron a Telmo las disposiciones militares. «Oyes tú..., hazte bien cargo..., no nos fastidies. Tú eras la guarnición del castillo, y nosotros lo tomábamos por asalto. Te metes en él, y desde allí te defiendes como puedas. Pero, ¡barajas!, si te escondes, no vale. Hemos de verte en las ventanas o en las troneras o en la puerta o en lo alto del muro..., en fin, que hemos de verte. Si te escondes, eres un camastrón, mamalón, mulo, miedoso. ¿Entendiste?».
Telmo levantó su graciosa cabeza de negrito blanco; sacudió briosamente la ensortijada zalea; una sonrisa vanidosa dilató sus labios gruesos, y afianzando la mano en la cadera, respondió enérgicamente: «¡Contra! Ni soy miedoso, ni me escondo, ¡barajas! Para entrar en el castillo, tendréis que matarme».
¡Genio eminentemente español de las defensas heroicas de plazas y castillos, en que un puñado de hombres entretiene y domina a un ejército numeroso! ¡Morella, Numancia, Zaragoza, Sagunto! Nunca vuestro espíritu impulsó a nadie con más fuerza que al bizarro Telmo, cuando a brincos, a gatas, veloz como una lagartija, se encaramaba por el interior del ruinoso y destechado fortín para aparecer, descubierto el cuerpo todo, derramando denuedo, sobre el adarve. En los minutos anteriores a su ascensión por las paredes, no le había faltado tiempo de llenar bolsillos y boina de piedras redondeadas y no muy gruesas -las mejores para arrojadizas- e improvisar una honda con la manga de la camisa, que arrancó de un tirón. Más que en aquel imperfecto instrumento, fiaba en sus brazos fuertes y nerviosos. Era ambidextro, y contaba ayudarse con la izquierda.
El ejército sitiador, replegado en compacta masa a la entrada del arrecife, exhaló un grito viendo aparecer sobre el adarve a la guarnición. Era el aullido que corea la salida del toro del toril. Cada muchacho escondía su proyectil en el hueco de la mano: más de doce brazos hicieron a la vez el molinete, y una nube de piedras, venciendo la gravedad, subió en busca de la cabeza del intrépido adalid. La ley caballeresca de las pedreas infantiles, que manda no disparar sino a las piernas, allí no se observaba; ¿ni qué ley había de observarse con semejante adversario? Pero él, raudo y precavido, esquivó la nube corriendo como un gamo a la parte opuesta del adarve; y sin perder paso ni carrera, hizo el molinete a su vez, y la piedra, silbando al ras de la tierra como un reptil, fue a percutir la canilla de Cartucho, que exhaló un grito de dolor. «¡Barajitas con ese, que me ha roto la espinilla! ¡Piedras, puño, piedras en él!».
Como los otros se reían, Cartucho rumió entre dientes dolorosos ayes; sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no flaqueó su energía. Al contrario: diríase que la rabia del golpe inflamaba su coraje. Tenía fama de excelente tirador de piedra: eligió del suelo una, bien lisa y monda, afilada lo mismo que un hacha, y antes de arrojarla, se detuvo. Telmo esquivara la nueva descarga de piedras lanzada contra él por medio de una maniobra análoga a la anterior: huyendo prontamente al otro extremo del adarve, y refugiándose en un cubo. Esta ocasión aguardaba Cartucho. Calculó adónde se replegaba Telmo, y allá disparó el guijarro con mano certera. El proyectil alcanzó a Telmo en un hombro. El sitiado se detuvo, paralizado sin duda por el golpe. No obstante, ni llevó la mano a la parte lastimada, ni se abrió su boca para exhalar una queja. Lo que hizo fue evitar la segunda peladilla, adoptando una estrategia de salvaje. Presentaba el derruido murallón bastantes desigualdades, y los huecos de los arrancados o desquiciados sillares dejaban sitio para que pudiese una persona agarrarse, sostenerse, ocultarse, y parapetarse en caso de necesidad. Telmo eligió uno de esos huecos, favorables a su plan de defensa, colocándose de tal suerte, que si, para lanzar las piedras, sacaba fuera del adarve todo el pecho, al ver venir la granizada, podía descolgarse apoyando un pie en el hueco, y quedar protegido por el muro. Sus dos brazos como aspas de molino, salían por cima del adarve, arrojando proyectiles con tanto acierto, que ya tres sitiadores cojeaban; lo cual revelaba la caballerosidad de Telmo, que, acosado, sitiado por enemigos numerosos, solo allí para defenderse contra un ejército, acataba la ley del código de honor: disparaba únicamente a las piernas.
Comprendían sin embargo los asaltantes que aquello era cuestión de tiempo, y esto mismo cebaba más su fiereza y su coraje. De trece o catorce piedras lanzadas a la vez, ¿no había de tocar alguna al defensor? ¿No habían de herir aquella cabeza que incesantemente se alzaba y hundía, a modo de diablillo en caja de chasco? En lucha tan desigual, a Telmo le tocaba sucumbir. Froilán Neira (a) Edisón, el más listo de la partida, la única inteligencia calculadora de la reunión, tuvo una idea luminosa.
-No haremos nada, ¡puño!, mientras nos estemos aquí apiñados... Así él sabe de dónde viene la piedra y se escabulle... A repartirse. Callobre, Augusto y Montenegro, allí... Rafael y Santos, a la derecha... Los demás, en aquella peña alta... Yo, en esta obra... ¡Y a la cabeza! En el pecho duele pero no aturde... A la cabeza, entre los dos ojos, que eso derrenga a un buey.
Diciendo y haciendo, el hábil Edisón fue a empericotarse en el arrecife, punto señalado para consumar su hazaña. Era un peñasco negro, picudo, resbaladizo por las verdes algas que lo revestían, y en su centro, una excavación contenía agua de mar, clara y tibia, especie de ensenada en miniatura, en cuyo fondo se veía vibrar sus tenazas a los cangrejos y esponjarse a un pólipo verde botella. El mar, el mar verdadero, bañaba el pie del escollo, y Edisón se mojó las botas para tomar aquella ventajosa posición. No le importaba. Estribó firmemente en la meseta superior del peñasco; acechó, y al ver rebasar del muro la cabeza del sitiado, apuntó a la rizosa vedija de cabellos, alzó el brazo, lo revolvió tres veces con pausa... ¡Ah!, lo que es esta sí que había hecho blanco.
La cabeza desapareció de la rasante del murallón... Los sitiadores exhalaron un grito de triunfo ronco y fiero... Pero la cabeza reaparecía, pálida, surcada por un hilo de sangre; serena, fruncido el ceño, sublimada por radiante expresión de gozo y de heroísmo, y las dos manos, a un tiempo, enviaban a las piernas de Edisón dos proyectiles... Ambos acertaron, y sin causar grave daño al caudillo, lograron no obstante, por la falsa posición en que se encontraba -parecida a la del coloso de Rodas-, derribarle de su pedestal. Cayó, y cayó al mar de plano, y el agua salobre penetró en sus orejas y en sus pulmones, aturdiéndole. Mas como allí se hacía pie, el chico, guiado por el instinto de conservación, braceó y logró salir al playal. El incidente había distraído y aun asustado un poco a sus compañeros: todos abandonaron sus posiciones y se dirigieron a la arena, con la vaga aprensión de algún trágico suceso. Edisón surgió chorreando y bufando de vergüenza, enseñando el puño a la guarnición del inexpugnable castillo. Como si fuese una consigna, todos los de la partida arrojaron a Telmo, en defecto de las inútiles piedras, algún insulto. «¡Cobardón, mandria, bocalán; a que no te pones como antes sobre la pared!... ¡Te escondes, y desde el escondite disparas! ¡No vale, miedoso! ¡Traición!».
Con la serenidad de la tarde, la quietud de las olas, el silencio de aquellos parajes solitarios, las injurias llegaban altas y estridentes al defensor de San Wintila. Y no se sabe cuál fue más pronto, si oírlas o trepar por las grietas y presentarse de cuerpo entero sobre el adarve, con las manos vacías, los brazos desdeñosamente cruzados sobre el pecho, ensangrentada la faz, el traje desgarrado. Su actitud era de reto y provocación, de un reto orgulloso, de vencedor y héroe.
Los chicos, sin consultarse, se inclinaron para coger cada uno su piedra, y sin concierto, a intervalos desiguales, hicieron el molinete, lanzaron el proyectil... Telmo, inmóvil, sin descruzar los brazos, ni poner en practica sus acostumbrados medios de defensa, sin correr por el adarve ni descolgarse buscando la protección del muro, aguardaba... ¿Cuál de aquellas piedras fue la que primero le alcanzó? La escrupulosidad histórica obliga a confesar que no se sabe. Probablemente le tocaron dos a un tiempo: una en el brazo izquierdo, otra sobre una oreja, junto a la sien. Y tampoco se sabe por obra de cuál de las dos abrió los brazos como el ave que quiere volar, y se desplomó hacia atrás, precipitado en el vacío.
Quedáronse los muchachos aturdidos ante su victoria. No la celebraron con gritos ni con clamoreo triunfal. Hagámosles justicia: la conciencia les argüía. Sus corazones nuevos y frescos, sus almas no baqueteadas aún por las componendas de la experiencia y de la vida, les decían a gritos que el lauro estaba manchado de infame cieno. Reinó entre ellos el silencio más profundo. Se miraron. El ruido blando y sordo del mar al estrellarse en la playa, el chapoteo de las olitas contra los escollos del canal, les parecieron voces acusadoras.
-¡Contra! -se atrevió a decir Cartucho, el más desalmado guerrillero-. ¡Lo hemos jericopleado, señores! Duro, por hacer burla de nosotros.
-¡Barajas! ¿Y si está muerto? La hicimos buena... -indicó Edisón, el más previsor, hablando muy bajo, por si le oía el juez.
-¡Qué muerto, ni qué!... Un croquis o dos en la cabeza... Un chichón más o menos -opinó Augusto, rapaz de dos lustros y algunos meses, ya asiduo fumador de elegantes.
-A verlo, a verlo -exclamó Montenegro, tomando a brincos el camino de la fortaleza.
Siguiéronle los demás. Era el arrecife peligroso, resbaladizo; pero los chicos saltariqueaban por él lo mismo que gaviotas. La entrada del fortín no tenía puerta alguna; únicamente amontonadas piedras obstruían el ingreso, y grandes dovelas caídas y poderosos sillares volcados formaban una especie de barricada, que zarzas y ortigas hacían más inaccesible. Salvado aquel obstáculo, tenían que cruzar los sitiadores una poternita baja, y entraban en lo que debió de ser cuerpo de guardia de los antiguos defensores de la fortaleza, pues aún se veían, en el murallón, señales del fuego de la chimenea o cocina en la pared denegrida por el humo. Allí, sobre un montón de escombros que había recibido su cuerpo al caer de lo alto del adarve, yacía Telmo, ensangrentado, blanco como la cal, sin movimiento ni señal alguna de vida. Los vencedores se quedaron de una pieza.
-O está muerto o lo parece -dijo Montenegro con pavor.
-¿Qué muerto ni qué muerto? Se finge para asustarnos -declaró Cartucho.
-No seas bárbaro -respondió Edisón, siempre en competencia con el hijo del armero, que le vencía en vigor, y a quien él vencía en meollo-. No seas cafre. Está muy mal. La hicimos, ¡barajas!
-Pues ahora... no hay más camino que liscarse. ¡Y pronto!
-¿Y ese? ¿Lo dejamos así, como a un gato que se cayó de la buhardilla?
-¿Qué remedio? ¿Te quieres quedar tú a cuidarlo?
-El padre vive ahí cerca, al lado del Campo Santo -advirtió Augusto el fumador-. Podíamos avisar...
-Cállate tú, cállate tú, tapón... A ver si te moneas conmigo... ¿Avisar al padre? A mí no me da la gana de ir a casa del padre, ¡contra!
-Ni a mí...
-Ni a mí...
-Ni a mí, aunque me ofrezcan cien duros...
-Pues largo, que a lo mejor los municipales nos pillan... Cada uno por su lado. ¡Arre!
- IV -
El hombre que se había consultado con Moragas, no extrañó, al salir de casa del Doctor, el no encontrar a su hijo. Sabía que el rapaz era aficionado a dormir hasta muy tarde, mejor dicho, a estarse en la cama soñando despierto, y achacó la inexactitud a pereza. Ya parecería en casa de Rufino... o donde Dios dispusiese. Tomó el enfermo calle arriba. Al pasar por delante del edificio que encierra a la vez el Gobierno civil y el Teatro de Marineda, un instinto o un hábito le impulsó a buscar la sombra de los soportales, y antes de llegar a la calle Mayor, que se columbraba a poca distancia rehirviendo en gente y llena de animación, giró hacia la izquierda y metiose bajo otra fila de arcos, que forman la soportalada del muelle. Era aquello el reverso de la medalla; no cabía más marcado contraste que el de las tiendas de la calle Mayor -surtidas, desahogadas, luciendo hermosos escaparates de altos vidrios, bien alumbradas de noche por el claro gas- con los pobres tenduchos y figones, y las sospechosas aguardenterías de las arcadas de la Marina, donde celebraban sus conventículos cargadores, pescantinas, habaneros recién desembarcados, vestidos de dril y con el rostro color de caoba, soldadetes y carreteros del barrio de la Olmeda, que antes de picar a su yugada para que arrastrase el horrible peso de los bocoyes que abrumaban el carro, aguijaban su propia brutalidad con una dosis de alcohol...
El cliente de Moragas... -a quien atribuiremos el nombre de Juan Rojo-, se detuvo a la puerta de la aguardentería más sórdida, más tenebrosa, la que frecuentaba gente más perdida y de donde se oían salir voces más avinadas y palabrotas más soeces. Antes de entrar, fluctuó un instante. Al fin el Doctor le había mandado que no bebiese gota, que no lo catase siquiera. Luchaba en Rojo la ya imperiosa costumbre con el instinto de conservación o voluntad de vivir que no abandona, ¡cosa extraña!, ni a los mismos suicidas, en el crítico instante de atentar contra su existencia. «Cuando el médico lo dice...». Pasados diez segundos, transigía ya con un vasito, un vasito de a medio cuarterón, una miseria. «Poco veneno no mata», pensó, encogiéndose de hombros. Y tendiendo al vaso una mano mal delineada -larga y fuerte, de dedos rudos-, lo trasegó al gaznate. Aquel espolazo le infundió resolución. Al salir del tabernucho era su paso menos furtivo y cauteloso; su rostro ostentaba cierta seriedad provocativa, arrogante, como de persona determinada a arrostrar cualquier hostilidad, imponiéndose. «Me dan ganas de ir por la calle Mayor», pensaba. «La calle es de todos, y quisiera yo saber quién puede oponerse a que me pasee por donde se me antoje». Caló más el sombrero, metió las manos en los bolsillos del pantalón, y enhebrándose por el callejón del Arancel, hizo irrupción en la calle Mayor, emporio de Marineda.
Las gentes marinedinas, no siendo en tiempo de verano, prefieren pasear antes que anochezca del todo; y huyendo de la temperatura desapacible y del cierzo húmedo que sopla en el Ensanche, se hacinan en la calle Mayor, abrigada por su misma angostura. Llena estaba la calle de una multitud muy emperifollada y muy deseosa de mirarse y divertirse, cuando entró Juan Rojo. Éste no produjo ningún efecto; el gentío se lo bebió. Las señoras subían y bajaban, entretenidas, o en criticarse, o en observarse de reojo los trapos de cristianar, y ni vieron a aquel hombre, que, si podía interesar al observador, debía pasar inadvertido entre el bullicio de una concurrencia tan apiñada como brillante. De las damas que ostentaban su mejor ropa y se paraban a saludarse y a curiosear los escaparates de los comercios, ninguna conocía a Juan Rojo. Si algún caballero recordaba su cara y su talle, ya se colige que había de hacerse el desentendido. Juan miraba a diestro y siniestro, sin encontrar más que fisonomías distraídas e indiferentes.
No obstante, a la puerta del Casino de la Amistad, en sillas colocadas fuera del vestíbulo, Juan divisó un importante grupo. Componíanlo el Presidente de la Diputación, el rico fabricante y concejal Castro Quintás, el brigadier Cartoné, el novel abogado y a ratos periodista Arturito Cáñamo, el magistrado Palmares, el Fiscal de la Audiencia don Carmelo Nozales, y el señor Alcalde de Marineda en persona. Rojo, al acercarse al Casino, mitigó el paso, y puede decirse que se encaró con el corro; miroles fijamente, y como, al parecer, no le reconociese ninguno, saludó casi en voz alta: «Señor de Palmares... señor Alcalde... felices...». Volviéronse, como picados de la víbora, el oidor y la autoridad popular: sus semblantes se anublaron, sus labios exhalaron una especie de sordo murmullo, que lo mismo podía ser respuesta que injuria. Rojo, sin quitarles de encima la vista, siguió lentamente su camino. Al extremo de la calle, donde ya se ensancha para descender en ligero declive hacia el Teatro, y donde los paseantes escasean, Rojo tropezó con dos personas, una niña y una mujer del pueblo, modestamente trajeadas, que se quedaron mirándole de hito en hito. La niña, agazapada en las faldas de la mujer, con los ojos dilatados de terror, exclamó en voz trémula y baja:
-¡Ay madre! ¡El verdugo!
Sintió Rojo la exclamación como si recibiese una bofetada fría en el rostro. Volviose, y acercándose a la criatura, que ya no se agarraba a las faldas, sino que abrazaba, convulsa, llorando a gritos, las piernas de su madre, dijo sentenciosamente, alzando la huesuda diestra:
-Como te libres de la justicia, de mí bien libre estás.
Y continuó andando, mejor dicho, corriendo, porque había perdido todo el aplomo facticio debido al trago y desplegado al atravesar la calle Mayor, y otra vez predominaba el impulso de buscar los rincones sombríos, los sitios desiertos de la ciudad, el que le movía a filtrarse por las calles más extraviadas y sospechosas, y a preferir, para sus salidas las horas en que cendra su velo de neblina el crepúsculo. Arrimado a las casas, protegido por los soportales, alcanzó la cuesta que asciende al Cuartel de Infantería, y una vez en la explanada del Campo de Belona, sintió cierto desahogo. Estaba ya en sus barrios. Allí se encontraba, ya que no entre sus iguales -pues no tiene iguales Rojo-, al menos entre el pueblo indulgente, que perdona todo lo que hacen los miserables por el pan. La sensación de bienestar de Rojo aumentó al cruzar la puerta de Rufino.
Era la casa de Rufino una tendezuela de las llamadas antaño «de aceite y vinagre», y donde hoy se mezclan la especiería, el petróleo y los comestibles, con los fósforos, barajas, aleluyas, alpargatas y otros artículos variados; por ejemplo, pastillas de jabón rosa y verde, lechuga y botellas de cerveza. No todos los líquidos que se despachaban allí eran de origen sajón, pues en la trastienda de Rufino, y alrededor de una mugrienta mesa, solía enzarzarse por las tardes la partida de brisca, jugándose muy españolas copas de aguardiente. Hacían la partida Rufino el tendero; Antiojos, zapatero de viejo; Marcos Leira, hojalatero y lampista, y Juan Rojo. Quizá algún aficionado a meterse en lo que menos le importa tendrá la pretensión de averiguar cómo podían el remendón y el artista en lata dedicar sus tardes al cultivo de la brisca y del tute real, abandonando la lezna y el soldador. Responderé al susodicho curioso, que las familias de Antiojos y Marcos Leira estaban organizadas con arreglo al usual patrón siguiente: la mujer descornándose y reventándose a trabajar mientras los borrachines maridos cultivaban el odio con dignidad... y con brisca.
La esposa de Antiojos era operaria en el taller de Peninsulares de la Fábrica de Tabacos; sus ágiles dedos y los de su hija mayor, ganaban el sustento de la familia. La hija menor, raquítica, que no había conseguido aún el suspirado ingreso en la Granera, se dedicaba a «preparar labor» a su respetable papá, cuyo taller consistía en una de las barracas que a manera de rojos hongos pululan a la sombra del Cuartel de Infantería, al pie del Campillo de la Horca, hoy Rastro. Allí se pasaba la vida la mísera segundona de Antiojos, esperando la problemática llegada de un parroquiano para correr a avisar al remendón, que solía recibirla con malas palabras y mucho peores obras. Mientras no aparecía el parroquiano, la muchacha, que, por tener desgracia en todo hasta había recibido en la pila el feo nombre de Orosia, no estaba ciertamente mano sobre mano o dándose aire con el abanico. Ella remojaba la suela; ella la batía sobre la chata piedra, estropeándose las rodillas; ella señalaba con el punzón las distancias del clavillo; ella cosía el material; ella enceraba el hilo y recortaba y engrudaba las plantillas; ella abría los ojales, y cuando Antiojos llegaba despidiendo rayos por la inflamada nariz y los encandilados ojos, apenas tenía ya que hacer sino lo indispensable para no perder la dignidad de maestro, la cual se cifraba especialmente en la forma, es decir, en la hormaza de madera donde encajaba la bota o zapato que debía restaurar. «¡Cabra, vaca sucia, malditona! -solía decir a Orosia en su pintoresco lenguaje-. ¡Como me toques a la forma... te estripo!». Y la sin ventura Orosia lo ejecutaba todo... menos tocar a la forma, que era por lo visto la misteriosa clave del arte zapateril.
A Marcos Leira, el hojalatero, le daba el vino por distinto lado: por el buen humor y la sandunga. Si a la mañanita, antes de matar el gusano, solía vérsele alicaído, con una murria siniestra, en diciendo que se echaba al cuerpo el primer vasito de caña rubia y melosa -esa excelente caña que se vende en la más ínfima taberna marinedina-, ya estaba el honrado Marcos lo mismo que unas pascuas de alegre, y suave como el terciopelo con su esposa y sus chiquitines. Concha la hojalatera, morena, buena moza, de fogosos ojazos, juraba y perjuraba que no sabía ella cómo ciertas mujeres se lamentaban de que sus maridos trajesen, al volver a su hogar, «un poquito de aquel de bebida». Sobre este delicado punto andaban siempre a la greña la cigarrera, mujer de Antiojos, y la de Marcos. Está, ¡alabado sea Dios!, nunca más contenta que cuando su cónyuge tenía «la gotita en el cuerpo». Entonces no sólo se mostraba decidor, cariñoso, galante, sino que se tumbaba en la cama o salía, dejando en paz a Concha y al oficial, que trabajaban mucho más solos. Las malas lenguas se despachaban a su gusto comentando la inclinación de la bella hojalatera a zafarse de su esposo; pero tal vez fuese exceso de malicia el roer los zancajos a la mujer del borrachín, puesto que su tienda y tráfico andaban lucidísimos, dirigidos por ella, que, siempre limpia y repeinada, semejaba una reina entre tanta alcuza, regadera, colador, reverbero, linterna y palangana, fulgentes como la plata bruñida. Si la hojalatera cojease del pie que los vecinos sospechaban, su comercio no se vería tan próspero, sus chiquillos tan saludables. Se murmuraba, ¡claro está!, ¿de quién no se murmura? No podían avenirse las comadres del barrio del Cuartel a que la buena moza tuviese su casa «llenita de todo», lo mismo que si el marido no fuese un solemnísimo beodo, holgazán y jugador; y el reconcomio de la envidia era sin duda el que las movía a atribuir tan negros móviles, no sólo al celo y asiduidad del joven oficial de hojalatero, sino a las visitas de algún teniente que por allí se entretenía un rato al salir del Cuartel.
Los cuatro jugadores de brisca eran cuatro ejemplares de alcoholismo muy diferentes entre sí. Casi deberíamos descontar uno, el especiero-tabernero Rufino. Este no bebía más caña de la necesaria para impulsar a los otros; economizaba su vaso a la vez que colmaba el ajeno. Marcos Leira era el ser abyecto conducido por la bebida a la atrofia del sentimiento del honor popular (tan enérgico como el caballeresco), o forzado a beber sin tino para olvidar la vergüenza, y capaz ya hasta de soltar un chiste cuando, no recatándose de él, agarraba el teniente a la hojalatera por el talle. Antiojos, el beodo brutal, en quien el alcohol despertaba el sordo impulso de la locura sanguinaria. A veces, cuando regresaba a su casa tambaleándose, haciendo eses sobre el pavimento desigual de las míseras callejas, por su cerebro obtuso cruzaba purpúrea nube, y sus manos trémulas e inciertas sentían hormigueo feroz, prurito de estrujar destruyendo... En cuanto a Juan Rojo, pocas veces llegaba al estado de verdadera intoxicación alcohólica: tenía la cabeza resistente, el estómago firme, terco el pensamiento, y si la bebida le reanimaba al pronto, tardaba mucho en abstraerle completamente de la realidad. Él no le pedía sino olvido... ¡y el olvido tardaba tanto en acudir! Aquel día, sin embargo, al sentarse ante la mesa de la trastienda de Rufino, recordaba las palabras del Doctor, y se había propuesto reprimirse. A la primer ronda, no bebió. Mientras daba cartas, la abstención le sumía en una especie de marasmo -el marasmo insufrible que no desconoce ningún vicioso, si ha intentado la enmienda-. En el profundo y desconsolado abatimiento que le invadía, se le hincaba en el espíritu el recuerdo de aquel grupo sentado a la puerta del Casino. ¡Finchados de señores! ¡No responder al saludo sino con despreciativo murmullo! ¡Ah!, ya estaba él cansado de tragar ajenjo, y si un día hablaba, le iba a acusar las cuarenta al Alcalde, a los señores de la Audiencia, al mismo Presidente en persona! ¿No era Rojo también funcionario? ¿Valía de algo lo que dispusiesen los de la Audiencia, si no estuviese él allí para cumplirlo? ¡El Alcalde! ¡Con qué altanería se había negado días atrás a admitir al hijo de Rojo en la Escuela municipal! ¡No admitir a su hijo en la Escuela! ¿Querían que fuese un pillete, sin instrucción ni oficio? ¿Querían que...?
Los ojos de Juan se volvían hacia el vaso lleno. Resistió no obstante, ¡rara firmeza!, durante las primeras horas de la tardecita. Sostuvo con heroísmo la batalla. Por fin, cuando ya el sol se acercaba a su ocaso y los sucios vidrios de la tienda hacían más turbia la escasa luz, aquellas sombras, cuya lobreguez caía a un tiempo sobre sus pupilas y sobre su espíritu, fueron cómplices de la transacción. Tendió la mano temblorosa hacia el licor, y lo apuró, sintiendo con recóndita alegría que las sensaciones y sentimientos habituales, calor y esperanza, acudían a su llamamiento, y que una especie de palanca moral le soliviantaba, sacándole del pozo de hiel en que momentos antes yacía. Una grosera chanza de Marcos le hizo reír; y, a una barbaridad de Antiojos, contestó bromeando. Al mismo tiempo advertía cierta inquietud vaga, aprensión de un mal desconocido, inquietud que en los hipocondríacos es estado normal, pero que, a posteriori, suele llamarse presentimiento. ¿Dónde estaría el chiquillo?
La partida de brisca se deshacía generalmente a las cinco o cinco y media, porque a Juan Rojo le gustaba recogerse temprano, cenar con su hijo y acostarse. Antiojos y Marcos no se retiraban tan pronto: ¡para lo que se les perdía en sus casas! Allí se quedaban hasta las diez o las once, y Antiojos algunas veces dormía a la estrella, pues su mujer, de ordinario paciente y sufrida, tenía días de súbita rebelión en que atrancaba la puerta, jurando que estaba «harta de pellejos» y que a lo mejor «hacía una» con semejante bigardón... Salió Rojo aquel día más tarde que de costumbre. Había cerrado la noche, pero era hermosa: una pacífica noche de esas que anuncian la primavera y alaban al Creador. Para ir de la tienda a su morada, tenía que dar la vuelta por la calle del Peñascal y subir por la del Faro, no sin costear unos paredones altos y lisos, doble línea de tapias que forman mezquina callejuela, en invierno solada de fango, en verano de polvo e inmundicias. De uno de los tapiales Rojo oyó como si brotase un hervor de palabras confusas: tenían, en su turbia articulación, algo de blasfemia, y algo también de queja y lamento amarguísimo. Sintió un impulso compasivo, mezclado a esa sugestión de la vanidad, que nos dice, en presencia del infortunio que podemos aliviar: «Aquí eres necesario; aquí sirves; aquí vales». Al pie del paredón se rebullía un informe bulto humano, el que exhalaba aquella melopea confusa. Rojo lo reconoció. Era su vecina la Jarreta, la borracha de oficio, que diariamente recogían los polizontes en distintos puntos de la población sobre las losas de la calle, ya en el Muelle, entre despojos de sardinería, ya en el paseo del Terraplén, al pie de algún banco, ya en los soportales del malecón, ya entre los puestos de la Plaza de Abastos, siempre hecha «un templo», siempre escupiendo de aquella pestífera bocaza, entre vahos de perrita, la hez y el espumarajo del lenguaje. Sin duda el ataque fulminante de parálisis que acompaña a cierto período de la borrachera había sorprendido a la mujerota a poca distancia de su casucha, y de la inútil lid que sostenía con sus piernas negándose a llevarla, eran fruto aquellos gruñidos, aquellos gemidos sordos y aquellas furiosas imprecaciones.
Rojo se aproximó, diciendo solícito:
-Ea, señora Hilaria... Upa... yo la ayudo... ya verá cómo la pongo en camino de su casa... en la puerta...
La borracha gruñó más fuerte: sus vidriosos ojos se entreabrieron, fijándose en su interlocutor, primero vagos, luego atónitos. Como la luz del farol y lo entreclaro de la noche permitiesen a la Jarreta distinguir las facciones de su salvador, sus pupilas destellaron ira, la sentina de su boca despidió una furiosa tufarada, y recobrando habla expedita, bramó roncamente:
-¡Largo de ahí, sayón; como me toques, te escupo a la cara! No he dado de puñaladas a nadie, ¿lo entiendes?, ni he robado tres cochinos cuartos, ¿lo oyes?, ¡para que tú me pongas la mano en el cuerpo! ¡Con Lucifer del infierno me voy y no contigo! ¡Como te arrimes, llamo a los vecinos y a la guardia de la Maestranza! ¡Arre de ahí..., que manchas a las señoras!
- V -
Rojo se tambaleó. Aquello era peor que lo del saludo al magistrado y lo de las altanerías del Alcalde. El magistrado, al fin, aunque de la misma escala, era un funcionario superior, una persona de respeto... y podía desdeñarse de... ¡Pero que aquella hembra miserable, vergüenza de su sexo y ludibrio de la humanidad, tuviese a menos aceptar de él, no amistad ni trato, sino el servicio más casual, lo que se admite de cualquiera! ¡La Jarreta! ¡Vean ustedes quién le hacía ascos, a él! ¡La Jarreta, aquella barredura!
No contestó. La harpía continuaba vociferando. El insultado bajaba la cabeza y se internaba ya en la calle del Faro, en dirección al Faro mismo. Según adelantamos por esta calle, algo pendiente, dirigiéndonos al cementerio y viendo en lontananza, sobre el erguido promontorio, la misteriosa torre fenicia vestida por Carlos III con túnica neo-griega, las casas van siendo más pobres, más bajas, más irregulares, hasta que, cerca ya del cementerio, desaparecen por completo a la izquierda del arroyo, transformado en camino real, y sólo se divisa a la derecha hasta media docena de ranchos seguidos, compuestos sólo de una planta baja y un desván gatero, o fayado, como en Marineda suele decirse. Los cinco primeros ranchos debían de hallarse deshabitados, porque un papel blanco se destacaba sobre las vidrieras. En el último rancho, lindante con el cementerio, vivía Juan. La pintura de almazarrón que cubría uniformemente las maderas de las seis barracas, de día trazaba una línea de sangre sobre el fondo verdoso o plomizo del Océano. Llegó Rojo a su puerta, encorvado y encogido, a modo de quien huye de la persecución de un látigo, y alzó el pestillo y se filtró cautelosamente en la casa, como el que penetra a escondidas en el domicilio ajeno a cometer reprobada acción. Ya dentro, echó cerillas y encendió el reverbero de petróleo colgado de la pared.
Cual si aquella luz sirviese para iluminarle con una idea en cierto modo consoladora, acordose entonces nuevamente, redobladas sus inquietudes, del niño. ¿Telmo? ¿Dónde estaría metido Telmo? Era raro no haberle visto en todo el día, y más raro aún no encontrarle esperando o jugando a la puerta a aquella hora, en que el apetito, excitado por un día entero de travesear por las calles, tenía que empujarle hacia la cena. Cuando su padre se retrasaba en volver a casa, el chico solía aguardarle en la de una vecina, esposa de un botero del Muelle, y madre de cuatro criaturitas -encanto de Telmo, pues aquella caterva le obedecía y respetaba, por ser mayor-. A esta buena mujer, llamada Juliana la Marinera, y medio ciega de una persistente oftalmía, acudía Rojo en demanda de servicios domésticos, que remuneraba con bastante largueza; verbigracia, arrimar el puchero a la lumbre, echar algún remiendo a su ropa o a la de Telmo, planchar tal cual camisa, mondar patatas o fregar el suelo -cada semestre, a lo sumo-. Trabajando casi a tropezones, la Marinera lo hacía todo muy mal; sus remiendos eran mapas en relieve, y sus planchaduras tostones; pero Rojo no la trocaba por otra operaria más hábil, ya que esta le servía con afabilidad, y no desdeñaba el dinero de mis manos. Viendo, pues, que Telmo no rondaba la casa propia, ni se hallaba dentro, pensó Rojo que estaría en la de la Marinera. Salió a enterarse. No: tampoco el niño estaba allí, ni había parecido en todo el santo día. La Marinera, ocupada en echar piezas a unos calzones de su hombre, soltó al punto la labor, y se ofreció a recorrer las casas del vecindario, por si alguien tenía noticia del rapaz. Entretanto Rojo se volvió a su vivienda, con esperanzas de que allí estuviese ya el niño. Pero en el momento de entrar, una impresión parecida a la del aire helado que exhala una sepultura le clavó era el umbral... ¿Qué era?
En ciertos momentos de la vida, bajo el peso del miedo indefinible e ilimitado que sobrecoge al espíritu cuando presiente un mal sin poder apreciar su extensión, este mal desconocido reviste la forma concreta de otro mal o de una serie de males viejos pasados, que resucitan y salen de la sombra como del mar el cadáver del náufrago, desfigurado, lívido y terrible. El silencio y soledad de la morada de Rojo; la cazuelita con el guiso, puesta sobre los tizones; la luz ardiendo; y, más que nada, el temor, la incertidumbre, la inexplicable desaparición del hijo, volvieron a Rojo seis o siete años atrás, recordándole una hora muy semejante y muy decisiva en su arrastrada existencia. Aquella hora, mejor dicho, aquel momento, venía cerniéndose, preparándose desde tiempo atrás, cuando llegó, y sobre todo, desde que fue favorablemente despachada cierta solicitud pretendiendo la plaza de oficial público. Rojo, sin embargo, no veía o no quería ver cómo se había oscurecido la densa nube. Que su mujer andaba así, distraída... que estaba fuera de casa largas horas... que a la de comer, si su marido le dirigía la palabra, no contestaba apenas... que a veces se quedaba como embobada, pensando en las musarañas, sin entender lo que le decían... que en el lecho común se volvía de espaldas, encogiendo los pies y haciéndose un ovillo para rehuir todo contacto... que apenas cuidaba de Telmo, ni le hacía caricias... ¡ella, tan madraza!: que las labores de la casa las desempeñaba mal y a empujones, ¡ella, tan hacendosa!: y que un día, porque el marido reclamaba una comunicación íntima y tierna que de derecho le pertenecía, había sufrido ella una convulsión, resuelta en un diluvio de lágrimas, ¡ella, tan dócil, tan pronta en pagar su deuda de complacencia conyugal!
Todo esto, que en realidad era para notado y advertido, no lo notaba Rojo, tal vez porque no había sido crisis repentina, sino gradual, insensible en sus comienzos, y porque no sería tan exacto decir que procedía de la solicitud, como afirmar que ya antes la indicaban mil pormenores, síntoma fijo, pero rara vez apreciado, de las transformaciones del corazón. El marido, si percibía la frialdad, el hielo moral que iba cuajándose, no le atribuía la importancia que tuvo realmente, por su concepto del literalismo de la vida, que le llevaba a estimarse dueño, no en sentido figurado, sino en el más real y positivo, de aquella criatura humana. ¡Era su mujer! Le pertenecía a él, a él solo, ¡a Juan Rojo! ¡Y por infernal que el destino de Juan Rojo pudiera considerarse, el destino de María Roldán estaba a él indisolublemente unido! Al casarse, María había aceptado cuanto viniese de su esposo, lo mismo la gloria que la última infamia... Esto lo creía Rojo un dogma, y si le escocía la variación del carácter de María, no por eso imaginaba que de esta variación hubiese de seguirse nada grave y radical...
Por más imprevisto, fue más recio el golpe. Lo había sentido casi físicamente, a manera de porrazo en el cráneo. Ahora le parecía volverlo a sentir, porque las circunstancias exteriores le retrotraían al cruel instante. También aquella noche había notado, al entrar en su casa, extraña soledad y medroso silencio; también yacía, sobre los tizones del hogar, la cazuela del estofado, bien arropada, bien tapada con el tiesto cubierto de ascuas vivas; sólo que en la alcoba, y no en su camita, sino en el centro del lecho matrimonial, Telmo dormía tranquilamente: la madre le había acostado allí, como para que llenase el hueco que dejaba ella. Y Rojo lo recordaba todo con aguda precisión: la espera, la salida a preguntar a las vecinas «si habían visto a su mujer», las sonrisas despreciativas, irónicas, rara vez compasivas, que contestaron a la pregunta, la primer noticia de la fuga, no creída, el aferrarse a la convicción de que todo era una broma que María le daba, la noche pasada entre esa angustia del dudar que precede a la convicción de una catástrofe y es cien veces más intolerable que la misma incertidumbre, las investigaciones desesperadas del día siguiente, el llanto desgarrador del niño que a toda costa quería ser vestido, lavado, atendido por mamá, las noticias ya seguras, adquiridas en el Gobierno civil, de que se había visto a María en un carro, camino de Lugo, acompañada de un individuo, los ofrecimientos de traerla al ofendido esposo «por puestos de la Guardia civil», la inesperada forma que en su espíritu tomaron el desengaño y la afrenta, convirtiéndose en una total renuncia del derecho... y el empeño que había tenido por espacio de muchos días en representarse a María -que aún era fresca y joven- extraviada, enloquecida por una pasión delirante, ilusionada hasta el frenesí con otro hombre, y disculpable por la fiebre del cariño...
Mas este concepto del motivo de la deserción conyugal, no pudo prevalecer... Amigotes, vecinas, guardias municipales, gente oficiosa, se encargaron de desengañarle un día y otro día... Qué amor, ni qué... ¡El hombre con quien María había huido le era casi indiferente!... Lo había conocido puede decirse que de la noche a la mañana, y ni las tristezas, ni las rarezas, ni las distracciones anteriores tenían nada que ver con el personaje... Por lo demás, todo el barrio sabía que María estaba resuelta a tomar el tole «con el primero que se presentara...». Se lo había dejado decir muchas veces... «Y si no encuentro un desesperado, lo mismo da; yo me gobernaré... No faltan casas de las Nueve tejas por el mundo...». La casa de las Nueve tejas -Rojo lo recordó- era un lugar infame, llamado así por lo angosto de su fachada, que coronaban únicamente nueve tejas, y famoso por esta misma singularidad en el mapa del vicio marinedino. No era, pues, la fatalidad pasional lo que había deshecho el hogar de Rojo..., sino otro sentimiento, el que impulsa a huir de una ignominia refugiándose en distinta ignominia... ¿mayor o menor? Arduo problema, que las comadres del barrio tenían resuelto de plano en sentido desfavorable al cónyuge. «A mujer de bien no me gana ni la reina -decía una varonil tocinera del mercado-, pero si Dios y la Virgen me castigasen con tomar el marido mío semejante oficio, a fe de Colasa que me iba con los soldados del Cuartel». Y esto lo profería la comadre delante de su propio legítimo dueño y señor, el cual respondía con mucha flema y convencimiento: «Y que te sobra decir verdá, mujer... Porque ciertas cosas abochornan la cara... Yo soy matachín, con perdón, de puercos, y a mucha honra, que nadie tiene por qué despreciarme; pero primero me metía a recoger mundicia en las cuadras, que a matachín de cristianos». Pocos meses después de la fuga de María, cuando fue público que, abandonada por su cómplice, se había dado completamente a la vida airada en Vivero, y que rodaba por las calles, las comadres tuvieron para ella más piedad, para el marido más aversión... Sólo la Marinera decía sin rebozo que ella no aprobaba a María Roldán, teniendo María Roldán una criatura... Y esta opinión, defendida valerosamente, le había costado devorar insultos, porque, según las mencionadas comadres, «ella defendía a Rojo porque le servía de criada, lo cual era una bajeza muy indecente».
Si no precisamente en estos incidentes mismos, en lo que se relacionaba con ellos, estaban fijos los pensares de Rojo cuando entró a esperar que se averiguase el paradero de su hijo. Tanto, que necesitó hacer un esfuerzo para volver a la realidad y concretar sus ideas en esta sola: «¿Y Telmo?». Dos golpes a la puerta, con el puño, apresurados, rápidos, y la voz quejumbrosa de la Marinera, que decía ahogándose: -Señor Rojo..., señor Rojo... ¡Ay! ¡Madre mía de la Guardia! Señor Rojo..., ¡que dicen que el niño suyo está muy malito, muy lastimado, sin poderse mover!... Que se lo dijeron a mi chiquilla unas mujeres de las que bajan a la fuente del Castillo...-. Rojo salió con ímpetu, y cogiendo de un brazo a Juliana, gritó: -¿Dónde está el muchacho? ¿Dónde? -En San Wintila... Crucificado a pedradas... Vaya allá, señor Rojo... Yo no tengo vista, que si la tuviese... -El padre no escuchaba ya: volaba por la cuesta arriba, para precipitarse luego por las pendientes del sendero tortuoso. La difusa claridad de la noche, ayudada por la argentina luz de la saliente luna, que empezaba a surgir de los montes que cierran la bahía, ayudaba a Rojo, salvándole de rodar y batir con su cuerpo en la escollera.
En la playa tranquila, misteriosamente iluminada por la claridad lunar, que derramaba sobre la superficie del agua como una lluvia de hoces de plata bruñida, no se oía sino el blando murmurio de las olas al encontrarse acariciándose; y el sosiego y quietud del aire, la negrura de las peñas contrastando con el fosfórico verdor del mar, la majestad que a tal hora y en tal sitio adquiría el castillo desmantelado, eran como ironía mofadora de la angustia del hombre que buscaba en aquellas peñas y rocas lo único que tenía y amaba en el mundo.
Saltaba Rojo por la escollera, sin cuidarse de la probabilidad de un peligroso traspié. A pocos brincos estuvo dentro del fortín. La luna alumbraba claramente el interior; a su luz el padre pudo salvar la escombradura, y sobre un montón de piedras divisó a Telmo, ensangrentado y exánime: ni se movía, ni se quejaba.
Rojo se abalanzó como a una presa al cuerpo inerte, y lo palpó con ávidas manos, rugiendo de gozo al sentir calor y flexibilidad de vida en los magullados miembros. Un suspiro le dilató el pecho: tomó al niño en brazos, se lo cargó al hombro, y emprendió la subida, sin la precipitación de antes, porque tenía que cuidar de su inestimable carga. Ahora el herido gemía; sin duda el movimiento, por poco que fuese, reavivaba sus dolores. Rojo multiplicaba las interrogaciones entrecortadas y ansiosas, las palabras de bronca ternura dichas a media voz, tratando de acomodar al muchacho lo mejor posible para que no sufriese, apoyando la dolorida cabeza en su propio seno, cogiendo a Telmo con manos de algodón, por decirlo así. Sin duda que el niño no estaba ni muerto ni moribundo...; pero ¡Dios que perdonas y castigas! ¿Estaría herido muy gravemente? ¿Tendría pierna o brazo roto? ¿Le sobrevendría mortal complicación? ¿Quedaría para toda su vida estropeado y deforme?
Cuando Rojo iba calculando estas probabilidades, había rebasado ya la montuosa pendiente que se inclina hacia el castillo, y entraba en la carretera, orillada por las tapias de los dos camposantos de Marineda, el católico y el protestante o disidente. La rotondita de la capilla católica se recortaba sobre el cielo claro, y su cruz infundió al corazón de Rojo deseos de implorar a la Divinidad, de pedir a alguien que todo lo puede lo que no esperaba de los hombres. Aquella súplica brotó con energía inmensa, con salvaje ímpetu, con esa fuerza que parece suficiente para imponer la voluntad de la criatura humana hasta al mismo Árbitro de la creación. Sin pretensión alguna de heroicidad, como quien hace la cosa más natural, Rojo se encaró con su Dios -porque lo tenía- y le dijo como quien propone un trato: «De morir alguien, que sea yo... El niño que viva, que sane». Al hacer esta deprecación, la mirada de Rojo pasó, de la cruz del cementerio, a la linterna del Faro que se alzaba a lo lejos; alto, solitario, sublime, y como en aquel punto mismo la intermitente mirada de luz reapareciese con purísimo destello, refulgiendo entre las nubes, Rojo percibió una voz interior que decía: «Vivirá, sanará».
La puerta del rancho se había quedado abierta de par en par, el quinqué luciendo, y Juliana la Marinera, medio a tientas como solía, y atortolada además por el susto, daba vueltas, mudando de sitio un cacharro, atizando la lumbre, y repitiendo a media voz: «¡Jesús, Jesús! ¡Virgen de la Guardia!». Al entrar Rojo con el niño a cuestas, la mujer exhaló un chillido de conmiseración, se apresuró, quiso enterarse... Pero ya el padre, con delicadeza de nodriza que deposita en la cuna al crío, colocaba al herido sobre la cama, y se volvía para exclamar anheloso:
-Vaya a buscar un médico, señora Juliana... ¡Por el alma de su padre, tráigame un médico!...
- VI -
La exasperación de Moragas tardó en disiparse más de diez minutos: paseábase de arriba abajo por su gabinete de consulta, olvidado de todo, hasta de la presencia de Nené. Sentía esa desazón, ese malestar sordo e irritante que se apodera de nosotros después de una sacudida nerviosa que no reporta placer al organismo. Las injurias despreciables, las disputas largas con personas de poco caletre o de mala educación, las ingratitudes odiosas, la vista de un insecto repugnante, diversas causas morales y físicas, engendran tan penoso estado de ánimo. El Doctor principió a sentir alivio mediante una circunstancia puramente accidental: el sol, venciendo al fin la neblina, batió alegremente en los cristales; como si aquel rayo benéfico la atrajese, Nené se acercó, e intimidada aún, con hechicera zalamería, preguntó en su lengua de trapos:
-No yeve... ¿Amo alea?
Acostumbrado a la sutil interpretación filológica que requería la charla de Nené, Moragas comprendió perfectamente, y tradujo sin vacilar: «¿Papá, no ves que no lloverá hoy? Vámonos a la aldea».
Moragas acostumbraba, despachada ya la diaria consulta, mandar que enganchasen la berlinita o el milor, tomar consigo a Nené, y emprender un paseíto de tres kilómetros hasta su quinta en miniatura, enclavada al margen del camino real, en el alto de la Erbeda, graciosa aldeílla poblada de lavanderas y panaderas y salpicada de casas de campo. Cuatro tapias, ni muy altas ni muy recias; un trozo de verja de hierro que permitía ver desde la carretera los cenadores de madreselva y la fuente del jardín; un palomarete en el patio; sobre quince gallinas ponedoras; hasta dos docenas de frutales; cuatro o seis coníferas de moda; alguna col y mucha enredadera, animaban a la diminuta morada donde el Doctor pasaba las mejores horas de su vida. ¿Y qué más podía necesitar un hombre de estudio y pensamiento, sino aquella sala fresca y silenciosa, aquel despacho donde las clemátidas y las francesillas se metían por la ventana a curiosear los libros, aquella galería encristalada que brindaba el siempre movido espectáculo de la carretera, aquel palomar lleno de nidos y arrullos, aquel comedor que tenía en los chineros, en vez de ricas porcelanas, limpios cristales y blancas lozas, entreveradas con camuesas olorosas de la anterior cosecha -porque no había otro frutero?
Además, en la aldea veía el Doctor una excelente compensación higiénica para la vida urbana, que a la larga podía ser funesta a Nené. Viudo desde pocas horas después de venir al mundo la criaturita en quien tenía puesto lo mejor de sí mismo, el Doctor la cuidaba como la cuidaría una madre... fisióloga. La delicadeza y suavidad de aquella tierna florecita le tenían siempre alerta, sólo que en vez de abrigarla contra el cierzo y la helada detrás de las paredes de cristal de un invernáculo, quería someterla a un tratamiento que la permitiese vegetar al aire libre, desafiando la inclemencia de las estaciones. «Rusticar a Nené» era el programa. Esto de la rusticación se ejecutaba tan al pie de la letra, que cuando estaban en la Erbeda padre e hija, la criatura se chapuzaba en el pilón, se enfangaba en el bebedero de las gallinas, rodaba abrazada a un pato, se revolcaba en el polvo y sacaba su linda madeja rubia hecha una perdición: todo con gran contentamiento del padre, que regañaba mucho si por casualidad la veía limpia. «Vamos, hoy me han tenido a esta chiquilla debajo de un fanal... A ver si juegas, a ver como te me presentas bien marrana...».
Así, pues, cuando no apretaba el trabajo, cuando en Marineda había epidemia de salud y ninguna señora de la clientela de Moragas estaba próxima a bifurcarse, el Doctor se iba a la Erbeda después de su consulta, y unas veces regresaba al caer la tarde, para la visita, y otras se quedaba a dormir, lo cual era ya el colmo de la expansión. Cuando podía lograr tanta fortuna, dedicaba la noche a leer de política o de ciencia, sobre todo de aquellas cuestiones palpitantes de la moderna medicina que llevan involucrado algún problema metafísico, algún misterio del espíritu, alguna generalización filosófica. Si Moragas estudiaba por obligación la medicina curativa, por recreo andaba siempre a vueltas con los mal conocidos resultados de la sugestión, con las revelaciones de la frenopatía y con los efectos de ciertas substancias tóxicas sobre el cerebro humano. Gustábale mucho el estudio de las que llamaban nuestros padres enfermedades mentales, y era franco admirador de los médicos modernos que aplican atrevidamente a los problemas del orden moral el método positivo y analítico de la ciencia presente. Como de esto se escribe mucho en el día, y Moragas lo hacía venir todo de París en grandes remesas, sus orgías de lectura tenían el retiro de la Erbeda por testigo y cómplice.
No hay que decir si asentiría gustoso a la proposición de Nené. Al cuarto de hora de haber visto aquel primer rayo de sol después de una mañana nublada, el padre y la niña, sentada en brazos de su niñera, corrían al trotecillo de la yegua por el camino real. Ya sabemos que era la tarde de esas apacibles de la más temprana primavera, que dan ganas de entonar el cántico de Fausto «Cristo resucitó». Sobre el diáfano azul del cielo, agraciado por copos de nubecillas blancas y finas como pluma de cisne, revoloteaban las primeras golondrinas; y en el aire había la frescura sana y entonada de la buena estación. Nené gorjeaba muy contenta, mirándose los calcetines, que por ser calados la tenían reventando de orgullo. La criatura no permitía a su padre separar la vista de los calcetines famosos. Apenas volvía el Doctor la cabeza para mirar a las quintas que festonean el camino, al paisaje o a la gente de a pie o de a caballo, ya estaba Nené agarrándole de la solapa, y obligándole a bajar las narices. «¡Mía tacetines..., mía tacetines de ujo! ¡Y ayer (Nené siempre decía ayer por mañana), ayer tú ayoha me tompas entanados, y vedes, y amaíllos..., toos talaos, de ujo, talaos!». Y la chiquilla trincaba un dedo de su padre, y lo paseaba de malla en malla, riendo. «Talaos así». «Bueno, preciosa..., te compraré horror de calcetines, calados así..., pero no me arranques el dedo». Después de un intervalo de dos minutos, volvía a su tema la Nené, preguntando a su manera si le sería lícito enseñar los calcetines a las gallinas y a los Espíritus Santos (las palomas), y a Bismar, el mastín, a ver si eran de su agrado. Con la charla de la niña, lo agradable del paseo y la esperanza de una tarde aldeana deliciosa, Moragas se sentía como si le hubiesen hecho de nuevo el alma. De la irritación de antes, ni rastros. La llegada a la quinta y la irrupción en la huerta fueron triunfales.
Salió a recibirles el hortelano, vejezuelo ochentón, como una tapia de sordo, quitándose respetuosamente el serón de paja que le cubría la chola. Y el Doctor, encaminando la voz de modo que fuese derechita al tímpano, le dirigió la pregunta sacramental: «¿Qué hay de novedades, señor Jacinto?».
-Novedades... -contestó lentamente el patriarca-. Novedades... Que el viento tronzó una pola de la cacia de flor..., y que un vidro de la galería está hecho pedazos..., y que la gallina pedriscada está clueca..., y que ayer noche mataron a un hombre en la parroquia.
-¿Mataron a un hombre? -repitió Moragas sin gran sorpresa, porque sabía la condición belicosa y levantisca de los mozos erbedanos, y creyó que se trataría de alguna riña de taberna.
-A la fuerza lo mataron de noche (prosiguió el hortelano, creyendo que su amo le preguntaba la hora del suceso). Es Román, el carretero que iba y venía a Marineda con carretos de paja y de leña, y con sacos de trigo. Apareció esta mañana en el monte de Sobrás..., ¿ve?, allí... (y el viejo señalaba hacia un punto bastante próximo). Toda la cabeza le hicieron miajas con una piedra o sabe Dios con qué... Dice que parece un Ceomo...
-Quimera o robo; nada, sobrevino una pendencia (pensó Moragas, metiéndose hacia su despacho, deseoso de un par de horitas de pacífica y jugosa lectura). Mas apenas daba principio a un capítulo de un libro nuevo de Maudsley, vio entrar despavorida a la niñera, y pegó un salto en el sillón, temiendo que se tratase de alguna peripecia ocurrida a Nené.
-¡Señorito, señorito! (Moragas conservaba, no obstante su pelo blanco, aire muy juvenil, y las criadas le señoriteaban a todo trapo.) ¡Señorito..., asómese..., que ahí va el Juzgado a prender a los que mataron a ese carretero!
La muchacha hablaba con el tono medroso que adopta la gente del pueblo para referirse a la Justicia, a la cual nombra con inflexiones de terror que no tiene quizá para los ladrones ni para los asesinos. Moragas se levantó y se asomó a su galería, que dominaba el camino, fijándose con cierta curiosidad en el grupo. Iban delante, en malos caballejos, el Juez y el Secretario; seguíanles a pie dos parejas de la Guardia civil, cuatro hombres de rostro atezado y militar, de ágiles y airosas piernas bien modeladas por las polainas de camino; y detrás, a lo que puede llamarse sin metáfora distancia respetuosa, sobre una docena de aldeanas y chiquillos, pelotón que iba engrosándose a medida que la comitiva avanzaba. Moragas conocía al Juez, y aun había asistido en cierta grave dolencia a un hermano suyo; y al movimiento de cabeza y la sonrisa con que el representante de la ley le saludó, contestó vivamente gritando:
-Adiós, Priego... ¿Quieren ustedes subir y refrescar? ¿Una botellita de cerveza?
-Tantas gracias... Ahora, imposible -contestó Priego deteniendo un instante a su jaco, que no deseaba otra cosa-. A la vuelta. Llevamos prisa.
-¿Y... eso? -preguntó con significativo gesto el Doctor.
-¡Hmmm! -contestó el Juez en tono significativo, que respondía plenamente a la expresiva interrogación de Moragas, dando a entender del modo más claro: «No crea usted que se trata de un crimen vulgar. Se me figura que hay tela». Y tocando rápidamente al sombrero, los dos funcionarios consiguieron de sus monturas un mediano trotecillo, alejándose el grupo, que, al desaparecer en la revuelta, dejó, en opinión de Moragas, cierto silencio extraño en la atmósfera.
Intentó el médico recomenzar la lectura, pero no pudo. Sus ideas habían tomado otro giro; su fantasía, distraída y excitada, seguía al grupo, asistiendo a las escenas siempre dramáticas y grotescas a veces, que acompañan a eso que se llama en lenguaje técnico levantar el cadáver. Existe en todo hombre, en el menos literato, en el último burgués, lo que puede llamarse un novelista natural, capaz de urdir en pocos minutos treinta argumentos complicados y estrambóticos. Moragas poseía en alto grado esa facultad: tenía de sobra imaginación, aun dentro de la esfera de sus estudios profesionales; y, sin ser precisamente de la condición de aquel individuo que se murió de pena porque al vecino le habían sacado el chaleco corto, ello es que se interesaba mucho en los asuntos ajenos, con verdadero interés altruista; no por curiosidad, como tantos, sino por la condición esencialmente expansiva y generosa de su carácter. Dos minutos antes, le era indiferente el suceso de la muerte del carretero Román; pero después de la indicación del Juez, su fantasía trabajaba sobre el tema del crimen y del enigma probable que se encerraba en él. Al pronto no se dio cuenta del verdadero origen de aquella excitación, mas no tardó en comprender que se relacionaba con el extraño cliente que había acudido pocas horas antes a su consulta. «Quienquiera que sea el asesino, valdrá más que aquel tunante. ¡Si yo creyese que es lícito asesinar científicamente a algún prójimo, lo creería de ese bicho... que ni prójimo conceptúo siquiera! ¡Así reviente de los malos hígados que Dios le dio! Pero vamos, que hoy es día de piedra negra. Aquel individuo por la mañana, y por la tarde este suceso... que aún no sabemos en qué parará». Para distraerse, Moragas bajó al jardín, tamaño como un pañuelo, dio vueltas por sus calles, que más parecían callejones, se enteró del estado de salud de legumbres y hortalizas, mandó espallerar un pavío, hizo fiestas a Bismar; se indignó porque dos o tres insolentes babosas se comían el fresal con todo el descaro del mundo..., y al mismo tiempo no cesó de atisbar por la verja el instante en que regresase «la Justicia».
Un poco antes de la puesta del sol, oyó un vocerío y divisó un tropel de gente que bajaba por la carretera, en dirección de la ciudad. Moragas se encaramó al miradorcillo que, desde el ángulo de la tapia, registraba el camino perfectamente. Abría la marcha, como siempre, turba de pilluelos descalzos, de esos que van adonde hay ruido y drama callejero, y que se reclutan lo mismo en los lavaderos de la Erbeda que en las plazuelas marinedinas: seguían, graves y ceñudos, los cuatro números de la Benemérita, y entre ellos caminaba, sueltas las largas trenzas sobre el vestido de oscuro percal, una mujer joven. Cuando pasaba la comitiva por debajo del mirador de Moragas, el sol poniente alumbró de lleno la figura de la presa. Representaba de veintiséis a veintiocho años: tenía el rostro cubierto de palidez; era menudita de cara y cuerpo, de facciones delicadas y regulares, de formas cenceñas, y con cierta pureza de líneas en el contorno del seno, alto y pudoroso, sobre un talle plano. El pelo muy negro, partido a ambos lados, alisado sobre las sienes y colgando atrás en dos trenzas, contribuía a prestarle expresión y aspecto de recato casi místico. Moragas sintió una impresión profunda de sorpresa. ¿Por qué llevaban entre Guardias civiles a aquella criaturas? ¿Sería posible que fuese una criminal?
La multitud, que seguía al grupo de los Guardias y la presa, se componía de gente aldeana. Iban en actitud más triste que hostil, con caras y actitudes de gente que acompaña a un entierro. Sólo algunos hombres y algunas viejas cuchicheaban, mostrando indignación. Había mujeres que alzaban las manos al cielo; otras señalaban a la presa; muchas volvían la cabeza hacia atrás, mirando al objeto que cerraba la comitiva: uno de esos carros del país, de primitiva forma, con rueda sin radios, que caminaba lentamente, al paso de la yunta de bueyes rojizos, muy animados por la carga relativamente tan ligera. En efecto, detrás de la armazón de entretejidos mimbres que otras veces serviría para retener el carreto de arena o piedra, no se distinguía sino un bulto de poca alzada, cubierto con groseros paños; Moragas no necesitó mirarlo dos veces para conocer que era un cuerpo humano, un cuerpo muerto... Ni en los paños, ni alrededor del bulto, ni por parte alguna se veía mancha ni señal de sangre, y, sin embargo, Moragas creía notar en todo el carro un tono bermejo... Era que el sol se ponía, y su luz oblicua inflamaba cuanto tocase...
Ya había desaparecido la turba en la revuelta del camino; ya no se oían sus voces, y aún Moragas no se había meneado del mirador. Le dejara profundamente pensativo aquella muchacha, tan débil, tan dulce en apariencia, llevada a la cárcel entre una muchedumbre acusadora. El aspecto de la mujer le había despertado viva curiosidad, parecidísima al interés. Tenemos, o, por mejor decir, tienen las personas del carácter de Moragas, de esos chispazos compasivos, que con repentina vehemencia se apoderan del alma. Moragas era lo que en la época de Rousseau se llamó hombre sensible, y lo que hoy nuestro endurecimiento nombra, con cierto matiz de desdén, persona impresionable. Su profesión dolorosa, lejos de embotarle la sensibilidad, se la refinaba cada día. Con la misma vivacidad con que había arrojado por la ventana los dos duros de la consulta de Rojo, hubiese bajado entonces... ¿a qué? A cometer la ridiculez de ofrecer un refresco, una moneda, un consejo, una sonrisa, algo que tuviese forma consoladora, a aquella mujer tan pálida, de mirada tan fija, de labios tan convulsivamente apretados, de tan modesto porte...
Diez o doce minutos hacía que ni el polvo levantado por la comitiva se veía flotar en la atmósfera, cuando Moragas descendió de su observatorio, porque se oía el trotecillo de dos jacos, y no dudó que fuesen las monturas del Juez y del Secretario, los cuales volverían cumplida su tarea de iniciar las diligencias sumariales. Así era en efecto: el trote se detuvo ante la puerta de la quinta, y los funcionarios descabalgaron prontamente. El Doctor comprendió que aceptaban el refresco, del que debían de estar bien necesitados, y al tiempo que salía a recibir a sus huéspedes, llamó a la niñera, dando órdenes para que la cerveza, la grosella, los pasteles, que por fortuna había traído de Marineda calentitos, se sirviesen en la mesa de piedra del cenador.
Entró el Juez con sobrealiento de hombre rendido de fatiga, limpiándose el sudor de la frente, y más serio y preocupado que antes. Era rubio, grueso, flemático, jovial, y no solía ahogarse en poca agua, por donde Moragas infirió que lo que así le preocupaba tenía que revestir verdadera gravedad. Al encontrarse en el cenador, donde corría un fresco deleitoso, y los jazmines olían regaladamente, y la cerveza sonreía en el limpio tanque, la fisonomía de Priego se sosegó y aclaró, y exclamando, como lo haría cualquiera en su caso, «¡Uff!», se derrocó en el banco de madera rústica, y contestó a lo que preguntaba su huésped, más con los ojos que con la lengua.
-Pues... ¡cosa gorda... gorda! O mucho me engaño, o este crimen va a dar que hablar, no sólo aquí sino en la prensa de la corte... ¡Ay, qué agradecido quedo a esta bebida! He sudado el quilo, y como no era cosa de que el Juez se pusiese a refrescar con vino en la taberna... Sí, yo también pensé, al recibir el parte, que se trataba de una riña...; aquí son el pan nuestro de cada día, porque no he visto gente más dispuesta a andar a estacazos que la de estas parroquias. Pero ya desde que tomé los primeros vientos comprendí que era algo más... Ya la verdad me hizo poca gracia, porque si los periódicos dan en jalear estas cosas, raro es el juez que sale bien librado. Que si fue, que si vino, que si debió hacer esto o lo otro... Y a nadie le gusta salir a pública vergüenza. ¡Señor! Esta cerveza conforta.
-Y la mujer que va presa, ¿qué papel juega en todo ello? -preguntó con afán Moragas.
-¡Una friolera! ¿La ha visto usted tan... así... que parece que no rompe un plato? Pues o mucho me engaño... o es autora material... o por lo menos coautora e instigadora del crimen. Es la mujer del muerto..., mejor dicho la viuda del interfecto, -añadió Priego festivamente, empezando a mascullar un pastelillo de hojaldre.
Moragas se había quedado pensativo.
-¿Dice usted que esa mujer?...
-¡Como usted la ve! Por ahora, en rigor, es prematuro todo cuanto se diga; y sin embargo, apostaría yo mi toga a que fue ella.
-¿Ella sola? ¿Cree usted que ella sola habrá asesinado al marido?
-Sola, no. El amante debe de ser cómplice.
-¿Hay amante?
-Ya lo creo. En las aldeas, si usted escarba bien, salen sapos y culebras, lo mismo que en las grandes capitales. Somos de igual pasta aquí o acullá. Hay amante, y lo mejor del caso es que parece ser un cuñado... uno que estuvo casado con la propia hermana del muerto. Yo no he tomado aún declaración a nadie, más que a la mujer que va presa, la cual, por ahora, no ha contestado sino vaguedades; yo tampoco insistí mucho; todo se andará, y al principio se debe tantear más que ahondar; pero los civiles habían charlado con las comadres de la aldea, y desde que me informaron de que ella y el cuñado... (Priego juntó las yemas de los índices), dije yo para mí..., tate, aquí tenemos el hilo.
-¿Y ha preso usted al cuñado?
-Se le busca... Ya caerá. El tunante, por aparentar, dijo ayer que se marchaba de la parroquia, que iba a Marineda a no sé qué diligencias y menesteres... y en vez de marcharse a la noche, se largó de madrugarla, realizado ya el gatuperio... La hazaña (prosiguió el Juez, comprendiendo por la fisonomía de Moragas que oía con avidez los detalles) debió de suceder ayer noche, cuando Román el carretero volvía de llevar un carreto de arena a dos leguas, al alto de Chouzas. A la cuenta, él solía venir algo peneque. No sé cómo harían el pájaro y la pájara para sacarlo de casa y convencerlo de que se fuese al montecito, donde lo despacharon a hachazos, deshaciéndole la cabeza...
-La tiene terrible (confirmó el Secretario). Parece una sandía machacada... Lo que a mí me llama la atención es ver allí tan poca sangre, cuando debía estar inundado el suelo...
-Eso es raro (indicó Moragas). Me huele a que lo matarían en otro sitio... Verdad que por ahora...
-Estamos empezando, señor Moragas; estamos empezando (respondió el Juez, que no empezaba, sino que acababa de atizarse el segundo tanque del Gallo). Ahora también les toca a ustedes emitir dictamen... Ahí va la víctima, en su propio carro, a que le hagan en Marineda el debido reconocimiento y una autopsia formal... Y en poniendo a buen recaudo la pájara y el pájaro, ellos cantarán y todo saldrá a relucir... Advierta usted que no hace seis horas que he tenido conocimiento del caso (añadió el Juez, que no se hallaba, realmente, muy descontento de sí mismo y de su penetración y sagacidad para coger desde luego una pista).
-¿Y... ella? -preguntó Moragas que no perdía de vista a la acusada.
-Ella..., ella, tan agua mansita y tan modosa como usted la ve, debe de tener un rejo de mil diablos. Estaba tranquila, igual que usted está ahí, rodeada de dos o tres vecinas que la acompañaban, desde que se descubrió el cadáver, y sin echar ni una lágrima. Tampoco las echó cuando la interrogué apretándola un poco, y cuando ordené la detención. A mis preguntas ha contestado sin fanfarronería, sin miedo, sin precipitación, con una calma asombrosa, diciendo que su marido volvió anoche a la hora de costumbre; que cenaron en paz; que la mandó acostarse, diciendo que él tenía que salir, y que dejase la puerta entornada; y que, como muchas noches se entretenía en la taberna, ella se durmió, y sólo a la madrugada, al despertarse, echó de menos al marido, sabiendo a cosa de las once que había aparecido muerto en el pinar. Le digo a usted que la individua...
-¿Tiene hijos ese matrimonio?
-Sí: una chiquilla de tres años... Su abuela queda encargada de ella...
-Y usted cree que ella y el cuñado fueron los autores... ¿y para qué?
-¡Bah! ¿Para qué había de ser? (exclamó riendo el funcionario). ¡Parece mentira que usted haya sido despensero antes que guardián! Para que nadie les estorbase; para verse libres y campar por sus respetos.
El médico movió la cabeza. El crimen se le aparecía como un drama vulgar del adulterio; pero no pensaba lo mismo de la heroína, en la cual olfateaba algo extraño, algo digno de aquel misterioso interés que sentía despertarse en su mente de observador y de curioso del espíritu. Acaso influía bastante en esta disposición de su alma, la coincidencia de haber visto y hablado, por la mañana, al hombre que probablemente desenlazaría el drama, apretando el gaznate y deshaciendo las vértebras de aquella mujer tan joven y de tan apacible aspecto: perspectiva que tenía la virtud de hacer saltar a Moragas. ¡La sola idea de ver alzarse el cadalso, y para una mujer, le ofendía como un ultraje hecho a su misma persona! Nervioso ya, preguntó a Priego:
-Y esa mujer... ¿irá al palo?
-No creo (respondió el Juez con cierta entonación clemente)-. Yo supongo que autora, lo que es autora... El guisado lo haría el querido. Ella sacará la inmediata. Y confiese usted que la merece.
Algo iba a contestar Moragas, que pensaba sobre el particular muchas cosas, pero le cortaron la palabra sus huéspedes, levantándose como el que tiene prisa de marchar. Vio el Doctor al través de la verja que estaba enganchado su coche, y propuso a los funcionarios llevarles a Marineda. Siempre irían mejor que en un penco de alquiler, y ganando tiempo: así como así, él aún tenía que hacer alguna visita antes de cenar. Accedieron; fiaron sus monturas a un espolista; subieron al cochecillo, que empezó a rodar con sosiego; y la divina paz de la tarde; la hermosura de la ría que se divisaba a lo lejos teñida de carmín por el último y ya expirante reflejo del sol; la quietud del viento; la frescura de primavera y de verdor temprano que enviaban los campos en plena germinación; las madrugadoras enredaderas que, ya algo floridas, se asomaban a las tapias de las quintas de recreo..., todo fue causa de que ni Moragas ni sus acompañantes volviesen a mentar el crimen, que parecía profanación de la sagrada hermosura de la naturaleza. Rendida por una tarde de rusticación, llena de polvo, con manchas en el traje, y barro en aquellos calcetines tan monos, Nené dormía.
- VII -
La Marinera salió, dándose toda la prisa que le permitían sus pies guiados por sus casi inválidos ojos, mientras el padre se esforzaba en desnudar al herido. Quitole la ropa exterior con esmero imaginable, dejándole sólo la rota camisa; y por medio de pañuelos y ropa blanca que desgarraba, estancó como pudo la sangre que manchaba la frente y el cuello del guerrero vencido. Durante estas operaciones, Telmo se quejaba sordamente. Pero al querer descalzarse el borceguí del pie derecho, fue un grito tan agudo y lastimero el que lanzó la criatura, que Rojo se detuvo, sin resolverse a terminar la operación.
-¿Te duele mucho, rapaz? ¿Te duele mucho? -preguntole afanosamente.
No contestó el muchacho, volviendo a su amodorramiento febril. Indudablemente no estaba su cabeza para discursos, ni su lengua para explicaciones. Sólo al cabo de dos o tres largos minutos, balbuceó la exclamación de todos los maltratados, de todas las víctimas:
-¡Agua, agua!... Tengo sed.
El padre llenó un vaso y lo acercó a los labios del niño, que bebió con ansia, dejando caer otra vez sobre la almohada la frente. Rojo apoyó en ella la mano... Temperatura altísima, sequedad y aridez de la piel invadida por la calentura. Buscó Rojo una silla, la colocó a la cabecera, y la ocupó alterado y sombrío. Por dentro sentía una ternura, un delirio de doloroso afecto, que le ahogaban; pero la manifestación de aquel íntimo sentimiento, tan natural en la paternidad, era ruda, concentrada, como todo en él.
Tascando el freno de la impaciencia que aguija al que a la cabecera de un ser amado aguarda al médico y con él la certidumbre, quizá la salvación, Rojo meditaba sobre el suceso, y entreveía en él una nueva humillación agregada al ya innumerable catálogo de las que le habían ulcerado el espíritu. Sólo que esta dolía más, porque daba en la carne viva, en el sentimiento que, enérgico y soberano hasta en la fiera montés, es en el hombre más fuerte que la muerte, porque es amor.
¿Por qué le habían apedreado a su niño? ¿Era razón desahogar en Telmo los odios que infundía Juan Rojo? ¿Era justo dejar al muchacho, agonizando, bañado en sangre, en un lugar desierto? ¿Qué daño hacía a nadie la criatura? ¿No habría para ella perdón, olvido, indulgencia? ¿No era Telmo una persona como las demás? ¿Por qué le ponían fuera de la ley, hasta el extremo de matarle a pedradas?
Interrumpió estas reflexiones el rodar de un carruaje, que resonaba sobre el seco piso de la carretera como sobre sonoro pavimento de metal, y la voz de la Marinera, apresurada, loca de júbilo, resonó gritando:
-Señor Rojo... ¡Gracias a la Virgen de la Guardia! ¡Ay qué suerte! ¡Dar yo la vuelta por la calle del Peñascal, pasar delante de la capilla de la Angustia... y oír rodar el coche del señor de Moragas! ¡Ay qué chillido di! Me agarré a la puerta del coche... conté lo que pasaba... Y el señor de Moragas, como es tan humano, en seguidita mandó dar vuelta al cochero... ¡Alabada sea la Virgen! Le he de rezar hoy mismo tres Salves.
Apeábase ya Moragas de su cansada berlinita, saltando con movimiento vivo y juvenil, y atravesando la puerta del rancho sin mirar siquiera a Rojo, fuese derecho a la cama en que Telmo yacía, diciendo con voz alta, animada, cariñosa, de médico que al entrar en casa de los pobres sabe que debe ante todo consolar al afligido:
-¿Qué pasa? ¿Quién se ha perniquebrado? ¿Un niño? Travesuritas, ¿eh? Ahora arreglaremos esa cabeza rota.
Inclinábase ya hacia el doliente, cuando la luz que Rojo había descolgado y aproximado alumbró de lleno el rostro del padre. Es indecible el asombro que expresó el de Moragas al reconocer a su cliente de por la mañana, al de los dos duros tirados a la calle. Ira, pasmo, menosprecio, chispearon en sus redondas pupilas, que giraron con furor, en las finas múltiples arrugas de su frente, en su abierta boca, en sus puños instantáneamente crispados. «¡Usted, usted!», repitió con las variadas expresiones de los sentimientos que le agitaban... Y serenándose de pronto por la misma fuerza de su cólera, y mirando al niño que gemía opacamente y al padre que bajaba los ojos y quería ocultarse, pronunció en tono grave e incisivo:
-El niño, ¿es de usted?
-Mío, sí... Es mi hijo -declaró Rojo con apagada y terrosa voz.
-Pues esa es la peor enfermedad de cuantas pueden sobrevenirle, y esa, ni se la curo yo, ni se la cura nadie -replicó el médico volviendo la espalda y dirigiéndose hacia la puerta.
Aún no había dado tres pasos, cuando sintió que una mano se atornillaba al faldón de su levita, atirantándolo de un modo violento. Volviose con repugnancia; miró de alto a bajo a Rojo como se mira a un sapo muy feo, y dijo, vibrando las palabras cual otros tantos restallidos de tralla:
-No me toque usted, o haré un desatino. Ya bastó el atrevimiento de por la mañana. Los duros que dejó usted sobre mi mesa los arrojé a la calle, por no conservar nada en que usted hubiese puesto las manos.
Rojo soltó al Doctor; pero dando rápida vuelta, maniobró de suerte que vino, colocándose delante, a caer a sus pies sin decir palabra. Moragas se detuvo. El niño gemía.
-Está muy malito. Herido. No sé qué tiene roto en su cuerpo. Señor don Pelayo, ¡por el alma de su madre!
Don Pelayo siguió ganando terreno hacia la puerta, pero en ella encontró otro obstáculo: la Marinera, que le apostrofaba con energía.
-Señor, caridad. La caridad no distingue de personas, señor. Y el inocente no tiene la culpa de nada. Dios, nuestro Señor, nos manda caridad hasta con los perros.
Moragas luchaba consigo mismo; no entre encontrados sentimientos, que es lucha fácil, casi elemental, sino entre sentimientos análogos, todos amasados con aquella generosidad semiquijotesca y semifilantrópica que, diga lo que quiera el vulgo, no está reñida con las tendencias positivas del científico. Abandonar a un enfermo, parecíale, dentro de su profesión, monstruoso; y detenerse en aquella casa, cuidar al enfermo aquel, era, en su entender, una degradación, una especie de estigma que debía verse después en las manos. Moragas había prodigado los socorros de su ciencia a personas bien viles. Sabía de memoria las huellas hediondas que marca el vicio en el cuerpo del disoluto y de la ramera. Aunque hombre delicado en su vida interior y en el pulcro aseo de su persona, jamás había retrocedido ante ninguna enfermedad, por repulsiva que fuese: y al asistir a la humanidad doliente, gracias a una maravillosa analgesia, hija de la firme voluntad -esa analgesia que hacía decir a un santo que las llagas del leproso huelen a rosas-, perdía el sentido del olfato, dominaba los del tacto y de la vista, y prescindía de la laceria para consagrarse enteramente al deber. Por primera vez retrocedía ante una llaga moral, y su imaginación viva redoblaba la impresión de horror, que, de puro violenta, llegaba ya a parecerle ridícula. De todas suertes, en el carácter de Moragas, no cabía que durase aquella lucha; de no haberse marchado en los primeros momentos, no se iría; y el pretexto para flaquear se lo dio la Marinera, insistiendo y repitiendo con una especie de severidad respetuosa:
-¡Ay, señor!... ¿pero va a dejar al inocente? Señor, Dios no manda eso. Mire que es una crueldad semejante porte.
-¿Es usted madre de ese niño? -preguntó Moragas.
-¡Ay!, ¡no señor, alabado sea Dios! -contestó espontánea y vivamente la Marinera-. Mi marido es un hombre de bien, botero del Muelle...
A su pesar sonrió Moragas; se estiró los puños, canturreó, y como el que se determina pensando «pecho al agua», se dirigió al catre del herido. Con la pericia del veterano en estos penosos reconocimientos, comprobó muy en breve que el chico tenía rota la cabeza en dos partes; y descalzándole sin hacer caso de sus lamentos, advirtió que estaba dislocado el tobillo. De contusiones y magulladuras no se ocupó: eran numerosas, pero sin mayor importancia. Lesión interna no parecía que la hubiese, pero sí fiebre altísima. La Marinera alumbraba, y Rojo, inmóvil y como estupefacto, esperaba el desenlace.
-¿Cómo ha ocurrido esto? -preguntó el médico interrumpiendo su tarea-. ¿Han sido pedradas, o se ha caído además?
-¡Si no lo sabemos! -exclamó Rojo consternado-. Yo tuve noticia de que el niño estaba en el castillo de San Wintila, muy maltratado... fui, lo recogí, lo traje en brazos, y no le he podido sacar nada sobre el lance.
-Debió de ser una pedrea -advirtió la Marinera.
-Sí, pero hay magulladuras en todo el cuerpo... Ha caído de alto, no cabe duda -advirtió el médico sin dejar de palpar al muchacho.
Cuando, terminada la cura, puestas las vendas, reducida la luxación, Moragas se enderezó exhalando un «¡uf!» de cansancio evidente, entonces -sólo entonces- se aproximó Rojo al médico, y con honda ansiedad le preguntó:
-¿Quedará cojo el muchacho? ¿Quedará resentido del pecho?
Moragas se volvió y por primera vez desde que conocía la condición social de su cliente, le miró cara a cara, como se miran unos a otros los seres humanos.
La casualidad le mostraba al hombre excluido del concierto social bajo el aspecto más capaz de conmover las fibras de su alma, aunque sólo fuese por analogía de sentimiento. ¡Moragas, el mayor padrazo de Marineda, el enamorado de la niñez, el derrochador de juguetes y confites, el hombre que después de una traqueotomía había mezclado sus lágrimas con las de la familia de la operada criatura!
Aquel fue el primer instante en que los sentimientos de Moragas, que tanto habían de influir en el destino de Juan Rojo, sufrieron un cambio de posición, giraron sobre su eje, por decirlo así, y a la indignación y al horror de algunas horas antes reemplazó una especie de interés extraño, de esa fascinación que la misma repugnancia produce, y que se asemeja a la vocación del casto apóstol que entra en una casa de perdición a convertir meretrices; porque la suma piedad va al sumo mal. No era la primera vez que advertía Moragas esa propensión, que él calificaba humorísticamente de manía redentorista. Le había costado por cierto la tal propensión graves disgustos, comprobaciones penosas de negras ingratitudes, enredos gratuitos, molestias sin cuento y desazones magnas... Lo menos que le había costado, costándole bastante, era dinero y tiempo. Sin embargo, al menor pretexto, la inclinación resurgía en Moragas, y la perpetua ilusión del redentorismo volvía a presentársele vestida con todos los adornos y galas que de ordinario ostentan nuestros sueños. «Si yo (pensaba el Doctor) acierto a nacer en la Edad Media, época en que las deficiencias del estado social y del organismo jurídico dejaban abierto tanto camino a la iniciativa individual, ¡sabe Dios lo que hubiese podido hacer! Pero en la sociedad presente, no cabe duda que esta bobería de sentir como propios los males ajenos, de meterme en lo que ni me da ni me quita, se parece mucho al oficio de enderezar tuertos y desfacer agravios que ya ridiculizó Cervantes».
Al advertir que la condición y estado de Rojo, ¡de Rojo!, provocaban en él los primeros síntomas de la conocida enfermedad, el redentor se rió de sí mismo. «Moraguitas, esto es el acabose. Ahora te ha dado por compadecerte de este sujeto. Ya has llegado al límite extremo de la chifladura benéfica, hijo. No, pues aquí sí que no te suelto yo la rienda. A este hombre no es lícito ni considerarle como hombre. Si quieres interesarte por algo raro y estupendo, interésate enhorabuena por la parricida a quien viste pasar hoy, entre civiles, por la carretera. ¡Esa podrá ser una criminal, y admitamos, desde luego, que lo es; pero criminal en caliente..., criminal pasional, que al delinquir obró, sin duda, por irresistible impulso, sin importarle que al otro lado del foso que iba a saltar estuviese la expiación de una muerte afrentosa...! Esa mujer; Moraguitas, es una enferma como otra cualquiera de las que asistes... Ahí se explica y se justifica la compasión... Pero con el tío este, que a sangre fría y a mansalva ha tomado por oficio matar... A este, como a una víbora se le debía aplastar la cabeza».
Mientras Moragas discurría así, Rojo repitió la pregunta:
-¿Quedará cojo? ¿Imposibilitado?
-No -contestó el médico en voz severa-. Ni quedará imposibilitado, ni cojo. Más que las lesiones, me preocupa el estado general... Voy a ponerle a usted unas recetas...
Apareció por allí un recado de escribir, no tan malo ni tan descabalado como era de temer en aquel tugurio, y Moragas escribió sus fórmulas. No se oía en la habitación más que el angustiado respirar del padre y el quejido sordo del enfermo, al cual se acercó el Doctor, sorprendido de que la cura, en vez de calmarle, pareciese haberle producido más desasosiego, mayor inquietud.
-Convendría que no se moviese, por la dislocación... -observó Moragas-. Pero, ¿quién le sujeta? Con esa calentura de caballo... Aguarde usted... Ya delira.
Telmo, en efecto, se agitaba en la cama, y su inarticulado gemir se convertía en palabras articuladas penosamente, aunque claras y expresivas. El Doctor prestó oído.
-Soy valiente -afirmaba Telmo-. ¿Quién es el que me llama cobardón? Embusteros... Veréis si... Tirar, que aguardo... Os desdeñáis de mí, porque... ¡Piedras y más piedras, contra!... Soy hombre para todos... Los cobardes vosotros... Venga de ahí... ¡pedrea!... Yo solo...
-¿Qué dice? -preguntó el padre.
-¡Bah! -respondió Moragas-. Por lo visto se han reunido muchos chiquillos para apedrearle... Lo que era de esperar... ¡No se quede usted tan espantado, hombre! -añadió irónicamente, cediendo otra vez a la malevolencia-. ¿Cómo? ¿No encuentra usted muy natural que la humanidad le apedree en la persona de su hijo?...
-¡Es una maldad! -exclamó sordamente Rojo, apoyándose en la pared y escondiendo la faz demudada-. Que me apedreen a mí..., santo y bueno..., es decir..., tampoco...; pero, en fin, de apedrear... Lo que es al chiquillo..., ¡valiente cochinada, señor de Moragas!, y usted me perdonará que me exprese con esta franqueza... ¡valiente indecencia de esos pilletes sucios!
-Bien, hombre... usted creía que no había más que echar hijos al mundo, y que luego, aunque usted... Caramba con el hombre este...
-Pero, señor -intervino con fuego la Marinera-, el inocente ¿por qué ha de pagar? ¡Sólo unos corazones negros hacen eso, señor!
-Ea, déjense de historias -ordenó el médico con hastío-. Denle eso que dice ahí, que rebajará la calentura... Busquen limones o naranjas, y que beba, que beba sin tasa naranjada fresca... Humedecerle con el árnica disuelta los vendajes... Nada de comida... ¿eh?, ni un caldo, ni cosa ninguna... Cuidadito...
Rojo, humilde y cabizbajo, murmuró llegándose al Doctor:
-Señor de Moragas, yo no le puedo pagar... Es decir, que no tengo medios..., porque usted, si a mano viene... no querrá..., vamos..., tomar la pobreza que yo pueda darle... Por el alma de su padre no se enfade... Si yo lo que le pido es que no me deje al rapaz abandonado... Si supiese que mañana había de volver...
Moragas titubeó un instante. Al fin prevaleció el impulso.
-Volveré -contestó con firmeza-. Se lo prometo. Mañana, al anochecer.
Y en el momento de reclinarse en el rincón de su berlinita, antes que el cochero tocase con la fusta a la yegua, Moragas oyó una voz de mujer, que decía fervorosamente, como rezando:
-¡Dios y la Virgen de la Guardia le conserven la niñita! Don Pelayo, hoy gana el cielo. ¡Nuestro Señor lo acompañe, que tampoco nuestro Señor se desdeñaba de persona ninguna de este mundo!
Era la Marinera quien hablaba así... Moragas sacó la cabeza, y para poner coto a las bendiciones de la infeliz, contestó con gracejo y picardía:
-Adiós, cacho de buena moza.
- VIII -
Despertose la capital marinedina comentando, rumiando, desfigurando -iba a decir saboreando- la noticia del crimen de la Erbeda, si no me pareciese calumnia, porque realmente los marinedinos no son tan ávidos de emociones fuertes como los parisienses, y el malsano gusto de la sangre y del cieno les subleva el paladar. Algo, no obstante, habían conseguido estragarlo la creciente invasión de la sección criminal en la prensa de la Corte, el noticierismo que registra al día, y con minuciosidad digna de más alto objeto, los pasos, movimientos, actos y dichos más insulsos y vulgares del criminal sujeto a la acción de la ley, desde que la fuerza pública le echa el guante, hasta que los hermanos de la Paz y Caridad depositan en el nicho sus despojos.
El vulgo de Marineda, como el vulgo de todas partes, había ido, gracias a la prensa, acostumbrándose a la terminología jurídica y penal, a cierta crítica aguda de la ley y de sus representantes e intérpretes, crítica que, si no ponía el dedo en la llaga, era por lo menos indicio de ese descontento social que clama por renovación, pidiendo agua fresca de nuevos manantiales. Andaba mezclado en este movimiento de la opinión marinedina, como en todos los movimientos de la opinión, algo de mecánico y pueril y algo de inspirado y fecundo; combinación que, transformada en instinto, ayuda sin saberlo a los verdaderos precursores conscientes de la marcha progresiva de la humanidad.
Ello es que aquella mañana, con la primera luz diurna; con las primeras devotas que madrugaron a oír las misas de los Jesuitas; con los primeros barrenderos que, mal despiertos aún, comenzaron a adecentar las calles y expulsar de ellas a canes y galos errabundos; con las primeras mujerucas de las cercanías, de cesta en ruedo, que despertaron a los vigilantes de consumos para abonarles la alcabela; con las primeras criadas o amas hacendosas que salieron a aprovechar la comprita de temprano; con los primeros lulos que desatracaron para inquietar a la sardina y a la merluza; con las primeras cigarreras que entraron en la Fábrica; con el bureo matinal de una población que cuenta por decenas de millar sus habitantes, que tiene doce o catorce periódicos, seis u ocho fábricas entre grandes y chicas, Audiencia, Capitanía general, Colegiata, Instituto, puerto, movimiento aduanero... y todas las etcéteras que aún pueden añadirse en honra y justo encarecimiento de la gentil capital de Cantabria, se esparció, rodó, creció, dio mil vueltas, adquirió más formas que un Proteo y tuvo más versiones que la Biblia, el horrendo y memorable crimen de la Erbeda.
Según unos, tratábase de un marido beodo y brutal que amenazaba y pegaba constantemente a su mujer, y a quien esta, en un arranque de cólera provocado ya por tanto abuso, hiciera picadillo a hachazos. Según otros, la pasión de un pobre jornalero por la esposa de su cuñado le había inducido a matar a este en la soledad de un pinar. Según los que parecían mejor enterados, había de todo un poco: el marido maltrataba a su mujer, el cuñado la quería, ella se entendía con el cuñado, y entre los dos tramárase la muerte, la cual no se ejecutara en despoblado, sino en la propia morada de los esposos, en ocasión de dormir confiadamente la víctima en el nupcial lecho, teniendo a su lado a una inocente criatura, niña de tres años. Fue esta horrible versión la que prevaleció, la que con los rayos del sol, según ascendía a la mitad del cielo, fue esparciéndose siniestra y categórica por la indignada ciudad; la confirmaron plenamente los periódicos de la mañana, que se cantaron y repartieron entre nueve y nueve y media, y a eso de las once voceose un extraordinario, especie de hojilla volante muy borrosa, que noticiaba la captura del amante y su ingreso en la cárcel pública.
A buen recaudo los dos criminales, no por eso se calmó la efervescencia de las conversaciones: más bien arreció a la hora del almuerzo. La tarde, en vez de apaciguar los ánimos, los encrespó, por ser precisamente la hora en que se forman en Marineda -y en todas partes, pero especialmente en pueblos donde por fin algo se trafica y negocia- los corrillos, los grupos de esquina, las tertulias de las tiendas, los peñascos de las sociedades, los areópagos de banco de paseo, con otras manifestaciones de la sociabilidad humana. La opinión matutina de un pueblo es siempre democrática: la forman las clases madrugadoras, trabajadoras, pobres, y estas condenan el crimen con menos dureza, como si comprendiesen que es una enfermedad aguda a que están predispuestos los que ya padecen otras dos, crónicas y siniestras, miseria e ignorancia. La opinión vespertina -que acaba por prevalecer- la condensan los burgueses, siempre más severos, más recelosos de la indulgencia y más celadores del orden moral externo. Por la tarde, pues, cuando la marea de discusiones y comentarios fue creciendo y reventando en espuma contra las peñas de las dos sociedades directivas -cada cual por su estilo y en su terreno-, que se llamaban la Pecera y el Casino de la Amistad, fue cuando un redactor de diario marinedino, encargado de telegrafiar a importante publicación de la corte, pudo fiar al alambre estas palabras: «Reina verdadera indignación todas clases sociales. Excitados ánimos coméntame detalles horribles».
Nosotros, deseosos de ilustrar como compete la opinión del lector, nos guardaremos bien de llevarle a la Pecera, frívola reunión de pollos y gallos (todavía en Marineda se dice así) desocupados y enemigos de calentarse los cascos metiéndose en honduras científicas. Para ellos, el drama de la Erbeda fue un tema de charla profana, humorística y picante. Para el Casino de la Amistad, sobre todo para cierto senado (no en el sentido etimológico de edad, sino en el simbólico de respetabilidad y cordura), el drama de la Erbeda fue muy otra cosa: dio ocasión a que se luciesen profundos conocimientos jurídicos y a que se aquilatasen y depurasen intrincados y difíciles puntos de derecho penal.
Como que allí se congregaban, asociados por la comunidad de gustos y profesiones, Celso Palmares, magistrado de la Sala de lo criminal en la Audiencia marinedina; Carmelo Nozales, fiscal de la misma; el nunca bien ponderado jurisconsulto Arturito Cáñamo, alias Siete patíbulos; don Darío Cortés, delegado de Hacienda, persona muy ilustrada; el brigadier Cartoné, a quien no faltaba su tinturilla; y algunas veces, ¡atención!, el joven abogado Lucio Febrero, sobrino de un Presidente de sala muy anciano, que había muerto en Madrid. Lucio Febrero tenía fama de gran talento -de uno de esos talentos exagerados, peligrosos, revolucionarios, de los cuales se suele hablar en provincias, y aun fuera de ellas, en el mismo tono que se emplea para nombrar una caja rellena de fulminato de mercurio... ¡qué digo!... ¡de panclastita...!
También solían entretejerse en este círculo, de tan competentes entidades formado, otras profanísimas, que no conocían ni de vista a Justiniano, pero que (si puede decirse sin irreverencia notoria) toreaban de afición. Mirándolo bien, ¿qué pito tocaba en ciertas cuestiones el mismo brigadier Cartoné? ¿Qué sabía de leyes el director del Horizonte Galaico? ¿Qué el bueno de Castro Quintás, enriquecido con la honesta industria de fabricar bujías esteáricas? ¿Qué Ciriaco de la Luna, modelo de honrados propietarios rurales, nata y espejo de detestables poetas? ¿Qué Mauro Pareja, desertor momentáneo de la Pecera, solterón incorregible? ¿Qué Primo Cova, el sempiterno guasón? ¿Qué otros tantos como podríamos citar, y forman aquel núcleo -renovado en algunos de sus elementos por la inevitable entrada y salida de militares y empleados, pero bastante fijo, en el fondo, para que se pueda calcular de antemano cuál género de opinión y forma de discusión prevalecerán en él-?
Cuenta el Casino de la Amistad entre sus atractivos mayores el de un encristalado vestíbulo, desde el cual la mirada avizor registra muy a su gusto la arteria principal de la población, o sea la calle llamada Mayor por antonomasia, aunque no lo sea en tamaño, sino sólo en importancia y concurrencia. No presume este vestíbulo de compararse a la Pecera, que debe precisamente su nombre a los altos cristales que, rodeándola por tres lados, la convierten en una especie de transparente caja; pero en fin, tal cual está, difícil es que a los tertulianos de la Amistad se les escape una rata, y el vestíbulo tiene bastante partido; sobre todo desde que cesa el frío y se puede tomar allí café. Los días de marejada de noticierismo, el vestíbulo rebosa, y las sillas se desbordan de sus estrechos límites, pretendiendo invadir hasta el arroyo -porque aceras, dígase la pura verdad, no las posee la calle Mayor...
La tardecita del estreno del crimen, no bajaría de treinta personas el grupo. Era aquello el grand complet. Se discutían las versiones, se depuraban, y se iba cristalizando la definitiva, la que ya no se discute. Mauro Pareja -alias el Abad-, gran indiscretista, tenía noticias de la mejor tinta posible; como que acababa de echar un párrafo con Priego, el juez que había estado en la Erbeda a levantar el cadáver y a instruir diligencias. Pareja pronunciaba instruir con cierto retintín, añadiendo que no era su ánimo violar cosa alguna y menos el secreto de un sumario tan tiernecito, impúber por decirlo así; pero que seguramente, transcurridas las horas reglamentarias, se elevaría a prisión provisional la detención de la esposa y cuñado del interfecto, y se dictaría auto de procesamiento contra ambos, porque juntos habían hecho la gracia. Añadía Pareja otra noticia de interés: Priego descansara de su «penoso cometido» en la quinta de don Pelayo Moragas, y Priego creía que Moragas estaba... enamorado, o punto menos, de la reo, según se deshacía en elogios de su aire modesto y simpático, el recato de sus modales y la dulzura de su rostro.
Menos que esto se necesitaba para aguzar la malicia de los oyentes. «¿Pero Moragas la conoce? -¿Qué apostamos a que le lavaba a Moragas la ropa sucia -Claro, de la Erbeda los dos... -Un idilio...». Todas estas chanzonetas, agridulces en los más, y sólo en alguno amargas, cesaron por encanto al ver perfilarse sobre el fondo de la venerable botica con que principia la calle Mayor, la figura a un mismo tiempo atildada y suelta, la cabeza canosa y el cuerpo juvenil y cenceño de don Pelayo. Venía más que nunca perfilado y peripuesto, de gabán gris y chaleco blanco, de terso y fino piqué; el sombrero, algo ladeado y encajado sin descuido, los guantes prietos, en los labios la sonrisa, departiendo con una señora cliente suya, la marquesa de Veniales, a quien acababa de encontrarse sin duda. Cuando iban llegando cerca del Casino, despidiose la señora para entrar en una tienda, y Moragas, serio ya, como hombre que al quedarse solo recobra una preocupación, siguió caminando, fijos los ojos en las baldosas. Entonces Cartoné, que era campechano, le ceceó: «Moragas, psí, amigo Moragas...».
Moragas entraba rara vez en el Casino, ni en la Pecera, ni en ninguno de los círculos y sociedades de Marineda. No le sobraba el tiempo; su existencia estaba llena como un huevo, y apenas concebía el pugilato de ociosidad que congregaba, a la misma hora y en torno de la misma presa, todos los días, a las mismas personas. Sin embargo, apresurose a acceder a la indicación de Cartoné, y aceptó, en defecto de una taza de café, que entre horas le encalabrinaría los nervios, un sorbete, que se trajo del café más próximo, pues no tenía botillería el Casino. Y principiaron a llover sobre Moragas preguntas y bromas. «Aquí se trata de detenerle a usted como complicado en el crimen de la Erbeda... ¿No fue su lavandera de usted la que mató al marido? A ver, que declare el testigo don Pelayo Moragas...».
-¡Alto! -dijo Moragas festivamente-. Ni aun como testigo me pueden a mí meter en ese berenjenal. Esta mañana, cuando leí los periódicos, pensaba para mis adentros: ¿no es raro que, viviendo ella en el mismo lugar donde tengo mi huertecillo, no conozca a esa mujer? Puede que sea de las pocas de allí que yo no haya visto, ni mirado. Y no es mal parecida...
-¡Hola!
-¡Vamos!
-¿Conque guapa ella?
-Guapa... no. Lo que tiene es un aire de compostura, un buen modo... que gustan y sorprenden, por lo mismo que contrastan con el hecho que se le atribuye... Y digo que se le atribuye, porque en realidad, por ahora, nada se ha concretado.
-Hombre, pónganos usted en el secreto... Sus noticias son autorizadas... Ha conferenciado usted ayer con Priego...
-¡Conferenciar!... -Y Moragas se rió, descabezando por medio de la boca del barquillo la pirámide del sorbete-. Si es que estaba yo en la galería..., y como Priego pasaba cansado y fastidiado de la tarea, entró a refrescar con un tanque de cerveza alemana... Ni él mismo sabía gran cosa. Eran los primeros instantes...
-¡Respetemos cl secreto del armario! -dijo Primo Cova.
-Ustedes lo meten a barato -observó con melancolía el magistrado don Celso Palmares, sacudiendo una cabeza amarillenta, pálida, color de legajo viejo, asaz entristecida por el tono telarañoso del cabello ralo-; pero nosotros... nosotros, a cargar con la cruz. Esperaba yo que en esta Audiencia no se ofrecería nunca un caso así...
-Lo que es de ésta... -interrumpió Carmelo Nozales, el fiscal-, me da espina de que el señor don Celso no podrá mantenerse fiel a su propósito de jubilarse sin haber firmado una sentencia de muerte...
La fisonomía del magistrado se enlobregueció más aún, y sus cejas se fruncieron, como indicando gran desagrado en la conversación. Mauro Pareja comprendió que esta era mruy indiscreta, y la torció, llevándola al terreno de la actualidad.
-Lo cierto es que crímenes de este calibre no se ven todos los días, si se confirma la versión última... que parece la verdadera...
-¿Qué versión? -preguntó Lucio Febrero, el cual llegaba en aquel mismo instante y se incrustaba en el círculo, sin tomarse ni el trabajo de dar las buenas tardes.
Su llegada produjo impresión. Las cabezas se volvieron hacia él; los ojos buscaron sus ojos.
-¿Así está usted? -exclamó Moragas-. ¿Tanta afición a la criminología, tanto revolver autores franceses, italianos y rusos, y desdeña usted la parte experimental? Porque, para usted, el estudio de un crimen es como para mí el de un caso patológico... mal que le pese al amigo señor Cáñamo, que a cada cosa que usted hace o dice toma el cielo con las manos.
-¿Yo?... -murmuró el jurisconsulto aludido, con una sonrisa que quería parecer almíbar y era rejalgar muy cargadito de arsénico-. No; si a mí el señor Febrero ya me lleva convencido. Tales argumentos me va presentando, que me rindo: no hay diferencia alguna entre el criminal y el hombre de bien, y a los reos los debe sentenciar el tribunal... a comerse una libra de yemas.
Lucio Febrero -mozo de buen talle y gallarda figura, digno sobrino carnal de aquel hermoso anciano que conocimos en Morriña- se sonrió con indulgencia irónica, mirando serenamente a Arturito Cáñamo, el cual, por su parte, evitaba la mirada del joven abogado, a quien de muerte aborrecía. Ha de saberse que Cáñamo, acabado de establecer en Marineda, con propósitos de barrer -calculaba para sus adentros- los demás bufetes importantes, y persuadido de que para conseguirlo necesitaba filosofar de palabra y en letras de molde, Arturito Cáñamo, digo, era un implacable penalista, y ya tenía escritos dos folletos abogando por la pena capital -por lo cual los marinedinos, que no carecen de travesura, le habían puesto el apodo de Siete patíbulos, y, bien que con menos éxito, el de Una horca en cada esquina, así como al fiscal Nozales le llamaban Grocio y Pufendorf, por su afición a citar a estos dos tratadistas siempre juntos, como si fuesen uno solo-. Al aparecer en Marineda Lucio Febrero, con su aureola de brillantes estudios, con el prestigio de su figura y de su dicción enérgica, y con la arrolladora fuerza de sus ideas «disolventes», Cáñamo presintió, venteó en él al rival, al que podía cerrarle para siempre el camino de la fama y de la gloria. A la verdad, Febrero siempre advertía que no pensaba fijarse en Marineda, sino que residía allí temporalmente, para evacuar ciertos negocios de intereses relacionados con la testamentaría de su madre; pero ¿no sería hábil disimulo? ¿No llevaría el maquiavélico fin de ir insinuándose con el público y minándole a él, a Cáñamo, el terreno donde principiaba a sentar el pie? ¿No tenía Cáñamo en Febrero el enemigo natural que acosa a cada ser? Y aunque así no fuese, ¿cabía la menor duda de que Febrero había de eclipsar y deslucir a Cáñamo, y era el innovador, el nihilista, el anarquista del derecho penal, que con sus insensatas pero fascinadoras teorías había de arruinar las esperanzas de Cáñamo... y el edificio social por contera?
Los ojos de Siete patíbulos vagaban por la mesa, huyendo la franca, risueña y desdeñosa ojeada de Febrero: sin embargo, continuó, exagerando su sonrisita empapada en hiel:
-Señores, lo dicho: el señor Febrero ha llevado el convencimiento a mi ánimo. Ya me tienen ustedes convertido..., a la blasfemia, al ateísmo jurídico, al materialismo, al darwinismo desenfrenado y radical. Nada: discípulo me hago del señor Febrero; hay que amoldarse a los tiempos y dejarse ir con la corriente. Aquí me tienen ustedes dispuesto a ser protector y defensor de todo asesino... ¡Digo asesino! ¡Si no los hay! El señor Febrero me los identifica con el hombre intachable... Para él tanto monta el que estrangula a la madre que le dio el ser y el que la cuida y vela amoroso...
Volvió Febrero a mirar a Cáñamo fijamente, ya con más desprecio que chunga, y buscando en el bolsillo la petaca, respondió alzando los hombros al ataque de su adversario. Era Febrero vivo, apasionado, y su temperamento sanguíneo-nervioso le impulsaba a la discusión, como impulsan al atleta a la lucha sus músculos de hierro: no obstante, había resuelto -y era hombre que se cumplía las palabras a sí propio- no dejarse conducir al terreno polémico por Siete patíbulos. Dos o tres frases sueltas, más o menos contundentes o festivas..., con eso sobraba. A Cáñamo este sistema le llevaba al frenesí.
-La verdad -aseveró Palmares- que las teorías del amigo Febrero son... fuertecillas, fuertecillas. Echan por tierra la administración de justicia.
-Si se aplicasen al ejército -observó Cartoné- me lo tenían ustedes disuelto en una semana. Sembraría en las filas la indisciplina y la insubordinación... Repito que no había ejército posible.
-Ni administración pública -arguyó el delegado de hacienda-. Tenemos que penar severamente los atentados contra la propiedad, sea pública o privada. El concepto del delito es la base de la responsabilidad administrativa. Sin embargo, me parece que ustedes, al pinchar al amigo Febrero (que ya nos deja por cosa perdida y renuncia a defenderse), le atribuyen teorías que él no profesa, o al menos interpretan las que profesa de un modo muy violento, extremándolas y dándoles un alcance que no tienen. ¿Me equivoco, Febrerito?
-Usted lo ha dicho, señor Delgado -respondió Febrero sacando la primer chupada de un pitillo y enarcando las cejas, movimiento que trazaba dos o tres arrugas sobre su tersa frente, bien calzada de negro pelo.
-Pues claro está (apoyó Moragas, gran admirador y simpatizador de Febrero). El que oiga a Cáñamo, pensará que Lucio se empeña en convertir a la sociedad en presidio suelto, y que va a fundar premios para el que saque los hígados a su suegra y se meriende una chuleta de niño recién nacido... Lo que hace Febrero es estudiar esas cuestiones desde un punto de vista científico, y nada más.
-¡Ah!... -vociferó Arturito, cuyos ojos parados y abultados, que Primo Cova comparaba a dos huevos duros, se inyectaron de sangre y bilis-. ¡Ah!, pues ahí está precisamente el error, ¡el error funestísimo y de espantosas consecuencias! El punto de vista en que hemos de colocarnos para estudiar cuestiones tan trascendentales, no ha de ser científico, sino moral, moraal, moraaaal... Es decir, que ese arduo, arduísimo problema, pertenece de derecho a la esfera de las ciencias morales y políticas... No, señores; no es con el criterio de la materia inerte y ciega, del fatalismo y del determinismo absurdos, de Epicuro y Busnér, de la piedra que cae, ni con el escalpelo del anatómico en la mano, como han de decidirse ciertas cosas... Sólo que, en estos días aciagos, los partidarios de la evolución y la selección, el atavismo y la transmisión hereditaria, los ciegos esclavos de la filogenia y la embriogenia, se obstinan, menoscabando nuestra dignidad, arrastrándola por el lodo, en borrarnos el carácter de racionales, y en equipararnos al orangután, o sea al mono antropomorfo, como ellos dicen!...
Al oír esta erudita parrafada. Palmares, el magistrado, se puso aún más tétrico, lo mismo que si ya se viese orangután hecho y derecho, o le estuviesen enseñando por un cristalito la jeta de los antropomorfos de que descendía; Moragas, con disimulo y por debajo de la mesa, hizo burlescamente el ademán del que da cuerda a un reloj, y Pareja, asestándole un codazo a Cartoné, dijo alto:
-A ver, a ver qué contesta Febrero. Me parece que el discurso no tiene vuelta. ¿Será usted capaz de pulverizar a Cáñamo?
-Bien seguro está Cáñamo de que yo le pulverice -respondió el joven letrado determinándose a hablar y tirando el cigarrillo-. ¿Cómo quieren ustedes que uno se atreva a discutir con persona de conocimientos tan vastos? La mitad de las cosas que acaba de nombrar Arturo, yo no sé lo que son, ni si se comen con cuchara. De manera...
-De manera que si usted toma a guasa estas cuestiones, entonces... -exclamó con ira Cáñamo.
-Eso no, ¡vive Dios! -replicó Febrero, a cuya cara trigueña subió una llamarada de sangre, y cuyos ojos brillaron-. ¡Eso no! Tan por lo serio las tomo... que no las discuto con usted.
-Señor mío, esa apreciación... sobre todo entendida al pie de la letra...
-Señor mío, es usted muy dueño de entenderla al pie de lo que le plazca... y de continuar ilustrándonos...
-¡Quia! -respondió verdoso de despecho Siete patíbulos-; si quien nos ha de ilustrar es usted. De usted aprenderemos aquella peregrina y curiosa noticia, de que el crimen empieza en el reino vegetal... ¿Qué, ustedes no lo sabían? Pues señor Palmares, señor Nozales, el mejor día tendrán ustedes que juzgar y condenar a cadena perpetua a algún puñado de alfalfa o a algún pimiento... porque según el señor de Febrero... (¿a que no se atreve ahora a repetir la excentricidad?) hay plantas delincuentes, plantas ladronas y plantas asesinas... asesinas, pero no crean ustedes que así de cualquier modo, ¡sino con premeditación, alevosía, ensañamiento... todas las agravantes!
-Y diría la verdad el que lo dijese -advirtió Moragas recordando algo que había leído en su Revue de Psichyatrie. Son las plantas insectívoras... Ya lo creo que asesinan...
Las carcajadas del grupo no dejaron a Moragas explicar el fenómeno. Arturito había ganado mucho terreno al convencer a su adversario de sostener tan extravagante tesis. Febrero hacía señas a Moragas de que callase, pero Moragas insistió:
-Según eso, ¿se reirán ustedes de la criminalidad en las bestias? Pues la hay, y penalidad también. ¿No se acuerdan de que, en la Biblia, la ley de Moisés condena a muerte al buey que cause la de un hombre? ¿No hemos leído hace poco en los diarios que habían procesado a un loro, no recuerdo por cual desaguisado análogo?
-Sí, todo eso es muy lógico -silbó Arturito, encarándose con Moragas-; admitamos que son criminales las berenjenas, y criminales los grillos..., ¡con tal que no lo sea el hombre! Ustedes quieren suprimir la noción del crimen; y al suprimir la noción del crimen, la de la responsabilidad; y con la noción de responsabilidad, la del libre albedrío; y suprimida la del libre albedrío, a tierra la del castigo; y con el castigo, la de la vindicta pública, o sea la conciencia social, y otra noción más altísima, si cabe: la noción de...
-Eche usted nociones -interrumpió Febrero- y así que acabe, ¡hágame el favor de permitir que me cuenten la última versión del crimen! Supe ayer que se ha cometido un parricidio en la Erbeda; pero dicen ustedes que hay nuevos datos, y yo, entretenido con unos libros que me llegaron por correo, no he cogido un periódico local esta mañana.
- IX -
Pues hay detalles que espeluznan -contestó Nozales-. De una ferocidad digna de salvajes, inconcebible, repulsiva.
-¿Está usted ya informando? -preguntó con socarronería Primo Cova.
-Como si estuviese -replicó no sin impaciencia el Fiscal-. Ni prejuzgo nada, ni los señores (señaló a Palmares), ni yo, ni persona alguna, han de formar su opinión por lo que hoy se platique, sino por la luz que arroje el sumario; pero admitamos provisionalmente que sea verdad lo que dice la mayoría de la prensa... y reconozcan que el crimen es de los de patente... Al anochecer se recoge a su hogar un trabajador honrado, un infeliz carretero, y cena pacíficamente en compañía de su esposa y de una inocente criatura... Se acuesta en el lecho conyugal, a reposar las fatigas del día... Apenas la inicua de su mujer le ve dormido, y dormida también a la criatura en la misma cama, ¡qué horror!, sale y se va en busca del querindango, que es por cierto el mismo cuñado de la futura víctima... Y vienen; y ella le entrega al amante el cuchillo, y pone debajo de la cabeza del marido un barreño, y descuelga el candil, y alumbra, y lo sangran como a un cerdo, allí mismo, allí donde dormía su hija, la niña inocente, que ni siquiera abre los ojos... Y luego desocupan en el río la sangre recogida en el barreño, y visten el cadáver, y el cuñado lo atraviesa en un burro y lo deja en un pinar, no sin triturarle la cabeza a hachazos, para que se crea que fue muerto allí, en riña o sabe Dios como... ¡Todo para gozar a sus anchas una pasión impura y brutal!
El grupo escuchaba con interés tan artístico relato. Al terminar la narración don Carmelo, exclamó Cartoné, que juraba como los galanes de las comedias viejas:
-¡Por vida!... ¡Voto a sanes!
Y Moragas intervino con vivacidad:
-Señor Nozales, no sirve... Aquí no estamos dramatizando una acusación, a lo Meléndez Valdés... El honrado carretero era un borrachón muy holgazán y muy bárbaro, que le daba a su mujer cada paliza... Esa noche gastaba una curditis que no se podía tener; sólo así se explica que se dejase matar sin el menor conato de defensa. Y en cuanto a que fue por gozar de una impura pasión..., dicen que ya la gozaban sin necesidad de matarlo, y que él estaba perfectamente al cabo de la calle... Así pues, algo hay ahí..., algún misterio, algún enigma psicológico, o fisiológico, o las dos cosas, y a ustedes, señores míos, toca esclarecerlo.
-Ya he dicho que no prejuzgo... -advirtió Nozales mordiéndose los labios.
-No prejuzga usted... pero acusa...
-Nada..., a estos señores, ¿sabe usted lo que hay que decirles, para que estén contentos? -intervino Siete patíbulos-. Pues hay que decirles que todo delincuente se encuentra en estado de clemencia, y que sólo por eso cometió el crimen. Yo tengo un sobrinito que pega a sus hermanas; y cuando su madre le riñe, ¿acierten por dónde sale el chiquillo? Dice que no lo pudo remediar: que le subió por el estómago una cosa, una cosa..., y que, al llegar a la mano, se le convirtió en bofetada... Estos de la impulsión irresistible son como el rapaz..., y si a aquel lo curamos a fuerza de azotes, a éstos...
-¿Nos daría usted una azotaina? -interrogó Febrero mirando a Cáñamo con soberana insolencia festiva-. Ya me lo sospechaba yo, señor de Cáñamo. Ya suponía que, por gusto de usted, restableceríamos en todo su esplendor el trato de cuerda, las pesas, el potro, las cuñas, las seis azumbres de agua echadas por un embudo, con otros modos finos de preguntar que gastaban nuestros insignes abuelos. Y también pondríamos en vigor la mutilación de manos y pies, la perforación de la lengua con hierro candente, las pencas, las mujeres untadas de miel y emplumadas, los hombres hechos cuartos y la marca roja en las espaldas... Toda la penalidad infamatoria y torturadora, de la cual conservan ustedes con tanto celo lo poco que resta... Y ¡ay del que toque a esos restos!... ¿verdad, señor de Cáñamo? Eso es el Sancta Sanctorum...
La fisonomía verdosa de Cáñamo se contrajo, y sus acentuados pómulos palidecieron de enojo: su voz era temblona y furiosa al contestar:
-Ya... ya... ya sé que ahí va a parar todo..., que ese es el objetivo de las supuestas reformas, y el fin a que tienden todas esas infames teorías. ¡Se quiere establecer la irresponsabilidad, para, a su sombra, echar por tierra lo único que sustenta este edificio minado por todas partes, atacando a la sociedad en sus mismos cimientos! ¡Se quiere alcanzar con la piqueta la base, el centro misterioso en que descansan la paz, el orden, la justicia, la concertada marcha de todo el organismo social! ¡Se quiere..., horror causa el decirlo..., tocar a la piedra angular, abolir la última pena!...
Al nombrar la última pena, armose en el grupo una especie de motín: cada cual quería emitir su opinión, objetar, afirmar, negar, discurrir. Pero sobre la marea de tantas opiniones como iban a ilustrar el asunto, sobresalió la voz de Primo Cova, que chillaba en agudo falsete:
-No le toquen ustedes ese punto a Cáñamo... ¡La pena de muerte! Pues si esa es su parte sensible... ¿No lo sabían? Ha escrito sobre el asunto en todos los diarios de la región, de la corte y de América, y se calcula que el total de los artículos que lleva publicados podrá pesar así como unos treinta quintales... Las empresas funerarias se han asociado para regalarle una corona de abalorio negro... Ha ilustrado la materia con profundísimas investigaciones; se ha metido en el bolsillo a Beccaria, a Filangieri y a Silvela: Sólo nos ha dejado una duda, una incertidumbre horrorosa... ¡No ha podido decirnos categóricamente cómo se conjuga la primera persona del presente de indicativo del verbo abolir! ¡No acaba de resolver si ha de decirse yo abuelo o yo abolo! Ya desesperado, optó por la solución mixta y escribió esta copla... ¡Verán qué copla!
Grandes carcajadas corearon la impertinente gracia de Primo Cova. La conversación perdió su carácter de seriedad, borrándose el sombrío tinte que le comunicara el relato del crimen, y se enzarzó, entre chanzas y epigramas, alentadas por el visible enojo del amoscado Arturito, una contienda puramente gramatical, en que todos echaron su cuarto a espadas sobre si debe decirse abuelo o abolo, causando indignación y ardientes protestas el parecer de don Darío Cortés, quien afirmaba que no se dice de un modo ni de otro, sino yo abulo, y alegaba autoridades y razones serias. Es increíble el fuego con que sostuvieron tan mezquina disputa. Olvidadas quedaron las cuestiones que habían principiado a agitarse, el grado de responsabilidad de los criminales y la conveniencia de la última pena; y aquel grupo -relativamente consciente, ilustrado, grave- más encrespado de pronto que el mar en día de tormenta, rompió en frases agrias y batalladoras, cruzó apuestas, voceó hasta echar abajo el Casino y tener que advertirles el mozo que no gritasen, «que se oía mucho desde fuera». Finalmente, varios campeones «se jugaron la cabeza», por una desinencia de mala muerte, como aquellos griegos de Bizancio que se mataban por el modo de persignarse, ¡mientras cada vez más próximo retumbaba el casco del caballo del invasor!
Tampoco de esto quiso disputar Febrero. Imitando su ejemplo Moragas (que en otra ocasión no dejaría de alborotar, lo mismo que cada quisque), al poco rato salieron juntos abogado y médico, y sin ponerse de acuerdo, sin decirse palabra, apenas doblaron la esquina que conduce al paseo del Terraplén, enlazaron los brazos como personas dispuestas a platicar largamente, a lo cual les convidaba la serenidad del anochecer y la molicie de la atmósfera, ablandada por la primavera y entonada de vez en cuando por un hálito salitroso venido del mar. Ya bogaba en el cielo el ligerísimo esquife de la luna nueva, y el lucero destellaba, como una mirada fija y amorosa de la cual parece que va a desprenderse llanto.
Ninguno de los dos hombres -que sin estar unidos por antigua ni por fuerte amistad, lo estaban en aquel punto por la afinidad de sus corrientes de pensamiento y de sentimiento- pronunció palabra hasta verse fuera de la zona de arbolado tupido, recortado y simétrico que forma el lucido y amplio paseo del Terraplén. Y es que por allí no había solamente árboles, sino también seres humanos, paseantes ociosos. Traspasada la última hilera de plátanos y acacias, encontráronse en el Malecón, siempre solitario, y que tiene por horizonte las aguas, entonces apacibles y suavemente rizadas, de la bahía. Moragas fue el primero en estallar (Febrero era, aunque vehemente, más concentrado, y tenía ya el hábito de reprimirse que adquieren a la larga los verdaderos innovadores).
-¿Ha visto usted? ¡Qué caterva! ¡Valiente areópago! Así es que yo no pongo el pie nunca ahí...
-Yo sí suelo ir -respondió Febrero-. Les dejo hablar, les oigo..., y aprendo, aunque parezca mentira. Y eso que ya delante de mí se recatan ellos bastante. No sé de dónde han sacado que me río de lo que dicen. Lo que no hago es tomar parte en las disputas. Eso no; por nada del mundo. Siendo, como soy, un hombre que se cree nacido para la propaganda, considero que para esta propaganda oral, ni están maduras aquí las conciencias, ni preparado el terreno. No diré que fuese enteramente mala la propaganda oral, siempre que recayese en un auditorio escogido, capaz de recibir la idea con cierta nitidez, y de devolverla y comunicarla, mas sin alterarla mucho. Arrojarla ahí, en el Casino de la Amistad, o en cualquier Casino, para que la ensucien, la desfiguren y la pisoteen..., eso sí que no lo haré yo... Sería profanarla..., y profanarla en balde. No crea usted que no me ha costado aprender a reprimirme, a sonreír y a callar, cuando oigo todo género de atrocidades y de absurdos; a no perder jamás la sangre fría; a esquivar los ataques de los necios malignos, como ese Cáñamo, que siempre me andan buscando las cosquillas para poder decir que me refutan, y a imponerme por mi propia calma y retraimiento, que, tarde o temprano, hacen efecto en la muchedumbre. Así es que... me reprimo y me reprimiré, y a mí no me han de meter en ninguna danza ridícula. Ya ve usted lo que ha sido la conversación de hoy; una serie de incoherencias y de extravagancias, y al final una de esas cuestiones gramaticales tan bizantinas y tan empalagosas..., de la cual saciarán todos lo que el negro del sermón. No: no hay más propaganda que la del periódico (sin aceptar tampoco la polémica periodística, a no ser con gente bien educada y de mucho fuste, y claro que me refiero a periódicos de Madrid), la del libro, y la acción parcial sobre la conciencia de algunas personas ilustradas, serias, debidamente preparadas, y que crean en Dios y en el progreso humano..., como cree usted.
-A pies juntillas -aseveró Moragas, deteniéndose un instante y mirando a la bahía, espectáculo cuya magia le parecía mayor en aquel instante-. De lo primero se me figura que no dudo jamás: de lo segundo, sólo me entran hormigueos y escozores al verme entre mucha gente como la de hoy... Cáñamo, sobre todo, es un tipo... Asusta pensar que ese hombre aspira a la magistratura... ¿Usted cree que no sería capaz de restablecer el tormento? ¡Como pudiese!
-¿Y qué tendría de extraño? Los tiempos del tormento están muy próximos; son de ayer..., ¡qué digo!, de hoy; esos procedimientos se emplean aún en muchos sitios, y si sacamos bien la cuenta, resulta que hay todavía más humanidad que admite el tormento, que humanidad que lo rechaza. El mundo no tiene hoy por hoy sino una cascarilla de civilización que puede levantarse con un alfiler, apareciendo debajo la barbarie primitiva. No hay que impacientarse: resignarse, tener cuajo... y hacer lo que se pueda, que unas veces me parece poco y otras muchísimo... según el humor de que me encuentro y el punto de vista en que me coloco.
Hablando así, habían cruzado la parte de varga del malecón que costea el paseo, y se acercaban al punto donde asombran y obscurecen la superficie de la bahía muchas embarcaciones chicas, vacías, con el velamen arriado, cruzados los remos sobre la borda, inmóviles. Un fuerte y penetrante olor de yodo y algas subía del agua, y allá a lo lejos, los faroles del barrio de la Olmeda trazaban sobre la superficie deshechos rizos de luz. Sin darse cuenta de ello, nuestros paseantes tomaron la dirección del muelle de madera o Espolón, que les tentaba, por ser en él a aquellas horas la soledad no ya relativa, sino absoluta. Adelantaron por el tablado cimbrado, siempre misteriosamente estremecido por la acción de las olas, aun en días de completa bonanza, como era aquel. Y se internaron, se internaron, cual si al avanzar por aquel camino que, señalando la dirección del Océano, no conducía sino a una luz roja, adelantasen por el fatigoso y desierto Via Crucis del consabido progreso. A uno y otro lado no tenían sino mar; la tablazón mal junta les dejaba ver bajo sus pies agua, agua sombría; a lo lejos distinguían la enorme mole de una fragata alemana, que había entrado en puerto haría cosa de hora y media, y al extremo del Espolón larguísimo, el mástil de la draga, que se erguía hacia el cielo, como afirmando lo que Moragas acababa de reconocer tan explícitamente: Dios y el progreso humano.
Ya en la punta del Espolón, detuviéronse los dos interlocutores, y convidados por la apacible temperatura, se sentaron en una gruesa viga, con el rostro vuelto hacia la extensión del mar, del cual venía ese aire tónico y esa frescura estimulante que parecen disponer el alma a la lucha y al peligro. La sábana de agua, limitada hacia la derecha por gracioso anfiteatro de redondeadas montañas, extendíase sin término a la izquierda, y a pesar de su completa serenidad, no cesaba un instante de exhalar ese quejido que recuerda el sordo rumor de una multitud humana, o el bramido del viento al engolfarse en las selvas.
Moragas se volvió hacia Febrero, y en voz baja (aunque allí nadie pudiese oírles) le susurró:
-Para mí el crimen es... una dolencia, y el criminal, un enfermo. Y esa dolencia puede combatirse, y muchas veces curarse. Castigarse... ¿por qué? ¿Castiga usted al que tiene un cáncer, al que sufre de una úlcera?
-Ahí empezamos a diferir -respondió Febrero-. Usted es, por lo que veo, correccionalista. Yo... o voy más allá... o me quedo más acá... No sé. Creo que hay un tipo humano que, por su organización, está dispuesto a ser criminal. No piense usted que supongo que ese hombre nace como un ser extraño, como una anomalía de la especie. Al contrario: es la humanidad la que en su origen fue criminal toda: cuanto más atrás vaya usted, ayudado por los escasos datos científicos que ya poseemos, más verá al hombre de las épocas primitivas ejerciendo como cosa corriente el homicidio, el robo, la violación, el canibalismo... Los actos que más espantan hoy. Aún quedan en el globo ejemplares de lo que pudieron ser las colectividades primitivas, y son los salvajes de ciertas razas. ¿Qué hacen los señores supervivientes de la edad de piedra? Comerse los unos a los otros, entregarse libremente al instinto más bestial... Y lo que en los salvajes permanece en forma colectiva, en los países que llamamos civilizados se presenta como caso aislado... pero se presenta... y es a lo que damos el nombre de criminal, cuando realmente debía nombrarse un aparecido, un espectro de otra edad, un resucitado... o como se dice en lenguaje científico, un caso de atavismo, no porque en toda familia de criminal haya ascendientes criminales, sino por ser criminal toda la ascendencia del hombre... Esto que le voy indicando a usted, y que Cáñamo llamaría teorías infames, no es sino una aplicación, al estudio de la antropología, de dos profundos dogmas cristianos: el de la caída o pecado original, y el de la redención... Por eso a la obra redentora -aunque en mínima parte- podemos cooperar todos, grandes y chicos...
-Así lo he creído siempre -interrumpió con entusiasta alegría Moragas-. En mi esfera, lo he practicado mucho... siquiera para compensar las ocasiones en que todos tenemos algo de humanidad primitiva... que son, por mi parte, las sexuales... ¡A sangre fría, lo reconozco humildemente!...
Febrero sonrió de la sinceridad con que se expresaba el Doctor, muy notado, en sus tiempos, de afición a faldas.
-Ya ve usted -prosiguió Febrero- que pensando yo así, no hay calumnia más risible que la de acusarme de defensor y amigo de los criminales... Al oír y leer ciertas críticas que se hacen de los que queremos plantear el estudio y conocimiento racional del crimen, parece que nuestro propósito es santificar el grillete y elevar a los asesinos a la categoría de mártires. Yo estoy a cien leguas de ese sentimentalismo... ¡Pero métaselo usted en la cabeza a Cáñamo y comparsa!
-Algo de eso me pasa a mí -interrumpió Moragas-. Si no considero precisamente mártires a los criminales, confieso que tengo para ellos una indulgencia, una piedad especial...
-¡Ah! -exclamó el joven abogado-. Lo sé: no tenía usted que decírmelo. Ustedes, los que creen en el arrepentimiento, en la corrección y en la enmienda, proceden impulsados por el sentimiento; empapados en ciertas ideas profundamente cristianas, son ustedes redentoristas: para ustedes carece de valor el fenómeno de la reincidencia, que tanto nos da en qué pensar a nosotros. Pues mire usted: la sabiduría popular les desmiente a ustedes: «El lobo dejará los dientes, pero no las mientes. Quien malas mañas ha, tarde o nunca las perderá. Genio y figura, hasta la sepultura...». ¡El sentimiento! No importa que usted sea todo un hombre de ciencia, ni que en los asuntos de su profesión esté habituado a aplicar plenamente el método experimental y positivo... En esto del estudio del crimen, procede usted también por sentimiento, lo mismo que Cáñamo... ¡No se asuste! El necio de Cáñamo obedece al sentimiento; pero al sentimiento malo, inconfesable, indigno, del rencor, el miedo y la venganza. El criminal, para él, es un enemigo personal; el verdugo, un aliado y un defensor; el patíbulo, la piedra angular. ¿Quién lo duda? Cáñamo se inspira en la primitiva ley de la humanidad, que fue la del talión: ojo por ojo y diente por diente. Y así como todavía viven entre nosotros ejemplares de humanidad primitiva, todavía ese espíritu de venganza personal subsiste en los códigos. El origen de la idea de justicia es egoísta; empieza por el sentimiento de la propia defensa; en cuanto al concepto puro, desinteresado, moral, de justicia... ese todavía está en estado de lo que los alemanes llaman werden. ¡La Humanidad es una persona colectiva que, con los siglos, va mejorándose y arreglándose... y tal vez acabe por llegar a ser la gran persona!... ¡Vea usted por donde yo también resulto correccionalista... pero no del individuo, sino de la especie!
-¿De modo que usted... no condena en absoluto la pena capital, que a mí me parece una ignonimia de la sociedad? -preguntó alarmado el Doctor.
-No la condeno en absoluto; no por cierto -confirmó el abogado con cierta solemnidad-. Lo que proscribo sin rebozo y a boca llena, es la pena de muerte como represalia y el concepto de vindicta pública. Eso me parece tan odioso y tan repugnante, que... le voy a confesar a usted mi debilidad: a pesar del interés que debieran inspirarme esa clase de estudios, y la obligación que en cierto modo me he impuesto de practicarlos, los días anteriores a una ejecución, cuando principian a anunciarla los periódicos, me entra un desasosiego, una especie de cuartana de león, y tan perturbado me pongo, que tengo que marcharme al campo. Es una ridiculez, y yo desearía curarme de ella, porque realmente... me conviene, nos conviene a los innovadores, en este terreno, y en todos, mucha sangre fría; la impasibilidad con que ustedes los médicos amputan un miembro o registran un tejido... Sí, creálo usted; el enemigo que principalmente necesitamos combatir es el sentimiento, los entes metafísicos que obstruyen el camino de la razón... Necesitamos ser un témpano... ¡un témpano que piensa!
-Yo creo, amigo Lucio -objetó Moragas-, que en eso no la acierta usted. Para todo hace falta ímpetu, calor y entusiasmo. La razón alumbra, pero sólo mueve la voluntad. La generación joven actual es fría, es demasiado morigerada, ve demasiado los inconvenientes de la propaganda, el ridículo, la calumnia, las contradicciones de todo género que sufren los que prueban a batir en algún terreno las cataratas del pensar. Los casi viejos -porque yo estoy mucho más cerca de los cincuenta que de los cuarenta- somos los únicos que conservamos el fuego sagrado. Aquí me tiene usted a mí, que lo que necesito es esforzarme en contener cierto quijotismo, eso que usted llama redentorismo, que me brota a cada instante, y que si no lo tuviese a raya, ¡qué sé yo! ¡Pues eso, eso, y no el hielo perenne de la reflexión, es lo que se necesita para cooperar a la obra... para poner el granito de arena...! Carecen ustedes de pasión...
-Puede ser... No crea usted que no se me ha ocurrido... -asintió Febrero-. Nuestra aspiración es puramente científica. Queremos suprimir esas concepciones morales que nos estorban. Queremos sustituir al estudio abstracto de la entidad crimen, el estudio concreto del sujeto criminal. Decimos como ustedes que no conocemos enfermedades, sino enfermos... Fuera el ontologismo... Al que el vulgo llama hombre culpable, nosotros le llamamos únicamente hombre peligroso... Borramos la idea de castigo, y la reemplazamos con la de método curativo... Cuando eliminemos, nuestra acción será análoga a la de ustedes cuando aplican una sangría suelta al hidrófobo... Y si vemos medio de evitar esa sangría, crea usted que la evitaremos.
-¡Eso espero! -respondió Moragas calurosamente-. ¡Busquen ustedes, indaguen el modo -que debe de haberlo- para borrar de la frente de nuestra época ese horror grotesco que se llama el cadalso, y para suprimir ese enigma social que se llama el verdugo!
Al decir esto, Moragas creía oír, en el clapoteo del agua contra los pies derechos y pilotes que sostenían el Espolón, la voz ronca de Juan Rojo y los ahogados gemidos de Telmo.
-Bien sabe usted que el cadalso no está en olor de santidad para nosotros -respondió el joven letrado-. Tenemos mil razones para despreciar, literalmente despreciar, ese aparato de la justicia, tal cual hoy se ejerce. Observe usted el movimiento de las conciencias: estúdielo usted y note que uno de los pocos sentimientos medioevales que persisten y hasta aumentan, es el odio al verdugo. El verdugo es hoy más paria que en la Edad Media. Existe, indeterminada, pero enérgica, la convicción de que no es más que un asesino pagado por la sociedad. Y vamos... raciocinando..., ¿qué más da quitar la vida diciendo «fallamos que debemos condenar y condenamos...», que dando vuelta a una palanca? Pues el caso es que para el magistrado, respeto, y para el verdugo, reprobación. Note usted que en algunas naciones muy adelantadas, verbigracia los Estados Unidos, se aspira sólo a quitar el verdugo, conservando la última pena. O se lincha -lo cual revela un estado anárquico, pero franco y juvenil, en que todos juzgan y ejecutan- o se mata por la electricidad, en que el verdugo no existe. De todos modos, a mí no me horripila mucho más un verdugo auténtico, que esos sustentáculos del garrote, como Cáñamo...
-Según eso, ¿no recelaría usted entrar en relación con el oficial público -preguntó Moragas esperanzado-, estudiarle, conocerle?...
-No lo recelaré en otro círculo más amplio. Aquí no, porque... mi reino no es de Marineda. Por lo demás, creo que el estudio del verdugo, que está por hacer, completaría el de los criminales. Todo verdugo es necesariamente un caso, una anomalía regresiva, una monstruosidad psicológica. Su situación es muchísimo más extraña que la del criminal. Pero aquí... ¡qué diablos! Vale más no ver a semejante alimaña. A quien veremos, y nos reuniremos para verla, si usted quiere, es a la parricida de la Erbeda y a su compañero; no ahora, mientras dura el alboroto y la vocinglería de los primeros instantes, sino después, cuando haya sido fallada la causa; en fin, en alguno de esos períodos en que el público olvida al criminal en la cárcel. ¿Dice usted que esa mujer tiene aspecto dulce?
-Lo tiene -afirmó Moragas-; tanto lo tiene, que se quedará usted asombrado si la ve. Yo no puedo olvidar su aspecto. Necesito hacer un esfuerzo sobre mí mismo, para no erigirme en protector suyo. Amigo Febrero: dichoso usted para quien los objetos sensibles toman forma de ecuación o de algoritmo. Aquí me tiene usted con medio siglo encima, con bastantes desengaños... y capaz todavía, por haber visto pasar a una mujer joven, modesta, atada y entre civiles... de ponerme completamente en ridículo.
-¡Pues cuidadito! -advirtió Lucio-. ¡Mire usted que eso quieren los Cáñamos!
- X -
Despedido de Febrero, Moragas subió a su casa cinco minutos, volviendo a bajar transformado: sin levita, sin guantes, embozado en la capa, un tanto ladeado el honguillo. Diríase que acudía a alguna clandestina cita, o a algún conventículo de conspiradores. Todo menos aturdir entonces los barrios con el estrépito de su berlina. Iba con ese andar cauteloso y furtivo que se llama paso de lobo, y pronto salvó el Páramo de Solares y se metió, campo de Belona arriba, por la calle del Peñascal, que había de conducirle a la del Faro.
Ya allí, seguro de que nadie le seguía ni le observaba, tendió la vista en derredor, y registró el lugar, asaz significativo y melancólico. Los sitios que un hombre habita y las mansiones que elige, dicen siempre al observador algo de su espíritu y de su alma. No en balde eligiera Rojo por residencia aquel rancho, precisamente la última casa del pueblo, más allá de la cual... sólo se alzaban las tapias blancas y frías del Camposanto. Aquel hombre tenía que ser vecino de la muerte, y vivir así, en el rancho sombrío con puertas y ventanas bermejas, parecido a sucio paño sobre el cual se extendiesen grandes placas de sangre. No en vano tampoco los cinco ranchos que enlazaban el de Rojo con las demás casas de la población se encontraban siempre deshabitados; sin duda nadie había querido ocupar aquellas barracas siniestras, contaminadas por la inmediata vecindad del hombre ignominia. No en vano tampoco, la campiña de los arrabales, que hasta allí ostentara notas simpáticas, de índole labriega -un pajar o meda de paja de maíz, un carro desuncido, algún arbolillo en que las yemas comenzaban a desabrochar, algún patatal próximo a dar flor-, se revestía, en torno del infame rancho, de tan hosca aridez, rompiendo en breñas negras y calvas o desarrollándose en terrenos baldíos y arenosos. Y por último, no en vano servía de fondo al rancho y al cementerio, el mar; pero no aquel mar de bahía suave, arrullador, rumoroso, que en la punta del Espolón había coreado con armonioso acento un diálogo de pensadores, sino el amplio, libre, y estruendoso Cantábrico, que con tumbo ya ronco, ya sonoro, ya quejumbroso y lúgubre, ya airado y furibundo, azota la escollera, muerde retorciéndose el playal, escala los cantiles que guarnecen el pequeño promontorio del Faro, y los corona de nevado diluvio de espuma bravía, tan pronto batida como deshecha.
-El sitio lo expresa todo -pensaba Moragas. Este hombre, oprobio de la sociedad, no podía vivir sino aquí, en una especie de cubil de fiera. Mas en buena ley y justicia, si así vive este hombre, Cáñamo y los que piensan como él debían agruparse en un barrio especial: el barrio donde radicasen la Audiencia, la Cárcel, el Penal, el campo de la Horca y la misma casa de Rojo. Ellos, los que han creado a este indefinible ser, no cumplían con menos que levantarle el entredicho y hacer respetar en él lo que entienden por justicia... Sí, pues váyanles con eso... Capaces serían, por no acercarse a él, de dejar pudrirse al muchacho, víctima del estado social de su padre.
Calculando así, y olvidando que la víspera tampoco él quería asistir al chico (lo cual demuestra que Moragas había andado mucho camino en veinticuatro horas), determinose a efectuar lo que llamaba allá en sus adentros bajada a los infiernos, y volviéndose y girando las pupilas, observó si alguien podía verle entrar en el rancho. Cerciorado de que no había por allí fisgones, apoyó la mano en el pestillo... y este movimiento hizo renacer la aversión y repugnancia de la víspera, algo que podía llamarse un espanto frío, de esos que no van acompañados de ningún tenor positivo y real. Venció esta impresión; venció también la que le produjo ver en el zaguán, arrimada a la pared, una escalera, que le recordaba la que en otros tiempos llevaban en el sombrero los verdugos, como símbolo de la horca; y lo mismo que en cierta ocasión se había arrojado a un charco fétido para sacar a un niño que se ahogaba, arrojose al interior de la sórdida vivienda.
La Marinera no andaba por allí: sólo el padre velaba a la cabecera de Telmo. No cruzaron palabra en los primeros instantes el Doctor y Rojo. Este se puso en pie, y aquel aplicó la mano a cabeza entrajada, y luego el termómetro a la axila del paciente. Cuando lo sacó, sacudió y consultó a la luz, vio que había cuarenta grados de devoradora calentura.
-¿Ha comido?
-Ni chispa, señor. Naranjadas.
-¿Le ha dado usted antipirina?
-Sí, señor. Todo lo que usted mandó. Por la mañana estuvo despejadito, aunque se quejaba mucho. Se ha recargado a la tarde.
-Pues mañana o esta noche, cuando se despeje, caldo de sustancia. Tal vez la fiebre esté sostenida por la debilidad.
-Debe de ser eso, porque delira; es decir, ahora está amodorrado, y de repente se pone a charlar y dice cosas... tremendas.
-¿Cosas tremendas? -preguntó Moragas dejando la capa en una silla, porque se disponía a reconocer debidamente las lesiones del niño-. ¿Y qué cosas tremendas son esas que dice su hijo de usted?
-Siempre está con que es valiente y con que puede con todos... y que le tiren más piedras, que por eso no se rinde... Todo se le vuelve «me mataréis, me mataréis, pero no diréis que quedé vencido... Soy el general Haches y el general Erres... No tengo ejército, pero basto yo; yo defiendo el castillo... Vengan piedras...». Sospecho, señor don Pelayo, que a esta criatura le han jugado una partida atroz los chiquillos del Instituto: puede decirse que lo han reventado a pedradas.
-Si es así, efectivamente es tremendo... aunque natural y explicable.
No contestó Rojo: gruñó sordamente, y volvió a instalarse, de pie, a la cabecera del herido. Moragas, entretanto, alzaba suavemente el apósito para reconocer el estado de las lesiones en la cabeza, y, levantando la sábana, se informaba del dislocado pie. Descoso, más que de reconocer y estudiar aquellas lastimaduras físicas, de echar la sonda en otros dolores, se volvió a Rojo:
-Supongo que usted se fijará bien en lo que hay que hacerle al niño, y seguirá todas mis instrucciones... Porque usted debe de querer mucho a esta criatura.
Rojo se encogió de hombros.
-No tiene uno otra cosa -respondió opacamente.
Cumplido el deber profesional, minuciosamente examinado el enfermo, dadas las instrucciones de palabra y por escrito, Moragas podía retirarse, pero consta de seguro que en vez de hacerlo, tomó una silla y se colocó en ella como quien no tiene urgencia. La víspera por la mañana desmentiría él con tedio y enojo al que le pronosticase que había de tomar asiento en semejante mansión. Haciéndose el distraído y acariciándose maquinalmente las patillas, clavó en Rojo sus pupilas grises, llenas de luz, preguntó como al descuido:
-¿No tuvo usted más hijos nunca?
-Sí, señor... otro murió de pequeñito... de sarampión... Era una chiquilla.
-¡Feliz ella! -comentó Moragas en tono expresivo-. Crea usted -prosiguió con la misma solemnidad-, que si me llama usted a asistir a esa criatura, y veo que su vida pende de una dosis de cualquier medicamento o de una sajadura de bisturí... yo, que por salvar a un niño soy capaz de echarme en un horno ardiendo..., creo que me meto las manos en los bolsillos, y dejo morir sin escrúpulo a su hija de usted.
Rojo ni protestó, ni mostró que le sublevasen tan duras palabras. Su mirada, esquiva y errante recorría las junturas del piso, y sus labios, color de violeta, se agitaban como si quisiesen dar salida a cláusulas mal formadas y a truncados razonamientos. Al cabo balbuceó:
-Tiene usted... tiene usted muchísima razón. El mayor favor que usted le podía hacer al... al angelito, era... dejarla morir. Ella sí que está bien. ¡Dichosa de ella!
Al oír Moragas estas expresiones, alegrósele el espíritu, pareciéndole que tomaba buen sesgo el interrogatorio que proyectaba.
-Según eso -preguntó-, usted comprende perfectamente cuál es su posición, y cuál la de sus hijos, originada por la de usted.
-¿No lo he de comprender?
-Pero... -insistió el Doctor-, ¿lo comprende usted por completo? ¿Se da usted cuenta clara y exacta del destino que le está reservado a ese pobre rapaz que delira en esa cama? ¿Puede usted formarse idea de su presente y de su porvenir, de los odios y las humillaciones que le deja usted por infamante herencia, de lo que es hoy y de lo que será mañana? ¿Se hace usted cargo de que este niño, si fuese capaz de calcular, como calculamos los viejos, debiera, en vez de pedir a Dios que le conserve su padre, pedir que se lo quite?
Ninguna respuesta dio al pronto Rojo a estas resueltas palabras, con que el Doctor entraba en materia, cortando intrépidamente por lo sano. Sólo su azoramiento pudo descubrir que el Doctor había puesto el dedo en lo más enconado de la llaga. Al fin rompió en interrumpidas frases.
-Demasiado se hace uno cargo de todo... No es uno ninguna persona que ni vea ni entienda... Y mejor es que uno ni hable ni se acuerde de eso, porque cuando no tienen remedio las cosas...
-¡Al contrario! -interrumpió Moragas con energía-. ¡Hay que acordarse de eso...; hay que hablar de eso, y mucho! Puesto que se ha encontrado usted con Moragas, no ha de poder decirse que el encuentro fue inútil y vano. Usted ha venido a consultar conmigo una enfermedad del cuerpo..., y aunque tiene usted enfermedad, y muy seria, lo de menos en usted es ese padecimiento... De lo que usted está enfermo es de la conciencia, y ha contagiado usted a ese inocente, que por culpa de usted se halla fuera de la ley y camino del presidio. ¿No le hace a usted reflexionar el hecho que usted mismo me refiere, de que para apedrear a su hijo de usted se hayan asociado todos los alumnos del Instituto? ¿No ve ahí claro el porvenir de este chiquillo? Para apedreado le destina usted, y apedreado será toda su vida. ¿Por qué no lo estrangula usted..., usted que tiene por oficio estrangular?
Con tal vehemencia pronunció Moragas estas palabras, arrastrado por el impulso, que Rojo se puso, más que pálido, lívido, sintiendo como latigazos de alambre en el alma; y no sin alguna aspereza, contestó:
-A otra cosa me podrá ganar cualquiera, pero no a querer a mi hijo, y por mí sería rey de España. Si no lo es, no tengo yo la culpa. Una cosa es hablar y otra pasar por los casos de la vida de un hombre. Con mis manos no he de matar al hijo; ahora, si Dios se lo lleva, él saldrá ganando y yo también.
Estas últimas palabras fueron acompañadas de una especie de gemido ronco, y Juan Rojo, olvidando ya toda etiqueta social, se derrumbó en un escaño, escondió entre las manos la cabeza, y dio señales de aflicción o más bien de hosco dolor.
Moragas se levantó. Cada vez era más vivo su deseo de saber la historia de Rojo. Sabida esta, bien se podía calcular y comprender si Rojo era o no redimible. Empezaba a sentir Moragas la generosa fiebre, el ansia de bajar a los infiernos para sacar de ellos un alma..., y algo también el gustillo de mostrarle a Febrero que en todo fango, en la ciénaga más inmunda y vil, hay una perla que a fuerza de bondad y de abnegación se encuentra, si se busca bien. Acercose a Rojo y le tocó en un hombro, estremeciéndose... Rojo no se movió.
-No sirve apurarse ni descorazonarse. Ya le he dicho a usted que nuestro encuentro ha de haber sido para bien. Algo he de hacer por ese niño, que valga más que aplicarle unas vendas y reducirle una dislocación...
Rojo se puso en pie. Su cara inexpresiva, angulosa, oscura, se iluminó todo lo que podía iluminarse... con una luz sorda, esbozando una especie de sonrisa, operación a que no estaban habituados sus labios; y como si, para salvarse de morir ahogado, quisiese cogerse a una columna, tendió los brazos hacia el cuerpo de Moragas -quien, redentorista y todo, se echó atrás prontamente-. Lo que no hizo Rojo fue hablar. ¿Para qué? Su actitud bastaba.
-A ver -ordenó Moragas, comprendiendo que ya tenía a su disposición y arbitrio a aquel hombre-. Siéntese usted otra vez... así..., lejos de la cama, porque no molestemos al enfermo... ¿Cómo se llama?... ¿Cómo se llama su hijo de usted?
-Telmo, señor.
-Pues para no incomodar a Telmo, póngase usted ahí..., cerca de la ventana..., así... Yo también traigo mi silla... bien... Ahora me va usted a contar toda su historia, punto por punto..., y cómo llegó usted a tomar... un oficio tan cochino y vil.
-Don Pelayo -respondió Rojo en voz siempre ronca, y manoteando torpemente-. Usted me ha de dispensar... Yo... en personas ignorantes y llenas de preocupaciones..., pues... no me admiro de que digan ciertas cosas. Pero de una persona ilustrada... no deja de chocarme. No tome a mal ningún dicho mío..., porque la mala explicación de las personas... Quiero decir, vamos, que eso de oficio cochino y vil..., yo ya sé que lo dicen las mujeres de la plaza; aún ayer me lo espetó la borrachona de la Jarreta; mire usted qué princesa para despreciar a nadie... Ahora, usted, que tiene otra instrucción y otros conocimientos..., creí, la verdad, que no diese pábulo a esas... aprensiones. Cansado estoy..., ¡sí!, ¡muy cansado!, de oír a cada paso «infamia, infamia, vileza, vileza...». Infamia, ¿por qué? Vileza, ¿por qué? ¿Qué hago yo para que todos me canten el sonsonete de la vileza y de la infamia? -prosiguió Rojo, con la lengua ya expedita y el habla caldeada por la indignación hasta casi adquirir el temple de la elocuencia-. ¿Robo yo el pan de nadie? ¿Soy algún criminal? ¿Soy un falsario? ¿Falto, ni en tanto así, a la ley? ¡Nadie más que yo la respeta... y la cumple! ¡A ver, señor de Moragas, si usted con su buen talento me aclara este enigma!
Moragas oía reprimiéndose. Si al ver a Rojo humillado sentía cierta compasión, cuando Rojo se crecía y se revolvía contra la sociedad, a seguir su impulso, le hubiese escupido y abofeteado. El silencio de Moragas infundió ánimos a Rojo, que prosiguió:
-Sí, señor: ¡yo soy tan hombre de bien, o más, como cualquiera de los que me vuelven la espalda y me tratan lo mismo que a un perro! Nadie me podrá probar que yo haya cometido el delito más leve. ¡Delitos! ¡Crímenes! Por mí deja de haberlos: si no es por mí..., a paseo la justicia. No soy un funcionario cualquiera... soy el primero, el más indispensable. A veces paso por la calle Mayor, y están allí muy tiesos y muy fonchos los señores de la Audiencia, el Fiscal, el mismo señor Presidente... Les saluda uno, y ni contestan: vuelven la cara, y hacen que no le ven a uno... ¡Qué risa me da!... ¡Cómo me río... por dentro! (Rojo se rió convulsivamente.) ¡Que ellos sentencien... y que yo no cumpla... y verá usted en qué para todo eso de la justicia! Figúrese usted que yo me cuadro... y que otro como yo se cuadra... que nos declaramos en huelga los oficiales públicos..., y verá usted a los magistrados con la obligación de cumplir ellos mismos lo que sentenciaron! ¡A los magistrados!... Y qué, ¿no soy yo tan magistrado como ellos? ¡Soy el magistrado último... el que falla sin casación posible!... La justicia, sin mí... ¡valiente paparrucha! ¡La justicia... soy yo! (gritó dándose con el puño en el pecho).
No creyó Moragas oportuno emprender la refutación de estos desesperados sofismas, al menos por entonces. Las palabras y argumentos de Rojo le aumentaban el deseo de saber su historia, y de remontarse hasta los turbios orígenes de aquella existencia humana. Pareciole mejor dejar pasar el arranque de acibarada soberbia del hombre maldito, contestando sólo irónicamente:
-Todo eso será muy verdad, y a usted le sobrará la razón y usted será el magistrado supremo, y, sin embargo, acaba usted de decirme no hace tres minutos que se alegraba de haber perdido en tierna edad a una niñita, y que, si se muriese Telmo, él saldría ganando y usted también.
-Eso es otra cosa... -afirmó Rojo-. Si me va usted por ese lado... Preocupaciones y tonterías es lo que me rodea, y yo bien me las paso por cualquier parte, siempre que no tropiezan en el niño... Por mí..., estoy contentísimo, y no me trueco por nadie -afirmó con alarde que desmentían sus temblorosos labios-. ¡Pero los hijos... duelen, duelen muchísimo! Más de cuatro cavilaciones y de cuatro noches sin pegar ojo... son por ellos, por ellos. Uno puede con todo... Y si le solivianta lo de las infamias y de las vilezas, es porque eso le tizna la frente al niño..., ¡que está inocente como los mismos ángeles del cielo!
Moragas acercó más su silla a la de Rojo; sonrió, se mordió la punta del sedoso mostacho, limpió con el blanco pañuelo los quevedos de oro, se los caló, estiró los puños tersos y limpios de la camisa, y guiñando un tanto los párpados, como el que quiere reconcentrar la fuerza visual, preguntó a Rojo:
-Diga usted, ¿usted ha estudiado en sus mocedades? ¿Ha seguido usted alguna carrera?
Y Rojo, como el que dice la cosa más natural del mundo, respondió:
-Sí, señor... Yo estudié para cura.
- XI -
El rostro de Moragas, que por su excesiva movilidad y flexibilidad parecía a veces de goma elástica, se dilató de sorpresa, y a renglón seguido, por extraña inmixtión del elemento humorístico en aquella conversación tan fúnebre y acerba, disparó el Doctor la mayor y más franca carcajada que habían oído jamás las paredes de la barraca de Rojo.
-¿Conque para cura? Bien... ¡De primera! Si usted me lo dice, capaz hubiese sido yo de adivinarlo. ¡Para cura!, pues ahora, si no tiene usted inconveniente... sírvase decirme cómo ha pegado el gran brinco, desde el hisopo hasta...
Un ademán expresivo completó la frase. Rojo, dócilmente, con ese tonillo enfático que la clase social más inferior adopta para narrar los sucesos de su propia vida, respondió:
-Estudié hasta dos años de latín en el Seminario de Badajoz. Y me entraba bien el estudio...
-¿Es usted extremeño?
-No señor. Nací en Galicia. Mi padre era de aquí, y mi madre portuguesa. Pero la carrera de mi padre, que era militar y de alta graduación, nos hizo viajar por toda España. En Badajoz nacieron algunos de mis hermanos... porque tuve once; y esos quedamos huérfanos, y cada uno tiró por su lado, a vivir como pudo.
-¿De modo que sentía usted vocación al estado eclesiástico?
-Sí, señor... o por lo menos creía sentirla entonces. A esa edad casi no sabe uno lo que le conviene... ¡psch! ¡Si lo supiera cuando es más viejo! En el Seminario estaban contentos de mí. Pero el señor Obispo -que medio me tenía ofrecida una capellanía- luego se negó a dármela... y yo no vi esperanzas de salir adelante con la profesión.
-¿Qué hizo usted?
-Me dediqué a seguir la carrera de maestro normal... Tan pronto como la hube terminado, un amigo mío me tomó de pasante para un colegio que dirigía. El colegio iba sosteniéndose... así... aleteando, a trompicones. Lo malo es, que de allí a poco quebró... Y cáteme usted otra vez en la calle.
-¡Mal sino!
-Entonces caí soldado.
-¿Y qué tal? ¿Cogió usted el chopo?
-¡Qué remedio! Como no pintase en la pared los cuartos para redimirme... Y puedo decir a boca llena que quedaron mis jefes satisfechos de mi porte. No recibí una reprensión, porque obedecí como una máquina. Los jefes son los jefes, y ellos a mandar y nosotros a callar. Pues yo..., ¡vamos!..., como sabía algo más que mis compañeros..., y obedecía igual que un recluta..., fui ascendiendo..., primero a cabo..., a sargento después... Y así que cumplí mi tiempo, conseguí ir a Lugo, a regentar una escuela.
-Veo que tenía usted vocación de maestro -observó Moragas.
-No me disgustaba la profesión... -aseveró Rojo-; sólo que andaba traspasado de necesidad... ¡He pasado mucha miseria entonces... y después! Lo peor fue que me enamoré de una gallega...
La frase, bien sencilla y con ribetes cómicos, fue pronunciada en tono tan singular, que Moragas no sonrió. Pareciole como si en la auscultación moral que practicaba, de repente se hubiese presentado un sonido especial, delator del verdadero asiento de la dolencia. «Aquí está el mal», le decía su instinto médico, aplicado entonces a la patología del espíritu. «Aquí tienes la clave. Hasta ahora no supiste lo que traías entre manos: la enfermedad se te aparecía embozada, sorda, latente, rebelde a toda investigación. Ya cogiste el hilo... ¡Tira del cabo, que ya sacarás el ovillo de esta alma!...».
-¿Dice usted que se enamoró de una gallega? (preguntó en alta voz). Pero... eso... ¿qué? ¡Se habría usted enamorado de tantísimas mujeres! Al cabo era usted joven...
-No, señor. Yo no me enamoré de muchas mujeres... Siempre fui de buena conducta, que nadie pudo poner tacha en mis costumbres. Como si toda la vida tuviese cincuenta años... Ya ve: salí del Seminario, y... lo mismo que si no saliera. Nunca me tentaron las rapazadas ni los vicios que veía en otros.
-Pero, en fin (interrumpió Moragas), esa vez se enamoró usted de veras.
-Tan de veras, que me casé, señor.
-¡Ah! -exclamó expresivamente Moragas.
-Y como usted conoce..., la situación del hombre casado se diferencia muchísimo de la del soltero. Yo hasta entonces no había tenido ansia por el mañana: íbamos saliendo del día, y lo que es para mí solo, pelado... con una taza de caldo había de bastarme y sobrarme. Pero llegaron la mujer y los hijos... y vi el mundo de otra manera. Con mi escuela no tenía ni para arrimar el puchero a la lumbre. No se pagaba; a cada paso choques con el Ayuntamiento, por si cobro o si no cobro, y si se me adeudan o no se me adeudan mensualidades... Aquello no era vivir, señor de Moragas, y crea usted que mil veces le faltaba a uno el ánimo para todo... para todo absolutamente. Me acordé entonces de que yo conocía bastante a don Nicolás María Rivero, que tenía la sartén por el mango... Me fui a Madrid, y le vi a él, y también a otro pez muy gordo, de esta tierra, que me acuerdo que me dijo... asimismo como yo se lo digo a usted: «Vuélvase a Lugo... Antes de que esté usted allá, se habrá largado el huésped». ¡Y el huésped era el rey Amadeo! Fue verdad. No llegara yo a los Nogales..., y proclamada la República. Aquel señor no se olvidó de mí: me envió a Orense, con un destino...
-¿Destino? ¿Qué destino?
-En la policía -respondió Rojo en voz más baja y sorda que de ordinario.
-¿De orden público? ¿Mangas verdes?
-No señor... Aquella fue otra policía, que existía entonces, y ahora se me figura que tal vez no la habrá... Como la Guardia Civil se reconcentraba en los pueblos por las trifulcas, el campo quedaba entregado a las partidas facciosas... En Orense y Lugo, sobre todo, las aldeas estaban tan mal, que de un día a otro se recelaba un levantamiento. A mí me colocaron a las órdenes del gobernador de Orense, que por cierto era muy exaltado en ideas. Yo salía a registrar las casas de los curas carlistas, y antes de que saliese, aquel señor, encerrándose conmigo en el despacho, me decía: «Vaya usted Rojo, registre, allane, prenda, entre a saco, haga barbaridades... Firme en esos carcundas de puñales, que esos son los demonios, esas son las fieras que nos traen a mal traer...». Pero yo...
-¿Usted se opuso? -preguntó Moragas, buscando un rayo de esperanza y de luz-. ¿Usted se negó?
-¡Ya se ve que me negué, mientras no tuve un papel, una orden por escrito, bien clara y terminante! Lo que se ordena de palabra, en el aire se rubrica. Allá va el mandato... y el hombre que lo cumple, cuando está más satisfecho, se encuentra ahogado y comprometido. La ley tiene que estar escrita, y en no estando escrita, ya no es ley. Así es que yo... ¡vamos, sin alabarme!, no me apoqué, ni por voces que me daba el Gobernador. Me cuadré, me puse tieso. «Vengan unas letritas de su puño, señor Gobernador, y entonces hablaremos y se hará lo que vuestra señoría disponga. Yo no me meto a allanar una morada sin que me suelten un papel. Papel en mano, que se me ponga delante el mundo». Y el Gobernador no tuvo más remedio que aflojar el papelito... Con él hice yo cosas... tremendas.
-¿Lo declara usted mismo? -interrumpió con severidad Moragas.
-¡No señor...! Cuando digo tremendas... es un modo de hablar, porque yo no hice más ni menos de lo que me mandaron: en nada me extralimité. Como usted comprenderá, mi obligación era cumplir las instrucciones, obedecer a rajatabla, no meterme en más honduras.
-Eso es lo que repruebo (articuló Moragas frunciendo el entrecejo severamente, gesto que trazaba, sobre su frente de goma, pensativas arrugas). ¿Cree usted que si me escriben ahora en un papelito «cometerás tal atrocidad» y voy y la cometo, estoy libre de culpa?
Rojo titubeó, no encontrando argumentos contra Moragas.
-Pues señor -articuló lentamente-, yo creo, con perdón de usted, que en respetando la autoridad y obedeciendo a las leyes establecidas, nadie delinque, nadie falta. Y la prueba es que no se me exigió miaja de responsabilidad por semejantes hechos. Yo era mandado, y con obedecer me salvaba. No faltó quien me dijese en aquel entonces: «Verás, verás. Ahora este revoltijo se lo lleva la trampa, y los vidrios rotos los pagas tú». Y yo, con mi papel en el bolsillo y la firma del Gobernador más clara que las estrellas, de todos me reía. Bien quisieron echarme a presidio..., ¡pero narices!
-¿Y qué hizo usted -preguntó Moragas, cada vez más interesado-, al llevarse la trampa aquello y acabársele a usted el oficio de allanar casas de curas? ¿Se dedicó usted al... de ahora?
-Entonces -contestó el hombre sombríamente, recapacitando para recordar el nuevo peldaño de la escala social que rodara-, entonces... me metí a comisionado de apremios.
-¡Magnífico! -dijo Moragas, riendo sarcásticamente-. ¡Muy bien pensado y muy en carácter! La Revolución perseguía con el hierro y el fuego las ideas; la Restauración fue más practica, y organizó la persecución de los bolsillos... Reclutó una jauría de sabuesos..., ¡y a cazar!
-Pero, señor -objetó Rojo-, las contribuciones hay que cobrarlas, y lo que es por su fino gusto no las pagaría nadie.
-Cuando son excesivas y brutales -respondió colérico Moragas-, cuando pesan tanto que revientan al contribuyente... usted suponga un Estado bien regido, donde haya abundancia y economía, y crea usted que ese Estado no necesita comisionados de apremios. En fin, el caso es que usted...
-Señor... Yo tenía entonces la niña, que este rapaz nació después... Y era preciso mantenerlos...
-Esa ya es una razón de mejor ley -contestó don Pelayo.
-Pero yo no sería comisionado de apremios si fuese una mala acción -declaró Juan Rojo con curioso alarde de dignidad, que casi desconcertó a Moragas-. Yo, ni en esa ni en las demás acciones de vida he faltado, porque sé muy bien qué es delito y qué no es delito, y podría ahora mismo someter a un juez todos mis actos, seguro de que no tendría por qué avergonzarme. Yo soy honrado a carta cabal; yo, si encuentro en la calle millones, los devuelvo a su dueño; yo respeto como el que más lo que debe respetarse; pero era cuestión de dar de comer a mi familia... y serví al Estado, lo mismo que lo servía, pongo por caso, el Delegado de Hacienda...
El argumento debió de impresionar a don Pelayo, que o no supo o no quiso replicar por entonces palabra. Callaba también Rojo, y reinaba en el pobre camaranchón embarazoso silencio. De pronto se le ocurrió al Doctor una pregunta, que produjo en su interlocutor sacudida muy honda.
-Y... con su mujer..., ¿se llevaba usted bien?
Rojo tembló súbita y visiblemente, y respondió, siempre temblando, en voz apenas perceptible:
-Muy bien... No teníamos una palabra más alta que otra.
-«He dado en lo vivo... -pensó Moragas-. Aquí está la brecha; aquí encontramos los tejidos no gangrenados por la putrefacción del legalismo. Bien. Por ahí el bisturí; por ahí el termo-cauterio»... Y en voz alta:
-Su mujer de usted..., ¿vive?
-Sí, señor -contestó lacónicamente la casi extinguida voz.
-Y... -Moragas no se atrevió a decir más, porque le imponía el temblor de Rojo, a la vez que su instinto médico seguía diciéndole: «Esa es la carne viva. Registra sin miedo». Completó la fórmula interrogadora con una mirada circular, que expresaba algo parecido a lo que sigue: «Y si vive su mujer de usted, ¿cómo es que no se encuentra a la cabecera del niño, o aseando esta leonera un poco?».
Rojo callaba. Un suspiro entrecortado salió de su pecho. Luego dio dos o tres palmaditas en la rodilla del pantalón, y murmuró:
-Mi perdición fue venirme de Orense a Marineda. Si yo no vengo aquí... Aquí me engañaron. Porque yo fui engañado, señor de Moragas. El atender a consejos... ¡Y lo harían con buena intención probablemente! Como me veían lleno de necesidad... Me persuadieron, me dijeron: «No seas bobo. Esto es una ganga, una chiripa». Yo les respondía (tan cierto como ahora está usted ahí, sentado en ese banco): «¡Pero si no voy a saber!... ¡Pero si voy a hacer la plancha!»... Y me contestaban, asimismo como le digo a usted: «Aquí no habrá que trabajar nunca. Los veinte años se pasan sin que se ejecute ni a un gato... Y te embolsas treinta y siete duritos cada mes, por estarte cruzando de brazos, paseando las calles... ¡Treinta y siete duritos!». Ya ve usted que la cosa es para tentar a cualquiera...
-¿Y... quiénes le decían a usted eso?
-Los amigos...
Moragas sonrió.
-Y su mujer de usted, ¿qué opinaba?
Rojo, al nombre de su mujer, contrajo de nuevo la fisonomía. Al fin pronunció, acelerando las palabras y como el que se disculpa:
-Aquella decía que de ningún modo; que ella no se había casado para eso... Pero al mismo tiempo, la verdad: el dinero le tenía que saber bien; porque ya usted ve, criando y aficionada a las comodidades y muy amiga de la casita llena y de la rica ropa blanca...
Estas palabras salieron quebradas como sollozos. Diríase que Rojo se dirigía a su propia mujer y discutía con ella. Moragas empezaba a comprender toda la historia de aquel hombre. Estaba viendo a la mujer, delicada, hacendosa, refinada cuanto es posible dentro de su clase, y no refinada en lo material tan sólo, puesto que retrocedía ante la infamia, aunque esa infamia reportase holgura, ropas limpias y descanso.
-De todos modos -prosiguió Rojo como deseoso de cambiar el giro de sus explicaciones-, fue mi perdición, señor, que la tenía Dios determinada allí. ¿A que no quiere usted creer que había lo menos seis o siete aspirantes a la plaza, que ya presentaran sus solicitudes, y con las grandes aldabas, con grandes empeños de todas clases, mientras yo no metí ni una triste cuña? A la verdad, no sabía yo mismo lo que deseaba... Por el aquel de que me estaban pinchando y hurgando para que pidiese... escribí mi solicitud, diciendo que había sido sargento y añadiendo mis certificaciones, y la presenté así, sin más ni más... ¡Mire usted lo que es el destino de las personas! A los ocho días, decretada a mi favor, y los de las recomendaciones, a la luna de Valencia.
-Y..., -preguntó Moragas, como quien echa la sonda en un paraje de gran profundidad-, y... usted... en la guerra... o... en otras circunstancias... ¿había tenido ya... ocasión de... de herir... o matar a alguno?
-¿De herir? ¿De matar? -contestó Rojo con indefinible expresión de extrañeza y protesta-. ¿De matar? ¿De herir? En los cincuenta y cinco años que llevo de vida, no me acuerdo de haber hecho daño a nadie con mis manos. No entré en acción formal nunca. Si los jefes me mandasen disparar contra el enemigo, dispararía, ¡qué remedio! Pero el caso no llegó. A mi cargo corrió un año entero la instrucción de quintos, y ninguno puede quejarse de que yo le haya cascado un revés siquiera.
-Pues entonces... ¿cómo pensaba usted arreglárselas con... el oficio que iba a tomar?
-¿No le digo -replicó Rojo dolorosamente-, que fue una cosa que vino así? Yo calculaba: vamos viviendo y cobrando, que ocasión habrá de pensar lo que conviene, cuando lleguen las apuradas. Podía suceder que no llegasen nunca; podía uno morirse sin que llegasen... y no servía de nada el consumirse antes de tiempo... Por lo pronto, cobraba mi sueldecito; vivíamos; entretanto, quizás saltase otra colocación; y... calma y aguardar. Sólo que vino la gorda, como pasa siempre en este mundo, cuando menos se esperaba... y me encontré atado de pies y manos... con la obligación delante...
-Inconcebible parece -exclamó Moragas- que pudiese usted resolverse a...
-Y ¿qué quería usted que hiciese? No me había de resistir a la Ley. ¿No conoce usted, don Pelayo, que eso era imposible? ¡Ay qué bien se habla! El que manda manda, y los que estamos debajo obedecemos.
-Pudo usted decir que no... ¡y veríamos quién...!
-Me obligarían...
-¿Cómo?
-Me llamarían al despacho del jefe de la ronda secreta... y... allí...
Rojo hizo el ademán de juntar los dos pulgares por su cara externa, y el gesto del que sufre un dolor cruel. Moragas mostró expresivo asombro.
-¡Tormento! -exclamó espantado, recordando las afirmaciones de Lucio Febrero y comprendiendo la verdad que encerraban.
Rojo sólo contestó con una inclinación de cabeza, clavando la quijada en el pecho. Moragas apretó los puños y soltó un terno a media voz. Dominose al cabo de algunos segundos el filántropo, y dejando caer sobre Rojo una mirada mitad compasiva, mitad irónica, preguntó:
-¿De modo que... por fin... tuvo usted que... trabajar? ¿Y cómo se las compuso? Porque usted no sabía...
-No sabía... ¡ya se ve que no! Y temía... vamos... un fracaso, no fuera a alborotarse el público, y a silbarnos o apedrearnos... Pero salí del apuro, porque el hijo del oficial público que había en Marineda antes que yo, vino a verme y me dijo: «No se aflija, Rojo, que yo le ayudaré. Saldrá bien del compromiso. ¡Palabra de honor! Yo no he trabajado nunca; pero no necesito: ya sé como se hace, y hasta parece que me lleva afición a hacerlo. Si tuviese como usted los méritos del servicio militar, para mí y no para usted sería la plaza. Ahora ya la tiene usted y por muchos años la disfrute. Pero no pase cuidado, que hemos de quedar con honra. Yo subiré con usted al tablado haciendo de ayudante, por si hubiese la menor dificultad; yo le prepararé los chismes, que han de estar como la propia seda, y yo le explicaré allí la habilidad... Este es el oficio del aguador, que se aprende al primer viaje». Y así fue. Tan bien lo hizo, que le regalé tres duros. Fuera de dar vuelta a la cigüeña..., puede decirse que a aquel lo despachó el muchacho.
Moragas se contenía. A seguir su impulso repentino haría alguna barbaridad muy gorda. Pero bajo el movimiento de indignación había un sentimiento persistente de conmiseración indefinible. El alma abyecta y entumecida de Rojo era su presa. El apóstol laico no quería renunciar a la romántica obra de misericordia.
-Y... ¿cuántas veces volvió usted a... trabajar? -preguntó conteniéndose.
-Cinco.
- XII -
Una fúnebre pausa siguió a la respuesta de Rojo. Moragas se quedó helado. Aquella cifra le confundía como puede confundir un sofístico raciocinio. El hombre que tenía delante había ejecutado cinco veces el movimiento de brazo que manda a otro hombre a la eternidad.
Así que don Pelayo dominó el estupor, preguntó de un modo incisivo:
-Y diga usted... ¿Y la primera vez... al menos... no tuvo usted... algún hormigueo en la conciencia? ¿O se quedó usted perfectamente tranquilo?
-La primera vez -respondió la tenebrosa voz de Rojo-, los ocho días después, o tal vez quince... soñaba de noche... con él...
-¡Ah! ¡De noche! ¿le veía usted?
-Le veía.
Nueva pausa y silencio más atroz.
-¿Y... después? -insistió Moragas.
-Después... Por eso a veces un hombre... Sólo el que pasa por ciertas cosas... Si no fuese que apenas podía dormir, no bebería yo ni media copa de caña en mi vida.
-¿Empezó usted entonces a beber caña?
Rojo guardó silencio. Aquella confesión salía en jirones, sangrienta, magullada, como la intermitente queja que arranca el paroxismo del dolor; y Moragas, acostumbrado a ver y curar tantas heridas, comprendía que lo más grave, lo más hondo, lo más amargo de todo no acababa de ascender a la superficie. No podía Moragas adivinar qué clase de cadáver dormía en el fondo, pero lo presentía, allá, muy abajo, en los últimos senos de un pozo de ignominia, vergüenza y desesperación humana. Su instinto infalible seguía gritándole: «Por aquí, por aquí... están las últimas telas del corazón, de ese corazón que lo mismo les late a los filósofos que a los jueces, a los criminales que a los verdugos; la porción augusta que existe en este miserable lo mismo que en ti...».
-Y... -preguntó expresiva y lentamente, clavando los ojos en su interlocutor pensando con la mirada, por decirlo así, sobre su espíritu-. Y... su mujer de usted... ¿qué decía de esos malos sueños con reos agarrotados? ¿No soñaba también ella?
-Esas son cosas que no importan nada -declaró torvamente Rojo-. De eso más vale no hablar. Estamos gastando aquí conversaciones que no vienen al caso... y ahora... sería bueno atender al chiquillo:
«Tú caerás -pensó Moragas-. No te me escapas. Ya sé por dónde te duele. ¡La fibra universal! Esa es la que responde siempre. Amor, paternidad... Habría que ser fabricado de bronce para no resollar por ahí... Y me parece que tú resuellas, y fuertecito... Pues si resuellas... por ahí te atacaremos. Del concepto limitado de marido y padre, puedo hacerte pasar al general de hombre. Me costará trabajillo sacar a flote la humanidad; pero por lo mismo... Yo te trabajaré. ¡Ah, si el Padre Incienso y el Padre Fervorín sintiesen estos pujos redentores que siento yo! Lo que me indigna es el contrasentido de que los tales Padres serán capaces de absolver tranquilamente al verdugo, a la media hora de haber agarrotado a su prójimo... ¡y en cambio le negarían la absolución si le diese por sostener que la misa puede o debe decirse en castellano!».
Hecho este aparte, un tanto candoroso y sin medula, el filántropo miró otra vez a Rojo, fija y hondamente. Dos imágenes se enlazaban en su fantasía: la de la presunta parricida de la Erbeda y la del ser maldito a quien quería redimir. Vio a la mujer estrangulada por el hombre, con permiso de las leyes... «No será -calculó para sí-. Este individuo no volverá a quitar la vida a nadie. Moraguitas, o eres un bolonio, o de esta vez has concluido con el verdugo de Marineda».
El propósito le infundió singular animación y hasta alegría. Aquella sí que era hazaña bonita, verdadera redención. ¡Salvar una existencia y dignificar un alma!
-Oiga usted... -pronunció con irresistible fuerza-. Usted es un hombre a quien todos desprecian. ¿Está usted convencido de ello?
-Pero es una injusticia grandísima.
-No lo es. Sin embargo, quiero concederle a usted que lo fuese. Escúcheme con atención. Esa injusticia, ¿la paga o no la paga su hijo de usted? ¿Por qué le tenemos ahí en esa cama, destrozado a pedradas el cuerpo?
-¡Porque hay gente muy bárbara en el mundo!
-Veo -exclamó Moragas con energía- que no quiere usted avenirse a la razón. Veo que desea usted que su hijo continúe en la misma situación social. Pues, ¡buenas noches! Busque usted médico.
Rojo emitió un quejido informe, de súplica y protesta, tendiendo las manos como para detener a Moragas.
-Precisamente -añadió el Doctor, que a pesar de haberse despedido no se movía de la silla -estaba yo dispuesto a tomarme interés por el muchacho, y a servirle de algo para resolver el problema de su educación y de su porvenir.
No respondió Rojo con palabras, pero repitió el ademán de postrarse ante el Doctor. Este se desvió, poniéndose en pie y mostrando intenciones de retirarse.
-Hablemos claro -dijo parándose en mitad del camaranchón-. A ver si usted me entiende. ¡Puedo ser útil a su hijo y servirle... de mucho! ¿Qué educación le da usted? Apostemos que ninguna.
-¿Y qué culpa tengo yo, señor? ¡De todos lados le echan! En las escuelas privadas no le quieren. En las del Ayuntamiento, el fantasmón del Alcalde me dice que no tiene cabida, porque es hijo de padre acomodado. Si va al Instituto, le acabarán de matar a pedradas. Intento ponerle a que aprenda un oficio, y el dueño de la fábrica de dorados le admite un día, y al siguiente le planta en la calle, porque los aprendices se le declaran en huelga... ¿Es injusticia, o no? ¡Mi hijo es tan bueno como ellos! ¡A lo mejor ellos tendrán padres ladrones!
-¡Que los tengan! -objetó Moragas-. ¡Lo peor es ser hijo de usted! Y si no lo confiesa usted ahora mismo... no vuelve a verme el pelo en toda su vida.
Rojo exhaló un grito sofocado, un grito que no se oía casi, un grito que lloraba.
-Pues bueno... lo confieso, sí, señor... Confesado... El demonio lo hace... ¡Ser hijo mío es lo peor del mundo!
-Y un hijo de usted no tiene más camino que sucederle en el cargo...
-¡Eso no! ¡Primero le ahogo... con las manos... sin instrumentos!
Al pronunciar estas palabras fue Rojo, corriendo desatentadamente, a batir contra la pared de tablas del mísero rancho, ocultando el rostro en el rincón. Moragas se llegó a él, y casi a su oído murmuró, tuteándole por repentina inspiración de su retórica de apóstol:
-Yo puedo salvar a tu hijo y hacerle hombre como los demás...; yo puedo darle oficio honrado y hasta instrucción y carrera superior, si sirve para el caso...
Rojo se volvió, y, mirando al médico cara a cara, exclamó:
-¡Pues gana usted el cielo; porque obra de caridad como ella!...
-No..., no gano cielo ninguno... porque no lo haré de balde.
El padre se quedó callado, sin adivinar en qué moneda le iban a exigir el pago de la buena obra.
-¿Estás dispuesto a pagar? -insistió Moragas.
Rojo miró a la cama donde reposaba Telmo, y, sin vacilar, respondió con firmeza sobrehumana:
-Sí, señor. Pagaré.
El Doctor guardó silencio, como si quisiese dejar que grabase en el ambiente la promesa de Rojo. Pasados unos instantes, repitió:
-¿Pagarás?
-Está dicho... ¡y basta!, usted haga que mi hijo deje de ser aborrecido de todos y que no se vea en el caso de tomar mi oficio, y yo...
-Veremos -advirtió Moragas-. No me fío todavía. Temo -añadió, mezclando tratamientos- que si yo le digo a usted «haz esto o haz lo otro», usted me salga con que la ley... y con que la obligación...
-No señor. Juan Rojo hará lo que usted le mande. ¿Ha oído? Lo que usted le mande. Soy un hombre de bien; a nadie causé daño sino por orden superior; pero como usted tiene tantos enemigos... ¡si hace falta dar un susto!...
-¡Bárbaro! -respondió Moragas-. No hago caso de este rasgo de estupidez... Ya sabrás lo que exijo de ti... y si te queda un adarme de sentido moral, me obedecerás con pleno convencimiento de que llevo razón... Y si has de obedecerme, empieza ya. Dime al punto por qué no vives con tu mujer.
-Pero a usted ¡qué le importa eso! -gimió Rojo-. Yo no quiero saber de ella... Se marchó...
-¿Con otro?
-Bueno; ¿y si fuese con otro?... ¡Dios la perdone! Yo bien perdonada la tengo... ¡Que Dios mire por ella, porque yo lo único que sé es que es madre de mi hijo... y... abur!
-Ya no pregunto más... -dijo Moragas, sintiendo una emoción tan dramática que le pareció ridícula-. Perdonar siempre, es la ley verdadera, ¡y no esas que acatas tú! ¡Yo también haré que perdonen a tu hijo!... Adiós, que volveré... Hasta mañana... ¿Entiendes? ¡Hasta mañana!
- XIII -
Y no pudo volver Moragas a la mañana siguiente, porque Nené amaneció enferma. Empezó por fiebrecilla catarral, y siguió por una de esas calenturas que en pocos días agotan la naturaleza de una criatura pequeña, como viva corriente de aire que activa la combustión de delgado cirio. Se marchitaron las mejillas de Nené; leve capa vidriosa cubrió sus dulces pupilas negras; sus manitas enflaquecieron, descubriendo los tiernos huesecillos bajo la piel flácida. El Doctor lo olvidó todo; encerrose con la criatura; no revolvió libros, porque comprendía los orígenes del mal, pero se abrazó con él cuerpo a cuerpo, y a fuerza de reconstituyentes y de cuidados exquisitos, empezó Nené a manifestar una sombra de mejoría. Y la mejoría se fue graduando, y se iniciaron los antojitos de golosinas y de juguetes... Moragas entrevió la posibilidad de llevarse a su niña a la Erbeda, y allí restaurarla por completo en fuerzas, en alegría y en vitalidad. «Tenemos Nené», le decían sus estudios y le repetía la esperanza. Un día salió disparado a comprar un juguete nuevo, norte-americano, unas enormes mariposas mecánicas que volaban solas; y al soltarlas en la habitación de la convaleciente, y oír que se reía de los aletazos que pegaban contra la pared los pintorreados mariposones, acordose por vez primera, con vago remordimiento del hijo de Juan Rajo.
Como toda persona impresionable, Moragas solía caer de la cumbre del entusiasmo al fondo del desaliento. En el camaranchón del verdugo le había parecido empresa fácil la del rehabilitar el chico, sacándole de la atmósfera de ignominia donde vegetaba. Hallábase dispuesto entonces a vencer preocupaciones y antipatías, violentar las puertas de escuelas y talleres, salir fiador, y realizar en un solo día la salvación de Rojo y la de Telmo. Rojo no mataría más: Telmo sería obrero o estudiante... Y ahora, a un mes de distancia, el plan se le figuraba impracticable y absurdo. Advertía la ligadura de la voluntad, el hielo que cohíbe la acción y sólo veía las dificultades y hasta el lado comprometido y semigrotesco de su proyectada empresa. «¿No hay por ahí otros muchachos a quien proteger? He ido a fijarme en ese, precisamente en ese... ¡Moraguitas! ¿Dónde metes tú, en Marineda, al hijo del verdugo? Todo el mundo torcerá el gesto apenas le nombres...».
Pararon estas fluctuaciones en aplazar y ganar tiempo. Diose a sí propio la excusa de que nada se puede emprender durante el verano, y el verano iba aproximándose ya. «En estos meses todo se paraliza. Época de vacaciones... La gente se larga al campo... Yo también quisiera darme una vueltecilla... ¡Los colores que echará Nené en la Erbeda! Y para iniciar la campaña redentora... mejor a principios de invierno». Contribuyó a apagar las ardorosas resoluciones de Moragas el hallarse Telmo ya curado de sus descalabraduras. El niño, sano y bueno y correteando por la calle del Faro, parecíale menos digno de compasión. Hasta sintió Moragas, por egoísmo del cariño a su hija, cierta hostilidad contra Telmo, tan robusto y vigoroso, más despejado, más resuelto, más marcial que nunca, y crecido dos pulgadas lo menos. «La salud de este bigardo la quisiera yo para Nené...». Al punto, reaccionando su generoso carácter, Moragas quedó descontento de sí mismo, en un estado de ánimo especial, comparable al sufrimiento. Sentía como si llevase atravesada una barra de metal frío y duro, cuyo peso gravitaba sobre su alma y la deprimía. «Más tranquilidad es no ver el ideal ni de cien leguas, que verlo y no alcanzarlo», pensó el médico. Siempre que el recuerdo de Juan Rojo cruzaba por su memoria, sentía don Pelayo la impresión de humillante impotencia que causa al deudor el aspecto del acreedor -del acreedor mudo, que espera sin reclamar el préstamo-. El estado moral de don Pelayo lo conocen y padecen todos cuantos hombres, sin llegar a justos, perfectos ni santos, pueden llamarse buenos, sensibles y altruistas. El santo no sufre: cumple sin temor: su voluntad es de una pieza. El bueno... cumple o no cumple, pero siempre le sangra la herida de la piedad.
Lo que más obligaba a Moragas a no olvidarse de Rojo, eran las conversaciones relativas al crimen de la Erbeda. Ni en el campo ni en la ciudad se hablaba de otra cosa. Según lo vaticinado por Priego, el tal crimen había tenido gran resonancia, hasta en la prensa de Madrid, donde se le consagraron extensos telegramas y largos artículos, alguno tomado de los diarios de Marineda. Esperábase la vista pública como se espera un acontecimiento: se sabía que asistirían a ella Paco Rumores, un hijo de Marineda, admitido como noticiero en el diario de mayor circulación de España; que don Carmelo Nozales preparaba un informe brillantísimo, preludio de su traslado a la Audiencia de la corte, y que, no obstante su resistencia y repugnancia a exhibirse en Marineda como letrado, Lucio Febrero había tenido que encargarse de defender a la parricida.
Moragas resolvió asistir al juicio oral. Pero a última hora se lo impidió la hija de la marquesa de Veniales, casada hacía siete meses con un ingeniero, y tan enemiga de perder tiempo, que, al cumplirse ese plazo mínimo, aumentaba la especie humana con una criatura. Fue el lance apretado y peligroso, y Moragas no pudo apartarse del potro de tormento donde gemía la prematura madre. A la misma hora en que entraba en el mundo una niña sietemesina, los jurados y la Audiencia sentenciaban a salir de él a una mujer y un hombre; los reos de la Erbeda, sentenciados a garrote vil, «como era de esperar», que dijo Cáñamo.
Unánime estuvo la prensa aquella noche y la mañana siguiente, poniendo en las nubes el informe de Nozales, y revelando descontento y extrañeza ante la defensa de Febrero. Fiel a los moldes clásicos de la oratoria forense, Grocio y Pufendorf pronunció una especie de invocación a las furias del derecho penal, esmaltando su oración de vengadores apóstrofes. Para el objeto sirviole de mucho a Nozales el ligero baño literario que poseía, y la acusación de Batilo contra los dos asesinos de Castillo le hizo el caldo gordo, sin que por nadie fuese notada la coincidencia de ideas y frases, que pudiera parecer resultado de coincidencia de crimen. Lo mismo que Meléndez Valdés en 1821, Nozales habló del desenfreno, perversión y abandono brutal de las costumbres, de la funesta disolución de los lazos sociales, de la inmoralidad que por doquiera cunde y se propaga con la rapidez de la peste, del olvido de todos los deberes, y presentó como rasgo característico de la época al hacer escarnio del nudo conyugal; habló de la consternación de la patria ante tan horrendo atentado, perseguido con las mayores penas desde la antigüedad remota hasta la época presente; citó una ley del Fuero Juzgo y otra del título de los omecillos en las Partidas; y terminó con el parrafeo efectista de cajón en estos informes, encareciendo a los jueces la trascendencia del veredicto y la importancia de la misión que la sociedad les confía, la necesidad de reprimir inexorablemente el crimen y de inspirarse, no en una compasión reñida con la ley, sino en el recuerdo de la víctima «que ya no puede hablar y desde otras regiones contempla a la sociedad y a los jueces». La concurrencia, pendiente de los labios de Nozales, prestó también afanosa atención a Lucio Febrero; sólo que, hacia el segundo tercio de la perorata del joven letrado, principió a desorientarse, y al final, confesando que «todo aquello podría ser muy científico», convino en que era raro y sospechoso, y aun funesto a la sociedad, de cuyas manos arrancaba el consabido rayo vengador que Nozales, con artístico ademán, fingiera vibrando sobre las cabezas malditas de los reos. Además, ¿no era un sofisma evidente, una falta de lealtad jurídica, el empeño de demostrar que la parricida, al entregarse a un amante, y al concertar después con él la muerte de su esposo, no obedecía a sugestiones de la lascivia, sino a las de un terror profundo, de esos que extravían y ciegan, al terror de que el amante la acogotase, y luego al terror de que el marido, cumpliendo amenazas tan reiteradas y horribles como verosímiles, la ahogase una noche, entre el silencio de la alcoba conyugal? ¿A qué venía apoyar tesis tan rara con citas de obras de medicina, que demuestran la obcecación y trastorno moral que produce el miedo en el alma humana, y sobre todo en la femenil, donde la educación y la costumbre riegan y cultivan ese sentimiento? ¿Por qué Febrero no citaba obras de Derecho penal? ¿Por qué no admitía la versión natural y corriente de la bribona que, a fin de dar gusto al cuerpo, toma un galán, y para mejor disfrutar del galán suprime al marido? Nada, está visto que estos jurisconsultos de ahora se agarran a un clavo ardiendo con tal de declarar al reo irresponsable... Había que oír a Cáñamo en los pasillos de la Audiencia de Marineda. «Les digo a ustedes que, a este paso, la sociedad se hunde, se desploma... Como que se quita la piedra angular, fundamento de todo el edificio». Renació la tranquilidad al saberse el veredicto del jurado, prueba de que la sociedad no se desplomaba aún. ¡La apuntalaría muy en breve un doble cadalso!
A los dos o tres días de hacerse pública la sentencia, entró en el gabinete de Moragas Lucio Febrero, y el abogado tendió al médico una mano que ardía.
-¿Sabe usted -dijo arrojándose en el diván- que tengo calentura por las tardes?
Moragas le pulsó. Sí; había elevación de temperatura, pero casi insensible.
-Tal vez sea -dijo- una manifestación palúdica; pero se me figura que lo que tiene usted puede llamarse berrinche.
Lucio no contestó al pronto: dudaba entre callar o espontanearse. Al cabo, poniéndose de pie y con la expansión de quien destapa el alma:
-Me voy de Marineda -exclamó-. Me meteré en la montaña, a cazar, lo que falta del verano, y con eso tal vez me salvo de una hepatitis. ¡Felices ustedes los que no se reprimen, los que dan válvulas a la ira como al entusiasmo! ¿Dice usted que poca fiebre? Pues yo pensé tener cuarenta grados y varias décimas.
Moragas se rió, y murmuró, apoyando cariñosamente ambas manos en los hombros del abogado:
-¡Qué a pechos lo ha tomado usted! No lo creí. Es verdad que la causa metió ruido, y que Nozales puso toda la carne en el asador.
-Toda la carne... Sí, la carne manida; carne de un siglo. Pero el pensamiento del auditorio contaba justamente la misma fecha que los argumentos de Nozales. ¡Les habló el lenguaje que entendían!...
-Y usted en chino -advirtió Moragas-. Aquella teoría del crimen por miedo sería muy ingeniosa en los Assises de París... Lo que es por acá... usted se pasó de listo, señor don Lucio.
-¡De lo que me pasé fue de sincero! -exclamó apesadumbrado el joven defensor-. A veces la verdad no es verosímil; yo lo olvidé, quise hacerla brillar en todo su esplendor, y sólo conseguí espesar la sombra. Nozales sí que estuvo acertado. Hay para uso de los tribunales, una especie de aleluyas del hombre malo y bueno que se aplican indistintamente a cualquier criminal: es una máscara clásica, como esas figuras alegóricas de yeso que representan las Virtudes, o las Estaciones del año. ¡La humanidad es tan variada, tan diferente entre sí!... ¡Cada alma es un mundo! Pero Nozales, y los magistrados. ¡Cargue el diablo con ellos!
-Vamos, ¿ve usted como nadie es de bronce? -advirtió Moragas-. Se ha tomado usted interés por su defendida... ¿Qué tiene de particular?
-No, Moragas... No es eso -respondió Febrero esforzándose en hablar sin violencia ni cólera-. Ella... me es casi indiferente, y el querido, antipático. Me importan... como concepto. Veo que ella va a morir... no por criminal, sino por miedosa. Su crimen es horrible, nauseabundo; tiene circunstancias que espeluznan; conformes; pero si se atendiese a lo interno... ella no debía morir.
-¿Cree usted que deba morir en garrote mujer ninguna? -preguntó Moragas fogosamente.
-Ya sabe usted como pienso en ese asunto... No soy abolicionista... Pero las mujeres, puesto que la ley las considera menores para infinidad de casos, y el derecho político las excluye, debieran encontrar ante el derecho penal la protección y la indulgencia que se deben al menor. ¡Y váyales usted con esto a los señores del margen! Esa criminal de la Erbeda, por ejemplo, no hubiese cometido el crimen si no fuese educada bajo el régimen del terror viril. Me ha contado su historia. De niña, la pegaba su padre para obligarla a pisar tojo. De muchacha, en las romerías, la sacaban los mozos a bailar a empellones o zorregándola un varazo... ¡galantería rusticana! De casada, su marido no la solfeaba mucho (por eso dijo Nozales, parodiando a Meléndez Valdés, que era hombre de bondoso carácter); pero un día que vino más borracho que otros, la quiso meter en el horno y arrimar lumbre... Sobreviene el querido... y... la conquista un día, por violencia, con amenazas y golpes; establecen el concubinato... el marido los pilla casi infraganti, y hace la vista gorda... sin duda por temor al Cirineo..., pero así que este vuelve la espalda, agarra a su mujer de las muñecas, la lleva ante el horno..., la suelta después..., y por frases, por miradas, por intuición, ella comprende que el propósito es firme, que su marido tiene determinado matarla y sólo espera ocasión propicia. Así la va asesinando poco a poco, de susto. Al acostarse le dice siempre: «Cuando menos pienses te despiertas en la eternidad». Y la mujer suprime el sueño, quiere que no la sorprendan, poder resistir, gritar... ¿Comprende usted el estado psíquico que determina el no dormir en muchos meses? Naturalmente confía sus terrores al querido, que se alarma también por cuenta propia..., y claro, surge la idea del crimen... Ahí tiene usted la génesis... ¡Miedo!
-Pues nadie lo ha creído, sépalo usted -advirtió Moragas-. En el concepto general, el esposo murió porque estorbaba...
-Dejarlo -respondió Febrero suspirando-. ¿Qué más da? Yo me voy de caza, de pesca, de monte..., de cualquier cosa... Y no oiré, ni entenderé, ni me tropezaré con Cáñamo, ni con Nozales, ni con don Celso Palmares, que después de andar diciendo que se moriría sin firmar una sentencia de muerte, ha firmado ésta... Me libraré del espectáculo ridículo de la versatilidad de las muchedumbres; no veré a los mismos que hoy clamaban «vindicta pública», telegrafiar a los Diputados y Senadores para conseguir ese otro absurdo que llaman indulto...
-¿Sentiría usted que indultasen a su defendida?
-Sé que no la indultarán: corren vientos de severidad. Pero el indulto me subleva. O no condenar, o no perdonar a capricho. La clemencia ministerial (ni real es) corre parejas con la justicia histórica... Ea, adiós, señor don Pelayo; a menos que quiera usted acompañarme a la Cárcel... Voy a despedirme de esa infeliz, y a darle ánimos, haciéndola creer mil embustes. ¿Me ayuda usted a mentir? ¿Sí? ¡Cuánto me alegro!
- XIV -
El Doctor aún no acababa de resolverse. Estaba en uno de esos períodos en que el corazón pide más descanso que lucha. ¡De cuán endeble contextura es la hebra del destino humano! ¡Cuán insignificante puede ser el movimiento psíquico que tal vez decide de una existencia!
Moragas miró a los vidrios de su ventana y notó que hacía un sol radiante, un día de junio espléndido y no caluroso; y por esto y por la simpatía que le inspiraba Lucio, pensó: «pecho al agua»; se puso el sobretodo gris, y bajó las escaleras de muy buen talante.
Hállase enclavada la Cárcel de Marineda al extremo inferior del Barrio de Arriba; por un lado mira al mar, por otro -donde tiene su principal entrada- a una plazoleta irregular y en declive, entre cuyas baldosas crece la hierba. El aspecto de esta plazoleta es de los que enamoran al artista y desazonan al edil fomentador de reformas urbanas. A la derecha, el gótico caserón de un noble; a la izquierda, la alta pared de la Audiencia; en primer término callejuelas y calles, y allá en el fondo, azul bahía. Construida en el último tercio del siglo pasado, la Cárcel de Marineda guarda algunas fúnebres memorias de nuestros disturbios políticos: enséñase el calabozo de donde salieron varios liberales para la horca, y ciertos realistas a tripular un barco que en mitad de la bahía se desfondó, arrastrando al abismo su tripulación maniatada.
-¿Sabe usted -pronunció Moragas deteniéndose antes de franquear la puerta- que la Cárcel es angustiosa y triste ya antes de que se ponga en ella el pie? Esas rejas triples, comidas de orín, parecen telarañas urdidas por la coacción y el aburrimiento.
-Pues sepa usted que esta es una de las mejores de España. ¡Hay cada cárcel por ahí! En algunas viven los reos con los pies metidos en agua... o en cosa peor. Acuérdese usted de lo que charlamos hace tiempo en el Espolón: la idea de que el acusado es torturable no se ha extinguido, ni mucho menos. Esta Cárcel -añadió Lucio deteniéndose y agarrando familiarmente al Doctor por la solapa- es un portento de construcción, al decir de los inteligentes en arquitectura. Ahí le contarán a usted -caso que tenga la paciencia de escucharlo- que si el carcelero deja caer al suelo en su habitación el manojo de llaves del edificio, se oye el estrépito desde cualquier celda, y que a su vez el carcelero, desde su habitación, no pierde ripio de cuanto pasa en las celdas de los presos... A pesar de tales maravillas de acústica, por las rejas bajas entran botellas y más botellas de aguardiente, y el último día que estuve a ver a mi defendida, había un preso curándose de dos puñaladas, causadas en riña después de una juerga... ¡Qué mundo, este mundo penal!... ¡Y decir que ahí, y no en los infolios apolillados, está el Derecho futuro, el que crearemos! Entre usted, que ya verá tristezas... aunque ahí nadie se queja ni llora: todos son estoicos desde que pasan ese umbral.
Entraron, y se puso a sus órdenes un empleado solícito, acostumbrado a las visitas de Lucio Febrero, que andaba en la Cárcel como por su casa. Moragas, no familiarizado con el lugar, miraba con desolación las paredes revestidas de suciedad inveterada, de mugre que parecía exudación del delito; deletreaba los rótulos trazados sobre ellas con humo, y resistía a fuer de médico, el tufo indefinible, mezcla de vahos de rancho insípido y de gente desaseada, que flotaba por los pasillos y hasta en los patios. Aunque los dos amigos iban derechos al departamento de mujeres, situado en el piso alto, Febrero arrastró a Moragas hacia el patio principal, donde tomaban recreación los hombres. Los presos, que llevan por sistema fingir indiferencia hacia cuanto viene de fuera no cambiaron de postura ni interrumpieron sus ocupaciones. La mayor parte de ellos, fuerza es decir que en nada se ocupaba: entregados a la detestable holgazanería carcelaria, paseábanse en grupos por el estrecho recinto, charlando canturreando a media voz, y clavando de soslayo en Febrero miradas frías y hostiles. Moragas sentía aquellas ojeadas alevosas, que se le hincaban como navajillas en el rostro. Un preso, en particular, le inspiró tan súbita repugnancia, que de buen grado se iría a él para retarle y abofetearle. «¡Vaya un pájaro!», murmuró dando con el codo a Febrero. El pájaro merecía, en efecto, alguna atención, por más que su tipo no ofreciese una singularidad propia de Marineda, sino una variedad, común tal vez en todos los establecimientos penales del universo. Era el Adonis del presidio; el que en París se llama pâle voyou, en Madrid chulapo, y en Cantabria carece de nombre propio, por ser planta exótica: mozo imberbe, de quebrada color, con cierta perfección de formas que en vez de atraer repelía, como repele una lámina obscena. Vestía camiseta sucia, que descubría el arranque del cuello y el resalte de las tetillas; pantalón de paño crema, ceñido como el de los bailaores, y botas prietas, nuevecitas, de caña clara. La cabeza llevábala desnuda, y pegado el cabello a las sienes en reluciente gancho. Andaba con indecoroso meneo de caderas, y en provocativa actitud se aproximó al grupo de Moragas y Febrero, como diciendo: «Mírenme ustedes, aquí está un mozo cruo». El celador que acompañaba a los dos amigos empujó con disimulo a Febrero, y llegándose al oído de Moragas, susurró guiñando el ojo: «A ese lo mantiene y lo viste y lo habilita de todo una...».
Mas ya solicitaba la atención de Moragas otro asunto; acababa de divisar, en el ángulo fronterizo del patio, a dos criaturas, que representarían a lo sumo de nueve a once años.
-¡Vea usted! -exclamó, dirigiéndose a Febrero-. ¡No pensé que también hubiese micos!
Los chicos, acurrucados en el suelo, se levantaron a la voz del celador, que les dijo imperiosamente: «Aquí». Acercáronse los dos: el mayorcillo, altivo, serio; el menor, risueño, cínico, ostentando en la carita esa expresión picaresca, que acompañando a la inocencia tiene algo de celestial, y que marchita por el vicio encoge el corazón. «A ver, ¿por qué estarán aquí este par de peines?», exclamó el Doctor, alargándoles con disimulo, no sé qué plata menuda. Iba a explicarlo Febrero, pero el celador se adelantó. «El más pequeño es el que escaló una chimenea para abrir la puerta a los ladrones cuando entraron a coger los cálices y las alhajas en San Efrén. El otro..., que parece de once años, pero tiene ya sus doce y medio... es el que en el Campo de Belona dejó seco a un asistente de una puñalada en la ingle». Moragas clavó los ojos en el precoz homicida.
-¿Es verdad eso? -preguntó con más lástima que enojo-. No alzas del suelo tanto como mi bastón..., ¿y ya has matado a un hombre?
Al mismo tiempo le consideraba con sorpresa, notando que parecía el muchacho aquel mi niño filipino; su cara era terrosa, juanetuda, inexpresiva; sus ojos oblicuos, su boca pálida.
-¿Por qué hiciste eso? -repitió Moragas con insistencia.
-Porque el asistente pegaba a mi hermano -contestó el chico en ronca voz de pollo que muda para engallar.
Febrero desvió la atención de Moragas señalándole la puerta de una celda baja, a través de la cual asomaba el bulto de un hombre.
-Allí tiene usted al coautor del crimen de la Erbeda; el sentenciado a muerte...
El Doctor se volvió con viveza, pero Lucio le contuvo poniéndole la diestra sobre el brazo.
-Acerquémonos con disimulo... Ese individuo me aborrece desde que defendí a su cuñado, porque cree que yo traté de echarle encima toda la culpabilidad... Si le dirijo la palabra, baja la cabeza, y no me responde... Pero desde aquí le verá usted muy bien.
-¡Qué facha tan siniestra! -exclamó Moragas.
El asesino, recostado en la jamba de la puerta, miraba al patio, y a la luz del sol le hería de lleno. Efectivamente, su cara y su aspecto eran característicos. Moragas reparó en su cabeza deprimida, con pelambrera sombría, semejante a las pelucas de los villanos de comedia; en su mirar zaino, su siniestra palidez, su cara mal proporcionada, más desarrollada del lado derecho, sus manos grandes y nudosas, su prominente y bestial mandíbula. Bajo la blusa y el pantalón de lienzo se adivinaba un cuerpo vigoroso, y el zapato de lona dibujaba el pie, aplanado y recio de la plebe aldeana. La posición que había adoptado arrimándose a la puerta era algo penosa, por hallarse sujeto con grillos, que le impedían cruzar las piernas.
-Éste sí que no engaña -murmuró Moragas-. ¡Qué pedazo de bruto! ¡Vaya un protagonista para un crimen pasional!
-Pues ahí verá usted -contestó Febrero-. Si la gente fuese observadora, sólo con mirarle a la jeta se reiría de los patéticos apóstrofes de Nozales y de todo aquello del culpable ardor y del fuego criminal. ¿Ese hombre inspirar pasión? ¡Caballeros! Es un másculo de las edades prehistóricas; es el oso de las cavernas... Subamos, y observe usted el contraste entre el Romeo y la Julieta, que desde arriba puede contemplarle, si se le antoja... ¡Pero no le contemplará! ¡Si algún alivio puede tener la desgraciada, es encontrarse libre de semejante fiera! Y le advierto a usted que cuando le preguntan a él, jura en tono plañidero que ella le incitó, que ella le perdió...
Subían, mientras Febrero hablaba así, por las escaleras húmedas y pinas, y dejando atrás las cocinas apagadas y solitarias, de ennegrecido y sórdido fogón, llegaban al departamento de las presas. Oíase en el pasillo el aullido fúnebre y prolongado de una loca furiosa, encerrada en celda aparte, en tanto que se expedientaba calmosamente su envío al manicomio. Cuando penetraron en las cámaras destinadas a las mujeres, pudo el Doctor creerse metido en un infierno con vistas al paraíso.
Eran pardas y bisuntas las paredes; negra y rebajada la techumbre; carcomido el piso; reducidísimo el espacio para el rebaño de presas que se apiñaba en pie, buscando apoyo en las ruines tarimas -donde sólo convidaba al sueño flaco jergón mal surtido de poma o paja de maíz seca-; mefítica la atmósfera, y triplicados los polvorientos barrotes que la retasaban. Mas al través de los hierros, tan próxima que casi metía por ellos jirones de raso turquí, estaba la bahía amplia, majestuosa, rielando bajo el sol, poblada de gentiles minucias, de chalanas, de pesados lanchones, y señoreada por un magnífico trasatlántico, el Puno, que con las calderas trepidando aún, mal borrado el penacho gris de su alta y fina chimenea, acababa de fondear, y sobre cuya cubierta hormigueaban los pasajeros, aguardando la falúa de la Sanidad para arrojarse a los columpiadores esquifes... Indiferente, buena sin propósito de serlo -como la naturaleza misma- la bahía enviaba a las reclusas el perpetuo socorro de un aire salobre y vivificante, que en aromáticas bocanadas se introducía burlando las rejas...
El celador advirtió a Moragas que de aquellas hembras -exceptuando la parricida- ninguna estaba allí más que por leves faltas, hurtos, agarros de moño, cosa insignificante, que a muchas las permitía alardear aún de mujeres de bien. Sin embargo, con la misteriosa fraternidad que en la prisión se establece, todas trataban cordialmente a la sentenciada a morir.
Sentada en un rincón, vestida de riguroso luto, la divisó Moragas, avisado por un codazo de Febrero. «La individua», pronunció más con los ojos que con la boca el abogado, y el médico se fue derecho hacia ella. La reo se levantaba ya por respeto a su defensor, y daba felices días; y al oír por vez primera su voz delgada y tímida, Moragas experimentó la misma impresión aguda e intensa de piedad que había notado al verla cruzar la carretera entre guardias civiles. Acaso fue mayor, más punzante, porque veía a la criminal enflaquecida, encorvada, lo mismo que si sus espaldas soportasen, no en sentido figurado, sino en realidad, el terrible peso de la ley. Por su reducida estatura y magrura extrema, parecía un muchacho disfrazado en ropas femeniles: bajo su mantón negro, cruzado a pesar del calor, no se distinguía forma de mujer, y el pañolito de zaraza con lunares, avanzando sobre la frente, envolvía en marco de sombra el rostro color de cera, afilado, sumido. Moragas contemplaba aquellas facciones menudas, aquellos ojos enrojecidos por el insomnio, y aquella boca contraída que no presentaba ningún signo característico de sensualidad.
-¿Qué tal? ¿Cómo vamos? -preguntó el defensor llegándose a la reo, en tono que quería ser campechano y jovial.
-Así... así... -contestó la mujer penosamente.
-Ahora te han mudado de habitación, ¿eh? Aquí estás mejor -observó Febrero. (La habitación no era mejor ni peor que la otra.)
-Psch... Sí, señor... Bien estoy en todas partes -murmuró la presa con apagado acento, recalcando un poco la palabra bien.
-¿Y... de ánimos? Mira, ya sabes que no te permito abatirte -añadió Febrero en tono de médico que ordena al paciente vomitivos u otra medicina repugnante.
-De ánimos... muy mal, señor... -respondió la sentenciada, fijando sus ojos, grandes, oscuros y de mirada dura, en el abogado-. Sueño cosas... Ayer... soñé que estaba ya en el cadalso mismo.
-¡Valiente simple! -exclamó Febrero, riendo forzadamente-. Como me vuelvas a soñar bobadas semejantes... Ya te he dicho cien veces que el Supremo casará la sentencia, y aunque no la case es igual, porque gestionaremos el indulto. Y de todos modos... ¡tonta! ¡Si aún tenemos por delante el verano entero! En tiempo de vacaciones no funcionan los tribunales... Bien sabes que hasta el otoño lo menos no puede pasar nada...
La presa no contestó. Bajó los ojos, y un leve estremecimiento agitó su cuerpecillo.
-Mira -añadió el defensor-; para que veas que no te olvido un momento, aquí te traigo a una persona muy respetable y muy influyente, el Doctor Moragas... Puede hacer muchísimo por ti... si... si llegase el caso... Verás como... entre todos...
Moragas se aproximó más a la reo, envolviéndola en aquella ojeada penetrante y alentadora que sabía tener a la cabecera del enfermo desahuciado. La mujer a su vez levantó la vista, y el médico alargó la mano y cogió la de la culpable, apoyando la yema del pulgar en la muñeca para apreciar la pulsación. La piel estaba fría y ligeramente sudorosa; el pulso retraído, casi insensible.
-Ánimo -profirió a su vez Moragas, pero en tono completamente distinto del de Febrero, con fe, ardor y persuasión comunicativa-. Ánimo. Dé usted gracias a Dios, que hoy es un buen día para usted. ¿A usted qué le parece? ¿Tengo yo cara de mentir o de engañar? Pues yo afirmo que no irá usted al palo.
Por la muñeca que Moragas oprimía se precipitó un arroyuelo vivo y rápido de caliente sangre; activose el pulso, y la piel adquirió suave temperatura. La mujer fijó en Moragas la humedecida y brillante mirada de sus ojos, exclamando:
-Usted tiene cara de decir verdad.
-Pues valor y esperanza, y no soñar más con el cadalso...
-¿No me matarán?
-¡No, y no, y no!
No se daba don Pelayo cuenta exacta de lo que decía: no hablaba su razón, sino su voluntad, algo que le traía a la boca frases imprudentes de esperanza y consuelo. ¿Cómo podía él impedir que aquella mujer pereciese en el patíbulo? ¿Cómo?... «Pues no se me antoja que muera. Moraguitas, esta partida hay que ganarla... ¡Vergüenza para ti si no la ganases!...».
Cuando médico y abogado, abandonando el recinto de la prisión, salieron a beber con ansia el aire del mar, Febrero se detuvo y dijo al Doctor en tono reflexivo:
-Estoy persuadido de que a la gente del pueblo se le trastea como se quiere, y que podemos hacerles mucho bien, no alumbrando su razón, sino utilizando su credulidad. Deja usted a mi defendida cual yo no la he dejado nunca... Lo mismo que un guante. Esa mujer tiene una particularidad propia de criminales: ya sabe usted la escasez de reacción vascular... y la insensibilidad. No la he visto ponerse colorada ni una vez sola, ni nunca he sorprendido que derramase una lágrima. Pues hoy, al hablarla usted, se ha encendido y se le han humedecido los ojos. Ha hecho usted bien... Le ha perdonado usted lo peor del castigo, que es su idea y su temor ¡Morir! Hemos de morir todos..., y quién sabe si antes que ella. En lo único que le llevamos ventaja, es en ignorar la hora. ¡Cuántos tísicos asistirá usted que a la primer hoja que caiga!... Lo cruel no es matar, sino martirizar lentamente con el miedo: la ley aquí, inspirada en el criterio de Cáñamo, premedita el asesinato y lo realiza con ensañamiento progresivo; cada día que pasa añade una tortura: el insomnio, los sueños espantosos, el despertar temblando, las últimas horas, en que ya se cuenta por segundos... Esa mujer mató, es cierto; pero el muerto pasó, casi sin sufrir, del sueño a la eternidad; y la ley, en represalias, la tiene medio año con el garrote delante de los ojos... Crea usted que esa mujer ya expió su crimen sólo con lo que lleva pensado estos días. En fin, usted le ha proporcionado algún alivio... Hay mentiras benéficas.
Moragas no contestó al pronto. De una fosforera de plata sacó un fósforo para encender el cigarrillo. Afianzó los lentes, acarició sus solapas, y de improviso, dando a Febrero un empellón muy expresivo, dijo lentamente:
-Y usted, ¿qué diría si no fuesen mentiras?... Vamos, ¿qué diría usted?
Febrero sonrió con incredulidad afectuosa, y agarrándose del brazo del Doctor, respondió:
-No crea usted que no sé yo los vientos que corren en altas esferas... Aunque interesen ustedes a medio Congreso y a medio Senado, y a Lagartijo y al Nuncio..., tiempo perdido. Estos van al palo..., y yo me largo por no verlo, no oírlo, ni leer un periódico, ni abrir una carta en cuatro meses.
-Yo no soy diputado, ni senador, ni torero, ni plenipotenciario... -afirmó Moragas, deteniéndose y despidiendo hacia el mar una bocanadita de humo-; pero... Basta; chito; cada uno se entiende.
-¿Qué -preguntó Febrero humorísticamente-, va usted a escalar la Cárcel o a practicar una mina? Déjese usted de eso, Doctor. La vida de un ser más o menos, créame usted, nada importa. Lo único serio, y lo único que e se debe defender a capa y espada, son las ideas. Cuando sucumbe una idea, es cuando procede tocar a muerto, llorar, vestir luto... Lo demás... ¡Psch!
- XV -
Era de las últimas del verano aquella tarde, y mejor podríamos decir de las primeras del otoño, si bien ha de advertirse que en Cantabria la otoñada vence en paz, en hermosura, en esplendor, al estío. El campo, segado ya presentaba la nota melancólica del rastrojo sobre la tierra algo resquebrajada por la sequía; pero en cambio el follaje de ciertas plantas ociosas, que pueden permitirse el lujo de no morir hasta el invierno, brotaba más lozano y tupido que nunca, y las tapias de las quintas que caen al camino real se ufanaban con una soberbia diadema de rosas, viña virgen, clemátide y bignonia.
También el minúsculo jardín del doctor Moragas lucía sus mejores preseas. Había un magnolio que, de puro joven, no echara flor en todo el año; pero las últimas ráfagas de calor estimularan sin duda sus vírgenes yemas, y un ánfora blanca como la nieve, cerrada aún, pero que ya comenzaba a delatarse indiscreta por su fragancia sutil, alboreaba entre las charoladas hojas. Nené, que avizoraba la flor nueva desde días atrás, se deslizó despacito, con paso vacilante, hacia el cenador donde su padre leía un periódico -tan embelesado, por más señas, que ni sintió acercarse a la criatura, ni atendió a los reiterados llamamientos de su vocecita fina como el oro-. Los renglones que absorbían a Moragas eran de un suelto concebido en estos términos, plus minusve: «El Tribunal Supremo ha desechado el recurso de casación interpuesto contra la sentencia condenatoria de los reos del famoso crimen de la Erbeda, del cual tienen extensa noticia nuestros lectores. Se cree que la prensa y sociedades de Marineda gestionarán vivamente el indulto, para evitar un día de luto y duelo a la culta capital de Cantabria».
-¡Papáaa! -chilló la voz de la niña algo encaprichada y rabiosa ya-. ¡Papáaa! ¿Tá sodo?
-No, preciosa... No estoy sordo -respondió el padre, riéndose mal de su grado-. A ver, ¿qué ocurre? ¿No me dejarás leer?
-For del buebo abió... Ámela. Queo for. ¡For, for!
-¡Amén! Las vas a coger tú misma de la rama...
El Doctor aupó a la chiquilla, y esta agarró la preciosa magnolia semicerrada aún, destrozándola, porque no podían cortarla sus deditos... Por fin, entre hija y padre separaron del árbol la codiciada prenda, y Nené, apenas hubo conseguido apoderarse de ella, salió corriendo cuanto se lo permitían los vestigios de aquella debilidad orgánica mal curada aún, en dirección de la casita. Nené tenía sus planes respecto al aprovechamiento de la primera magnolia del jardín.
Apenas el Doctor se vio libre del tirano, recobró su periódico con diestra febril, y releyó el suelto, cual si no lo hubiese entendido, a pesar de ser tan trivial y claro. Apretose la barba y arrugó el ceño como quien medita sobre muy arduos problemas; luego se levantó y fue lleno de agitación a pasear por la única y angosta calle de árboles del huertecillo. El sol jugaba sobre la hierba de los recuadros, dorándola y prestando a todo un tinte pacífico y alegre. Moragas hablaba solo, lanzando frecuentes exclamaciones, gesticulando, porque para él la reflexión era acción, movimiento y marejada interna imposible de reprimir. «Ahí tienes, Moraguitas, el conflicto que se te viene encima... Anda, hijo, ahora es cuando tienes que apretar las clavijas tú... ¡Valiente derrota la que se te prepara! Ni Waterloo... Has ofrecido interponerte entre aquella mujer y el garrote... Pero fue como si ofrecieses la luna, ¡infeliz!... La agarrotarán... y tendrás paciencia. No son ahora los tiempos poéticos del Caballero de Maison Rouge, que por medios inverosímiles y romancescos sacaba a las cautivas de las mazmorras...». Mientras pensaba así, en los repliegues secretos de la intención y de la voluntad alentaba otra cosa, una singular esperanza, que tenía el ímpetu y la energía del presentimiento, o mejor dicho, del cálculo de probabilidades fundado en datos íntimos, cuyo valor sólo él podía estimar. Sin saber lo que hacía, se recostó en el cenador de viña virgen, y fue arrancando hojas de púrpura, secas, que crujían entre sus dedos...
Por ser tan chico el huerto de Moragas, oíase desde el jardín el ruido del tránsito por la carretera, y Moragas, en medio de su distracción, entreoía a ratos el susurro de cierto diálogo infantil. ¿Con quién hablaba Nené? ¿Con algún pordioserillo de los que se agazapan en la cuneta a esperar el paso de los carruajes? No, porque si así fuese, ya habría venido a reclamar de su padre una mota para socorrer la necesidad... Y la cháchara seguía, se animaba, salpicada de risas y exclamaciones gozosas... ¿Con quién?... Moragas acabó por salir de su absorción, movido por resortes de curiosidad. Subió la escalera del jardín, cruzó el comedor, y salió a la puerta de la salita... Se quedó medio petrificado, como si hubiese visto la famosa jeta clásica de la Gorgona..., aunque a la verdad no veía sino la cabeza ensortijada, graciosa, resuelta, de Telmo Rojo, tan próxima a la cabecita blonda de Nené, que casi se tocaban.
Los dos niños estaban jugando a un juego que consistía en construir con las piedras o guijos que en montón habían acumulado los camineros para recebar el firme, nada menos que una fortificación en toda regla. Nené no tenía idea de qué es fortificación, y había principiado por confundirla con otro edificio público, exclamado: «¡Casa papá selo!» (es decir, en su idioma, iglesia); pero Telmo, constante en sus malhadadas aficiones bélicas, se tomara el trabajo de explicar detenidamente a la chiquilla las diferencias capitales que existen entre una iglesia y una fortificación, y el uso especial a que esta se destina. «Mira, aquí no hay curas, ni santos, ni Virgen de los Dolores... Esta casa está llena de soldados... que van con fusiles, ¿no sabes?; pon, pon, pon...; y luego tocan la corneta...: tararí, tararí. Y luego el oficial que los manda...: media vuelta a la derecha... ¡arrr! Después vienen los cañones..., que se colocan aquí..., y son pa espatarrar al enemigo...; ¡booum!, ¡booum! A cada disparo, mueren un ciento..., o mil..., o muchísimos más. ¡Si vieses qué bonito! Y viene el Capitán General, galopando..., patatrás..., y el Estado Mayor..., patratrís, patatrís...; y el fuerte está en medio del mar..., ¿no sabes?, como San Roque... y el barco que entra en bahía lo saluda...».
Nené, a cada palabra de Telmo, soltaba la carcajada y batía palmas, loca de júbilo. Es indudable que no comprendía toda la profundidad de la enseñanza de su novísimo amigo, pero sí la sonoridad, el brío y gala de aquello del ¡patatrís! y el ¡booum! Con los aterciopelados ojos fijos en el rostro del muchacho; con la cándida boca entreabierta; con las manos trémulas de gozo y los pies danzando, Nené seguía el curso de arquitectura militar, y tomaba a puñados, como podía, el guijo, queriendo contribuir a la pronta terminación del fuerte.
Recobrado ya el Doctor de su impresión primera, dio dos pasos, resuelto a agarrar de un brazo al chico y estrellarle contra el montón de piedras... ¡Porque atrevimiento y descaro necesitaba el hijo de Juan Rojo para fraternizar con la niña de Moragas, angelito cándido, conservado entre algodones, capullo que un día había de ser la rosa blanca del jardín social, el misterioso sagrario que se llama una señorita casadera! ¡Nené jugando con el hijo de Rojo, con aquella hez de la sociedad, marcada en la frente, lo mismo que por candente hierro, con afrentosas cicatrices de pedradas! ¡Nené y Telmo juntos!... ¡La niña, alegre como hacía tiempo que no estaba; animada, encendidas las mejillas; los bracitos abiertos para abrazar, el rostro tendido al beso único niño que no puede ser besado!
Sentía Moragas nuevamente la cólera de los primeros momentos, la que le moviera a arrojar por la ventana los dos duros, la que le aconsejara retirarse de la barraca de Rojo sin curar las heridas de Telmo, y la que entonces le impulsaba a deshacer al muchacho, despertando en su alma instintos de destrucción tan salvajes, que acaso su misma fuerza los consumió instantáneamente, como a la astilla la llama impetuosa que brota de su seno... Durante cinco segundos, el Doctor fue capaz, en la intención, de un crimen... y aquel vértigo, en su misma horrible fiebre de ira y de sangre, traía aparejada la reacción, correspondiente a la acción por lo enérgica y súbita... «¿Eres tú el que quieres redimir, hacer milagros, salvar a un ser humano del patíbulo y a otro del envilecimiento? ¿No te has comprometido a que este niño tenga carrera y porvenir, y sea acogido por la sociedad sin que le echen en cara su origen? ¡Pues buen principio vas a dar a tu obra de misericordia si se te ocurre deshacerle a puntapiés, aplastarle contra los guijarros como a un bicho venenoso! Pretendes rehabilitar al muchacho... Empieza por no cerrarle tu casa y no negarle el beso de paz de tu hija».
Mientras pensaba, o más bien, sentía así, imponiéndosele el sentimiento vestido de repentina luz y hermosura, acercábase Moragas a la puerta y Telmo le veía. Los guijos se le cayeron de las manos; la diestra buscó en la cabeza la boina, y la arrancó con respetuoso apresuramiento; el muchacho se cuadró..., y el médico, serio, resuelto, como si penetrase en una sala de hospital rellena de apestados, tendió la mano, la colocó sobre la rizada vedija del chico, y murmuró:
-Me alegro de verte, Telmo... Entra, entra, que te daremos de merendar.
Pagó al contado la buena acción del Doctor, el ver pintada en el semblante de su protegido una impresión vivísima de felicidad y gratitud, que lo transformaba. Pudo entonces advertir Moragas el carácter fisionómico de Telmo, aquella especie de vanidoso candor, de engreimiento cómico dentro de su edad, pero casi trágico en fuerza del contraste que ofrecía con la habitual situación del chico rechazado y humillado. Los que aceptan la humillación sin protesta, adquieren, o una expresión de resignación sublime -son los menos- o de bajeza siniestra y vengativa -y es lo más común esto último-. Telmo distaba de ambos extremos; mostrábase víctima de una injusticia, y ni la comprendía ni la quería sufrir. Él conocía intuitivamente el valor de su alma; reconocíase capaz de grandes proezas... y le admiraba cada día más que, en vez de tratarle como a un perro, no le hubiesen puesto ya al frente de la guarnición de Marineda, o no le reservasen el mando de uno de aquellos buques tan hermosos de la escuadra, la Villa de Madrid o el acorazado que se construía en el astillero...
Dejando a Nené y a los guijarros, subió las dos escaleritas, penetró en la sala, y acercándose al médico, dijo con desembarazo, aunque no sin sobresalto interior:
-Me mandó mi padre que viniese aquí. Dice que usted ofreció que yo entraría en una Escuela, y que luego me buscaría colocación, y que me darán trabajo donde quiera, y que aprenderé un buen oficio. Pero yo...
-¿No quieres trabajar? -preguntó Moragas, que ya sonreía, tendido en una mecedora y examinando mejor al chico.
-Sí, señor; pero...
-¿Pero qué? Vamos a ver, di...
-De ser algo -exclamó Telmo resueltamente-, quiero ser militar.
-Ya caerás soldado.
-No, militar toda la vida... Oficial, vamos.
-¡Pues es una friolera! ¿Y para qué quieres tú ser oficial, arrapiezo? -preguntó el Doctor entre bondadoso y grave.
-Para tener soldados, y ganar muchas batallas, y llevar espada y... ensartar por los hígados a quien me insulte.
Moragas calló, reflexionando, y en vez de sublevarse contra semejantes propósitos, los encontró simpáticos y bien puestos. En aquel ser que aspiraba con todas las energías de su alma a la rehabilitación, caía a maravilla la aspiración militar, y podía considerarse vocación verdadera. Aún no sabía Moragas si era posible, y ya le pareció ver al muchacho con sus estrellas, sus galones, su teresiana y su espada al cinto.
-Irás a la Escuela y al Instituto -afirmó con calor-. ¡Y luego... Dios dirá! Atiende bien... Vas a llevarle este recado a tu padre... Te tomo en mi casa, conmigo.
-¿Con usted... aquí?
La impresión fue tan profunda, tan trastornadora, que bajo el bronceado de la piel curtida por el aire, se vio esparcirse un tinte de palidez. Telmo no sabía lo que le pasaba. Era un júbilo egoísta, invencible, soberano, que tenía visos de dolor. En el alma del niño, la proposición de Moragas tomaba forma, no sólo de libertad, de redención de la afrenta, sino de mágica traslación, desde el rancho sucio y lúgubre, al oasis de un jardín poblado de flores de magnolia, semejantes a la que Nené traía en la mano, donde jugarían siempre, siempre, a levantar fortificaciones... ¡Qué dicha inesperada, embriagadora! Perder de vista el barrio del Faro, apartarse del cementerio, dejar la casucha, y... esto no lo definía Telmo... que a definirlo, lo hubiese rechazado su buen corazón...; pero allá dentro era verdad...; ¡no vivir más con su padre, no respirar el hálito maldecido que asfixiaba!...
-¿No te quieres tú venir aquí? -preguntó Moragas, advirtiendo también una satisfacción interior originada por motivos muy diferentes de los que causaban la de Telmo.
-Yo... querer... -tartamudeó el chico-. Yo... ¿Me quedo ya esta noche?...
-¿Esta noche?... ¡Vamos, que no tienes tú prisa! -contestó el Doctor, risueño-. Esta noche no podrá ser, mico; porque necesitamos permiso de tu padre. Todo se andará. Mira, estoy pensando que es mejor que no le adelantes nada... No te asustes: se lo diré yo mismo... Llévale el recado siguiente: que no pase cuidado por ti... y que un día de estos, como tendré que visitar en aquel barrio, allá iré... y que me espere... Oye tú, Nené. Tira esas piedras y esa tierra, grandísima calamidad, que me pones perdido... Así, limpita la Nené... ¿Quieres tú que este niño meriende con nosotros ahora?
Sonrió la criatura de un modo angelical; alargó la enlodada mano como para agarrar a Telmo, y con la cabeza más aún que con la vocecilla de oro, dijo tres veces:
-Quero, quero, quero.
Y luego, en tono reflexivo, como de quien da solución a un grave problema, añadió esto que repetiremos, con su traducción al pie:
-No le amos uce... (No le damos dulce... porque ese es para mí todo, y más que hubiera.) No le amos roco (tampoco se me antoja que él venga a comerse mi rosco). Le amos buebo fito (le damos un huevo frito). Ete. (Este; la consabida flor de magnolio, en el estado que supondrá el lector.)
- XVI -
Se ha confirmado en todas su partes la noticia del diario madrileño. Desechado el recurso de casación, los reos de la Erbeda van a ser puestos en capilla.
Hoy, lo mismo que hace cinco meses, hierve Marineda, y en casas, en casinos, en cafés, en las fuentes y tabernas -que son los casinos y cafés de la plebe- no se habla sino de una mujer y un hombre... Mas, ¡cómo ha variado el acento con que los nombres de la pareja se pronuncian! ¡Cuán diversas las palabras que los califican! ¡Qué vuelta tan rápida ha dado la veleta de la voluntad! ¡Qué inconciliables los impulsos de antes y los de ahora!
La fermentación más activa es en las redacciones de los diarios. Van y vienen telegramas, abusando de la consabida fórmula de «evitar un día de luto a una población cultísima». El primer telegrama lo ha lanzado la prensa liberal, tomando por abogado intercesor al famoso Santo cántabro, al gran jurista y antes omnipotente político, paño de lágrimas de toda la gente de su provincia que anda por el mundo a caza de gangas y colocaciones. Y el Santo ha respondido ya, en tono cordial y afectuoso, lamentando no pesar hoy lo que bajo el mando de Sagasta, e indicando que, de todas suertes, dispuesto se encuentra a hacer lo posible y lo imposible para contentar a sus conterráneos. Y los marinedinos, al saber la respuesta, refunfuñan quejosos, murmurando que si se tratase de Compostela... ya lo arreglaría todo muy bien el Santiño querido. Por su parte, la prensa conservadora y afín acude a don Ángel Reyes, prohombre del partido, y contrincante del Santo. «A ver si, por competencia...». Pero el telegrama de Reyes, franco y decisivo como su carácter, viene a verter un jarro de agua fría sobre las esperanzas de la prensa. «Gestionaré, pero desconfío enteramente éxito». Tal es la respuesta lacónica del hombre para quien ya se está mullendo la poltrona del Ministerio de Gracia y Justicia...
No por eso se desalientan los indultistas; sólo que su imaginación, abandonando los caminos de la probabilidad racional, busca sendas nuevas, novelescas y raras. Se interesa al Cardenal Arzobispo de Compostela, a fin de que este dirija un telegrama al Vicario de Cristo, y Su Santidad, en muy patéticas frases, transmita a la Regente la súplica. Funciona el alambre, enviando elocuente excitación al marqués de Torres-Cores, poeta célebre, nacido en Marineda y residente en la corte de España, a fin de que haga milagros con la lira y con la voz, suplicando por todas partes misericordia para los infelices reos. Y, sin duda, para animar con el ejemplo a Torres-Cores, el vate local y oportunista Ciriaco de la Luna se siente inspirado, y da a luz nada menos que tres extensas composiciones en tres periódicos distintos, una «Oda a la Clemencia», una «Descripción de los últimos instantes de un reo de muerte», con lema de Víctor Hugo, y una «Deprecación a la reina y a la madre», con lema de Antonio Arnao. Roto el hielo, menudean páginas lacrimosas en los diarios marinedinos; pero flota ya en la atmósfera la convicción de que para los de la Erbeda no se ablandará ningún corazón magnánimo; de que subirán al palo a su hora, y esa hora está más próxima de lo que las autoridades confiesan: es ya inminente. «Se ha indultado demasiado en estos dos años -dice en confianza Nozales el fiscal-. Conviene en indultos, como en todo, cierto tira y afloja, y ahora corresponde el tira».
Salía el Doctor Moragas, en las primeras horas de la tarde, de visitar a un enfermo de ictericia, el magistrado don Celso Palmares -aquel que se había propuesto terminar su carrera sin firmar una sentencia de muerte, y sin embargo firmara la de la Erbeda-. Moragas saltó a su berlina, que le estaba esperando, y dio orden al cochero de dirigirse a la oficina telegráfica. Apeose a la puerta y despidió su coche allí, subiendo aprisa las escaleras y metiéndose por los pasillos tenebrosos, sucios y alfombrados de colillas. Moragas llevaba encargo de Palmares de llamar por telégrafo al hermano del magistrado, residente en Córdoba, pues Palmares se sentía enfermo de verdad, y ansiaba tener a su cabecera alguna persona querida. Y a Moragas le corría prisa desempeñar la comisión, para atender luego a quehaceres muy urgentes, de suma importancia, en el barrio de Belona...
Interceptaba la taquilla la espalda de un hombre, que accionaba entregando al telegrafista la minuta de un parte «urgente, muy urgente». Leyó el telegrafista en alta voz, y Moragas pudo oír: «Subsecretario Gracia Justicia... En nombre caridad ruégole interese Ministro Reina indulto reos Erbeda evitar día nefasto capital dignísima». Dudaba el empleado, al deletrear la firma. «¿Es Arturo Cándamo?». «No, Cáñamo, Cáñamo», repitió el que expedía, con visos de desagrado e impaciencia al ver que no estaban familiarizados allí con su apellido; y como se volviese, pudo cerciorarse Moragas de que el caritativo suplicante del indulto era ni más ni menos que Siete patíbulos...
-¿Usted pedirá lo mismo? -exclamó este confianzudamente, saludando al Doctor-. Ese telegrama que trae usted en la mano será para algún pájaro de cuenta de Madrid.
-Nada de eso... -declaró Moragas-. Yo no pido indultos, ni cabezas tampoco. Y usted, ¿qué milagro?, ¡usted el defensor de la última pena...!
-Y eso, ¿qué tiene que ver? -respondió Cáñamo con asombro-. Yo exijo justicia, y al mismo tiempo reconozco los fueros de la piedad. ¿No he de admirar al Monarca, ejerciendo la prerrogativa más hermosa y más sublime? Pero ustedes los positivistas y materialistas son duros de corazón, carecen de entrañas, y quieren despojar al jefe del Estado de la preciosa facultad de inclinar, con una palabra de conmiseración, la balanza de la ley... ¡Ah! ¿Ni aun siendo el jefe del Estado una mujer se conmoverán ustedes al verla suspender con un gesto la caída de la terrible cuchilla? Ahí tiene usted los frutos de la ciencia sin alma... ¿Qué dos pesetas? -añadió, mudando de tono y dirigiéndose al telegrafista-. A ver..., ¿son más de quince palabras? Sí, sí; ya; corriente... Voy por los sellos...
Transmitió Moragas el parte entretanto, y una sonrisa retozó en sus labios, mientras evocaba su memoria, clara y distinta, la imagen de Lucio Febrero, el cual a tales horas subiría cerros y cruzaría arroyos en pos de algún bando de perdices, allá por las breñas del fragoso distrito de Mourante, y olvidaría, paladeando el divino beleño que nos dan a beber la naturaleza y la soledad, que hay en el mundo reos, verdugos, prensa que pida indultos y Ministros que los aconsejen o desaconsejen...
«Donde la ciencia acaba, empieza el sentimiento, y en los dominios del sentimiento, es real lo absurdo», pensaba el Doctor cuando envuelto en su capa ascendía a pie la agria cuesta irregular que, en espera de una majestuosa rampa futura, es por hoy único acceso al barrio de Belona. Y una esperanza loca y sin límites, un orgullo delicioso en que flotaba su espíritu como al caer en el éter azul, le incitaron a volverse y mirar, desde la altura, a Marineda tendida a sus pies. Nunca tanto como en aquel instante decisivo y supremo resaltara a sus ojos la semejanza de la linda ciudad con un cuerpo de mujer, bien ceñida por torneado corsé la delgada cintura, y sueltos a partir de ella los pliegues de la faldamenta amplia y rumorosa. Dos conchas llenas de esmeraldas parecían los dos mares, el de la Bahía y el del Varadero, que comprimían a derecha e izquierda el esbelto talle de la cuidad; y el nevado caserío, con sus fachadas de miles de cristales, heridas por el Poniente, fingía sobre aquel talle primoroso el culebreo de un bordado de lentejuelas destellando a la luz de una tea roja... «Yo te evitaré el espectáculo, Marineda -murmuró el Doctor galantemente, como si prometiese algo a una dama-. El día del crimen querías la muerte de los culpables, y hoy quieres su vida. Voy a dártela. Y corrió, lo mismo que si tuviese veinte años...
Ante una barraca o garita pintada de almazarrón, de las que se acurrucan a la sombra del Cuartel, y que desde cierta distancia parecen sarta de corales, adorno del siniestro Campillo de la Horca, un corro de gente plebeya rodeaba un cuerpo humano sin duda: un cuerpo humano, lo único sobre que se inclina tan muda y piadosa la curiosidad popular. Alguien reconoció a Moragas, aunque iba embozado y a paso tan furtivo y cauteloso; y las voces de «¡Venga, venga aquí, don Pelayo!» detuvieron, mal de su grado, al médico, que pretendía escurrirse. Llegose, y rompiendo por entre la multitud, vio en el suelo a una muchacha pobremente vestida, fea, desmedrada, raquítica, de rostro azulado mejor que pálido: la sostenían dos caritativas mujeres, y ella, con los ojos cerrados y sumidos, entreabierta la boca, hundida la nariz, respiraba congojosamente, o más bien arqueaba; Moragas reconoció desde el primer instante el estertor preagónico. «¡Una desgracia como otra cualquiera, señor de Moragas!», murmuró oficiosamente un agente de la ronda, que andaba por allí, acercándose a don Pelayo. «Es Orosia, la hija del borrachón de Anteojos, un zapatero de viejo que trabaja en esa barraca que usted ve; mejor dicho, quien trabajaba era la chica; el padre no hace más que andar empalmando curdas... La hija tuvo ayer por la mañana un vómito de sangre, y (aquí guiñó un ojo el agente) debió de ser de algún golpe mal dado que el bruto del padre le pegaría en el estómago con la forma, porque lo tenía de costumbre... Y dice que esta madrugada la oyeron quejarse mucho las vecinas, porque el padre la hizo venir por fuerza al trabajo, y la infeliz no podía con su alma... Ahora la encontramos así... ¿Qué hacemos?».
-Una silla o un colchón para llevarla a su casa -respondió don Pelayo.
-¡A su casa! -objetó una vecina sollozando-. ¡Ay señor! A la mía vendrá... La suya está cerrada; la madre, que es cigarrera, se lleva la llave en el bolsillo, porque tiene miedo de que el maldito borracho le pegue fuego a todo... Pero traigan mi colchón, que no tenemos más que uno... y allí la pondremos... Tú, Cándido, ve a avisar al cura de la parroquia... ¡y Dios quiera que alcance!
-No alcanzará -respondió Moragas, que pulsaba a la moribunda-. De todos modos, que vaya... Y a ver si la pudiésemos, trasladar... ¡Ese colchón!
Ya lo traían, y Orosia fue tendida en él sin haber recobrado la conciencia de sí misma, en aquel deliquio de muerte que era preludio de resurrección a vida menos horrible y amarga. Su ropa, desabrochada por los conatos de socorro de las buenas mujeres, y rota a trechos, dejaba ver algunos fragmentos de mortificada desnudez, y sobre las pobres carnecitas flacas, amoratadas equimosis y huellas, frescas aún, de crueldades brutales. Las comadres se limpiaban los ojos con el pico del pañuelo de algodón; algunos hombres juraron y profirieron sordas amenazas. El colchón fue levantado en vilo por las cuatro puntas, y la comitiva se puso en marcha, dirigiéndose hacia el domicilio de la compasiva dueña. Mas al llegar allí se vio que don Pelayo acertara de medio a medio. Orosia no necesitaba ya de humano socorro, y en cuanto al espiritual, si Dios no la hubiese perdonado... Dios no sería lo que es Él, en grado eminente y sumo.
- XVII -
A boca de noche entró Moragas una vez más en casa de Juan Rojo. Ya pisaba sin reparo aquel cuchitril siniestro, que entonces se lo pareció doblemente. El reverbero apenas lucía; las camas estaban por hacer, en desorden, y no se veía a nadie en la estancia, hasta que de un rincón sombrío salió Rojo apresurado, ofreciendo silla, y tartamudeando de contento al ver al Doctor.
-Ya creía que no venía nunca más, don Pelayo.
-No acostumbro faltar a mi palabra -exclamó Moragas sentándose, y señalando con ademán imperioso al padre de Telmo el otro asiento, único que restaba en el camaranchón.
-Sí, señor; ya lo sé demasiado... Pero como no venía... yo... me tomé la libertad... me ha de dispensar... de mandar allá al chiquillo..., pues... Y me trajo por contestación... que usted... que ya dispondría... Bien puede conocer, señor don Pelayo, que la cosa urge. El rapaz está perdiendo los mejores años de su vida, los que podía aprovechar para hacerse hombre. O en escuela, o en taller, o donde usted vea, hay que meterle... El tiempo vuela... yo falto de este mundo cuando menos se piense... y es preciso que él quede ya colocado, para que no se le ocurra...
-Ya sé, ya sé lo que no debe ocurrírsele -advirtió Moragas-. Basta. No necesitamos ni usted ni yo perdernos en más explicaciones. Todo lo tenemos hablado. Le hice a usted una promesa, ¿no la recuerda? Vengo a cumplirla. A costa de mi crédito, de mi posición, de mi dinero, de todo lo que soy y valgo, haré de su hijo de usted un hombre digno, admitido por la sociedad, y a quien nadie tendrá que torcer la cara.
-¿Será así? -interrogó Juan Rojo estremeciéndose al contacto de tanta ventura, como al de una corriente eléctrica.
-Así será.
Rojo hizo ademanes de enajenado, y Moragas, más ceñudo y grave que nunca, añadió:
-Pero no de balde. Ya sabe usted que exijo en cambio...
-¡Todo lo que usted quiera! ¡Todo! -exclamó Juan, alzando los brazos y manoteando como para tomar al cielo por testigo.
-¿Todo? Ahora veremos...
Recogiose Moragas como el luchador que echa atrás los codos para reunir fuerzas; caló los lentes de oro, se sobó las manos una contra otra, y dijo solemnemente, midiendo sus palabras:
-Dentro de doce horas, mañana por la mañana, serán puestos en capilla los reos de la Erbeda. Pasado mañana, a las siete en punto, hay orden de que sean agarrotados. El indulto, que se gestionó, no vendrá. No quiere el Gobierno que la Reina ejerza su prerrogativa. Le falta a usted, pues, día y medio para quitar la vida a dos semejantes. Vida por vida. Exijo la de ellos, en cambio de la que doy, moralmente, a su hijo de usted.
Rojo se quedó inmóvil, con la boca abierta, el semblante medio idiota. Truncadas sílabas brotaron de sus labios.
-Yo... don... si... no sé...
-¡La vida de esos dos reos...! -insistió Moragas.
-Yo..., pero cómo quiere que yo...
-Usted, usted, y sólo usted, puede ya salvársela -prosiguió el filántropo con energía extraordinaria, hipnotizando a Rojo al flecharle el rayo de acero de sus pupilas-. Usted, y sólo usted. Donde han fracasado las Sociedades, las autoridades, el Cardenal arzobispo, los diputados, el Papa, usted va a vencer, y sin necesidad de tomarse más trabajo que el de decir «no». Cuando le llamen a usted para ejercer sus funciones..., usted se niega. Que le exhortan. «No». Que le mandan, que le gritan, que pretenden aturdirle. «No, no». Que le piden a usted explicaciones de su conducta. «No». Que le llevan a usted ante el jefe de policía, que le quieren apretar los dedos pulgares... Sufrir si es preciso, y «no», y más «no», y «requetenó» mil veces. ¡Este caso no llegará; yo estoy a la mira; yo impediré que se le haga a usted el menor daño..., a fe de Moragas! Duerma usted tranquilo y descanse, que no caerá un pelo de su cabeza... Como la negativa de usted ha de ser la misma mañana de la ejecución, tienen que suspenderla por fuerza..., y entonces usted publica en la prensa un comunicado, que yo redactaré, diciendo que no quiso ejercer sus funciones, porque la conciencia le avisó de que no es lícito en caso alguno matar a un semejante. Y de lo demás yo me encargo, y crea usted que ya no morirán en garrote los reos.
Juan Rojo permaneció silencioso, como si acabase de desplomarse el orbe sobre su cabeza. Y orbe era en efecto el que se le desplomaba: el orbe de sus creencias, de sus ideas, de su noción social...
-Pero, señor... -murmuró-. Pero, señor..., yo... Vamos, me ha de permitir que le diga una cosa..., y es que... la justicia..., los criminales.
-¡Calle usted! -respondió con voz de trueno Moragas-. ¿Quién es usted para raciocinar sobre criminales y justicia? ¿Quién? ¡La justicia! Queda ahora mismo en este barrio, tirado sobre un colchón, el cadáver de una criatura asesinada..., la hija de Antiojos el zapatero... ¿no le conoce usted? Su padre la asesinó a fuerza de malos tratos, de barbaridades, de golpes... Ni un día de cárcel le costará al malvado... ¿O cree usted que todos los crímenes vienen a parar en la vuelta que da usted al torniquete? Ahorremos palabras, que no estoy para perder tiempo, ni para entretenerme en discusiones con usted... ¿Le conviene a usted el trato, sí o no? ¡La redención de su hijo por la vida de esos reos!
-No se incomode, por Dios, señor de Moragas... Yo... ¡Yo haré lo que usted mande! Se acabó... No hay más que decir... Y búsqueme trabajo para mí también, porque voy a encontrarme sin pan... Basta, lo dicho dicho... Cueste lo que cueste..., haré lo que usted... ¡Digo que lo haré, don Pelayo!
-Pues corriente -respondió el médico levantándose, como si no quisiera dejar enfriar la resolución de aquel hombre-. Ya está redimido su hijo de usted..., y usted también, por añadidura. Quedará lavada, con esa acción, toda la infamia anterior. Telmo, desde hoy, corre de mi cuenta. Que recoja su ropa... y que se vaya allá cuando guste; hoy se le prepara habitación en mi casa.
Decía esto Moragas andando hacia la puerta, y dando por consiguiente la espalda a Juan Rojo. Al poner la mano en el pestillo y abrir la boca para añadir «Adiós», hízole volverse un sonido ronco, una especie de mugido como el de las olas del mar cuando se engolfan por estrecho canalizo que las comprime y las desmenuza en espumosos jirones. Volteó rápidamente. El padre de Telmo era quien rugía o se quejaba.
-Se... señ... don Pelayo, no... entendámonos... el rapaz. ¿Qué...?
Y adquiriendo de súbito, a impulsos del dolor, habla expedita y aun elocuente, rompió así, colocándoles ante Moragas en actitud resuelta, como de ataque:
-No; lo que es eso sí que no lo verá usted ni ningún nacido: ¡llevarse a mi rapaz, quitármelo a mí, que soy su padre, su padre, su padre! ¡Apartarlo de mi lado como si yo tuviese el cólera o fuese un malhechor! ¡Porque no lo soy, no señor, sino un hombre de bien, que ha respetado siempre cuanto debe respetarse, y puedo andar por allí con la cabeza muy levantada más que muchos que me hacen ascos! ¡Yo no mancho a mi hijo, y yo no quiero apartarme de él, no quiero! ¡Es mi hijo, no tengo otro, ni tengo sino a él en este cochino mundo!
Moragas midió a Rojo de pies a cabeza con una mirada de hielo -de un hielo que quemaba, de un hielo que arrancaba la piel como un latigazo; casi sin transición pasó de este miedo despreciativo a una reacción efusiva y piadosa; y apelando a tutear a Rojo, como hacía siempre que deseaba influir más decisivamente en su espíritu, murmuró:
-¿Pero no ves, infeliz, que la base del bien que me propongo hacer a tu pijo es precisamente renovarle la atmósfera? A tu lado -¿no lo comprendes?- siempre será ¡el hijo del verdugo!; un ser a quien mirarán con asco y con menosprecio los mismos que a fuerza de ruegos le admitan a desempeñar la ocupación más vil y peor retribuida. Tú serás un hombre intachable y la gran persona; ¡pero... mira qué diantre!: ¡a tu hijo, los que limpian las alcantarillas no le quieren por compañero! No tratamos sólo de que Telmo encuentre instrucción y trabajo: es preciso que además encuentre honra, que es de lo que andamos escasitos. ¡Ah! Si no fuese por la honra...
Moragas se interrumpió, buscando un argumento concluyente y sin vuelta de hoja. Juan permanecía inmóvil, sin articular palabra, aunque era más aparente la fatiga de su respiración siempre difícil. De vez en cuando movía la cabeza de izquierda a derecha, como si exclamase: «No, y no». Y el Doctor, práctico en incisiones profundas, le introdujo el bisturí sin miedo, seguro de acertar.
-¡Es preciso -dijo recargando cada palabra- que ahora te desprendas de tu hijo, para que él no tenga que imitar a los veinte años el ejemplo de su madre, y dejarte solo con tu infamia...!
Certero había sido el corte; certero, y penetrante hasta los tuétanos. Rojo tembló, y algo que era embrión de sollozo y lamento de agonía murió en su garganta, a la cual llevó ambas manos, queriendo deshacer el lazo de la corbata, que realmente no le podía oprimir poco ni mucho. Este movimiento instintivo le recordó otro, que el Doctor le prohibía realizar... Pensó en los reos. Si sabían que iban a ser puestos en capilla, ¿percibirían ellos también esta horrible constricción del tragadero, esta sensación de convertirse la saliva en alfileres candentes?
-Tu mujer -continuó Moragas con impasibilidad quirúrgica- se fue porque no podía resistir que la llamasen la esposa del verdugo. Prefirió perderse, y hay quien la alaba el gusto: créeme a mí. El chico, en cuanto crezca y distinga de colores, no se resignará tampoco... a la mala sombra de ser tu hijo. No verá tierra por donde correr para escapársete. ¡Ah! ¿Te creíste que podías tomar por oficio retorcer pescuezos, y que eso era compatible con el amor, el hogar, la familia y los recreos de la paternidad? ¡Valiente bobo! Menos malo es ser hijo de esos reos que te quieren entregar para que les aprietes el gaznate, que tuyo. A los hijos de los reos no les apedrean. Esos no mataron más que a un semejante, y tú matarás a cien, si te lo mandan, por treinta y siete duros cada mes. Suelta a tu hijo si no quieres que él se te huya. ¿A que ya está rabiando por largarse de junto a ti? -añadió el filántropo revolviendo el acero en la herida.
Rojo lanzó un grito de protesta.
-No señor... ¡Eso, me ha de perdonar usted, pero... es lo que se dice, hablar por no callar! Mi rapaz está bien conmigo..., le trato perfectamente..., hasta, en lo que cabe, le mimo... No le he levantado la mano en mi vida... Se cumple un gusto de él primero que uno mío... ¡El muchacho, o es un condenado bribón..., o me tiene que querer!... -Así terminó, gimiendo, el padre.
-¿Sí? -pronunció Moragas con cierta ironía, guiñando los ojos y limpiando los lentes-. Ahora vamos a salir de dudas... Mira, tu chico me parece que entra...
Se oían los pasos de Telmo, y su mano había levantado el pestillo; pero notando que estaba alguien de visita en el camaranchón, el muchacho se había quedado perplejo, sin resolverse a pasar. Moragas le llamó; y Telmo, al conocer al médico, penetró jovial y petulante.
-¡Hola, buena pieza! ¿De dónde vienes tú a estas horas? -preguntó el Doctor para abrir camino.
-De casa de la Marinera -respondió el pilluelo-. Tiene los ojos perdidos; por eso no pudo acercarse aquí hoy. Uno de los chiquillos se queja de la cabeza. Aquello parece un hospital.
-¿Y tú te dedicabas a cuidarles? -insinuó el médico-. Se me figura que eres un corretón, que te pasas la vida fuera de tu casa.
Telmo se encogió de hombros, y el Doctor continuó capciosamente:
-Por lo visto no estás aquí en tu centro. Debías hacer más compañía a papá. Está feo que vagabundees todo el día.
-¡Y... para la falta que hago aquí! -exclamó Telmo-. Los demás niños van al Instituto... A alguna parte se ha de ir...
Diciendo así, el muchacho interrogaba con los ojos al Doctor, como instándole a que recordase el compromiso pendiente.
-Precisamente para que tú... puedas... ir al Instituto, y a todos lados... estuve ahora... conferenciando con tu papá. Él conviene en que yo te proporcione medios de estudiar, y de tener carrera, y de seguir la militar, que tanto te gusta. Sólo teme que tus compañeros vuelvan a jugarte alguna mala pasada, como la del castillo de San Wintila... ¿Crees tú que te la jugarán? Dinos tu parecer...
Telmo miró a su padre y al médico, reflexionó, sintió que el instinto se convertía en luz..., y como quien se resuelve y se echa a nado desde una gran altura, exclamó impetuosamente:
-Estando a la sombra de usted no me la jugarán... Si me la juegan hoy en día... es por lo que es.
-¿Quieres tú arrimarte a mi sombra?
-¡Caramba!
En esta contestación puso el muchacho toda la viveza de su espíritu y toda su alma, infantil aún, pero ya iluminada por la humillación, la adversidad y el martirio perpetuo. Era el anhelo del cautivo que pide que le quiten el cepo y la argolla; era el grito de fiera del egoísmo humano que aspira a la felicidad. Rojo no se movía. Representaba la imagen del estupor, fase culminante de la pena. Pero de improviso, por su fisonomía ruda y sin flexibilidad, desatose la emoción como un torrente. Giraron sus ojos, enseñando lo blanco; apretó los labios; dilató las fosas nasales; y con el ímpetu de ferocidad animal desarrollado en su alma por la profesión, se abalanzó al niño, con las manos abiertas y los dedos contraídos, rígidos, deseosos de apretar un pescuezo... Fue instantáneo, porque sus falanges se aflojaron en seguida, y empujando levemente a Telmo hacia el Doctor, dijo en voz que se oía apenas:
-Lléveselo. Pero ha de ser ahora mismo. ¡Ahora mismo! No pongo más condición. Esta noche... que no duerma aquí. Yo... obedeceré. ¡Lléveselo, por Dios y su Madre, señor de Moragas!
-No; reflexione usted bien, Rojo, antes de decidirse -advirtió Moragas pausadamente-. Tiene usted para pensarlo la noche... el día de mañana... mucho tiempo. Eso sí: desde que usted se resuelva, que sea irrevocable... porque aquí no vale desdecirse, y ahora sí y luego no. Por lo mismo... piénselo, piénselo.
-Pensado está -respondió Rojo con brusca firmeza-. Sólo pido no tener al chiquillo ni un minuto más aquí. ¡Me parece que, a lo menos, ese favor...!
Telmo, comprendiendo a medias, miraba a su padre y al filántropo. Este, compadecido, transigía ya, proponiendo paliativos, queriendo aplacar el dolor de la carne paternal, que palpitaba bajo el filo del acero.
-Verá usted a su hijo siempre que quiera... y pasado algún tiempo, hasta podrán ustedes reunirse... -murmuró al oído de Rojo-. La voluntaria retirada de usted del oficio, el haber salvado dos vidas con sólo decir no, le devolverán el aprecio de las gentes honradas... Si a usted también le redimo, hombre... Hágase usted cargo... ¡Si no se hace cargo inmediatamente -porque es usted tozudo- ya se convencerá usted dentro de pocos días...! Ánimo, que Telmo no se entere... Vale más...
Juan Rojo volvió la cabeza; y acercándose a su hijo, le cogió de la mano e hizo ademán de impulsarle hacia el Doctor. El cual, admitiendo la dádiva, agarró activa y calurosamente la mano del muchacho.
-Mañana irá la ropa -pronunció Rojo en voz mate, apagada, pero resuelta-. Lléveselo, señor de Moragas. Va con gusto mío. ¡Anda; y acuérdate de que ya... no tienes más padre que el señor!
Telmo quiso decir algo; apretósele el corazón, mitad de alegría, mitad de otra cosa..., y sin acción ni resistencia, se dejó conducir por Moragas. Salieron al aire libre: detrás de ellos blanqueaba la tapia del cementerio: delante tenían la extensión del mar; y, a la derecha, la ciudad, alumbrada por mil luces. El filántropo sonreía: orgullo inefable dilataba su corazón; sus pulmones bebían la brisa salitrosa; sus pasos eran elásticos; iguales; no tropezaba en las piedras; creía volar. Más poderoso que el jefe del Estado, acababa de indultar a dos seres humanos y de regenerar a otros dos! Y como Telmo no le siguiese todo lo aprisa posible, y aun volviese de vez en cuando el rostro atrás, mirando hacia la barraca maldita, el Doctor se inclinó, echó un brazo al cuello del muchacho, y murmuró con ternura:
-Anda, hijo mío.
Epílogo
La víspera del día siniestro amaneció el cielo cubierto de nubes de plomo. Por la tarde adquirieron un tinte cobrizo, y oscilaban y rodaban por el firmamento a manera de olas de un mar de metal derretido y candente. Rizada la bahía por el airecillo terral, adquirió bajo aquel siniestro celaje tonos de estaño, y en vez de las frescas rachas de invierno que soplaban días atrás, cayó sobre el pueblo un bochorno singularísimo; estremecieron la pesada atmósfera bocanadas abrasadoras, y ascendió del suelo ese vaho asfixiante que precede a la ráfaga del solano.
Frecuente es en Marineda este aire cálido y terrible, que pesa sobre la naturaleza lo mismo que sobre el espíritu. Diríase que a su hálito letal, la vegetación desfallece, el mar se crispa, la luz se torna lívida y el hombre cae en marasmo profundo o en insano vértigo. Sorda angustia oprime los pulmones, y nunca con mayor motivo que en horas tales podría un poeta del dolor decir como el profeta hebreo: «Mi alma miró con tedio a mi vida».
Observaron los marinedinos el estado atmosférico, y aunque no era inusitado, parecioles que tenía, en ocasión semejante, algo de fatídico simbolismo. Un patrón de taller, amenazado de perder la parroquia de la Audiencia, Regencia y Capitanía general si no aceptaba el horrible encargo, comprara a peso de oro la jornada de dos operarios infelices, que, custodiados por la policía y entre rechifla y murmullos de la plebe, habían principiado a levantar el medroso armadijo del cadalso. Hincados los postes, clavada, Dios sabe cómo, la escalera, aplazaron el resto de la obra sin nombre hasta que la protegiesen las tinieblas nocturnas: temieron que la colocación del palo y del banquillo les valiese alguna pedrada; cuando menos, injurias atroces.
Al punto mismo en que los carpinteros, simulando una retirada, tomaban la espuerta de las herramientas y procuraban embeberse por callejuelas sospechosas, cabizbajos, pálidos de vergüenza y deseosos de encontrar pronto un tabernáculo donde el aguardiente les prestase valor para dar, allá a media noche, cima a su tarea; al punto mismo en que el brigadier Cartoné entraba en la Cárcel para llevar un mazo de puros al reo que estaba en capilla, y a la reo, de parte de la señora brigadiera, un escapulario de la Virgen de la Guardia; al punto mismo en que el reloj de la Audiencia marinedina, o como allí dicen, de Palacio, lanzaba al aire una campanada sola, vibrante, solemne -las cinco y media- un hombre, que andaba pegado a la pared y se recataba, costeó la solitaria plaza donde campea la fachada principal del Palacio susodicho, y, evitando acercarse a los centinelas que custodian la Capitanía General, se coló, por la puerta de la Audiencia, al zaguán sombrío que da acceso a las Salas del Tribunal de Justicia.
El portero, viendo al hombre, hizo un gesto significativo, como quien dice «ya sé a qué vienes tú» y, descolgando el reverbero con que se alumbraba para leer un periódico, precedió al recién venido, y ambos se internaron en el pasillo que conduce a la Sala de lo criminal.
Antes de entrar en ella, detúvose el hombre, sobrecogido por la vista del ropero donde cuelgan los letrados sus ropas y birretes. A la dudosa claridad, y en semejante sitio, las flácidas togas, con sus pliegues sepulcrales, parecían negros espectros de ahorcados. El birrete, distante de la toga, deja un claro que semeja el rostro, y el vuelillo representa la mano. Dominando el primer movimiento instintivo, siguió adelante. El portero abrió la Sala; aplicó un fósforo a la boquilla de un brazo de gas, y la viva luz azul y dorada relampagueó, iluminando la estancia plenamente.
-¿Es por aquello? -silabeó el portero, que era un viejecito catarroso y temblón-. Pues mejor será que se lo traiga aquí. Allá no se ve nada, y con tanto trasto, ni se revuelve uno... Vaya, voy por todo. Aguarde.
Quedose solo el hombre en el templo de la Ley. Sus ojos divagaron con extravío por el recinto, que solitario y mudo adquiría entonces extraña majestad, algo que impondría respeto a la persona menos reflexiva. Vestía las paredes un venerable damasco carmesí: la tela de la etiqueta y de la representación oficial en España, la que tan bien armoniza con las molduras doradas y tan rico fondo presta a las austeras cabezas del clero y la magistratura. De igual tejido eran los sillones, sobre cuyas tallas de oro apagado campeaban la balanza de Temis y la espada vengadora. Idéntico tono de púrpura intensa tenían el forro de la mesa y la tribuna del Fiscal. Bajo el dosel del Presidente, el Rey Alfonso XII, amarillento, injuriado por el pincel de un mal retratista, fijaba en el espectador sus ojos inteligentes y tristes. Las arrogantes armas de España, bordadas con oro, decoraban el respaldo de los bancos, de raído terciopelo granate.
Por efecto sin duda del estado de su alma, el hombre creyó nadar en un charco sangriento. Aquel color vivo que le rodeaba, le infundía deseos de rasgar, de arrancar; impulsos de toro acosado, destructores, feroces, ciegos. «¡Si pudiese hacer pedazos la Sala!», pensó, mientras en su trastornada cabeza retumbaban furiosas voces. Volviole a la razón momentáneamente la entrada del portero, que traía en las manos dos cajas cuadrilongas. Eran los instrumentos, que se custodian en la Audiencia, en un cuchitril obscuro, escondidos como si fuesen la prueba de un crimen, hasta que, la víspera de la ejecución, los recoge el verdugo para adaptarlos al palo...
Depositó el portero las cajas sobre la mesa, no sin cierta visible repugnancia, y Juan Rojo, sereno ya en apariencia, serio y poseído de su papel, se aproximó y alzó la tapa, a fin de reconocer el contenido.
Debajo de paños empapados en aceite, reluciente y limpio como si se acabase de frotar, apareció uno de los dos garrotes: cabalmente el modificado con arreglo a las indicaciones de Rojo. Tiene este artefacto de muerte, que la produce a la vez por estrangulación y por asfixia, el defecto de que en ocasiones retrocede el eje de hierro donde empalma la cigüeña, y no logrando el torniquete destrozar con la rapidez necesaria las vértebras cervicales y reducir el pescuezo al diámetro de un papel, puede la agonía de la víctima prolongarse un espacio de tiempo en que cabe un infinito de horror. No tanto por esta consideración como por miedo a un fracaso y a una grita, Juan Rojo había discurrido sujetar la uña que alianza la palanca o cigüeña de un modo ingenioso y seguro, y se envanecía de su obra. Aquel perfeccionado garrote fue el primero que registró... Después examinó el segundo, cerciorándose de que giraban bien ambos: y cerrando las cajas y envolviéndolas en roto paño de sarga negra, las ocultó bajo la capa, sin decir palabra al portero, que tampoco parecía demasiado locuaz. Viendo que Rojo cargaba con sus prendas, tosió el vejete, gargajeó, dio vuelta a la billa del gas, y tomando otra vez su reverbero ahumado, guió silenciosamente hacia la puerta. Hasta que Rojo traspuso el umbral, no le dijo en tono más irónico que amistoso:
-Vaya, abur... Tiento en las manos. ¡Y que aproveche!
Rojo ya no podía oírle, ni se oía más que a sí mismo. Después del tenaz y delirante insomnio; después de haber reemplazado el alimento con la bebida, sin conseguir la bienhechora embriaguez; después de un día entero de dar vueltas a las mismas ideas en la angosta caja de su cráneo, dolorida y próxima a estallar, Juan Rojo tropezaba siempre contra una pared de dura roca: la imposibilidad de la desobediencia. «La autoridad manda... ¡Yo no puedo negarme! Soy un funcionario... ¡Tienen derecho sobre mí!». Recordaba su promesa, cierto; pero ¿qué significa la promesa libre, voluntaria, contra el mandato superior, la obligación? «No, no me puedo negar... ¿Quién soy yo para negarme?». Problema sin solución para Rojo...
Miento... Una solución se le había ocurrido en las horas de solitaria desesperación que pasó sin dormir, viendo la cama de Telmo vacía, y vacío el cuarto, y vacío más que todo el mundo... Y de día tornó la solución a presentarse, clara, sencilla, consoladora y tremenda... Fue por la tarde, cuando las primeras ráfagas de aire solano vinieron, como vahos de caldera infernal, a estremecer el ambiente marinedino. Rojo acababa de atar los picos de un pañolón viejo, un pañolón que había pertenecido a su mujer, y que serviría de baúl a la ropa de Telmo: Juliana se encargaba de llevarla a casa del Doctor. La vista de aquellos despojos del naufragio de su vida evocó en Rojo la memoria de las agonías pasadas y presentes. Volvió a ver, como si los tuviese delante, con la lucidez que se adquiere en las horas supremas, a María y a Telmo; pero no a Telmo ya crecido, sino tal cual era en brazos de su madre; vio sus manitas gordezuelas, que salían del mantón de abrigo en que andaba envuelto y buscaban a tientas el seno maternal... Madre y crío, así apretados, llenos de intimidad, de dulzura comunicativa, se reían, se halagaban; pero al acercarse Juan Rojo, deshacíase el grupo: la madre arrojaba a la criatura lejos, muy lejos, y salía huyendo, tan rápidamente que más parecía haberse disuelto en humo por el aire...
-«Para no desobedecer y al mismo cumplir la palabra...», volvía a pensar Rojo algunas horas después, al dirigirse hacia su rancho apretando bajo el brazo las dos cajas cuadrilongas. Ya no se veía cuando entró en el camaranchón: a tientas -no quiso encender luz- buscó algo sobre una mesa, y soltando en ella su carga, encontró lo que deseaba: botella y vaso. Echose al cuerpo un largo sorbo, y le pareció ver más claro en su perro destino, confirmádose en que ni tenía otra salida, ni otro alivio que esperar. Único medio era aquel de cumplir los deberes que entendía le ligaban a la Ley, a la Justicia social y a la Vindicta pública -entidades hijas de la conciencia, y que, por lo mismo no pueden sobreponerse a su augusta genitriz...
«Otro sorbo... y ánimo». Un estremecimiento, una horripilación recorrió las venas del hombre que tenía por oficio matar. Paladeó el ajenjo de aquel susto, y lo afrontó, y logró que le amargase menos. ¡Bah! Un segundo, un pataleo, menos aún, la convulsión de un cuerpo atado, al hincarse en las vértebras un tornillo... Eso y nada más es la muerte. Embozose y salió. Tocaban al Rosario en la capillita próxima, y Rojo dudó primero, y luego entró en ella despacio, y se arrodilló entre los grupos de mujerucas. La voz gangosa del sacristán se elevó iniciando el rezo, pero Rojo no tomaba parte en él: su garganta no sabía articular sonidos, y lo sentía, porque era creyente y ansiaba rezar entonces. Una vecina le reconoció y le señaló a otra con el dedo, mostrando desagrado y reprobación. Rojo sintió un hervor de ira. «¡Ni aquí consienten mi compañía, centella! Señálame, señálame, vieja del diablo, que para lo que me has de señalar...».
Volvió a salir, y con paso tranquilo, muy ensimismado, tomó el camino de la Torre. La luz del Faro atraía sus ojos; se le figuraba que desde allí, más bien que en la capilla, alguien le miraba piadosamente. Sin embargo, a los diez pasos retrocedió; entró de nuevo en el rancho, y recogió el envoltorio de las cajas. Llevándolas bien cogidas, emprendió la ascensión otra vez.
El camino serpeaba, y al través de campos yermos rodeados de peñascales, subía hasta el promontorio, donde la fenicia Torre se yergue imponente, justificando su dictado de centinela de los mares. Oíase cada vez más próximo el tumbo del Océano que rebotaba contra las peñas, y un aire potente, vívido, rudo como la misma costa, azotaba el pelo gris de Rojo. Ya al pie de la alta plataforma, que descansa en la escollera, Rojo se detuvo, y, en vez de subir la escalinata, metiose por los eriales y marismas que conducen al arenal de las Ánimas, el cual tal vez deba su fúnebre nombre a las muchas víctimas que cada invierno, en la pesca del percebe, sucumben en tan temeroso paraje.
Antes de que Rojo sentase el pie en el arenal, le paró, helándole la sangre en las venas, el mugir lúgubre y pavoroso de dos hinchadas y cóncavas olas, que al reventar le salpicaron de espuma... Y no era día de tormenta, ni acaso fuese aquella la marea más viva del equinoccio; pero debe de tener la ensenada de las Ánimas tan especial hechura, que el Océano, al derramarse allí, se encuentra preso, herido, subyugado, y rebrama, y salta en remolino arrollador, y quiere escalar el cielo...
Juan Rojo se sintió a la vez espantado y ensordecido. El oleaje, con su misteriosa blancura cerca y su inmensidad incolora allá lejos, le aplanó el alma, y como el marino arroja lastre por cima de la borda, lanzó a las rompientes las cajas que oprimía bajo el brazo. Las olas no interrumpieron su clamoreo ronco de ardiente jauría que persigue a la res. El padre de Telmo se volvió de espaldas al mar, y no viéndolo, recobró ánimos; dejó sobre una peña capa y sombrero; sacó un pañuelo del bolsillo; contempló un minuto, intensamente, la luz del Faro; luego dobló el pañuelo y se vendó los ojos apretando mucho, de manera que también tapase los oídos, para no escuchar la voz del abismo, que le haría retroceder... Y así, ciego y sordo, anduvo con los brazos extendidos hacia delante, hasta que de pronto se sintió envuelto, cogido, arrastrado, y el agua, al inundar sus pulmones, sofocó el grito supremo.
Appendix A
- Holder of rights
- José Calvo Tello
- Citation Suggestion for this Object
- TextGrid Repository (2022). Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. La piedra angular. La piedra angular. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001C-2385-4