I

LLEGÓ á Pasajes Miguel, un viernes por la tarde. Al apearse del tren halló el esquife de Úrsula amarrado á la orilla.

—Felices tardes, D. Miguel—le dijo la batelera, expresando en su rostro, cada vez más encendido por el alcohol, una alegría sincera.—Ya me pensaba que no le vería más...

—¿Pues?

—¡Qué sé yo!... eso de casarse lo entienden tan mal los hombres... Pues mire usted, señorito, aquí en el pueblo todos se han alegrado mucho al saber la noticia... Sólo algunas envidiosas no querían creerlo... ¡Jesucristo lo que voy á hacerlas rabiar esta noche! Voy á recorrer el pueblo diciendo que yo misma le he llevado á casa de D. Valentín.

—Déjate de hacer rabiar á nadie—repuso el joven riendo—y aprieta un poco más á los remos.

—¿Tiene gana de ver á Maximina?

—¡Vaya!

Era la hora del oscurecer. Las sombras amontonadas en el fondo de la bahía subían ya á lo alto de las montañas. En los pocos buques anclados la tripulación se ocupaba en la carga y descarga, y sus gritos y el chirrido de las maquinillas era lo único que turbaba la paz de aquel recinto. Allá enfrente comenzaban á verse algunas luces dentro de las casas. Miguel no apartaba los ojos de una que fulguraba débilmente en la morada del ex capitán del Rápido. Sentía un anhelo grato y deleitable que estremecía de vez en cuando sus labios y hacía perder el compás á su corazón. Pero en el balcón de madera, donde tantas veces se había reclinado para contemplar la salida y entrada de los buques, nadie parecía ahora. Su rostro contraído denunciaba el afán que le embargaba. Úrsula sonreía mirándole fijamente sin que él lo advirtiese.

Saltó en tierra, despidióse de aquella, subió la desigual escalera de piedra y se internó por la única y tortuosa calle del pueblo. Al llegar á la plazoleta de marras percibió en el balcón de la casa de su novia una figura que desapareció rápidamente. El joven sonrió de placer y á paso rápido se introdujo en el portal. Sin mirar siquiera al estanquillo, llamó á la puerta con los nudillos.

—¿Quién?—dijo de adentro en seguida una voz dulce y pastosa que sonó en su corazón como música celeste.

—Servidor.

Tiraron del cordel, empujó la puerta y vió en el primer descanso de la escalera á la misma Maximina con una bujía en la mano. Vestía un traje de cuadros blancos y negros y llevaba el peinado en trenza como siempre. Estaba un poco más pálida, y como testimonio de sus recientes inquietudes dibujábanse en torno de sus ojos garzos dos círculos levemente azulados. Presentóse sonriente y ruborizada á la vista de Miguel, quien de dos brincos salvó la distancia que le separaba de ella, y cogiéndole la cara le aplicó una razonable cantidad de besos, no sin que la niña protestase haciendo esfuerzos por separarse.

—¡Eso lo veo yo!—dijo una voz desde arriba. Era la de D.ª Rosalía.

Á pesar del tono jocoso que había usado, Maximina se asustó tanto que dejó caer la bujía y quedaron enteramente á oscuras. D.ª Rosalía, sofocada de risa, vino con una lámpara; pero ya su sobrina había desaparecido.

—¿Ha visto usted qué criatura?... Se va á casar mañana, y se espanta lo mismo que si le conociese de ayer... De seguro que ya está cerrada en su cuarto... Le va á costar á usted trabajo hacerla salir.

Miguel subió en efecto á la habitación de su novia y llamó á la puerta suavemente. No contestaron.

—Maximina—dijo conteniendo á duras penas la risa.

—¡No quiero! ¡no quiero!—respondió la niña con cierta precipitación cómica.

—Pero ¿qué es lo que no quieres?

—No quiero salir.

—¡Ah! no quieres salir... Pues mira, el cura no va á casarnos con tanta madera por el medio...

Hubo unos momentos de silencio. El hijo del brigadier arrimó la boca á la cerradura y dijo suavizando la voz:

—¿Por qué no quieres abrir, tonta?... ¿Te da vergüenza?

—Sí—articuló desde dentro la niña.

—No tengas cuidado; tu tía no está aquí.

Al cabo de un rato y después de bastantes ruegos, se decidió á abrir. Aún estaba ruborizada hasta las orejas. Miguel se apoderó de sus manos, y le dijo reprendiéndola con mimo:

—Anda, pícara, que no me has esperado al balcón... Yo, mira que te mira hasta sacarme los ojos; pero de Maximina ¡ni rastro!

La chica bajó los ojos diciendo:

—Sí, sí.

—¿Qué quiere decir sí, sí? ¿Me has esperado?

—Desde que comimos no me he separado del balcón. Le he visto entrar en el bote; le he visto hablar con Úrsula y reirse, después saltar en tierra, y por fin le vi desde el otro balcón llegar á la plazuela...

—Eso último ya lo sé... Pero vamos á ver, ¿cuándo piensas apearme el tratamiento? ¿Vas á tratarme de usted después de casados?

—¡Oh, no!

Bajaron á la sala. Estaban en ella D. Valentín, Adolfo y las niñas, que saludaron al viajero con efusión. La efusión del ex capitán era, por supuesto, la que correspondía á un cetáceo no muy comunicativo; pero se traslucía bien que estaba satisfecho. Al instante llegó D.ª Rosalía, quien al ver á Maximina no pudo reprimir la risa, con lo cual, tanto se corrió la niña, que salió como un huracán por la puerta y subió á brincos otra vez la escalera. Miguel logró alcanzarla antes de llegar á su cuarto. Mientras procuraba hacerle volver á la sala por medio de súplicas, D.ª Rosalía, irritada por aquella huída, gritaba desde abajo:

—Déjela usted, D. Miguel; deje usted á esa tontuela mimosa... ¡No sé cómo hay quien la quiera! ¡Uf, qué mentecata!

Es inútil decir que con estos insultos Maximina se echó á llorar; pero estaba allí Miguel para consolarla, y nadie en el mundo lo podría hacer con tan buen éxito. Al poco rato bajaron los prometidos y se formó en la sala una tertulia con los vecinos que fueron llegando á felicitarles. D.ª Rosalía no pareció en mucho rato desabrida sin duda con su sobrina por el grave delito de tener pudor.

Lo que formaba el núcleo de la tertulia era una docena de jóvenes anhelantes por ver los regalos del novio; el cual, sin fijarse en este deseo que apenas comprendía, las hizo pasar una hora lo menos de tortura; hasta que la misma D.ª Rosalía le llamó aparte y le expresó la conveniencia de exhibirlos. Hízolo así nuestro joven arrastrando el baúl y una maletita de mano, donde traía algunas joyas, hasta el medio de la sala. Sacó los dos únicos vestidos que traía para su novia; uno, el que debía vestir en el acto de la ceremonia nupcial; otro, el que debía llevar en el viaje. Ambos fueron muy celebrados por lindos y elegantes. Lo mismo el rico aderezo de brillantes y perlas. No se hartaban las lugareñas de manosear aquellos objetos y loarlos, mostrando con sus hiperbólicas exclamaciones que estimaban como suprema felicidad en este mundo el poseer cosas parecidas. Maximina, detrás de todos, miraba con más estupor que curiosidad, abriendo mucho los ojos. Sus amigas le dirigían de vez en cuando miradas tan vivas como equívocas, á las cuales contestaba con una leve y forzada sonrisa, sin perder la expresión de susto que se pintaba en su rostro. Creció este susto cuando vió sacar del baúl el traje de boda, que era blanco y de seda y adornado con azahar. Se puso fuertemente colorada, y desde entonces no le abandonó el rubor y la inquietud en toda la noche.

Pasáronla alegremente cantando y bailando al son de la guitarra. D. Valentín ¡oh caso portentoso! bailó con una buena moza que, á fuerza de instancias, le llegó á calentar los cascos; mas hubo de retirarse al instante desesperado porque un vivo dolor reumático le paralizó la pierna derecha. Su dulce esposa le consoló diciendo:

—¡Bien empleado te está!... ¡Por fachenda!

Miguel también bailó, eligiendo con mucha frecuencia á Maximina por pareja. En los momentos de descanso se sentaban juntos allá por algún rincón de la sala y cambiaban pocas palabras, pero infinitas miradas. El hijo del brigadier, viendo sofocada á su novia, tomó un abanico y se puso á darla aire. Maximina, observando que los miraban y alguien sonreía, le detuvo suavemente diciendo:

—No necesito aire, muchas gracias. Usted está más acalorado que yo...

—¿Cómo usted? ¿Estamos en esas?

—Bien, pues... estás más acalorado que yo... Abanícate.

Á las diez se retiraron todos, despidiéndose de los novios con sonrisillas más ó menos maliciosas.

—Hasta mañana, Maximina... Que duermas bien.

—La última noche de soltera, querida. Hazte cargo bien de ello, ¡la última noche!—dijo una anciana matrona que había tenido once hijos y seis malos partos.

Maximina sonrió, acortada.

—Adiós, adiós... ¡Qué pena nos va á dar cuando te marches!

Y algunas jóvenes la besaron repetidas veces con grandes extremos de cariño.

—Niña, no olvides que es la última noche de soltera. Piénsalo bien, que el asunto es grave—dijo otra vez la matrona.

Maximina volvió á sonreir.

Entonces la vieja frunció la frente y dijo por lo bajo á la que estaba á su lado:

—¡Esta chica se figura que va á una romería! ¡Ay, Dios! Se necesita no tener pizca de sentido. El matrimonio es cosa muy seria... muy seria.

Y acerca de la seriedad de este vínculo fué disertando larga y eruditamente hasta su casa.

Nuestros novios se quedaron con D.ª Rosalía y don Valentín. Los niños ya se habían ido á acostar; el último, Adolfo, á quien su madre había tenido que llevar medio á rastras á la cama y con promesa de despertarle al día siguiente para asistir á la ceremonia. D. Valentín también les dió las buenas noches en seguida. Miguel y Maximina se sentaron en dos sillas bajas y se pusieron á cuchichear, mientras D.ª Rosalía, malhumorada aún, se decidió á coger la calceta reservándose el derecho de levantar la sesión antes de pocos minutos.

Miguel observó que su novia estaba distraída y algo inquieta.

—¿Qué tienes?... Te encuentro un nosequé en el semblante... ¿No estás contenta de ser mi mujer?

—¡Oh, sí! No tengo nada.

—Entonces, ¿por qué esa distracción?

Bajó la cabeza sin contestar. Miguel insistió.

—Vamos, díme, ¿qué te pasa?

—Tengo que pedirle un favor...—apuntó tímidamente.

—¿Nada más que uno? Quisiera que me pidieras cincuenta y que yo pudiese concedértelos.

—Este sí puede... Que me deje casarme con un vestido mío...

El joven quedó un instante suspenso. Después preguntó con tristeza:

—¿No quieres casarte con el que yo te he traído?

—¡Me da mucha vergüenza!

—Pues es costumbre casarse con traje blanco; sobre todo, las niñas como tú.

—Aquí no es costumbre... Me moriría de vergüenza.

Miguel trató suavemente de persuadirla, pero en vano. Agotadas sus razones, que no eran muchas, no tuvo inconveniente en transigir. Mas D.ª Rosalía había percibido algo y, levantando la cabeza, preguntó:

—¿Qué es eso? ¿Disputaban ustedes?

—Nada, D.ª Rosalía. Maximina no quiere casarse con el vestido blanco, porque le da vergüenza.

Oir esto y ponerse furiosa la estanquera, fué todo uno.

—¿Y usted hace caso de esa bobalicona? ¿Qué sabe ella lo que quiere y lo que no quiere?... ¡Se habrá visto!... ¡Un traje tan rico como usted ha traído, que habrá costado un dineral!... ¡Pues estamos frescos!... ¿Y qué quiere que se haga con ese vestido?...

El hijo del brigadier, comprendiendo lo que pasaría por el interior de su amada, le tomó disimuladamente la mano y se la apretó fuertemente. Maximina, que estaba confusa y angustiada, cobró valor.

—No hay por qué alterarse, D.ª Rosalía, pues la cosa no lo merece. Si Maximina no quiere casarse de blanco, es porque aquí no hay costumbre. La culpa ha sido mía por haberle traído el vestido sin consultarla. En cuanto á lo que se ha de hacer con él, ya Maximina me lo ha dicho: quiere que se regale á la Inmaculada de la iglesia de San Pedro.

La chica, que no había dicho nada, le oprimió la mano dándole las gracias. D.ª Rosalía aspiraba á dar golpe en el pueblo con el traje de su sobrina. Así que aún insistió con vehemencia por que no se la hiciese caso; pero Miguel se mantuvo firme dando la razón á su novia y defendiendo su derecho. Al fin D.ª Rosalía, sin poder disimular su despecho, se salió de la habitación dejándolos solos.

Miguel se encogió de hombros, y dijo á la niña, que estaba muy alterada:

—No te apures, querida. Tú puedes considerarte mi esposa, y á nadie tienes obligación de obedecer más que á mí.

Maximina le dirigió una tierna mirada de agradecimiento. Y comprendiendo que no estaban bien sin compañía, se levantó manifestando deseos de ir á acostarse. Era preciso despertarse muy temprano. La ceremonia estaba señalada para las cinco y media de la mañana. Miguel se levantó también, aunque de mala gana, y su novia fué á buscarle una bujía á la cocina. Al tiempo de entregársela, le dijo aquél en son de broma:

—¿Estás bien segura de que nos casamos mañana?

Maximina le miró con los ojos muy abiertos.

—Pues cuidado, porque aún tengo tiempo á arrepentirme. ¡Quién sabe si me escaparé esta noche, y mañana faltará para la boda la mitad de la gente!

Maximina sonrió forzadamente. Miguel, que adivinó su inquietud, le tomó la barba con los dedos, exclamando:

—¿Cómo eres tan inocente, criatura? ¿Sería posible que yo tirase mi felicidad por la ventana? Cuando por casualidad se encuentra en el mundo, es menester agarrarse bien á ella. Dentro de algunas horas no podrá separarnos nadie. Adiós... esposa mía.

El joven recalcó estas palabras alejándose. Desde lo alto de la escalera envió una sonrisa á la niña, que se había quedado inmóvil á la puerta de la sala, mostrando señales de hallarse todavía un poco turbada por la broma.

—Hasta mañana, ¿eh?

Maximina hizo un signo afirmativo con la cabeza.

No fué aquella noche de insomnio para Miguel, como dicen que acontece en vísperas de boda. Ni un solo presentimiento triste cruzó por su mente; ningún temor, ningún anhelo fogoso. Su determinación era tan firme y razonable, el entendimiento y el corazón le apoyaban tan vivamente, que no daba lugar á esa agitación malsana, á ese recelo que nos embarga en el momento de adoptar cualquier grave resolución. Por lo que se refería á Maximina, estaba seguro de ser feliz. Por lo que á él tocaba, cuidaría de serlo. Una vez despojado del deseo vanidoso de «hacer una boda brillante», estaba convencido de que ninguna mujer le convenía como aquélla. Ni siquiera la fiebre de una pasión ardorosa y violenta le causaba desasosiego. Sentía un amor intenso, pero tranquilo; ni espiritual ni sensual, sino tocado de ambas cosas á la vez. Se metió en la cama, estuvo algunos minutos pensando en su novia, y advirtiendo que el sueño venía á recogerle, apagó la luz y se durmió profundamente.

Antes de las cinco le despertó la voz de la criada. Era noche cerrada, y para serlo un rato todavía. Encendió de nuevo la bujía y se vistió y aderezó en algunos minutos con mano un poco trémula. Al acercarse el momento solemne, no pudo negar su naturaleza nerviosa é impresionable.

Cuando bajó á la sala, se encontró ya en ella bastante gente; la misma que había estado por la noche y alguna más; todos vestidos con los trapos más lucidos. D.ª Rosalía, que iba á ser la madrina, vestía un traje de merino negro y ostentaba algunas joyas de escaso valor. D. Valentín (el padrino) había sacado del fondo del baúl el frac con que se había retratado al hacerse piloto. Era un frac largo de talle, ancho de cuello y estrechísimo de manga. El ex capitán del Rápido lo llevaba con la misma gracia y soltura que una camisa de fuerza. En la planchada y rizada camisola brillaban dos gordas amatistas que le habían regalado el año cuarenta y dos en Manila. Por encima del chaleco, dando vuelta al cuello, pendía la cadena del reloj, que era de oro y con pasador guarnecido de ópalos. Pero donde D. Valentín había puesto los cinco sentidos era en los pies. Siempre había presumido su mujer (porque él era incapaz de presumir de nada) de que no hubiese otros en el pueblo tan breves y bien formados. Por lo cual el marino, en esta ocasión solemne, se creyó en el caso de dar lustre á las botas hasta dejarlas como lunas de Venecia; mas sólo con el fin de proporcionar á la compañera de su vida una nueva y pura satisfacción.

Faltaban entre los circunstantes algunas jóvenes, que, según le dijeron, estaban ayudando á vestir á la novia. No tardó ésta en aparecer con un modesto pero elegante vestido de lana, color azul oscuro, adornado con terciopelo negro. Traía puesto el rico aderezo del novio y en el pecho un ramito de azahar. Al entrar en la sala, todas las mujeres la besaron, exceptuando su tía, quien á la vista de aquel traje sintió abrirse la terrible herida de la noche anterior. Maximina la miró dos ó tres veces tímidamente y fué ella misma á besarla. Á quien no miró poco ni mucho fué á Miguel, que la devoraba en cambio con los ojos, comprendiendo perfectamente, á pesar de su fingida serenidad, el rubor de que estaba poseída. Las jóvenes artistas, que la habían aderezado, no acababan de estar satisfechas de su obra. Sentíanse al parecer atormentadas por esos vivos cuanto sutiles escrúpulos que al poeta ó pintor acometen siempre en los últimos momentos de la creación. Después de sentados todos, tan pronto se levantaba una y venía presurosa á prenderle el alfiler de brillantes más arriba, como llegaba otra y le daba un si no es más inclinación al ramo de azahar. Ésta le aliñaba el cabello con las manos, aquélla le desarrugaba el vestido, la otra le estiraba la gola. En fin, era un ir y venir incesante. Maximina les dejaba hacer, agradeciendo con una sonrisa estos cuidados.

—Oiga usted, D. Miguel—dijo D.ª Rosalía.—¿Usted no se ha confesado todavía?

—Pues es verdad, que no me acordaba—respondió aquél levantándose con prisa.—¿Y Maximina?

—Ya lo ha hecho.

—Pues hasta luego, señores.

Y al salir volvió á clavar en Maximina una intensa mirada, que la niña fingió no advertir.

Aún no se vislumbraban los primeros resplandores del día: verdad que la noche había sido tenebrosa y en toda ella no había cesado de llover. Con el paraguas abierto y rebujados en los abrigos atravesaron Miguel y D. Valentín la calle desierta. Ninguna noche estrellada y diáfana del mes de Agosto le pareció jamás tan bella á nuestro joven. Aquella madrugada fría, húmeda y triste quedó grabada en su corazón como la más risueña de su vida. La iglesia ofrecía un aspecto más tenebroso y más triste aún. Pasaron recado al cura, y no tardó en llegar. Era un señor anciano, que en gracia á la importancia de la boda, se había resignado á levantarse á tal inusitada hora. Llevóle suavemente de la mano á un rincón oscuro del templo y allí le confesó. Aún estaba arrodillado ante el confesor, cuando percibió el rumor de la comitiva nupcial que entraba en la iglesia con no poco estrépito; y su corazón se estremeció, no de dolor de haber ofendido á Dios, digámoslo en su mengua, sino con anhelo dulce y placentero. Fuése el párroco, después de darle la absolución, á revestirse á la sacristía, y él se unió á la gente sin lograr echar la vista encima á su novia. Sólo cuando el sacristán les vino á decir que podían acercarse al altar mayor fué cuando la vió acompañada de su tía. Los amigos les fueron empujando hacia adelante y se encontraron, sin saber cómo, uno al lado del otro, cerca del altar y delante del cura.

Contra lo que se esperaba, Maximina mostróse bastante serena durante la ceremonia y respondió á las demandas del sacerdote con voz clara, lo cual hubo de complacer tanto al buen señor, que exclamó:

—¡Eso es! Así se contesta... no como esas melindrosas que están rabiando por casarse y luego no hay quien les saque las palabras del cuerpo.

La salida era tosca; pero los feligreses de San Pedro estaban acostumbrados á otras tales, y sonrieron con regocijo. El buen párroco les bendijo extendiendo sobre ellos las manos grave y majestuosamente, imitando en lo posible á Moisés al separar las aguas del mar Rojo. Después comenzó la misa. Hincáronse de rodillas los novios y los padrinos. Al llegar cierto momento, que D.ª Rosalía presumía muy bien de conocer, se levantó y prendió una cadena á la cabeza de Maximina, invitando á su marido á que hiciese lo mismo con el extremo opuesto en el hombro de Miguel. Cuando quedaron de este modo uncidos, el hijo del brigadier comenzó á moverse dando leves tirones á la cadena. Maximina no le había dirigido siquiera una mirada. Aguantó el primer tirón juzgándolo casual; mas al segundo, sin levantar la vista, aunque sonriendo, le dijo en voz baja:

—Estése quieto.

Miguel tiró más fuerte.

—¡Por Dios, que se va á desprender!

Cuando hubo terminado el oficio, los que asistían á él, que ya formaban una muchedumbre, los rodearon para darles en voz de falsete la enhorabuena. Apretones de manos furtivos, empujones discretos, risas disimuladas. Todo el mundo temía descomponerse en el templo. Al salir rayaba el alba. Algunos curiosos madrugadores se asomaban á las ventanas para ver pasar la comitiva. Miguel se había quedado rezagado entre un grupo de hombres, y perdió de vista nuevamente á Maximina, que había marchado delante con sus amigas. En la sala de la casa de D. Valentín les aguardaba una mesa más abundantemente provista de confites y licores que artísticamente aderezada. Miguel tomó chocolate con los testigos. La novia había ido á cambiar de traje, según le dijeron. Al poco rato fué él á hacer lo mismo. En un descanso de la escalera encontró á su mujer, á quien la criada estaba abrochando los botones de las botas. Ambos quedaron confusos. Maximina siguió con la vista fija en las manos de la doméstica. Miguel se detuvo un momento vacilante, y exclamó, por decir algo:

—¡Ah! ¿ya estás vestida?... Voy á hacer lo mismo.

Y como si algún enemigo le persiguiese de cerca, subió á brincos la escalera.

Tornaron á reunirse poco después en la sala. Maximina estaba muy bien con su vestido gris de viaje y un sombrerito de última moda. Como se acercarse ya la hora de la partida, comenzaron las despedidas, y con ellas el torrente de las lágrimas, que en esta ocasión fué caudaloso como pocas veces. En el sexo femenino hubo un verdadero desbordamiento: hasta una joven quiso desmayarse. Tan sólo la novia aparecía serena y sonriente, lo cual indignó á D.ª Rosalía de un modo indecible, y le obligó á formar idea muy pobre de su sobrina, según confesaba después á sus comadres.

—¡Qué falta de sentido! Siquiera por el buen parecer...

Una amiguita se acercó á ella hecha un mar de lágrimas y la abrazó.

—¿No lloras, Maximina?

—No puedo—contestó la niña.

Sin embargo, cuando sus primas, las niñas de doña Rosalía, se abrazaron á sus rodillas, gritando:—¡No queremos que marches, Maximina!—se puso fuertemente encarnada, y la sonrisa particular que contrajo sus labios indicaba, á quien la conociese, que no estaba lejos de soltar la llave.

Hasta embarcar en el bote los acompañaron todos ó casi todos; pero á la estación sólo fueron D. Valentín y otros dos amigos, que eran los que cabían en el esquife. Hay que advertir que con los novios iba á Madrid en calidad de doncella una chica del pueblo. Se llamaba Juana, y era una muchachona fresca, robusta y no enteramente desgraciada de rostro. Miguel, conociendo el carácter de Maximina, no había querido que su servidumbre fuese toda madrileña.

Una vez en la estación y llamados al tren los viajeros por la voz estridente del mozo, D. Valentín se autorizó el lujo desusado de conmoverse. Abrazó á su sobrina estrechamente y la besó con efusión en los cabellos. Maximina también se mostró más agitada que hasta entonces lo había estado, aunque hacía esfuerzos por sonreir. Silbó la máquina. Partió el tren. Dentro del coche no había más viajeros que ellos. Los novios se colocaron uno frente á otro á un lado. Juana, por respeto, fué á sentarse en el extremo opuesto.

Los ojos de los esposos se encontraron, y Miguel sintió un suave estremecimiento de gozo, algo inefable y celestial que hizo palpitar fuertemente su corazón. Y después de cerciorarse de que Juana estaba distraída mirando por la ventanilla, se apoderó de una mano de su mujer y la dió un beso furtivo, inclinando para ello todo el cuerpo. Pero la mano ¡qué fastidio! estaba enguantada. Al cabo de un instante la hizo seña de que se quitase el guante. Maximina, después de hacerse rogar por medio de muecas expresivas, se decidió, riendo, á despojarse de él; y el joven dió porción de callados besos sobre la mano desnuda, observando con el rabillo del ojo á la doncella.

La conversación se hizo general entre los tres. Juana, que no había pasado nunca de San Sebastián, se maravillaba de cuanto veía, y muy particularmente de los carneros. Las gallinas también le daban pie para muchas y graves reflexiones. Miguel se deshacía en atenciones con su mujer.

—Maximina, si te incomoda el sombrero, quítatelo... Trae, lo pondremos aquí... así, para que no se caiga.—Mira, quítate también las botas. Aquí te traigo las zapatillas en el bolsillo... se las he pedido á tu tía... ¿No quieres? Pues haces mal: vas á tener frío en los pies... Aguarda un poco; entonces voy á liártelos con mi manta...

Y poniéndose de rodillas, le envolvió en efecto los pies con el mayor esmero. La alegría les hizo tan comunicativos, que al poco tiempo los señores y la criada charlaban y reían como buenos compañeros. Sin embargo, Maximina daba largos rodeos para no dirigir la palabra directamente á su marido, pues no quería llamarle de usted, y al propio tiempo le causaba vergüenza el tutearlo. Miguel comprendía los esfuerzos que estaba haciendo, pero no iba en su auxilio. Por fin, después de algún tiempo y de mucho vacilar, cuando aquél le preguntó:

—¿Deseas que almorcemos?

—Como tú quieras—se resolvió á contestar tímidamente.

Miguel levantó la cabeza vivamente, haciéndose el sorprendido.

—¡Hola, señorita! ¿Qué confianza es ésa? ¿Ya me tuteas?

Maximina se puso colorada y, tapándose el rostro con las manos, exclamó:

—¡Oh, por Dios, no me hable así, porque no vuelvo á hacerlo más!

—¡Qué tonta!—dijo el joven separándole las manos cariñosamente.—¡Estaría gracioso eso!

Juana reía á carcajadas.

II

DESPUÉS de almorzar, se encontraron sin agua. Maximina tenía sed. En la primer estación Juana se apeó, y vino con un vaso lleno. Durante su corta ausencia, se supone con algún fundamento que Miguel besó á su mujer en otro sitio distinto de la mano; pero no podemos asegurarlo. En Venta de Baños entraron en el mismo coche otros cuatro viajeros, tres señoras y un caballero. Pasaban de los cuarenta todos. Eran hermanos, según se enteraron después, y hablaban con marcado acento gallego. Miguel pasó á ocupar el asiento al lado de su mujer, colocando á la doncella enfrente, y decidió aparecer circunspecto, á fin de que aquellos señores no conociesen que eran recién casados. Sin embargo, no pudo escapárseles esta circunstancia. Las miradas insistentes y la conversación secreta que los novios sostenían, los denunciaban claramente. Las señoras sonrieron primero, hablaron luego entre sí y, por último, pusieron los medios para trabar conversación, consiguiéndolo presto. No tardaron tampoco en informarse de cuanto deseaban saber; con lo cual, se les despertó, sin saber por qué, una viva simpatía hacia Maximina, y procuraron demostrársela colmándola de atenciones. La niña, que no estaba avezada á ser objeto de ellas, mostrábase confusa y acortada, sonriendo con aquella apariencia vergonzosa que la caracterizaba.

Esto concluyó de seducir á las gallegas. Decididamente la tomaban bajo su protección. Eran solteras todas, y el hermano lo mismo. Ninguno había querido casarse «por el dolor que les causaba la idea solamente de separarse»: esto afirmaban á una voz. Por lo demás, ¡Virgen del Carmen, las proporciones que habían despreciado! Una de ellas, Dolores, al decir de las otras dos, había estado en relaciones seis años con un estudiante de derecho, en Santiago. Al concluir la carrera, Dolores, sin saber por qué, cortó las relaciones, y el estudiante se fué á su pueblo, donde despechado se casó inmediatamente con una prima rica. Otra, Rita, había tenido unos amores contrariados por su papá. El joven que amaba era poeta; estaba pobre. Nada pudo vencer la resistencia del papá á aceptarlo por yerno. Desesperado, desapareció, cuando menos se pensaba, de Santiago, después de haberse despedido tiernamente de Rita (los pormenores románticos de esta despedida no quiso la interesada que se contasen), y no volvió á saberse más de él. Algunos aseguraban que había perecido entre las garras de un tigre, buscando en California una mina de oro. En cuanto á la tercera, Carolina, era una verdadera locuela. Nunca habían conseguido sus hermanos que sentase la cabeza. Cuando más creído tenían en casa que estaba enamorada y que la cosa iba seria, ¡pum! de la noche á la mañana dejaba plantado al novio, y lo reemplazaba con otro. Carolina, que tendría unos cuarenta y cinco años, mal contados, quiso ruborizarse al escuchar estas afirmaciones, y exclamó sonriendo graciosamente:

—¡No haga usted caso, Maximina! ¡Qué tonta es esta niña!... Yo no puedo negar que me gusta la variación; pero ¿á quién no le gusta un poco? Á los hombres hay que castigarlos de vez en cuando, porque son muy malos, ¡muy malos! No se enfade usted, Sr. Rivera... Por eso yo me dije... lo que es á mí no me la da ninguno.

—Eso consiste—dijo Rita—en que todavía no te has enamorado de veras.

—Podrá ser. Hasta ahora no he sentido esos afanes y esas fatigas que pasan los enamorados, según dicen. Ningún hombre me gusta más de quince días.

—¡Qué horror!—exclamaron riendo Dolores y Rita.

—No digas esas cosas, loca.

—¿Por que no he de decir lo que siento, Rita?

—Porque está mal visto. Las jóvenes deben tener cuidado con las palabras.

—Vamos, Carolina—manifestó Miguel revistiéndose de gravedad,—yo, en nombre de la humanidad, le suplico que aplaque usted sus rigores y haga pronto á algún hombre feliz.

—Sí, ¡buenos pillos están ustedes!

—¡Muchacha!—gritó Dolores.

—Déjela usted, déjela usted—interrumpió Miguel.—Con el tiempo ya llegará á sentar esa cabecita. Tengo esperanza de que no tardará alguno en vengarnos á todos.

—¡Ca!...

Á todo esto, el hermano, que era un señor obeso con grandes bigotes blancos, roncaba como una foca. Maximina escuchaba sorprendida aquellas cosas, que apenas podía comprender, y miraba á Miguel de vez en cuando, tratando de inquirir si hablaba en serio ó se estaba burlando.

Las señoritas de Cuervo (que éste era su apellido) iban á Madrid á pasar una temporada. Todos los años hacían lo mismo. El resto del invierno lo pasaban en Santiago, y el verano en una aldea muy pintoresca donde se espaciaban á su talante, corriendo como cervatillas por el campo, subiéndose á los árboles para comer las cerezas y los higos y las manzanas, bebiendo el agua en las manos, haciendo excursiones en borrico á las aldeas vecinas (¡qué risa! ¡cuánto se divertían, madre mía!), presenciando las faenas agrícolas y bebiendo la leche que el criado acababa de ordeñar.

—Esta Carolina se pone insufrible en cuanto llegamos. Se sale por la mañana y nadie vuelve á saber de ella hasta la hora de comer. Con el bocado en la boca vuelve á salir, y hasta la noche.

—¡Pues tú puedes hablar, Lola! Yo me voy con las demás muchachas á buscar nidos ó á lavar la ropa al río... Pero tú te pasas las horas muertas dando palique desde el corredor á los galanes que te hacen la rosca...

—¡Jesús, qué atrocidad! Supongo, Sr. Rivera, que usted no creerá á esa aturdida, insustancial... ¡Figúrese usted que los galanes que allí hay son todos labradores!...

—Eso no importa—manifestó Miguel.—También tienen los labradores corazón y pueden amar las cosas bellas. No dudo que usted tendrá mucho partido entre ellos.

—En cuanto á eso—respondió Lola con rubor—si he de decir la verdad, sí, señor, me quieren mucho. Todos los años, en cuanto saben que vamos á llegar, se preparan los mozos para darme una serenata y cortan un arbolito para ponérmelo delante de la ventana.

—La serenata no es á ti sola—interrumpió vivamente Carolina.—Es á todas.

—Pero el árbol sí—respondió malhumorada Lola.

—El árbol, bueno; pero la serenata no—replicó aquélla un poco picada.

Lola le dirigió una mirada penetrante y siguió:

—Figúrese usted, Rivera, si tendrán pasión por mí, que cuando vinieron los ingenieros á construir un puente, yo dije que no me gustaba que lo pusiesen donde lo tenían marcado, sino más arriba. Pues en cuanto los mozos se enteraron de lo que yo había dicho, se presentaron á los ingenieros y les dijeron que el puente se había de hacer donde la señorita Lola quería, y que no se pensara en otro sitio, porque ellos lo estorbarían. Y como los ingenieros no quisieron variar el plano, así se está el puente sin construir hace ya cuatro años.

—Todo eso—dijo Miguel,—no tanto le honra á usted como á esos inteligentes jóvenes.

—¡Son tan buenos los pobrecillos!

—Nada santifica tanto el alma como el amor y la admiración—volvió á decir sentenciosamente Rivera.

Lola dijo—¡Ah!—y se ruborizó.

Aquellas tres señoritas vestían de un modo inverosímil y, si podemos decirlo así, anacrónico. Sus trajes eran vistosos, pintorescos y hasta un si es no es fantásticos, como sólo se consiente á las niñas de quince años. Carolina llevaba el cabello partido en dos trenzas con lacitos de seda en las puntas, y apretaba su flaco y arrugado cuello una cinta de terciopelo azul, de donde pendía una crucecita de esmeraldas. Las otras, como un poco más formales, lo llevaban recogido, aunque no con menos perifollos.

La noche ya había llegado tiempo hacía. La familia Cuervo propuso que se cenase, convidando galantemente á sus nuevos amigos con las viandas que llevaban: Aceptaron éstos presentando también las suyas, y en buen amor y compaña se pusieron á engullirlas, extendiendo previamente las servilletas sobre las rodillas. El hermano, que había despertado muy apropósito, comió como un elefante. Durante la cena dijo pocas frases, pero buenas. Una de ellas fué:

—Yo, para el tomate, ¡soy un águila!

Miguel se le quedó mirando un buen rato, y al cabo comprendió la profundidad que guardaba este concepto estrambótico.

Había llegado á establecerse entre todos una confianza ilimitada. No siendo bastante llamar á Miguel por su nombre en vez del apellido, Dolores propuso á Maximina que se tratasen de tú.

—Yo no puedo tener confianza con una amiga si no la tuteo... Además, entre chicas es la costumbre.

La joven sonrió avergonzada de aquella extraña proposición. Las gallegas, sin más preámbulos, comenzaron á menudear el segundo pronombre de lo lindo. Pero Maximina, aunque la serrasen viva, no podía corresponder al tuteo, y á la primera ocasión se le escapó el usted. Entonces las de Cuervo se mostraron ofendidas. La pobre niña se vió precisada á dar mil rodeos á fin de no hablarles directamente. Miguel, por vengarse alegremente de la molestia que ocasionaban á su esposa, comenzó á su vez á hablarles con gran familiaridad, lo cual no dejó de sorprenderlas al principio; pero se acostumbraron pronto de buen grado. No contento con esto, al poco rato sacudió rudamente por el brazo al señor de los bigotes blancos:

—Oyes, chico, no duermas tanto... ¿Quieres un poco de ginebra?

D. Nazario, que así se llamaba, abrió los ojos muy espantado, se echó al coleto la copa que le ofrecían, y volvió á quedar inmediatamente dormido.

Ya era hora de hacer todos lo mismo. Miguel corrió la cortinilla del farol, y «para que les molestase menos la luz», metió todavía un periódico doblado entre ambos. El coche quedó casi en tinieblas. Sólo por las ventanas entraba el pálido resplandor de las estrellas. Era una noche de Enero serena y fría como sólo se ven en las llanuras de Castilla. Acomodóse cada cual lo mejor que pudo en un rincón rebujándose en los abrigos y mantas. Rivera dijo á su esposa:

—Reclina la cabeza sobre mí. Yo no puedo dormir en el tren.

La niña obedeció á su pesar: creía molestarle.

Todo quedó en silencio. Miguel tenía cogida una de sus manos y la acariciaba suavemente. Al cabo de un rato, inclinando la cabeza y rozando con los labios la frente de su mujer, le dijo muy quedo al oído:

—Maximina, te adoro—y con más emoción volvió á repetir:—¡Te adoro, te adoro!

La niña no contestó, fingiéndose dormida. Miguel le preguntó con voz insinuante:

—¿Me quieres tú? ¿me quieres?

La misma inmovilidad.

—¿Me quieres, dí? ¿me quieres?

Entonces Maximina, sin abrir los ojos, hizo un leve signo de afirmación, y dijo después:

—Tengo mucho sueño.

Miguel sonrió advirtiendo el temblor de su mano, y repuso:

—Pues duerme, hermosa.

Y ya no se oyeron en el coche más que los ronquidos de D. Nazario, el cual era especialista en el ramo. Comenzaba generalmente á roncar de un modo acompasado, solemne, en períodos firmes y llenos. Poco á poco se iba precipitando, haciéndolos más concisos y enérgicos, y al mismo tiempo acentuando la nota gutural, que en un principio apenas se advertía. Desde las fosas nasales bajaba la voz á la garganta, volvía á subir, tornaba á bajar, y así por largo tiempo. Pero á lo mejor, dentro de aquel ritmo al parecer invariable, se dejaba oir un silbido agudo y penetrante como anuncio de tempestad. Y en efecto, al silbido contestaba prontamente un gruñido profundo y amenazador, y después otro más alto, y después otro... Repetíase de nuevo el silbido aún más estridente, y al momento era ahogado por un confuso rumor de chiflidos discordantes que infundían pavura en el alma. Y este rumor iba creciendo, creciendo hasta que, sin saber por qué, se trasformaba súbito en tos asmática y perruna. Don Nazario daba un gran suspiro, descansaba breves momentos y cogía de nuevo el hilo de su oración en tono mesurado y digno.

Miguel soñaba con los ojos abiertos. Á su imaginación acudían en tropel ideas risueñas, mil presagios de ventura. La vida se le presentaba con un aspecto suave y amable que hasta entonces no había descubierto. Se había divertido, había gozado de los placeres mundanales; mas siempre detrás de ellos, y á veces enmedio, percibía un dejo amargo, la estela de tedio y de dolor que el demonio va trazando en la vida de sus adoradores. ¡Qué diferencia ahora! Su corazón le decía: «Has hecho bien, serás feliz». Y su entendimiento, pesando escrupulosamente y comparando el valor de lo que abandonaba con lo que recogía, también le daba el pláceme. Por largo rato estuvo así despierto, sintiendo en el hombro el peso de la cabeza de su mujer. De vez en cuando la miraba de reojo, y aunque parecía tener los ojos cerrados, dudaba que durmiese. Al cabo prendióle á él el sueño. Cuando abrió los ojos entraba ya en el coche la claridad de la aurora. Miró á su esposa, y observó que estaba despierta.

—Maximina—le dijo con voz de falsete para no turbar á los demás.—¿Hace mucho que estás despierta?

—No; un poco—respondió la niña incorporándose.

—¿Y por qué no te has levantado?

—Porque temía quitarte el sueño al moverme.

—¡Pues qué más hubiera querido yo! ¿No sabes que tenía ya muchos deseos de hablar contigo?

Y los jóvenes entablaron un diálogo en voz tan apagada, que más se adivinaban que se oían; mientras las señoritas de Cuervo, su hermano y Juana dormían en varia y original postura. ¿De qué hablaron en aquellos momentos? Ni ellos mismos lo sabían. Las palabras tenían un valor convencional, y todas ellas, sin exceptuar una, expresaban lo mismo. Miguel, huyendo de hablar de sí mismos porque advertía que á Maximina le causaba vergüenza, encauzaba la conversación hacia algún asunto alegre, y procuraba hacerla reir á fin de que desapareciese su natural embarazo. No obstante, se aventuró á decir una vez, mirándola fijamente:

—¿Estás contenta?

—Sí.

—¿No te pesa de ser mía?

—¡Oh, no! ¡Si supieras!

—¿Qué?

—Nada, nada.

—Sí, algo ibas á decir; habla.

—Era una tontería.

—Pues dímela; tengo derecho ya á saber hasta lo más insignificante que cruce por tu imaginación.

Necesitó instarla mucho y muy cariñosamente para lograr saberlo.

—Vamos, dímelo bajito.

Y la atrajo suavemente. Maximina depositó en su oído:

—Ayer he pasado muy mala noche.

—¿Por qué?

—Desde que me dijiste que tenías tiempo aún á dejarme, no pude pensar en otra cosa... Se me figuró que me lo habías dicho con cierto retintín... Toda me volvía dar vueltas en la cama... ¡Ay, madre mía, qué pena!... Me levanté antes que nadie en la casa y fuí descalza hasta tu cuarto; puse el oído á la cerradura á ver si escuchaba tu respiración; pero nada. ¡Me dió una congoja! Cuando la criada se levantó, le pregunté como quien no quiere la cosa si te había llamado. Me dijo que sí, y respiré. Pero aún no las tenía todas conmigo. Tenía miedo que al preguntarte el cura si me querías dijeses que no... Cuando te oí decir sí, ¡me entró una alegría! y dije para mí: ¡Ya estás cogido!

—¡Y bien que lo estoy!—exclamó el joven besándola en la frente.

El tren corría ya por los campos vecinos á Madrid. Las señoritas de Cuervo despertaron. La luz natural no favoreció gran cosa sus naturales gracias; pero se apresuraron á venir en su ayuda con una serie de minuciosos trabajos que dejaban bien probadas sus inclinaciones artísticas. De un magno estuche de piel de Rusia sacaron peines, cepillos, pomada, horquillas, polvos de arroz y un frasquito de colorete. Y unas á otras se fueron aliñando y retocando escrupulosamente en medio de mil frases cariñosas y carocas infantiles.

—Vamos, chica, estáte quieta... Mira que te voy á pinchar... ¡Jesús, qué niña tan mala!

—Estoy nerviosa, Lola, estoy nerviosa.

—Ya se conoce que vas á ver pronto á quien tú sabes y yo me callo.

—¡Qué tonta! Calla. Rivera se lo va á creer.

Maximina contemplaba sorprendida, con los ojos muy abiertos, aquel repentino tocado. Las de Cuervo la invitaron á hacer lo mismo, y entonces salió de su estupor dando confusamente las gracias.

En la estación aguardaban á nuestros viajeros la brigadiera Ángela y Julia. Ésta abrazó y besó repetidas veces á su cuñada. Aquélla le dió la mano y también la besó en la frente. Después de despedirse las gallegas con mil ofrecimientos amistosos, subieron á la carretela que la brigadiera había traído, colocándose ésta y Maximina en el sitio de preferencia por indicación de Julia, que no quitaba ojo á su nueva hermana y le tenía cogidas las manos apretándoselas á menudo con efusión. Ésta procuraba vencer su cortedad para mostrarse cariñosa; y con gran trabajo lo conseguía. La madrastra se mostraba afable y atenta, mas sin que pudiera abandonarla aquella apariencia altiva y desdeñosa que siempre había caracterizado su persona. La joven esposa le echaba de vez en cuando rápidas y tímidas miradas. Al llegar á casa, Julia fué corriendo á enseñarle la habitación que les tenían destinada y que ella había arreglado con minucioso esmero. No faltaba un solo pormenor, ni se había visto jamás diligencia más fina para prevenir todas las necesidades de la vida de una dama, desde los ramos de flores y el estuche de costura hasta el abrochador de guantes y las horquillas. Desgraciadamente, Maximina no podía apreciar estos refinamientos de la elegancia y del buen gusto. Todo era para ella igualmente nuevo y hermoso.

Miguel encontró á su hermana en un corredor.

—¿Dónde está Maximina?

—La he dejado en su cuarto quitándose el abrigo. Aguarda á su doncella, que dice que le trae las zapatillas.

—Yo también voy á quitarme el abrigo y á cepillarme un poco—dijo el joven algo vacilante.

Julia le soltó una carcajada en las narices y echó á correr.

Al entrar en el cuarto se despojó efectivamente del gabán, y dirigiéndose á su mujer, que ya estaba con su trajecito gris, la estrechó fuertemente contra su corazón y la dió repetidos besos. Después, llevándola por la mano hacia una silla, la sentó sobre sus rodillas y tornó á besarla apasionadamente. Maximina estaba roja como una cereza, y aunque entendía que todo aquello debía ser así, todavía procuraba con suavidad desasirse. Miguel, que también estaba turbado, la dejó levantarse y salir de la habitación, siguiéndola poco después.

Era domingo y precisaba oir misa. Como la brigadiera y Julia ya la habían oído, salieron solamente Maximina, Miguel y Juana, y entraron en San Ginés. La criada, que jamás había transigido con no ver al cura de pies á cabeza, rompió por entre la gente y fué á colocarse cerca del altar. Los esposos se quedaron hacia atrás. Nunca le pareció tan bien á nuestro joven el incruento sacrificio ni asistió tan á su placer á él, aunque su imaginación no volaba precisamente hacia el Gólgotha ni sus ojos iban siempre derechos al oficiante. Pero el cielo, que es muy clemente con los recién casados, le ha perdonado ya estos pecados.

Después de almorzar, Miguel propuso dar un paseo por el Retiro. La tarde, aunque fría, estaba serena y apacible. La brigadiera no quiso acompañarles. ¡Con qué gozo pasó Julita á ocuparse en el adorno y tocado de su cuñada! Ella eligió el traje que había de ponerse, y le ayudó á vestírselo, ella la peinó á la moda, ella le puso el aderezo y las flores en el pecho, y hasta ella misma le abrochó las botas. Estaba roja de placer ejecutando estos oficios. Luego que se vieron en la calle, marchaba ebria de orgullo llevando á su cuñada en el medio, como si fuese diciendo á la gente: «¿Ven ustedes esta jovencita, más niña que yo todavía?... ¡Pues es una señora casada! Respétenla ustedes». Antes de llegar al Retiro, echando casualmente la vista atrás, acertó Miguel á ver muy lejano, muy lejano, desvaído en el ambiente de la calle de Alcalá, el perfil finísimo de Utrilla, aquel famoso cadete de marras, y dijo á su esposa con seriedad:

—Aquí donde nos ves, Maximina, que parecemos simples particulares yendo á tomar el sol al Retiro, llevamos escolta.

Julita se puso colorada.

—¿Escolta? No veo nada—contestó volviendo la cabeza.

—No es fácil. Más adelante te daré los gemelos, á ver si logras distinguirla.

Julita la apretó la mano, diciéndola por lo bajo:

—¡No hagas caso de ese tonto!

Ya que estuvieron en el Retiro, el perfil de Utrilla se fué señalando mejor en la atmósfera serena, á modo de raya delicada. Maximina iba contemplando, con mezcla de sorpresa y de vergüenza, aquella balumba de caballeros y señoras que á su lado cruzaban, y que la miraban fija y descaradamente al rostro y al vestido, con esa expresión altiva é inquisitorial con que los madrileños suelen mirarse unos á otros en el paseo. Y hasta se le figuró escuchar á su espalda algunos comentarios acerca de su persona: «—El traje es rico, sí, ¡pero qué mal lo lleva esa chica! Parece una santita de aldea». No le ofendió esto, porque estaba bien convencida de su insignificancia al lado de tanto gran señor y señora; pero le causaba tristeza no hallar siquiera un rostro amigo, y se estrechaba á menudo contra su esposo, buscando refugio contra la vaga é injustificada hostilidad que en torno suyo percibía. Mas al volver los ojos á éste, observó que marchaba también con el entrecejo fruncido, reflejando en su fisonomia la misma indiferencia desdeñosa y el mismo tedio que todos los demás. Y se le apretó aún más el corazón, porque no sabía que el sentimiento á la moda en Madrid es el odio, y que si no se siente, como es de obligación, precisa aparentarlo, al menos, cuando nos hallamos en público. Pero de estos refinamientos de la civilización no era posible que estuviese enterada todavía nuestra heroína.

Cuando hubieron dado unas cuantas vueltas, dijo Miguel á su hermana:

—Oyes, Julita, ¿por qué no se acerca Utrilla, ahora que no va mamá con nosotros?

—Porque yo no quiero—repuso aquélla inmediatamente y con gran decisión.

—¿Y por qué no quieres?

—Porque no quiero.

Miguel la miró un instante con expresión burlona y dijo:

—Bien... pues como quieras.

Mientras duró el paseo, Utrilla trazó con increíble habilidad geométrica una serie de circunferencias, elipses, parábolas y otras curvas cerradas ó erráticas, de las cuales eran siempre foco nuestros amigos. Cuando volvieron á casa, tomó también la línea recta, si bien procurando en la medida de sus fuerzas que el contorno de su silueta se borrase en los confines del horizonte. Antes de retirarse, entraron en el reservado del Suizo á tomar chocolate. Estando allí, Rivera percibió, por un instante no más, el rostro del cadete pegado á los cristales.

—Julita, ¿me permites que salga á invitar á ese muchacho á tomar chocolate?

—¡No quiero! ¡no quiero!—exclamó la joven, poniéndose muy seria.

—Es que me da lástima...

—¡No quiero! ¡no quiero!—volvió á exclamar en tono casi rabioso.

No hubo más remedio que dejarla mortificar á su gusto al desdichado hijo de Marte.

—¿A que no sabes, Maximina—dijo al entrar en casa la cruel madrileña—cómo se llaman estos chicos que nos siguen hasta el portal?

—¿Cómo?

—Encerradores.

Y subió riendo la escalera.

Se comió en buen amor y compaña. La brigadiera hizo sol aquel día, como solía decir Miguel; habló bastante, autorizándose contar con su gracioso acento sevillano algunas anécdotas de las personas conocidas en Madrid. Pero al llegar los postres, Maximina comenzó á sentir algún desasosiego, porque se había convenido antes entre todos que aquella noche no saldrían y se retirarían temprano, no sólo por Miguel y por ella, sino también por la brigadiera y Julita, que á causa del madrugón necesitaban descanso. El problema de levantarse de la mesa y retirarse cada cual á su habitación se presentaba terrible y pavoroso para la niña de Pasajes. Por fortuna, la brigadiera estaba en vena y Julia también. La sobremesa se prolongaba sin advertirlo nadie más que ella. Según iban trascurriendo los minutos crecía su confusión y su temor, y sentía un temblor extraño que corría por el interior de su cuerpo y le impedía, bien á su pesar, tomar parte en la conversación. Y en efecto, así como lo temía, llegó un instante en que ésta comenzó á languidecer. Miguel, para ocultar también su migajita de vergüenza, procuró reanimarla, y lo consiguió por un buen cuarto de hora. Mas sin saber por qué feneció de pronto. La brigadiera bostezó dos ó tres veces. Julita levantó la vista hacia el reloj, que señalaba las nueve y media. Maximina clavó los ojos en el mantel jugando con el aro de la servilleta, mientras su marido, presa de cierta inquietud, hacía rechinar la silla. Al fin Julita se levantó bruscamente, salió del comedor, y volvió enseguida con una palmatoria en la mano, se acercó rápidamente á su cuñada y la besó en la mejilla diciendo:

—Hasta mañana.

Y salió otra vez corriendo, con la sonrisa en los labios, para ocultar la vergüenza que también ella sentía.

—Vaya, niños—dijo la brigadiera levantándose con decisión,—podéis retiraros, que todos necesitamos descanso... Isabel, encienda usted luz en el cuarto de los señoritos.

Maximina, ruborizada, desfallecida casi de vergüenza, fué á besarla. Miguel, disfrazando con una sonrisa de hombre de mundo la inquietud verdadera que sentía, hizo lo mismo.

III

AUNQUE no había hablado de ello, Miguel tenía resuelto vivir en casa aparte; pero que fuese vecina á la de su madrastra. Cuando Julita supo esta decisión, experimentó grave disgusto y quiso indignarse contra su hermano. No tardó, sin embargo, en comprender que obraba cuerdamente. La brigadiera trataba á Maximina con toda la amabilidad de que era susceptible. Aquélla la abrumaba con atenciones y caricias; y á pesar de todo, no era posible vencer su timidez. No se la oía pedir nada de lo que la hiciese falta, lo cual hacía presumir que muchas veces se quedaba sin ello. En la mesa, cuando deseaba alguna cosa, lo más que se autorizaba era hacer disimuladamente una seña á Miguel para que se la diese. Jamás ordenaba cosa alguna á los criados de la casa. Sólo con su doncella Juana se entendía para los mil menesteres de la vida. Miguel, con esto, andaba un poco inquieto, porque bien se le alcanzaba, á pesar del rostro alegre de su esposa, que no debía de estar muy á su gusto en la casa; y aun la había reprendido suavemente por su falta de confianza. Un día, á los pocos de haber llegado, viniendo de la calle y disponiéndose á entrar en su cuarto, Juana le llamó aparte con mucho misterio y le dijo:

—Señorito, voy á decirle una cosa para que la sepa... La señorita tenía costumbre de merendar allá en su casa... Aquí se conoce que no se atreve á pedirlo... Hoy me ha mandado comprarle unas galletas... Mire usted, aquí las tengo.

—¡Ay, probrecita mía!—exclamó Miguel con emoción.—¡Pero qué tonta!

—No vaya por Dios á decírselo, porque entonces ya no vuelve á tener confianza conmigo.

—Pierde cuidado.

Y se entró en el cuarto de su esposa diciendo:

-Maximina, traigo el apetito muy despierto de la calle. No puedo aguardar la hora de comer. Anda, vé al comedor y dí que me traigan algo.

—¿Qué quieres?

—Cualquier cosa... Lo que tú hayas merendado.

La niña se quedó suspensa.

—Es que... es que yo todavía no he merendado.

—¿Cómo no?—exclamó Miguel en el colmo de la sorpresa.—¡Pues si ya son cerca de las seis!... ¿No te lo han traído?... Á ver, Juana, Juana (á grandes voces), llame usted á la señorita Julia.

—¿Qué vas á hacer? ¡por Dios! ¿qué vas á hacer?—exclamó la chica llena de terror.

—Nada, enterarme de por qué no te han servido el dulce, ó los pasteles, ó lo que tomes...

—¡Pero si no lo he pedido!

—No importa; tienen obligación de servirte á la misma hora lo que acostumbres á tomar.

—¿Qué querías, Miguel?—preguntó Julia entrando.

—Quería preguntarte por qué no han servido la merienda á Maximina, siendo ya cerca de la seis.

Julia quedó á su vez confusa.

—Es que... es que Maximina no merienda.

—¿Cómo que no merienda?—exclamó estupefacto.

—Se lo he preguntado el primer día y me dijo que no tenía costumbre.

Miguel volvió los ojos á Maximina, que bajó los suyos ruborizada como si hubiese cometido un delito.

—Pues yo te digo que sí—profirió en alta voz volviéndose á Julia con semblante severo.—Yo te digo que tiene esa costumbre, y has hecho muy mal, conociendo su carácter, en no insistir, ó al menos en no preguntármelo á mí.

—¡Por Dios, Miguel!—murmuró la esposa con acento de angustia.

Julia se puso fuertemente colorada, y girando sobre los talones, se salió de la estancia. Maximina estaba petrificada. Su marido dió algunos pasos con semblante hosco, y salió también yendo derecho al comedor, donde halló á su hermana muy triste, sacando platos. Tomándole la barba entre los dedos y soltando una carcajada, le dijo:

—Ya sabía que Maximina no merendaba. No hagas caso de lo que te he dicho. He querido ponerla en este apuro á ver si la curo de su timidez.

—Pues mira, chico, te ha salido el tiro por la culata, porque á quien has puesto es á mí—respondió la joven, enojada realmente.—¡Ya se han concluído para mí los mimos!

—¡Hola! ¿Celos tenemos?

—¡Eso quisieras tú, fatuo!

—Vamos, confiesa que sí—dijo sujetándola por los brazos y dándola un mordisco en el cuello.—Confiesa que ya han parecido...

—¡Quita, tonto, retonto!—contestó, forcejando por desasirse.—¡Que te estés quieto, Miguel! ¡Déjame, Miguel!

Y dando una fuerte sacudida, se zafó de sus manos y escapó airada de la habitación, mientras su hermano quedaba riendo.

En los días siguientes pudo éste convencerse de que Maximina había caído en gracia á todos en la casa. Ni era posible que otra cosa sucediese dada su condición apacible, callada y modesta. Sin embargo, nuestro joven observó con cierto disgusto que de esta condición se abusaba en algún modo, pues no se la consultaba para nada, y se ordenaba el plan del día, las salidas al paseo, á los teatros, á las tiendas y á las visitas, sin preguntarle siquiera si deseaba quedarse en casa. Esto contribuyó mucho á que apresurase su traslación, decidiéndose por un cuarto principal de la vecindad, muy amplio y hermoso, aunque un poco caro para su fortuna; pero contaba compensar el exceso privándose de otras cosas superfluas.

Era para nuestro héroe gratísimo solaz el salir con su esposa á comprar los muebles que les hacían falta. Desgraciadamente, la brigadiera y Julia les acompañaban la mayoría de las veces, y entonces ya se sabía que ante aquélla todos perdían el derecho de elección y hasta el de emitir dictamen. Molestaba esto no poco á Miguel, y por eso siempre que podía evitaba el que su madrastra les acompañase; pero, con sorpresa suya, Maximina no se mostraba ni más contenta ni más dispuesta á dar su opinión. Parecía que todo le era indiferente, y que aquel lujo que jamás había visto la impresionaba de mal modo. De vez en cuando apuntaba tímidamente que tal armario ó tal sofá eran bonitos, «pero caros». Miguel se había impacientado en dos ó tres ocasiones viendo su indiferencia, pero se había arrepentido luego al notar el gran efecto que cualquier contestación seca causaba en su esposa, y había concluído por embromarla por sus tendencias á la economía. Lo que más le placía á Maximina en aquellas salidas era ir sola con su marido por las calles, y eso que no había consentido en apoyarse en su brazo de día, á pesar de los ruegos que le había dirigido.

—Me da mucha vergüenza; todo el mundo mira para nosotros...

—Es que les sorprende que me haya enamorado de una mocosuela tan fea...

Maximina levantaba hacia él sus grandes ojos tímidos y sonrientes, para expresarle su agradecimiento.

—Yo también me sorprendo... Ahora que veo tantas mujeres hermosas por todas partes, no sé cómo has podido fijarte en mí.

—Porque siempre he tenido muy mal gusto.

—Eso será.

Miguel conmovido le apretaba con disimulo la mano.

Por la noche ya era otra cosa. Entonces consentía en que fuesen de bracero, y no podía ocultar el inmenso placer que esto le causaba. Sólo al pararse delante de algún escaparate y quedar bañados en luz, buscaba pretexto para soltarse. Una noche al salir de casa, fuese por distracción ó por broma, Miguel no la ofreció el brazo. Al cabo de un rato, Maximina, como si adoptase una resolución enérgica después de grandes cavilaciones, se apoyó sobre él bruscamente. Miguel la miró sonriente.

—¡Hola, qué bien has aprendido á tomar lo que te pertenece!

La niña bajó la cabeza ruborizada, pero no se soltó.

La brigadiera encontraba muy de su gusto á la esposa del hijastro, por más que le doliese que hubiera descendido hasta ella. Así lo expresaba á sus amigas y á Julia. Á Miguel no le decía nada, mas no por eso dejaba de estar enterado de tan favorable opinión. Sin embargo, no acababa de tranquilizarse, porque observaba que su madrastra iba ejerciendo sobre la joven esposa el mismo poder omnímodo y tiránico que sobre Julia, y aun mayor si cabe, por la condición más tímida y apacible de aquélla. Ni podía ocultársele que la simpatía en caracteres como el de la brigadiera está siempre en razón directa del grado de sometimiento á que llegan las personas que con ellas se relacionan. Al salir Julia una tarde del cuarto de los esposos, exclamó Maximina en un momento de expansión:

—¡Cómo me gusta tu hermana!

Miguel le clavó una mirada penetrante.

—¿Y mamá?

—...También—respondió la niña.

No le hizo más preguntas; pero aquel mismo día el hijo del brigadier avisó al administrador que no podía tomar el cuarto principal de aquella casa, y eligió otro en la plaza de Santa Ana. El pretexto que dió á su familia para este cambio fué que no podía vivir tan apartado de la redacción del periódico, ahora que iba á emprender una campaña más asidua. Y no le pesó, en verdad; antes á los pocos días tuvo ocasión de confirmarse en su acuerdo y darse por él la enhorabuena. Sucedió que un día, viniendo de dirigir los trabajos de instalación en su nuevo cuarto, encontró á Maximina con los ojos un poco enrojecidos como de haber llorado. El corazón le dijo que había pasado algo, y le preguntó con ansiedad:

—¿Qué tienes? Has llorado.

—No—contestó la niña sonriendo,—es que me he lavado hace un momento.

—Sí, te has lavado, pero por haber llorado antes. Díme, díme pronto qué ha sido.

—Nada.

—Bien—replicó el joven con firmeza,—yo lo sabré.

En efecto, Juana, aunque de un modo confuso, le enteró de lo ocurrido.

—Mire usted, señorito, al parecer, la señora le dijo hace ya días á la señorita que no le gustaba que estuviese hasta tan tarde sin arreglarse, porque podían venir visitas. Todos estos días la señorita se ha aviado temprano; pero hoy no sé cómo se descuidó y la señora la ha reprendido.

—¿Qué le ha dicho?

—Yo no sé. La señorita no ha querido decírmelo... pero ha llorado bastante.

Miguel entró en su cuarto rojo de ira.

—Maximina, avíate y arregla los baúles... Nos vamos ahora mismo de esta casa... Yo no consiento que nadie te haga llorar.

La joven quedó mirando á su esposo con más expresión de susto que de reconocimiento.

—¡Si nadie me ha hecho llorar!... He llorado sin saber por qué... Me sucede muchas veces... Puedes preguntárselo á mi tía...

—Nada, nada, ahora mismo nos vamos...

—¡Oh, Miguel, por Dios no hagas eso!

—¡Que sí, que nos vamos!

Maximina se arrojó en sus brazos llorando.

—¡No hagas eso, Miguel, no hagas eso! ¡Enfadarte con tu madre por mi culpa!... ¡Prefiero morir!

La cólera del joven fué cediendo y consintió al cabo en disimular su desabrimiento, si bien quedó decidido que al día siguiente irían á dormir á su casa. Así se realizó. Mas la brigadiera no se dejó engañar, y entendió bien los motivos que Miguel tenía para precipitar su traslación. No hay para qué decir que desde entonces Maximina perdió para ella gran parte de su valimiento.

El cuarto de la plaza de Santa Ana estaba alfombrado, pero aún había pocos muebles. Sólo tenían arreglados, y no enteramente, el comedor, un gabinete y su alcoba. En el resto de la casa había algunas sillas diseminadas y tal cual armario ó espejo fuera de su sitio. Á pesar de eso, Miguel y Maximina lo hallaron delicioso. Al fin estaban solos, y eran dueños de sus acciones. La independencia les embriagaba de gozo. Aquel aspecto de interinidad seducía á Miguel como una cosa extraordinaria y original. Maximina quiso hacer la cama por sí misma; pero ¡ay! el colchón pesaba tanto, que no podía moverlo. Viéndola forcejar hasta ponerse colorada, Miguel echó mano también y ayudó á batirlo, riendo á carcajadas sin saber de qué; acaso de placer. Pero á nuestros esposos se les había olvidado una porción de cosas indispensables para la vida, entre ellas, las lámparas para alumbrarse. Cuando llegó la noche, Juana tuvo que ir apresuradamente á comprar bujías y unos candeleros, para poder comer. Aquella primer comida á solas fué deliciosa. Maximina tenía el apetito casi siempre despierto, lo cual era para ella un gran defecto, y procuraba ocultarlo, quedando casi siempre con ganas. Mas ahora, delante de su marido solamente y pensando que éste no se fijaba, echaba en el plato lo que bien le placía. Cuando terminaron, Miguel le dijo:

—Has comido bien; mucho mejor que estos días pasados en casa de mamá.

Maximina se ruborizó como si le hubiesen descubierto un delito. Adivinando lo que pasaba en su interior, Miguel acudió inmediatamente en su auxilio.

—Vaya, ahora comprendo que no comías allí por vergüenza... Pues ten entendido que hoy es moda comer mucho... Además, á mí no hay nada que me cause tanto placer como ver comer con apetito; mucho más si es una persona querida. Por consiguiente, si quieres darme gusto, procura tenerlo siempre despierto... Para estómagos malos, basta el mío en la casa.

Aquella noche decidieron no salir á la calle. Se fueron desde el comedor al despacho, en donde no había mueble alguno, pues deseaba el joven amueblarlo con calma y á su gusto. Pero en el gabinete no había chimenea y allí sí. Juana la encendió y además un par de bujías. Miguel las apagó en seguida; prefería quedar con la luz de la chimenea solamente. Quiso después ir á buscar al gabinete un par de butacas, pero Maximina le dijo:

—Trae para ti solamente... Verás; yo me siento en el suelo y estoy más á gusto.

Y como lo dijo lo efectuó, dejándose caer suavemente sobre el pavimento alfombrado.

Su marido la miró sonriendo.

—¡Ah! pues entonces no voy por las butacas. No quiero ser menos que tú.

Y se sentó á su lado: ambos delante de la chimenea cuya llama iluminaba la sonrisa feliz de sus rostros. El marido tomó las manos de la esposa, aquellas manos regordetas, endurecidas, mas no desfiguradas por el trabajo, y las besó con pasión repetidas veces. La esposa no quiso ser menos, y después de vacilar un poco, tomó las del marido y las llevó á los labios. Á Miguel le hizo gracia aquel rasgo de inocencia y sonrió.

—¿De qué te ríes?—le preguntó la niña mirándole sorprendida.

—De nada... de placer.

—No; te has sonreído con malicia... ¿De qué te ríes?

—De nada te digo... Son aprensiones tuyas.

—¡Cuando digo que te ríes de mí! ¿He hecho algo mal?

—¡Qué habías de hacer, tonta! Me he reído porque no es costumbre que las damas besen las manos á los caballeros.

—¿Lo ves?... ¡Pero yo no soy una dama!... Y tú eres mi marido...

—Tienes razón—dijo él abrazándola,—tienes razón en todo lo que dices. Haz siempre lo que te salga del corazón como ahora, y no temas equivocarte.

La luz azulada del cok saltaba alegremente por encima de los carbones, surgiendo y desapareciendo á cada instante, cual si acudiese á escuchar las palabras de los esposos, y se retirase solícita después á comunicarlas á algún gnomo vulcanio. De vez en cuando un pedacito de escoria se desprendía de la masa incandescente, atravesaba la reja y venía rodando á parar á sus pies. Entonces Maximina aguardaba un instante á que se enfríase, la cogía entre sus dedos y la arrojaba al cenicero. No se oía más que el rumor estridente de los coches que cruzaban hacia el teatro.

La charla de los esposos era cada vez más viva y más íntima. Maximina iba perdiendo su cortedad, gracias á los esfuerzos incesantes de Miguel, y se atrevía á dirigirle preguntas acerca de su vida pasada, á las cuales el joven respondía con verdad unas veces, otras con mentira. Sin embargo de todo ello, dedujo la niña que su marido había hecho algunas cosas malas, y se asustó.

—¡Ay, Miguel! ¿Cómo te has atrevido á dar un beso á una mujer casada? ¿No temes que Dios te castigue?

El rostro del joven se oscureció de pronto. Una arruga profunda, maldita, surcó su frente y se quedó un rato pensativo. Maximina le miraba con ojos extáticos, sin comprender la razón de aquel cambio de fisonomía. Al cabo, con voz un poco ronca, mirando para el fuego, dijo Miguel:

—Si conmigo sucediese una cosa semejante, y lo averiguase, ya sé lo que había de hacer... Lo primero sería poner á mi mujer en la calle, de día ó de noche, á cualquiera hora que lo supiese...

La pobre Maximina se conmovió ante aquella salida, tan brutal como inesperada, y exclamó:

—Harías bien. ¡Dios mío, qué vergüenza para una mujer verse arrojada así!... ¡Cuánto más valdría morir!

La arruga de la frente de Miguel se desvaneció. Miró á su mujer amorosamente, y comprendiendo que aquella lección había sido tan inútil como inoportuna, le dijo besándole una mano:

—¿Por qué hemos de hablar de las maldades que acontecen en el mundo? Afortunadamente yo he hallado una tabla de salvación, que es esta mano. Á ella me agarro, seguro de ser bueno y honrado toda mi vida.

—Debes pedir perdón á Dios.

—Á Dios y á ti os lo pido.

—El mío ya está concedido.

—Y el de Dios también.

—¿Qué sabes tú... ¡Ay, qué tonta! Ya no me acordaba que te has confesado hace unos días.

—Eso es—dijo Miguel, que tampoco se acordaba.

Después hablaron de los pormenores domésticos, de los muebles, de los criados que necesitaban tomar. Maximina sostenía que bastaban Juana y una cocinera. Miguel quería además otra chica para la costura y la plancha. Con este motivo manifestó á su esposa los recursos de que podía disponer.

—Me quedan cuatro mil duros de renta; pero voy á dejar á mi hermana y á mamá mil para que puedan vivir decentemente... Con tres mil duros nosotros podemos arreglarnos perfectamente.

—¡Oh, ya lo creo!... ¿Por qué no les dejas á tu mamá y á tu hermana la mitad? Mira, ellas están acostumbradas al lujo, y yo no... Yo con cualquier vestido me arreglo...

—Es que no quiero que te arregles con cualquier vestido, sino con el que corresponde á tu clase.

—¡Si supieras qué gusto tan grande me darías cediendo á tu hermana la mitad!

—No puede ser... Hay que pensar también en los hijos.

—Aún te queda mucho.

—¡Tú no estás enterada de lo que se gasta en Madrid, querida!

Después de reflexionar un instante añadió:

—En fin, que no sea ni uno ni otro: partamos la diferencia. Les dejaré treinta mil reales, y nos quedaremos con cincuenta mil. Lo que sentiré es que me salga un cuñado pillo que se coma el capital.

Así charlando, llegaron las diez de la noche, y decidieron irse á la cama. Miguel se levantó primero y ayudó á su esposa á ponerse en pie. Encendieron la palmatoria y se encerraron en su alcoba. Maximina bendijo, como de costumbre, la cama pronunciando una porción de oraciones aprendidas en el convento, y se entregaron tranquilamente al sueño.

Allá hacia el amanecer, Miguel creyó oir á su lado un ruido singular, y despertó. Al instante observó que su esposa le besaba repetidas veces en el cuello, muy suavemente, con ánimo, sin duda, de no despertarle. Poco después oyó un sollozo.

—¿Qué es eso, Maximina?—dijo volviéndose bruscamente.

La niña, por toda contestación, se abrazó á él, y comenzó á llorar perdidamente.

—¿Pero qué tienes?... Díme pronto, ¿qué tienes?

Sofocada por los sollozos, comenzó á decir:

—¡Oh, acabo de soñar unas cosas tan malas!... Soñé que me arrojabas de casa.

—¡Pobrecilla!—exclamó Miguel cubriéndola de caricias.—Te has impresionado con lo que te he dicho esta noche... ¡Soy un estúpido!

—No sé lo que... habrá sido... ¡Qué angustia, Virgen mía!... Creí morir... Si no despierto me muero... Pero tú no eres estúpido, no... ¡Soy yo!

—Bien, seremos los dos... pero tranquilízate—dijo besándola.

Al poco rato, ambos se quedaron otra vez dormidos.

IV

EN la redacción reinaba silencio inusitado. No se oía más que el crujir de las plumas de acero sobre el papel. Los redactores escribían en torno de una gran mesa forrada de hule, exceptuando dos ó tres colocados frente á unas mesillas de pino en los rincones de la sala. De pronto, uno de barba poblada y gris levantó la cabeza preguntando:

—Diga usted, Sr. de Rivera, ¿no estaba señalado para el día 18 el movimiento?

Miguel, que escribía en una de las mesitas privilegiadas, respondió sin levantar la cabeza:

—No me cansaré, Sr. Marroquín, de recomendar á usted la discreción. Observe usted que nuestras cabezas peligran todas, desde las más humildes como la del Sr. Merelo y García, hasta las más severas y magníficas como la de nuestro dignísimo director.

Los redactores sonrieron. Uno de ellos preguntó:

—¿Y qué es de Merelo? No ha venido todavía.

—Hasta las doce no puede venir—contestó Rivera.—De diez á doce conspira siempre contra las instituciones en el café del Siglo.

—Yo pensé que era en Levante.

—No, en Levante es á última hora, de dos á tres.

El primero que había hablado es aquel mismo señor Marroquín, de perdurable memoria, profesor de Miguel en el colegio de la Merced, enemigo nato del Supremo Hacedor y hombre hirsuto hasta donde un bípedo puede serlo. La razón de encontrarse allí es la siguiente: Un día, cuando estaba concluyendo de almorzar, pasaron á Miguel recado de que un caballero le aguardaba en el despacho. El caballero era Marroquín, que más parecía por la traza un mendigo. Tan pobre, sucio y raído estaba. Al ver á su discípulo se enterneció, aunque parezca extraño. Después le contó, con verdadera elocuencia, que no tenía una peseta, y se morían de hambre él y sus hijos, concluyendo por pedirle una plaza de redactor en La Independencia.

—Yo no soy propietario del periódico, querido Marroquín. Lo único que puedo hacer por usted es darle una carta para el general conde de Ríos.

En efecto, le dió la carta, y Marroquín se presentó con ella en casa del general; pero tuvo la mala fortuna de llegar en la peor sazón, cuando aquél, hecho un energúmeno por los pasillos de su casa, recordaba el repertorio de juramentos en que tanto se había distinguido el sargento Ríos. La razón era que uno de sus pequeños se había bebido un frasco de tinta persuadido de que era Valdepeñas. Si tienen ó no los juramentos é interjecciones de los carreteros influencia decisiva en los envenenamientos, no lo sabemos; pero el general los empleaba con la misma fe que si se tratase de un antídoto poderoso. El paciente inclinaba su cabecita pálida contra la pared derramando copioso llanto.

—¿Qué trae usted?—le preguntó el conde clavándole una mirada iracunda.

—Una carta—contestó el pobre Marroquín presentándosela con mano trémula.

—¡Vomita!—gritó el general con los ojos llameantes.

—¿Cómo?—preguntó tímidamente el profesor.

—Vomita, niño, vomita, ¡ó te estrello!—rugió el ilustre caudillo de Torrelodones sacudiendo á su hijo por el cuello.—¿Y qué dice la carta?

—Es del Sr. Rivera, pidiéndole una plaza de redactor en La Independencia para un servidor de V. E...

—¿No puedes? ¡Métete los dedos en la boca!... Ya sabe el Sr. Rivera sobradamente que no hay plaza, que todas están ocupadas, y que ya me duelen las orejas... ¡A ver si te metes los dedos, chiquillo, ó te los meto yo!

Marroquín obró prudentemente levantando el pestillo de la puerta y saliéndose con disimulo. Más adelante, Miguel habló al general en momento más propicio, y pudo conseguir que se le admitiese en la redacción con un sueldo mensual de veinticinco duros.

En La Independencia, escribía, además de aquel redactor de fondos que ya conocemos, un cura apóstata y liberal que se había dejado crecer la barba hasta el pecho y contaba á sus compañeros los secretos de la confesión cuando venía un poco ó un mucho beodo. Era íntimo de Marroquín. Ambos tenían la misma ojeriza á la Divinidad, y ambos trabajaban con afán por libertar á la humanidad de su yugo. Sin embargo, un día estuvo á punto de enfadarse seriamente con el hirsuto profesor porque hizo chacota de la Eucaristía, lo cual confirmó á éste en su opinión de que «el cura siempre tira al monte». Se llamaba D. Cayetano. Otro de los redactores era un joven rubio, bello y tímido, que se sentaba en uno de los rincones de la sala y sólo levantaba la cabeza al escuchar alguna frase brillante, por las cuales sentía pasión loca. Sus artículos eran siempre un empedrado de palabritas sonoras, fluidas, titilantes (adjetivos que representaban gran papel en el repertorio de Gómez de la Floresta). Jugaba con ellas lo mismo que un saltimbanqui. El que quisiera verle contento no tenía más que decir alguna metáfora ó inventar algún adjetivo armonioso. Rivera, que conocía este flaco, solía darle por el gusto.

—Esta tarde, señores, he visto una mujer cuya mirada brillaba como la hoja de un puñal damasquino.

Gómez de la Floresta levantaba, rojo de placer, la cabeza y le dirigía una sonrisa de felicitación.

—Eso es, una mirada fría y siniestra.

—Tenía el cutis terso y ardiente con surcos marmóreos. Los cabellos caían como una cascada de oro sobre su cuello de cisne aprisionado por un collar de brillantes que parecían gotas de luz....

—¡Gotas de luz! ¡Qué bonito es eso, Rivera! ¡Qué bonito!

—Era una mujer á propósito para hacer un poco de tiempo vida oriental.

—¡Eso es! Refugiados en un minarete, aspirando los perfumes de la Persia, dejando que sus manos de nácar acaricien nuestros cabellos, libando en su boca de rosa el néctar de la voluptuosidad.

—Veo con regocijo, Sr. de la Floresta, que está usted en lo firme. Hagamos punto, sin embargo. Se le han subido á usted las frases á la cabeza y preveo un desenlace fatal.

El redactor sonreía avergonzado y continuaba su tarea.

Un joven delgado, de pómulos salientes, ojos oblicuos y andar desgarbado entró haciendo mucho ruido y tarareando algunos compases de vals. Se acercó á la mesa donde escribía Miguel, y dándole una palmadita en el hombro, dijo con alegre entonación:

—Hola, amigo Rivera.

Este, sin levantar la cabeza, respondió muy gravemente:

—Despacio, despacio, Sr. Merelo; despacio, que no somos todos iguales.

Los redactores rieron.

Merelo, un poco acortado, exclamó:

—¡Este Rivera siempre está de broma!... Pues señor—siguió, arrojando el sombrero sobre la mesa,—en este momento llego de la reunión arancelaria del Teatro del Circo...

—¿Quién habló? ¿quién habló?—preguntaron varios.

—Pues hablaron D. Gabriel Rodríguez, Moret y Prendergast, Figuerola y nuestro director; pero el que mejor habló fué D. Félix Bona.

—¡Hombre! ¿Y qué ha dicho?

—Pues empezó diciendo que él... el más humilde de todos los que allí estaban...

—¿Y usted, Sr. Merelo, no ha protestado contra esa afirmación?—preguntó Miguel desde su mesa.

Merelo le miró sin comprender; mas sintiendo al cabo el alfilerazo, hizo una mueca de disgusto y siguió, aparentando desprecio:

—Que él venía á hablar allí en nombre del comercio al por menor...

—No, pero usted, amigo Merelo—interrumpió el ex cura, que gustaba mucho de embromar al noticiero,—debió haber protestado contra aquello de la humildad.

Merelo transigía, hasta cierto punto, con las bromas de Rivera, en quien reconocía superioridad; pero las del cura le crispaban los nervios. Así que, lleno de ira, juntó las manos como hacen los sacerdotes en misa y cantó:

¡Dóminus vobiscum!

Carcajada general de los redactores. El cura se puso colorado hasta las orejas; y fuertemente desabrido quiso continuar la broma, aguzándola cada vez más; pero el noticiero, que no tenía mucho ingenio, contestaba siempre:

¡Dóminus vobiscum!

Con entonación tan cómica y clerical, que los periodistas se desternillaban de risa.

El cura se puso al fin amoscado. En vez de bromas, lo que dirigía á Merelo eran verdaderos insultos. Uno de ellos fué tan vivo y desvergonzado, que aquél se vió en la necesidad de alzar la mano y soltarle una soberana bofetada. Momentos de confusión y tumulto en la redacción. Varios individuos sujetan, á duras penas, á D. Cayetano, que con las tijeras de cortar sueltos en la mano declara en alta voz su propósito de sacar las tripas á Merelo. Éste, á quien no complace poco ni mucho tal declaración, ruega á sus compañeros que le suelten, «que él no tolera imposiciones de nadie»; pero sus amigos comprenden que es pura retórica, y le sujetan cada vez con más cuidado. Al fin se logró calmar á los irritados contendientes, y vino un cuarto de hora de sosiego, durante el cual todos se aplicaron á escribir en silencio. Por fin levanta Miguel la cabeza y pregunta:

—Oiga usted, Sr. Merelo, ¿cuándo piensa usted ir á Roma?

—¿Á Roma?... ¿Á qué?

—Á que le perdonen el pecado de haber puesto la mano en persona sagrada. Aquí no le pueden absolver.

Se arma de nuevo una zambra de risa en la redacción. El cura furioso suelta la pluma, toma el sombrero y se va.

Y en tales bromas y en otras semejantes, siendo el alma de ellas casi siempre nuestro Rivera, solían perder mucho tiempo los redactores de La Independencia. Á más de éstos había otros tres ó cuatro de menor cuantía, y un sinnúmero de meritorios que acudían solícitos por las noches á llevar al director su ofrenda de sueltos y artículos, la cual era despreciada la mayoría de las veces. Entre todos estos llamaba la atención un señorito aún no entrado en quinta, feo, raquítico y bien trajeado, que solía escribir artículos de crítica literaria, los cuales firmaba siempre con el pseudónimo Rosa de te. Era severísimo con los autores, y se creía siempre en el deber de darles sanos consejos acerca del arte que cultivaban. Á menudo les decía que esto no era humano, aquello verosímil, lo otro castizo. Hablaba mucho de la vida, que á su juicio ningún autor conocía, ni tampoco las mujeres. Sólo Rosa de te tenía una idea exacta del mundo y del corazón de la mujer. Al comenzar sus críticas cuidaba siempre de colocar al autor en el banquillo de los acusados, subiéndose él al sillón del presidente del tribunal. Desde allí interrogaba, reprendía, disertaba, sonreía sarcásticamente: «¿Dónde ha visto D. Fulano que una joven exclame ¡cielos! cuando le duelen las muelas? ¡Bien se conoce que D. Fulano no ha pisado mucho los salones aristocráticos! La vida, D. Fulano, no es como usted la pinta: es necesario vivir dentro del medio social para aspirar á reflejarlo. Lo que no vemos tampoco en la obra de D. Fulano es el argumento. ¿Y el argumento, D. Fulano, y el argumento? ¿Qué carácter tiene el protagonista de su obra? En un capítulo dice que tiene mucho apetito, y se comería de buena gana una lata de sardinas de Nantes, y algunos capítulos más adelante dice que las sardinas le repugnan. ¿Qué lógica es ésta? Los caracteres en el arte han de ser bien definidos, lógicos, de una sola pieza. El protagonista de D. Fulano sólo toma en el curso de la obra, según nuestra cuenta, diez y nueve resoluciones. ¿Le parecen bastantes resoluciones éstas á D. Fulano para un protagonista? Ni siquiera nos parecen suficientes para un personaje secundario. Así que no tiene más remedio que resultar el carácter borroso, incoloro, falto de vida y energía. La energía en los caracteres es cosa que no me cansaré de recomendar á los autores dramáticos y novelistas. Además, procure D. Fulano ser más original. Aquella contestación que da Ricardo á la condesa en el capítulo sexto cuando dice:—¡Señora, no volveré á poner más los pies en esta casa!—ya la habíamos leído antes en Walter Scott».

A Miguel le hacía mucha gracia este muchacho, á quien llamaba siempre sacerdote, por las muchas veces que hablaba en sus artículos del «sacerdocio de la crítica». Rosa de te, tan bravo y altivo con los poetas y novelistas, era un santo Job para sufrir la vaya constante de Miguel y los demás redactores. Un día, sin embargo, tuvo la mala ocurrencia de censurar acremente á un poeta amigo de aquél, y Rivera, indignado, le llamó necio y badulaque en la cara, sin que el pobre Rosa la levantase para contestar. Cuando llegó Mendoza, irritado todavía, le dijo:

—Vamos á ver, Perico, ¿por qué consientes que escriba las revistas literarias ese chiquillo estúpido, que á cada momento está poniendo en ridículo el periódico?

Mendoza, según costumbre, guardó silencio. Pero Miguel insistió.

—Quiero que me expliques por qué...

—No cobra los artículos—respondió aquél en voz baja.

—¡Pues son muy caros!

Aunque sin mucha afición á la política, Miguel trabajaba con asiduidad en el periódico. La atmósfera revolucionaria se había condensado bastante, y ningún joven podía sustraerse á su influencia febril y turbulenta. El conde de Ríos fué desterrado á las Baleares á la postre. Mendoza, de la noche á la mañana, desapareció de Madrid, dejando una carta á su amigo Miguel, en que le decía que se escapaba porque tenía noticia de que la policía le iba á echar mano, y rogándole se encargase de la dirección del periódico. No poca risa le causó al hijo del brigadier la tal carta, pues estaba bien convencido de que el Gobierno no se acordaba para nada del pobre Brutandór. Se encargó, no obstante, de la dirección efectiva de La Independencia, ya que la aparente en aquellos calamitosos tiempos de persecución pertenecía siempre á un testaferro. Y para cumplir debidamente su cometido, comenzó á frecuentar los denominados círculos políticos, y muy especialmente el salón de conferencias del Congreso de los Diputados, que era entonces, lo es ahora y seguirá, probablemente, siendo la oficina donde se elabora la felicidad del país. Así que, al pisarlo por vez primera, no pudo reprimir un sentimiento de respeto y veneración.

Al ver el movimiento y la agitación que allí reinaban, nuestro héroe no pudo menos de comparar aquel salón y los pasillos que lo circundan á una gran fábrica. Muchedumbre de obreros con sombrero de copa, van, vienen, entran, salen, se saludan, se codean. En el rostro llevan impresa la huella de los altos cuidados que les agitan. Algunos se sientan delante de los escritorios y escriben con mano febril cartas y más cartas: de vez en cuando se pasan la mano por la frente y exhalan un suspiro de fatiga, y quizá de dolor, por verse obligados, en aras del interés del Estado, á negar un destino á algún elector poderoso que no lo merece. Otros salen del salón de sesiones y se sientan en un diván á meditar acerca del discurso que acaban de oir, ó se acercan á algún grupo y discuten acaloradamente lo que, por una modestia que les honra, no han querido discutir en la sesión. Otros se arriman al quicio de una puerta y esperan ansiosos el paso de algún ministro para recomendarle un asunto de interés general para la familia. Todo esto le recordaba á Miguel el trajín, el ruido y la actividad prodigiosa que había tenido ocasión de observar en una fábrica de fundición de hierro, allá en Vizcaya. Allí como aquí, los hombres se movían en direcciones contrarias, marchando cada cual á su tarea. Iban algo peor vestidos, y enseñaban un cuello y un pecho más tostados que debían de estarlo los de los representantes del país; pero esto consistía en que hacía más calor en la fábrica que en el salón de conferencias. En vez de cartas y otros documentos, los hombres llevaban allí barras de hierro candente en las manos, que se entregaban unos á otros, lo mismo que los diputados se entregan sus papelitos.

Ni se crea que en el salón de conferencias hace frío; nada de eso. En cada una de sus cuatro esquinas hay una gran chimenea donde arden añosos y secos troncos que el país previsor aporta para que sus representantes no se hielen. Además, los hornos de cok encendidos en los sótanos despiden columnas de aire tibio por algunas bocas abiertas en el suelo. Las alfombras, las cortinas, los ventiladores y mamparas hacen, finalmente, que la temperatura no sea ni fría ni extremadamente calurosa. Indudablemente el sistema de calefacción está mejor entendido en el salón de conferencias que en la fábrica de Vizcaya. Á lo largo de sus paredes hay anchos y cómodos divanes donde los diputados y los periodistas que los ayudan en la ímproba tarea de salvar al país pueden descansar algunos momentos. Y si quieren refrescarse ó restaurar las perdidas fuerzas, hay también una cantina donde la nación proporciona gratis á sus procuradores agua y azucarillos en abundancia, y mediante módico precio, jamón, pavo, pasteles, jerez, manzanilla, y otras viandas y bebidas. Inteligentes y solícitos porteros les despojan, apenas entran, de sus gabanes y los guardan con esmero, para restituírselos después á la salida, á fin de que por modo alguno se constipen. Á Miguel le impresionó vivamente, á su entrada en el Congreso, la sumisión y el profundo respeto con que un portero estaba quitando el gabán de pieles á un caballero de luenga perilla blanca, el cual le dejaba hacer con aire grave y displicente, inclinando la cabeza á un lado y á otro, como si no pudiese con los pensamientos que la llenaban. Después tuvo ocasión de ver á este mismo caballero en la cantina tomando unas rajas de lengua en escarlata: el mismo aire reflexivo, reservado, imponente. Supo con alegría que se llamaba el Sr. Tarabilla, gobernador que había sido de varias provincias, jefe superior honorario de Administración civil, presidente en otro tiempo de la Junta de Clases pasivas, teniente alcalde dos veces del Ayuntamiento de Madrid, presidente en la actualidad de la Junta de Ganaderos, y secretario que fué de la comisión de actas en el Congreso, donde á propósito de la de Becerrea formuló un voto particular, que no se llegó á discutir.

Tuvo nuestro héroe una de las más puras satisfacciones de su vida en conocer á un personaje de tanta monta dentro de la política, y se propuso ir poco á poco y de la misma suerte conociéndolos á todos. Solía andar de grupo en grupo escuchando atentamente las discusiones entabladas entre los prohombres más señalados. Era su deber enterarse de sus opiniones y propósitos á fin de dirigir con acierto el periódico. Sorprendiéronle algunos de estos debates familiares, pero muy particularmente uno á que asistió pocos días después de entrar en el salón de conferencias. En el centro de un grupo numeroso y apretado discutían vivamente un ministro y uno de los jefes de la oposición, sobre cierto artículo de la Constitución de 1845, en que se prohibía la pena de confiscación de bienes. El ministro sostenía que esta prohibición no era absoluta y que en el artículo se indicaban las causas por las que un ciudadano podía ser privado de sus bienes. El personaje de la oposición gritaba como un energúmeno que sí lo era tal, que no había tales causas ni tales carneros. Ambos estaban rojos y á punto de encolerizarse de veras. Por último, el ministro preguntó con energía:

—Pero vamos á ver, Sr. M***, ¿ha leído usted la Constitución del 45?

—No, señor, no la he leído, ni ganas—gritó el señor M*** furioso.—¿La ha leído usted?

—Aunque no la he leído—repuso el ministro con firmeza,—sé que en el título primero se señalan las causas para la confiscación... Y si no, aquí está el señor R***, que ha sido ministro en aquella época y nos lo puede decir.

El señor R***, que era un anciano completamente rasurado, al oir la interpelación y al observar que todos los ojos se volvían hacia él, sonrió entre malicioso y avergonzado, y dijo:

—El caso es, amigo mío, que yo tampoco me acuerdo de haberla leído toda.

En un principio estas discusiones y el conocimiento cada vez más amplio de la maquinaria política, le cautivaron. Mas á la postre, después de haber tenido el honor de conocer de vista y aun saludar á casi todos los próceres del reino y de haber aprendido de sus labios no pocos secretos para la gobernación de los pueblos, tuvo el sentimiento de comprender que empezaba á aburrirse. La mayoría de las tardes prefería coger un libro de Shakspeare, de Goëte, de Hegel, de Spinoza y sentarse á leer al lado de su esposa, mientras ésta cosía ó bordaba, á pasear por los corredores del Congreso y escuchar las disertaciones del Sr. Tarabilla y de otros notables varones. Y digo que lo averiguó con sentimiento, porque una voz interior le advirtió en seguida que no era éste el camino para llegar á la fortuna y la celebridad, sino el que gloriosamente iba recorriendo paso tras paso el Sr. Tarabilla. Pero siendo lo mejor, se empeñaba, sin embargo, en seguir lo peor, porque la humanidad es flaca y las pasiones la arrastran á menudo á la perdición. Hasta las tardes en que se dignaba visitar el Congreso, en vez de juntarse á los grupos, abrazar á los diputados, adular á los ministros y emitir su opinión en cuantas cuestiones se suscitasen, dejándose arrastrar de la melancolía (quizá de la nostalgia de su esposa, su butaca y su Shakspeare), se iba á sentar solitario en cualquier diván, y allí pensaba ó dormitaba, forjándose la ilusión de que estaba cumpliendo con su deber. Miraba con ojos distraídos desfilar el enjambre de diputados, periodistas y aficionados que los secundan, sin que su actividad febril, su agitación y su anhelo despertasen en nuestro perezoso el noble deseo de trabaja r por el país y contribuir de algún modo á su felicidad. Á veces, no sabiendo ya en qué pensar, se entretenía en buscar parecidos entre las personas que veía y otras que había conocido antes. Llamóle particularmente la atención un diputado, director de Aduanas, que se parecía como un huevo á otro á cierto pescador de Rodillero á quien apodaban Talín. Le había conocido con motivo bien triste: se le había muerto un hijo de sarampión y no tenía una peseta en su casa para enterrarle. El pobre tuvo que llevarle en brazos al cementerio y abrir él mismo la fosa. Pocos meses después pereció Talín en una célebre galerna descrita ya en las novelas. ¡Pero cómo se parecía aquel señor diputado á Talín! Había otro cuyo rostro, cuajado de costurones y cicatrices, sin cejas ni pestañas, perdidas en una enfermedad secreta, que le obligaba á ir todos los años á Archena, semejaba notablemente al de un pobre minero que había conocido en Langreo. Trabajaba éste en las chimeneas de las minas, pasando todo el día metido en un tubo estrecho que él mismo iba abriendo con trabajo. Un día se inflamó el gas y le quemó el rostro y las manos horriblemente. Después tuvo que pedir limosna.

Cuando estas imaginaciones le fatigaban, llamaba á Merelo y García y le hacía sentarse á su lado recreándose en oirle referir, con la vehemencia que le caracterizaba, todas las menudencias de bastidores (si no es irreverencia comparar los pasillos del Congreso á los bastidores de un teatro). Era Merelo entonces el fénix de los noticieros de Madrid y la envidia de los demás propietarios de periódicos, que más de una vez habían tratado de arrebatárselo al conde de Ríos, ofreciéndole el oro y el moro. Pero Merelo, con una lealtad nunca bastante loada, y eso que él no cesaba de loarla, se había mantenido firme, rechazando todas las proposiciones que se le hicieron. Ninguno como él para recorrer en un instante una docena de grupos, averiguar lo que hablaban, de lo que habían hablado y de lo que iban á hablar, deslizarse entre las piernas de los diputados y sorprender los secretos más íntimos y arcanos de la política, moler á preguntas á los embajadores, atreverse con los ministros, martirizar á los empleados y sacar á cada cual lo que tenía en el cuerpo, unas veces con suavidad, otras casi á viva fuerza. Realmente Merelo y García fué en España el Bautista de esa pléyade de jóvenes noticieros que actualmente tanto ilustran nuestra prensa. El fué quien trazó los primeros lineamientos de las conferencias, en forma de preguntas y respuestas, que después se han generalizado tanto. No obstante, en tiempo de Merelo aún estaban en mantillas, y los embajadores chinos ó marroquíes no contestaban de un modo tan preciso y categórico como ahora á los reporters cuando les preguntan verbigracia:—¿Cuántas horas han tardado ustedes en el viaje?—¿Ha podido usted conciliar el sueño?—¿Se ha bajado usted alguna vez al retrete? etc., etc.

Era nuestro Merelo más conocido que la ruda en todos los centros oficiales y más temido que el cólera morbo. Cuando se le metía en el caletre averiguar cualquier cosa, no le arredraban ni las malas caras ni las contestaciones groseras. Estaba á prueba de desaires. Se contaba que al salir de una importantísima conferencia diplomática el ministro de Estado, Merelo le abocó preguntándole con la mayor frescura:

—¿Qué tal, Sr. F***, se arregla ó no se arregla lo del tratado?

El ministro le mira con curiosidad y le pregunta:

—¿De qué periódico es usted redactor?

—De La Independencia—manifiesta Merelo muy risueño.

—Bien se conoce, por la poca vergüenza que usted tiene—repone el ministro fríamente, girando sobre los talones.

El general conde de Ríos contaba á sus tertulios con lágrimas de entusiasmo un famoso testimonio que de sus especialísimas dotes había dado Merelo en cierta ocasión. Hallábase éste como siempre á perro puesto en una de las puertas del salón de conferencias, olfateando hacía rato alguna noticia, cuando acertó á ver que un portero entregaba al presidente del Consejo de ministros un telegrama. Abriólo éste, lo leyó con atención, y frunciendo la frente, lo arrugó después entre las manos y se salió á paso lento hacia los pasillos. Merelo toma vientos y le sigue con las orejas tiesas, la mirada ansiosa, las narices abiertas. El presidente se mete en los retretes. Merelo le espera inmóvil. El presidente sale. Entonces se opera en el cerebro de Merelo una de esas revoluciones súbitas y terribles. Vacila algún momento en seguirle; pero en aquel punto le acomete una famosa inspiración que ha hecho raya en los fastos del noticierismo. En vez de seguir la presa, se introduce como un relámpago en los retretes, mira, busca, rebusca... En el fondo de la vasija de un urinario hay un papelito azul arrugado. Merelo no vacila y se apodera de él.

Aquella noche insertaba La Independencia el siguiente suelto: «Parece que encuentra dificultades en Roma la preconización del obispo electo de Málaga Sr. N***, primo hermano del presidente del Consejo de ministros». Leyó éste la noticia en la cama y quedó altamente sorprendido, según confesó después á sus amigos, pues la especie de que el Papa se oponía á la preconización de su primo se la había trasmitido el embajador por telégrafo. Dando vueltas á la imaginación, recordó que aquella tarde, después de leer el telegrama, una sombra le seguía por los pasillos del Congreso, y le aguardaba á su salida del retrete. El presidente adivinó de pronto y soltó una gran carcajada.—«¡Vaya, buen provecho!»—dijo apagando la luz.

V

UTRILLA se había acostado por la noche calenturiento, nervioso. La cosa no era para menos. Había perdido por segunda vez el semestre. Quedaba por lo tanto expulsado de la Academia de Estado Mayor.

Se lo había dicho el corazón antes de entrar en el examen:—«Jacobo, te van á preguntar con seguridad el péndulo, que es en lo que estás más flojo.»—Y en efecto, así que tomó asiento delante del tribunal, ¡zas! el profesor de mecánica le dice con acento almibarado:

—Tenga usted la bondad, Sr. Utrilla, de desarrollarnos la teoría del péndulo.

El cadete se levanta un poco pálido y mira con ojos extraviados al tribunal. El profesor de álgebra sonríe irónicamente adivinando su confusión. ¿Por qué le había tomado tal ojeriza aquel tío? Utrilla sólo se lo explicaba por envidia. El profesor le había visto haciéndose el oso con Julita en un teatro. Se levanta, y con paso vacilante va al matadero, quiero decir, al encerado. Traza con mano trémula algunas cifras, y al cabo de quince minutos exhala un gran suspiro de descanso y se vuelve al tribunal. El profesor de Mecánica vuelve la cabeza, varias veces en signo negativo:

—No es eso, Sr. Utrilla, no es eso.

El cadete borra con la esponja las cifras que había trazado, y vuelve á comenzar la operación. Otro cuarto de hora de silencio; otro suspiro de descanso; más signos negativos por parte del profesor.

—Tampoco es eso, Sr. Utrilla.

Y Utrilla borra de nuevo, y de nuevo comienza á trazar guarismos. Pero esta vez desfallecido, confuso, lívido, pensando ya en la muerte.

—Tampoco, tampoco es eso, Sr. Utrilla—manifiesta el profesor con acento compasivo.

El de Álgebra sonríe mefistofélicamente, y dice con retintín en andaluz cerrado:

—De tre manera lo sé esí... percuraaor... porcurador y precurador.

Los señores del tribunal se tapan los ojos con la mano para ocultar la risa. Aquella burla le llega al alma á nuestro cadete, quien muda de color varias veces en pocos momentos.

—Puede usted retirarse—le dice el profesor de Mecánica, haciendo esfuerzos inútiles por ponerse serio.

El hijo de Marte se retira tropezando con todos los objetos, porque no ve. El cuello más largo, la nuez más abultada, el corazón roído por el despecho y la cólera.

Después vino á casa, y por consejo del ama de llaves se desmayó. Su padre, al saber la causa, lejos de socorrerle, exclamó furioso:

—¡Así te murieses, gran tuno! Me lleva consumido este chico más paciencia y más dinero que él vale.

Después vino la consiguiente escena de familia. Al salir del desmayo le pasaron recado de que su padre y su hermano le esperaban en el despacho del primero. Allí padeció nuestro soldado nueva y dolorosa humillación. Su padre le increpó con saña, le llamó imbécil y badulaque y le mostró el libro de cuentas donde constaban sus gastos:—Por tantos meses de preparación de matemáticas... tanto; clases de dibujo... tanto; uniforme de gala... tanto; ídem de diario... tanto; etc., etc.

Mientras su señor padre daba lectura con voz alterada de esta cuenta, su hermano mayor rechinaba los dientes como un condenado. De vez en cuando dejaba escapar un sonido gutural lamentable, como si algún diablo previsor viniese en aquel instante á echar más carbón en el horno donde le tostaban. Al fin, en un momento de respiro, pudo exclamar sordamente:

—¡Y que un hombre se esté mortificando de la mañana á la noche, metido entre sebo y porquería, para que lo que él suda se lo gaste un señorito en cintajos y copas de cognac!

—¡No sucederá más, Rafal, te lo juro!—gritó el padre.—Desde mañana este mocoso te ayudará en la fábrica. ¡Allí aprenderá cómo se gana el pan!

El ex-cadete quedó anonadado. ¡Él, un caballero cadete del cuerpo más aristocrático del ejército, pasar de pronto al servicio de una fábrica de bujías! Para Utrilla, esto era el colmo de la degradación. Guardó unos instantes de silencio, y al cabo profirió grave y pausadamente con su voz de bajo profundo:

—Si se ha de arrastrar mi dignidad hasta convertirme en un capataz de fábrica, valiera más que me sacasen ustedes al campo y me pegasen cuatro tiros.

—¡Cuatro palos que te deslomen te voy á dar yo, haraganazo! ¡Aguarda, aguarda!

Y el honrado fabricante giró en torno del despacho la irritada vista, y percibiendo un bastón de caña, arrimado á la pared, se lanzó con furia á empuñarlo. Pero ya Aquiles, el de los pies ligeros, había salido de la habitación y en cuatro trancos se había retirado á su tienda.

Una vez en ella, después de haber dado vuelta á la llave con admirable escrupulosidad y haber escuchado atentamente un rato con el oído pegado á la cerradura, á fin de cerciorarse de que Peleo no había pasado del promedio del corredor, pudo entregarse libremente á la meditación. Comenzó á recorrer la estancia en sentido oblicuo con las manos en los bolsillos, la cabeza hundida en el pecho, los hombros levantados, pensando seriamente en que... Pero la espada tropezaba á cada instante en los muebles y se le metía entre las piernas, estorbándole para andar. Se despojó de ella y la tiró con displicencia militar sobre el sofá. Pensó en que tenía dos caminos delante de sí. Uno, el de escaparse de casa, sentar plaza y satisfacer de esta suerte la única vocación de su vida. Otro, el de asistir á la fábrica y trabajar en ella como su hermano. Era preciso tomar una resolución decisiva, como convenía á su carácter inflexible y enérgico. Y en efecto, nuestro ex cadete, con una energía que no encontrará muchos imitadores en esta época degenerada, adoptó prontamente el acuerdo de trabajar en la fábrica de bujías. Resuelto este punto importantísimo, quedó más tranquilo, y pudo detenerse un momento á encender un pitillo. Quedaba otro, no obstante, de gran trascendencia, el de lavar la afrenta que el profesor de Álgebra le había hecho durante el examen. Utrilla razonaba de este modo:

—Si continuase en el ejército, la burla no sería injuria, porque ya se sabe que la disciplina impide al inferior, pedir satisfacción al superior, de las ofensas; pero una vez fuera del cuerpo y trasformado en paisano, la cosa varía de aspecto... ¡Vaya si varía!—repitió arrugando el entrecejo de un modo imponente.—Mañana quedará resuelto este punto.

Y en esta disposición aciaga de espíritu, nuestro cadete se puso á redactar el borrador de la carta que pensaba dirigir al profesor de Álgebra: «Muy señor mío: Si tiene usted alguna delicadeza (lo cual me permito dudar), comprenderá usted que, después de la grosera burla que usted ha tratado de hacerme ayer prevaliéndose del sitio que ocupaba, es de absoluta necesidad que uno de los dos desaparezca de la tierra. Para el efecto, se entenderá usted con mis amigos los señores (aquí dos blancos para los nombres, pues aún no había decidido cuáles habían de ser). Queda siempre á sus órdenes, etc.»

Después de leída tres ó cuatro veces esta carta, le pareció poco enérgica. La rompió, y acto continuo escribió esta otra: «Caballero: Es usted un miserable. Si esta ofensa no le basta para mandarme sus padrinos, tendrá el gusto de ir á escupirle en el rostro su seguro servidor, Q. B. S. M., Jacobo Utrilla».

Satisfecho plenamente del fondo y de la forma de la anterior misiva, el heroico mancebo la puso en limpio con particular esmero, la cerró con lacre bajo un sobre y la guardó en el cajón de la mesa hasta el día siguiente en que pensaba mandarla á su destino. Ya se llegaba la noche, y se metió en la cama sin querer tomar alimento alguno. El sueño tardó en visitarle. El ángel de la desolación batía las alas sobre su frente, inspirándole proyectos de exterminio á cual más horrendos. ¡Y sin embargo, á aquella misma hora el profesor de Álgebra dormía acaso tranquilamente sin sospechar siquiera la desventura que se cernía sobre su cabeza! Al ocurrírsele tal pensamiento, Utrilla no pudo menos de sonreir entre las sábanas de un modo siniestro. Al fin Morfeo logró apoderarse de él, mas no para darle un sueño dulce y reparador. Mil ensueños funestos le agitaron toda la noche. Desde la una hasta las seis de la madrugada se batió con un enemigo por todos los procedimientos conocidos hasta el día, y por algunos también de su exclusiva invención. Ahora se veía al frente del odioso profesor con un florete en la mano. Aquél le había herido en la mano derecha, pero incontinenti, Utrilla había exclamado:—¡Vamos con la izquierda! dejando á los testigos admirados de su sangre fría. Y con la mano izquierda, ¡zas! á los pocos golpes le hundía la espada hasta el pomo en el vientre. Ahora se hallaban ambos con una pistola en la mano. Los testigos dan la señal de avanzar. El profesor dispara y su bala le roza la mejilla; pero él avanza, avanza siempre. Entonces el profesor, próximo á morir, se deja caer de rodillas y le pide la vida. Él se la concede disparando al aire, no sin decir antes con desprecio:—¡Y que este hombre haya insultado á Jacobo Utrilla!

La Áurora divina, la del velo azafranado escalaba ya las alturas del Guadarrama cuando el mancebo despertó en la misma fatídica disposición de ánimo. ¡Triste día, aquel que comenzaba, para una familia inocente (el profesor de Álgebra tenía seis hijos) si Júpiter no se hubiera apresurado á enviar á la cabecera del héroe á su hija Minerva en figura de ama de gobierno!

—Jacobito, querido, te estarás muriendo de debilidad, hijo mío. Aquí te traigo el chocolate con ensaimada, que es lo que más te gusta.

Restregóse los ojos el mancebo, dirigió una severísima mirada al chocolate que tan tiernamente le presentaban, y se dispuso á tomarlo, no sin rechinar antes los dientes de un modo fatal que puso en alarma á la buena D.ª Adelaida.

—Vamos, Jacobito, hijo mío, no te apures ni te disgustes tanto, que vas á caer enfermo... La cosa ya no tiene remedio... El acostarte sin tomar nada ha sido una locura. Tu padre se irá conformando, al cabo, y todo se arreglará. Habrás dormido muy mal, ¡claro está! ¡Te empeñas en jugar con el estómago!... ¿Y ahora qué piensas hacer, hijo mío? Te tengo miedo con ese geniazo tan arrebatado que Dios te dió.

Jacobo al oir esta pregunta suspendió un instante la faena odiosa de engullir el chocolate, levantó la airada vista hacia el ama y exclamó con furor reconcentrado:

—¿Qué pienso hacer?... ¡Ya se verá, ya se verá lo que pienso hacer!

Y aquí se puso de nuevo á rechinar los dientes de tal modo que D.ª Adelaida, sobresaltada, se apresuró á decir:

—¡Vaya, calma, calma, Jacobito! Ya sabes que yo te he visto nacer, y que tu santa madre, que te dejó bien chiquito la pobre, me ha encargado velar por ti. Si hicieses algún disparate, me matarías de pena... Vamos, hijo mío, díme qué piensas hacer...

El mancebo, rechazando con un movimiento enérgico la jícara vacía y rodando convulsimamente los ojos, gritó más que dijo:

—¿Quiere usted saber lo que pienso hacer?... ¡Pues voy á decírselo ahora mismo!... Iré á la fábrica, me pondré la blusa, mancharé mis manos con el sebo, arrastraré las cajas de bujías, me tostaré la cara al pie de los hornos... Y cuando alguna persona desconocida llegue á la fábrica, los obreros podrán decir:—¡Ese que usted ve ahí sucio, asqueroso, hediondo, ha sido en otro tiempo un caballero cadete, un cadete de Estado Mayor!... ¡Ah—terminó con voz sorda,—no saben, no saben todavía de lo que es capaz Jacobo Utrilla!

El ama que, aunque esperaba una resolución violenta, no era de este carácter, prorrumpió en un grito de alegría.

—¡Eso, eso, hijo mío! Esa es la mejor manera de darles en cara á tu padre y á tu hermano, que me tienen ya apestada, diciendo que no sirves para nada, que eres un holgazán...

—Mas antes de eso—interrumpió Jacobo extendiendo ambas manos en ademán de contener alguna avalancha que se viniese encima—es forzoso que uno de los dos perezca.

—¡Virgen de Atocha!—exclamó D.ª Adelaida.—¿Quién ha de perecer, Jacobito? ¡Por Dios, no te vuelvas loco! ¿Quieres que muera tu padre?

—¡No es eso, señora, no es eso! Se trata del profesor de Álgebra, con el cual probablemente esta tarde ó á más tirar mañana por la mañana cambiaré una bala.

—¿Y qué te ha hecho el profesor de Álgebra? ¿Sacarte mal en el examen? Pues si hubieras estudiado, como tu padre te mandaba, no te hubiera sucedido eso.

—¡Señora—gritó Utrilla con voz estentórea, infernal, de tal modo que D.ª Adelaida dió un paso atrás asustada,—no hable usted de lo que no entiende! El Álgebra ya me duelen las narices de tenerla aprobada. Lo que me ha hecho es una burla, que no puede tolerar el hijo de mi padre, ¿sabe usted?

—Vamos, sosiégate, Jacobito. Estás muy alterado desde ayer. Acaso no sea eso que tú piensas. Puede que ese señor no haya tenido intención de burlarse de ti.

—Aunque no haya tenido intención, el hecho es que se ha burlado, y yo no he tolerado hasta ahora, no tolero, no toleraré jamás que nadie se quede conmigo. Ya sabe usted que en este punto soy un hombre muy especial.

—Ya lo sé, Jacobito, ya lo sé. Tienes el genio lo mismo que tu abuelo (q. e. g. e.). ¡Qué señor aquel! Era una pólvora. Figúrate que una vez estando afeitándose oyó un grito en el patio; volvió la cara tan deprisa, que se dió un tajo en las narices tremendo... Pero es necesario contenerse, hijo mío, reprimir un poco el genio para poder vivir en el mundo. Yo creo que si ese profesor se ha querido reír de ti, lo que debes hacer es reirte de él.

Tal fué, con leves variantes, el consejo que en los tiempos primitivos de la Grecia dió Minerva, la diosa de los ojos resplandecientes, al divino Aquiles en su famosa reyerta con el Atrida Agamenón. Fuerza es reconocer que nuestro héroe no se mostró tan sumiso á las órdenes de la diosa como el hijo de Peleo. En vez de envainar como éste la espada inmediatamente y someterse, se negó á incoar otro procedimiento que no fuese el de la fuerza. Lo único que D.ª Adelaida pudo conseguir, después de muchos ruegos, fué que aplazase para otro día la destrucción del profesor.

Aquella misma mañana, sin embargo, puso por obra su enérgica decisión de ir á la fábrica y trabajar allí todo el día «como un perro», lo cual es de presumir que dejaría enteramente avergonzados y confusos á su señor padre y hermano, aunque lo disimularon perfectamente. Vencidas de esta suerte, gracias á su increíble audacia y sangre fría, la mayor parte de las dificultades que su posición excepcional le había originado, lo único que le traía desasosegado era que Julita no llevase á bien aquel prematuro retiro del servicio militar. Así que tardó algunos días en comunicárselo. Mas no fué parte sólo el temor de enojarla para ello, sino también el que desde hacía algún tiempo no veía tan á menudo á su novia como antes. Julita había dado en la funesta manía de no salir al balcón sino raras veces, y en la no menos desastrosa de poner obstáculos al envío regular de las cartas. No obstante, Utrilla le escribió una noticiándole que «por razones de familia, y para atender al arreglo de sus intereses, se había separado del servicio». Fué la manera más decorosa que halló de decirle que le habían reprobado. Contra lo que él presumía, á Julia no le produjo gran efecto la noticia; tanto, que tardó cinco ó seis días en contestarle, y al cabo le dijo: «que si había dejado la carrera porque así le conviniese, hacía perfectamente; pero que de allí en adelante hiciese el favor de no escribirle por medio de la portera, pues tenía razones para oponerse, y que esperase á que ella le dijese á quién había de entregarle la carta.»

Justamente en estos días fué cuando Miguel tropezó con el ex cadete dos veces. Éste se alegraba tanto de verle y le mostraba tal simpatía y cariño, que Rivera no podía menos de corresponderle, llevando su magnanimidad hasta llamarle alguna vez «futuro cuñado».—Si de todos modos se ha de llevar un pillo á mi hermana, más vale que sea usted, amigo Utrilla—le decía. El antiguo cadete se hinchaba de gozo hasta rompérsele el pellejo, no sólo por la perspectiva del matrimonio con Julia, sino por oirse llamar pillo de modo tan galante. En ambas entrevistas le rogó encarecidamente que le hiciese el honor de visitar su fábrica, pues tenía grandes deseos de mostrársela, y de manifestarle las grandiosas reformas que pensaba operar en ella, si su padre y hermano (que aquí para los dos son unos rutinarios) no se oponían fuertemente. Con tal viveza expresó su deseo, que al fin cierta tarde, Miguel se decidió á tomar un coche y plantarse en los Cuatro Caminos, donde no le fué difícil topar con la fábrica de bujías de Utrilla y Compañía.

—¿Está el Sr. Utrilla?

—D. Manuel no suele venir por la fábrica. Vive en la calle del Sacramento, número cuarenta y seis.

—Busco á su hijo.

—¡Ah, D. Rafael!—dijo el portero.—Sí, señor, está pase usted.

—Es á D. Jacobo á quien busco.

—¿D. Jacobo?—manifestó el portero indeciso y sonriendo.—¡Ah, sí señor, Jacobito! ¡Ya no me acordaba! También está, pase usted.

Utrilla estaba escribiendo en compañía de su señor hermano, el cual, al saber que se trataba de un amigo de Jacobo, apenas se dignó levantar la vista y saludar con un leve movimiento de cabeza. En cambio, Utrilla se puso colorado hasta las orejas y vino á abrazarle con presteza.

—¡D. Miguel! ¿Usted por aquí?... ¡Cuánto le agradezco!... Rafael—añadió dirigiéndose á su hermano,—voy á enseñar la fábrica al Sr. Rivera...

Rafael sin levantar la cabeza respondió secamente:

—Está bien.

Salieron del despacho y recorrieron los talleres lentamente, parándose á examinar el mecanismo de cada operación, que Utrilla explicaba en voz alta. De vez en cuando llamaba con tono imperioso.

—Pepe, tráete ese molde... Enrique, levanta esa tapa.

Los subordinados no se apresuraban á cumplimentar estas órdenes, y era necesario entonces que las repitiese con una voz que envidiaría cualquier bajo de ópera.

El traje del ex cadete por la fábrica no podía ser más sencillo: pantalones de dril, camiseta encarnada, zapatillas y una americana vieja con el cuello levantado. Aunque hiciese mucho calor, Utrilla, lo mismo en la calle que en casa, llevaba siempre el cuello de este modo, lo cual daba á su figura cierta expresión de hombre arruinado por los vicios; y esto era lo que á él le encantaba. En el taller de mujeres, Utrilla se autorizó con las operarias algunas libertades, como guiñarles el ojo, tirarles suavemente del pañuelo y decirles una que otra cosita picaresca.

—Usted me dispensará, D. Miguel; son resabios de la vida militar. Aunque á uno le peguen cuatro tiros, no puede menos de decir alguna guasa á las muchachas.

—Nada, nada, por mí no se reprima usted, amigo Utrilla.

—Hombre, va usted á ver una cosa muy original que se me ha ocurrido estos días. ¡Se va usted á sorprender!... Ya me decía el maestro del taller: «Lo que á usted no se le ocurre, señorito, no se le ocurre al diablo».

—Veamos.

Le condujo entonces al depósito, y abriendo un armario le mostró algunos paquetes de bujías con unas etiquetas litografiadas que decían Julia (bujía extra-fina).

—¿Qué tal?—preguntó con aspecto radiante y triunfal.

—¡Muy bonito! ¡Muy delicado!—repuso Miguel sonriendo.

—Llévese usted un paquete.

—Hombre, no, muchas gracias.

—Nada, nada, se lo lleva usted... y si no se lo envío.

Desde allí le condujo á un cuarto que era un departamento destartalado, con un mal sofá de paja, tres ó cuatro sillas y una mesa con pupitre. En la pared había una panoplia con el ros, la espada, las espuelas del uniforme de cadete, un par de floretes y una careta. Utrilla confesó á su amigo que no podía mirar á aquella panoplia sin tristeza, recordando «los buenos tiempos del servicio».—¡Qué vida tan alegre la del militar! Crea usted, Sr. Rivera, que á pesar de lo riguroso de la ordenanza, la echo mucho de menos.—Después le ofreció un cigarro, y sacando una gran boquilla de espuma de mar, se puso tranquilamente á culotearla, refiriéndole al mismo tiempo, con la satisfacción de un veterano, algunas anécdotas de su vida de academia.

—Es bonita esa boquilla. ¿Qué representa?

—Un cañón sobre una pila de proyectiles... Quédese usted con ella, D. Miguel.

—No faltaba más—respondió éste devolviéndosela.—Está muy bien empleada.

—Pues yo tengo mucho gusto en que usted se quede con ella, y no la tomo.

—¡Vamos, no sea usted así, amigo Utrilla!

—Tírela usted al suelo si quiere, pero yo no la tomo.

Y no hubo más remedio que guardarla.

Después el antiguo cadete hizo que la conversación recayese sobre Julia, para implorar de su hermano protección, pues le había escrito cuatro cartas y á ninguna había contestado.

—Usted comprenderá, querido Utrilla—dijo Miguel poniéndose serio,—que este asunto es muy delicado y que yo no debo mezclarme en las cosas de ustedes.

—Es que—repuso el cadete exhalando un suspiro—con este carácter violento que Dios me dió, le he mandado hoy una carta diciéndole que, si persistía en su conducta, hiciese el favor de no escribirme más... y temo que se enfade de veras.

—Yo también temo—dijo Miguel riendo—que cumpla al pie de la letra su encargo.

El cadete quedóse algunos momentos pensativo y sombrío. Después, saliendo de su estupor doloroso y pasándose la mano por la frente, dijo:

—Pero, á todo esto, usted no se ha lavado las manos, D. Miguel.

Éste le miró con sorpresa.

—En la fábrica—siguió el cadete—siempre se ensucian. Aquí tiene usted jofaina y jabón.

—Muchas gracias, no las tengo sucias.

Pero Utrilla le presentaba al mismo tiempo la jofaina trasvertiendo de agua clarísima, y la jabonera, de tal modo que Miguel, por no aparecer enemigo de la limpieza, consintió en lavárselas. El jabón despedía un fuerte olor á naranja.

—¿Sabe usted que es un jabón muy fino y muy agradable?—dijo Rivera por decir algo.

—¿Le gusta?... Pues voy á darle á usted una pastilla...

—¡Amigo mío, por Dios!

Utrilla, sin escuchar sus protestas, sacó del pupitre el jabón, lo envolvió en un papel y se lo metió casi á la fuerza en el bolsillo. De allí en adelante se guardó Miguel de alabarle ningún objeto que estuviese á la mano.

Al despedirse, el ex cadete le apretó las manos con efusión y le dijo con voz conmovida:

—No deje de hablarla. ¡Si viera usted qué triste y qué inquieto estoy!

La verdad es que harto motivo tenía para ello, como se verá en el capítulo siguiente.

VI

SI tu hijo fuese á parar á una fonda viviendo yo en Madrid, me enfadaría con él y contigo—había escrito la brigadiera Ángela á su prima María Antonia. Y su prima le contestó: «He dado traslado de tu carta á Alfonso, advirtiéndole que tendría mucho gusto en que se hospedase en tu casa. Aunque rebelde casi siempre á mis consejos, espero que esta vez me complacerá. Lo que siento, querida, es que su estancia te cause alguna molestia, porque yo no sé qué clase de hábitos habrá adquirido por París; pero tú lo has querido, tú te lo ten».

La brigadiera hizo arreglar la habitación que había ocupado Miguel, con tal esmero y cuidado, tanto mortificó á su hija Julia en los pormenores de la cama, las cortinas, etc., que la niña no llamaba á su primo más que el niño de la bola, cuando hablaba de él con las criadas. Antes de conocerle ya le era profundamente antipático. No poco contribuyó á ello también el que el viajero les dió por dos veces chasco anunciando su llegada. Las noticias que de él tenía tampoco eran muy favorables. Alfonso Saavedra había quedado sin padre desde muy niño, y heredero de una fortuna considerable. Su madre no tuvo energía ó habilidad bastante para educarle. Ni terminó carrera alguna, ni se ocupó en otra cosa que en divertirse y dar rienda suelta á sus pasiones, que, al decir de la gente, no podían ser más violentas. Contábanse de él algunas calaveradas chistosas, y otras muchas repugnantes. Había residido casi constantemente en París desde muy joven, donde había mermado bastante su capital; pero como aún le quedaba la herencia de su madre, que era tan cuantiosa ó más que la de su padre, vivía tranquilo y gastaba largo.

Al fin se recibió un telegrama noticiando la salida de París del niño de la bola. Y al día siguiente por la mañana ya estaba allí. Cuando oyó sonar la campanilla Julita, haciéndose la distraída, se retiró al cuarto de la costura, y comenzó á burlarse con la criada del aparato que su primo desplegaba, pues se advirtió en el pasillo mucho ruido de trastos.

—¿Dónde le han introducido, Inocencia?—preguntó á la doncella, que entraba en aquel momento.

—Está en el gabinete con mamá.

Á los pocos minutos se oyó un fuerte campanillazo.

—Llama la señora—dijo Inocencia corriendo.

—Señorita, que haga el favor de ir al gabinete en seguida, dice su mamá—manifestó al tornar.

—Bueno—respondió Julita, de mal humor.—¿Están sentados?

—Sí, señorita.

—Pues entonces pueden aguardar sin molestarse.

Mas á los pocos instantes se repitió el campanillazo con más fuerza, y la niña, adivinando el enojo de su madre, se levantó de malísimo talante, y dejando caer la costura exclamó con acento desdeñoso:

—¡Vaya, vamos á ver á D. Alfonso, Príncipe de Asturias!

D. Alfonso era hombre de unos treinta y cinco años de edad, buen mozo, de facciones correctas, las mejillas rasuradas y los bigotes retorcidos al estilo francés. En sus cabellos negros y ondeados brillaba tal cual hebra de plata; pero éste era el único signo que acusaba su madurez. Por lo demás, sus mejillas frescas y sonrosadas, la dentadura blanca y cuidada y los ademanes sueltos y graciosos le daban aspecto de muchacho. Su traje de viaje era elegante y coquetón, con ciertos perfiles parisienses no conocidos en Madrid. Julita se hizo cargo de todo ello con una rápida ojeada. No era éste el hombre que esperaba encontrar. Oyendo hablar de su primo como de un calavera gastado, se lo había representado siempre amarillo, flacucho, desgalichado, echando el pulmón por la boca como otros calaveras madrileños que conocía de vista.

Al ver á la joven se levantó apresuradamente.

—¡Oh, qué prima tan linda!—exclamó apretándole al mismo tiempo la mano de un modo cariñoso y franco.—¿Me perdonarás que te haya distraído de lo que estabas haciendo, verdad?

—No estaba haciendo nada... Siéntese usted.

D. Alfonso quedó un instante suspenso y, sentándose, exclamó con un gesto de resignación:

—¡Qué terrible desengaño, tía! Su hija no se atreve á tutearme... ¡Estas canas maldecidas!

Julita se puso fuertemente colorada.

—¡No es eso!

—Entonces es que te he sido antipático, confiésalo... Pero yo no tengo la culpa, ni de ser viejo, ni de que tu mamá te haya molestado por mi causa.

Julita, cada vez más colorada, no sabía cómo defenderse. Su madre vino en auxilio.

—Ni lo uno, ni lo otro, Alfonso; lo que hay es que como no te ha conocido hasta hoy, le da vergüenza.

—¿Es verdad eso?—preguntó á su prima dirigiéndole al mismo tiempo una mirada clara y risueña.

Aquélla hizo un gesto afirmativo, sonriendo.

—Menos malo... Pero me queda cierto escozor ó remordimiento. Te agradecería que me dijeses que me perdonas.

Julita, venciendo á duras penas el rubor que la sofocaba, le dijo á media voz:

—No tengo de qué perdonarte.

—Gracias, primita—manifestó D. Alfonso, levantándose y estrechándole otra vez la mano con ademán elegante y gracioso.

Después se puso á hablar con su tía en tono jovial acerca de la familia. Pasó revista á toda la parentela, informándose de ciertas particularidades que no conocía. La conversación rodó después sobre las costumbres de París, que describió con gracia y amenidad, procurando enaltecer á España en la comparación, en vez de deprimirla, como suelen hacer la mayoría de los viajeros. Esto le captó la simpatía de la brigadiera. D. Alfonso hablaba con aplomo y naturalidad, pero sin arrogancia: antes, en medio de la conversación, solía rectificar cualquier concepto que pareciese inmodesto, esforzándose con empeño en demostrar que no quería aparecer como hombre notable en ningun aspecto. Hablando de mujeres, todas le habían dado calabazas. Si hablaba de arte y daba su opinión sobre los museos ó los cantantes, era protestando de que entendía muy poco ó nada de pintura ó de música. Si por incidencia se veía obligado á referirse á algún lance personal que hubiera tenido, pasaba sobre ello como sobre ascuas, no sin dar á entender que había hecho todo lo posible por evitarlo, y haciendo de paso cierta burla del duelo y los duelistas. Como D. Alfonso tenía fama de ser afortunado en amores y se contaban bastantes devaneos suyos, como tocaba el piano bastante bien y era reputado por uno de los primeros tiradores de armas de París y se había batido más de una docena de veces, esta humildad suya en la conversación formaba un contraste gratísimo, que es prenda segura de éxito feliz en sociedad. Agregábase á estas buenas dotes el acento levemente extranjero que hacía más insinuante aun y más suave su palabra.

Escuchábale Julita fijando en él esa mirada intensa y zahorí con que las jóvenes analizan en un instante todo el ser físico y moral de un hombre. Del análisis resultaba su primo altamente favorecido. No tenía idea de que fuese un hombre tan amable y simpático. Los incidentes de su vida que le habían contado antes le acreditaban por altivo y violento de carácter, cuando no por grosero y desvergonzado. Una vez, en Sevilla, estando por la noche jugando al tresillo en su casa, porque no le daba bien el naipe, se fué excitando tanto, que concluyó por decir mil tonterías y anunciar á las señoras que allí había que iba á entrar por el salón montado en su jaca. Nadie lo creyó, y se le dejó ir sin hacer caso; mas á los pocos minutos se presentó en efecto á caballo, con espanto y terror de los presentes, particularmente de las señoras, que comenzaron á gritar, mientras él espoleando á la jaca soltaba carcajadas. En otra ocasión, hallándose en relaciones amorosas con una joven de la clase media, se presentó vestido de etiqueta en casa de los padres anunciándoles que iba á hablarles de un asunto reservado é importante. El papá, que era un modesto empleado del gobierno, figurándose, como todo hacía presumir, que iba á pedirle la mano de su hija, le recibió temblando de emoción. Después de muchos rodeos y perífrasis, Saavedra concluyó por pedirle que informase favorablemente cierto expediente que tenía en su mesa. Esta broma odiosa corrió por toda la población, poniendo en ridículo á aquel pobre é inocente señor. Pero viéndole y escuchándole Julita, se olvidó de estos y otros rasgos no más delicados. Aquel joven tan fino, tan modesto que tenía delante, no era el mismo indudablemente.

Saavedra, después de haberse mostrado tan galante con su prima, tardó mucho tiempo en dirigirle la palabra y aun en mirarla. Tan embebido estaba en su conservación con la brigadiera. Así que aquélla tuvo sobrado tiempo para hacer de él un escrupuloso examen. El cuello de la camisa, la corbata, la cadena del reloj, las botas, todo era elegante y acusaba por la novedad su origen traspirenaico.

—Tendrás deseo ya de quitarte el polvo y lavarte, Alfonso—dijo la brigadiera.—Vamos á guiarte á tu habitación, que es la que ocupaba mi hijo Miguel.

No se cansó de loarla D. Alfonso, encontrándolo todo á su gusto.

—Voy á estar aquí como el pez en el agua, tía. Va usted á tener que echarme; ya verá usted.

—Te advierto—dijo Julia—que la cama la he hecho yo. No digas después que has dormido mal.

En cuanto soltó estas palabras, tan propias de su carácter festivo, arrepintióse de haberlas dicho y se ruborizó. D. Alfonso volvió la cara hacia ella y la miró con cierta curiosidad risueña.

—Precisamente por eso dormiré mal, primita. No has hecho bien en decírmelo.

Julita se puso mucho más encarnada, y para disimular su turbación principió á arreglar los frascos del tocador y salió en seguida del cuarto. Dejólo solo al fin la brigadiera, y poco tiempo después se presentó de nuevo en la sala con otro traje de última y acabada elegancia.

—Julita—dijo la brigadiera,—avisa que pongan el almuerzo. Ya tendrás debilidad, Alfonso.

—No, tía, lo que tengo es hambre. La palabra es más prosaica, pero más exacta.

La brigadiera aceptó riendo el brazo que su sobrino le ofrecía para ir al comedor. Durante el almuerzo las tuvo de igual modo agradablemente entretenidas, contándoles mil sucesos curiosos, pintándoles minuciosamente las soirées del gran mundo parisién, y de ellas lo que más podía interesarlas, como era lo referente al tocado de las señoras y al adorno de los salones. Enmedio de la conversación, no se olvidaba, sin embargo, un instante de aquellas atenciones galantes y cuidados que su situación exigía. Sin mirar hacia allá veía cuándo le faltaba vino á Julia, ofrecía aceitunas á su tía, le acercaba la mostaza, le cortaba el pan, etc., etc. Julia estuvo alegre, decidora como siempre, acaso más que otras veces; pero en cuanto soltaba cualquier expresión más ó menos picaresca, se ruborizaba bajo la mirada firme, risueña y levemente irónica de su primo. Era la primera vez que se hacía violencia para estar graciosa y atrevida. Saavedra, cuando la niña tenía alguna ocurrencia feliz, levantaba la cabeza y con su sonrisa parecía decir: «Tiene gracia esta chiquilla». Esta sonrisa humillaba un poco á Julia, pues debajo de ella leía un sentimiento de protección desdeñosa, ó por lo menos una indiferencia absoluta, mal cubierta por la extremada cortesía que se desprendía de todas sus palabras y ademanes. Porque eso sí, D. Alfonso no se descuidaba un instante, no perdía una sola ocasión de manifestar su rendimiento y decir, lo mismo á su tía que á su prima, cuanto pudiera serles agradable.

En los días sucesivos no desmintió tampoco jamás su galantería. La brigadiera escribió á su prima manifestándole «que no un mes, sino toda la vida tendría á su hijo en casa; que era un perfecto caballero, y que en España los jóvenes no son capaces de adquirir una educación tan esmerada y unas maneras como las que él poseía». Entre él y Julia reinó pronto cordial y perfecta confianza. La niña le entretenía con su charla animada y pintoresca, que recordaba al expatriado sus años de infancia y adolescencia. D. Alfonso tocaba también la guitarra, y á esta habilidad y á la de cantar polos y sevillanas con alguna gracia, debía no pocos triunfos en los salones de la capital de Francia. Mas allí tocaba y cantaba para impresionar á las bellas y hacerse notar, mientras aquí para darse gusto y traer á la memoria días ó sucesos felices. Cuando tornaba á casa por la tarde, una hora antes de comer, gustaba de sentarse al lado de su prima, y con la guitarra sobre las rodillas, cantar todo el repertorio, no sólo de canciones clásicas, sino de pasacalles, habaneras y polkas de su tiempo. Julia le iba recordando algunas que él ya tenía olvidadas, y cada vez que esto sucedía, batía las palmas de gozo y alababa con entusiasmo la memoria de su prima. Ésta se hallaba en sus glorias aquellos días. No sólo tenía conversación y estaba entretenida gran parte del día previniendo las necesidades del forastero, inspeccionando el planchado de su ropa y la limpieza y aseo de su cuarto y curioseando con alegría infantil en el equipaje, sino que á todas horas se estaba oyendo llamar bonita, graciosa, elegante, encantadora. ¡Y qué muchacha sobre la tierra no goza con esto! Porque D. Alfonso poseía talento singular para echar requiebros sin repetirse y sin descender á las vulgaridades eternas, y sabía recoger con maestría cualquier ocasión para ensalzar todas y cada una de las partes del agraciado cuerpo de la niña. Unas veces eran sus manos, «¡se las comería!»: otras era su dentadura: «en el extranjero se veían muy pocas bocas frescas así como aquélla»; otras, en fin, eran sus cabellos negros como el azabache: «ya estoy cansado de no ver más que estopa sobre la cabeza de las mujeres». Sin darse cuenta cabal de ello, la niña esperaba con impaciencia por las tardes la llegada de su primo, y si algo se retrasaba, alzábase del asiento á menudo y tornaba á sentarse sin motivo alguno. En estos días fué cuando nuestro bizarro amigo Utrilla escribió aquellas famosas cartas de que se ha hecho mención en el anterior capítulo.

Una tarde, al entrar en casa Saavedra, Julia cruzaba casualmente por el pasillo corriendo. Al pasar por delante de él, sin saludarle, le tiró por la punta de la corbata y le deshizo el lazo.

—¡Alto, alto, gitanilla! Ven á arreglarlo... No te perdono...

Pero ya Julia había desaparecido riendo. D. Alfonso la siguió. Hallóla en el comedor. La niña al verle echó á correr de nuevo y se metió en la cocina.

—¡No te escapas!—gritó Saavedra.

—Sí me escapo—respondió ella, desapareciendo de nuevo.

Corrieron ambos por el pasillo; mas al llegar cerca de la sala, Julia se volvió, y dando algunos pasos hacia su primo, le dijo:

—No me persigas más, te haré el lazo, pero no respondo de hacértelo bien.

—Basta con que lo hagas. Es un castigo que te impongo.

Riendo, pero con la mano un poco trémula, le arregló la corbata.

—¿Qué traes aquí colgando?—le dijo después bajando la cabeza para examinar un dije que el forastero traía en la cadena del reloj.

—Un corazón de oro... ¡como el mío!

Y al decir esto, se bajó y estampó un beso en el cuello de la joven.

Julia se irguió como si la hubiesen pinchado, se puso roja y, echándole una mirada severa, le dijo sordamente:

—Te advierto que no quiero que vuelvas á hacer eso.

Saavedra la miraba con ojos risueños, provocativos, y sin hacer caso alguno del enfado, siguió hablando con ella tranquilamente. Julia, vacilando qué partido tomar, contestaba gravemente á sus preguntas sin mirarle. Al cabo, el perfecto sosiego y la seguridad de su primo la fueron venciendo, y concluyó por mostrarse alegre como antes.

Las relaciones siguieron cordialísimas algunos días, hasta que de pronto Julia, sin saber por qué, comenzó á mostrarse seria y melancólica. Algunas tardes, en vez de ir á la sala á dar conversación al forastero, le dejaba solo con su mamá. Si le encontraba en el pasillo, le dirigía una mirada furtiva y severa, y le dejaba pasar sin decirle nada. Algunas veces, cuando aquél le dirigía la palabra, no contestaba, fingiéndose distraída; otras veces, si iba á entrar en el gabinete y estaba él allí leyendo un periódico, daba la vuelta rápidamente. Todas estas señales de desprecio ó resentimiento, aunque parezca raro, no causaban efecto alguno en D. Alfonso, el cual, como si no las advirtiese, continuaba desplegando con ella la misma galantería, y aun más si cabe, sin cambiar tampoco en un ápice sus costumbres, ni sus horas de salir y entrar en casa. No todos los días estaba triste Julia. Había algunos en que, sin motivo alguno tampoco, parecía extremadamente alegre, atronaba con sus gritos la casa, embromaba á su mamá, á su primo, á todos los que frecuentaban la casa, y se mostraba en sus chistes más atrevida que otras veces. Pero acaecíale de pronto, en medio de esta ruidosa alegría, quedarse algunos momentos con los ojos fijos, extáticos, y entonces su fisonomía tomaba una expresión dolorosa muy singular. En estos días risueños afectaba con el forastero amabilidad inusitada, como si quisiera indemnizarle de los pequeños desaires que en los anteriores le daba. D. Alfonso le robó otros tres ó cuatro besos, lo cual ocasionaba siempre una protesta enérgica por parte de la niña, y últimamente la amenaza formal de decírselo á su madre. Sin embargo, no eran éstos los días de tristeza y abatimiento.

Formaban, cierta tarde, tertulia Julia, Miguel y Maximina con el forastero, en el gabinete de la brigadiera. Julia estaba muy contenta. De pronto, Saavedra dice:

—Oyes, Julita, ¿tú no tienes novio?

La muchacha se puso como una cereza; después pálida. Miguel, viendo su turbación, y equivocándose de medio á medio acerca del motivo, acudió en su auxilio diciendo:

—Julia no se ha fijado todavía en ningún hombre. Tiene el carácter demasiado ligero...

—¿Qué sabes tu?—interrumpió aquélla con furia, echándole una mirada feroz.

—Yo pensaba, querida mía...

—Tú puedes hablar de lo que sepas. De lo que pasa dentro de mí nada sabes—repuso con entonación severa; y volviéndose á su primo, y mirándole á la cara fijamente, añadió:

—Y si lo tuviese, ¿qué?

—Nada—respondió tranquilamente D. Alfonso;—que me alegraría fuese digno de ti, lo cual no me parece fácil, dado lo que tú vales, primita.

—¡Oh, sí: yo soy una divinidad!—exclamó la niña con acento sarcástico.

Permaneció un momento pensativa, y levantándose salió del gabinete.

Miguel había quedado sorprendido de la contestación de su hermana, no tanto por el alcance de sus palabras, como por el tono violento y desdeñoso que hasta entonces jamás había usado con él. Y deteniéndose á meditar un instante, no anduvo lejos de averiguar lo que pasaba por el corazón de la niña.

Entró ésta de nuevo, al cabo de unos minutos, con el semblante risueño, lo mismo que antes, y comenzó á alegrar la tertulia con sus ocurrencias. No se sentó. Daba vueltas por la habitación, moviéndose con la gracia y la volubilidad que la caracterizaban. Miguel observó, no obstante, que había demasiada agitación en aquella alegría. Pasaba de una conversación á otra violentamente: hacía preguntas que ella misma se contestaba, y dejaba escapar carcajadas por el más liviano motivo. Sentóse al piano, y se puso á teclear fuertemente. Después cantó una romanza de ópera, que interrumpió súbitamente para empezar una canción española, que tampoco concluyó. Dejó el piano después para retozar con Maximina, á la cual, quieras ó no, hizo bailar una polka. Luego, la emprendió con su hermano, á quien besó repetidas veces, diciendo á Maximina:

—No te celarás, ¿verdad?

Los ojos del forastero la seguían en todas estas evoluciones, fijos, persistentes, con cierta leve expresión de ironía. Miguel lo observó, é hizo un gesto imperceptible de disgusto.

En los días que siguieron, el desdén que Julia mostraba á su primo se fué acentuando de un modo poco conveniente. Bastaba que él entrase en la habitación donde ella estaba para que inmediatamente se saliese. Si la invitaba á cantar ó á tocar el piano, se negaba rotundamente. No le dirigía la palabra, y si se veía obligada á contestar á alguna pregunta, lo hacía con mal humor y sin mirarle á la cara. La brigadiera advirtió estas faltas, y la reprendió severamente; mas no consiguió nada. D. Alfonso parecía no advertirlas, y seguía imperturbable practicando su exquisita cortesía, y aprovechando cualquier ocasión para tributarle alguna alabanza, que, por supuesto, ella recibía de malísimo talante.

Un día, á la hora de comer, de sobremesa ya, la brigadiera departía amigablemente con su sobrino. Julita guardaba silencio obstinado, haciendo bolitas de pan y mirando fijamente á la mesa. Se hablaba de un baile que iba á dar un duque, amigo de Saavedra, en el cual se quería resucitar el antiguo y clásico minué. Al efecto, hacía días que se estaban ensayando, y Saavedra había encargado un lujoso vestido de casaca y pantalón corto, cuyos pormenores estaba describiendo prolijamente á su tía. Julita levantó la cabeza, y fijando en él una mirada provocativa, le dijo, con cierto encono mal refrenado:

—Parece mentira que tú te ocupes en esas cosas.

—¿Por qué, primita?—preguntó sonriendo con amabilidad D. Alfonso.

—Porque tú ya eres un viejo—repuso la niña con acento despreciativo.

Ante aquella salida grosera hubo un instante de silencio. La brigadiera fué quien lo rompió indignada, sin que la ira le dejase terminar las frases.

—¡Chiquilla! ¡Insolente! ¡No te da vergüenza! ¿Cómo te atreves?... ¡Si me fuese á llevar del genio!.. (levantándose en actitud airada).—¡Á ver... ¡Sal ahora mismo de aquí, desvergonzada!...

D. Alfonso, sonriendo con la misma tranquilidad, procuraba calmarla diciendo:

—Pero ¿qué tiene de particular eso, señora? Julia no ha dicho más que la verdad. Es lo mismo que yo me digo todas las mañanas al peinarme... Lo peor de todo es que soy un viejo verde...

La brigadiera, sin escuchar, le señalaba la puerta á su hija con el brazo extendido. Ésta, saltándosele las lágrimas, pero con semblante hosco y fiero, salió del comedor.

D. Alfonso siguió haciendo esfuerzos para calmar á su tía, que, no habiéndose desahogado, según costumbre, de un modo más brutal, buscando la compensación, cubría de dicterios á su hija. Sosegada á medias, se levantó para dormir un poco la siesta. El forastero también se levantó con el cigarro en la boca, y con paso lento, perezoso, se fué hacia el cuarto de costura, donde esperaba hallar á su prima. En efecto, allí estaba leyendo un libro frente á una mesilla, con la cabeza apoyada en una mano y la otra pendiente sobre el respaldo de la silla. D. Alfonso se detuvo á la puerta y la contempló algunos instantes, dibujándose en sus labios una sonrisa indefinible. Julia permaneció inmóvil, rígida, frunciendo un poco más la frente. D. Alfonso se acercó lentamente hasta ella y, bajando con humildad la cabeza, posó los labios en la mano pendiente de la niña, diciendo al mismo tiempo:

—¡Perdón!

Julia dió un brinco dejando caer la silla, y se escapó como una exhalación.

VII

LA vida de los esposos se había ido regularizando. La casa estaba enteramente amueblada. Miguel se levantaba temprano y se iba al despacho á trabajar. Maximina quedaba algún tiempo más en la cama, desquitándose de los malos ratos que en el convento y en su casa la habían hecho pasar toda la vida. Porque su naturaleza reclamaba mucho sueño y jamás había podido satisfacer esta necesidad. Alguna vez se lo había pedido á su tía como una gracia singular.

—Tía, ¿cuándo me dejará usted dormir todo lo que yo quiera?

—Un día; un día te dejaré.

Pero ese día no llegó nunca. Á las cinco y media en invierno y las cinco en verano no había más remedio que ponerse en pie. Ahora que no tenía verdugo que la atormentase, pues Miguel, lejos de despertarla, se vestía haciendo el menor ruido posible, se dejaba arrastrar un poco de la pereza. Cuando al fin se levantaba y se iba derecha al escritorio, siempre saludaba á su marido avergonzada.

—¡Qué dirás de mí!

—¿Qué voy á decir, tonta? ¡Valiente cosa te has retrasado! No son más que las nueve y cuarto.

Maximina, que había visto al pasar en el reloj que eran cerca de las diez, agradecía aquella mentira á su marido, y le besaba con trasporte.

—Mira, otra vez has de llamarme cuando te levantes.

—Bueno, lo haré.

—¿Palabra formal?

—Palabra formal.

Claro está que Miguel no cumplía esta palabra formal. Le daba demasiada lástima para hacerlo.

En los primeros meses hicieron varias visitas y recibieron también algunas, entre ellas la de las señoritas gallegas que habían conocido en el viaje, las cuales manifestaban hacia Maximina una simpatía ardiente y bulliciosa propia de chicas. En todos sitios causaba la joven esposa grata impresión por su inocencia y humildad.

—¡Qué buena debe de ser su señora!—le decían á Miguel sus conocidos cuando le hallaban solo.

Y él sonreía con mal reprimido gozo exclamando:

—¡Es una chiquilla!

Pero decía para sí:

—Dios me ha iluminado.

El matrimonio no le había hecho perder independencia alguna, ni aquellos hábitos de soltero tan difíciles de arrancar á cierta edad. Maximina ni le exigía ni le suplicaba siquiera nada. Con ser esposa del hombre que adoraba se consideraba enteramente feliz. Y los actos cotidianos y vulgares de la existencia eran para ella un manantial de goces inefables. Cuando llegaba la hora de almorzar, levantaba suavemente el pestillo de la puerta del despacho, avanzaba tímidamente hasta su marido y le decía:

—Ya son las doce y media.

Mientras almorzaban, la conversación insignificante que sostenían olía de una legua á amor. Al encontrarse sus ojos se acariciaban tiernamente, y no pocas veces se apoderó Miguel por encima de la mesa de la mano de su esposa para besarla, con gran susto y terror de la niña, que tiraba de ella con fuerza mirando á la puerta, como si por ella fuese á entrar un dragón. El dragón era Juana, que podía aparecer á lo mejor con la fuente entre las manos. Después de almorzar llegaba el rato más dichoso para Maximina. Se iba al despacho con su marido, y éste, después de arrellanarse en una butaca, la sentaba sobre sus rodillas, la atraía hacia sí, ¡y le decía al oído unas cosas tan dulces! Sucedía amenudo que se quedaba dormido, y entonces Maximina no movía un dedo siquiera por temor de despertarle, y aunque la postura fuese incómoda, la sufría hasta que Miguel abría los ojos.

—Vaya, me voy—decía éste levantándose.

—¡Qué pronto!—solía exclamar ella con tristeza.

Miguel la acariciaba sonriendo y se despedía á la puerta. Estas despedidas duraban una eternidad.

—¡Que nos pueden ver del cuarto de enfrente!—decía Maximina, zafándose de sus brazos.

—¡Si está cerrada la puerta!

—No importa, pueden estar mirando por el ventanillo.

Á veces, por embromar á su esposa, trataba de marchar sin despedirse; mas al escuchar el pestillo aquélla dejaba repentinamente lo que tuviese entre manos, en el comedor, en la cocina ó en su cuarto, y corría desalada á la puerta. Cuando no oía el pestillo, Miguel hacía lo posible por que lo oyese.

Maximina se quedaba toda la tarde con las criadas. Además de Juana, habían tomado otras dos, una cocinera y otra doncella, que tuviese mejor noticia del planchado de la ropa que la moza de Pasajes. Cuando al oscurecer llegaba Miguel y hacía sonar la campanilla, el corazón de la niña daba un brinco. Ella misma acudía presura á abrirle la puerta. Algunas veces dejaba que la doncella abriese, mas era para esconderse detrás de la puerta ó en la habitación contigua. En el rostro sonriente de la doméstica comprendía nuestro joven que su esposa andaba por allí cerca, y decía, husmeando con gesto cómico:

—¡Aquí huele á Maximina!

Y se iba derecho adonde estaba y la cogía por el brazo.

—Yo no sé cómo me hallas tan pronto—decía ella con fingido disgusto.

Otras veces abría el ventanillo y preguntaba:

—¿Qué se le ofrece á usted?

—¿Vive aquí D. Miguel Rivera?—preguntaba él mismo.

—Sí, señor; pero no está en casa.

—¿La señora?

—La señora si está, pero no recibe.

—Dígale usted que hay aquí un caballero que desea darla un millón de besos.

Con estas puerilidades se reían y gozaban nuestros enamorados, y jamás se le ocurrió á la esposa pedir cuentas al esposo de su tiempo. Acompañábale al despacho. Miguel cogía un libro, y sentándose decía:

—Vaya, ahora déjame un instante que voy á leer.

—¡Malo! ¡malote!—respondía ella con enfado inocente.—Eres muy malo. En seguida me echas de tu lado.

Miguel se enternecía y la retenía por la mano.

Después de comer pasaban otro rato juntos, y después aquél se iba al café y de allí á la redacción, volviendo á las doce ó la una.

Su esposa se empeñaba en esperarle leyendo algún libro ó dormitando. Los sábados iba siempre al teatro, pues La Independencia no se publicaba los domingos, y también algún día entre semana cuando el trabajo no apuraba mucho. Una noche, bajando la escalera, como Maximina fuese distraída poniéndose los guantes, tropezó y cayó rodando algunos escalones.

—¡Ay, esposa mía!—gritó Miguel acudiendo en su auxilio.

La niña se levantó sonriendo, aunque roja por el susto. No se había hecho ningún daño. Pero el grito desgarrador que dió Miguel había llegado hasta el fondo de su alma. Sólo entonces también comprendió éste de qué modo aquella tierna criatura se había apoderado de su corazón.

Turbóse momentáneamente esta dicha con una leve enfermedad que nuestro héroe padeció en los primeros meses: unos fuertes dolores reumáticos que le retuvieron en la cama algunos días. Se puso pálido, delgado y sobre todo de un humor muy sombrío, pues no era hombre que sufriese con paciencia las adversidades. Maximina se impresionó vivamente, y por más que hacía no le era posible disimular su aflicción. Sentada todo el día al lado de la cama, no apartaba la vista de su marido. De vez en cuando le decía reventando por llorar, pero haciendo esfuerzos para contenerse:

—Te sientes mejor. ¿No es verdad que te sientes mejor? Sí, sí, te sientes mejor.

—Cuando tú lo aseguras estarás bien enterada—respondía él con sonrisa irónica.

Pero viendo humedecerse aquellos grandes ojos tímidos é inocentes, se arrepentía de sus importunas palabras, y añadía acariciándole una mano:

—No hagas caso. Estoy bien. Mañana no tendré nada; ya verás.

Y la niña era feliz algunos minutos, hasta que cualquier queja del enfermo volvía nuevamente á alarmarla.

¡Qué placer cuando al cabo se puso bueno! Fué la primera vez que su marido la oyó cantar en voz alta. Corría y saltaba, bromeaba con las criadas, y hasta supo con buen éxito remedar el acento madrileño que Juana usaba de algún tiempo á aquella parte. Este repentino acceso de alegría bulliciosa formaba un contraste gracioso con la seriedad permanente de su carácter. Miguel, que sabía á qué era debido, la miraba con gozo.

Pero, una vez enteramente bueno, fué preciso oir una misa de rodillas en San Sebastián. Así lo había ofrecido Maximina y así lo rogó con tanta humildad, que no tuvo valor para oponerse. La antigua colegiala del convento de Vergara no podía prescindir de mezclar la religión á todos los actos de la vida. Miguel, á pesar de su poca fe, hallaba tan poética, tan inocente, la piedad de su esposa, que no se le pasó por la imaginación siquiera arrancársela. «Si alguna vez cae en la mogigatería, ya será otra cosa.»

Por eso no tenía tampoco inconveniente en acompañarla todos los domingos á misa. Además, Maximina en los primeros meses no se atrevía á poner el pie en la calle sola. Mas sucedió que con el tiempo se fué descuidando el hijo del brigadier, y á pretexto de que San Sebastián estaba cerca, se quedaba en casa las mañanas de los domingos, mientras Maximina, con valor heroico, se arriesgaba á ir sola hasta la iglesia. No obstante, padecía mucho. Se figuraba que todos la despreciaban, que le iban á decir algo ofensivo. Las miradas hostiles, á la moda entre los indígenas de Madrid, la llenaban de espanto. Hubiera querido ser invisible. Pero no se atrevía á comunicar sus temores á Miguel por no molestarle haciéndole ir á misa contra su gusto. Cierta mañana, poco después de salir para la iglesia, oyó aquél un fuerte campanillazo. Abrióse la puerta del despacho y vió entrar á su esposa pálida como la cera.

—¿Qué te ha pasado?—preguntó levantándose.

Maximina se dejó caer en la butaca, ocultó el rostro entre las manos y comenzó á llorar.

Miguel insistió anhelante:

—¿Te has puesto mala?

La niña hizo señal afirmativa.

—¿Cómo fué, díme?

—No sé—respondió con voz débil y entrecortada.—Poco después de estar en la iglesia sentí así como náuseas... Después los santos empezaron á dar vueltas delante de mí... Sentí que la vista se me quitaba... Sin saber lo que hacía, eché á correr... y me encontré sin saber cómo cerca del altar mayor... Oí decir á la gente: ¿qué es eso? ¿qué es eso? y que había ruido... Yo di la vuelta, y sin mirar á nadie atravesé otra vez la iglesia y salí.

Miguel procuró calmarla. Hizo que le sirviesen una taza de tila y le prometió no dejarla nunca más ir sola á misa. Después de un rato, estando ya de pie y enteramente serena, le dirigió en voz baja una pregunta á la cual, bajando los ojos, contestó negativamente. Entonces, con semblante risueño, volvió á decirle al oído unas cuantas palabras. La niña, al escucharlas, se estremeció, le clavó un instante los ojos con expresión de anhelo, y confusa y ruborizada se dejó caer en sus brazos murmurando:

—¡Oh, no me engañes! ¡No me engañes, por Dios!

VIII

A partir de este día la dicha serena y apacible que se reflejaba en el rostro de Maximina adquirió un aspecto más recogido, más íntimo, semejante á la expresión mística de los beatos que están seguros de llegar al cielo. No volvió á hablar del asunto con su marido. Cuando éste hacía alguna alusión á él, bajaba la vista sonriendo y se ponía levemente colorada. Pero Miguel comprendía perfectamente que no pensaba en otra cosa, que la idea dulcísima de ser madre tenía embargados todos sus sentidos, su vida y su ser. También él estaba gozoso. Mas no tanto por el nuevo papel que la naturaleza le llamaba á representar, como por ver la alegría de su esposa, cuya trasformación se complacía en seguir, espiando disimuladamente en sus ojos y en sus movimientos el misterio adorable que en su alma se efectuaba.

Cuando iban de paseo por las calles, observaba que dirigía rápidas y ansiosas miradas á los escaparates de ropa blanca, donde estaban expuestos algunos gorritos y camisitas de niños. Y adivinando que tendría gusto en pararse, buscaba pretexto fijándose en los pañuelos ó en las camisetas y dejaba que ella se recrease contemplando las prendas infantiles.

—¿Sabes ya—le decía después—lo que cuesta la docena de camisas de niño?

—No—contestaba riendo.

—¡Á que sí!

Un día, entrando por la puerta de la alcoba en el gabinete, vió que se estaba mirando en el espejo del armario. Le sorprendió, porque nunca mujer alguna estuvo más lejos de la presunción y la coquetería que ella. Mas la sorpresa trocóse en risa al observar que lo que estaba mirando era el bulto que levantaba su figura de perfil. Por no avergonzarla salióse otra vez de puntillas. Paseando otro día por las cercanías del Retiro, acertaron á ver un carro fúnebre pintado de blanco que conducía el ataúd de un niño, Maximina clavó sus ojos en él, con expresión de profunda pena, y después de pasar, todavía le siguió hasta perderle de vista. Después, dejando escapar un leve suspiro, exclamó:

—¡Qué lástima me da de los niños que se mueren!

Miguel sonrió, sin contestar, pensando que su mujer ya temía por el ser que aún no había salido de sus entrañas.

Mientras de este modo suave y deleitoso se deslizaba el tiempo para los recién casados, Marroquín, el hirsuto Marroquín se iba á salir con la suya. La nación estaba sobre un volcán, y no era el antiguo profesor del colegio de la Merced quien menos atizaba á la sordina, y en compañía de nuestro amigo Merelo y García, el fuego de la discordia civil. No se pasaba una sola noche sin que ambos hiciesen en el café de Levante sangrientos pronósticos para lo porvenir. Era incalculable el número de veces en que las instituciones habían quedado «derrocadas» sobre el mármol de la mesa. Los mozos, por escuchar los sermones democráticos, servían mal á los parroquianos. La policía secreta había entrado más de una vez en el establecimiento, al decir de los agitadores de la paz pública; pero no había hecho ninguna prisión, lo cual allá en el fuero interno traía desesperado á Marroquín. Gozaba lo indecible hablando al oído á todos los que llegaban á la mesa, fijando la vista al mismo tiempo en algún tranquilo parroquiano y haciendo fuertes aspavientos á fin de despertar su curiosidad.

—D. Servando—decía en voz alta á un señor sentado allá lejos,—¿piensa usted mañana salir á paseo?

—Siempre, Sr. Marroquín.

—No saque usted á la señora y los niños.

—Hombre, ¿por qué?

—Por nada, por nada. No le digo más que eso.

Pero cuando más gozó el profesor revolucionario fué cuando logró traer al café una noche á su antiguo amigo y compañero D. Leandro. Aún se hallaba éste adscrito á la gleba del colegio de la Merced, que ya no pertenecía ni estaba dirigido por el excapitán de artillería, sino por el capellán D. Juan Vigil. D. Leandro era el único profesor que había quedado de los antiguos, y eso por ser un infeliz y sufrir con paciencia los caprichos y sandeces del capellán, que ahora más que nunca se complacía en atormentarle y dar testimonio á sus expensas de las prodigiosas fuerzas con que natura le había dotado. Marroquín le encontró un domingo en la calle, y después de saludarle con efusión, como tenía por costumbre, comenzó á hablarle mal del cura (como tenía por costumbre también). Esto halagaba infinito al buen D. Leandro, si bien no quería persuadirse de ello, porque aborrecía la murmuración y tenía mucho miedo al infierno, sobre todo al de los condenados: al purgatorio no tanto. Así que Marroquín, á pesar de sus depravadas ideas, logró con este poderoso señuelo que entrase con él en Levante á tomar una copa, de agua, por supuesto. D. Leandro asentía sonriendo á cuantas perrerías se le ocurrían al herético profesor acerca de su enemigo nato. Y todavía de vez en cuando dejaba deslizar alguna palabrita malévola, prometiendo, allá en su interior, confesarlo inmediatamente. Pero lo serio del caso era que el confesor de D. Leandro era el mismo capellán, pues éste, como su glorioso antecesor Gregorio VII, aspiraba á poseer la llave de las conciencias de sus súbditos, y no consentía que ningún alumno ó dependiente del colegio fuese á depositar los pecados en otro seno que en el suyo. Ocasionaba esto, como es lógico, un malestar muy grande para el pobre D. Leandro, que, como se confesaba bien, se veía obligado á decir al capellán todo lo malo que de él pensaba. Mas el tormento de éste era muchísimo mayor y más cruel. Á menudo, mientras D. Leandro desahogaba su pecho, él exhalaba profundos suspiros, y hacía rechinar el confesonario como si el asiento le pinchase. Estuvo tentado á despedirle del colegio; pero consideraba esto como un atentado al sagrado de la confesión, pues D. Leandro cumplía perfectamente con su deber; y para arrojarlo necesitaba fundarse en lo que sabía por el tribunal de la penitencia. Después se le ocurrió mandarle que se confesase con otro. Mas aunque todos los días se prometía hacerle la indicación, nunca llegaba á efectuarlo, y continuaba oyendo desmenuzar sus acciones sin poder defenderse.

—¡Barájoles, qué penitencia me ha dado Dios!—decía luego paseándose por su cuarto á grandes trancos.—¡De qué buena gana le daría un par de mocadas á ese mastuerzo!

D. Leandro al entrar en Levante no contaba que iba á reunirse con tantos señores, ni menos que éstos fueran unos desalmados revolucionarios enemigos de «todo freno religioso». Así que cuando empezó á oirles hablar del Gobierno en los términos en que solían hacerlo, se puso fuertemente colorado y comenzó á dirigir miradas de susto á todas partes, y particularmente á Marroquín.

—¿Sabe usted, Sr. Marroquín?—le dijo por lo bajo.—Podíamos volver la hoja.

Marroquín, sonriendo con superioridad, le contestó:

—No tema usted nada, amigo D. Leandro. La policía ya ha entrado aquí varias veces; pero no se atreve á echar mano á ninguno. Si lo hiciese, como ya la cosa está tan madura, sería la señal para que estallase la gorda.

—¿Qué gorda?

—La revolución, hombre de Dios.

—¡Santo Cristo! ¿Sabe usted, Sr. Marroquín? Estas cosas son muy serias, muy serias... Si usted no se enfadase, yo me iría... Así como así, tengo algo que hacer...

Marroquín le retuvo por el brazo y le obligó á sentarse de nuevo.

—No tenga usted miedo, querido. A usted no le puede pasar nada, porque no figura usted, como yo, en todas las listas que la policía manda al Gobierno.

—No importa. Si á usted no le da más, volveremos la hoja.

La hoja se volvió, en efecto. Pero la página siguiente fué más terrible y endemoniada. Se habló nada menos que de la Reina, y ya pueden todos representarse lo que allí se diría de la augusta señora que estaba próxima á perder la corona y salir desterrada al extranjero. Tan pronto como nuestro profesor oyó algunas de aquellas atrocidades, se puso lívido, y no fué posible retenerlo. Salió sin despedirse, y no paró hasta el colegio, adonde llegó casi sin aliento. El pobre tuvo la inocencia de contar este episodio al mayordomo, y á éste le faltó tiempo para ponérselo en el pico al director. ¡Desdichado D. Leandro! Durante muchos días tuvo que padecer la vaya pesada y grosera del capellán, que ya de antiguo conocemos. Lo que más le afectaba era que delante de los niños le llamase conspirador, con el tonillo sarcástico que el cura usaba en tales casos. Otras veces le apodaba el conjurado de Venecia, todo lo cual hacía reir á los chicos; y como decía muy bien D. Leandro, «la dignidad del profesorado quedaba por los suelos».

Los trabajos de nuestro amigo Mendoza, por mal nombre Brutandór, en pro de la causa revolucionaria, se movían en más alta esfera que los de Marroquín, Merelo y demás gente menuda de la grey liberal. Por lo pronto, ya sabemos que había desaparecido, y en España, esto de desaparecer una persona es cosa que le comunica una importancia infinita, y á veces gloria imperecedera. Porque, en efecto, cuando un hombre desaparece, el público presume, con razón, que debe de ser para llevar á cabo en la oscuridad grandes y notables empresas. Las de Mendoza, aunque no las conocemos, fueron portentosas, según se dijo, pues le obligaron á permanecer escondido en Madrid más de tres meses, cambiando de escondrijo y de disfraz un sinnúmero de veces. Algo sabía Miguel de su vida y milagros, pero últimamente le había perdido la pista.

Así estaban las cosas, cuando cierta noche, después de comer, hallándose Rivera sentado en la butaca del despacho, teniendo á Maximina sobre sus rodillas, sonó un fuerte campanillazo.

La niña se puso en pie de un salto.

—¿Quién será á estas horas?... ¿Ha salido alguna muchacha?—dijo Miguel.

—Creo que no.

Juana entró al instante.

—Señorito, es un mozo de café que desea hablar con usted.

—¿Un mozo de café? No recuerdo tener cuenta pendiente con ninguno... Dígale usted que pase.

—Aguarde, aguarde—dijo Maximina.—Déjeme usted escapar por esta puerta.

Y se salió corriendo por la de la sala, como tenía por costumbre siempre que entraba alguna visita. Al instante apareció el mozo, y Miguel pudo reconocer á duras penas, bajo aquel disfraz, á su amigo Mendoza.

—¡Perico!

—¡Chiiiis!—exclamó éste, haciendo una mueca de susto horrorosa.

Y fué á cerrar apresuradamente la puerta.

—¿Qué ocurre?—preguntó Miguel fingiendo gran ansiedad.

Mendoza se sentó, dió un suspiro, y respondió cándidamente:

—Nada.

—Ya me lo parecía.

Brutandór, sin fijarse en la ironía de aquellas palabras, comenzó á decir en voz de falsete y acercando la boca al oído de su amigo:

—He estado quince días en la Florida, escondido en casa de unos lavanderos...

—Hombre, si lo hubiera sabido, te habría hecho una visita.

—¡Nada de visitas!... Pudieran seguirte y dar conmigo.

—¿Y cómo te ha probado la temporada de campo?

—Lo he pasado bastante mal. No había más que una cama en casa. Por la noche, mientras los lavanderos dormían, yo me salía á dar una vuelta por la orilla del río, y al amanecer, cuando ellos se levantaban, me metía yo en la cama.

—¡Qué calentita y qué riquita estaría!

—Pues á mí me daba un poco de asco, ¿sabes? La comida me la mandaba la condesa de Ríos con muchas precauciones, cambiando de criado á cada momento... Pero anteayer el lavandero no durmió en casa, y esto, como comprenderás, me escamó...

—Es claro; cuando los lavanderos no duermen en casa, es muy mala señal.

—Hoy por la mañana le he visto con dos hombres de mala catadura... sospechosos, y entonces, temiendo que me entregase á la policía, me decidí á dejar el sitio. El mozo de un cafetucho que hay allí cerca me vendió este traje, y al oscurecer me escapé sin decir nada. Pensé en irme á las Ventas del Espíritu Santo, pero la policía registra á menudo aquellos lugares. Entonces se me ocurrió una gran idea: la de venir á tu casa. ¡Cómo diantre se van á figurar que estoy aquí! Una novia que tuve hace años, escondía las cartas entre los papeles de su padre, que andaba loco buscándolas por toda la casa.

—¿De modo que has robado la idea á tu novia? ¡Ni para huir el bulto has de ser original!... En fin, me alegro que hayas venido. No puede menos de lisonjearme mucho tener en mi casa un conspirador de tal importancia... Porque tú no sabes el prestigio de que gozas ni lo que se habla de ti por ahí...

—¿De veras?—exclamó Mendoza poniéndose rojo de placer.

—¡Ya lo creo! Se te cita entre los héroes de la revolución... Pero, querido, lo que mucho vale, mucho cuesta. Cuanto más nombre ganes entre los revolucionarios, mucho más expuesto te encuentras á que el Gobierno haga contigo una barrabasada. Si hoy te cogen, me parece que no te escapas sin cuatro tiros.

—¿Crees tú?...—dijo Brutandór poniéndose horriblemente pálido.

—Lo que oyes... pero no tengas cuidado. Aquí no vendrán á buscarte.

—Mira, te ruego que procures que las criadas no entiendan nada, porque á lo mejor se les escapa cualquier palabrita fuera... ¡y soy perdido!

—Dificilillo va á ser engañarlas—contestó Miguel riendo de la entonación con que su amigo pronunció las últimas palabras.

Acomodóse Mendoza en la casa; mas antes fué necesario que trajesen una maleta de su posada y se mudase de traje en la alcoba de Miguel, hecho lo cual se salió cautelosamente, y al poco rato volvió á llamar entrando en calidad de huésped. Con estas maniobras se engañó ó se creyó engañar á las criadas. Á Maximina no le gustó el acomodo. ¡Era tan feliz viviendo sola con su marido! Sin embargo, dócil siempre á los deseos de éste, ni dijo una palabra ni mostró en el semblante desabrimiento alguno. El tiempo que Miguel pasaba fuera de casa, Mendoza solía acompañarla; pero se pasaban horas sin cambiar una docena de palabras. Á la niña de Pasajes se le ocurría muy poco. Mendoza ya sabemos que tenía la costumbre de callarse las buenas cosas que se le ocurrían. Sin embargo, aquélla le observaba atentamente con el rabillo del ojo y luego comunicaba á su marido sus impresiones. Por más que lo disimulaba, éstas no eran muy favorables para el huésped.

—Me parece que Mendoza no te ha entrado por el ojo derecho.

Maximina sonreía sin contestar.

—Pues es un infeliz.

—Á mí se me figura que no te quiere como tú le quieres á él; que no le importa nada en el mundo más que él mismo.

—Tal vez tengas razón, pero no se puede negar que es simpático. Su egoísmo me hace gracia; es como el de un niño.

Maximina callaba como siempre, trabajando en su interior para que también le fuese simpático, aunque nunca llegó á conseguirlo.

Cinco días después de su instalación, Mendoza recibió una carta de la condesa de Ríos en que le incluía otra de su marido. Ambas llegaron á su poder pasando por varias manos. El General le decía que la persona que facilitaba el dinero para la publicación de La Independencia le avisaba que no podía dar un cuarto más si no se le garantizaban los treinta mil duros que tenía desembolsados. Como él no podía dirigirse á ninguno de sus amigos, ni juzgaba á su mujer idónea para el caso, le encargaba que á toda prisa se viese con el «caballo blanco» y le buscase una firma que consiguiese aplacarle, pues el periódico en aquellos críticos momentos les hacía muchísima falta. Mendoza entregó la carta á Miguel.

Aunque nada tenía que ver con la administración del periódico, ya hacía tiempo que éste sabía las dificultades monetarias con que luchaba La Independencia. Después de leer atentamente la carta, dijo levantando la cabeza:

—Bien, ¿y qué?...

—Que, como tú comprenderás, yo no puedo encargarme de este asunto, porque no saliendo de casa...

—Bueno, y quieres endosarme el mochuelo, ¿verdad?

Mendoza calló, poniendo los ojos en el suelo.

—Pues, amigo mío—dijo en tono resuelto el hijo del brigadier,—tengo el sentimiento de anunciarte que yo no sirvo para pedir dinero ni garantías de dinero á nadie.

Ambos guardaron, después de estas palabras, un rato de silencio. Al fin Mendoza, sin separar los ojos del suelo y visiblemente acortado, comenzó á decir:

—Yo creo que si tú quisieras se podría arreglar sin pedir nada á nadie... Á Eguiburu le bastaría seguramente con tu firma para seguir entregando las cantidades que acostumbra todos los meses...

Miguel le miró fijamente sin que el otro levantase la cabeza, y dijo sonriendo:

—Eres el hombre de las ideas felices. Si te mueres antes que yo, pienso decir, con tu cráneo en la mano, mejores cosas que Hamlet con el de Yorik.

Después se puso repentinamente serio, y comenzó á pasear por la habitación con la carta en la mano. Al cabo de un rato se paró delante de su amigo, que aún continuaba en la postura de colegial castigado, y le dijo:

—¿Y á mí quién me garantiza que el General pague mañana esos treinta mil duros?

—El General es hombre de honor.

—Eguiburu, por lo que se ve, no admite esa moneda; quiere oro ó plata.

—Además, el Conde tiene muchos amigos capitalistas. Algunos de ellos ya sabes que están comprometidos en el movimiento, y aunque fuese repartiendo entre todos el dividendo pasivo del periódico, quedaría pagado.

Discutieron todavía largo rato el asunto. Miguel, en el tono de burla que acostumbraba; Mendoza, con su imperturbable gravedad, sin mostrar impaciencia, pero insistiendo constantemente en sus razones. Riverita fué el vencido. Cedió al cabo á poner su firma. Además de los ruegos de su amigo, movióle á hacerlo el interés que tenía ya por la vida del periódico y el cariño que le había tomado. Por otra parte, aunque se burlase del honor del General, no dudaba de él, y estaba convencido de que no le dejaría en las astas del toro.

Cuando al día siguiente le dijo á Maximina lo que había hecho, ésta se calló y siguió trabajando en la puntilla que tenía entre manos.

—¿A ti qué te parece? ¿Habré hecho mal?

Maximina levantó sus dulces ojos rientes.

—¿Me lo preguntas á mí? Yo no entiendo nada de negocios. Además, para mí lo que tú haces siempre está bien hecho.

Miguel la besó y quedó convencido... de que había hecho una gran tontería.

Pocos días después, estando solos en el despacho, Mendoza le hizo una confidencia que le llenó de asombro.

—Tengo que decirte una cosa, Miguel...

—¿Y es?

—Que me caso.

—¡Cuánto me alegro! Sepamos quién es la desgraciada que ha tenido tan mal gusto.

—Me caso con Lucía Población, la viuda del general Bembo.

Debemos advertir, por si no lo hemos advertido ya, que el gigante D. Pablo hacía siete meses que había fallecido en Puerto Rico.

Miguel quedó estupefacto. No pudo reprimir un gesto de repugnancia. Á aquel hombre le constaba qué clase de mujer era la generala Bembo. Sabía perfectamente las relaciones que había sostenido con ella. ¡Y tenía estómago para hacerla su esposa! Por unos instantes permaneció suspenso sin saber qué decir, cosa que pocas veces le había sucedido en su vida. Después murmuró:

—Muy bien, muy bien; te felicito.

—En cuanto cumpla el año de luto, que será dentro de cinco meses, nos casamos. Es una mujer muy agradable... Después de tratarla íntimamente, me he convencido de que todo lo que se dice de ella por ahí es pura fábula. La pobre señora es víctima de unos cuantos tontos que la han pretendido sin conseguir nada.

Un relámpago de ira pasó por los ojos de Miguel. Se le figuró que aquellas palabras iban dirigidas á él, y tuvo en la punta de la lengua un sarcasmo feroz; pero supo reprimirse, considerando que la situación en que su amigo iba á hallarse le disculpaba.

—Y si no creyeras eso harías muy mal en casarte... Tengo entendido que Lucía posee una bonita fortuna, ¿verdad?—añadió, dejando ver claramente cuáles eran, á su juicio, los motivos de aquel matrimonio.

Mendoza, aunque no muy avisado, lo comprendió y repuso de mal humor:

—No sé, no sé... He conocido á Lucía en casa de Borrell, y desde un principio me gustó. ¡Es tan fina y revela tan buenos sentimientos! Á la pobre la casaron medio á la fuerza con un hombre que podía ser su padre. No hubiera sido extraño que se echase á perder. Sin embargo, ella supo conservar su decoro...

—D. Pablo debió de hacer muy buenos cuartos por América, á más de tener ya bastante renta por su casa—dijo Miguel sin hacer caso de las alabanzas de Mendoza.

—La señora de Borrell se puede decir que es la que ha arreglado este matrimonio. No puedes figurarte lo que quiere á Lucía y la buena opinión que tiene de ella.

—Algo se ha mermado la fortuna antigua de D. Pablo en los últimos tiempos, según dicen; pero como entraba más por América que salía por España, deben de existir grandes gananciales, cuya mitad corresponde en pleno dominio á Lucía. Por otra parte, los chicos son de corta edad. El usufructo de toda la hacienda le ha de corresponder por muchos años.

Miguel insistía en este asunto, viendo que molestaba á su amigo, para hacerle pagar las palabras de antes. Estaba tan sorprendido de aquel singular matrimonio, que, cuando por la noche le comunicó la noticia á Maximina, ésta no pudo menos de decirle:

—¿Por qué te enfadas? Aunque Perico se case por interés, no es el primero que lo hace. Lo único que me sorprende es que esa señora concierte el matrimonio siete meses después de la muerte de su marido.

Miguel no podía decirle los motivos que tenía para indignarse, pues procuraba velar á su esposa ciertos vicios sociales. Por otra parte, temía que se renovasen en ella los antiguos celos de Pasajes. Se calmó repentinamente, y lo echó á risa.

No pudo, sin embargo, arrancar de sí aquel sentimiento de repugnancia que la noticia le produjo. Había disculpado hasta entonces todos los rasgos de egoísmo de su amigo. Lo que iba á hacer ahora era demasiado abyecto para que se lo perdonase. Así que no dejó de sentir alegría secreta cuando, por cierto acontecimiento que sobrevino, Mendoza se decidió á abandonar su casa.

Hablaba éste un día con una de las doncellas revelando en su fisonomía gravemente benévola que no era del todo insensible á los ojillos negros y picarescos de la muchacha, quien lo era menos aún al corpanchón robusto y al rostro fresco y sonrosado del huésped. Mientras ella hacía su cama con remilgados ademanes volviéndose á cada instante para contestarle, él permanecía en una butaca con las piernas extendidas y un periódico en la mano.

—¡Qué deseos tengo, señorito, de que ustedes ganen!—dijo la chica después de un rato largo de silencio.

—¿Qué hemos de ganar, Plácida?

—Que ustedes tiren el Gobierno... vamos... y manden ustedes.

—Yo no me ocupo de esas cosas—respondió Mendoza poniéndose repentinamente serio.

—¡Vamos, señorito!—dijo la muchacha.—¿Se figura usted que no estamos enteradas de todo? ¿Pues por qué no sale usted de casa, entonces? Por miedo á los guindillas... ¡Que el diablo los lleve!... Desde que me quiso uno llevar á la cárcel por sacudir una alfombra, no los puedo ver ni pintados.

—¿Quién le ha dicho á usted que yo no salgo á la calle por miedo á los guindillas?—preguntó Mendoza, pálido ya.

—Pues el amo de la tienda de abajo. Nos dijo á la Juana y á mí que teníamos en casa un señor muy principal escondido, pero que no estaría mucho tiempo porque toíto estaba arreglao ya pa la rivolución... No no tenga usted cuidao, señorito—añadió viendo la palidez de Mendoza,—que el tendero no dirá nada, porque es más liberal que Riego... ¡Anda, anda, pues poquita gana que él tiene de que se arme!

Mendoza, lívido ya, se levantó del asiento y, sin contestar, salió del cuarto tambaleándose y se dirigió al despacho de Miguel.

—¿Qué pasa?—preguntó éste, viéndole tan descompuesto.

—¡Nada—respondió Mendoza con voz débil, dejándose caer en una butaca y tapándose el rostro con las manos,—que mi cabeza no está segura sobre los hombros!

—Eso siempre lo he dicho yo. Es demasiado grande.

—¡Déjate de bromas, Miguel! ¡La cosa es muy grave! Ya saben por ahí que estoy escondido en esta casa, y el día menos pensado vienen á echarme mano.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Plácida... El tendero de abajo lo sabe todo. ¡Figúrate quién no lo sabrá ya!... No puedo permanecer un día más aquí. Necesito buscar otro escondite. Lo mejor será salir de Madrid.

En otras circunstancias, Miguel le hubiera disuadido de esta determinación, porque estaba bien convencido de que su amigo, ni allí, ni en ninguna parte, corría peligro alguno; mas ahora, por las razones antes apuntadas, no tomó empeño en retenerle.

Después de discutir un poco, se convino por ambos que Mendoza se trasladase aquella misma tarde (por la noche había más vigilancia y podían darle el alto) á las Ventas del Espíritu Santo, disfrazado de aguador, y desde allí, si había peligro, se escapase de Madrid por la línea del Norte, para lo cual quedaba Miguel encargado de buscarle un pasaporte. Al efecto, se le compró al aguador de la casa el traje, que por cierto no estaba ni muy nuevo ni muy limpio. Después de emplear una hora en disfrazarse, untándose la cara con bermellón, alborotándose los cabellos, ensuciándose las manos, etc., etc., se fué nuestro revolucionario con la cuba al hombro hasta el gabinete, y se plantó delante del armario de espejo.

—¡Me conozco!—exclamó, con una cara tan angustiada, que Miguel y Maximina se echaron á reir como locos.

IX

Enrique había conseguido, por fin, abrazar el fantasma divino de la gloria, en pos del cual tantos hombres corren en vano. Fué en la plaza de Vallecas, el día de Nuestra Señora del Carmen. La novillada se organizó en Madrid, para socorrer á ciertos pobres inundados de la provincia de Valencia, y como era ya uno de los aficionados obligados de esta clase de fiestas, se le invitó galantemente á banderillear un toro, honor que él declinó. La comisión se hizo cargo en seguida del motivo de esta renuncia. Después de hacer algunos cálculos y combinaciones, le invitó de nuevo á estoquearlo, y entonces no vaciló en aceptar, viendo á cubierto su dignidad. Hacía lo menos un año que había tomado la alternativa.

Y fué, como ya hemos indicado, para gloria suya, tormento de sus envidiosos y honra de la respetable familia á que pertenecía, por más que otra cosa juzgase su digno jefe. Después de una brega un poco movida, tuvo la suerte de matar el novillo de una soberbia estocada á volapié, mojándose los dedos y entrando y saliendo limpio. El delirio de palmas, cigarros y sombreros. Los aficionados taurómacos se disputaban el honor de abrazarle. Fué conducido en triunfo hasta el coche y victoreado hasta Madrid. Al día siguiente, los periódicos, haciendo la revista de la novillada, le ponían sobre los mismos cuernos de la luna. El Tábano, periódico severísimo, dedicado exclusivamente á la fiesta taurina, le dijo que tenía sangre y vergüenza, y este elogio, algo brutal, sin saber por qué, le hizo tambalear de gozo. La noche pasóla en vela y febril, pero acariciada el alma por mil ideas risueñas. Por la mañana se dedicó á limpiar el estoque, y estando empleado en esta tarea nobilísima, tuvo la satisfacción inefable de recibir la oreja del toro por él inmolado, que le remitía la comisión en una bandeja de plata. El criado, después de recibir una propina desusada, le dijo, el corazón postrado de admiración:

—¡Qué gran volapié, señorito! ¡Ni el Tato!

—¡Phs! No hay que exagerar, querido, no hay que exagerar—respondió Enrique, afectando modestia.—¡El Tato era un gran torero!

—Que le digo á usted que sí, señorito; el Tato no sale más limpio por la cola. ¡Mire usted que yo sé lo que son toros! El señor Paco (que en gloria esté) me lo tiene dicho muchas veces, viéndome llegar con el caballo de la rienda hasta el mismo hocico del animal:—«Juanillo, hijo mío, tú tienes sangre torera; dedícate al arte, que algo más sacarás que limpiando botas y arreando los jacos en la plaza.»—¡Pero, señor Paco, si tengo una señora que me arma un lío toítos los domingos porque me pongo la blusa encarná». Pus mucho jabón, hijo. A las señoras, pa que anden bien, hay que jabonarlas un día sí y el otro también.—¡Y que no tenía razón el tío! Si yo hubiera seguido sus consejos, otra persona sería... Yo fuí el que le di á usté la muleta cuando se le cayó. ¿No me ha visto?

—Sí... No he reparado mucho; pero me parece haberte visto en la plaza...

—¡Vaya! Si no es por mí que me he metío en los mismos cuernos, á D. Ricardito le engancha ayer el segundo novillo... ¡Mal animal era aquél! Como que ya le habían toreado en el pueblo, sigún me dijo el pastor. El de usted, señorito, era un torete mu vivo, mu bravo y al mismo tiempo mu valiente. La estocá resultó que ni pintá.

—¡Phs! regular, regular...

—Manífica, D. Enriquito, manífica. ¡Lástima que al pasarlo haya usté bailado un poquirritiyo!

—¡Que yo he bailado!—exclamó Enrique poniéndose rojo.—Hombre, me parece que entiendes tanto de toros como el forro de mis pantalones... ¡Pues no dice que yo he bailado!

La modestia, que sólo estaba prendida con alfileres, se le escapó de pronto. El criado, visto el mal efecto de su crítica, quiso enmendarla.

—No, si la brega ha sido superior, señorito: un poco más movida ó un poco menos, eso no vale na.

—Pues valga ó no valga, ya hemos hablado bastante, y no tengo más ganas de oir simplezas...

Y abrió la puerta para dejarle paso, y en cuanto salió, la cerró con estrépito, murmurando:

—¡El diablo del babieca! Lo del baile se lo habrá dicho Ricardito... ¡Más le valiera á ese morral tener vergüenza y no dejar que Felipe Gómez parase los pies á su toro!

Y convencido plenamente de que la mancha caída en la honra de su émulo no la borrarían todos los perfumes de la Arabia, quedó relativamente tranquilo. La lectura de los periódicos y la presencia de la ensangrentada oreja, mudo testimonio de su valor, concluyeron por volverle toda la calma. Pero una cosa le preocupó en seguida, y fué la manera que tendría de conservar aquel trofeo. Si la dejaba en tal estado, no tardaría en pudrirse. ¿La metería en alcohol? Se le caerían los pelos y quedaría convertida en un cartílago indecoroso. ¿La disecaría? Necesitábase averiguar si era posible. Determinó llevársela después de comer á Severini, el disecador de la Carrera de San Jerónimo. En la mesa se habló de la novillada. D. Bernardo estaba ya enterado por los periódicos de la proeza de su hijo, y aunque lisonjeado en el fondo del alma por los aplausos que le tributaban, no dejó de mostrarse severo y reprenderle, aunque no con tal acritud como otras veces.

—Vaya, vaya, Enrique, que sea la última vez que te exhibes en público de ese modo. Ya sabes que no me gusta que un hijo mío, aun haciéndolo bien, haga el papel de torero.

Enrique adivinó que su padre no estaba enfadado, y se confirmó en el antiguo axioma de que el éxito feliz borra todas las culpas. Encendió un cigarro, envolvió la sagrada oreja en un trapo, se la metió en el bolsillo y salió á la calle enderezando sus pasos hacia el café Imperial, esperando recibir allí nuevos plácemes de sus inteligentes amigos, y disertar toda la tarde acerca de la novillada de Vallecas. De paso contaba entrar en casa de Severini.

Serían las tres de la tarde y hacía bastante calor. Nuestro teniente (porque había ascendido) caminaba por la calle del Baño vestido á la última moda, levita inglesa abrochada, pantalón claro, bota de charol y sombrero de copa puntiaguda. Había querido vestirse así y dejar el traje chulesco que ordinariamente gastaba para dar más fuerza y relieve á su portentosa estocada del día anterior. Caminaba lentamente, con la marcha tranquila y presuntuosa de los hombres satisfechos de sí mismos, dirigiendo miradas penetrantes á los transeuntes á ver si le reconocían, y lanzando bocanadas de humo á los aires. Nunca se había hallado en tan feliz situación de cuerpo y de espíritu.

A la puerta de una casa de vacas estaba una joven sentada con un libro entre las manos. Enrique le dirigió una mirada al pasar, y las benévolas disposiciones en que se encontraba respecto á todo ser viviente le impulsaron á detenerse un instante y contemplarla con ojos risueños. La muchacha levantó los suyos, que eran grandes y negros, con cierta expresión entre fiera y maliciosa. Después de mirarle fijamente un buen espacio, los convirtió de nuevo al libro con marcada indiferencia.

Enrique avanzó hasta colocarse frente á ella, y le dijo en tono melifluo:

—¿Qué lee usted, hermosa?

La joven levantó de nuevo sus ojos y, examinándolo con atención algún tiempo, respondió:

Memorias de cuatro pillos.

Y recalcó mucho la última palabra.

Enrique quedó un poco confuso; pero continuó inmóvil con la sonrisa en los labios. La joven se enfrascó de nuevo en la lectura. Al cabo de un rato volvió á levantar la vista, y le dijo con brío, en un tonillo irónico donde se traslucía la irritación:

—Pase usted, caballero, pase usted.

—De mil amores, prenda—repuso Enrique entrando en la tienda y colocándose en pie detrás de la chica.

Tornó ésta á mirarle con gesto altanero y le dijo muy seria:

—Hombre, me gusta usté por lo sinvergüenza.

—Y usted á mí por lo simpática.

—¡De veras! ¿Y desde cuándo?

—Desde la esquina, que la he visto á usted.

—¡Ay qué gracia! ¿Too eso sabía usté y se lo tenía callao?

—¿Pues á quién había de contárselo?

—A su abuela, hijo mío.

—No la tengo; la he perdido cuando era muy chiquitín.

—¡Qué mono!

—No; era más feo que ahora todavía.

—¿Y no lo enseñaba su papá en la feria?

—No me acuerdo. ¡Cáspita! ¿Tan feo me juzga usted?

—Pa qué le he de engañar... Como feo es usté más feo que azotar á un Cristo.

—Manolita—gritó la frutera de enfrente,—¿desde cuándo te has echao quitabrisas?

—Ahora mismito; ¿qué te paece?

—¿Se llama usted Manolita?—le preguntó Enrique.

—No, señor; me llamo Manuela.

—¡Qué saladísima y qué rica!

—¿Pus cuándo me ha probao usté?

Manolita era una chula en el porte, en el gesto, en el vestido, en el acento de sus palabras y en todos sus ademanes; pero era una chula muy linda, lo cual no es ningún milagro. Las hay como rosas de Alejandría por esas calles de Dios. Era su rostro ovalado, de color blanco mate; los ojos negros y rodeados de un leve círculo oscuro; negros también los cabellos, y peinados con sortijillas en las sienes; blanca y menuda y apretada la dentadura; la expresión de aquel conjunto grave y desdeñoso, como conviene á toda chula que no esté tirada á los perros.

—¿Conque decía usté que se iba de paseo al instante?

Enrique no había dicho semejante cosa.

—Antes de irme quisiera que usted me diese un vasito de leche.

Manolita se alzó gravemente de la silla, dejó en ella el libro y se dirigió al mostrador, y sin decir palabra llenó un vaso de leche, lo colocó sobre un plato y fué á posarlo en una de las tres ó cuatro mesillas de mármol que allí había. Mas al observar que Enrique no se sentaba y permanecía inmóvil en medio de la tienda, siguiendo sin pestañear todos sus movimientos, se detuvo repentinamente y le dijo con aquel tonillo irónico que no se le caía de los labios:

—¿Es que se lo quiere usté beber en casa, cabayero?

—En casa no lo bebiera aunque me diesen cinco duros.

—¡Pus hijo, ni que fuera rejalgar! Vaya, lo echaremos otra vez en la botija. No sea que se ponga usté malo y haya que mandar por la camilla al hespital.

Y diciendo y haciendo se fué derecha á la botija; mas Enrique la detuvo.

—No he querido decir eso, hermosa. En casa sí me haría daño, pero aquí... ¡Aquí se me hace todo gloria viéndola á usted!

—Señorito, usté necesita tila en vez de leche.

—¡Puede!... ¿Cuánto es esto?—añadió después de beber mirando risueño á Manolita.

—Menos de una onza.

—¿Cuánto?

—Medio rial.

Sacó unas monedas del bolsillo y, al posarlas en la mano de la chula, se sintió acometido súbitamente de una benevolencia vecina del entusiasmo hacia ella. Para dar testimonio de este sentimiento tan conforme con la esencia de la naturaleza humana y con el espíritu y doctrina del Cristianismo, que nos manda amar á nuestros semejantes, nuestro teniente no halló arbitrio mejor que darla un tierno abrazo acompañado de un beso más tierno aún. Mas antes de llevar á cabo tan plausible propósito, había echado una mirada cautelosa en torno para cerciorarse de que nadie vendría á turbar aquel acto benéfico, y se le habían erizado previamente los bigotes, como es costumbre en los buenos perros ratoneros. Una vez preparado de esta suerte, ¡allá voy!

Al verse en los brazos del teniente, la chula se revolvió como una fierecilla; desprendióse instantáneamente, dejó volar la mano, y ¡zas! le encajó un soberbio cachete en mitad de las narices.

De antiguo sabemos ya que las narices de Enrique tenían cierta influencia magnética sobre los cachetes, y los atraían como las agujas metálicas atraen las chispas eléctricas. Recordamos esto para que nadie se extrañe de que la bofetada hubiera ido á dar á aquel sitio delicado en vez de otra región del rostro. Dos chorritos de sangre salieron al instante por sus ventanas harto espaciosas, á dar fe de que Manolita no tenía las manos de cera, aunque lo pareciese en lo bien torneadas. Al ver la sangre, se embraveció más, como las leonas del desierto, y en poco estuvo que no le despedazase con un canjilón de hoja de lata, pues empuñado lo tuvo, y aun enarbolado un buen rato.

—¡Ay, qué rediós! ¿Qué me pasa?... ¿A usté qué se le ha figurao, tío silbante?... A usté le han engañao, señor. Le voy á aplastar del todo esa cara de chivo si no me la quita de delante más pronto que la vista...

Enrique se secaba las narices con el pañuelo, murmurando:

—¡Diablo, diablo, me ha hecho sangre!

—¡A ver si se larga usté, seo morral!... ¡seo morrral!... ¡seo morrrral!

Y cada vez iba recalcando más la erre, como si la salvación de su honra, puesta en peligro por el osado teniente, dependiese de la acertada pronunciación de esta preciosa paladial.

—Pero deme usted antes un poco de agua para lavarme... no puedo salir así.

—¡Agua de limón verde le daría yo! ¡Largo de aquí, tío indecente!

La joven extendía la diestra hacia la puerta con tanta dignidad que no cabía más. Enrique, atento á limpiarse la sangre y mirar con sorpresa las manchas que iban dejando en el pañuelo, no pudo apreciar en lo que valía aquella soberbia actitud digna de Juno, Palas, Cibeles ó cualquier otra diosa de la antigüedad. No obstante, la diestra mitológica se fué poco á poco doblegando á impulso de la compasión, y hasta al cabo de unos instantes fué la misma que trajo una jofaina, trasvertiendo de agua, de la trastienda, y la dejó sobre la mesa de mármol al lado del funesto vaso de leche que el morral se acababa de beber. Mas no vaya á creerse que esta operación dañó poco ni mucho á la dignidad de que la hermosa chula se había revestido; antes, al contrario, le dió más realce y esplendor. Y mientras el teniente se remojaba las narices sorbiendo el agua con miedo, ella, arrojándole miradas de olímpico desprecio al cogote y murmurando amenazas, se fué á sentar de nuevo á la puerta con el libro entre las manos.

Cortada la hemorragia y después de secarse bien con el pañuelo, salió el morral de la tienda y tuvo la desvergüenza de decir al pasar por delante de Manolita:

—Adiós, hermosa: no le guardo á usted rencor.

Nadie se atreverá á suponer que Manolita levantó siquiera los ojos del libro, cuanto más contestar á aquel tío.

Enrique se fué al Imperial con las narices rojas y un si es no es inflamadas, pero tan contento como si tal cosa. Los plácemes de los toreros y cierta disputa que duró toda la tarde, acerca de si es ó no lícito que el espada tenga un muchacho á las salidas en la brega cuando el toro no está huído y se revuelve por sí, le borraron de la memoria á la chula y su bofetada. Sólo al día siguiente, cuando salió de casa después de almorzar, le asaltó el recuerdo de su aventura. En vez de ascender por la calle del Prado para tomar la del Príncipe, como tenía por costumbre, se embocó por la del Baño lo mismo que el día anterior. Desde los primeros pasos que en ella dió, pudo columbrar allá á lo lejos el vestido á cuadros de percal y el pañolito azul de Manolita. El teniente sonrió, no recordando más que la parte deleitable del suceso. Era una de sus cualidades la de ver todas las cosas de este mundo por el aspecto más risueño. Y murmuró con dejo protector:

—Allí está mi chulilla. ¡Caramba si es salada y desenvuelta!

Y con una sonrisa almibarada entre los labios, se fué acercando lentamente á la vaquería, soltando bocanadas de humo y balanceándose como hombre cuya felicidad no podía ser turbada por bofetada de más ó de menos. Al llegar cerca de la joven, se detuvo lo mismo que el día anterior. La chula levantó la cabeza y, clavándole sus ojos airados, le dijo:

—¿Vuelve usté por otra?

—Si tiene empeño en dármela...

El rostro canino de Enrique expresaba una satisfacción tan pura, y al expresarla se había puesto tan horroroso, que la chula no pudo atajar una sonrisa que le brotó á la cara. Y bajándola para no comprometerse dijo:

—Vaya, vaya, siga usté su camino.

—No sea usted rencorosa, Manolita, y perdóneme.

—¡Música! Yo no soy cura pa dar asoluciones.

—Pues penitencias ya las sabe usted poner.

—No tal; debí darle con el canjilón, pa que no le quedase ganas de ponerse otra vez delante de mi vista.

—¡Eso sí que no! Las narices me puede quitar, ¡pero las ganas de verla á usted, nunca!

La chula, en estos dimes y diretes, se fué humanizando. Enrique, después de pedir permiso respetuosamente, consiguió entrar en la tienda y sentarse á tomar un vaso de leche. Y en buen amor y compaña, el teniente comenzó á hacerle el amor por lo fino, y la chula á contestarle por lo basto, bien que adivinándose que no le pesaba de ser festejada por un señorito de bomba. Enrique se hacía querer pronto por su carácter campechano y optimista. Manolita, hallándole como antes horroroso, comenzó á sentirse atraída hacia él.

—Pa qué más de la verdá—concluyó por decir:—es usté feo, pero tiene usté un aquel... vamos... particular.

—Sí, ya sé—respondió el teniente con gravedad:—soy feo, pero gracioso.

—¡No, eso tampoco!—exclamó la chula riendo.

—Bien, pues caigo en gracia sin ser gracioso.

—Eso es.

Cuando más embebidos se hallaban en su plática sabrosa, hé aquí que suenan en la trastienda unos pasos rudos y estrepitosos. Un hombre, mejor dicho, un gigante tuerto, aparece en la puerta del foro en mangas de camisa, calzones de paño pardo, faja encarnada y boina: el rostro, tan feo y temeroso como el de sus progenitores los cíclopes. Después de echar una mirada torva por el establecimiento, sin ver á Enrique ó sin que aparentase haberle visto, dejó escapar dos ó tres gruñidos, avanzó vacilando hasta el mostrador y, fijando su ojo vidrioso en el sombrero reluciente de felpa que el teniente había colocado allí, lo tomó con mucha delicadeza entre sus manazas descomunales, lo examinó con curiosidad como el naturalista que acaba de tropezar con un nuevo zoófito, y algo que quiso ser sonrisa pero que no pasó de mueca horrenda contrajo sus labios gordos y amoratados.

—Oj, oj, oj... Trr, trr, trr... ¿Hay un marqués en mi tienda, mal rayo?

Y echó otra mirada por la salita sin fijarla en parte alguna, como si allí no hubiese seres vivientes. Después, con mucha calma y cuidado, cual si ejecutara con él una de las últimas operaciones del arte, aplastó el sombrero hasta convertirlo en una tortilla; hecho lo cual, arrojólo por la puerta al medio de la calle con no menos delicadeza y sosiego.

Enrique se puso súbito rojo como una guindilla; inmediatamente pálido. Se alzó vivamente del asiento y, nuevo David, tuvo impulsos de arrojarse sobre el gigante; pero Manolita le contuvo haciéndole un sin fin de expresivas muecas, encaminadas todas á demostrar que el cíclope no estaba seco por dentro. Entonces Enrique se salió muy desabrido de la tienda.

—Padre, el sombrero era de ese cabayero, que es un parroquiano.

—Tú, á callar... ¿estamos?

Y para que mejor se hiciese cargo de este deseo, la tumbó de un bofetón.

Pero Enrique, ni oyó la amable advertencia de la hija, ni la suave contestación del padre, ocupado como estaba en estirar y aliñar el sombrero.

—¡Cuando yo vuelva á esta cochina tienda!...—exclamó encasquetándoselo con furia y marchando como un vendaval calle arriba en busca del sombrerero.

X

Y en efecto, no volvió... hasta el día siguiente; pero fué vestido de corto, esto es, con chaquetilla, pantalón ajustado y sombrero pavero.

—Oiga usté, señorito, ¿va usted al matadero á desollar alguna res?...—le preguntó Manolita así que le vió de aquella traza.

Y comenzó el tiroteo amoroso, él haciéndose jalea y puras mieles, ella contestando á cada requiebro con un fiero desplante. Enrique no se desanimaba por eso, y tenía razón. Por el ejemplo de sus amigas y compañeras y por su ruda educación, la chula estaba armada de una cáscara dura, llena de pinchos; pero bien sabe Dios, y Enrique lo supo también, que en el fondo era una pobre muchacha, buena, hacendosa, sufrida, ignorante como un pez y más inocente en ciertas materias de lo que hacía presumir su lenguaje y modales. Había perdido á su madre hacía cosa de dos años. Una hermana se había casado con el maestro de un cortijo y vivía hacia las Vistillas. Ella habitaba con su padre, que era vizcaíno, establecido en Madrid desde mucho atrás, en un cuartito con dos compartimentos frente al corral de las vacas. Era madrileña legítima, hasta el punto de no haber puesto siquiera los pies en un coche del ferrocarril ni haber ido en sus paseos más allá de Carabanchel. El vizcaíno, desde la muerte de su mujer, que no poco le contenía, se emborrachaba cada vez más amenudo y hacía sufrir á su hija muy malos tratos; pero ella estaba tan avezada á ellos ya en tiempo de su madre, que no se le había ocurrido siquiera que pasaba una vida muy desgraciada. Cuando cierto día se lo indicó Enrique, después de presenciar uno de aquellos actos de barbarie á que con frecuencia se entregaba el vaquero, le miró con sorpresa y le dijo que sí, que tenía razón, que era muy desdichada; pero en un tono que parecía expresar: «Hombre, ¿sabe usted que no había caído en ello?»

Entre unas y otras, asistiendo á diario á la vaquería, sufriendo las frescas, los rempujones y tal cual gofetá cuando se desmandaba, de la gentilísima chula, Enrique, quedó burla burlando, preso en las redes de su amor. Con el cafre del padre tuvo unas cuantas reyertas al principio. Después se hicieron grandes amigos desde que aquél supo que el señorito era inteligente en toros, que había lidiado novillos y era amigo íntimo de los mejores espadas, á los cuales profesan los plebeyos de Madrid fervoroso culto. Cuando entraba borracho en la tienda, Enrique tomaba el sombrero y se salía y al otro no le extrañaba nada esta conducta: de este modo evitaba los choques con él. Por las tardes se pasaba lo menos dos horas conversando con Manolita. Por las noches, después de cerrar la tienda, la acompañaba á los cafés á cobrar la leche que habían gastado en el día: él se quedaba á la puerta mientras ella arreglaba sus cuentas con el dueño. Como la chula tenía golosos, y éstos, de la clase del pueblo, veían con malos ojos que un señorito la galantease, nuestro teniente se vió repetidas veces amenazado y aun atacado; pero ya sabemos que en su calidad de bulldog era de lo más rabioso y atravesado. Con un bastón de hierro, que jamás le abandonaba, supo defenderse tan bien, que Manolita quedó altamente complacida, después de haberle ayudado bravamente, repartiendo á los agresores algunos soplamocos tan devastadores como bien dirigidos.

¿Cuáles eran los intentos de Enrique al comenzar estos amores? No podían ser más perversos é insidiosos. Contaba seducir á la chula, y á la postre llamarse andana. Mas él propuso y Dios dispuso: al mes de hallarse en relaciones, Manolita le tenía prisionero á sus pies, manso y domesticado como un perro de saltimbanqui; y esto (digámoslo en su bien, ya que referimos lo malo), porque tenía noble corazón y le compadecía la suerte de aquella pobre chica; tanto, que formó resolución de casarse con ella. Dando vueltas en la cabeza á este pensamiento estuvo algunos días, hasta que se arriesgó á abrir su pecho á su madre. D.ª Martina se irritó lo indecible, sin querer recordar su primitiva condición de planchadora; mas como era mujer de buena pasta, y Enrique su ojo derecho, pronto tomó partido por él, aunque nunca quiso hablar del asunto á su marido, pues conocía su genio y estaba bien convencida de que antes le harían pedazos que consentir en aquel matrimonio. Al fin, el teniente, no teniendo valor para hablar á su padre, determinó de escribirle, dejándole la carta sobre la carpeta de su mesa. D. Bernardo no contestó ni se dió siquiera por enterado de haberla recibido. Trascurridos algunos días, le dejó otra en el mismo sitio; idéntica contestación. Lo único que observó fué que el rostro de su padre, de ordinario nublado, lo estaba mucho más. Entonces, después de suplicar á sus hermanos Vicente y Carlos que interviniesen en su favor, y después de haber recibido de ellos una seria y rotunda negativa, fué á pedirle igual merced á su primo Miguel, con el cual seguía manteniendo viva y entrañable amistad.

—¡Buena recomendación la mía!—le dijo éste.—Si quieres que tu padre te eche de casa á puntapiés, la mejor que puedes buscar.

—No lo creas; mi padre te quiere, por más que no lo dé á conocer. Es él así... seco en apariencia... pero en el fondo muy cariñoso.

Miguel sonrió, respetando aquel juicio de un hijo bueno, y siguió negándose á su pretensión; mas tanto le instó y con palabras tan fervorosas y hasta con lágrimas, que al fin, aunque de muy mal grado, consintió en visitar á su tío y hablarle del negocio.

El día señalado para la entrevista, Enrique le aguardaba paseando por el corredor, en un estado de agitación fácil de explicar. Cuando llamó á la puerta, él fué quien le abrió.

—¡Qué pálido estás, amigo!—le dijo Miguel.

—Me salta el corazón más que si fuera á batirme.

—¡Pobre Enrique! Toma ánimo, que aunque el negocio salga mal, como preveo, no te faltará una hora para ahorcarte del hermoso árbol que has elegido.

—Mira, yo no puedo aguardarte en casa... Tengo la cabeza como un horno y necesito refrescarme... Te espero en el Imperial.

Antes de pasar á la habitación de su tío, Miguel fué derecho á la de Vicente, que continuaba siendo el maestro de ceremonias de la familia. Recibióle éste con la gravedad afable que le caracterizaba, y tuvo la amabilidad de ponerle al tanto, en una relación tan circunstanciada como interesante, de que el tubo que conducía el agua á su lavabo había sufrido aquellos días una pequeña rotura, lo cual había ocasionado filtraciones que estuvieron á punto de echarle á perder un tapiz de los Reyes Católicos; pero afortunadamente, había acudido en tiempo, y después de buscar mucho, había logrado tropezar con la malhadada grieta. En seguida de ésta, le hizo otra relación no menos interesante de cierto sistema de campanillas que había adoptado para entenderse con los criados y el cochero. Por último, el hijo mayor de los señores de Rivera, dando testimonio de una generosidad que tanto le honraba á él como á su primo, saco del armario un pequeño tríptico de marfil, recientemente adquirido en el Rastro. Era una obra primorosa, una verdadera joya, al decir de su dueño, aunque estaba un poco deteriorado. Después de bien mirado y admirado por ambos, dijo aquél, volviendo á colocarlo en su sitio y haciendo esfuerzos por no soltar la carcajada:

—¿Á que no sabes lo que quería darme el señor de Aguilar por este tríptico?

—No puedo calcular.

—Pásmate, Miguel... ¡un Trajano!... ¡Mira tú que querer meterme á mí un Trajano!

Y Vicente, no pudiendo resistir más, soltó el trapo de la risa hasta saltársele las lágrimas.

—¡Qué disparate!—exclamó Miguel riendo también, aunque sin saber á punto fijo lo que era un Trajano, ni mucho menos la equivalencia que podía guardar con un tríptico.

El buen humor que con este gracioso recuerdo se le despertó á Vicente dió por resultado el que á todo trance tratase de complacer á su primo.

-Tú quieres hablar con papá, ¿verdad? Pues mira, ahora está haciendo gimnasia en su cuarto; pero, de todos modos; voy á llevarte á él.

—¡Haciendo gimnasia!—exclamó Miguel lleno de sorpresa.

—Se lo ha prescrito el médico, porque había perdido completamente las ganas de comer, ¿sabes? Nada: no probaba bocado, y aun hoy come muy poco. Está amarillo y flaco de dos meses á esta parte, que no le conocerás.

Al entrar en la adusta y severa mansión de su tío, Miguel quedó, en efecto, profundamente sorprendido observando el cambio que en la figura del respetable caballero se había operado. El traje singular que llevaba puesto contribuía no poco á darle un aspecto siniestro y medroso: no traía más que una camiseta de punto, la cual dejaba ver su torso escuálido y huesoso, y amplios calzones de dril donde sus pobres canillas apenas se advertían. El rostro, largo siempre y descarnado, lo parecía ahora mucho más; la tez amarillenta, los ojos tristes y vidriados. Y como la navaja continuaba su obra devastadora, el bigote no era ya más que una exigua motita blanca debajo de la nariz. El gabinete estaba convertido en un gimnasio: había paralelas, algunos pares de pesas por el suelo, y colgadas del techo unas anillas de hierro.

Cuando entró Miguel, su tío estaba dando un paseo por las paralelas. Tuvo tiempo á contemplarle á su sabor, y no dejó de causarle pena. Observando aquel rápido y asombroso decaimiento, no pudo menos de decirse:—Es imposible que mi tío no haya tenido algún disgusto gordo.—Y como el caballero, absorto en la tarea penosa de salvar sobre las manos las paralelas, no advertía su presencia, dijo en voz alta:

—Buenos días, tío.

D. Bernardo se dejó caer al suelo y, mirándole con ojos empañados, contestó:

—¡Hola! ¿Qué traes por aquí?

—Siga usted, tío; siga usted, no quiero interrumpirle. ¿Cómo se encuentra usted?

—Así, así; ¿y tu mujer?

—Perfectamente; siga usted, siga usted.

D. Bernardo dió un brinco y se colocó otra vez sobre las paralelas.

—Puedes decirme lo que quieras: te escucho.

Miguel le contempló un momento, y comprendiendo que lo mejor era marchar derecho y sin vacilaciones al asunto, comenzó á decir:

—Venía á hablar á usted de un asunto que tal vez ó sin tal vez le será enojoso... pero me he comprometido á ello, acaso con sobrada precipitación, y no es tiempo ya de arrepentirse sino de cumplir como bueno... Enrique me ha significado su deseo...

D. Bernardo se dejó caer otra vez.

—¡Ni una palabra sobre Enrique!—dijo extendiendo el brazo con imperio.

Miguel se sintió herido por aquella soberbia, y dijo con ironía:

—¿Qué? ¿Ha decidido usted borrarlo de la memoria de los hombres?

El señor de Rivera le dirigió una mirada fría y altiva, que Miguel resistió con la misma altivez y frialdad. Volvió de nuevo á colocarse sobre las paralelas, y comprendiendo que se había conducido con poca cortesía, dijo con bastante trabajo, pues el paseo gimnástico le producía un fuerte resuello:

—Enrique es un mentecato. Después de haberme matado á disgustos toda la vida, quiere terminar su carrera deshonrando á su familia.

—Yo tenía entendido que sólo deshonra á su familia el que comete alguna vileza... Pero, en fin, puesto que usted no quiere, no hablemos de Enrique. Es mayor de edad y ya él sabrá lo que ha de hacer.

Dijo estas últimas palabras con la intención de prevenirle, para lo futuro. D. Bernardo no contestó. Bajóse de las paralelas, y después de tomar aliento, subióse otra vez y comenzó á ejecutar el paseo de la rana. Por no marcharse repentinamente, Miguel entabló conversación, diciendo:

—Le veo un poco desmejorado desde la última vez, tío.

—¡Sí!—respondió suspendiendo el paseo y quedando á horcajadas sobre las barras de madera.—¡Pues aún me verás mucho más! No como nada.

—¿Padece usted del estómago?

El caballero se quedó un instante inmóvil con los ojos extáticos, y dijo con acento de profunda melancolía:

—¡Padezco del alma!

Y emprendió de nuevo y furiosamente el ejercicio.

Nunca Miguel había escuchado de labios de su tío una palabra que se refiriese á sus sentimientos íntimos. Para él había sido, en este respecto, un hombre de madera. Así que, al oir aquella tierna confesión, se quedó como si viese visiones. Y juzgando que era Enrique la causa de sus pesadumbres, aunque no hubiese razón para disgustarse, todavía le compadeció sinceramente.

—Siento que sea Enrique, á quien tanto quiero, la causa de sus penas... pero tiene usted otros dos hijos que le proporcionan muchas satisfacciones.

—No, Miguel, no es eso... Enrique me ha causado algunos disgustos... pero el que ahora siento viene de más hondo.

Miguel se puso á discurrir de dónde vendría, y quiso imaginar que pudiera ser alguna pérdida ó menoscabo en su hacienda. D. Bernardo se bajó, arrimóse para descansar á una de las barras y se pasó el pañuelo por la frente sudorosa, dando un profundo suspiro. Después tomó unas bolas de hierro y comenzó á abrir y cerrar los brazos con la gravedad que imprimía á todos sus actos. Al cabo de un rato de silencio, que el sobrino no osaba interrumpir por más que la curiosidad le picase, el anciano caballero dejó las pesas en el suelo, y dirigiéndose á él con los ojos fijos y abiertos como un espectro, le dijo roncamente:

—Cuarenta años hace que me he casado... ¡Cuarenta años calentando á mi pecho una víbora! Al fin su veneno se ha infiltrado en mi sangre y moriré de la mordedura.

Miguel no entendió ó no quería entender aquellas palabras extrañas. Sin embargo, dijo:

—Yo siempre pensé que era usted feliz en su matrimonio.

—¡Lo era, Miguel! Lo era porque tenía una venda sobre los ojos. ¡Pluguiera á Dios que no me hubiese caído!... Hubo un día en mi vida, tú lo sabes bien, en que, arrastrando el decoro de nuestra familia por el suelo, descendí hasta dar la mano á una mujer de muy diversa condición que la mía. Por este inmenso sacrificio, ¿no te parece que esa mujer debiera besar el polvo que yo pisase?... Pues bien, esa mujer es una Mesalina.

—¡Tío!

—Mejor dicho, una Agripina.

—¡Pero al cabo de cuarenta años, cuando mi tía Martina es ya una anciana venerable!

—Eso hace aún más asqueroso su crimen.

—¿No estará usted obcecado, tío?

—Me ha costado trabajo persuadirme; pero ya no me cabe duda alguna.

—Deploro en el alma su disgusto; pero permítame usted que dude todavía...

—¿Sabes quién es el infame que ha ultrajado mi nombre?—dijo el señor de Rivera avanzando y metiéndole la voz por el oído.—¡También he calentado esa víbora á mis pechos!

—¿Quién?

—¡Facundo!... ¡Mi fraternal amigo Facundo!

—¡El Sr. Hojeda!

—Ni una palabra más—manifestó extendiendo su brazo con majestad.—Eres individuo de mi familia; estás casado, y te he comunicado mi secreto para prevenirte. Una espantosa catástrofe se cierne sobre nuestras cabezas.

—¡Pero tío!...

—Ni una palabra más.

D. Bernardo se agarró acto continuo á las anillas, levantó con energía los pies é hizo la sirena. Miguel salió del gabinete convencido de que, si no estaba loco ya, andaba muy próximo á la locura.

XI

CIUDADANOS: El grito de libertad dado en Cádiz resuena ya en todos los ámbitos de la Península. Estad orgullosos, ciudadanos, estad orgullosos de llamaros liberales: el sol de la libertad ha roto al fin la niebla de la tiranía que le tuvo empañado largos siglos, y aparece más esplendoroso que nunca, pronto á borrar las huellas malhadadas de una raza funesta y espuria...»

Estas y otras razones muy semejantes gritaba el hirsuto Marroquín desde uno de los balcones de la redacción de La Independencia, rodeado de hasta media docena de banderas rojas, desencajado el rostro por la emoción y las manos temblorosas. Á su lado veíanse los de algunos de sus compañeros, pálidos también, aunque no tanto. Hacia ellos se volvía á menudo el orador demandando asentimiento, que generosamente le otorgaban todos, murmurando por lo bajo al final de cada período: ¡Bravo! ¡bravo! y otras exclamaciones que infundían nuevo y poderoso aliento en el exprofesor para seguir arengando á las masas. Escuchábanle éstas con la boca abierta desde las estrecheces de la calle del Lobo, y con sus voces y palmoteo también le animaban. Cuando se le agotaron, por fin, las metáforas astronómicas y no tuvo más que decir, recogiendo todas sus fuerzas gritó con voz estentórea:

—Ciudadanos: ¡Viva la libertad!

—¡Vivaaa!

—¡Viva el pueblo soberano!

—¡Vivaaa!

Y dió por terminado su discurso, retirándose del balcón. Una voz gritó desde la calle:

—¡Abajo los consumos!

—¡Abajooo!

La comitiva se puso en marcha de nuevo. No tardó en agregarse á ella Marroquín con todos sus compañeros, llevando enarbolado un descomunal estandarte azul donde se leía con letras doradas: Abolición inmediata del culto y clero.

Todo era jarana, bulla y regocijo aquel día, 30 de Septiembre, en la capital de las Españas. Las músicas recorrían las calles tocando himnos patrióticos; los balcones todos (ya se guardaría muy bien de faltar ninguno) ostentaban colgaduras multicolores; las campanas de los templos volteaban con fingido júbilo; en las calles principales se levantaban apresuradamente arcos triunfales para recibir á los vencedores de Alcolea, emigrados y mártires de la revolución; numerosas manifestaciones pacíficas discurrían por la ciudad parándose á cada instante para escuchar la voz de todos los oradores más ó menos improvisados. La en que iba Marroquín no era la menos nutrida y entusiasta. De sus proezas tuvo noticias Miguel por su antiguo profesor D. Juan Vigil, el capellán del colegio de la Merced, con quien topó á los pocos días en la calle.

—Ya habéis triunfado, ¡barájoles! Bien sabe Dios que no me pesa por ti y otros buenos amigos que tengo metidos en la danza. Lo único que siento son los excesos, ¿sabes? los excesos contra nuestra santa madre la Iglesia... Por delante de casa pasó el puerco de Marroquín al frente de una porción de canalla. Ya vi que tú no ibas allí, y te doy la enhorabuena por no mezclarte con semejante gentuza... Llevaba un cartelón donde decía: Abajo el culto y clero: se paró delante del colegio y comenzó á levantar el pendón gritando como un becerro: «¡Muera el clero!» «¡Abajo las aves nocturnas!» Yo estaba detrás de la persiana, y ¡barájoles, me entraron unas ganas de bajar á la calle y darle cuatro mocadas á ese cerdo!...

Miguel no pudo reprimir una sonrisa, recordando los mojicones que en otro tiempo le había propinado Marroquín á él; y para que el cura no cayese en el motivo de la risa, se apresuró á decir:

—¿No se acuerda usted, D. Juan, de la paliza que me dió un día por haber gritado á la hora de recreo «¡Viva Garibaldi?»

—Sí que me acuerdo; y tú no me la habrás agradecido, ¿verdad?

—Ni más ni menos.

—¡Eso es! ¡Desvívase usted por inculcar á sus discípulos las sanas ideas de religión y moral, enderece usted sus pasos por la senda de la virtud, corrija usted con mano paternal sus demasías, para que después que son hombres no le den las gracias siquiera por sus desvelos!

—No riñamos por eso, D. Juan: todo aquello lo agradezco en el alma; pero los palos, por paternales que ellos sean, no me los harán nunca agradecer, así me hagan cuartos.

—Bien está, y no se hable más del asunto: la más grande recompensa de mis cuidados es verte hombre formal y bien quisto en la sociedad.... Pero hablando de otra cosa: tú no sabes el susto que me ha dado el otro día ese diablo de Brutandór. Iba yo por la calle de Alcalá abajo, con propósito de ver la entrada de los caudillos de la libertad (como ahora decís), acompañado del mayordomo y dos discípulos, cuando entre la comitiva, y arrellanado en una carretela donde iban dos generales con gran uniforme, veo á mi Brutandór saludando á la gente como si fuese un emperador... ¡Ave María Purísima! dije santiguándome. Casi no quería creer á mis propios ojos. Ya yo sabía que politiqueaba ese gaznápiro y aun que embadurnaba algunos artículos en los periódicos, aunque siempre me figuré que serían tan suyos como las composiciones que tú le sacabas en la cátedra; pero ¿cuándo podía imaginar que me lo había de ver hecho un personaje importante pasando por debajo de los arcos triunfales como si viniera de conquistar las Galias ó vencer á los Escythas? ¡Y que no iba finchado el bodoque, balanceándose en la carretela, como si toda su vida hubiera andado en ella!

—Siempre ha sido usted injusto con Mendoza, don Juan. Cosas más portentosas le quedan aún por ver.

—Lo creo, no me lo jures. Si son éstos los hombres con que contáis para regenerar el país, lo he de ver pronto convertido en jigote.

Y maldiciendo de la gloriosa revolución, y despreciando en Brutandór á todos sus muñidores, despidióse amistosamente, no obstante, de Miguel, por el cual nunca había dejado de sentir predilección.

Poco se había curado éste del movimiento revolucionario, aunque figurase como un adepto decidido de las doctrinas democráticas. El cuidado interior de su espíritu, que comenzaba á cultivar entregándose sin tasa á la lectura, y la vida doméstica absorbían demasiado su atención para no consagrar á la política solamente una parte pequeña de sus fuerzas. El mismo periódico cuyo gobierno había tomado con ilusión, concluyó por fatigarle. Las eternas polémicas, la fraseología empalagosa de los artículos de fondo, causáronle tedio pronto, y ansiaba el momento de dejarlo y entregarse de lleno á otros trabajos más serios y útiles. En su vida doméstica era feliz; mas no al modo que había imaginado serlo. Porque pensaba antes de casarse que el amor y las felices expansiones que él trae consigo habían de llenar por entero su existencia, sin que le quedase tiempo ni deseos para ocuparse en otra cosa. Y al ver que el amor ocupaba en su vida un lugar como accesorio ó secundario y que seguían preocupándole otros asuntos, tanto los que se referían á su vida exterior como los tocantes á sus estudios y meditaciones; que un contratiempo leve le entristecía y cualquier palabra malsonante le irritaba como antes; que muchas veces volvía del café excitado por alguna discusión y no eran bastante las caricias de su esposa para calmarle, él mismo se sorprendía y confesaba que otra mayor influencia y alcance concedía al matrimonio. La misma Maximina tenía que sufrir algunas veces el mal humor que otros le causaban fuera. Cuando su genio se hallaba templado para irritarse, cualquier pequeña contradicción bastaba para ello, y aun sintiendo la injusticia que cometía, no por eso dejaba de reprender á su esposa cuando el aseo de su cuarto, ó de su ropa ó cualquier otra menudencia por el estilo no estaba tan á punto como quisiera. Verdad es que en cuanto veía asomar las lágrimas á los ojos de aquélla, todo se turbaba y se lanzaba acto continuo á besarla y abrazarla. Y como á Maximina, así que sentía los labios de su marido en el rostro, se le borraban como por ensalmo todas las penas, el resultado era que sus reyertas (si este nombre puede darse cuando el uno riñe y el otro calla) duraban siempre pocos minutos. En resolución, que nuestro héroe padecía del mal que en los niños suele llamarse mimos, ó lo que es igual, que avezado á ver á su esposa constantemente dulce, cariñosa, sumisa, no se le ocurría siquiera que podía ser de otro modo, y no sabía apreciar, por lo mismo, en lo que valía aquella paz y suave calor del hogar tras de los cuales tantos hombres corren en vano.

Maximina, en cambio, gozaba de una felicidad casi celestial. La presencia de su esposo, del cual cada día estaba más enamorada, bastaba para mantenerla en un estado de dicha que rebosaba de sus ojos y se traslucía en todas sus palabras y movimientos. Cuando estaba en casa apenas apartaba de él la vista. Le seguía con disimulo á todas las habitaciones, y ponía empeño en verle hasta cuando se lavaba y vestía. Miguel la embromaba por esta persecución: algunas veces, cuando estaba de mal humor, le decía:

—Vamos, déjame que voy á arreglarme.

Y hacía ademán de cerrar la puerta. Pero ella respondía con ojos tan suplicantes:

—¡Por Dios, no me eches de tu cuarto, Miguel!

Que no podía menos de sonreir, y tomándola de la mano, la sentaba en una silla como á una niña, diciéndole:

—Bien está; pero no te muevas de ahí.

Cuando estaba fuera de casa, ni un instante se le apartaba de la imaginación: cuanto hablaba con las criadas, directa ó indirectamente siempre venía á referirse á él. Si mandaba limpiar los cristales era para que él no advirtiese que estaban empañados; si leía en el libro de cocina era para aprender algún plato que á él le gustase; la ropa que cosía era la de él, y de él era la cadena que limpiaba con polvos, y el pañuelo de seda que mandaba lavar á la doncella, y las camisas que enviaba á componer, porque ella no se creía con méritos para hacer competencia al camisero, no por falta de voluntad.

Las únicas nubecillas que cruzaban por el cielo de su dicha eran los inmotivados enojos de su marido, los cuales se repetían demasiado. Alguna vez le dijo llorando:

—¡Me lo daba el corazón por la mañana, porque hacía ya cinco días que no me reñías!

Miguel, enternecido, como siempre, al verla llorar, la acariciaba, y todo volvía á su habitual serenidad y contento.

Sin embargo, una nube pasó de mayor tamaño y más negra que las otras. Y fué que en el cuarto segundo de la misma casa vivía la condesa viuda de Montilla con dos hijas de veintitrés y veinticuatro años respectivamente, seis y siete, por lo tanto, más que Maximina. Las tarjetas, los saludos en la escalera y las sonrisas al balcón trajeron consigo las visitas, y éstas una muy fina amistad entre las chicas y la joven esposa. Eran aquéllas, si no lindas, bastante agraciadas por lo menos. La primera, Rosaura, una morena de facciones abultadas y ojos negros y hermosos, aunque un poco saltones; la segunda, Filomena, era delgadísima, de tez pálida, ojos verdes, de mirar extraño y malicioso, y cabellos rubios cenicientos. Había en esta muchacha cierta desenvoltura impropia de su sexo y educación, que caía en gracia á los hombres aún más que su figura. Con ésta gustaba Miguel de mantener conversaciones un tanto resbaladizas y se recreaba en ver con qué serenidad y desenfado salía la muchacha del atolladero y cuánto ingenio mostraba al retorcer las frases y darles el significado que ella apetecía. Y dicho se está que, siendo la ocasión peligrosa, algunas veces se les tienen ido los pies á ambos cayendo en procacidades de mal gusto. Maximina, cuando comenzaba uno de semejantes tiroteos, solía marcharse al balcón con Rosaura. Aunque sonreía, no dejaban de repugnarle. Cuando se quedaba á solas con su marido nada decía; pero en el modo de mentar á Filomena se percibía que no la profesaba grande estima.

—Pues á pesar de sus atrevimientos—solía decir Miguel—y de sus modales hombrunos, es una buena muchacha... mejor, á mi entender, que su hermana.

Maximina callaba por no contradecirle, aunque pensaba cosa muy distinta. Un vago sentimiento de celos, del cual ella misma no se daba entera cuenta, contribuía también á hacérsele antipática.

Así estaban las cosas cierto día en que Miguel, arrellanado en una butaca de su despacho, escuchaba tranquilamente á Maximina que, sentada á sus pies en un taburete y reclinando la espalda en sus rodillas, le leía Las aventuras del escudero Marcos de Obregón, escritas por Vicente Espinel. Mientras la niña leía, jugaba él con la trenza de sus cabellos, que traía suelta en casa por darle gusto. Tal lectura no debía de ser muy del gusto de Maximina, á juzgar por el modo perezoso y distraído que tenía de arrastrar la voz. Las novelas que le gustaban no eran estas en que todo lo que pasaba era vulgar y prosaico, sino otras cuyo enredo y aventuras extraordinarias picasen su curiosidad. Casi todos los libros que su marido le daba á leer le producían cansancio y sueño, sorprendiéndose no poco de que él los alabase y dijese pestes, en cambio, de los que á ella le placían. Acababa de leer un capítulo terriblemente pesado para ella, cuando, volviendo de repente la cabeza y fijando en él sus ojos con expresión entre inocente y maliciosa, le preguntó:

—¿Te gusta esto?

—Muchísimo.

—Ya lo presumía. Cuando á mí no me gusta un libro siempre me digo ahora: ¡qué bueno debe de ser!

Pronunció estas palabras con tal ingenuidad y resignación tan graciosa, que su marido, riendo á carcajadas, le tomó la cabeza entre las manos y se la besó con entusiasmo. La niña, halagada por esta caricia, comenzó alegremente la lectura de otro capítulo.

Á la mitad de él estaría, poco más ó menos, cuando se interrumpió súbitamente, dejando escapar un ¡ay! reprimido y de singular entonación que sorprendió á Miguel. Se incorporó y pudo ver el rostro de su esposa enteramente rojo y reflejando un gozo casi místico.

—¿Qué te pasa?

—Acabo de sentir dentro de mí... así como una cosa...

—¿Qué cosa?—dijo él, adivinando perfectamente lo que era.

—Así como si un pie pequeñito me rozase suavemente.

—¿Y por qué no ha de ser el pie de tu hijo?

—¡Oh, Miguel! ¿Será?...

—Nada tiene de particular; has llegado ya al medio tiempo.

Maximina no quiso leer más; arrojó el libro sobre una silla y se puso de rodillas delante de su esposo. Comenzaron á charlar con viveza del niño.

—Oyes, ¿y por qué ha de ser niño y no niña?—dijo él.

—Porque yo quiero que sea niño.

—Pues yo quiero que sea niña y se parezca á ti... Pero hazme el favor de levantarte, porque si viene cualquier criada y te sorprende en esa postura, es muy ridículo...

—No, no; no quiero una mocosita fea que se parezca á mí. Quiero un niño, ¿lo oyes? un niño grande y robusto.

En aquel momento escucharon pasos al lado de la puerta, como Miguel se temía, y una voz que no era de ninguna criada preguntó:

—¿Se puede entrar?

Maximina se puso en pie de un brinco.

—Adelante.

Entró Filomena en traje de levantar, con los cabellos en estudiado desgaire y el cuerpo sumergido, si vale la expresión, en una magnífica bata de seda azul adornada de encajes blancos. Nunca había podido lograr Miguel que su mujer se vistiera en casa de aquel modo elegante y suntuoso. La pobre chica no sabía más que ponerse los trajes que ya no le servían, porque le causaba pena, según decía, vestirse una prenda nueva para entrar y salir en la cocina.

—Me parece que he venido á estorbar—dijo la joven, fijando una mirada maliciosa en el rostro turbado y rojo de Maximina.

—No, no; de ningún modo—contestó ésta, turbándose mucho más.

—Con los recién casados hay que andarse con mucho tiento... Y eso que ustedes no son de los más pegajosos. He entrado sin llamar porque las criadas han dejado la puerta abierta... Pero si estorbo me marcho... Conozco hace tiempo el onceno mandamiento.

Aquel tono ligero y un tantico desvergonzado maravillaba y hería cada día más á nuestra provinciana.

—Al contrario: en este momento nos estábamos acordando de usted—dijo Miguel en el mismo tono ligero y festivo, á propósito para que no se le creyese.

—Hombre, ¿qué me cuenta usted?—repuso ella con ironía.—Pues he venido—añadió, sentándose en una butaca y poniendo una pierna sobre otra—á preguntar á usted si deja ir á Maximina con nosotras á la apertura del Real. Tenemos palco...

Aquélla hizo una mueca á su marido para que negase el permiso; pero éste, ó porque no quisiera ó no se atreviese á tanto, respondió:

—Mil gracias... Allá ella.

Filomena dirigió la vista á Maximina, y ésta, sin fuerzas para negarse ó dar cualquier disculpa, hizo un gesto ambiguo que la hija de la condesa interpretó como asentimiento.

—Bueno; á las ocho en punto pasaremos á recogerla. Usted puede ir al palco también si quiere... ó puede aprovechar la ocasión para irse á tunantear por ahí.

—¡Filomena, por Dios!

—¡Sí, sí, buenos son ustedes! La que se fíe está fresca.

Y levantándose se puso á enredar con la plegadera, el pisapapeles y todos los objetos que halló sobre la mesa, entre ellos un cajón de cigarros puros.

—Á ver qué cigarros fuma usted... ¡Hombre, qué pequeñitos y qué cucos! ¿Son flojos?

—Bastante.

—Pues va usted á ver cómo sé fumar también.

Y sin aguardar más, tomó un puro y le cortó con los dientes la punta. Miguel le entregó riendo un fósforo encendido.

—Tengo la cabeza muy firme—manifestó dirigiendo una mirada atrevida á Miguel.

Pero á los cuatro chupetones arrojó el cigarro, diciendo:

—¡Jesús, qué cigarros tan detestables fuma usted! Sabe á cordobán.

—¡Hipocritilla! ¡Lo que sabe es á mareo!

Filomena se encogió de hombros y empezó á recorrer con la vista los libros de la biblioteca, nombrándolos en voz alta:

Obras de Moliere... Descartes: Discurso sobre el método... ¿El método de qué?... Gil Blas de Santillana. ¡Uf, qué pesado es este libro! No he podido llegar á la mitad. ¿No tiene usted ninguna novela de Octavio Feuillet?... Pues tiene usted muy mal gusto... Platón: Diálogos. Goethe: Fausto. Me llevo este libro, Miguel, porque no conozco más que la ópera y me interesa mucho el argumento... Stuart Mill: Lógica... Santo Tomás: Theodicea. Lope de Vega: Comedias... Balzac: Fisiología del matrimonio... Este libro lo he leído yo: tiene observaciones muy finas y muy exactas... ¿No lo ha leído usted, Maximina?

Ésta la miró consternada.

—Es uno de los pocos libros que Miguel me ha prohibido leer.

Filomena clavó la vista en éste y sonrió de un modo particular como diciendo: «Ya te entiendo».

Después, repentinamente, con la viveza y desenfado que imprimía á todos sus movimientos, dejó la librería, abrió la puerta de la sala y penetró en ella. Maximina y Miguel la siguieron. Sentóse al piano y comenzó á teclear fuertemente una polka. Antes de concluirla se levantó y se dirigió al entredós, donde había dos grandes macetas de flores, y sumergió en ellas repetidas veces el rostro, aspirando con delicia su fragancia.

—¡Oh, qué hermosas flores! ¿Las han comprado ustedes?

—Me las ha mandado mi cuñada Julia.

—Voy á hacerle á usted un ramo—dijo Miguel.

—No; es lástima estropear una maceta.

—No se estropea; voy á hacerle un bouquet chiquito. Maximina, tráeme un poco de hilo y unas tijeras.

La niña fué por lo que se le pedía y se lo entregó gravemente sin decir palabra. Después fué á sentarse en el sofá, y desde allí contempló la factura del ramo.

Mientras ésta se llevaba á cabo, Miguel y Filomena no dejaban de tirotearse jugando del vocablo con sobrada libertad por parte de ella, y no mucho respeto por parte de él. Maximina atendía á lo que decían, sin quizá comprender una palabra; pero la expresión de sus dulces ojos iba siendo cada vez más grave y reflexiva. Al terminar, Miguel le entregó con sonrisa galante el ramo. Ella lo recibió con otra sonrisa graciosa.

—Por este rasgo de galantería le perdono todas las inconveniencias que me ha dicho. ¡Caramba, ya son las once!—dijo consultando el reloj que había delante del espejo.—¡Y mamá que me mandó subir en un verbo! Adiós, Miguel; hasta luego, Maximina.

Y salió como un cohete de la habitación, y abrió ella misma la puerta de la casa y la cerró. La mirada escrutadora y un si es no es burlona que dirigió á Maximina al salir, probaba que algo se le alcanzaba de lo que en aquel momento pasaba por su espíritu.

La niña había hecho ademán de levantarse; pero al ver la presteza con que Filomena huía, tornó á sentarse y quedó con los brazos caídos, la cabeza baja y los ojos en el suelo. Miguel la miró con el rabillo del ojo, y comprendiendo perfectamente lo que aquella actitud significaba, no quiso, sin embargo, dar su brazo á torcer hasta después de un rato.

—¿Qué tienes?—dijo acercándose y sentándose á su lado.

—Nada—respondió levantando á él sus dulces ojos nublados de lágrimas.

—¡Oh, qué tonta! ¿Celos de esa casquivana?

—No, no tengo celos—respondió la niña esforzándose por sonreir,—sino que me ha dado ahora una pena sin saber por qué... ¡Era tan feliz hace un momento!

—¡Y lo mismo lo eres ahora, aprensiva!—dijo abrazándola.—¿No es verdad que lo eres?... Díme que sí... Unas cuantas bromas con esa chicuela desvergonzada ¿bastarían para destruir tu felicidad? Eso no tiene sentido común...

Pocas más palabras necesitó para desvanecer la penosa impresión de su mujer, la cual, limpiándose los ojos, exclamó con voz temblorosa arrancada del corazón:

—¡Si supieras, Miguel, lo que te quiero!

Después de reconciliados, salieron ambos de la sala cogidos por la cintura.

XII

JULITA visitaba á menudo á sus hermanos; pero su presencia no era para ellos tan amena como antes. El carácter de la joven habíase modificado notablemente en los últimos tiempos. Rara vez soltaba ya la llave á aquella risa franca y comunicativa que causaba el hechizo de cuantos la oían; ni su conversación ofrecía el donaire y sabor picante que tenía pendientes á todos de sus labios. Se había vuelto más reservada y comedida: la sonrisa que brotaba de vez en cuando á su boca era melancólica: se había hecho irritable y susceptible: en el espacio de pocos días tuvo tres reyertas con su hermano por motivos bien livianos, cosa que antes muy rara vez solía acontecer.

—¡Qué lástima, Julita!—exclamó Miguel al fin de una de ellas.—Vas sacando el genio de mamá.

Hasta en su aspecto físico había experimentado algún cambio, y no favorable. Las rosas de sus mejillas habían empalidecido un poco; los ojos estaban guardados por un azulado círculo que, si les daba más realce, les quitaba también en parte aquella expresión, dulce y picaresca á la vez, que los caracterizaba.

Todas estas cosas habían observado Miguel y Maximina, y se las comunicaron entre sí repetidas veces con tristeza; pero una sobre todo les llamó la atención, y fué asunto de largos comentarios entre ellos; y era la antipatía invencible que Julia mostraba hacia su primo D. Alfonso, y el afán con que procuraba sacarle á plaza en la conversación, con el exclusivo objeto de denigrarle. No había defecto que el caballero andaluz no tuviese para nuestra chica, complaciéndose en enumerarlos y ponderarlos todos con escrupulosa atención. En este punto todos los días hacía un nuevo descubrimiento que se apresuraba á traer á sus hermanos. Una vez era que se había comprado una partida crecida de corbatas, por lo cual le declaraba en su concepto por hombre despilfarrado; otra se burlaba de él con inusitada crueldad por la batería de perfumes que tenía en su tocador; otras veces le motejaba de haragán, de no abrir jamás un libro; otras de rizarse el bigote con tenacillas; otras de grosero por no acompañarlas en el paseo. Pero lo que más le indignaba y ponía fuera de sí era que se retirase constantemente á las dos, á las tres y á las cuatro de la madrugada, y que dos ó tres veces lo hubiese hecho ya de día.

—¿Qué hace ese hombre después que sale del teatro? ¿Dónde se mete? Más vale no pensar en ello. ¡De todos modos es asqueroso! ¡repugnante!

—Mal está—respondió Miguel;—pero no hay motivo para disgustarse tanto. Tu madre le ha convidado á pasar una temporada en su casa. Con no volver á admitirle en ella, está concluído.

Nada contestaba Julia á esto; pero al día siguiente volvía dando rodeos á poner á su primo sobre el tapete, ó, por mejor decir, sobre la picota.

—¿Sabes que me parece que Julia está enamorada de Alfonso?—dijo Maximina á su esposo una noche al tiempo de acostarse.

—Á mí también—respondió Miguel frunciendo el entrecejo,—y lo deploro, porque Saavedra es un hombre sin corazón y vicioso, que no se casará con ella, y si se casa la hará desgraciada... Y lo peor de todo es—añadió después de una pausa—que mamá está tan enamorada como ella. Ayer he querido hacerle una indicación sobre la inconveniencia de tenerle tanto tiempo en casa, y me atajó con una de esas salidas arrebatadas é impertinentes que ella suele tener; de modo que me quitó la gana de tocarle más este punto, y eso que lo creo muy necesario.

Hubo un momento de silencio, y Maximina exclamó:

—¡Pobre Julia!

—Sí, pobre Julia. Dios quiera que no tengas que decirlo con más razón que ahora.

En el par de meses que D. Alfonso pasó en Madrid, se divirtió cuanto le fué posible. Su nombre, su figura, su dinero y la fama de espadachín, que contrastaba gratamente con su carácter suave y apacible, le dieron entrada en la sociedad más selecta. Sus camaradas fueron inmediatamente los jóvenes á la moda, y las casas que frecuentaba las más aristocráticas de la corte. En la de su tía, lejos de hacer gala de esto, jamás decía dónde iba ni de dónde venía, ni mentaba en la conversación ningún episodio por el que se adivinase. Ponía, al contrario, particular cuidado en no hablarles de la alta sociedad, que ellas no frecuentaban, á fin de evitarles esta pequeña humillación, que para ciertas mujeres suele ser á veces dolorosa. Era el mismo caballero respetuoso hasta el extremo con su tía, afable y galante con su prima, dejando no obstante entrever en sus actos cierta frialdad orgullosa, que es la cualidad más adecuada para triunfar con las damas.

Una noche, al entrar en el teatro, Julia vió á su primo en el palco de una duquesa célebre en aquella época por su belleza y discreción, tanto como por sus conquistas. La actitud en que ambos estaban, retirados en el fondo é inclinados el uno hacia el otro hasta tocarse casi con las caras, la sonrisa insinuante de él y el gozo vanidoso que expresaba el rostro de ella, todo hizo tal efecto en la niña, que por un momento temió caerse, y sólo á duras penas pudo llegar á las butacas, donde madre é hija se sentaron. Repuesta de aquella sorpresa dolorosa, se dijo:—¡Pero qué tontería! ¿Por qué siento tal impresión, si no tengo absolutamente nada con él? Y aunque fuese mi novio, ¿qué tendría de particular que hablase con esa señora?—Saavedra les hizo en aquel momento un saludo gracioso con la mano. Julia respondió con una sonrisa forzada. La duquesa se volvió para ver á quién saludaba su amigo, y fijó los gemelos de un modo impertinente en aquélla. Julia, al sentir sobre sí la mirada, se puso tan seria que daba miedo verla. Y con el rabillo del ojo observó que la duquesa, dejando los gemelos, se inclinó hacia su primo y le dijo algunas palabras, á las cuales respondió éste mirando hacia ella de nuevo. En seguida la dama le dijo otras cuantas palabras con sonrisa medio burlona, que provocaron en Saavedra otra sonrisa fría y un gesto de displicencia.—Esa mujer le acaba de hablar de mí—pensó Julita, y se estremeció al ver el gesto de don Alfonso. Una ráfaga cálida de ira le abrasó el rostro, y arrojándoles una mirada fiera y despreciativa, murmuró:—¡Hablad lo que queráis; ya veréis lo que me ocupo yo de vosotros!»—Y en toda la noche no volvió, ni por casualidad, á entornar los ojos hacia el palco. En el intermedio entre el segundo y tercer acto, Saavedra vino á saludarlas, y se sentó detrás de ellas en una butaca desocupada. Un joven pálido con gafas vino por delante á hacer lo mismo, y se sentó en otra butaca. Julia los presentó á ambos con gran desembarazo:—Mi primo Alfonso Saavedra... El Sr. Hernández del Pulgar.—Después estuvo jovial y graciosa como nunca. La plática versó sobre el drama que se estaba representando, que era tremebundo y aciago como pocos de la escuela romántica. Julita hizo la parodia de las escenas más conmovedoras con no poca crueldad.

—Me pone nerviosa ese señor que tiene hipo y siempre está diciendo que se va á pegar un tiro. Me alegraría que se lo pegase pronto, y nos dejase en paz. ¡Ay, qué fatiga! No le envidio el novio á esa señorita tan sabihonda, tan antipática. Lo único que tiene envidiable es la facilidad para desmayarse. ¿Diga usted, Hernández, cómo se llama aquel señor tan furioso, que sin pasarle nada siempre está dado á Barrabás!

—D. Marcelino... Lo que yo no entiendo es por qué Mercedes rechaza á Fernando luego que se muere su padre.

—Hombre, porque el tener novio no es de luto rigoroso. ¡Y qué va á hacer esa señorita sin padre ni madre ni can que la ladre? Morirse, ¡como si lo viera!... Diga usted, ¿qué hacen D.ª Elvira y D. Marcelino metidos tanto tiempo en un cuarto solos?

Los jóvenes soltaron una carcajada y se miraron con malicia.

—¡Niña! ¿qué tonterías estás ensartando ahí?—dijo la brigadiera con acritud.

Julita se ruborizó comprendiendo que había ido demasiado lejos; pero no renunció á mostrarse alegre y expansiva, con una afectación que no se le escapó á D. Alfonso ni á su madre tampoco. Hernández del Pulgar se marchó encantado de su amabilidad y su gracia.

En el tercer acto, Saavedra tornó á colocarse al lado de la Duquesa, sin que Julita pareciese haberlo observado siquiera. Al salir del teatro llovía, y D. Alfonso las acompañó hasta dejarlas en un coche de punto. Cuando llegó á casa, media hora después que ellas, encontró á Julia tomando una taza de tila en el comedor.

Al encontrarse sus ojos, D. Alfonso sonrió, no muy claramente. Julita se puso fuertemente colorada. La sonrisa de D. Alfonso decía: «Ya sé por qué tomas esa tila». Los colores de Julita clamaban á voz en cuello: «¡Me has cogido infraganti!»

Á la entrada del verano Saavedra resolvió irse á pasar una temporada con su madre para después tornarse á París. Julia escuchó la noticia con indiferencia; hasta se puso á cantar poco después unas malagueñas al piano, dejando á su madre y primo conversar acerca del viaje. La brigadiera le rogaba que lo demorase algunos días. D. Alfonso se defendía suave, pero firmemente, alegando que se lo tenía ofrecido á su madre y que ya le había señalado el día en que debía llegar á Sevilla. Obstinábase la brigadiera en instarle, como mujer poco avezada á que le llevasen la contraria, y D. Alfonso no menos en resistir, como hombre cuyas resoluciones, aunque expresadas blandamente, eran siempre irrevocables. De pronto Julia interrumpió su canto y su solfeo, y volviéndose á medias dijo en tono seco y malhumorado:

—Mamá, le estás molestando. ¡Déjalo ya!

—No me voy por mi gusto, Julia—repuso D. Alfonso con dulzura.—Demasiado sabes que en ninguna parte lo paso yo mejor que aquí; y que al lado de la tía Angela y al tuyo no echo de menos nada; pero tengo deberes que cumplir con mamá, y tengo que hacer en Sevilla.

Julia escuchó estas palabras vuelta de espalda y se puso de nuevo á tocar y cantar sin responder palabra.

El día señalado por D. Alfonso para irse era un miércoles. Los dos ó tres que precedieron á su marcha Julia se mostró risueña é indiferente como antes; pero el círculo que rodeaba á sus ojos era más negro y dilatado. De vez en cuando se quedaba con ellos fijos en el vacío.

Saavedra tenía resuelto marcharse por la mañana en un tren mixto, con el fin de pasar el día en Aranjuez con un amigo que allí tenía casa de campo. Levantóse, pues, de madrugada, y después de arreglarse dió los últimos toques al equipaje. Su tía se levantó también para despedirle y prevenirle además algunas viandas. Pero Julia no dió cuenta de sí y permaneció cerrada en su cuarto, con enojo de la brigadiera, que la había llamado para que despidiese al viajero. Aprovechando un momento en que aquélla estaba ocupada en el comedor, Saavedra se deslizó con disimulo hasta el cuarto de su prima, levantó el pestillo suavemente y entreabrió la puerta. Julia estaba en el lecho. Sus ojos se clavaron con asombro en el intruso.

—¿A qué vienes?—dijo frunciendo la frente con severidad—¡Vete, vete pronto! ¡Esto es una cosa muy fea!...

Pero D. Alfonso, sin hacer caso, penetró tranquilamente en la estancia y dijo con tono humilde:

—Venía á decirte adiós, prima.

—Adiós—contestó la niña secamente y bajando los ojos al embozo de la cama.

D. Alfonso avanzó, y tomándole osadamente el rostro entre las manos y estampando en él un beso, dijo al mismo tiempo:

—A pesar de tanto desaire y tanta severidad, yo sé que me quieres...

La niña, confusa y encolerizada al mismo tiempo por aquella acción atrevida y por aquellas palabras, exclamó:

—¡No, no te quiero! ¡Mientes!... ¡Vete ahora mismo!

—Me quieres, y yo te quiero á tí—respondió D. Alfonso con gran sosiego acariciándole el rostro.

—¡Tonto, necio, presuntuoso!—gritó la niña cada vez más colérica.—No te quiero, pero si te quisiera, bastaría esto para que te aborreciese. ¡Vete!

—No soy necio y presuntuoso, Julia. Confieso humildemente que me muero por ti.

—¡Muérete cuando quieras, pero vete! ¡Vete ahora mismo, ó grito!

—No te apures más. Me voy—dijo él sonriendo;—me voy, pero ahí te queda mi corazón. Te escribiré en cuanto llegue á Sevilla.

Salió del cuarto y cerró. Quedóse un instante inmóvil y entreabrió de nuevo suavemente la puerta para mirar. Julia estaba vuelta de espalda y sollozando, con el rostro metido entre las sábanas.

XIII

EN efecto, en todo el tiempo de su permanencia en Sevilla, no se acordó de escribirle, acaso porque otras bellezas y otros recreos le tuvieran subyugado, acaso por cálculo, acaso por ambas cosas. En cambio, á menudo mandaba epístolas muy cariñosas á su tía, al cabo de las cuales nunca dejaba de enviar recuerdos á Julia. Este rengloncito de recuerdos irritaba á la niña de un modo indecible. Para no oirlo leer solía escaparse á su cuarto así que veía á su madre con carta entre las manos.

Llegó el mes de Julio. La brigadiera escribió á Sevilla despidiéndose para Santander, en cuyo Astillero tenía alquilada una casita para pasar los dos meses más calurosos del estío. Contestó Saavedra diciendo que él se iba á Biarritz, y desde allí á París, y haciendo votos por que lo pasasen muy bien y Julia se divirtiese mucho.

Mas héte aquí que una tarde del mes de Agosto, hallándose ésta paseando en la Alameda con una familia, que habitaba también en el Astillero (su madre no había venido á la ciudad por estar con jaqueca), ve de repente á su primo paseando en compañía de unos jóvenes. Se puso horriblemente pálida, y acto continuo más roja que una cereza. Su naturaleza nerviosa y ardiente era incapaz de dominar las más leves impresiones, mucho menos las que como ésta la tocaban en lo vivo del corazón. Volvió la cabeza para no saludarle, y eso que advirtió en él ademán de acercarse. Á la vuelta siguiente hizo lo mismo, y así por tres ó cuatro veces, poniéndose tan seria y fruncida, que á cualquiera quitaría las ganas de abocarla. Mientras esto hacía, su imaginación le representó lo feo y extraño de su conducta, y calmada un poco la emoción, no pudo menos de decirse:—¡Qué necedad acabo de hacer!—Á la otra vuelta se encaró de lejos ya con Saavedra y le saludó cortesísimamente, aunque con marcada afectación. Después volvió á su gravedad.

Ó por deseo de ella, pues no estaba á gusto en el paseo, ó de la familia que la acompañaba, lo cierto fué que se retiraron temprano. D. Alfonso, que estaba á la mira, los vió irse. Al cabo de un rato también él se despidió de sus amigos y se fué al muelle, donde alquiló un bote para trasladarse al Astillero. Llegó allá cuando ya cerraba la noche. Despedidos los marineros, se subió lentamente por el frondoso montecillo sin querer preguntar por la vivienda de su tía, esperando que su buena ventura se la deparase.

Recorrió en poco tiempo todo el ámbito de aquel deleitable retiro contemplando las alegres casitas allí nuevamente edificadas, por cuyas ventanas comenzaban ya á verse algunas luces encendidas, deteniéndose frente á las verjas de los jardines por si veía alguna criada de su tía, ó á ella misma en persona ó á su prima. Al fin, en uno pequeñito donde crecían dos magníficas magnolias, que casi lo sombreaban todo, acertó á ver, debajo de un cenador cubierto de madreselva, á su prima sentada en un banco rústico con los codos sobre la mesilla de mármol y el rostro apoyado en las manos en actitud reflexiva. Traía puesto el mismo traje que en el paseo, y ni siquiera se había despojado del sombrero. Una luz extraña brilló en los ojos del caballero: acercóse á la puerta enrejada y chistó discretamente para no ser oído más que de la joven: levantó ésta vivamente el rostro, que súbitamente se le encendió al notar quién la llamaba: vínose después á la puerta y la abrió, saludando á su primo con una sonrisa graciosa, para compensarle, sin duda, de la mala acogida del paseo. D. Alfonso le tomó ambas manos y las apretó con efusión:

—¿Permites?...

Y sin aguardar respuesta, las llevó á los labios y las besó con no menos entusiasmo. La niña las retiró prontamente, pero sin que se apagase la sonrisa que iluminaba su cara.

—No puedo quejarme de mi suerte. Vengo al Astillero, y la primera persona con quien tropiezo, es la que más me interesa.

—¡Sí, sí, á mí con esas!—dijo Julia, sin ponerse tampoco seria.—Voy á avisar á mamá. Lo que menos piensa ella es que tú estés aquí.

—¿No se lo has dicho?

—Estaba descansando cuando llegué, y no quise interrumpirla—respondió la niña ruborizándose por la mentira que decía.

—Bien, pues no entremos todavía en casa: tengo antes que hablar contigo.

Y fué á sentarse en el banco del cenador, y se quitó el sombrero. Julia vaciló un instante; pero al fin también se sentó á su lado.

—¿Tú no sabes lo que yo tengo que decirte?—comenzó él mirándola amorosa y fijamente.

—No soy gitana, chico.

—Una gitana, precisamente, acaba de decirme en Sevilla que una morenita pícara y salada me ha de matar á desdenes.

—¿Y te lo has creído, inocente?

—¿Por qué no?

—Porque tú no puedes morirte más que de pillo.

—Mil gracias, prima.

—No las merece; adelante.

—Pues lo que tenía que decirte... ¿Sabes que era tanto que se me ha revuelto en la cabeza y no sé por dónde empezar? Me pasa lo que á los oradores que se cortan.

—Pues descansa unos minutos. ¿Quieres un vaso de agua?

—No hay necesidad; todo ello se reduce, como los mandamientos de la ley de Dios, á dos verdades: amarte sobre todas las cosas, y pegarme un tiro si tú no me quieres.

—¿Estás seguro de que son verdades?

—Segurísimo.

—¡Vaya todo por Dios! También en esto me he equivocado—dijo la niña dejando escapar con graciosa ironía un suspiro.

—¡Prima, prima, qué mala opinión tienes de mí! ¡Si supieses lo que pasa dentro de este corazón y qué bien aprisionado está en tus redes!

—¡Primo, primo, eres un pez demasiado grande para caer en mis redes!

—Pues yo te juro que soy tuyo, que ni pienso, ni aunque me maten puedo pensar desde hace tiempo en otra cosa más que en ti... ¿Sabes por qué no te he escrito desde Sevilla?...

—Sí; porque no has tenido ganas.

—Nada de eso; ha sido por ver si con la ausencia se apagaba esta hoguera que me consume...

—¡Hogueras y todo! ¡Calla, calla, no seas cursi!

—Ríete lo que quieras, no por eso es menos cierto que he sostenido conmigo una lucha cruel y que me he atormentado mucho para no escribirte... ¿Para qué? me decía. En vano es que conciba esperanzas, pues han de venir al suelo en seguida. ¿No me bastan los desaires que me ha dado?... Porque, prima, tú tienes un talento especialísimo para dar calabazas: no las das de una vez, sino que gozas en repetir un día y otro las tomas con refinada crueldad. Tengo apuntados en mi cartera los desaires, las malas contestaciones y hasta los insultos que me has dirigido en el espacio de dos meses... ¡Es cosa que pasma!... Mira... En buenas ó malas palabras me has llamado once veces viejo, veintisiete fatuo, veintidós tonto, seis orgulloso, una mal hijo, dos perdis, una D. Juan averiado, una descortés. Total, sesenta y un injurias... Aquí tienes...

—¡Qué tontería!—exclamó Julia riendo á carcajadas y dando un manotazo á la cartera que la hizo caer.

—Esta es la pura verdad—repuso D. Alfonso recogiéndola.—Y á pesar de todo ello, soy tan estúpido, que aún sigo queriéndote, mejor dicho, que cada día te quiero más, como lo prueba mi venida á Santander. Desde que me he separado de ti, Julia, no he tenido un momento de tranquilidad. Aunque procuraba por todos los medios imaginarios distraerme, no acordarme de ti, siempre tu imagen graciosa se interponía delante de mi vista. En Madrid padecía mucho, pues siempre estaba fluctuando entre el temor, la esperanza y la desesperación; pero en Sevilla, lejos de ti, echaba de menos esos sufrimientos y me parecía que el placer de verte, de escuchar tu voz y vivir bajo el mismo techo, los compensaban muy bien y aun quedaba ganancioso... No sé lo que me pasa; ó estoy loco ó me has dado hechizos. He recorrido el mundo y he tratado muchas mujeres; pues bien, te juro que ninguna me ha traído tan desasosegado, tan inquieto, tan fuera de mí como tú. Y que digo la verdad, bien lo sabes, pues no hay más que mirarme á la cara...

En efecto, D. Alfonso, al pronunciar estas palabras, parecía conmovido y tembloroso. Y como su carácter, aunque afable, era frío, impasible, con ribetes de desdeñoso, aquella emoción que en él se traslucía causaba doble efecto. Se había apoderado de una de las manos de Julia, y la apretaba entre las suyas. Ésta, roja de placer y sonriendo, exclamó con voz alterada también:

—¡Tan vivo lo pintas, que no va á haber más remedio que creerte!

—¡Sí, créeme, créeme, prima!—dijo Saavedra, besando con pasión la mano que tenía.—Porque aunque no me quieras, me llena de placer el que sepas que te adoro con toda mi alma. Mi suerte está echada. En tu boca está ahora mi salvación ó mi muerte. Merezco que me mates por la increíble simpleza de haber supuesto al marchar que me querías y habértelo dicho. ¡Cuánto me pesó después aquel acto! No me cansaba de llamarme necio, sandio y majadero...

—Pues mira, sigue llamándote ahora todo eso... por habértelo llamado antes sin razón—dijo Julia, lanzándole una mirada entre cándida y maliciosa.

—¿Será posible?...—exclamó Saavedra con ansiedad.

—Muy posible.

—¿De modo que me...?

—¿Quieres que te lo haga tragar con cuchara, primo?—dijo ella con impaciencia.

—¡Ay, prima hermosa, prima saladísima, prima divina, qué feliz me haces!

D. Alfonso, al mismo tiempo, la estrechó en sus brazos y acercó varias veces los labios al rostro de la niña, á pesar de la resistencia que ella le oponía.

—¡Basta, basta!—dijo, haciendo esfuerzos por irritarse y consiguiéndolo á medias.

En aquel momento un bulto blanco se acercó á la verja y dijo con voz chillona:

—Julia, Julita.

Ésta se desprendió con violencia de los brazos de su primo, y fué hacia allá.

—Esperanza; aguarda, allá voy.

Era una de las vecinitas que la habían acompañado al paseo; venía á invitarla á comer, anunciándola que después se bailaría. D. Alfonso se levantó y también se acercó á la verja y lanzó á la vecinita una mirada que, á ser ella de algodón pólvora, hubiera habido desgracias; pero dominándose prontamente, la saludó con toda cortesía. Rehusó Julia, bastante alterada, el convite, pretextando que su mamá estaba con jaqueca. La vecinita, no menos confusa, y mirando alternativamente á su amiga y D. Alfonso, no se atrevió á insistir y se retiró en seguida para ir á contar lo que había visto y lo que no había visto. Como ya era noche, los primos entraron en casa, donde después de los consiguientes y efusivos saludos cambiados entre tía y sobrino, se sirvió la comida. Mientras duró, las mejillas de Julia conservaron los colores que hacía meses se habían huído. Sus ojos brillaban risueños. En todos sus gestos y movimientos advertíase la viva emoción que la agitaba y una alegría que nada tenía de afectada como otras veces.

XIV

UN deseo le retozaba á Miguel hacía tiempo por el cuerpo; y era el de reunir á algunos amigos en casa para celebrar á un mismo tiempo su matrimonio y la esperanza de tener muy presto un hijo. Aunque no se lo confesaba, lisonjeábale el intento de mostrarles su habitación, que, enteramente amueblada ya, estaba hecha una tacita de plata, todo nuevo y flamante, que daba gloria verla; y un poco, también, la vanidad pueril, aunque muy disculpable, de aparecer ante la sociedad como hombre de casa abierta y jefe de familia. Maximina, al escuchar la proposición, quedó turbada y confusa. Nunca había entrado en sus cálculos el «hacer los honores» de una reunión, por más que su marido la asegurase que sería de confianza. Cuando era simple tertuliana, esto es, cuando Miguel la llevaba por la noche á alguna casa conocida, se encontraba siempre cohibida y acortada, sin saber qué hacer ni decir, no quitando los ojos de él, para que la infundiese aliento; ¿qué sería ahora, obligada á saludar á todo el mundo, á decir á cada cual una palabra galante y á prevenir y adivinar sus deseos?—«¡Oh, Miguel; me voy á morir de vergüenza!»—Él se reía de sus temores y hasta hallaba un aliciente más para su proyecto, en ver á su esposa, tan niña, tan inocente y tan tímida, «oficiando de señora».

Al principio se pensó en un almuerzo; mas pronto se desechó el proyecto, atento que en el comedor sólo cabían cómodamente una docena de convidados. Después se imaginó dar por la noche lo que entonces estaba muy en boga, un te; pero á Miguel le pareció esto poco. Al cabo de muchas vacilaciones, se vino á resolver que sería una reunión ó soirée, con una semi-cena, compuesta de manjares fiambres. El pretexto para ella sería escuchar la lectura de un drama que su compañero de redacción, Gómez de la Floresta, había escrito, y que no acababa de representarse por intrigas de Ayala, García Gutiérrez y otros pocos ingenios que tenían vara alta en los teatros «y los monopolizaban».

—¿Pero no decías que era muy pesado ese drama, que te habías aburrido oyéndole?—preguntóle Maximina.

—Por lo mismo. En esta clase de reuniones es requisito indispensable que lo que se lea sea malo, porque todo lo que venga después de la lectura les parece á los convidados admirable. Con este drama, ya puedes traer champagne de treinta reales, que se lo beberán como néctar.

No entendió bien Maximina el razonamiento de su marido, y se le quedó mirando con los ojos muy abiertos; pero viendo que nada añadía para explicárselo, pasó á otro asunto, el de las invitaciones.—¿Á quién convidarían?—Por de pronto, á mamá y Julia.—Bueno; ¿y después?—Á la prima Serafina.—¿Quién la acompañará?—Que la acompañe Enrique.—¿Invitaremos á Eulalia?—Bueno; pero te advierto que no vendrá; su marido no acaba de tragarme.—¿Á las de Ramírez?—No hay inconveniente.—¿Á Asunción?—Tampoco.—Maximina se detuvo un instante, se puso más seria y dijo rápidamente:—Á las de arriba, por supuesto.—Una sonrisa imperceptible se dibujó en la boca de Miguel, y contestó:—Como tú quieras.—Á la tía Anita, también, claro.—Hombre, sí; me alegraré de ver á tío Manolo por aquí.—¿Y de hombres, á quién se invita?—Eso corre de mi cuenta.—¿Convidarás á tus compañeros de redacción?—Veremos; según como anden de ropa.—¿Y á Carlitos?—Sí; y será el encargado de ilustrar á la reunión sobre todos los puntos que se toquen.—¿Y á Mendoza?—¿Habíamos de dejar el más precioso ornamento?... Y eso que ahora, con el cuento de su matrimonio y la política, anda muy ocupado.

Ya que se acabó este negocio de las invitaciones, y se convino en escribir algunas cartas y visitar á ciertas personas para invitarlas personalmente, quedóse Maximina algún tanto pensativa y melancólica.

Al fin, cogiendo á su marido de la mano, y mirándole amorosa y tristemente, le dijo:

—Estoy segura de que te voy á avergonzar, Miguel... Yo no estoy acostumbrada á estas cosas. ¡Virgen María, cuánto daría yo por ser como una de esas señoritas tan elegantes y tan finas que tú saludas en los teatros! No sé cómo te has casado conmigo, que ni soy hermosa, ni puedo igualarme con las personas que tú tratas.

—¡Calla, calla!—dijo él tapándole la boca.—Estoy más orgulloso de haberme casado contigo, que si fuese con una princesa de la sangre.

—Yo sí, Miguel—repuso ella, rebosando sus ojos de amor y de dicha,—yo sí que estoy orgullosa de ser tu mujer, y que me hayas preferido á tanta mujer hermosa, elegante y rica, siendo una pobrecilla desvalida...

—Calla, calla... ó te muerdo—repitió él besándola con pasión.

En los días siguientes, como se había convenido, comenzaron los preparativos, y se pasaron las tarjetas de invitación. Miguel fué en persona á convidar á su tío Manolo.

Habitaba éste un magnífico cuarto en la calle del Pez. Con el matrimonio habían cambiado poco sus costumbres. Grave ofensa se le haría suponiendo que había cedido poco ni mucho en los prolijos cuidados que siempre había dedicado á su gallarda figura. Nada de eso. Las tinturas y cosméticos seguían en armonía con los últimos adelantos de la química; la faja y los tirantes en relación con los progresos de la ortopedia; el mejor zapatero de Madrid, el dentista más hábil, el sastre y el perfumista más acreditados. El tío Manolo era un monumento tan admirablemente conservado, que de él pudiera tomar ejemplo el Gobierno español para los suyos. No obstante, el tiempo despiadado había ido socavando aquel soberbio edificio, y ya algunas de sus grietas se percibían claramente en su fachada: las patas de gallo y las arrugas de todo linaje eran cada día más profundas: á despecho de los tirantes, se inclinaba un poco hacia adelante; el paso, en fin, no era ni la mitad tan ligero y firme como antes. No había duda que al menor descuido ó desmayo en su conservación vendría al suelo ruidosamente.

Miguel encontró á su tía Ana, por variar, al lado de la Chimenea, y eso que la estación aún no empujaba hacia el fuego. ¡En ella sí que su señoría el tiempo se iba cebando de lo lindo! Tanto, que era más fácil creer que la buena señora, una vez casada, había olvidado enteramente el cuidado y aliño de su persona, que no que en tan breve espacio se ocasionara tan fuerte estrago. Porque la intendenta tenía ahora todo el aspecto de una setentona; los cabellos ralos y blancos, el rostro desmayado y marchito, el talle de barril y las manos negras y arrugadas, que daba asco verlas.

—Adiós, tía, ¿cómo sigue usted?

—Regular, hijo, ¿y tú?—contestó ella perezosamente con voz quejumbrona.

—Yo bien, ¿y el tío?

—¿Qué sé yo cómo está tu tío?—repuso con acritud.—Ni me importa tampoco. ¿Y tu mujer? ¿Le molesta mucho su estado?

—Nada; sigue perfectamente.

Miguel observó que el tono despreciativo con que siempre hablaba la intendenta de su marido se había acentuado ahora de un modo alarmante. En la inflexión de la voz podía notarse no sólo desprecio, sino encono. Decidió, por consiguiente, no tocar este punto y llevar la conversación á otros parajes. Mas á pesar de sus esfuerzos, la intendenta traía, á menudo, la ocasión por los cabellos, para hacer alguna observación que recayese en desprestigio de su marido, cosa que á Miguel, como es natural, no le hacía ninguna gracia. Por eso, después de anunciarle el objeto de su visita, cortó la plática, pasando al cuarto de su tío.

Hallólo envuelto en una magnífica bata, sentado y leyendo un periódico, mientras el barbero daba los últimos toques con las tenacillas á las guías del bigote. No poco se alegró de ver á su sobrino, con el cual mantenía estrechas relaciones de camarada más que de tío. Desde luego aceptó con extremado gusto su invitación y le dió acerca de la proyectada cena prudentísimos consejos debidos á su luenga experiencia.—«Mira, díle á Lhardy que te prepare unas codornices trufadas como las que mandó hace pocos días á casa del ministro de Suecia, y unos sollos de río mechados, rellenos con baño de crema de cangrejos que he comido en el baile de los de Vélez. Después de esto encarga lo que quieras. Te participo que los vinos debes tomarlos en la bodega de Pardo de la calle del Carmen. Pide el Margot de diez años, y díle á Pardo que eres mi sobrino para que no te engañe... Te advierto que debe templarse un poquito momentos antes de pasar la gente al comedor. El champagne de la marca que yo tomo siempre, díselo. Jerez no tomes, yo te mandaré dos docenas de botellas de un barril que me han regalado; es de lo mejor que he bebido... Pero, en fin, yo iré por tu casa el día de la cena para prevenir lo que haga falta.»

Cuando se despidió el barbero, Miguel quiso sondar al tío acerca de su vida doméstica, pues no se le caía de la imaginación las palabras agresivas de la intendenta. Comenzó dando rodeos para llevar la conversación al punto que deseaba; mas cuando al cabo llegó, el tío Manolo le detuvo con un gesto lleno de dignidad.

—¡De mi mujer, ni una palabra, Miguel!

Extendió el brazo con majestad, frunció la frente terriblemente, y sus cabellos perfumados se agitaron sobre su cabeza inmortal.

Bien entendió Miguel, por las señas, que las relaciones de sus tíos no debían ser excesivamente cordiales, y determinó observarlos en silencio.

—Vamos á almorzar, que es hora—dijo el Sr. de Rivera sacando el reloj.—Tú almorzarás con nosotros, ¿verdad?

—Acabo de hacerlo, tío.

—Bien, entonces nos verás almorzar y saldremos juntos.

Pasaron al comedor, donde ya aguardaba la señora, y marido y mujer se sentaron á la mesa uno frente á otro, mientras el sobrino se acomodó no lejos de ellos en una silla. Pero una cosa le dejó estupefacto inmediatamente, y fué el ver al lado del plato de su tío, además del cubierto, un grande y magnífico revólver de seis tiros. Y su estupor creció al ver que el tío Manolo lo separaba suavemente un poquito como si se tratase del vaso, el tenedor ó cualquier otro de los enseres indispensables de la mesa; y todavía más al observar que su tía no hacía alto en ello y comenzaba tranquilamente á comer sus huevos cocidos como si fuese la cosa más natural del mundo. La imaginación de nuestro héroe comenzó á dar más vueltas que una rueda, perdiéndose en un piélago de conjeturas; mas nunca se atrevió á preguntar lo que aquello significaba, por más que la curiosidad le picase cruelmente, pues entendía sobradamente que cualquier pregunta sería indiscreta. No por eso se crea que renunció á saberlo; pero lo aplazó para mejor sazón.

El almuerzo se concluyó sin que ocurriese nada que pudiera exigir el uso del arma mortífera que el señor de Rivera tenía á su derecha, como era de esperar, dado que á la una del día no es costumbre que los salteadores penetren en las casas. La conversación fué general, aunque los esposos se dirigieran pocas veces la palabra, sobre todo el tío Manolo, que hacía empeño de prescindir por completo de su consorte. Esta, en cambio, lo ponía en lanzarle indirectas como balas rasas y pincharle y pellizcarle á su sabor hablando con el sobrino. El gallardo caballero, cuando el alfilerazo le dolía, clavaba una mirada iracunda en su dulce enemiga, y como ella se guardaba muy bien de sostenerla, sacudía la cabeza en testimonio de cólera, y hacía una mueca expresiva á su sobrino, cumplido lo cual tornaba á engullir lo que tenía delante.

Cuando hubieron terminado, despidióse Miguel muy cortésmente de su tía, y después de entrar nuevamente en el cuarto del tío Manolo para que se despojase de la bata, salieron juntos á la calle. En cuanto puso los pies en ella el Sr. Rivera, desapareció como por ensalmo el mal humor y la tristeza que le habían acompañado en el último tercio del almuerzo. Sacó la petaca, dió un cigarro á Miguel y encendió otro, comenzando á chuparlo con fruición mientras caminaban la vuelta de la Carrera de San Jerónimo. Miguel no podía, sin embargo, apartar de la memoria el revólver, y ansiaba descubrir el misterio que encerraba. Cuando hubieron doblado la esquina de la calle de la Puebla, hizo alto un instante, y le preguntó con osadía:

—Vamos á ver, tío, aunque usted me califique de indiscreto, voy á hacerle una pregunta, porque ya no puedo sufrir más la curiosidad... ¿Qué diablo significaba aquel revólver que usted tenía al lado del plato durante el almuerzo?

Nublóse otra vez al oir esto el rostro del ex-gentil caballero, bajólo hasta tocar con la barba en el pecho, y se puso nuevamente á caminar sin responder palabra. Al cabo de buen espacio, dejó escapar un profundo y dolorosísimo suspiro, y comenzó á decir con voz sorda:

—Has de saber, Miguel, que de algunos meses á esta parte mi vida es un infierno. Mi mujer (que, entre paréntesis, es la criatura más empalagosa que Dios echó al mundo) ha dado en la manía de pedirme celos. ¿Crees tú que un vejestorio semejante, un cuerazo, una zapatilla vieja tiene derecho á pedir celos á un hombre como yo? ¿No te parece que he hecho demasiado cargando con ella? Pues en vez de agradecerme este sacrificio, tiene la pretensión de que la adore, que me muera de amor por sus pedazos. Y como esto es el colmo del ridículo y no puede ser, me tiene comida el alma. Cuando me levanto, cuando me acuesto, cuando salgo de casa, cuando entro, cuando como y cuando duermo, ni un instante puedo disfrutar de sosiego: sobre todo á la hora de las comidas me martirizaba de tal modo, que llegué á comer la mitad menos, y aun eso me costaba trabajo digerirlo. No podía continuar así sin peligro de enfermar. Á grandes males, grandes remedios. Un día cogí el revólver y le dije:—«Si á la mesa me vuelves á decir otra palabra que me incomode, te meto una onza de plomo en la cabeza». Santa palabra fué aquélla, pues desde entonces no volvió á molestarme, y sólo hoy, prevalida de tu presencia, me ha lanzado algunas indirectas. Mi criado está encargado, al poner la mesa, de colocar el revólver á mi lado... Acaso te figurarás que tiene celos de alguna persona determinada y que yo hago mal en no desviarme de ella y quitarle de este modo ocasión para que me martirice; pues nada de eso hay. Cada día se cela de una mujer distinta, y ninguna vez acierta con la verdadera. Hombre, para que veas qué estúpida es, te diré que anteayer me envió una buena señora, á quien jamás se me ocurrió decirle por ahí te pudras, dos docenas de pastelillos, y sin más ni más, tiró la fuente al suelo y se puso á insultar al criado lo mismo que una sardinera. ¡Díme tú ahora si necesito paciencia, y si no me hubiera valido más haberme roto entrambas piernas, que haberme casado con esta calamidad!

Calló el tío Manolo y siguió un buen rato en silencio rumiando sus tristes meditaciones. Miguel no osó turbarle, pues harto comprendía que ningún consuelo eficaz podía ofrecerle. Al cabo, aquel varón magnánimo, más rico cada día en mortificaciones, detuvo otra vez el paso y preguntó con severa entonación al sobrino:

—Díme, Miguel, ¿no sabes de algún punto infestado ahora por el cólera ó por otra enfermedad contagiosa?

—No sé, tío—respondió aquél, pugnando por no reir.—¡Qué ocurrencia! ¿Acaso quiere usted matar á su mujer?

—Hombre, no; matar no. Yo no pienso en todo caso más que dejar á la naturaleza obrar... ¡Pero si tengo una suerte más negra! Figúrate que supe por un médico amigo que Madrid está lleno de calenturas y pulmonías por la mala costumbre de bajar al Prado por la noche en el mes de Septiembre. Pues bien: después de muchos ruegos y hacerme almíbar para ello, conseguí que mi mujer me acompañase á paseo unas cuantas noches. Vaya, me dije, si no pilla una pulmonía, lo que es unas calenturitas deben de caer, y como ella está débil... ¿entiendes?

—Perfectamente, ¿y las cogió?

—Calla, hombre, calla, ¡qué había de coger! El que cogió un catarro y estuvo cuatro días en la cama fuí yo. Aún no se me ha quitado la tos.

Caminaban á todo esto por la calle de Peligros, y vieron venir hacia ellos una joven no mal parecida, aunque traía las mejillas embadurnadas con colorete y lo mismo los labios. La ropa era llamativa y harto ligera. Al pasar sonrió frente al tío Manolo, dirigiéndole un saludo muy expresivo.

—¿Quién es esa muchacha?—preguntó Miguel.

—¿No la conoces? Es la Josefina García, una figuranta de los Bufos.

Y después de caminar algunos pasos más, añadió con cierta turbación:

—Mira, Miguel, si me dispensas voy á dejarte... Á las cinco nos veremos en la Cervecería, si tú quieres...

—Bueno, tío, bueno—respondió aquél sin poder reprimir una sonrisa.—Vaya usted donde guste. Ya nos veremos.

Y se despidieron con un apretón de manos.

XV

CUÁNTO afán, cuánto disgusto costó á Maximina el preparar aquella fiesta! Su genio tranquilo se acomodaba mal con el de Miguel, sobradamente vivo y expedito. De aquí que al poner mano en los pormenores de la función se originasen desabrimientos entre ambos. Sin tener presente que era la primera vez que se veía metida en tales belenes, exigía Miguel de ella cosas imposibles. La pobre niña, viéndole enojado, hacía esfuerzos increíbles por acertar en todo, no porque el resultado le importase mucho, sino porque temía más que á la misma muerte cualquier reprensión de su marido. Este, sin comprenderlo, porque le cegaba la impaciencia, no las escaseaba en aquella ocasión, apurándola y mortificándola más de la cuenta. Sólo cuando después de alguna advertencia hecha en tono áspero veía asomar una lágrima á sus ojos se hacía cargo de lo injusto é insensato que había estado, y corriendo á ella la cubría de besos pidiéndole perdón. Maximina se ponía repentinamente contenta, y secándose los ojos le decía con inocencia conmovedora:

—Yo haré cuanto pueda por darte gusto. ¿No me reñirás más, verdad?

Concluyeron al fin los preparativos. Se compraron algunos nuevos muebles para el salón y se le adornó con elegancia. En el gabinete contiguo se puso la mesa, y en esta tarea les ayudó poderosamente el tío Manolo. Alquiláronse algunos criados para el servicio: se decoró convenientemente una de las alcobas para tocador de las señoras, adornóse la escalera con macetas de flores y se iluminó profusamente y lo mismo todas las habitaciones de la casa; al portero, mediante una buena propina, se le exigió que permaneciese en vela toda la noche con la puerta abierta y el portal iluminado. Tampoco se descuidó lo referente al vestido de Maximina. Miguel se empeñaba en que fuese rico y espléndido, á lo cual ella se oponía vivamente. Por último, se convino en dejarlo al arbitrio de la modista. Y el mismo día de la fiesta por la mañana vino aquélla con un traje sencillo, sí, pero de extremada elegancia. Mas ¡oh tristeza! aquel traje era descotado por delante en forma de corazón. Miguel encontró á su mujer abatida en un sofá con el vestido entre las manos y á punto de saltársele las lágrimas, mientras la modista, reprimiendo á duras penas la ira, sostenía que aquel reparo era impertinente, que ninguna señora cuando recibía en su casa en una tertulia de esta clase dejaba de descotarse poco ó mucho, y que el descote aquel era de lo más comedido que pudiera verse. Á todo lo cual replicaba Maximina dulce, pero firmemente, que ella no se había descotado jamás y que se moriría de vergüenza si ahora lo hiciese. Miguel trató de dar la razón á la modista, pero viendo la tristeza que se pintaba en el rostro de su esposa, y secretamente halagado por aquel delicado pudor, cambió repentinamente diciendo:

—Bueno, no se hable más del asunto. Si el traje se puede arreglar para hoy, que se arregle; si no, escoge entre los que tienes el que mejor te parezca.

Con dificultad se avino la modista á arreglarlo; mas viendo la firme resolución de los dos, no le quedó otro medio, y entre Maximina y ella excogitaron lo mejor para remediarlo.

Por la noche, después que la mesa fué puesta y el tío Manolo se marchó, quedaron los esposos solos con los criados. Maximina se encerró en su cuarto para vestirse y Miguel fué á hacer lo mismo al suyo. Cuando terminó, mandó encender todas las luces. Poco después de iluminada la casa, salió Maximina del cuarto hecha un botón de rosa.

—¡Oh, qué linda!—exclamó Miguel al verla entrar en el despacho, donde estaba arreglando los libros que andaban diseminados por las mesas.

La niña sonrió ruborizada.

—Vamos, no hagas burla de mí.

—¡Por qué he de hacer burla, criatura, si estás más hermosa que nunca!

En efecto, Maximina, que había embellecido mucho después del matrimonio, mostraba ahora toda la gracia fresca y sencilla con que el cielo la había dotado. La emoción le había prestado más color: la anchura, que ya bien se notaba en su talle, en vez de quitarle atractivo, se lo prestaba muy grande por el contraste que resultaba entre aquellas formas exuberantes que la maternidad iba imprimiendo en su cuerpo y la expresión enteramente infantil del rostro. El traje era de color de hoja seca: para cubrir el escote se le había puesto un peto de granadina muy tupida.

Miguel la tomó por las manos y la contempló algunos momentos con ojos de enamorado. Las cabezas de las criadas asomaron por la puerta para ver á su señorita.

—¿No es verdad que está muy linda mi mujer?—preguntó.

—Hermosísima, señorito.

—Parece mismamente una Virgen—dijo Juana.

—¡Eso sí que no!—repuso Miguel echando una mirada maliciosa á su talle.

—¡Quita, quita, tonto!—exclamó avergonzada, desprendiéndose violentamente de sus manos y echando á correr.

Se sentaron á la mesa como siempre; pero comieron muy poco: sobre todo Maximina estaba del todo inapetente. Ambos se interrumpían á cada instante para recordar algún pormenor que faltase, y más de una vez se levantó la señora á ejecutarlo por sí misma. Después pasaron al salón y aguardaron con impaciencia á los convidados. Maximina temblaba de emoción. Miguel mostraba una alegría inquieta, porque no estaba seguro de que la fiesta resultase agradable, y temía el ridículo. Cogió á su mujer de bracero y comenzaron á dar vueltas por la sala mirándose á los espejos. Maximina apenas se reconocía: se maravillaba de parecer una señora tan respetable y elegante.

—¡Lo ves!—decía Miguel.—Todo es apariencia en el mundo. Las personas que vengan no son ni más ni menos respetables que nosotros; por consiguiente, no tienes por qué asustarte.

Á pesar de estos alientos, Maximina cada vez los tenía menores. Á cada instante se le figuraba escuchar pasos en la escalera.

—Vamos, figúrate que yo soy un convidado que entro en este momento. (Miguel se dirigió á la antesala y volvió á entrar haciendo reverencias.) Señora, á los pies de usted; ¿cómo sigue usted? ¿El niño bueno?... (Digo, no, por el niño no se puede preguntar.) Tengo un verdadero honor y una gran satisfacción en asistir á esta soirée, donde mi amigo Miguel quiere mostrar á todo el mundo lo feliz que ha sido en su elección... Pero merece esta felicidad... Es un muchacho excelente. Tampoco usted, señora, tendrá que arrepentirse. La verdad es que ya tenía deseos de verle casado, y, aunque digno de envidia, lo mismo yo que todos sus amigos le deseamos cada día mayor dicha... (¡Vamos, mujer, dí algo!)

Maximina, en medio de la sala, inmóvil, escuchaba sonriendo con la boca entreabierta.

—¡Contesta, mujer!... Vaya, veo que nunca serás una estrella de los salones... ¡Ni falta de que lo seas!—añadió paso.

Y tomándola súbito por la cintura, se lanzó con ella por el salón, dando algunas vueltas de vals.

En aquel instante sonó el timbre. Ambos quedaron como petrificados: después se apartaron de prisa, y Miguel se entró en el despacho. El criado abrió la puerta y apareció un joven, que resultó ser Gómez de la Floresta. Miguel ya no se acordaba de que la lectura de su drama era el pretexto de la reunión. Experimentó leve malestar al verle con el manuscrito en la mano; pero no por eso le recibió con menos cordialidad. Los tres se sentaron en el despacho y departieron un rato largo, pues el poeta se había anticipado mucho. El primero que después llegó fué Utrilla, el ex-cadete de Estado Mayor, á quien Miguel había convidado con gusto, tanto por la amistad que entre sí mantenían, como por la compasión que le inspiraba su ciego amor por Julita, y el deseo de que ésta se lo pagase. Venía de frac, lo mismo que Gómez de la Floresta. Llegaron después y sucesivamente los primos Enrique y Serafina, Mendoza, Julita y su madre con Saavedra, Rosa de te y Merelo y García, las de Ramírez, los primos Vicente y Carlitos, Asunción y otras dos señoritas cuyo nombre no recordamos, y algunos convidados más. Sucedió lo que Miguel tenía previsto: Maximina, sonriente y ruborizada, recibía á la gente sin las frases de cajón y decoradas que en tales casos se usan; pero su naturalidad y modestia causó en todos grata impresión. La señora de Ramírez dijo á Miguel en un aparte:

—¡Qué buena debe de ser su señora, Rivera!

—¿En qué lo conoce usted?

—Basta verle la cara.

—Sí que es muy simpática—dijo una de las niñas con acento protector.

Los tertulios formaban grupos y se conversaba alegremente. Gómez de la Floresta ardía de impaciencia. Al fin Miguel, no tanto por complacerle como porque todo marchase en buen orden, le invitó á comenzar la lectura del drama. Se puso en pie al lado de la chimenea, debajo de un candelabro. La gente se distribuyó convenientemente por las sillas y divanes. Un criado trajo en una bandeja varios refrescos, y los colocó como pudo sobre la chimenea, cerca del poeta. Tosió éste dos ó tres veces, paseó una mirada turbada por el auditorio, y dió comienzo á la lectura del drama, que se titulaba El agujero de la serpiente, y pasaba en tiempo de Carlos II el Hechizado. No hay para qué decir, conociendo al autor, que predominaba en él la nota lírica, las tiradas de versos sonoros, los adjetivos primorosos y exóticos. Había puesto á contribución para escribirlo las bellas y peinadas frases de los Esmaltes y camafeos de Teófilo Gauthier, y las no menos bellas, pero más espontáneas, de nuestro Zorrilla. El resultado era un empedrado de palabritas lindas en diapasón, que producía notable efecto musical, alternando con tal cual frase ó sentencia á lo Víctor Hugo. Ningún personaje decía, ni aun casualmente, las cosas por derecho. Antes de manifestar quiénes eran y de dónde venían, todos se anegaban previamente en un río ó cascada de perlas orientales, rayos de luna, aljófares, perfumes de la Arabia, arreboles, esmeraldas y zafiros, con lo cual se perdía el hilo del discurso de tal modo, que nadie lograba saber una palabra de su carácter y procedencia. Cuando estaba á la mitad del acto, entraron en el salón la condesa de Losilla y sus dos hijas, las cuales venían más tarde que las otras, por estar más cerca que ninguna. Con su aparición se interrumpió algunos instantes la lectura. Levantáronse todos, y Maximina corrió á su encuentro. Las miradas de las señoras, ávidas, escrutadoras, pasaron minuciosa revista al vestido y aderezo de las chicas, que era en alto grado elegante y original, sobre todo el de Filomena, quien tenía un privilegiado ingenio para inventar y combinar adornos, separándose de la moda cuando le convenía, ó retorciéndola á su capricho: sabía beneficiar su extremada delgadez para ponerse trajes que á ninguna otra joven sentarían bien, y cuidaba, con un peinado extravagante, de dar más realce á la originalidad extraña de su fisonomía. Mientras duró el desorden, Gómez de la Floresta se bebió un vaso de grosella.

De nuevo comenzó la lectura. Al terminar el acto hubo muestras de aprobación, sobre todo entre las jóvenes, que aunque no habían entendido palabra, les sonaba muy bien. Algunos caballeros se quedaron en el salón mientras el poeta descansaba. Éste con otros varios se salió al pasillo á fumar.

—¿Qué opina Rosa de te?—dijo un tertuliano dirigiéndose al joven crítico.

Éste se ruborizó y pronunció algunas palabras incoherentes.

—Dejadlo, dejadlo con su dolor á solas—dijo Miguel, que se hallaba en el grupo.—Desde que los personajes de las comedias y novelas no toman resoluciones está desesperado.

El drama terminó á las once, con grande y mal disimulada satisfacción de todos y cada uno de los circunstantes. Durante el último acto, las niñas bostezaban de un modo angelical; los caballeros se hacían guíños expresivos en las barbas del mismo Gómez. ¡Entonces sí que estalló un aplauso nutrido y prolongado!: todos se deshacían en elogios y auguraban de él maravillas. El poeta, cortado, ruboroso, temblando de los pies á la cabeza, daba las gracias llevándose la mano al corazón, creyendo de buena fe que su obra ya estaba salvada de las garras del público. No sabía el mísero que muchos de los que le aplaudían le tenían aparejada una silba estrepitosa para la noche del estreno, en venganza de aquellas palmas arrancadas á la fuerza.

Pasaron después las señoras al gabinete, donde estaba servida la cena. Los caballeros se colocaron detrás, y dió comienzo entre ambos sexos á ese chisporroteo de frases insulsas y obligadas que constituye lo que llaman encanto de los salones. En aquel momento, después del drama de Gómez de la Floresta, no había palabra que no fuese ingeniosísima y que no excitase la alegría de los tertulios. Algo, y no mentiríamos si dijésemos mucho, contribuía á ello la perspectiva de la mesa bien provista y aderazada, como obra al fin del tío Manolo.

Saavedra había estado toda la noche sentado detrás de Julia diciéndole recaditos al oído, mientras Utrilla no lejos de ellos, y padeciendo como si le estuviesen tostando en parrilla, los acribillaba á miradas, proponiéndose llamar aparte á su rival y pedirle explicaciones tan pronto como la ocasión se presentase. Ya sabemos que en esto de los apartes era especialista. Digamos algunas palabras acerca del estado en que las relaciones de Julita, su primo y el ex-cadete se hallaban.

D. Alfonso pasó algunos días en el Astillero con su tía y prima, y en ellos se hicieron firmes sus amores con la última. Después se fué á París á arreglar sus asuntos y venirse definitivamente á España. En los primeros días de Septiembre, tornó en efecto á Madrid; mas no se alojó en casa de la brigadiera. Motivos de delicadeza que expuso á Julia le obligaron á ello. Mientras permaneció en París escribióle pocas cartas, y éstas en términos corrientes de primo afectuoso más que de amante. El orgullo de Julia le impidió pedirle explicaciones; mas á la vuelta él se apresuró á dárselas anunciándole en términos oscuros que deseaba guardar secretas por una corta temporada estas relaciones, á fin de arreglar sus asuntos convenientemente y declararse á su familia tan pronto como lo estuviesen y realizar la unión que tanto apetecía. Esta conducta reservada y algo equívoca, lejos de enfriar á Julia, cada día la iba haciendo más prisionera de su primo. El cual, fuera de las horas de dormir, se pasaba en casa de su tía casi todas las del día. Allí comía á menudo, y á menudo también las acompañaba al paseo ó al teatro. En cuanto á nuestro bizarro cadete, su suerte no podía ser más desdichada. Julita había roto con él toda clase de relaciones. Con tal motivo había descaecido del tal modo, que inspiraba compasión: el color de amarillo daba en verde: los huesos se le contaban á algunos pasos de distancia. Sólo una cosa había crecido en su cuerpo, y era la nuez: ésta había alcanzado proporciones realmente fantásticas.

Una de las veces que Miguel salió al pasillo, sintió que le tocaban en el hombro. Era Utrilla.

—D. Miguel, quiero pedirle á usted un favor.

—Usted dirá, querido.

—Necesito que usted, en compañía de otro amigo, se encargue de desafiar de mi parte á ese Sr. Saavedra, en este mismo momento. Pensaba hablarle yo, pero estoy algo excitado y no quiero exponerme á dar un escándalo en su casa.

Miguel quedó un instante suspenso, y al cabo dijo:

—Hombre, bien comprenderá usted que tratándose de un primo de mi hermana, y siendo por ella el motivo del enojo, yo no debo mezclarme en tal asunto... Pero por ser usted amigo mío muy querido, y porque deseo evitar disgustos, haré por usted cuanto me sea posible. Es necesario, sin embargo, que usted me prometa no dar un paso en este negocio y dejarme la entera resolución de él.

—Lo prometo.

Miguel quería ganar tiempo y evitar al pobre muchacho un grave disgusto, y también á su familia.

—Debo prevenirle—dijo después sonriendo—que Saavedra es uno de los famosos tiradores de armas.

—No me importa—contestó Utrilla, haciendo un gesto digno de Roldán ó de D. Quijote.

El hijo del brigadier le miró, asombrado de aquel valor ridículo y heroico á la vez.

Al volver al salón, después de haber dado algunas órdenes á los criados, topó casualmente con Filomena, que salía del tocador con una cajita de polvos de arroz en la mano.

—Tenía deseos de encontrarla á usted para decirle así bajito, bajito, que está usted preciosa, enloquecedora—dijo el infiel acercándose á ella con sonrisa insinuante y metiéndole la boca por el oído.

—¡Vamos, cállese usted, mala persona! Teniendo una mujer tan joven y tan graciosa, ¿se atreve usted á requebrar á las muchachas?

Se puso repentinamente serio; mas volviendo en sí inmediatamente, contestó riendo:

—La bendición del cura no ha podido privarme de mis cualidades innatas, y una de ellas es el sentimiento de la belleza.

—Todos ustedes son lo mismo; ¡el arte! ¡la belleza! Palabrotas con que pretenden disfrazar su poca vergüenza.

—Gracias, Filo, por haber hablado en plural, al menos. Conste de todos modos que me reservo el derecho de admirar á usted.

La chica alzó los hombros é hizo con los labios una mueca desdeñosa, y cogiendo repentinamente la brocha de los polvos se la pasó por la cara.

—¡Alto, alto!—dijo Miguel, reteniéndola por un brazo.—No se me escapa usted sin limpiarme.

—¡A que se figura usted que no tengo valor para hacerlo!-respondió dirigiéndole una sonrisa provocativa.

Y sin más aguardar, se puso á limpiarle con su pañuelo.

Los ojos de Miguel brillaron de un modo singular, y aprovechando lo cerca que tenía de los labios la cabeza de la chica, inclinóse rápidamente y los puso sobre su frente. Filomena la alzó con no menos presteza, y clavándole una mirada entre severa y maliciosa, dijo:

—¡Cuidadito, eh!

Cuando terminó, dijo Miguel:

—En pago de esta buena acción, la voy á conducir del brazo al salón.

La joven lo tomó sin decir palabra. Después del beso se había puesto seria.

Cuando entraron, todo el mundo estaba ya en él. Maximina, que estaba sentada en un diván hablando con Saavedra, los miró con una mezcla de asombro y desolación, que hubiera conmovido á Miguel si se hubiera percatado.

Una joven se había sentado al piano y preludiaba los primeros compases de un vals. El tío Manolo vino muy atento á invitar á Maximina, quien se dejó arrastrar por él al baile. Entonces Miguel, después de vacilar un instante (ó por remordimiento ó porque sabía lo celosa que su mujer estaba de Filomena), concluyó por invitar á ésta á bailar.

—Bailas muy bien, sobrina—dijo el tío Manolo, deteniéndose un momento á descansar.—¿Quién te ha enseñado?

—Miguel.

—No me sorprende: siempre ha sido Miguelito un famoso bailarín.

Bien lo veía, y á su pesar, la pobre Maximina, pues su marido pasó delante de ellos sin tocar apenas el suelo, llevando entre los brazos la liviana carga de Filomena. La niña no los perdió de vista un punto. Cuando cruzaron otra vez por delante de ella, fué del brazo y paseando. Miguel la dirigió una sonrisa, á la cual respondió con otra forzada.

—¿Qué tal mi mujer, tío?

—¡Magistral! Ni la Lola Montes.

—Bien lo veo; le ha convertido á usted en regadera.

En efecto, gruesas gotas de sudor le corrían al buen caballero por la frente, y allí se apresuraba á detenerlas con el pañuelo. Si hiciesen irrupción en las patillas, Dios sabe los sedimentos y las tierras que consigo arrastrarían.

Maximina, no obstante, se cansó pronto y manifestó deseos de sentarse. En cuanto lo hizo, Saavedra vino á colocarse á su lado. El tío Manolo se fué á invitar á otra joven.

Desde el comienzo de la reunión los ojos del caballero andaluz se habían clavado persistentes en Maximina y habían expresado con ligero temblor y cierre de los párpados absoluta aprobación. D. Alfonso era un inteligentísimo catador del sexo femenino. No se dejaba fascinar ni por el brillo, ni por la originalidad rebuscada, ni por los afeites: apetecía en la mujer la belleza y la gracia verdaderas, el atractivo inocente y la frescura. Como todo el que cultiva largos años con amor un arte cualquiera, había concluído por odiar lo que oliese de una legua á afectación, y prosternarse únicamente ante lo sencillo: el trato de las coquetas le divertía, pero no le subyugaba. Así que Maximina siempre le había sido extremadamente simpática, y lo había manifestado más de una vez en casa de su tía: decía de ella que su modestia é inocencia no eran de estos tiempos, sino del siglo de oro. En cierta ocasión que le había dirigido un requiebro embozado delante de la brigadiera y Julia, la niña se puso tan colorada, que don Alfonso determinó no volver á hacerlo, por temor de que se sospechase que la festejaba.

Aquella noche le había dado más golpe que nunca. Como ordinariamente Maximina no cuidaba mucho del adorno de su persona, la elegancia que á la sazón desplegaba le prestaba notable realce. El caballero andaluz, con la osadía sin límites que le caracterizaba, se propuso emprender una migajita de galanteo, sin consecuencias, por supuesto. Era demasiado experto para no comprender que en aquel caso se debía desechar la táctica habitual por inútil y comprometida. Nada de flores y requiebros; de miradas significativas, menos. Plática corriente y familiar acerca del baile, de los preparativos que la niña había tenido que hacer; preguntas y más preguntas, cuidando de repetir muchas veces su nombre, pues D. Alfonso tenía experimentado que á toda mujer le gusta esa repetición.

Maximina respondía con amabilidad, pero en pocas palabras. Había en su rostro cierta expresión distraída que disgustó al tenorio andaluz y un poco le descompuso. En vez de mantenerse firme en la actitud propuesta, se dejó deslizar y llegó pronto á dar señales del interés que le inspiraba.

Mientras tanto Miguel, después de llegarse á dos ó tres señoras y conversar breves momentos, tornó á colocarse al lado de Filomena. Ésta le recibió con mirada entre severa y burlona.

—¿Á qué viene usted aquí?... Márchese usted.

—Á contar los lunares que usted tiene en la mejilla izquierda: los de la derecha ya he averiguado que son siete, distribuídos con arreglo á los preceptos del arte.

—¡Ah! ¿Viene usted á insultarme?

—¿En qué crónica ha leído usted que un Rivera haya insultado jamás á una Losilla?

—Nunca hasta ahora; pero en los siglos venideros se sabrá que un Rivera ha tenido la descortesía de decir á una Losilla que trae lunares postizos.

—¡Vive Dios, que mentirá el cronista que tal refiera! El Rivera ha dicho, y resuelto está á mantenerlo con las armas en la mano, que la Losilla tiene hermosos lunares en su rostro, y que ellos son tales y de tal guisa derramados, que el más sutil artífice no los esparciría con más primor.

—Dejémonos de fablas. Lo importante aquí es que yo no quiero que usted se acerque á mí y tome ese aspecto de seductor aburrido, ¿lo oye usted? La gente se va á figurar que me está usted haciendo el amor.

—Bien; no le haré á usted el amor. ¿Qué quiere usted que le haga entonces?

Filomena volvió á lanzarle otra mirada de falsa cólera.

—¡Qué gracioso! ¿Sabe usted, Sr. de Rivera, que á pesar de su audacia, se me figura usted una criatura que quiere sacar los pies de las alforjas?

Miguel sonrió sin acortarse.

Maximina, allá enfrente, les dirigía frecuentes y tímidas ojeadas.

Mientras tanto Julia, que muy pronto había observado la atención persistente que su cuñada merecía á Saavedra y el empeño que mostraba en conversar con ella, estaba irritada y nerviosa hasta salírsele el enojo á la cara. Había procurado, en vano, con una llamada no muy oportuna traerle á su lado. Viéndose defraudada y humillada, ciega por los celos y ansiando vengarse, comenzó á coquetear de lo lindo con Utrilla. ¡Oh venturoso cadete, y quién había de decirte que en un momento habías de pasar de aquellos tormentos irresistibles á la cima de toda dicha y bienandanza! Porque tan pronto como Julita y él se acercaron, fué como si se tocasen los polos de la electricidad negativa y positiva. El amor estalló á la vista de todo el mundo. Julita sonreía, se ruborizaba, hablaba por los codos, le daba el abanico, y los guantes, y las flores del pecho, y se lo comía con los ojos; lo cual no era parte para que con el rabillo echase de vez en cuando á su primo y cuñada miradas como centellas.

Maximina procuraba con todas las fuerzas de su alma adivinar lo que su esposo decía á Filomena. La gravedad afectada con que ambos hablaban no la tranquilizaba. Sabía, por experiencia, que Miguel solía adoptar un continente serio para decir á aquella muchacha cualquier picardía que le viniese á la boca.

—¿No se acuerda usted nada de Pasajes?—le decía Saavedra en tanto.

—Un poco, sí, señor; pero aquí me encuentro muy bien.

—¿Cuántos meses hace que se ha casado usted?

—Hará nueve el cuatro del que viene.

D. Alfonso guardó silencio unos instantes y pareció reflexionar; al cabo dijo tristemente:

—¡Cuántas veces habré cruzado por Pasajes y habré visto aquellas casitas tendidas por las orillas de la bahía, sin que jamás se me hubiese ocurrido entrar en él!

—No ha perdido usted mucho. Todo el mundo dice que es un pueblo muy feo. Exceptuando la iglesia, que es bastante buena, la casa de D. Joaquín, la de Arregui y algunas en el Ancho, lo demás vale muy poco.

—Hoy, desde luego, no debe de valer nada; pero antes...

Maximina le miró sorprendida.

—Antes, menos que ahora: las mejoras que se hicieron son de cinco ó seis años á esta parte.

—Antes valía infinitamente más, porque estaba usted allí.

—¡Jesús! ¿Qué importa que yo esté allí ó deje de estar?—exclamó inocentemente la niña.

—Porque usted, aquí, y allí, y donde quiera que esté—repuso el caballero, picado por la indiferencia ingenua, sin asomo de coquetería, de la joven esposa,—será siempre un objeto precioso digno de llamar la atención de todos. Y lo que la hace más preciosa aún y más digna de admiración, es que usted no tiene remota idea siquiera de lo que vale; es usted una flor hermosa, fresca, aromática, que no sabe nada de sí misma...

Maximina no había oído estas últimas palabras. Sorprendiendo una mirada intensa de su marido á Filomena, no sabemos qué debió ver en ella, que la heló de espanto. Quedóse pálida como la cera, y acometida súbito de una idea que entonces juzgó salvadora, se levantó sin contestar á Saavedra, y dirigiéndose á Filomena, le dijo con voz ronca, esforzándose por sonreir:

—Filomena; ¿quiere usted ver aquella puntilla de que le hablé ayer?

Miguel y Filomena levantaron la cabeza sorprendidos. Miguel más avergonzado aún que sorprendido.

—Con mucho gusto, querida—dijo la joven.

Maximina echó á andar en dirección á la puerta. Filomena se entretuvo un instante á contestar á la última broma de Rivera.

—¿Viene usted, sí ó no?—dijo la niña parándose en medio del salón y lanzándole una mirada cargada de odio.

Jamás había visto Miguel en los ojos de su esposa aquella expresión, ni sospechaba tal energía en su voz.

—Voy, voy, Maximina—dijo la joven apresurándose á levantarse.

Y haciendo al mismo tiempo una mueca á Miguel, le dijo por lo bajo:

—¿Lo ve usted? Su mujer está ya celosa.

Miguel las miró salir, no sin algún sobresalto.

Saavedra, al ver levantarse á su pareja tan inopinadamente y con tal menoscabo de su fama de seductor, había fruncido la frente y se había mordido los labios con ira. Julia, que á pesar de hallarse embebida, al parecer, en la conversación con el cadete, no había perdido un solo pormenor de esta escena, lanzó una carcajada estridente. El caballero le dirigió una mirada atravesada y maligna, cuyo alcance estaba ella muy lejos de sospechar entonces.

El sarao terminó cuando el señor de Ramírez, sacando el reloj, anunció en alta voz que eran las dos y media de la madrugada. Varias mamás se levantaron como movidas por un resorte. Las niñas imitaron perezosamente su ejemplo. Formóse un grupo muy grande en medio del salón. Oyéronse adioses sin cuento, ruido de besos y carcajadas femeninas. Á la puerta de la escalera los jóvenes esposos despedían á sus tertulios ayudándoles con los criados á ponerse el abrigo y recibiendo de ellos las gracias y la enhorabuena. Después todo quedó en silencio.

Los jóvenes se volvieron al salón. Maximina se hallaba extremadamente pálida, según pudo percibir su marido con el rabillo del ojo. También notó que se dejó caer sentada en un sofá. Él, haciéndose el distraído, bajó la luz de los quinqués que ardían sobre la chimenea, y colocó algunos muebles en su sitio. Al volverse una de las veces vió á su esposa de bruces sobre uno de los almohadones en actitud de sollozar. Se dirigió á ella y le dijo manifestando sorpresa:

—¿Lloras?

La niña no contestó.

—¿Por qué lloras?—añadió con frialdad cruel.

Tampoco contestó Maximina. Miguel esperó un instante en pie: después se sentó en el otro extremo del sofá. Las luces de las arañas ardían silenciosamente. No se oían más ruidos que los que los criados hacían allá en el comedor y la cocina. Percibíase en el salón un penetrante olor, producto de todos los perfumes que las damás habían traído consigo. El hijo del brigadier Rivera, con el cuerpo doblado hacia adelante y los codos apoyados en las rodillas, jugaba con un guante. Al cabo de prolongado silencio ella exclamó entre sollozos:

—¡Madre mía, qué desgraciada soy!

El rostro de él se contrajo violentamente con expresión colérica. Después de un rato, haciendo esfuerzos por dulcificar la voz, pero saliendo con todo áspera en demasía, dijo:

—Lo ignoraba en absoluto. No pensaba que fuese tan mal marido.

—No, Miguel, no—se apresuró ella á decir;—eres muy bueno para mí; pero hoy me has atormentado mucho... acaso sin saberlo.

Miguel dejó escapar una risita irónica.

—No soy yo quien te atormenta: eres tú misma. Te empeñas en ver visiones, te pones loca y cuando menos se puede imaginar, ¡zas! haces una barbaridad... El paso que acabas de dar levantándote en actitud airada á llamar á Filomena, y la dureza con que le has hablado, pudo habernos comprometido á todos... Por fortuna, ella es una chica de talento que ha sabido disimular...

—Sí, sí, disimula porque le conviene. ¡Ya lo creo que disimula!

—Vamos, no digas tonterías, Maximina.

—Digo lo que es verdad, lo que todo el mundo ha visto... Esa mujer te quiere ó desea atormentarme. En toda la noche no ha dejado de echarme miradas burlonas...

—¿Sabes que te pones muy ridícula con tus celos? ¿Por qué te había de mirar Filomena de ese modo? Demasiado conoces su carácter, que siempre está de broma, y que esa expresión jocosa es habitual en sus ojos.

—¡Defiéndela, hombre, defiéndela!—exclamó la niña con acento de dolor.—¡Ella es la buena, la santa, la mujer de talento! ¡Yo soy la tonta, la necia, la ridícula!

Miguel se levantó, echó una mirada colérica á su mujer, y alzando los hombros con desprecio, exclamó:

—¡Qué estupidez!

Y se alejó lentamente en dirección al despacho. Al sentir los pasos de su marido, Maximina levantó vivamente la cabeza, y gritó con suprema angustia, los ojos bañados de lágrimas:

—¡Miguel! ¡Miguel!

Pero éste, sin volver siquiera la cabeza, respondió con afectado desdén:

—¡Vete á paseo!

Y entró en el despacho.

¡Necio Miguel! ¡cobarde Miguel! Pasarán los años, y cuando acudan á tu memoria estas palabras, sentirás que se te desgarra el corazón y que las lágrimas abrasan tus mejillas. Pero en aquel instante, agitado por la cólera, no pensaba en su injusticia y crueldad, ni en el estrago que podían causar en el alma sensible y delicada de su esposa. Sentóse delante de la mesa, abrió un libro y se puso á leer; mas no logró recobrar la calma. Al cabo de algunos minutos, la conciencia comenzó á darle pinchazos; las letras se amontonaban delante de sus ojos sin poder descifrar su sentido. Cerró el libro, se levantó y entró de nuevo en la sala con un punzante deseo de reconciliación. Maximina ya no estaba allí. Dirigióse al gabinete y la alcoba, y no la halló. Fué al comedor y á las habitaciones interiores: tampoco. Preguntó á los criados, y éstos no pudieron darle cuenta de ella. Entonces, imaginando que enojada se había metido en cualquier escondite de la casa, se puso á registrarla toda escrupulosamente. Mas, al pasar cerca de la puerta de la escalera, quedó extático y mudo, con la consternación pintada en el semblante.

—¿Alguno de ustedes ha abierto la puerta?

—No, señorito; no nos hemos movido de aquí.

Pálido como un muerto, cogió el sombrero de copa que pendía de la percha y bajó á saltos la escalera, que aún estaba iluminada. Halló al portero disponiéndose á apagar.

—Remigio, ¿ha visto usted salir á mi mujer?

El portero, la portera y la madre de ésta le miraron con asombro. Comprendiendo lo imprudente de aquella pregunta, añadió:

—Yo no sé si habrá ido á acompañar á mi madre y hermana hasta su casa. Mamá se sentía mal y mi mujer no quería dejarla marcharse...

—Señorito, nosotros no podemos decirle á usted nada con seguridad. Han salido muchas señoras... No pudimos distinguir.

—Hace poco—dijo una niña como de seis años—he visto salir á una señora sola...

—Nosotros habíamos ido al patio á llevar algunos tiestos de la escalera—manifestó la portera.

Miguel, sin más explicación, se lanzó á la puerta.

—Señorito, ¿va usted así? Va usted á coger una pulmonía.

En efecto, iba de frac. Deteniéndose y haciendo un gran esfuerzo sobre sí mismo para aparecer tranquilo, repuso:

—Es verdad; hágame el favor de subir por mi abrigo.

Cuando se lo trajeron dijo, poniéndoselo:

—Muchas gracias; les ruego no cierren hasta que yo venga. No tardaré.

—Pierda cuidado, señorito; aquí estamos.

Una vez en la calle, no supo adónde dirigirse. El corazón le daba saltos dentro del pecho; la ansiedad le turbaba por entero la inteligencia. Después de vacilar algunos momentos, emprendió su camino por la plaza del Ángel sin razón alguna para ello; pero tampoco la había para tomar otra dirección. Apretó el paso cuanto pudo sin ver á nadie más que al sereno allá en la esquina. Entró en la calle de Carretas y tampoco vió más que un grupo de jóvenes que se retiraban disputando sobre literatura. Al llegar á la Puerta del Sol, distinguió á lo lejos en la acera de la Carrera de San Jerónimo el bulto de una mujer. Experimentó una fuerte conmoción, y sin considerar que podían tomarle por un malhechor, echó á correr en pos de ella. Era una desgraciada, que al volverse para ver quién la seguía de aquel modo, encontró los ojos atónitos, espantados, del joven.

—Oye, querido—le gritó con voz ronca.

Pero Miguel ya había huído desalado por la calle del Príncipe. Y de repente se encontró otra vez en la plaza de Santa Ana. Entonces se detuvo, y apretándose las sienes con las manos, exclamó con angustia y en voz alta:

—¡Dios mío, qué me pasa!

Miró á todas partes con abatimiento, y no viendo á nadie, penetró en los jardines del centro para llegar primero á su casa y pedir auxilio al portero. Mas hete aquí que cuando ya estaba cerca de ella, ve sobre uno de los bancos que allí hay, blanquear el vestido de una mujer. No tuvo necesidad de dar muchos pasos para cerciorarse de que era la suya.

—¡Maximina, Maximina!

La niña, que sollozaba con la cabeza apoyada sobre el respaldo, la levantó con viveza. Miguel la tomó por la mano, la levantó suavemente, la obligó con la misma suavidad á apoyarse en su brazo, y salvó en silencio la distancia que le separaba de su casa. Al entrar en el portal, dijo con naturalidad, en alta voz:

—¿Por qué no me has avisado, mujer? ¡Buen susto me has dado!

Los porteros les saludaron.

—¿Podemos cerrar ya, señorito?

—Cuando ustedes quieran.

Subieron la escalera con el mismo silencio: entraron en casa, y después de haber dado las órdenes oportunas para que todas las luces se apagasen, Miguel condujo á su mujer hasta la alcoba; echó el cerrojo á la puerta, y dirigiéndose á la niña, que le miraba llena de espanto y zozobra, la obligó á sentarse en una silla. Después, arrodillándose á sus pies y besando sus manos con efusión, le dijo:

—Perdóname.

—¡Oh, no, Miguel!—gritó ella en el colmo de la confusión y la vergüenza, haciendo esfuerzos desesperados por arrodillarse y levantar á su esposo.—¡No me avergüences, por Dios! Yo soy, yo soy la que debe pedirte perdón por la atrocidad que acabo de hacer, por el disgusto que te he dado... ¡Suéltame! ¡Suéltame!... ¿Me perdonas?... Estaba loca, loca rematada... Pensé que no me querías ya, y se me amontonó el juicio... Quería morir á todo trance.

—¡Quieta, quieta!—repuso él sujetándola con fuerza.—Mañana haz lo que quieras. Hoy me toca á mí pedirte perdón y jurarte por Dios que ni con la chica de arriba, ni con otra alguna, te daré más celos en lo que me resta de vida.

Y es fama que cumplió su juramento.

XVI

ACAECIÓ que, paseando entre calles cierta noche límpida y fría del mes de Febrero, Maximina dijo á su esposo:

—Me siento muy fatigada. ¿Quieres que nos volvamos á casa?

—¿Es fatiga solamente?—preguntó él mirándola con interés.—¿No te sientes mal?

—Un poquito—respondió la niña apoyándose con más fuerza en su brazo.

—Voy á llamar un coche.

—No, no; puedo caminar perfectamente.

Apesar de sus buenos deseos, Maximina fué caminando cada vez con mayor dificultad. Observándolo su marido, se detuvo de pronto:

—¡Estás pálida!

—Me duele algo el estómago y me encuentro débil.

Miguel reflexionó un instante y dijo apretándole la mano:

—Ya sé lo que tienes. Voy á llamar un coche.

La niña bajó la cabeza, avergonzada como si le imputasen un delito.

En el primer simón que cruzó vacío, se restituyeron á casa. En cuanto estuvieron en ella, Miguel adoptó el continente de general en vísperas de una gran batalla. Comenzó á dictar á las criadas, en voz baja, órdenes breves y perentorias. Al poco rato no se oían sino pasos precipitados, cuchicheos: veíanse cruzar mujeres con ropas de cama entre las manos, platos, frascos y otros enseres. Llamaron suavemente á la puerta: eran la portera y su madre que celebraron, con las domésticas en el recibimiento, largo y agitado concilio, hablando en voz de falsete. Miguel presidió en silencio y con gravedad el arreglo del gran lecho nupcial, mientras Maximina, sentada en una de las butacas del gabinete, los seguía con la vista, pálido el semblante y demudado.

—¿Qué sábanas ponemos?

—Toma las llaves, saca las que quieras.

—¿Las mejores dónde están?

—En el estante de arriba.

—Pondremos una colcha de damasco.

—¡Se va á estropear!

—No importa; es la mejor ocasión para echarla á perder.

—¡Cómo te molestas por mi causa, Miguel!

—¿Por tu causa?—exclamó él entre sorprendido y enfadado.—¡Pues estaría gracioso que no me molestase por mi mujer en ocasión semejante!

La niña le pagó con una sonrisa amorosa.

La cama quedó muy pronto hecha. Juana la contempló entusiasmada.

—¡Señorito, parece un altar! ¿La de la reina, será mejor?

—Ya no hay reina, mujer. Hágame el favor de no estar así hecha un poste. Traiga usted la cocinilla y póngala sobre la mesa de noche... ¡Pronto, pronto! Y las otras chicas, ¿qué hacen en la cocina metidas?

—Las dos se han ido á recados.

—¿Qué, no han venido todavía?

—¡Pero, señorito, si acaban de salir!

—Vamos, déjeme usted de historias y vaya por la cocinilla.

Juana marchó toda sofocada. El señorito había cambiado repentinamente de genio: estaba como loco: iba y venía por la casa á grandes trancos: mandaba en un momento más cosas que antes en un mes, y se irritaba con todo lo que le decían. De vez en cuando se acercaba á su esposa, la acariciaba con la mano y le preguntaba lleno de ansiedad:

—¿Qué tal estás?

Más de cien veces había ido á la puerta y había pegado á ella el oído, pero nadie llegaba. Desesperado, emprendía de nuevo sus paseos agitados. Al fin creyó percibir pasos en la escalera... ¡Si sería!... Nada; el portero que subía con un telegrama para el piso tercero. ¡Malos diablos le lleven! Otra vez á esperar, ¡qué fatiga! ¿Dónde se habría parado esa maldita Plácida? De seguro que la estaba esperando el sargentito de ingenieros. ¡Qué poca humanidad tienen estas criadas! En cuanto pase el trance, la planto en la calle. Mejor me hubiera sido mandar á Juana, que al fin no tiene novio.

—¿Te sientes peor, Maximina? Un poco de te no te vendría mal... Voy yo mismo á hacerlo... ¡Valor!

—Lo necesitas tú más que yo, pobrecillo—dijo la niña sonriendo.

Al cruzar por el pasillo sonó el timbre de la puerta.

—¡Por fin!...

Otra decepción. Era la Condesa de Losilla que venía á ofrecerse «para todo». Las niñas no bajaban, por razones fáciles de adivinar.

—Pero, Rivera, ¿cómo está usted tan pálido?

—Señora, la cosa no es para menos—respondió él, mohino.

—¿Por qué, hijo mío?—dijo ella reprimiendo la risa.—Si la cosa no viene complicada, como es de esperar, no hay nada más natural y sencillo.

Miguel, á su vez, hizo esfuerzos por reprimir la indignación. ¡Natural que yo tenga un hijo! ¡Qué estúpida es la aristocracia!

Maximina recibió aquella visita con agradecimiento, pero avergonzada. La Condesa empezó á maniobrar en la casa, como consumada estratégica, ordenándolo todo con calma y acierto. Desde este punto, Miguel quedó enteramente oscurecido. Las criadas ya no hicieron caso alguno de él, y se vió necesitado á vagar como alma en pena por los corredores. Una vez que atajó á Juana para advertirle que no llevase la tila en un vaso, sino en taza, le contestó que la dejase en paz, que él nada entendía de aquellas cosas. Y fué preciso aguantar.

Al cabo ¡loado sea Dios! llegó la partera. Miguel la siguió más muerto que vivo al gabinete; pero la Condesa le dió con la puerta en los hocicos. Pronto volvió á abrirse, y en la sonrisa de todos comprendió que el asunto no iba mal.

—Señorito, viene derecho—dijo la comadre.

—¿De modo que no hace falta llamar al médico?

—Para nada, gracias á Dios; yo respondo.

Quedó tranquilo, como si una divinidad se lo prometiese. Pero á los diez minutos perdió repentinamente la fe. Aquella mujer podía engañarle ó engañarse; ¡quién se fiaba de una bruja de éstas! Acercóse cautelosamente al gabinete, y dijo, metiendo la cabeza por la puerta:

—Á mí me parece que bien podría llamarse al médico... por precaución nada más—añadió tímidamente.

—Como usted quiera, señorito—respondió secamente y con gesto desabrido la comadre.

—¡Rivera, por Dios! ¿No le ha oído usted decir que ella respondía?—manifestó la Condesa.

—Bien, bien; si ella responde...—contestó avergonzado. Y luego preguntó afectando sangre fría:

—¿Para qué hora estará el asunto despachado?

Las mujeres todas soltaron una carcajada. La partera le respondió en tono condescendiente:

—Señorito, no se apure. Será cuando Dios quiera y con toda felicidad.

Tornó á vagar como una sombra por los pasillos, no poco desabrido é inquieto. El resultado era que todo el mundo le encontraba ridículo en aquella ocasión, que se reían de él en sus mismas barbas. Y, sin embargo, no acababa de persuadirse á que debía fiar su felicidad y su vida entera á una mujerzuela ignorante. De buena gana hubiera llamado á cónclave á todos los médicos eminentes de la corte. «Á la menor complicación que haya, la ahogo entre mis manos», se dijo con rabia. Y con esta promesa consoladora se quedó algo más sosegado.

Al poco rato llegó su madrastra, y acto continuo comenzó á dar disposiciones. Vino en seguida la señora del tercero, esposa de un empleado del Tribunal de la Rota, y en pos de ella una criada cargando con un enorme cuadro que representaba á San Ramón Nonnato, el cual se colocó en el gabinete con dos cirios encendidos á los lados. También esta señora se puso á dar disposiciones en cuanto llegó. En fin, allí todo el mundo tenía derecho á dar órdenes menos el amo de la casa, al cual todas aquellas señoras y hasta las criadas se complacían en manifestar un profundo cuanto injustificado desprecio. «Porque al fin y al cabo—como él decía muy bien, paseándose con las manos en los bolsillos, el semblante fosco y desencajado,—yo soy el marido, y soy además el... ó lo seré, que es lo mismo.

No abría la boca el pobre que no fuese para decir un disparate, digno cuando menos de una sonrisa desdeñosa. Una vez, viendo á su mujer en pie, apoyada en Juana y la comadre, se le ocurrió manifestar que estaría mejor acostada en la cama. El sexo femenino compacto fulminó contra él una terrible mirada, que no sabemos cómo no le redujo á cenizas. La brigadiera, procurando reprimirse y suavizar la voz, le dijo:

—Mira, Miguel, aquí nos estás estorbando. Te suplico que nos dejes y ya te avisaremos á su tiempo.

Obedeció á su pesar. Al tiempo de salir vió en los ojos de su esposa una expresión tan afectuosa y triste, que estuvo á dos dedos de abrir de nuevo la puerta y decir: «Ea, señoras, yo soy el amo, ésta es mi mujer y ustedes se van por donde han venido». Pero reflexionó que el altercado ocasionaría un disgusto á Maximina, y devoró su enojo.

Condenado ya definitivamente al ostracismo de los pasillos, discurrió por ellos buen rato, prestando oído á los rumores del gabinete. Ansiaba oir la voz de su mujer, aunque fuese para quejarse; pero nada: se oían las de todas menos la de ella.

—¿Cómo va?—preguntó á la Condesa, que cruzaba para la cocina.

—Bien, bien; no se preocupe usted.

Trascurrida una hora y rendido á tanto paseo, fué al salón y se dejó caer en un sofá. Estuvo algún tiempo sentado, con los ojos muy abiertos, tratando de vencer el sueño que á despecho suyo se le iba apoderando. Pero al cabo fué vencido; extendió las piernas, colocó la cabeza cómodamente, dió un bostezo de á cuarta, y quedó hecho un tronco.

Era ya día claro, cuando tres ó cuatro mujeres invadieron precipitadamente la sala dando gritos.

—¡D. Miguel!...—¡Rivera!—¡Señorito!

—¿Qué pasa?—exclamó despertándose sobresaltado.

—¡Que ya tiene usted un niño! Venga usted.

Y le arrastraron á la alcoba, donde vió á su esposa sentada aún en un una butaca, el semblante pálido, pero inundado de una dicha celeste. También vió allá en un rincón á Juana con una cosa entre las manos que chillaba horrorosamente. Mas apartó al instante la vista de ella para dirigirse á su esposa, á quien besó con efusión.

—¿Has sufrido mucho?

—Muy poco.

—No haga usted caso—interrumpió la Condesa:—ha pasado bastante la pobrecilla.

Miguel salió del cuarto con el corazón en la garganta.

Cuando se vió solo rompió á llorar como un niño.

—¡Pobrecilla!—murmuró.—¡Ella padeciendo dolores increíbles sin exhalar una queja, y yo durmiendo aquí como un bruto! No me perdonaré en mi vida este acto de egoísmo... ¡La culpa la tienen esas mujeres—añadió con exaltación,—esas entremetidas que me echaron del cuarto!

Pronto se calmó su remordimiento para dar lugar á las mil gratas emociones de la paternidad. Quiso entrar otra vez, pero las mujeres ¡siempre las mujeres! se opusieron á ello en tanto que el niño no estuviese lavado y enrollado y la señora librada y en la cama. Cuando todo esto se hubo efectuado, pasó á la alcoba. Su esposa estaba más linda que nunca en el lecho, con una cofia de encaje adornada con cintas azules y descubriendo los pliegues de una primorosa camisa. Sentóse á la cabecera, y ambos se contemplaron embelesados. Con pretexto de tomarle el pulso, le apretó la mano larga y tiernamente. La brigadiera le presentó un paquete de ropa diciéndole:

—Ahí tienes á tu hijo.

Miguel cogió el paquete y lo elevó á la altura de los ojos. Y vió una carita redonda y amoratada sin narices, los ojos cerrados y la frente deprimida, de cuya boca relativamente enorme salían unos chillidos nada melódicos.

—¡Qué feo es!—dijo en voz alta.

Un grito de indignación se escapó de todos los pechos, incluso del de su esposa.

—¡Qué atrocidad, Rivera! ¿Cómo dice usted esas cosas?—¿De dónde saca usted que es feo, señorito?—¡Si precisamente es uno de los niños más hermosos que he visto, Rivera!—¿Quiere usted que ahora tenga las facciones perfectas?

—¡Quita, quita!—dijo la brigadiera arrebatándoselo de las manos.—¡Vaya unas flores que le echas al pobrecillo!

—Quisiera yo ver cómo era usted á las dos horas de haber nacido, señorito—dijo Juana.

Miguel, sin enfadarse por aquella falta de respeto, contestó:

—Hermosísimo.

—¡Hombre, cómo se ha echado usted á perder!—exclamó la de Losilla riendo.

—No tanto, señora, no tanto: seguro estoy de que mi mujer encuentra gratuita esa afirmación.

—Nada de eso—dijo la niña, haciendo una mueca de enfado.

—¡Maximina!

—¿Por qué le has llamado feo?

—Vaya, veo que aquí hay un caballero que me ha desbancado.

En tanto, el paquete andaba de mano en mano, no sin que protestase con chillidos cada vez más enérgicos de aquel importuno trasiego. Pero esta desesperación aciaga era precisamente lo que constituía las delicias de aquellas buenas mujeres: se morían de risa contemplando aquella boca abierta que dejaba ver las fauces, y aquel expresivo y rabioso manoteo preñado de amenazas.

—¡Anda, anda, qué pulmones tienes, chico!—Así me gusta, ensánchate, hombre, ensánchate.—¡Vaya un genio que gastas, criatura! ¡Qué mono se pone llorando!

La verdad es que estaba horrible.

—¡Ay, que se queda, señora! ¡Ay, que se queda!—gritó Plácida.

Todas acudieron asustadas.

—¿Cómo? ¿Dónde se queda?—preguntó Miguel dando un salto en la silla.

—En lloro, señorito.

El niño, la faz contraída y la boca abierta, guardaba silencio. La Condesa lo sacudió con todas sus fuerzas á pique de matarlo. Al fin dejó escapar un grito más rabioso que los demás, y todas respiraron con satisfacción.

—Vaya, hay que darle de mamar á este tunante; si no, se nos va á enfadar.

—¿Cómo se pondrá este chico para enfadarse?—pensó Miguel.

Metiéronle en el lecho y le pusieron en la boca el pezón maternal; pero se negó á tomarlo, no sabemos bajo qué pretexto. Las mujeres encontraron aquella conducta muy inconveniente. Maximina le miraba con ojos severos, haciéndole interiormente cargos durísimos. La Condesa pidió agua con azucarillo y untó con ella el pezón. Entonces el chico, seducido por aquella atención delicada, no vaciló en acceder á los deseos de las señoras y comenzó á chupar la teta con poca expedición, como aprendiz al fin en el oficio.

—¿Han visto ustedes qué picarón?

—¡Ave María, si parece mentira que tenga ya tanta malicia!

—¡Cosa como ésta nunca se ha visto, mujer!

—Es un pillo de playa.

Después de haber mamado, el chico se propuso hacer cuanto estuviese de su parte por confirmar esta favorable opinión que de su ingenio habían formado. Al efecto, abrió un si es no es el ojo derecho, y volvió acto continuo á cerrarlo, con gran asombro y regocijo de los presentes. Después, habiendo tropezado casualmente con su propia mano, comenzó á dar feroces chupetones en ella. No contento con esta gallarda muestra de talento, lo probó aún más cumplidamente cuando Plácida le puso su lengua en la boca. En un principio la chupó con afán; pero advertido muy pronto de la burla que se le hacía, se enfureció de un modo terrible y dejó entender con bastante claridad que siempre que se tratase de ajar su dignidad, le verían protestar en iguales ó parecidos términos.

Vuelto de nuevo á la cama, se durmió al instante como un obispo (el símil es de Juana) mientras su madre levantaba de vez en cuando el embozo de la cama para contemplarle con tanta ternura como infantil curiosidad. Habiéndose acercado Miguel al lecho con poco cuidado, su esposa pensó al parecer que iba á lastimar al chico.

—¡Quita, quita!—gritó con acento colérico.

Y le dirigió una mirada tan iracunda, que el joven quedó estupefacto, pues no podía imaginarse que ojos tan dulces fuesen capaces de lanzarla. En vez de enfadarse, se echó á reir como un loco. Maximina, avergonzada, sonrió, y su faz inocente volvió á adquirir el amable sosiego que la caracterizaba.

Por desgracia, aquel sosiego fué turbado inopinadamente al poco rato. Sucedió que, habiéndose despertado el obispo, hubo en el consejo femenino ciertas sospechas de que su ilustrísima no andaba muy limpio en toda su persona, y se decretó inmediatamente una inspección ocular. La Condesa lo colocó sobre el regazo, lo despojó de sus vestiduras, y en efecto, así era como lo habían pensado. Pidió acto continuo agua caliente y una esponja. Trajeron además frescos pañales, y con mucho donaire y no pequeña satisfacción, dió comienzo al arreo del infante. Pero hete aquí que la brigadiera, que ya estaba celosa de ella desde hacía tiempo y había declarado solemnemente, aunque por la bajo, á las criadas «que aquella buena señora era una fastidiosa entremetida», manifestó ahora en tono algo desabrido que la faja no debía ir tan prieta como la Condesa la ponía.

—Déjeme usted, Ángela, déjeme usted, que bien sé lo que hago—dijo ésta con cierto dejo de suficiencia, continuando en su tarea.

—¡Pero si queda esa criatura que no puede resollar, Condesa!

—Necesitan estar así los primeros días para que no salgan torcidos.

—Si antes los asfixia usted, ni torcidos ni derechos.

—No necesito que me enseñe nadie á enrollar niños. He tenido seis hijos y, gracias á Dios, todos están en el mundo, vivos y sanos.

—Pues yo no he tenido más que una hija, pero no hubiera consentido nunca que la enrollaran de ese modo.

—Pues yo le digo que no admito lecciones de usted, ni en esto, ni en nada...

Las palabras que se habían cruzado eran ya sobrado ásperas, y la actitud airada en que ambas señoras se encontraban hacía presumir que pronto lo serían mucho más. Los que asistían á la escena se habían puesto muy serios. Maximina, asustada, hacía pucheros para llorar. Entonces Miguel, irritado por aquel proceder, intervino diciendo suavemente, pero con firmeza:

—Señoras, tengan ustedes consideración con esta pobre muchacha, que ahora necesita tranquilidad y descanso.

La de Losilla levantóse con altivez, entregó el niño á una criada y salió de la estancia sin despedirse. Á pesar de sus ruegos, Miguel, que la siguió, nunca pudo lograr que volviese: antes, su enojo fué creciendo á medida que se acercaba á la puerta, y allí le dijo un adiós muy seco, subiendo á su casa con ánimo, al parecer, de no bajar otra vez.

—¡Esta mamá siempre ha de ser la misma! ¡Qué genio tan remaldito!—exclamó al quedarse solo.

Pero tal disgusto se le borró pronto de la mente, porque las circunstancias felices y excepcionales en que se hallaba eran á propósito para ello.

Estaba de Dios, sin embargo, que en la copa de su felicidad habían de caer algunas gotas de hiel. Por la noche, cuando, fatigado ya del trajín del día, se disponía á retirarse dejando á Plácida que velase á su esposa, se oyó el toque importuno de la campanilla de la puerta.

—Señorito, hay ahí un caballero que desea hablar con usted.

—¡Vaya una visita impertinente! ¿Le ha introducido en el despacho?

—Sí, señorito.

Nuestro nuevo papá se fué hacia allá arrastrando perezosamente los pies, muy resuelto á que la visita no se prolongase largo rato. Pero al entrar en su despacho quedó sorprendido no muy agradablemente el encontrarse con Eguiburu «el caballo blanco» de La Independencia. Las relaciones que con este señor mantenía estaban muy lejos de ser íntimas. Después que había dado su firma en garantía de los treinta mil duros gastados en el periódico, no había vuelto á verle sino otras dos veces, para tomar de su mano dos cantidades que sumaban doce mil, los cuales no se habían gastado todos en el periódico, sino que habían servido también para socorrer á los emigrados. Llamóle, pues, la atención aquella intempestiva venida y aun le puso inquieto y receloso.

Era Eguiburu un hombre alto, flaco, de cara pálida y rugosa, ojos azules y pequeños, cabello rubio, bastante ralo, y muy desgarbado de toda su persona. El traje que llevaba, compuesto de unos calzones anchos de paño negro, chaleco largo y un enorme gabán pardo que le bajaba casi hasta los pies, no ayudaba á prestarle la gallardía de que tan necesitado estaba.

Saludóle Miguel cortés y gravemente, preguntándole á qué debía el honor...

—Sr. de Rivera—dijo sentándose sin ceremonia, pues Miguel, á causa tal vez de la sorpresa, no le había invitado á hacerlo.—Es el caso que hace ya algunos meses que son ustedes poder...

—Alto, mi amigo; no hay en España un hombre más desprovisto de poder que yo... Ni siquiera soy subsecretario.

—Bien, quien dice usted dice sus amigos. Todos ocupan hoy grandes destinos: el Conde de Ríos embajador; el Sr. Mendoza acaba de ser elegido diputado...

—¿Y quiere usted compararme á mí, insignificante pigmeo, con el Conde de Ríos y con Mendoza, dos estrellas de primera magnitud en la política española?

—Pues mire usted, Sr. de Rivera, valga la verdad, la otra noche en el café de Levante no hablaban muy bien del Sr. de Mendoza sus mismos amigos.

—¿Qué decían?

—Decían, con perdón de usted, que era un alcornoque.

—Son calumnias de los envidiosos. No lo dude usted, amigo Eguiburu, de esa madera se hacen los hombres de Estado.

—Yo me alegro mucho de que así sea, señor. Pero es el caso, como decía, que á pesar de su talento y de las posiciones que ocupan, ni el Sr. Conde ni Mendoza se acuerdan de indemnizarme del dinero que hace tiempo vengo gastando.

—¿Ha hablado usted con ellos?

—Les he escrito una carta á cada uno. Mendoza no me ha contestado. El Sr. Conde, al cabo de bastantes días, me dice en carta que aquí traigo y usted puede ver, «que las gravísimas atenciones políticas que sobre él pesan no le consienten ocuparse por ahora de estos asuntos, los cuales hace tiempo que tiene encomendados á su antiguo secretario particular el Sr. Mendoza y Pimentel». Yo, á la verdad, como usted comprenderá muy bien, no tengo necesidad de andar mendigando de puerta en puerta lo que es mío. Así que, sin más dilaciones, me he venido á su casa de usted.

—¿Por qué no ha ido usted antes á la de Mendoza?

Eguiburu bajó la cabeza y empezó á dar vueltas al sombrero. Al mismo tiempo sonrió como pudiera hacerlo una estatua de mármol, si le diesen facultad para ello.

—El Sr. de Mendoza me parece que tiene poca carne para mis uñas.

Al escuchar aquellas palabras y ver la sonrisa que las había acompañado, Miguel sintió cierto frío por la espalda y guardó silencio. Al cabo de algunos momentos levantó la cabeza, y dijo en tono resuelto:

—En suma, viene usted á reclamarme los treinta mil duros, ¿no es eso?

—Lo siento en el alma, Sr. de Rivera... Crea usted que lo siento de veras... porque al fin y al cabo, usted no se los ha comido.

—Muchas gracias: posee usted un corazón sensible, y le felicito por ello. La desgracia está en que yo no pueda corresponder á esa delicadeza de sentimientos, entregándole en el acto los treinta mil duros.

—Bien, ya me los entregará usted.

—¿Tiene usted seguridad de ello?

Eguiburu levantó la cabeza, y clavó sus ojos azules y pequeñuelos en los de Miguel, que le miraba de un modo frío y hostil.

—Sí, señor—contestó.

—Pues también le felicito; yo que usted no la tendría.

—¿No se hace usted cargo, Sr. de Rivera—dijo el banquero con amabilidad exagerada para paliar el mal efecto que iban á producir sus palabras,—que tengo aquí un papel en toda regla firmado por usted?

Y se llevó la mano al bolsillo del gabán al decir esto.

Miguel guardó silencio otra vez. Pasados algunos instantes, dijo con voz donde se traslucía una cólera reprimida á duras penas:

—¿Es decir, Sr. de Eguiburu, que pretende usted nada menos que arruinarme por una deuda que le consta á usted que yo no he contraído?

—Yo no pretendo más que cobrar mi dinero.

—Está bien—dijo sordamente.—Mañana escribiré al Conde de Ríos, y veré también á Mendoza. Quiero saber si el Conde es capaz de dejarme en la estacada... Si así fuese, ya veremos lo que se ha de hacer.

Después de estas palabras, hubo un rato de silencio embarazoso. Eguiburu daba vueltas al sombrero, observando de reojo á Miguel, que tenía la vista clavada en el suelo, y cuyos labios se movían con un imperceptible temblor, que no pasaba inadvertido para el banquero.

—Hay un medio, Sr. de Rivera—dijo tímidamente,—de que usted salga del compromiso en que se ve, y tenga tiempo para exigir del Conde y los demás amigos que cumplan como es debido... Si usted me garantiza el dinero que he soltado después para el periódico, no tengo inconveniente en esperarle... Me duele poner la pistola al pecho á una persona tan apreciable como usted...

Miguel siguió inmóvil, con la vista en el suelo, en actitud reflexiva; levantándose después repentinamente, dijo:

—Bien, ya veremos cómo se arregla este negocio. Por de pronto, mañana hablaré con Mendoza. De lo que resulte de esta entrevista y de la carta que escriba al Conde, le avisaré inmediatamente.

Eguiburu también se levantó y alargó la mano con exquisita amabilidad á Rivera, para despedirse. Éste se la estrechó, y mirándole con fijeza, mientras asomaba á sus labios una sonrisa burlona, le dijo:

—¿Tiene usted mucho cariño á esos treinta mil duros?

—¿Por qué me pregunta usted eso?

—Porque sentiría que usted se hubiese encariñado demasiado estando en vísperas de separarse para siempre de ellos.

—Explíquese usted—dijo el banquero poniéndose serio.

—Nada, hombre, que si usted no se los saca al Conde de Ríos, lo que es á mí...

—¿Cómo? ¿Qué dice usted?

—Que yo no se los podré pagar jamás, porque tengo hipotecadas las dos casas que constituyen mi fortuna.

Eguiburu se puso horriblemente pálido.

—Usted no podía hipotecarlas porque tenía firmada una obligación. La hipoteca es nula.

—Las tenía hipotecadas mucho antes de firmarla.

El banquero se pasó la mano por la frente con abatimiento. Levantándola después vivamente y clavando en Rivera una mirada fulgurante, profirió tartamudeando:

—Eso es... una picardía... Le llevaré á los tribunales por estafador.

Miguel soltó una carcajada, y poniéndole familiarmente la mano en el hombro, le dijo:

—¡Buen susto ha recibido usted! ¿No es verdad, amigo? Quedo un poco indemnizado del que usted acaba de darme.

—¿Pero qué mil rayos significa?...

—Que se serene usted; las casas no están hipotecadas. Tendrá usted el gusto de arruinarme el día menos pensado—repuso el joven con amarga ironía.

En el semblante de Eguiburu quiso aparecer un amago de sonrisa, pero se borró súbitamente.

—¿Habla usted formalmente?

—Sí, hombre, sí; no tenga usted cuidado alguno.

Entonces la sonrisa que había huído, apareció de nuevo insinuante y benévola en los labios del banquero.

—¡Qué bromista es usted, Sr. de Rivera! Nadie puede saber cuándo habla de veras ó de burla.

—Pues entonces hace usted mal en quedarse ahora tranquilo.

Tornó á ponerse serio Eguiburu.

—No, yo no puedo creer que usted se burle de cosas tan...

—Tan sagradas, ¿verdad?

—Eso es, sagradas.

—Sin embargo, confiese usted que no las tiene todas consigo.

—De ningún modo; usted es una persona de talento... y todo un caballero además.

—Vamos, no me adule usted, que no hay necesidad.

Iban caminando hacia la puerta. Eguiburu experimentaba una inquietud que en vano quería ocultar. Dió la mano tres ó cuatro veces más á Miguel, cambió de fisonomía y actitud más de veinte; y cuando aquél le mandó ponerse el sombrero, lo colocó torcido y erizado sobre el cogote. Quiso cambiar de conversación para demostrar que estaba plenamente seguro de la honradez del fiador; le preguntó con mucho interés por su esposa y el niño, enterándose de los pormenores del alumbramiento. No obstante, cuando ya estaba en la escalera y Miguel á punto de cerrar la puerta, preguntóle en tono indiferente y jovial, donde se traslucía viva ansiedad:

—Aquello pura broma, ¿verdad, Rivera?

—Vaya usted tranquilo, hombre—contestó éste riendo.

Pero al quedarse solo aquella risa se extinguió. Permaneció un momento con los dedos en el pestillo: después fué con paso lento otra vez al despacho, se sentó frente á la mesa y apoyó el rostro sobre una mano cubriéndose los ojos. Así estuvo largo rato meditando. Cuando se levantó los tenía hinchados y rojos, como después de haber dormido mucho. Pasó á la habitación de su esposa. Al atravesar el pasillo sintió un poco de frío.

Estaba todavía despierta. Al lado de la cama se había puesto un catre para Plácida.

—¿Quién era esa visita?—le preguntó.

—Nada, un señor que viene á hablarme de asuntos del periódico.

Algo extraño debía de haber en el metal de la voz de Miguel al dar esta sencilla contestación, cuando su mujer se le quedó mirando con inquietud. Para librarse de este examen, dijo en seguida:

—¡Qué cansado estoy! ¡Tengo un sueño!

La besó en la frente, alzó el embozo de la cama, contempló un momento á su hijo dormido y rozó con los labios su cabecita. Volvió á besar á su esposa y salió de la estancia. Cuando se metió en la cama tiritaba y sentía, no obstante, calor en las mejillas.

Largo rato estuvo en el lecho con los ojos muy abiertos y la luz encendida. Un enjambre de pensamientos tristes cruzó por su mente; mil recelos y temores le asaltaron. Como todos los hombres de imaginación viva, se puso de un brinco en lo peor. Se vió arruinado, teniendo que descender él y su esposa de la categoría social en que se hallaban colocados. Se acordó también de su hijo.

—¡Pobre hijo mío!—exclamó.

Y estuvo á punto de sollozar. Pero hizo un esfuerzo viril sobre sí mismo diciéndose:

—No; llorar por perder dinero no lo hacen sino los mentecatos y los avaros. El que posee una esposa como la mía, y ésta le acaba de dar un hijo, no tiene derecho á pedir más á Dios. Soy joven, tengo salud. En último resultado, trabajaré para ellos.

Al murmurar estas palabras dió un soplo violento á la luz y tuvo energía bastante para tranquilizarse, quedando dormido al poco rato.

XVII

TAN pronto como se vistió al día siguiente, y después de pasar al lado de su esposa un rato mucho más corto de lo que las circunstancias exigían, salió de casa y se dirigió á paso largo á la de Mendoza.

Alojaba éste á la sazón en una de las mejores fondas y más céntricas de Madrid. Cuando Miguel llegó, aún estaba durmiendo. Entró, sin embargo, en la estancia, y se autorizó el abrir por sí mismo las puertas del balcón, como amigo cuya familiaridad era ilimitada.

—Hola; por lo que veo duermes lo mismo que cuando no eras un grande hombre.

Mendoza se restregó los ojos y le miró sorprendido.

—¿Qué es eso, Miguelito? ¿Cómo tan de mañana?

—Amado Perico; lo primero que vas á hacer, es suprimir ese acento protector. Cuando haya gente delante no tengo inconveniente en que me protejas y en llamarte usía ilustrísima, si quieres; pero estando solos, hazte cuenta que no soy tu vasallo.

—¡Siempre has de ser el mismo, Miguel!—repuso Mendoza algo amostazado.

—Esa es la ventaja que me llevas. Yo siempre el mismo. Tú en cambio, haciendo cada día un nuevo y lucido papel en la sociedad. Estoy contento, sin embargo, con el mío; tan contento, que el temor de hacer otro distinto es el que me trae tan de mañana á turbar tus sueños de gloria.

—¿Qué quieres decir?...

—Que habiendo pasado plaza hasta ahora de persona bien acomodada ó, como decimos los letrados, hidalgo «de solar conocido» y «de devengar quinientos sueldos».—¿Tú no sabes lo que es eso?

—No—respondió con gesto de impaciencia Mendoza.

—Pues es muy sencillo. Si tú me pegas una bofetada (que no me la pegarás), pagas quinientos sueldos de multa. En cambio, si yo te la pego á ti (que todo podría suceder), no necesito desembolsar un cuarto... Pues bien; habiendo hecho hasta ahora ese papel en sociedad, me dolería en el alma empezar el de pobrete ó perdulario que no tengo estudiado.

—No te entiendo.

—Voy allá. Ayer noche se presentó en mi casa Eguiburu, y sin preámbulos me ha reclamado los treinta mil duros que se han gastado en La Independencia y que yo garanticé cediendo á tus ruegos... ¿Entiendes ahora?

Brutandór guardó silencio unos momentos, quedando en actitud reflexiva. Después dijo con la grave lentitud que caracterizaba todos sus discursos.

—Yo creo que esa cantidad no eres tú quien debe pagarla, sino el Conde de Ríos.

—Ah, ¿crees eso?... Pues entonces estoy salvado. En cuanto sepa Eguiburu esa opinión, seguro estoy de que no se atreverá á reclamarme un cuarto.

—Si te los reclama, es una felonía.

—Veo con gusto que no se han borrado de tu mente los principios inmutables del derecho natural. Pero ya sabrás que el derecho positivo está de su parte, y por si le ocurre hacer uso de éste en vez de aquél, quiero saber si tendréis estómago para dejar que me arruine.

Miguel se había puesto muy serio y miraba á su amigo con la expresión fría y dura que era en él signo de cólera reprimida. Mendoza bajó los ojos mostrando confusión.

—Mucho sentiré que te pase una desgracia, Miguel.

—No se trata ahora de tu sensibilidad. Lo que yo quiero saber al instante, es si el General está dispuesto á pagar esa cantidad.

—Yo creo que el General no tendrá otro deseo...

—Tampoco se trata de los deseos del General. Quiero saber, ¿lo oyes? quiero saber si paga los treinta mil duros ó no los paga.

—Habrá que escribirle. Ya sabes que está en Alemania.

—Es que si no los paga le llevaré á los tribunales. Tengo cartas suyas en que declara la deuda—dijo paseándose agitadamente por el cuarto.

Mendoza dejó trascurrir unos instantes, y replicó:

—Se me figura, Miguel, que no debes precipitarte, ni tomar la cosa por las malas. Adelantarás con ello menos.

—¿Por que me dices eso?—repuso el hijo del brigadier parándose.

—Llevándole á los tribunales no sacarás nada en limpio.

—¿Pues?

—Porque el General no tiene fortuna. La que disfruta toda está á nombre de su mujer.

Los ojos de Miguel brillaron de ira.

—¡Miserable!—murmuró sordamente. Y luego añadió:—Me voy convenciendo, además, de que tú eres tan puerco como él.

—¡Miguel, por Dios!

—Lo dicho. Tómalo por donde quieras... Me alegraré que sea por el peor sitio.

Mendoza no quiso ó no se atrevió á replicar. Le dejó seguir paseando en espera de que su cólera se calmase, como hombre que de antiguo le tenía bien conocido. En efecto, á los pocos minutos se encogió de hombros, detúvose junto á la cama, y echándole las manos al cuello con cariñoso ademán, le dijo riendo:

—He cometido una injusticia. Me olvidaba de que eres demasiado tonto para ser un pillo.

Mendoza no se enojó por esta singular rectificación.

—Tienes el genio tan vivo, Miguel, que cuando menos se piensa le dejas á uno sin sangre en las venas.

—Peor es dejarle sin dinero.

—Hombre, tú todavía no lo has perdido. Me parece que el asunto se ha de arreglar.

—¿Sabes el arreglo que me propone Eguiburu?

—¿Cuál?

—Que garantice también los doce mil duros restantes que ha entregado, y me esperará.

Mendoza no respondió. Ambos quedaron meditabundos.

—A mí no me parece tan mal—dijo al fin aquél.—Al General desde luego te digo que no se le podrán sacar los treinta mil duros: conozco bien sus asuntos, y sé que no está en situación de abonar esa cantidad. Pero si de su bolsillo particular no salen, pueden salir del Tesoro público. Me consta que el Gobierno ha abonado ya algún dinero (aunque no cantidades tan crecidas como ésta) de lo que se ha gastado en periódicos, extrayéndolo de los fondos secretos del Ministerio de la Gobernación. El asunto aquí es tener suficiente influencia para que el ministro se avenga á ello.

—Supongo que el General interpondrá toda la suya.

—Desde luego; y yo haré también cuanto pueda. Pero el General no está en Madrid, y ya sabes que estos negocios difíciles ni se pueden tratar por cartas ni se arreglan de ese modo casi nunca. Es menester andar siempre á la pista, sofocar al ministro con visitas, hablar á todos sus amigos para que no le dejen de la mano, y si posible fuera, amenazarle con alguna interpelación en las Cortes sobre un asunto delicado que no le agrade menear.

—¡Caramba, Perico, has hecho en poco tiempo grandes adelantos: conoces el teje maneje de la política al menudeo!

—¿Cómo al menudeo?

—Hombre, sí, porque esa no es la que definen y explican los tratadistas.

Mendoza se encogió de hombros, haciendo al mismo tiempo con los labios un gesto de desprecio.

—Bien; ¿entonces quieres que traigamos al General á Madrid?—añadió Miguel.

—Eso no es posible.

—Entonces, ¿qué hacemos?

Mendoza meditó.

—Si tú hubieras sido elegido diputado, la cosa sería más fácil. Al fin y al cabo seríamos dos á pedir, y teniendo al interesado delante, el ministro se miraría más para negarse...

—¡Pero como no soy diputado!

Mendoza meditó otro rato, y dijo:

—Aún pudiera arreglarse todo. El General, aceptando la embajada, dejó vacante un distrito, el de Serín, en Galicia. Pronto se procederá á segundas elecciones. Si el Gobierno te acepta por candidato adicto, tienes seguro el triunfo.

Rivera guardó silencio, y pareció también reflexionar.

—Hasta ahora, Perico, no había pensado en ser padre de la patria. Ya sabes que no sirvo para vagar por los despachos de los ministros, que no tengo carácter para sufrir impertinencias y desdenes, ni talento para urdir una trama, ni osadía para meterme en intrigas tenebrosas. Estoy de tal modo conformado, que un continente frío me hiere, una palabra descortés me saca de mis casillas, una deslealtad me abruma y desconsuela. Soy incapaz de dar una palabra y no cumplirla: no tengo serenidad suficiente para mantener mi independencia frente á la simpatía y el cariño, ó la aversión que los hombres me inspiran: me apasiono y me exalto con excesiva facilidad, y bajo el imperio de la pasión digo la palabra que me viene á la boca, por peligrosa que sea. Además, tengo la desgracia de ver siempre el aspecto cómico de las cosas, y no poseo virtud bastante para contenerme y dejar de expresar mis observaciones. Los personajes de la política, cuando no son merodeadores dignos de la cárcel, me parecen, salvo honrosas excepciones, rebaño de hombres adocenados, ignorantes, que han tomado ese oficio por ser el más descansado y lucrativo, los unos intrigantes de aldea que vienen á repetir en el Congreso los mismos chanchullos que han fraguado en el Ayuntamiento ó la Diputación, los otros despechados de la literatura, las ciencias y las artes, que, no habiendo conseguido en ellas notoriedad, la buscan en el campo más accesible de la política. Un joven, á quien le han silbado un drama; otro, que ha hecho seis oposiciones á cátedras, sin resultado; otro, que ha escrito varios libros que permanecen vírgenes y mártires en las librerías. Éstos son los que, penetrando en el salón de conferencias, donde los porteros no le preguntan á nadie por sus méritos, y poniéndose bajo la égida de un personaje que ha empezado como ellos, escalan los altos destinos, y rigen andando el tiempo los del país... Pero me he puesto demasiado serio—añadió, bajando de tono y sonriendo.—El principal argumento que tengo para no dedicarme á la política, te lo diré en secreto... es que me aburre, ¿sabes? me aburre soberanamente. Sin embargo, como me encuentro amagado á una ruina, estoy resuelto á entrar en ella para rescatar mi fortuna, que estúpidamente he comprometido.

Brutandór le miraba con los ojos muy abiertos. Cualquiera podría imaginar, viendo su actitud, que Miguel hablaba un lenguaje enteramente incomprensible. Cuando terminó, el nuevo diputado se encogió imperceptiblemente de hombros, é hizo con los labios un gesto, que mucho le caracterizaba, el cual nadie podría saber á punto fijo si era de indiferencia, ó de desdén, ó sorpresa ó resignación. Miguel sostenía que su amigo Mendoza sólo era capaz de entender once cosas en el mundo. Cuando le decían una distinta de las once, en vez de contestar hacía la mueca indicada, y podía darse por terminado el asunto.

—Bien—dijo, observando aquel gesto.—Según eso, necesito que me presentes al ministro de la Gobernación.

—Te presentaré al Presidente del Consejo; tengo más confianza con él que con Escalante.

—Me alegro, porque Escalante no me es simpático, y al Presidente, al menos, no le conozco. ¿Quieres que vayamos esta tarde á la Presidencia?

Mendoza le miró estupefacto.

—¿Pero no sabes que hablo hoy en el Congreso?

—Perdona, chico, no sabía una palabra. ¿Y sobre qué hablas?

—Sobre la reforma de aranceles. Es el primer discurso que pronuncio. Hasta ahora no he hecho más que preguntas.

—No seas tan modesto, Perico. Ya sé que has presentado también una exposición de los vecinos de Valdeorras sin cortarte, ni cosa que lo valga.

—No te rías: el trance de hoy es muy serio.

—¡Terrible!... sobre todo para los aranceles. ¿Y cuándo te casas?

Mendoza bajó la vista y se puso un poco colorado.

—El día quince.

—Me alegro que entres por el buen camino—dijo alegremente Rivera, á quien no se le ocultaba la vergüenza de su amigo, y quería generosamente evitársela.—Vamos, vístete, hombre, que ya son cerca de las once.

—Almorzarás conmigo, ¿verdad?

—Hombre, ya sabes que hoy es un día para mí excepcional.

—Pues lo siento, porque después iríamos juntos al Congreso y tal vez, si la sesión terminase temprano, pudiéramos ir á la Presidencia.

A Miguel le sedujo esto último, porque veía claramente que sus treinta mil duros pendían de la influencia que supiese conquistarse. Después de meditar un momento, dijo:

—Está bien, pasaré un recado á mi mujer para que no esté intranquila.

Se sentó á la mesa de Mendoza mientras éste se vestía, y puso cuatro letras á Maximina. Al escribirlas, no pudo menos de decirse con dolor: «¡Extrañas circunstancias las que me obligan á dejar á mi esposa sola al día siguiente de haberme dado un hijo! Por ella y por él, sin embargo, lo hago. Si fuese solo, poco me importaría arruinarme».

Después de vestirse, y antes de bajar al comedor, Mendoza mostró á su amigo las joyas que iba á regalar á su futura. Eran magníficas y de última novedad. Miguel las alabó como merecían, pensando, no obstante, de dónde sacaría Perico el dinero para comprarlas. Y aunque buenas ganas se le pasaron de preguntárselo, tuvo la delicadeza de no hacerlo. Pasaron después á un gabinete particular del piso entresuelo, donde Brutandór tenía costumbre de almorzar solo. El camarero les sirvió un almuerzo excepcional, con ostras, vino de Borgoña y champagne helado á los postres.

—Esto es un exceso, Perico—le dijo.—Otra vez te prohibo que me trates con tal cumplimiento.

—El señorito almuerza siempre así—dijo sonriendo con visible satisfacción el camarero.

—¡Hola!—exclamó Miguel sorprendido.—¡Quién había de decir, Perico, que aquellos artículos de fondo tan pesados que escribías en La Independencia se habían de convertir pronto en ostras, filetes de ternera y borgoña! ¡Esto sí que en realidad es «el verbo hecho carne... y vino!»

Brutandór bajó la cabeza, y hubo datos para creer que aparecieron en su rostro señales precursoras de una sonrisa. No obstante, si alguno se empeñase en negarlo, no le faltarían argumentos para sustentar su opinión. Las sonrisas de Mendoza siempre admitían litigio.

Después de almorzar se trasladaron al Congreso, no sin que el anfitrión fuese á su cuarto y trajese en la mano un lío de papeles, que resultaron ser las notas para el discurso.

—¡María Santísima!—gritó Miguel.—¡Qué descuidados estarán á estas horas los pobres diputados sin pensar en el terremoto que les espera!

Llegaron demasiado temprano. Había poca gente todavía en el salón y los pasillos. Mendoza fué á juntarse á unos cuantos personajes, graves y solemnes como él, con los cuales empezó á departir. Cuando uno hablaba, los demás guardaban cortés silencio. Pudiera dudarse, sin embargo, de que le escuchasen muy atentamente. De lo que no cabía duda era de que cada uno se escuchaba á sí mismo con rematado deleite. Miguel se unió á un grupo de periodistas, donde reinaba alegría tumultuosa.

Cuando iba á comenzar la sesión fué con ellos á su tribuna, que al poco rato estaba de bote en bote. Eran rostros juveniles casi todos los que allí se veían, y reinaba constantemente tal desorden y algarabía que costaba trabajo entenderse. En vano los porteros, con una familiaridad que en cualquier otra parte se llamaría insolencia, los amonestaban á cada momento y los conminaban. Los periodistas no hacían caso de sus amenazas, y cuando se dignaban escucharlas, era para contestar con alguna burla sangrienta. Si el portero concluía por enfadarse de veras, no faltaba alguno que le desarmase abrazándole afectuosamente y prometiéndole un ascenso «para cuando fuese ministro». Los unos se entretenían en tajar el lápiz, otros dividían el papel en cuartillas, aquéllos sacaban de entre el chaleco y la camisa enormes carpetas. Parecía una orquesta antes de empezar la función. En caprichosas actitudes colocados, todos charlaban, reían, gritaban, dirigiéndose pullas, haciendo comentarios llenos de donaire acerca de los diputados que iban entrando en el vasto y suntuoso salón, los cuales levantaban hacia ellos ojos de cordero moribundo, pidiendo misericordia. Eran generalmente los rurales. Los que vivían en Madrid siempre tenían algunos conocidos en la prensa, á los cuales hacían señas y guiños desde abajo, y algunas veces les mandaban caramelos, y ellos les correspondían con cartitas en verso.

Cruzábanse entre unos y otros en voz alta frases agudas que hacían prorrumpir en carcajadas y estimulaban á la víctima á apretar el intelectu para responder con otra cuchufleta más picante todavía. Derrochábase en aquel incómodo recinto mucho ingenio y más alegría.

—¿Sabes, Juanito, que vas perdiendo el talento?—le decía á gritos un joven á otro.

—¿Qué he de hacer, hombre, si ya van ocho días que el director me manda á la Academia de ciencias morales y políticas?

De vez en cuando, promovíanse disputas acaloradas sobre los asuntos más extravagantes ó ajenos á la profesión de los contendientes, verbigracia sobre el modo de cargar los fusiles de aguja, ó de guiar un coche. Y chillaban y se encendían, hasta que los porteros les obligaban á callar ó la burla oportuna de un compañero los sosegaba.

El presidente subió á su alto sitial. Al momento le rodeó un grupo de diputados, á los cuales comenzó á repartir con paternal solicitud buena copia de caramelos. Estos caramelos, que en aquella época no costaban más que veinticinco duros diarios al Estado, son una institución cuya historia por desgracia está muy abandonada. Ninguna empresa más útil que estudiar las vicisitudes por que ha pasado, la benéfica influencia que en el gobierno de nuestro pueblo ejercieron, y los elementos de progreso que consigo han arrastrado. Toda su historia podía contenerse en tres tomitos de lectura fácil y agradable.

Cuando se concluyeron, ó no quiso dar más el presidente, fueron los diputados á sus asientos y se abrió la sesión. El primero que tomó la palabra fué un anciano republicano de tez pálida, ojos opacos y larga melena que le hacía semejar á las imágenes que hay en nuestras iglesias. Se levantaba para hablar de una insurrección que había estallado en Cádiz. El asunto era palpitante, y había en el Congreso gran curiosidad por oir las declaraciones de aquel que se suponía era uno de los promovedores de la revolución. Comenzó en estos ó parecidos términos:

«En los tiempos primitivos de la historia, el hombre vagaba desnudo por las selvas, sustentándose con el fruto de los árboles y la leche y la carne de los animales que cazaba. Un día vió cruzar por el bosque un animal semejante á él. Le tendió el lazo y lo apresó. Era la hembra. De aquí la familia, señores diputados...»

Siguió trazando un curso completo, aunque sucinto, de la historia universal, y explicando por menudo las teorías del contrato social. Citó numerosos textos de sabios antiguos y modernos en apoyo de sus teorías. Llamó la atención sobre todas, una proposición, por su atrevida originalidad, y como fuese acogida con rumores por la asamblea, el diputado exclamó:

—«¿Qué? ¿Os sorprende? Pues no lo digo yo; lo dice Brígida.»

—¿Quién es Brígida?—preguntó un periodista novel.

—El ama de gobierno—contestó otro sin levantar la cabeza.

—¡Pues vaya una ridiculez venir á citar aquí á su ama de gobierno!—exclamó el primero.

Los diputados habían acogido con nuevos rumores el nombre de la autora del texto citado.

—«¡Lo dice Brígida!»—gritó el orador con toda la fuerza de sus pulmones.

Más altos y prolongados rumores. Cuando se calmaron, dijo en tono grave y solemne:

—«Lo dice Santa Brígida.»

—¡Ahaaaaa!—respondió la asamblea.

A los sucesos de Cádiz dedicó los cinco minutos últimos, y eso para decir que el Gobierno tenía la culpa de todo.

Parecía lógico que aquel señor saliese de allí enjaulado para una casa de orates. Nada de eso sucedió, no obstante. El ministro le contestó con toda formalidad y rebatió sus textos y teorías con otras teorías y otros textos. En aquellos tiempos todos los discursos comenzaban por Adán, y nadie se asombraba de ello.

Pasando después á la orden del día, tocó el turno á la reforma de aranceles, y se concedió la palabra á Mendoza. El cual, después de extender por el banco su terremoto de notas, toser tres ó cuatro veces y estirarse los puños otras tantas, dió comienzo á su magna oración. La voz era bien timbrada, clara y pastosa; el tono grave y altisonante; los ademanes nobles y reposados. Ni Demóstenes, ni Cicerón, ni Mirabeau han dispuesto seguramente de una presencia tan simpática y de un juego de actitudes tan primoroso como el que tenía nuestro amigo Brutandór. Pero estaba lo malo en que los conceptos que salían de su boca no correspondían poco ni mucho con tales actitudes. Aquel iracundo manoteo, aquel bajar y subir la voz, y aquellos cortos, pero vivos paseos por delante del banco, eran muy propios para acompañar al célebre «Díle á tu amo que sólo saldremos de aquí por la fuerza de las bayonetas», ó al «Quousque tandem Catilina»; mas para decir que en Inglaterra el consumo anual de algodón en 1767 era de cuatro millones de libras, y que en 1867 pasaba de mil cuatrocientos millones; que el número de trabajadores que se encuentran ocupados allí en la industria algodonera son 500.000, y 4.000.000 las personas cuya subsistencia depende de esta industria; que el valor del papel fabricado en 1835 era de ochenta millones de libras, y en 1860 excedía de doscientos veintitrés; que se contaban, á la sazón, en el Reino Unido 394 fábricas de dicho producto; que en Francia su producción asciende á veinticinco millones de kilogramos, etc., etc., no parecían, en verdad, tan adecuados. El discurso se redujo todo á esto, cantidades, datos, fechas. Los diputados, con más ó menos disimulo, fueron desertando del salón, uno en pos de otro.

—Este orador es una máquina neumática—dijo un periodista.—A este paso pronto hará el vacío absoluto.

Las cuchufletas y chanzas se generalizaron en la tribuna de la prensa. Miguel, que sabía á qué atenerse respecto á las dotes de ingenio de su amigo, escuchaba con disgusto que se burlasen de él. Estaba inquieto, y muy propenso á cortar las bromas de un modo brusco; mas como en aquella tribuna la libertad de comentar los discursos era tradicional, hacía esfuerzos por contenerse. Lo mejor que se le ocurrió para evitar compromisos, fué hacer una escapada á su casa, y enterarse de cómo seguía su esposa. Cuando volvió, todavía continuaba el orador en el uso de la palabra.

—«Ahora va el Congreso á ver el dato más curioso»—decía el bueno de Brutandór.

Y al volverse para recoger del banco los papeles en que estaba escrito, enseñó el trasero. Pero nadie advirtió este quid pro quo gracioso más que Miguel y un taquígrafo, á quien se le soltó la risa.

Seguía la zumba entre los periodistas. Sin embargo, los comentarios se decían más para dar pie á la risa que para herir al orador, á quien casi todos conocían y trataban. Sólo uno, redactor de un diario carlista, decía de vez en cuando frases graves, de mal gusto, como si tuviese algún resentimiento personal con Mendoza. Miguel le había mirado ya dos ó tres veces de modo agresivo, sin que el otro se diese por entendido. Al fin, encarándose con él, le dijo:

—Oiga usted, amigo, ya no me asombra que salgan las gacetillas de El Universo tan insulsas. ¡Se empeña usted en derrochar aquí toda la gracia!

—Lo que usted acaba de decirme, me parece una insolencia, caballero.

—Tal vez.

—Me dará usted inmediatamente una satisfacción—dijo muy enfoscado el periodista.

—No; prefiero darle á usted un disgusto—contestó Miguel sonriendo.

Entonces el redactor de El Universo tomó el sombrero y salió muy decidido. Al poco rato se presentaron dos diputados católicos en la tribuna preguntando por Miguel.

—¿Vienen ustedes á pedirme una reparación? Pues no doy ninguna: entiéndanse ustedes con estos dos amigos.

Y les presentó los que ya tenía avisados. Los padrinos del redactor católico no venían tan predispuestos á una solución belicosa. Después de conferenciar algunos minutos con los de Miguel, bajaron á pedir más instrucciones á su ahijado. Al poco rato tornaron á subir con el calumet de paz en la mano, diciendo que «los principios religiosos de su amigo no le permitían vengar las ofensas con las armas».

Al saberse esto, hubo una explosión de risa en la tribuna.

—Pues si sus principios religiosos no le permiten batirse—dijo Miguel irritado,—no había para qué nombrar padrinos. Más bien parece que ese señor quería probar fortuna.

Al fin terminó Mendoza su discurso con tres diputados en el salón, uno de ellos roncando.

Lo cual no fué óbice para que la prensa al día siguiente le declarase por hombre peritísimo «en asuntos financieros».

Cuando Miguel le fué á dar la enhorabuena, estaba sudando copiosamente; pero impasible y sereno como un dios, rodeado por todos los miembros de la comisión de presupuestos.

Salieron juntos del Congreso, y fueron á refrescarse al café de La Iberia. Después de charlar allí poco tiempo, llevando la palabra Miguel (ya sabemos que Mendoza no era hombre que malgastase su saliva á tontas y á locas), dijo éste levantándose:

—Vaya, Miguelito, dispensa que te deje: tengo algunas cosas que hacer.

Los ojos del hijo del brigadier expresaron el asombro y la indignación.

—Con las glorias, Perico, se te van las memorias. ¿No habíamos quedado en ver al Presidente después de la sesión?

—Es verdad; se me había olvidado—repuso Mendoza sin poder reprimir un gesto de tristeza y disgusto.—Yo no sé si en este momento... Se acerca la hora de comer...

Miguel, á quien no se le había escapado aquel gesto, dijo con la impetuosidad que le caracterizaba:

—Oyes, ¿te figuras que yo he perdido lastimosamente dos horas oyéndote citar datos que se encuentran en cualquier anuario de estadística, sólo por el gusto de hacerlo?... ¡Nunca pensé que tu egoísmo fuese tan refinado! Me ves á dos dedos de la ruina por tu causa, sólo por tu causa, y en vez de dedicar todas las fuerzas á salvarme, con lo cual no harías más que cumplir con tu deber, manifiestas olímpica indiferencia. Ni siquiera quieres molestarte yendo de aquí á la Presidencia. ¡Esto es indigno, repugnante! Te he dispensado muchas cosas en mi vida, Perico; pero esto pasa ya de la raya.

Rivera estaba trémulo y descompuesto al pronunciar estas palabras.

—No seas tan polvorilla, hombre, que yo no me he negado á ir contigo á la Presidencia ni á ninguna parte—dijo Mendoza poniéndole la mano en el hombro, mientras se dibujaba en sus labios la sonrisa humilde que llamaba Miguel «de perro de Terranova».—Vamos ahora mismo á la Presidencia.

—Vamos—dijo Rivera secamente, levantándose.

Á los pocos pasos ya le había desaparecido el enojo. Cuando llegaron, aún no había entrado el Presidente. Mendoza, como diputado, penetró en el despacho desde luego con Miguel, y allí le aguardaron ambos, sentados cómodamente en un diván, mientras la caterva de pretendientes se pudría en la antesala. No tardó en oirse el ruido de un carruaje en el portal. Al instante comenzaron á sonar rabiosamente todos los timbres de la casa.

—Ahí está el Presidente—dijo Mendoza.

En efecto, á los pocos segundos, entró en el despacho acompañado de varios diputados. Al ver á Mendoza, le saludó en el tono familiar y campechano con que se saluda á los amigos que se ven todos los días.

—Bien trabajado, querido Mendoza, bien trabajado. Ha producido muy buen efecto.

Aludía al discurso.

Aquél, en vez de acortarse ante la grandeza del personaje que tenía delante, le respondió en el mismo tono familiar y corriente. A Miguel no dejó de causarle maravilla aquel aplomo. Porque él, con estar más avezado al trato social, no podía menos de sentir cierta emoción respetuosa ante el hombre que empuñaba á la sazón las riendas del Gobierno. Tendría unos cincuenta años: era rubio, pálido, de facciones correctas y no desagradables. Lo único que afeaba su rostro era una fila de dientes grandes que dejaba harto al descubierto cuando sonreía; y lo hacía á menudo, por no decir constantemente.

—Le presento á mi amigo Miguel Rivera, director que es actualmente de La Independencia.

—Ya tenía noticias de este señor. Muchísimo gusto en conocer á usted personalmente, Sr. Rivera—dijo el Presidente, estrechándole la mano con excesiva amabilidad.

—Ustedes me dispensarán un momento, ¿no es verdad?—añadió, tocándoles en el hombro á ambos.—Tengo que hablar cuatro palabras con aquellos señores... Soy con ustedes al instante.

El instante fué de cerca de media hora. Miguel estaba ya impaciente. Sin embargo, le había complacido mucho la acogida cortés del Presidente y por eso le perdonaba sin dificultad la tardanza.

—Ea—dijo después que hubo despedido á todos,—ya soy de ustedes. ¿Qué se le ocurre, amigo Mendoza?

—Quería saber si han resuelto ustedes algo acerca del distrito de Serín.

—¿Qué distrito es ese; el que deja el General Ríos?—preguntó, dejando momentáneamente de sonreir y fijando los ojos en el balcón.

—Sí, señor.

—Hasta ahora no hemos pensado en los distritos que quedan vacantes. Las segundas elecciones tardarán dos meses lo menos en efectuarse.

—Aquí, mi amigo Rivera, tiene el proyecto de presentarse por ese distrito, en el caso de que el Gobierno le apoye.

—Tempranito es aún. Hace usted bien, sin embargo, en no descuidarse... ¡Pero usted, amigo Mendoza, es un pozo de ciencia!—añadió alegremente, sin poder saberse á punto fijo si hablaba ó no con ironía.—¡Vaya un discurso nutrido el que usted nos ha dado esta tarde!

Brutandór bajó la cabeza é hizo todo lo posible por sonreir.

—Con ustedes no gasto ceremonias, porque son amigos. Acompáñenme ustedes á comer, y así hablaremos con más espacio y comodidad.

Y les hizo pasar á un gabinete reservado donde estaba puesta la mesa. Ni Mendoza ni Miguel aceptaron la invitación; pero éste agradeció aquella amable franqueza.

Se puso á comer el Presidente, deplorando repetidas veces que no le acompañasen; mostróse cada vez más expansivo y cariñoso con Mendoza y abrumó á Miguel con finas y delicadas atenciones, ahora hablándole de su padre, á quien había conocido, y haciendo de él calurosos elogios, ahora recordándole algún buen artículo de La Independencia, otras veces, en fin, informándose con visible interés de los pormenores de su vida, si estaba casado, cuánto tiempo hacía, dónde había estudiado, en qué se ocupaba, etc., etc. Contóles varias anécdotas picantes, é hizo algunos retratos chistosos de personajes políticos ya fallecidos á quien en tiempos antiguos había tratado. De los vivos, aunque fuesen de oposición, hablaba siempre con bastante miramiento. Interrumpiéndose de pronto, dijo á Miguel:

—¿No es verdad, Sr. Rivera, que el Presidente del Consejo es un tantico desvergonzado?

—Dicen que Richelieu también lo era—respondió Miguel inclinándose.

—Siento tener sus defectos y no sus cualidades. ¡No sabe usted lo que yo envidio á esos hombres reservados, comedidos, prudentes... así como nuestro amigo Mendoza!

Tampoco era fácil saber ahora si el jefe del Gobierno hablaba en serio.

—Yo no: es privarse de uno de los mayores placeres de la vida.

—Convengo en ello; pero el más caro de todos.

Y á este propósito les refirió varios lances en que el decir con franqueza lo que pensaba le había ocasionado graves daños. Era su conversación alegre, insinuante, sin sombra de orgullo. Pecaba, al contrario, de excesiva familiaridad. Cuando terminó de comer, ofrecióles galantemente cigarros, y encendiendo uno, y echándose hacia atrás en la silla, preguntó á Rivera:

—¿Conque usted quiere ser diputado por Serín?

—Si usted no se opone á ello...

—¡Yo qué me he de oponer! Basta que usted sea hijo del brigadier Rivera y amigo de Mendoza. Además, la elección no podría ser más acertada: usted es un joven de talento, como ya lo tiene demostrado; pertenece al elemento democrático del partido, que dispone dentro de él de un respetable contingente; es usted independiente por su fortuna... Con hombres como usted, los jefes de Gobierno deben tener mucha cuenta y procurar á toda costa atraérselos. Á nosotros nos convienen los jóvenes de inteligencia y de porvenir; los astros que se levantan. En cuanto á los que se acuestan, cama de pluma para que descansen. Esta es la vida pública.

Quedóse unos instantes pensativo, dió una chupada al cigarro y añadió:

—No conozco el distrito de Serín. ¿Usted sabe cómo anda aquello, Mendoza?

—Me parece que el Gobierno dispone de él en absoluto. El General no ha tenido siquiera oposición.

—Bien; pero hay que tener presente que el General es figura de primera magnitud en la política, y que su nombre bastaría para ahuyentar toda oposición.

—Sin embargo, yo creo que el distrito, con pequeño esfuerzo que el Gobierno haga, es seguro.

—¿De veras?

—Sí, señor.

—¿Y el General está conforme con la candidatura del señor?

—Desde luego; es antiguo amigo suyo. Por él le he conocido yo.

—Pues si es así—dijo levantándose y poniendo una mano en el hombro á Miguel,—cuéntese diputado.

Sintió éste un leve estremecimiento de placer, y respondió, levantándose también:

—Muchísimas gracias, señor Presidente.

—No las acepto. ¡Qué otra cosa pudiera yo desear que todos los diputados de la mayoría fuesen como usted!... No deje usted de venir por aquí á charlar algún rato. Aunque las elecciones se retrasarán todavía un poco, conviene que usted escriba al distrito y se entienda por medio del General con alguna de las personas caracterizadas. No dé usted manifiesto ninguno. Cuando llegue la ocasión, ya escribiremos al gobernador. Adiós, señores; tanto gusto en conocer á usted. Ya sabe usted dónde me tiene á sus órdenes. No me olvide usted, y déjese ver por aquí alguna vez.

Miguel salió entusiasmado de la entrevista. Cuando estuvo en la calle, exclamó:

—¡Pero qué simpático es el Presidente, Perico! Cualquier jefe de negociado está más hinchado que él, en su oficina. Bien se echa de ver la superioridad de las personas, cuando es legítima. Ya no me sorprende que tenga tantos amigos y tan decididos... ¡Es tan fácil á un personaje elevado conquistárselos! Aquí me tienes á mí que con sólo una acogida natural y afectuosa y algunas frases de cortesía, soy capaz de matarme por él.

—No hay que descuidarse en escribir al General—dijo Mendoza gravemente.

—¡Eres un hombre de hielo, Perico! Para ti no hay amistades ni odios, hombres simpáticos ó antipáticos. De todos tomas lo que te hace falta y sigues tu camino... Quizá tengas razón.

XVIII

NO estás enojada conmigo, Maximina? ¡Dejarte sola todo el día!—dijo, acercándose á la cama de su esposa.

—¡Bah! Cuando tú lo has hecho, por algo sería—respondió ella besándole la mano con que la acariciaba el rostro.

Al día siguiente, recibieron la visita de la tía Martina y de su hija Serafina. La buena señora había enflaquecido notablemente: ¡tal vida llevaba con su marido! Don Bernardo estaba cada vez más loco con sus disparatados celos. Al referirles lo que en su casa acaecía, lloraba á lágrima viva.

—Al cabo de cuarenta años de matrimonio, ¡cómo se me había de ocurrir faltar á tu tío, Miguel! ¿No te parece que tengo bien probada mi virtud? Y si hubiera de caer, además, no sería con un viejo carcamal que huele á drogas de una legua, como tú comprenderás, ¿no es cierto?...

Miguel asintió con la cabeza, reprimiendo á duras penas una sonrisa; pues le hacía gracia que su tía encontrase verosímil el que un joven la galantease.

—Yo soy una mujer honrada... Serafina, no vengas á aquí; vuélvete con el niño al comedor—dijo, interrumpiéndose al ver á su hija entrar en la alcoba con la criatura en los brazos.—Toda la vida lo he sido. Ni con el pensamiento he faltado jamás á mi marido. En pago de esto, ahora me avergüenza delante de los criados, tratándome poco menos que como una mujer pública. Yo no puedo sufrir más tiempo este martirio, Miguel. Me muero, me muero sin remisión. El otro día armó un escándalo porque halló una colilla de cigarro en mi gabinete. Como ni Vicente ni Carlos fuman, se empeñaba en que allí había estado Hojeda. Hasta sostenía que era de un cigarro igual á los que éste fuma, cuando en su vida fumó pitillos. A mí me acometió un desmayo: hubo que llamar al médico. Por fin, allá de noche, viendo el grave disgusto que en casa había, un criadillo de quince años que tenemos le confesó á la doncella que había sido él quien dejara olvidada la colilla, y ésta se lo fué á decir á Bernardo. Pues aunque lo despidió al instante, todavía no quedó tranquilo. No nos duran los criados más de quince días. Todos se le figura que son alcahuetes del boticario... Anteayer subió el chiquillo de los periódicos y me los entregó á mí, que pasaba casualmente por el corredor. Mi marido, que lo ve, se le mete en la cabeza que es un emisario y sale corriendo al balcón. ¡Por cuanto á los pocos minutos pasaba por la calle Hojeda!... No os quiero decir lo que allí pasó; ¡un delirio, una catástrofe! Si no es por Vicente, me mata con el revólver... No puedo salir sino acompañada de mi hija, y eso dejando escrito en un papel adónde voy... Ha mandado deshacer todos los colchones de la casa para hallar unas cartas que dice que yo tengo ocultas.... En fin, ¿queréis más? Ha mandado poner una reja á la chimenea, porque piensa que por allí entra Hojeda en casa...

—¡Ave María! ¡Está loco el pobre tío!—exclamó Miguel.

—No lo creas: habla tan acorde como tú y como yo, y no se le olvida nada.

—Tía, no está usted fuerte en frenopatía. Los locos han progresado, como todo en este mundo. Ahora discurren y hablan como los demás. Para distinguir un loco de un cuerdo es necesario acudir á los especialistas. Por consiguiente, no se meta usted en honduras; cuanto más que mi tío está dando señales muy sospechosas hasta para los profanos.

Loco ó cuerdo, quiero separarme de él, porque mi vida es un infierno. Pero una vez que solté la especie, se puso frenético, diciendo que yo deseaba el divorcio para unirme con mi querido, y que me daría seis tiros si llegaba á hacerlo...

—¡Pobre tía!—dijo Maximina llorando también.

—¡Qué os parece de mi vida!... Pues no es eso sólo. Tengo otra porción de disgustos encima. Una niña de Eulalia la tenemos casi ciega...

—¿De qué?—preguntó la joven madre.

—¿De qué ha de ser, muchacha? De la vista.

—Le preguntaba de qué enfermedad.

—¡Ah! No sé qué nombre le da el médico. Además, Encarnación, la doncella, que ya sabéis que era mis manos y mis pies, se ha casado el lunes de la semana pasada. No os podéis figurar cómo está la casa desde que ella salió. Aquello es una república, hijos. Yo no puedo multiplicarme: ¡como hacía doce años que descansaba en ella!... Ella tenía las llaves de la ropa blanca; ella tomaba la cuenta á la lavandera; ella sacaba el chocolate y los garbanzos; ella avisaba en el almacén de vinos, cuando hacía falta, y mandaba por aceite y por azúcar; ella planchaba las camisas á Carlos y Enrique (porque Vicente las manda á planchar fuera). En fin, yo apenas estaba enterada de lo que comían los criados, porque ella los traía bien sujetos...

—¿Y Enrique? ¿Qué es de él?—preguntó Miguel, temiendo que su tía, hablando de criados, no concluyese nunca, según su costumbre.

—Esa es otra. ¡Empeñado en casarse con la chula! No hay quien se lo saque de la cabeza. Su padre no quiere oir hablar de él siquiera, y ya ha dicho que, si continúa en relaciones con ella, lo echa de casa. Vicente y Eulalia tampoco le dirigen la palabra. Quien paga los vidrios rotos en casa soy yo, porque á mí me da lástima, ¿sabéis?

—Sí; Enrique siempre ha sido el preferido.

—Toda la familia se empeña en eso, y no es verdad; pero como veo que es el más desgraciado... Él, en cambio, me trata peor que á un zapato.

La entrada de Serafina con el chico, cortó de nuevo la conversación. Detrás de ella venían todas las criadas, dando muestras de viva agitación.

—¿Qué pasa?

—Que el niño se ha reído—dijo Serafina.

—Se ha reído como hay Dios en los cielos, señorita—confirmó una criada.

—Vaya, están ustedes locas—dijo D.ª Martina.—¡Si no tiene más que dos días!

—No puede ser—manifestó Maximina poniéndose, sin embargo, colorada de la impresión.

—Que sí, señorita, que sí—prorrumpieron todas.

—Verá usted cómo fué, señorita—dijo una de ellas muy sofocada.—Estaba la señorita Serafina así con el niño, ¿sabe? Y voy yo y le cogí así, por la espalda, ¿sabe? y lo levanté en alto, y lo empecé á menear y á decirle: «Chiquirritín, botón de rosa, clavel, ¿quieres llamarte Miguelito como tu papá?» El niño, nada. «¿Quieres llamarte Enriquito como tu tío?» Tampoco hizo nada. «¿Quieres llamarte Serafín como tu tía?» Entonces abrió los ojillos un poco, ¿sabe? ¡y nos hizo una muequecita tan salada!

Maximina sonreía como si estuviese escuchando un secreto celeste. Lo mismo ella que la tía Martina se dejaron convencer al instante; pero Miguel se resistió.

—Yo, en materia de sonrisas de niños, por más que cuenten cincuenta y siete horas de existencia, tengo un escepticismo inveterado. Soy como Santo Tomás: «Ver y creer».

—Que se ha reído, Miguel, no te quepa duda; te lo aseguro yo—dijo Serafina.

—No me ofreces garantías suficientes de imparcialidad.

—Bueno; pues va á hacerlo otra vez. Ya verás.

Serafina cogió el niño y lo levantó por encima de la cabeza con gran decisión, preguntándole al mismo tiempo si deseaba llamarse Serafín, á lo cual el niño no juzgó oportuno responder, tal vez por un exceso de diplomacia, porque no sería raro que el nombre le pareciese ridículo.

Maximina estaba pendiente de sus labios como si se hallase en el ejercicio de preguntas de una oposición á cátedra.

—Á ver con usted, Plácida—dijo, procurando ocultar su aflicción.

Plácida se destacó del grupo como una artista del circo de Price que sale á ejecutar su trabajo. Levantó el niño con sorprendente maestría, lo movió de Norte á Sur, después de Oriente á Occidente y le hizo con voz recia las preguntas consagradas: «Chiquirritín, monín, botón de rosa, clavel, ¿quieres llamarte Miguelito como tu papá? ¿Quieres llamarte Enriquito como tu tío? ¿Quieres llamarte Serafín como tu tía?»

Un silencio lúgubre siguió á estas palabras. Todos los ojos estaban clavados en el joven opositor, quien lejos de mostrar predilección por ninguno de los nombres que le indicaban, manifestó bien claramente, aunque en forma inarticulada, que no hallaba motivo para que por mera cuestión de nombres le batiesen tanto los hipocondrios.

—¿Lo veis?—dijo Miguel.

—Es que ahora no está de humor de reirse—contestó Maximina muy desabrida.—Tampoco tú te ríes cuando te lo mandan. Además, ahora debe de tener hambre. ¡Traédmelo, traédmelo! ¡Pobrecillo de mi vida! ¡Corazón mío!

Y la niña-madre ocultó á su hijo dentro de las sábanas y le puso el pecho en la boca.

A los tres días se efectuó el bautizo. Con la resignación melancólica que las madres manifiestan en este caso, Maximina dejó que le llevasen á su hijo.

—Ya es cristiano, señorita—le dijo la muchacha entregándoselo.

La niña lo besó con ternura y lo apretó contra su seno diciendo por lo bajo:

—Ya no te separarán más de mí, hijo de mis entrañas.

A los cinco días ya se levantaba de la cama. Era una naturaleza provinciana, rica de sangre, en la cual, esta función augusta de la vida, lejos de dejar huella dolorosa, provocaba un aumento de salud y de fuerzas. A los ocho ya desempeñaba todos los menesteres de la casa. A los quince salía de paseo. Fueron padrinos del niño Enrique y Julita, y se llamó como el primero.

Los placeres que todo esto proporcionaba á Miguel, estaban amargados con el grave peligro que su fortuna corría. A todas horas le mortificaba tal pensamiento, en términos que le costaba hacer un esfuerzo grande sobre sí mismo para aparecer alegre delante de su esposa. Se había escrito al General; pero éste había contestado en forma tan ambigua y maliciosa, que ya no le quedó duda de que por ese lado el negocio estaba perdido. Desde entonces consideró cuerdamente que su salvación estaba en salir diputado, ganar influencia en la mayoría y con los ministros y aprovecharla en un momento dado para sacar de los fondos reservados el dinero que había comprometido.

Pero Eguiburu ya le había hecho otras tres ó cuatro visitas, y le apuraba para que garantizase el dinero restante. En la última, con muchos rodeos y perífrasis, llegó á amenazarle con una demanda ejecutiva. Comprendió entonces que era preciso jugar el todo por el todo. Si no se avenía á garantizar, la ruina era segura. Eguiburu le sacaría á subasta las casas, y por más que le quedase algún dinero, porque valían más que el importe de la deuda, no sería mucho. Por otra parte, esto traería consigo el escándalo. Le considerarían todos como un hombre arruinado, cuando no como tramposo, y no le harían caso: tenía suficiente conocimiento del mundo para verlo claramente. De la diputación sería preciso asimismo despedirse: la pobreza huele mal en todas partes.

Decidióse, pues, á firmar el pagaré de los doce mil duros, y para ello convino con su acreedor el día y la hora. Con la emoción natural en quien va á quemar las naves, se presentó una tarde en casa de Eguiburu. Estaba en su despacho hablando con dos personas. Quiso aguardar Miguel á que éstas saliesen para tratar su asunto; pero el banquero comenzó desde luego á hablar en voz alta, y como observase que el joven dirigía frecuentes miradas á los intrusos y se mostraba reservado para contestar, le dijo:

—Puede usted hablar con toda confianza, Rivera. Estos señores son amigos y no les importa nuestros negocios.

Miguel se hizo cargo en seguida de lo que aquello significaba:—«Este miserable tiene miedo de que yo niegue la firma y ha traído dos testigos». Pensando esto, la bilis se le revolvió. Hubiera deseado no tener familia para tirar los treinta mil duros por la ventana y abofetear en tal momento á aquel puerco. Se reprimió con trabajo y comenzó á ventilar su asunto con el feroz banquero, el cual hablaba cada vez más alto, sacando á luz todos los antecedentes. Miguel contestaba secamente á sus preguntas. Al fin, cuando las hubo satisfecho á su gusto y se disponía á firmar el pagaré, le dijo:

—Ahora surge una dificultad, amigo Rivera. Para mí es doloroso decírselo á usted porque no le ha de agradar; pero no puedo pasar por otro camino. Además de los doscientos cuarenta y seis mil reales que para los gastos del periódico he facilitado, entregué también en diversas fechas algunas cantidades, ya al General, ya al Sr. Mendoza, ya al administrador del periódico, las cuales suman ciento once mil reales... Aquí están los recibos. En ellos se expresa que estas cantidades estaban destinadas para el socorro de los emigrados, aunque en realidad eran para los manejos revolucionarios... Yo, como usted comprenderá, no he de perder este dinero.

—Y quiere usted que lo pierda yo, ¿verdad?

—Podría exigírselo al General y al Sr. Mendoza, firmantes de los recibos; pero me costaría trámites judiciales, molestias...

—Sí, sí, más vale que yo garantice también esos cinco mil duros—dijo Miguel con acento sarcástico. Así se libran ellos y usted de molestias.

—Yo, Sr. de Rivera, siento muchísimo perjudicar á usted...

—Nada, no lo sienta usted; cuando se tiene á un hombre cogido por el cuello se debe apretar... Á ver ¿dónde está ese pagaré?... Extienda usted el otro.

Eguiburu, ruborizado, le alargó un papel, y Rivera lo firmó con mano nerviosa. Tenía el semblante demudado y la voz alterada; pero conservaba una actitud grave y fría.

—¿No ha extendido usted aún el pagaré de los ciento once mil reales?—preguntó con sequedad.

—Voy allá, Sr. de Rivera—respondió el banquero, sin poder ocultar cierta confusión, que probaba que aún no había perdido del todo la vergüenza.

Cuando hubo terminado, Miguel lo firmó, dejó caer la pluma con orgulloso ademán, y se despidió, inclinando la cabeza.

—Buenas tardes, señores.

Salió sin dar la mano á ninguno.

Las mejillas le echaban fuego cuando se encontró en la calle. Lo primero que hizo fué ir á la redacción de La Independencia, y anunciar á los redactores y empleados que el periódico cesaba en su publicación. Escribió un artículo de despedida, y dejó medio arreglados los asuntos. En los días siguientes quedaron zanjados por completo.

Muerta La Independencia, quedó más desahogado y pudo consagrarse enteramente á «trabajar la elección». En ella tenía cifrada su esperanza. Si salía diputado, confiaba hacerse notar pronto entre la mayoría: su palabra no era torpe: estaba avezado además á la polémica: finalmente, se juzgaba con más ilustración que la mayor parte de los que á la sazón representaban al país. Se aplicó, pues, con ahinco á buscar recomendaciones, no sólo de primera, sino de segunda, tercera y hasta de cuarta mano, escribió numerosas cartas é hizo varias visitas. Guardóse, no obstante, de hacérselas por de pronto al Presidente: tenía suficiente malicia ó tacto para comprender que no debía mostrar un afán demasiado vivo, á fin de que no se le desdeñase. Lo mejor era trabajar por su cuenta primero, y después recordar al ministro su palabra.

Mendoza no aprobó la muerte de La Independencia.

—Ha sido un mal golpe, Miguel, que te puede costar caro—dijo, torciendo el gesto.

—¿Qué querías—respondió impetuosamente aquél,—que estuviese soportando de mi bolsillo todos los gastos, además de la fianza que tengo encima?

—Aun haciendo un sacrificio, te hubiera convenido sostener el periódico al menos hasta después de la elección.

Miguel todavía se empeñó en sostener lo contrario; pero en el fondo, al instante vió claramente que su amigo tenía razón y que había obrado con ligereza.

Trascurrido un mes ó más desde la primera visita que hizo al Presidente, determinó hacerle la segunda. Se fué allá á la hora en que solía estar en su despacho. El portero le dijo que su excelencia estaba ocupadísimo hablando con una comisión de diputados catalanes y que había dado orden de no dejar pasar absolutamente á nadie.

—Necesito hablarle: él ha sido quien me ha invitado á venir por aquí.

El portero le miró con esa expresión de indiferencia y fatiga, preñada en el fondo de desprecio, del que está escuchando constantemente las mismas cosas y sabe que son mentira.

—Si usted quiere aguardar, puede sentarse.

Aquello quería decir:

—¡Qué retonto es usted, amigo! ¿Cree usted que tengo ganas de oir simplezas?

Miguel se ruborizó y fué á sentarse en un diván de la antesala donde había otras seis ú ocho personas aguardando.

Al poco rato entró un caballero de paletó, muy finchado, y el portero se inclinó reverente y le abrió la mampara del tabernáculo presidencial. De modo que la orden de no dejar pasar «absolutamente á nadie» era una farsa del portero. Miguel se levantó vivamente, y le dijo abriendo su cartera:

—Tenga usted la bondad de entregar esta tarjeta al Presidente.

—No puedo, caballero; tengo orden...

—Le digo á usted que entregue esa tarjeta al Presidente—repitió más alto y con acento enérgico que impuso al ujier, quien la tomó por fin, aunque murmurando, y entró en el despacho.

—Aguarde usted un instante, caballero—dijo saliendo otra vez.

Hora y media esperó; pero estaba resuelto á hablar con el jefe del Gobierno, y no bastaron á hacerle desistir de su propósito ni las miradas burlonas del portero, ni su propia impaciencia, que era grande. Al fin se abrió la mampara y salió un grupo de diputados, y entre ellos el Presidente con el sombrero puesto y con todas las trazas de irse á la calle.

—¡Ah! Sr. Rivera—dijo viéndole.—Dispénseme usted... Tantas cosas tengo en la cabeza... ¿Quiere usted que entremos en el despacho?

—No merece la pena—replicó Miguel, entendiendo que aquello molestaría al prócer.

Este le cogió familiarmente por la solapa de la levita, y lo llevó al hueco de un balcón.

—Viene usted á hablarme del distrito, ¿eh? ¿Cómo lo tiene usted?

—Creo que bastante bien. Hasta ahora, me parece que no hay oposición.

—Tenía que hablarle de esto. Pensaba escribirle para que viniese por aquí. Me alegro que usted se haya adelantado. Ayer me han dicho que por ese distrito trataba de presentarse Corrales.

—¿Quién, el ex ministro moderado?

—El mismo. No creo que tenga allí ningún arraigo, ni que el Gobierno necesite ejercer gran presión para derrotarle; pero conviene no vivir descuidados. Por nada en el mundo quisiera que el representante más genuino, y uno de los más temibles del moderantismo, se nos colase de rondón en nuestra casa. Porque el distrito de Serín es nuestra casa, puesto que ha elegido á Ríos, que es factor importante de la revolución. ¿Ha trabajado usted mucho?

—Bastante.

—Bien; pues uno de estos días tráigame usted los datos que tenga reunidos, los nombres de los alcaldes que nos sean contrarios, y los de las personas sobre las cuales el Gobierno pueda influir. En tanto, no ceje usted un momento. Comprometa usted á los amigos que han dado la elección al General; pero no se fíe usted mucho de las palabras. Procure usted tenerlos cogidos de algún modo, bien con promesas ó con amenazas. Quedamos en que usted me traerá los datos, ¿verdad? Adiós, Rivera. No olvide usted el camino de esta casa.

Se despidió con un cordial apretón de manos. Miguel quedó, como la vez pasada, plenamente satisfecho. El jefe del Gobierno tenía un tacto especial para hacerse perdonar sus descortesías, un carácter abierto y cariñoso, que cautivaba inmediatamente á cuantos se le acercaban.

Quince días tardó en verle de nuevo, porque dos veces que había ido, se le dijo que su excelencia no podía recibirle por estar despachando con el subsecretario.

—Hola, Rivera; ya sé que ha estado usted otra vez aquí. He sentido en el alma no poder verle. De todos modos, hasta ahora no corría prisa el asunto. Vamos á ver; siéntese usted. ¿Cómo lleva usted ese distrito? ¿Le da á usted mucho que hacer Corrales?

—Hasta ahora no es gran cosa.

—¿De veras?—dijo el Presidente sorprendido.—Pues muy distintas son mis noticias entonces. Me han dicho que se está moviendo de un modo prodigioso; que el clero trabaja por él con decisión, y que algunos de nuestros amigos, á quienes, al parecer, Ríos no ha podido ó no ha querido servir, se le han pasado con armas y bagajes... Pero es posible que usted esté mejor informado.

—Sr. Presidente, las cartas que de allá recibo no dicen nada de eso; antes me aseguran todos los amigos del General que estando éste conforme con mi candidatura, y apoyado por el Gobierno, no es posible dudar por un momento del triunfo.

—Con todo, es conveniente que usted vaya en persona á allá, hable con ellos y vigile la elección. Los que llevamos algunos años en la vida pública, sabemos que no hay ninguna segura.

—Está bien. ¿Cuándo cree usted que debo marcharme?

—Cuanto antes mejor; pero antes pásese usted por aquí á fin de que yo le dé algunas cartas. Para el gobernador no la necesita usted, puesto que ya sabe hace tiempo que es usted el candidato oficial... Además, creo que ustedes se tratan...

—Sí, señor; le he conocido cuando era redactor de La Iberia.

XIX

PUES estando Miguel con este afán y congoja por el temor de una ruina inminente en su fortuna, otro peligro mil veces mayor le amenazaba sin saberlo. Ya hemos visto qué extraña inclinación se despertó en D. Alfonso Saavedra hacia Maximina. No puede compararse más que á la del lobo de que nos habla el apólogo, quien teniendo á su disposición el rebaño entero de un rico fué á devorar la única oveja que un pobre poseía.

Como el caballero andaluz no era hombre avezado á los desdenes, ó porque tropezase casi siempre con mujeres fáciles, ó porque su figura arrogante, su fortuna y su astucia le hiciesen temeroso aun para las firmes, quedó altamente desabrido de la escena del baile en que tan ridículo papel había hecho á sus propios ojos. La carencia absoluta de coquetería, que notaba en la esposa de Rivera, era lo que más le mortificaba precisamente, pues no podía siquiera forjarse la ilusión de que la indiferencia con que había acogido sus galanteos fuese en poco ó en mucho fingida. Decir que después del baile su afición subió de punto grandemente, sería hacer poco honor á la penetración de los lectores. Nadie ignora que para el amor el desdén no suele ser el mejor calmante y que en la mayoría de las pasiones locas que en el mundo vemos, entra con un contingente respetable el amor propio.

No enloqueció Saavedra, ni aun quiso aparentarlo haciendo sandeces como D. Quijote en Sierra Morena; pero como hombre sagaz y corrido en aventuras de esta clase, determinó no perder otra vez su sangre fría y establecer el bloqueo de la plaza según las reglas que de su experiencia había sacado. Penetrando pronto en el carácter de Maximina, comprendió que con ella no servía de nada la amabilidad henchida de arrogancia, el acatamiento empapado de desdén con que había enamorado á su prima Julia. Aquella naturaleza serena, grave y humilde, no podía ser atacada por la vanidad. Era preciso dirigirse al corazón. Propúsose, pues, ganarla poco á poco, no en calidad de amante desdeñado, que esto bien se le alcanzaba que era perder para siempre su estimación, sino como amigo sincero, cariñoso y servicial. Procuró con todas sus fuerzas ahuyentar las sospechas que la conversación del baile pudiera haber dejado en el ánimo de la joven esposa. Pronto se cercioró de que la agitación en que entonces se hallaba no le había permitido fijarse en que la estaba galanteando: y pudo á su sabor desplegar el plan de campaña que había meditado.

Poco á poco empezó á frecuentar más la casa, venciendo con maña la antipatía que Miguel no era poderoso á ocultar. Para ello dejóle entrever cierto cambio en su conducta favorable á las ideas de orden y á la paz y bienestar que consigo trae la vida de familia. Mostrósele en algunas confidencias como hombre hastiado de la vida corrompida y desengañado de los placeres mundanos. Para lisonjear sus aficiones literarias y científicas, pidióle algunos libros, y después de leerlos le habló de ellos con prolijidad y entusiasmo, que hacían reir á nuestro joven interiormente. Entonces, mejor que nunca, comprendió, y no dejó de admirarse, de la supina ignorancia de los hombres llamados de mundo. D. Alfonso no había leído en su vida más que unas cuantas novelas francesas; y hacía algunas veces tales preguntas, que pasmarían á cualquier niño de la segunda enseñanza.

—Es uno de nuestros salvajes más distinguidos—decía á su esposa hablando de aquella nueva afición á los libros.

Con Maximina sostenía el caballero andaluz largas conversaciones acerca de sus viajes, fijándose en las costumbres domésticas de otros países.

—Mire usted (Saavedra no tuteaba á Maximina; á Miguel sí), en Inglaterra se come cinco veces al día. Por la mañana se desayuna uno con cualquier cosa: á las nueve ó las diez se hace un almuerzo relativamente fuerte: á la una, otro más flojo: á las cinco ó las seis, se come, y al tiempo de retirarse también se toma algo.

Maximina, como ama de casa, se interesaba por estos pormenores, preguntaba el precio de las viandas y el de las habitaciones. Admirábase muchísimo de la libertad que en aquellos países tenían las mujeres para salir solas por la calle y aun para viajar.

—Vamos, el gran país para Maximina—decía Miguel.—Le da vergüenza ir sola á misa, y está la iglesia á cuatro pasos.

La niña sonreía avergonzada.

—Pues ayer he ido con Juana á la calle de Postas á comprarte calzoncillos.

—Hé ahí una palabra que no podía usted pronunciar en Inglaterra delante de gente.

—¡Madre! ¿Y cuando los compran, cómo los llaman?

—Lo dicen al dependiente bajo secreto de confesión—respondió Miguel.

—No haga usted caso—dijo Saavedra riendo.—Para aquellas damas los dependientes de comercio no son gente.

También procuraba ponerla en algunas confidencias íntimas de su casa y familia, pidiéndole consejo y siguiéndolo á menudo.

—La verdad es que en punto á buenos consejos no echo de menos á mi madre. Usted, Maximina, hace sus veces divinamente. Me declaro hijo adoptivo de usted, aunque bien puedo ser su padre.

—Pero no es usted todo lo obediente que yo quisiera.

—Sólo en un punto, ya lo sabe usted... En los demás la obedezco ciegamente.

El punto era el del matrimonio. Maximina no cesaba de aconsejarle que se casase.

—Hasta ahora no he hallado una mujer que me satisfaga para esposa—contestaba él.

—¿Por qué no se casa usted con Julia?—le dijo un día á boca de jarro, con la ingenuidad que la caracterizaba.

D. Alfonso quedó un poco confuso.

—Julia es una buena chica... muy bien educada... tiene talento... es bonita... Pero aquí, en confianza, Maximina, ¿cree usted que yo sería feliz con Julia?

—¿Por qué no?—replicó la niña.

Saavedra guardó silencio unos instantes, quedando en actitud reflexiva. Después, dijo:

—Ya comprenderá usted que siendo usted su cuñada y yo su primo, ni uno ni otro podemos delicadamente hablar de ella, sino para elogiarla, cuanto más que lo merece por muchísimos conceptos. Pero con usted tengo confianza para decirle una cosa, y es que no congeniamos. Somos los dos...

Y D. Alfonso puso los dedos índices uno frente á otro.

—Pues yo creía que se querían ustedes.

—Sí, nos queremos, pero... de eso á casarse hay alguna distancia... Le recuerdo que acabo de hablarle como si fuese usted mi madre. No diga nada de esto á Miguel. Es su hermano y la cosa más insignificante podría molestarle.

De esta manera insidiosa quiso la serpiente introducirse en aquel paraíso. Y lo consiguió al cabo. Como tenía prudencia bastante para no abusar, entró pronto en la casa con cierta familiaridad, pero siempre á las horas en que Miguel estaba. Bien se le alcanzaba que una sombra de sospecha que por la mente de éste pasase, bastaría para que todo concluyese Dios sabe cómo. Aprovechaba también las ocasiones en que la brigadiera y Julia venían á visitar al matrimonio, para acompañarlas. Los celos, que había sentido la noche del baile, se le habían borrado por completo á la hija del brigadier, al ver la confianza fraternal con que don Alfonso trataba á su cuñada y el empeño que ésta mostraba en reunirlos y verlos conversar aparte.

—Tú me has casado á mí. Yo me he empeñado en casarte á ti—le decía.

—Sí; pero yo te he casado con el hombre que querías—contestaba Julia riendo.

—Tú también quieres á Alfonso: no finjas, Julita—replicaba Maximina besándola.

Por otra parte, Saavedra, en vez de romper el lazo amoroso que le unía á su prima, habíalo apretado más en los últimos tiempos, quizá para apartar toda sospecha de su plan, ó por ventura porque tuviese otro y pretendiese conducirlos á un tiempo; que todo podía esperarse de su carácter depravado.

Pero habían trascurrido ya algunos meses, y su nefanda empresa no había adelantado un solo paso. Verdad que en la casa de Miguel se le otorgaba cada día más confianza, que comía con ellos á menudo, que venía de tertulia muchas noches, y otras les acompañaba al teatro, que Maximina le trataba ya como un hermano. Pero esto, justamente, era lo que impacientaba al caballero. En aquella casa le trataban como á un hermano futuro. La joven esposa no se había dejado vencer de su negativa, y al verle persistir en sus relaciones amorosas, creía que sólo había negado por hipocresía ó por no dar su brazo á torcer, pero que en el fondo estaba profundamente enamorado de su prima. Y así era razón, dado que Julia (tal lo creía Maximina) era la joven más hermosa y más seductora de Madrid.

Cuando se efectuó el feliz alumbramiento de la joven esposa, Saavedra se condujo como un amigo consecuente, prestando los servicios que estaban en su mano, viniendo diariamente á saber el estado de la enferma, demostrando, en fin, tanta adhesión y cariño á los esposos, que el corazón tierno de Maximina correspondió con afectuosa gratitud, como no podía menos. Ya hemos indicado que ésta, después de aquel crítico suceso, había cobrado nueva gracia y atractivo en su figura. Como todas las mujeres que han nacido de veras para esposas y para madres, y se han unido al hombre que aman, cada uno de estos sucesos impresionaba y sacudía favorablemente su naturaleza. Era difícil reconocer en aquella linda joven de mejillas sonrosadas y ojos dulces y brillantes á la pálida y encogida niña de Pasajes.

La impaciencia iba penetrando poco á poco en el ánimo del caballero andaluz. La primera parte de su plan estratégico se había desenvuelto punto por punto, como él tenía previsto: había ganado la estimación, y aun el cariño de Maximina. Faltaba la segunda, que era la más escabrosa y peliaguda en su ejecución, la más dulce en el resultado. ¿Cómo empezar? Á pesar de su inconcebible orgullo, D. Alfonso temía mucho que en cuanto diese los primeros pasos le iba á faltar tierra, y dilataba el ataque para no despeñarse. No obstante, como el deseo y la impaciencia le pinchaban cada día más fuertemente, y no era hombre á quien en ninguna ocasión le faltase la audacia, túvola para dirigirle algunos embozados galanteos, que la niña recibió como bromas de un amigo mimado, y también para apretarla demasiadamente la mano al saludarla, rozar suavemente sus pies por debajo de la mesa, y sacarla una horquilla del pelo con disimulo, estando su dueño reclinado en una butaca. Maximina, en un principio, atribuyó algunos de estos actos á casualidad, y no se fijó en ellos. Mas habiendo el andaluz insistido, se sobresaltó un poco, aunque sin darse cuenta clara del peligro, procuró no colocarse nunca cerca de él, y le tuvo, desde entonces, un miedo vago. Con este resultado tan poco lisonjero en sus primeros tanteos, D. Alfonso acabó de enardecerse, y, aunque él no quería confesárselo, estaba muy predispuesto á perder la sangre fría de que tanto se gloriaba, y á echar la casa por la ventana. Como así pasó, según vamos á referir.

Miguel era muy partidario de que el niño se orease. Estaba imbuído en las modernas teorías de la educación, y creía que los niños debían vivir el mayor tiempo posible al aire libre, desde su nacimiento. Así que, en cuanto Maximina estuvo para salir, comenzó con ella á dar largos paseos por el Retiro. ¡Qué feliz era nuestra chica llevando al lado á su marido y delante á su hijo! ¡Y qué hijo aquél! Era necesario haber seguido paso á paso, como ella, sus progresos, durante mes y medio, para comprender las portentosas facultades de que estaba dotado, y los infinitos recursos de su ingenio privilegiado. Mucho le ofendería quien supusiese que todavía se mamaba los dedos, cuando topaba con ellos casualmente. Nada de eso. Á los quince días de estar en este valle de lágrimas, ya se llevaba el dedo pulgar á la boca, con la intención firme y deliberada de mamárselo, no con otro propósito. Lo cual no significa, ni mucho menos, que dicho dedo pulgar le pareciese tan bien como el pecho de su mamá: lo hacía, únicamente, por no aburrirse en los momentos de ocio. Igualmente demostró su gusto exquisito y delicado, rechazando con energía la harina lacteada que Juana tuvo la osadía de proponerle cuando la señorita estaba durmiendo. La expresión airada del semblante, y los gritos con que recibió la proposición, no daban lugar á dudas. Antes prefería morirse de hambre, que echar á perder el estómago con drogas tan insustanciales como nocivas.

Pero el asunto en que mejor se mostró su talento práctico, al par que la entereza de su carácter, fué en el sueño. Desde que nació se había propuesto dormir veinte horas diarias, poco más ó menos. Cuanto se hizo para disuadirle de este propósito, fué en vano: al parecer, tenía poderosas razones fisiológicas para ello. Cuando, desgraciadamente, algún cuidado ó preocupación que le desvelase descomponía su plan, ponía el grito en el cielo y la casa en conmoción. Miguel era el primero que acudía, le cogía en brazos, y comenzaba á dar furiosos paseos por el corredor pretendiendo ¡el iluso! dormirle de este modo. El infante protestaba cada vez más ruidosamente contra medio tan poco adecuado. El padre se ponía nervioso, al cabo de algún tiempo, y, «por no estrellarlo contra la pared», lo entregaba al brazo secular de Juana, la cual pocas veces lograba hacerle callar. Era necesario entregarlo á la madre, quien poseía en su hermoso y abundante pecho el secreto de ahuyentar los pensamientos lúgubres, y hacerle ver el mundo de color de rosa.

—¿Pero ha de estar mamando siempre ese chicuelo?—decía Miguel incomodado.—Te va á agotar.

Maximina sonreía encogiéndose de hombros, y daba un beso á su hijo, como diciéndole que estaba aparejada á dar mil vidas por él.

Mas cuando menos se esperaba, Juana, fértil en trazas, como Ulises, halló una que por lo nueva y lo eficaz, dejó pasmados á todos. Y como la mayor parte de los inventos fecundos y peregrinos, tenía el mérito además de la sencillez. Consistía en mantener al niño entre los brazos boca arriba, meciéndole arriba y abajo suavemente, y cantándole al propio tiempo, con voz algo plañidera, cierta melodía. Hemos sido siempre partidarios de que las grandes invenciones de resultados prácticos para la humanidad se difundan lo más pronto posible. Por consiguiente, no tendremos el egoísmo de callar este originalísimo cuanto simple recurso, que acaso el lector pueda utilizar (yo se lo deseo de todo corazón) algún día. La letra de la canción es como sigue:

Ea, ea, ea,
¡Qué gallina tan fea!
¡Cómo se sube al palo!
¡Cómo se balancea!

En cuanto á la música, yo creo que no estaba en ella el toque. Puede, por tanto, ponérsele cualquiera en la seguridad de obtener un feliz resultado, con tal que (entendámonos), con tal que se repita varias veces y en tono moribundo el último verso. Oirla el testarudo infante y quedarse arrobado con los ojos fijos en contemplación extática de no se sabía qué, era todo uno. Tal vez sería de la terrible gallina que sin cesar se balanceaba sobre el palo. Lo cierto es que aquellos ojillos tan abiertos y espantados, se cerraban blandamente al poco rato. Los habitantes todos de la casa daban un suspiro de satisfacción. El niño pasaba acto continuo al gran lecho nupcial, donde se le dejaba perdido en un rincón como un envoltorio de ropa.

Digo que en un principio Miguel se avenía de buen grado á salir con su esposa de paseo. Cuando el niño pedía el pecho, Maximina se lo daba sentándose en un banco, que procuraba estuviese en algún lugar solitario. Después solían entrar en la casa de vacas que allí hay, donde la joven tomaba chocolate. Mas al cabo de algunos días el hijo del brigadier, bien porque sus negocios lo exigiesen, ó porque tuviese ganas de charlar con sus amigos, dejó de acompañarla, proponiéndole que fuese sola con la niñera, pues de ningún modo quería que su hijo dejase de tomar el aire. Con harto dolor de su alma, aunque disimulándolo lo mejor que pudo, cedió ella á este deseo. El niño le infundía valor, es verdad; pero nunca pudo vencer enteramente la vergüenza y el miedo que las calles de Madrid le inspiraban cuando no iba con su marido.

Los primeros dos días no le fué mal en la excursión; mas al tercero, caminando por una calle solitaria del Retiro para comer un pedazo de pan que la niñera llevaba á prevención—pues por nada en el mundo hubiera osado entrar sola en la chocolatería,—se encontraron de manos á boca con Saavedra. A pesar de haberle visto el día anterior en casa, sintió un leve estremecimiento sin saber por qué y se puso fuertemente colorada, señal que no le desagradó al audaz lechuguino. Saludóla con efusión, hizo mil fiestas al niño, y sin pedir permiso se emparejó con ella. La niñera, por respeto, marchó delante. La conversación versó sobre los tópicos ordinarios del tiempo, lo saludable del paseo para los niños, etc., etc. De pronto Saavedra, parándose, le preguntó sonriendo:

—¿Qué ha hecho usted del pedazo de pan que estaba comiendo, Maximina?

La niña quedó tan confusa que no supo qué responder.

—Estoy seguro de que lo ha dejado usted caer al suelo. ¿Por qué le da á usted vergüenza comer cuando está criando un niño tan hermoso y robusto?

Animada con este elogio, que para ella era el más sabroso que en este mundo podían hacerle, contestó:

—Ahora siento debilidad á media tarde...

—El pan seco no le sentará á usted bien, criatura. Vamos á la chocolatería.

—¡Oh, no, ya estoy bien! No tengo ganas de chocolate.

—No sea usted hipocritilla. Cuando sale usted con Miguel lo toma usted todas las tardes. Ni ayer ni anteayer lo ha tomado usted, acaso porque no se atreve á entrar sola... Usted dirá ahora: «¿Cómo Alfonso sabrá todas estas cosas?»

—Es verdad; no comprendo...

—Y yo le diré á usted muy bajito, muy bajito (don Alfonso acercó los labios al oído de la niña): porque la he seguido á usted estas tardes.

La niña sintió que su miedo crecía. Hubiera hecho en aquel momento cualquier sacrificio por verse en su casa. No respondió una palabra y siguió caminando. D. Alfonso también siguió silencioso para que la bolita de veneno hiciese mejor operación. Cuando calculó que la imaginación de Maximina había ya dado bastantes vueltas, reanudó nuevamente la conversación por donde había comenzado, esto es, por los lugares comunes al uso. Entabló una plática familiar como dos amigos íntimos, haciéndole numerosas preguntas acerca del niño, por ser el tema más socorrido y el que más debía agradar á la joven, la embromó cariñosamente, sacó á plaza las manías de su tía la brigadiera: en suma, procuró con gran habilidad calmar su agitación y que reinase otra vez la confianza entre ellos. Mas no lo pudo acabar. Maximina estaba trémula, aunque hacía esfuerzos prodigiosos por ocultarlo, y contestaba con voz alterada y ronca á sus preguntas. Sin embargo, á fuerza de tiempo y saliva, Saavedra logró serenarla á medias. Instóla con fervorosos ruegos para que fuera á la chocolatería; pero ella se negó terminantemente y manifestó que ya era tiempo de regresar á casa; aunque no fuese verdad.

El sol desparramaba todavía sus rayos por las arenosas calles. Corría un aliento tibio y perfumado que presagiaba la primavera próxima: las yemas hinchadas de los árboles también la denunciaban con alegría. Veíanse muchos niños con el cabello por la espalda, elegantemente vestidos, corriendo detrás de los aros y de las pelotas, seguidos de sus padres ó ayos. Maximina se había dicho muchas veces en días anteriores: «¡Cuándo el mío será así!» Mas ahora los miraba desfilar por delante de ella acaso sin verlos; tan honda era la emoción que la embargaba.

D. Alfonso había procurado retenerla algún tiempo; pero cuanto más él instaba por que se quedase, más vivos deseos expresaba ella de irse. Caminando, pues, hacia la salida del Retiro y considerando por un lado que pronto tendría que dejarla y por otro que el paso que había dado era demasiado atrevido para poder volverse atrás, resolvió echar el pecho al agua y dijo parándose de nuevo:

—A todo esto, Maximina, usted todavía no me ha preguntado por qué la seguía estas tardes pasadas.

La niña sintió un estremecimiento más fuerte, su faz empalideció, las piernas le flaquearon.

No quiso ó no pudo contestar á lo que le preguntaban.

—Pues voy á decírselo: porque experimento por usted, Maximina, lo que hasta ahora no he experimentado por ninguna mujer de este mundo. En cuanto empecé á tratar á usted me inspiró una simpatía viva, irresistible, de esas que nos subyugan. En seguida comprendí que esta simpatía iba á convertirse en amor y luché con todas mis fuerzas por que no sucediese. Ha sido inútil. He tratado á muchísimas mujeres, he amado ó he creído amar á algunas; pero le juro que el sentimiento que me inspiraron estaba muy lejos de parecerse al que ahora me domina. Las trataba de igual á igual, veía sus cualidades y sus defectos, me admiraba y me enardecía su hermosura; ¡pero ahora! ahora no es amor solamente lo que siento, es una adoración profunda á su carácter sencillo é ingenuo, un respeto que ha enfrenado hasta ahora mi lengua á pesar de que el secreto pugnaba por salir. En mis ojos podía usted leerlo siempre que la miraba. Hace unos cuantos meses que mi espíritu está impregnado de tal modo de usted, hermosa y buena Maximina...

El gentil caballero decía toda esta retahila cursi, con labio balbuciente y ademanes descompuestos como es uso entre los seductores, aunque éstos sean como él «hombres de mundo». La observación me ha hecho aprender que los «hombres de mundo», los que se han llamado sucesivamente pisaverdes, lechuguinos y lyones, no son espirituales, ó mejor en castellano, no hablan con ingenio y donaire más que en las novelas. En la vida, y sobre todo cuando se despojan del aspecto lánguido y aburrido que los caracteriza, suelen ser tan vulgares y tan cursis como el último estudiante de medicina.

La pobre Maximina quedó tan turbada escuchando aquella algarabía amorosa, de la cual no entendió sino el sentido general, que de pálida se puso lívida; después la sangre afluyó repentinamente al rostro, los ojos se le nublaron y estuvo á punto de caer. Mas por un movimiento automático, del cual ella más tarde no se daba cuenta alguna, separándose violentamente de su acompañante, echó á correr gritando: «¡Plácida, Plácida!» Hasta que se emparejó con ella, y entonces le dijo: «¡Corra usted, corra usted, que me siento mal!» Ambas corrieron buen rato hasta que la fatiga les obligó á aflojar el paso. Pero ya estaban muy lejos de Saavedra, quien permanecía en el mismo sitio maravillado y extático ante aquella súbita é inesperada fuga.

Buscada y meditada de antemano una lección severa para tal insolencia y ruindad como la que D. Alfonso acababa de cometer, no hubiera salido más dura y cruel que aquella huída. Maximina, sin saberlo, no sólo había salvado su dignidad, sino que había impuesto al atrevido el castigo más doloroso en casos semejantes, que es el del ridículo. Saavedra quedó clavado al suelo de rabia hasta que, viendo pararse á algunos transeúntes y mirarle con curiosidad y volver después los ojos hacia las que huían, dió la vuelta y á paso largo se apartó de aquellos sitios.

Por fortuna cuando Maximina llegó á casa no estaba en ella Miguel. Si estuviese, al verla tan turbada, hubiera indagado la causa, y quizá entrado en sospechas. Tuvo tiempo á serenarse. Las criadas creyeron de buena fe que se había puesta enferma, y lo mismo él cuando llegó á comer. Sin embargo, aquella noche y el día siguiente nuestra niña estuvo muy intranquila. No sabía qué partido tomar. Por lo pronto determinó no salir á paseo sola, pretextando que temía le acometiese un desmayo como el que le había amagado. Pero si D. Alfonso venía á visitarla, ¿cómo se presentaría delante de él? Estaba segura de turbarse. El aborrecimiento y el miedo que le había tomado eran tan grandes, que por fuerza habían de salir á la cara. Quiso Dios que D. Alfonso lo entendiese también así, y no vino más por casa de Miguel. A éste, acostumbrado á verle á menudo, le llamó la atención su ausencia, y dijo estando á la mesa:

—Muchos días hace que no viene por aquí Alfonso.

Maximina no respondió y siguió comiendo con la cabeza baja. Al cabo de un momento añadió:

—Me alegraría de que no volviese. Por más que hago, no consigo tragar á ese hombre. El miércoles, según me han dicho, ha tenido un duelo que á mi juicio fué una verdadera cobardía. Se batió con un ingeniero que en su vida había cogido un arma, y, claro está, al primer encuentro le hirió peligrosamente. El que va á batirse con la seguridad que él iba en este caso, no es un hombre leal, ni siquiera una persona decente.

—¡Oh qué razón tienes!—hubiera exclamado de buena gana Maximina.

Pero se calló. La pobrecilla se figuraba que ya Saavedra no se acordaría más de ella. Sin que su adorado Miguel hubiese tenido disgusto alguno, todo había quedado resuelto satisfactoriamente. Poco sabía la cándida niña en achaque de pasiones humanas. Pronto aprendió, por desdicha, lo que la soberbia y la lujuria unidas son capaces de acometer.

XX

EN estos mismos días fué cuando Enrique tomó la determinación de «arrastrar por el lodo el honor y el decoro de su familia.» Al efecto, se personó una tarde en casa de Miguel y le comunicó su proyecto advirtiéndole, con lágrimas en los ojos, que su intención no era arrastrar cosa alguna y mucho menos el honor de la familia, sino cumplir lealmente el compromiso que había contraído y la palabra que había dado á Manolita.

—Soy caballero, Miguel. Yo no puedo faltar decentemente á esa chica. Ponte en mi caso. Bien comprendo que mi familia tiene razón para oponerse á este matrimonio. Pero te juro que no es mi ánimo arrastrar su decoro. ¿Por qué había de arrastrarlo? ¿Qué gusto había de tener yo en arrastrarlo, vamos á ver?

—Es claro; tú no debes de tener ningún motivo de resentimiento con el decoro de tu familia.

—¡Naturalmente!

Después, algo remolón y acobardado, le confesó que traía una pretensión, la cual costó mucho trabajo hacerle desembuchar.

Al fin, á fuerza de ruegos, declaró que, si Maximina le hacía el honor de ser la madrina de su boda, se consideraría el ser más dichoso del universo. Después de haberlo dicho le pesó. Y viendo que Miguel quedaba pensativo, se puso tan afligido, que arrojó el sombrero contra el suelo y comenzó á llamarse bruto y á mesarse los cabellos.

—¿Qué es eso, Enrique, te has vuelto loco? Por mi parte no hay inconveniente en que lo sea. Pídeselo á ella, y si te lo concede está hecho.

—No; yo no se lo pido. Manolita es una chica honrada, pero de una clase muy humilde. Todos los que vayan á la boda van á ser también hijos del pueblo... gentuza, ¿sabes, chico? Hay que decir las cosas por su nombre. Tu mujer no querrá estar allí, y con razón.

Miguel se levantó de su asiento, asomóse á la puerta y gritó:

—¡Maximina!

Al instante se presentó la niña.

—Enrique te viene á suplicar que seas madrina de su boda. ¿Aceptas la invitación?

—¡Oh! ¿Conque te casas, al fin? Pues ya lo creo que tendré mucho gusto en ser madrina.

El semblante de Enrique se iluminó como si en aquel punto estuviese mirando desfilar todos los ángeles, arcángeles, tronos y dominaciones del cielo. Mas poniéndose repentinamente serio y enfurruñado:

—No, Maximina; tú no puedes ser madrina. Á mi matrimonio no irán personas de tu clase.

La niña le miró asombrada.

—¿De mi clase?

—Sí; allí no irán más que mujeres del pueblo; pescaderas, fruteras, taberneras, etc.

—¿Y qué importa que vaya quien vaya? Seré madrina si tú me quieres. ¿Soy yo por ventura alguna princesa?

—¡Lo que eres tú, un ángel!—exclamó Enrique poniéndose loco en el mismo instante. Para dar testimonio de ello, echó el sombrero al alto como antes lo había arrojado contra el suelo: acto continuo, se lanzó al aire en su seguimiento, haciendo tres ó cuatro piruetas portentosas: abatiéndose de pronto, tomó las manos de Maximina y comenzó á besarlas con frenesí.

—Me dispensarás este arranque, ¿verdad, Miguel? Tienes una mujer mejor que si fuese de oro y brillantes.

—Ya lo creo. ¿Qué iba á hacer yo con una mujer de oro y brillantes?

—Hombre, no seas material; es un decir. Maximina, todo él mundo habla bien de ti... hasta mi hermana Eulalia, que es cuanto se puede imaginar. Pero nadie sabe bien lo que vales. En cuanto mate otra vez, te brindo el toro.

—¡No, Enrique, no!—dijo la chica riendo.

La cara de aquél volvió á oscurecerse.

—Es verdad, un toro muerto por mí vale poca cosa. Pero te aseguro que he de conseguir, ó poco he de poder, que Lagartijo, el mismo Lagartijo, te lo brinde en una corrida de abono.

—No lo decía por eso, sino porque yo no voy nunca á las corridas de toros.

—¿Qué, no te lleva Miguel? ¡Valiente sin vergüenza! No tengas cuidado, hija: déjalo de mi cuenta, que para la primera corrida no os ha de faltar un palco ó cuando menos dos delanteras de grada.

El padrino designado para acompañar á Maximina fué un capitán de caballería, antiguo compañero del novio.

—Sentiría que no fuese de tu agrado, madrina. (Desde aquel momento hasta el fin de sus días Enrique no volvió á llamar otra cosa á la esposa de Miguel.) Porque aunque es un hombre notabilísimo, es bastante peña, ¿sabes?

—No entiendo...

Miguel se echó á reír.

—Que no le gusta el trato de las señoras.

—¡Ah! bueno—replicó la niña,—procuraré no molestarle.

—¡Qué has de molestar tú, lucero de la mañana—exclamó Enrique volviendo á ponerse loco,—si vale más oirte á ti hablar que á Tamberlik el credo del Poliuto! Lo que yo siento es que él no sepa decir esta boca es mía.

El día señalado fué un miércoles, y la hora las siete de la mañana. Amaneció hermoso y espléndido. En las calles de Madrid no se veía pizca de lodo. El que ensució el decoro de la familia Rivera era puramente metafórico. Miguel y Maximina fueron á casa de la desposada, que era un cuarto tercero de la misma calle del Baño, sin vistas á la calle. Enrique lo había alquilado de acuerdo con su novia, y lo había alhajado poquito á poco, llevando todos los días, como un jilguero, su pajita en el pico; un día el aparador, otro la mesa, otro dos sillas de rejilla, más adelante algunas docenas de platos y así sucesivamente. El nido resultaba pobre y pequeñito, pero agradable como todo lo que es nuevo y arreglado por y para el amor.

Enrique no había mentido. No se veía ninguna dama ni caballero de levita, exceptuando el padrino, que traía una, bien atrasadilla por cierto. En cambio las buenas mujeres que allí estaban y chulas lindísimas, ostentaban en su traje un lujo pintoresco muy grato de ver: ricos mantones de Manila floreados de mil colores, extendidos casi hasta el suelo; encima la mantilla de encaje ó de felpa; zapatos de charol descotados; en las orejas largos pendientes de perlas; en los dedos enormes sortijas de diamantes. El peinado de todas era casi idéntico; partido por el medio, moño atrás empingorotado y sortijillas en las sienes. Los hombres vestían en su mayoría chaqueta y sombrero de ala ancha; pero había bastantes toreros, amigos todos del novio, y éstos llevaban chaquetillas bien ceñidas de terciopelo ó paño fino, según su categoría en el arte, pantalón ajustado y camisa bordada con grandes brillantes en la pechera.

No había ningún individuo de la familia más que Miguel. Julita, que por éste lo había sabido, hubiera querido ir; pero se lo prohibió su madre. Enrique no invitó tampoco á los amigos de su clase por la razón que había dado á Maximina, esto es, por no avergonzarlos.

Cuando la esposa de Miguel se presentó oyóse un murmullo de respeto y simpatía entre los convidados. Los hubo entre ellos tan finos, que hasta se quitaron el sombrero. Manolita, que entre paréntesis, estaba preciosa con su trajecito negro de merino y mantilla de terciopelo, al verla entrar quedó confusa como si fuese la reina, y se dirigió á ella temblando y ruborizada.

—Señorita... mucho le agradezco... ¿Cómo sigue usted?

¿Pero no habíamos quedado en que Manolita era una chula desgarrada, y temible si las hay? dirán los lectores. Pues ahí verán ustedes. La mayor parte de estas chulas son en el fondo, siguiendo la expresión vulgar, unas infelices. La cáscara es lo único terrible que hay en ellas.

Lo raro en este caso es que Maximina estaba tan colorada y confusa como ella. En vez de entonarse ó afectar un continente protector, como muchas harían al verse entre gente plebeya, nuestra niña parecía que acababa de entrar en una asamblea de príncipes.

Púsose en marcha la comitiva hacia San José. Pero antes que se nos olvide diremos que entre los convidados se hallaba el diestro José Calzada (a) el Cigarrero, con su cuadrilla, de la cual, por desgracia, faltaba el simpático Baldomero. El matador de toros estrechó con respeto la mano da Maximina, y ésta, que había derramado lágrimas cuando Miguel le describió la muerte del Serranito, le demostró en la mirada, más que con las palabras, la simpatía que su noble conducta le inspiraba. Manolita le presentó también á su padre, aquel pavoroso cíclope que ya conocemos, el cual, por fortuna, aún no había tenido tiempo de emborracharse. Para saludarla se despojó del sombrero, que bien pesaría media arroba, y dejó escapar una serie de gruñidos tan odiosos, que la esposa de Miguel quedó helada de espanto.

La casa de la calle del Baño estaba toda en conmoción con aquella boda. El cortejo de los novios hacía un ruido infernal por la escalera. Las vecinas abrían sus puertas para verlos pasar. En la calle la gente también se paraba y se oían las voces de «¡una boda! ¡una boda!» y las preguntas de los transeúntes:

—¿Quiénes son?—preguntaba un viejo tendero.

—Una lechera que se casa con un señorito: mírelo usted, es aquel que va delante—contestaba una chula parada delante de la tienda.

—¿Y la novia?

—Aquella que va allí en el medio de todos con una señorita.

—¡Hermosa pieza! Tiene gusto el señorito. Yo me casaría lo mismo con ella.

—¡Aja! ¡Misté qué gracia!

—Y contigo también, barbiana.

—¡Ay, que me muero! Buen hombre, perro nuevo y perro viejo, nunca han hecho buen trebejo.

—Señorita—le decía en tanto Manolita á su madrina,—nunca podré pagarle el favor que me hace. ¡Razón tenía Enrique en deshacerse en elogios de usted!

—¡Oh! Por Dios, no me llame usted señorita. Yo soy su prima. Quisiera que usted me tutease.

—¡Eso nunca! Lo que voy á pedirle por favor es que cuando estemos en casa, me deje darle una docena de besos.

Maximina sonrió apretando la mano de la chula con afecto.

El cura bendijo la unión de los novios en la sacristía: después pasaron á la iglesia y oyeron misa y comulgaron.

Cuando salieron á la calle, eran ya las ocho bien sonadas. La comitiva había engrosado notablemente. Pasarían de sesenta las personas que rodeaban á los desposados. Como en el cuarto de la calle del Baño no podía tomar chocolate tanta gente, ya se había decidido días antes que fuesen al café de Cervantes, que está cerca de la iglesia. Allí entraron, en efecto, y casi lo ocuparon por completo. Las conversaciones se animaron de tal manera, que al poco rato, apenas se oía nadie. Enrique, rojo por la emoción, se sentó en una mesa con Miguel y empezó á desahogar su pecho con notable verbosidad.

—Ya sé yo, Miguel, que podría casarme con una señorita; pero ¿sabes tú? á mí no me ha dado nunca por las señoritas. Dicen que es que no tengo conversación. Podrá ser. Vamos á ver, Miguelillo, ¿no vale más mi flamenca que todas las señoritas de alfeñique que van á la Castellana? Y además, sabe trabajar, lo que no sabe ninguna de esas cursis; y sabe vivir con dos pesetas al día; y sabe ponerse un pañolito en la cabeza, ¿entiendes? y plantarse en la plaza de la Cebada donde las legumbres son más baratas. Y cuando vayamos al teatro no necesito llevarla á un palco ni á las butacas; con un par de paraísos vemos la función y quedamos tan contentos. Y si hace falta, ella misma se guisa la comida; y no necesito andar con ella todo el día del brazo haciendo visitas. ¡Al pelo, chico! Mira, yo ahora que estoy en activo, vengo á tener unos cuarenta y tres duros de paga. El cuarto me cuesta siete. Quedan treinta y seis. ¡Vivimos, Miguelillo, vivimos! Mi madre me prometió además ayudarme: me dará los garbanzos y el chocolate, y alguna cosita por debajo de cuerda, ¿sabes? Tenemos puesto el cuarto, ¡buen trabajo me ha costado! Hace cerca de un año que no tomo café, ni voy al teatro, ni fumo más que pitillos; todo por ahorrar para los dichosos muebles. ¡Hombre, con decirte que he tirado con un sombrero todo el año, y que he compuesto unas botas tres veces! Pero todo lo hacía con gusto por mi chulilla, que vale un Perú. ¡Mírala, mírala qué ojazos nos echa!

Era tan comunicativa la alegría de Enrique, que Miguel siempre estaba contento á su lado.

Este muchacho le había hecho pensar muchas veces que para ser feliz en el mundo bastaba creérselo.

Aún no habían concluido de tomar chocolate, cuando se abrieron las puertas del café y penetraron seis ó siete menestrales, que formaban con instrumentos de metal una horrísona y fementida murga, la cual entonó acto continuo un vals ó cosa así. Pues en vez de escapar y refugiarse en la buhardilla, aquella gente la recibió como si fuese la Sociedad de Conciertos, y se puso á acompañar el vals con la boca y con las cucharillas, que el mismo diablo no pararía allí.

Maximina se levantó, no por el ruido, sino porque estaba impaciente por su niño, que acaso ya tendría hambre. Manolita la miró con ojos tímidos como recordándole su promesa. La esposa de Miguel la abrazó y la besó tiernamente, diciéndole al oído:

—Irá usted por casa á conocer á mi chico, ¿verdad?

Cuando marido y mujer salieron del café iban contentos.

Escuchando de lejos el ruido de la murga y los cánticos, exclamó Miguel:

—¡Qué boda tan feliz la de estos muchachos! No se pronunciarán brindis ni se leerán poesías.

XXI

CON las debidas precauciones, esto es, insinuándole primero la idea vagamente, precisándola después cada vez más, comunicó Miguel á su esposa la necesidad de ir á Galicia unos días. Recibió ésta la noticia con espanto; pero viendo que su marido se impacientaba, hizo un esfuerzo sobre sí misma, y se serenó, y hasta en lo sucesivo procuró mostrarse alegre. Mas hallándose, como siempre después de almorzar, sentada sobre las rodillas de su esposo, mientras «el pillo de playa» dormía, y poniéndose á hablar de la ropa que el viajero había de llevar en su excursión, se le saltaron las lágrimas cuando menos podía presumirse.

—¡Qué chiquilla!—dijo Miguel besándola.—¡Por unos días de separación!

—No lloro por eso precisamente—respondió ella haciendo esfuerzos por sonreir.—¡De pocos días á esta parte tengo unas ideas tan tristes!

—¿Qué ideas?

—Se me figura que voy á morirme pronto.

—¡Ave María, qué atrocidad! ¿De dónde sacas tales aberraciones?

—No sé de dónde—replicó la niña sonriendo y resbalándole, sin embargo, las lágrimas por las mejillas.—Lo que siento es dejar á mi hijo tan pequeñito.

—¡Vamos, no desbarres!—dijo Miguel con impaciencia.—Esas ideas lúgubres son producidas por la tristeza que mi viaje te ocasiona. Por lo demás, aunque todos estamos sujetos á la muerte, no hay motivo alguno para pensar que tú estés cerca de ella. Eres una niña de diez y siete años. No has estado en tu vida un solo día en la cama, como no sea ahora, en el parto. Gozas de una salud á toda prueba... Más natural es que yo muera antes que tú. Te llevo una porción de años. Luego tengo una naturaleza endeble, como sabes...

—¡Calla, calla!—exclamó Maximina abrazándole y llorando perdidamente.—Yo no quiero oir que te has de morir.

—Pues hija, no hay más remedio.

—Pues yo no quiero oirlo, ¡no quiero! ¡no quiero!—replicó con una resolución tan graciosa, que el esposo la cubrió de besos.

Al cabo de un rato, y cuando ya habían hablado de otra cosa, Maximina volvió al mismo tema.

—Si yo me muriese, tú te volverías á casar, ¿no es verdad, Miguel?—dijo con una expresión entre cándida y maliciosa, que ocultaba, sin embargo, una preocupación muy seria y viva ansiedad.

—¡Vuelta á lo mismo! Deja de una vez esas tonterías, querida.

—¿Te volverías á casar, Miguel?—insistió dejando la sonrisa y descubriendo su ansiedad.

—Pues bien, voy á hablarte con franqueza. Si tú te murieras (que no te morirás), no te respondo de que en el curso de mi vida no tuviera relaciones materiales ó carnales ó como se llamen con otras mujeres; pero sí te respondo y te juro que no me uniría en matrimonio con ninguna. Y esto no sólo por el profundísimo y entrañable amor que te tengo, hasta el punto de que hoy eres una parte esencial de mi ser, y si tú me faltases es como si faltase la mitad de mi yo, sino aun por razones de egoísmo. Sería desgraciado con cualquiera otra mujer. Dios te ha dotado, hermosa mía, de todas, absolutamente de todas las cualidades necesarias para hacerme feliz.

La niña comprendió bien que aquellas palabras eran sinceras y miró á su marido con entusiasmo y alegría. La pobrecilla se conformaba de todo corazón con que se divirtiese, con tal de que no se casara.

Miguel, al pronunciar las últimas palabras, se había enternecido. Tapóse los ojos con la mano y volvió la cabeza. Al verle en aquella actitud, una sonrisa de gozo iluminó el semblante de su esposa.

—¿Lloras?—le preguntó al oído.

Miguel no contestó.

—¿Lloras?—volvió á decir.—Lloras, sí; no me lo niegues.

Y trató de separarle las manos de la cara con infantil curiosidad.

—¡Quita, quita!

—Déjame verte llorar, Miguel.

Y luchó con todas sus fuerzas hasta conseguir ver algunas lágrimas en los ojos de su marido.

—¿Estás contenta ya?—dijo éste riendo.

Después de unos instantes de silencio:

—¿Y tú, Maximina?—dijo con acento conmovido.—¿Te casarías?

—¡Oh, por Dios!

—Eres muy joven y nada tendría de singular que eso sucediese. Al cabo de algún tiempo las mismas circunstancias te lo impondrían. Acaso tus parientes te empujarían á ello. Una mujer no está bien sola en el mundo... Si así fuese, no dudo que amarás á tu marido; pero yo te juro que no le amarás tanto como á mí. Hay cosas, Maximina, que no vuelven jamás, y una de ellas es el primer amor; mucho menos si este primer amor ha sido bendecido por el cielo como el tuyo... Fíjate en las paredes de este despacho, conserva en tu memoria indeleble la forma de estos muebles, el color de la alfombra, la dulzura de ese rayo de sol que penetra por el trasparente. Todo esto que ahora tiene tan poca importancia, si yo me muriese la adquiriría quizá muy grande: porque los instantes de dicha que ahora pasamos aquí, tú sentada sobre mis rodillas, yo mirándome en tus ojos, no volverían, Maximina, ¡jamás volverían para ti!

La niña se dejó caer sobre el pecho de su esposo oyendo estas palabras, como una sensitiva que se doblega al más leve contacto.

—¡Oh, Miguel de mi vida! ¿Qué te he hecho para que me hables así?

Y los sollozos la ahogaban.

Procuró calmarla por cuantos medios estaban á su alcance; mas para conseguirlo se vió obligado á prometerla solemnemente que no se moriría.

Llegó por fin el día de la marcha. Se había convenido en que, durante la ausencia de Miguel, Julita vendría á dormir con su cuñada. Lo mismo ella que la brigadiera habían acudido aquella tarde á despedir al viajero. Era la hora del oscurecer. Miguel, después de comer apresuradamente y solo, mandó avisar un coche y se preparó á partir. Al dirigirse á su esposa para besarla, ésta se apartó bruscamente y corrió á ocultarse en su alcoba.

—¡Si es tu marido, tonta!—gritóle Julita riendo.

Miguel la siguió y buscando á tientas dió con ella en un rincón.

—¿No quieres que te bese, vida mía?

—¡Oh! sí, Miguel; pero allí delante de gente me muero de vergüenza.

Al meterse en el coche, nuestro joven llevaba el corazón apretado:—«¡Si no fuese por lo que es, cualquier día me metería yo en estos líos, y sobre todo dejaría á mi mujer y á mi niño!»—se dijo con cierta amargura.

Antes de llegar al distrito se detuvo en la capital de la provincia, donde fué recibido por el gobernador con extremada cordialidad. Era un joven que acababa de desempeñar la tarea de segundo ó tercer gacetillero en un diario liberal de la corte. Se decía en la ciudad que sus conocimientos administrativos acaso podrían ser más sólidos sin inconveniente; pero en cambio, cuando bien se le antojaba, respondía en verso á las comunicaciones, paseaba por las calles de chaqueta y hongo, convidaba á manzanilla á los diputados provinciales la mayor parte de los días, gastaba bromas con los porteros, y en las sesiones de la Diputación se autorizaba algunas veces silbar por lo bajo aires de Barba Azul ó La Gran Duquesa. Llamábase Castro.

En cuanto Miguel se presentó en el Gobierno civil, le dió un abrazo apretadísimo, como si fuese íntimo amigo, aunque no se habían hablado en Madrid más de cuatro veces, y comenzó familiarmente á tutearle. Prometióle inmediatamente todo el apoyo oficial.

—Te sacaré á flote aunque sea por los pelos, chico. Vé al distrito y escribe desde allí todo lo que te haga falta, que lo haré aunque sea una barbaridad.

Alegre con este recibimiento, y lisonjeado, tomó nuestro héroe al día siguiente la diligencia para Serín, que distaba unas siete leguas de la capital. Era un pueblecillo mezquino, pero admirablemente situado cerca de una ría, cuyas orillas mostraban la vegetación lujuriante de los países cálidos, y el fresco verdor de los setentrionales. Los naranjos, limoneros y laureles de la ribera casi se daban la mano con los castañares y robledos que se extendían por la falda de las montañas. Estas eran suaves y verdes en los primeros términos negras y abruptas en los últimos, de suerte que formaban un grandioso cordón que hacía más pintoresco el paisaje. El grupo de casitas blancas que componía el pueblo de Serín, estaba envuelto por una tupida faja de árboles, excepto por la parte de la ría, en cuyas aguas claras y azules se espejaba.

Pues aquel deleitable paraje que parecía un rinconcito del paraíso, lo era del infierno á lo que pudo averiguar inmediatamente Miguel. Sin que le faltase, como vamos á ver, no una, sino dos serpientes para atormentar á sus indígenas. Estos se hallaban, desde tiempo inmemorial, divididos en dos bandos, los de la Casona y los de la Casiña, llamados así porque los primeros se reunían en un edificio grande, oscuro, con dos torres almenadas, que había en lo alto del pueblo, y los otros en una casa de un solo piso, construída con lujo de adornos, hermoso portal con verja de hierro y dos grandes miradores, sita en el muelle. También se llamaban «los de D. Martín» y «los de D. Servando»; por el nombre de sus respectivos caudillos. La división de estos partidos no se fundaba en que los unos, los de la Casona, representasen el elemento tradicional y conservador, y los de la Casiña, el novador y liberal, supuesto que se había visto varias veces á los primeros defendiendo á los gobiernos liberales, y á los segundos sostener la causa del candidato moderado. La pelea estaba encendida solamente por el afán de dominar en el Ayuntamiento y ser dueños por ende del pueblo. Lo demás les tenía sin cuidado. Sin embargo, no es posible negar que en los de D. Martín había tendencias marcadas hacia el absolutismo. En los de D. Servando no se advertían en cambio hacia la libertad.

Este D. Servando fué quien recibió á Miguel al apearse de la diligencia, y le llevó quieras ó no á su casa. Era un hombre grueso, de regular estatura y que frisaría en los sesenta años. Su rostro, de un color rojo subido, estaba exornado por cortas patillas grises. Gastaba levita negra muy larga y hongo negro también.

—¿Tengo el honor de hablar con el Sr. Corcuera?—le preguntó muy fino, con marcado dejo gallego.

—No, señor, me llamo Miguel Rivera, para servir á usted.

—Está muy bien—respondió, y dirigiéndose á un mozo en seguida:—Muchacho, recoge el equipaje del señor y ten cuidado de él: ya se te avisará dónde has de llevarlo.

—Supongo que será usted el Sr. Bustelo—se apresuró á decir Miguel.

—Allá, en doblando aquella esquina, hablaremos. Le agradecería que me hiciese el favor de seguirme.

Y D. Servando se puso á caminar con paso firme y reposado hacia la esquina indicada. Miguel le siguió, sin comprender lo que aquello significaba.

Cuando hubieron llegado, D. Servando le dijo sin mirarle y como si hablase con la mencionada esquina:

—He recibido aviso del señor gobernador de que llegaba usted esta tarde, y cuento que usted me honre aceptando una modesta habitación en mi casa.

—¿De modo que es usted el Sr. Bustelo?

—Aquella casa que usted ve allí, donde hay un carro parado, es la de usted, mi señor. Tenga la bondad de ir delante, que no tardaré en seguirle.

Miguel hizo lo que le mandó sin comprender qué objeto tenía aquel misterio. Después tampoco lo supo; pero no le sorprendió. La cualidad predominante de don Servando, la que resplandecía en todos sus actos y jamás le abandonaba, era la cautela. No preguntaba nunca directamente más que lo que ya sabía: lo que deseaba averiguar, siempre lo hacía por medio de largos rodeos y ocultando bien su deseo. No respondía tampoco jamás de una vez y claramente á las preguntas, por insignificantes ó indiferentes que fuesen. Á las pocas horas de estar en su compañía, Miguel se convenció de que era inútil tratar de enterarse de nada de lo que á su persona se refería. Por esta cualidad sobresaliente era admirado de sus amigos y temido de sus adversarios, en grado sumo. Hablaba poco y sin mirar al interlocutor.

Después que hubieron cenado y de haber traído la maleta del huésped con infinitas precauciones, se encerraron los dos en el despacho de D. Servando, y éste, en menos de una hora, se bebió seis botellas de cerveza.

—Parece que es usted aficionado á la cerveza, señor Bustelo.

—Phs... así así... prefiero el vino—contestó con la gravedad y el acento gallego que le caracterizaban.

En los días siguientes pudo observar Miguel que apenas probaba el vino.

Uno en pos de otro, y como si se tratase de peligrosa conspiración, vinieron á visitar al candidato oficial los partidarios de D. Servando, los cuales se las prometían muy felices en la elección. Sin embargo, no tardó en comprender Miguel que las fuerzas estaban muy equilibradas; porque si bien, en la que pudiéramos llamar región urbana, esto es, en el casco de la población de Serín, predominaban los de la Casiña, en la parte rural se hallaban en patente minoría. Las fuerzas oficiales tampoco estaban por entero á su disposición, pues si el Ayuntamiento de Serín era suyo, el de otros dos concejos, Agüeria y Villabona pertenecían á D. Martín, y en ellos estaba, sobre todo en el último, la clave de la elección. El General Ríos se había presentado sin oposición por este distrito, y desde este momento los partidarios de la Casona habían rivalizado con los de D. Servando en solicitud y eficacia para servirle. Tal era la táctica usual entre ellos. Cuando se veían en la imposibilidad de luchar, humillaban la cabeza y hacían lo posible por captarse la amistad, ó al menos la benevolencia del diputado, á fin de recabar algunas migajitas de favor que no les pusiera del todo á merced de sus implacables enemigos. Bien sabían por experiencia que si esto llegaba á suceder, les aguardaba toda clase de vejaciones y algunas veces el presidio, pues unos y otros se pintaban solos para empapelar al lucero del alba. Gracias á ello, aunque el General se inclinaba á los de la Casiña, no había consentido que se maltratase á los otros, y aun había llegado á dejar en sus manos algunos empleos retribuidos por el Estado, cosa que alteraba la cólera de los amigos de D. Servando, y los encendía de tal modo, que secretamente murmuraban del Conde y hasta se proponían vengarse de él en ocasión propicia. Así que veían el cielo abierto teniendo en perspectiva otro diputado que esperaban fuese enteramente suyo y arrancase de cuajo la influencia de don Martín en el concejo, al menos, por una larga temporada. Por esta razón, D. Servando tuvo la precaución maliciosa de alojarle en su casa, á fin de que ni D. Martín ni ninguno de los amigos de D. Martín pudieran visitarle.

Al día siguiente de llegar, por la mañana, después de escribir á Maximina, salió á echar la carta al correo, proponiéndose al mismo tiempo recorrer la villa. En la primer calle, que desembocaba en el muelle, columbró un buzón y á él se dirigió; mas al acercarse observó que tenia clavada una tabla sobre la abertura. Siguió caminando y algo más lejos vió otro; pero sucedió lo mismo, é igualmente en otros tres ó cuatro que acertó á ver en distintos parajes del pueblo.

—¿Quiere usted decirme dónde puedo echar esta carta al correo?... Todos los buzones que he visto están clavados—dijo á una doméstica que pasaba.

—Es que la cartería ahora la tiene D. Matías... un comercio de comestibles que está cerca del muelle, ¿sabe?... No tiene pérdida; siga esta calle abajo y la hallará.

La cartería, en efecto, según pudo después averiguar, era uno de los estados que los dos bandos de Serín se disputaban con encarnizamiento, pasando alternativamente de las manos de un amigo de D. Martín á las de otro de D. Servando, y viceversa. Como generalmente eran personas distintas, porque precisaba contentar á todos, de aquí que muchas de las casas de Serín se hallasen agujereadas. La cartería estaba dotada con el sueldo de tres mil quinientos reales al año.

Caminando por una de las calles tropezó con don Servando, el cual le saludó gravemente y trató de pasar de largo.

—¿Qué hay, Sr. Bustelo, va usted hacia su casa?

—No, señor, no; voy dando una vueltecita. Después tengo algunos negocios... Quede con Dios, Sr. de Rivera.

Este se fué á casa, y antes de llegar vió que entraba en ella D. Servando. ¿Por qué había mentido? Sólo Dios lo sabe.

Al tener noticia de que Miguel había echado una carta al correo, quedóse lívido el jefe de los de la Casiña.

—¿Cómo... Sr. Rivera... una carta?

—Sí, señor, una carta—respondió, sin comprender aquella sorpresa.

—¿Pero no sabe usted, mi señor, que D. Matías es... de los otros?

—¿Y qué?

—Aquí no recibimos ni echamos cartas al correo en la villa; las enviamos á Malloriz, y allí tenemos también una persona que recibe las que nos escriben y nos las remite después.

—¡Hombre, qué desconfianza!

—Toda es poca, mi señor; toda es poca.

Tranquilizóse al saber que la carta era para su mujer, y acto continuo le convidó á beber una botellita de cerveza. Para el jefe de la Casiña el beber cerveza era una función augusta de la vida. Tenía espantado al pueblo porque se decía, quizá con verdad, que bebía cinco duros diarios de este licor. No poco ayudaba tal prodigalidad, verdaderamente horrible en aquel país, á mantener su prestigio. D. Servando era el único rico que gastaba todas sus rentas en Serín, y eso que estaba soltero.

XXII

LO primero que los de la Casiña exigieron de Miguel para afianzar su elección fué que trabajase para destituir al alcaide de la cárcel, quitar la cartería á D. Matías y el estanquillo á un sujeto llamado Santiago, todos amigos de don Martín. Y efectivamente, Miguel escribió al gobernador y á sus amigos de Madrid. A los cinco ó seis días vino la separación del estanquero y de D. Matías, y poco después la del alcaide, nombrándose en su lugar á otras tres personas adictas á la cerveza de D. Servando. Este, al escuchar la noticia, se dignó sonreir y bebió tres vasos sin respirar. Los amigos vislumbraron en aquélla sonrisa y en la succión de los tres vasos tanto y tan hondo misterio, que se miraron henchidos de fe y entusiasmo por su jefe.

Pero los de la Casona estaban envalentonados á pesar de hallarse en la oposición, y proclamaban á los cuatro vientos la candidatura de Corrales, que por haber sido ministro varias veces gozaba de mucha notoriedad en el país, aunque no dispusiese de la fuerza oficial. Verdad que era dueño de los ayuntamientos de Agüeria y Villabona y que la votación de estos concejos compensaba muy bien la mayoría que en Serín pudieran llevarles sus contrarios. Aunque la elección fuese por sufragio universal, unos y otros tenían perfectamente calculadas sus fuerzas. Por eso la primera cuestión que se puso sobre el tapete aquella noche en casa de D. Servando, una vez conseguida la separación del alcaide, fué la suspensión de los ayuntamientos citados, la cual debía llevarse á cabo antes de comenzar el período electoral. Hallábanse discutiendo los medios más conducentes para conseguir tal propósito, cuando penetró en la estancia uno de los numerosos espías que D. Servando tenía en el pueblo, y les dijo que D. Martín había tomado asiento para el día siguiente en la Ferrocarrilana. Honda perturbación causó la noticia entre los circunstantes, y desde luego se supuso, aunque nadie osó preguntarlo, que D. Servando le acompañaría en el viaje, pues tal era la costumbre desde tiempo inmemorial. En cuanto D. Martín se movía del pueblo, su contrincante hacía la maleta y le seguía adonde quiera que fuese, suponiendo que cuando marchaba por algo sería, y este algo no podía ser otra cosa que algún daño para él ó para sus amigos. Cuando don Servando emprendía un viaje, su enemigo D. Martín hacía lo mismo. Todos en la villa conocían la costumbre y nadie se maravillaba.

En efecto, D. Servando, luego que todos se fueron, mandó á su criado á tomar un asiento de berlina en la Competencia. No se despidió de Miguel, pero lo dejó todo prevenido para que no le faltase nada durante su ausencia, la cual duró dos días. Al cabo de ellos regresó, ó por mejor decir, regresaron ambos jefes. Don Martín no había ido á la capital más que á orificarse una muela.

Todos los días recibía Miguel una cartita de sobre cuadrado y hermosa y grande letra inglesa (la del colegio de Vergara). Maximina no escribía largo, pero sí mucho más que cuando soltera. Su instinto le decía que Miguel no podía reirse ya de las nonadas que le contase, sobre todo si se referían al niño. En todas ellas se advertía un deseo irresistible de que volviese pronto á sus brazos, aunque procuraba ocultarlo para no turbarle en sus quehaceres.

«Ayer Julita me llevó al paseo. Estaba concurrido y ella muy animada. Yo cuando volví á casa sentí una tristeza tan grande que no te la puedo explicar. Recordaba que la última vez que paseé por la Castellana fué contigo, mi vida, mi todo.»

La niña de Pasajes, por la influencia de su marido, que no era nada parco de cariñosas palabras, se había hecho más expansiva en sus caricias. Á toda mujer amante le pasará lo mismo si tiene un marido como Miguel, un poco mimoso.

«Esta noche me desperté sobre las cuatro ó las cinco, y sin saber lo que hacía, fuí á dar un beso á Julia en el cuello figurándome que eras tú. Antes de hacerlo volví en mí: me acometió un dolor tan vivo que estuve llorando una hora. No sé cómo Julia no despertó. Perdóname que te diga estas cosas, mi vida, soy una tonta. Lo principal es que te vaya bien como dices y logres tu deseo. Tiempo nos queda, si Dios quiere, para estar juntos. No dejes, por Dios, de rezar las oraciones de costumbre al acostarte.»

Cada carta le ponía á nuestro candidato melancólico y pensativo para un rato.—«¡De qué buena gana mandaría á paseo á estos cafres y me iría á dar un abrazo á la hija de mi suegra (que Dios haya!)»—se decía algunas veces.

Pero como el negocio marchaba viento en popa, lo sufría con paciencia. Escribió á Madrid á varios amigos para que gestionasen la suspensión de los citados ayuntamientos enemigos. Mendoza, y lo mismo los otros, le contestaron que el presidente y el Ministro estaban conformes. Sin embargo, se pasaban los días y la orden no venía.

Otro asunto traían entre manos los de la Casiña que les preocupaba, aunque no tanto como el anterior. Era la carretera desde Serín á Agüeria, que el vecindario de ambos puntos ansiaba que saliese á subasta. Muchas veces se había gestionado por ambos bandos sin resultado: últimamente el General les había prometido trabajar hasta conseguirlo; pero su partida á Alemania frustró las esperanzas de los partidarios de D. Servando, los cuales esperaban que el distrito les debiese á ellos el beneficio y no á los de la Casona. Mas hete aquí que averiguan que éstos gestionan activamente en Madrid la subasta por medio de Corrales, quien como ex-ministro y persona muy conocida en la política, no dejaba de sostener buenas relaciones con los actuales ministros. Entonces los de la Casiña se alarman y obligan á Miguel á poner en juego otra vez sus influencias para que de ningún modo se conceda el favor á Corrales y sí al candidato oficial que ellos apoyan. De Madrid responden á Miguel que el negocio está en vías de arreglo: más tarde recibe otra carta en que le dicen que el ministro ha prometido sacarla inmediatamente: después otra en que le anuncian que la orden saldría muy pronto en la Gaceta. Pasaba, no obstante, lo mismo que con la de la suspensión. No acababa de llegar.

Y los genízaros de D. Servando, aunque muy confiados en el triunfo, se iban impacientando y apretaban á Miguel, quien á su vez se impacientaba mucho más por sus indirectas, y sentía atroces impulsos de decirles una insolencia.

Una tarde, hallándose como de costumbre bebiendo cerveza en el escritorio de D. Servando, oyeron la explosión de una bomba en los aires. Quedaron súbito, graves y silenciosos con el oído atento. Estalló al instante la segunda y uno de los presentes dijo:

—Son cohetes.

—¿Cohetes á estas horas?

Y las siete ú ocho personas que allí había se miraron sorprendidas y no poco alarmadas, porque los dos bandos vivían en perpetuo sobresalto.

—¿Hay alguna función de iglesia mañana?

—No, señor.

—Que salga uno á enterarse...

Salieron dos; los cuales volvieron á los pocos minutos, agitados y pálidos, diciendo con voz temblorosa:

—Los cohetes se están disparando desde los balcones de la Casona.

—¡Esos p... han recibido la noticia de la subasta!

La zozobra y el terror se apoderó de todos los corazones. Por un movimiento simultáneo volvieron los ojos hacia el jefe, ilustre por su prudencia.

D. Servando bebió pausadamente dos vasos de cerveza, y después de limpiarse repetidas veces los labios con el pañuelo, rompió el afanoso silencio diciendo:

—Alcalde, vaya usted al Ayuntamiento y mande los dos alguaciles á la Casona á prevenirles que no arrojen más cohetes. El artículo 62 de las Ordenanzas municipales prohibe que se arrojen sin permiso de la autoridad.

Los genízaros dejaron escapar un suspiro de satisfacción. No en vano habían depositado su confianza en el astuto caudillo.

Salió el alcalde y quedaron comentando el suceso, esforzándose por explicar cómo la noticia había llegado primero á los otros que á ellos. La opinión general era que les habían hecho una trampa en correos.

Los amigos de D. Martín, irritados por la prohibición del alcalde, reunieron la orquesta del pueblo, compuesta de diez ó doce instrumentos, casi todos de metal, y ofreciendo á los músicos una buena propina, á más de un pellejo de vino que se les mostró para animarles, les hicieron recorrer el pueblo tocando, y luego los situaron en medio de la plaza, donde comenzó á acudir la gente al reclamo: los mozos improvisaron un baile y hubo vivas á D. Martín y á la carretera.

Nuevo y doloroso conflicto para los de D. Servando, reunidos en cónclave.

—Alcalde—tornó á decir aquél,—mande usted cesar á la música. Las Ordenanzas municipales, arts. 59 y 60, previenen que se solicite el permiso de la autoridad para esta clase de manifestaciones.

Pero los de D. Martín no se acobardaron. En cuanto se les intimó la orden, sintiéndose fuertes, porque el público, ganoso de jolgorio, les apoyaba, pasaron con la orquesta el puente que hay sobre la ría y que divide el término municipal de Serín del de Agüeria por extraño caso. Una vez fuera de la jurisdicción del alcalde enemigo, la música bramó y chilló de un modo horrísono, y los de D. Martín, animando á la muchedumbre á seguirles, volvieron á organizar los bailes y á prorrumpir en vivas. Así pasó la tarde en fiesta y jarana, mientras los de la Casiña, reunidos en el escritorio de su jefe, paladeaban, haciendo muecas de disgusto, el amargor de la derrota.

Y para colmo de desdichas, El Occidente, periódico de D. Martín, que le tocaba salir al día siguiente, los insultaba más que nunca y se burlaba de ellos de un modo cruel. En Serín había dos periódicos semanales: uno El Occidente, de los de la Casona, que aparecía los jueves, y otro La Crónica, de D. Servando, que se publicaba los domingos. Estas eran las dos serpientes á que aludíamos al describir el paraíso de Serín. La Crónica estaba escrita casi entera por un ex-piloto, y por eso en todas sus cuchufletas había términos marítimos. Á D. Martín solía llamarle «el pailebot Martín Pescador», y á su mujer «la fragata de alto bordo doña Manuela», lo cual hacía morir de risa á sus partidarios. El Occidente estaba encomendado á un maestro de escuela, quien para insultarles rebuscaba los términos más estrambóticos del diccionario. Aquel día llamaba á D. Servando «tozudo y zorrocloco», y para Miguel también tenía algunas alusiones desvergonzadas. El primero tomó su «zorrocloco» con mucha filosofía; pero el segundo, poco avezado á las polémicas groseras de los pueblos, se puso fuertemente colorado y declaró «que estaba resuelto á abofetear y escupir en la cara al director de aquel papelucho».

Los amigos de D. Servando se miraron estupefactos.

—Despacio, despacio, mi señor—dijo aquél con la flema de siempre.—No le aconsejo que haga semejante cosa, porque es el mayor gusto que usted pudiera darles. El juez de primera instancia es suyo.

—¿Y qué tenemos que ver aquí con el juez? Se trata de un asunto de honra que se resolverá pegándonos ese individuo y yo una estocada ó un tiro.

Los circunstantes se miraron aún con mayor susto. En Serín eran desconocidos en absoluto semejantes procedimientos, y por consiguiente, no había que pensar en que nadie se batiera. Si ejecutaba lo que había anunciado, Miguel corría gravísimo riesgo de ir á la cárcel y aun de ser incapacitado. Convencido á la postre, renunció á su proyecto, aunque de mala gana.

No rieron mucho tiempo los de la Casona. A los tres días llegó la orden de suspensión de los Ayuntamientos de Villabona y Agüeria. ¡Entonces sí que hubo jarana y cerveza en la Casiña! D. Servando, para dar matraca á sus enemigos, hizo salir á la música y la tuvo doce horas cencerreando por las calles. Aquel día no quedó ni un solo cohete por disparar en Serín.

Con este golpe quedó asegurada por completo la elección de Miguel. Los de la Casona así lo comprendieron, y con las orejas caídas empezaron como siempre á gestionar el indulto. Faltaban solo nueve días para abrirse el período electoral.

Mas aquí conviene, como nunca, exclamar con el poeta:

¡Oh instabilidad, mudanza cierta!
¿Quién habrá que en sus males no te espere?
¿Quién habrá que en sus bienes no te tema?

Dos días antes de empezar dicho período, cuando los partidarios de la Casiña andaban alegres y descuidados, y mustios y emberrenchinados los de la Casona; cuando se susurraba y aun se daba por segura la retirada de Corrales, y Miguel se disponía á regresar á la corte, pues su presencia ya no era necesaria en el distrito, he aquí que cae en Serín, como una bomba, la noticia de haber sido repuestos los Ayuntamientos suspensos. Por desgracia la noticia era exacta. Los amigos de D. Servando, después que se hubieron repuesto un poco de la sorpresa (pues en un principio ni acertaban á hablar siquiera), convinieron en que era una equivocación ó había pasado «algo gordo» en Madrid. Como no había telégrafo para entenderse con el Gobernador, Miguel decidió, acto continuo, alquilar un coche y plantarse á escape en la capital.

Á pesar de la cordialidad con que le recibió, de los abrazos efusivos y la sonrisa campechana, nuestro candidato vió claramente en los ojos del Gobernador que algo tenía en la trastienda y desde luego se propuso sacarlo á luz cuanto antes. Comenzó, pues, á estrecharle con preguntas, á las cuales el jefe civil de la provincia contestaba en términos vagos. Nada sabía de las causas de aquella reposición. Acaso surgirían dificultades en el Consejo de Estado... Acaso el ministro consideraría innecesaria la suspensión para ganar las elecciones...

—Si el ministro lo ha hecho por sí solo, sin el acuerdo del Presidente, no ha obrado bien. ¿Tú crees que el Presidente tiene noticia de lo que ocurre?—preguntó Miguel.

—Hombre, yo no sé...

—Es que tengo su palabra terminante de que el Gobierno me apoyará con todas las fuerzas de que dispone. Sin esta palabra nunca me hubiera presentado candidato por un distrito que no conocía...

—Chico, no sé... no sé...

—Castro—dijo Miguel apretándole fuertemente una mano y mirándole con severa fijeza.—Eres mi amigo, y vas á decirme la verdad... ¿Qué ocurre?

—Ya comprenderás que mi posición no me permite hablarte con franqueza. Si pudiera lo haría.

—Ó eres ó no mi amigo. Díme lo que ocurre—insistió Miguel con energía.

—Pues bien, si me das tu palabra de caballero de que no harás uso ninguno de ello, te lo diré.

—Te la doy.

—¡Mira que te obligas á mucho!

—Te la doy. Habla.

—Quedamos en que no harás nada que signifique que sabes lo que voy á revelarte... Observando desde hace algún tiempo, y sobre todo en estos últimos días, que respecto á tu elección el ministro cerdeaba bastante, y sabiendo la amistad que te une al Presidente y las conferencias que con él has tenido, quise consultar con éste para saber de una vez á qué atenerme. Ayer telegrafié á su secretario. Mira la contestación que he recibido.

El Gobernador mostró un telegrama descifrado ya que decía:

«Candidato oficial.—D. Miguel Rivera.

Diputado.—D. Manuel Corrales.»

Miguel lo retuvo algún tiempo entre las manos. Dibujóse en sus labios una sonrisa triste é irónica.

—Está bien—dijo, arrojándolo sobre la mesa.—Una pedrada más de las muchas que el mundo me ha tirado.

—Lo siento en el alma, chico. El Presidente se habrá visto apretado; porque ya ves, Corrales es una persona muy importante de la situación pasada... Mañana puede ser ministro... y la política es así, chico... Hoy por tí y mañana por mí.

—Sí, sí, ya veo cómo es la política. El Presidente me ha dado su palabra de caballero de apoyar mi candidatura frente á la de Corrales: me ha hecho escribir una porción de cartas y mover numerosas relaciones; me ha obligado, últimamente, á separarme de mi mujer y mi hijo. El Presidente hacía todo esto, por lo visto, con la intención de venderme. Yo no sé qué nombre tiene esto en política; pero en castellano, sé que se llama una bajeza, una vileza (recalcando las palabras)... Queda con Dios, chico—añadió alargándole la mano.—Te agradeceré siempre, de todos modos, lo que por mí has hecho y la buena acogida que me has dispensado.

—Oyes—le dijo el Gobernador cuando ya salía.—Se me olvidaba decirte que aquí se ha recibido un telegrama para tí que debe de ser de tu familia.

Miguel se sobresaltó.

—¿Qué dice?

—Aquí debe estar; toma.

El parte era de su madrastra, y decía:—«Vente inmediatamente. Te necesito para un negocio urgentísimo».

Hasta cierto punto, le tranquilizó su contenido, porque, si estuviera enfermo alguno, lo diría. Pero como de todas suertes daba lugar á dudas, agitado y triste se metió aquella misma tarde en la diligencia con dirección á Madrid.

XXIII

LA cortesía exquisita, abrumadora, de D. Alfonso Saavedra, sus atenciones delicadas con todo el mundo, sus modales respetuosos con las damas, ocultaban una soberbia satánica y una impudencia ilimitada. Desde muy temprano se había hecho eje del mundo, según la expresión vulgar, y profesaba el desprecio absoluto de la humanidad. Entre los jóvenes ricos, hijos de familias aristocráticas, no es rara esta conducta. El desprecio de todo es la única moda que no varía nunca entre ellos. Pero la mayoría no saben pasar de aquí, y llenos de celo, no ambicionan otra cosa que poder manifestar á sus semejantes, en cuantas ocasiones se presentan, este nobilísimo desdén, que forma parte integrante de su soberanía. Mas tal adorable ingenuidad les suele acarrear disgustillos á veces. Y aun se da el caso de que su desprecio no sea bien apreciado y comprendido; porque entre las muchas y ridículas manías que padece la humanidad, una de ellas es la de que no se la desprecie. Y no vale razonar este desprecio diciendo: «Yo debo noventa mil duros; soy vizconde y tengo mucha nuez; juego portentosamente al bacarrat; un antepasado mío calzaba las botas á Felipe II; guío un carruaje como el mejor mayoral y hace pocos días, entre otro vizconde y yo «tomamos el pelo» á un sabio en casa de Vallehermoso; llevo unos pantalones tan notables que obligan á volver la vista á los transeuntes y estoy enredado con una bailarina del Real, á quien pagan otros.» Nada; la humanidad se empeña en no reconocer la gravedad é importancia de los motivos que estos preclaros jóvenes alegan para despreciarla.

D. Alfonso, más cauto por naturaleza y más experimentado también por su estancia en países extranjeros, comprendía que era conveniente transigir con tal manía; pero en el fondo profesaba las mismas ideas. Aquel precepto de la filosofía kantiana, muy á la moda entonces: «No tomes á la humanidad como medio, sino como fin» era para él letra muerta.

Después del fracaso del Retiro, aunque herido en lo más hondo y lo más vivo de su orgullo, supo disimular perfectamente, y si no se presentó más en casa de Miguel no fué porque su resentimiento se lo estorbase, sino por el temor de que Maximina, prevenida ya, tomase una violenta resolución que le comprometiese. No conocía bien su carácter. Cuando halló al matrimonio, por casualidad, en la calle, estuvo tan fino y atento como siempre, disculpando su ausencia prolongada muy donosamente con un tío que le había salido de repente y cuya descripción viva y acabada les hizo. Saavedra, sin tener ingenio ni instrucción, poseía cierta entonación burlona y algo cómica que provocaba la risa, y también un poco de repulsión hacia su persona. Cuando acababa de «disecar á algún amigo,» la impresión que quedaba en los oyentes era penosa. Maximina, al tropezar con él se había puesto como una cereza y le costó grandísimo trabajo serenarse. Por fortuna, Miguel no lo advirtió.

El día mismo que éste se marchaba á Galicia, volvió á ver á Saavedra en el Ateneo, adonde solía acudir algunas veces el lechuguino á leer los periódicos franceses. Dióle cuenta de su viaje y se despidió. D. Alfonso quedó largo rato sentado en un diván. Una arruga cada vez más profunda se le fué señalando en la frente. Después, repentinamente, se deshizo la arruga, adquirió el rostro la expresión indiferente y desdeñosa de siempre y se levantó. Algo quedó resuelto debajo de aquella frente; algo que tenía poco que ver con el mandamiento de Kant y menos con los de la ley de Dios.

En casa de la tía se enteró de que Julita iría á dormir con su cuñada y la acompañaría todo el tiempo que le dejaran libre sus ocupaciones. Estas se reducían casi á las lecciones de piano y canto. Por nada en el mundo permitiría la brigadiera que dejase un sólo día de teclear las cuatro horas de reglamento y de hacer los gorgoritos señalados. D. Alfonso pasó cuatro ó cinco días meditando, espiando entradas y salidas, combinando planes. En este tiempo se mostró más amable que nunca y más rendido con su prima; pero rehusó acompañarla á casa de Miguel alegando diferentes pretextos.

Los sábados almorzaba siempre en casa de la brigadiera. El primero que le tocó, después de la marcha de Miguel, Julita, aunque almorzaba siempre con su cuñada, vino á casa por honrar al primo y porque ya no le era posible disimular el arrebatado amor que le profesaba. Durante el almuerzo estuvo jovial y divertido como siempre. Sin embargo, los ojos amantes de Julita creyeron advertir en sus ademanes cierta inquietud, como si estuviese preocupado con alguna idea. Naturalmente, la achacó á lo que más le convenía; al amor, cada vez más receloso y más ardiente, que su primo la demostraba. Cuando hubieron terminado, éste la preguntó en tono indiferente:

—¿Viene hoy el profesor de piano?

—Sí, á las cuatro.

—Entonces no volverás á casa de Maximina hasta que hayas dado la lección—volvió á decir con más indiferencia si cabe.

—Desde luego: no es cosa de andar yendo y viniendo—contestó la brigadiera.

Pasaron al gabinete, y Julita se sentó al piano y don Alfonso al lado de ella. Las ternezas que el primo la susurraba apagábalas la gentil chiquilla con un forte oportuno.

—Hoy te brillan los ojos de un modo, Julia, que si algo te faltase por quemar en mi corazón, habría que tocar á fuego ahora mismo.

—¡Pedal, pedal!—gritaba la niña riendo, y sofocaba las últimas palabras del lechuguino con un horrísono tecleo.

Levantaba de nuevo su piececito del pedal y comenzaba á tocar nuevamente. D. Alfonso aprovechaba algún morrendo para decir:

—Julita, te adoro; te quiero más que á mi vida...

—¡Pedal! Pedal!—tornaba á exclamar la niña; y no le dejaba concluir.

Mas al poco rato de hallarse de aquella suerte embebidos, D. Alfonso exclamó, llevándose una mano á la frente:

—¡Oh, qué desgracia!

—¿Qué hay?

—Que mi tío se marcha hoy para Sevilla y aún no he estado en casa del notario á arreglar los papeles de mamá.

—¡Qué cabeza de chorlito! Anda, ve á recogerlos; tienes tiempo.

—¡Oh, si se tratase de recoger solamente!... Tengo que examinar buena porción de ellos y echar algunas firmas.

—¡Corre entonces, haragán... corre!... De seguro que tu mamá me va á echar á mí la culpa de tus distracciones.

Julita dijo esto fingiendo enfado; mas sin poder ocultar el placer que el supuesto le causaba.

—¡Yo que iba á pasar una tarde tan deliciosa! ¡Meterme ahora en el archivo de un notario á comer polvo y á calentarme la cabeza!

—Anda, anda; lo primero es lo primero... De todos modos, llevabas camino de decir muchas mentiras esta tarde.

—Verdades como puños, prima divina.

—¡Vete, vete, embustero!

La berlina, según había ordenado al cochero, le esperaba en la esquina de la calle. Encendió un cigarro habano y dijo cerrando la portezuela:

—A casa de los Sres. de Rivera.

Cualquiera que le hubiera visto reclinado en el fondo del carruaje con el cigarro entre los dientes, le diputaría por un elegante aburrido que iba á dar una vuelta por la Castellana.

No obstante, la misma arruga, signo de intensas cavilaciones, que había aparecido en su frente cuando se despidió de Miguel en el Ateneo, surcábala ahora, quizás más honda y más oscura.

—A las seis, como siempre, en el Suizo—dijo al auriga bajándose del coche.

Y con lento paso, el semblante algo pálido, penetró en el portal de la casa de Miguel y subió la escalera.

Tiró de la campanilla con fuerza, como amigo familiar y mimado.

Salió á abrirle Plácida.

—¡Señorito, buenos ojos le vean!—exclamó con la simpatía que inspiran á las domésticas las visitas de la casa, cuando son buenos mozos.

—Hola, chiquita—dijo el caballero con acento protector, dándole una palmadita en la mejilla.—¿Tu amo?...

—¿Pero no sabe que el señorito se ha ido el lunes á Galicia? ¡Bien se conoce que ya no ensucia la escalera de esta casa con el polvo de sus botas!

—¿La señorita?—preguntó el elegante con gesto distraído, colocando, al propio tiempo, el bastón y el sombrero en el perchero.

—En su gabinete está cosiendo... ¿Quiere que la avise?

—No hay necesidad—replicó avanzando resueltamente hacia la sala, y abriendo la puerta del gabinete.

Maximina cosía alguna ropa del niño, mientras éste, ajeno enteramente á las luchas políticas en que estaba metido su papá, dormía en la alcoba ocupando dos cuartas cuadradas del gran lecho conyugal. El pensamiento de la niña volaba por encima de la blanca cabeza del Guadarrama, atravesaba los yermos campos de Castilla, é iba á perderse en las frondosas arboledas de Galicia. «¿Tendrá bastantes calcetines?»—se preguntaba en aquel momento. Esta era la grave preocupación de Maximina desde que su esposo se había ido. «Ocho pares, no bastan, no pueden bastar, mudándoselos todos los días como él acostumbra. En aquel país creo que no se lava la ropa á menudo. ¡Ay, Dios mío, y si llueve y se humedece los pies, ¿cómo se los va á mudar dos ó tres veces al día como hace aquí?... Estoy segura de que no se le ocurre comprarlos... ¡Es más dejado!...

Sonó el pestillo de la puerta. Al levantar la cabeza, sus ojos se encontraron con los de D. Alfonso.

Es difícil figurarse la sorpresa que aquella aparición repentina causó á Maximina, y el susto y el terror que de ella se apoderaron. Se puso pálida hasta dar en lívida, después fuertemente colorada, después otra vez pálida; todo en obra de muy cortos momentos.

Saavedra cerró la puerta y le alargó la mano con gran desembarazo.

—¿Cómo está usted, Maximina?

Ésta apenas pudo articular la contestación. Su mano temblaba fuertemente.

—¿Qué es eso, tiembla usted?—dijo el caballero reteniéndola un momento en la suya.

Nada contestó.

—Si fuese un enemigo el que aquí entrase, comprendo ese temblor; pero siendo un amigo tan apasionado... tan estúpidamente apasionado como yo lo soy de usted... Digo mal en llamarme su amigo: mejor haría en llamarme su esclavo, porque desde hace mucho tiempo ejerce usted sobre mí un dominio absoluto.

El rostro de la niña estaba contraído por una sonrisa, que más parecía mueca de terror. Sus ojos expresaban el mismo espanto. Quiso decir algo, pero la voz expiró en su garganta.

—El último día que hablé con usted, Maximina—siguió diciendo el andaluz, después de sentarse á su lado,—me aventuré á manifestarle algo de lo que pasaba dentro de mi corazón. Acaso haya cometido una tontería; pero el paso está dado y no puedo volverme atrás. Necesito completar hoy lo que entonces no hice más que indicarle; necesito expresarle á usted, aunque sea bien difícil, el amor, la idolatría que usted me inspira, las terribles congojas que desde hace un mes he experimentado, el estado de verdadera locura á que su crueldad me ha conducido...

Maximina seguía muda. Parecía la estatua de la desolación.

—Voy á contárselo á usted todo, ¡todo! ¿No es verdad que me perdonará usted, hermosa Maximina?

Y el osado caballero pronunció estas palabras con voz insinuante, melosa, apoyando suavemente al mismo tiempo la palma de su mano sobre el dorso de la de Maximina. Esta la retiró como si la hubiese tocado un animal inmundo, y poniéndose de pie como empujada por un resorte, corrió á la puerta, la abrió y entró en la sala. D. Alfonso la siguió y la retuvo por un brazo. Ella entonces, sacudiéndose con fuerza singular, se desprendió; pero en vez de huir se quedó frente á frente de él con las mejillas inflamadas y mirándole con unos extraviados ojos que daban miedo.

La verdad es que entre las muchas actitudes que había imaginado que la esposa de Miguel podía tomar, nunca había podido Saavedra representarse aquella. Esperaba repulsas, frases de indignación, hasta injurias, y tenía preparado para este caso un continente frío y sosegado: esperaba la orden de irse inmediatamente, la amenaza de gritar, y también tenía aparejado lo que había de decir para apaciguarla inmediatamente: por último, allá en el fondo del alma, su presunción le adulaba diciéndole que Maximina no podría resistir mucho tiempo á su atractivo y á su gloria de seductor. Mas aquellas extrañas huidas, intempestivas, aquel mudo terror, le sorprendieron y un poco le desconcertaron.

—¿Qué va usted á hacer, Maximina?—le dijo, aunque la niña no decía nada; pero le convenía prevenirla para cualquier evento.—Si usted grita ó llama á sus criadas, se compromete usted muy seriamente; habrá un escándalo, se enterará todo el mundo, incluso su marido, y usted irá perdiendo mucho más de lo que se figura... Vamos, sea usted razonable,—añadió en el tono meloso que había usado antes, y acercándose á ella.—La cosa no es para tomada de ese modo trágico. Que yo esté enamorado de usted perdidamente, no tiene nada de particular, ni tengo culpa de ello, sino Dios que la ha hecho tan hermosa, tan dulce, tan simpática... Y que usted me concediera un pequeño favor... que me permita besarla una mano en pago de tanta adoración, de tantas amarguras y tristezas como en este último mes he pasado, creo que tampoco tendría mucho de extraño. Sería en usted, no una prueba de amor, que ya sé que no la merezco, sino de su caridad, de su carácter bondadoso, que ni aún en ocasiones como ésta puede desmentirse. Este favor, que aunque insignificante para el mundo y para la conciencia, para mí sería inmenso, quedaría secreto hasta la muerte entre los dos... Mi agradecimiento por él sería eterno... Vamos, hermosa Maximina, no desmienta usted su bondad... Se lo pido á usted de rodillas. Déjeme usted poner los labios en su mano y me marcho tranquilo y feliz... ¿Quiere usted más humildad?

El audaz, cuanto astuto caballero, al pronunciar estas últimas palabras, había doblado, en efecto, la rodilla, y se apoderó de una mano de la niña. Pero ésta se la arrancó con sorprendente braveza y echó una mirada de angustia en torno, como buscando socorro. Después huyó como un relámpago al despacho de Miguel. D. Alfonso la siguió también corriendo. La niña se acorraló detrás de la mesa y volvió á arrojarle aquella pavorosa y extraviada mirada, propia, en realidad, de una loca.

Miguel había dejado sobre la mesa, abierto, su estuche de navajas de afeitar, y la que había usado, encima de él, abierta también. Por un refinamiento amoroso, Maximina no había querido tocar en estos objetos, ni que nadie tocase, dejándolos así hasta su regreso. Rápidamente se apoderó de aquella navaja, y acercándosela á su cuello dijo con voz ronca:

—¡Si usted me toca otra vez, me mato! ¡Me mato!

Fueron las primeras palabras que salieron de su boca en aquella escena, que duró pocos minutos.

El acento con que las pronunció y la mirada con que las acompañó, no daban lugar á duda. Aunque no llegase á matarse, Saavedra comprendió que se daría una cuchillada, correría la sangre y habría en la casa un serio conflicto del cual no saldría bien librado. Por eso se apresuró á decir:

—No la tocaré. Pierda usted cuidado.—Y luego añadió con sonrisa irónica, en tono que rebosaba de despecho:—Vaya, vaya; donde menos se piensa salta una Lucrecia. Si fuese pintor, Maximina, la retrataría á usted así, con el brazo levantado, y la mandaría á la exposición. Un poco prosaico es eso de la navaja; pero tales son los tiempos. Las Lucrecias ahora, en vez de puñal cincelado, gastan navaja de afeitar.

Quizá el desabrido tenorio hubiera seguido dirigiendo á su pretendida víctima otras groseras y cobardes burlas como estas: mas en aquel momento el oído de Maximina percibió hacia el gabinete el blando y levísimo quejido del niño que se despertaba. Era tan leve, que sólo una madre podía oirlo á aquella distancia.

Soltó la navaja y exclamó:

—¡Hijo de mi alma, allá voy!

Pasó como una saeta por delante de D. Alfonso. Si éste tratase de retenerla, es casi seguro, dado el ímpetu que llevaba y su robusta musculatura, que le hubiera volcado.

No pensó en semejante cosa el caballero. Lo que hizo fué girar sobre los talones, tomar el sombrero y marcharse á esparcir su mal humor y despecho á la Castellana.

Maximina se serenó pronto. Sin embargo, pocas horas después comenzó á sentir un frío intenso que la obligó á meterse en la cama y á pedir una taza de tila. Al día siguiente estaba ya buena. Pensó en escribir á Miguel rogándole que viniese; mas en seguida comprendió que se vería obligada á darle alguna razón, y no la tenía. ¿Y si sospechaba algo y la forzaba á declarar lo que había pasado? De seguro se desafiaría con Saavedra, y como éste era un espadachín, le mataría.

—¡Oh! ¡Primero me mataría yo que decírselo!

Y la fiel esposa, al pensarlo, se estremeció de horror.

XXIV

HA fracasado la primera parte de mi plan: vamos á ver si en la segunda soy más feliz—se dijo D. Alfonso al salir de casa de Miguel.

Pasó aquella tarde, mientras su mirada vagaba perdida por la balumba de coches que trotaban por la Castellana, meditando odiosos y atrevidísimos proyectos, que pronto vamos á conocer.

En los días que siguieron comenzó á mostrarse más rendido y apasionado con su prima, pasando largas horas en su compañía. No le faltaba ya á Julita más que este súbito ardor de su galán para volverse loca. La aspereza de su temperamento inquieto y bravío se había trocado hacía tiempo en mansedumbre. D. Alfonso, gracias al vituperable descuido de la brigadiera, usaba con ella ciertas libertades, inocentes sí, pero muy peligrosas. Cuando la hubo hecho su esclava, le dijo un día:

—Julita, ¿quieres casarte conmigo?

—¡Qué preguntas!—exclamó la niña, poniéndose como una amapola.

—Bien; quedamos en que me aceptas por marido.

—¿Quién te ha dicho eso, majadero?

—Me lo has dicho con esos ojos pícaros, desde que te conocí. No lo niegues, Julia.

—¡Tonto! ¡tonto! ¡insufrible!—exclamó la niña, queriendo enfadarse.

—No hablemos más de eso. Negocio concluído. En principio convenimos ambos, la Srta. D.ª Julia Rivera, por una parte, y D. Alfonso Saavedra, por otra, en que queremos casarnos. Ahora: medios para llevar á cabo nuestro proyecto. Yo he cumplido ya los veinticinco años (si no lo sabías, ahora lo sabes) (Julia se ríe). Por consiguiente, la ley me autoriza para casarme cuando se me antoje, sin permiso de mi madre. No obstante, este permiso es para mí indispensable, primero, por el cariño frenético que me profesa, por el deber en que estoy de no contrariarla ó causarla disgustos que la pobre no merece; segundo, por una consideración egoísta que es también muy atendible. Yo he sido un pillo, Julita, un pródigo que se ha gastado en pocos años la fortuna heredada de su padre. El resultado de esto es que hoy me encuentro á merced de mi madre, la cual, en honor de la verdad, no ha sido hasta ahora tacaña conmigo. Pero como tú comprenderás, no sé lo que sucedería si me casase contra su gusto. Ahora bien, lo confieso con vergüenza, yo no estoy acostumbrado á trabajar, ni aunque fuese tal mi deseo, sabría en qué ocuparme. Necesitamos, pues, contar con mamá para casarnos. Mañana mismo la escribiré, y si, como presumo, no se opone á nuestra boda, podemos desde luego señalar la época para ella.

¡Qué noche de insomnio aquélla para Julita! Y sin embargo, ¡qué noche tan feliz!

D. Alfonso daba por seguro su matrimonio, y hablaba de él como si ya estuviera hecho. Las conversaciones que sostuvieron en los cuatro días trascurridos entre la carta y la contestación, versaron casi todas acerca de los preparativos necesarios para la boda, lo que harían después de unidos, etc. Se esperaba con impaciencia la bendición de la mamá de Sevilla. En cuanto á la brigadiera, como D. Alfonso era su ojo derecho, no se había pensado en ella siquiera. Por consejo de aquél, Julita no le había dicho una palabra todavía.

Llegó al fin la carta. ¡Nunca hubiese llegado! Saavedra entró en casa de su tía con el semblante pálido y ojeroso y una mortal tristeza pintada en él. Para este efecto teatral había pasado una noche de crápula previamente. Julia también se puso demudada al verle, pues en seguida entendió lo que pasaba. Cuando se hubieron sentado junto al piano, sitio donde mantenían casi todas sus conversaciones secretas, exclamó el caballero con acento dolorido, metiendo el rostro entre las manos:

—¡Qué desgraciado soy, Julia!

Ésta calló unos instantes, y después dijo:

—Tu madre no quiere que nos casemos, ¿verdad?

D. Alfonso no respondió.

Reinó silencio por largo rato. Julita lo rompió al fin con voz temblorosa.

—No te aflijas así, Alfonso. En vez de darme ánimos me los quitas.

—Tienes razón, hermosa mía: hasta en esto soy un egoísta. Debiera considerar que además del dolor que sentirás como yo, si me quieres, á ti se te hace una ofensa...

—No, no—se apresuró á decir la joven,—no siento la ofensa. Mi sentimiento es únicamente por no ser tuya.

Saavedra le dirigió una mirada de amor fascinadora y la apretó fuertemente la mano.

—Mamá no habla mal de ti. Si algo dijera que pudiera ofenderte, ya sabría yo contestar... Mejor será que tú misma leas su carta—dijo sacándola del bolsillo.

Esta carta escrita por el mismo Saavedra imitando la letra de su madre y remitida á un amigo de Sevilla, para que de allí se la mandase, era un documento notable por su malicia. No se mentaba á Julita en ella. La mamá se lamentaba vivamente «porque había soñado para su hijo un partido brillante; bien sabía él cual era. Que ésta había sido la ilusión de toda su vida; que había soltado la palabra y todos los parientes estaban ya en ello: en fin, que estando muy vieja y achacosa, aquel disgusto la causaría seguramente la muerte.»

El efecto que esta carta produjo en la joven fué el que tenía calculado su autor. En vez de templar el fuego, lo hizo crecer notablemente. Los celos eran la mejor leña para el caso.

—¿Quién es esa mujer con la cual quieren casarte, Alfonso?—dijo Julita tímidamente, mientras gruesas lágrimas le rodaban por las mejillas.

—No sé, no sé, ¡déjame!—exclamó él con tono desesperado.

—Dímelo, Alfonso: lo deseo vivamente.

—Qué importa quien sea. Yo la odio, la detesto.

—De todos modos, quiero saber cómo se llama.

—Es la condesa de San Clemente.

—¿Es joven?

—Mucho más vieja que tú: tiene lo menos veinticinco ó veintiséis años.

—¿Es bonita?

—¡Qué sé yo! Tanto la doy porque sea fea ó bonita.

—¿Pero es bonita?

—Dicen que sí; pero ya te digo que á mí no me importa nada.

Guardó silencio prolongado la niña. Su corazón latía apresuradamente. Al cabo de un rato dijo con acento melancólico clavando al mismo tiempo en su amante una mirada ansiosa:

—Concluirán por convencerte, Alfonso. Al fin pararás en casarte con ella.

El caballero andaluz levantó hacia ella su vista airada y exclamó con energía:

—¡Antes me harían pedazos que tal sucediese!

—No puedes asegurar nada—replicó ella mirándole con la misma zozobra.—Irán trabajando, trabajando sobre ti, te enredarán de tal modo, que al cabo no tendrás más remedio que sucumbir.

—No, no: ¡te juro que no!... Vamos, no me hables más de eso, Julita, porque es una conversación que me incomoda.

Los ojos de la joven brillaron con alegría un momento. Después volvieron á expresar el mismo abatimiento.

Transcurrieron cinco ó seis días. D. Alfonso redoblaba sus manifestaciones de cariño. Pesaba, no obstante, sobre los amantes un disgusto tan abrumador, que les obligaba á mantenerse largos ratos silenciosos con la cabeza baja y los ojos en el vacío. Julita lloraba á menudo, y Saavedra, enternecido también, hacía esfuerzos inútiles por consolarla. La verdad es que no veían salida para sus penas. El horizonte se mostraba enteramente cerrado y oscuro.

—Yo no tengo carrera ninguna: no sé trabajar—decía el caballero.—Si nos casáramos nos moriríamos de hambre... ¡Este es el resultado de haberme educado para rico!

Tanto como morirse de hambre, no lo creo—respondía Julita poniéndose muy colorada.—Mamá y yo no somos ricas, pero podemos vivir decentemente... Claro está que para tí, acostumbrado á otra clase de vida, esto sería muy duro... pero...

—¡Oh, no me hables de eso, Julia!—exclamó el caballero con el gesto de un hombre herido en su dignidad.—Es rebajarme demasiado creer que yo puedo consentir en que me mantengáis... Pero aunque perdiese el decoro hasta ese punto, tampoco lo haría, porque no quiero matar á mi madre.

La niña se calló y aparecieron como otras veces algunas lágrimas en sus mejillas.

—¿Sospecha algo tu madre de lo que nos está pasando?

—No.

—Pues ten mucho cuidado. Ya sabes cómo es su genio. Si se enterase de que mamá se opone, lo echaría todo á rodar y no me consentiría poner más los pies en esta casa.

Una tarde, pasados ya bastantes días, llegó el caballero con la faz más despejada que los anteriores. En vez de sentarse cerca del piano, fueron los amantes á colocarse en pie en el hueco del balcón. Después de pintarle las cosas muy negras, como siempre, y de lamentarse largo rato, D. Alfonso dijo á su prima:

—Como en todo el día y toda la noche no pienso más que en esto, querida Julia, se me han ocurrido ya algunos medios de salir del conflicto. No te los he dicho porque son muy disparatados. Sin embargo, esta noche dando vueltas en la cama sin poder dormir, me vino á la imaginación uno muy seguro, pero muy atrevido... tanto, que tengo miedo decírtelo.

—¿Tan malo es?

—Malo no; atrevido. Exige de tí desprecio á ciertas convenciones sociales y una gran fuerza de voluntad.

—Vamos, dilo: tengo ya curiosidad de conocerlo.

—Pues bien, Julia; mamá, aunque te la representes como una mujer dura, por tus recuerdos de la niñez, y porque en realidad tiene un exterior frío y grave que previene en contra suya, no deja de tener un corazón muy bueno. Me ha dado pruebas inequívocas de ello, perdonándome á veces demasiado pronto faltas gravísimas. Es un carácter orgulloso como el de tu mamá; pero estos caracteres son los más fáciles de vencer. Basta humillarse para que cedan... Pensaba yo esta noche:—Si Julia se atreviese á dar un golpe decisivo, á escaparse conmigo á Sevilla y presentarnos á ella, tengo la seguridad que no vacilaría en perdonarnos y darnos su bendición. Ninguna mujer, por mala que sea, consiente en dejar deshonrada á la hija de una prima hermana.

—Ese proyecto es una locura. ¡Parece mentira que tú me propongas semejante atrocidad!

—Yo no te lo propongo: no hago más que referirte un pensamiento que me ha ocurrido. Si á tí no te cuento lo que siente mi corazón y lo que cruza por mi mente, ¿á quién se lo he de contar, Julia mía?

—Eso es lo último que debías pensar.

—¡Tengo pensado tanto, que no es extraño que ya piense lo último! El proyecto será atrevidísimo, violento y repugnante para tí, pero no una locura como dices. Es un medio seguro, infalible, de conseguir nuestro objeto.

—Pues aunque sea seguro, infalible, yo no le acepto ¿lo oyes bien?

D. Alfonso no se dió por vencido. Continuó discutiendo sin perder la calma, aduciendo razones, poniendo numerosos ejemplos que traía preparados, destruyendo de mil mañosos modos los escrúpulos de Julia. Pero cuando la joven se veía acorralada, envuelta en las redes de la sofistería de su amante, se encolerizaba de pronto y exclamaba:

—Bien, será lo que tú dices; pero yo no quiero, no quiero, y basta.

Julia, aunque dotada de un carácter ligero é impetuoso, no tenía turbia la conciencia. Era una chica honesta, y por lo tanto, aquel proyecto hería de un modo vivo su pudor. No obstante, Saavedra seguía martillando sin cesar con la esperanza de quebrarlo.

Declinaba ya la tarde. El gabinete se iba poblando de sombras. D. Alfonso agotó al fin todos los recursos de su ingenio sin lograr lo que se proponía.

—Bien está—dijo al cabo de largo silencio, haciendo esfuerzos por ocultar su despecho y dando á sus palabras cierta entonación lúgubre.—He buscado con afán los medios de salir de este doloroso estado en que nos vemos. Te propuse el único factible y seguro. Tu misma has convenido en ello y has comprendido la necesidad de adoptar una decisión enérgica. Y, sin embargo, te niegas á aceptarlo. Respeto los escrúpulos que tienes para ello; pero me permitirás que te diga que la mujer que ama de veras se sobrepone siempre á ellos. Si el amor que me tienes fuese tan grande como dices...

—¡Alfonso!

—Ya sé que me quieres. No te esfuerces en decirlo... Pero el resultado es que, queriéndonos mucho, somos muy desgraciados, y que no hallamos medio de dejar de serlo. ¿Qué nos queda que hacer? Pues separarnos y procurar no volvernos á ver.

—¡Oh Alfonso!

—Sí, Julia, sí; conviene que nos separemos para siempre. Aquí no hacemos más que martirizarnos cruelmente. Es una vida infernal la de tener la felicidad delante de los ojos y no poder tocarla. Antes de proponerte este último recurso, muy violento sí, pero absolutamente indispensable, he decidido firmemente expatriarme en el caso de que no lo aceptases. Mañana, pues, tomo el tren para París. Lo confieso ingenuamente, no tengo valor para soportar esta angustiosa situación.

Calló el astuto caballero. Julia tampoco despegó los labios. Por su gracioso semblante se esparció una triste palidez. Los ojos se clavaron estáticos sobre un punto del espacio y permaneció inmóvil como una estatua. D. Alfonso la dejó en esta actitud largo rato sin turbar su ardiente y afanosa meditación, echándole frecuentes ojeadas. Su palidez iba cada vez en aumento.

Cuando juzgó que había llegado el momento oportuno, el audaz seductor fué á tomar el sombrero que había colocado sobre el piano, y volviendo hacia la niña, alargándola la mano, la dijo con voz temblorosa:

—Adiós, Julia.

Esta se la retuvo un instante, y echándole una mirada desesperada, con el rostro lívido ya, le dijo:

—No te vayas, Alfonso. Haz de mí lo que quieras. Estoy pronta á seguirte.

El caballero, después de cerciorarse de que su tía no los veía, la estrechó largo rato entre sus brazos.

XXV

CHICO, tráeme un vaso de limón... Tráeme dos, ¿entiendes?

El banquero se sofocaba. Era un hombre pequeño y gordo que casi echaba sangre por las mejillas. Se desabrochó el cuello de la camisa y continuó barajando, dando fuertes resoplidos, como si le amagase algún ataque apoplético.

—Juego.

Los puntos hicieron el suyo colocando las puestas al lado de las cartas. Una mano enguantada arrimó un paquete de billetes á una de ellas.

—¿Cuánto va de esto, Saavedra?—dijo el obeso tahúr levantando sus ojos, que expresaban terror y pedían misericordia.

—Todo—contestó secamente el caballero andaluz.

—¿Cuánto es?

—No sé.

El tono era asaz despreciativo. Sin embargo, el banquero no se ofendió. Tomó el paquete y se puso á contar bajo las miradas atentas del grupo de jugadores que en torno de la mesa estaban, unos sentados, otros en pie.

—Son diez mil doscientas pesetas.

—No hay bastante en la banca—dijo un punto alargando ya la mano para recoger su puesta.

—Va abonado—replicó el banquero, cada vez más rojo. Parecía que iba á estallar.

Mientras tiraba por las cartas reinó silencio absoluto. La de D. Alfonso era un siete.

—Ya está aquí—dijo el banquero con mal disimulado abatimiento, colocando la baraja sobre la mesa.

Acto continuo se puso á pagar las puestas menudas, dejando la de Saavedra para la última. Cuando llegó á ésta sólo sobraban siete mil pesetas.

—Debo tres mil doscientas—dijo, entregándoselas.

D. Alfonso las recogió y las metió en el bolsillo con displicencia. El juego se deshizo. El banquero, limpiándose el sudor de la frente con el pañuelo, se acercó al andaluz, que se había sentado en un diván y leía tranquilamente un periódico.

—Quince mil duros te llevas en el bolsillo, chico.

—No lo sé—replicó D. Alfonso, sin levantar la vista.

—Pues yo sí. Villar y González han perdido nueve mil y nosotros más de doce mil. Entre todos los demás no se han llevado seis mil duros.

—Phs; podrá ser—replicó el caballero.

—Cualquiera diría al verte la cara que son quince mil piedras las que tienes en el bolsillo, chico. Mira, préstame ocho mil pesetas y te pondrás de buen humor.

D. Alfonso, sin decir palabra, sacó la cartera y le dió un puñado de billetes.

—Saavedra, tú andas en malos pasos. La otra noche te he visto en un palco muy amartelado al lado de una chiquita saladísima. Ten cuidado: el día menos pensado te casas.

D. Alfonso sacó el reloj, y después de mirarlo, dijo sonriendo fríamente:

—En este momento voy á robar esa chiquita. Me escapo con ella al extranjero.

—¡No te vendría mal!—repuso el otro sin ocurrírsele siquiera que pudiera ser verdad.—Pero te cansarías pronto. Lo mismo tú que yo, estamos viejos para tales trotes.

—Adiós, Cubells.

—Adiós, chico... No dejes de venir esta noche, que hay partida del golfo.

—¿No te he dicho que me escapo con esa chica?—replicó desde la puerta el caballero con la misma sonrisa fría entre los labios.

—¡Buen bocado!... Ven tempranito, ¿eh? y no dejes de traer al Marqués si le encuentras.

Saavedra bajó lentamente la escalera alfombrada del Círculo. Al salir á la calle estaba oscureciendo. Su berlina le aguardaba á la puerta.

—Oyes, Julián: me llevas ahora á la calle de Carretas, paras allí y te colocas cerca del Correo. Vendrá una señora, abrirá la portezuela y se meterá dentro conmigo. En cuanto esto suceda, sin aguardar más, partes como un rayo para Jetafe. ¿Conoces bien el camino? Bien; pues es necesario, aunque se revienten los caballos, que te plantes allá en un periquete. Quiero coger el tren que sale de aquí á las ocho y media. No te asustes de la aventura. Es una bailarina del Real que quiere irse conmigo á Sevilla y no puede rescindir el contrato. Cuando lleguemos á Jetafe ya te daré más instrucciones sobre lo que has de hacer.

El carruaje llegó á la calle de Carretas y se situó donde su dueño había ordenado. D. Alfonso, reclinándose en una esquina para evitar las miradas de los transeuntes, esperó.

Julia había pasado la tarde en casa de su cuñada, pues no tocaba aquel día lección de piano; toda ella en un estado de agitación que no pudo pasar inadvertido para Maximina.

—¿Qué tienes, te sientes mal?—le dijo.

—¡No! ¿Por qué me preguntas eso? ¿Qué ves en mí de particular?—le respondió llena de zozobra.

—Nada, nada; no te asustes. Estás un poquito pálida y más ojerosa que otras veces. Nada más.

—Es que me encuentro un poco nerviosa hoy.

Maximina sonrió bondadosamente, suponiendo que habría tenido alguna reyerta con su novio, y mandó hacerle tila. A pesar de la profunda antipatía que le inspiraba D. Alfonso y los poderosos motivos que tenía para juzgarle un bellaco, veía tan enamorada á Julita, que no se atrevía á decirle una palabra en contra suya.

Según avanzaba la tarde, su inquietud iba en aumento. El último retoño de la raza de los Rivera estuvo á punto en varias ocasiones de padecer algún menoscabo á consecuencia del estado nervioso de su noble tía. Apretábalo ésta contra su pecho más de la cuenta, arrojábalo al aire para recogerlo otra vez, dábale centenares de besos en un mismo sitio del rostro dejándoselo más encendido que una brasa, y hasta le mordió ¡caso terrible! las narices. No hay para qué decir que el ilustre niño, henchido de indignación, protestaba contra tales atentados.

Con Maximina también se mostró la joven más expansiva en sus caricias que otras veces.

—¡Maximina, qué buena eres! ¡qué buena eres!

Y casi la asfixiaba entre sus brazos.

—Eso quisiera yo, ser buena—respondía la niña ruborizándose.

—¡Cuánto daría por ser como tú!

—¡Si no fueses mejor, estabas fresca!

—¡Oh! yo soy mala, Maximina, ¡muy mala!... Pero tú me perdonas todos mis defectos, ¿no es verdad?

Y acometida de súbita inspiración, se levantó diciendo:

—Voy á escribir una carta al despacho.

—¿No tomas la tila?

—Ya la tomaré; concluyo en seguida.

Entró en el escritorio de su hermano y se puso á escribir con precipitación la siguiente carta:

«Mi queridísima Maximina, hermana de mi alma: Cuando recibas ésta, la pobre Julia habrá cometido ya un pecado muy grande. Me voy á Sevilla con Alfonso á implorar de su madre el permiso para casarnos. Procura aplacar á...

—Julia, se te enfría la tila—dijo Maximina poniéndole una mano sobre el hombro.

La joven dió un grito y tapó el papel con las manos.

La esposa de Miguel retrocedió asustada.

—Dispensa, chica: ¡me cogiste tan desprevenida!—dijo Julia sonriendo y muy encarnada.

—Tú eres la que debes dispensarme por haber entrado sin avisar... No creí... Continúa, continúa—añadió con sonrisa maliciosa que significaba:—Ya sé para quién es la carta.

¡Cuán lejos estaba la inocente niña de la verdad!

Después que hubo salido, concluyó la carta, «...procura aplacar á mamá y á Miguel cuando venga. Creo que al fin todo se arreglará satisfactoriamente. Alfonso, aunque un poco frío, es todo un caballero. Perdona y ama mucho á tu hermana, que sólo de ti se despide, Julia

D. Alfonso le había encargado repetidas veces, y con mucho interés, que de modo alguno dejase carta escrita declarando donde iba. Mas por un impulso del corazón, de los muchos que no pueden explicarse, se le ocurrió escribir á su cuñada, en la cual tenía ciega confianza.

—Vaya, me voy—dijo poniéndose el sombrero, que tenía un tupido velo para echar sobre los ojos.—Ya es hora de comer, y mamá me estará esperando. ¡Como quien no quiere la cosa, no la he visto desde ayer noche! A las diez ya estoy aquí otra vez.

Se despidieron á la puerta. Maximina le dió un beso en la mejilla como siempre. Ella le devolvió más de una docena, tan fuertes y apasionados, que la joven esposa no pudo menos de exclamar riendo:

—¡Qué loca!

—¡Loca, sí! ¡Y bien loca!—contestó bajando de prisa la escalera y sin volver la cabeza.

Los besos y la entonación de aquellas palabras sorprendieron un poco á Maximina, pero no hizo alto en ello y cerró la puerta.

Juana era quien acompañaba á nuestra joven hasta su casa. Cuando salieron á la calle poco faltaba para ser de noche. Al llegar á la de Carretas, le dijo la señorita:

—Juana, hágame el favor de entrar en ese estanquillo, póngale un sello y eche esta carta en el buzón... ¿Sabe usted leer?—añadió temiendo que se enterase para quién era.

—No, señorita—respondió la guipuzcoana avergonzada.

Entró en el estanquillo y Julia hizo ademán de aguardarla á la puerta; pero en cuanto la vió arrimarse al mostrador, deslizóse velozmente por la calle abajo, y al llegar al coche, cuyos caballos conocía, abrió la portezuela y se metió dentro.

Oyóse inmediatamente una voz varonil que decía:

—¡A escape, Julián á escape!

Los caballos, fustigados por el cochero, emprendieron la carrera. Pronto salieron del casco de la población y se precipitaron medio desbocados por la carretera de Andalucía.

Cuando llegaron á Jetafe el tren silbaba ya á lo lejos. D. Alfonso tomó los billetes, y llamando aparte á Julián, le dijo:

—Mañana si te preguntan, di que me has conducido á Pozuelo, por la línea del Norte, ¿entiendes?

—Pierda usted cuidado, señorito.

—Toma—dijo dándole algunos billetes,—cuida bien los caballos. Ya te escribiré lo que has de hacer.

El tren los condujo rápidamente, no á Sevilla, sino á Lisboa. A media noche, habiendo salido el caballero fuera un momento, vino desolado diciendo que se había equivocado, que más arriba debieron haber cambiado de tren. La niña quedó estupefacta y aterrada.

—No te apures tanto, hija. Ahora, antes que quedarnos en cualquier poblachón de estos, adonde puedan avisar por telégrafo y cogernos, vale más que entremos en Portugal y desde allí nos trasladaremos inmediatamente á Sevilla.

Aunque protestó con violencia, la joven no tuvo más remedio que conformarse al cabo.

Llegados á Lisboa, se alojaron en una de las mejores fondas. D. Alfonso prometió á su prima emprender al día siguiente el viaje para Sevilla. Sin embargo, se pasó un día, y se pasaron dos y tres, y no se marchaban. El caballero encontraba un pretexto para dilatar el viaje; y era que había perdido el equipaje. Aguardaba la contestación del telegrama que había puesto.

Julita, en aquellos días, se hallaba en un estado de gran excitación que la hacía pasar instantánea y alternativamente de una alegría ruidosa é inconsiderada á un profundo abatimiento. Unas veces se encolerizaba contra su primo y le llenaba de dicterios y amenazaba escaparse sola ó dar parte á la policía: en seguida se dejaba caer en sus brazos pidiéndole perdón. En medio de la mayor tristeza, su amante comenzaba á remedar de un modo grotesco el acento de la camarera que les servía, y la niña reía á carcajadas como una loca. Otras veces se entusiasmaba con el espectáculo de la bahía y con el de la regia mansión de Cintra.

Mimábala el astuto caballero con los más finos y amorosos cuidados. Cuando se encolerizaba, dejábala desahogarse sin responder palabra: cuando se entristecía, ponía todos los medios por distraerla: cuando, por último, la veía contenta, aprovechaba estos momentos para salir con ella de paseo, dándole el brazo como si fuesen esposos. Por tales y recientes eran tenidos en la fonda.

Sin embargo, al cuarto día de haber llegado, hallándose en su gabinete después de almorzar, D. Alfonso, reclinado en la butaca fumando un cigarro puro, ella de pie, frente al espejo arreglándose para salir, le dijo el caballero acompañando sus palabras de una sonrisa ambigua:

—¿Sabes lo que estoy pensando, Julita?

—¿Qué?

—Que me encuentro admirablemente viviendo de este modo contigo.

—Yo no—repuso la joven secamente.

—¿Pues? ¿Qué te hace falta?

—Me hace falta no estar en pecado mortal; pedir perdón á mamá, y que tú seas mi marido.

—Pues á mí cabalmente lo que me gusta es vivir de este modo extra-legal. Somos dos pájaros que huyen del nido y tienden su vuelo por el aire. ¡Qué placer estar así solitos y libres! ¿Seremos por ventura más felices cuando un cura sucio é ignorante haya mascullado unos cuantos latines delante de nosotros?

Julita al oir esto y percibir el tono burlón con que D. Alfonso lo decía, sintió un frío particular en su cuerpo y dejó caer los brazos, que tenía alzados para arreglar el pelo. Quedó algunos momentos suspensa, y volviendo al cabo la faz pálida hacia él, le dijo pausadamente, pero con voz alterada:

—¡Parece mentira que hayan salido de tu boca unas palabras tan groseras y tan feas!

—¿Por qué han de ser feas, chica? No hice más que emitir mi opinión sin meterme á averiguar si es mala ó buena—replicó el caballero riendo.

—¡Calla, calla, Alfonso!... Hay momentos en que cruzan por mi imaginación unas cosas tan horribles, que si se detuvieran algún tiempo en ella, estoy segura que me volvería loca y me arrojaría por el balcón.

Al decir esto dejó el sombrero sobre el tocador y vino á sentarse en el sofá, quedando con la cabeza baja y las manos cruzadas en actitud meditabunda. Gruesas lágrimas empezaron á resbalarle por las mejillas.

—¿Lloras?—dijo el caballero acercándose á ella.

La niña levantó hacia él sus ojos chispeantes de furor.

—Lloro, sí—dijo con rabioso acento.—¿Y qué? ¿Qué tienes tú que ver con mi llanto? Yo quiero marcharme para mi casa, ¿lo entiendes? Quiero marcharme en seguida, ¡ahora mismo!

—Cálmate, Julia.

—No quiero calmarme. ¿Por qué estoy yo aquí contigo, vamos á ver? Hazme el favor de llevarme otra vez á mi casa. Aunque me mate mi madre quiero irme con ella en seguida, ¿lo oyes?

D. Alfonso guardó silencio: dejó trascurrir con astucia algunos minutos para que se sosegase un poco. Después dijo con voz apagada y triste:

—Bien: si es que ya te has cansado de mí, te llevaré á Madrid otra vez... Pensaba yo que fuese tu amor un poco más firme... Me he equivocado, ¡paciencia! No me remuerde la conciencia de nada. Después que hemos salido de Madrid hice cuanto me ha sido posible por cumplir como bueno. Las circunstancias nos han traído aquí y nos retienen contra mi voluntad... Pero en fin, de todos modos, nos marcharemos cuando tú quieras. La verdad es, que ya hemos aguardado bastante por el dichoso equipaje... Ahora voy á decirte una cosa—añadió con voz enternecida.—Si en algo te pude ofender en estos días, perdóname. Te quiero y te respeto como mi mujer legítima, pues lo eres ya ante Dios, y muy pronto lo serás ante los hombres... si es que me aceptas por esposo y no te vuelves atrás.

Julia, conmovida también, le alargó la mano que su amante se apresuró á besar.

Quedaron reconciliados.

—¿Quieres que nos vayamos hoy mismo?—preguntó al cabo de un momento Saavedra en tono indiferente.

—Aguardemos hasta mañana... Tal vez venga hoy el equipaje—respondió la joven, que deseaba hacer olvidar sus duras frases.

—Vamos entonces á dar un paseo por la bahía. La tarde es hermosa; alquilaremos una falúa...

—¡Oh, sí, sí, Alfonso! ¡Me muero por los paseos por el mar!—gritó Julia batiendo las palmas.

—De paso te comprarás la ropa que te haga falta.

Julia, alegre ya como unas castañuelas, se puso de nuevo frente al espejo para arreglarse el pelo.

—No sabes, Alfonso, lo que á mí me gusta pasear en lancha... y si hay un poco de oleaje, mejor. No me mareo. Cuando fuimos hace tres años mamá y yo desde Santander á Bilbao...

Al llegar aquí dió un grito horrible, de esos que ponen los cabellos de punta y dejan helada la sangre de quien los oye. Se le cayó el peine de las manos. Sus ojos clavados en el espejo, expresaron el terror y el espanto.

Por el espejo había visto abrirse la puerta del cuarto y aparecer en ella la figura de su hermano Miguel.

XXVI

AL llegar á Madrid y enterarse de lo ocurrido, Miguel recibió en su corazón el dardo más cruel que el destino le arrojara después de la muerte de su padre. Halló á su madrastra en un estado de abatimiento, próximo á la imbecilidad. Aquella naturaleza soberbia é indómita se había doblegado al fin. Y como sucede siempre, al verla humillada, llorando en silencio, inspiraba doble compasión.

—¡Pobre mamá!—dijo abrazándola.—El golpe es rudo; pero aún no se ha perdido todo. El asunto se ha de arreglar, Dios mediante.

—No, Miguel, no; el corazón me dice que no se arreglará. Ese hombre es un malvado. No quise hacer caso de tí, y Dios me castiga.

Maximina se sobresaltó gravemente al saber que su marido partía aquella misma noche para Sevilla.

—¡No, no; yo no quiero que vayas!—exclamó agarrándose á él fuertemente.

—Maximina, eso no es digno de tí—repuso Miguel dulcemente.—¿Han robado á mi hermana y quieres que no vaya en su busca?

—¿Y si te mata ese hombre? ¡Mira que es capaz de todo!

—¿Por qué ha de matarme? Yo no voy á Sevilla más que á buscar á mi hermana. Como supongo que él no se negará á entregármela, pasado mañana estaré aquí con ella. Lo demás ya se arreglará.

—¿Me juras que no vas más que á eso? ¿Que no le provocarás?

—Te lo juro.

Juró en falso el hijo del brigadier. Nadie le motejará por ello.

Cuando llegó el momento de partir, su esposa, deshecha en llanto, volvió á hacerle repetir el juramento. Después, reteniéndole por las manos, le dijo:

—Júrame también que has de ser bueno con Julia que no le dirás ninguna palabra dura.

También lo juro.

Con estas dos promesas, Maximina le dejó marchar. Después salió al balcón, y alzando al niño entre sus brazos se lo mostró, como para obligarle más á que no expusiera su vida.

Al llegar á Sevilla, se enteró Miguel de que no estaban allí su hermana y D. Alfonso. Visitó á la madre de éste y quedó dolorosamente sorprendido al saber que esta señora no tenía noticia del acto llevado á cabo por su hijo, ni siquiera que mantuviese relaciones amorosas con Julia. Todas las dudas de Miguel se disiparon. Saavedra había robado á su hermana para hacerla su... La palabra no quería formarse en el cerebro.

Lo primero que pensó, cuando se hubo serenado un poco, es dónde pudo haberla llevado, no estando en Sevilla. Se le ocurrió que pudieran haber ido á Cádiz y embarcarse allí; pero habiendo hecho algunas pesquisas, no logró comprobar la hipótesis. Entonces determinó volverse y preguntar en todas las estaciones del tránsito por si alguno se acordaba de haber visto aquella pareja, cuyas señas podía dar bien. Nada supo de ellos, hasta la estación de Algodor.

Allí un mozo se acordaba de haber trasladado de un coche á otro unos abrigos, á un caballero de tales señas que iba con una joven como Miguel le pintaba; por cierto que el caballero le había dado la suma fabulosa de un duro, lo cual, en verdad, no poco contribuía á que se acordase.

Como en aquella estación se dividía la línea de Andalucía y la de Extremadura y Portugal, Miguel tuvo la sospecha vehemente, casi la certeza, de que habían ido á este último punto, y tomó billete para Lisboa. Al llegar aquí, el procedimiento que siguió fué ir preguntando en las principales fondas por la pareja de jóvenes españoles, juzgando, con acierto, que si estaban allí se alojarían en una de ellas. En efecto, á la cuarta ó quinta que recorrió dió con ellos.

—¿Están en casa, ó han salido?

—No los he visto salir—respondió en portugués el portero.—¿Quiere su señoría que pregunte?

—No hay necesidad, soy su hermano. ¿Qué número tiene el cuarto?

—Número 16, piso segundo.

Con la terrible emoción que se podrá suponer, subió el hijo del brigadier á la fonda, y recorrió los pasillos hasta dar con el número indicado. Detúvose á la puerta para sosegar su corazón que latía fuertemente. Puso el oído y oyó la voz de su hermana. Levantó con mano temblorosa el pestillo y abrió.

Julia, al verle en el espejo, dió aquel tremendo grito que hemos dicho. Después se volvió y se dejó caer de rodillas á sus pies. Miguel la levantó con dulzura y fué á sentarla en el sofá. Después, con ademán reposado, cerró la puerta y se dirigió hacia D. Alfonso, que se hallaba sentado en la butaca con las piernas cruzadas y fumando un cigarro con afectada impavidez, si bien extremadamente pálido.

—Ya estoy aquí—dijo Miguel, mirándole fijamente.

—Lo veo—repuso D. Alfonso, soltando una bocanada de humo.

—Bien supondrás á qué...

—¿Á pedirme cuentas de mi conducta?

—No; yo no quiero calificar tu conducta ahora. Lo único que me interesa en este momento es salvar el honor de mi hermana. Vengo á exigirte que te cases inmediatamente con ella ó te batas conmigo.

Hubo una pausa breve. D. Alfonso replicó con calma:

—Ni me caso con tu hermana ni me bato contigo.

—Lo veremos—dijo Miguel, sonriendo sarcásticamente.

—Dalo por visto.

—De la segunda parte ya hablaremos. Vamos á la primera. Sospeché, al saber el rapto de mi hermana, que no te había movido para llevarlo á cabo ningún fin santo. Sin embargo, no podía convencerme de que llegase tu cinismo hasta el punto de pretender hacer de una señorita que es de tu misma sangre tu querida.

Julita dejó escapar un gemido. Miguel volvió sus ojos compasivos hacia ella y le dijo:

—Perdona, Julia mía: no me hacía cargo que estabas presente.

—Al rehusar casarme con tu hermana—contestó D. Alfonso—no me impulsa ningún motivo que redunde en su menoscabo. Confieso que es una chica excelente. Lo único que hay es que no entra en mis cálculos el casarme, ni con ella ni con ninguna otra. Esta decisión, que desde hace mucho tiempo he tomado, no puedes alterarla tú ni nadie.

—¿Es esa tu última palabra respecto á la primera parte de mi exigencia?

—Esa es.

—Bien; vamos á la segunda. Supongo que no te negarás á darme una reparación por medio de las armas...

—Sí me niego. Yo te he ofendido gravemente. Tendría poca gracia que además te matase... Y dejar que tú me mates, francamente, tampoco la tendría.

—Hay un medio infalible para que te batas. Te abofetearé en público.

—No dudo que lo harás. Te considero hombre de corazón. Lo harás aunque sabes bien que firmas tu sentencia de muerte. Cualquiera que sea el arma que elijamos, no puedes ignorar que llevo noventa probabilidades contra diez de matarte ó herirte...

Miguel hizo un gesto de desprecio.

—Ya sé que eso no te arredra; pero vamos á cuentas. ¿Qué adelantas con morir? ¿Borrarás la afrenta de tu hermana? No la borras, y además la privas del único apoyo que tiene en el mundo. Pues supongamos (y es mucho suponer) que tú me matas. Tampoco adelantas más que hacer pública la deshonra que ahora, con un poco de cautela, puede quedar ignorada.

D. Alfonso, y lo mismo Miguel, hablaban en voz de falsete para no ser oídos de fuera; pero el gesto y la entonación eran tan vivos y enérgicos, sobre todo por parte del último, que suplían bien la falta de gritos. Julia estaba de bruces, inmóvil, sobre el sofá.

—¿Te figuras que voy á aceptar esa lógica con que quieres evitarte el disgusto de arriesgar la vida? No lo creas; aunque tuviese una probabilidad contra mil de matarte, sería para mí un placer el verme frente á ti con una espada ó una pistola. Cuanto más que la resolución firme que tengo de morir ó matar nos ha de igualar mucho, bien lo sabes. Deja, pues, esas razones propias de un cobarde, y allánate buenamente á pasar un rato amargo, ya que tú nos lo has proporcionado tan exquisito.

—Veo que me injurias. Hazlo sin temor. Te concedo el derecho... Pero líbrate de que en público salga una palabra mal sonante de tu boca.

—En privado y en público estoy resuelto á hacer lo mismo, ¡miserable!—exclamó Miguel fuera de sí.—En todas partes diré que eres un pillo, un cobarde asesino que sólo busca duelos con quien no sabe defenderse. Para que veas el miedo que te tengo, mira...

Al decir esto se arrojó como un león sobre Saavedra, que se había puesto de pie para esperarle. Antes que pudiese levantar la mano, el andaluz le sujetó los brazos y lo rechazó brutalmente hasta el medio de la habitación, haciéndolo tambalearse. Quiso de nuevo arrojarse sobre él; pero en aquel momento se sintió abrazado por otros brazos más dulces, los de su hermana, que con el rostro descompuesto, la mirada fulgurante, la voz sofocada por los sollozos, dijo:

—No, Miguel, no; tú no puedes medirte con ese hombre. Después de lo que acabo de oir, prefiero mil veces morir ó arrastrar toda mi vida la deshonra, á casarme con semejante monstruo.

—¡Déjame, déjame!—gritó Miguel, pugnando por desasirse.

—No, hermano mío; mátame á mí, enciérrame en un convento, pero no expongas tu vida... Acuérdate de Maximina y de tu hijo.

D. Alfonso extendió al mismo tiempo la mano y dijo con sosiego:

—Antes de comenzar una escena repugnante, indigna de dos caballeros como nosotros...

—¡De un caballero como éste: tú no lo eres, miserable!—exclamó Julia, lanzándole una mirada furibunda y abrazándose á su hermano.

—Antes de comenzar una escena como ésta—siguió el andaluz, haciendo ademán de despreciar la interrupción,—escucha una palabra, Miguel. Te he dicho ya que estoy resuelto á no batirme, porque no quiero exponerme á matarte, ni á morir. Desde aquí me marcho á París, y probablemente no volverás á verme en tu vida. Si intentas detenerme, rechazaré la fuerza con la fuerza. Si me injurias, como estoy en un país en que nadie me conoce, no tiene para mí gran importancia. Y si se te ocurre contarlo en Madrid, además de publicar tu deshonra, nadie te creerá; porque no es creíble que un hombre que se ha batido catorce veces, cinco de ellas á muerte, evite por miedo el desafío con otro que apenas sabe tener un arma en la mano. Entiende, pues, que mi decisión es irrevocable.

—¡Bien, entonces te mataré como á un perro!—dijo Miguel, sacando del bolsillo un revólver.

—Si me matas (que ya cuidaré de que no suceda)—repuso Saavedra, sacando otro revólver,—irás desde aquí á la cárcel, y tu hermana quedará desamparada.

Miguel permaneció unos instantes suspenso. Encogióse después de hombros con gesto de soberano desdén, y dijo, guardando el arma:

—Tienes razón. La verdad es que como pillo, ¡lo eres en toda regla! Vámonos, Julia, vámonos. Me abochorna cruzar más tiempo la palabra con ese canalla.

Y cogiendo á su hermana por la cintura, la sacó de la estancia.

D. Alfonso los miró alejarse. Escuchó un rato sus pasos hasta que se perdieron. Encogióse de hombros también. Guardó el revólver, y mientras se arreglaba la corbata frente el espejo para salir, murmuró con sonrisa diabólica:

—No he salido tan bien como pensaba... pero no he salido del todo mal de esta aventura.

XXVII

LUEGO que regresaron á la corte los hermanos, tuvieron noticia de un suceso que les impresionó dolorosamente. Vamos á referirlo desde el principio.

Con la cariñosa preferencia que Julia le dispensó la noche del sarao, nuestro heroico amigo Utrilla cobró alientos para medio año lo menos. Su dulce enemiga le hizo beber de un solo trago la copa del triunfo. Ebrio de amor y de orgullo, se necesitó luego que le estuviese dando desaires durante dos meses consecutivos para que este glorioso joven advirtiese que había cambiado un poquito de humor. Claro está que tal cambio no logró afectarle gran cosa, pues estaba bien seguro, ahora más que nunca, de la irresistible fascinación que ejercía sobre la hermosa. Aquel cerrar el balcón cuando él pasaba por su calle; aquel volver los ojos del lado contrario y no contestar á sus cartas no eran para nuestro mancebo sino «cándidos ardides» con que la muchacha pretendía enamorarle y tenerle más sujeto. Como prueba de ello, diremos que, hallándose en el teatro y habiéndose colocado frente á ella en un entreacto, sin quitarla ojo, le dijo un amigo, tocándole al mismo tiempo en el hombro:

—Hola, compañero; parece que le gusta á usted aquella morenita.

—Es antiguo—respondió seca y dignamente el ex cadete.

—Y ella, ¿qué tal?

—¡Pobre niña!—exclamó, sacudiendo la cabeza, y sonriendo con lástima.

El amigo observó, sin embargo, que en toda la noche la chica no volvió los ojos hacia aquel sitio y sí muchas veces hacia un palco bajo de proscenio donde había algunos jóvenes aristócratas.

Muy lejos, pues, de desanimarse, Utrilla era un hombre casi feliz. Lo hubiera sido enteramente si en vez de llevar la cuenta de las bujías expendidas estuviese ocupado en otro asunto más conforme con sus inclinaciones, y si hubiera tenido la buena fortuna de haber dado muerte á alguno en desafío ó al menos haberle herido peligrosamente. Pero hasta entonces, por desgracia, no se le había presentado una coyuntura favorable. Sin embargo, la esperaba con ansia, porque, á la verdad, le remordía la conciencia de tener ya muy cerca de diez y ocho años y «no haber ido una sola vez al terreno». Últimamente había empezado á dar lecciones de florete en una sala de armas, y en presencia del profesor y de sus compañeros había hecho alusiones á cierto proyecto mortífero que abrigaba, el cual no debía de ser otro, á nuestro juicio, que el quitar del medio á su rival Saavedra.

Trascurrieron, pues, los meses, y á horas fijas, con una constancia digna de mejor éxito, Utrilla gastaba los tacones de sus botas sobre las aceras de la calle Mayor, y aun los torcía. De vez en cuando, Julita solía saludarle con la mano, correspondiendo al enérgico sombrerazo que desde la calle le soltaba su enamorado. No obstante, la mayor parte de las veces acaecía que, viéndole asomar por una esquina, la hija del brigadier se apresuraba á cerrar el balcón, lo cual tomaba nuestro joven como signo de exquisito pudor, y miedo á sus penetrantes miradas. Lo más que se autorizaba murmurar era:

—¡Esta Julita, cuándo dejará de ser una chiquilla!

Á mantenerle en esta ilusión, era suficiente la fe inquebrantable que tenía en la virtud fascinadora de su mirada y gentil talante; pero, hay que confesarlo, algo contribuía también el que Julita, no muy piadosamente, se servía de él en ciertas ocasiones, cuando reñía con Saavedra, para dar á éste celos. Y algunas veces, en el teatro, aconteció, irse al viso con él en presencia del mismo caballero andaluz.

Así estaban las cosas cuando estalló la bomba, esto es, cuando Julita se escapó de la noche á la mañana con su primo. La primera noticia que Utrilla tuvo de este suceso se la comunicó la portera de la brigadiera, con quien mantenía cordiales relaciones, refrescadas de vez en cuando con alguna peseta volante. Como es natural, el ex cadete se negó resueltamente á creerla. Mas, cuando tuvo que rendirse á la evidencia quedó hecho una estatua, no griega por cierto. Los lentes se le cayeron de las narices, y sus ojos vidriosos de miope no expresaron nada, si no es la imbecilidad más absoluta. La nuez se le pronunció de un modo verdaderamente monstruoso.

Utrilla meditó, pasado el susto, qué era lo que le tocaba hacer en aquel caso extraordinario. Pensó en salir detrás de los prófugos, alcanzarlos y matar al raptor de una estocada; pero sobre ser dificilísimo alcanzarlos, ¿con qué carácter se presentaría á ellos no siendo ni hermano ni marido de la doncella robada? Desechado este proyecto, se le ofreció claro como la luz que lo único que venía bien en tal caso, era el suicidio. Después de martirizarse los sesos un día entero, no halló otra solución más adecuada.

Jacobo Utrilla, con la asombrosa perspicacia de que estaba dotado en estos asuntos delicados que atañen al honor, comprendió en seguida que el mundo no le perdonaría jamás el no haberse suicidado en aquella ocasión. Y como hombre que estimaba su dignidad por encima de todas las cosas, resolvió sacrificar en aras de ella la propia vida, tan dulce á todos los seres creados.

¡Noche aciaga la que precedió á aquel trágico desenlace! Utrilla estaba perfectamente enterado de lo que debía hacerse al llegar una situación como ésta. Hubiera podido escribir, sin inconveniente alguno, un Manual del perfecto suicida. Así que pasó hasta el amanecer escribiendo cartas y tomando café puro. Una de ellas era para su padre pidiéndole perdón, mas haciéndole ver, al mismo tiempo, con razones de peso, que si de otra manera obrase deshonraría el apellido que llevaba. Otra para Julia, muy digna, muy comedida, muy generosa; lo único que le rogaba era que fuese alguna que otra vez á depositar una flor sobre su tumba. La última, en fin, era para el juez de guardia, noticiándole «que á nadie se culpase de su muerte, etc.»

Cumplidos escrupulosamente estos altos deberes, se lavó y se vistió con toda pulcritud y demandó el chocolate. D.ª Adelaida, que se levantaba siempre al rayar el alba, se lo sirvió sorprendiéndose no poco de verle tan de mañana de aquel modo acicalado.

—Jacobito, ¿cómo te has puesto de negro? ¿Vas á algún funeral?

—Sí, señora... al de un amigo de usted—respondió con admirable sangre fría.

—¿Quién es?

—Ya lo sabrá usted.

Mientras tomó el chocolate estuvo oportuno y jaranero como nunca, haciendo reir á la buena señora con sus ocurrencias. Utrilla no era chistoso por naturaleza, ni solía levantarse casi nunca de buen humor; pero consideró de todo punto necesario en aquel caso excepcional variar sus costumbres. Porque era hombre práctico y conocedor como nadie de esta clase de asuntos.

—Vaya, vámonos de aquí al Campo santo—dijo poniéndose el sombrero y cogiendo el bastón.

—¿Pero son los funerales en el cementerio, Jacobito?

—No; es una misa que se dice en la capilla... Usted no querría que yo me quedase por allá, ¿verdad?

—¿Dónde?

—En el cementerio.

—¡Ave María, qué bromas tienes, Jacobito!

Este soltó una carcajada con carácter de histérica. Sacó los guantes del bolsillo, pero antes de metérselos despojóse de una sortija y se la entregó al ama de llaves diciéndole:

—Esta sortija la enviará usted á casa de D. Miguel Rivera para que se la entreguen cuando vuelva.

—¿Es un regalo?

—Sí; por los muchos que él me ha hecho.

Acto continuo este joven magnánimo y pundonoroso salió con firme paso de la estancia apercibido á cumplir con su deber. Ni la belleza del día, que estaba riente y esplendoroso como pocas veces, ni la perspectiva de los placeres con que la vida le brindaba, ni el recuerdo tierno de su padre le detuvieron en su marcha serena y majestuosa. Al pasar cerca de la fuente Cibeles un organillo tocaba un vals-polka que le recordó cierta aventura que había tenido en el salón de Capellanes. Sintióse un poco enternecido; pero su alma heroica se sobrepuso inmediatamente á este flaco movimiento.

Llegó al Retiro. Estaba solitario. Recorriólo con lento paso buscando con los ojos un paraje oculto y misterioso. Cuando lo hubo hallado se sentó en un banco de piedra, quitóse el sombrero y lo colocó cuidadosamente á su lado. Se desabrochó la levita y cruzó una pierna sobre otra, cuidando de estirar los pantalones para que no se viese el calcetín. Después, llevando la mano al bolsillo y cerciorándose de que las cartas estaban en su sitio, sacó un revólver pequeño y niquelado.

En aquel momento una poderosa tentación asaltó el alma constante del mancebo. Llegó á pensar que no había motivo para suicidarse; que valía más dejar las cosas correr; que el mundo daba muchas vueltas y él era demasiado joven para privarse de la existencia. Si Julia se había escapado, con su pan se lo comiera. Matarse era cosa grave, ¡muy grave!

No obstante, su fortaleza, nunca desmentida, logró vencer la horrible tentación.—«No—se dijo,—yo no puedo vivir ya dignamente. Todos los que están enterados de estas relaciones tendrían derecho á reirse de mí. ¡Y de Jacobo Utrilla no ha nacido todavía quien se ría!»

Se echó hacia atrás, apoyó el codo izquierdo en el respaldo del banco reclinando poéticamente la cabeza sobre la mano. Con la derecha acercó el revólver á la sien y disparó.

Ó porque le temblase un poco la mano (suposición que nada tendría de particular si no se tratase de este invencible joven de corazón indomable), ó porque el arma no fuese de las más seguras, lo cierto es que Utrilla cayó malherido, pero no muerto. Fué conducido á la casa de socorro, y desde allí á la suya. Su estado era muy grave. Cuando Miguel llegó de Lisboa á los tres días de este suceso trágico, fué inmediatamente á visitarle. Quedó profunda y penosamente impresionado. La bala había interesado el nervio óptico y el infeliz estaba ciego. La junta de médicos no había dado un veredicto favorable. Estando la bala dentro del cráneo, muy cerca de la masa encefálica, auguraban que no era posible que viviese mucho tiempo. Cualquier movimiento traería consigo la muerte repentina.

Mas lo extraño y terrible del caso es que el infeliz muchacho, ciego ya, yacente en la cama, asaeteado por tremendos y prolongados dolores, no quería morir. Con gritos lastimeros que partían el corazón y arrancaban lágrimas á todos los circunstantes, pedía á su padre y hermanos que le hiciesen vivir, vivir á todo trance, aunque quedase sin vista.

No fué posible. A los doce días de haberse herido falleció aquel intrépido y desdichado joven. Miguel le asistió hasta sus últimos momentos.

XXVIII

POR acuerdo de todos quedó resuelto que la brigadiera y su hija se alejasen de Madrid y fuesen á vivir al Astillero de Santander.

Era el único sitio que, por tener ya casa alquilada, les ofrecía de pronto un retiro secreto para ocultar su vergüenza. Después que las hubo despedido, Miguel quedó algo más tranquilo. No obstante, una profunda tristeza se había apoderado de su corazón. Ni el amor de su esposa ni las gracias infantiles del niño eran bastante á disiparla. Y era que, á más del dolor que le causaba la desgracia de su hermana, vivía atormentado con la idea de su próxima ruina. No se le ocultaba que Eguiburu se apercibía como un tigre para dar el salto y caer sobre él y descuartizarle. Á Mendoza le veía muy de raro en raro. Observó que evitaba su encuentro, y cuando no podía menos, la plática era breve y embarazosa para ambos.

Un día entró en casa al oscurecer, bastante pálido. Maximina que, como siempre, salió á recibirle con el niño entre los brazos, no pudo observarlo por la falta de luz. Besó á su hijo con efusión varias veces y entró en el despacho. Su mujer se quedó á la puerta, inmóvil, mirándole con tristeza.

—Una luz—dijo en tono imperioso.

Maximina corrió al comedor, dejó al niño en poder de Juana, y ella misma le trajo el quinqué encendido. Miguel no reparó en ella y se puso á escribir. Cuando al cabo de unos instantes levantó la cabeza, viola apoyada en la chimenea, mirándole tristemente con los ojos arrasados de lágrimas.

—¿Por qué estás así? ¿Qué tienes?

La niña se acercó á él lentamente y poniéndole una mano sobre el hombro, le dijo, esforzándose por sonreir:

—¿He cometido alguna falta, Miguel?

—¿Pues?

—¡Como siempre al entrar me das un beso y hoy no has hecho ningún caso de mí!... Has besado al niño nada más...

Miguel se levantó y la abrazó estrechamente.

—No, mi Maximina, si he besado al niño solamente es porque venía pensando en él, preocupado con su suerte.

Después, sin poder articular otra palabra, se dejó caer súbito en el sillón sollozando.

Maximina quedó como si en aquel mismo momento viese hundirse la casa. Pasado el primer instante de estupor, se precipitó sobre él para abrazarle.

—¡Miguel, Miguel de mi vida! ¿Qué tienes?

—La desgracia pesa sobre nosotros, Maximina—respondió con el rostro entre las manos.—¡Os he arruinado estúpidamente, á ti y á mi hijo!

—¡No llores, no llores, Miguel!—exclamó la niña, acercando sus labios al rostro de su esposo.—Yo nada tenía, ¿cómo me habías de arruinar?

Cuando se hubo calmado un poco, le explicó lo que pasaba. Eguiburu le citaba al día siguiente, de conciliación, para reconocer las firmas y contaba presentar en seguida demanda ejecutiva.

—¿Te acuerdas de aquel día en que después de haber afianzado los treinta mil duros del periódico, para que pudiese continuar, te pregunté tu opinión? No te atreviste á decirme que había obrado mal, y contestaste con una evasiva. ¡Qué razón tenías!

—No, Miguel, no; estás equivocado—respondió ella, deseando evitar á su esposo la vergüenza de haber obrado con menos seso que una mujer.—¿Qué sabía yo de esas cosas? Si tú lo has hecho mal, yo lo hubiera hecho mucho peor... Pero, después de todo, lo que nos ha sucedido no es para que te apures tanto. Nos hemos quedado sin dinero. Bien ¿y qué? Trabajaremos para comer, como tantos otros. Yo estoy acostumbrada á ello: no soy una señorita: puedo vivir con mucha estrechez, sin padecer nada. ¡Ya verás qué poco te gasto! Y nuestro chiquitín, cuando sea grande, trabajará también, y será un hombre de provecho. ¡Vaya si lo será! Acaso, si supiera que no necesitaba trabajar, se entregaría á los vicios como otros jóvenes ricos. Y sobre todo, él, lo mismo que yo, lo que quiere es tener á su papá tranquilo, y contento, con dinero ó sin dinero.

¡Oh, qué suaves sonaron aquellas palabras en los oídos del atribulado Miguel!

—¡Eres mi ángel bueno, Maximina!—dijo besándole las manos.—No sé qué tienen tus palabras que endulzan instantáneamente mis amarguras, me sosiegan y me calman como si entrase en un baño aromático... ¿Dónde has aprendido esa elocuencia tan hermosa, vida mía?—añadió sentándola sobre sus rodillas.—No me lo digas; ¡de aquí sale todo!

Y la besó sobre el pecho, en el sitio del corazón.

Los esposos departieron todavía largo rato, tranquilos, risueños bebiendo con los labios y con los ojos el néctar divino del amor conyugal. ¡Caso extraño! A pesar de hallarse en vísperas de una gran calamidad, Miguel no recordaba haber pasado un rato más feliz en su vida. Y aunque los sucesos que á los pocos días se efectuaron le hubiesen entristecido, gracias á este bálsamo reparador, no lograron abatir su ánimo.

Eguiburu, al fin, cayó sobre su presa. La demanda ejecutiva prosperó. Las dos casas de Miguel de la calle del Arenal y Cuesta de Santo Domingo se subastaron en 48.000 duros. Si la enajenación hubiera sido voluntaria, no hay duda que se habría sacado bastante más por ellas. Los compradores se valieron de la ocasión, como era lógico.

El importe total de la deuda de nuestro héroe, sumando intereses y gastos, ascendía á 50.000 duros. Quedaba, pues, un pico por pagar. Miguel vendió una parte de su mobiliario y algunas joyas para hallarse enteramente libre. Hecho esto, buscó un cuarto barato en los barrios extremos de Madrid. Hallólo en Chamberí bastante bonito en el piso tercero de una casa recién construida, por el módico precio de doce duros mensuales. Se trasladó inmediatamente á él, y lo arregló bastante bien con el resto de sus muebles. La casa era chica; pero gracias á los esfuerzos de Maximina, quedó pronto convertida en una mansión bastante agradable. La mejor habitación se destinó para despacho de Miguel, pues renunciando á las visitas de cumplido, no necesitaban sala. De las criadas no conservaron más que á Juana, la cual se prestó á ser cocinera. Las demás, al saber que se las despedía, empezaron á llorar perdidamente: sobre todo Plácida estaba inconsolable.

—Señorita, por Dios me lleve consigo. Con usted voy sin salario á comer patatas en cualquier parte.

Maximina conmovida la consoló diciendo que no se iban de Madrid y que fácilmente podrían verse. El portentoso niño, cuyos rápidos progresos en los últimos tiempos habían llegado hasta el grado, verdaderamente increíble, de levantar las manos al cielo en cuanto oía cantar «¡Santa María, qué mala está mi tía!», fué objeto de feroces y encarnizados achuchones por parte de las domésticas, al despedirse.

Una vez instalados, pensó Miguel, como era justo, en procurarse algún sueldo para vivir, aunque fuese de aquel modo modestísimo. La política le horrorizaba: así, que desechó el periodismo, á pesar de ser la única profesión en que se había ejercitado. Supo que iban á salir unas plazas á oposición en el Consejo de Estado y se determinó á concurrir á ella. En el amor de su esposa y de su hijo y en la idea del deber, que jamás le había abandonado enteramente, y que ahora con la desgracia se levantaba vigorosa en su espíritu, halló estímulo y fuerza, no sólo para dedicarse con ahinco á estudios contrarios á sus inclinaciones, sino para vencer su orgullo. Un joven que había brillado en la sociedad madrileña, que estuvo al frente de un periódico y á dos dedos de ser diputado, era imposible que dejase de sentir cierta vergüenza disputando una plaza de doce ó catorce mil reales en contienda pública. Entregóse al estudio del derecho administrativo con tal furor, que apenas salía de casa, si no es por la noche un rato, para refrescar la cabeza.

El poquísimo dinero que le había quedado, gastábalo con moderación á fin de que alcanzase hasta la época de las oposiciones, que habían de efectuarse pasado el verano, hacia el mes de Octubre ó Noviembre. Maximina era para eso un modelo. No sólo no gastaba nada con su persona, pues tenía bastante ropa, sino que en el gasto de la casa hacía prodigios de habilidad para reducirlo á la mínima expresión. Miguel se apenaba y hasta vertía lágrimas en secreto cuando la veía hacer ella misma el jabón, porque salía unos céntimos, más barato que en la tienda, y estar muchas veces al cuidado de la cocina, cuando Juana había ido á un mercado lejano donde la arroba de patata era un real más barata, y a planchar la ropa más fina, etc., etc. Pero ella parecía feliz, más feliz acaso que cuando estaba en la opulencia. El lujo de la casa de la plaza de Santa Ana la imponía cierto respeto. Como ella no hacía la limpieza ni manejaba los muebles, apenas los tenía por suyos. Ahora, todo lo contrario. Ella los había colocado donde estaban después de graves perplejidades; les quitaba el polvo todos los días, barría y cepillaba la alfombra, limpiaba con polvos de asta de ciervo los tiradores de metal, lavaba con cuidado los cristales de la librería de su esposo, hacía, en fin, todos los menesteres de la casa. Era un placer para Miguel, no exento de melancolía, verla por las mañanas con un pañolito de seda atado á la cabeza al uso vizcaíno, y otro de estambre á la cintura, empuñando con garbo el plumero y la escoba y tarareando muy bajito algún zorcico sentimental de su tierra.

Pero Maximina entendía con exageración la economía en lo referente á su persona. Esto causaba hondos disgustos á Miguel de vez en cuando. Sin que él lo supiese, había suprimido el chocolate por la tarde. Cuando lo averiguó se puso furioso.

—¡Á quién se le ocurre! ¡Reducir el alimento cuando estás criando! Es una insensatez y hasta un pecado. Te lo prohibo, ¿lo entiendes? Antes que á ti te falte que comer, iré yo á partir piedras en una carretera ó á pedir limosna. Ya lo sabes.

—No me riñas, por Dios, Miguel. Es que no tenía ganas de chocolate estos días.

—Pues haber tomado otra cosa.

—No tenía gana de nada.

—Vaya, vaya, Maximina, dejémonos de tonterías... y que no vuelva á suceder.

Aunque la niña procuraba ocultar los pies en su presencia, otra vez advirtió que tenía las zapatillas rotas.

—¿Qué es eso?—le dijo.—¿Por qué no compras otras zapatillas?

—Ya las compraré.

—Es necesario comprarlas hoy mismo; están muy rotas.

—Bien, sí; hoy mismo mandaré por ellas.

Y procuró distraerle hablándole de otra cosa.

Pasados cinco ó seis días, volvió á observar que traía las mismas.

—¡Qué chiquilla eres, Maximina!—exclamó enfadado.

—¡No me riñas, no me riñas!—se apresuró á decir la niña, abrazándole y sonriendo avergonzada. Una palabra dura de Miguel era para ella el mayor de los disgustos.

—¡Cómo no he de reñirte si ya no me obedeces!

—Perdóname.

—Voy á tomarte la medida y hoy mismo te traigo unas zapatillas.

—¡Ah, no!—dijo con precipitación.—No tengas cuidado. Mandaré en seguida por ellas.

La razón de este sobresalto era que temía que su esposo las trajese más caras de lo que á ella le convenía.

Miguel, por su parte, también hacía economías en su persona, aunque no tan extremas. Pero esto no lo podía sufrir Maximina. Cuando le veía ponerse el hongo y un pañuelo de seda al cuello para ahorrar el sombrero de copa y los trajes buenos que tenía, hacíase la enfadada.

—¡Qué fachota traes! No me gustas así, Miguel.

—Es que no tengo ganas de arreglarme. No voy más que á un recado y vuelvo en seguida.

Si al cabo de unos cuantos días encontraba el mismo dinero en su chaleco, le decía con tristeza:

—No gastas nada, Miguel, ¿En el café, no tomas ninguna cosa? ¿Por qué no vas alguna noche al teatro?

—Porque ahora estoy muy ocupado. Ya iré en cuanto pasen las oposiciones. Además, hay que ahorrar un poquito.

—¡Cuánto me duele que no gastes como antes!—exclamaba abrazándole.—Por mí te impones esos sacrificios. Si fueses sólo vivirías mucho mejor.

—Vamos, no digas absurdos, Maximina. Sin ti no viviría mal ni bien... me moriría—contestábale riendo.

Aunque agitado con la perspectiva de las oposiciones, y trabajando para ellas, acaso más de la cuenta, nuestro héroe no era desgraciado. Cuando hay paz y amor en el hogar, la vida de familia es el mejor sedativo para los dolores morales. Esto por un lado, y por otro, la confianza que tenía en sus fuerzas, le hacían vivir, hasta cierto punto, dichoso.

Llegó un día, sin embargo, en que esta dicha y relativa tranquilidad desaparecieron, con el anuncio de que las oposiciones que esperaba, se suspendían indefinidamente, tal vez hasta el año próximo. Todos sus planes vinieron al suelo. Como no había pensado en otra salida para sus apuros desde hacía mucho tiempo, quedó anonadado. Tuvo fuerza, no obstante, para disimular con su esposa y aparecer en casa sereno y contento como antes. Repuesto de la sorpresa, despertaron con nuevo vigor las energías de su alma. «Es necesario, á todo trance, buscarse trabajo»—se dijo. No le quedaba dinero más que para un mes. Sin embargo, dejó á su esposa gastar como antes, seguro de que no podía estirarse mejor que ella lo hacía sin imponerse dolorosas privaciones. Lo primero en que pensó fué en procurarse un empleo en alguna sociedad particular. Visitó algunos amigos y todos ellos le animaron con buenas palabras. Sin embargo, trascurrió el mes, y el empleo no parecía. Se vió entonces en la necesidad de empeñar su reloj para pagar al casero y la cuenta de la tienda: á su mujer le dijo que se lo estaban componiendo. Pasó el segundo mes y tampoco consiguió nada. Un día Maximina le dijo muerta de vergüenza, como si cometiese algún delito:

—Miguel, el tendero de abajo me ha mandado la cuenta, y como no tenía un cuarto, no pude pagársela.

El hijo del brigadier se estremeció, pero disimulando lo mejor que pudo, le contestó con afectada indiferencia:

—Bien; ya se la pagaré yo ahora cuando salga. ¿Cuánto es?

—Cincuenta y seis pesetas.

—¿Necesitas más dinero, verdad?

Maximina bajó los ojos ruborizada.

—Debo el salario á Juana.

—Esta tarde te lo traeré.

Pronunció estas palabras sin saber bien lo que decía. ¿Á dónde iba á buscarlo? El tío Bernardo hacía algunos meses que había ingresado en un manicomio de París. D.ª Martina y su familia se habían ido á vivir á este punto para estar á su cuidado. Enrique no estaba en situación de proporcionárselo. Su madrastra se hallaba fuera, y tenía sólo lo suficiente para vivir con decencia. Además, le causaba una repugnancia invencible pedir algo de lo que había dado. No quedaba persona de la familia á quien pedir, más que el tío Manolo. A él se dirigió.

El tío Manolo, varón grave y de excelente doctrina, aunque sabía la ruina de su sobrino no pensaba que fuese tan completa. Quedó con la boca abierta al escuchar la demanda. Sacó del cajón los cuarenta duros que le pedía y se los entregó. Miguel, por ciertas palabras que se le escaparon, comprendió que se imponía mayor sacrificio de lo que cualquiera podía figurarse. Sospechó, ó por mejor decir, tuvo casi la certeza de que su tío yacía en una vergonzosa servidumbre. La intendenta no había querido, al parecer, abandonar la administración de su hacienda y le daba todos los meses una cantidad para sus gastos particulares, que continuaban siendo, como siempre, muy crecidos y «completamente indispensables». Salió, pues, mal impresionado de aquella entrevista y convencido de que arrancarle dinero en aquella situación al tío Manolo era darle un disgusto muy gordo.

Después de este suceso, penetrado de que no debía esperar socorro de sus parientes, afanóse doblemente en buscar trabajo, cualquiera que él fuese. Pero todas sus tentativas se estrellaban contra la mala suerte que sin piedad le perseguía. En unos sitios no había colocación, en otros, sabiendo que era un señorito, y no había estado en oficina alguna, desconfiaban de él. En las redacciones de los periódicos fué donde mejor le recibieron; pero como en aquella época y aun en ésta los asuntos económicos de la prensa suelen estar bastante embrollados, por buena voluntad que tuvieran los directores no era fácil asignarle un sueldo. Los más le daban palabra de colocarle en cuanto hubiera una vacante. Mas á él lo que le hacía falta, pronto, muy pronto, era algún dinero para comer, y los días se pasaban y éste no llegaba. Sin que lo supiese Maximina, empeñó una botonadura de oro y una sortija, recuerdos de su padre.

Por fin, el propietario de un diario de la tarde le dió palabra rotunda de asignarle cuarenta duros al mes, desde el próximo. En el que estaban, por ciertas dificultades de la administración, no podía pagarle. Nuestro héroe trabajó un mes entero gratis. Al comenzar el segundo, como necesitaba con urgencia algunos recursos, le pidió que le adelantase algún dinero. Entonces, el director propietario, adoptando ese continente entre dolorido y diplomático que toman todos los que van á negarse á una pretensión justa, pero incómoda, le pintó con negros colores la situación administrativa del periódico, la dificultad de hacer efectivos algunos créditos á su favor, la necesidad que tenían todos los redactores de «arrimar el hombro para sostener aquella empresa naciente», etc.

—Amigo Huerta—le contestó Miguel bastante desabrido,—el hambre me tiene demasiado flaco para poder arrimar el hombro á ninguna empresa; antes bien, necesito yo que me apuntalen para no caerme.

No fué posible sacarle un cuarto. Nuestro héroe se despidió indignado, tanto más cuanto que sabía que todo el dinero recaudado pasaba íntegro á la caja particular del director, quien se daba con él una vida de príncipe.

Comenzó entonces para los jóvenes esposos una existencia triste y acongojada. Miguel no pudo ocultar por más tiempo sus apuros. Uno á uno, los pocos objetos de valor que en casa tenían fueron pasando á las de préstamo, donde apenas les daban por ellos la quinta parte de su valor. Á menudo, el joven se desesperaba y maldecía de su suerte, y hasta hablaba de ir á pegar un tiro al Conde de Ríos y otro á Mendoza. Maximina, en estas crisis dolorosas, le consolaba, le animaba infundiéndole esperanzas, y cuando ya no podía más, con sus lágrimas conseguía enternecerle y alejar de su mente las malas ideas. Serena siempre y risueña, hacía esfuerzos heroicos por distraerle apelando al recurso supremo del niño. Ocultaba cuidadosamente los trabajos que en su ausencia ejecutaba, para que al llegar no notase ninguna falta.

La miseria, no obstante, les iba estrechando de día en día. Llegó, por fin, aquel en que materialmente no tuvieron una peseta en casa ni de dónde les viniese. En la tienda de ultramarinos no querían fiarles el alimento. Miguel, ocultándose de su esposa, tomó una levita, la envolvió en un papel y la llevó á empeñar. No le dieron más que dos duros. Á la vuelta, como viniese meditando en el modo de salir de aquella angustiosa situación, no viendo manera de encontrar empleo, tomó de pronto una resolución violenta, la de trabajar materialmente. Con el rostro contraído por una expresión dolorosa, se dijo mientras caminaba: «Antes que mi mujer padezca hambre, soy capaz de todo... ¡de todo!... de robar inclusive. Voy á intentar el último recurso».

Cerca de su casa había una imprenta, en la cual, durante los días de desaliento, cuando acababa de recibir algún desengaño, solía pasar largas horas mirando trabajar á los cajistas ó entreteniéndose en desempeñar él mismo alguna tarea fácil. El dueño era un buen hombre y mantenía con él muy cordiales relaciones. Entró en ella, y llamándole aparte le dijo:

—D. Manuel, me encuentro sin recursos para vivir. Por más que he trabajado en estos últimos meses no he podido obtener una colocación. ¿Quiere usted recibirme de aprendiz en su imprenta dándome algo á cuenta de los jornales futuros?

El impresor le miró con tristeza.

—¿Tan mal se encuentra usted, D. Miguel?

—En la última miseria.

Meditó unos instantes el dueño de la imprenta, y le dijo:

—Antes que usted se pusiera en condiciones de componer con alguna velocidad, se pasaría mucho tiempo... Además, no está bien que un caballero se ensucie las manos con la tinta. Lo único que usted puede hacer aquí es ayudar al corrector. ¿Tiene usted inconveniente?

—Estoy dispuesto á hacer cuanto usted me mande.

Pasó aquel día, en efecto, leyendo pruebas. Á la noche, el dueño le dijo que le señalaba de sueldo tres pesetas diarias hasta que despidiese al corrector, que era un gran borracho. Al tiempo de despedirse le metió en la mano un billete de diez duros como anticipo.

—Gracias, D. Manuel—le dijo conmovido.—En usted, que es un hijo del trabajo, he hallado más generosidad que en todos los caballeros que he visitado hasta ahora.

Durante algunos días trabajó cuanto pudo, cumpliendo á conciencia su tarea. Esta era pesada y molesta en grado sumo. Le tenía ocupado desde por la mañana temprano hasta la noche. Por otra parte, el sueldo reducidísimo no le bastaba ni aun para comer patatas; y aunque el impresor tenía deseos de echar al corrector y nombrarle en su lugar, Miguel se oponía por ser éste un padre de familia y no tener otro recurso para vivir.

XXIX

EN esta apurada y tristísima situación se encontraba cuando cierta tarde, acabando de subir de la imprenta, llamaron á la puerta. Juana le anunció que un caballero anciano deseaba hablarle. Mandó que le dejase pasar, y al instante penetró en su despacho el boticario Hojeda.

—¡D. Facundo!—exclamó con sincera alegría.

—Yo soy, Miguelito, yo soy. Vengo furioso. ¿No me lo conoces en la cara? Tengo que reñir muchísimo contigo. ¿A quién se le ocurre más que á ti, descastado, andar por esos mundos de Dios solicitando una colocación y no haberte acordado de un amigo tan antiguo como yo? Bien se conoce que soy un pobre viejo que no sirve para nada.

—No es eso, D. Facundo, no es eso... Es que como nuestras profesiones son tan distintas... Además, temía que lo llegase á saber mamá...

No hallaba disculpa. La verdad es que se había olvidado de aquel santo varón.

—Nada, hombre, nada, que eres un ingrato. Te olvidas de los que te quieren, y vas á pedir favores á hombres que no han conocido á tu padre siquiera.

—Tiene usted razón.

—Vaya, ya te he reñido bastante. Vamos ahora á lo que nos interesa. Te vengo á ofrecer una colocación en el Banco de Andalucía. Hace más de un mes que la vengo solicitando. Por fin hoy la han puesto á mi disposición. Son sesenta duros al mes. ¿Te conviene?

Miguel por toda contestación le apretó con fuerza la mano. Después de un momento exclamó, con los ojos arrasados de lágrimas:

—¡Si supiera usted, D. Facundo, á qué tiempo llega!

—No tienes recursos, ¿verdad?

—Ni una peseta.

—¿No has hallado ningún empleo?

—Sí, uno de ayudante de corrector de pruebas en la imprenta de ahí abajo.

—¿Cuánto ganas?

—Tres pesetas al día.

—¡Jesús! ¡Jesús!—exclamó el boticario llevándose las manos á la cabeza y quedando pensativo.

Tuvo la delicadeza de no preguntarle nada acerca de su ruina. Sin embargo, Miguel se espontaneó á contarle todos los pormenores. Cuando estuvo bien enterado, le dijo:

—Mira, Miguel, voy á suplicarte un favor.

—Usted dirá.

—Que aceptes estas mil quinientas pesetas—dijo poniendo los billetes sobre la mesa.—Soy soltero: el dinero que tengo me sobra.

—D. Facundo, no puedo...

—Te lo exijo en nombre de la amistad que me unía á tu padre.

No hubo más remedio que tomarlas.

—Tienes que darme palabra, además, de que si no te bastasen los sesenta duros para vivir y te encuentras en algún apuro, acudirás á mí primero que á nadie... No me marcho sin esa palabra.

Así se lo prometió el hijo del brigadier. Llamó después á Maximina y estuvieron largo rato charlando los tres de cosas indiferentes. D. Facundo quiso volverse loco con el niño. Al tiempo de despedirse, Miguel le retuvo por la mano, y muy conmovido le dijo:

—D. Facundo, renuncio á decirle á usted lo que en este momento pasa por mi corazón. Le repito únicamente lo que en otro tiempo le dije: ¡Es usted una gran persona!

—Miguelito, si vuelves á decirme esas tonterías, no vengo más á tu casa.

—Entonces, ¿cómo quiere usted que llamemos á los que sólo se presentan donde hay una desgracia que aliviar?

Con aquella oportuna visita terminó, á Dios gracias, la congoja de nuestros esposos. Los sesenta duros, bien manejados, bastaron para que viviesen satisfechos. Sin embargo, Miguel no quiso perder la conyuntura de la plaza del Consejo de Estado, y cuando se efectuaron las oposiciones, llevó una dotada con cuatro mil pesetas. Renunció en seguida al empleo del Banco que le daba demasiado trabajo. Con este sueldo y tres ó cuatro mil reales más que sacaba escribiendo, de vez en cuando, artículos en periódicos y revistas, se consideró enteramente dichoso.

Y lo era en efecto. La pobreza fortificó todavía más el lazo de su matrimonio. Los crueles desengaños que la sociedad le había hecho experimentar, le hicieron ver en su hogar el único sitio donde residía la verdadera dicha, un rincón del cielo donde Maximina hacía el papel de ángel. El amor que la tenía no creció, porque esto era imposible; pero sí su admiración. El alma sublime de esta niña no se le había mostrado tan admirable, tan digna de ser adorada de rodillas, como en los críticos y angustiosos días que acababan de pasar. Tan grande llegó á ser el amor y la admiración en nuestro héroe, que cuando hallaba en su despacho algún objeto olvidado de Maximina, lo besaba con ternura y respeto como si fuese una reliquia.

En las horas que le dejaba libre la oficina, entregóse con pasión al estudio. Salía poco de casa. Cuando lo hacía, generalmente era para leer en el Ateneo los libros que no podía comprar.

—¡Mucho lee usted, amigo Rivera!—le decía algún socio, poniéndole la mano en el hombro.

—Es que no tengo dinero—contestaba riendo.

Cuando volvía de allá á las diez y media ó las once de la noche, su esposa acababa de meterse en la cama. Era aquél el momento más feliz para Maximina. Desde el nacimiento del niño dormían separados: ella en un cuarto de dos camas, con Juana; él, solo, en otra alcoba. Al volver de noche se complacía Miguel en llevarle á la cama algún manjar, bien que lo trajese de la calle, bien de lo que había en casa, pues, á causa de hallarse lactando y tener el niño ya quince meses, sentía á esas horas mucha debilidad. ¡Qué placer tan grande para la pobre niña ver llegar puntualmente á su marido presentándole una raja de jamón ó alguna golosina de dulce! Si se extralimitaba trayéndole alguna cosa cara, le decía:

—Esto tiene que durar tres días.

Y quieras ó no, había que dividirlo en tres partes.

Miguel la veía comer con cierto arrobamiento sensual. Servíale el vino, partíale el pan y después retiraba todos los enseres. Y en voz baja, para no despertar al niño, que dormía en su cuna, charlaban á veces una hora y más. Juana, mientras tanto, dormía, vestida, sobre la cama, allá en un cuarto cerca de la cocina. Miguel, al retirarse al suyo, la despertaba (empresa no muy fácil), y ella, tambaleándose de sueño, venía á continuarlo cerca de su señorita.

El joven de los quince meses les proporcionaba, sin saberlo, más recreo que todos los tenores de ópera y zarzuela juntos. Ya caminaba (si es que puede aceptarse como tal el ir haciendo eses como un borracho) desde los brazos del papá á los de la mamá y viceversa. La tiranía que en la casa ejercía era verdaderamente escandalosa. Sobre todo, con Maximina se portaba de un modo bastante grosero, sin que esto sea tratar de ofenderle. Porque constándole muy bien que ella era la que con su propia sangre le suministraba el sustento, no sólo no le guardaba las altas consideraciones á que era acreedora, sino que la posponía, evidentemente, á Juana. Y esto no motivado en otra cosa sino en que la moza guipuzcoana le hacía reir más con sus carocas y bailoteos. La pobre Maximina no acababa de creer en esta cruel preferencia. Un día, después de almorzar, jugando los tres con el niño en el pasillo, Juana quiso demostrárselo.

—Anda, vé con tu mamá—le dijo al chiquillo.

Pero éste se agarraba con fuerza á ella.

—Está visto que á ti sólo te quiere cuando tiene hambre—le dijo Miguel para embromarla.

Maximina se puso triste y enfadada y trató de arrancar á Juana el niño; pero éste se defendía chillando.

—Vaya, ¿á que viene para mí?—dijo Miguel.

—¿Á que no?

En cuanto el papá abrió los brazos, el caprichoso infante se echó en ellos.

—¿Lo ves?—exclamó levantándole triunfante.

Entonces Maximina, dolorida y avergonzada, tanto más cuanto que su marido y Juana se reían á carcajadas de su derrota, quiso arrancárselo á viva fuerza. Miguel huía. Ella, cada vez más nerviosa y afligida, pugnando por no llorar, corría detrás de él. Por fin, no pudiendo alcanzarle, se retiró al despacho. Allí la encontró poco después Miguel, en pie, arrimada á la chimenea, tapándose los ojos con una mano en actitud de llorar. Avanzó suavemente, puso el niño en el suelo y le dijo:

—Anda, pide perdón á tu mamá y díle lo que me acabas de decir en secreto: que la quieres más que á nadie.

Al mismo tiempo acercó la boca del infante á la mano que tenía pendiente su esposa.

Al sentir el contacto de los labios frescos y húmedos de su hijo, la niña volvió la cabeza para mirarle. Al través de las lágrimas brilló en sus ojos una sonrisa de amor y perdón que es lástima que aquel ingrato arrapiezo no hubiese podido apreciar.

Una noche, después de comer, Miguel se emperezó como muchas veces y no quiso salir. Fueron al despacho y Maximina se puso á leerle el periódico. Después, sentada la esposa sobre las rodillas del esposo, comenzaron á departir, según costumbre, contándose las menudencias del día.

—¿Sabes que he tenido esta tarde una visita?—le dijo ella.

—¿Quién ha estado?

—Un joven—dijo la niña sonriendo maliciosamente.

Miguel no pudo reprimir un leve fruncimiento de cejas. Era muy celoso, como todo el que ama realmente, por más que procuraba ocultarlo cuidadosamente.

—¿Quién era el joven?

El tono un poquito áspero de la pregunta no se le escapó á Maximina.

—El cura de Chamberí.

—¿El viejecito que dice la misa de nueve?

—El mismo... Conque no te gustaba que fuese un joven, ¿eh, pícaro?—añadió abrazándole cariñosamente.

—¿Y á qué vino el cura?—preguntó Miguel rehuyendo, á su vez, la pregunta de su esposa.

—A empadronarnos... Me he reído un poco. Le abrí yo la puerta y me dice:—«Hola, niña, anda vé á decir á tu mamá que está aquí el párroco de Chamberí.»—«No tengo mamá»—le respondí.—«Entonces á la señora de la casa.»—«Soy yo»—le dije muerta de vergüenza.—Comenzó á hacerse cruces diciendo:—«¡Ave María, Ave María, qué jovencita!...»—Todavía se admiró más al saber que hace ya dos años y tres meses que estamos casados.

—Es claro, con esa carita redonda de niño llorón das un chasco á cualquiera.

—Eso debe de ser, porque no soy una niña ya; el mes que entra cumplo diez y ocho años.

Antes de irse á la cama abrieron el balcón para disfrutar un poco del espectáculo del cielo estrellado, apagando la luz previamente.

Era una noche tibia y serena de las postrimerías de Abril. Como se hallaban en un piso tercero, y aquel barrio estaba aún poco urbanizado, descubrían más de la mitad de la bóveda estrellada. En pie los dos, apoyada Maximina en el hombro de su esposo, contemplaron largo rato en silencio aquel espectáculo que eternamente será el más sublime de todos.

—¡Qué grande y qué hermosa es aquella estrella, Miguel! ¡Qué luz tan pura y tan blanca despide!—dijo Maximina apuntando al cielo.

—Es Vega. Pertenece á la constelación de la Lira y es la mas bella de nuestro hemisferio. Por lo demás, no es más grande y más hermosa que las demás, sino porque está á menor distancia: es una de las tres más próximas á nosotros.

—Aunque la hermana San Onofre nos lo estaba repitiendo siempre, yo no puedo figurarme que la tierra sea una estrella como esas, y más pequeña todavía.

—¡Y tan pequeña, Maximina! Cada una de las estrellas que ves, es millares y aun millones de veces más grande que la tierra. Nuestro sistema planetario, en el cual somos de lo más pobre é insignificante, forma parte de esa gran nebulosa que cruza el cielo como una faja blanca. Cada partícula de ese polvo es un sol como el nuestro en torno del cual giran otras tierras que, como la nuestra, no tienen luz propia. Para que te figures su tamaño, te diré que esta nebulosa está aislada en los cielos como una isla y tiene la figura de una lente; pues bien, para llegar un rayo de luz desde un extremo del eje mayor de esa lente al otro tarda diez y siete mil años. ¡Y la luz recorre setenta mil leguas por segundo!

—¡Madre mía, qué espanto!

—Pues esto no es nada. Nuestra nebulosa es una de tantas como pueblan el espacio. Hay otras muchísimo mayores. Con el telescopio constantemente se están descubriendo nuevas. Se inventa un telescopio de mayor fuerza que los anteriores, y entonces las nebulosidades se reducen á estrellas; pero más allá se encuentran nebulosidades que antes no se veían. Viene un telescopio de mayor potencia aún, y aquellas nebulosidades á su vez se reducen á estrellas; pero más allá aparecen nuevas nebulosidades... y así sucesivamente.

—¿De modo que el cielo no tiene fin?

—Es de presumir.

Maximina quedó unos instantes pensativa.

—¿Y en esos mundos habrá habitantes, Miguel?

—No existe razón alguna para que no los haya. Las observaciones que podemos hacer en nuestro sistema planetario acusan en los demás astros condiciones de vida muy semejantes á las nuestras... ¿Ves esa estrella grande y hermosa también como Vega? Es Júpiter, un hermano nuestro; pero un hermano mayor... mil cuatrocientas veces mayor que nosotros. Es un hermano privilegiado, el mayorazgo, como si dijéramos, del sistema. El día dura allí cinco horas y la noche otras cinco; mas como tiene cuatro satélites que le iluminan constantemente, y largos crepúsculos, puede decirse que las noches no existen. Las estaciones casi tampoco. Reina en toda su superficie una primavera eterna. Para nosotros es el símbolo ó ideal de una existencia feliz. ¿Por qué no han de existir habitantes en este mundo afortunado?

Volvió á quedar pensativa la niña, y dijo al cabo de un momento:

—¿Cómo se sostendrán esos mundos en el espacio y caminarán eternamente sin chocar?

—Se sostienen y viven por el amor... Sí, por el amor—repitió viendo la curiosidad pintada en los ojos de su esposa.—El amor es la ley que rige todo el universo. La ley sublime que une tu corazón al mío, es la misma que une á todos los seres de la creación, manteniéndolos, sin embargo, distintos. Unos somos en Dios, en el Creador de todas las cosas, pero gozando al mismo tiempo del hermoso privilegio de la individualidad... Sin embargo, este gran privilegio es al mismo tiempo nuestra gran imperfección, Maximina. Por él, estamos separados de Dios. Vivir eternamente unidos á El, dormir en su seno como el niño en el regazo de su madre, esa es la aspiración constante de la humanidad. El hombre que siente más viva y más imperiosamente esa necesidad, es el más bueno y el más justo. ¿Qué significa la abnegación ó el sacrificio? ¿Es por ventura otra cosa que la expresión de esa voz secreta que reside en nuestra alma, y que nos dice que amarse á sí mismo es amar lo finito, lo imperfecto, lo efímero, y amar á los demás es unirse con anticipación á lo Eterno? ¡Ay del hombre que no acude al llamamiento de esta voz! ¡Ay del que cierra los oídos á los suspiros de su alma y corre desalado en pos de los fenómenos fugitivos! Ese hombre será siempre un esclavo miserable del tiempo y la necesidad.

Miguel se iba exaltando á medida que hablaba. Maximina escuchábale con los ojos extáticos. No comprendía enteramente sus palabras, pero veía bien claro que todo lo que salía de los labios de su esposo era noble y elevado y religioso, y esto le bastaba para estar de acuerdo con él.

Habló todavía largo rato. Al fin, calló de pronto. Ambos quedaron silenciosos contemplando la inmensidad de los cielos. Una misma emoción grave y pura se había apoderado de ellos. Arrobados en la contemplación, escuchaban los acordes misteriosos de su alma, que, sin el intermedio de la palabra, por una especie de potencia magnética, se trasmitían de un corazón á otro. Al cabo de un rato, Maximina dijo en voz baja:

—Miguel, ¿quieres que recemos un Padre Nuestro?

—Sí—respondió él estrechándola suavemente una mano.

La niña dijo el Padre Nuestro con verdadera unción. Su esposo le contestó con igual fervor.

Jamás en su vida, ni antes ni después, nuestro héroe se encontró más cerca de Dios que en aquel momento.

La noche iba avanzando. El reloj del despacho vibró con doce campanadas. Cerraron el balcón y encendieron las luces para irse á acostar.

XXX

DESPIDIÉRONSE á la puerta del cuarto de Maximina. Esta nunca veía marcharse á su esposo sin tristeza. Aunque se resignaba á la cruel separación, porque el niño solía llorar y á Miguel le dolía la cabeza cuando pasaba mala noche, no era sin hondo y secreto pesar. Embargado todavía por la emoción, el joven se detuvo un momento con la luz en la mano, y viendo la tristeza que se pintaba en los ojos de su esposa, se le ocurrió de pronto una idea.

—Oyes, ¿quieres venirte á dormir hoy conmigo?

La niña le miró asombrada.

—¿Cómo?

—Nada, te vienes ahora á mi cuarto.

—¿Y el niño?

—Lo llevamos con nosotros.

En los ojos de Maximina brilló una chispa de gozo.

—¿Y Juana?

—A Juana la mando que venga á acostarse, y asunto concluído.

—¿Pero qué va á decir cuando se encuentre sola en el cuarto?

—Que diga lo que quiera.

Dicho y hecho. Maximina, vacilante todavía, un poco pálida y temblorosa como si fuera á cometer alguna grave travesura, pero brillándole los ojos con íntima alegría, levantó al niño de la cuna y lo trasportó á la cama de Miguel. Después entre los dos trasportaron la cuna. En seguida, aquél fué á avisar á Juana; pero antes Maximina se apresuró á encerrarse en el cuarto de su esposo. Una vez despierta la doméstica, él también se encerró. Por el agujero de la llave, Maximina la vió cruzar por el pasillo.

—¡Qué va á decir, Dios mío, qué va á decir?—exclamó levantando el rostro ruborizado hacia su esposo.

—Que tenemos gana de pasar una noche juntos—contestó él riendo.

Aquella vergüenza de su mujer, que era una prueba de su carácter inocente y pudoroso, le hacía gracia y le entusiasmaba.

La niña, una vez convencida de que Juana se estaba acostando, pues oyó cerrar la puerta del cuarto, se entregó sin reserva á la alegría.

—¡Cuánto tiempo hace que no pasamos una noche juntos! ¿verdad, Miguel?

Y se apresuraba con alegría infantil á despojarse del vestido. En medio de la operación soltaba una carcajada.

—¡Qué cara habrá puesto Juana no viendo á nadie en la alcoba!

—Esta cama es más estrecha que la nuestra. ¿Estarás incómoda?—decía Miguel.

—¡Si es casi matrimonial, chico! ¿de dónde sacas que es estrecha?—respondía ella dispuesta á encontrar magnífico un lecho de hojas en aquel momento.

La primer noche de bodas se repitió para nuestros esposos; pero más grata aún, porque la confianza había crecido. También el amor; y había adquirido, además, un carácter elevado y espiritual, gracias al fruto inocente que dormía cerca de ellos.

Por la mañana, después de tomar el chocolate, Maximina se sintió un poco indispuesta. Achacáronlo á una pequeña indigestión y no le dieron importancia. Todo aquel día lo pasó con el cuerpo muy pesado, pero en pie. Cuando vino Miguel de la oficina, estaba echada sobre la cama. Al oir la campanilla se levantó prontamente y salió como siempre á recibirle. Sin embargo, no tardó en tumbarse nuevamente. Se levantaba á cada paso para cualquier menudencia; pero en seguida se acostaba, unas veces sobre la cama de Miguel, otras sobre la suya.

—Voy á llamar al médico—le dijo éste.

Maximina se opuso resueltamente. Lo único que se logró fué que consintiese en llamarlo al día siguiente, con tal que no siguiese mejor. Confiaba en absoluto en amanecer buena y sana. Sin embargo, no fué así. Despertó con alguna destemplanza y Miguel se opuso á que se levantase. Se llamó á un médico que había en el barrio, viejo y práctico, el cual, después de pulsarla y mirarle la lengua, declaró que tenía alguna fiebre, sin que en la apariencia existiese indigestión. Miguel, en vista de esto, no quería ir á la oficina; pero su esposa tanto le instó, que al fin se decidió á ello, prometiendo venir temprano. Por la tarde, la calentura había aumentado un poco. Estaba tranquila, sin embargo. Sólo de vez en cuando, como si tuviese alguna opresión, daba altos y prolongados suspiros.

Por la mañana, el médico la halló con bastante fiebre; pero no podía aún afirmar de dónde emanaba, pues las frecuentes y largas inspiraciones que la obligaba á hacer, eran perfectas y no acusaban ningún síntoma catarral. Tampoco ofrecía síntomas gástricos. Inclinábase á creer que fuese una fiebre reumática, porque días antes, al aparecer, se había quejado de dolores en la espalda; mas no se atrevía á asegurarlo. Miguel fué á la oficina, pero volvió á las dos horas. El médico le dejó el termómetro para que de vez en cuando le tomase la temperatura y la apuntase en un papel. Como no podía dar el pecho á su hijo, la leche acumulada la molestaba vivamente, á pesar de que procuraban extraérsela con pezoneras y la daban unturas de manteca.

Al día siguiente la calentura fué en aumento. El médico se inclinó entonces á creer que la fiebre era nerviosa, porque los síntomas reumáticos no se determinaban bien. Le recetó el valerianato de quinina en píldoras, y una poción. Miguel fué á la oficina, á prevenir al jefe nada más. Detúvose, sin embargo, á hablar con los compañeros, entre los cuales había uno que estudiara la carrera de medicina, aunque no con gran lucimiento.

—¿Qué tiene su señora?—le preguntaron.

—No sé. El médico vacila entre si es una fiebre reumática ó nerviosa.

—Hombre, no comprendo qué tiene que ver una fiebre con otra—dijo con tono de suficiencia el empleado médico.—De todos modos—añadió,—pida usted á Dios, amigo Rivera, que no sea fiebre nerviosa.

Miguel, al escuchar aquellas palabras, quedó helado. Por su cuerpo pasó un estremecimiento singular. Hizo un esfuerzo sobre sí mismo, y dijo con voz alterada ya:

—El médico me manda tomarle la temperatura á menudo...

—¿Y qué grados tiene?

Aunque no sabía la relación que los grados guardaban con la fiebre, aterrado con las palabras de antes, no se atrevió á decir que tenía cuarenta y uno y unas décimas, y respondió:

—Cuarenta.

—No puede ser; esa ya es una fiebre muy alta... Vamos, amigo Rivera, se conoce que usted entiende más de filosofía que de tomar temperaturas.

—Sí, Rivera, debe usted estar equivocado—dijo otro.

Quedó clavado al suelo. Se puso horriblemente pálido y estuvo á punto de caer.

Notando los compañeros su palidez, comenzaron á animarle.

—Hombre, no se asuste usted... De seguro ha padecido una equivocación. Además, aunque así no fuese, no es caso extremo...

Un compañero, por darle más alientos, le dijo al oído:

—No haga usted caso de ese majadero. ¡Qué sabe él de fiebres, si no ha abierto en su vida un libro!

No obstante, llevaba ya la puñalada en el corazón. Salió de los Consejos con el semblante alterado y tomó un coche, porque se sentía desfallecer. Entró precipitadamente en el cuarto de su esposa.

—¿Cómo te sientes?

—Bien—contestó la niña sonriéndole dulcemente.

—A ver la temperatura—dijo, y se apresuró á meterle el termómetro debajo del brazo.

Su corazón latía apresuradamente. No pudiendo resistir quieto el tiempo que el termómetro debía estar allí, comenzó á pasear por la alcoba. Al fin, con mano trémula lo sacó y fué corriendo á la ventana, que estaba entornada; la abrió un poco más y miró. La temperatura había subido aún algunas décimas. Estaba tocando en los cuarenta y dos grados.

No pudo articular una palabra.

—¡Qué manía tienes con ese dichoso tubito!—dijo Maximina.—¿Para qué sirve?

—No sé; me lo manda el médico... Voy á apuntar la temperatura.

En vez de ir al despacho entró en su alcoba y se dejó caer de bruces y sollozando en la cama.

—¡Me han matado! ¡Me han matado!—murmuraba mientras bañaba con sus lágrimas las almohadas.

Cerca de media hora estuvo así sin cesar de repetir entre sollozos:—¡Me han matado! ¡Me han matado!

En efecto, una estocada por la espalda no le hubiera hecho más efecto que la idea espantosa que en la oficina le habían sugerido.

Al fin se levantó, lavóse los ojos con agua fresca, y entrando en el cuarto de su mujer otra vez, le dijo que iba á avisar á D. Facundo, porque no les perdonaría el no haberlo hecho. Cuando salía llamaba á la puerta la vecina del cuarto de enfrente, que venía á ofrecerse para todo, «absolutamente para todo». Era una buena señora, viuda de un coronel, y que tenía un hijo teniente que le daba bastantes disgustos. Aunque sólo había hablado algunas palabras con Maximina en la escalera, se conocía que le había sido extremadamente simpática. Miguel se lo agradeció mucho, y la introdujo en la alcoba, marchándose él en seguida.

Necesitaba desahogar el pecho con alguna persona; por eso fué en busca de D. Facundo. En cuanto le vió se echó á llorar como un niño. El pobre señor trató de consolarle como pudo.

—Eres muy impresionable, Miguelito. ¡A quién se le ocurre ponerse así cuando el médico no ha dicho aún que hubiese peligro! Pero de todos modos, ya que estás alarmado, bueno será que se celebre una junta de médicos, aunque no sea más que para tranquilizarte.

—¡Sí, sí, D. Facundo, quiero que haya junta!—exclamó el atribulado joven, como si de aquello dependiese enteramente la salvación.

—Bueno, yo avisaré á los médicos. Habla tú con el de cabecera para que no se ofenda.

Salió de la botica más tranquilo. Cuando llegó á casa, Maximina deliraba un poco.

—Se empeña—dijo la viuda del coronel—en que detrás de la cabecera hay una puerta abierta y le entra mucho frío.

—¿Cómo te sientes?—le preguntó Miguel, poniéndole una mano sobre la frente.

—Bien; pero entra mucho frío por esa puerta que hay aquí detrás.

—Tienes razón; voy á cerrarla.

Hizo ademán de ello, y quedó un momento tranquila. El joven quiso después besarla; pero ella le rechazó, diciéndole, muy apurada, en voz baja:

—¿Cómo eres tan desvergonzado? ¿No ves que está ahí esa señora?

Ni aun delirando se amortiguaba en aquella criatura el sentimiento del pudor.

Pasó la tarde bastante agitada, delirando á ratos. Además de la manía de la puerta se le figuraba que venían algunos hombres á cogerla. Cuando Miguel se acercaba al lecho le decía con terror:

—¡Mira, mira ese hombre que me quiere llevar!

—No tengas cuidado, preciosa; mientras yo esté aquí no te llevará nadie.

La voz y las caricias de su marido la volvían, como por encanto, á la razón y la sosegaban por algunos minutos.

La viuda se empeñó en quedarse á velar aquella noche porque hacía dos que ni Juana ni Miguel dormían.

Éste fué á tumbarse sobre su cama, encargando que si tuviera la menor novedad se le llamara.

Y, en efecto, la viuda le llamó á medianoche, diciéndole que Maximina se negaba á tomar la poción y se hallaba bastante agitada. Levantóse inmediatamente y fué al cuarto corriendo. Su esposa, por la lucha que había tenido que sostener con aquella buena señora, estaba agitadísima, con el rostro fuertemente encendido y los ojos extraviados. No conoció á su marido. Éste, viéndola en aquella situación, perdió todos los ánimos y rompió á llorar. Entonces Maximina le miró con fijeza. Sus ojos perdieron de pronto aquella terrible expresión delirante; incorporóse en la cama, y acercando su rostro al del joven, le preguntó:

—¿Por qué lloras, mi vida, por qué lloras?

—Porque te niegas á tomar las medicinas, y así no puedes sanar.

—La tomaré, la tomaré; ¡no llores, por Dios! Dámela.

Y bebió con avidez la cucharada que le presentó.

—¿No llorarás ya, verdad?—le preguntó ansiosamente después, y, oyéndole decir que no, le besó repetidas veces la mano.

Por la mañana se celebró la junta de médicos. Uno por uno fueron viendo á la enferma.

—¡Qué cansada estoy de enseñar la lengua, Miguel!—exclamó con un gesto cómico, que le hizo reir, á pesar de su tribulación.

Los médicos no pudieron afirmar resueltamente dónde residía la fiebre. Inclináronse todos, sin embargo, á creer que era en el centro nervioso. Lo que en su concepto hacía falta, á todo trance, era que la temperatura bajase por cualquier medio. Para ello recetaron la antipirina.

Corrió el mismo Miguel á buscarla. El éxito fué rapidísimo. Á las pocas horas de tomarla, la fiebre había bajado dos grados. Por la mañana, sólo marcaba el termómetro treinta y nueve y unas décimas. Habían desaparecido la inquietud y el delirio. Tan bien se encontró, que Miguel no dudó que á los cuatro ó cinco días podría levantarse de la cama. El exceso de alegría le agitó de tal modo, que no pudiendo permanecer en casa, salió á tomar el fresco de la mañana, á pesar de haber velado aquella noche. Dió una vuelta por el Retiro. La mañana estaba fresca y hermosa. El gozo que inundaba su alma le hacía ver en el sol radioso, en el canto de las aves, en el follaje de los árboles, bellezas misteriosas que antes no había logrado percibir. Poco le faltaba para abrazar á los solitarios paseantes con quienes tropezaba.

Mas ¡ay! no sabía que aquel remedio cumple su cometido cuando refresca la sangre encendida, sin tener facultades para destruir la enfermedad. La temperatura comenzó de nuevo á elevarse á la caída de la tarde. Tan ilusionado estaba, que lo achacó al recargo natural que padecen todos los enfermos en esa hora, y no le concedió importancia. El médico tampoco le dijo nada que pudiera alarmarle. Á las once se fué á acostar, dejando á Juana velándola. La voz de ésta le sacó del sueño profundo en que yacía.

—¡Señorito!, señorito, la señorita se pone peor!

La voz con que despiertan á un condenado á muerte para llevarle al suplicio, no sonó jamás tan terrible como aquella para Miguel. Se puso en pie de un brinco. Corrió al cuarto. Maximina tenía los ojos cerrados. Al entrar él los abrió, quiso sonreir, y de nuevo los cerró... para no abrirlos jamás. Eran las cuatro de la madrugada. Juana avisó corriendo al médico, llamando antes en el cuarto de al lado. La viuda del coronel afirmó que aquello no era más que un síncope. Entre ella y Miguel le pusieron unos sinapismos. Se avisó al cura. Pocos minutos después llegaba, al mismo tiempo que el médico. ¿Para qué?

Miguel recorría el pasillo sin cesar, pálido como un espectro. De pronto se detuvo y quiso penetrar en el cuarto de su esposa. La viuda, el sacerdote y el médico le pusieron las manos en el pecho.

—¡No; no entre usted, Rivera!

—Lo sé todo: déjenme ustedes paso.

En su mirada y actitud comprendieron que era inútil oponerse.

Se arrojó sobre el cuerpo de su esposa, del cual aún no había desaparecido el calor y la vida por completo, y lo besó con frenesí por algunos minutos.

—¡Basta, basta! Se está usted matando—le decían.

Al fin consiguieron arrancarle.

—¡Mejor que tú—gritó dándole el último beso—no la ha habido ni la habrá sobre la tierra!

—¡Dichosos, hijo mío, los que al morir pueden escuchar semejantes palabras!—respondió el anciano sacerdote.

Sacáronle de allí. Fué derecho á su escritorio y se arrimó al balcón. Aún no había amanecido por completo. La consternación secó sus lágrimas. Inmóvil, con los ojos extáticos y la frente pegada á los cristales, pasó largo rato escuchando en su espíritu la voz reveladora que sólo habla en esta hora suprema. Al cabo pudo oírsele murmurar con voz ronca:

—¡Quién sabe! ¡quién sabe!

XXXI

Q más queréis saber? Miguel se tambaleó como el atleta que recibe un golpe en medio de la frente; pero no vino al suelo. En la obligación ineludible de proteger al inocente niño que perdía á su madre cuando comenzaba á balbucir su nombre, halló fuerzas para vivir. Su historia, poco novelesca, se hace menos interesante aún desde entonces. Redúcese casi toda á meditaciones, dudas, esperanzas, abatimientos y borrascas que no salen de los senos arcanos del espíritu. Su relato sólo puede interesar al psicólogo. Abreviemos, pues, esta larga y fatigosa narración.

Consagró la vida entera á su hijo. El trabajo y el estudio, si no aplacaron su dolor, le distrajeron á ratos, dándole también más elevación: trasformóse con los años en honda y grave tristeza que no le quitaba ni espacio ni serenidad para pensar. Ni de día ni de noche se apartaba de su niño. Así que pudo, le llevaba muchas veces con él á la oficina. Colocábalo frente á sí para que, al levantar la cabeza, sus ojos tropezasen con aquel rostro diminuto en el cual buscaba con ansiedad rasgos, gestos, lineamientos de otro que tenía grabado con cincel en el alma. Si querían hacerle feliz por un instante sus amigos, no tenían más que asegurarle que el chico sería con el tiempo un vivo retrato de su madre. En cambio, si alguno le decía que iba á parecerse á él, quedaba triste y meditabundo largo rato. ¡Cuántas veces, sorprendiendo en sus labios ó en sus ojos alguna mueca peculiar de Maximina, hubo estallado en sollozos! La inocente criatura le miraba entonces sorprendida y aterrada, hasta que su padre le cogía en brazos y le decía besándolo apasionadamente:—«¡Dichoso tú que no sabes lo que has perdido!!»—Llevábalo también muchos días al cementerio y le hacía besar después que él la lápida del nicho donde su madre yacía. ¡Oh, si aquellos besos no se filtraban por el mármol y hacían temblar de gozo las cenizas de la niña de Pasajes, bien podéis asegurar que nada en el mundo conseguiría ya removerlas!

No solamente en el hijo veía la imagen viva de su esposa. Cualquier espectáculo grande, cualquier acción heroica, cualquier rasgo de caridad, cualquier obra de arte, sobre todo de música, se la traía súbito á la imaginación y con ella las lágrimas á sus ojos, como si aquella criatura, que ya no existía, estuviese aún unida á todo lo que de noble, hermoso y elevado guarda la tierra. Por eso repitió cuanto pudo estas emociones. Cultivó y acendró el sentimiento religioso, desfallecido algunas veces, pero no extinto jamás en su espíritu; amó las artes; buscó la amistad de los buenos.

Andando el tiempo, aquel Mendoza, su amigo, con quien no había vuelto á hablar desde que, arruinado, se había ido á vivir á Chamberí, llegó á ministro. A nadie le sorprenderá seguramente. Dadas ciertas premisas, las consecuencias son inevitables. Y cuando fué ministro le pasó un recado, no sabemos si por generosidad ó por egoísmo, preguntándole si quería ser su secretario particular, conservando además la plaza en el Consejo de Estado. La carne, flaca, quiso rebelarse un instante oyendo tal proposición. Sin embargo, logró dominarla en seguida y aceptó. Hacía tiempo que á fuerza de llorar y meditar, su vida interior se había emancipado del imperio del orgullo. Tras de terribles sacudimientos, su alma logró romper las cadenas que la ligaban á las pasiones terrestres. Aprendió, para no olvidarla ya jamás, la verdad sublime que eternamente flotará sobre la ciencia humana y será el compendio de todas las verdades, la negación de sí mismo.

Desde que pisó el suelo sagrado de la libertad, su existencia comenzó á deslizarse serena en medio de un reposo dulce y tranquilo. En el piélago de las pasiones humanas, en el torbellino de sus propios sentimientos, tuvo al fin la fortuna de hallarse á sí mismo y comprender lo que era. Su único pensamiento desde entonces fué avanzar más y más por el camino de la libertad, hasta que sonase para él la hora de la emancipación suprema. El solo y más ardiente deseo de su vida fué poder amar la muerte. En tanto, empleó la fuerza santa y divina de la imaginación en crearse un mundo particular y libre donde vivía con su esposa, en la misma dulce comunidad de otro tiempo, compartiendo con ella su amor y sus penas. Al terminar cualquier acto de la vida, nunca dejaba de preguntarse: «¿Lo aprobaría Maximina?» Diariamente se confesaba con ella y le comunicaba los más íntimos secretos del alma. Y cuando tenía la desgracia de caer en el pecado, se apoderaba de él una turbación profunda, pensando que aquel día se había alejado un poco de su esposa. De este modo, participando como criatura divina del augusto privilegio de Dios, logró prestarla nueva vida, ó, por mejor decir, que no muriese jamás.

Mas como criatura humana también, su espíritu fué sacudido más de una vez por el huracán de la duda. Padeció los crueles asaltos de la tentación y vaciló como el Hijo de Dios en el huerto de Gethsemaní. ¡Horas de agonía que le dejaban hondamente impresionado y mermaban sus fuerzas si no las abatían por completo! Asistamos á una de ellas.

Después que salía del Ministerio ó del Congreso, Mendoza acostumbraba á pasearse en carruaje descubierto por el Retiro. Miguel le acompañaba. Al cabo de un rato de deslizarse entre la balumba de los coches, el Ministro solía marearse y quedar amodorrado y aun dormitando, mecido por los blandos vaivenes de la carretela. Miguel, ajeno casi siempre á las curiosidades y galas del paseo, con los ojos fijos en el cielo ó en el paisaje, meditaba.

Era una tarde suave, la más suave y esplendorosa que la primavera había otorgado aquel año á los madrileños. El sol se estaba acostando. Por el balcón abierto entre los árboles sobre la vasta llanura de Vallecas, nuestro secretario le veía descender majestuosamente sobre el borde de una nube dejando estela de oro en la tierra.

Arrastrado por el curso de los pensamientos que á menudo le dominaban, se puso á considerar el tiempo que de aquel modo ardía en el espacio, y la región misteriosa del cielo hacia donde nos llevaba en su marcha violentísima; de dónde se había desprendido aquella masa inmensa; cuándo y de qué modo se extinguiría su luz. Pensó que su historia, por larga que parezca, no es más que un instante en la historia de la Creación. En los infinitos mundos que eternamente se están formando y extinguiendo, ¡qué papel tan insignificante hará este pobre sol que para nosotros es primer actor! ¿Por qué entonces nos parece tan grande y tan bello? ¿A quién se lo parecía antes que nosotros existiésemos? Esta madeja de oro, como la llaman los poetas, ¡cuántos miles de años se estuvo derramando por la tierra, sin acariciar otras cabezas que las de los saurios gigantescos, pterodáctylos, magalosauros, y otros monstruos horrorosos! ¿El velo que oculta los misterios infinitos del espacio, se descorrerá algún día? ¿Habrá seres que los comprendan ya? Abismado en tales reflexiones, en extática contemplación del horizonte, á lo cual se prestaban las frecuentes y largas paradas que el coche hacía, pasó largo rato. Cuando salió de su éxtasis, y puso los ojos sobre la multitud de trenes que en aquel sitio delicioso se estrujaban, le causaron la misma impresión que si viese un hormiguero. ¿Y qué otra cosa era aquello, salvo que las hormigas en vez de trabajar se paseaban? Al lado suyo se apiñaba una muchedumbre de animales atómicos, con la vista fija en la tierra, arrastrados por otros animales, á quienes habían hecho sus esclavos. ¡Pero también las hormigas poseen esclavos! Todos, lo mismo los amos que los caballos, tenían traza de creer que el mundo eran ellos, y nada más que ellos. Y sus proyectos, sus deseos, sus amores, sus restaurants y sus piensos, el único y más alto fin de la Creación. Sólo allá, entre los peones, vió un rostro pálido, adornado de luenga barba blanca, cuyos ojos tristes y soñadores se dirigían también al firmamento. Al pasar á su lado, aquel rostro le sonrió afectuosamente. Miguel le contestó diciendo:—«Adiós, D. Ventura». Era el más tierno y espontáneo de los poetas españoles, el insigne Ruiz Aguilera. Después, sus ojos se convirtieron á Mendoza, que dormía deliciosamente. Le miró con atención algunos momentos y le acometieron ganas de reir. ¡Pobre hombre! se cree en el pináculo de la gloria, porque dispone, durante algunos meses, de unas docenas de empleos. ¡Y á esto ha consagrado la vida entera, todas las fuerzas que Dios le dió! Mañana se morirá este hombre, y no habrá sabido lo que es el amor de una esposa tierna é inocente, ni el entusiasmo que despierta en el alma una acción heroica, ni la emoción profunda que origina el estudio de la naturaleza, ni el gozo purísimo de contemplar una obra de arte. No habrá pensado, no habrá sentido, no habrá amado. Sin embargo, juzga de buena fe que debe hincharse, porque suena un timbre en el Ministerio cuando él entra, y le quitan el sombrero algunos desdichados. ¡Cuánto esfuerzo, cuánta bajeza ha tenido que hacer esta hormiga para que otras hormigas le den las buenas tardes con respeto!

No pudo reprimir una carcajada. Mendoza entreabrió los ojos al oirla; pero avezado á aquellas salidas originales de su secretario, volvió al instante á cerrarlos, quedando otra vez dormido.

Con todo, siguió pensando, la religión, el arte, la caridad, el heroísmo, estos signos en los cuales yo creo ver la expresión de una naturaleza más elevada, ¿no serán también ilusiones como las que se forja de su importancia este pobre diablo? ¿La patria lejana por la cual suspiro, será una imagen engañosa de mis propios deseos? La idea del aniquilamiento acudió á su espíritu y le hizo estremecerse. Si todo se desvaneciese al fin como el humo, como la sombra; si las más puras emociones de mi alma, si el amor de mi esposa, si la inocente sonrisa de mi hijo tuviesen en la naturaleza el mismo valor que el odio del malvado ó la carcajada del vicio; si dos seres se uniesen y se amasen para separarse después eternamente, ¡oh, con qué placer te odiaría, infame universo! Si detrás de esos espacios tan hermosos no hay nadie capaz de compasión, ¿qué valen tus masas enormes, ni tu movimiento acompasado, ni tus ríos inmensos de luz? Yo, miserable átomo, soy más noble porque puedo amar y puedo compadecer...

Quedó algunos minutos suspenso, con los ojos en el vacío. Un enternecimiento singular, que pocas veces había sentido, se iba apoderando de su espíritu. Hizo con el pensamiento una rápida excursión por su vida pasada. Se le representó como una cadena de desdichas. Hasta los placeres de la juventud se le presentaron odiosos y despreciables. Sólo había en ella un oasis ameno y delicioso: los dos años de su matrimonio. Si todos los hombres—se dijo—volviesen la vista atrás, hallarían lo mismo. Tal vez algo peor, porque la mayoría de ellos no han sido acariciados por el cielo como yo breves instantes. Acudió á su memoria el recuerdo de algunos amigos muertos en la flor de la edad después de crueles sufrimientos; el de otros que, cansados de luchar contra la suerte, habían caído al fin rendidos en la miseria; vió los más nobles é inteligentes de ellos desempeñando humildes puestos, y encumbrados los necios y los perversos; se acordó de su buen padre, cuyos últimos años fueron amargados por una mujer soberbia y caprichosa; se acordó de su hermana, una criatura todo luz y alegría, engañada vilmente y sumida para siempre en la desgracia; recordó, en fin, á aquel ser angelical mitad de su propio ser, arrebatado al mundo cuando acababa de poner los labios en la copa de la dicha...

La Creación se le presentó de pronto con un aspecto terrible. Los seres devorándose los unos á los otros sin piedad; el más fuerte martirizando al más débil constantemente. Unos y otros, engañados por la ilusión de la felicidad que no ha de llegar jamás para ninguno, trabajan, padecen en provecho de cada especie, éstas en provecho de otras, y así sucesivamente, hasta el infinito. El mundo, en suma, se le ofreció como una estafa inmensa, un lugar de tormento para todos los seres vivos, más cruel aún para los conscientes. La felicidad absoluta para el Todo, porque es y será eternamente; la absoluta desdicha para los individuos, porque eternamente se renovarán para padecer y morir.

Ante aquel cuadro espantoso que vió con intensa claridad, su alma quedó turbada. Un estremecimiento de horror sacudió su cuerpo.—«¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?»—murmuraron repetidas veces sus labios trémulos. Y un sollozo desgarrador que se había ido formando poco á poco en el fondo del pecho estalló al fin con ruido.

El Ministro abrió los ojos asustado.

—¡Hombre, tú te pasas la vida riendo ó llorando!—le dijo.

—Así es—respondió el secretario llevándose el pañuelo á los ojos.

Appendix A

Creative Commons Attribution (CC BY 4.0)

Holder of rights
José Calvo Tello

Citation Suggestion for this Object
TextGrid Repository (2022). Corpus of Novels of the Spanish Silver Age. Maximinia. Maximinia. CoNSSA: Corpus of Novels of the Spanish Silver Age (version 2.0.0). José Calvo Tello. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001C-2D89-6