Libro I

Capítulo I
En donde el curioso lector verá que el modo de conspirar de los antiguos, se parecia bastante al de los modernos.

Alumbrados por la pálida luz de la luna, que débilmente reflejaba en las cristalinas aguas del Ebro, dos caballeros seguian silenciosamente una de sus escabrosas orillas. La noche estaba escesivamente fria: soplaba con violencia un viento de invierno: oíase á lo lejos el ahullido del lobo y el ladrido del vigilante perro: negras nubes cruzaban con rapidez por el espacio, y su densidad ocultaba á veces el astro de la noche. Cercados, pues, de mil peligros, luchando con mil dificultades, y lo que es mas que todo, temiendo á cada paso ser descubiertos en su marcha, aquellos desconocidos llegaron á un espeso bosque, en que terminaba la senda que seguían.

-Hemos perdido el camino, dijo uno de los dos al mismo tiempo que detenia la fogosidad de un hermoso caballo árabe que montaba: debimos de esperar en Herrera á que llegase el día, y no esponernos de este modo á andar vagando toda la noche. Si yo hubiera seguido mi primer pensamiento y desechado tu dictamen, ahora estariamos descansando en nuestras buenas camas, en vez de andar sin ningun fruto por estas asperezas.

-Sin embargo de lo que á vuestra merced duele el mal rato presente, respondió aquel á quien las anteriores palabras fueron dirigidas, creo que todavía no hay motivo para arrepentirse de haber salido de Herrera. Nosotros necesitamos ocultar nuestros pasos y designios, aun á aquellos que se muestran nuestros amigos: debemos de precavernos de todo el mundo, y contemplar un enemigo en cada hombre. Ínterin que no tengamos pruebas de la sinceridad de los que nos manifiestan su afecto, debemos de mostrarnos frios y reservados con ellos. Vuestra merced se lamenta de la cena y cama que ha perdido esta noche en el monasterio de Herrera; y quién sabe si aquellos benditos padres, en cuanto supiesen quiénes eran los huéspedes que albergaban, no nos hubieran entregado á nuestros enemigos?

-Y por dónde lo habian de saber? A no ser que tú, que muchas veces, impelido por esa pasion de charlar que te domina, se te escapara indicarles una parte de mis proyectos, yo por la mia, puedo asegurar que nada sabrian. Cabalmente es gente cuya compañía y conversacion detesto.

-En odio hácia ellos aventajo á vuestra merced, y si no puedo decir lo mismo de la prudencia, permítame al menos que le diga que yo solo manifiesto aquellas cosas que ningun perjuicio puede seguírseme de que se sepan. Es cierto que hablo mucho y á menudo; pero tan solo es para darme á conocer entre los que me escuchan por un hombre de larga historia, ocultando siempre la verdadera. Todavía á nadie he manifestado mi nacimiento y las causas porque estoy en España.

-Ea, pues, déjalas: no me las manifiestes á mí tampoco: recuerda que estamos en un bosque y á orillas de un caudaloso río.

Estas palabras, pronunciadas con cierto aire de enojo y superioridad, contuvieron al hablador; el cual, llevado de su pasion, se disponia á referir todas las vicisitudes de su vida, embocando de paso un discurso laudatorio de sí mismo.

-Bien conozco que debemos de tratar de salir cuanto antes de aqui, dijo entonces variando de conversacion: yo creo que la casa de Baruch ya no debe de estar muy lejos. La última vez que vine, recuerdo haber visto junto á ella una espesa arboleda; y nada tendria de estraño que fuese esta en que nos encontramos. Si vuestra merced me concede su licencia, marcharé á ver si la descubro.

-Y tratas de dejarme aquí solo?

-Si, señor, pero por muy breves momentos, porque si nos encontramos en el parage que yo me figuro, antes de andar dos tiros de ballesta ya habremos salido de dudas.

-Pues para eso, te acompañaré yo tambien.

-Corriente: yo solo lo hacia porque vuestra merced no se molestase infructuosamente.

Echaron á andar internándose en el bosque; y al poco tiempo, por tener este poco mas de media milla de estension, se encontraron en el otro estremo.

-Allá está la casa de Baruch, dijo entonces uno de los caminantes, estendiendo su brazo horizontalmente.

-La distingues ya?

-Sí; y vuestra merced?

-Yo todavía no.

-Pues andemos un poco mas, y no tardaremos en llegar á ella.

No tan pronto como habia dicho, sino despues de bastante tiempo y trabajo, que aumentaba la impaciencia de los caminantes, llegaron á una alquería circuida de unos jardines, y en cuyas paredes jalbegadas reflejaba la luna.

Apeáronse entonces sin dilacion, y uno de los caballeros, dando dos palmadas, pronunció en alta voz estas palabras, que sin duda eran una señal convenida:

-Baruch, Baruch, Israel te llama!

En cuanto fueron oidas por los que habitaban en la alquería, se apresuraron á franquear la entrada; y un personage de mas de cincuenta años, de tez morena y arrugada, de ojos negros y penetrantes, de barba larga y entrecana, y de estatura alta, que aumentaba una larga y morada túnica que vestia, con un ancho cinturon de cuero negro y un turbante blanco á la usanza de las naciones orientales, se apresuró á salir al encuentro de los caminantes.

-Permitidme, señor, que salude al futuro rey de Castilla.

Al dirigir estas palabras al que entre ellos parecia ser superior, se inclinó respetuosamente, y besó ademas una de sus manos.

-Baruch, podemos hablar con seguridad? preguntó aquel á quien se acababa de tributar una parte de los honores que se, deben á los príncipes.

-Con seguridad completa, señor; entrad, y nada temais de mi pobre Rebeca: ella está tan interesada como yo en el triunfo de vuestra causa, y dirige al Dios de Abraham ardientes votos por vuestros aumentos y conservacion.

-Sin embargo, yo vengo á veros y á hablaros sin testigos...

Hizo entonces el hebreo una señal, y se retiró su pobre, Rebeca, dejando á su marido la luz con que ella los alumbraba.

-Hásme saludado por futuro rey de Castilla, dijo entonces el que tan exigente se mostraba en casa agena, y quisiera saber quién te ha dictado esas palabras.

-La ciencia, señor, la ciencia...

-La ciencia dices! vamos á ver...

Y al mismo tiempo entraba y se sentaba en la mejor pieza que habia en la alquería.

Su compañero, despues de haber atendido al cuidado de los caballos en una cuadra inmediata, esperaba sus órdenes conversando con Rebeca en la cocina.

-Yo he consultado vuestro horóscopo, continuó el judío manteniéndose á una distancia respetuosa, he seguido el curso de los astros; y allí, señor, allí he visto escrito vuestro destino. Vos habeis nacido para reinar: el trono de Castilla próximo á quedar vacante, os espera: los pueblos os bendecirán con entusiasmo; y nuestra pobre nacion, tan perseguida y odiada, respirará tranquila en vuestros estados. No es verdad, señor, que la protegereis? Sí: nosotros en vos confiamos, porque sabemos que no hareis traicion á vuestros nobles sentimientos, ni faltareis á vuestra palabra. De este modo encontrareis en el pueblo de Judá un escudo que os preserve de todos los peligros que os esperan, un apoyo firmísimo para subir al trono de vuestros padres, y un aliado fiel que prodigará por vos su sangre y sus tesoros. Ah! venga ya ese venturoso dia de vuestra proclamacion; llegue cuanto antes el momento de nuestra libertad, y cante Israel sus triunfos y sus glorias. Levántate ya, esclava encadenada, y ven á saludar á tu libertador. Deja tus vestiduras de duelo y tristeza, y adórnate con el ropage nupcial. Pasó ya para tí el invierno de las tribulaciones, y llegó la amena primavera de los placeres. Permitid, señor, a mi comprimido corazon este desahogo. Cuando considero las desgracias del pueblo hebreo; cuando contemplo la opresion en que gime por una larga serie de siglos; cuando recuerdo la maldad y tiranía de sus opresores, y cuando leo en la historia aquellas horribles matanzas de Francia y Alemania, deseo la muerte, por no poder soportar la amarga pena que me devora. Si una peste invade las provincias que habitamos, al instante la plebe clama por nuestro esterminio, y nos distribuye los males que padece: si un ejército de cruzados se dispone para dejar la Europa, un grito terrible de esterminio sale de sus filas. «Sacrifiquemos, dice, antes de nuestra partida á los que han crucificado á nuestro Dios: venguemos en el pueblo deicida los ultrajes de Jesucristo, y acabemos con esta raza que lleva en su frente el sello de la reprobacion eterna.» Si el Estado se encuentra en apuros, nuevos pechos y derramas anuncian la férrea voluntad de un príncipe dispuesto á esterminarnos; por todas partes, en fin, no vemos mas que persecucion y desastres. Nos encontramos dispersos, errantes y perseguidos sobre la superficie de la tierra, como si fuéramos los enemigos del género humano, é indignos de habitar entre los hombres. Nuestra suerte es aun mas dura y cruel que lo fuera la de nuestros padres esclavizados por el impío Faraon, de quien los rescatara la omnipotencia de Jehová. Gemimos oprimidos por el incircunciso Filisteo, que nos ha usurpado la herencia que nos pertenece, y no cesa de insultarnos en nuestra pobreza. Ya se acabó para nosotros la magestad del templo; ya han desaparecido sus altares y sacrificios, y la reina de las provincias, la dominadora de las naciones, aquella Jerusalen que era la delicia de nuestros padres, ya no es hoy mas que un monton de ruinas. Por lo mismo, señor, de vos esperamos que enjugareis nuestras lágrimas, resucitando los hermosos tiempos de Juliano, de aquel emperador en quien nuestro pueblo encontró un protector y un padre.

-Sí; pero para eso, repuso á este discurso el huésped de Baruch, es necesario que yo suba al trono de Castilla: de otro modo, cómo quieres que yo remedie los males que padecen los de tu pueblo? Es, pues, preciso que vuestros sacrificios no se reduzcan á vanos esfuerzos y estériles deseos. Se necesita obrar con actividad y energía para inutilizar las maquinaciones de los que me disputarán la corona á que aspiro.

-De eso he querido hablaros tambien; pero el deseo de manifestaros lo que he leido en los cielos acerca de vuestro porvenir, me impidió complaceros en esta parte.

-Pues hubieras ahorrado mucho tiempo y trabajo si no hubieras consultado mi horóscopo.

-Cómo, señor! no creeis en la astrología?

-Es una ciencia muy vana para mí.

-Sin duda ignorais sus misterios; pero para que os convenzais de su verdad, otra ciencia viene ahora en apoyo de mis vaticinios: por la metoposcopia conozco que estais destinado para reinar.

-Quisiera que te persuadieras de que no he venido aquí para que lucieras conmigo tus conocimientos, que si se quiere por otra parte no dejaré de admirar, sino para saber por tu medio con qué recursos podria contar en el dia de la lucha que veo aproximarse.

-Ya os he indicado que con los tesoros de toda la tribu de Judá; pues ahora necesito haceros algunas revelaciones: la reina de Portugal no solo os dispensa su amistad, sino que se compromete á inclinar el ánimo del rey su marido, á que envie un ejército en vuestro apoyo á Castilla. Teneis un poderoso auxiliar en la persona del maestre de Avis: el rey de Granada es ya uno de vuestros aliados mas sinceros; y el duque de Alencastre está dispuesto á entrar en esta liga, con tal que consintais en desposaros con su hija. Y para que vengais en conocimiento de lo adelantados que estan vuestros negocios, habeis de saber que en la misma corte de vuestro padre teneis un agente tan sagaz, que él solo basta para trastornar todo un imperio: el árabe Boa-Eddin, fingiéndose fugitivo de Granada, y de acuerdo con su rey, háse presentado en Santo Domingo de la Calzada, y regalado á vuestro padre unos borceguíes muy vistosos, que el incauto príncipe se apresuró a ponerse. Esta imprudencia le costará la vida: los borceguíes estaban emponzoñados, y su mortal veneno se ha inoculado en la masa de su sangre. Pronto se divulgará su fin, y entonces es la ocasion mas oportuna para que vos seais proclamado.

-Sí; pero ese regicidio me horroriza, repuso el huésped por un impulso natural y espontáneo de su corazon.

-Ninguno de nosotros tiene parte en ese crímen: su responsabilidad es tan solo de los sarracenos de África. Ademas que vos debeis de recordar los medios de que se valió don Enrique para subir al trono de las dos coronas: tal vez lo que ahora pasa en Santo Domingo no es mas que una consecuencia de las escenas de Montiel: la Providencia se anticipa en sus castigos...

-Estas palabras del judío no pudieron calmar los remordimientos del que acababa de escucharlas. Él aspiraba al trono de Castilla; es cierto que bebia los vientos por ceñirse una corona que, á pesar de su brillantez, podia llamarse de espinas; pero la sola idea de que para conseguirlo era preciso cometer un gran crímen, le desconcertaba. Sin embargo, pudo mas en esta ocasion, como en todas las que el hombre se deja arrebatar de sus pasiones, su amor á las grandezas de la tierra; y despues de algunos momentos de pansa preguntó nuevamente á su interlocutor:

-Y tan solo con los recursos que me indicas cuentan mis partidarios para proclamarme rey? yo creí que ya contábais con algunas tropas y castillos, y segun veo no hay hasta ahora mas que dinero y buenos deseos.

-Es preciso obrar con suma prudencia, y por lo mismo esperamos á la muerte de don Enrique para sobornar la guarnicion de las plazas, y proclamaros en un mismo dia. Tan solo para este objeto tiene reunidos Joseph Pico en Burgos mas de veinte mil ducados.

-Pues yo preferiria á todo eso quinientos caballeros y dos mil peones.

-Desengañaos; habiendo dinero hay soldados y castillos; ya sabeis lo que decia Filipo de Macedonia, «que no habia para él ninguna plaza inespugnable, con tal que tuviese una senda por donde pudiese subir á ella un macho cargado de oro.»

-A pesar de todo eso, es necesario que mañana marches á Burgos, y que te pongas de acuerdo con Joseph Pico acerca de lo que se ha de hacer. Llegó ya el momento en que es preciso que demostremos nuestra actividad y valor, arriesgando cuanto tenemos por todo lo que deseamos. Desde Burgos quisiera que pasases á Medina del Campo, y que favorecido por la esperiencia y consejos de Benjamin Artal, se me proclamase en aquella villa tan pronto como espirase mi padre don Enrique. En mis estados de Gijon ya está todo preparado para este dia: tan solo se esperan allí mis órdenes.

-Hace pocos dias, que disfrazado de mercader, he recorrido la mayor parte de los estados de Leon y Castilla hablando favorablemente de vos á los principales judíos. Todos me han ofrecido su influencia y sus tesoros; pero quieren, ademas de garantías para el porvenir, que sus nombres y personas permanezcan ocultas. Es tanto lo que ha padecido nuestra pobre nacion, que no estraño esta exigencia! Pero á pesar de todo, mañana emprenderé nuevamente este viaje para decirles que esten prontos, pues vos les concedeis lo que desean... No es verdad, señor?

-Si; pero diles que garantías no puede darles otras el hijo de un rey mas que su palabra: en cuanto á lo demas, estoy conforme.

-Creo que ellos lo esten pronto tambien.

-Segun eso, me retiro antes que en Pancorvo se note mi falta.

-Podeis hacerlo cuando gusteis; yo pasaré por allá á daros parte del aspecto que presentan vuestros negocios; y mientras tanto, si algo se os ofrece advertirme y no quereis molestaros en buscarme, podeis enviarme á vuestro confidente, que me hallará ó en Medina ó en Toledo.

-Eso mismo habia pensado, así como el recomendarte la mayor actividad y reserva.

Entonces el huésped llamó á su compañero, a quien mandó sacar los caballos.

Baruch se acercó á él, y dándole dos palmaditas en el hombro:

-Amós, Amós, le dijo, sé fiel al príncipe.

Y dentro de algunos instantes habian desaparecido por la orilla del rio.

Capítulo II
De como el rey don Juan fué coronado, y de las funciones que con este motivo se hicieron en Burgos.

Semejante á una madre desolada que inconsolablemente llora la temprana muerte de un tierno pequeñuelo, á quien alimentara con su propia sustancia, la desventurada España se lamentaba por la muerte de su buen rey don Enrique II. Recordábanse sus beneficios y mercedes; traíanse á la memoria sus vicisitudes y peligros; referíanse sus heroicidades y trabajos; y comparando su feliz reinado con el turbulento que se preparaba, no cesaban de maldecir á la muerte, que les arrebatara en flor el mejor de los reyes.

El aspecto que ofrecía entonces la hermosa herencia de Recaredo y San Fernando era en demasía triste y aflictivo. Recelábase que el duque de Alencastre no se propusiese por medio de estrangeras armas disputar los derechos de que se creía asistido por su muger doña Constanza; temíase que la nobleza, poco satisfecha con el testamento del último rey, no declarase la guerra desde sus góticos castillos; sospechábase que el Navarro no se aliase nuevamente con los ingleses para reparar sus recientes derrotas; y como si todo esto no fuera capaz de imponer al hombre mas esforzado, el bastardo don Alfonso se habia declarado en rebelion abierta tan pronto como espirara su padre don Enrique.

Todas las miradas, pues, se fijaban en el infante don Juan; pero este príncipe, que se encontraba en Tudela, ignoraba todavía el luto que cubria á Castilla.

El obispo de Sigüenza don Juan Manrique fué el encargado de cumplir el triste deber de comunicar al jóven infante tan triste noticia.

-Ojalá, señor, dijo estando ya en su presencia, que la muerte no hubiera respetado á las arrugas de mi frente ni á la blancura de mi cabeza; ojalá que no fuera yo el encargado de manifestar á vuestra grandeza cuánto padece en este dia nuestra amada patria por la gran pérdida que acaba de esperimentar! Pero al hombre, señor, al hombre mortal, á ese insecto de un dia, no le es dado penetrar en los arcanos de la Providencia para descubrir allí las causas porque al parecer perdona á príncipes impíos y castiga á reyes muy justos...

El infante se sobresaltó con este razonamiento del prelado; y revelándole su amante corazon su verdadero sentido.

-Por Cristo crucificado, lo interrumpe, decidme cuanto sepais acerca de mi padre.

-Vuestro padre, señor, vuestro padre está ahora con Dios en los cielos.

El jóven príncipe lanzó un grito; y un momento despues, estrechando en sus brazos al anciano obispo de Sigüenza, derramó sobre su pecho las lágrimas que el amor filial arrancaba de su corazon.

Luego que hubo pagado este tributo que el deber de hijo le imponia, y ordenado que se ofreciese el tremendo sacrificio de nuestros altares por el descanso eterno del que era objeto de su dolor, y cuando se disponia á regresar á sus estados para dar asiento en las cosas del reino, don Juan Manrique te presentó un pergamino cuidadosamente cerrado.

-Os entrego, señor, los últimos documentos y consejos que vuestro padre, próximo á espirar, me hizo escribir, con encargo de que os los entregara. Sus manos descarnadas, ya no podian elevarse al cielo, y su corazon aun estaba ocupado con la memoria de vuestra felicidad. Por lo mismo, señor, abrid y leed; y figuraos que la sombra de vuestro padre sale de las hediondeces del sepulcro y os repite todas las palabras que contiene.

El infante tomó el pergamino en sus manos con una especie de respeto que rayaba en veneracion, y abriéndolo leyó lo siguiente:

«Mi muerte, hijo querido, te coloca en el trono de Leon y Castilla. Las obligaciones que tienes que cumplir, si has de ser un rey bendecido por Dios y venerado por los hombres, son muy sagradas: su número es muy crecido; pero no permitiéndome mi estado presente recordártelas todas, únicamente te hablare de las principales. En el cisma que hoy aflige desgraciadamente á la cristiandad, no te inclines facilmente á ninguna de las partes: ama á Dios, honra y ampara su Iglesia, y aborrece el pecado de todo corazon; procura conservar la amistad y buena correspondencia con los reyes de Francia, de quien recibimos el remedio en nuestras necesidades; no descanses hasta haber conseguido la libertad de los infelices cristianos que gimen en las mazmorras de los infieles; pon un especial cuidado en la eleccion de tus criados y ministros, procurando que sean sabios y temerosos de Dios: desprecia y castiga á los lisonjeros de que suelen estar los palacios llenos; infórmate por ti mismo de las necesidades de tu pueblo, porque de otro modo te espones á ser engañado; si buscas la verdad, solo

la encontrarás en el Evangelio; los príncipes estan condenados á no oir mas que el error y la mentira; finalmente, tres raleas y suertes de gentes encontrarás en tus estados, los que siguieron mi parcialidad, los que al rey don Pedro, y los que permanecieron neutrales. Á los primeros conservarás las mercedes que les hice; pero no fies demasiado de su constancia: á los segundos puedes encargar cualquier destino, pues su consecuencia y lealtad al rey mi hermano es una garantía de que te serán leales: á los terceros debes de mantener en justicia, mas no les des encargo ni destino en el reino, porque estos mas cuidarán de sí mismos que del pro comun.

Esta lectura fué interrumpida muchas veces por los suspiros y lágrimas del nuevo rey; el cual, hincándose de rodillas, juró por Dios y por su Madre Santísima obedecer y cumplir la última voluntad de su padre.

Aquella misma tarde, acompañado del prelado y de algunas tropas de las que guarnecian por Castilla algunas plazas de Navarra, salió para sus estados, en donde hizo con verdadera pompa el enterramiento y honras de don Enrique.

Concluidos todos estos actos, en que sobresalió su piedad, su magnificencia y su amor filial, se trasladó á Burgos para satisfacer una de las necesidades de aquella época, que era la de su coronacion.

El dia designado para esta augusta ceremonia, ofrecia la antigua capital de Castilla un aspecto muy distinto de aquel en que se cubrió de luto por la muerte de su último rey. Habia preparadas muchas danzas, segun la costumbre del pais: hablábase de juegos de sortija, de torneos, justas y saraos: las casas estaban en su generalidad ricamente adornadas con preciosas colgaduras de Córdoba y, Sevilla: las posadas encontrábanse atestadas de forasteros que hablan acudido á la funcion; pero nada igualaba en riqueza y magnificencia á la iglesia del monasterio de Santa María la Real de Huelgas, en

que el jóven príncipe iba á ser coronado.

El suntuoso monumento que legara á la posteridad la piedad de Alfonso VIII, iba á presenciar aquel dia uno de los actos mas imponentes de las monarquías de la edad media. Sus paredes cubiertas de terciopelo, cuyo color se asemejaba al de la escarlata; los escudos de Leon y Castilla, alternando con los del real monasterio; los trofeos cogidos á los sarracenos en la memorable batalla de las Navas de Tolosa, adornaban sus espaciosas bóvedas; el trono que se elevaba al lado del Evangelio; y en una palabra, el ora y plata que lucía por todas partes, formaban un conjunto embelesador, y admirable.

A la hora de tercia, que era la designada, dejóse ver en el santuario el rey, la reina, los grandes y los prelados. La muchedumbre que llenaba sus espaciosas naves, enmudeció de admiracion al contemplar la agradable fisonomía de un príncipe de veinte y un años, y cuyas facciones nacaradas y rubia cabellera recordaban á Enrique el de las Mercedes.

Sentados los reyes en el trono, y despues de haber pronunciado el arzobispo don Pedro Tenorio las preces y oraciones de la Iglesia, descendió de las elevadas naves del templo un caballero que representaba al Apóstol Santiago, y colocó sobre las regias sienes de don Juan una riquísima corona, entregándole al paso el símbolo de su poder en un hermoso cetro de oro.

Despues de esta ceremonia, que por lo nueva llamó la atencion, armó el rey caballeros á cien jóvenes de la primera nobleza, y con el mismo acompañamiento que hasta allí habia traido, se retiró á su buena ciudad de Burgos.

En la tarde de aquel mismo dia tuvieron lugar las justas y torneos anunciados: quebráronse mil lanzas, que en multiplicadas astillas volaron por los aires: mas de un caballero quedó estropeado, y su caballo inservible; y como si todo esto fuera poco para llenar de envidia á los vencidos, la reina del torneo concedió en el acto sus premios á los vencedores.

Estos, que eran hijos de Pero Lopez de Ayala, aquel caballero que llevó en la desgraciada batalla de Nájera el pendon de don Enrique, pavoneábanse en sus briosos corceles, como desafiando á todos los caballeros que encerraba el palenque. Nadie queria medir sus fuerzas con ellos; porque cuantos lo habian intentado, tuvieron que medir el suelo en presencia de un pueblo numeroso y una corte engalanada. Su triunfo hubiera sido completo, si cerca del anochecer no entrase en el palenque un caballero desconocido. Montaba un caballo de hermosa estampa: en su bruñido casco reflejaban los últimos rayos del sol, y ondeaban unas verdes plumas en forma de penacho: llevaba calada la visera, y en su escudo, que tambien era verde, este significativo lema: Constante en la adversidad.

Todas las miradas de los circunstantes se fijaron en un personage tan singular, y su admiracion se aumentó, cuando acercándose á los dos hermanos, les propuso que le dispensasen el honor de salir á quebrar una lanza con él. La respuesta, para quien tenia por honor el orgullo, no se hizo esperar mucho tiempo.

-Pero ha de ser con una condicion, repuso el desconocido; que el vencido se ha de ver obligado á confesar que no hay dama mas hermosa en la ciudad de Burgos, que la encantadora Abigail.

-La hija de Joseph Pico? preguntaron simultáneamente los sostenedores del campo.

-La misma! respondió friamente el de las armas verdes.

-Estraña pretension, vive Cristo! dijo el mayor de los hermanos dirigiéndose al otro: no es la mayor ridiculez y desacato posponer la hermosura de tanta dama cristiana á la de una judía? Cualquiera de nosotros le probará lo contrario...

-No esperaba menos de vuestra caballerosidad.

Y al mismo tiempo que esto decia el de las armas verdes, se situaba en medio del palenque.

-Vamos allá, dijo entonces el menor de sus adversarios, colocándose convenientemente.

-No quiero quitarte la escasa gloria de vencer á un caballero de los caminos reales, le gritó el otro desde un ángulo de la estacada.

Semejantes insultos aumentaron en el desconocido el deseo de vencer y de abatir tanta petulancia y orgullo, pero conociendo en aquel momento, acaso por primera vez, cuanto debia á la prudencia, ni un gesto, ni una palabra se le escapó que pudiera manifestar su indignacion. Contentóse con su lanza, y viendo á su contrario tendido en su corcel y marchar hácia él con la intencion mas decidida, vuela á su encuentro ahorrándole la mitad del camino.

El choque fué violento, y pudiera muy bien ser terrible para alguno de los dos, si el valor y las fuerzas no fueran iguales. Volvieron á arremeterse con la misma violencia, y esta vez ambos caballeros se banvolearon en sus sillas. El joven contendiente espumaba de corage, y su contrario no estaba menos enfurecido por no poder vencer á su adversario. Ya no luchaba por la hermosura de su judía, pues solo su propio honor le tenia en la plaza.

No obstante, era necesario que alguno de los dos quedase vencedor; porque de otro modo cada uno de por sí se reputaria vencido. Hicieron, pues, el último esfuerzo, y el caballero de las armas verdes, despues de romper en dos pedazos la lanza de su competidor, pudo arrancarle de la silla, y precipitarle debajo de su caballo.

Mil aplausos resonaron en todo el palenque; pero el hermano del vencido, luego que hubo volado á su socorro y asegurádose que no tenia que lamentar su muerte, dijo en alta voz:

-Todavía no se puede decir que ha vencido: aun va á medir conmigo sus fuerzas y sus armas.

Esta segunda lucha fué mas reñida si cabe que la primera; y por ahorrar al lector el fastidio de leer su descripcion, y á mí el trabajo de escribirla, me permitirá que tan solamente le diga que tambien en ella salió airoso el sostenedor, de la hermosura de Abigail; y que favorecido por las sombras, que ya empezaban á reemplazar á la luz, y por la muchedumbre, que por todas partes se apiñaba, salió del palenque, casi sin ser visto, cuando todos se esforzaban por conseguirlo.

No se habló en aquella noche y al dia siguiente en toda la ciudad de otra cosa, mas que del combate singular que habla tenido lugar la víspera: todos se deshacian en conjeturas acerca de la calidad del que abatió el orgullo de los hijos de Pero Lopez de Ayala: todos ardian en deseos de conocerle, ya que tanto lo admiraban: el mismo rey participaba del deseo de su pueblo; y lo que mas aplaudia en el desconocido, no era precisamente su valor y su fuerza, sino el empeño de ocultarse á las miradas de la multitud, despues de un triunfo tan señalado sobre los que eligiera por sus adversarios.

Para satisfacer su curiosidad, ocurriósele mandar á llamar á Joseph Pico; porque era regular que le conociese, ya que en tan buen lugar pretendió dejar la hermosura de su hija.

El criado que llevó este encargo, encontró al judío hojeando en unos grandes libros de vitela, en que llevaba asentadas no solo las cantidades que prestaba á los ricos-homes á un interés escesivo, sino tambien las que para atender á las necesidades del rey, de quien era tesorero, adelantaba.

-Qué me querrá S. A.? preguntó al mensagero real.

-Qué sé yo! -os parece que á ninguno de nosotros dice lo que piensa?

-Ya veo... Acaso pensará en declarar la guerra al inglés ó al navarro, y necesitará dinero para levantar tropas. Si supiera S. A. cuánto me cuesta reunir mil ducados!...

Estas palabras las pronunció al tiempo de quitarse los anteojos, de cerrar sus libros y de disponerse para ir al real palacio. Pronto allí le veremos, si el lector tiene paciencia para seguirnos.

Capítulo III
De como el tesorero formó mal juicio de don Juan el pueblo lo formó de este.

En todo pensaba Joseph Pico, menos en el verdadero motivo de la orden que acababa de recibir del rey. Aunque tenia bastante confianza en su bondad, siempre que era llamado á su presencia obedecia temblando. Y en verdad que si tenia en cuenta los grandes enemigos que su religion y destino le ocasionaban, le sobraba razon para vivir sobresaltado. Demas de esto su conciencia no estaba tranquila: no siempre habia sido fiel al príncipe: los medios de que se valia para allegar dinero eran los mas reprobados: prestaba á usuras escandalosas, con las que había empobrecido á muchos grandes: sus mismos correligionarios le odiaban, porque ambicionaban sus tesoros; y como si todo esto no fuera bastante, la hermosura de Abigail le inspiraba serios cuidados. A todas horas creía encontrarse sin esta hija, que había tenido en una de sus mugeres mas queridas, y el temor de perderla le hacia guardarla como una riquísima joya.

Rodeado de sus cuidados, y sin que le abandonasen ni un momento sus temores, llegó á la morada real, y aquí se aumentaron sus sobresaltos, cuando oyó decir al príncipe:

-Grande debe de ser la hermosura de tu hija, pues se baten por ella denodados campeones.

-Señor, no tanta como tal vez han hecho creer á V. A.: es cierto que la fama dice que es incomparable; pero si ella dejase un dia su retiro, se convencerian todos los que la viesen que no era digna de llamar la atencion de un rey tan poderoso como el de Castilla.

-Tanto la desprecias!

-Jamás el amor de padre me quitó el conocimiento de sus faltas.

El rey conoció que su tesorero tenia mas habilidad para reunir caudales, que para ocultar los bienes que poseía, puesto que su empeño en disminuir la belleza de Abigail, la aumentaba. Pero como don Juan no estaba dominado por ninguna pasion vergonzosa, y sus deseos solo se reducian á conocer al vencedor de los hijos de Ayala, se valió de las mismas palabras del judío para conseguir su objeto.

-Pues un caballero, repuso, que prevalido de su destreza y de la fuerza de su brazo, se empeña en probar que no hay hermosura como la de tu hija, merece ser castigado. Ya ves que este es un desacato hecho á las damas de Burgos, en cuyo número entra también la reina doña Leonor, por mas que se diga que su elevada clase la exime de esta cuenta. Yo necesito saber quién es ese osado, ese atrevido, qué hace en mi corte, y adónde se dirige. Tú le conoces, sabes quién es, y no necesito advertirte que á los reyes es un gran crímen ocultarles la verdad.

Como Joseph Pico tenia tantos motivos para temer al hijo de don Enrique, se estremeció de pies á cabeza al oirle espresarse de este modo: creyó oir el fallo que le condenaba á la última pena: figurábasele que estaba ya en manos del verdugo, y que sus tesoros le eran arrebatados; pero reponiéndose algun tanto de aquella fatal impresion:

-Señor, respondió temblando todavía, cuán sensible no es al tesorero del rey don Juan el no poder complacer á su soberano! el caballero por quien V. A. me pregunta, ni sé quién es, ni su nombre ha llegado jamás á mi noticia. Es cierto que ayer, ya despues de haber anochecido, me dijeron que un desconocido habia en el palenque proclamado la hermosura de mi hija, y aun me añadieron que saliera vencedor en su ridícula é injusta pretension; pero yo, que no me mezclo mas que en aquellos negocios que debo á la confianza de V. A., proseguí mis tareas y no hice caso.

-Con que es cierto que no le conoces?

-Señor, os lo juro por el sagrado Talmud.

-Y ni aun siquiera sospechas en quién sea?

-Tampoco os podré responder: acaso algun loco, que así como se empeñó en romper lanzas por mi hija, pudo haberse empeñado en probar que Burgos era superior á la gran ciudad de Roma.

Estas respuestas no tranquilizaban al príncipe: creía que algun secreto perjudicial á su corona le ocultaba el judío; porque don Juan, así como todos los que se encuentran rodeados de enemigos, desconfiaba tambien de todos, y la circunstancia mas insignificante le infundia recelos. Echando, pues, sobre su tesorero una mirada escudriñadora:

-Vete en paz, le dijo; pero desgraciado de tí si llego á saber que ine has engañado.

Al dia siguiente, divulgóse por la ciudad de Burgos que Joseph Pico habia sido asesinado en su propia casa, y que su hija y sus tesoros habian desaparecido.

Las gentes se deshacian en conjeturas acerca de los verdaderos autores de este crímen: nombrábanse personas: designábanse circunstancias que hacian mas abominable su trágico fin: la maledicencia no perdonaba al rey; y lo que al parecer confirmaba tan fatal sospecha, era que el ejecutor del desgraciado hebreo se supo que habia sido el verdugo.

Mientras tanto llega la noche de este dia en que tal inconsideradamente se habia hablado por algunos de la augusta y sagrada persona del rey, y con ella un personage que acababa de apearse de una soberbia mula en que iba caballero, á las puertas de la morada real. Al momento se hace anunciar por el Abad de Herrera; y este nombre, ya muy conocido en aquellas regiones, le franquea todas las

uertas.

El príncipe encontrábase entregado á los graves negocios de su reino: acababa de recibir noticias muy alarmantes de algunos pueblos de Asturias: temia á los partidarios, que aun quedaban en sus estados, de los hijos de don Pedro; pero el enemigo que como mas poderoso, mas le sobresaltaba, era don Juan, duque de Alencastre.

El hijo de don Enrique, fiel imitador de la conducta de su padre, estaba ocupado en la formacion de un vastísimo plan de campaña, basado en una alianza con la Francia. Parecíale que, teniendo por amiga á esta poderosa nacion, inutilizaria todos los esfuerzos de los ingleses. A la verdad, las dos naciones necesitaban la una de la otra, si habian de repeler sus agresiones.

-Señor, si me es lícito acercarme á V. A., dijo el Abad al tiempo de penetrar en la real cámara, le haré revelaciones tan importantes, que no solo le seran útiles para sí, sino tambien para los pueblos que le estan encomendados.

El príncipe, soltando la pluma con la que acababa de dar la última mano á su trabajo, respondió:

-Vuestra paternidad puede hablar ya, pues le escucharé con gusto.

-Ayer por la mañana, ya bastante entrado el dia, fuí avisado por uno de mis monges de una desgracia que acababa de suceder en las inmediaciones del monasterio: un caballero que se dirigia velozmente por la márgen opuesta del Ebro, acababa de ser precipitado en el seno de sus aguas por el fogoso caballo que montaba. Todos vuestros esfuerzos para salvar aquel infeliz fueron ineficaces: la corriente le arrebató bien presto, y solo despues de mucho tiempo y trabajo pudimos apoderarnos de su cadáver. Antes de proceder á darle tierra, mandé que fuese registrado, con el objeto de ver si se le encontraba algun documento que nos demostrase si era cristiano. Ni un rosario, ni una cruz siquiera se le encontró que indicase que su alma estaba regenerada por las salutíferas aguas del Bautisino. Pero en cambio de todo esto, llamó nuestra atencion una pequeña caja de plata, que contenia una carta. Abríla para leerla, y mis dudas se aumentaron al verla escrita en hebreo. Desconocida para mí esta lengua, mandé que fuese trasladada á nuestro idioma por uno de los monges de la casa muy impuesto en las lenguas orientales. Al cabo de algunas horas me entregó su traduccion, y su contenido me horrorizó.

-La trae vuestra paternidad consigo? preguntó el rey lleno de ansiedad.

-Sí, señor: con este objeto monté inmediatamente en la mula mas andadora del monasterio.

-Pues quiero leerla.

-Aquí la tiene V. A., unida á su original.

Y despues que el Abad hubo entregado al augusto hijo de don Enrique aquellos pergaminos, leyó lo siguiente:

«Esperamos nuevamente vuestras órdenes para cumplirlas, pues el mensagero que os enviamos os hará saber que el traidor Joseph Pico acaba de pagar con la vida su vil apostasía. Él apreció mas los favores de un rey que vuestros intereses y el acrecentamiento de Israel; pero bien pronto la venganza sucedió al delito. Su hija y sus tesoros estan ya en nuestro poder, y con ellos pensamos haceros un presente que sea digno del que se declaró nuestro protector. Hasta ahora poco ha adelantado la seduccion; pero esperamos de un momento á otro al árabe Boa-Eddin, con cuyo auxilio la concluiremos. Israel os saluda y pide á su Dios os libre de vuestros enemigos.»

-Qué os parece, señor?

-Me parece que conspiran contra mí todos los judíos de España, respondió el rey apenas vuelto de la sorpresa que le causara la lectura de aquellos documentos.

-Y una parte de esos mismos judíos, acaso la mas bulliciosa é inquieta, repuso el Abad, debe de encontrarse entre nosotros.

-Sí, porque es de presumir que la carta está escrita en Burgos.

-Así debemos creerlo, por mas que en ella hayan evitado cuidadosamente la firma y la fecha.

-Y qué os parece que debemos de hacer en este trance?

-Señor, obrar con presteza.

-Y por dónde empezaria vuestra paternidad, si ocupase mi lugar?

-Asegurado de la lealtad de las tropas que guarnecen las plazas, y con especialidad de sus alcaides, me apoderaria inmediatamente de los judíos mas principales, encerrándolos en parage seguro; y luego que llegase á esta ciudad ese árabe, que, segun se dice de público, envenenó á vuestro padre, usando de todo género de artificios, lo haria declarar cuanto supiese de la conjuracion que recelamos.

-Y si él se obstinase en callar?

-Ah, señor! desengáñese V. A., no hay labios que se cierren en el tormento.

-Y si en vez de descubrir á sus cómplices, imputaba sus perfidias á mis vasallos mas leales?

-En este caso despreciaria sus revelaciones, y solo atenderia á los antecedentes de las personas calumniadas. Pero si, por el contrario, nombrase á esa gente perversa que con sus dilapidaciones tiene empobrecido el reino, entonces haria en ella una justicia completa.

-No desprecio los consejos de vuestra parternidad, antes me propongo seguirlos; y supuesto que solo el amor é interés que le inspira mi causa le hizo abandonar su soledad de Herrera, quiero que por ahora continúe en mi corte: tal vez antes de pocos dias me vea cercado de peligros, y necesito de sus luces para librarme de ellos.

-Yo prometo, señor, á V. A. dedicarme por todo el tienipo que fuese necesario á su servicio. De este modo sirvo tambien á Dios, porque sirvo al que es su sombra en la tierra.

El Abad se retiró á descansar de su largo camino, y el rey don Juan se entregó nuevamente á sus profundas meditaciones.

Capítulo IV
Del modo que tenía don Juan de vengarse, y del premio que reservaba á los traidores.

Cuando estas cosas pasaban en Burgos,un simulacro de coronación tenia lugar en uno de los puertos del mar cantábrico: el bastardo don Alfonso hacíase coronar y aclamar, por el rey de Castilla, en la iglesia mayor de su Pequeña Villa de Gijon. Es cierto que allí no habia la riqueza ni magnificencia que en el monasterio de las Huelgas, ni el considerable número de grandes y prelados, ni aquella inmensa multitud ávida de saludar al nuevo soberano, ni un arzobispo tan respetable como don Pedro Tenorio; pero en lugar de todo esto, encontrábanse allí algunos descontentos, que llenos de locas esperanzas, pensaban medrar con las revueltas.

No fatigaré el ánimo del lector refiriéndole todo cuanto pasó en esta vana ceremonia; pero me permitirá que solamente le diga que el bastardo tomó de encima el altar las insignias de la dignidad a que aspiraba, haciéndose aclamar y jurar por rey de Castilla y Leon. Los que presentes estaban, cuyo escaso número apenas llegaba á dos mil, salieron voceando á la plaza, y en ella, desplegando los pendones reales, gritaron: Castilla, Castilla por el rey don Alfonso!

Sus voces no encontraron eco en la multitud; perdiéronse en los montes de la Auseva, todavía humeantes con la sangre de los héroes de Covadonga. No se descuidó por lo tanto aquella rebelion infame: aumentó las fortificaciones de la villa, y apeló á la seduccion y al soborno. Pero tampoco en este terreno fué mas feliz, porque los pueblos la rechazaban de sí con dureza, negándole su apoyo, y despreciando sus falsos principios. Vióse entonces lo que valen aquellas causas que no se apoyan en las creencias y tradiciones de una nación; las que despues de conmover los ánimos y cubrir de luto la tierra, mueren asesinadas por el ridículo. De este modo, aunque algunos pueblos como Oviedo y otros de menos importancia fueron forzados á seguir el ejemplo de Gijon, bien pronto abrieron sus puertas al Adelantado Pero Ruiz Sarmiento, al aproximarse con sus tropas, que conducia desde las estremidades de Galicia.

Restaba aun el último baluarte en que se apoyaban las injustas pretensiones del conde. Su posicion particular, y el desesperado valor de sus defensores, eran un obstáculo que tenia bastante de insuperable. Ruiz Sarmiento fijó sus cuarteles al Oriente del pueblo, y despues de ofrecer á don Alfonso el perdon en nombre de su augusto hermano si se rendía, viéndose despreciado, trató de tomar la villa á toda costa. Mas de ochocientos hombres cubiertos con sus escudos se acercaron á sus muros, y al mismo tiempo que unos pugnaban por destruirlos, otros trataban de escalarlos. El bastardo los esperaba rodeado de la muerte y de todos sus furores: comunica sus órdenes, y en un instante empiezan á llover sobre los espugnadores piedras, bigas, flechas, y un fuego parecido al que usaban los griegos. El Adelantado de Galicia, por no ver perecer inútilmente á sus soldados, dió la orden de retirada; y en un segundo asalto, mas desgraciado aun que el prirnero, conoció que era imposible rendir la plaza de Gijon, ínterin que careciese de máquinas de guerra y de una armada que completase el bloqueo.

Por el momento tan imposible le era lo uno como lo otro:

-En cuanto nos convengamos.

-Pues proponed los medios.

-Mandad que se me cuenten doscientos mil maravedís, y en seguida os entrego á Gijon y al conde.

-Ah! ese es el precio de las dos alhajas que me vendeis?...

-Claro es que sí; porque de otro modo mejor me estaba sin dar este paso.

-Pero veamos con qué poderes contais para vendérmelas.

-Con los mismos que me dió don Alfonso...

-Cada vez os entiendo menos.

-Pues escuchad: cuando me presenté á ofrecer mis servicios al conde, seducido por mi valor, de que ya entonces tenia noticias, me confió el mando y custodia de una de las principales torres del castillo. Yo fuí el que mas se distinguió en todas las refriegas que han tenido lugar en este memorable sitio, y si no es por mí, lo confieso ingenuamente, en el último asalto que dísteis, hubiera caido en vuestro poder la plaza y el conde don Alfonso. Los elogios que este entonces me prodigó, redundaron si se quiere en perjuicio mio; porque mil envidiosos empezaron á decir por todas partes que yo era indigno de los favores que se me dispensaba, no solo por ser estrangero, sino tambien porque habia muchos que me escedian en valor. Añadian que yo estaba vendido á los sitiadores, y que por esta causa no hablan quedado completamente vencidos en el último asalto. Al fin, dijeron tantas y tales cosas, que don Alfonso empieza á mirarme con desconfiancia. Ya no soy para él el soldado mas valiente de su ejército; ya la opinion de mis adversarios prevalece en los consejos sobre la mia; y al paso que vamos, tomo mucho que no me quiten el mando de la torre, y por premio de mis servicios no me carguen de cadenas. Antes de que este caso llegue quiero adelantarme á todos sus proyectos, y aunque tengan motivo para decir que sus juicios no eran infundados, poneros en posesion de la plaza. La maniobra para conseguirlo es bastante fácil. Yo mismo me comprometo á echar dos escaleras de cuero, por donde deben de subir vuestros soldados; y hechos de este modo dueños de la torre, conducirlos al palacio de don Alfonso para que de él se apoderen. Ya veis que lo que os propongo merece que lo tomeis en consideracion, pues conseguís en una noche lo que tal vez no conseguiríais nunca.

La alegría brilló en mas de una ocasion en los Ojos del Adelantado durante la relacion del portugués; y aunque odiaba la traicion, no podia desentenderse de la alegre idea de ser dueño de la plaza y de la persona del bastardo, en el escaso tiempo de una noche. Pero como era demasiado prudente, temia que le armasen alguna zalagarda; y así, en vez de acordar definitivamente lo que se debia de hacer, despues de prometer al estrangero los doscientos mil maravedís por la causa que habia jurado defender:

-Está bien, le dijo, me gusta vuestro plan; pero quiero que me asegureis su cumplimiento, y que volvais mañana á esta misma hora.

-Mañana volveré y os satisfaré completamente: mientras tanto prudencia y reserva.

-Yo queria encargaros lo mismo.

Llegada la noche del siguiente día, Amaranto no se hizo esperar mucho tiempo: á la hora convenida entró en la tienda de Ruiz Sarmiento, acompañado de un jóven de diez y seis años.

-Vengo, le dijo con la voz algo alterada, á cumpliros mi palabra: este jóven que veis conmigo es mi hijo, y quedará en rehenes hasta tanto que el estandarte de don Juan no tremole sobre los muros de Gijon. Cuando un padre se desprende de lo que mas ama, creo que puede creerse que tiene firme intencion de cumplir su palabra.

El muchacho empezó entonces á derramar tiernas lágrimas, y el corazon del portugués, que no debía de estar del todo endurecido, hubo de comprimirse tambien, pues le costó trabajo el decirle que confiase en la caballerosidad del Adelantado, y que su separacion sería muy corta.

Ruiz Sarmiento confirmó esto mismo, dirigiendo al jóven algunas palabras de consuelo.

-Solo resta ahora que acordemos, dijo el estrangero al Adelantado, en qué noche debeis de enviar vuestros soldados á la torre.

-Pues qué, no puede ser ahora?

-Me parece demasiado espuesto: la noche está bastante clara, y no tendria nada de estraño el que fuesen descubiertos por los centinelas. No es lo mismo un hombre solo, porque facilmente se oculta. Yo creo que debemos esperar á que sobrevenga una noche muy oscura, para dar con seguridad el golpe que meditamos.

Estas palabras eran capaces por sí solas de destruir cualquier sospecha que aun pudiese abrigar el gafe de los sitiadores; pero á pesar de todo, aun quiso aclarar una duda, hija de su escesiva suspicacia.

-Está bien cuanto me decís, repuso Ruiz Sarmiento; pero vos, que habeis incurrido en la desgracia de vuestros compañeros, no temeis que por la ausencia de vuestro hijo vengan en conocimiento de lo que tratais conmigo, y os cuelguen de una almena?

-Ya está previsto y remediado ese inconveniente: ayer hice correr la voz que mi hijo habia muerto, y el cadáver de un prisionero que acababa de morir en mi casa, hizo correr esta mentira disfrazada de verdad.

El Adelantado se dió por satisfecho, y despues de convenir en la hora y en el número de soldados que habia de admitir Amarante en su torre, se despidieron para volverse á ver muy en breve dentro del mismo alcázar de Gijon.

La noche que esperaban llegó al fin con sus densas tinieblas, y como si ellos tuviesen á su disposicion los elementos, la lluvia, que caía á torrentes, y el trueno, que espantaba con sus detonaciones, vinieron en auxilio de su empresa. Ya estaba Ruiz Sarmiento al pie de la torre con cincuenta hombres escogidos entre los mas valientes; ya se disponia á poner el pie en la escalera de cuero, cuando Amarante recibia una visita, la mas desagradable que podia esperar. Don Alfonso, acompañado de algunos de los suyos, andaba inspeccionando las torres, y acababa de llegar á la suya para saber si las centinelas estaban vigilantes. El estrangero le recibió con falsa alegría, y el bastardo marchó complacido al encontrarle tan vigilante.

Mientras tanto iba pasando la noche, y el Adelantado empezaba á temer seriamente alguna perfidia, cuando Amarante, que ya habia separado con astucia una centinela, hizo una señal, que fué contestada con alegría. por los que esperaban abajo. Al punto empezaron á subir con el mayor silencio, y en cuanto estuvieron reunidos, se apoderaron de los soldados, que dormian tranquilamente. Pasaron con igual objeto á otra torre inmediata; pero quiso su desgracia que fuesen sentidos y rechazados entre las voces de alarma y de traicion, que de almena en almena se propagaron con la mayor rapidez. En tal conflicto, el portugués queria que los sitiadores se dirigiesen al palacio de don Alfonso, porque decia que era muy natural que al oir la confusion y ruido que andaba por las calles, saliese á ponerse al frente de sus soldados; pero el Adelantado, mas cauteloso, mandó que se dirigiesen á una de las puertas que caía por allí cerca. Esta determinacion le salvó; porque hecho dueño á viva fuerza de una de las entradas principales de la plaza, la franqueó al grueso de sus tropas, que entraron en ella sin dilacion. Nada habia que pudiese oponerse á su paso, en vista del desorden en que se encontraban sus enemigos. Pero Ruiz Sarmiento, ahora que ya no tenia los motivos para no seguir el consejo del estrangero, pues contaba con fuerzas muy superiores á las que guarnecian á la villa, se dirigió al mismo palacio del bastardo. Su ánimo era apoderarse de su persona, porque solo así su triunfo podia ser completo; rrias tanibien por entonces quedaron frustrados sus deseos. Don Alfonso, á quien dominó el temor desde los primeros instantes de la sorpresa, acababa de encastillarse en su alcázar, en donde conservaba sus inmensas riquezas. Y el Adelantado de Galicia, cuyas victorias eran debidas mas bien á su constancia que a su pericia militar, tampoco desmayó en vista de este nuevo contratiempo. Mandó circunvalar aquel último atrincheramiento de la rebelion, bien seguro de que no tardaria en rendírsele.

Sus cálculos eran bien fundados: el bastardo solo podia al dia siguiente ofrecer á los pocos soldados que lo rodeaban el oro y plata que habia recibido de los judíos de España; porque las escasas vituallas, que no tuviera la precaucion de aumentar, habíanse ya acabado. En tal conflicto quiso escitar la codicia de su enemigo como si fuera tan fácil hacer faltar á un capitan ilustre al mas sagrado de sus deberes. Envióle con este objeto á su despensero mayor, el que de su parte le ofrecia treinta mil ducados en cambio de su libertad. Su lenguaje ya no era firme ni altanero; ya no se parecia al que dictaba leyes é imponia condiciones, sino al del esclavo que besa el látigo con que le azota su señor. El mismo Adelantado se ruborizó con tanta bajeza, no estrañando ya que se hubiese aliado con una gente tan perdida como los hebreos españoles. Y queriendo despachar al enviado con una repulsa merecida:

-Desprecio sus riquezas, le dijo, y solo deseo acabar cuanto antes con los enemigos de mi rey. Si don Alfonso fuera verdadero príncipe, hubiera escaseado sus insultos al comenzar el sitio, y ahora economizaria proposiciones y suplicas que le degradan. Decidle de mi parte que en vano se resiste y reputa por suyo lo que de ningun modo le pertenece. Dios, que se burla de los proyectos insanos de los hombres, ha destruido los suyos tambien, y quiere entregarle al poder de ese hermano á quien tanto ha ofendido. No se os olvide advertirle que cuanto mas prolongue esta lucha que engendró su desmedida ambicion, mayor será su responsabilidad y castigo.

Cuando un poco despues se tuvo en el alcázar conocimiento de estas palabras, todos los que le guarnecian eran de opinion de entregarse, sin condiciones, confiando en la bondad del vencedor. Solo don Alfonso, á quien mas habian herido, era de parecer contrario. Habia vuelto su corazon á ser dominado por las furiosas pasiones que le esclavizaran la mayor parte de su vida: no podia comprender cómo despues que le ponderaran tanto las fuerzas y recursos de sus partidarios, se encontraba en una situacion tan dificil; y como carecia de aquella resignacion cristiana que dulcifica todos los trabajos de la vida, se abandonaba por momentos á la desesperacion. Tal vez pensaba en arrojarse desde las elevadas almenas de una torre á las espumosas olas del mar, cuando se vió rodeado por los soldados de Pero Ruiz Sarmiento.

-Traicion! gritó con una voz atronadora, al mismo tiempo que desnudando su espada quiere herir á los que le rodean.

-Príncipe don Alfonso, le dice el Adelantado desenvainando la suya y colocándose frente á él, vos sois el único que resta por rendir: la rebelion solo está ahora reconcentrada en vuestro pecho, y si quereis ser del número de los vencedores, así como nosotros hemos vencido á vuestros soldados, venceos á vos mismo.

Al oir esta intimacion que de algun modo le halagaba, preguntó con los ojos arrasados en lágrimas:

-Con que ya no hay remedio?

-Confiad siempre en la piedad de vuestro hermano.

-Ah! todos me han sido traidores! esclamó con acento dolorido, dejando caer su cabeza sobre el pecho.

-Todos, no: los que nos han abierto las puertas del alcázar, lo hicieron bien convencidos de que ya toda resistencia no solo era inútil, sino que agravaba vuestra misma situacion.

Hubo algunos momentos de silencio, en los cuales es de suponer que se esforzó por conformarse con su dura suerte; pues suspirando profundamente, entregó su espada al Adelantado.

-No, permitid, repuso este sin querer admitírsela: á los príncipes jamás se les quita la espada.

A pesar de estas finezas, don Alfonso temia con razon que su hermano le habia de castigar ejemplarmente, fuera mas que por imponer á los descontentos de su reino. Por esto temia que llegase el momento de comparecer en su presencia; y cuando en Burgos se le presentó Ruiz Sarmiento, el príncipe prisionero no pudo disimular su turbacion y temor.

«Pluguiese á Dios, Alfonso, le dijo entonces don Juan, que yo no tuviese que reprender en vos mas que vuestras antiguas liviandades. Pero como si no fuese poco haber acibarado la vida de nuestro buen padre, habeis sembrado de disgustos los primeros días de nuestro reinado. Qué os propusísteis al declararos en rebelion abierta contra los sagrados derechos que Dios me concedió al nacer? cuál era vuestro pensamiento al dispensar vuestra proteccion á una raza impía, todavia manchada con la sangre de la augusta víctima que su maldad inmoló en el Calvario? adónde ibais por ese camino de perdicion, que con tan mal consejo emprendísteis, cuando nuestras lágrimas eran un testimonio del dolor que desgarraba nuestro corazon? y finalmente, qué derechos, qué contrato particular podíais invocar para disputarme la corona? No sois vos un bastardo, y por este solo hecho escluido del trono? Dirásme que tambien nuestro padre don Enrique lo era, y que esto no impidió el que se alzase por rey de Castilla; pero prescindiendo de que su derecho era mejor que el de su hermano, por descender de Fernando el desheredado, don Pedro era mi rey maldecido de Dios, excomulgado por su Vicario, y execrado por todos los hombres. Él solo, si le hubiesen dejado tiempo, concluye con la poblacion de sus estados. Aun está fresca la sangre por él derramada: aun las torres y calabozos resuenan con los lamentos de sus víctimas: aun gime el huérfano en triste desamparo y la viuda en amarga soledad; y aun la España, en fin, está horrorizada con la memoria de sus crímenes. No seré yo el que defienda la horrible catástrofe de Montiel: los reyes son la imágen de Dios en la tierra, y solo Él puede juzgarlos. Pero lo que sí puedo asegurar es, que habiéndose hecho don Pedro indigno de reinar, solo don Enrique le podia suceder. Por lo mismo, Alfonso, conoce que has faltado á tus primeros deberes rebelándote contra tu rey y señor natural. El castigo á que te hiciste acreedor, no hay para qué ponderarlo: tú lo conoces. Sabes muy bien que el verdugo ha descargado su hacha sobre cabezas mas inocentes que las tuya, y que defensores de causas mas nobles que la que tu que tú has defendido, han visto pasar los alegres dias de su juventud desde las lobregueces de una mazmorra. Tu vida y tu libertad encuéntranse ahora en mis manos. Para satisfacer, pues, á la magestad real ofendida en mi persona debo enviarte al cadalso ó sepultarte para siempre en una oscura prision. Pero como á la cualidad de rey reuno la de ser tu hermano, yo te perdono, conde de Gijon. Quiero que desde ahora regreses á tus estados, y que, unido á esa amable princesa, á quien has hecho con tus devaneos desgraciada, seas mas feliz reprimiendo tus pasiones, que yo sentado en este trono, cuyos resplandeceres te han deslumbrado.

El bastardo, sin responder ni una sola palabra á tantas como le acaba de dirigir a su hermano, se puso sin dilacion en marcha para sus estados de Asturias. Y en la ciudad de Burgos no se hablaba al otro dia de mas que de la venganza del rey. Los pareceres, como siempre acontece en casos semejantes eran muy encontrados. Decíase por tinos que don Juan habia temido á los partidarios del conde: por otros que se habia dejado ablandar por una gruesa suma que este lo entregó: quién habia que se atrevia á asegurar que solo le perdonara por adquirir gran renombre y loa: no faltaba tambien quien dijese que todo aquello no eran mas que repiquetes de broquel, para tener un pretesto de perseguir á los miserables judíos. Pero el hijo de don Enrique, al tener noticia de toda esta baraunda, se contentó con encargar al tiempo que vindicase su memoria.

No se dió por satisfecho Amarante con los doscientos mil maravedís que ya le entregara el Adelantado, antes por el contrario, presentándose al rey en Burgos con el pretesto de felicitarle por haber en gran parte tranquilizado el reino, le pidió, despues de haber encarecido estraordinariamente sus servicios, mayores recorupensas. Mas don Juan, que debia de odiar á los traidores de todo corazon, despues de haberse esforzado por ocultar la indigriacion que su discurso le causara:

-Cuando yo trate, le dijo, de entregar al duque de Alencastre ó al maestre de Avis alguna de mis plazas, procuraré entonces nombrarte gobernador de ella.

Amarante comprendió cuanto lo queria decir el rey, y sin poder quejarse del premio reservado á los traidores, abandonó bien pronto las tierras de Castilla.

Capítulo V
De los medios que se propusieron por entonces para acabar con el rey.

La noche en que el Abad de Herrera conferenciaba con el rey, estaba demasiado oscura: sus densas tinieblas favorecian los planes de los conjurados, cuya existencia probaba la carta encontrada en las orillas del Ebro, y merced á una ocasion tan deseada siempre por los que conspiran, dirigíanse por distintos caminos á una casa situada hácia el fin de una calle de la ciudad de Burgos mas de treinta descontentos. Su fin era acordar los medios de destruir el trono y el poder del hijo de don Enrique: para esto les sobraba dinero y osadía; pero temian con razon que la circunstancia mas insignificante destruyese sus vastísimos planes. Con el objeto de, evitar semejante desgracia, habíanse tomado cuantas precauciones prescribe la prudencia mas consumada: llegaban uno en pos de otro muy de tarde en tarde: algunos ya estaban en el punto designado desde antes de anochecer: muchos, habian apelado al disfraz, vistiéndose con hábitos clericales, con los cuales podían ocultar mejor las armas que llevaban prevenidas; y como si esto no bastase, tenian que pronunciar para ser admitidos en la casa en donde debian reunirse ciertas misteriosas palabras, cuyo sentido solo ellos entendian.

En cuanto se vieron reunidos, Baruch, de quien se acordará el lector, empezó á hablar de esta manera:

-La ocasion que esperábamos ha llegado ya: el príncipe don Alfonso acaba de ser proclamado por rey de Castilla en su buena villa de Gijon; y si las noticias que hemos recibido esta tarde no son falsas, el movimiento habráse propagado á la real ciudad de Oviedo, y á la no menos importante de Leon. Cuál sea nuestro deber en las circunstancias presentes, no hay para qué ponderarlo. A vosotros me dirijo, nobles descendientes de Abraham, de Isaac, y de Jacob: con vosotros hablo tambien, esclarecidos castellanos, que habéis jurado el esterminio del rey que pocos dias hace hemos visto coro

ado. Vuestro amor á la causa de un príncipe que ha prometido respetar nuestra ley y nuestros derechos, que quiere sacrificarse por el acrecentamiento de todos, digno es de que por su triunfo no omitamos ningun sacrificio, ninguna clase de esfuerzo. Acordaos de lo que será el desventurado pueblo de Judá, y de todos cuantos se han adherido á su causa, si llega á sucumbir en la lucha. Yo, en ocasion no muy remota, le prometí nuestros tesoros y servicios, y él en cambio me empeño su palabra real de que romperia las cadenas de Israel. Él por su parte ha empezado ya á cumplir lo que prometiera, concediendo el empleo de despensero mayor á uno de nuestra nacion, y nosotros, nosotros que seremos los verdaderamente premiados, aun no hemos hecho nada por su causa! Necesario es, por lo tanto, que esta misma noche acordemos los medios de dar el golpe que meditamos. Hay momentos que equivalen á siglos; y los que atravesamos, señores, no pueden ser mas preciosos. Cómprese sin dilacion el puñal de un asesino, para que mañana mismo, si es posible, desaparezca el tirano. Allanemos el camino del trono á nuestro protector, haciéndole ver que á nosotros debe su cetro y su corona.

-Poco tengo que añadir á lo que acaba de decir Baruch, dijo entonces Benjamin Artal, estando conforme como estoy con la mayor parte de los medios que propone para destruir a nuestros enemigos: solo tendré que advertirle, que no siendo nosotros gente de guerra, á causa de nuestra larga esclavitud, no podremos prestar á don Alfonso todos los servicios que tal vez exige de nosotros. El mas guerrero de cuantos estamos aquí, apenas sabe esgrimir una espada, ni podrá presentarse ante un soldado bisoño de don Juan. Enhorabuena que contribuyamos con nuestras riquezas para el logro de una empresa tan santa; pero eso de tomar parte abiertamente en la lucha, será lo mismo que presentarnos al verdugo para que nos sacrifique. Para no incurrir en imprudencias, que ni aun tiempo tendriamos de llorar, es necesario no olvidar la historia de nuestras persecuciones.

-No quisiera que manifestáseis aqui vuestro temores, repuso Baruch: en esta asamblea solo debe de reinar el valor; y á la verdad, no comprendo cómo hay un judío que, celoso de la gloria de su nacion, no sacritique por ella cuanto tiene en el mundo de mas amado. Porque, señores, qué es la vida con la esclavitud? qué son las riquezas sin la libertad? Cualquiera os responderá que es un martirio prolongado. Pues si esto es así, no es preferible la muerte á nuestro estado presente? El mismo don Juan, no nos haria un favor grande si enviase á nuestras casas el verdugo que mandó á la de Joseph Pico?...

Al decir estas últimas palabras, se dirigió á algunos caballeros cristianos que estaban presentes, como llamando sobre ellas su atencion, y luego continuó:

-Yo apelo al valor y á la sensatez de los que me escuchan, para que elijan entre mi decision y vuestros temores, para que decidan quién de nosotros está equivocado, y para que tomando en consideracion cuanto acabo de proponer, aprovechemos el tiempo con mas utilidad...

-Pero vos, Baruch, preguntó uno de los circunstantes llamado Nehemías, quereis que mañana mismo salgamos como soldados armados por esas plazas y calles, y ataquemos el palacio del rey? No reparais en nuestro escaso número? Ya que tan celoso os mostrais por la nacion judáica, por qué no os acordais los medios de su conservacion? Yo creo, Buruch, que á fuerza de mirar al cielo habeis perdido el conocimiento de las cosas de la tierra...

El astrólogo hizo un esfuerzo por reprimir su indignación, y en seguida contesto con mas vehemencia que hasta entonces lo hiciera:

-No pretendo tanto; y ademas he tenido la desgracia de no ser entendido: yo mismo he propuesto que se buscase un asesino que nos librase de don Juan; y ahora añadiré, que solo debemos de tomar las armas, y obligar con nuestras riquezas á que otros las tomen, cuando la nueva de su muerte se esparza por la ciudad. Entonces es la ocasion oportuna de proclamar en la misma capital de Castilla al conde de Gijon, y de realizar todos nuestros proyectos. Sobre lo que se me dice de que he perdido el conocimiento de las cosas de la tierra mirando al cielo, callo; porque el amor de una causa que he jurado mil veces defender, me impide contestar segun los impulsos de mi amor propio, injustamente ofendido.

-No, no: yo no trato de ofenderos, repuso Nehemías: conozco vuestras escelentes cualidades, y los servicios importantes que habeis prestado á nuestra causa. Si mis últimas palabras os pueden haber ofendido, os pido sinceramente perdon por haberlas pronunciado: nunca hemos tenido mas necesidad de vivir unidos que en la ocasion presente.

-Me doy por satisfecho con lo que acabais de decirme: por mi parte no se hablará mas de este desagradable incidente.

-Por la mia, tampoco.

-Os he escuchado hasta aquí sin querer interrumpiros, dijo otro de los que presentes estaban llamado Josué, porque esperaba lo mismo que acaba de pasar; esto es, que despues de haberse dado á Baruch esta merecida satisfaccion, habíais de quedar mas unidos y amigos que antes estábais. Ninguno de nosotros ignora vuestras luces y talentos: todos sabemos los sacrificios que habeis hecho para que nuestro esclavizado pueblo sea algun dia señor; y así, en nombre de cuantos estamos aquí reunidos, os rogamos que tomeis una resolucion definitiva: el tiempo urge, y es muy lastimoso pasarlo en desgradables contestaciones.

-Creo, contestó Baruch, que cuantos me escuchan participarán de mi opinion; la cual es: asesinar al rey, y en seguida proclamar á don Alfonso.

-Y quién se encarga de ello? preguntó un caballero castellano de los que entraban en la conjuracion.

-Escuchadme, dijo el árabe Boa-Eddin: aunque poco conocedor de la corte del hijo de don Enrique, á causa del poco tiempo que llevo en ella, creo que el plan mas acertado es el de sobornar al alcaide del castillo, para que en el acto mismo de matar al rey, sea allí proclamado el conde de Gijon. De lo primero encargaos vosotros; de lo segundo, yo.

Íbanse á proponer algunas medidas para llevar á cabo esta horrible trama, cuando entró en el local en que los conjurados se encontraban reunidos uno de los partidarios mas acérrimos de los hijos de don Pedro.

-Mucho habeis tardado, le dijo uno de sus amigos en alta voz.

-No tanto, que no pueda deciros que la conspiracion está descubierta.

-Cómo? preguntaron todos unánimemente.

-Oidme: dirigíame aquí en cumplimiento de las órdenes que se me comunicaron, cuando de esta misma casa vi salir un hombre embozado en una capa tan negra como las sombras de esta noche oscurísima. Sospechando si sería alguno de nuestros enemigos, que se hubiese introducido furtivamente para penetrar nuestros designios, acerquéme á él, y le desconocí completamente. Pronuncié las palabras misteriosas que nos sirven de contraseña, y no supo contestarme. Tiro entonces de la espada y arrójome sobre él; pero conociendo sin duda cuánto le convenia no batirse conmigo, huyó precipitadamente, sin que pudiese darle alcance.

-Vive Dios, que ese es un espía! esclamaban unos.

-Es un traidor, decian otros.

-A ver, gritó Baruch con toda la fuerza que presta el miedo, á ver si falta alguno de los conjurados: contémosnos todos los que estamos aquí, y el que falte, ese es el traidor.

-Treinta debemos de ser, dijo Nehemías.

-Sí, treinta, treinta, contestaron los mas.

Y entonces el astrólogo, que á la cuenta debia de ser el mas autorizado que entre ellos hubiese, empezó á pasar revista á aquel tropel de malvados.

-El número está completo, dijo algo mas sereno despues de practicar la operacion que él mismo propusiera.

Habia entre los concurrentes un maestro de música muy conocido por su corta habilidad en el arte, por su odio al trabajo, por sus muchas deudas, por su amor á las revueltas, y por su mucha ambicion. Este desventurado, que á sus muchos defectos reunia el tener muy poco juicio, no solo entraba en la trama, sino que tambien prestaba su casa para las reuniones. Sobre este, pues, recayeron por un momento todas las sospechas. Baruch fijó en él su vista penetrante, y despues, como si quisiera aclarar sus dudas:

-Maese Peralvez, le preguntó, que gente teneis en vuestra casa?

-Pardiez! la misma que tenia.

-Es decir, vuestra muger tan solamente.

-Y una criada para servirla.

-Y teneis en ellas suficiente confianza?

-Completa.

-Sin embargo, bueno será registrar esta casa, porque á las mugeres las suele tentar el diablo muy á menudo...

-Oh! cuando querais: las encontrareis acostadas. Mi muger, aunque tan jóven y hermosa, es la mas honesta y recatada que se conoce en toda la ciudad de Burgos. Su criada se la parece mucho, y si vale decir verdad, en cualquier parte podia pasar por dueña de la doncella mas distinguida.

-Pues vamos pronto, pronto: no nos detengamos en saber lo que ahora ninguna cuenta nos tiene, repuso Nehemías á este diálogo; no sea que se realicen nuestros temores, y aquí nos sorprendan nuestros enemigos oyendo ponderar la hermosura de vuestra muger y la fidelidad de vuestra criada.

Verificóse en seguida el reconocimiento, y aunque de él no resultó mas que lo que asegurara maese Peralvez, dispusieron retirarse con las mismas precauciones con que allí se habian reunido. Tal habla sido el miedo que de ellos se apoderara, que ni aun siquiera acordaron lo que habian de hacer al dia siguiente.

Capítulo VI
Como por la infidelidad de la muger de Peralvez se descubrió la conjuracion en que entraba su marido.

Todavía no habian vuelto de su sorpresa y aturdimiento los conjurados de que hablamos en el capítulo cuarto, cuando el hijo mayor de Pero Lopez de Ayala conversaba con uno de los caballeros mas ancianos de la corte de Castilla, llamado don Juan Ramirez de Arellano. El semblante de este representaha la mayor tranquilidad de espíritu, y aquella satisfaccion que esperimenta el que, despues de largos años de méritos contraidos en servicio de la patria, tiene la firme conviccion de que ha cumplido con los deberes mas sagrados. Pero en el del jóven veíanse perfectamente retratadas esas pasiones borrascosas que agitan el corazon, que nunca le satisfacen, y que al fin llenan de remordimientos y sinsabores la vida. El lenguaje y las acciones del anciano estaban llenas de esa gravedad castellana que se hace respetar de todos; pero las del jóven manifestaban cierta inquietud interior, acompañadas de algunas palabras frívolas, debidas á su trato frecuente con los naturales de la nacion francesa. Al fin Ramirez de Arellano llegó á cansarse de él, y con el fin de abreviar una conversacion que tenia mucho de pesada, le dice:

-Hasta ahora, Ferrando, nada que yo deje de saber me has dicho: que se trabaja por algunos descontentos contra el rey, es una verdad que no se atreverá á negarte ninguno que viva en la ciudad de Burgos. Yo quisiera que me dijeses cuáles eran los planes de los conspiradores, cómo se llamaban, y en qué lugar se reunian.

-Pues vais á quedar satisfecho al instante, porque precisamente solo con este objeto he venido á vuestra casa tan temprano; pero habeis de ocultar siempre mi nombre.

-Vuestro nombre! Pues qué, entrais vos en la trama?

-Oh!... De ninguna manera, Ramirez: me ofendeis demasiado en suponerlo así.

-No he pensado en semejante cosa; pero no sé cómo interpretar ese deseo que acabas de manifestarme.

-Dejad vuestras interpretaciones, y si os conviene salvar la vida del rey, oid los nombres de sus enemigos.

-Salvar la vida del rey!... Por su padre espuse la mia mil veces, y por su hijo verteria gustoso la poca sangre de mis venas. No eres tú de este mismo parecer?

-Sí, Ramirez, os lo juro por el ánima de mi padre.

-No esperaba yo menos del hijo de aquel alférez que se sacrificó en la batalla de Nájera por el rey don Enrique.

-Maldígame el desde el sepulcro si algun dia me separase de la línea de conducta que me dejó trazada. Los crímenes que voy á revelaros los odio de todas veras: ninguna razon existe por lo tanto para que se me tenga por su cómplice y en prueba de que os digo la verdad, si pudiera ahora mismo sepultaria á sus autores en los abismos.

-Lo creo todo: no os esforeceis por probarme vuestra lealtad: apresuraos tan solo á decirme quiénes son los que conspiran.

-El árabe Boa-Eddin, los judíos Benjamin Artal, Josué, Nehemías, Baruch y otros de menos nombradía.

-Esa es gente de mucho dinero.

-Y puede dársele gracias ¡vive Dios! por lo bien que lo emplea...

-Pero cómo sabes tú que conspiran?

-Porque yo mismo los he visto reunidos y deliberar tranquilamente acerca del mejor modo de asesinar á don Juan y proclamar por rey al conde de Gijon.

-Tú mismo! y en dónde?

-En la casa de maese Peralvez.

-Pues qué, estabas tú allí?

-Lo mismo que ahora estoy en la vuestra.

-Me sorpreden y confunden tus palabras: si no eres mas franco vas á trastornarme la cabeza.

-Por eso dije antes que os dejáseis de interpretaciones, no tratando mas que del asunto principal.

-Pero no conoces que si he de decir al rey lo que se maquina contra él, necesariamente tengo que revelarle por qué medios llegó á mi noticia la conjuracion?

-Pues entonces, no le digais nada.

-Y de ese modo prefieres el triunfo de sus enemigos?

-Vuestra prudencia puede encontrar medios para conciliar lo que le debemos como vasallos, y para ocultar mi nombre y el de una dama...

-Ya!... Ahora entiendo y puedo esplicar tu empeño...Con que segun eso, son ciertas tus ilícitas relaciones con la muger del maestro de música?

-Cosas son de la juventud: vos tambien cuando teníais veinte y cuatro años no seríais tan austero como ahora con vuestros setenta y ocho.

-No trato ahora de hacer confesion general contigo, Ferrando; y si he de decir la verdad, á mi razon repugnan esas disculpas de los jóvenes de nuestros días. Decid mas bien que esa educacion que recibisteis allá en París es la causa principal de esas debilidades de vuestro corazon, y no os disculpeis con las malas costumbres de vuestros compañeros de libertinage. Jóvenes hay entre nosotros que piensan de muy distinto modo, reuniendo en sus pocos años todas las virtudes de la ancianidad.

-Permitidme que os interrumpa, porque fundadamente temo, que si continuais moralizando de ese modo, cuando tratemos de oponernos á los progresos de la rebelion, ya sea tarde.

-Con que no hay que hacer mas que ir inmediatamente á ver al rey?

-Con este solo objeto vuelvo á deciros que he venido á vuestra casa.

-Supongo que no tendrás inconveniente en acompañarme, eh?

-No quereis entenderme.

-Será por que vos no os esplicais.

-Tal vez: pero el que con una sola palabra comprendió mis amores con la muger de Peralvez, bien podia tambien entender todo lo demas que le indiqué.

-Y no conoces que no habiendo nada mas público en esta ciudad que el reprensible comercio que mantienes con esa desgraciada, y que ignorando yo los nombres y planes de los conjurados, necesariamente debia de ser así?

-Pues dispuesto estoy á enmendar mi falta, con tal que vos me deis palabra de ocultar al rey por qué conducto supísteis la conjuracion.

-Ya está dada, y no faltaré á ella.

-Supuesto que ya sabeis que la muger del maestro de música me dispensa sus favores, voy a referiros de qué medios me valí para penetrar el secreto de que ahora tratamos. Maese Peralvez, cuyas deudas y trampas son de todos conocidas, hizo un viaje á Medina del Campo. Durante su ausencia, que no fué muy larga, frecuenté su casa con entera libertad, sin cuidarme mucho, tal era la fuerza de mi pasion, de lo que de mí dijesen en la ciudad. Si antes entraba á media noche, ó acechaba la ocasion en que su dueño saliese á la calle, entonces estaba en su casa á todas horas: cualquiera diria que por muerte de Peralvez me habla casado con su viuda; pero quiso mi mala estrella que aquel Ulises volviese mas pronto de lo que yo pensaba, sin que hubiese Sirenas que fuesen capaces de detenerle en su viaje. Fuéme, pues, preciso volver á mi vida anterior. Pero cuál sería mi sorpresa al observar en mi amada cierto desden que rayaba en desprecio! Esta conducta observada conmigo tan repentinamente, aguó todos mis placeres, y casi estuvo á punto de destruir mis ilusiones. Al principio creí que sería alguna nueva táctica de su caprichoso amor para conseguir mejor mi rendimiento y adoraciones; pero bien pronto conocí que estaba engañado. En vano insté y supliqué para saber la causa, porque el silencio unas veces, y un gesto despreciativo otras, fueron la respuesta que consiguieron mis ruegos. Al fin fuéme preciso escasear mis visitas, siquiera para no sufrir tantos desprecios de una muger á quien tanto habia amado, y cuando estaba formando una resolucion para no volver jamás á su casa, llegó á la mia su dueña. Esta vieja enlutada, capaz de engañar al mismo Belcebú, empezó diciéndome que su ama todavía me amaba.

-«Pues si me ama, la pregunté, cómo me demuestra lo contrario?

-»Ah! esos son ardides de enamorados, señor, me respondió: ademas que creo que hay otras causas que la impiden manifestarse tan complaciente como antes.

-»Pues qué, tiene alguna queja de mí? no he sido yo para ella un amante, que por servirla despreció muchas veces su propia reputacion? por ventura no ha sido ella sola la depositaria de mis secretos?

-» Eso sí es verdad; pero...

-»Qué quereis decir?

-»Muchas cosas. Si no fuera por el temor de descubrir!...

-»Hablad, hablad y sentaos, que yo os prometo el silencio.»

Y al mismo tiempo que esto la dije, alegré su vista con un par de ducados, cantidad que tal vez en su vida habia visto reunida en su poder.

-«Sois mas generoso que un conde, me respondió al mismo tiempo que guardaba el dinero.

-»Y lo seré mas todavia si vos quereis.

-»A tanta bondad como me mostrais, no podré resistirme.

-«Pues quisiera que al punto correspondiérais á ella.

-»No permita Dios que la ingratitud me domine.

-»Es bien indigna de un corazon como el vuestro.

-»Tanta galantería, acompañada de tan pocos años, me obligan ya á deciros, que mi ama os manifestaba antes mas cariño, sin embargo que todavía os profesa alguno, porque necesitaba mas de vos: ahora...

-»Ahora qué? Proseguid.

-»Ahora es muy rica: maese Peralvez en su último viaje adquirió mucho dinero. Pero no creais que lo tiene mal adquirido, no: se lo entregaron para que lo distribuyese entre algunos vecinos de Burgos, y como él lo es tambien, guarda para sí la mayor parte; porque al fin y al cabo algo vale su trabajo...

-»Y quién le dio ese encargo, mas productivo para él que sus lecciones de música?

-»Ciertos judíos de Medina.

-»Judíos decís! Cosa bien notable por cierto: no hay gente menos generosa en España.

-» Es que cuando se trata de sentar en el trono un príncipe que los favorezca, son los mas liberales.

-»A ver!...

-»Sí: protegen con todas sus fuerzas las pretensiones del conde de Gijon.

-»Luego tambien Peralvez es de los conjurados?

-»Tanto, que en su casa se verifican las reuniones.»

Mucho llevaba descubierto ya en este diálogo: pensaba descubrir mas; pero temia que la dueña penetrase mi intencion, y se retrajese de revelarme el resto del secreto. Afectando por lo mismo una indiferencia que encubriese mis deseos:

-«Está bien, la dije, dejémosles que conspiren: conspiremos nosotros tambien á ver si conseguimos que vuestra ama me devuelva sus favores.

-»Atended: os voy á dar un consejo que os servirá de mucho si le seguís.

-»Al instante.

-»Yo os prometo una entrevista con ella; pero os encargo que vayais prevenido...

-»Prevenido! Mi espada no se separa de mí ni un instante.

-»De otras armas os hablo.

-»Pues qué, tantos peligros me esperan, que necesito llevar la lanza, la maza, el hacha, los dardos y?...

-»Qué tardo sois en comprender cuando no quereis!

-»Pues esplicaos sin rebozo.

-»Que lleveis algunas joyas, os quise decir, para que se muestre con vos tan propicia como antes.»

Estas palabras me sentaron muy mal: figuraos que con mis devaneos habia destruido la mitad de mi herencia, y ahora se me exigía el sacrificio de la otra media. Hubiera en aquel momento renegado de aquella perniciosa beldad y dado al diablo el dia en que la conocí, si no fuera que por una combinacion de circunstancias tan raras, la causa del mismo rey me pedia este grande sacrificio. Disimulé, pues, cuanto pude, y con una sonrisa que estaba muy distante de ser verdadera, repuse á mi interlocutora:

-«Habeis hecho muy mal en no indicarme antes sus deseos: tal vez habré incurrido en su desgracia, por no saber que ahora gustaba de tener mas joyas de las que ya le he comprado; pero yo prometo enmendarme. Marchad, pues, á su casa, y volved á decirme cuándo tendré el placer de ser recibido por ella. Para entonces, no solo quedará completamente satisfecha, sino que vos no lo perdereis tampoco.»

Marchóse aquel serafin del infierno, despues de dirigirme mil falsas palabras, á que estaba muy acostumbrada. Conocí entonces que entre ella y la muger de Peralvez habian formado una conjuracion para arruinarme; pero como mi amor al rey me obligaba á sacrificarme para descubrir la de su marido érame preciso pasar por todo. El resto del dia lo empleé en visitar á la mayor parte de los lapidarios de la ciudad: apenas quedó una calle que no corriese á ver si encontraba alguna alhaja de esas de relumbron, con que pudiese saciar, aunque no fuese mas que por, el momento, la codicia de mi dama. Cerca ya del anochecer conseguí mi objeto: compré una sortija y unas arracadas en tres cruzados, que en realidad no valian dos, y con ellas procuré salir del atolladero en que estaba metido.

Retirábame ya á mi casa muy contento con las esperanzas que me inspiraba aquella mercancía de piedras falsas, cuando al pasar por la calle de Nuño Rasura se me acercó la misma vieja, y me dijo al oído:

-«Ya estais servido, caballero: en este instante mi señora os espera. A fé que no podeis quejaros de que no he cumplido mi palabra: gran suerte ha sido la vuestra en encontrar una criada como yo.

-»Y vos un amo que tan bien premie vuestros servicios.»

Y al mismo tiempo alargaba la. mano para entregarla un ducado.

Al momento tercié la capa, alargué el paso y me dirigí á casa de maese Peralvez. Por el camino iba discurriendo el mejor modo de representar el papel de que acababa de encargarme. Tan pronto quería presentarme como un marido celoso que dispone de los medios para vengarse, como un amante rendido que, sin haber faltado, se atribuye á sí toda la culpa. Me decidí al fin por este último estremo,

orque era el que prometia dejarme mas airoso en el caso presente. No me engañé: encontré á mi dama tan seria, que parecia muy resentida de mi conducta; pero en cuanto la dirigí las mismas disculpas que yo en otra ocasion exigiría de ella, su semblante se revistió de una sonrisa, que para mí era mas falsa que encantadora. Para completar mi triunfo, procuré oponer un engaño á otro engaño, y dirigiéndome á ella:

-«Tomad, la dije; en esta caja encontrareis una corta espresion de mi cariño.»

Alargó la mano, y la alegría brilló en sus ojos. No os referiré las palabras lisonjeras que con este motivo me dirigió. Para ella, segun decia entonces, no había otro objeto mas digno de su amor que yo: maldecia los días que, por una veleidad bien impropia de su carácter, se había visto privada de mi vista: prometia amarme y serme fiel toda la vida: rogábame que la perdonase sus faltas anteriores: exigíame que jamas la olvidase; y en fin, dijo tantas y tales cosas, que casi estuve por creer que me amaba sinceramente. Mas despues, variando casi repentinamente de tono, me dijo que ya era muy tarde, y que se hacia preciso que me marchase.

-«Otras veces estuve mas tiempo, la repliqué, y no encuentro razon para que ahora me priveis de igual felicidad. Al fin soy tan desgraciado cuando no estoy con vos!...

-»Me siento indispuesta, y quisiera acostarme.

-»Estais mala? Pues acostaos sin dilacion: yo prometo no separarme de aquí hasta que venga el médico y me tranquilice.

-»No: marchaos, marchaos, que esto no será nada: tal vez la emocion que he esperimentado al veros, me habrá producido este mareo.»

Si hubiera dicho que la vista de las arracadas y la sortija la habían causado aquella emocion, la creeria facilmente. Pero la verdadera causa que la obligaba á despedirme, era la aproximacion de la hora en que los conjurados debian reunirse. Ella estaba muy agena de que su dueña la habia hecho traicion sobornada por mis ducados, pretendiendo que la fuese leal cuando no la daba ejemplos mas que de infidelidad. Por lo mismo yo, que al volver á frecuentar su trato y amistad casi no había tenido otro móvil que el interés que me inspiraba la causa de don Juan, me propuse no complacerla hasta haber conseguido todo mi objeto. En aquellos momentos tan críticos en que ella veía descubrirse la conjuracion en que figuraba su marido, llaman á la puerta, y al primer golpe pierde su serenidad, manifestando de este modo sus grandes temores.

-«Otras veces, la dije, no habeis temido tanto, aun cuando Peralvez fuese el que llamase.

-»Sí; pero...

-»Vuelven á llamar, la interrumpí.

-»Ya oigo... Es muy conveniente que os marcheis...

-»Por qué? no podré permanecer algun tiempo, aunque sea oculto en un rincon?

-»Esta noche es imposible.

-»Pues qué hay esta noche?

-»Nada...

-»Os contradecís, señora; porque si nada hay, tanto mejor para que estemos mas tiempo reunidos. Pero en vano me ocultais la verdad; porque vuestra turbacion y las repetidas veces que abren la puerta de la calle, me indican que algun negocio grave debe de ventilarse en vuestra casa. Yo no puedo creer que sean amantes vuestros todos los que van llegando.

-»No: amantes, de ninguna manera, repuso cada vez mas azorada: amigos de mi marido serán, que vienen á jugar tal vez á los dados.

-»Pues quiero conocerlos.

-»Retiraos por Dios, Ferrando.

-»Oh! No exijais de mí tal cosa, porque no os obedeceré.

-»Si no lo haceis cuanto antes, vuestra vida corre graves riesgos.

-»Pues quién atenta contra ella? pregunté tranquilamente, y llevando mi mano derecha á la empuñadura de la espada.

-»Por Dios, vuelvo á repetiros que os marcheis, esclamó con acento desesperado y arrojándose á mis pies.

-»Pero por qué me he de marchar?

-»Oh! No me estrecheis con vuestras preguntas, mas terribles mil veces que el rayo de la tempestad, respondió sollozando y vertiendo amargas lágrimas.

-»Tranquilizaos: sed franca conmigo, y nada temais de quien os amó y os ama sinceramente.»

Como se obstinase en no responderme ni una sola palabra que pudiese aclarar todas mis dudas, la dije:

-»O me decís quiénes son esos desconocidos que acaban de llegar, ó me arrojo entre ellos con la espada desnuda.

-»Ferrando, apelo á vuestra caballerosidad.

-»Qué exigís de ella?

-»Que os compadezcais de las lágrimas de una madre.

-»Y qué quereis decirme con eso?

-»Que salveis la vida de mi hijo, tan espuesto á perecer si nos descubrís.

-»Y quién es vuestro hijo, señora?

-»Un jóven de diez y seis años, desgraciado fruto de, mis primeros amores.

-»Y por qué temeis tanto por él? Por ventura es algun malhechor?...

-»Compadeceos, os ruego, de sus pocos años: ha sido seducido...

-»Seducido! y por quién?

-»Por los enemigos del rey.

-»Luego vuestro hijo es uno de ellos?

-»Por desgracia, Ferrando!

-»Pues tranquilizaos: yo os prometo mi proteccion para él y para vos; pero es preciso que me permitais oir lo que hablan sus compañeros, desde un lugar en que no pierda ni una sola de sus palabras.

-»Vais, Ferrando, á descubrir todos sus planes?...

-»Teneis interés en que permanezcan ocultos?

-»Mi hijo, ay mi hijo!...

-»Nada temais por él, y si quereis salvar á Peralvez, de quien parece que os habeis olvidado, hablad.

-»Vos sois mejor que yo...»

Aquella muger, cuyos remordimientos debian de ser iguales al amor que profesaba á su hijo, deja su actitud suplicante, y haciendo sin duda el sacrificio mas costoso de toda su vida, me condujo á un aposento oscuro y algo retirado de una sala en que estaban reunidos los principales judíos de Burgos con algunos otros enteramente desconocidos para mí. Sus discursos, de los que solo pude entender una pequeña parte, eran los mas sediciosos; sus gestos espantosos y horribles iban unidos á sus palabras de muerte y esterminio; y cuando llegaron á proponer los medios de asesinar á don Juan, salí de aquel lugar de abominacion, temeroso de ser descubierto. «Que se trate de vencer en buena guerra á los adversarios, me decia á mí mismo, pase; pero envenenar al hijo de don Enrique, como á ello se obligó ese moro perverso, y seducir las tropas que guarnecen el castillo, crímenes son que para no castigarlos en el acto, se necesita tener el convencimiento de que así han de quedar sus tramas completamente aniquiladas.» Pero cuando me encontraba ya en la calle, y creía que por nadie habia sido descubierto, se me acerca por entre las sombras de la noche un hombre parecido á un espectro, y á media voz me dice estas palabras: «Jeovah nos proteja y envíe su Ángel esterminador.» Al oirlas me paré, y nada pude responder, porque ignoraba su sentido. Entonces el que las pronunciara conoce que yo no era del número de los conjurados: teme por sí y por ellos, y este temor, bien fundado, le hace recurrir á un crímen: desenvaina la espada, y sin prevenirme, trata de asesinarme. Desnudo entonces la mia, evito el golpe, y conociendo que mejor me estaba huir que pelear, me dije á mí mismo: « Sálvese el rey, aunque perezca mi honor.» Al poco tiempo llegaba á mi casa y esperaba el dia, para venir á contaros lo que yo mismo he presenciado. Por conclusion, honrado y prudente Ramirez, solo un favor voy á pediros, que estais obligado á concederme: así como me prometísteis ocultar mi nombre y el de la muger de Peralvez, ocultad el de este tambien, sin olvidaros de aquel jóven á quien yo prometí librar del peligro en que se encuentran sus compañeros.

-Por mí, respondió el anciano poniendo su mano derecha sobre el pecho, no sereis descubiertos.

Al terminarse esta larga entrevista, don Juan Ramirez de Arellano se dirigió al palacio del rey, y el hijo de Pero Lopez de Ayala á su casa, ocupado con graves y diversos pensamientos.

Capítulo VII
De como don Juan vengó la muerte de su padre.

Al mismo tiempo que estos dos personarges se despedian el uno del otro, el Abad de Herrera esperaba con ademan meditabundo, aunque tranquilo y reposado, en un salon del regio alcázar de Castilla la licencia que solicitara para ver al augusto hijo de don Enrique. Ni le llamaban la atencion los delicados adornos con que estaba enriquecida aquella estancia, ni las intrigas que tal vez allí se habrian realizado, ni los recuerdos de gloria que en mil trofeos pendian de sus paredes; porque una sola idea absorbia en aquel momento todos sus pensamientos, embargando su espíritu en tal conformidad, que podia confundirse con una estátua del celebrado Fidias. Pero cuando mas ensimismado se encontraba, fué saludado cortesmente por don Juan Ramirez de Arellano, que acababa de pisar los umbrales de aquella morada respetable.

-Siempre veo en la casa de nuestros reyes con nueva satisfaccion, le dice sentándose á su lado, al venerable Abad de aquella Tevaida de Castilla que fertiliza y baña el caudaloso Ebro.

-Las pocas veces que yo os encuentro en ella, repuso el austero cenobita, no es menos en mí el gozo que esperimento; porque á la verdad, un rey de veinte y un años, si ha de regir á sus pueblos con acierto, necesita de las luces y consejos de hombres tan esperimentados como vos.

-Y tan sabios como vuestra paternidad.

-Dejaos de lisonjas, y confesad conmigo que mejor estaria entre mis monges rogando á Dios por la prosperidad del príncipe, que en Burgos convertido en cortesano.

-Sin embargo...

-Oh! Nada hay que pueda contestarse á lo que acabo de deciros. El hombre mas grande que produjo el siglo XII, el que por su saber y estraordinaria virtud llegó á ser el oráculo de los Papas y de los Reyes, dejó consignadas en sus obras inmortales estas palabras: «El monge fuera del monasterio, es como el pez fuera del agua.» Por otra parte, nuestros consejos y advertencias se miran con prevencion; y aunque sean dictadas por el espíritu mas recto, se las atribuye cierto carácter de malignidad, que solo existe en el corazon de nuestros detractores.

-No obstante, yo soy de opinion, que cuando el príncipe necesita de los conocimientos y servicios de un individuo, sea este quien quiera, está obligado á dejarlo todo por servirle: al menos en circunstancias especiales; y segun se dice de público, vuestra paternidad se encuentra en este mismo caso...

-Será así como vos lo decís; pero cuando ese individuo conoce que ya ha cumplido con los deberes que le imponia su conciencia, debe de abandonar la corte al instante.

-Por lo mismo yo tengo todavía esperanza de veros algun tiempo mas en ella...

-Cabalmente hoy vengo á suplicar á S. A. que me permita regresar cuanto antes á mi monasterio.

-Mal hará en concederos esa licencia que vais á pedirle.

-Ignoro la causa.

-Es mucho que se oculte, á la penetracion de vuestra paternidad.

-Nada tiene de estraño, porque no soy lo que suponeis.

-Con que ignorais que don Juan, ahora mas que nunca, necesita, si ha de vencer á los enemigos que le rodean, de todos nuestros esfuerzos?

-No son tan grandes esos enemigos: para vencer y destruir los de Burgos, bastais vos con vuestros consejos; y para domar el orgullo del conde de Gijon, sobra el Adelantado Pero Ruiz Sarmiento.

-Siento mucho decir á vuestra paternidad, que la grandeza de su corazon le hace mirar con desprecio los riesgos que corre Castilla; pues no puedo persuadirme que ignore lo que tal vez preveen los menos avisados del pueblo.

-Acaso no los conoceré tanto como ellos.

Don Juan Ramirez hizo un gesto como que dudaba de la sinceridad de estas palabras, y luego continuó:

-El cerco de Gijon no adelanta un paso: el Adelantado Mayor de Galicia acaba de demostrar con sus imprudentes asaltos que esta clase de guerra es superior á sus talentos militares. Allí no hay mas que valor y mucha terquedad: si continúa por mucho tiempo al frente de los tercios castellanos, él solo basta para destruir el ejército real. Añadid á todo esto la escasez estremada de dinero, pues en las arcas reales no se encuentra un cornado, y la dificultad de imponer á los agoviados pueblos nuevas derramas y pechos.

-Los judíos, respondió el Abad para esplorar el ánimo de Ramirez, pueden sacarnos de esos conflictos. Ellos saben allegar dinero en las circunstancias mas difíciles; y aunque sea una desgracia para nosotros la muerte de Joseph Pico, no creo que su destino de recogedor de las alcabalas reales no pueda ser desempeñado por otro de su misma nacion.

El anciano, al oir estas palabras que calificaba de despropósitos, estuvo por dar al diablo la sabiduría del Abad, y por desear que cuanto antes se, restituyese á su monasterio; pero conteniéndose al principio por el respeto que le imponia su dignidad, sospechó luego si aquel hombre vestido de jerga sería uno de esos profundos políticos, que ocultan sus pensamientos cuando desean conocer los agenos.

-Los judíos dice vuestra paternidad! los judíos, que son nuestros mayores enemigos!...

-Hasta ahora ninguna prueba tenemos de ello...

-Tuviérala yo de su fidelidad, así como la tengo de sus crímenes!

-Es preciso que modereis vuestro celo, si no quereis incurrir en las preocupaciones de la estraviada multitud, que á todas horas clama por el esterminio de esos infelices.

-Infelices seremos nosotros si vuestra paternidad sigue defendiendo á esa maldita raza!

-Yo supongo que cuando os esplicais así, tendreis motivos muy poderosos.

-Sí los tengo; y al rey vengo á contarle todo cuanto sé para que se prevenga.

-S. A. ya no puede tardar en desocuparse de los graves negocios que ahora le ocupan, y entonces podreis cumplir vuestros deseos.

-Creo que cuando los conozcais, lo serán vuestros tambien.

-Me alegraría que os diese el encargo de disipar la deshecha tormenta que nos amenaza; porque á la verdad, hombres de vuestro temple, ya quedan muy pocos entre nosotros. Todavía recuerdo parte de una historia en que vos fuísteis la causa de que un rey muy poderoso temblase ante el de Castilla.

El cenobita acababa con estas palabras de reanimar las pasiones del anciano: en un instante se creyó trasladado á los dias de la juventud: recordó la mayor parte de los lances de su vida; y halagado con la idea de que aun podia servir de mucho, despues de haber, acaso contra su voluntad, manifestado su alegría.

-Eso fué allá en Barcelona, repuso al mismo tiempo que llevado de su aficion á hablar de cosas pasadas, se disponia á referir una historia. Qué tiempos aquellos!...Entonces valíamos mas que ahora; porque aquí para entre nosotros, dijo bajando mucho la voz, el trono de Recaredo estaba ocupado por un príncipe activo, afortunado y emprendedor. Su hijo don Juan, si bien es verdad que ha heredado muchas de sus virtudes, carece de aquella resolucion pronta, que muchas veces, en circunstancias difíciles, salva un reino espuesto á perecer. Pero vuestra paternidad no sabrá todo lo que pasó entonces, y supuesto que S. A. tarda en llamarnos, voy á contárselo. Poníanse dudas por algunos descontentos, que los hay en todas partes, acerca de la eleccion canónica del obispo de Sigüenza don Juan García Manrique para el arzobispado de Toledo. Y este prelado, para destruirlas y hacer valer su derecho, emprendió un viaje á la gran ciudad de Roma, para que el Pontífice, como cabeza que es de la cristiandad, administrase justicia. Quiso llevarme en su compañía, porque ya entonces me habia dado á conocer sirviendo en muchas ocasiones al rey con lealtad y valor. Ah! Era yo en aquella época un apuesto mancebo, como habia muy pocos en Castilla: manejaba una espada de un modo tan admirable, que llevaba ventajas al mismo Hércules con su clava; y mi caballo era tan impetuoso en la carrera, que se dejaba muy atrás al mismo viento. Acabábamos de desembarcar en Barcelona de regreso de nuestro viaje, cuando plugo á don Juan García visitar en su palacio al rey de Aragon. Hallámosle rodeado de sus grandes; y el vizconde de la Rota, que se encontraba entre ellos, me dirigió palabras que me hirieron demasiado.

-Vizconde, le respondí, reportaos; porque si prevalido de que os encontrais en vuestra patria, insultais á un estrangero que cuando menos es tan noble como vos, debeis prepararos para recibir el castigo que como deslenguado mereceis.

-Ah! Es mucho, me contestó, que tambien se ofendan los ingratos y traidores porque les digan la verdad.

-Yo ingrato, repuso colérico, yo traidor!... Esa lengua infame con que acabas de amancillar mi honra, por mí te será cortada. Mañana, si tu rey concede campo á un mal caballero, que desconoce las leyes de la hospitalidad como tú, serás conmigo en singular pelea.

En seguida arrojé uno de mis guantes á las gradas del mismo trono y con una voz atronadora, esclamé:

-Vos, vizconde de la Rota, si os sentís con ánimo para recogerlo, mañana os espero al despuntar el alba en las orillas del mar.

-Mañana no puede ser, interpuso don Juan García Manrique, que hasta entonces no habia hablado ni una sola palabra; quereis profanar la tregua de Dios?

-Debísteis tambien, añadió el rey, de advertirle el respeto que se me debe.

El obispo, como conocia que si el vizconde se habia propasado á insultarme era por complacerle, pues estaba muy resentido por la mucha aficion que me tenia don Enrique, hasta el punto de ser yo el alma de todos sus consejos, no hizo caso de sus advertencias; antes al contrario, sin perder el respeto á la magestad del trono, se atrevió á decirle:

-Creo que si el vizconde no se hubiese desmandado, Ramirez de Arellano callado se estaria.

-El reto queda aplazado, repuso el rey, para de aquí á noventa dias.

El vizconde alzó el guante del suelo, y mientras tanto:

-Debeis señalar el campo, dije volviéndome á S. A.

-Ancho campo son las fronteras de mis estados; pero elijo las inmediaciones de Almazan.

Estas palabras del príncipe aragonés manifestaban bien á las claras su animosidad, y por evitar que se pasase á las obras, salímonos de su corte, llegando bien pronto á la de don Enrique, á quien referimos todo lo sucedido.

-Está bien, nos dijo: supuesto que Ramirez manifestó de esa manera en Barcelona sus brios, en Castilla sabrá demostrar que merece mi amistad.

-Espero hacerme digno de ella.

Acercábase al fin el plazo; pero antes de su vencimiento, el rey de Castilla envió al de Aragon un cartel de esta sustancia: «He sabido que mi favorito don Juan Ramirez de Arellano tiene que ajustar cierta cuenta con el vizconde de la Rota; mas como es fácil que este último use alguna de sus perfidias para dejar en mal lugar á su adversario, he determinado que vaya acompañado de tres mil testigos bien montados, que al paso puedan resguardar el campo.» Era esto en buenos términos declararle la guerra; y el aragonés, que se encontraba acosado por muchas partes, no solo desistió de su intento, sino que prometió entregarnos al vizconde, para que de él nos vengásemos. Yo me opuse a esta medida, pues ya estaba con su humillacion demasiado satisfecho.

-Habeis hecho muy bien en perdonarle, respondió á todo este cuento el Abad. Las almas grandes, nunca lo son tanto, como cuando son generosas.

Las últimas palabras del anciano fueron oidas por el mismo rey; el cual, presentándose entre los dos interlocutores:

-Apostaría, dijo, á que Ramirez está refiriendo alguna parte de sus mocedades.

-Así es la verdad, señor, contestaron á un tiempo los dos, y poniéndose de pié á una distancia respetuosa.

-Nunca me conceptúo mas seguro, que cuando me hallo entre vosotros. La esperiencia del antiguo privado de mi padre, y la sabiduría del Abad de Herrera, son dos robustas columnas, sobre que descansa mi trono. Por lo mismo, voy á comunicaros una noticia que acabo de recibir de las Asturías. Los dos personages fijaron toda su atencion, y oyeron con la mayor complacencia á su jóven soberano.

-La plaza de Gijon se ha rendido, y su conde está en nuestro poder...

-Gracias á Dios! esclamó el Abad.

-Viva el rey! gritó el anciano.

-Pero no creais que solo estas nuevas tan felices tengo que comunicaros, volvió á decir el príncipe: la armada que hace tan poco tiempo enviamos contra el duque de Bretaña, despues de haber recorrido y hostilizado todas sus costas, se apoderó de la fortaleza de Gayo, que cae por aquellas partes, sin que sus aliados, que se tienen por muy poderosos, hayan sido capaces de oponerse á este brillante hecho de armas. Mas á pesar de todo, nada hay en estos tiempos que pueda igualarse al arrojo y felicidad de Fernan Sanchez de Tovar; el cual, habiendo salido de Sevilla con una pequeña armada de veinte velas, costeó las riberas de España y Francia, y despues, dirigiendo las proas á Inglaterra, subió por el rio Támesis hasta dar vista á la ciudad de Londres, cuyos habitantes vieron sus campos talados, destruidas y quemadas sus alquerías, y victorioso el pendon de Castilla á las mismas puertas de su ciudad.

-Esos triunfos tan rápidos y tan felices, dijo el Abad de Herrera, obra son de Dios, que depara á V. A. un reinado de prosperidad y de gloria. A vos os toca, señor, tributarle el honor, la gloria y la alabanza de que Él solo es digno: á nosotros el mostrarnos agradecidos y corresponder á tantos favores como su liberalidad nos dispensa; y á servidores tan esperimentados y leales como don Juan Ramirez, concluir la obra que vos habeis comenzado.

-Todos debemos de cooperar á ella, contestó Arellano.

-Aunque por distintos caminos, repuso el cenobita.

-Preveo que vuestra paternidad nos va á demostrar la escelencia de la oracion, para tener un pretesto de retirarse á su amada soledad.

-Está muy reñido con la corte, interpuso el príncipe.

-Y no debiera estarlo tanto, añadió don Juan Ramirez, porque aun la tempestad brama en nuestro derredor.

-Cómo? preguntó el rey sobresaltado.

-Tranquilícese V. A.; pero aun no hemos destruido á los que conspiran cerca de nosotros.

-Los conoces tú? volvió á preguntar el hijo de don Enrique.

-Y V. A. tambien...

-Dime al instante sus nombres y sus planes.

-No he traido otro objeto á esta augusta morada: mas el asunto exige reserva.

El Abad de Herrera, al oir estas palabras, pidió permiso para retirarse.

-No debe hacerlo vuestra paternidad, le dijo el rey: tal vez por las revelaciones de Ramirez comprenderemos el sentido de aquella carta.

El anciano caballero conoció que ya el rey y el Abad tenian alguna noticia de lo que él iba á decir; y así se dió prisa á dar cuenta de la conjuracion que habia sabido por el hijo mayor de Pero Lopez de Ayala. Sus oyentes se sorprendieron, y aun si vale decir verdad, el cenobita temió bastante por la seguridad del príncipe. Al fin, cuando ya se disponia á manifestar lo que le parecia conveniente hacer, un personage se hizo anunciar por embajador del rey de Granada.

-Si será Boa-Eddin! esclamó el anciano.

El rey de Castílla, que conoció que aquella era la mejor ocasion de recibirle, le mandó entrar. Y el árabe, en cuanto estuvo en su presencia:

-El poderoso rey de Granada, dijo, el grande Mahomad el de Guadix, me envía á vos, príncipe soberano de Castilla, para haceros saber el deseo que lo anima de cultivar vuestra amistad, tan conveniente para el bienestar de ambos estados. Su antecesor fué uno de los aliados mas sinceros que tuvo vuestro augusto padre; y él creeria faltar á sus deberes, si no imitase su ejemplo. Yo tuve entonces la dicha de ser el principal agente de aquella alianza, y hoy me cabe la gloria de manifestar los buenos deseos de mi nuevo soberano. Dignaos, pues, corresponderle con los vuestros, y admitir como una prueba de su bondad los presentes que, si me dais licencia, no tardaré en ofreceros en su nombre.

-Cómo os llamais? preguntó el hijo de don Enrique.

-Boa-Eddin, contestó el moro: habeis oido hablar alguna vez de mí?

-Sí, bastante; allá en Santo Domingo de la Calzada.

-Ah señor! Entonces no habíais esperimentado la dolorosa pérdida de vuestro padre.

La mayor prudencia manifestaron en esta ocasion los que le escuchaban; porque á no ser así, cómo era posible que no se dejasen arrebatar de la indignacion de que su corazon estaba lleno, al contemplar en la persona de aquel infiel al cruel y falso regicida que cubriera á Castilla con su espantoso crímen de luto y desolacion? Sin embargo, disimularon por entonces, porque era preciso que aquella fiera cubierta con la piel de zorra cayese en las mismas redes que habia tendido á su inocente víctima. La admiracion de los circunstantes á vista de tanta perfidia, se aumentó al ver la serenidad del rey, el cual como inspirado:

-Está bien, dijo; admito la alianza y amistad de vuestro amo, y pido muy de veras al cielo que sea duradera. Por mi parte procuraré corresponder á sus finezas, no olvidando jamás el conducto por donde me las trasmite.

Boa-Eddin hizo entonces una inclinacion, y desapareció para volver muy pronto con los regalos de que habia hablado.

Mientras tanto agitábase entre los tres personages una grave cuestion: tratábase de lo que harian con el embajador en cuanto regresase. Los pareceres eran encontrados, como sucede casi siempre entre los favoritos de los príncipes. El Abad de Herrera opinaba porque al moro se le llevase al tormento, para que allí descubriese á todos sus cómplices. Oponíase don Juan Ramírez, porque decia que con esto se espantaba la caza dando lugar á que se fugasen sus criminales compañeros: el rey decia que era de temer que Mahomad declarase la guerra, tan pronto como supiese la muerte de su embajador: respondia á esto el cenobita, que mas valia tenerle por adversario declarado, que por enemigo encubierto; que así habia que temer siempre á sus asechanzas, mientras que del otro modo bastaban los caballeros de las órdenes militares para tenerle á raya: reponia Ramirez que no se podria atender á tantas partes á un tiempo, puesto que la guerra con Portugal y los ingleses, llevaba visos de prolongarse indefinidamente. Pero el Abad, que en la soledad del claustro habia aprendido á conocer el corazon del hombre, niejor que él en el bullicio de las grandes ciudades, escitó con estas palabras en el jóven príncipe una pasion, que en atencion á sus circunstancias particulares, no dudamos en calificar de noble.

-Y será posible, Dios mio, será posible que el asesino del rey don Enrique, el que trata de reproducir en la persona de su hijo el mismo crímen, haya de quedar impune!... Qué! Tan degenerados nos encontramos, que tememos castigar al criminoso? En dónde está aquella raza de valientes, que sin mas armas que su fé hizo morder el polvo á los tiranos de nuestra patria? qué se hizo del valor que heredamos de los que vencieron en Covadonga, triunfaron en las Navas y enarbolaron el pendon de Cristo sobre las almenas de Sevilla? Si vos quereis admitir la falsa paz con que nos brinda el moro, aceptadla: yo prefiero la honra de mi rey...

El príncipe se enterneció al oir espresarse así al venerable cenobita. Conocia que sus palabras mas eran efecto del amor ardiente que profesaba á su dinastía, que fruto de esa política tortuosa que domina en los palacios de los reyes. Podia ser la de Ramirez mas sabia, mas adecuada á las circunstancias, pero la del Abad era mas noble, mas franca, porque era mas cristiana. Es cierto que podrá decirse que tambien era cruel, porque se queria llevar á un hombre al tormento; pero si se atiende á que era necesario castigar un gran crimen y prevenir otro, aquella acusacion es infundada. De mas de esto, no era necesario arrancar la máscara con que Mahoma ocultaba sus pérfidos designios? Su falsa amistad, no era peor mil veces que una declarada guerra? Y si la guerra á los infieles era la primera necesidad de aquella época, no podrá asegurarse que aun su consejo era mas sabio que el de su competidor?

Don Juan Ramirez conoció bien cuanto significaba aquella mirada del rey: temió fundadamente perder su amistad; y para evitarlo, se apresuró á decir:

-Y quién es el que no prefiere el honor de S. A. á la alianza y amistad de Mahoma el de Guadix? Por ventura pretendo yo á tanta costa el que se trate á su embajador de diferente modo? Si me he atrevido á manifestar mi opinion encontrada con la vuestra, no ha sido porque creo que Castilla no podrá soportar con buen éxito una guerra con Granada? Mas si el rey es de opinion de que se declare, podré negarle mi pobre apoyo? Conozco que ya valgo muy poco, y que ya no soy el que estremecía con su valor á los enemigos de don Enrique; pero aun puedo sentado desde una almena defender una plaza contra todo el poder mahometano. Mándeme el rey á ella cuando llegue el peligro, y entonces quedarán completamente desengañados los que tal vez han creido que con mis años se disminuyó el grande afecto que le profeso.

-No, no, repuso prontamente el Abad: todos estamos persuadidos de lo mismo. En vos podrá haber algun yerro de entendimiento, de voluntad, nunca.

Hubiérase tal vez prolongado por mucho tiempo aquella discusion, sino se presentase de nuevo Boa-Eddin; el cual despues de haberse inclinado muy respetuosamente, y llevado la mano á la frente segun costumbre de las naciones orientales:

-Augusto sultan de Castilla, dijo: hé aquí la espresion que el rey de Granada os envía en prueba del estraordinario cariño que os profesa. Esta brillante espada, guarnecida con las piedras mas finas que vió la Arabia, solo puede servir á la persona mas digna de su amistad: estas riquísimas telas, fabricadas en la opulenta Tiro, solo pueden adornar las paredes de vuestros alcázares: estas esencias odoríferas, superiores á las que usaba el gran Saladino en ocasiones muy célebres, solo deben de embalsamar vuestras estancias; y finalmente, poderoso señor, los dos caballos, de cuyos arzones penden dos espadas damasquinas, y que enjaezados con la mayor riqueza he dejado en el patio de este alcázar, solo deben de ser montados por un príncipe como vos. V. A. los conducirá á la guerra; y allí no solo verá su velocidad, sino que presenciará su enardecimiento cuando los clarines guerreros den la señal del combate.

-Yo recibo todos esos dones, respondió el hijo de don Enrique como inspirado por una inteligencia superior, con la misma voluntad con que me los envía el rey de Granada; pero como me sea imposible remunerar segun merece á la persona por quien me trasmite las pruebas de su amistad, he acordado hacerla partícipe de estas mismas finezas de su rey. Por lo mismo, vos, Boa-Eddin, que habeis sido elegido para desempeñar tan honorífico encargo, empezad á recibir el premio de vuestros servicios. Tal vez creeríais que solo en Granada serian galardonados; pero tambien en Burgos hay premios para el virtuoso y castigos para el culpable...

Estas palabras desconcertaron al moro; no solo porque entendió demasiado su significado, sino porque el augusto joven que las pronunciara, había manifestado con su semblante la indignacion de que estaba poseido. Pero su turbacion y temor se aumentaron, cuando el príncipe, abriendo uno de los frascos que acababa de presentarle, se lo dió á oler.

-Participa, le dijo, ó embajador del rey de Granada, participa de las esencias superiores á las que usaba el gran Saladino; porque justo es que no quede sin galardon el que con un crímen me abrió el camino del trono...

-Vive Dios, esclamó don Juan Ramirez, que el árabe ha perdido el color!

-Qué! Torceis la cabeza? le preguntó en este tiempo el rey.

-No puedo soportar la fuerza de ese espíritu, respondió con voz ahogada.

-La fuerza de este espíritu, repuso el príncipe rompiendo los diques de su furor, te quitará la vida en castigo de tus enormes crímenes. Acuérdate, infame, de Santo Domingo de la Calzada: ten presente la muerte que con aquellos borceguíes infernales causásteis al rey mi padre; y no olvides en este trance lo que intentabas contra su hijo. Resígnate, pues, á morir en el mismo suplicio con que procurabas hacerme perecer, para que conozca Mahomad el castigo que en esta tierra se impone á los traidores.

-Pero así... así, señor... repuso el moro próximo á entrar en la agonía, así faltais á la amistad del... rey de...

-Pérfido! esclamó don Juan Ramirez, aun se atreve á invocar los instrumentos de su maldad!...

-Que muera en el tormento, interpuso el Abad de Herrera.

-Sí, sí: al tormento, al tormento, gritó don Juan Ramirez.

-Entréguese ese miserable al verdugo, respondió el rey con dignidad: yo le ennobleceria demasiado si procurase quitarle la vida por mí mismo.

-Pero, señor, volvió á instar el cenobita, comunique V. A. sus órdenes para que este insensato nos diga por qué causa atentó contra la vida de dos reyes que en nada le habian ofendido.

-Queda desde ahora don Juan Ramirez, aconsejado por vuestra paternidad, autorizado para hacer en este caso cuanto le sugiera su celo y su esperiencia.

Entonces el antiguo favorito comunicó sus órdenes al instante; y al poco tiempo gemia Boa-Eddin en una de las mas lóbregas prisiones del castillo de Burgos.

Capítulo VIII
Como fueron castigados los enemigos del rey de Castilla.

No se descuidó Ramirez de Arellano en corresponder á la confianza que en el acababa de depositar el rey don Juan: con una actividad superior á sus largos años, fué por sí mismo, aunque bien acompañado, apoderándose de casa en casa de los principales conspiradores. Estos miserables, cuyas locas esperanzas empezaban á desvanecerse, porque ya circulaban rumores, que cada vez adquirian mas consistencia, de la rendicion de Gijon, fueron encerrados en las lóbregas estancias del castillo. Allí debia al dia siguiente de representarse una escena, bien distinta de la que ellos tanto esperaban: el antiguo favorito, acompañado del terrible verdugo, se presentó para arrancarles por la violencia del tormento, la confesion de sus crímenes. El primero á quien colocaron en el potro fué Boa-Eddin; el cual, como se obstinase en negar al principio lo que ya nadie ignoraba, le faltó el aliento y la vida cuando empezaba á arrepentirse de su tenacidad. Solo estas palabras, que sus labios helados por el frio de la muerte pronunciaron, pudieron escribirse por un notario que allí estaba presente.

-Si... yo fuí el autor, porque el rey de Granada... ¡Oh! Dejadme, dejadme, que me descoyuntais los huesos... ¡Maldiga Dios á los cristianos!...

En seguida tocó la suerte al astrólogo Baruch; pero este miserable, antes que el verdugo diese la segunda vuelta, fué acometido de un mortal parasismo, y espiró. Igual suerte cupo al opulento Benjamin Artal, sin que don Juan, que solo empleaba aquellos medios de tanto rigor para conocer la verdad, pudiese conseguir su objeto. Al fin tocó el turno a Nehemías; y este judío, que carecia de la fortaleza de sus compañeros, antes de ser colocado en el tormento, hizo importantes revelaciones.

Súpose por ellas, no solo el número y circunstancias de los conjurados, sino tambien la causa porque el moro, cuyo cadáver tenian á la vista, habia atentado contra la vida del rey. Dijo que Mahomad, una de las cosas que mas temia era la union y la paz de los castellanos, porque sus fuerzas combinadas podian caer sobre su reino y anonadarle; y que así como su antecesor para conseguir igual objeto, habia apelado á un regicidio valiéndose de Boa-Eddin, él habia empleado los mismos medios para destruir á sus enemigos.

Satisfecho don Juan Ramirez con estas declaraciones, mandó retirar al verdugo, y que fuesen traidos al castillo los otros conspiradores, cuyos nombres acababa de revelarle Nehemías. Su fin era deshacerse de aquella falange de malvados; pero antes quiso hacer á Mahomad un presente, que le recordase lo que debian esperar los que se prestasen á ser sus embajadores. Mandó cortar la cabeza al cadáver de Boa-Eddin, y conservada entre miel se la remitió por dos árabes cautivos, con una carta concebida en estos términos:

«El miserable de quien os valísteis para perpetrar un crímen, acaba de pagar á manos del verdugo la parte que le cupiera en él. Vos debeis de temer que otro tanto acontezca á cuantos se encarguen de ser vuestros embajadores, pues así se castiga entre nosotros la perfidia de los musulmanes. Ese sangriento trofeo debe recordaros la espada de los cristianos, siempre pronta á estinguir la maldita raza de Agar. Un príncipe infiel que se sienta en un trono, debe temer á los protegidos de Dios; y en vez de irritarlos, pretender su amistad de todas veras. Nosotros rechazamos la vuestra: nos separa un abismo y un lago de sangre; y no descansaremos hasta haberos arrojado al desierto. Allí tambien os perseguirá la invicta nacion española, deseosa de vengar las ofensas con que la viene ultrajando vuestra asquerosa secta desde la sangrienta jornada del Guadalete. Por lo mismo, vos, Mahomad, temed y estremeceos.»

Esta sucinta carta, en que tanto resplandecia ese noble orgullo de nuestros padres, y ese patriotismo puro, capaz por sí solo de salvar un Estado en las circunstancias mas dificiles, contuvo en sus justos límites al rey de Granada. Castilla se vió entonces libre de sus asechanzas; y á don Juan Ramirez de Arellano, que todo lo sacrificaba al esplendor del trono y á la gloria de su patria, fué debido el sosiego de que entonces tanto necesitaba.

Mientras tanto continuaba el antiguo favorito de don Enrique sus averiguaciones y castigos: los principales judíos, como mas complicados en la trama, pagaron á manos del verdugo su rebeldía; y los que no eran tan culpables, aquellos á quienes su falta de reflexion, ó tal vez su necesidad, precipitara en el fango de aquella rebelion infame; fueron desterrados á diversas partes del reino. De este número hubiera indudableniente sido Maese Peralvez, si el hijo mayor de Pero Lopez de Ayala no se decidiera á interceder por él.

-Vengo á recordaros vuestra palabra, dijo á don Juan Ramirez, y con esperanza de que un caballero como vos sabrá cumplirla.

-Y qué palabra es esa? replicó con gravedad el anciano: díos yo por ventura alguna que no os cumpliese?

-Con que ignorais que habeis contraido conmigo una deuda, repuso el jóven con prontitud, que todavía está por satisfacer?

-Máteme Dios si yo sé, qué deuda es esa.

-Cómo! No os acordais de la mañana en que yo os manifesté circunstanciadamente cuanto se tramaba contra el rey?

-Sí me acuerdo; y qué?...

-Y de ese modo os desentendeis de lo que pasó entonces?

-Buen modo de desentenderme tengo, cuando desde aquel,dia al verdugo no le faltó que hacer...

-Ó vos os burlais de mí, repuso el jóven con indignacion, ó no quereis entenderme.

-Ni será lo uno ni lo otro, Ferrando: las burlas dicen mal con mis canas; y el no querer entenderos, con el aprecio que hago de vos. Estaria de ver que yo ahora, pobre viejo caduco, me zumbase con un mozo de los mas galantes de la corte de Castilla!

-Dejaos de palabras, replicó el hijo de Ayala, conteniéndose á duras penas por no destemplarse con el antiguo amigo de su padre, y dadme una prueba de ese aprecio que tantas veces me habeis citado.

-Decís bien, Ferrando: vos sin duda debeis de saber aquello de: obras son amores, y no buenas razones; y para que sepais que yo tambien estoy por este adagio, os hago saber, que el rey por mi mediacion acaba de nombraros alférez real, premiando así en vos las virtudes de vuestro padre...

-A vos os debo este favor tan señalado? preguntó enagenado, cambiada la indignacion en verdadero gozo.

-A mí, no: debéiselo al rey, y al buen nombre que dejó entre nosotros aquel militar valiente, que se sacrificó por su príncipe en la batalla de Nájera. Vos, Ferrando, imitad sus virtudes, para que en todo tiempo vuestros hijos tengan un claro espejo que les enseñe el cumplimiento de sus deberes. Vuestro padre, á todos nos da lecciones desde la tumba: á todos nos da el ejemplo que debemos seguir en los dias aciagos que corremos; y vos, con especialidad, debeis de mostraros digno descendiente y sucesor suyo.

Estraordinariamente conmovido el nuevo alférez, y no conceptuándose digno del empleo con que acababa de honrarle el rey, despues de dar curso á algunas lágrimas que se desprendieron de sus ojos:

-Ah! Yo juro, contestó, juro por sus cenizas, por su sombra veneranda, juro por el santo nombre de Dios, por su santa Fé y Religion, el observar la línea de conducta que él me dejó trazada. Quisiera que ahora mismo se me presentasen ocasiones de acreditar mi adhesion á la noble causa que en dias demasiado críticos él abrazara: y quisiera tambien sacrificarme por un rey que en mí premia sus servicios. Enrique el de las mercedes fué titulado su padre; y este renombre ilustre, superior al de grande y conquistador con que se honran otros príncipes, él lo merece con igual motivo.

-Así es la verdad: no solo vos podeis decirlo, sino otros muchos de sus vasallos, entre los cuales figura en primera línea el Adelantado Pero Ruiz Sarmiento, á quien acaba de nombrar primer mariscal de Castilla.

-Esa dignidad es nueva.

-Sí; creóla el rey para premiar al Adelantado por la toma de Gijon, y por haber destrozado completamente los últimos restos de la rebelion, que junto á Medina capitaneaba el hijo de Men Rodriguez de Sanabria.

Ferrando, que al ir á casa de Arellano solo habia pensado en recordarle el cumplimiento de cierta palabra, no podia, á pesar de su nuevo destino, de desentenderse de hacerlo. Sin embargo, no del modo que al principio se propusiera, sino como el que ruega y se cree con derecho á que le atiendan, manifestó al anciano que Peralvez gemia en la prision.

-Es de los conjurados, le replicó, y solo el rey puede perdonarle.

-Si; pero vos me prometísteis ocultar su nombre...

Aquí se vió don Juan Ramirez tan atacado, que no supo al pronto qué responderle; mas despues, sin darse por entendido de aquellas palabras:

-Os prometo seriamente, dijo, que el verdugo no se entenderá con él: tan solo pienso en un destierro; y si había de ser á un punto de los mas distantes del reino, lo destinaré á cualquiera de los mas cercanos, en donde le acompañará, para que la distancia y ausencia le sea mas llevadera, el hijo de su muger.

-Y tambien á este desgraciado alcanzan vuestras iras?...

-Mis iras, no; el castigo que merece por su culpa.

-Sin embargo, la libertad del uno y del otro estaba garantida por vuestra palabra...

-Son culpables, y el rey me manda que los castigue.

-Pero S. A. creo que ninguna necesidad tuvo de saber que lo eran.

-Empeñóse en saberlo, y no tuve mas remedio que decírselo; si vos no supísteis ocultármelo, cómo queríais que yo lo hiciese?

-Lo habia fiado á vuestra prudencia, y... ahora conozco que fué inútil.

-Qué diablos, Ferrando; no puedo comprender vuestra tristeza por el destierro de dos hombres! Si esta medida la hiciera estensiva á cierta persona del otro sexo, pase; pero quedándose ella en Burgos, qué mas podeis desear?...

-No, Ramirez; os prometo que mis relaciones con ella han concluido para siempre.

-Cómo así?

-Los remordimientos me atormentaban demasiado: por un momento de ilícitos placeres, perdia la salud y la tranquilidad de mi espíritu. Hice, pues, una resolucion de separarme del encantador objeto que me proporcionaba mil dispendios y menoscabos en la honra, y lo conseguí. Feliz yo mil veces por haberme desentendido de los cantos de aquella Sirena, que emponzoñó mi vida con escándalo de cuantos me conocian; y mas feliz aun, si persevero apartado de su dañosa amistad.

-Me edifican vuestros propósitos, y los nobles sentimientos de vuestro corazon me cautivan; y para que veais que tambien yo os imito en lo que puedo, hoy mismo voy a pedir a S. A. la libertad de Peralvez y la del hijo de su muger.

-Quisiera que así lo hiciéseis, para que esa pobre familia fuese menos desgraciada: al fin les dí palabra de protegerlos.

Don Juan Ramirez no faltó á la que acababa de dar al nuevo alférez, pues apenas se separó de él, cuando pidió permiso al rey para poner en libertad á dos de los menos temibles de los conspiradores. Alguna resistencia encontró al principio en el hijo de don Enrique: su ánimo real se oponia á un indulto tan completo en perjuicio de los demas presos; pero en cuanto el favorito le hizo presente que los reos por que abogaba mas eran á propósito para destruir cualquiera conjuracion que para fomentarla, y que la que tanto les habia dado que hacer habia sido descubierta por uno de ellos, accedió al instante á sus deseos.

De este modo quedaron tambien cumplidos los de Ferrando; el cual, para dar una prueba mas de la nobleza de su corazon, nombró su page de lanza al joven, a quien las lágrimas de su madre pusieron al borde del precipicio. En este tiempo, el hijo de don Enrique manifestó el deseo que le animaba de hacer, por via de entretenimiento, una escursion á los montes de Ontoria. Algunos de sus cortesanos se dispusieron para acompañarle; y entre ellos llamaba la atencion por su actividad y alegría don Juan Ramirez, que no queria, segun él decia, separarse ni un instante de su lado. Y en verdad, que si se atiende á que por sus consejos se habia visto disipada en gran parte la deshecha tormenta que estuvo á punto de estallar sobre Castilla, le sobraba razon para pretenderlo, mucho mas, despues que el Abad de Herrera, suspirando siempre por su amada soledad, se restituyera á su monasterio.

Capítulo IX
Del gozo y el dolor que un mismo dia esperimentaron los cortesanos de don Juan.

Acababa el rubicundo Febo de tender su dorada cabellera por las cúspides de las encubradas montañas de la sierra de Burgos, cuando el jóven rey salia acompañado de las personas que le inspiraban mas confianza, en direccion de los umbrosos pinares de San Leonardo. El primer dia entretúvose en cazar en los pueblos de las inmediaciones de su capital, y el segundo avanzó hasta el de Ontoria, en persecucion de los javalíes, de que abundaba aquel país. La caza fue abundante: reinaba la animacion y la alegría entre cuantos concurrieron á ella. Los espesos bosques, los solitarios valles, los encumbrados cerros, los humildes collados, las oscuras cavernas, todo, en fin, estaba lleno de la gritería de los cazadores, del eco de sus cuernos de marfil y del ladrido de sus perros. Cualquiera diria que el bullicio y algazara que de ordinario reina en las grandes ciudades se habla trasladado al desierto; porque aun aquellos que estaban acostumbrados á guardar en todo circunspeccion, manifestaban allí la alegría de los primeros años. El mismo don Juan Ramirez desmentia con sus gracejos y voces su avanzada edad; y ya que no podia correr cuanto deseaba, incitaba á otros á que lo hiciesen. Pero cuán poco duran los goces del mísero mortal! Cuán en vano se afana por olvidar que le cercan á cada paso innumerables desdichas y multiplicados peligros! Podrá acaso esforzarse en creer que es venturoso en la tierra porque nada sabe negar á sus desordenados apetitos, teniendo á mano los medios de satisfacerlos; pero prescindiendo del vacío inmenso, de la sima profunda que notará en su corazon al olvidarse de practicar la virtud, una enfermedad grave, la pérdida imprevista de una persona querida, vendrán al instante á recordarle lo errado de sus cálculos. Quién es el hombre que podrá decir: he nacido para gozar á mis anchuras en el mundo, y en él tengo mis deleites? Este hombre, si le hay, es un insensato, que abandonado por la razon, es digno de verdadera lástima. Quién habia de decir á los que formaban la comitiva del rey don Juan, que en aquel mismo dia que creyeran destinado para olvidar todos sus cuidados recreándose en el noble ejercicio de la caza, y desentendiéndose de la engorrosa etiqueta de los palacios, ese mismo dia habian de llorar la temprana muerte de un príncipe amado y reverenciado por sus pueblos? Pues ello, no obstante, fué una verdad triste, que desgarró su corazon cuando estaba henchido de alegría y predispuesto para los placeres.

Iba declinando el dia, cuando una violenta tempestad que estalló casi repentinamente, puso término á la algazara de los cazadores, y les obligó á retirarse al pueblo de Ontoria, en donde tenian sus alojamientos preparados. Al verse reunidos notaron la falta del príncipe; pero como creían que la tormenta le hubiese obligado á guarecerse en otra parte distinta de su palacio, al pronto no se sobresaltaron. De este error vino á sacarlos la presencia de Ferrando, con quien le habian visto una gran parte del dia.

-El rey, en dónde está? le preguntó con ansiedad don Juan Ramirez.

-Pues qué, no se halla en este alcázar! respondió el jóven alférez demudado el semblante y presintiendo su pérdida.

-Es el único que falta de cuantos asistimos á la cacería; y vos que estuvísteis con él toda la tarde, debeis de darnos cuenta de su persona...

-Toda la tarde, no, Ramirez: vos no reparais en lo que decís, porque á no ser así, no habiéndome vos visto mas que una pequeña parte de ella, cómo era posible que aseguráseis una cosa tan contraria á la verdad? Es cierto que juntos anduvimos mucho tiempo; pero poco despues de estallar la tormenta, y cuando yo tenia buenos deseos que mandase dar la vuelta al pueblo, un enorme javalí iba corriendo por entre las malezas de un espeso bosque á refugiarse en las orillas del rio. El príncipe se arroja sobre él; tírale un dardo, y logra clavársele en los lomos. La fiera al sentirse herida, revuelve hácia nosotros; y nuestra destreza y la agilidad de nuestros caballos nos libran de su ferocidad. El augusto cazador insiste en matarla: lánzase nuevamente en su persecucion, siguiéndole yo á corta distancia. Pero en aquel instante mismo sonó un pavoroso trueno, rasgóse una nube, y vomitó sobre el bosque un crecido número de rayos que le incendiaron por todas partes. Al volver del espanto que me causó aquel desconcierto de la naturaleza, derramo la vista en derredor de mí, y no encuentro mas que las señales de la violenta tempestad, que se aumenta por momentos. Llamo entonces al príncipe, y no me responde: lo busco con ansiedad, y no le encuentro. Si habrá perecido? me pregunto á mí mismo. Pero cuando así empezaba á lamentarme por su suerte, acertó a pasar por junto á mí un pastor, y me dijo: un caballero, que no sé si será el rey, ha pasado por aquí corriendo á uña de caballo: para ahora ya debe estar en el pueblo. No dudando que fuese él, me dirigí á este palacio; pero ya veo que el pastor confundió al príncipe con alguno de nosotros.

-Indudablemente! respondieron los que escucharon esta relacion. Íbanse ya á dar órdenes para que saliesen en todas direcciones buscando al augusto hijo de don Enrique, cuando hé aquí que entra en el alcázar su despensero mayor, el cual lloroso y afligido, como el que ha esperimentado la mayor pérdida del mundo, esclama:

-El rey ha perecido! qué será ahora de nosotros?...

-Qué decís? preguntan todos á una vez.

-Una verdad triste y desgarradora. El rey ha perecido devorado por una fiera, añadió con acento melancólico.

-Silencio, interpuso Ramirez con voz atronada: esos no son mas que rumores, que mañana vereis destruidos cuando le veais entre nosotros.

Sí, sí; ya le veremos, ya, contestó á estas palabras el despensero meneando la cabeza: en la morada de Dios es mas fácil; lo que es aquí, imposible: yo he hablado con los mismos pastores que vieron correr á la ventura su caballo por los bosques.

-Silencio, volvió á decir el antiguo favorito esforzando la voz; esos no son mas que embustes fraguados por los enemigos de nuestro reposo. Acabo de tener noticia de que el rey pernocta esta noche en San Leonardo, adonde nosotros iremos mañana para reunirnos con él.

Casi todos los que oyeron estas palabras las creyeron de buena fé; pero algunos mas advertidos, como el hijo de Pero Lopez de Ayala, conocieron que hablan sido pronunciadas con un fin político. Ciertamente era de suponer así, no solo por la reserva con que Ramirez acostumbraba á proceder en todo, ocultando muchas veces la verdad para conseguir mejor sus fines, sino porque al poco tiempo mandó salir personas de su mayor confianza á recorrer los pinares para enterarse de cuanto hubiese sucedido. Estos esploradores llevaban orden de recoger el regio cadáver, si por desgracia era cierto cuanto anunciaba el despensero, y conducirlo con el mayor sigilo á Ontoria. Domas de esto, se retiró á escribir un espreso al arzobispo de Toledo y al obispo de Sigüenza, para que participasen tal infausta nueva á la reina doña Beatriz, y de acuerdo con ella proveyesen á la seguridad del reino, antes que las facciones y parcialidades de los grandes se apoderasen del gobierno.

Sería poco mas de media noche cuando algunos de los que buscaban al príncipe encontraron muerto á su caballo junto á un roble secular. Registráronlo escrupulosamente; y á la luz de las teas, de que habian salido provistos, descubriéronle en el vientre una honda herida, como causada con los afilados colmillos de una fiera. Dieron algunos pasos mas adelante, y no tardaron en encontrar á orillas de un arroyo, que merced á la tormenta se habia convertido en rio, el manto del rey empapado en purpúrea sangre. Recogieron este triste resíduo, que atestiguaba su fin trágico, y dieron la vuelta al pueblo para comunicar á don Juan Ramirez cuanto habian visto.

El dolor que se apoderó del privado es por demas el ponderarlo: no solo amaba al rey como vasallo, sino tambien porque se reputaba como su padre, despues que don Enrique lo encargara su cuidado. El buen anciano hubo de sucumbir en aquellos momentos de amargura; y temiendo seriamente que asi sucediese, llamó al hijo mayor de Pero Lopez de Ayala.

-Llámote, hijo mio Ferrando, le dijo con voz dolorida, para asociarte á mi pena, para que por tí empiece el luto que muy en breve debe de cubrir á todo el reino... El rey don Juan, ese príncipe querido que hace tan poco tiempo hemos visto bendecido por Dios, coronado por la victoria, y aclamado por sus pueblos, no existe ya entre nosotros. Su muerte, tan trágica como impensada, priva á Castilla de uno de sus mejores reyes, y abre á nuestros piés un abismo de desdichas, que no terminarán hasta que el infante don Enrique, ese tierno vástago, que aun lacta los pechos de una princesa ilustre, llegue á su mayor edad. Algunas medidas he tomado ya para conjurar en gran parte la horrible tormenta que ya columbro formarse sobre nuestra patria; y con el objeto de llevar á Burgos mis últimas instrucciones, quisiera que te preparases para marchar antes de que apunte el dia, regresando al instante con un médico para que atienda á mi cuidado. Este golpe me aniquila, y él solo es capaz de conducirme al sepulcro, cuando mas necesarios eran mis consejos.

-El dolor que desgarra mi corazon no es menor que el vuestro: desde que se notó la falta del rey, he empezado á temer seriamente por su vida; y á no estar preparado, creedme, que esa noticia hubiera concluido con la mia. Iré á Burgos cuando lo dispongais; pero mi parecer era el suspender este viaje hasta tanto que no tuviésemos noticias mas positivas de la desgracia que lamentamos. A qué fin

embrar la alarma y la consternacion en los leales pechos de aquellos habitantes, sin poderles enseñar el regio cadáver?

-Pero trátase por ventura de eso? Tú solo vas dirigido á algunos grandes y prelados, y estos señores ya saben lo que les conviene hacer en el caso presente.

-No digo lo contrario, Ramirez: solo quiero significar nuestra responsabilidad, si despues de anunciar la muerte del rey, apareciese mañana.

-Aparecer mañana! vana esperanza!... Pues qué, no tenemos bastantes vestigios de su fin en su caballo y en su manto ensangrentado?

-Es cierto. sí; pero en estos casos se necesita algo mas. En Burgos me preguntarán: habeis vos visto morir al rey? os habeis encontrado su cadáver? Y á estas preguntas ya veis que yo no puedo responder de un modo afirmativo.

-Entiende de una vez que no vas á llevar nueva ninguna: tú solo vas á prevenir. Por lo demas, estoy conforme con cuanto me dices.

El hijo de Ayala se dispuso al instante para partir; y el antiguo favorito, á quien no abandonaron ni un instante sus pesares y los cuidados del reino, vió desaparecer lentamente aquella cruel y tempestuosa noche. Como su ansiedad era tan grande, así que amaneció salió acompañado de la mayor parte de los que habian asistido á la cacería, á recorrer todos los pinares de Ontoria y San Leonardo. Lleváronle adonde estaba el caballo muerto: enteróse muy despacio del sitio en donde fué hallada la regia púrpura, y en donde se suponia que el príncipe habia perecido. Todo lo examinó cuidadosamente; y no contento con esto, dividió su gente en cuadrillas, encargándoles que no perdonasen medio ni fatiga, hasta haber dado con el rey. Él mismo se encargó de registrar las dos orillas del rio; y á poco de emprender esta operacion, descubrió una pequeña choza situada en la ladera de un monte. Fuése acercando á ella con ánimo de saber si estaba habitada, cuando hé aquí que le sale al encuentro un jóven que de lejos no conocia; mas despues de dar algunos pasos en su direccion, reconoce en él al augusto señor de Castilla.

-El rey! grita Ramirez enagenado de puro gozo.

-El rey es, responden alborozados sus compañeros.

Agrúpanse todos en su derredor: manifiéstanle el cuidado y la honda pena en que su ausencia los habia puesto: arrojan al aire descompasados gritos de alegría: suenan sus cuernos de caza, cuyo eco es correspondido por otros muchos; y en poco tiempo reúnense allí todos los que afligidos le buscaban. El príncipe se siente conmovido con estas demostraciones de afecto, y para corresponderles de alguna manera, les hace una señal, y les dice:

-Oidme, mis queridos amigos: cuando retumbaba el trueno, el rayo hendía las nubes, y el agua caía á torrentes, avisté un disforme jabalí: era la mejor pieza que se habia presentado en todo el dia. Al instante traté de cazarla logrando herirla del primer golpe. Pero la fiera revuelve sobre mí con tal rabia, que solo á la velocidad de mi caballo debo la salvacion de mi vida. Ferrando, que me acompañaba, me manifiesta cuánto me espongo y la necesidad de retirarnos; pero yo, que deseaba concluir lo comenzado, desoigo sus ruegos, y me lanzo á la carrera entre el fragor del trueno y los rayos que descendian sobre el bosque, encontrándome al poco tiempo con mi fiero enemigo. Temí entonces, lo confieso, perecer, Llamo á Ferrando; pero Ferrando no puede socorrerme, porque la furia de la tempestad le impidió seguir mis huellas. En aquel trance tan crítico descargo nuevos golpes sobre la fiera; pero ella, aunque muy desangrada, acométeme con nueva furia cebándose en mi caballo. A él tambien fúí esta vez deudor de mi existencia, porque mientras sufria los rudos golpes del jabalí, yo huía de su ferocidad. No eran vanos mis temores: llegaba á la orilla del rio, y cuando me disponia para vadearlo, vuelvo la cabeza atrás, y hé aquí que le veo venir despues de haber muerto á mi caballo. Para librarme de su saña, cuelgo mi manto de un arbusto; y mientras con él se entretenia, yo me guarecia en esta choza, de la que acababa de salir á ver si encontraba senda que me condujese á algun pueblo.

Todos los que presentes estaban aplaudieron la bravura y serenidad del rey, el cual al dia siguiente regresó á su capital, en donde empezaban ya á correr siniestros rumores. Burgos le recibió entonces con tanto entusiasmo, como si aquella fuese la vez primera que tuviese la dicha de recibirle dentro de sus muros.

Capítulo X
De como don Juan oyó contar una historia, que aunque interesante, le hizo muy poca gracia.

Cuando el augusto hijo de Enrique el de las Mercedes, huyendo de una muerte cierta se refugiaba en la cabaña, de que hemos hablado en el capítulo precedente, encontró en ella un jóven, única persona que la habitaba, en un estado deplorable. Era alto y bien formado, pero su escesiva debilidad apenas le permitia mantenerse en pié: su rostro pálido y demacrado; sus ojos hundidos y sin brillantez; su laxitud y sus cárdenos labios; los hondos suspiros que á menudo exhalaba, y la profunda melancolía que reflejaba en su frente, todo en él indicaba la existencia de uno de esos seres desgraciados próximos a sucumbir bajo el peso del infortunio. El rey se sorprende al verlo, no solo porque sus vestiduras, aunque rotas, manifestaban ser de persona principal, sino porque tambien sus finas maneras le hubieran hecho traicion si tratase de ocultar su distinguido orígen.

-Vengo á ser vuestro huésped, le dice al tiempo de entrar: me permitireis que aqui esté mientras dura la tormenta?

-Y despues tambien, si quereis, respondió el solitario alargándole un taburete para que en él se sentase.

-Os agradezco la buena voluntad; pero al amanecer, si encuentro la senda que he perdido, me alejaré de aquí.

-Lo creo muy bien, repuso el jóven suspirando: como vos ya muchos otros lo han hecho así. Un infeliz, á quien han perseguido de muerte una multitud de males y desgracias, inspira asco y aversion, y como si fuese un leproso, huyen todos de su vista temiendo contaminarse con el aire que respira.

-Qué! Tan desgraciado sois que hasta la compasion de vuestros semejantes os falta?

-No sé si alguno la habrá tenido de mí; pero si estoy engañado, esa compasion ha sido bien estéril.

Habrá sido sin duda porque los recursos de los que os compadecian no guardaban proporcion con sus deseos.

-Ah! Cuántos como vos se han guarecido en esta miserable choza de algun turbion ó pedrisco, á los cuales, sobrándoles el pan y otros alimentos para arrojarlos á sus perros, han rehusado repartirlo conmigo!...

Los ojos del jóven llenáronse en aquel momento de agua; mas despues, como si se avergonzase de dar esta prueba de debilidad, revistióse repentinamente de cierto aire de orgullo, acordándose sin duda de su antigua fortuna, y continuó:

-Pero no, nada quiero de esos miserables: yo les hubiera hecho un bien, si hubiera sido socorrido por ellos. Al fin, qué hubiera conseguido? Acaso la prolongacion de mi vida por algunos dias mas. Es decir, cambiaria por un pedazo de pan la dulce esperanza de sucumbir presto. Quién habrá, que no habiendo participado de la vida mas que la hiel de sus tormentos, no desee la muerte?... Sentado estoy al borde del sepulcro; oigo ya los golpes del azadon que abre mi sepultura; descubro los gusanos que han de roer mis entrañas; me espanta el juicio que me espera; tengo presente el olvido y la ingratitud de los hombres, y sin embargo, si me dan á escoger entre la muerte y la vida, entre la pobreza y las riquezas, entre los placeres de una corte voluptuosa y la soledad de esta cabaña, doy la preferencia á esta para vivir y morir ignorado. La vida es para mí una carga insoportable, y la mayor desdicha, el mas grande trabajo ha sido el no haber sucumbido entre tantos buenos como me han precedido...

El bondadoso corazon del príncipe se enterneció al oir estas palabras, que bien á las claras manifestaban la desesperacion de que estaba poseido el que las pronunciara. Si él pudiera restituirle la tranquilidad de que carecia; si en su mano estuviera el trocar su suerte de aciaga y triste en dichosa y feliz, con cuánta alegría no se prestaria á cualquier sacrificio para conseguirlo! Pero hay males tan hondos, desgracias tan lamentables, que ni aun el poder y magnificencia de los reyes es bastante para estinguirlas. En esto tambien ha querido significar el Eterno su divina omnipotencia, y la pequeñez y miseria de todas las grandezas humanas.

Bien persuadido don Juan de esta verdad, no abriga la conviccion de que aquel desgraciado le deba su completa dicha; pero al menos se dispone para derramar sobre su lacerado corazon algunas gotas de ese bálsamo consolador que presta la verdadera caridad á los que tratan de practicarla.

-Yo respetaré siempre, le dice, los motivos que os obligan á espresaros así; pero decidme: si hubiese un grande y poderoso señor que, sin interés ninguno, sin exgir de vos ni aun la gratitud, se esforzase en remediar vuestros males, lo repeleríais de vos con indignacion?

-Con indignacion, no; pero le suplicarla que me dejase.

-Y si él insistiese á pesar de vuestras súplicas, qué haríais?

-Huir si podia de un bienhechor tan importuno.

-Luego vos estais contento con vuestra suerte: luego preferís vuestro estado presente á los bienes que habeis perdido: luego sois un injusto cuando os quejais de los que dan su pan á los perros y no lo reparten con vos; y luego, en fin, sois indigno de que se os tenga compasion.

El huésped, que no esperaba esta salida, no supo qué responder. Al pronto quiso hacerlo de una manera brusca: pero era cortés y bien nacido, y reputaria como una nueva desgracia el faltar á la urbanidad, que con el hábito era para él una segunda naturaleza. Estuvo por esto un largo rato suspenso, y despues que hubo algun tiempo meditado sobre lo que acababa de oir:

-Si supiéseis mi historia, dice, si á vuestro conocimiento llegase una pequeña parte de mis tristes aventuras, estoy seguro que disimularíais mis imprudencias. Vos sois jóven, y yo lo soy tambien; pero qué cúmulo de males no han llovido sobre la mayor parte de mi vida! No dudo asegurar que si á cualquiera otro le hubiese un hado adverso perseguido con tanto encarnizamiento como á mí, emplearia el mismo lenguaje para lamentarse de sus desgracias.

-Está bien todo eso, repuso don Juan, que creía tener mucho adelantado; pero vos creeis de buena fé que sois el mas desgraciado de todos los hombres, y que aun siéndolo, vuestros males resistirán á los consuelos de la amistad?

-Nada puedo deciros que pueda satisfaceros: en treinta años de desdichas no he conocido hombre mas perseguido por ellas que yo; y los consuelos de la amistad, los esfuerzos del interés mas vivo, son ineficaces para mitigar mis penas. Conozco que he nacido para padecer, que mi vida debe asemejarse á la agonía prolongada de los que espiran en un lento tormento; porque á no ser así, cómo era posible que yo sobreviviese á la pérdida de objetos tan dulces y queridos para mi?

-Os compadezco de todas veras, y en vuestra mano está el que mi compasion no sea estéril...

-Os agradezco los buenos sentimientos que os animan.

-Podeis manifestarme ese agradecimiento dándome palabra de que admitireis mis favores, y refiriéndome aunque no no sea mas que una parte de vuestra historia.

-Aunque es mucho lo que me pedís, renegaria de los sentimientos que desde la infancia llevo indeleblemente grabados en mi corazon, sino accediese á vuestros deseos. Por lo mismo, disponeos á oir algunas de mis tristes aventuras.

En seguida, recostándose sobre un monton de heno, que otro ajuar allí no habia, refirió su historia de esta manera:

-Cuando el rigor del rey don Pedro tenia helados de espanto á la mayor parte de sus enemigos, presentóme en su corte mi padre Men Rodriguez de Sanabria, que era uno de sus mas fieles caballeros. Acababa yo entonces de entrar en esa edad en que las pasiones germinan en el corazon; y el príncipe, que se pagaba mucho de mi juventud y arrogancia, dispensóme al instante su proteccion y amistad. Al fin eran tantos los servicios que mi padre habia prestado á su causa, que solo, en cierta manera, así podia premiarlos. Víme desde entonces asociado á sus empresas, y tan identificado con su buen éxito, que por conseguirlo arrostraba siempre los mayores peligros. Ah! Si aquellos de sus vasallos, que él sacara para puestos importantes del polvo de la tierra, hubieran comprendido así y desempeñado sus deberes, don Pedro estaria entre nosotros, y la usurpacion no hubiera triunfado!...Yo era, á pesar de mi edad tan temprana, el alma de sus consejos, el fiel amigo con quien compartia los secretos mas ocultos de su corazon; y puedo seguraros que no todos sus castigos eran sugeridos por el odio: algunos habia que los dictaba una recta justicia. Qué podria yo apetecer entonces que no tuviera seguro? Yo era un jóven sonreido por la fortuna, mimado por el rey, y ademas hijo de un poderoso privado que no tenia rival en la corte. Empero aquel brillante período de mi vida desapareció bien pronto. Una nefanda conjuracion tramada en Francia y consumada en Calahorra destruyó en breves dias el robusto trono en que se asentaba don Pedro. Doce mil bandidos, á quienes el Papa Urbano para librar á la Europa de sus tropelías habia pensado seriamente en enviar á los cálidos arenales del Asia y que con el nombre de compañías blancas asolaran la Francia y una parte de la Italia poniendo en grave conflicto á la Santa Sede, fueron los recursos de que se valió para usurpar la corona de Castilla el bastardo don Enrique... Si en la prosperidad el rey me dispensara su favor, justo era dije yo en la adversidad le manifestara mi gratitud: juré sacrificarme por su causa, no retroceder ante ningun obstáculo ni peligro hasta ver el aniquilamiento de sus enemigos; y segun lo dije, lo hice: mi conciencia está tranquila, y sino conseguí mis intentos, no economicé mi sangre. Mientras mi padre quedaba en el reino manteniendo el espíritu de nuestros partidarios, yo acompañaba á don Pedro buscando un asilo en Portugal. Por qué la desgracia persigue con tanto encarnizamiento á los príncipes infortunados? Por qué las piedras se vuelven contra el que huye? No es bastante la pérdida de la patria para satisfacer la venganza de un enemigo? No es suficiente tormento para satisfacerle la pérdida de un trono? Don Pedro tenia muchos adversarios encubiertos en todas partes, y en esta ocasion se manifestaron porque ya no le temian. Solo así pueden esplicarse los asombrosos triunfos y rápidas conquistas del usurpador don Enrique. Cuando llegamos á Portugal, envióme mi augusto amo á la corte de Lisboa á pedir en su nombre un albergue al rey don Pedro.

-Un príncipe ilustre, le dije, á quien una deshecha tormenta acaba de arrojar á vuestras playas, os pide permiso para permanecer en vuestros estados, ínterin no le es dado recuperar la herencia de sus padres. Si V. A. consulta á las bondades de su corazon, no le podrá negar esta gracia, y si recuerda los miramientos y tiernos cuidados que en otra época se han dispensado en Castilla al desventurado Sancho II, le concederá su proteccion.

-En una provincia no pueden caber dos reyes, me contestó secamente el monarca lusitano.

Yo quedé helado con semejante respuesta: conocí que tambien en él teníamos un enemigo tan poderoso como temible; y antes que intentase entregarnos á los de Castilla, abandonamos la tierra ingrata que nos negaba, y entramos en Galicia. Decíase entre nosotros que en este pais era en donde el rey tenia mas partidarios. Es cierto que en él habian sido menos frecuentes las defecciones, y que agradecidos sin duda sus habitantes á la gracia de que los primogénitos de los reyes se titulaban sus príncipes, Compostela continuaba por nosotros. Sin embargo, tambien aquí vi rostros ceñudos; y conociéndolo el rey, trató de retirarse á Francia buscando la proteccion de los ingleses, en quien mucho confiaba. No fueron vanas sus esperanzas; porque así que llegamos á Bayona pusieron á su disposicion un lucido ejército que podia competir con el mas aguerrido del mundo. Con él pasamos los Pirineos y llegamos á Pamplona, casi sin ser sentidos de nuestros enemigos; destruimos su plan adelantándonos hasta Najara, en donde aniquilamos las huestes del usurpador, y arrancamos de su frente la diadema con que se envanecia. No quiero referiros detalladamente cuanto pasó en aquella jornada memorable: vos debeis de saber los estraordinarios prodigios, las heroicidades que entonces tuvieron lugar entre ambos hermanos; y que solo la pericia y valor de los ingleses, arrancó á don Enrique una victoria con que mucho antes contara. Esta justicia la merece su arrojo y serenidad, pues él fué el último en retirarse con pocos caballeros del combate. Desde entonces todo lo demas se nos allanó: el reino quedó en pocos dias por nosotros; pero bien presto un nuevo aluvion de males, un enjambre de desdichas nos acometió por todas partes: el bastardo don Enrique encontró proteccion entre los franceses; y al mismo tiempo que estos se disponian para entrar en España, las provincias de Guipúzcoa y Vizcaya, las ciudades de Segovia, Ávila, Palencia, Salamanca, la villa de Valladolid, y otros muchos pueblos del reino de Toledo, seguían su parcialidad y se esforzaban por su triunfo. De poco aprovechó á don Pedro su valor desesperado y el auxilio del rey de Granada. Vos sabeis ya cómo sucumbió en Montiel; y si no os refiero todas las escenas que allí se representaron, es porque os supongo demasiado instruido en ellas: os hablo de sucesos que tal vez vos habreis presenciado; y si los menciono, cuando por sabidos debia callarlos, es tan solo para que conozcais por ellos la parte primera de mi lastimosa historia. Prestadme atencion y pasaré á la segunda. Luego que Men Rodriguez de Sanabria vió á sus piés el cadáver ensangrentado de su rey, estremecióse de terror y juró vengarse en su corazon, de sus crueles asesinos. Entró presuroso en el castillo, y auxiliado por la confusion que en él reinaba, se acerca al lecho en que dos profundas heridas me tenian postrado, y me dice:

-Ramiro, la sangre que ayer has derramado en defensa del rey no es la última que exijo de tí. Yo marcho á Galicia á vengar su traidora muerte, y á proclamar por reina de Castilla á la duquesa de Alencastre. Nuestro triunfo será tan próximo como seguro: en él está interesada una nacion poderosa, que tiene á uno de sus príncipes casado con la hija mayor del desventurado don Pedro. -Qué! le pregunté sorprendido con lo que acababa de decirme, han asesinado al rey? no ha conseguido fugarse?

-Por desgracia, Ramiro, por desgracia. El pérfido Beltran Claquin nos ha vendido.

Mi padre acababa de comunicarme con estas palabras toda su indignacion: en un instante me sentí animado: deseaba por momentos vengar la muerte de mi regio amigo: creía que yo solo bastaba para conseguir empresa tan gigantesca; y como si me fuera dado moverme del potro en que me colocara mi lealtad, quiero vestirme. Insensato! Al intentarlo renuévanse mis dolores, ábrense mis heridas, y de ellas brota un lago de sangre.

-Ramiro, me grita mi padre entre el dolor que mi estado le causaba y la desesperacion de que estaba poseido, no puedes ahora, mas despues sígueme á Galicia.

Dicho esto desapareció, dejándome luchando con mis aflicciones y tormentos. No bien se habia marchado, cuando el castillo de Montiel fué ocupado por los soldados victoriosos de don Enrique, que ansiosos buscaban con que satisfacer su codicia. Llegáronse á mi aposento, y en un instante desaparecieron de él cuantos objetos lo adornaban: mi lecho sufrió un saqueo pocas veces usado con los heridos; y mi estado, que era cada vez mas triste, á nadie inspiró compasion. Víme entonces el hombre mas miserable de la tierra, pues á mi estremada pobreza y debilidad, reunia mis mortales heridas, y el encontrarme en poder de mis mayores enemigos. Sin embargo, algo debí á su compasion: el alcaide del castillo la tuvo de mí; y por ministerio de un médico árabe, despues de muchos meses, recobré la salud. Yo quise entonces marchar á reunirme con mi padre, que se encontraba levantando tropas en Galicia por el duque de Alencastre; pero al intentarlo hízoseme saber que habia perdido la libertad. En vano imploré la piedad del alcaide, en vano tambien invoqué en mi favor el derecho de gentes, diciendo que yo no era ni podia ser prisionero, puesto que no habiéndome cogido con las armas en la mano, era igual á cualquiera otro de los vasallos de don Enrique. De todo se prescindió, y solo se contentaron con decirme, que habia orden del nuevo rey para retenerme en el castillo. Esta inopinada conducta de mis enemigos hízome sospechar si los progresos de mi padre serian la causa. Deseaba aclarar esta duda: tenia contra mí para conseguirlo la distancia y la falta de comunicaciones; pero el alcaide era franco; habíame manifestado su afecto en varias ocasiones, y esta vez esperaba que tampoco desmentiria el buen concepto que de él habia formado.

-Podeis decirme, amigo, le dije para conseguir mi objeto, si sabeis algo de Men Rodriguez de Sanabria?

-De vuestro padre?

-Sí: por él os pregunto.

-Dicen que anda revolviendo la feria allá por Galicia.

-Y no sabeis si cuenta con mucha gente?

-Dícese que con bastante, aunque segun dicen, la mitad son ingleses y la otra portugueses.

-A pesar de todo, creo que no adelante nada habiendo muerto don Pedro, le dije para encubrir mis deseos.

-Y eso qué importa para revolver y no sosegar? Bastantes hijos ha dejado, aunque con mal derecho por ser todos ilegítimos; pero...

-Sí; tambien don Enrique, le interrumpí prontamente, no es hijo legítimo del rey don Alonso el Onceno, y con todo eso...

-No hablemos mas sobre este particular. Quién nos mueve á nosotros á tomar en boca su persona real y sagrada? Hay por ventura algun otro príncipe mas legítimo que él en Castilla? Él, demas del derecho que heredó de su padre, conquistó el trono que ahora ocupa; y á mas á mas, es rey por la voluntad de todos sus vasallos.

El alcaide acababa con estas palabras de imponerme silencio; pero mi principal objeto ya estaba conseguido. Era para mí indudable que Rodriguez de Sanabria se encontraba haciendo guerra en Galicia á la dinastía de los Trastamaras, y como siempre creemos aquello que mas nos lisonjea, me persuadia que las fuerzas que mandaba eran respetables. Desde aquel momento todos mis esfuerzos debian dirigirse á huir del castillo para reunirme con mi padre; mas como estaba tan vigilado, fuéme imposible conseguirlo. El alcaide acompañábame á todas partes; estaba casi siempre conmigo; y tal le veía, que estuve por asegurar que no habia recibido mas encargo que hacerme la guardia. Por otra parte no debo quejarme de su trato; y si he de decir la verdad, no puedo menos de confesar que pocos prisioneros han sido tratados con tanto miramiento. En esto iba avanzando el tiempo, cuando al cumplirse el año de la muerte trágica de don Pedro, hízoseme saber que ya podia marchar á donde quisiese. Esta orden imprevista me llenó de consternacion; llegué hasta derramar lágrimas: y el alcaide, que no debia ignorar la causa por que las vertia:

-Válgame Dios! me dijo; llorais cuando os ponen en libertad: qué sería si os encadenasen?

-Vos sabeis demasiado por qué lloro, le respondí. No es verdad que se me echa de Montiel, porque mi padre ha sido vencido y ya no inspira cuidados?

-Segun se dice de público, vuestro padre ha muerto en una refriega despues de perder sus tropas.

-Cómo! Mi padre?...

-Vuestro padre, sí. Lo mejor es que os resigneis y que rogueis de veras á Dios por él. Todos tenemos que morir; y si vos continuais afligiéndoos de esa manera, no tardareis en seguirle. Sois jóven todavía, y vuestra vida, que promete ser muy larga, debeis emplearla en servicio de don Enrique. Este príncipe, no solo premia liberalmente á sus servidores, sino que tambien perdona á sus enemigos. Vos acabais de recobrar la libertad que vuestro afecto á don Pedro os hizo perder; y si sabeis corresponder á los favores que se os hacen, justo es que con vuestras obras desmintais la nota de ingrato, en que podeis incurrir.

-Por lo mismo, le respondí vomitando indignacion y rabia, por lo mismo, ahora mas que nunca necesito, vengarme. La sangre de don Pedro vilmente derramada por la inicua mano de don Enrique, fresca está, y demanda al cielo su venganza: la muerte de mi padre, ordenada acaso por el mismo príncipe, tampoco quedará sin castigo. Pues qué, han de quedar impunes tamaños crímenes? de nada han de servir mis esfuerzos para abatir el orgullo de un enemigo aunque grande y poderoso? no ha de llegar algun dia el triunfo de la verdad y la justicia, tan despreciada por nuestros enemigos? Desengáñense los que lo contrario creyesen; estremézcanse los que adulan á un príncipe manchado con la sangre de un rey; tiemblen de espanto los que han contribuido á su nefanda obra; porque ellos tambien esperimentarán el rigor que provocan con sus injusticias. Aun hay en Castilla almas nobles y generosas, corazones llenos de abnegacion y energía, que sabrán sacrificarse por una causa justa y desgraciada: aun el infortunado don Pedro tiene herederos de su sangre: aun cuenta entre nosotros con mil aguerridos defensores, y sus esfuerzos no serán inútiles.

-Vos no quereis salir de Montiel, repuso el alcaide sorprendido al oirme hablar de esta manera: parece que habeis tomado afecto á la posada. Cuánto va á que todos vuestros fieros y amenazas quedan sepultados en este castillo? Y en verdad que si tal os sucediese, no respiraríais el aire puro de los campos, ni vuestra vista se recrearia como hasta aquí desde estas elevadas almenas. Un calabozo de los muchos que aquí tenemos deshabitados, sería vuestra perpetua habitacion.

-En dónde está? lo pregunté cada vez mas poseido de la ira: encerradme en él al instante, y enviadme al verdugo para que me despene...

Entonces el alcaide cogiéndome de la mano me puso la puerta del castillo; y al mismo tiempo que me señalaba el camino que debia seguir, me dijo:

-Sois muy mozo todavía, y vuestra juventud os impide conocer los favores que se os hacen: andad y no abuseis de nuestra paciencia.

-De este modo fuí echado de Montiel, de aquel alcázar en que vi por última vez á mi regio amigo y protector, y bajo cuyos muros encontró tan impensadamente la muerte. Allí lloré su fin y sus desgracias; allí gemi en largo cautiverio, y vi desaparecer, cual si fuesen sombras, mis mejores esperanzas. Qué me restaba ya de mi primer estado? Tan solo la vida, pues lo demas todo lo habla perdido. Encontréme pobre, solo, desamparado y huérfano. Habian desaparecido para mí los amigos que me rodearan en el tiempo de mi privanza, y cuando en la miseria recurrí a su generosidad, solo encontré hombres que no quisieron conocerme. Las mercedes del nuevo rey habian corrompido su lealtad; y de aquel considerable número de adictos que yo creí encontrar para vengarme, solo encontré muy pocos que estuviesen dispuestos para seguirme. Y qué podia prometerme entonces de sus servicios? Parecidos á los humeantes restos de una estrella abrasada, ó á los fragmentos de una nave, á quien deshecha tempestad estrelló contra las rocas de la orilla, carecian de union y de fuerza para emprender una guerra. Fuéme, pues, preciso desistir de mis intentos, y mientras el tiempo no daba de sí otra cosa, conformarme y marchar á Galicia. Allí supe circunstanciadamente las últimas desgracias de nuestra causa; y deseando saber el modo como habia sucumbido mi padre, díjoseme, despues de haberlo preguntado, que mortalmente herido, se habla refugiado en Portugal. Esta noticia aumentó mis deseos, y un ligero rayo de esperanza vino á animar mi espíritu abatido. Preguntando á cuantos se habian hallado en la batalla, pasé el Miño y llegué á una pobre alquería, en que me dijeron que se encontraba refugiado un pobre soldado de Castilla. Al pisar sus umbrales presentí cierta alegría mezclada de tristeza; y esta última, que jamás me abandonaba, degeneró bien pronto en un profundo dolor, al reconocer en un miserable gergon que allí estaba, al esforzado Men Rodriguez de Sanabria. Este espectáculo me conmueve, y sin poder contenerme, lanzo un grito que resonó en toda la estancia.

-Padre mio! esclamé arrojándome sobre su lecho: cómo os encuentro en un estado tan deplorable? qué males os han reducido á tan espantosa miseria? Sois vos aquel que imponias respeto á los enemigos de don Pedro, y hacias temblar á sus rebeldes vasallos? Qué se hizo de las aguerridas huestes que no há mucho tiempo comandábais? Adónde han ido á parar aquellos campeones que con vos juraran la venganza de la inocencia oprimida? Ah! Todo ha desaparecido envuelto en el horrible cataclismo que por nuestra desdicha hemos presenciado; y todo en fin ha sucumbido bajo el peso de la mano férrea de un enemigo poderoso auxiliado por la ingratitud y la perfidia! Vos mismo, tendido aqui en tierra estraña, sois mas que un triste resíduo de aquella falange de leales que os acompañaba en dias de mas ventura? Ellos os precedieron en la muerte, y vos no tardareis en seguirlos, concluyendo así el último de los defensores del rey mas desgraciado de nuestros dias.

Men Rodriguez, á quien una enfermedad aguda quitaba la vida, abrió sus ojos para conocerme; y como mis palabras le hubiesen recordado todas sus prosperidades y desdichas, con una voz que parecia salir del sepulcro:

-Hijo mio, me dijo, yo muero, pero tú vengarás mi muerte... Mis bienes se acabaron, y nada puedo dejarte mas que mi odio á la dinastía de los Trastamaras....

-Quiso continuar, pero su estremada fatiga y debilidad se lo impidieron. Al poco tiempo perdió el sentido, y entró en la agonía. Yo estrechaba con las mias sus manos frias y arrugadas; yo queria comunicar mi aliento á aquel pecho próximo á quedar sin él; yo bañaba su rostro con mis lágrimas y pronunciaba su nombre enternecido; pero cuán vanos eran estos esfuerzos de mi filial amor! La muerte se presenta entonces con faz lívida y aterradora; bate sus negras alas sobre la cabeza del moribundo; y mi padre, la persona que yo mas amaba, desciende á la tenebrosa region de los muertos. Afligido y desconsolado por la gran desgracia que acababa de esperimentar, despues de haber tributado á Men Rodriguez los honores de la sepultura, dejé á Portugal, atravesó la Galicia, y entré en Castilla para cumplir el testamento de mi padre... Pero lo que me pasó en esta tercera parte de mi vida, os lo referiré despues de haber descansado algun tiempo, porque ya veis que me fatigo demasiado.

Capítulo XI
De como Ramiro concluyó su historia desagradando cada vez mas al rey.

Acababa entonces la Providencia de castigar anticipadamente los crímenes del último rey, y su hijo el príncipe don Juan, de ser aclamado en la mayor parte de Castilla. Las circunstancias no podian sernos mas favorables si tuviésemos de antemano concertados nuestros planes; pero el duque de Alencastre, que defendia los derechos de su esposa doña Constanza, y el conde de Gijon que trabajaba por su propia cuenta, habíanse descuidado demasiado. Yo recibí orden del duque de levantar tropas que le protegiesen en Castilla, y que si no podia conseguirlo, que hiciese causa comun con el conde. En esto quiso seguir, la política de mi padre, que era la de destruir con las armas de unos enemigos, los esfuerzos de otros. Antes de proclamar por reina de Castilla á la princesa doña Constanza, quise ir á Burgos para enterarme mejor del estado del reino, y ponerme de acuerdo con algunos partidarios que allí teníamos. Alojéme cerca de la casa de un judío llamado Joseph Pico, á quien su destino de recogedor general de las alcabalas reales y tesorero del nuevo rey, habia dado mucha celebridad. Su casa era frecuentada por los mas opulentos judíos: los ricos-hombres y otros nobles de la corte allí concurrian tambien, buscando el dinero que necesitaban para salir de sus apuros; y aunque se quejaban de sus escesivas usuras, á él siempre recurrian obligados por la necesidad. Hízoseme entender por el duque de Alencastre la conveniencia de atraer á nuestro partido un personage que con sus tesoros tanto podia influir en su triunfo. Presentéme á él para conseguirlo haciéndole en su nombre las mas brillantes promesas; y aunque por entonces estuvo muy reservado conmigo, supe luego que ya los partidarios del conde don Alfonso se me habian anticipado. No me desanimé por esto, antes por el contrario, conociendo que cuanto se trabajase en favor del conde debia redundar de alguna manera en beneficio del duque, asociéme á esta empresa, y deseé su triunfo para mejor conseguir el nuestro. Tenia Joseph Pico una hija de rara hermosura: Abigail, que así se llamaba, no conocia rival en Burgos ni en toda su comarca. Su cabello de ébano y su frente de marfil; sus rasgados ojos circundados de negras pestañas; sus sonrosadas megillas y sus labios de coral; sus dientes como blancas perlas, y su cuello alabastrino, habian llamado la atencion de los principales señores de la corte de Castilla. Guardábala su padre como la joya de mas precio de cuantas poseía; y por lo mismo que sabia que era codiciada, reservábala hasta de nuestras miradas. Yo pude, sin embargo, verla algunas veces; y auxiliado por Débora, que habla sido su nodriza, llegué á frecuentar su trato y amistad, que muy en breve degeneró en un entrañable amor. Solo faltaba para nuestra felicidad que nuestras almas estuviesen unidas con el vínculo santo del matrimonio. Pero esta dicha, que yo tanto codiciaba, era imposible conseguirla, por el apego que Abigail conservaba al judaismo. No

obstante, su amor y mis discursos iban preparando su corazon para recibir el Bautismo, y hacerse de este modo cada vez mas digna de ser esposa de un caballero cristiano. Faltábanos tan solo vencer la repugnancia de Joseph Pico, y nuestra empresa prometia buen éxito, cuando en unas justas celebradas en Burgos, quise romper lanzas por la hermosura de mi judía. Al intentarlo encontré en la plaza al hijo de uno de los principales enemigos de mi padre, y que por sola esta circunstancia debia también de serlo mio. Manifestéle mi deseo; y habiéndolo aceptado, no solo vencí á mi adversario, sino también á su hermano, que salió poco después al palenque. Ya poco faltaba para conseguir mis principales deseos: Abigail estaba dispuesta para adjurar su religion, y su padre para consentirlo, cuando una catástrofe impensada vino á demostrarme que la desgracia aun no se habla cansado de perseguirme. El rey don Juan, ese príncipe que heredó todos los vicios de su padre, y se olvidó de sus pocas virtudes, ardiendo en deseos de poseer las riquezas de su tesorero y la hermosura de su. hija, ordenó su muerte con escándalo de cuantos vivian en sus estados. Abigail desapareció en la misma noche en que fué asesinado su padre, sin que hasta ahora se sepa en dónde el rey la tiene escondida.

-No; perdonad, le interrumpió don Juan no pudiendo resistir mas: calumniais al rey, y vuestro odio hácia su persona os impide conocer la verdad.

-Con que vos también le creeis inocente?

-Y ademas de inocente, calumniado...

-Os inspirará mas interés la opulencia que la desgracia: no me engañé cuando al principio supuse esto mismo.

El rey disimuló cuanto pudo este nuevo insulto. Sobrábale poder para aniquilar al insensato que así se esplicaba; pero conociendo que mejor le estaba á él perdonar que á sus enemigos el calumniarle, le rogó que continuase su historia.

-He notado, repuso el hijo de Men Rodriguez de Sanabria, que mis últimas palabras os han afectado demasiado. Yo no puedo creer que vos seais el rey; porque si así fuese, ya no seríamos tan enemigos; pero cuando menos supongo que sereis alguno de sus mas acérrimos partidarios.

-Soy el principal de su corte...

-Por lo mismo procuraré concluir mi historia sin herir vuestras caras afecciones.

-Nos hemos entendido sin esplicarnos.

-Privado del dulce objeto de mi amor, y sin esperanza de poseerle, salí de la ciudad de Burgos para vengarme de mis crueles enemigos, aunque mis fuerzas y recursos en nada eran comparables á mis deseos. Mi ánimo era presentarme al conde don Alfonso que acababa de ser proclamado por rey de Castilla en su villa de Gijon; pero el haber encontrado en el camino algunos de mis amigos dispuestos á proclamar por reina á la duquesa doña Constanza me hizo variar de designio. Acogí su pensamiento con entusiasmo; y con el mismo, despues de haber presentado mis títulos y poderes, fuí nombrado su gefe. Un pueblo de poco vecindario situado á corta distancia de Medina, fué el primero en donde proclamamos á la hija del desventurado don Pedro. De allí pasamos á otros de escasa nombradía, á ver si nuestras filas se engrosaban con los descontentos que en ellos podia haber; pero bien pronto conocimos que sus habitantes mas estaban dispuestos para repelernos que para admitirnos en su seno. Vímonos por muchos dias obligados á permanecer en el campo, alentados tan solo con la esperanza de los auxilios que esperábamos de Portugal. El duque entró al cabo en Castilla, y cuando tenia estrechamente cercado el castillo de Valderas, dirigímonos á incorporarnos con él. No bien lo habiamos hecho, cuando nos dijo que era muy conveniente que nos separásemos, para llamar por distintos puntos la atencion de nuestros enemigos. Tuve con sentimiento que obedecerle, porque tenia un triste presentimiento de que aquella campaña iba á ser escesivamente desgraciada. Mis compañeros opinaban de distinta manera, porque su poca esperiencia les hacia creer que nuestras fuerzas eran indestructibles. Habíanos el duque dado hasta doscientos caballos, y mas de quinientos peones; y si bien es cierto que eran aguerridos, era muy de temer que las fuerzas que sitiaban á Gijon cayesen sobre nosotros y nos aniquilasen. Toda mi esperanza estaba cifrada en los esfuerzos de don Alfonso, y cuando supe que habia sucumbido, desesperé de poderme sostener por unas tiempo. Reuní entonces á algunos de mis amigos, y en un pequeño discurso destinado á probar el peligro de que nos encontrábamos amenazados, les espuse la conveniencia de retirarnos á las fronteras de Portugal. Los pareceres fueron muy encontrados: unos querian llevar la guerra á Galicia: opinaban otros por marchar en derechura á Burgos, y espantar la corte con un golpe atrevido; mientras otros se esforzaban por probar que no se debia abandonar el pais. Esta opinion, que tenia mucho de temeraria, prevaleció en el consejo. Yo no me atreví á combatirla por no incurrir en la nota de cobarde, y aunque conocia que allí poco nos podíamos sostener, traté de animar á los mas pusilánimes. Empero, cuán pronto los acontecimientos que se siguieron á esta determinacion vinieron á probarme lo errado de nuestros cálculos!

Pero Ruiz Sarmiento, ese Adelantado que pacificó la Galicia destruyendo las huestes que capitaneaba mi padre, avanzaba, despues de haber rendido a Gijon, á oprimirnos con todo el peso de sus fuerzas. Vímonos en pocos dias atacados por todas partes. Do quiera nos dirigiésemos, allí nos seguian los soldados victoriosos del primer Mariscal de Castilla; y como si todo esto fuese poco, imposibilitados hasta de huir, por habernos tomado el enemigo todas las avenidas. Encerrados en un angosto valle no muy lejos de Rodilana, proyectábamos abrirnos paso á viva fuerza por entre las filas de nuestros enemigos, cuando en la misma noche en que debíamos ejecutarlo, el Adelantado, que sin duda conoció nuestros designios, mandó tocar al arma y alancearnos sin compasion. Veis cómo caen en el otoño las doradas espigas á los golpes de la cortante guadaña de un infatigable segador? pues así caían delante de sus enemigos los últimos defensores de la augusta hija del rey don Pedro. En vano traté de reanimar su valor para regularizar el combate; en vano tambien mis rendidos soldados imploraban la clemencia del vencedor; porque habiendo este jurado su esterminio, solo con su muerte se satisfacia. Lagos de sangre, montones de cadáveres, densas tinieblas, caballos que corrian á la ventura, ayes desgarradores, gritos horribles, hé aquí lo que en medio de aquella terrible y cruel noche abundaba en aquel campo en que la muerte imperaba. La matanza continuaba aun cerca del amanecer, cuando para librarme de la saña de un enemigo tan implacable, puedo reunir algunos miserables restos de mis destrozadas falanges, y haciendo un esfuerzo superior á la rabia de nuestros enemigos, rompo sus filas y me pongo en salvo. Cincuenta eran los caballeros que me acompañaban: todos se encontraban consternados y la mayor parte heridos. Anduvimos sin descansar todo aquel dia: nuestro ánimo era ganar la frontera de Portugal; pero cuando cerca del anochecer íbamos á conseguirlo, avistamos á corta distancia las tropas del Adelantado que nos perseguian. En breve nos acometen y cercan; y así como la pestaña rodea al ojo, quedamos dentro de un círculo de hierro. Reprodújose entonces la horrible carnicería de la noche precedente; y aunque nosotros no estábamos dispuestos á dejarnos matar impunemente, todo nuestro valor estrellábase contra el número y rabia de nuestros enemigos. Todos mis compañeros cayeron como buenos peleando por la causa que juraran defender. Yo me encontraba debajo de mi caballo, que tambien quedó muerto en esta refriega, y á esta circunstancia, unida á la oscuridad de la noche, que sobrevino muy presto, debí la salvacion de mi vida. Luego que los enemigos vieron concluida su obra de esterminio, abandonaron aquel campo enrojecido con nuestra sangre y cubierto con los cadáveres de mis infortunados compañeros. Yo, exánime por la mucha que brotaba de mis heridas, allí hubiera espirado, si el deseo de poseer nuestros miserables despojos, no hubiera conducido á aquel campo de desastres á un miserable labrador. Cuando este mas afanado se encontraba, oyó mis débiles acentos; penetróse de compasion al escucharlos, y acercándose á mí, me ayudó, á incorporarme. Pero ¡infeliz! quiero dar algunos pasos, y al instante mi escesiva debilidad da conmigo en tierra. Aquel hombre, en quien podia suponerse un corazon menos compasivo, se aflige de verme así. Rasga en pequeñas tiras su camisa para vendar mis heridas, y acomodándome lo mejor que pudo en un jumento en que habla venido montado, echó á andar conmigo en direccion de su casa. A ella llegamos á media noche; y los cuidados de su muger, que aun era mas compasiva que él, contribuyeron a que yo no perdiese la vida. A la mañana siguiente buscaron un cirujano, el que, despues de reconocer cuidadosamente mis heridas, declaró que aunque eran profundas, no parecian mortales. No sé si recibí esta noticia con alegría ó tristeza. Para mí la vida, cuando no fuese una carga insoportable, era al menos indiferente. Porque, qué podía prometerme en el mundo despues de haber sucumbido todos los que conmigo juraran la venganza de don Pedro? Sin embargo, mi curacion, aunque con lentitud, avanzaba: mis heridas cicatrizáronse al cabo de algunos meses, y para remunerar de alguna manera los cuidados de mis huéspedes, repartí con ellos algunas monedas, que eran el resto de mi pasada fortuna. Érame ya preciso abandonar para siempre aquel pais en que dejaba supultadas mis mejores esperanzas. En mi triste situacion solo podía consolarme la memoria de mis esfuerzos y sacrificios para que triunfase la hija de don Pedro, y la esperanza de poseer algun día á la hermosa Abigail. Por la primera derramé mi sangre y arrostré gustoso los mayores trabajos; y por la segunda iba otra vez á esponer mi vida. Portugal estaba cerea del pueblo en que me encontraba: su proximidad me ofrecia un albergue capaz de inutilizar las pesquisas de mis enemigos; pero, cómo había de abandonar las tierras de Castilla sin despedirme al menos de mi encantadora judía? Cruzar en todas direcciones la España para encontrarla, preguntar por ella en todas las torres y castillos, y esponerme á ser descubierto por los autores de mis desgracias, todo era poco si al fin conseguia sustraerla del poder de sus raptores. Disfrazado para mejor conseguir mi objeto, penetré en las tierras mas hondas de este reino, y preguntando á todos por la hija de Joseph Pico, llegué á la ciudad de Burgos. Aquí creí encontrar quien me diese noticias de mi amada; pero cuando mas confiado estaba de que me sería fácil conseguirlo, empezóse á susurrar que yo era un espía de los portugueses, y que con ánimo de asesinar al rey había entrado en su capital. Este rumor destruyó todos mis proyectos; porque temiendo ser descubierto, abandoné para siempre una ciudad de tan tristes recuerdos para mí. Maldiciendo la incontinencia del rey y la maldad de mis enemigos, llegué á estas soledades en un estado capaz de inspirar compasion a los hombres mas desapiadados del mundo. Mi salud, mal restablecida de los ataques anteriores, empezó á resentirse, mis facultades mentales á debilitarse, y mi trage, que en otra época era de los mas vistosos de la antigua corte de don Pedro, quedó en poco tiempo reducido a una porcion de harapos. Mi situacion era tristísima: sin albergue para preservarme de los ardores del sol y de los frios de la noche, adquirí una enfermedad que indudablemente me hubiera conducido al sepulcro, si á los dos días de encontrarme en estas asperezas, no acierta á pasar por aquí un pastor con su ganado. El suceso, porque será bueno que os lo cuente, pasó de esta manera: devorado por una fuerte calentura, me refugié con estremo trabajo en la concavidad de una peña, en donde esperaba el fin de mi vida. La fuerza del delirio me arrancaba grandes voces, que pronunciaba sin concierto. Tan pronto llamaba traidores, creyendo tenerlos delante, á los defensores de don Juan, como dirigía á este los mas insultantes apóstrofes. Este desconcierto de mi razon acaso me salvó la vida; porque descubierto por el ladrido de un perro del ganado que antes os he citado, fuí socorrido por su pastor. No puedo deciros cuanto pasó entonces; solo que al ver junto á mí á aquel hombre compasivo, le reputé por el rey, y avalanzándome á él, le obligué a mantener conmigo una lucha desesperada. Sus fuerzas y robustez triunfaron al fin de mi debilidad, y maniatado para que no volviera á sublevarme contra el que se declaraba mi protector, fuí conducido á esta cabaña, en que él reposaba en las altas horas de la noche. Al dia siguiente habíase aumentado la calentura; y mientras el pastor buscaba unas yerbas para preparar un brevaje con que pensaba ponerme bueno, obligado por el calor, que parecia abrasarme las entrañas, fuí arrastrando hasta ese arroyuelo que ayer tarde habeis visto convertido en rio. En él bebí hasta saciarme; y lo que al parecer debia de acelerar mi fin, contribuyó tal vez para que se prolonguen los males que me atormentan; porque al poco tiempo empecé á sudar tan: copiosamente, que creo que á esto debe atribuirse la disminucion de la calentura. Mi huésped volvió despues de haber terminado el sudor, y creyendo que los caldos de carnero concluirian la obra que empezó el agua fria, no se descuidó en hacérmelos tomar con frecuencia. Con ellos estoy desde ayer, y si recobró mi robustez y salud, no tardaré en dejar un pais que tan ingrato se muestra conmigo.

-Adónde pensais ir? le preguntó el rey.

-A Portugal, contestó tristemente el hijo de Men Rodriguez de Sanabria.

-Y pensais encontrar allí á vuestra Abigail?

-Ah! De ninguna manera. Abigail está en el palacio del rey don Juan.

-Por Dios Santo, os puedo jurar qué en él no está.

-Tengo mis razones para creerlo así.

-Vuestras razones son falsas.

-Falsas, cuando el deseo de poseerla fué una de las causas de la muerte de su padre!

-Por lo que la amais os pido que no calumnieis al rey.

-No lo calumnio, no: yo solo refiero un hecho.

-Y si algun dia os convenciéseis de su inocencia, qué haríais?

-Decir que estaba inocente cuando le suponia culpable.

-Nada mas?

-Pues qué queríais que hiciese?

-Yo en vuestro lugar le juraria fidelidad, y trataria con mis servicios de reparar mis faltas anteriores.

-Eso no puede ser: mi padre me dejó por herencia el odio á la dinastía de los Trastamaras.

El rey al oir espresarse así á su indómito enemigo, se acercó un poco mas, y fijando en él su vista:

-Vos sois, le dijo, de los que mi padre me mandó premiar.

-Pues quién sois vos? preguntó alterado Ramiro.

-Don Juan I de Castilla.

Y al acabar de pronunciar estas palabras, desapareció de la rústica habitacion de su enemigo para incorporarse con los que ansiosos le buscaban por el bosque.

Capítulo XII
Como el rey don Juan hizo nuevos esfuerzos para desengañar á Ramiro, y de la ingratitud con que fué correspondido.

Diversos y encontrados fueron los afectos que desde este momento combatieron el alma del hijo de Men Rodriguez de Sanabria. Por un lado representábasele el vivo interés que por su suerte habia manifestado aquel príncipe, á quien odiaba tan indebidamente; por otro su generosidad en no castigar por sí mismo sus palabras ofensivas, y su moderacion en manifestar su inocencia vilmente calumniada por sus enemigos. Sin embargo, si algun pensamiento de reconciliacion se le ocurria en estos momentos de lucha, al instante sus antiguos odios renacian en su corazon, y se oponian á toda idea generosa. La sangre de don Pedro y los beneficios que debia á este infortunado príncipe, le parecia que entonces mas que nunca reclamaban la venganza que habia meditado toda su vida. Traía á la memoria los trabajos sufridos por el triunfo de una dinastía desgraciada y proscrita; y como si todo esto no bastase para aumentar su encono, recordaba las últimas palabras de su moribundo padre.

Deslizanse al fin en esta terrible lucha las horas de aquel dia en que conociera por primera vez al mas grande de sus enemigos, y cuando á la mañana siguiente estaba todo ocupado con sus odios, llegó á su cabaña un personage que no esperaba. Era uno de los médicos del rey, que acababa de apearse de una cabalgadura que atada dejara á la puerta de aquella rústica habitacion. Como el recien llegado tenia noticias del carácter duro é indómito del enfermo á quien se proponia visitar, le suplicó que le permitiese penetrar en su cabaña, y permanecer en ella el tiempo que requeria la mision que se le habia confiado.

-Pues quién sois vos, y qué objeto aquí os conduce? le pregunta Ramiro mirándole de piés á cabeza.

-Oidme, le responde tranquilamente, y lo sabreis: un príncipe á quien todos aman por sus virtudes, me envía á vos para que os restituya la salud que habeis perdido.

-Y ese príncipe, le interrumpe el enfermo, es el rey don Juan?

-El mismo, que por cierto os está muy reconocido por haberle aquí dispensado hospitalidad en la noche de la última borrasca.

-Y qué quiere? qué pretende? vuelve á preguntar con aire colérico.

-Acabo de decíroslo...

-Darme la salud?

-Y mejorar vuestra triste condicion.

-Ah! Callad, callad y contad vuestro encargo por cumplido. Del rey don Juan, nada...

-Tanto lo odiais!

-Sí: de-todo corazon.

-Obrais con suma injusticia.

-No importa.

-Ese no importa, os condena.

-Por qué?

-Porque con él manifestais la sinrazon con que lo haceis. Si el rey os hubiese ofendido, no me atreveria á deciros que vuestros odios eran injustos; pero si en vez de ofensas hay servicios, hay dones con que quiere ganar vuestra voluntad, no me sobra razon para deciros que vuestro no importa os condena? Yo en vuestro caso temeria mucho incurrir en la nota de ingrato si rehusase admitir los favores que se me ofreciesen de parte de cualquier hombre, para cuanto mas de un príncipe justo y poderoso que para nada necesitase de mí. La ingratitud ya sabeis que es uno de los mas feos vicios que pueden manchar el corazon humano; y que no es caballero ni bien nacido el que no es agradecido.

-El hijo de Men Rodriguez de Sanabria meditó antes lo que debia contestar á estas palabras; porque si bien es verdad que habia jurado en su corazon un odio eterno al hijo de don Enrique, tambien lo era que siempre habia querido pasar por caballero, y mal podia conseguirlo, si entonces respondia con descompuestas frases, que obligasen al médico á formar de él un concepto poco conforme con

us deseos.

-Pues bien, respondió despues de algunos momentos de silencio, dad la vuelta para Burgos, y decid á S. A. que yo le agradezco mucho su fina voluntad; y que el mas grande favor que puede dispensarme, es el de dejarme morir en mi miseria. Al fin, de qué puedo serle útil? Vos mismo acabais de decirme indirectamente, que para nada necesita de mí.

-Sí; pero atended: el rey, prescindiendo de que su bondadoso corazon disfrutaria esos placeres que solo presta la virtud al que la practica si lograse mejorar vuestra triste situacion, necesita que la verdad se esclarezca; pues vos habeis contribuido á que sea tenido por algunos por un príncipe injusto.

-Con que segun eso lo que se pretende es ganarme la voluntad para que yo me convierta en uno de sus encomiadores, eh?

-Preténdese el que salgais de aquí para que vos mismo os persuadais de que S. A. ni ha tenido parte en la muerte de Joseph Pico, ni en el rapto de su hija.

-Grandes son los recursos de un rey; pero los de don Juan no alcanzan á sincerarse de estos crímenes que la opinion de todo un pueblo le atribuye.

-Estais engañado: el pueblo no participa de semejante opinion. Cuando un partido odioso y sagaz calumnió de esta manera al príncipe, el pueblo no tardó en conocer la maldad de aquel, y de agruparse en derredor del que ocupapaba el trono para salvarle. A vos os han hecho creer semejantes infamias, porque así convenia mejor á los torcidos fines de los conspiradores; pero lo que mas debe de llamar la atencion en el caso presente, no es su maldad, sino que despues que ya todos estan desengañados, vos continueis en el error.

-Pero esos todos, habrán tenido pruebas: dádmelas á mí, y tambien creeré que el rey está inocente.

-Y qué otras pruebas quereis mas que el consentimiento unánime de cuantos viven en Burgos?

-No teneis otras?

-Confieso ingenuamente que, despues de las virtudes del rey, que conozco mucho, no.

-Y luego decís, esclamó Ramiro con aire de triunfo, que permanezco en el error!

-Y qué! no?

-Esa misma pregunta debo yo haceros.

-Pues contesto resueltamente, que un hombre tan virtuoso como don Juan, es imposible que sea capaz de perpetrar esos crímenes.

-Pues yo os opongo á esas palabras estas otras: necesitaba los tesoros de Joseph Pico para hacer frente á sus muchos enemigos, y se apoderó de ellos ordenando su muerte: su incontinencia le obligó tambien á apoderarse de la hermosa Abigail; y como tenia á su disposicion la fuerza para saciar sus innobles pasiones, consiguió en una sola noche cuanto deseaba. Y no creais que el odio que profeso á su dinastía es el que me mueve á creer estos hechos, no; es la conviccion íntima en que estoy de que así pasaron. Dos testigos que presenciaron la catástrofe de que me lamento, fueron á noticiármela inmediatamente; ademas de que todos los judíos entonces residentes en Burgos atribuyeron al rey la desgracia de su infeliz tesorero.

-No podíais buscar peores testigos para esclarecer la cuestion presente, que los judíos de España. Siento decíroslo; pero las imprudencias de muchos de ellos, han ocasionado la ruina de todos. Sin saber por qué, se han conjurado contra su legítimo rey, prefiriendo al príncipe que poco há se insurreccionó en las Asturias. De este esperaban la libertad y los otros bienes á que solo tienen derecho los discípulos de Jesucristo; y su ceguedad fué tan grande, que les impulsó á depositar en su poder enormes sumas. Y vuelvo á decir, que no sé cómo prestais asenso á una gente que su interés inmediato es el de desacreditar á su enemigo.

-Pues bien, sea como vos querais: hablemos de otra cosa porque ni vos habeis de convencerme, ni yo abrigo la esperanza de persuadiros.

-Sea así; pero me parece que ninguna conversacion podia ser mejor que la que tuviese por objeto arreglar un plan para sacaros de estos pinares.

-Oh! No insistais, por Dios, en vuestro tema, porque me obligareis á mostrarme descortés con quien no debo.

-Sin embargo, contando con vuestra venia, os haré algunas preguntas sobre vuestra enfermedad: así podré, conocerla mejor para prescribiros con acierto lo que me enseña la ciencia que profeso.

-Ya os he dicho que del rey de Castilla no recibia nada.

-Pero podeis admitir mis servicios sin que falteis á vuestra palabra; por que yo ni soy rey, ni pretendo serlo.

-Os ruego encarecidamente que me dejeis en paz.

Estas palabras con que Ramiro impuso silencio á su interlocutor causaron en este muy mal efecto: en aquel instante le juzgó como uno de esos hombres que odian á su especie, é indignos por lo mismo de que se les tenga compasion. Resuelto á dejarlo con su error, quiso antes esperar á ver si enmendaba su imprudencia con alguna palabra atenta; pero viendo que nada conseguia, y que ya había pasado un largo rato sin que se dignase, siquiera por cortesía, hablar con él sobre objetos diferentes de la mision que se le encargara, se despidió, preguntándole si algo se le ofrecia para Burgos.

-Nada, contestó secamente el orgulloso mancebo.

Dando al diablo el tiempo tan lastimosamente perdido en convencer á un hombre que mas parecia necio que discreto, iba nuestro médico montado sobre su cabalgadura, que era algo menos que mediana. Su paso tardo le daba lugar para meditar lo que debia decir al rey acerca de la terquedad del enfermo: pensaba pintar con vivos colores la entrevista que con él había tenido; y cuando se prometia persuadirle de que olvidase á un hombre tan digno de desprecio como el que habitaba en la cabaña, se vió acometido por un enorme perro que guardaba unas ovejas que por allí pacian. El rocin dió muestras de flaquear, y en verdad que con razon (si razon pueden tener los brutos), pues sufrió algunas dentelladas en las ancas. El médico apretaba las espuelas, pero en vano; por que su caballo, que sin duda era primo hermano del que llevó á las Galias el rey Wamba, se habia propuesto no salir de su paso de tortuga.

Aquellas ovejas no estaban solas; queremos decir con esto que tenian pastor, pero pastor rudo y malicioso: desde una altura inmediata aplaudia la bravura de su mastin, y los apuros del médico. Este bramaba de corage; maldecia al perro, amenazaba al pastor, y daba fuertes espolazos al rocin. Al fin, rindióse este al peso de tanta desdicha: dobló sus corvejones y dió consigo en tierra. El pobre animal abrió la boca como queriendo decir á su amo: tú has sido la causa de mi desgracia, pues en vez de defenderme del mastin, has acrecentado mis males tratándome sin piedad. Cómo quieres que mi paso sea largo, si en toda la jornada no me has dado un miserable pienso? Hé aquí, pues, la obra de tus manos: yo muero asesinado por tu dureza; pero tú, en castigo de tu crueldad, veráste privado de los servicios que te prestaba el mejor de tus compañeros.

El caminante creyó efectivamente que había llegado la hora de su jamelgo; y convertido el furor en lástima, empezó á despojarlo de los arreos para que pudiese morir menos atormentado.

En cuanto concluyó su operacion, quiso vengar en el perro la muerte de su cabalgadura; pero de este trabajo le libró el pastor, el cual, sin duda por el temor de las amenazas que á él habian sido dirigidas, acertó con su honda al ladrador animal dos tiros buenos de piedra, que le dejaron por entonces incapaz de emprender otra campaña semejante.

El jamelgo, á pesar de todo, aun vivia; y el caminante empezó á concebir esperanzas de su recobro, cuando le vió levantar la cabeza. Su alegría fué completa cuando despues de haberle ayudado á incorporarse, le vió en pié junto á sí sacudiendo las orejas.

Quiso entonces el médico reparar sus faltas anteriores, pues de las alforjas, que llevaba bien provistas, sacó cebada en grande abundancia, que puso inmediatamente en una manta estendida debajo del hocico de su rocin. El animal no se hizo de rogar, porque empezó á comer con tal apetito, que en breve tiempo apuró hasta el último grano.

-A los animales, dijo el pastor apoyándose en su cayada, les entra la fuerza por la boca.

-Sí; es una verdad; pero por las heridas que abren los dientes de tu perro, repuso el caminante mal reprimida su cólera, puede entrar la muerte.

-No le quedará, no, mas gana de morder: ha recibido mas daño con mi honda, que el caballo con sus mordeduras.

-Y por qué no le habeis tirado antes que hiciese el estrago?

-Por que entonces era de temer que la piedra que iba dirigida á él, fuese á parar á vuestra cabeza.

Esta respuesta inesperada de un rústico, dejó sin gana á su interlocutor de volverle á hacer ninguna pregunta por el estilo de la que la habia motivado; y contentándose con callar, solo esperaba que su jamelgo se repusiese con la cebada que comia, para proseguir su viaje. Mientras tanto, ocurriósele preguntar al rústico si conocia á Ramiro. Su ánimo era conocer al dueño de la cabaña en que se albergaba, con el fin de entregarle algun dinero para que mejor pudiese atender á su cuidado. Este era uno de los principales encargos del rey, y mientras que no lo cumpliese no estaba tranquilo.

Hé aquí, pues, el diálogo que con este motivo tuvo lugar entre los dos.

-Conoces, preguntó el médico, á un joven que debe encontrarse enfermo por estas inmediaciones?

-A muchos conozco, sí, que se hallan malos y buenos á un mismo tiempo. Aquí un poco mas arriba, hay uno que tiene malo el pecho, pero la cabeza muy buena. De otro sé cerca de San Leonardo, que es cojo de los piés, pero tiene las manos muy listas para comer y para tocar un laud que es lo que hay que oir. Su padre hace cucharas, y aunque él no le ayuda en su trabajo, está muy contento por tener un hijo que con sus músicas y cantares trae alborotadas á todas las mozas de la comarca, que particularmente de noche, corren en bandadas á oirle. Tambien en Quintanar tengo yo un sobrino, válgame Dios! qué malo y qué atravesado es: baste decir, que...

-Suspended, suspended vuestra relacion, lo interrumpió el médico, porque no es eso lo que yo os pregunto. Lo que deseo saber es si conoceis á un jóven que se llama Ramiro.

-Ah, sí: á Ramiro le conozco yo mucho; como que si no es por mí, á estas horas está en el hoyo al lado del tio Tajadillas, que se murió el año pasado de haber bebido mas agua que vino.

-Y eres tú por ventura el que le asiste?

-El que le asiste, no; porque yo solo asisto á mis ovejas.

-Que si eres el que le curas, te quise preguntar.

-Tampoco yo curo á nadie, porque no sé curar mas que la roña de mi ganado, y el muermo de las caballerías.

-Pues dime siquiera quién es el que le da el pan que come.

-Ah! El pan que come y los caldos de carnero que toma, soy yo.

-Y tú lo ves á menudo?

-Todos los dias, cuando llevo el ganado á beber al arroyo de las Siete Hermanas.

Entonces el caminante presentó un bolsillo al rústico, y poniéndolo en sus manos:

-Aquí hay, le dijo, una docena de ducados para que los repartas con tu huésped.

-Es decir, repuso el rústico con una alegría inesplicable, que tambien son para mí, no es verdad?

-Sí; la mitad.

-Os lo agradezco; pero decidme: si Ramiro me pregunta quién me los ha dado, qué le digo?

-Guardaos de decirle que he sido yo.

-Pero él deseará saber...

-Nada, no tiene necesidad de saber nada.

-Al acabar el médico de pronunciar estas palabras, empezó á aparejar su caballo; pero el pastor no lo consintió, porque, á fuer de agradecido, quiso hacerlo por sí solo.

-Ya puede vuestra merced montar cuando guste, dijo así que acabó de ensillar el jamelgo del caminante.

-Sí; voy á hacerlo, respondió este, pues ya es tiempo de que me traslade á Burgos.

Y mientras iba marchando por entre los pinares, el pastor quedaba contando las monedas que contenia el bol, sillo. Su alegría era estremada al verse con una cantidad tan grande de dinero para una época en que tanto escaseaba; y como empezó por amar lo ageno, concluyó por retenerlo en su poder. Es decir, que su maldad privó á Ramiro de lo que entonces, despues de su salud, mas necesitaba.

Capítulo XIII
De como Ramiro llegó a conocer la inocencia del que tenia por su enemigo.

Avanzaba el tiempo, y con él, aunque lentamente, la curacion del hijo de Men Rodriguez de Sanabria. La calentura iba cediendo en su lucha con la naturaleza del enfermo, y este desdichado; casi abandonado de todo consuelo, recobrando la salud. Al fin llegó el dia en que se sintió enteramente bueno: comió con apetito una tajada de carne y un pedazo de pan; bebió en el arroyo, cuyas aguas tantas veces había visto correr desde su lecho de heno; dió las gracias al pastor, y abandonó la cabaña. Dirigió sus pasos á la capital, aunque con ánimo de permanecer muy poco tiempo en ella; pero como aun estaba tan débil, no pudo salir aquel dia de la sierra en que tanto habia suspirado. Qué suerte tan dura y cruel la de este orgulloso jóven en aquella tristísima época de su vida! Verse pobre, convaleciendo de una enfermedad que le condujera al borde del sepulcro, cubierto de harapos, sin recursos, y vagando por un pais desconocido. Ah! Por odioso que fuese el partido á que pertenecia, era digno de lástima; y si hoy existiese un ser semejante entre nosotros, debíamos esforzarnos para poner término á sus calamidades. Respetemos siempre los grandes sacrificios del humano corazon; rindamos nuestros homenages á los grandes infortunios, cuando no sean efecto de pasiones mezquinas y corruptoras. Ramiro, sumido en la miseria que hemos visto, era infinitamente mas grande á los ojos del filósofo, que muchos personages de su siglo; porque mientras habia sacrificado hasta su propia vida por ser fiel á la causa que jurara defender, ellos, olvidando sus juramentos, fueron los primeros que, cuando vieron seguro el triunfo de don Enrique, se arrastraron como viles aduladores por las gradas de su trono.

Pero volvamos á ocuparnos del desgraciado que ha motivado esta corta digresion. La noche avanza por los bosques: su negro manto cubre ya la redondez de la tierra: el frio es tan intenso, que parece que penetra hasta la médula de los huesos: brillan en el firmamento las estrellas, y reina por todas partes la soledad y el silencio. Adónde, pues, irá el infortunado amigo del rey don Pedro? Si apenas puede moverse; si carece de un guia que le conduzca á una poblacion cercana; si se encuentra en un estado tan débil, que cualquiera recaida puede serle funesta; y si tambien el cierzo es capaz por sí solo de concluir en aquella noche lo que no destruyera la enfermedad, qué arbitrio le queda mas que el de conformarse y perecer?

Sin embargo, la Providencia vela por su conservacion, y se salvará esta víctima, sobre la cual tan rudos golpes descarga la adversidad.

Cuando, pues, espera tranquilo la muerte, aunque con sentimiento por morir en la primavera de su vida, suena melancólicamente una campana, y su eco, que se difunde por los bosques, llega tambien á sus oidos. Hace un esfuerzo para acercarse al sitio en que vibra el sagrado metal; da algunos pasos, y descubre á bastante distancia una luz. Guiado por ella, llega despues de mucho tiempo y trabajo á una ermita, que encuentra cerrada, y por cuyas altas claraboyas salen los resplandores de una lámpara que habia encendido la piedad. Llama á la puerta y nadie le responde. Cree que aquel es un lugar solo frecuentado durante el dia por algunos romeros, y en virtud de esta creencia trata de alejarse; pero al intentarlo repara que á su derecha hay una humilde habitacion, á la cual se acerca y empieza á llamar con todas las fuerzas de que puede disponer.

-Quién va allá? preguntan desde adentro.

-Un desgraciado, responde Ramiro con dolorido acento.

-No es esta hora de abrir á nadie, replicó la misma voz.

-Abrid, no no os detengais, por Dios, si no quereis que perezca en estas soledades el hombre mas perseguido y desgraciado de la tierra.

Estas palabras, que el mísero caminante pronunció con el tono mas triste que puede usar la desgracia, conmovieron las entrañas de una pobre muger que allí habitaba; la cual, despues de abrirle la puerta, le brindó con un asiento á la lumbre.

-Dios, le dijo el mancebo al aceptar este favor, se vale de vos para remediar mi escesiva miseria en esta noche, y por lo mismo creo que vuestra buena obra algun dia será premiada.

-Debemos creer, respondió la huéspeda, que nada de cuanto hagamos en bien de nuestros hermanos queda sin recompensa; porque así nos lo enseñan todos los dias los que son nuestros padres en el Señor.

-Esa doctrina es muy consoladora, pero por desgracia poco seguida. El hombre cierra de ordinario su corazon á las inspiraciones del cielo, y cuando se le presenta ocasion de remediar alguna necesidad de sus semejantes, se contenta con una estéril compasion. Y entonces, de qué sirve el que se llame cristiano, si no cumple los preceptos del que por salvarnos murió en la Cruz?

-Esas palabras tambien á mí me condenan, porque debí de abriros la puerta mas pronto; y aun debo de arrepentirme del mal juicio que he formado de vos cuando llamábais; pero Dios, que es misericordioso, me perdonará una falta que tal vez me fué muy dificil evitar: abundan tanto los malhechores en esta época de revueltas, que nada tendria de estraño que alguno tratase de apoderarse de las limosnas de la ermita fingiéndose un desgraciado como vos!

-Y estais plenamente convencida de que os habeis equivocado?

-Sí lo estoy.

-Sin embargo! repuso el jóven maliciosamente.

-No, no: nada creais en contrario. A pesar de vuestra triste situacion, hay un no sé qué en vos que revela un noble orígen. Y aun me parece que antes de ahora os he visto en muy diferente estado.

El caminante fijó sus ojos en aquella muger que así le recordaba otros dias mas felices, y cuando con los resplandores de la llama distinguió bien su rostro:

-Débora, esclamó, tú aquí!

-Ese nombre le he llevado en otro tiempo, respondió tranquilamente: ahora me llamo María.

-Pues cómo te encuentro en tan diferente trage y en un sitio tan estraviado?

-Antes de responderos, aclarad mis dudas: cómo os llamais?

-Ramiro, cuyo solo nombre revela una historia de calamidades.

-Vos sois aquel jóven que pasmó con su denuedo á toda la ciudad de Burgos? Vos aquel á quien prefirió entre mil una hermosura desgraciada?

-De todo cuanto dices, María, solo conservo los recuerdos que sin cesar me atormentan.

-Ah! Y cuántas cosas han pasado desde aquella memorable tarde en que vencísteis á los hijos de Ayala! Desde entonces no os he vuelto á ver, y aun tengo bien presentes aquellas palabras que á la siguiente noche dijísteis á la hija del tesorero del rey, cuando lleno de amor y entusiasmo os presentásteis á ella: «Abigail, he probado con la fuerza de mi brazo y el ardimiento de mi corazon, que eres la dama mas hermosa que se encuentra en la capital de Castilla.»

-Recuerdos dolorosos, María; tú desgarras con esas palabras mis entrañas! Por qué no te limitas á referirme la historia de tu conversion, y olvidas lo que ahora mas puede atormentarme?

-Mi historia, aunque corta, está unida á la del desventurado Joseph Pico, y vos no querreis oírla.

-Juzgais mal.

-Habeis dicho que mis palabras os desgarraban las entrañas!

-Sin embargo, es preciso oirlas, por que deseo saber en dónde está Abigail. Podreis decírmelo ahora mismo?

-Prestadme atencion, y os referiré brevemente cuanto ha pasado en aquella desgraciada noche.

Entonces la antigua nodriza se sentó en un taburete enfrente de su huésped, y despues de atizar la lumbre, refirió su historia de esta manera:

«Cuando murió don Enrique, la mayor parte de los judíos que á la sazon se encontraban en Castilla, deseaban que le sucediese en el trono su hijo don Alfonso. Por desgracia manifestaron demasiado sus deseos, y despues de esta imprudencia, que ya por sí sola era un atentado contra el mejor derecho del actual rey, pusieron á disposicion del bastardo, que acababa de insurreccionarse en las Asturias, sus grandes caudales. Joseph Pico, que al principio entraba en la liga, se declaró despues en favor de don Juan, cuyo príncipe acababa de nombrarle su tesorero. Este modo de proceder irritó sobremanera á los conspiradores, y llegaron a temer que los descubriese y delatase al rey. Para evitarlo meditaron un crímen, pero acompañado de circunstancias tan agravantes, que cada una de ellas es un horrendo delito. Sedujeron con dádivas y promesas al verdugo para que los librase de un enemigo á quien tanto temian: esparcieron la voz entre el pueblo de que el rey para hacerse dueño de los tesoros de Pico, había ordenado su muerte: arrebataron á la hija del lado de su padre, y haciendo con ella un presente al conde de Gijon para que satisfaciese sus innobles apetitos, calumniaron igualmente al rey, diciendo que su incontinencia era la causa de esta última desgracia.

-Es eso verdad? pregunta admirado el antiguo amante de Abigail.

-Verdad es, y muy notoria en Burgos y en toda esta tierra.

Un rayo que hubiera caído á sus pies no causa en su corazon un efecto semejante á estas palabras. Reconoce, aunque tarde, la maldad de aquellos mismos á quienes considerara como amigos, y por cuyo triunfo se habia esforzado: el hijo de don Enrique, á quien había reputado como el autor de la mayor parte de sus desdichas, ya se lo presenta en aquel momento como un príncipe inocente y digno por lo mismo del afecto de todos sus vasallos; pero como Ramiro estaba destinado para padecer, al poco tiempo recordó las últimas palabras de su padre, y tuvo que olvidar sus nobles pensamientos.

Mientras tanto Débora continuaba refiriendo la historia que había comenzado.

»Muy ageno se encontraba, decia, el pobre tesorero de lo que contra él se maquinaba entre sus compañeros los hebreos de Burgos. Acababa por esto de cerrar sus grandes libros de vitela en que llevaba asentadas las sumas que le debian, y cuando se disponia para acostarse llamaron con grandes golpes á la puerta.

-Débora, me dijo, no abras hasta saber quién es: estamos en mal tiempo, y la hora favorece á los malvados.

»Asoméme entonces por una ventana que caía sobre la puerta, y solo vi á dos hombres, que la oscuridad de la noche me impidió conocer.

-Quién es? pregunté en el acto.

-Decid á vuestro amo, me respondió uno de ellos, que traemos órdenes muy importantes que comunicarle.

-Y esas órdenes, son del rey?

-Abrid al instante.

-No, permitid que no lo haga hasta saber quién sois.

-Abrid al Rabino, repuso la misma voz.

»Por mas respetable que para nosotros fuese la persona cuyo nombre acababa de pronunciarse, no podia, en virtud de las órdenes de mi amo, determinarme á complacer á quien de aquella manera turbaba nuestro reposo. Pero Joseph Pico, que habia oido sus últimas palabras, me mandó que abriese la puerta, porque del Rabino, me dijo, nada tenia que temer. Entonces cogí las llaves y una luz, y bajé á cumplir la orden que acababa de recibir, subiendo al poco tiempo acompañada de aquel doctor de nuestra ley, quedándose á la puerta mientras tanto el sugeto que lo acompañaba.

-Perdonad, le dijo el tesorero saliendo á su encuentro, perdonad por lo que os hice esperar en la calle, porque nunca creí que tan á deshora viniera á honrarme el mas sabio de la ley de Moisés.

-Estais dispensado de una falta que solo vuestras riquezas os han hecho cometer: si así como llamé á la puerta del hombre mas rico de nuestra nacion, me hubiera dirigido á la del mas pobre de ella, estoy seguro que no me hubiera dirigido á la del mas pobre de ella, estoy seguro que no me hubieran detenido ni preguntado tanto.

-Vuelvo á pediros perdon.

-Por mi parte, concedido...

-Por vuestra parte!...

-Sí, porque tambien á otros habeis hecho esperar...

-Pues qué! venís acompañado?

-Y podíais creer que viniese solo?

-Pues solo os veo, sabio de la ley de Moisés, y solo tambien os he visto otras veces en esta casa que ahora honrais con vuestra presencia.

-Sin embargo, las circunstancias son enteramente distintas...

-Distintas decís! pues qué ocurre?

-Tengo que hablaros.

-Hacedlo ya, porque vuestras palabras me infunden cierto recelo que jamás he conocido.

-Aguardo testigos.

-Luego no es asunto reservado el que teneis que comunicarme.

-Nada por cierto tiene de eso.

»Al mismo tiempo que esto dijo el Rabino, entraron en la pieza en que tuvo lugar la anterior conversacion hasta unos catorce desconocidos, que sin pronunciar una sola palabra, formaron un corro dejando en medio á los dos personages. El tesorero se inmutó al ver estos hombres en su casa: su corazon comenzó á presagiarle algun acontecimiento funesto; y sus temores se aumentaron, cuando tendiendo la vista por ellos, descubrió al verdugo armado con los instrumentos de las sangrientas ejecuciones.

-Qué significa esto? pregunta con temblorosa voz.

»Entonces el Rabino sacó de su escarcela un papel, y despues de desdoblarlo y toser, leyó lo siguiente:

«Por cuanto Joseph Pico, abusando torpemente de su destino de tesorero del rey, es uno de los principales promovedores de las revueltas que traen agitado el reino y por cuanto tambien ha prestado sus caudales al conde don Alfonso, sirviendo de este modo á la rebelion que ha enarbolado últimamente su bandera en las Asturias, S. A., deseoso de castigar tan gran crímen, ordena al consejo de la Sinagoga que, valiéndose del ejecutor público, sea inmediatamente decapitado.=Benjamin, Rabino de la Sinagoga de Burgos.»

»Yo dí un grito al oír esta terrible sentencia; y esforzándome por llegar adonde estaba el acusado, fui arrojada de aquel teatro de horror por dos de aquellos sayones. En lance tan crítico como funesto, vuelo al aposento de Abigail para noticiarla cuanto pasa; pero en aquel instante mismo apodéranse de ella cuatro malvados de los mas robustos que acompañaban al Rabino, y á pesar de los ayes y tristes voces con que implora el socorro de su padre, la arrancan de su casa. Yo me decido entonces á seguir á los raptores; y estando ya en la calle, observo que colocan á la jóven en un veloz caballo, y oigo que uno de ellos la dice con bronca voz:

-No os lamenteis tanto, porque otras que no son peores que vos quisieran tener vuestra suerte. Al fin, qué puede faltaros al lado de un príncipe tan bizarro como el conde de Gijon?

»La desventurada Abigail lanzó un penetrante grito al oir estas insolentes palabras, y aquellos hombres, con un corazon mas endurecido que el de una fiera, desaparecieron con la jóven por entre las sombras de aquella funesta y cruel noche. Despues de haber presenciado este crímen, regreso precipitadamente á la casa de que acababa de salir, y al entrar me sorprende el profundo silencio que en ella reinaba. Avanzo un poco mas, y al instante me llena de consternacion el sangriento espectáculo que se ofrece á mi vista. El infortunado tesorero del rey don Juan ya no existia; y su cadáver, separado de su ensangrentada cabeza, yacía sobre aquel frio y enrojecido pavimento. Semejante espectáculo me horroriza; lanzo un grito y caigo desmayada. Al volver de mi enagenamiento conozco los peligros que me cercan, y haciendo un esfuerzo superior á mi dolor, abandono aquella estancia que acababa de presenciar tan inauditos crímenes. Al siguiente dia divulgóse por la ciudad la horrible catástrofe que os acabo de referir; pero tan desfigurada por sus autores, que los vecinos de Burgos creyeron al principio cuanto estos les decian. Todos por consiguiente culpaban al rey de haber ordenado la ejecucion de Joseph Pico; todos decian que era un príncipe incontinente y avaro; y en medio de la unanimidad con que se le acusaba, solo una voz, aunque demasiado débil, se levantó para defenderle. Yo no podia permanecer en el silencio, y empecé á proclamar por todas partes la inocencia del acusado. Esta conducta concitó sobre mi las iras de la Sinagoga, que rabiosa maldecia su inadvertencia por no haberme sacrificado en compañía del padre de Abigail. Fuéme preciso entonces abandonar la ciudad y la humilde morada que, despues del cruel naufragio que os he referido, me servia de asilo. Retiréme á estas asperezas; referí mis cuitas á un varon santo que aquí vivia, y en odio á la raza impía y maldita á que tenia la desgracia de pertenecer, abjuré el judaismo y me hice cristiana. Desde entonces, habiendo el ermitaño que aquí me acogió sido trasladado á otra parte, he quedado yo en su lugar; y aunque la recien convertida no tiene los méritos que él, no la falta sin embargo una decorosa manutencion. Mis deberes estan reducidos á cuidar del aseo del santuario, á tener siempre encendida la lámpara que arde ante el señor Santiago, y á recoger las limosnas para el culto que aquí dejan los romeros. De este modo he vivido desde que falto de Burgos, y así pienso continuar hasta que se me acabe la vida. Nada por lo tanto puedo ofreceros, mas que una generosa hospitalidad. Si os dignais aceptarla, se conceptuará dichosa la antigua nodriza de la desverturada Abigail.

Entre absorto y asombrado escuchó esta historia el hijo de Men Rodriguez de Sanabria. Cada palabra de su huéspeda era para él una tremenda acusacion, por el equivocado juicio que formara de un príncipe tan justo como calmuniado. Dolíase de sus imprudentes y descorteses palabras cuando conversara con él y con su médico en la cabaña; lamentábase del trágico fin del tesorero, y de la perversidad de los hebreos, cuyos intereses defendiera con tanto celo y valor; pero el objeto porque mas suspiraba, era la desventurada Abigail. Ah! Él la suponia arrebatada á su amor por el hijo de don Enrique, y en aquel instante acababa de saber que su hermosura habria sido tal vez mancillada por el conde de Gijon. Desde este momento formó por lo mismo el proyecto de dirigirse á las Asturias, para inquirir siquiera el paradero de su adorada. Pero como su prevencion era tan grande contra el principe que entonces ocupaba el trono, aun preguntó á la nodriza si estaba cierta de cuanto le habia referido. La respuesta fué, como era de esperar, afirmativa; y Ramiro, despues de haber permanecido en la ermita algunos dias para reponer su quebrantada salud, emprendió solo y á pié su proyectado viaje.

Fin del libro primero

Libro II

Capítulo I
Como al conde de Gijon le proporcionaron sus mismos enemigos los medios de recobrar su libertad.

A tres, leguas de la nobilísima ciudad de Toledo elevábase en la época en que tuvieron lugar los sucesos que dejamos referidos el antiguo castillo de Montalban, edificado sobre una áspera colina. Esta fortaleza, compuesta de negruzcas murallas, de elevadas torres y de innumerables almenas que por todas partes la coronaban, encerraba entonces un personage de quien nuestros lectores tienen ya grandes noticias. El conde don Alfonso, despues de haberse por segunda vez insurreccionado en las Asturias, habla sido encerrado por orden de su hermano en una de aquellas torres, para que no volviese á abusar de su libertad. Como es de suponer, el rebelde conde no habia escarmentado por eso; y auxiliado por las travesuras de su criado Amós, que podia entrar á todas horas en su prision, se entretenia en trazar nuevos planes para conmover los ánimos y alterar el orden establecido. Encerrado en las estrecheces de una torre, es claro que no podia alentar el turbulento espíritu de sus partidarios; pero si conseguia la libertad, las circunstancias que tanto le favorecian podian cuando menos darle, aunque no fuese mas que por algunos meses, la posesion de nuevos pueblos, ya que el trono que tanto habia ambicionado era demasiada locura pensar en su conquista.

Pero el tiempo pasaba, y él mientras tanto no conseguia otra cosa mas, que el consumirse y meditar dia y noche en su triste situacion. Su criado Amós, que le servia con mas fidelidad que se podia esperar de un judío, no cesaba de andar de uno en otro pueblo animando á los conspiradores ocultos, diciéndoles que el príncipe muy pronto estaria entre ellos. Estos como prudentes no se movian: esperaban á que el bastardo se pusiese á su frente, como tantas veces habia prometido, para hacer algo en su favor; y él por otra parte esperaba, porque así se lo habia hecho creer el hebreo, á que ellos se insurreccionasen y viniesen á romper las puertas de su prision.

-Cuándo llega ese momento, preguntó en cierto dia á su confidente, en que yo vea coronadas todas esas alturas que tenemos á la vista por mis fieles servidores? cuándo los veré subir á esta colina, y escalar este maldito castillo en que me tienen encerrado? Ah! tú me engañas, Amós; tu buen deseo te hace creer que se realizarán nuestros planes; y mientras tanto ya ves cómo pasa el tiempo y nos deja burlados. A un dia sucede otro dia, á una semana otra, fórmanse con ellas los meses, completaremos un año, y en este tiempo habránse olvidado de mí los que mas entusiasmo y adhesion me mostraban.

-Tan tristemente piensa vuestra merced! respondió el hebreo rascándose la cabeza.

-Y qué! no me sobra motivo para hacerlo?

-Mientras haya esperanzas...

-Adelantaremos bastante con ellas!... háblame de hechos, como yo te hablo, y dejate de cosas que á cada paso está desmintiendo el tiempo.

-Pues yo tambien creo, que para salir de aquí nada valen las lamentaciones de vuesa merced.

-Dime tú entonces en qué debo de ocuparme.

-En qué? Voy á decírselo á vuesa merced.

-Ya tardas, Amós.

-Pues debe vuesa merced ocuparse en lo que se ocupan todos los que han perdido su libertad.

-Ya te entiendo, pero es imposible alcanzar un buen resultado.

-No hay nada imposible para el hombre.

-Para mí lo es todo.

-Con el ánimo que vuesa merced me manifiesta, nada conseguiremos.

-Y con el tuyo conseguiremos algo?

-Desde luego.

-Sí; pero será comprometiendo cada vez mas mi situacion.

-Nada de eso: si vuesa merced quiere oirme, le propondré mil medios para sacarlo de aquí sin que nadie le toque al pelo de la ropa.

-Vamos á ver.

-Este castillo está edificado sobre grandes subterráneos, y en ellos hay gran copia de leña...

-Y qué tenemos con eso? preguntó el conde amostazado.

-Mucho, respondió Amós con la mayor confianza; por que si á deshora de la noche se le prende fuego, el alcaide y sus soldados correrán á apagarlo sin cuidarse de nosotros, y entonces la evasion de vuesa merced es segura...

-Bueno, magnífico plan, Amós, le interrumpió el preso soltando una sardónica carcajada; de tu cabeza no podia esperarse mejor concepcion! Es decir que quieres quemarme como á San Lorenzo, no es verdad? Continúa, hombre, continúa, que aunque no sea mas que por pasar el tiempo, quiero oirte.

-Sí; pero si nada ha de merecer la aprobacion de vuesa merced, para qué?

-Quién sabe? Tal vez á fuerza de machacar lograrás tu objeto.

-Sea así, pues yo no deseo mas que complacer al que me da de comer.

-En medio de tantos vicios, tienes algunas virtudes que me encantan.

-Aun vuesa merced no sabe todo lo que puede esperarse de mí. Si así como se encuentra en Montalban se encontrase en Gijon, ó en el trono de Castilla, ya verian todos como no habia entre los nacidos quien se pudiese igualar á mí. Qué de cosas, todas estrepitosas, habia de hacer por la conservacion de vuesa merced! No habia de haber cabeza de grande que no rodase por el suelo, ni pechero de quien no me vengase por su adhesion á don Juan...

-Con esas disposiciones ibas á dejar muy atrás al rey don Pedro. Y no conoces que esa política podia perjudicarnos? ya conozco que no sirves para mi consejero.

-Sí sirvo, sí, respondió Amós inmediatamente: nómbreme vuesa merced, y verá como soy capaz de cosas muy grandes.

-Corriente; con tal de que dentro de ocho dias sea rey, te nombro no solo mi consejero, sino tambien el principal de mi corte.

-Eso es lo mismo que no ofrecerme nada: dentro de ocho dias todavía estará vuesa merced en Montalban.

-Y la leña? y el fuego?

-Vuesa merced se burla.

-Me burlo, sí, pero de tus planes.

-Es que aun no los ha oido todos.

-Estoy esperando á que concluyas.

-Pues si no sirve el primero podrá servir el segundo, que consiste en introducir una muger, bajo cualquier pretesto, diferentes veces en esta torre y en una de ellas, tomar vuesa merced su trage, quedándose ella aquí, y salirse entre dos luces por las puertas del castillo, sin que nadie le diga oste ni moste.

-Válgame Dios qué necio eres!

-Eso ya lo sabia yo; como tambien que nada de cuanto diga ha de aprobar su merced.

-Pero hombre, no quieres que así sea, cuando no haces mas que decirme despropósitos?

-Toma! pues no es el primero que con semejantes despropósitos recobra su libertad.

-Por lo mismo, hombre, por lo mismo. No ves que ese maldito alcaide está tan vigilante, que es muy dificil sorprenderle?

-Y qué haremos entonces para que su merced salga de aquí?

-Esperar á que mejoren los tiempos.

-Nada mas?

-Déjame de preguntas, y tráeme recado de escribir.

Amós obedeció como debia á su amo; y despues que este se retiró á escribir una carta que pensaba enviar á un personage muy principal, solo pensó en cenar y dormir profundamente como acostumbraba, para pasar al amanecer á la estancia del conde con objeto de recibir sus órdenes. Pero esta vez solo pudo hacer lo primero, porque al acostarse fué llamado por don Alfonso, el cual, entregándole un papel cerrado:

-Vas, le dijo, á llevar esta carta al maestre de Avis, á quien encontrarás en Santaren ó en Lisboa. Conviene que marches cuanto antes, y que para nada te detengas en el camino.

-Pero, señor!...

-Qué quieres decirme?

-Yo no podré resolverme á abandonar á vuesa merced.

-Pues resuélvete, que en tu mano está el que la ausencia sea mas ó menos larga.

-A Portugal, señor, á Portugal, y ahora de noche!

-Si es de noche, esperarás el dia andando.

-Conque no hay mas remedio?

-Ya te he dicho que cuanto antes tienes que ponerte en camino.

-Déjeme vuesa merced esperar siquiera á que amanezca.

-Pues qué inconveniente tienes en marchar ahora?

-Téngolo, y muy grande, señor.

-Cuál es?

-El miedo que me infunde una vision estraña, que todas las noches rodea dando tristes alaridos las murallas del alcázar.

-Voto á briós! Y tú, Amós, tú tambien crees esas cosas!

-Conque no las he de creer, cuando la guarnicion del castillo está consternada, y no se encuentra un soldado que quiera por cuanto hay en el mundo hacer la centinela por la noche!

-Pero bien, esa vision, en qué consiste? qué figura tiene?

-Preséntase de varias: unas veces se parece á un negro que desgarra con los dientes á un blanco niño de que está apoderado; otras á un perro que arroja encendidas chispas por la boca, y otras tambien toma la figura de una cabra, y va aumentándose hasta hacerse tan grande como un camello.

-Tú eres el que aumentas para que te deje dormir esta noche en tu cama; pero te equivocas, porque quiero que ahora mismo marches á Portugal.

-Pero, señor, hágase cargo de la razon: qué mas le da esperar á que llegue el dia, cuando ya hemos pasado una gran parte de la noche? Es de tanto interés el contenido de esta carta, que sea necesario por él esponer la vida de un hombre, y de un hombre de tanta importancia como yo?

-Amós, repuso el conde enojado, estoy acostumbrado á que me obedezcan todos sin replicar; y si no quieres esperimentar por tí mismo los efectos de la inobediencia, en este instante emprende el viaje que te ordeno.

El confidente, temeroso de incurrir en la indignacion del bastardo, no hizo mas que guardarse la carta que aun tenia en la mano, y salirse de aquella estancia sin responder ni una sola palabra.

Ya don Alfonso, despues de este diálogo, solo pensaba en entregarse nuevamente á sus profundas meditaciones, necesario fruto de un hombre que por su turbulento carácter habia perdido la libertad, cuando recibió una visita que no esperaba: era el alcaide del castillo, que contra su costumbre le visitaba por la noche.

-Qué novedad es esta, Rui García? le pregunta al verle entrar en su prision.

-Ahora lo sabreis, pues no vengo á otra cosa. El arzobispo don Pedro Tenorio, á cuya guarda estais por vuestro hermano encomendado, ha dispuesto que mañana seais conducido al castillo de Almonacir; y como tendreis que mandar á vuestros criados que recojan cuanto os pertenece para que sea trasladado á vuestra nueva prision, he querido decíroslo con tiempo para evitar que de mí se diga que no sé tratar como se debe á los hijos de los reyes.

-Gracias, contestó tristemente don Alfonso.

-He cumplido con lo que os debia; ahora permitidme que me retire, porque necesito descansar de mi viaje.

-Podeis hacerlo cuando gusteis, repuso el conde á pesar del mal humor que le causaran las palabras del alcaide; pero yo ignoraba que hoy hubiéseis viajado; y cuando vos habeis dejado el castillo de Montalban, algun grave suceso debe ocurrir... Vamos claros, qué hay de Portugal?

-De Portugal! pues qué! no sabeis lo que pasa?

-Qué quereis que sepa un infeliz encarcelado? respondió don Alfonso deseando por momentos oir á Rui García.

-Pues yo os diré lo que ya es público en Toledo. El rey don Fernando de Portugal ha muerto hace pocos dias; y su yerno don Juan, en virtud de las capitulaciones que tuvieron lugar cuando se casó con doña Beatriz, trata ahora de tomar posesion de su nuevo reino. Para llevar a cabo esta delicada empresa, no solo cuenta con un grande y lucido ejercito que se está formando en Simancas, sino tambien con el voto de los principales señores de aquel Estado, entre los cuales se cuenta el maestre de Avis.

-El maestre de Avis! le interrumpió don Alfonso: eso es imposible.

-No es imposible, respondió el alcaide como muy poseido de la verdad de cuanto decia.

-Pues yo os digo que el maestre de Avis no puede ser de los que ofrecen la corona de Portugal á don Juan, porque es uno de los mayores enemigos de la de Castilla.

-Será todo cuanto se quiera; pero en lo que no cabe duda es en que es cierto cuanto os digo.

-Pues dudo mucho, replicó el preso, que los castellanos consigan dominar á los portugueses.

-Eso ya es otra cosa; pero tened siempre presente que el derecho y la fuerza son dos palancas capaces de mover un mundo, para cuanto mas el pequeño reino de que ahora se trata.

-Sin embargo, no es obra tan fácil como os parece. El nombre de Castilla es allí muy odiado, y harto será que los que se creen vencidos no vengan á ser vencedores.

-Estan tomadas cuantas medidas sugiere la prudencia mas consumada para evitar esa desgracia de que hablais.

-Muy enterado estais de todo lo que pasa! Sabeis si mi traslacion al castillo de Almonacir tiene relacion con todos esos proyectos y medidas?

-Lo ignoro: solo sé que el infante don Juan, que como sabeis hace algun tiempo que huyendo de la reina doña Leonor se retiró á Castilla, debe llegar de mañana á pasado á esta fortaleza, en la que permanecerá hasta que se haya concluido la danza que debe empezarse muy pronto.

-Pues entonces no digais mas, porque ya conozco la causa de mi traslacion al castillo de Almonacir... Ya se ve, dos hombres tan temibles para mi hermano como el infante portugués y el conde de Gijon, podian derribarle del trono si juntos estuviesen en un mismo recinto!... Vive Dios, que el arzobispo es previsor...

El alcaide se encogió de hombros como dando á entender que él no podia menos de cumplir las órdenes de don Pedro Tenorio, y pidiendo la venia al preso se despidió hasta el siguiente dia.

El autor no sabe en qué se ocupó don Alfonso despues que se retiró Rui García: supone, porque para ello le autoriza el turbulento carácter del bastardo, que en meditar nuevos planes de evasion. Tampoco puede decir si Amós, temiendo á la estraña vision de que habia hablado á su amo, se quedó aquella noche esperando á que llegase el dia, oculto en alguna casa de Montalban. Pero si lo que puede asegurar sin temor de ser desmentido es, que tan pronto como amaneció, vióse salir de Montalban al conde don Alfonso, escoltado por algunos caballeros que estaban al servicio de don Pedro Tenorio. Su direccion era bien marcada, pues tomaron el camino de Almonacir, adonde pensaban llegar antes de anochecer; y aunque todos caminaban alegres y en continua conversacion, no por eso dejaban de guardar con el conde las consideraciones que se deben á los príncipes, por haberlo así ordenado el arzobispo don Pedro.

Semejante conducta fué en estremo contraria á este prelado, porque el conde, aprovechándose de las atenciones de que era objeto por parte de los que formaban la escolta, al llegar á una llanura en que podia correr perfectamente su caballo, soltó las riendas, apretó las espuelas, y en un instante se internó en un bosque que á la derecha del camino real habia, y desapareció. Conociendo Rui García su imprudencia, dió orden á sus compañeros de que inmediatamente, unos por un lado y otros por el otro, registrasen todas las sinuosidades del bosque; pero esta operacion, que fué muy larga, no produjo mas resultados que convencer al alcaide de que el bastardo acababa de recobrar su libertad.

Capítulo II
Como el Adelantado de Galicia conocia perfectamente á sus vecinos.

Era llegado el invierno del año de 1383, cuando en una casa de aspecto bastante humilde de la ciudad de Plasencia, conversaban cerca de media noche dos caballeros ya bastante conocidos de nuestros lectores, pues el uno era el esforzado Pero Ruiz Sarmiento, y el otro el pundonoroso don Juan Ramirez de Arellano.

-No sé, decía acalorado el primero, cómo os atrevísteis á dar semejante consejo al rey, porque debísteis preveer las consecuencias que iban á seguirse tan pronto como se pusiese en práctica. Un hombre como vos, que apenas ha salido de la corte de Castilla, antes de resolverse á aconsejar al monarca debia oír el parecer de sus compañeros. Y no creais, no, que yo me duelo del ascendiente que sobre él teneis: conozco los importantes servicios que en vuestra larga carrera le habeis prestado; pero no puedo menos de confesar que en esta ocasion, aunque hubiérais sido uno de sus mayores eneinigos, no le hubiérais servido peor.

-Mariscal, repuso el anciano gravemente, reportaos, porque aunque viejo, soy caballero; y si vos sois mas jóven, tened entendido que nunca os será lícito insultarme impunemente...

-No, permitid, contestó con la mayor tranquilidad Pero Ruiz Sarmiento; el primer mariscal de Castilla es demasiado noble para insultaros: quédese reservado ese modo de proceder para esos hombres en cuyo corazon abunda la perfidia; mas para caballeros como yo, la lealtad y la franqueza. Vos habeis tomado por un insulto el que os haya dicho la verdad tan desnuda como acostumbro á decirla siempre, y mi intencion no era otra mas que la de lamentarme por los tristes sucesos que preveo.

-Sin embargo, habeis dicho que no he podido servir peor al rey, y...

-Sí; pero con la mejor intencion, le interrumpió el mariscal.

-Mi conciencia me dice que lo he servido bien.

-Eso tambien lo creo; pero no me prueba que hayais acertado.

-Ya se ve, como no se aprobó vuestro dictámen!...

-El tiempo dirá que era mejor que el vuestro.

-Para llevar la guerra á un reino que nos brinda con la paz!...

-Esa paz es fingida, y antes de pocos dias conocereis vuestro yerro.

-Y no habrá entonces lugar de enmendarlo?

-Hablais, don Juan, como quien está muy seguro de haber llevado á cabo la mas dificil empresa: parece que ya teneis todo el reino lusitano á vuestra disposicion. y que por vuestra misma mano colocais la corona en las reales sienes del augusto hijo de don Enrique. Y no es esto lo peor, sino que el tono de vuestras palabras manifiesta cierto desprecio de los saludables avisos de un esperimentado militar; pero no importa, porque yo, aunque mas jóven, no me dejo dominar tan facilmente de la ira como vos.

-Mariscal, le dijo entonces el anciano poniéndole la mano sobre el hombro, si la ira no os domina, no está muy lejos de vos; y en verdad que sentiria que venciese al mejor de mis amigos.

-Tal vez vos podeis estorbar ese triunfo...

-Y para complaceros os digo ahora mismo que aprecio vuestras palabras, y que si en el consejo fuí de diferente parecer, fué tan solo porque creí que mi dictámen era mas acertado.

-Yo estoy siempre por el del mariscal, interpuso un personage que súbitamente apareció en la escena: he oido algunas de vuestras palabras al entrar, y al instante conocí que hablábais de lo que pasó esta noche en presencia del rey. Repetiré lo que entonces dije, que el peor partido que se puede tomar, es el de entrar en Portugal sin llevar un poderoso ejército para domar el orgullo de los enemigos de Castilla. Los portugueses no se someterán si los tratan con benignidad: son gentes que desprecian á todas las naciones: figúraseles que no hay otra mas poderosa en el mundo; y acostumbrados á tener reyes propios, se burlarán de las intenciones pacíficas del nuestro. En vano se dice que el maestre de Avis se ha sometido, y que muchos grandes han seguido su ejemplo: este no es mas que un ardid para que les demos tiempo de organizarse, y poder declararnos la guerra con ventajas. Por otra parte, yo sé que en Lisboa se tienen reuniones, y que en estos nocturnos conciliábulos es en donde se fraguan todas las intrigas que tienen en alarma al populacho. La misma reina doña Leonor, aunque seducida, no es estraña á estos manejos; y para complemento de males, los descontentos han obligado á la reina á que destierre al conde de Uren, que siempre defendió los intereses de Castilla.

-Está bien, condestable, repuso don Juan Ramirez; grandemente habeis exagerado los riesgos que nos amenazan! Si S. A. os hubiera oido, estoy seguro que muda de resolucion...

-Vos sois, respondió de repente el recien llegado, el que no quiere que varíe.

-Porque conozco, condestable, que es lo que mas nos conviene en el caso presente.

-Allá veremos, respondieron á un mismo tiempo los dos caballeros que desaprobaban la conducta de Ramirez.

-La noche avanza demasiado, dijo este, y mañana tenemos que madrugar para entrar en Portugal.

-Mañana? preguntó el condestable.

-Sí, respondió Ramirez, porque el obispo de la Guardia, cuya ciudad está á la entrada del reino, ha prometido á S.A. abrirle las puertas de la plaza, y contribuir por su parte al triunfo de su causa.

-Pues hasta mañana, dijo el condestable.

-Hasta mañana, respondieron sus dos compañeros al tiempo de retirarse.

Capítulo III
Como un palaciego que trabajaba para otro, logró desbancar á uno que trabajaba por cuenta propia.

En medio de una tenebrosa noche del mes de enero del año de 1384, al mismo tiempo que los habitantes de la antigua ciudad de Lisboa se habian entregado al descanso, una dama enlutada, en cuyo rostro estaba pintada la ansiedad y el dolor, se paseaba por uno de los mas espaciosos salones del gótico alcázar de los reyes de Portugal. De cuando en cuando se paraba, permanecia un largo rato pensativa, pronunciaba algunas palabras entrecortadas, y asomándose luego á una de las elevadas celosías que caían sobre el Tajo, esclamaba con dolorido acento:

-Cuándo vendrá!...

Y al ver la oscuridad, al observar el silencio que reinaba por todas partes, al oir el fragor del trueno que resonaba en las inmensides del espacio, y al presenciar el rayo que rasgaba las nubes, volvia á repetir las mismas palabras:

--Cuándo vendrá!... Tantos peligros como le rodean, continuaba luego, y tantos enemigos como acechan la ocasion de asesinarle, si habrán conseguido ¡ay! su fatal objeto!... Qué noche tan cruel, qué horas tan largas, y qué situacion tan triste!... Blanca, Blanca! tú eres mas feliz que yo; duermes sin recelo, y tu nombre no es objeto de escarnio en esas calles y plazas.

Suspiró entonces profundamente, y de sus ojos, que debian ser hermosos, salieron dos raudales de lágrimas.

-Blanca! volvió á gritar sollozando.

Señora, respondió una voz que salia de un gabinete muy próximo.

-Ven á hacerme compañía, dijo la enlutada, ya que todos me han abandonado.

Al momento se presentó una jóven de estremada belleza, que debia ser una de sus damas.

-Perdonad, señora, dijo al entrar, me habia rendido el sueño y...

-Eres mas feliz que yo!...

-Cuánto diera porque V. A. participase de mi felicidad! Pero si es lícito á una de vuestras damas venir á haceros compañía, no la será tambien preguntaros por qué tan á deshora os encuentra tan acongojada?

-Ay, Blanca, cuánto padezco... tú lo sabes y me lo preguntas!...

-Acaso, señora, no tarden en mejorar los tiempos, y vuelvan a amanecer para vos aquellos dias claros y apacibles que habeis perdido. Tal vez el príncipe don Juan, bien hallado con la herencia de sus padres, renuncie al trono de Portugal, y seais de esta manera respetada. por los grandes de la corte.

-No creas, Blanca, que lleguen á realizarse tus esperanzas. Verásme, sí, mas humillada y abatida de lo que ahora estoy; presenciarás cómo entre el orgullo y encumbramiento del maestre de Avis acrecen las fuerzas de Castilla, y lo que es aun mas sensible que todo, la ruina completa del conde. Este pensamiento, esta desgarradora idea me aniquila; porque yo, Blanca, yo que á ti sola revelo las debilidades de mi corazon, puedo decirte que no podré sobrevivir á su pérdida.

-Pero yo creo, señora, que sus enemigos, al verle en un destierro, y que aparentemente perdió vuestra gracia, desistirán de maquinar contra él...

-Silencio! gritó la señora corriendo hácia la celosía; no oyes un ruido de espadas como de dos caballeros que se baten?... Él es, que ha sido asaltado por sus enemigos...

-Tranquilizaos, señora, respondió la jóven despues de escuchar algun tiempo; ese ruido no es de espadas, sino de los remos de algun esquife que acaba de arrimarse á la costa.

-Tú lo crees así? preguntó la señora sobresaltada.

-Y tambien lo aseguro.

Hubo entonces algunos momentos de silencio, que ninguna de las dos, aunque por motivos distintos, se atrevia á interrumpir. Pero cuando de allí á algun tiempo se oyeron pasos como de una persona que subia por una escalera, la espresion cada vez mas animada de una de ellas manifestaba que sus recelos acababan de convertirse en esperanzas. Sus cuidados entonces limitáronse á componer su desarreglado tocado, y á tomar en un maunífico sillon, en que estaban de relieve representados los castillos y guinas de Portugal, una postura digna de su elevada gerarquía. Blanca esperaba á una respetuosa distancia las órdenes de su ama, cuando se abrió una puerta oculta y apareció en aquella estancia un caballero embozado en una ancha y negra capa. Su estatura era alta; su paso grave y airoso; sus modales finos, y su edad, que sería como de cuarenta años, parecia disminuirse con el riquísimo trage que vestía.

-Conde! esclamó la señora corriendo hácia él; sois vos? Ah! cuántos sustos y zozobras me habeis causado!... por qué habeis tardado tanto?...

-Señora, respondió el caballero, preguntádselo á los agentes del maestro de Avis.

-Qué significan, conde, esas palabras?

-Retiraos, Blanca, dijo el recien llegado á media voz, como disponiéndose á revelar muy importantes secretos.

-Mis enemigos, continuó así que se vió solo con la señora, han llegado á descubrir mi paradero, y el pequeño pueblo de Belen acaba de presenciar un escandaloso motin, dirigido á quitarme la vida. La gente que en él figuraba, era tan despreciable y asquerosa como lo son la mayor parte de los que sirven al maestro de Avis, á ese hombre aborrecible, que con su ambicion es la causa de todas las desgracias que nos afligen.

-Pero estais bien cierto de que él ha sido el instigador de ese tumulto?

-Demasiado, señora, demasiado...

-Tened en cuenta, conde, que muchas veces nuestros enemigos se valen de mil reprobados medios para causar nuestra ruina, y que por lo mismo, nada tendria de estraño que otros, á quienes no odiais tanto como debíais, se hayan valido del nombre y de los asalariados agentes del maestre para asesinaros.

-Hasta cuándo, señora, habeis de permanecer en vuestro error! cuándo llegareis á conocer que no es á don Juan de Castilla, sino al de Portugal, á quien debeis de temer y odiar! Cada dia que pasa, cada momento que transcurre, os encuentro mas aferrada á vuestras antiguas afecciones, y si no fuera porque sois reina, creerla que mi vida se encontraba mas espuesta en vuestro palacio, que en mi retiro de Belen...

-Conde! gritó la enlutada señora, me insultais...

-La verdad nunca fué un insulto.

-Conque es decir que tambien yo atento contra vuestra vida? Ah, conde, añadió vertiendo algunas lágrimas, y qué mal correspondeis al amor que os profeso! Qué habeis visto en mí para que pudiéseis formar tan injusta sospecha? Por ventura no soy yo la misma que os he dado tantas pruebas de deferencia y amor, aun en vida del último rey? Yo, que en nada he tenido la dignidad del trono cuando se ha tratado de vuestra persona, podia ahora convertirme contra ella? Reflexionad, conde, reflexionad, y no añadais nuevos disgustos á mi triste vida.

-Sin embargo, señora, creo que habiendo variado los tiempos, habeis variado vos tambien. De otro modo, cómo era posible que os obstináseis en defender al mayor enemigo de vuestra corona? cómo esplicar esa aversion que profesais á los reyes de Castilla, cuando solo ellos pueden salvarnos del cruel naufragio que nos amenaza?

-Cada palabra vuestra es una saeta que me atraviesa el corazon. Vos, que debíais compadecerme por los trabajos que me persiguen, los aumentais con vuestras injustas suposiciones! Yo no defiendo al maestro, ni odio tampoco al rey don Juan. Entre los dos hay una distancia inmensa; y si yo me aproximo algo mas al primero que al segundo, es porque, siendo portugués, espero de él que se convierta contra los estrangeros que traten de derribarme del trono. Es cierto que su desmesurada ambicion solo podrá satisfacerse compartiendo con él los negocios del Estado; pero yo espero de este modo atraerle á mi partido, y que deponga contra vos sus antiguos odios.

-Imposible! prorumpió indignado el caballero.

-Por qué decís imposible, cuando hace muy pocos dias que me dijo que solo deseaba que se destruyesen las prevenciones que el pueblo abrigaba contra vos, para abrazaros en presencia de toda la corte? Atended, si de esta manera llegais á entenderos, no podreis ser dos robustas columnas sobre que descanse el trono lusitano? Yo por mi parte voy á exigir de vos un nuevo sacrificio. Escuchad...

-Qué vais á decir, señora? preguntó el conde bruscamente.

-Atrévome á proponeros una reconciliacion con el gran maestre... Yo seré la mediadora.

-Callad! gritó encolerizado el caballero. Estoy admirado, y no sé cómo esplicar la gran mutacion que en vos observo. Antes tan prevenida contra él, y ahora tan dispuesta en su favor! Por ventura, ha penetrado en esta mansion alguno de sus amigos, y con maligna astucia consiguió engañaros? Reconciliacion con el mas encarnizado de mis enemigos, con el hombre cruel que esta noche misma armó sus viles mercenarios para asesinarme en mi retiró de Belen! Desistid, señora, desistid de semejante propósito, si no quereis que os cuente en el número de mis enemigos tambien.

-Ese mortal odio será, no lo dudeis, la causa de mi desgracia...

-He venido esta noche, respondió á estas palabras el caballero poniéndose en disposicion de marcharse, por cumplir una palabra que os habia dado. Permitidme por lo mismo que me retire para atender á la seguridad de mi persona.

-Qué pensais hacer? preguntó la enlutada con ansiedad.

-Acabo de decíroslo, respondió friamente el caballero.

-Sí; pero me ocultais vuestros proyectos.

-No quiero que lleguen á saberlos mis enemigos...

-Conde!...

-A Dios, señora.

Y abriendo precipitadamente la puerta, desapareció.

Semejante despedida hirió, como no podia menos, el orgullo de aquella encumbrada muger; pero como se encontraba abrasada con el concupiscible fuego que ardia en su corazon, presto olvidó sus resentimientos para pensar tan solo en la suerte de su adorado. Lo que mas temia era que atribuyendo este á veleidad cuanto sobre el maestre de Avis le habla dicho, tomase la resolucion de olvidarla, no acordándose mas de su amor.

Por esto, antes de amanecer le escribió una carta, suplicándole que á la noche siguiente, en el mismo sitio y á las mismas horas, tuviese una entrevista con ella.

El favorito accedió á sus ruegos, penetrando á media noche en el regio alcázar, valiéndose de los mismos medios que antes empleara.

-Vengo, señora, le dijo al encontrarse en su presencia, á recibir órdenes de la reina viuda de Portugal...

-Y no venís, preguntó esta señora con amable sonrisa, á departir amigablemente con doña Leonor?

-Si la reina lo manda...

-La reina lo manda y lo quiere. Sentaos.

Hízolo así el conde, y en seguida habló de esta manera:

-Creo que ya sabreis las noticias que hoy corren por la corte...

-Nada sé: qué noticias son esas?

-Es muy estraño que os las hayan ocultado los que mas interés tenian en manifestároslas! Pero ya se ve, como su virtud dominante no es la lealtad!... Y eso que el maestre de Avis puede llegar á ser una de las mas robustas columnas de vuestro trono!....

-Dejaos de burlas, y decidme luego lo que pasa.

-Nada, señora, no es mas que lo que yo mismo tantas veces habia previsto: el rey don Juan de Castilla, acompañado de la reina doña Beatriz y de muchos grandes y prelados de su reino, acaba de entrar en Portugal; y lo que es mas que todo, muchos pueblos del reino le han recibido de una manera tan entusiasmadora, que cualquier príncipe podia para sí codiciar tanta dicha. En particular la Guardia, siguiendo el ejemplo de su obispo y de su clero, le aclamó por rey de Portugal, deseándole que por largos y felices años ocupe el trono.

-Y ese es el príncipe, repuso indignada la reina, que algunos suponian tan virtuoso? así cumple con las capitulaciones acordadas entre él y el rey don Fernando?

-Esas razones nada valen ante la fuerza, y nosotros debemos de decidirnos por un partido: la inaccion en que nos hallamos, nos mata.

-Pues qué partido quereis que sigamos mas que el de la resistencia? Que entren, que entren los castellanos, que en este reino encontrarán su sepultura.

-Señora, esas fanfarronadas, tan propias de la nacion portuguesa, no amedrentarán á los invasores. Vos sabeis cómo acostumbran á batirse: no ignorais tampoco los medios con que cuentan para hacernos la guerra; y sobre todo debeis tener presente, que no conviene irritarlos con nuestras imprudencias...

-Que no conviene irritarlos! Por Dios que no os entiendo, conde de Uren.

-Me entendereis, doña Leonor: el rey don Juan al pisar el suelo portugués no se parece á esos conquistadores á quienes sigue la desolacion y la muerte; es mas bien un señor que, apoyado en sus derechos, viene á tomar posesion de sus estados...

-Pues tanto mejor para que sea vencido, replicó la reina.

-Guardaos de hacer marchar vuestras tropas contra él, repuso el conde.

-Tanto le temeis? preguntó desdeñosamente doña Leonor.

-Yo no le temo, pero tampoco le desprecio.

-Por lo mismo, debemos de prepararnos para recibirle hostilmente.

-Guardaos de hacerlo, vuelvo á repetiros; porque solo él puede libraros de los riesgos de que estamos cercados.

-Vos quereis segun eso que yo descienda del trono para que á él suba el rey de Castilla! No es así?

-Las verdaderas intenciones de don Juan nadie las sabe: él desde la frontera nos brinda con la paz, pero tambien nos demuestra que no rehusa la guerra si se la declaramos. Es cierto que hasta ahora no ha desplegado sus fuerzas, pero cuando llegue el caso, ocupará á Portugal con sus numerosos escuadrones; y entonces, señora, ya será tarde para implorar su perdón...

-Reportaos, don Juan Fernandez de Andeyro, porque la reina de Portugal, la augusta viuda del rey don Fernando, no tiene que pedir á nadie perdon, para cuanto mas al hijo del bastardo de Castilla.

-Haced ostentacion de esos títulos, replicó el conde friamente, entre los cortesanos de Lisboa; y acordaos que ahora solo hablais con vuestro favorito, el cual no tiene mas objeto que contribuir á vuestra felicidad...

-Aconsejándome que renuncie el trono, no es verdad? interpuso maliciosamente la reina.

-Es un consejo mas sano que los que os incitan á que hagais resistencia.

-Si vos añadís al vuestro que despues que deje de ser reina me entregue á una vida de ásperas penitencias y cilicios, convengo: de lo contrario...

-No habeis querido entenderme.

-Esplicaos, pues.

-Don Juan primero de Castilla no pretenderia al ceñirse la doble corona, despojaros de las consideraciones que os son debidas por vuestro elevado rango. Si ahora ocupais un solio rodeado de traidores, entonces seríais verdaderamente reina y señora de los pueblos que os cediese en toda propiedad. Mas si de otro modo con él os portáseis, don Juan de Portugal tendria tiempo para coronarse; y este rey de nuevo cuño, solo con el desprecio remuneraria los servicios que ahora le estais prestando.

-Y quién es ese don Juan de Portugal? preguntó alarmada doña Leonor.

-Quién? el maestre de Avis...

-Y vos creeis sinceramente que él sea uno de mis enemigos?

-El mayor y el mas temible.

-Sin embargo, se necesitan pruebas; y él hace mas de un mes que se desvela por servirme.

-Cabalmente el tiempo que hace que yo falto de la corte...

-Y si yo llegase á descubrir sus perfidias, cómo habia de deshacerme de un señor tan poderoso?

-Me haceis esa pregunta, cuando poco há os mostrábais tan animosa contra don Juan de Castilla!

-Vos mismo decís que es el mas temible de mis enemigos.

-Sí, es verdad; porque es un enemigo encubierto á quien os empeñais en proteger.

-Pues desde ahora yo os prometo, conde de Uren, el trabajar para alejarle de la corte; y mientras tanto, pienso reunir algunos grandes, de aquellos que mas confianza me inspiran, para acordar lo que debemos de hacer en los borrascosos tiempos que atravesamos. Vos podeis visitarme del mismo modo que lo habeis hecho estas noches para ayudarme con vuestros consejos.

-Os lo juro, á pesar de los peligros que me cercan en la corte de Lisboa.

Terminó este diálogo retirándose don Juan Fernandez de Andeyro por la oculta escalera por donde habla subido; y doña Leonor, que entonces se encontraba mas intranquila que al principio de esta entrevista, empezó a meditar sobre su triste y crítica situacion.

Capítulo IV
Que puede servir de aviso para que ningun amo tenga a su servicio criados enamorados.

Esta segunda entrevista, en que el conde de Uren manifestó á la reina doña Leonor una parte de sus sentimientos, llegó bien pronto á noticia del maestre de Avis, uno de los mas afamados agitadores de aquella época. Nuño Alvarez Pereira, caballero muy conocido en la corte por sus célebres aventuras, habia logrado seducir á la agraciada Blanca; y esta inesperta jóven, que creía que solo el amor conducia á su estancia á su turbulento amante, facilitaba sin querer la ruina del odiado favorito, introduciendo por la oculta escara por donde el conde llegaba al aposento de doña Leonor, á uno de los mas encarnizados enemigos de aquel personage.

Al principio opuso Blanca alguna resistencia á las pretensiones de Nuño, mas despues condescendió con él, y últimamente vino á desear, como siempre acontece en semejantes casos, sus visitas. Sin embargo, su conciencia no estaba tranquila, porque temia á cada paso que se descubriese su infidelidad, y que se la aplicase el castigo que su grave falta merecia. Sus temores siempre crecientes eran un torcedor contínuo que la atormentaba: procuraba desechar las funestas imágenes que en medio de la embriaguez de su amor acibaraban sus ilícitos placeres; y para poner término á una situacion tan angustiosa, se resolvió en uno de aquellos momentos de cruel lucha, á repudiar á su falaz seductor.

-Tengo que comunicaros, le dijo por el mismo tiempo en que don Juan Fernandez de Andeyro se encontraba desterrado de la corte, una resolucion que no dudo que sabreis respetar como caballero y bien nacido que sois: la llave que teneis en vuestro poder del salon que comunica con el aposento de la reina, es necesario que vuelva al mio, si no quereis verme deshonrada y en desgracia de S. A. No creais que la indiferencia, ni alguna otra pasion menos noble, me obliga á tomar esta determinacion, que presumo os será desagradable; tan solo mi conciencia, impelida por el recuerdo de los favores que debo á doña Leonor, me ponen en el caso de renunciar, al menos por ahora, á vuestras visitas. Esta decision no destruye nuestro amor, antes por el contrario lo corrobora; y si el vuestro se parece al que como vivísimo fuego arde en mi pecho, pronto cumplireis vuestros solemnes juramentos...

Nuño quedó desconcertado con semejante discurso. Conoció por él que se le vedaban sus innobles placeres, y que ya no podria tan facilmente penetrar todos los designios de la reina. Como agente el mas sagaz del maestre de Avis, sabiendo cuánto este perdia si Blanca se obstinaba en no recibirle en el regio alcázar, empezó á combinar su plan de ataque, y despues que volvió de su estupor y sorpresa:

-Ahora, bella y adorada Blanca, dijo, ahora, que mas que nunca me esforzaba por labrar tu completa felicidad; ahora que solo faltaba vencer la obstinacion de mi orgulloso padre para que accediese á nuestro himeneo; ahora que me disponia á marchar impávido contra los enemigos de la reina doña Leonor; ahora, en fin, que con actos verdaderamente heróicos iba á hacerme digno de tu mano, me rechazas bajo pretestos que no debo respetar, porque son efecto de una imaginacion sobresaltada! Crees, amada mia, qua yo llegue algun dia á descubrir los amores y pláticas secretas de la reina viuda? Te engañas: yo deseo como tú que su honor no padezca, y que el triunfo de su causa sea tan completo como seguro. Quisiera darte pruebas de la sinceridad de mis palabras; pero no teniendo otras mas que mis juramentos, en presencia del Dios que algun dia nos ha de juzgar, solemnemente prometo servir con toda lealtad á la reina, para hacerme digno de poseer legítimamente á la que es su dama.

-Sin embargo, repuso la jóven con timidez, renunciad, os lo ruego de todas veras, á la costumbre de visitarme por la noche.

-Blanca! y no sabeis que me es imposible hacerlo por el dia?...

-Es verdad, pero...

-Oh! no insistais, si no quereis verme muerto de dolor.

Cómo he de renunciar á vuestra vista, si de ella pende mi vida? Ignorais acaso que vos sola habeis conseguido cautivar mi corazon? Habeis olvidado ya lo que tantas veces me repetísteis de que me amabais, y de que por mi amor sacrificábais todos los respetos? Vuelve, pues, amada mia, vuelve á recordar tus palabras, y así como tienes derecho á reclamar el cumplimiento de las mias, yo le tengo igualmente á pedir que se cumplan las tuyas. Por otra parte, qué inconveniente hay en que me recibas en tu gabinete dos ó tres noches, pues no han de ser mas los dias que yo permanezca en Lisboa? Temes por la reina? yo soy uno de sus mas ardientes partidarios. Recelas que tu honor padezca? yo estoy mas interesado que tú en que quede á cubierto de toda sospecha. Ve, pues, como no hay el mas leve fundamento en que pueda apoyarse esa determinacion que echa por tierra todas mis ilusiones, y destruye mis mayores esperanzas.

El astuto seductor vió cumplidos sus deseos, porque la inesperta jóven, cuyo corazon acababa de inficionarse con el veneno que destilaban los ponzoñosos labios de su amante, accedió á cuanto este la proponia. Infeliz! así labraba su deshonor y contribuía sin querer á la completa ruina de su reina y señora!

Veamos ahora con qué gozo refiere, á su digno amigo el maestro de Avis, sus temores y sus triunfos; y reflexionemos con algun detenimiento sobre sus palabras, si queremos persuadirnos del principal objeto que se proponia con sus galanteos cerca de la dama de doña Leonor.

-Amigo, le decia á la mañana siguiente en el soberbio palacio que al maestre servia de morada, hemos estado á punto de perder en un momento el fruto de tantas vigilias y afanes: en esta noche que acaba de pasar, no sé qué diablos de escrúpulos asaltaron el corazon de mi dama, que en un instante, como quien nada dice, me propuso el que no volviese á subir por la misma escalera por donde sube el conde. La pretension ¡vive Dios! tuvo mucho de ridícula, y por eso quise al principio reirme de quien tan sencillamente creía que yo la iba á tomar en consideracion; mas despues, conociendo que tal vez podia traernos peores consecuencias, si claramente la despreciaba, afecté un grande sentimiento por una resolucion que, segun decia, echaba por tierra mis ilusiones y destruía mis mejores esperanzas. Hablé con tanta ternura como uno de esos amartelados mancebos en los momentos de su mayor estusiasmo; fingí abrasarme en la llama que Cupido encendiera en mi corazon; dije que no podria vivir ausente de la vista de mi adorada; y por último, la hice creer que yo era uno de los mas fieles partidarios de la reina. De este modo he conseguido quedarme con la llave de la puerta secreta, porque Blanca creyó con la mayor sencillez las palabras que me oía.

-No me disgusta ese nuevo triunfo que has conseguido sobre tu dama; pero si se obstinase en recogerte la llave, podriamos antes de entregársela, hacer lo que ella hizo con la misma de que se sirve don Juan Fernandez de Andeyro, que fué el de estamparla en cera, y luego...

-Sí, le interrumpió Nuño, ya os entiendo; pero así es mejor, porque cuando llegue el caso de plantear aquel proyecto que sabeis, no tendremos necesidad de precavernos de Blanca. De otro modo nos veríamos en la necesidad de permanecer ocultos en los ánditos del alcázar de doña Leonor hasta que llegase el conde; y en verdad que si mientras tanto nos descubrian, como era muy fácil, se malograba la empresa.

-El momento de llevarla á cabo se aproxima.

-Luego hice bien en suplicar á mi dama que tan solo por dos ó tres veces recibiese mis visitas, eh?

-Una de ellas basta para conseguir lo que deseamos.

-La de esta noche?

-No tan pronto, Nuño: hay que saber primero lo que resulta del consejo de esta tarde.

-Resultará lo mismo que otras veces. Doña Leonor, mientras tenga por consejero al conde de Uren, no creais que se resigne á abdicar la corona en vos. Creimos adelantar mucho con que saliese de la corte desterrado; pero el maldito halló medio de no llegar á Santaren, y quedarse, como quien dice, oculto en los arrabales de Lisboa. Es muy astuto ese hombre! Quién habia de decir que su sagacidad habia de llegar al estremo de librarse del motin de la otra noche, fingiéndose en los momentos de mayor peligro uno de los amotinados? Por eso yo temo que aun se nos ha de escapar del aposento de doña Leonor...

-Con todo, no será así, si yo logro acercarme á él, aunque no sea mas que por muy poco tiempo.

-Sí: el golpe debe darse con firmeza...

-No temas que tenga que repetirle.

-Una sola duda se me ocurre: sus partidarios se insurreccionarán tan pronto como se divulgue su muerte?

-Cabalmente me propongo aterrorizarlos con ella.

-De ese modo solo habrá que temer á las tropas de Castilla. no es verdad?

-Sí: porque la autoridad de la reina esde todos despreciada.

-Veremos lo que se resuelve esta tarde en el consejo.

-Es necesario que antes de ir á él, trates de convencer á nuestros amigos de la necesidad de obligar a la reina á que abdique, y de que se retire á concluir sus dias en un monasterio. Pero guárdate de ser el primero que indique en el consejo semejante idea: tú debes de ser de los últimos que manifiestes tu opinion. De este modo si nuestro triunfo no es completo, tampoco lo puede ser nuestra derrota.

-Allí no haré mas que lo que os vea hacer á vos.

-Yo pienso exagerar los peligros y males que afligen el reino para hacer ver, que por lo mismo que los conozco, soy el mas á propósito para remediarlos.

-De seguro los grandes os proclamarán por rey en el acto.

-Sí; pero falta saber si el infante don Juan cuenta en el pueblo con mas partidarios que yo.

-No lo creo; porque los portugueses quieren y necesitan un capitan que los libre del yugo del estrangero.

-Nada podemos decidir hasta ver qué semblante presentan mis negocios con la celebracion del consejo.

-Decís bien; y para aprovechar el tiempo, voy á ponerme de acuerdo con la mayor parte de los que han de concurrir á él.

-Pues entonces marchad y no falteis.

-Seré de los primeros en concurrir.

Así acordaban estos dos hombres, los mas turbulentos de aquella época, los medios de destruir el vacilante poder de la reina doña Leonor. Esta infeliz señora, que habia convocado la junta de que hablaban, estaba muy agena de que en ella iba á presenciar la defeccion mas espantosa, mezclada con los insultos y desacatos que mas pueden ofender á la dignidad real. Triste condicion del caido! Todos le vuelven las espaldas, cuando no se huelgan con sus desgracias.

Capítulo V
De como el gran maestre de Avis era hombre que sabia aprovecharse de las ocasiones.

Iba declinando el dia en que tuvo lugar la anterior plática, cuando en un salon inmediato al aposento de la reina doña Leonor encontrábanse reunidos, en presencia de la señora que acabamos de nombrar, los principales señores de la corte de Lisboa. No era el amor de la patria, ni su adhesion á la viuda del último monarca, lo que allí habia conducido á la mayor parte de los grandes que componian aquella reunion: casi todos se presentaron para defender sus mezquinos intereses, disfrazados con el brillante ropage del bien público. Y la reina viuda, que deseaba para poner término á los males que afligian al pais oir el parecer de los que en su reino pasaban por mas leales y entendidos, conoció bien presto que se encontraba rodeada de traidores. En vano apeló á la lealtad que como nobles y caballeros estaban obligados á observar; en vano tambien les recordó sus juramentos y el testamento del último rey; porque todos, á escepcion de don Enrique Manuel, conde de Sintra, tio que era del último rey, recibieron sus palabras con suma frialdad, y aun manifestaron con algunos descorteses gestos su desaprobacion.

El primero que habló despues de la augusta viuda, fué el nombrado Nuño Alvarez Pereira; y en un discurso salpicado de invectivas contra los castellanos, y de alusiones picantes contra la reina y el conde de Uron, manifestó lo grave y crítico de la situacion, dejando siempre entrever la idea de que para hacer frente á tantas dificultades, se necesitaba un caudillo querido del pueblo.

Estas palabras, que interpretó con suma facilidad la augusta señora, porque no ignoraba la intimidad que habia entre el que las pronunciara y el maestre de Avis, fueron contestadas por el conde de Sintra en un pequeño discurso. Nuestros lectores nos permitirán que transcribamos, sus principales rasgos, para que puedan formar una idea de los sentimientos que animaban al infante portugués.

«Llamados somos aquí, dijo, para que con nuestros consejos primero, y despues con todos nuestros recursos, sostengamos la herencia de mi malogrado sobrino. No venimos á declamar sobre los males que afligen al reino lusitano: estos nadie los ignora; pero lo que no saben todos, son los medios de conjurar la deshecha tormenta que amenaza envolvernos. Cualquiera dirá que lo que conviene ante todo es hacer marchar nuestras tropas al encuentro de las de Castilla. Yo creo, señores, que no andaríamos muy acertados, si de esta manera irritásemos á nuestros vecinos. Tampoco estoy porque se les deje entrar poniendo el reino á su disposicion, pues esto seria tan perjudicial como declararles abiertamente la guerra. Lo que yo quiero, pues, porque lo tengo por mas fundado en la razon y justicia que nos asiste, es enviar embajadores al rey don Juan para rogarle que se retire á sus dominios. Diráseme que semejante política es mas á propósito para ensoberbecer á un enemigo que osado se presenta á reclamar un reino con las armas en la mano, que para hecerle entender sus deberes. Pero los que así se espliquen, no conocerán el carácter de don Juan primero de Castilla. Él es de condicion apacible, si no se le irrita con alguna grave ofensa; y si le damos garantías de que por nuestra parte se han de cumplir los contratos que entre él y mi inolvidable sobrino tuvieron lugar cuando se casó con doña Beatriz, estoy seguro que abandona las tierras de Portugal, y nos restituye la paz de que tanto carecemos. De este modo no necesitamos hacer descender del trono á la reina doña Leonor, para que á él suba un ilustre capitan, como propone Nuño Alvarez Pereira; porque Portugal, ni quiere, ni necesita la guerra. Glorias tiene en su historia y en sus tradiciones; y si á sus inmarcesibles laureles quiere aun añadir otros, declare en hora buena la guerra á los enemigos de Dios, pero respete á los que le honran y sirven, como son los españoles.»

Diferentes veces fué interrumpido el infante por los que componian el consejo; en particular Nuño, como mas fogoso, perdiendo el respeto á la augusta señora que presidia y á los autorizados labios que hablaban, tildó de traidores á cuantos se opusiesen á la reunion de un ejército para marchar, como él decia, á llevar la guerra al corazon de España.

-El ejército se reunirá, le reponía don Enrique Manuel; pero será despues que don Juan se niegue á entrar en tratos con nosotros.

-Don Juan, replicaba Nuño, no hará bondad mientras los portugueses no talen los campos de Castilla, y destruyan sus mejores ciudades.

-Ese es un error que puede sernos funesto, respondia el tio de la reina.

-A vos, que defendeis los intereses del castellano, contestó secamente el maestre de Avis.

-Un ejército y un rey, gritó en este intermedio Nuño.

-Qué rey quereis que os demos? preguntó encolerizado el conde de Sintra.

-El infante don Juan, respondió el maestre de Avis, á quien el rey de Castilla tiene injustamente aherrojado en Toledo.

-Cúmplase el testamento y las capitulaciones de don Fernando, esclamó llorosa la reina viuda tendiendo sus manos hácia la asamblea.

-Primero es la patria que ese documento que invocais, gritaron los parciales del maestre.

El desorden y el frenesí mas completo se habia apoderado del consejo: todos hablaban á un tiempo; todos gritaban y se decian denuestos mas propios de una playa que del lugar en que se encontraban. El inaestre de Avis proponia con desaforadas voces que, siendo la tempestad que crujía tan espantosa, se nombrase rey al momento, pues encontrándose la nave del estado sin gobernalle, solo así se podia impedir que se estrellase contra las rocas que la cercaban: la reina lloraba al presenciar el desacato de los grandes, y su escandalosa defeccion; y don Enrique Manuel, tendiendo las manos hácia la asamblea, se esforzaba porque le oyesen. Al fin pudo conseguir hacer entender estas frases al principal agitador, porque no ignoraba que él era el verdadero autor de las desgracias en que gemia envuelto el pueblo de Lisboa:

-Me dirijo á tí, ó maestre de Avis, porque siendo hijo de un rey, necesariamente has de tener sentimientos dignos de la sangre que te ennoblece. Dime, si del seno del sepulcro en que yace sepultado don Fernando oyeras salir la voz de este malogrado rey condenando los desmanes de tus partidarios, si sus mortales restos se animasen por un momento y compareciesen en esta asamblea, y por último, si su vigorosa voz sonase de nuevo en tus oidos, y te reprendiese porque alimentas pretensiones estrañas á tu carácter, te atreverias á atormentar por mas tiempo á su desolada viuda? Yo estoy seguro que mudarias de conducta, y que lejos de oponerte á sus palabras y á aquellas disposiciones consignadas en su testamento, serías el primero que defendiese á doña Leonor, como gobernadora del reino hasta tanto que su hija doña Beatriz, hoy reina de Castilla, no tuviese sucesion directa. Si de otro modo te portases, serías indigno de contarte en el número de sus hijos, y al baldon é ignominia con que empañarias el brillo de tu nacimiento, te seguirian hasta mas allá de la tumba las maldiciones de tu padre...

El infante iba á continuar, cuando las desaforadas voces de un nuevo personage que acababa de entrar precipitadamente en la asamblea, se lo estorbó.

-Señores, dijo gritando para dominar el auditorio, mientras que aquí se procura por algunos arrancar el cetro de las regias manos de doña Leonor, y por otros de defender los derechos de esta augusta señora, la sangre portuguesa corre á torrentes por las calles de Lisboa. Irritados los ánimos de los partidarios del maestre de Avis con la noticia que ha cundido esta tarde de la aproximacion del rey don Juan de Castilla, han empezado, bajo el pretesto de serle adictos, á degollar á muchos vecinos indefensos. Su número y ferocidad se aumentan por instantes, y si á los escesos que cometen no se les pone coto, pronto habrán invadido este regio alcázar, á los alarmantes gritos que repiten sin cesar de «viva el rey don Juan de Portugal, viva el maestre de Avis.»

La alegría brilló en los ojos de este personage al oir que el populacho de la corte le proclamaba rey; y entonces, arrojando la máscara que por un resto de pudor aun conservaba:

-Seguidme, dijo á los partidarios que contaba en el consejo, seguidme y nada temais, pues ha llegado el momento de obrar con entera seguridad.

-Viva el rey don Juan de Portugal! contestaron aquellos á quienes tales palabras fueron dirigidas.

Y al pronunciar este sedicioso grito en presencia de la viuda de don Fernando, abandonaron el regio alcázar lanzándose entre los revoltosos, para dirigir mejor el movimiento que acababa de estallar.

Dificil sería describir el efecto que esta turbulenta escena produjo en el ánimo de doña Leonor. Si le comparamos con el que causa el rayo que al descender de las nubes destruye en poco tiempo los mas robustos edificios, creemos que nuestros lectores no habrán formado una idea completa del triste estado á que aquella señora quedó reducida. Acababa de presenciar la ambicion de los grandes, de sufrir sus descorteses palabras, y de ser por ellos depuesta del trono; y al considerarse sola, abandonada, y que su nombre era objeto de las burlas y de la animadversion general, pierde el uso de sus sentidos, y cae desmayada en el mismo solio que pisaba por última vez. El conde de Sintra, que al presenciar el descaro de don Juan el maestre de Avis, y al penetrarse de la inutilidad de sus esfuerzos para hacer entender sus deberes á este bastardo, habia cruzado sus brazos y dejado caer su cabeza sobre el pecho demostrando con esta tranquila y resignada postura que á todo estaba dispuesto, se apresuró á prodigar á la reina cuantos cuidados exigia su deplorable estado. No fueron vanos sus esfuerzos: al poco tiempo tuvo el consuelo de ver reanimarse á la augusta viuda, y que merced á las lágrimas que en grande abundancia derramaba, su dolor debia de templarse bastante.

Él así lo deseaba, no solo porque amaba á la viuda de su sobrino, sino tambien porque era necesario tomar una resolucion pronta, que aun que fuese incapaz de refrenar la anarquía que entonces dominaba en Lisboa, al menos pusiese sus vidas en seguridad.

-Ea, señora, la dijo con este objeto, tiempo hay para entregarse al desconsuelo y para llorar: acordaos de vuestro carácter y dignidad, si quereis sobreponeros al rudo golpe que la adversidad acaba de descargar sobre nosotros. Esas calles cuajadas de amotinados, y esas tropas que tal vez no reprimen la sedicion porque ignoran vuestra voluntad, necesitan conocerla al momento. Llamad, pues, sin demora á vuestros principales criados, y en su presencia manifestad solemnemente que los revoltosos atacan vuestra autoridad, y desprecian las disposiciones del último rey. Luego que lo hayais hecho, adornada con las insignias de reina que sois de Portugal, y seguida de todos nosotros, debeis de mostraros al pueblo para calmar los furores que le devoran. Yo estoy seguro que vuestra vista será semejante á la del iris de paz que aparece en el cielo despues de la tormenta, y que no habrá un portugués que en nuestra presencia no reconozca sus estravíos. Nada temais. En las calles de Lisboa no encontrareis mas que corazones afectos; y si hubiese algun osado que no depusiese sus armas en vuestra presencia, mi espada le haria conocer el respeto que se debe á los reyes.

-Perdonad, don Enrique Manuel, respondió la reina entre lágrimas y suspiros, perdonad, si me niego á seguir vuestros consejos. Vos debeis ignorar lo odiada que soy en Lisboa, y lo irritadas que se encuentran las pasiones del populacho, alimentadas por los amaños é intrigas de los grandes del reino. Vos quereis que tan solamente acompañada de algunos criados que tal vez me hayan permanecido fieles, me lance á ese embrabecido golfo agitado por las intrigas del maestre de Avis, de ese perverso, que jurándome una obediencia ciega y una fidelidad sin limites, logró fascinarme; y no conoceis que para una empresa tan arriesgada necesito ir escoltada por un ejercito, y que este ya no me obedece ahora.

Iba á replicar el infante, cuando se lo estorbó la llegada de don Gonzalo, hermano que era de la reina viuda, el cual con gestos y ademanes que revelaban el terror de que estaba poseido:

-La insurreccion, dijo, acrece por momentos, y acaba de perpetrar un crímen de esos que atraen sobre todo un pueblo las iras del Eterno. Los Parciales del maestre de Avis han penetrado en la catedral, y so pretesto de que el obispo era castellano, fué inhumanamente asesinado en el sagrado recinto que eligiera para librarse de la saña de aquellos perversos.

-Qué horror! esclamó la reina llevándose las manos á la cabeza.

-Han asesinado á don Martin? preguntó el conde de Sintra como haciéndose violencia para creer una nueva tan infausta.

-Por desgracia es cierto cuanto os digo, respondió don Gonzalo.

-Ah! infames, esclamó el infante despues de algunos momentos de silencio, así asesinais á los mas esclarecidos varones que se encuentran en el reino!... Pero salgamos, salgamos cuanto antes, dijo entonces con noble resolucion; vamos á castigar tan gran maldad... venguemos la muerte de mi virtuoso amigo...

-Pero adónde vais? le pregunta don Gonzalo cogiéndole del brazo á la puerta del mismo salon.

-Ya os lo he dicho, á vengar á don Martin.

-Perecereis y no conseguireis nada.

-Que perezca, contestó el príncipe con heróica resolucion.

-Y no conoceis que tal vez dentro de muy poco tiempo tendreis que desnudar vuestra espada para defender á la reina?...

-Qué! se atreverán á profanar este regio alcázar?

-Ninguna esperanza tengo de que dejen de hacerlo. Al fin, no han profanado la iglesia mayor tambien?

Don Enrique Manuel retrocedió algunos pasos, y volvió á ocupar su lugar anterior.

-Es preciso por lo tanto, continuó don Gonzalo, acordar los medios mas convenientes para salvarnos.

-Qué medios? preguntó el conde. Proponedlos vos.

-Que la reina abdique y que sin demora abandonemos esta babilonia.

-Qué abdique la reina! en quién?

-En favor del infante don Juan, que es á quien el pueblo aclama esta noche.

-Y mañana ese mismo pueblo, respondió de pronto don Enrique Manuel, proclamará al maestre de Avis, porque así cumple á este ambicioso bastardo. Qué significa si no el proclamar por rey de Portugal á un príncipe que se halla encarcelado en Toledo? Puede él remediar acaso las necesidades que padecen los portugueses, cuando por sí mismo es incapaz de recobrar su libertad? Esa es una prueba de que el maestre no cuenta con tantos partidarios como se dice, porque si así fuese, no trataria de colocar en las sienes de un encarcelado la diadema que arranca de las de doña Leonor.

-Pues si no sois de mi parecer, proponed el vuestro.

-Yo, mediante á que se dice que solo vamos á perecer si salimos á sofocar la rebelion esta noche, soy de opinion á que esperemos el dia para publicar la protesta de la reina, y ver mientras tanto qué giro toman los negocios.

-Esa protesta, interpuso la reina dirigiéndose al conde de Sintra, os encargo el que la escribais sin dilacion, y que al amanecer me la presenteis para poner en ella mi rúbrica y el sello de mis armas.

-Sereis obedecida, señora, respondió don Enrique Manuel.

-Así lo espero de vuestra lealtad, y que acompañado de don Gonzalo, dicteis cuantas providencias creais oportunas para impedir que el maestre y sus secuaces penetren en este alcázar.

-Descuidad, señora.

Entonces la augusta viuda, apoyada en el brazo del conde, se retiró á su aposento.

Capítulo VI
De como una carta puede ser la causa de que asesinen á un hombre.

Inútil sería que doña Leonor tratase de conciliar el sueño en el resto de esta cruel y tempestuosa noche: las escenas que acababan de pasar estaban demasiado grabadas en su afligido corazon; y herida su imaginacion con la maldad de sus enemigos, temia que llegasen a reproducirse con mayor violencia. Sin decidirse á renunciar al trono para acallar las pretensiones de los descontentos, ni menos á reconocer los derechos en que se apoyaba la reciente invasion del castellano, solo pensaba en los medios de salvar su vida, que creía espuesta en medio de aquella deshecha tormenta. Después de haber con su exaltada imaginacion formado muchos planes, que desechaba al momento para forjar otros, se decidió por el que la propusiera don Enrique Manuel. Este personage, que estaba de corazon adherido á su causa, la habia aconsejado que esperase á que llegase el dia, y nuestros lectores saben que él se encargó de fórmular la protesta que al siguiente dia debia de aparecer para animar á los pocos partidarios de doña Leonor.

Pero si el infante redactaba un documento que dentro de poco tiempo tenia que ver la luz pública, la reina escribia una carta que solo debia leer el conde de Uren, á quien iba dirigida. Pensar que aquella señora se habia de olvidar, aun en los momentos de mayor peligro, del qué como amante dominaba en su corazon, es desconocer el poderío de las pasiones cuando nos dejamos esclavizar por ellas. Colocada entre dos personages de ideas opuestas, daba siempre la preferencia al conde de Uren, aun cuando la amistad del infante era mas desinteresada. Si habia accedido al destierro del primero, fué porque el conde de Sintra, celoso por la reputacion de su sobrina, habia tenido bastante habilidad para hacerla creer que de este modo conjuraba la tempestad que veía formarse. Pero este destierro y esta separación el lector ya sabe que era en apariencia.

Vamos ahora á ver la carta que la viuda dé don Fernando escribia en los mismos momentos en que los partidarios del maestre de Avis ensangrentaban las calles de Lisboa, á don Juan Fernandez de Andeyro.

«Todo se conjura contra mi en esta fatal noche, y el dia que se aproxima no promete ser mas bonancible. He sido insultada y desatendida por los grandes del reino, que en mi misma presencia proclamaron al maestre de Avis. No sé cuál será el término de esta tormenta, ni el resultado de la resistencia que me aconseja el conde de Sintra. Yo necesito vuestros consejos y advertencias; y si en algo tenéis el amor que os profeso, debeis de apresuraros á regresar á Lisboa. No ignoro que os pondrán asechanzas en todas partes para perderos; pero me consuela la idea de que sois precavido, y de que sabeis por dónde se llega secretamente al aposento de Leonor.»

Apenas concluyó de escribir esta carta, cuando llamando á uno de sus escuderos, se la entregó para que sin demora fuese á llevársela á quien iba dirigida. El conductor habia recibido instrucciones de boca de la misma reina, para que no se descubriese el objeto de su viaje; pero quiso su mala estrella que al salir de la ciudad se encontrase con un tropel de amotinados de los que mas se habian distinguido por el maestre de Avis.

-Adónde va el buen escudero de la viuda de don Fernando? le pregunta uno de los que entre aquella gente llevaban la voz.

-A Alcobaza, respondió el interrogado sin titubear.

-A Alcobaza! Qué diablos teneis que hacer allí? replicó el gefe de la turba.

-Cumplir una promesa.

-Vuestra?

-Mia, mia...

-Mal criado sois, cuando abandonais á vuestra ama en los momentos de mayor peligro.

-He seguido el ejemplo que me han dado otros mas encumbrados que yo.

-Segun eso sois de los nuestros?

-Oh! no debeis dudarlo.

-Pues uníos á nosotros para defender los derechos del infante don Juan.

-Del que está preso en Castilla?

-Del mismo.

-Yo creí que proclamábais al maestre de Avis.

-Por hoy no es mas que nuestro regente.

-Es decir que mañana...

-Mañana no sé lo que será; pero sea lo que quiera, lo seguiremos.

-Yo tambien lo haré despues que cumpla con Dios en el santuario adonde me dirijo.

-Dios puede esperaros, y nosotros necesitamos gente.

-Sin embargo, irritar á Dios por adquirir un solo hombre!...

-Montais un buen caballo y le necesitamos.

-Os le cedo gustoso, con tal que me le entregueis á la vuelta.

-Venga.

Apeóse el escudero de mejor gana que habia montado.

-Tomad, dijo á su interlocutor; al fin la peregrinacion me será mas meritoria si la hago á pié.

El gefe de los amotinados, que no debia de ser lerdo, sospechó entonces que el escudero no le decia la verdad; porque la prontitud con que le cedia el caballo manifestaba el deseo de marcharse, para ocultar sin duda el objeto de su viaje.

-Yo creo que os equivocais, le dijo poniéndole la mano sobre el hombro: vos debeis de ir á Belen ó á Mafra, en donde dicen que se encuentra don Juan Fernandez de Andeyro.

El escudero perdió el color, y aunque hizo los mayores esfuerzos por recobrarse, manifestó bien á las claras que su interlocutor habia adivinado adonde se dirigia.

-Qué tal, eh? continuó despues de su descubrimiento; no es verdad que yo tengo buenas narices? Pero todavía me parece que yo olfateo alguna cosa que me ocultais. Voy á registraros.

-Si os he dicho que voy al monasterio de Alcobaza! decia el fiel escudero temblando de piés á cabeza.

-Eso sí es verdad, replicaba el gefe de los descontentos; pero aunque lo decís, paréceme que no vais.

Y al mismo tiempo que lo decia estas palabras, que contenian una verdad que de ninguna manera quisiera que le comprendiese, le registraba escrupulosamente.

-Sin duda, le decia viendo frustradas sus primeras diligencias, que es verbal el encargo que os han dado.

-Os aseguro que ni verbal ni escrito, respondía el escudero, cada vez mas temeroso.

-Por mucho que negueis la verdad, héla de descubrir.

Ya el pobre escudero se encontraba en paños menores sin que su pesado interlocutor consiguiese encontrar lo que buscaba, cuando uno de los circunstantes, que hasta entonces no habia hablado palabra, se le antojó la espada que ceñia.

-Vamos, camarada, le dijo, cambiemos de tizona: al fin vos ya no defendereis con ella á la reina doña Leonor, y para ir á Alcobaza no necesitais mas que el rosario.

-Pero necesítola, respondió el asendereado escudero, para defender al rey don Juan de Portugal.

-Eso será cuando volváis de vuestra peregrinacion, pues acabais de decir que primero es cumplir con Dios que con los hombres; y para entonces, amigo mio, podeis usar la mia, que tiene el mérito de haberse teñido mil veces en sangre castellana. Pero observo, continuó este fanfarron al ceñirse la espada que acababa de apropiarse, que para tan gran puño pesa muy poco vuestra tizona; si estará hueco?

-Hueco, sí, respondió el robado, porque como es de plata...

-Ocúrreme hacer un cascabel; no os parece bien la idea?

El escudero mudó repentinamente de color, y pidió permiso para retirarse.

-No, aguardad, le contestó el nuevo dueño de su arma: vais á presenciar mi habilidad.

Y al mismo tiempo que esto decia, se esforzaba por separar la hoja de la empuñadura. Consiguiólo al fin; y dentro de esta encontró un pergamino cuidadosamente enrollado.

-Es esto lo que buscáis? preguntó al gefe de los descontentos presentándole el pergamino.

-Esto es, vive Dios! Mejores narices tienes que yo. Desde ahora declaro que eres el mayor podenco que se puede hallar en toda la ciudad.

-No, perdonad; de podenco no tengo mas que las narices.

-Eso quise decir, hombre.

-Señor escudero, dijo en seguida volviéndose al pobre mensagero de la reina, me habeis engañado; y en verdad que vuestro delito no quedará sin castigo. Desde este mismo momento habeis perdido la libertad, y en las prisiones destinadas para los que mienten, esperareis las órdenes del regente.

El fiel criado de la reina viuda, considerando toda su desgracia, bajó los ojos y suspiró profundamente. Al poco tiempo encontrábase encerrado con otros compañeros de infortunio en una torre de la catedral. Dejémosle en ella mientras que nos hacemos cargo de lo que en este dia pasaba en el aposento de doña Leonor.

-Señora, la decia don Enrique Manuel que acababa de entrar; tengo nuevas muy importantes que comunicaros: la rebelion ha sido derrotada bajo las almenas del castillo. El alcaide Pero Sousa Carbalho, no solo cumplió con su deber despreciando todas las dádivas y amenazas del gran maestre, sino tambien rechazando con la mayor intrepidez y bravura las rebeldes huestes que capitaneaba el mismo titulado regente. Tres asaltos dados cerca del amanecer no fueron capaces de domar el noble orgullo de aquel héroe. En todos ellos vió don Juan cubiertos de ignominia á sus defensores; pero especialmente en el último, no pudo menos de admirar y aplaudir el denuedo y lealtad del alcaide. Habian, las tropas enemigas llamado por diferentes puntos la atencion de los defensores del castillo, para que Nuño Albarez Pereira, que capitaneaba una falange de las mas aguerridas, pudiese con mas facilidad penetrar por una pequeña brecha, que, merced á los golpes del ariete, acababa de abrirse. El momento era llegado: los escasos ballesteros que defendian las almenas no podian correr á la brecha sin peligro de que los rebeldes que subian por las escalas que habian arrimado á los muros, se apoderasen de la fortaleza. Pero, Sousa Carbalho conoce el inminente riesgo en que se encuentra; y en los momentos críticos en que ve marchar á Nuño Alvarez hácia la brecha, tiende el pabellon lusitano sobre los mismos escombros porque los enemigos iban á pasar, y les dice: «Si os atreveis á pisar esta sagrada enseña en que estan simbolizadas las glorias y tradiciones de la nacion portuguesa; si con vuestras plantas hollais esos castillos y quinas colocadas en ese lienzo por el invencible Alfonso; y si sois capaces de despreciar la gloriosa divisa que animó á nuestros guerreros en el combate y aterrorizó á sus implacables enemigos, pasad; pero antes renunciad al nombre de portugueses, y confesad que sois mil veces peores que los soldados de Castilla. Porque, atreveríanse estos á hacer mas que lo que vosotros intentais?...» Nuño retrocede al oir este razonamiento, y va á consultar con el gran maestre lo que debe hacer; y mientras tanto auméntase con algunos soldados que no eran tan necesarios en otras partes, la escasa fuerza que tenia el alcaide, y sálvase de este modo su reputacion de leal y valiente, y el alcázar que le habiais confiado.

-Mi corazon, dijo la reina despues de haber oido al infante, adquiere una espansion desconocida. No es verdad que el vuestro tambien se regocija al ver entre tantos traidores hombres del temple de Pero Sousa Carbalho?

-Así es la verdad, señora; y nuestro triunfo sería seguro si un modelo tan digno de imitarse, tuviese entre nosotros muchas copias.

-Qué! desconfiais?

-Aun no hay demasiados motivos para esperar; sin embargo, mucho nos puede hacer al caso la aproximacion del rey de Castilla.

-Pero ese tambien es enemigo, respondió tristemente doña Leonor.

-Sí, es verdad; pero es un enemigo que se acerca á librarnos del furor de otros mayores. Suponed sino que nuestra fortuna fuese tan escasa que no pudiésemos domar la rebelion que estalló anoche en la capital; en poder de quién os parece que estariais mejor, en el del maestre de Avis, ó en el de don Juan primero de Castilla, que nunca podrá prescindir de estar casado con vuestra hija doña Beatriz?

-Decís muy bien, conde de Sintra; pero nosotros debemos de defendernos de unos y de otros.

-Este mismo es mi plan; y para llevarlo á cabo, traigo aquí la protesta de que os hablé despues de celebrado el consejo.

-Y habrá que publicarla muy pronto, no es verdad?

-Sí; pero antes es necesario que la firmeis. Voy á leérosla para que veais que aunque corta puede satisfacer los deseos de vuestros partidarios.

-Entonces don Enrique Manuel leyó el documento que acababa de redactar, el cual estaba concebido en estos términos:

«En medio de las escandalosas escenas que han ensangrentado las calles de la capital, y á pesar de la defeccion de algunos grandes que se han propasado á proclamar por rey á un príncipe, que aunque ilustre, carece de todo derecho á la corona que se pretende colocar en sus sienes, cúmplenos levantar nuestra voz para que los leales se animen, y los que dando oidos á malignas sugestiones se han separado de sus deberes, vuelvan con su conducta á reparar los males que han causado á la patria en estos dias de desorden. Portugueses! Quereis la independencia rechazando todo yugo estrangero? pues para conseguir este inapreciable bien, debeis obedecer y cumplir la última voluntad del rey don Fernando consignada en su testamento, de que nos somos la única depositaria. En este documento se ordena lo mismo que se acordó en una ocasion solemne. De suerte que, mientras nuestra muy amada hija doña Beatriz, hoy serenísima reina de Castilla, no tenga sucesion directa, solo á nos toca la gobernacion del reino. Obligada, pues, por todas estas razones de la mas severa justicia, en presencia del Dios que nos ha de juzgar, solemnemente protestamos contra lo actuado por algunos grandes en esta noche última, los cuales teniendo en poco sus antiguos juramentos, y despreciando nuestra autoridad, se han propasado á nombrar regente á un príncipe a quien todas las leyes del reino alejan de tan elevado cargo. Declaramos asímismo traidores á todos los que teniendo noticia de esta nuestra protesta, sigan obedeciendo á los que desconocen nuestra autoridad; y sin escluir á los soldados estrangeros que acaban de invadir nuestras tierras, mandamos á todos aquellos que, fieles á sus deberes, forman el valiente ejército que defiende nuestros sagrados derechos, los traten como á nuestros mas encarnizados enemigos.»

-Bien está, dijo doña Leonor al tomar la pluma para rubricar este documento.

-Pláceme que esté á vuestro gusto.

-Disponed su publicacion cuanto antes por medio de cuatro heraldos, y no os olvideis de proveer á nuestra seguridad personal.

-Tengo confianza en los soldados que guarnecen este alcázar; ademas que no es fácil que el gran maestre trate de acometernos, mientras que se le resistan en el castillo.

El conde de Sintra se despidió entonces de doña Leonor para cumplir la voluntad de esta señora.

Capítulo VII
Del gran crímen que se perpetró por entonces en el antiguo palacio de los reyes de Portugal.

Mientras que en una de las torres de la. catedral de Lisboa lloraba su desventura el asendereado escudero de doña Leonor, el maestre de Avis, á quien como hemos indicado nombráran los descontentos regente de Portugal durante la cautividad en Castilla del infante don Juan, conversaba en su casa con Nuño Alvarez Pereira. Aunque la conversacion no puede decirse que fuese viva y animada, trataban sin embargo de un asunto del mas grande interés, pues se ocupaban de los medios de llevar á cabo la empresa que habian acometido.

-Por supuesto, decia el nuevo regente, que no hay que esperar a que la reina renuncie á sus derechos, mientras tenga á su lado al infante don Enrique Manuel y esté sostenida por los consejos y ambicion de don Juan Fernandez de Andeyro. Y esto, no hay que dudarlo, es un obstáculo insuperable para que yo suba al trono. Hemos adelantado bastante desde ayer acá, es verdad; pero el pueblo se muestra satisfecho con el título que yo me he tomado de regente, y solo clama por la vuelta del rey que allá en Toledo está encerrado en un calabozo...

-De eso, maestre de Avis, solo vos teneis la culpa: anoche en el consejo os aclamamos por rey de Portugal; y si cuando bajamos á la calle no nos hubiérais mandado que gritásemos viva el regente don Juan, rey seríais ahora sin que nadie lo estorbase.

-Permitidme, Nuño, que os diga que sois mas valiente que político: si otra cosa hiciese, mi causa, que en tan buen estado se encuentra, tal vez se hubiera para siempre perdido. Yo creí al principio lo mismo que vos; pero cuando recorrí las principales calles de la capital, y vi que las turbas de amotinados proclamaban al encarcelado príncipe, y que en estandartes y banderas llevaban su imágen aherrojada con cadenas y grillos, me convencí que no era yo el ídolo que adoraban. Entonces varié de plan. Proclamarme rey sin contar en aquel momento mas que con el afecto de algunos grandes que me seguian, era introduicir entre los enemigos de doña Leonor la division, haciendo mas fácil el triunfo de esta señora. Lo que hice, pues, fué tomar parte en aquel movimiento: presentarme en él como uno que desea su triunfo; y haciendo una aparente abnegacion y completo sacrificio de cuanto me pertenecia, conseguir de esta manera dominar enteramente los ánimos de los descontentos.

-Pues si los dominais, por qué no os proclamais ya rey?

-Ese sería un paso muy aventurado. Vive todavía doña Leonor; vive el infante don Juan, á quien, como vos sabeis, ama estraordinariamente el pueblo; y mientras la primera no esté completamente desacreditada, y no esten convencidos los partidarios del segundo que ningun bien pueden recibir de él, es tiempo lastimosamente perdido el que se emplee en proclamarme.

-Y qué haceis, le interrumpió Nuño, que no empezais á trabajar para conseguirlo?

-No creais que me descuido.

-Qué! vais á exagerar las relaciones amorosas de la reina con el conde de Uren?

-Y tambien quisiera presentarla como una muger que á fuerza de amar habia perdido la cabeza.

-Y con respecto á las pretensiones del príncipe encarcelado, qué pensais hacer?

-Algunos agentes que me inspiran la mayor confianza por su celo y actividad, han recibido esta mañana mis órdenes para que, insinuándose entre la multitud, exageren los males y peligros de la patria, y que siendo estos tales, que solo un príncipe conocido por su desinterés y valor es capaz de remediarlos, me aclamen inmediatamente por rey de Portugal.

-Esa política es muy sabia; porque es muy fácil tambien convencer á los descontentos, que para repeler las agresiones del castellano, de nada puede servirles un rey que ni aun á sí mismo puede darse la libertad.

-Me habeis entendido, Nuño.

Aquí llegaban con su plática estos personages, cuando el gefe de la turba que detuvo al escudero, despues de haber pedido permiso para entrar, entregó al gran maestre el pergamino.

-Qué me traeis aquí? Le preguntó al mismo tiempo que se disponia para leerlo.

-Una carta que doña Leonor escribe al conde de Uren.

-Una carta? esclama preguntando Nuño sin poder disimular su alegría.

-Sí, señor, una carta es; y su conductor, que es un escudero de la reina, está en nuestro poder.

El nuevo regente devoró en breves instantes la misiva, y en seguida se la presentó á Nuño para que la leyese.

-Qué os parece? le preguntó en cuanto la hubo leido.

-Que este pájaro ya cayó...

-El hombre que tanto odiamos viene esta noche al alcázar de doña Leonor! respondió á media voz el gran maestre. Suero, dijo luego al recien llegado, déjanos solos, y espera ahí fuera mis órdenes.

-Qué pensais hacer? preguntó entonces Nuño á su interlocutor.

-Vengarme y subir al trono, respondió este friamente.

-Ya os entiendo, y en esta ocasion las amorosas relaciones de Blanca, pueden servirnos de mucho.

-Sí; pero antes esta carta es preciso que llegue á su destino...

-Yo mismo...

-No seais imprudente... Mandad que entre Suero.

Nuño obedeció al instante á su compañero y amigo.

Entonces este preguntó al gefe de los insurrectos:

-Conoces tú al conde de Uren?

-De vista tan solo, como le conocen todos los que viven en Lisboa.

-Y él, te conoce á tí?

-Debo creer que ni aun me ha visto una sola vez en su vida: es un señor demasiado encumbrado para que pare mientes en un héroe de playa como yo.

-Pues atiende lo que voy á decirte, le dijo el gran maestre cogiéndole del brazo: tú vas ahora á ser el escudero de la reina doña Leonor. Esta carta que conducia el que tienes en tu poder, quiero que la lleves al mismo don Juan Fernandez de Andeyro, á quien se la entregarás de parte de la reina viuda, diciendo que eres su escudero y ocultando todo cuanto ha pasado. Cuidado, dijo este dirigiéndose al que habia mandado entrar, cómo desempeñas tu nuevo destino; porque si llega á malograrse por tu torpeza la empresa que medito, conocerás bien pronto el modo que yo tengo de tratar á los héroes de playa cuando incurren en mi desgracia!...

Veamos ahora de qué medios se valió Suero para complacer al gran maestre. Luego que se vió en la calle, dirigióse nuevamente á las torres de la catedral, que, como ya nuestros lectores habrán adivinado, los insurrectos habian transformado en cárcel, por no haberse apoderado del castillo, en donde se encontraban las prisiones de la ciudad. Su objeto era amenazar al escudero de doña Leonor para que, obligado por el miedo que pensaba infundirle, le comunicase las mismas instrucciones que hubiese recibido de la reina cuando esta señora le entregó la carta, principal causa de su arresto y desgracia.

-Vamos, camarada, le dijo estando ya en su presencia, necesito vuestro vestido; porque habiéndoos reemplazado en el encargo que ejercíais cerca de la reina viuda, es justo que me entregueis el trage que os distinguia entre la multitud.

-Y quereis dejarme en cueros, preguntó el encarcelado temiendo anticipadamente los rigores de la estacion, cuando hace tanto frio? Por Dios que crueldad semejante no se ha visto nunca entre cristianos!...

-No pretendo tanto: basta que cambieis vuestras bordadas vestiduras por las sencillas que yo uso.

-Puesto que no hay otro arbitrio... contestó tristemente el pobre escudero.

-No, no le hay: desnudaos pronto.

-Hacedlo vos tambien, porque acabais de decirme que este es un cambio.

Suero dió el ejemplo al encarcelado, que este siguió de bien mala gana; par lo cual, encontráronse al poco tiempo estos dos personages completamente transformados.

-Ahora, amigo mio, dijo el supuesto escudero al que lo era en realidad, vais á decirme, si no quereis que arroje vuestra cabeza al populacho para que se entretenga con ella, qué palabras pensabais dirigir á don Juan Fernandez de Andeyro cuando le entregáseis el pergamino que os cogimos en la empuñadura de la espada.

-Y qué palabras queríais que dijese un pobre criado de la reina viuda á un señor tan principal como el conde de Uren?

-Las que vuestra ama os haya encargado que le dijéseis al entregarle la carta.

-Ningunas me encargó mas que se la entregase sin pérdida de momento.

-De veras?

-Podeis creerlo.

-Sin embargo, yo recelo de que me digais la verdad; pero si mis sospechas se realizasen, tendré el gusto de veros volar desde lo mas alto de esta torre, me entendeis?

Suero fijó sus ojos en su interlocutor para ver el efecto que en él causaban estas palabras, y se convenció de que le decia la verdad, cuando le oyó decir con calma y resignacion:

-Conozco aunque tarde que os han elegido para perder al conde de Uren, y tal vez á la reina doña Leonor: si yo pudiera salvarlos no economizaria mi sangre; pero en la imposibilidad de hacerlo, os digo que me pesa el haber sido tan ingénuo con uno de sus mayores enemigos. Sin embargo, protesto que ninguna parte me cabe en el crímen que meditais...

-Estais loco, repuso el agente del maestre de Avis volviéndole las espaldas.

Y dentro de breves instantes, montado en el mismo caballo del escudero, salia por una puerta de Lisboa en direccion de Mafra para representar el papel de que se habia encargado.

Mientras estas cosas pasaban, la hermosa ciudad que baña el Tajo estaba entregada á todos los horrores: las turbas de descontentos que desde la víspera la ensangrentaban con sus crímenes, habian crecido en número y osadía alentadas por la impunidad: en el palacio de la viuda de don Fernando, entre el desorden que tambien en él reinaba, solo se atendia á la seguridad de las augustas personas que lo habitaban: el alcaide Pero Sousa Carbalho seguia defendiendo el castillo de los repetidos ataques que sufria de los soldados mas aguerridos que habia podido reunir el gran maestre, á quien los suyos llamaban ya don Juan de Portugal; y para cúmulo de males acercábase el ejército de Castilla, reclamando la herencia de doña Beatriz. En medio, pues, de esta crísis, capaz por sí sola de destruir el reino mas poderoso, sobrevino una oscurísima noche, cuyas tinieblas aumentaban el pavor que se habia apoderado de la mayor parte de los habitantes de Lisboa. Las hostilidades habíanse suspendido para empezar con mejor éxito tan pronto como llegase el dia: los que recorrian las calles pidiendo á gritos la muerte de los partidarios de doña Leonor, y los que sin piedad asesinaban á los parciales de su hija doña Beatriz, tambien abandonaron por entonces el teatro de sus escesos. Sin embargo, el nuevo regente, que era el que mas se proponia ganar en medio de aquel desconcierto, velaba mientras dormian casi todos sus defensores. A media noche, solo y embozado para no ser conocido, llegaba al palacio do habitaba la infeliz muger que entonces era el blanco y el juguete de todas las pasiones que arrastraban al crímen á la multitud; y volviendo sus ojos á una y otra parte para convencerse de que por nadie era observado, abrió con llave reservada una angosta puerta que estaba por el lado del rio, y despues de volver á cerrar por dentro, subió por una escalera de caracol á un salon en que se veían tres puertas. Una era la del aposento de doña Leonor: otra la del cuarto en que dormia Blanca, la cual por razon de su alto destino habitaba tan próxima á la real cámara; y la otra comunicaba con un espacioso ándito, adornado de columnas y hermosísimos góticos calados.

Cuando el gran maestre se vió en esta estancia, cuyo aspecto de magestad y grandeza adquiria algo de imponente por estar alumbrada por los escasos resplandores de una lámpara que pendia del techo, era llegado el momento en que tanto la reina como su hermano don Gonzalo, así como don Enrique Manuel, se habian retirado con el fin de buscar en el sueño el descanso que tanto necesitaban. Y acercándose, prevalido de esta circunstancia, al aposento de Blanca, llamó suavemente á la puerta con los nudillos de la mano. La dama de doña Leonor creyó al instante que era Nuño el que llamaba, y deseando verle cuanto antes para reprenderle y echarle en cara su infidelidad y traicion á la reina, abrió al momento. Pero, cuál sería su asombro al ver delante de sí al principal agitador del reino, al hombre osado que en los parages mas públicos de la ciudad habia insultado á la desgraciada viuda del último rey? El gran maestre conoce al punto el mal efecto que su vista habia causado en la dama, y para destruirlo:

-Perdonad, señora, la dice inclinándose respetuosamente, si vengo tan á deshora á interrumpir vuestro sueño: perdonad, vuelvo á deciros, si me he tomado la libertad de venir á participaros la repentina salida de Lisboa de nuestro amigo Nuño, y el triste á Dios que os da por mi conducto desde el campamento que, para rechazar las agresiones del castellano, estamos formando en las cercanías de Santaren.

-Qué decís! Nuño ha marchado? preguntó la jóven algo mas serena.

-Sí, hermosa Blanca, se apresuró á contestar el maestre de Avis, ha marchado á combatir la aleve gente de Castilla; y la precipitacion con que se vió obligado á salir al frente de nuestros tercios, le han impedido el venir á despedirse de vos. Sin embargo, en los mismos momentos en que se preparaba para alejarse, tal vez para siempre, de nuestra ciudad, suspiró profundamente, y acercándose á mí con los ojos arrasados en lágrimas, me dijo: tomad esta llave, y á nadie comuniqueis este secreto. Abrid una puerta que se encuentra á espaldas del real alcázar, y despues de subir por una oculta escalera llegareis al aposento de mi amada Blanca, á la cual asegurareis de mi amor. Decidla que parto á defender la patria y los derechos de la reina viuda, y que no volveré á su presencia hasta hacerme digno de su mano por la victoria que espero alcanzar sobre todos nuestros enemigos...

-Es cierto todo eso que me decís? repuso la jóven á estas almibaradas palabras.

-Cierto es, encantadora Blanca; podeis dudar de la verdad que os digo?

-Y tanto como dudo, respondió con irónica sonrisa la dama de la reina.

-Cómo? preguntó admirado el gran maestre, podeis vos asegurar que miento?

-No me determinaré á tanto; pero de Nuño puedo decir que no es cierto que haya salido de Lisboa á defender los derechos de la reina. Nadie entre nosotros ignora que él fué el que por tres veces distintas asaltó el castillo en que se mantienen encerrados los defensores de doña Leonor, y...

-Permitidme que os interrumpa, dijo el nuevo regente con su acostumbrada sagacidad: el castillo hubiera caido en nuestro poder, si no fuera por el profundo respeto que Nuño tiene á la reina. Cuando la brecha estaba practicable y nuestras tropas entraban ya en el alcázar, vuestro amante mandó que se retirasen por no pisar una bandera en que estaban pintadas las armas de doña Leonor. Ignorais esta circunstancia?

-He oido ponderar mucho el valor del alcaide, y el haber tendido una bandera por donde tenian que pasar vuestros partidarios; pero ignoraba que estos hubiesen retrocedido por no querer pasar por encima de las armas de la augusta viuda de don Fernando. Pero, decidme, si Nuño es tan adicto á la causa de la reina, por qué razon se une á sus mas implacables enemigos cuando tratan de destruirla?

Semejante pregunta desconcertó al pronto al gran maestre; mas despues, como hombre que estaba acostumbrado á fingir, se recobró algun tanto, y contesto:

-Cosas son estas, Blanca, que no es fácil que vos las entendais sino os las esplico primero. Muchos estan como vos en el error de que tratamos de desposeer á doña Leonor, cuando nuestros esfuerzos no se dirigen mas que á asegurar su vacilante corona sobre sus regias sienes. No ignorais el triste estado á que han reducido el reino las demasías de los protegidos por la reina, y la reciente invasion de los castellanos: tambien creo que sabeis las repetidas veces que propuse á S. A. los medios de corregir los males de su errada política, y el ningun fruto de mis justas representaciones. En tal estado, qué arbitrio me quedaba para salvar la patria de una ruina cierta, mas que el recurrir á las armas auxiliado por todos mis amigos? Quién ignora que la reina, cuya debilidad es de todos conocida, es incapaz por sí sola de destruir el ejército invasor? Por otra parte, no es cierto que sus mayores enemigos se encuentran al frente de las principales plazas para entregárselas al estrangero, y que en este mismo alcázar hay traidores, que bajo el disfraz de buenos y leales minan el trono para que á él suba don Juan I de Castilla? Segregar, pues, de entre nosotros aquellos hombres que son los verdaderos autores de los males que padecemos, y robustecer el poder y autoridad de doña Leonor, es todo nuestro objeto. Por esto se nos ha visto batir el castillo con tanto denuedo; y por esto tambien contemporizar de alguna manera con la estraviada multitud para sacar algun fruto de su ignorancia.

Aunque Blanca conoció todas las inexactitudes de este discurso, no quiso replicar al que acababa de pronunciarlo, porque ademas del deseo y necesidad que tenia de buscar el descanso por medio del sueño, temia que su plática con el gran maestre fuese sentida por la reina, y esta señora llegase por este medio á saber sus culpables relaciones con un hombre tan odioso para la corte como era entonces el nuevo regente. Este esperó á que la dama de doña Leonor manifestase con algunas palabras el efecto que las suyas la hubiesen causado; pero observando su silencio:

-Qué es esto Blanca? preguntó: no merezco que me digais una sola palabra?

-Perdonadme, señor, contestó la dama; el sueño me hizo incurrir en una falta que tal vez no cometí en toda mi vida.

-De esa falta, si así puede llamarse, solo yo tengo la culpa; y para no esponeros á que incurráis en otra, permitidme que me retire.

El gran maestre volvió á inclinarse respetuosamente, y desapareció por la misma puerta porque acababa de entrar.

El mayor silencio empezó á reinar entonces en aquella gótica é imponente estancia. Doña Leonor, aunque tan sobresaltada por los peligros que la cercaban en aquellos dias de trastornos, no habia podido evitar el que la asaltase el sueño en medio de sus amarguras y temores, recostada en el mismo sillon en que otras veces ya tantas lágrimas derramara; y don Gonzalo y don Enrique Manuel, así como Blanca que acababa de acostarse, profundamente dormian en sus respectivas habitaciones. Todo, pues, favorecia los planes del nuevo regente; y convencido de que una ocasion tan oportuna no volveria jamás á presentársele, entra nuevamente en el salon, despues de haber por dentro cerrado la puerta secreta, y se oculta detras de uno de los ricos tapices que le adornaban.

Allí estuvo esperando largo tiempo, hasta que dos horas antes de amanecer, entró por la misma puerta que él lo hiciera, un nuevo personage.

Este, que no era otro mas que don Juán Fernandez de Andeyro, habiendo recibido en su retiro de Mafra la carta que le escribió la reina, y estando muy ageno de las asechanzas que á su vida ponian sus implacables enemigos, acababa de llegar al regio alcázar, valiéndose de los mismos medios que otras veces con tan buen éxito habia empleado.

Al entrar le sorprendió el que doña Leonor no estuviese esperándole segun acostumbraba á hacerlo en semejantes ocasiones; y como si quisiera encontrar algun indicio que esta conducta le esplicase, tendió su vista sobre cuantos objetos se encontraban en el salon, y despues se dirigió al aposento de la reina. Empuja al llegar las puertas, y las encuentra cerradas; llama, y nadie le responde; vuelve á llamar, y aplica con impaciencia el oido á ver si en la real cámara siente pasos de alguna persona que venga á abrirle; y encontrándose burlado en sus esperanzas, se decide á esperar.

Pero el maestre de Avis, que tanto habia deseado que llegase este momento, sale entonces del lugar en que oculto se encontraba, y á la manera de un espectro se presenta ante el sorprendido favorito.

-Traicion! grita este al verle delante de sí.

-Silencio, conde, responde el asesino: para morir no necesitais gritar!...

Y al pronunciar estas palabras, que manifestaban la maldad de su corazon, arrójase sobre su víctima, y sin darle tiempo para defenderse, clava en su pecho su acerado puñal y repite el mortal golpe asestándole á la garganta.

El conde de Uren siente acercarse su fin, y entre las bascas y agonías de la muerte, sujeta por algunos instantes las manos de su enemigo, dobla un poco despues las rodillas, y exhala su postrer aliento pronunciando el nombre de Leonor y maldiciendo á su asesino.

El gran maestre, al ver á sus pies el ensangrentado cadáver del amante de la reina, abandona precipitadamente aquella estancia para atribuir á sus adversarios el mismo crímen que él solo acababa de cometer.

Hemos dicho antes que la infortunada viuda del último rey dormia profundamente, y aunque es verdad que lo necesitaba por llevar dos noches sin poder conciliar el sueño, nuestros lectores ya saben que dormia cuando mas necesitaba velar.

Sin embargo, su sueño no era tranquilo ni reposado: su imaginacion, vivamente herida por las escenas que pasaban en derredor de sí, representábala por medio del sueño la realizacion de todos sus temores. Allí se vió cercada de mil imágenes funestas, todas alusivas al triste estado en que se encontraba; pero lo que mas le desconcertó, porque era lo que tambien mas temia, fué la representacion del siguiente drama: figarábasela que despues de haber perdido el trono y sus riquezas, y presenciado el completo triunfo de sus enemigos, veía sublevarse la plebe contra su favorito, y que corriendo al pueblo en donde se encontraba oculto, se apoderaba de él y lo entregaba al verdugo para que lo decapitase. La escena pasaba en la misma plaza de Lisboa, en donde se levantaba un tablado para que á él subiese la persona que ella mas amaba. Oía la gritería del populacho; desconcertábanla las sarcásticas risas de sus enemigos; pero lo que sobre todo oprimia de dolor su corazon, era ver caminar al patíbulo al conde de Uren. Ella quiere gritar para detener sus pasos; se esfuerza en mandar suspender la sangrienta ejecucion, y no consigue ser oida; manda á cuantos la rodean que vuelen al auxilio del conde, y no es obedecida; y queriendo correr hácia el sitio de la sangrienta ejecucion para socorrerle ella misma, como si una fuerza superior la detuviese, no puede moverse del sitio en que parece que se encuentra clavada. En tal estado se limita á compadecer al desgraciado amante; y al ver enarbolada el hacha del verdugo, al presenciar un instante despues la ensangrentada cabeza del conde rodando por los escalones del cadalso, da un grito; y aquel funesto sueño que por tanto tiempo la habia afligido, desaparece dejándola llena de sobresalto y pavor.

-Jesus! esclama al despertar: que es esto? en dónde estoy?... No, no es esta la plaza, ni á mi vista tengo el suplicio... el pueblo tampoco pide su muerte, y por todas partes se advierte el mayor silencio... Pero el conde, en dónde está?... Ah! y cuánto tarda en venir esta noche!

La infortunada viuda del rey se incorpora entonces; coge una bugía que desde una mesa de preciosos mármoles iluminaba su magnífica estancia, y se dirige al salon en que se encontraba el aposento de Blanca. Abre silenciosamente la puerta, y al querer atravesar sus umbrales, tropieza y cae sobre el ensangrentado cadáver de su favorito.

-Qué es esto, Dios mio? grita poseida del mayor terror al mismo tiempo que trata de levantarse. Un cadáver! continúa un poco despues que lo ha conseguido. Aquí mataron á un hombre! vuelve á gritar; aquí, á la puerta de mi misma cámara!... Blanca, Gonzalo, don Enrique, en dónde estais?...

Y al observar que nadie respondia á sus desesperadas voces, temiendo siempre la repeticion de aquella catástrofe, trata de encerrarse en su aposento; pero al querer ejecutarlo, como tenia que pasar por encima de aquel sangriento espectáculo, del cual se habia separado algunos pasos, reconoce en él el cadáver del desdichado favorito.

La reina se arroja sobre él al instante, y enagenada por el fiero dolor que desgarraba su corazon, pierde por largo tiempo el uso de sus sentidos.

En ocasion tan crítica, Blanca, que habia oido los últimos gritos de su ama, acababa de vestirse con la mayor precipitacion, y entrando en aquella estancia, cree que tambien han asesinado á la reina; y despavorida y aterrada con semejante creencia, recorre el real alcázar pregonando la infausta nueva. A sus voces sale el conde de Sintra de su aposento, y acompañado de don Gonzalo, sigue á Blanca hasta el lugar de la catástrofe.

Blanca iba delante de los dos, y al entrar en el salon retrocede espantada al ver que doña Leonor, cubierta de sangre, estaba con las manos cruzadas contemplando el cadáver de su desgraciado amante.

-La reina vive, grita un poco despues.

-Qué es esto, señora? pregunta el infante acercándose á ella: ese cadáver y esta sangre con que estais manchada, qué significan?

La augusta viuda nada respondia que pudiese aclarar las terribles sospechas que en aquel instante empezaba á concebir el conde de Sintra, y solo sus profundos suspiros y multiplicados sollozos interrumpian su tétrico silencio.

-Habeis vos, señora, asesinado, pregunta nuevamente el príncipe, al conde de Uren?...

Doña Leonor dirigió á su tio una mirada que parecia demostrar la indignacion que estas palabras la causaban, y bajando la cabeza, volvió á fijar sus ojos én el cadáver.

-Al menos, continuó don Enrique Manuel, el encontraros aquí y á estas horas, indica que sois cómplice en este crímen... si no es así, no sé como he de esplicar lo que veo...

La reina continuaba guardando el mayor silencio, y aunque su hermano don Gonzalo se acercó á ella y la hizo algunas preguntas, no fué mas feliz que el infante con las suyas.

Entonces conoció el prudente príncipe que no era tan fácil averiguar lo que deseaba, y con el fin de poner término á esta terrible escena, suplicó á su sobrina que se retirase á su aposento; pero así como ella se obstinó al principio en no responder ni una sola palabra á tantas como él la habia dicho, tampoco accedió ahora á sus deseos.

-Es preciso, señora, la dijo el infante nuevamente, cogiéndola de un brazo al observar que no le obedecia, es preciso que termine pronto una situacion tan triste... Venid conmigo para acordar lo que debemos hacer en el caso presente.

La augusta señora, que tan preocupada estaba por el fiero golpe que acababa de recibir, parecia que estaba petrificada: don Enrique Manuel, ayudado de don Gonzalo, pudo al fin conseguir el arrancarla de allí y hacerla entrar en su gabinete, en donde continuó por largo tiempo en la misma postura.

Mientras tanto, tratóse de sepultar con todo secreto el cadáver de don Juan Fernandez de Andeyro; y el conde de Sintra, que no perdia de vista el averiguar cómo habia tenido lugar la muerte del de Uren, hizo sufrir á la dama de doña Leonor un largo interrogatorio. Blanca ocultó cuidadosamente cuanto sabia, y su declaracion se redujo á enseñar la escalera por donde habia subido el favorito, y á decir que cuando á las voces de la reina habia salido de su aposento, la habia encontrado, segun ella creía, sin sentido.

Todo esto hizo creer á don Enrique Manuel que los peligros que cercaban á los adictos de la reina se multiplicaban por instantes; y despues de contínuas consultas con don Gonzalo, conociendo que solo adhiriéndose al partido de Castilla podian salvarse, acordaron abandonar el palacio y la corte de Lisboa.

En una barquilla que se habia visto anclada toda la tarde en el caudaloso Tajo embarcáronse á la noche siguiente, sin ser de nadie sentidos, la reina, que continuaba en un estado de completa insensibilidad, los príncipes, y la encantadora Blanca.

Capítulo VIII
De como el gran maestre consiguió lo que deseaba, y de la renuncia que, aunque tarde, hizo la reina de Portugal.

No se descuidaron los agentes del maestre de Avis en publicar por las calles de la capital el trágico fin del conde de Uren; pero tan desfigurado, que atribuían á doña Leonor la perpetracion de aquel abominable crímen. Decian, para dar á semejante calumnia cierta apariencia de verdad, que cansado el conde de las exigencias de la reina, habia empezado á galantear á su dama; y que resentida aquella señora por haberla dejado, ella misma le habia dado de puñaladas al entrar en el aposento de Blanca.

Semejantes calumnias causaron por desgracia el efecto que deseaban sus autores; porque la muchedumbre de descontentos que á la sazon se encontraba en Lisboa, empezó á manifestar sus deseos de que ocupase el trono en lugar de la augusta viuda, el que ya entonces se titulaba regente del agitado reino de Portugal.

El gran maestre usó en esta ocasion de la mayor prudencia: cuanto mas el pueblo lo aclamaba, mas se resistia á aceptar la corona que le ofrecian; pero teniendo siempre buen cuidado de ponderar los males de la patria, y los triunfos que, en algunos encuentros, habian conseguido las armas de Castilla: manifestaba un profundo respeto y adhesion al infante don Juan, que se encontraba detenido en el castillo de Montalban; y cuando los suyos se indignaban contra su aparente abnegacion, les inculcaba la obligacion de ser fieles al príncipe que ellos mismos habian por rey elegido. Él esperaba que el rey don Juan de Castilla tratase de vengar de un modo mas ostensible los ultrajes que el populacho de Lisboa habia prodigado á la infortunada viuda de don Fernando; y cuando supo la evasion de esta señora, creyó que era llegado el momento de realizar todos sus proyectos. Sus numerosos agentes empezaron á preparar los ánimos de la multitud, haciéndola ver la conveniencia de emplear hasta la fuerza para obligarle á aceptar la corona que rehusaba: decian que este era el mejor medio de destruir las pretensiones de don Juan de Castilla y las locas esperanzas de los partidarios de doña Leonor; y añadian por último, que si el pueblo no se reunia y volaba á la casa del nuevo regente, y desde ella le llevaba en triunfo al antiguo alcázar de los reyes de Portugal, no habia que esperar que se venciese la repugnancia con que miraba el trono.

Todas estas intrigas produjeron al fin el objeto que se habian propuesto sus autores; porque al mismo tienipo que las calles y plazas de la capital se llenaban de descontentos, entre los cuales habia tambien muchos curiosos, los grandes del reino, que deseaban elegir por rey á un príncipe que no lo mereciese, para que este les estuviese siempre obligado, se reunian en la casa de Nuño Alvarez Pereira.

Allí se pronunciaron los discursos mas á propósito para conmover los ánimos; pero ninguno pudo compararse al que dirigió el prior de San Juan al mismo maestre de Avis, que se encontraba presente.

-Señor, le dijo, los males que nos cercan se multiplican todos los dias, y solo vos sois capaz de remediarlos. Portugal, este reino que en otra época era tan feliz, hoy se encuentra sin príncipes y sin reyes, y á merced por desgracia nuestra del fiero castellano, que osadamente pretende aumentar con nosotros el número de los pueblos que diariamente conquista. Dentro de esta misma ciudad, aun hay quien defienda con las armas el injusto tratado que el último rey firmó en bien de Castilla; y para que nuestra posicion cada vez mas se agrave, el pueblo ha roto todos los diques que contenian sus desordenadas pasiones, y amenaza sumergirnos en un océano de desdichas. Qué haceis, pues, que no admitís la corona que tanto la nobleza como el pueblo os ofrecen en este dia en que tantas angustias y penas nos afligen? Os equivocais, señor, si así creeis que cumplís con los deberes que os impone vuestra condicion de noble y de patricio. Vos estais obligado á obedecer á la voluntad del cielo manifestada en tantas circunstancias como os llaman al trono: debeis tambien escuchar y cumplir los votos de esta asamblea, que aquí se ha reunido para suplicaros que os condolais de la suerte del mísero pueblo portugués; y no dudando ya que accedais á nuestros justos deseos, permitidme que sea yo el primero de cuantos aquí nos encontramos reunidos que os salude por nuestro augusto soberano.

-Viva el rey de Portugal! gritó el prior dirigiéndose á la asamblea.

-Viva! contestaron con frenético entusiasmo cuantos la componian.

El gran maestre hizo entonces el papel de un ambriento, á quien su cortedad le impide aceptar al principio un convite; mas despues, vencido en apariencia por las súplicas que se le hacen, se sienta á comer y devora todos los manjares que se le presentan. Porque aun despues que hubo hablado el prior de San Juan, con quien estaba de acuerdo, manifestó que su derecho no era tan bueno como el del infiante don Juan; pero que, supuesto que los males de la patria eran tan grandes, él se prestaba á hacer por ella el costoso sacrificio que de él se exigia.

La asamblea resonó entonces con estrepitosos aplausos y entusiasmadores vítores; y en medio de aquel concurso que no cesaba de aplaudir y vitorear al nuevo elegido, fué llevado á la antigua morada de los reyes de Portugal.

Así que se vió en ella, despues de premiar largamente á sus principales partidarios, trató nuevamente de apoderarse del castillo, á quien seguia defendiendo el alcaide Pero Sousa Carbalho. Las promesas mas lisonjeras, las amenazas mas aterradoras y las privaciones que acarreaba un sitio que ya iba prolongándose demasiado, todo fué inútil para vencer el denuedo del héroe portugués. «Mientras que no lo mande la reina, decia siempre que se le hacia alguna intimacion, no entregaré el alcázar.»

En vano Nuño Alvarez Pereira, que se habia encargado de vencer su constancia, le esponia que doña Leonor ya no estaba en Lisboa, y que por haber perdido el juicio, habia perdido tambien el derecho de reinar, porque á todo respondia:

-No importa: esas no son mas que fábulas y supercherías del maestre de Avis.

-El maestre de Avis, replicaba Nuño, es ya hoy rey de Portugal, y por lo mismo es necesario que le trateis con mas decoro.

-En Portugal no hay ni puede haber mas rey que Dios, mientras que doña Beatriz no tenga sucesion directa.

Rechazado de esta manera Nuño, y viendo que por este camino nada conseguia, apeló á las armas, mandando que se hostilizase al castillo sin tregua ni descanso. El valiente alcaide animaba á todos sus soldados con su ejemplo, y ademas los exhortaba á que supiesen morir por una causa que, aunque sumamente desgraciada, no por eso era menos noble. Su resistencia tuvo el fin que era de esperar en una lucha tan desigual. Un dia que se encontraba en una almena para registrar desde ella las posiciones del enemigo, una piedra disparada con una máquina le quitó instantáneamente la vida.

La muerte de este digno sucesor de Viriato puso al nuevo rey en posesion del castillo, quedando de este modo dueño de toda la ciudad de Lisboa.

Al poco tiempo concibió el proyecto de llevar la guerra á los estados del rey de Castilla, y como para esta grande empresa aun no tenia las fuerzas que necesitaba, segregó de su reducido ejército unas cincuenta lanzas, y se las dió al conde de Gijon para que con ellas practicase algunas correrías por los dominios de sus enemigos.

Mientras el bastardo toma de esta manera parte en una guerra contra su rey y hermano, séanos licito seguir los pasos á la desventurada doña Leonor y á los príncipes que la hacen compañía. Cerca, pues, del amanecer, llegaron estos fugitivos, al puerto de Peniche, en donde desombarcaron y continuaron todo aquel dia descansando de las fatigas de su penoso viaje. Al siguiente continuaron su marcha dirigiéndose á Santaren, en donde se reunia el ejército que habia de domar el orgullo de los que desconocian los derechos del rey de Castilla. Afortunadamente para los ilustres viajeros, desde que desembarcaron en las playas de Peniche, no encontraron mas que corazones que simpatizaban con su desgracia. Los pueblos del tránsito, que aborrecian á par de muerte las demasías de los insurrectos de Lisboa, apresuráronse á manifestar sus respetos á la infortunada viuda que acababa de perder un trono entre los silbidos de la plebe y la ingratitud de los nobles.

A estas demostraciones solo contestaban los infantes, porque la reina, á quien principalmente iban dirigidas, continuaba observando un triste y profundo silencio. Blanca, que padecia doblemente por estar su corazon desgarrado por crueles remordimientos, no se separaba del lado de su ama, y procuraba con palabras que la dirigia de cuando en cuando consolarla en su amarga pena. Las dos montaban en blancas hacaneas, y los príncipes, que se servian de caballos correspondientes á su elevada clase, las llevaban en medio sirviéndoles de escolta.

Terminado el viaje, tuvo mucho de interesante la entrevista de los príncipes portugueses con los de Castilla. Doña Beatriz, que en cuanto tuvo noticia del arribo de su madre salió á recibirla á los umbrales del palacio en que se encontraba alojada, derramó aquellas lágrimas de ternura y filial amor que esplican mucho mejor que las mas elocuentes palabras los afectos del corazon. Estrechábala contra su pecho: llamábala su madre y señora: maldecia la ambicion de los que la habian arrojado de su real casa: dábala á entender con las espresiones mas tiernas y cariñosas cuánto sentia sus trabajos; y por último, hablábala de un porvenir lleno de ventura y de bonanza.

Pero doña Leonor, semejante á un maniquí á quien el artista maneja á su arbitrio para trasladar al lienzo sus nuevas formas, mostrábase insensible á tantas pruebas de ternura como recibia de la que entonces era reina serenísima de Castilla. Nada respondia á sus palabras, y de sus ojos, en otro tiempo tan hermosos, no se desprendia ni una sola lágrima que acreditase la emocion que despues de una ausencia tan larga debia causarle la vista de su hija.

-Qué es esto, reina y señora? la preguntó con este motivo doña Beatriz: para cuándo reservais aquellas palabras que, llenas de la suavidad y dulzura de vuestro maternal amor, me prodigábais otras veces? Los trabajos y persecuciones de que acabais de ser objeto, habrán secado vuestro corazon hasta el punto de hacerle insensible al afecto que os profesa vuestra hija?... Nada me decís, y casi me demostrais con la seriedad de vuestro rostro que ya no me amais como antes de mis desposorios!...

La augusta viuda de don Fernando no interrumpió por eso su prolongado silencio: si insensible se habia mostrado, hasta entonces, insensible y silenciosa siguió hasta la caida de la tarde, en que entró en su aposento á ofrecerla sus respetos el rey don Juan de Castilla.

Habia este príncipe dispuesto cuando supo los desmanes de los conjurados, que una parte do su ejército marchase á reprimirlos á Lisboa. El mismo, que se encontraba muy ageno de la fuga de doña Leonor, se habia puesto á la cabeza de las tropas para castigar los ultrajes de que en la capital era objeto aquella señora; pero aun no habia andado mas que algunas millas, cuando recibió un espreso anunciándole la llegada de los fugitivos príncipes. Entonces estuvo nutante entre continuar su marcha, ó regresar sin ejército para consolar á sus augustos parientes. Decidióse al cabo por este estremo, y despues de confiar á pero Ruiz Sarmiento el mando de las tropas, dió la vuelta para Santaren.

A su entrada en el real alcázar refirióle doña Beatriz el triste estado á que su madre estaba reducida, y de boca del conde de Sintra, á quien acompañaba don Gonzalo, supo el trágico fin de don Juan Fernandez de Andeyro.

La insensibilidad de doña Leonor movió al rey á anticipar su visita, y habiendo mandado que se la anunciasen á la augusta señora á quien se proponia consolar, entró en su aposento acompañado de la reina y del resto de los príncipes. Anochecia entonces, y el no haber todavía luz artificial, comunicaba á aquella estancia cierto aspecto de tristeza, que guardaba proporcion con las ideas que ocupaban la mente de los ilustres personages que en ella acababan de entrar.

-Vengo, señora, la dijo don Juan besando respetuosamente su mano, á lamentarme con vos por las desgracias que habeis presenciado, y por los males que todos padecemos al ver el reino entregado á nuestros mas implacables enemigos...

La augusta fugitiva fijó sus ojos en quien así la hablaba, y cuando se creía que siguiese observando el anterior silencio, habló; pero fué para demostrar el desconcierto de sus ideas, producido por la honda impresion que le causó la muerte de su favorito.

-Apartaos de aquí, esclama poseida del mayor furor, viles asesinos, que habeis inmolado sobornados por el oro del gran maestre al mejor de mis servidores. Huid de mi vista, gente infame y perdida, si no quereis esperimentar los rigores de mi venganza... Qué haceis aquí? volvia á decir fijando en los concurrentes sus espantados ojos; quereis tambien asesinarme del mismo modo que lo hicísteis al desventurado conde?... Vuestro valor tan decantado, no temerá amancillarse sacrificando á una débil y desvalida muger?... Pero no: aun tengo quien me defienda: aun hay hombres del temple de Sousa Carbalho, que sabrán sacrificarse por castigar vuestros desafueros...

-Señora, señora, la dijo entonces don Juan aprovechándose de un momento de pausa; nosotros no somos vuestros enemigos; al contrario, hemos venido aquí á defenderos.

Mas la desgraciada reina, sin dar oidos á estas palabras, poseida de un estremecimiento general, fijó sus ojos en un doncel que acababa de poner sobre una mesa que habia en el mismo aposento dos luces, y dando un penetrante grito, esclamó:

-Jesus, el verdugo!...

Y al pronunciar este nombre, poseida siempre de la terrible idea de que se encontraba en poder de sus enemigos, cayó sin sentido en los brazos de Blanca, que no se habia separado ni un instante de su lado. Sus parientes, que sentian de todas veras los estravíos de su razon, volaron á su socorro, llamando al mismo tiempo al médico de don Juan, que por acaso se encontraba en la regia morada.

Mientras aquel atendia á la curacion de la augusta enferma, el rey, convencido de las causas que habian producido el accidente, hizo presente á los príncipes, para evitar su repeticion, que solo se quedase con ella su dama por estar muy familiarizada con su vista. Cumpliéronse, como no podian menos, los deseos de don Juan; y habiendo sido trasladada doña Leonor al magnífico lecho que la estaba reservado, dispuso que Blanca, acompañada de dos damas de doña Beatriz, quedase al cuidado de aquella señora.

Por demas estará el ponderar lo que en este trance padecieron los ilustres personages que se albergaban entonces en el alcázar de Santaren. Cualquiera que tenga un corazon r algo sensible, puede conocer demasiado el dolor que embargaria los ánimos de los que se encontraban presentes, y con especialidad las penas que en silencio devoraba doña Beatriz. Pero si nos consideramos esceptuados de describirlas, no nos sucede otro tanto con la conversacion que la augusta viuda tuvo con su dama en cuanto se recobró. A media noche, pues, observó Blanca que su ama, abriendo los ojos y pronunciando algunas palabras que aunque inconexas tenian relacion con su anterior estado, habia del todo perdido la cabeza.

-Esta carta, decia entre otras cosas, se la entregarás muy pronto, entiendes?... Si no viene cuanto antes, trasladaré la corte á Mafra... Y qué! no estará mejor allí que en Lisboa?... Belen no me gusta, está tan cerca... Cuánto tarda el conde en venir esta noche!...

Blanca, aunque sumamente triste por el estado en que veía á doña Leonor, se acercó entonces á ella, y pareciéndola que adelantaria algo si seguia el humor á la enferma:

-El conde, señora, la dijo, no le espereis, porque...

-Lo han muerto? preguntó interrumpiendo á la dama.

-No, señora, respondió esta; sino que cansado de una vida de intrigas que tantos disgustos le habia causado, abandonó el reino y se marchó á...

-Adónde? la interrumpió prontamente.

-A Castilla, señora, respondió la dama esforzándose para mentir.

-A Castilla dices! Y sabes á qué pueblo?

-Segun se dice de público, á Valladolid.

-Oh! es preciso que nos marchemos nosotras allá.

-Corriente, señora, yo iré tambien con mucho gusto; pero antes es preciso que V. A. se ponga enteramente buena.

-Pues qué, acaso estoy yo mala?

-Sí, señora; V. A. se ha desmayado esta noche en presencia de sus augustos hijos.

-De qué hijos me hablas?

-De los reyes de Castilla.

-Eso no puede ser, Blanca. No ves que no pueden entrar en Lisboa?

-Eso sí es verdad; pero V. A., que deseaba verlos, ha venido á visitarlos á Santaren.

-Conque yo me encuentro en el palacio del rey don Juan de Castilla?

-Cierto es, señora, lo que me preguntais.

-Oh! yo estoy rodeada de traidores! añadió doña Leonor con dolorido acento.

-No, señora, contestó Blanca inmediatamente: las personas que mas os aman, son las que os rodean.

-Sí; pero pretenden que yo abdique en mi hija doña Beatriz!...

Apurada se veía Blanca para destruir la tristeza que como una densa nube se iba apoderando del espíritu de su ama; pero acordándose del poderoso influjo que sobre ella había ejercido el desgraciado don Juan Fernandez de Andeyro, á quien en aquel momento suponia retirado en Castilla:

-El conde de Uren, la dijo, al abandonar la corte de Lisboa, ha dispuesto que os trasladaseis al campamento de vuestros augustos y serenísimos hijos para que juntos deliberáseis acerca de los medios de destruir las ambiciosas miras de los grandes que traen agitado el reino. Y como nosotros creíamos que no dejaríais de aprobar esta determinacion, una noche que estábais poseida de un mareo, salimos de vuestro alcázar de Lisboa.

-Habiéndolo dispuesto él, contestó la reina algo mas tranquila, no tengo nada que decir.

En estas y otras pláticas parecidas pasaron una gran parte de la noche, hasta que cerca del amanecer doña Leonor se quedó dormida profundamente. Su sueño, parecido en algo al que disfruta un tierno pequeñuelo en el regazo de su madre, se prolongó por largas horas; y cuando al fin sus ojos se abrieron á la luz, había variado completamente la escena. Recordó el asesinato de su favorito; las intrigas y culpables manejos del gran maestre; la ingratitud y ambicion de los grandes; los insultos de la plebe: el horrendo crímen de haber profanado la iglesia mayor con la sangre de su obispo; y en fin, todos aquellos desmanes que su autoridad no habia podido reprimir.

En semejante estado llamó á su dama, que tambien dormia, y apretándola la mano, la dijo:

-Blanca, hoy voy á dar una prueba de que soy reina, haciéndome superior á cuantas desgracias me persiguen. Conozco el triste estado á que estoy reducida, y que las parcialidades que dividen el reino, exigen un brazo mucho mas vigoroso que el mio para que las reprima. Comunica por tanto á mis hijos mi invariable resolucion de abdicar en ellos la gobernacion del reino de Portugal, que me pertenece por el testamento del último rey.

La dama salió á noticiar á don Juan de Castilla cuanto acababa de decirla la reina; y el príncipe, que no podía persuadirse que en tan poco tiempo hubiese recobrado el juicio, entró en su aposento acompañado de su esposa doña Beatriz. Esta entrevista fué muy distinta de la del día anterior; y la augusta viuda, que confirmó con las mismas palabras lo que acababa de decir á Blanca, lloró al verse entre unos príncipes, en cuyo semblante estaba retratada la bondad de su corazon.

Entonces el augusto hijo de don Enrique suplicó á la ilustre fugitiva que señalase la hora en que debia celebrarse la ceremonia; y habiendo dicho que la del mediodia le parecia buena, salió á dictar sus órdenes para revestir aquel acto de todas las formalidades de estilo.

Doña Leonor quiso aparecer aquel dia con las mismas joyas en que por un pueblo ébrio de entusiasmo fuera saludada por reina; y cuando se presentó en el principal salon del regio alcázar de Santaren, á todos cuantos allí se encontraban reunidos, pasmaron sus gracias y su hermosura, que aun conservaba despues de tantos dias de dolor y tristeza.

Antes de hablar de la solemne abdicacion, permítannos nuestros lectores que les digamos algo del aspecto que presentaba el lugar en que iba á verificarse. En frente de la entrada principal elevábanse dos tronos: en el de la derecha veíanse los leones y almenas de Castilla; y en el de la izquierda los castillos y quinas de Portugal. El piso estaba alfombrado, y las paredes adornadas con preciosas colgaduras de la opulenta Tiro. En frente de cada trono habia una mesa cubierta de rojo terciopelo recamado de oro, y encima, guardando proporcion con toda aquella riqueza, un costoso recado de escribir.

Don Juan y doña Beatriz subieron al trono que les estaba preparado; y doña Leonor, que á todos inspiraban interés sus desgracias, subió con paso trémulo á ocupar el suyo respectivo. Veíanse al lado del de Castilla á don Carlos, infante de Navarra; á don Pedro Tenorio, arzobispo de Toledo; á don Pedro Fernandez, maestre de Santiago; á Ruy Gonzalez Mejía; al almirante Fernan Sanchez de Tovar; á Juan Martinez de Rojas, y á Fernan Alvarez de Toledo, que todos eran de los mas nobles y apuestos caballeros de aquella época. Rodeaban el trono en que estaba sentada doña Leonor el infante don Enrique Manuel, conde de Sintra, don Gonzalo, hermano de la reina, y el obispo de la Guardia.

Este prelado hacia las veces de notario mayor; y obtenida la venia de la augusta viuda, leyó la siguiente abdicacion:

«Convencida de la imposibilidad de gobernar el reino con buen éxito en estos dias de sangrientos trastornos, y deseando abandonar para siempre la vida agitada de los negocios que me estaban encomendados, de todo corazon, y con completa libertad, abdico desde ahora en mi muy cara y amada hija doña Beatriz, los derechos que, con arreglo al testamento del señor don Fernando, de gloriosa memoria, tengo á la gobernacion del reino de Portugal y de los Algarbes. Palacio Real de Santaren, á quince de mayo del año del Señor de mil trescientos ochenta y cuatro.»

En seguida presentó el mismo prelado á la reina este documento para que lo rubricase; y hecho así, se lo entregó al arzobispo don Pedro Tenorio, encargándole de parte de la serenisima reina de Portugal, que preguntase á la de Castilla si aceptaba la gobernacion del reino que en ella abdicaba. Y habiendo respondido esta augusta señora que sí, doña Leonor, como si quisiera dar un triste á Dios á la grandeza que la rodeaba, fijó sus tristes ojos en los concurrentes, y descendió del trono. El rey don Juan se apresuró á ofrecerla su brazo hasta acompañarla á su regia habitacion, mientras hacia otro tanto con doña Beatriz el infante de Navarra.

Capítulo IX
De como la viuda del rey don Fernando creyó ver disfrazado de mercenario al conde de Uren.

El conde don Alfonso recorrió en breve el territorio que le separaba de Castilla; y despues de probar que con la escasa fuerza que mandaba no podia adelantar nada en favor del maestre de Avis, se dirigió á sus estados de Gijon. Acompañábale Amós, aquel criado de quien otras veces se habia valido para conseguir sus torcidos fines; porque encontrándole siempre dispuesto para lanzarse en el crímen, solo de él podia servirse para perpetrar los que tal vez aun meditaba. Tan íntimamente estaba unido con él, y tanto deseaba tenerle en su compañía, que á no habérsele deparado la suerte en una de las calles de Lisboa despues que salió del castillo de Montalban con la carta que ya saben nuestros lectores, le hubiera buscado como una joya de gran precio por todo el reino de Portugal.

Dejemos, pues, en Gijon á estos dos hombres que, aunque de muy distintas condiciones, parece que habian nacido el uno para el otro, y atendamos á lo que pasa en la corte de Santaren despues de la renuncia de la reina doña Leonor. Don Juan I de Castilla, cuyos derechos á la corona lusitana, por estar casado con doña Beatriz, eran indisputables, acababa de ordenar que se pusiese sitio en toda forma á la rebelde ciudad, que no contenta con haber insultado á la augusta viuda de don Fernando, acababa de elegir por rey á quien su condicion de bastardo alejaba del trono.

Mientras el ejército de Castilla, mandado por espertos y valientes capitanes, batia los muros y hostilizaba al enemigo atrincherado en las torres y almenas de Lisboa, el hijo de don Enrique conoció que aun entre los mismos individuos de su familia habia penetrado la deslealtad y traicion. Don Gonzalo, aquel príncipe que huyendo de los furores de un pueblo sacrílego se habia refugiado en la corte de Santaren, desapareció de ella para ofrecer sus servicios al gran maestre de Avis. Pero no fué este solo el disgusto que aquel príncipe tuvo que devorar cuando con las armas en la mano exigia  el cumplimiento de los tratados: aparte de la peste que se desarrolló en su ejército, y que arrebataba diariamente á sus mejores capitanes, doña Leonor, cada vez mas afectada por las desgracias que hablan ocurrido en los últimos dias de su reinado, volvió á perder el juicio. Su tema ordinario era el conde de Uren: muy pocas veces recordaba haberle visto muerto; y como Blanca habia cometido la imprudencia de decirla que cansado de la corte se habia retirado á Valladolid, continuamente estaba hablando de marcharse tambien á esta ciudad. Algunas veces se la figuraba que la determinacion de su favorito provenia de haber preferido á otra muger; y entonces, la rabiosa pasion de los celos, que instantáneamente se apoderaba de su corazon, la hacia insufrible á cuantos la rodeaban. Pero si su débil memoria la recordaba la trágica escena de aquella terrible noche en que le vió muerto y ensangrentado á la misma puerta de su cuarto, quedaba por mucho tiempo en un estado de completa insensibilidad.

Tan triste situacion arrancaba lágrimas á cuantos la conocian; y don Juan, que deseaba poner término á las hablillas que con este motivo tenian lugar en el vulgo, y como por otra parte preveía los borrascosos dias que lo esperaban en un país en que se multiplicaban los rebeldes y traidores, determinó con beneplácito de doña Beatriz, el enviarla á Castilla. La villa que designó para su residencia, y que la adjudicó en toda propiedad para que viviese con la decencia que requeria su elevada clase, fué la de Tordesillas. El conde de Sintra, que cada vez se encontraba mas afligido por las desgracias que perseguian á su familia, quiso acompañar á su augusta sobrina. Y Blanca, cuyos reprensibles amores con Nuño exigian una historia aparte, se dispuso para acompañar á su ama, de quien juró no separarse jamás.

La despedida de los augustos reyes de Castilla de su madre doña Leonor, fué triste para aquellos, y no podremos decir si alegre para esta. Ella estaba persuadida que iba á ver al conde, y aunque Blanca trataba, porque presentia que el desengaño iba á ser terrible, de amenguar su esperanza, no deseaba mas que cuanto antes se emprendiese el viaje.

Al fin llegó este dia; y cuando despues de haber atravesado las risueñas márgenes del Duero entraron en Tordesillas, la reina viuda no consintió que se detuviesen para nada en este pueblo. En vano don Enrique Manuel la esponia la necesidad de quedarse en él, porque á todas sus razones respondia: á Valladolid, á Valladolid.

Fué necesario, pues, que el infante, si no habia de agravar la crítica situacion de la enferma, accediese á sus deseos; y dando orden de que continuase la comitiva, llegaron á la ciudad que tanto deseaba aquella señora.

Al día siguiente de su arribo, presentóse á ofrecer sus respetos á los augustos viajeros el padre comendador de la Merced, cuyo convento caía cerca de la morada de los príncipes. Este religioso, que tenia un gran conocimiento del humano corazon, era algo anciano, y llevaba en su compañía otro que aun era bastante jóven, pues apenas frisaba en los treinta y seis años. Si el hábito de blanquísima lana que este segundo vestía no cubriese con sus anchos pliegues sus airosas formas; si sus párpados medio cerrados no ocultasen dos ojos estraordinariamente espresivos; si a su frente blanca y serena no hiciese sombra la mortificante capilla, y si sus acciones y palabras no estuviesen revestidas de aquella afabilidad y cortesía que solo entonces se aprendia en el claustro, bien pudiera asegurarse que algun caballero de los mas apuestos de aquella época se habia repentinamente transformado en un padre de la Redencion.

El conde de Sintra, á quien visitaron primero, oyó de su boca palabras de consuelo y edificacion cristiana; y enamorado de su fino trato y amable conversacion, él mismo los acompañó al aposento de doña Leonor.

Encontrábase esta señora sentada en un sitial cuya magnificencia distaba mucho del que habia usado en su palacio de Lisboa; y Blanca, que se encontraba en la misma pieza, se veía obligada á mantener con ella una conversacion llena de frivolidades.

-Señora, dijo el infante al tiempo de entrar, el padre comendador de la Merced viene á visitaros y á ofreceros sus respetos y oraciones.

Los religiosos, que entraron uno en pos del otro, se inclinaron profundamente, y la reina, que alzó la vista para verlos, nada encontró que la llamase la atencion en el mas anciano, que por razon de su prelacía ocupaba un lugar preferente á su compañero. Pero en cuanto hubo á este divisado, tendió hácia él sus manos, y queriendo levantarse para abrazarle, esclamó:

-Cómo habeis tomado una resolucion tan estraña? Vaya, conde, que las hopalandas os hacen tanta gracia como la bordada túnica que llevábais en Lisboa!... Por qué no habeis venido á verme antes? no sabíais que desde ayer estaba en Valladolid?

-Qué es esto, señora? pregunta avergonzado don Enrique Manuel al mismo tiempo que la sujeta de un brazo y la obliga á sentarse.

-Dejadme, responde la señora forcejeando por desasirse de sus manos: es el conde de Uren; y ahora que ya no soy reina, nadie podrá quitarme el derecho de amarle.

El comendador, aunque tenia alguna noticia de la demencia de la reina, no sabia cómo esplicar sus palabras; porque en aquel momento, volviéndose á su compañero, sin duda para decirle que convenia que se retirase, le vió que con un pañuelo que habla sacado de la manga enjugaba las muchas lágrimas que se desprendian de sus ojos. Esto le dió mucho en qué pensar; porque no podia suponer que la sola vista de una señora desgraciada le hiciese derramar lágrimas en tanta abundancia. Conoció que algun misterio le ocultaba, y para evitar que doña Leonor se dirigiese nuevamente á él, y pronunciase algunas palabras impropias de una señora tan principal, ó tal vez porque no revelase amorosas relaciones de otra época, porque todo lo esperaba de un hombre que lloraba al ver á una muger, pidió permiso para retirarse. Obtúvole al instante del conde de Sintra; y aunque la reina viuda pugnaba por impedir que se marchase el religioso jóven tambien, al poco tiempo de esta ocurrencia tan imprevista como estraña, entraba en su convento acompañado del padre comendador.

-Estoy avergonzado, le dijo este prelado llamándole á su celda, por lo que acaba de pasar en el palacio de los príncipes portugueses. No me llama tanto la atencion lo que os dijo la reina, y su empeño de que con ella os quedáseis, como vuestras lágrimas y suspiros. Decidme, qué hay aquí? por qué llorábais cuando doña Leonor os llamaba conde y os hablaba del trage que llevábais en el siglo? Por ventura os recordaba relaciones mas ó menos lícitas que con ella hayais tenido en alguna época de vuestra vida?... Si esto es así, como me lo presumo, vuestro sacrificio debe ser completo... Gimen todavía en las mazmorras de Granada algunos infelices cristianos, á quienes no hemos podido redimir en nuestro último viaje, por no haber alcanzado para tanto las limosnas de los fieles. Marchad, pues, allá, y ofreceos en rescate por alguno de aquellos desgraciados cautivos; porque mas os valdrá a la hora de vuestra muerte que los sarracenos de África os hayan tenido prisionero toda la vida en sus mazmorras, que permanezeais en Valladolid cerca de una muger tan peligrosa como doña Leonor...

El jóven mercenario oyó sin inmutarse este discurso de su prelado, y deseando darle una prueba de la rectitud de sus intenciones, contestó:

-Os he jurado solemnemente obediencia en el dia del mi profesion religiosa; dadme por lo mismo vuestra bendicion, y partiré.

Estas palabras no tranquilizaban al comendador: él deseaba averiguar el sentido de las de la reina, y la causa de aquellas lágrimas que inundaron las megillas de su compañero, y para conseguirlo:

-Líbreme Dios, replicó, que yo os imponga, tan solo con el objeto de alejaros de esta ciudad, el mayor sacrificio que nuestra redentora orden exige en determinadas circunstancias de sus hijos: yo solo os hablo de un consejo, y de ninguna manera de un precepto.

-Pues si os place, podré marchar á nuestro convento de Barcelona.

-Si solo así pueden evitarse los peligros que entre nosotros os cercan...

-Ignoro, padre, respondió candorosalnente el jóven religioso, los peligros de que me hablais.

-He oido decir á la reina que nadie la puede quitar el derecho de amaros.

-Estravíos de esa infeliz señora!

-Pero vos llorábais cuando ella os lo decia.

-Sí; pero era por su desgracia, y por un hermano á quien he amado entrañablemente toda la vida.

-Vos podeis aclarar mis dudas.

-Al instante. Oid una parte de mi historia. Yo nací de padres nobles y virtuosos en un castillo cerca de la Coruña. Fuí el segundo de tres hijos que tuvieron. El primero siguió la milicia, y con el tiempo pasó á la corte de Lisboa, en donde se captó el aprecio de doña Leonor, la misma reina que acabamos de visitar. Vióse al poco tiempo rodeado de enemigos que por todas partes trataban de desacreditarle. El demasiado favor que tenia con los reyes de Portugal, fué la causa de que se dijese que sus relaciones con la reina habian llegado á ser ilícitas. Yo me abstendré siempre de creer lo que en todo el reino pasaba por muy cierto; pero lo que no puedo menos de confesar, es que la conducta de mi hermano me pareció reprensible: bastaba que se dijese que era el amante de doña Leonor, para que él abandonase una posicion que tarde ó temprano habia de acarrearle su pérdida. En este tiempo murió nuestro padre; y para obligarle á que viniese á recoger su herencia, yo mismo pasé á la corte de Portugal. Encontréle engolfado en los negocios de aquel reino. Díjome que don Fernando nada disponia sin que con él lo consultase: que la reina le dispensaba su amor y amistad; y por último, que no podia decidirse á volver á su patria, porque prometiendo vivir muy poco el rey de Portugal, tenia que trabajar en favor de los derechos del de Castilla. En vano supliqué para que al menos viniese á poner en orden los negocios de la casa paterna, aunque luego regresase al palacio de Lisboa; porque confiriéndome todos sus poderes, me encargó que los arreglase. En los pocos dias que estuve á su lado, manifestóme el fraternal amor que me profesaba. Presentóme diversas veces á la reina; y esta señora, que holgó mucho de ello, hízome proposiciones para que me quedase en Lisboa á su servicio. Mas si yo no habla llevado otro objeto á esta ciudad que arrancar de ella á mi desgraciado hermano, cómo habia de aceptar sus favores? Di, pues, la vuelta á mi pais; pero á mi llegada encontré las cosas muy demudadas. Mi tercer hermano, llamado Sancho, habia regresado de una espedicion que emprendiera á la Siria; y llevado de un mal consejo, acababa de apoderarse del ruinoso castillo de Uren. Afeéle su modo de proceder; díjele que su posesion solo pertenecia á don Juan Fernandez de Andeyro, nuestro primer hermano, y que si se obstinaba en retener el castillo con los otros bienes que de él dependian, incurriria en la indignacion del verdadero conde de Uren, que se apresuraria á castigar tamaña usurpacion. Pero Sancho, que seguia en su mal propósito de titularse conde y retener los estados de nuestros padres, amenazóme si cuanto antes no le dejaba en su pacífica posesion. En tal estado fuéme preciso ausentarme nuevamente, eligiendo para mi residencia la ciudad de Oviedo. Desde ella pensaba hacer valer los derechos de don Juan; y cuando empezaba á tomar algunas medidas para conseguirlo, una desgracia, siempre lamentable para un hermano, tuvo lugar en el castillo de Uren. El caso, porque es bueno que lo sepais, pasó de esta manera: Una nave, al parecer genovesa, habia anclado en una de las desiertas playas de Galicia, no muy lejos del castillo de mi hermano; y un caballero que en ella venia, después de preguntar por él, se dirigió á hacerle una visita. Sancho era, a pesar de lo mucho que habia viajado, sumamente sencillo. Creyó de buena fé que el recién llegado era uno de sus antiguos compañeros, y poniendo á su disposicion cuanto tenia, le instó para que permaneciese con él algunos dias. Esto era lo que cabalmente deseaba el astuto viajero; porque diciéndole que los vientos le eran contrarios para trasladarse a su patria con aquel buque que le habia dado á mandar el Dux de Venecia, sería para él una grande honra disfrutar mientras tanto los favores de un soldado tan intrépido y que tanto se distinguiera en el memorable sitio de Tolemaida. Banquetes, cacerías, juegos, danzas, de todo cuanto se puede inventar se prodigó entonces para obsequiar al supuesto capitan veneciano. Y este pérfido, que acechaba la ocasion de perder á su bienhechor, le suplicó que al dia siguiente, acompañado de sus mejores amigos, se trasladase á su nave, en donde pensaba corresponder del mejor modo que le fuese posible á sus muchos favores. Mi hermano accedió gustoso á esta invitacion, trasladándose con tres caballeros de su edad á la nave que tenian á la vista. Pero en cuanto estuvieron á bordo, conocieron que se encontraban en poder de sus mayores enemigos. El buque estaba tripulado por sarracenos, aunque vestian á la europea, y el capitan, autor de esta infamia, era un genovés renegado, que con semejantes tramas habia poblado de cristianos las mazmorras de los infieles. Mientras que la sorpresa daba lugar al llanto y á la desesperacion de los infelices cautivos, la nave enemiga, despues de levar anclas, se alejaba con fresco viento de nuestras costas. Y Sancho y sus compañeros, que algunos momentos antes eran tan felices, tuvieron que ponerse al remo amenazados por el látigo de sus enemigos. Cuando á mi noticia llegó nueva tan infausta, atribuí á la desmesurada ambicion de Sancho los males que padecia. Mas despues, haciéndome cargo que la poca reflexion con que obraba era mas bien la causa del abismo en que se encontraba metido, traté tan solo de sacarle de él. Volé precipitadamente á Lisboa; presentéme á mi hermano y á la reina; manifestéles la desgracia que acababa de suceder en Uren, y movida aquella señora por mis lágrimas, dióme una gran cantidad de dinero para que con ella rescatase a los cuatro cautivos. Dirigíme primero á Barcelona, con ánimo de fletar un buque que me llevase á Levante; y cuando estaba ocupado en conseguirlo, supe que se disponian algunos padres de la Merced para marchar á Tunez. Hice el viaje con ellos, y cuando penetramos en las mazmorras de aquella infiel ciudad, Sancho, que no habia podido resistir los malos tratamientos de los sarracenos, espiraba con la constancia de un mártir, pronunciando el nombre de Jesus. Al verlo, arrojéme sobre él para recoger sus últimas palabras; pero como allí ya no habia mas que un cadáver, solo pude darle el consuelo de que espirase en mis brazos. Este postrer golpe llenó de amargura mi corazon; y cuando á Europa volví acompañado de mis santos compañeros, desengañado de lo que da de sí el mundo, hice propósito de ingresar en esta redentora orden. Vos sabeis, padre mio, que apenas hace dos años que me encuentro en ella: pero lo que sin duda ignorábais era que el desgraciado conde de Uren, que tanto se me parecia en figura, y á quien asesinaron vilmente en el palacio de Lisboa, era mi mayor y mas querido hermano. Y que esta princesa que acabamos de visitar, juguete ahora de los caprichos de la fortuna, cuando estaba en todo el apogeo de su poder y grandeza, me distinguió con su amistad. Hé aquí esplicado el secreto de mis lágrimas, y la equivocacion de la infortunada doña Leonor.

-Esta bien, dijo el prelado al acabar de oir esta historia; por mi parte creo que, supuesto lo que acabais de decirme, ningun inconveniente hay en que permanezcais entre nosotros; pero es fácil que esa señora, persistiendo en la manía de que vos sois el desgraciado conde de Uren, altere la tranquilidad que reina en esta santa casa.

-Eso es decir, padre mio, preguntó tristemente el mercenario, que es indispensable mi salida de ella?

-Así lo creo, ínterin los príncipes continúen en Valladolid.

-Mi deber es el de obedeceros, repuso el religioso con heróica abnegacion.

Entonces el comendador, con aquella gravedad monástica que tanto se parece á la de un juez que pronuncia sobre un reo una sentencia de muerte:

-Todos los hombres, dijo, son nuestros hermanos en Jesucristo; y así como vos penetrásteis en las mazmorras de África para rascatar al que lo era segun la carne, apresuraos ahora á cumplir con los graves empeños que contrajísteis cuando ingresasteis en nuestra santa religion. Mañana, acompañado de dos padres de esta comunidad, partireis á Granada á llevar vuestros consuelos a los infelices cautivos que los infieles tienen en su poder. El sacrificio es grande, y atrévome á decir que no se podrá encontrar igual sobre la tierra. Pero ahora mas que nunca debeis de dar una prueba de la sinceridad de vuestra vocacion.

El hermano del conde de Uren se inclinó respetuosamente, y desapareció para cumplir el precepto del comendador.

Capítulo X
De como doña Leonor murió mejor que habia vivido.

Mientras tanto, la escena que se representaba en el palacio de los príncipes portugueses, era muy distinta. La reina viuda, furiosa por haberse marchado el que ella suponia su favorito, se parecia á una fiera, cuando á media noche llena de espanto con sus rugidos los solitarios bosques en que habita. Don Enrique Manuel, así como Blanca, que no se separaban de la augusta enferma, se esforzaban, aunque en vano, en calmar la borrasca que las pasiones levantaran en su corazon. Momentos hubo en que el príncipe estuvo decidido á mandar que con fuertes ligaduras se sujetase á su sobrina, y que así atada se la dejase encerrada en una de las habitaciones mas seguras del palacio. Pero cuando iba á mandarlo, recordaba todas las desgracias de aquella infeliz señora, y no acertaba á articular una sola palabra. Sus profundos suspiros eran entonces la espresion mas fiel de sus nobles sentimientos; y él, que jurara no separarse de la que todos abandonaran, tenia un motivo mas para no desmentir su acrisolada lealtad.

Por fin la reina hubo de cansarse: sus esfuerzos por seguir al mercenario causáronla gran fatiga; y aprovechando los que la rodeaban esta circunstancia, la condujeron á su lecho. Aquí empezó con su dama un diálogo muy animado sobre la resolucion del equivocado conde, manifestando á cada paso, no solo los estravíos de su razon, sino tambien el ciego amor que le profesara.

-Ves, le dijo á Blanca, como don Juan Fernandez de Andeyro me ha abandonado tambien? A la verdad, no lo esperaba! Y eso que muy á menudo solia decirme: cuando ya no tengais ejército, ni riquezas; cuando hayan desaparecido todos vuestros servidores; cuando hayais perdido hasta la esperanza de reinar, entonces yo estaré á vuestro lado; y al mismo tiempo que os serviré de guia en la borrasca que atravesamos, reinareis en mi corazon! Porque, quién podrá arrebatarme el amor que os profeso?...

-Sin embargo, señora, repuso la dama: creo que le debeis disculpar. Si él os ha dejado, no ha sido mas que por consagrarse á Dios en la soledad del claustro. Por qué nosotras no hemos de hacer lo mismo?

-Calla, Blanca: esa idea me estremece. Lo que yo pienso hacer es arrancarle del convento en que está encerrado, y hacerle cumplir sus juramentos.

-Sí, se apresuró á decir la jóven, que temia irritar á su señora: esa idea es muy buena; y si necesitais de mi auxilio para llevarla á cabo...

-Conque te gusta? la interrumpió la reina con satisfaccion.

-Mucho, señora: no puedo menos de aprobarla.

Siguió á estas palabras de la dama un largo silencio, que fué interrumpido por estas otras de doña Leonor:

-Me abraso: siento un calor insoportable. Blanca, gritó, agua.

-Cómo, señora, teneis sed?

-Oh, sí, muy grande!

La jóven se apresuró á aplicar á los labios de su ama un vaso de cristalina agua; pero al hacerlo observó que la augusta viuda estaba devorada por una fiebre, cuyos síntomas le parecieron terribles. Comunicó esta alarmante noticia al conde de Sintra; el cual, temiendo siempre los progresos de cualquier enfermedad que pudiese sobrevenir á su sobrina, hizo llamar inmediatamente al mejor médico que se conocía en la ciudad.

No tardó este en presentarse y en declarar qué el mal era grave, si bien esperaba que la robusta naturaleza de la enferma triunfase al fin de la enfermedad que empezaba á manifestarse.

No fueron vanos los pronósticos del doctor: la augusta viuda empezó despues de un largo período á reponerse; pero encontrándose todavía muy débil, se empeñó en salir á la calle, á dar gracias á Dios, segun ella decia, por haber recobrado la salud.

En vano quiso el infante oponerse a sus pretensiones: tuvo que ceder, porque temia irritarla si seguia manifestándola los perjuicios que semejante salida podia ocasionarla.

En una tarde, pues, en que el frio cierzo se introducia sutilmente por las puertas y ventanas de las casas de Valladolid, doña Leonor, acompañada del conde de Sintra, de su dama y de un doncel que caminaba detrás de estos tres personages, salió de su palacio hácia la iglesia del real monasterio de las Huelgas, que, como sabrán la mayor parte de nuestros lectores, se encuentra en el Campo de la Magdalena. No era pura devocion la que obligaba á aquella princesa á dirigirse al templo; porque, habiéndola preguntado don Enrique que adónde queria ir, respondió que al convento de la Merced.

Semejante respuesta dió á conocer al infante portugués, que la viuda de su sobrino no habia olvidado al mercenario que tanto se parecia al desventurado conde de Uren. Y con el fin de evitar alguna escena que, atendido el estado de la princesa, podia llegar á ser escandalosa, la condujo al monasterio que antes hemos nombrado.

Cuando entraron en la iglesia, doña Leonor, que creyó encontrarse de buenas a primeras con su idolatrado conde, se sorprendió ante un fúnebre aparato dispuesto para celebrar un oficio por el alma de la reina doña Maria, cuyo sepulcro, como fundadora de aquella real casa, se encuentra en medio del templo.

-Es este el convento de la Merced? preguntó entonces la reina de Portugal á don Enrique, que se encontraba a su lado.

-Esta es la casa de Dios, respondió el príncipe: aquí no habeis venido mas que á tributarle gracias por haberos devuelto la salud.

-Sin embargo, repuso doña Leonor, tambien puedo verle...

-Despues, contestó secamente su tio.

Al poco tiempo empezaron las campanas á doblar melancólicamente. y el triste canto de las religiosas, que acorde se elevaba con el de los sacerdotes, á esparcirse por las magestuosas bóvedas del santuario. Pero lo que mas llamó la atencion de los circunstantes fué que el preste, revestido con una riquísita pluvial capa, ínterin el coro entonaba uno de los últimos responsos, rociaba con agua bendita el sepulcro de la que en otro tiempo fuera reina de Castilla.

Esta ceremonia causó honda impresion en la de Portugal; y cuando menos se esperaba, cayó de rodillas, y esclamó:

-Misericordia, Dios mio, misericordia!...

-Qué es esto, señora? la pregunta el infante creyendo que su locura la obligaba á dar aquellas voces: os habeis afectado?

La viuda de don Fernando, que se habia cubierto con ambas manos el rostro para ocultar las lágrimas que en aquel instante surcaban por sus megillas, nada contestó á estas palabras. Solo sus multiplicados sollozos y su penitente postura, manifestaban que alguna variacion importante acababa de verificarse en su alma. Ya el oficio se habia concluido; ya la mayor parte de los concurrentes se habia retirado; y aun ella continuaba postrada sobre las frias losas que cubrian tantas ilustres cenizas.

-Vamos, señora, la dijo don Enrique Manuel cogiéndola del brazo, vamos, que ya habeis orado bastante.

Dejadme, respondió ella, que aun no he pedido suficientemente perdon á Dios de tantas faltas como he cometido.

El conde de Sintra se vió obligado á esperar que satisfaciese su devocion; y con el fin de aclarar las dudas que las lágrimas, sollozos y palabras de su sobrina le habían hecho concebir:

-El conde de Uren, la dijo al oido, os está esperando en nuestro palacio.

-El conde de Uren! esclamó la afligida princesa; el conde de Uren!... Ah funesto recuerdo!... Yo he sido la causa de su muerte, y tal vez la de su perdicion eterna...

Los sollozos y profundos suspiros que exhalaba ahogaron su voz; y el conde de Sintra conoció entonces que, ó su sobrina habia recobrado el juicio, ó era otro el género de su locura.

Mientras tanto la noche se acercaba; y como la reina de Portugal no daba señales de suspender su fervorosa oracion, el infante, para no ser oido por otra persona, se acerca y la dice:

-Si vuestra conversion es sincera debeis de obedecerme: os he mandado que me siguiéseis; y ahora, porque es ya demasiado tarde, os lo suplico y mando nuevamente.

La reina hizo un esfuerzo para levantarse; y apoyada en el brazo de su tio, salió de la iglesia.

Cuando llegó á su palacio manifestó deseos de acostarse, y dijo á los que la rodeaban que muy en breve asistirian á su entierro, así como habian asistido al nocturno que se habia cantado aquella tarde por el alma de la madre de Fernando el Emplazado.

-Señora, la dijo entonces Blanca, tan tristemente piensa V. A.!...

-Sí, amiga mia, respondió doña Leonor, que jamás, su orgullo la habia permitido tratarla con tanto cariño; la muerte se aproxima.

-Pero estais mala, señora.? preguntó el conde de Sintra.

-Sí, muy mala, contestó tristemente la reina, y ya no hay remedio para mí!...

Entonces don Enrique quiso hacer la última prueba, y dijo en el mismo tono:

-Y ahora que don Juan Fernandez de Andeyro esperaba el breve de nuestro señor el Papa para casarse con V. A.!...

-Oh! No os burleis de mí. Si en algo apreciais mi reposo, no os acordeis del desdichado conde mas que para encomendar su alma á Dios.

El príncipe volvió su rostro á otra parte para ocultar sus lágrimas; y saliéndose en seguida del aposento, tornó á él al poco tiempo acompañado del médico.

-Hay calentura, dijo este despues de pulsar á la enferma; pero no encuentro peligro inminente en S. A.

-Si le hay, contestó la señora con notable serenidad; por lo mismo necesito otro médico.

-Este, repuso el infante, antes os puso buena; y no hay razon para que ahora se desconfie de su ciencia.

-Os hablo de un confesor.

-En este caso, señora, dignaos vos designarle.

-Avisad al padre comendador de la Merced.

-La eleccion me parece muy acertada; pero bueno será que esperemos á mañana.

-Tambien á mí me parece bien. Mientras tanto podré prepararme.

Doña Leonor pidió entonces que la dejasen sola; y despues de largas horas que empleó en arreglar su conciencia, durmió todo lo que faltaba de la noche.

Al día siguiente, despues de recibir todos los consuelos y auxilios de nuestra santa religion, que le administró el mismo confesor que ella habia designado, pidió perdon al infante y á cuantos habia en el palacio que habitaba. Y habiendo la fiebre, que se habia manifestado la víspera, presentado un carácter maligno, entró al poco tiempo en la agonía. Su muerte fué resignada y tranquila. Hasta el último instante conservó el uso de sus sentidos; y el último ósculo que imprimió, fué en los pies de un crucifijo que el padre comendador de la Merced aplicaba á sus labios con frecuencia.

Hiciéronsele unas exequias cual lo requeria su elevada clase; y cumpliendo con lo que dejó dispuesto en su testamento, fué enterrada en el claustro principal de la Merced de Valladolid.

Don Enrique Manuel, que tantas pruebas habia dado de adhesion á la causa de su desgraciada sobrina, tampoco la pudo sobrevivir mucho tiempo, siguióla con presteza al sepulcro para no separarse jamás de ella.

Faltaba la encantadora Blanca, que sola se quedaba en medio de un mundo que ya habia pervertido en mejores dias su incauto corazon. Y para prevenir las asechanzas que aun podia emplear para esclavizarlo de nuevo, determinó encerrarse en el monasterio de San Felipe de la Penitencia. Aquí lloró dia y noche sus reprensibles amores con Nuño, y la parte que, aunque inocentemente, la cupiera en la muerte de don Juan Fernandez de Andeyro.

Al cumplirse un año despues de los sucesos que dejamos trazados en este capítulo, regresó á su convento de Valladolid el hermano del desventurado conde de Uren. Acababa, á costa de inmensos sacrificios, de conseguir la libertad y la vida para una porcion de infelices cautivos que gemian en las mazmorras de Granada; y al restituir á la sociedad tantos individuos que la fiereza de los hijos de Agar la arrebatára, solo contaba con la recompensa que en el cielo promete á los justos el divino Redentor. Ni un solo dia dejó de acordarse de la infortunada señora que tan prendada estuvo de su desgraciado hermano; y cuando se lo permitian las obligaciones de su orden, se acercaba al sepulcro y encomendaba á Dios el alma de la princesa, cuyos restos allí estaban encerrados.

Nosotros tambien visitamos en los primeros años de nuestra adolescencia este mismo sarcófago; y al considerar las desgracias de la princesa que en él yacía, poseidos de un sentimiento religioso, pronunciarnos de todo corazon: Requiescat in pace.

Capítulo XI
De como el rey de Castilla acabó de conocer el carácter de su enemigo.

Bajo tristes auspicios habia empezado el cerco de Lisboa. Las tropas españolas mandadas por don Diego Gomez Barroso, acababan de ser derrotadas por las que mandaba Nuño Alvarez Pereira en las inmediaciones de Badajoz: el conde don Alfonso se rebelaba por tercera vez, y se encastillaba en su villa de Gijon; y despues de la defeccion que ya conocen nuestros lectores del hermano de doña Leonor, un enemigo terrible que don Juan no pudo prever ni menos combatir, acababa de presentarse en los reales de Castilla. La peste, ese fiero azote conque Dios castiga á los mortales, arrebataba uno tras otro á los mas insignes guerreros que tantos dias de gloria dieran en otras ocasiones á la madre patria. No era el valor ni la pericia de las tropas portuguesas la causa de tantas desgracias; era sí la fortuna, que como dama caprichosa y cortesana, segun la brillante espresion del gran Cárlos V, habia desertado de nuestros reales.

El jóven rey de Castilla conoció entonces la imprudencia de los que le habian aconsejado que pusiese sitio á la rebelde ciudad que desconocia sus derechos; pero antes de resolverse á abandonar la empresa, quiso apurar todos los medios para conseguir su buen éxito. Un bloqueo en toda forma podia obligar á los defensores de la plaza á rendirse, y cuando menos, á presentarse fuera de los muros para hacer levantar el cerco, y conseguir de este modo la derrota de los partidarios del gran maestre. Pero tambien en esto salieron fallidos los cálculos del augusto hijo de don Enrique: los portugueses, temiendo siempre medir sus armas con los soldados de Castilla, solo se batian desde sus almenas, y todo lo esperaban del terrible auxiliar que continuamente diezmaba nuestros aguerridos tercios.

Parecíase entonces el campamento de Castilla á aquellos ejércitos de cruzados, que despues de haber con su valor asombrado al Oriente, venian á sucumbir ante los robustos muros de una fortaleza en que el odio y la desesperacion de los hijos del desierto, se habian en ella encastillado. Sí, Lisboa fué para nuestros guerreros lo que Jerusalen, Antioquía, Tolemaida y Damieta para los soldados de la cruz; y nosotros, al leer en la historia las desgracias de nuestro héroe, no hemos tituveado en compararle con el ilustre hijo de Blanca de Castilla.

Pero dejemos esta digresion para volver al asunto principal: veamos cuál es el último recurso que emplea el augusto hijo de don Enrique para arrebatar á su enemigo la victoria. Una mañana en que derrama su vista tristemente por el campo y cree descubrir en él un cementerio, llama á Juan de Ria, anciano de setenta años que, como embajador del rey de Francia, se encontraba en los reales, y le dice:

-Han muerto ya mis mejores defensores. El hierro enemigo, si bien es verdad que no pudo aniquilar á los primeros capitanes del ejército, la peste, con que no habíamos contado, arrebató en flor sus preciosas vidas. Don Pedro Fernandez, Ruy Gonzalez Mejía, ambos maestres de Santiago, Fernan Sanchez de Tovar, y Pero Fernandez de Velasco, en dónde estan? Qué se hizo tambien de Juan Martinez de Rojas, y de aquel valiente y decidido mariscal Pero Ruiz Sarmiento, y de su digno compañero Fernan Alvarez de Toledo? Ah! Todos han desaparecido de entre nosotros! Todos han sucumbido como buenos y leales, entre ese considerable número de soldados á quienes yo he prometido conducir á la victoria, y precipité ¡ay de mí! en el sepulcro!

El rey volvió á otra parte su rostro bañado en lágrimas; y despues de enjugárselas con prontitud como si se avergonzase de derramarlas delante del anciano, continuó:

-Es necesario por lo mismo, que cuanto antes tratemos de poner término á una situacion tan desesperada; porque si no lo hacemos así, este desgraciado cerco será el sepulcro de nuestros soldados...

-Bien decís, señor, repuso Juan de Ria: hace mucho tiempo que yo habia pensado aconsejar á V. A. que en vista de los inconvenientes que se presentaban para apoderarnos de Lisboa, nos retirásemos á Santaren; pero ahora que veo á V. A. decidido, huélgome de decirle que es la medida mas prudente que, atendido el estado de sus negocios, puede tomar.

-Qué es lo que decís? pregunta como asombrado el jóven príncipe. Habeis creido que yo trato de abandonar la conquista de esa ciudad sacrílega que asesina á los príncipes de la Iglesia é insulta á las viudas de los reyes? No; antes pereceré siguiendo al sepulcro á esos denodados campeones, cuya memoria lloramos, que yo deje sin castigo los desmanes de ese populacho que nos insulta desde sus elevados muros. Caiga sobre esos malvados la espada de mi justicia, y desaparezcan de la haz de la tierra confundidos con su crímen.

-Eso es muy bueno, señor, se atrevió el anciano á replicar; pero antes de que tal consigamos ya habremos dejado yermas las tierras de Castilla. Además, que V. A. acaba de decirme que es necesario poner término á una situacion tan desesperada; y en verdad que, si no levantamos el cerco, yo no encuentro medio razonable de hacer que cesen las desgracias y males que padecemos.

-Pues sí le hay, embajador, repuso algo mas sereno el rey.

-Confieso ingenuamente que no le veo, contestó el anciano encogiéndose de hombros.

-Voy por lo mismo á manifestároslo, porque conviene que no perdamos el tiempo tan lastimosamente. He acordado proponer un duelo al maestre de Avis.

-Cómo, señor?

-Sí; aguardad y oireis las condiciones con que debe verificarse: el vencido abandonará á su contrario la posesion del reino que se disputa, evitándose de este modo las calamidades que trae consigo una guerra tan larga. No os parece que este medio producirá mejores resultados que cuantos hemos empleado hasta el dia?

-Mucho lo dudo, señor; y si he de decir lo que siento, auguro muy mal si llega á llevarse á cabo.

-Por qué? Temeis acaso que el hijo de Enrique el de las Mercedes no sea capaz de batirse con buen éxito con el gran maestre?

-De vuestro valor jamás he dudado; pero mucho me temo que el usurpador cumpla las condiciones del combate. Suponed sino que este se verifica, y que salís de él completamente airoso: creeis que con esto habeis destruido todos los obstáculos que os oponen los descontentos para subir al trono de Portugal? Nada de eso. Despues de haber perdido vuestro prestigio por haberos batido con un bastardo, lo vereis defender con mas tenacidad que nunca sus preteudidos derechos. Y si esto os sucede saliendo vencedor, qué os sucederá si salís vencido? Por mi parte, señor, pido rendidamente al cielo que me quite la vida, antes de presenciar tamaña desgracia. Ver á un rey de Castilla abatido y humillado por un traidor que en nada tiene la fé de sus juramentos y el valor de los tratados, sería para cuantos se interesan por la gloria de V. A. un mal infinitamente mayor que la misma muerte.

Don Juan se convenció con este discurso del afecto que el embajador de Francia profesaba á su dinastía; pero por su desgracia no quiso persuadirse que le aconsejaba lo que mas convenia á los intereses de su corona. Firme en el propósito que formára de batirse con el que encerrado en el alcázar de Lisboa se titulaba ya rey, se contentó con responder á Juan de Ria, que antes de provocar á un duelo al gran maestre, lo miraria despacio.

Al dia siguiente anunció el rey de un modo irrevocable á todos los capitanes del ejército reunidos en su tienda su resolucion de batirse, bajo ciertas condiciones, con su principal enemigo. En vano el anciano embajador reprodujo sus razones anteriores para disuadirle de un empeño que tantos peligros ofrecia; en vano tambien los nobles y grandes que le rodeaban quisieron oponerse á una pretension tan nueva; porque creyendo siempre que si salia vencedor en la lucha, vencia tambien á la rebelion personificada en el maestre de Avis, cerró los oidos á todos sus consejos, y apartó sus ojos para no ver las lágrimas que en vista de su tenacidad se desprendian de los de doña Beatriz.

Encontrábase entre los nobles un jóven que por sus bellas cualidades acababa de obtener el título de rey de armas, y al divisarlo el de Castilla entre la multitud:

-Tú, Bermudo, le dijo, tú vas á ser mi embajador. Te presentarás al maestre de Avis, y le dirás de mi parte que mañana al rayar el dia le espero al frente de la plaza para romper una lanza con él. Dile que no es un mero pasatiempo el que le propongo, porque si no rehusa el batirse conmigo, tiene que sujetarse, en el caso en que quede vencido, a renunciar al reino que me disputa. Añádele que yo me obligo á lo mismo que de él exijo: que desde ahora declaro por ruin caballero al que no cumpla con las condiciones del combate; y que si quiere que este sea á muerte, por mi parte á todo estoy dispuesto.

-Señor!... gritaron todos los que se encontraban en aquella reunion, uno de nosotros se batirá por vos. Vuestra vida pertenece tambien á Castilla, y no dudamos que por su salud suspendereis ese reto.

-Cúmplase lo que ordeno, repuso el príncipe con noble y altivo continente.

Entonces el jóven heraldo, haciendo una profunda reverencia al rey, salió de su tienda para cumplir sus órdenes.

Acercábase la noche, cuando Bermudo, acompañado de dos soldados que montaban briosos caballos, llegaba al trote á las puertas de Lisboa. Uno de aquellos guerreros acababa de hacer señal con su clarin anunciando la embajada; y los ballesteros que defendian las almenas y muros de la plaza, dieron parte á sus gefes de la pretension de los castellanos. Presto fueron estos conducidos con las formalidades de estilo al real alcázar; y habiendo subido solo el rey de armas á la habitacion en que se encontraba el gran maestre, le manifestó en pocas, pero bien dichas palabras, los deseos de su soberano.

-Admito el reto, contestó el de Avis; pero quiero que mientras no se verifica, te quedes en mi corte como en prenda de que don Juan cumplirá su palabra. Tus compañeros pueden volverse al campo y anunciar á su amo mi resolucion.

El dia que siguió á la noche en que las anteriores palabras fueron pronunciadas, amaneció sumamente claro y apacible. Podíase decir que era una de esas mañanas de primavera que tan risueñas presentan las riberas del caudaloso Tajo, si no fuera por la guerra á muerte que entonces se hacian castellanos y portugueses. La ciudad enemiga lucía por entre las torres y almenas de que estaba coronada, sus plateados chapiteles y elevados campanarios. Y la niebla que empezaba á levantarse al rededor de la ciudad, dejando descubiertas las cúpulas de sus edificios, y las banderas de guerra que tremolaban en sus murallas, la comunicaban cierto mágico aspecto parecido al de una poblacion circuida de las aguas del mar.

El ejército de Castilla acababa de formarse en columna cerrada á bastante distancia de la plaza, no para combatir, sino para presenciar el combate de su rey. Y este príncipe, que ardia en deseos de medir sus fuerzas con el que era la causa de tantas desgracias, solo, con su armadura completa, y montado en el mejor caballo que tenia, salió entonces á situarse en una llanura que habia entre sus reales y la ciudad de Lisboa. Allí estuvo esperando á su competidor, aunque en vano, la mayor parte de la mañana. Su impaciencia era igual al valor que en las ocasiones mas críticas manifestára, y su indignacion por la tardanza del gran maestre no conocia límites. Aun creía que este personage cumpliria su palabra, aun se resignaba á esperarle hasta que llegase la noche, cuando un funesto acontecimiento vino á acabar de convencerle de la maldad de sus enemigos. En uno de aquellos momentos en que fijaba su vista en las puertas de la ciudad, á ver si veía salir por ellas al maestre de Avis, una máquina de guerra colocada sobre la parte mas avanzada de la plaza, arroja á sus pies la ensangrentada cabeza de su embajador. El rey se estremece; da un grito de horror que es repetido por el ejército, y esclama poseido del dolor mas acervo y de la mas justa indignacion:

-Inicuo príncipe! Tú que así tratás á los enviados de los reyes, debes temer su ira; y cuando su poder no alcance á castigar tus crímenes, no podrás eludir la venganza del cielo!

Al mismo tiempo que fueron proferidas las anteriores palabras, una jóven llamada Jimena, que salió corriendo de los reales, se acercó al rey de Castilla, y cogiendo en sus, manos la cabeza del desventurado embajador:

-Yo vengaré la muerte, dice, de mi amante, y las ofensas que a V. A. acaba de hacer el gran maestre.

Don Juan habló en secreto algunas palabras con aquella muger, que parecia enviada por la Providencia, y al punto se retiró adonde le esperaban sus tropas.

Jimena desapareció en el acto con el sangriento despojo que acababan de arrojar desde la infiel Lisboa, y las tropas castellanas empezaron desde este dia á retirarse unas á Santaren, y otras á Sevilla con el rey.

Capítulo XII
De la conversion que tuvo lugar en el alcázar de Gijon.

Tiempo es ya de que nos ocupemos de la hermosa Abigail, de quien no hemos vuelto á hablar desde la terrible noche en que fué decapitado su padre. A la verdad, inspiráronnos tan grande interés los infortunios de la reina doña Leonor que preferimos narrar sus desgracias, á ocuparnos de ningun otro personage de los que, siendo contemporáneos del rey don Juan de Castilla, se hicieron de algun modo célebres en el gran teatro del mundo. Vamos, pues, ahora á decir algo de la bella judía, sin interrumpir por esto la verídica relacion de los graves acontecimientos que, tanto en Castilla como en

Portugal, se verificaron durante el corto reinado de aquel soberano.

El perdon que el hijo de don Enrique concedió á su hermano despues de la rendicion de Gijon fué tan completo, que no se limitó á perdonarle la vida, sino que concediéndole la libertad, mandó tambien que se le restituyesen sus muchos heredamientos y lugares, ocupados, á escepcion del alcázar de aquella villa, por las tropas del Adelantado de Galicia.

Semejante determinacion fué en estremo con raria y perjudicial á la hija de Joseph Pico; porque entregada por los correligionarios de su padre á un lascivo príncipe que se proponia abusar de sus gracias y hermosura, el crímen perpetrado en Burgos en las altas horas de aquella noche de que ya tienen noticia nuestros lectores, quedó por entonces oculto. De este modo don Juan, que siempre habia amado la justicia, contribuyó sin querer á la desgracia de la encantadora Abigail.

Cuando esta huérfana fué arrancada de la casa paterna, no era ciertamente la lascivia el vicio que mas dominaba en el corazon del perverso conde. Pero Ruiz Sarmiento avanzaba entonces rápidamente con sus tropas para reducir á la obediencia á los revoltosos; y el bastardo, que le sobraban motivos para temer al primer mariscal de Castilla, solo trataba de fortificarse en su villa de Gijon. Es cierto que miró a la jóven con ojos lascivos, y que enamorado de su hermosura agradeció á sus partidarios el presente que le hacian; pero el haberle llegado al poco tiempo la noticia de la aproximacion de las tropas de su hermano, y el haber comenzado un poco despues el cerco de que hemos hablado en el libro primero de esta historia, fué la causa de que respetase por entonces las lágrimas de la afligida doncella.

Sin embargo, el asedio de Gijon se prolongaba demasiado, y nuestros lectores saben ya que el bastardo estuvo á punto de arrancar la victoria á sus enemigos. Mientras tanto, la hija de Joseph Pico lloraba la muerte de su padre, y los males que presentia entregada á un hombre que despreciaba todas las leyes y conculcaba todos los respetos. Al principio del cerco, ínterin que el ariete descargaba con furioso ímpetu sus golpes sobre las murallas de la villa, el honor de Abigail estuvo resguardado, sin que su fiero opresor tratase de otra cosa mas que de rechazar las tropas del Adelantado, que amenazaban apoderarse del castillo con sus repetidos asaltos. Mas despues que se disminuyó el temor de los cercados, y que la esperanza volvió á renacer en sus corazones, empezó una verdadera lucha para la bella judía. El conde don Alfonso no habia olvidado las gracias de la jóven que en su alcázar tenia prisionera, y abrasándose en el impuro amor que devoraba sus entrañas, habia solicitado sus favores. Unas veces el ruego; otras las amenazas; discursos que ocultaban la maldad de un corazon emponzoñado; promesas seductoras, y cuanto, en fin, puede inventar la mas refinada malicia, todo se puso en juego para pervertir la inocencia de la desventurada Abigail.

Tal vez el triunfo del perverso príncipe hubiera sido completo sobre su víctima, si cuando estaba á punto de conseguirlo, el Adelantado no se hubiera interpuesto con su victoria. Pero este insigne militar, respetando á su prisionero mas de lo que debia, le concedió antes de conducirle á Burgos la facultad de que arreglase todos los negocios de su casa.

Aprovechándose el bastardo de esta concesion, encomendó el cuidado de cuanto le pertenecia á su criado Amós, á quien nombrára al tiempo de rebelarse su despensero mayor, que era una de las principales dignidades de los palacios de los reyes de aquella época.

Bien se deja conocer que el nuevo dignatario trataria de corresponder á la confianza que en él se acababa de depositar; y al mismo tiempo que se despedia del conde y le deseaba que cuanto antes regresase a sus estados, la hija de Pico era encerrada en una de las torres mas altas del castillo, en que poco antes penetráran los soldados de Sarmiento.

Al verse la jóven cautiva en su nueva morada, derramó un diluvio de lágrimas, que en parte contribuyeron á desahogar su comprimido corazon. Derrama un poco despues sus llorosos ojos por aquellas húmedas y ennegrecidas paredes; examina las gruesas puertas de su prision, que, como si fueran construidas para custodiar grandes criminales, estaban cubiertas de robustas planchas de hierro; acércase á una espesa reja en forma de celosía, única que permitia entrar en aquella lóbrega mansion alguna luz; da algunos pasos por aquel frio pavimento, y al considerar toda su desventura, esclama poseida del mayor dolor:

-Oh! Dios santo, tremendo y justo! Por qué permites que en mí se cometa tamaña iniquidad? Qué culpas son las que tu justicia busca para castigar en nuestra perseguida nacion, que ni aun las vírgenes se ven libres de tus furores? No era bastante haber perdido á un padre á quien siempre amé, sino que juntamente con él me habíais de arrebatar la libertad, permitiendo que fuese entregada á un tirano? Dios terrible de las venganzas! Si tu poder, que en otra época libró á nuestros padres de la tiranía y esclavitud de Faraon, no viene á romper estos robustos muros, quién, Señor, será capaz de librarme de los inminentes peligros que me rodean?...

No pudiendo la bella judía resistir por mas tiempo al peso de su infortunio, dejóse caer sobre un taburete, que con otros muebles igualmente toscos habia preparados para su servicio en aquella lóbrega mansion; y dando curso nuevamente á sus lágrimas, se abandonó á la desesperacion y al dolor. Ella acababa de dirigir al Dios de sus padres una ferviente súplica; pero como su fé no era perfecta, nada esperaba del cielo.

Figurábasela que don Alfonso no tardaria en presentarse para obligarla con nuevos rigores á que accediese á sus deseos: temia por lo mismo la prolongacion de sus tormentos; y lo que mas la afligia en medio de aquella penosa situacion, era la desconfianza de sí misma. Porque si el bastardo llegaba á fuerza de ardides á triunfar de su inocencia, cómo sería digna del amor de Ramiro, cuya memoria jamás habia olvidado? Esta desconfianza tan justa la hacia algunas veces prorumpir en amargas quejas; pero otras, fortificada por el amor que profesaba al hijo de Men Rodriguez de Sanabria, juraba en su corazon un eterno odio al principe que la tenia encarcelada. En tal estado, oye pasos como de una persona que se acerca al lugar en donde se encuentra; y creyendo ver realizados todos sus temores, póstrase de rodillas, y cubriendo con ambas manos su hermosísimo rostro, esclama:

-Vos, Señor, que librásteis á Judit del amor impuro del soberbio Holofernes, librad tambien á la hija de Joseph Pico de la maldad de sus opresores.

Apenas concluyó de pronunciar estas palabras, fija sus ojos en el cielo, y se sorprende ante la hermosa figura de una muger que ve junto á sí. Era alta, de airoso talle y de semblante apacible. Su trage, que era de terciopelo azul recamado de oro, y el blanquísimo tocado que ocultaba su rubia cabellera, demostraban su distinguido nacimiento.

-Nada temais de mí, dice con una voz estremadamente agradable; yo vengo á consolaros.

-Quién sois vos? pregunta la afligida Abigail.

-La desventurada esposa del conde de Gijon...

-Desventurada, decís!...

-Sí, respondió la señora, atrévome á decir que tanto como vos.

-Sin embargo, replicó tristemente la judía, me habeis dicho que veníais á consolarme; y mal podeis hacerlo cuando...

-De otros consuelos os hablo, la interrumpió doña Isabel, que así se llamaba la condesa. Es cierto que no podré restituiros la libertad para que huyais de este lugar de abominacion; pero podré cuando menos acompañaros en vuestra amarga esclavitud. Aun cuando gimo como vos encarcelada, tengo libertad para recorrer todas las estancias de la torre; y habiendo sabido esta mañana que acababais de ser trasladada á ella, he venido al instante á visitaros. Hasta ahora no me fué posible hacerlo; porque aun cuando soy hija de un rey y esposa de un príncipe, que no ha mucho tiempo pretendió la corona de Castilla, no me es dado penetrar en las habitaciones que al conde sirven de morada, y en las cuales he sabido que os han tenido mucho tiempo.

-Sí, se apresuró á decir Abigail; pero siempre resistiendo á su amor.

-Lo sé todo, y por esto sois cada vez mas digna de mi admiracion y respeto. Vuestra virtud es bien rara en las personas de nuestro sexo; porque aparte de que el conde de Gijon es un príncipe apuesto y rico, los medios que emplea para hacerse amar de las mugeres, pocas veces se pueden resistir. El rigor con que empieza á trataros, tal vez no sea mas que el preludio de otros mayores... Infeliz de mí! Yo que tanto me esforcé por merecer su amor, no obtuve hasta ahora mas que desprecios, ínterin que él recurre al crímen para satisfacer sus innobles pasiones!...

-Segun eso, señora, vos le amais!

-Sí, respondió tristemente la princesa; pero ya he perdido la esperanza de que él me ame.

-Es muy estraño, siendo vos tan buena y tan hermosa.

-Sí á mi bondad y hermosura, repuso la señora sonriéndose, reuniese una corona, entonces me amaria; pero no habiéndome dado mi padre mas que algunas joyas, cuyo valor nunca es capaz de satisfacer su ambicion, tengo que conformarme con la suerte que algun hado adverso me deparó á su lado.

-Tan ambicioso es!...

-Es uno de los vicios que mas le dominan.

Abigail suspiró profundamente acordándose de los tesoros de su padre; porque con ellos, en el caso que no hubiesen desaparecido, podría comprar su libertad; pero despues que las penas que la afligian se aumentaron con el recuerdo de la pérdida total de su fortuna, dijo á su interlocutora:

-Habéisme dicho, señora, que sois hija de un rey; y en verdad que no sé cómo vuestro padre no trata de remediar los males que padeceis.

-Mi padre ignora, respondió la princesa entre lágrimas y suspiros, los malos tratamientos de que soy objeto; y ademas, las enfermedades que le arrastran al sepulcro, le han despojado de aquella actividad y energía de que tantas pruebas dió en los primeros dias de su reinado. Pronto Portugal llorará su pérdida; pronto tambien vérase su trono terriblemente disputado; y entonces ¡ay! nadie se acordará de su desventurada hija.

Hubo algunos momentos de silencio, que interrumpió Abigail para preguntar á su interlocutora:

-Supuesto que el vicio que mas domina en el corazon del conde es la ambicion, podré abrigar la esperanza de que cansado de mi resistencia me deje marchar adonde fuere mi voluntad?

-Por desgracia no es sola la sed de riquezas la pasion que le esclaviza: tambien el fuego concupiscible suele abrasar su corazon; y si vos sois la víctima que ha elegido para satisfacer sus innobles apetitos, nada tendria de estraño que, en el caso de no querer acceder á ellos, permaneciérais aquí mucho tiempo encerrada.

-Es decir que ya no hay para mí ninguna esperanza! añadió tristemente la judía.

-No diré tanto; pero sí puedo aseguraros que os esperan nuevos dias de prueba.

-Infeliz de mí! esclamó la hija de Joseph Pico al oir estas palabras: y podré resistirlas?

-Eso pende de vuestra virtud. Si luchais sin dejaros vencer de los halagos de don Alfonso, si despreciais sus amenazas, y si os resolveis á dejar los errores en que habeis nacido, la torre de Gijon en que os encontrais encerrada, será como una nave que os conduzca á la patria celestial.

La encarcelada, al oir esta indicacion hecha de exprofeso para que se dispusiese á oir las pruebas mas convincentes de la verdad del cristianismo, bajó la cabeza y permaneció en esta postura largo rato, sin pronunciar una sola palabra. Mas despues, como si volviese de un profundo sueño:

-Tambien él, dijo, me aconsejaba que me hiciese cristiana!... Ah! Si no hubiera ocurrido nuestra triste separacion, si los verdugos de mi padre no me hubieran arrancado de su lado, tal vez ahora no profesaria la ley de Moisés, y sería discípula de Jesucristo!... Dios de los cristianos, añadió despues de una breve pausa, y cayendo de rodillas sobre aquel frio pavimento, si es cierto que te humanaste por los hombres, y que los trabajos y dispersion en que gime la tribu de Judá, es en castigo de no haberte recibido por el Mesías que esperaban nuestros padres, muéstrate, Señor, á la mas desgraciada de aquella odiada nacion, y líbrala del poder y asechanzas de sus enemigos...

-Recibid el Bautismo, la dijo la esposa de don Alfonso queriendo aprovecharse de tan felices disposiciones.

-Muger celestial! respondió enternecida la judía; y quién podrá administrarme ese sacramento, de cuyas escelencias tanto me habló Ramiro?

-Vos misma, respondió como inspirada la condesa; escuchadme: el divino Autor de nuestra religion, cuando instituyó el sacramento del Bautismo, quiso que causase en el alma del que le recibe, el mismo efecto que sígnifica. Veis que el sacerdote derrama cristalina agua sobre la cabeza del bautizado al mismo tiempo que invoca á la Beatísima Trinidad? Pues entonces Jesucristo, que es la fuente de que proceden todas las gracias, comunica las suyas por medio de aquel sacramento al que le recibe, y de esclavo de Satanás, pasa inmediatamente á ser hijo de Dios y heredero de su reino. Su poder sin límites, que con sola su palabra ha formado el universo, ha querido, obrando esta y otras innumerables maravillas, salvar al hombre, desterrado por la culpa del primer padre, del Paraiso. Pero hé aqui, que encontrándoos encerrada en esta prision sin que en ella pueda penetrar ningun sacerdote que os administre el Bautismo, parece que si llega á sorprenderos la muerte, morireis en desgracia del Redentor; mas no es así. Desead con vivas ansias ser regenerada por las salutíferas aguas del sacramento de que os hablo, y os salvareis sin que ningun poder humano sea capaz de estorbarlo.

-Pues yo deseo vivamente ser cristiana y bautizarme, respondió Abigail admirada de oir hablar cosas tan elevadas á su catequista.

-De veras? preguntó esta enagenada de puro gozo.

-De todo corazon, respondió con voluntad firme la hija del tesorero. En los misterios de la fé que acabo de abrazar, me impuso detenidamente mi amante, y ahora vos, á quien me deparó el cielo para mi consuelo, habeis venido á concluir la obra que él habia empezado. Feliz yo si imito vuestras virtudes, y si algun dia puedo recibir de todas veras el sacramento que deseo!

Doña Isabel abrazó entonces á la neófita; y prometiendo que volveria muy pronto á verla, se retiró á su habitacion, que estaba en la misma torre.

Capítulo XIII
Del rudo golpe que por entonces descargó la adversidad sobre nuestra patria.

No se desanimó el rey de Castilla por las pérdidas que su ejército acababa de esperimentar en Portugal. Desde Sevilla, en donde se encontraba, ordenó la formacion de un campo respetable y de una formidable armada, que en breve debia de contener los ímpetus de los portugueses, y de refrenar su estremada audacia.

Tal era el objeto de esta atrevida empresa, cuyo éxito no podia ser dudoso, si al número y valor de nuestros soldados acompañase la pericia de sus gefes. Mas por desgracia, la peste que se desarrollára en las filas del ejército de Castilla durante el cerco de Lisboa, habia arrebatado á todos los capitanes que con seguridad podian conducirle á la victoria. Séanos licito con este motivo defender á nuestro héroe, por si alguno tratase de amancillar su memoria, á causa de los reveses que en su corto reinado sufrieron nuestras armas. Es cierto que él trataba de conquistar una nacion que, en atencion á tratados anteriores, le pertenecia con mucha justicia; pero tambien lo es que tenia que luchar con un pais que se levantaba en masa para repeler las agresiones del nuestro, y que odiaba á par de muerte la dominacion castellana. Tampoco se puede negar el desesperado valor de que los portugueses hicieron uso para defender su independencia, y los auxilios que recibian de la Inglaterra, formidable nacion, que ya entonces se oponia á los progresos de la nuestra. Y si á esto añadimos, que los enemigos defendian su propia casa, y que el rey don Juan tenia ademas que atender á los sarracenos, que aun dominaban una buena parte de las provincias del mediodia de España, y que el rey de Aragon no estaba en las mejores relaciones con el nuestro, nos sobrará motivo para decir que el augusto hijo de don Enrique, hizo mas para cumplir la mision y los compromisos que contrajo cuando subió al trono, que cuanto se podia esperar de un príncipe tan jóven, y á quien rodeaban circunstancias tan insuperables.

Ahora, volviendo al asunto principal, hablaremos de la desastrosa campaña del año de 1485, emprendida por don Juan de Castilla para vengar y engrandecer á su patria.

Mientras que este príncipe convalecia de una grave enfermedad que puso en inminente riesgo su vida, el arzobispo de Toledo don Pedro Tenorio, recorria con suceso vario la mayor parte de las tierras de Portugal. La gente que capitaneaba, deseosa de pagar el mal hospedage que á la nuestra dieran los portugueses en el año pasado, talaba los campos é incendiaba sin piedad las alquerías.

El rey, despues de dejar en Avila con noble acompañamiento á la reina doña Beatriz, llegó á Ciudad-Rodrigo, que era el punto en que se reunia el ejército invasor; y los portugueses, que presentian el rudo golpe que se iba á descargar sobre ellos, no se descuidaban mientras estas cosas pasaban en Castilla. El número de los descontentos se aumentaba diariamente; y los pueblos que se encontraban en la comarca de entre Duero y Miño, parte obligados por la fuerza, y parte arrastrados por el mal ejemplo, reconocieron por rey al maestre de Avis.

Tanta satisfaccion y alegría para este personage y sus parciales, fué turbada por la aparicion de la armada castellana en las aguas de Lisboa. Desde este instante las naves de Castilla quedaron por señoras del mar, y las portuguesas, que observaron sus puertos bloqueados, no se atrevieron á oponerse á sus progresos.

Agitábase, ínterin esto pasaba en los mares de la nacion vecina, una grave cuestion en el cuartel real de Ciudad-Rodrigo. El rey habia sometido á la aprobacion de su consejo el plan que convenia seguir en la próxima campaña. Los mas esperimentados que lo componían, pero que por desgracia eran muy pocos, opinaban porque á los enemigos se les diese una tala general; que se estableciesen guarniciones en muchos puntos á la vez para diseminar sus fuerzas, y que se evitase cuidadosamente toda batalla, hasta que se hubiesen disminuido los ímpetus de los contrarios. Añadían que este sistema era el mas á propósito para hacer comprender á los portugueses sus deberes, y que así vendrian á someterse al imperio de Castilla.

Los que diferian de este parecer, eran todos oficiales jóvenes, gente que sin haberse jamás batido, solo consultaban al espíritu y vana presuncion de que estaban aminados. Decian para destruir la opinion contraria, que el enemigo era despreciable, y su ejército, que carecía de valor é instruccion, compuesto de gente allegadiza é indisciplinada. Que si se les daba tiempo, no solo era de temer que se organizasen mientras tanto, sino que Castilla perderia su gran reputacion de valiente y guerrera, tratando con tantos miramientos á unos enemigos, en nada comparables á otros mucho mayores que habia vencido. En fin, dijeron tantas y tales cosas, que seducido el jóven príncipe por el brillante aparato de sus palabras, acogió y mandó seguir su dictámen.

En vano quiso oponerse a él aquel noble borgoñon, aquel esforzado Juan de Ria, de quien se acordarán nuestros lectores. Encontrábase casi solo en el consejo, y si á su lado al menos se hallase el denodado mariscal de Castilla, á quien la parca fiera cortara sus dias en el malhadado cerco de Lisboa; si tambien su voto fuese apoyado por las autorizadas palabras del no menos prudente y valeroso don Juan Ramírez de Arellano, que acababa de sucumbir en Córdoba, algo podia conseguir en bien de la causa que con tanto desinterés habia abrazado. Pero sus razones perdiéronse entre las voces de sus contrarios, sin que pudiesen llegar, cual él deseaba, á los oidos del rey.

De todos modos, él y cuantos eran de su dictámen entraron con el ejército en Portugal, y en el asalto de Cillorico, plaza que rindieron por tenerse por el maestre de Avis, lucieron su deber como buenos y leales.

Despues de este triunfo que llenó de orgullo á los inespertos capitanes de quienes acabamos de hablar, avanzaron los castellanos hasta una pequeña aldea llainada Tomár, tan célebre desde aquella época por la batalla que al poco tiempo se díó entre nuestros soldados y los de la nacion vecina.

Ocupaban aquellos una llanura descubierta por todas partes, y los enemigos una elevada posicion rodeada por todos lados de espantosos precipicios.

Antes de llegar á las manos, aun quiso el embajador de Francia evitar á nuestras tropas la derrota que presentía, y aprovechándose de la ocasion que le dieron algunos preguntándole en aquel crítico momento cuál era su parecer, habló á todos de esta manera:

«Holgaria de no manifestar mi opinion entre vosotros, porque al huésped y estrangero cual yo soy, mejor le está el oir el parecer ageno, que hablar; pero obedeciendo vuestras órdenes, diré con franqueza cuanto siento en este caso, pidiendo antes perdon á los que me escucharen, si de algun modo, aunque sea contra mi voluntad, los ofendiere. Mi edad avanzada, libre ya de toda sospecha de altivez y liviandad, me ha enseñado cosas que nunca ignoran los grandes capitanes. Héla gastado en todas las guerras de Francia; y allí aprendí por esperiencia el grave yerro que se comete cuando no se ordena como es debido el ejército para la batalla. Porque de saber elegir el tiempo y el lugar, disponer la gente con orden y concierto, y fortificarla con competente socorro, pende muchas veces el porvenir de una gran nacion. Mas vitorias han ganado el ardid y maña, que no las fuerzas. Por lo mismo, señores, volved vuestros ojos á nuestros enemigos, y aunque algunos han querido probar antes de ahora que eran de ningun valor, estan bien pertrechados y nos aventajan en el puesto. Si los acometemos, los cuernos de nuestro ejército serán de ningun provecho, porque el frente que ellos nos presentan es muy escaso, mientras el nuestro les proporciona la ventaja de no desperdiciar ni un solo golpe. Ya es tarde y poco queda del dea. Si salimos vencedores, lo que dudo mucho, no podremos aprovecharnos de la victoria; y si vencidos, pereceremos á manos de un enemigo que sabe todas las encrucijadas y senderos. Nuestros soldados estan cansados del camino, de estar tanto tiempo en pié, del peso de las armas, y lo que es mas que todo, estenuados por no haber comido por estar los reales tan lejos. Por lo mismo, mi parecer es que sigamos la conducta de nuestros enemigos: si nos acometieren, pelearemos en campo abierto; si no se atievieren, venida la noche, los nuestros se repararán de comida, mientras que los contrarios, por no traer provisiones mas que para el presente dia, abandonarán por necesidad la formidable posicion que ahora les sirve de guarida. Yo preparado estoy para todo, cualquiera que sea el acuerdo que se tome; pero si no se pone freno á la osadía de algunos, Dios quiera que mi corazon, me engañe, témome que nuestra perdicion y afrenta sea tan segura, que jamás de nuestra memoria se borre.»

Al rey parecióle bien este razonamiento; pero algunos, señores mozos que lo acompañaban, tan orgullosos como inespertos, despreciaron las advertencias del anciano, y sin esperar siquiera á que tocasen al arma, arremetieron al enemigo con gran corage y denuedo. Los demas que vieron empezada de este modo la batalla, corrieron en desorden por no desamparar á sus compañeros en el peligro, y dentro de algunos instantes, ya habian pagado con las vidas los temerarios, que tan mal juzgáran de un enemigo tan implacable como precavido.

Sin embargo, no fué sola su sangre la que corrió á torrentes por aquellas asperezas: tambien la enemiga enrojeció á su vez los altos de Tomár y Aljubarrota; y si la formidable posicion que ocupaban los portugueses los favorecia, el arrojo y estremado valor de los castellanos estuvo á punto de arrancarles la victoria. El rey don Juan, á pesar de su poca salud, se adelantó para animar á los suyos; y á su vista retroceden espantados los enemigos que estaban en primera línea.

«A do vais, soldados? grita entonces el maestre de Avis presentándose con fuerzas que para este caso tenia preparadas. Aquí está el rey y no huye. Por demas es el intentarlo, pues los enemigos os tienen tomadas las espaldas. Toda esperanza que no cifreis en vuestro valor y en las espadas, es vana. Habeis olvidado que peleais por vuestra patria, por vuestra libertad y por vuestras mujeres? No temais al valor de los castellanos, porque este quedó sepultado con la peste el año pasado. Si no podeis resistir á los primeros ímpetus de esos bisoños que solo traen armas y pertrechos que dejaros, acordaos de la suerte infeliz que os espera.»

Volvieron sobre sí los que huían animados con estas razones. Acudieron nuevamente á sus banderas y á ponerse en orden, y dentro de algunos instantes volvióse á encarnizar la batalla. El corage era igual por ambas partes; igual el odio que se profesaban; mas por desgracia, las ventajas del terreno y las que en su discurso habia indicado el prudente horgoñon, estaban por los portugueses. Los principales capitanes del ejército cayeron como buenos en presencia de su rey, y cuando este príncipe infortunado vió acuchillado su ejército, cuando presenció la total dispersion de sus aguerridos escuadrones, y cuando conoció el inminente riesgo que corria si continuaba por mas tiempo en aquel campo en que la muerte imperaba, montó en uno de sus mejores caballos, y favorecido por las sombras, que se adelantaban á aumentar los horrores de tan funesto dia, huyó en direccion de Santaren. Así se salvaron las esperanzas y el porvenir de Castilla, porque de otro modo España, que jamás tuvo la desgracia que ninguno de sus reyes cayese prisionero de nacion estrangera, y sí la gloria de haber aprisionado á algunos de los mas famosos, hubiera pasado por la humillacion de ver prisionero de los portugueses a uno de sus coronados príncipes.

Murieron en esta batalla, entre otros personages de la primera nobleza, don Pedro de Aragon; don Juan, hijo de don Tello, don Fernando, hijo de don Sancho, ambos primos hermanos del rey; Diego Manrique, Adelantado de Castilla; el mariscal Carrillo; Juan de Tovar, almirante del mar, que en lugar de su padre le acababan de dar aquel cargo, y dos hermanos de Nuño Alvarez Pereira, que seguian el partido de Castilla. Murió tambien en esta sangrienta funcion el nobilísimo Juan de Ria, cuya pérdida lloraron con verdaderas lágrimas cuantos sobrevivieron á los grandes desastres que él mismo habia presentido. Y por último, diez mil de nuestros esforzados soldados, que cambiaron su vida por una muerte gloriosa.

Tampoco los portugueses pueden gloriarse de haber triunfado á poca costa. Su ejército sufrió inmensas pérdidas; y una prueba de que sus escuadrones quedaron horriblemente mermados, a pesar de la poca fortuna de los nuestros, es que luego que concluyó la batalla, no se atrevieron á perseguir á los que se acogian al escuadron del maestre de Alcántara, que habia quedado de respeto.

Capítulo XIV
En el cual se habla de muchas cosas que es conveniente que lea el lector de esta verídica historia.

Pronto se difundió por Castilla la triste nueva de la derrota de su ejército en los altos de Aljubarrota y Tomár. Como es de suponer, entristeciéronse todos aquellos que se interesaban por la prosperidad de su patria; pero los que sus mezquinos intereses les inspiraban ideas menos generosas, alegráronse creyendo que ya habia llegado el deseado momento de su triunfo. Afortunadamente el número de los descontentos y traidores era muy escaso; y el que de estos se alegraba por las desgracias de la madre patria, veíase en la necesidad de ahogar en su pecho su culpable alegría. Solo en Gijon, en donde se encontraba don Alfonso, la libertad para celebrar los triunfos del maestre de Avis, era completa. Allí el gozo, mezclado con los mas abominables vicios que dominaban en aquella pequeña corte, tenia embargados los ánimos de los que la componian, y mientras tanto el turbulento conde aun soñaba con la corona que en otra época habia pretendido.

-Amós, decia á su confidente tá los pocos momentos de haberse divulgado las tristes noticias de que hablamos en el anterior capítulo, mis negocios van á las mil maravillas: mi hermano ha sido derrotado en Portugal, y mi amigo el gran maestre sabrá aprovecharse de triunfo tan señalado. Esta vez es seguro el de mi causa; porque aunque entre aquel príncipe y el duque de Alencastre se repartan algunas plazas, a mí me dejarán las principales provincias con el título de rey. Jamás mi esperanza ha sido tan grande como ahora. En los intereses del nuevo rey de Portugal entra el sentarme inmediatamente en el trono de Castilla; porque de lo contrario, don Juan no descansará hasta vengar su reciente afrenta. Paréceme que ya voy marchando para Burgos, y que allí soy proclamado: figuráseme que ya veo humillados y abatidos á todos mis enemigos; y mi impaciencia por ver realizados todos mis proyectos es tan grande, que casi estoy intentado de marchar con mi pequeño ejército á aquella ciudad.

-Pero, señor, repuso Amós, ha sido tan grande la derrota de las tropas castellanas, y tan completo el triunfo del nuevo rey, que no podamos temer lo que se verificó otras veces? Castilla es una nacion que no se parece á ninguna. Del esceso mismo de sus males saca recursos para anonadar á sus enemigos...

-Déjate ahora de manifestar tu necia desconfianza, lo interrumpió el conde; dudas de que en Aljubarrota han quedado mordiendo el polvo mas de diez mil castellanos, y entre ellos los principales gefes del ejército?

-Sí; ya sé que allí murió don Pedro de Aragon, don Juan y don Fernando.

-Y Diego Manrique, añadió con presteza don Alfonso, y el mariscal de Castilla, y Juan de Tovar, y el conde de Ledesma, y...

-No, le interrumpió Amós; el conde de Ledesma, perdóneme vuesa merced, porque ya murió hace muchos años en el castillo de Montiel.

-Vaya, no seas terco, repuso don Alfonso; que yo he visto una relacion de esa funcion de Aljubarrota, Y entre los muertos aparece el conde de Ledesma.

-Pues esa relacion, replicó el despensero, está equivocada. Tambien yo he visto una especie de crónica que anda por ahí del rey don Juan el primero de Castilla, en la cual se habla, como si estuviese vivo, de ese mismo conde de Ledesma; y sin embargo, nada hay mas cierto que murió de resultas de las heridas que en el castillo de Montiel recibió de mano del mismo rey don Pedro.

-Pues sea lo que quiera, replicó con enfado don Alfonso; no disputes mas sobre una cosa que no viene al caso. Tú dime francamente, si ahora mas que nunca no tenemos motivos para esperar que saldremos completamente airosos de la empresa que hemos acometido.

-Con tal que el gran maestre, respondió Amós con socarronería, no se quede por allá descansando sobre sus laureles...

-No creas tal, repuso el bastardo; háme prometido que invadiria la Castilla tan pronto como le fuese posible hacerlo, y estoy firmemente persuadido que cumplirá su palabra.

-Siendo así, dijo sonriéndose el judío, no dudo asegurar, que el que ahora es despensero mayor de un conde, presto lo será de un rey.

-Sí, lo serás, respondió don Alfonso; pero es preciso que no seas tan desconfiado.

-Perdóneme vuesa merced, repuso Amós, porque como las dos tentativas anteriores nos han salido tan mal, nada tiene de estraño que ahora no sea tan crédulo como antes. Y en verdad que si pronto no veo á vuestra merced en el trono, voy á tomar una resolucion que así que la sepa le llenará de admiracion. Al fin ya está uno cansado de esta vida de aventuras; y cuando un hombre como yo ha cumplido los cuarenta y cuatro años de su edad, necesita fijar su suerte.

-Qué dices, Amós? le preguntó el bastardo: nunca te he oido hablar con tanta seriedad.

-Con tanto juicio, debió añadir su merced, repuso el despensero con desconocida formalidad.

-Pues sepamos, dijo nuevamente el conde, cómo vas á fijar tu suerte.

-Si vuesa merced no sube al trono de Castilla como he dicho antes, y si se ve precisado á abandonar otra vez sus estados de Gijon, vóime á encerrar en el monasterio de San Yuste para concluir en él tranquilamente mis dias. Qué, se burla vuesa merced? preguntó entonces á su amo al ver que este le habia interrumpido con una estrepitosa carcajada.

-Calla hombre, respondió don Alfonso; de tí no me burlo, sino de tus estravagancias y de la impropiedad de tu lenguaje. Meterse fraile un judío, y convertir un monte en un santo, eso solo estaba reservado para mi despensero. Vaya, que tendria que ver un hombre, que aunque ha nacido en la religion judáica, ni esta ni ninguna otra profesa, viniese, despues de haber dado su carne al diablo, á ofrecer sus huesos á Dios!... Y esto, en dónde? En el monasterio de San Yuste... Veo, Amós, continuó el conde zumbándose, que tienes un poder que yo desconocia: hacer de los montes santos, ni el Papa ni rey alguno han llegado jamás á conseguirlo...

-Pues qué, preguntó admirado el judío, no existe un San Yuste en Castilla la Vieja?

-No, respondió el bastardo secamente: allí solo hay un monasterio en un monte muy empinado, que se llama de Yuste sin aditamento alguno.

-Pues yo creía...

-Tú creerás muchas cosas, dijo prontamente el conde sin dejar acabar la oracion á su criado.

-Pero, señor, repuso este, si á los franceses les he oido varias veces referir las aventuras de un caballero denominado de San Yuste, las que suponen ocurridas en ese mismo monasterio de que hablamos, no tendré yo razon, ó cuando menos disculpa?

-Qué quieres que te diga, Amós, respondió el conde de Gijon encogiéndose de hombros: si á los franceses por ignorar muchas cosas que debian saber les place convertir nuestros montes en santos, podremos nosotros quejarnos que su envidia llegue hasta el estremo de convertir á los españoles en africanos?

-Bien veo que no, contestó el futuro despensero del rey de Castilla. Pues entonces, guárdate de imitar en nada á los que, desconociendo nuestro carácter y costumbres, solo hablan de nosotros para ridiculizarnos. Olvida tambien tu nueva pretension de entrar en el claustro, porque antes tendrias que bautizarte, y hablando francamente, el estado eclesiástico no es para ti. Sabes por qué? Porque al santuario no han de llevarse las reliquias de un corazon corrompido.

-Corriente, señor, corriente, dijo Amós al oir estas últimas palabras. Jamás hablaré á vuesa merced mas que de la guerra y de las mugeres.

-Oh! Es conversacion muy grata para mí, repuso el conde; pero mientras no salgamos de la empresa en que estamos metidos, no me hables de amores.

-Tampoco de Abigail? preguntó el criado maliciosamente.

-Y qué dice esa pobre muger? dijo don Alfonso como si el nombre de la infeliz que se acababa de nombrar renovase en su corazon remordimientos antiguos. Hace ya tantos dias que por complacerla no la he visto!..

-Pues yo ayer mismo, repuso el confidente; y por mas señas que cada vez la encuentro mas firme. No hace mas que suspirar y gemir; y segun veo, aunque aumentemos nuestros rigores, mientras doña Isabel continúe á su lado, no conseguiremos que ame á su merced. Yo no sé qué diablos traerán entre manos, porque cuando ayer entré en la torre, las sorprendí en amigable conversacion. «No sé qué fuerza superior me asiste, decia Abigail en voz bastante baja, pero que yo pude percibir, desde que formé tan santa resolucion. Paréceme que á nadie temo, y como vos dijísteis muy bien, esta torre la considero como una nave que me conduce á la celestial Jerusalen.» Mas en cuanto yo me presenté, como si hubieran visto al demonio, enmudecieron y se separaron.

-Eso quiere decir, dijo don Alfonso, que la hija de Joseph Pico es ya cristiana.

-De fijo lo es, respondió el infame carcelero; y ahora caigo en que solo la condesa es la autora de semejante conversion.

-Conviene separarlas, repuso el conde.

-Al instante, volvió á decir el despensero; y si no accede á vuestros deseos despues de emplear las promesas y amenazas, hay que conseguir por la fuerza lo que nos niega su voluntad.

-De ninguna manera, replicó seriamente el bastardo, cuyo corazon no debia de estar tan corrompido como el del hebreo: de una muger como Abigail solo quiero ser amado; aborrecido, nunca... Confiésote, Amós, continuó don Alfonso, que su virtud me desarma. Jamás he conocido el ascendiente del virtuoso sobre el culpable, hasta el instante mismo en que por primera vez me postré á los pies de la hermosa judía, manifestándola mi amor y suplicándola que me correspondiese con el suyo. Qué dignidad noté entonces en todas sus acciones y palabras! Con qué dulzura tan persuasiva me manifestaba el cumplimiento de mis deberes! Con qué palabras tan tiernas me aconsejaba que amase á doña Isabel y me uniese con ella! Y por último, con qué lágrimas, que brotaban de sus hermosos ojos, me suplicaba que la restituyese su libertad! En vano la dije que yo no podria vivir separado de ella; en vano tambien la manifesté la llama que ardia en mi pecho, y los motivos que yo tenia para no amar á una muger, en cuyo enlace mas parte habia tenido la política que el amor; porque postrándose de rodillas y elevando al cielo sus ojos y sus manos, permanecia absorta en altísima contemplacion. Yo no encontraba entonces imágenes con quien compararla. Tan pronto se me figuraba un príncipe de la milicia angélica que despues de atravesar los espacios penetra en el empíreo, como una generosa águila que, remontando su vuelo, se ausenta por largo tiempo del desierto en que ha vivido. Ya la comparaba á la sutil materia que se eleva en vapores para adornar la atmósfera que rodea la tierra, como al tierno pequeñuelo que en el regazo de su madre duerme el sueño de la inocencia. En fin, yo admiraba en aquella muger una cosa divina, que en vano tratarán de esplicar mis groseros sentidos, pero que mi espíritu demasiado comprendia. Avergonzado, pues, á vista de tanta virtud, salí de aquella estancia estraordinariamente conmovido. Juré amar á mi encantadora cautiva, pero tambien juré respetarla... Y animado con la esperanza de que algun dia corresponderá mi amor, no me decido á ponerla en libertad, por no esponerme á perderla.

-Oh! Estando vuesa merced tan enamorado, repuso el carcelero, sería esa la mayor desgracia.

-Sí, Amós, respondió el bastardo; créeme que para mi la sería.

-Sin embargo, replicó el despensero, no teniendo vuesa merced rival, no hay que temer semejante trabajo.

-Quién sabe! contestó el conde suspirando. Abigail es muy hermosa; y si hoy mismo saliese del alcázar de Gijori, no la faltarían adoradores que se prondasen de su hermosura. Confieso que solo el temor de perderla me hace tenerla encerrada, y que por la primera vez de mi vida rindo mis respetos á la virtud. Yo espero con semejante conducta que mi bella judía llegue á amarme algun dia; y por mas que me sea sensible, es necesario separar de su lado á doña Isabel, cuyos consejos solo pueden servir para alejar tan deseado momento.

-Es decir, dijo entonces Amós viendo tan enamorado á su señor, que desde ahora tengo que dedicarme á complacer á mi señora Abigail?

-Si, contestó el conde; te lo mando espresamente.

-Pues creo que su merced no tendrá ninguna queja de mí.

-Así lo espero, Amós, repuso el príncipe pareciéndole que ya habia hablado bastante de amores; como tambien que te prepares para ir á Portugal á felicitar al nuevo rey por sus victorias, y á recordarle sus palabras.

-Otra vez? preguntó el despensero, que por lo visto debia de estar cansado de viajar.

-Sí, otra vez, replicó secamente el conde. Quieres que si se retarda la invasion de los portugueses, nos veamos cercados por las tropas de mi hermano?

-Eso no, respondió el judío dando un paso hácia atrás. Por el Dios de Abraham juro á vuesa merced, que haré cualquier sacrificio por no tener que arreglar ningun negocio con el verdugo.

-Pues entonces...

-No, no, al instante, interrumpió el nuevo embajador: si es por eso, antes hoy que mañana. Solo me ocurre una duda, y es que mientras voy á Portugal, no podré estar al cuidado de Abigail.

-Estaré yo, contestó el bastardo, que conoció la intencion conque estas palabras fueron pronunciadas, y esto te basta.

-Siendo así, solo falta que me digais cuándo he de marchar.

-Mañana, dijo don Alfonso; porque hoy tengo que escribir la carta que de mi parte has de entregar á mi amigo el gran maestre.

-Pues mañana, repuso Amós al marcharse, vendré por ella, y á despedirme de vuesa merced.

Capítulo XV
De la estraña vision de que el rey don Juan de Castilla habló a sus cortesanos.

Sevilla, la opulenta ciudad del mediodia de España, recibió con verdaderas lágrimas al príncipe que, por inescrutables designios de la Providencia, acababa de ser vencido en los altos de Aljubarrota. Apenas la armada que lo conducia fué descubierta por los habitantes de aquella ciudad, cuando estos, dejando las faenas á que estaban entregados, corrieron presurosos para manifestar á su rey el vivo interés que le causaban sus desgracias. Todos se entristecieron al ver el luto de que iba cubierto, y las señales que notaron en su semblante del dolor que desgarraba su corazon. Y el augusto príncipe, que pasó para ir á su palacio por en medio de una multitud que respetuosamente le saludaba, ni un semblante vió que no estuviese cubierto de dolor y tristeza. Rodeáronle ya en su regia morada muchos grandes y prelados; y queriendo corresponder á las pruebas de afecto que le daban cosolándole en su desgracia, habló á todos de esta manera:

«Cuando menos motivo teniamos para esperarlo, hemos sido vencidos por nuestros enemigos los portugueses. No nos faltó valor ni soldados: faltónos Dios, que de este modo quiso castigar nuestras culpas y el despojo que contra razon permitimos de su santa casa de Guadalupe. Tiempo es ahora de llorar tan grave yerro, para que el castigo no pase adelante; no sea que por nuestros pecados trasmitamos á nuestros hijos un reino envilecido. Yo, á pesar de todo, otra esperanza me anima; porque aquel altísimo Dios que en su mano tiene todas las victorias, háme prometido mejores días para nuestra desconsolada patria. Sí, no lo dudeis, honrados patricios y venerables padres en el Señor; y para que cesen vuestras dudas y acrezca vuestra fé y admiracion, voy á referiros lo que despues de la sangrienta jornada de Aljubarrota tuvo lugar conmigo. Espesas tinieblas, como si fuesen un velo fúnebre que cubriese el campo de batalla en que quedaban tendidos tantos de nuestros hermanos, acababan de reemplazar á la luz de aquel funestísimo dia en qae nuestros enemigos nos arrancaron la victoria que por muy segura teniamos. Yo caminaba solo y desamparado, temiendo á cada paso caer en poder de los contrarios. El caballo que montaba era ligerísimo; mas á pesar de haber andado la mayor parte de la noche sin descansar ni un solo instante, aun no habia llegado á Santaren, adonde me dirigía. Llegué á sospechar que me habia estraviado, en medio de un pais desconocido y traidor; y mis sospechas en parte se confirmaron, cuando por la senda que seguia llegué á orillas de un caudaloso rio, en cuyas aguas poco faltó para que me arrojase mi caballo. Mantúveme entonces suspenso sin saber qué partido tomar, pero de allí á un largo rato, eché á andar siguiendo la corriente del río. Esta determinacion me salvó; porque despues de seguir por mucho tiempo todas las revueltas que en su curso hacian las aguas de aquel rio desconocido, encontré en una pradera circuida de robles y encinas seculares un humilde edificio, que me parecio la habitacion de un ermitaño. Apeéme inmediatamente, y empece, á llamar para adquirir noticias del parage en que me encontraba. Nadie me respondia; y mi impaciencia, que era tan grande, como mi temor, me hizo empujar la puerta, que no tardó en ceder á todas mis fuerzas empleadas para conseguirlo. Entré, y á la luz de una lámpara que pendia de un rústico techo, conocí que no me habia equivocado. La imágen del Redentor estaba incrustada en la pared de enfrente, y á mi derecha habia una puerta, que daba paso á una estrechísima celda, en que se veía el duro lecho de un austero solitario. Volví entonces á llamar; pero nadie contestó á mis voces. Un silencio parecido al que reina en los cementerios me rodeaba; pero mis temores anteriores habíanse en gran parte disminuido. Parecíame que el dolo y la traicion debian de estar desterrados de aquel lugar; y poseido de esta confianza, me decidí á esperar el dia. Salí por un momento de la ermita para atar mi caballo á uno de los muchos árboles que allí habia, y cuando volví á entrar, ya el lucero del alba acababa de presentarse en el cielo. Feliz esperanza! Él venia á anunciarme la luz de un claro y hermoso dia, en que iban á tener término todas mis angustias y zozobras. Mientras, pues, no amanecia, despojéme de la misma púrpura conque habia entrado en la batalla, y recliné mi cabeza sobre ella. Comencé entonces á reflexionar sobre la nada de las grandezas de la tierra. Hé aquí, me dije á mí mismo, á un rey de Castilla, antes tan poderoso, y ahora tendido sobre el desnudo suelo de una desconocida ermita. En dónde estan mis cortesanos? qué se hizo de mi ejército y de aquel considerable número de valientes que ayer me rodeaban, y parecian con su altivez capaces de destruir todos los poderes de este mundo? Ah! por desgracia nada de esto existe todo ha desaparecido en un solo dia; y si Dios no se mueve á misericordia, no sé cuál será el término de tantos trabajos. Conozco que estas ideas, no eran las mas á propósito para infundirme un sueño tranquilo y reposado; pero al poco tiempo comencé á soñar y dormir profundamente. Parecíame que en aquel mismo desierto en que me encontraba, era visitado por uno de esos varones llenos de virtud, que abandonando los placeres conque los brinda un mundo prostituido, huyen á ocultar su inocencia en los desiertos mas hórridos y espantosos. Su fisonomía era apacible; su mirar modesto y suave; sus acciones nobles, su voz argentífera; sus consejos llenos de sabiduría, y sus palabras de paz. Dióme muchos y muy sanos documentos: hablóme del mejor modo conque habia de regir á mis vasallos; y por último, dirigióme estas palabras, que derramaron un consolador bálsamo sobre mi lacerado corazon: duerme, infortunado monarca, y reposa tranquilo sobre ese sagrado pavimento. No temas ya por la suerte del pais á tí encomendado, ni que en tus manos se quiebre un cetro, cuyo poder algun dia se estenderá por los límites de un mundo ignorado. Uno de tus descendientes vengará tus derrotas; y este reino, que ahora huye de tu dominacion, formará parte de sus conquistas. Alborozado con tan feliz presagio, despierto en aquel mismo momento, y veo la ermita bañada de la luz del sol, que magestuosamente empezaba ya á elevarse por encima de las cúspides de los montes. Me levanto lleno de confianza, vuelvo á vestirme la púrpura, y á montar á caballo. Pero apenas me habria alejado de la ermita unos cincuenta pasos, cuando veo un personage que estaba sobre una colina á la orilla del rio de que os hablé antes. Fijo en él mi vista, y reconozco que es el mismo que me habia hablado durante el sueño. Pero mi admiracion se aumentó, cuando viéndole estender su brazo horizontalmente, me dijo: ese es el camino de Santaren; porque no solo su figura era la misma, sino que hasta su voz era igual en un todo á la del personage que me habló del gran porvenir que espera á nuestra patria. Al poco tiempo entré en la ciudad, cuyo camino acababa de enseñarme; y dirigiéndome despues á la armada que teniamos sobre Lisboa, entró en esta ciudad, hoy silla y emporio de nuestros reinos.»

En cuanto concluyó el rey esta relacion, todos los grandes que lo acompañaban, empezaron á felicitarle por haberle la Providencia librado de tan inminentes peligros como le habian rodeado en su última campaña de Portugal; y llenos de aquel ardoroso fuego que tanto los distinguia, y animados ademas por la vision de que don Juan les habia hablado, se dispusieron á salir al encuentro de Nuño Álvarez Pereira, el cual, como condestable que era ya de Portugal, acababa de invadir los reinos de Andalucía.

Capítulo XVI
En donde se da cuenta de los medios empleados por un infanzon para descubrir el paradero de su dama.

El lector se acordará de Ramiro, de aquel desventurado hijo de Men Rodriguez de Sanabria, tan interesante por sus vicisitudes y desgracias. El autor tampoco lo ha olvidado; y si no volvió á hablar mas de él desde aquella noche en que por Dévora supo que no era el hijo de don Enrique el que habia perpetrado los crímenes que solo su odio pudo atribuir á un rey tan justo como aquel, fué porque tuvo que ocuparse con preferencia de otros personages que empleaban mejor el tiempo que en seguir el rastro de una muger. Mas ahora que ya no es tan urgente la necesidad como lo fué hasta aquí, tendrá, mal que le pese, que ocuparse del amante de Abigail. De esta manera empecemos ya nuestra relacion.

Repuesto Ramiro de la enfermedad que por tanto tiempo le tuvo sepultado en aquella cabaña en que le encontró el rey don Juan de Castilla, abandonó la comarca en que tantas privaciones habia padecido, y se dirigió á los estados del conde de Gijon á la verdad, tan grande era la prevencion que tenia contra el heredero legítimo de don Enrique, que no podia persuadirse fuese don Alfonso el que en su poder tuviese á la hija de Joseph Pico. Es cierto que la relacion de Dévora causó en su alma un efecto incapaz de describir; pero despues que salió de su pobre habitacion, empezó á sospechar si esta pobre muger estaria vendida á sus enemigos, ó cuando menos fascinada por ciertas apariencias que la hiciesen creer los crímenes que denunciaba. Sin embargo, para decidirse por este ó el otro partido, era necesario visitar antes todos los castillos que poseía el bastardo, á ver si en alguno estaba encerrada la muger que él tanto amaba; y con este objeto acababa de ponerse en camino para los estados del conde.

Por entonces la posicion de Ramiro habia variado: no solo habia recobrado su robusta salud, sino que habiendo encontrado en el pueblo de las Dueñas, de donde era natural, á uno de sus antiguos amigos, este le proveyó de un buen cahallo, un trage que estaba en proporcion con su distinguido orígen, y de un bolsillo de cuero que contenia trescientos ducados. Con todas estas cosas, ya el hijo de Men Rodriguez de Sanabria no tenia tanta razon para quejarse de la fortuna, porque de manos de un verdadero amigo, fruta á la verdad tan rara entonces en el mundo como ahora, habia recibido lo que con tanta generosidad le ofreciera en los pinares de Ontoria el augusto señor de Castilla. Solo le faltaba para olvidar las desgracias de su partido, poseer aquella muger, cuya suerte ignoraba; mas para que este desgraciado viviese siempre suspirando, desconfiaba de poder conseguirlo.

Lleno, pues, de amor y de crueles presentimientos, llegó despues de ocho dias de viaje á la villa de Gijon. Alojóse en un meson que le pareció el mejor que habia en el pueblo; y ardiendo en deseos de conseguir lo que se habia propuesto, se presentó inmediatamente á don Alfonso, de cuyo personage estaba seguro que no habia de ser conocido. Su objeto era entrar al servicio del conde para con este pretesto adquirir noticias de Abigail, y poder facilitar su fuga en el caso en que fuese cierto cuanto habia oido referir á Dévora. Mas el bastardo, á quien no faltaban motivos para recelar de sus mismos criados, se negó á admitirle para que formase parte de la guarnicion de sus alcázares.

En vano, para hacerle mudar de resolucion, le dijo Ramiro que era un infanzon que, deseoso de vengar particulares agravios que á su padre hiciera el rey de Castilla, le obligaba á ofrecerle sus servicios; porque cuanto mas instaba mas sospechaba el conde de la verdad de sus palabras. Últimamente, habiéndole despedido don Alfonso con acritud, se vió en la necesidad de retirarse, sin conseguir siquiera penetrar en las fortificaciones esteriores del castillo.

Triste y cabizbajo retiróse Ramiro á su posada, en donde empezó á inventar otros medios, ya que el que él acababa de ensayar tan mal le habia salido. Ocurriósele preguntar á la mesonera por las cosas mas notables que hubiese en el pueblo, no dudando que aquella robusta asturiana, respondiese con sinceridad á sus preguntas. De este modo pensaba hacer recaer la conversacion sobre las cosas del conde; porque Ramiro, á imitacion de aquellos hombres sagaces que tanto abundan entre nosotros, sabia fingir y aparentar indiferencia.

Era cerca del mediodia cuando la asturiana se presentó á su huésped preguntándole si queria comer; y habiéndole este respondido que sí, pero que habia de ser con la condicion de que ella misma le habia de servir la comida, fué toda presurosa á disponer lo necesario para complacerle.

Al principio creyó esta pobre muger que con sus anchas y aplastadas narices, su cabeza zabullida entre los hombros, sus manos de sapo y su voz hombruna, habia sido capazde inspirar alguna pasion á un jóven de poco mas de treinta años; pero así que este la preguntó por la desventurada esposa de don Alfonso, desaparecieron sus ilusiones. No es á mí á quien busca, dijo entonces en sus adentros, y haciéndose la recatada y compasiva, despues de limpiarse con la falda de sus zagalejos sus ojos de tomate:

-Ay! Mal rayo en todos los hombres, dijo, que no se contentan con una muger sola!.. La infeliz por quien me preguntais está encerrada en el castillo.

-Encerrada en el castillo! repuso el hijo de Men Rodriguez de Sanabria; eso no quiere decir nada, porque tambien lo está el conde don Alfonso.

-Es verdad, replicó la mesonera, pero don Alfonso está porque teme á enemigos muy poderosos, que pueden llegar á la villa de un momento á otro.

-Luego doña Isabel...

-Sí, doña Isabel, le interrumpió la asturiana; es la criatura mas digna de lástima que se conoce por todos estos contornos. Yo, con ser una pobre pechera, no cambio mi suerte por la suya; porque aquí para entre los dos, nuestro señor el conde la da un trato de perro. Todavía no se ha reido en su presencia ni una sola vez en todo el tiempo que llevan de casados. Y cuidado que la pobre señora bien merecia que se le diese otro trato mejor, porque ademas de ser hija de un rey, es hermosa y amable como ella sola. Estoy segura que si ella pudiese no habia de haber mal ni necesidad que no remediase.

-Malo es, repuso Ramiro, que á una princesa se la trate tan mal; y no puedo concebir cómo don Alfonso se porta de esa manera, á no ser que esté enamorado de otra.

-Sí, contestó la asturiana, dícese que lo está, y mucho, de una judía.

-De una judía! Qué decís? preguntó el hijo de Men Rodriguez sin poder disimular su emocion.

-De una judía, sí, de una judía, respondió la mesonera.

-Y es por ella correspondido? preguntó Ramiro esforzándose por aparentar serenidad.

-Siempre se dijo que no.

-Qué maldad! dijo entonces el infanzon por encubrir sus designios; un príncipe cristiano enamorarse de una persona enemiga de la fé de Cristo! Decidme: y en dónde está esa doncella que merece las atenciones de un señor tan poderoso como don Alfonso?

-Hace mucho tiempo, contestó la interlocutora, que no se habla de semejante muger en toda la comarca.

-Pero antes?...

-Antes, replicó la mesonera, sí; porque antes tambien la solian ver los pescadores asomada á una celosía cuando con sus barcas pasaban por debajo de la torre en que estaba encerrada.

-Y ahora? preguntó el caballero suspirando profundamente.

-Ahora, ni su sombra.

El infanzon guardó al oir estas palabras un melancólico silencio; y despues de algun tiempo:

-Este carnero, dijo, está tan duro que no puedo atravesar bocado.

-Cómo así? replicó ella, si ha estado á la lumbre toda la mañana.

-Eso no le hace para estar duro, respondió Ramiro.

-Pues es mas tierno que el agua, replicó la asturiana algo incomodada por ver despreciada su hacienda. Tengo unas sardinas asadas, dijo un poco despues, que las puede comer un príncipe; quereis que os las traiga?

-No, no me traigais nada, respondió el infanzon llevándose la mano á la frente; me duele algo la cabeza y deseo descansar.

Retiróse la mesonera, no sin sospechar que su huésped estaba mas enamorado de la judía que el mismo don Alfonso.

Mientras tanto procuraba Ramiro inventar algun medio para descubrir el paradero de Abigail. Que habla sido arrebatada del lado de su padre por sus correligionarios y entregada al bastardo, ya no lo quedaba duda alguna, porque ademas de habérselo así asegurado la nodriza, las últimas palabras de la dueña de la posada, en donde se encontraba, lo confirmaban. Pero en dónde estaba entonces la hija de Joseph Pico que ya no se hablaba de ella en la comarca, ni los pescadores la descubrian como antes cuando á sus pesquerías se dirigian? Sería tan desgraciado que aquella muger tan querida y adorada por él, no pudiendo sobrevivir á la pérdida que en la persona de su padre acababa de esperimentar, hubiese muerto en poder de sus opresores; ó que el conde de Gijon, temeroso de perderla la hubiese trasladado á una region tan distante como desconocida?

Estas crueles sospechas desgarraban su corazon; y Ramiro, que deseaba suspirar con libertad y quejarse á sus solas de los rigores conque su suerte le trataba, salióse del meson y fuése á pasear por la orilla del mar. Allí le sorprendió la noche contemplando el soberbio alcázar en que su amada tal vez estaba encerrada. Veía aquellas torres de granito elevarse magestuosamente hasta esconder sus almenas en la region de las nubes; observaba aquel agitado mar que casi circuía las gruesas paredes del castillo; y lo que mas le llamaba la atencion, y de donde no sabia apartar sus ojos, era de dos angostas ventanas, que con espesas celosías habia en una de las torres. Si estará Abigail asomada á alguna de ellas? se preguntaba á sí mismo; y para salir de dudas, ocurrésele entonces embarcarse en una barquilla que amarrada estaba junto á otras en la playa, y ponerse á cantar al pié de los mismos muros del alcázar.

La noche, que habia sobrevenido, estaba sumamente clara y apacible; la luna brillaba en toda su plenitud, y sus resplandores reflejaban en las plateadas aguas del mar. Un silencio, ademas, solo interrumpido por las olas cuando llegaban á concluir en la orilla, reinaba por todas partes. Veíase, entre las sombras de una alta montaña, en cuya falda estaba edificado, el pueblo de Gijon; y el soberbio alcázar en que habitaba el conde, cual si fuese una avanzada centinela de todas aquellas costas, interpuesto entre la tierra y el mar.

La ocasion no podia ser mas oportuna para averiguar si en aquella fortaleza se encontraba detenida la hija de Joseph Pico; y Ramiro, que queria aprovecharla, se embarcó al punto y llega remando al sitio que deseaba. Desde él quiso primero llamar á la que su corazon poseía; mas despues, temiendo que alguno de los que componian la guarnicion llegase por esto á descubrir su objeto, mudó de parecer. Cantar un romance á la memoria de un rey desgraciado en los estados de un príncipe que se encontraba en abierta rebelion con el hijo del asesino de aquel monarca, parocióle menos arriesgado. Y acordándose de un romance que, dividido en dos partes, compusiera en Burgos en union de su judía, comenzó á cantarle, acompañando su melodiosa voz con los suaves acordes de un laud de que iba prevenido, de esta manera:

Mal hayas, traidor Claquin;
Mal hayas, francés maldito,
Que so color de ampararle,
Al rey don Pedro has vendido!
No te bastaba, tirano,
Haberle en Montiel vencido;
Gozarte tambien quisiste
En horrendo fratricidio!
Al sin ventura monarca
Amparo le habeis mentido,
Y en vuestra tienda infernal
Le recibís muy tranquilo:
Por caballero os tenia,
Y érais un villano inicuo!
Cuando, falso, le acogísteis
Media noche era por filo;
El incauto rey don Pedro
En el lazo habia caido,
Que allí salió don Enrique
Iracundo á recibirlo:
Los dos hermanos se traban,
Luchando á brazo partido;
Don Enrique en tierra daba,
Bajo don Pedro ha caido,
Pero el infame Beltran
Acorre presto á su amigo,
Y al vencedor derribando
Facilita el fratricidio.
Sangre del noble monarca
Que en Montiel habeis corrido,
Venganza clamais al cielo,
Y que se os vengue está escrito!
Yo, Ramiro de Sanabria,
Al rey que bien he servido
Como vasallo leal
Y caballero cumplido,
Y aun á nombre de mis deudos,
Mis allegados y amigos,
Juro vengar! y hasta entonces
No habrá para mí jubilo:
Del luto del corazon
Nuncio serán mis vestidos;
Y al par que venganza juro,
Mi pleito homenage rindo,
Como bueno y como bravo,
Del triste rey á los hijos!

Al concluir Ramiro su canto, suspiró profundamente y aplicó su oido, á ver si alguna voz, aun mas melodiosa que la suya, le respondia. No fué vana su esperanza; porque al poco tiempo dejóse oir desde una de las celosías una plateada voz, cuyo eco era llevado por la brisa del mar y penetraba en el pecho del infanzon, modulando en el mismo tono que él lo hiciera, las siguientes palabras:

Ó Ramiro de Sanabria,
El caballero cumplido!
Plegue al Dios que nos sustenta
Seros en todo propicio!
Leal andais y bizarrro,
Y tengo yo de seguiros:
Si jurais pleito homenage
Del rey don Pedro á los hijos
Como vos tambien lo juro;
Y en verdad que he de asistiros,
Hasta que logreis vengarlos,
Con todo mi poderío!

Sin duda la cautiva pensaba proseguir, cuando el pérfido Amós, que solo él velaba en el. castillo, la arrancó con violencia de la celosía, y cerró precipitadamente la ventana. Abigail, dió un grito, que fué correspondido instantáneamente por el infanzon; y dentro de algunos momentos, la mayor confusion y desorden reinaba en el alcázar. Todos cuantos le habitaban habíanse puesto en movimiento á las voces del despensero; y despues de recobrarse de la primera impresion que aquellas los habian causado, salieron en gran número á perseguir al enamorado caballero que se habia atrevido á turbar su reposo.

Ramiro solo tuvo tiempo para llegar al meson, pagar lo que debia á la mesonera, y montar precipitadamente en su caballo, que con toda precaucion habia dejado ensillado en la cuadra.

Cuando llegaron los soldados del conde, ya él habia desaparecido.

Capítulo XVII
Que sirve como de introduccion al diez y ocho.

El bastardo se impacientaba por la tardanza del maestre de Avis. Temia con razon que si retardaba su entrada en los estados de la corona de Castilla, el rey su hermano no tardaria en oprimirle con todo el peso de sus fuerzas. Por esto acordó suplicarle por medio de su despensero, que sin pérdida de tiempo viniese á librarle del inminente riesgo que corria encerrado en su alcázar de Gijon.

Amós salió, pues, para Lisboa, y halló favorable acogida en el príncipe portugués; y mientras este pensaba reunir en consejo á los principales señores de su corte para acordar con ellos lo que en un negocio tan grave convenia hacer, conversaba tranquilamente en una de las principales casas de aquella ciudad, con el tesorero del nuevo rey. Era este un opulento judío llamado Ecequiel, el cual, por razon de sus riquezas, influía demasiado en las decisiones del príncipe; y el enviado de don Alfonso, que no ignoraba esta circunstancia, le suplicaba que no olvidase la causa de su amo en el consejo que iba á ser convocado para el dia siguiente.

Nada temais, le respondió el acaudalado hebreo para calmar sus temores: aunque el conde de Gijon es un príncipe cristiano, basta que proteja á los individuos de nuestra perseguida nacion, para que yo me interese por él.

Tambien él, contestó el despensero, os quedará agradecido á tan gran favor; y cuando esté sentado en el trono á que aspira, creedme, sereis su tesorero, así como lo sois ahora del rey de Portugal.

Oh! Ese es un porvenir demasiado lisonjero para mí, contestó el hebreo; ser el dueño, digámoslo así, de las rentas y productos de dos grandes estados, escede los límites de mis esperanzas, y hasta soy capaz de decir, de mi ambicion.

-Sin embargo, replicó Amós prontamente, otras cosas se han visto mas difíciles. Quién habia de decir, por ejemplo, que un maestre de Avis habia de llegar á ser rey de Portugal, arrollando para esto obstáculos que parecian tan insuperables? Quién sería capaz de imaginar que un cuerpo de mal disciplinadas tropas portuguesas, habia de romper y destruir las aguerridas huestes de Castilla? Trabajad vos para que mi amo llegue á ser rey, que todo lo demas se os allanará facilmente.

-De veras? preguntó el ambicioso judío.

-No lo dudeis, Ecequiel, respondió Amós; el conde mi señor os ha honrado ya con este destino. Ved aquí la prueba de esta verdad, añadió presentándole un pergamino en que estaba estendido el nombramiento.

-Lo acepto con sumo gusto, dijo con alegría el doble tesorero; y desde ahora prometo no descansar hasta que vea en el trono de Castilla á nuestro amo. Mañana mismo, en cuanto amanezca, pienso ir á la morada del rey, y aconsejarle que sin dilacion rompa por las tierras de sus enemigos.

-Eso, eso, dijo Amós prontamente, eso es lo que nos tiene cuenta.

-Pues eso se hará, replicó con marcada satisfaccion el nuevo tesorero.

Mientras tanto, aproximábase la hora de cenar; y el despensero, que para hacerlo tenia que ir al meson en que se habia alojado á su llegada á aquella ciudad, se levantó del asiento en que estaba, y pidió permiso para retirarse.

-Adónde vais tan tarde? le preguntó Ecequiel.

-Adónde quereis que vaya mas que á mi alojamiento? le respondió Amós en el mismo tono.

-No, amigo mio, no, replicó el hebreo que habia hecho la pregunta; vuestro alojamiento está aquí, añadió señalando con el dedo el piso y las paredes de su casa.

-En este concepto, repuso el enviado del conde, me rindo á vuestros favores; y desde ahora digo, que á no ser con mi eterna gratitud, nunca podré pagaros.

-Dejaos ahora de eso, respondió el opulento hebreo á este cumplido, y decidme mientras nos sirven la cena de dónde procedeis, porque por vuestro acento saco que no sois español. Me equivocaré en esta presuncion?

-No, señor, contestó el despensero; por vida mia que habeis acertado. Pero antes de satisfaceros, tendré que pediros perdon; porque no podré hacerlo cumplidamente, sin referiros algunos lances de mi vida. Y estos, á la verdad, son así... un poco... estrepitosos, y...

-Vamos, le interrumpió el tesorero, quiere decir que habreis dado que hacer á la justicia, no es verdad?

-Justamente, respondió Amós; pero no creais que haya empleado los primeros años de mi vida en detrimento de las vidas y haciendas de nuestros correligionarios, no: todo el mal que hice, si mal puede llamarse el que se hace á los que no profesan nuestra ley, fué á los discípulos de Jesucristo.

-Corriente, Amós, le respondió su interlocutor; esos son la causa de todas nuestras desgracias. Conque así, fuera escrúpulos, y manos á la obra.

-En este supuesto, dijo el despensero, advirtiéndoos antes que me gusta tomar las cosas de muy atrás, disponeos á oir mi historia.

Capítulo XVIII
Historia de Amós.

Hubo en Alemania á mediados del siglo trece, un fiero contagio, que en poco tiempo diezmó horriblemente la poblacion. Los consternados cristianos echaban á los infelices hebreos la culpa de los males que padecian, diciendo que por consentirlos vivir entre ellos Dios los castigaba con tan: terrible azote. No fué necesario mas para que el pueblo, que nunca se pára en averiguar la verdad, se arrojase como un tigre sobre los desventurados descendientes de Abraham, inmolando con bárbaro furor á cuantos podian haber á las manos. Sin embargo, no fueron todos sacrificados en aquella horrible matanza: algunos se guarecieron en lo mas áspero de los montes, y no descendieron de allí hasta que, pasados muchos años, se habia estinguido el odio y furor hácia ellos. Una parte de estos, acaso la principal, por no esponerse nuevamente á los furores de un pueblo que los trataba con tanta dureza, abandonó el suelo que los vió nacer, y se vino á España. Pero aquí tambien habla enemigos á quien temer; y con el objeto de no incurrir en su indignacion, ocultaron su religion y orígen; y diciendo al mismo tiempo que descendian de un Marcos Egipcio, empezaron á llamarse gitanos. Poco cuidado les dió el haber variado de nombre y aparentemente de religion; porque si habia algun judío por las provincias, que atravesaban que les echase en cara su aparente infidelidad, respondian que todo era lícito á los que trataban de vengar los ultrajes de que continuamente eran objeto. Empezaron á dedicarse á la chalanería; y cuando conseguian engañar á algun cristiano, su alegría era tan completa, que daban por bien empleados sus anteriores trabajos. Algunos no se contentaban con tan poco: el robo y el asesinato era para ellos una accion muy digna de alabanza; y como de ordinario se albergaban en cuevas á corta distancia de las poblaciones, érales dado hacer uno y otro impunemente; porque cuando las justicias querian reprimirlos, ya ellos habian puesto algunas leguas de por medio. Pero no siempre eran felices en sus empresas: tambien algunos pagaron cara su temeridad á manos del verdugo, mientras otros, temiendo al ungüento de cáñamo que iban á aplicarles, repasaron los Pirineos. De este número fué mi padre. Digno descendiente de los que en Colonia sellaron con su sangre su adhesion á la perseguida tribu de Judá, ni un solo instante de su vida dejo de trabajar por cuantos medios le fué posible, por el aniquilamiento de sus contrarios. Parecíale poco cuanto hacia por el acrecentamiento de su secta, que así puede llamarse á la raza gitana; y cuando en sus últimos años ya no podia hacer otra cosa, á todos exhortaba á que siguiesen el ejemplo que en su larga vida les habia dado. En este tiempo vine yo al mundo en el pequeño pueblo de San Juan de Luz. Mi padre, aunque viejo, pudo regocijarse de dejar en la tierra un heredero del odio que profesaba á los cristianos; y cuando á la edad de diez y ocho años le juré que no descansaria hasta vengar á los que de los nuestros perecieran tan bárbaramente en las ciudades de Alemania, espiró muy tranquilo, y no sé si os diga que contento. Mi madre, que habia manifestado un gran sentimiento por la pérdida que acababa de esperimentar, no tardó en consolarse con un gitano mas jóven que ella, y con el cual se casó á la manera que se acostumbraba entre nosotros. Víme entonces dominado por los caprichos de un hombre á quien yo naturalmente aborrecia; y como ya me encontraba en una edad en que podia por mí mismo agenciarme lo que para mí necesitaba, presto me emancipé de su tutela. Al principio no sabia salir de las inmediaciones de la covacha en que mis padres vivian, mas después, asociado á una tropa de valientes gitanos que poseían en sumo grado el arte de vivir con lo ageno, me alejé para siempre de mis dioses penates. No quiero referiros las heroicidades que con este motivo tuvieron lugar entre nosotros: baste tan solo deciros, que estas fueron tantas y tales, que llamaron seriamente la atencion de las autoridades de Navarra, las cuales se apresuraron á enviar tropas para reprimir nuestros escesos. Por desgracia venciéronnos y dispersáronnos en el primer encuentro, cuando empezábamos á hacernos temibles. Yo anduve largo tiempo oculto entre las breñas sin poder encontar á ninguno de mis antiguos compañeros, hasta que, cansado de una vida que tanta semejanza tenia con la de las fieras, resolvi pasar á Castilla. No sé qué presentimiento tenia de que en esta nacion me habia de ir mejor, porque aun estando en mis mejores, dias en los estados del rey de Navarra, suspiraba por conseguirlo. Sin duda era el destino que me arrastraba á un pais en que yo iba á representar un papel mucho mas brillante que hasta allí, porque así que llegué á Burgos, á pesar que no llevaba en mis bolsillos ni un cornado, apoderóse de mí una alegría desconocida. Dirigíme primero para matar la calagurritana hambre que tenia, al convento de San Francisco. En él hallé pan y sopa en abundancia; y mezclado con otros mendigos de mi edad, iba todos los dias á casa de un buen canónigo llamado Domingo, que distribuía entre los menesterosos las rentas de su prebenda. Yo trataba en este tiempo de sorprender su buena fé: parecíame que si con enredos y embustes atraía á mis redes toda la pesca que otros se llevaban, hacia la obra mas meritoria del mundo; porque engañar á un ministro de una religion que odio tanto en perjuicio de mil pobres que por profesarla él socorria, estaba, no solo conforme con mis inclinaciones, sino tambien con lo que juré y prometí á mi padre. Llevado de esta idea presentéme al canónigo una mañana que habia nevado mucho. Mi aspecto era el de un hombre perseguido por la fortuna, y aniquilado por la miseria. Llevaba la mayor parte de mis carnes descubiertas, porque mis destrozados vestidos no alcanzaban á cubrirlas. Habíame hecho con cierta yerba, muy conocida entre nosotros, una llaga en una pierna que horrorizaba á todos aquellos que ignoraban el secreto; y para concluir pronto, os diré que iba descalzo y sin nada en la cabeza.

-Señor, le dije en los umbrales de su casa, socorred á un perseguido hebreo, á quien su deseo de hacerse cristiano acarreó la escesiva miseria en que le veis.

-Cómo así? preguntó Domingo lleno de caridad.

-Lo que oís, señor, le respondí con semblante compungido. Soy hijo de un poderoso judío de la ciudad de Bayona. Mi padre es el mas cruel que se conoce entre los hebreos de toda la comarca; y su odio hácia el cristianismo es tan escesivo, que le movió á derramar su propia sangre. Mirad sino esta cicatriz que tengo en mis espaldas, ella fué una ancha y profunda herida que abrieron sus furores. Atended tambien á esta asquerosa úlcera que tengo en esta pierna, y ella os dirá que se formó de resultas de una gruesa cadena con que me tuvo aprisionado. En suma, señor, examinad despacio el triste estado á que por mi adhesion á la fé de Cristo me redujo su barbarie, y vendreis en conocimiento de cuanto habré padecido.

Al buen canónigo arrasarónsele los ojos en agua, y sin poder contenerse, llamándome generoso confesor de la fé cristiana, me abrazó estrechamente, y me hizo entrar en su casa. Pronto mandó que me acostase en su propia cama, y haciendo venir á un médico, le dijo que me asistiese y curase con mas cuidado que si fuese á el mismo. Lo que mas recelo inspiraba á mi protector era la supuesta úlcera; porque el médico, que no estaba en la treta, habíala desde el principio calificado de maligna. Yo por otra parte me cansaba de estar en la cama; sobrábame salud, y solo deseaba divertirme acosta agena. Cuando, pues, me pareció oportuno, aparté la cansa, y cesó el efecto. No puedo esplicaros la alegría que entonces se apoderó del buen Domingo. Remuneró por esto con mano pródiga al doctor, y mandó hacerme en seguida tan buenos vestidos como usarlos podian los caballeros mas distinguidos de aquella ciudad. Tratóse luego de mi bautismo, y si he de decir la verdad, solo por haberle recibido, esperimenté y supe lo que eran remordimientos. Mas como mi máxima favorita era la de que todos los medios son buenos con tal que con ellos se llegue á conseguir el fin, presto cesaron de atormentarme, y me dispuse para dar el golpe que deseaba. El canónigo tenia fama de rico; pero qué diablos! en su casa no habia cuatro ducados ni cosa que lo valiese; porque como siempre estaba dando lo que le producia su prebenda, y las rentas de un cuantioso patrimonio que tenia por su familia, todo era poco para satisfacer su ardiente caridad. Si al menos pensase en nombrarme su heredero, todo lo podia llevar en paciencia; pero esto ya no podia ser, porque acababa de fundar un hospital denominado de la Misericordia, y á él habia adjudicado casi todo lo que poseía. Conocí entonces que habia dado el golpe en vago, y para no perder el tiempo, empecé á hacer el amor á una huérfana que el canónigo, viéndola desvalida, hacia algunos años que habia recogido en su casa. Al principio opuso alguna resistencia, mas despues, seducida por brillantes promesas que jamás tuve intencion de cumplir, accedió á mis deseos. Era de ver lo que en aquella casa pasaba: mientras mi protector me exhortaba continuamente á la práctica de la virtud, y á que estudiase para hacerme útil á la sociedad, segun él decia, las ciencias mas necesarias á un jóven como yo, me ocupaba en recoger las caricias de mi Elena, á cuyo amor me aficionaba mas cada dia. Avanzaba el tiempo, y por desgracia nuestro enredo iba á descubrirse. La huérfana manifestó bien á las claras que no era estéril, y en aquel conflicto propúsela queme acompañase á otra ciudad. Estrechábame ella con el cumplimiento de mis juramentos; pero como todos estos eran falsos, falsa y crítica era tambien su posicion. Abrumado con sus contínuas quejas, y temiendo que el canónigo en cuanto llegase á descubrir nuestro juego convirtiese su benignidad y mansedumbre en furor, abandoné una mañana la ciudad sin decir á nadie adónde iba, y me dirigí á Valladolid. Despues supe que el maligno vulgo atribuía á mi protector el crímen que yo solo habla cometido; y que aunque tenia demasiadas pruebas de su virtud, aparte que mi fuga y la confesion de la misma muchacha le favorecian, continuaba dando crédito á las imposturas de sus dectratores. Pero el buen canonigo debió de consolarse con la memoria de que iguales trabajos ocurren impensadamente á muchos de su clase. Llegué, pues, sin dinero á una ciudad tan principal como Valladolid, pero en disposicion, á causa de mis prendas personales, de sacarlo de las entrañas de la tierra. Mi primer pensamiento fué el de volver á mi antigua vida de gitano; mas despues varié de modo de pensar, queriendo ensayar antes otros medios que prometian dejarme airoso en mi constante empeño de vivir á espensas del prójimo. Yo estaba ricamente vestido; poseía bastante bien el arte de agradar; y unido todo esto á mis pocos años y al aire de caballero que sabia dar á mi personita, era de esperar, que sino acertaba á engañará alguna linda jóven, al menos alguna viciosa viuda llegase á caer en mis redes. En parte no me engañé; porque yendo al segundo dia á pasearme al Campo Grande, vi en la ventana de una casa al pasar por el Campillo una muger que todavía estaba en buena edad, y que me miró, segun despues supe, con aficion. Tambien á mí no me habia disgustado; y para saber si yo á ella la habia hecho gracia, volvi á pasar y saludéla cortesmente. Correspondió ella á mi saludo, y no fué necesario mas para que yo me figurase que estaba ciegamente enamorada de mí. La mayor dificultad consistia en el modo de manifestarme á ella; porque yo, que me la figuraba casada con algun marido escesivamente celoso, trataba de precaverme para evitar sus iras. Contentéme, pues, por entonces con pasar con frecuencia por delante de su casa; hasta que cierto dia, cuando ya me iba cansando de hacerlo, mi ninfa, que estaba á la ventana como de costumbre, me hizo una seña para que á su casa subiese. Obedecí con algun recelo; y cuando estuve en su presencia, empecé á hacer tantas cortesías que parecia que tenia desgonzado el cuerpo, y que mataba chinches con los pies. Confieso, que si ella hubiese estado algo impuesta en el ritual de sala, hubiera conocido al instante mi oscura procedencia, porque hablando francamente, aunque á los nobles les afean ciertos modales conque quieren distinguirse del vulgo, á este le ridiculizan si se propone imitarlos. La dama me mandó que me sentase á su lado, y despues que lo hube hecho:

-Caballero, me dijo, yo conozco que estais enamorado, y si las apariencias no me engañan debo creer que es de mi hija. Por lo mismo yo debo apresurarme á estinguir esa naciente pasion, porque la jóven de quien os supongo prendado, no tardará en casarse con el hijo de un honrado pechero de Tudela. Hoy ha marchado á su pueblo á pedir á su padre su consentimiento y bendicion, y aprovechándome de su ausencia, porque seria muy perjudicial para la novia el que os viese entrar en esta casa, he querido llamaros para deciros lo que pasa.

Yo á la verdad no esperaba semejante salida. Ignoraba si tenia alguna hija; y aun ahora estoy por asegurar que con las circunstancias que ella me indicó, no la tiene tampoco. Víme, pues, perplejo para salir del atolladero en que me habia metido: sospeché si sería alguna de aquellas chuscas que teniendo á cuestas una cuarentena de años, tratan de vender á buen precio los rebuscos de su hermosura; y para aclarar mis dudas, propúseme hablarla con franqueza.

-No es de vuestra hija, sino de vos, de quien estoy enamorado.

Y al dirigirla estas palabras en contestacion á las suyas, conocí que lejos de haberla desagradado, la gustaron mucho. Díjome en seguida que era viuda; que su marido habia muerto en una de las últimas batallas que se dieran en el reinado de don Pedro; que á quien habia que temer mucho en el caso que nuestras pláticas fuesen adelante, era á un hijo suyo llamado Juan Veneno, que aquel mismo dia habia marchado al pequeño pueblo de la Cistérniga, de donde no volveria hasta de allí á un mes; y por último me propuso, que si queria verla con entera seguridad, concurriese en este tiempo por la noche á su casa. En vano la repliqué, que estando ausente aquel hijo que tanto cuidado tenia con su recato, tambien podiamos vernos por el dia; porque volvió á decirme que era un muchacho muy temible, que tenia un genio como un demonio, y unas fuerzas como un alcides. Fuéme, pues, preciso conformarme con sus deseos, y prometerla que no rondaria por el dia su calle, porque tales galanteos no llegasen á noticia de su hijo. Pero yo, que no buscaba solo los favores de Cupido, sino que tambien solicitaba la proteccion de Mercurio, eché una ojeada por aquella casa, y á la verdad, nada vi que pudiese satisfacer la codicia de un gitano. No por esto dejé de concurrir á la noche siguiente. Mi viudita, que me estaba esperando, fué en esta ocasion mas bondadosa y esplícita que lo habia sido durante el dia. Díjome que la galanteaba un jóven de pocos años, hijo de padres bastante acomodados, de la misma villa de Valladolid; pero que ó bien fuese defecto de que adoleciese su novel amante, ó imposibilidad en que estuviese de robar á sus padres, apenas la daba para subsistir con alguna decencia. Pidióme con este motivo mis consejos; y habiendo olido, por ciertas espresiones que solté con ánimo de conocerla mejor, que yo poseía el arte de apropiarme lo ageno, mis instrucciones. Su objeto era alucinar al mozuelo para que no vacilase en robar á su padre de una sola vez cuanto dinero tuviese, y despues que ella hubiese conseguido tener en su poder tan buena presa, deshacerse, bajo de cualquier pretesto del incauto mancebo. El plan me halagaba demasiado para que yo no entrase de buena gana en él, y seguramente se hubiera realizado, sino hubiera venido á estorbarlo una circunstancia que bien pudo haberla previsto la madre de Veneno. Á las dos ó tres noches de esta que os hablo, díjome mi ninfa que ya llevaba medio convencido al galanteador mozuelo, y que habiéndola este, creyendo que era solo en disfrutar de su amor, manifestado el deseo de que le recibiese en su casa por la noche, esperaba acabar la obra que con tan buen éxito habia comenzado. Era esto en buenos términos decirme que me retirase mientras tanto; pero lo que mas al parecer ajaba mi amor propio, eso era precisamente lo que iba á librarme de una muerte cierta. El caso fué demasiado notable para que lo omita. Habia una vieja en la vecindad que servia de espía de Veneno, á la cual no pudieron ocultarse por mucho tiempo nuestras amorosas relaciones. Aquel Argos infernal, deseosa de dar una prueba de su estremada vigilancia al hijo de la viuda, marchó una tarde á la Cistérniga, y sin andar con rodeos ni cosa parecida, díjole que un forastero, cuya procedencia se ignoraba, con escándalo de todo el barrio, no habia una noche que no durmiese en su casa. Añadióle que antes de amanecer salia de ella, y que si queria enterarse por sí mismo de la desenvoltura de su madre, viniese aquella noche y se situase en frente de su casa, desde donde veria salir al amante de quien le hablaba. Veneno al oir el relato de la vieja, montó en cólera; y porque no se quedase todo en palabras, en cuanto anocheció cogió la maza de un herrero, á cuyo oficio, para ejercitar sus grandes fuerzas, era aficionado, y se dirigió á la villa. Cuando entró en ella ya todos sus vecinos, con muy raras escepciones, dormian profundamente. Era esta la noche que yo me habia retirado para dar lugar á mi competidor; y Veneno, que estaba muy ageno de esta circunstancia, situóse para castigarme detras de una esquina de su propia casa. Cerca del amanecer ábrese la puerta de esta; y el hijo de la viuda, que ve por entre las sombras salir al amante de su madre, creyendo que era el mismo de quien la vieja le habia hablado, va corriendo hácia él, y sobre su cabeza descarga con la maza tan fiero golpe, que el infeliz mancebo quedó muerto en aquel mismo instante. Yo supe como toda la vecindad al siguiente dia esta catástrofe; y por evitar en mí su repeticion, pues el señor Veneno tan buena maña se daba á despachar nocturnos galanteadores, sin decir adónde me dirigia tomé el camino de Vitoria. Triste y cabizbajo llegué á la caida de aquella misma tarde á una venta que está situada entre Cabezon y Palazuelos. Pedí un cuarto para hospedarme; y la ventera, que era una moza fresca y rolliza, admirada de verme caminar á pie, cuando por mi trage aparentaba ser un caballero de los que mas gastan en las posadas, preguntóme que en dónde habia dejado el caballo. Al principio parecióme que se burlaba de mí; mas despues conocí que el amor habia tenido una gran parte en su pregunta. Respondíla que era un desgraciado, á quien disgustos domésticos habian obligado á dejar las comodidades de su casa, para ir á ofrecer sus servicios en la clase de peon, al rey don Enrique. Ella, deseosa de corresponder, segun me decía, á la franqueza con que la habia hablado, díjome ya dentro del cuarto que la habia pedido, que habiendo sido mucho tiempo criada del ventero, deseosa de mejorar de condicion, se habia casado con él, aunque era un viejo que, con sus vicios y genio, habia enterrado á siete mugeres. Añadió á todo esto, que sentia mucho que su marido sucumbiese antes de tener la satisfaccion de enviudar por octava vez; porque aun cuando el trato que la daba, en nada se diferenciaba del que habia dado á sus anteriores esposas, ella temia mucho verse sola en el mundo. Para hacerla creer que yo participaba de su mismo modo de pensar, ponderéla las calamidades que persiguen á una viuda, no olvidándome de decirla, que de una muger que no estuviese amparada por un hombre, todos se burlaban. Ella entonces manifestóme con sus vivarachos ojos la complacencia que la causaban mis palabras; y diciéndome que iba á disponer lo necesario para que cenase como un príncipe y se despidió para volver muy pronto. Conocí por esta aventura que me encontraba en tierra hospitalaria, y que mientras hubiese en el mundo mugeres tan precavidas, y que con tanta anticipacion tratasen de proveerse de un marido, no debia de temer á los caprichos de la fortuna. La ventera no tardó en volver: cumplió su palabra poniéndome en mi mismo cuarto la mesa, y mandándome que á ella me sentase. La cena, aunque distaba mucho de ser como la de los príncipes, sin embargo, era demasiado buena para quien tenia su paladar acostumbrada á sopas y legumbres. Pregunté á Marifaz, que así se llamaba mí nueva enamorada, que en dónde se encontraba su marido; y su respuesta, confieso francamente que me heló la sangre en las venas. Resporídióme con mucha frescura que se encontraba en la agonía. Semejante respuesta no la hubiera dado una gitana; mas como á mí me convenia fingir y disimular, hice cuanto pude para no manifestar la estrañeza que me habia causado. Cené, pues, opíparamente; y despues que Marifaz me ponderó los trabajos que pasan en la guerra los soldados, y la alegre vida de los venteros en tratar con tantas clases de gentes como durante el año arriban á sus posadas, se retiró para que descansase. Yo á la verdad lo necesitaba. Dormí de un solo sueño toda la noche; y cuando á la mañana siguiente vino á verme, fué para decirme que ya estaba viuda. La ocasion no podia ser mas oportuna: habia llegado tan á tiempo á la venta, quo Marifaz habia encontrado en mí un nuevo marido, y yo en ella un refugio contra los males que desde Valladolid me perseguian. Afortunadamente allí no habia Venenos ni mozalvetes que aguasen mis placeres; solo habia un niño de pocos años que habia dejado el ventero, y en tan temprana edad no habia que temerle. Casámonos, pues, dentro de quince dias, siendo nuestras nupcias las exequias que la viuda tributó á la memoria de su marido. Así que me vi de un modo tan impensado dueño de una venta que producia mas que ninguna otra de las que se conocian en toda la comarca, comencé á acreditar que habia nacido para el oficio. Robaba sin piedad á los tragineros y demas gente menuda que hacian alto en mi venta, dándoles gato por libre, y muchas veces machuelo por ternera. Mi bolsillo crecia y mi fama se aumentaba, cuando á mi natural propension de ver y correr tierras, vino á darle un espolazo un suceso que os voy á contar. Habia llegado á la venta un valiente infanzon acompañado de su escudero; los cuales, despues de haber atado sus caballos en la cuadra, preguntáronme si tenia que comer. Respondí que tenia un esquisito guisado de vaca, que tan solo con verlo abria las ganas de comer al hombre mas inapetente. Dijéronme que se lo tragese pronto, porque era tarde y tenian que llegar á Palencia aquel mismo dia. Mandé á Marifaz que se lo sirviese inmediatamente; y cuando ya los vi sentados á la mesa, me retiré á dar orden en otras cosas que igualmente me convenian. Mis huéspedes no debian de tener demasiada hambre, porque al primer bocado conocieron que los habia engañado. «Que denionio de carne tan negra, dijo el infanzon.» « Pues el borrico era blanco,» respondió el hijo de mi muger, que como muchacho no se habia separado de allí. Los huéspedes que tal oyen! ira de Dios, que nada hay que pueda compararse con la que ellos manifestaron! Cogieron á Marifaz por el cogote, que como curiosa corrió á saber por qué daban aquellas voces, y la obligaron á que les dijese qué carne era aquella. La infeliz tuvo que decirles por señas que la dejasen, porque de lo contrario iba á perecer antes que pudiese articular una sola palabra; pero ellos, que estando dominados por la cólera no escuchaban otra voz que la de su venganza, no cesaban de apretarla y de descargar sobre ella puñadas y puntapiés. Los huéspedes mezclaban sus golpes con denuestos; el chico se desgañitaba al ver el mal trato que daban á su madre; y yo, que temia que me zarandeasen del mismo modo, huí mientras tanto á larga distancia. «En dónde está el ventero? gritaron entonces aquellos demonios. Y con la ansia que tenían de atraparme soltaron á mi pobre muger, y empezaron á buscarme por toda la casa. Sus diligencias fueron inútiles; y al encontrarse sin el principal autor de su enojo, arremetieron con igual ira á cuanto encontraban por delante. Esta circunstancia salvó á Marifaz y á su hijo; porque mientras ellos se entretenian en perseguir á las gallinas y á los perros que habia en el corral, huyeron siguiendo el ejemplo que yo les habia dado. Entonces empezaron los enfurecidos huéspedes á registrar escrupulosamente toda la venta; y cuando descubrieron en un rincon del corral el pellejo, las patas y orejas del borrico que por viejo e inservible yo habia matado para regalarlos, trataron de asesinar á la ventera y de incendiar la venta. Lo primero fuéles imposible hacerlo; pero lo segundo les fué fácil el conseguirlo. Despues de haber sacado los dos caballos que tenian en la cuadra, una columna de humo que se elevaba por encima del tejado de la posada, vino á anunciarme que en aquel dia concluía mi oficio de ventero, y con él tantos hurtos y dilapidaciones como allí habian tenido lugar. La venta reducida á cenizas no hubo quien la reedificase; y Marifaz que perdió en un solo dia toda su hacienda, perdió á su segundo marido tambien. Sin dinero y cansado llegué al cabo de muchos dias á Vitoria, temiendo á cada paso que me siguiese mi muger y el enfurecido infanzon. Para evitar entonces la miseria de que estaba amenazado, recurrí á mi ingenio, único patrimonio que me habia dejado mi padre. No fueron vanas mis esperanzas ni infructíferos mis esfuerzos. Todos los dias llevaba á la casa de una buena vieja, en cuya compañía vivia, diferentes prendas y alhajas que, á mi paso por las principales calles de la ciudad, podia con presteza haber á las manos. Empezaron algunos vecinos de Vitoria á lamentarse del saqueo que en sus casas sufrian. Quejábanse que sin saber cómo habian de ellas desaparecido muchos efectos que tenian en grande estima, y como es de suponer, echaban la culpa á algun ladron que se aprovechaba de la circunstancia de estar las puertas abiertas la mayor parte del dia. Estas quejas produjeron al fin su efecto: dentro de pocos dias los descuidados vecinos de Vitoria hiciéronse muy precavidos, y desde entonces fue muy escaso el fruto que produjeron mis habilidades. Pero no se crea que por esto me desanimé en mi constante empeño de vejar á los cristianos. Acercábase la semana santa, y me propuse sacar partido de cierta costumbre que ya sabeis que practican los mas ardientes judíos. Presentéme con este motivo á Samuel Zabulón, de cuyas desgracias os supongo enterado, y le ofrecí mediante una suma bastante regular el niño de un cristiano para que con él celebrase la pascua á su manera. El contrato se celebró sin testigos: él se fiaba de mi por el odio que profesaba al cristianismo, y yo tampoco esperaba que en aquella ocasion un descendiente de Abraham faltase á su palabra. Empecé, pues, á practicar las oportunas diligencias para salir de mi empresa airoso, y á los pocos dias pude presentarle un niño como de tres años, que acababa de robar á su madre. Esta, que era una viuda bastante acomodada, puso el grito en el cielo al encontrarse sin el fruto de sus entrañas; y habiéndola dicho que los vecinos de Samuel vieran entrar en su casa al anochecer á un desconocido que llevaba un niño, al instante se imaginó lo que podia ser. Alborotó toda la ciudad; pobló el aire con sus lamentos, y no sosegó un instante hasta que los jueces mandaron que se registrase la casa del judío. Por desgracia, los hebreos que se habian reunido en la de Samuel, se habian descuidado demasiado, y tan entretenidos estaban, que los notarios los sorprendieron en el acto de ir á crucificar al hijo de la viuda. De aquí provino la prision y la muerte de todos ellos; y al mismo tiempo que el niño que iban á inmolar en odio al nombre cristiano era restituido á su madre, yo, temeroso de que Samuel pronunciase mi nombre en el tormento, abandonaba para siempre la ciudad de Vitoria. Apenas salí de ella, brindóme la suerte con mi antigua profesion; porque habiendo encontrado cerca de Miranda á una cuadrilla de gitanos, y habiéndoles manifestado mi origen, me invitaron á que los siguiese. Este género de vida aunque no fuese mas que por variar, no me disgustaba; y por lo mismo les dije que desde aquel momento tenian en mí un nuevo compañero. Entre todos, inclusa una pecadora que seguia nuestras marchas, éramos siete. Teníamos un mal caballo en el cual llevábamos nuestras provisiones y utensilios; y cuando en las inmediaciones de los pueblos armábamos por el dia nuestro rancho, meditábamos el golpe que con seguridad habiamos de dar durante la noche. Pocas veces éramos desgraciados: casi siempre nos protegia la fortuna; y para no abusar de ella, las caballerías que robábamos en Navarra, veníamos á venderlas á Castilla. Habíame yo en este tiempo enamorado de la gitana que pasaba por muger de uno de mis compañeros, pero con tal sigilo que ninguno llegó por entonces á saberlo. Y probablemente se hubieran tardado muchos mas dias en descubrir nuestras ilícitas relaciones, sino viniera á estorbarlo mi natural propension á mudar de vida. Propuse, pues, á la gitana que se viniese conmigo, y ella, que aun estaba mas enamorada que yo, prometió hacerlo en la primera ocasion que tuviese. No tardó esta en presentarse; porque habiendo atacado á la entrada de un bosque á tres caminantes que se dirigian desde Burgos á Celada, despues de haberlos desvalijado y dejado muertos en el acto, nos retiramos á descansar de nuestras fatigas á un corral que á los pocos pasos encontramos abandonado. Proponíanse en él mis camaradas comer y dormir algun tiempo para continuar la marcha antes que fuese de dia; y habiendo hecho con apetito lo primero, pronto consiguieron lo segundo. Entonces apliqué el oido, y conocí por sus destemplados ronquidos que todos profundamente dormian; y acercándome á la gitana, que hacia la dormida al lado de su marido, huí con ella llevándome al paso el caballejo y los efectos de mas importancia que tenia la compañía. Sabida es la aversion que los de mi raza tienen á los muertos; y para que la burla fuese completa, habiendo tropezado á la salida del bosque con los dos cadáveres de los caminantes, cogí, ayudado por mi Elena, que no dejó de resistirse bastante, á uno de ellos, y habiéndole puesto unos zagalejos y una toca de la misma gitana, fuí con mucho cuidado á colocarlo al lado de su marido. Mis compañeros, confiados en que yo los habia de llamar, pues estaban creidos que velaba para que todos estuviésemos con mas seguridad, no se dispertaron hasta muy cerca de rayar el dia; y lo que entonces pasó es demasiado célebre para que deje de contároslo. Todos se pusieron en pié con ánimo de marchar inmediatamente; y al ver el marido de mi dama que esta no se levantaba, llegóse á ella y asióla de un brazo para que lo hiciese. Pero cuál sería su temor y sorpresa al creer que el cadáver del caminante era el de su muger!. Empezó á dar lastimeros ayes; y cuando sus camaradas se apercibieron de su desgracia, huyeron como si á ellos mismos les persiguiese la muerte tambien. A los pocos pasos se acordaron de la cabalgadura y efectos que conducia en las marchas; y animándose unos á otros como si fuesen á emprender la operacion mas arriesgada, se decidieron á volver atrás por ellos. Entonces se echó de ver que habian sido robados: faltaba todo lo que buscaban; y faltando yo tambien, á nadie mas que á mí pudieron atribuir aquel robo. Mas no se crea que fué esto solo lo que les aconteció con motivo de creer que la gitana se habia muerto al lado de su marido; porque habiéndome visto con ella los cinco gitanos en un valle que hay entre Bujedo y Revilla, figuróseles que su espíritu habia vuelto á este mundo; y poseidos de un pánico estraordinario, echaron á correr en una conformidad, que parecia que tenian alas en los piés. Despues supe que me andaban buscando para darme mi merecido; y habiéndome abandonado mi amada por marcharse con otro, despues de cruzar en todas direcciones la sierra de Burgos buscando en que ejercitar mi habilidad, me dirigí á las orillas del Ebro, en donde supe que habia un hebreo llamado Baruch, cuya compañía y amistad me convenia por entonces. Presentéme, pues, á él, y para que me recibiese en su casa, no dudé en ofrecerle mis servicios por un corto estipendio. Mi solicitud salió bien despachada: Baruch, que era uno de los hebreos mas honrados que he conocido, recibióme con agrado, y en poco tiempo supe captarme su favor y confianza. Quiso saber mi orígen y procedencia; y cuando le referí la misma historia que á vos os he contado, no cesó en muchos dias de lamentarse del grave é imperdonable delito, que segun él cometí, en dejarme bautizar. Esta accion, que él calificaba de apostasía, era preciso borrarla con un acto esterior de la religion judáica; y Baruch, que en materia de ceremonias era demasiado pródigo, quiso por sí mismo circuncidarme, cosa que á la verdad me hizo bien poca gracia. Á los pocos dias de esta operacion salió mi amo de casa sin decirme adónde se dirigia; únicamente al tiempo de despedirse me dijo que el viaje era largo, y que por lo mismo me encargaba que cuidase de su hacienda con tal esmero que ningun detrimento encontrase en ella á su regreso. Tardó este en verificarse cerca de tres meses. Víle llegar alegre, y mostrarse tan afable conmigo, que aprobó sin replicar cuanto en su casa habia hecho en el tiempo que estuviera fuera de ella. Amós, me dijo entonces encargándome mucho el secreto, estoy completamente satisfecho de tu buen porte conmigo. Tu fidelidad no podré nunca premiarla; porque un perseguido hebreo que únicamente cuenta para mantenerse con el escaso producto de estas tierras que por sí mismo labra, no puede hacer mas por un criado, como tú, que asociarle á sus empresas... Sí, amigo mio continuó al ver mi sorpresa y admiracion, dentro de pocos dias morirá el rey don Enrique, y entonces la perseguida tribu de Judá recobrará el rango y los derechos que la son debidos. No pienses que te hablo de la venida del Mesías que esperamos, no; háblote tan solo de un príncipe que, habiéndose declarado protector de nuestra nacion, subirá con iguales derechos que su padre, al trono de Castilla. Este príncipe, para que no lo ignores mas tiempo, es el conde don Alfonso; el mismo á quien te he recomendado para que seas su confidente. Necesita tener á su lado una persona activa, fiel é inteligente; y habíendole hablado muy bien de tí, dispuso que cuanto antes marchases á ponerte á sus inmediatas órdenes.

Como se deja conocer, este nuevo acomodo me halagaba demasiado para que no lo aceptase. Dí las gracias á Baruch, y aquel mismo dia me puse en marcha para Gijon. Fuí bien recibido del conde: nombróme inmediatamente su despensero; y sin que él me lo mandase, me erigí en su consejero. Ocurrió entonces el notable suceso de que Baruch me habia hablado; y si don Alfonso no subió al trono de su padre, débese todo á la maldad y apostasía de Joseph Pico. Yo traté entonces de castigar su grave delito; yo ordenó su muerte y el rapto de su hija; y si por entonces fracasó nuestra empresa, ahora que cuenta con auxiliares tan poderosos, triunfará de todos sus enemigos.

A Ecequiel parecióle larga esta historia, sin duda porque tenia ganas de cenar y dormir; y Amós, que lo conoció, trató de compendiarla en muy breves palabras. Si lo consiguió, no es ahora nuestro ánimo el examinarlo, pues tenemos que ocuparnos de otro personage que nos inspira mas simpatías que él.

Capítulo XIX
En que se da cuenta del singular favor que el rey don Juan concedió á uno de sus mayores enemigos.

Desde el momento en que Ramiro supo con evidencia que la hija de Joseph Pico gemia encerrada en el alcázar de Gijon, empezó á reflexionar seriamente sobre su injusto proceder con el augusto señor de Castilla. Conoció entonces la bondad de este jóven soberano, y lleno de remordimientos por no haber antes reconocido los derechos conque se sentaba en el trono, corrió, despues de haberlo meditado mucho tiempo, á Zamora, para implorar su perdon. Parecia entonces que cansada la fortuna de odiar á los castellanos, abandonaba las banderas de los portugueses,que hasta allí tanto habia favorecido. Nuño Alvarez Pereira habia sido arrojado de las provincias del mediodia: el mismo maestre de Avis, que se habia adelantado hasta Coria, á cuya ciudad puso un riguroso bloqueo, se vió en la necesidad de levantarlo á la aproximacion de las tropas de Castilla; y por último, mientras que el duque de Alencastre no habia logrado apoderarse de la Coruña, el castellano ejército, mandado por don Juan en persona, rechazaba con grave pérdida al inglés, que se habia atrevido á sitiar á Zamora.

En tales circunstancias llegó Ramiro á la ciudad que acabamos de nombrar; y sus remordimientos siempre crecientes, obligáronle á presentarse al rey, á quien tanto habia odiado. Sin duda para interesar mas en su favor á este bondadoso príncipe, llevaba un lujoso trage que podia competir con los que usaban los caballeros mas ricos de aquella memorable época. Componíase de una finísima túnica de seda blanca recamada de oro, y con mangas tan largas que casi llegaban hasta los piés; de un manto ó capa de la misma tela, que aunque mas corta estaba bordada con igual riqueza; de un cinturon en que se veían brillar piedras de gran valor, y finalmente de unas botas primorosamente trabajadas, que concluían en punta de escorpion. Llevaba ademas ceñida su espada como caballero, y el pelo cortado sobre la frente. Pero al lado de un lujo tan deslumbrador, habia un signo de ignominia, un signo conque se marcaba al esclavo cuando incurria en la indignacion de su señor. Ramiro, que era uno de esos hombres que solo rinden tributo á la virtud, creíase tan culpable por haber atribuido al rey crímenes que jamás habia perpetrado, que sobre el magnífico trage que vestía llevaba una soga que pendia del cuello.

-Señor, dijo echándose á los pies del príncipe, el hijo de Men Rodriguez de Sanabria, el que siempre deseó vuestro esterminio, el que dirigió al cielo constantes súplicas para que anonadase vuestra dinastía, viene hoy á pediros perdon por haberos calumniado y tomado las armas diversas veces contra vos. El conoce que es indigno del bien que solicita; sabe muy bien que cabezas mas inocentes que la suya fueron entregadas al verdugo; pero no ignora tampoco que las bondades de un príncipe como vos, cuando imita á Aquel de quien es viva imágen en la tierra, son hasta cierto punto inagotables.

Al oir el rey estas palabras estuvo dudando de lo que responderia: habia transcurrido mucho tiempo desde la noche en que con Ramiro habla hablado en los pinares de Ontoria; y la multitud de negocios que diariamente le asediaban, le habian hecho olvidar las imprudencias de aquel jóven.

-Quién sois vos? le pregunta para que este ayude á su memoria.

-Señor, ya os lo he dicho; el hijo de Men Rodriguez de Sanabria, aquel seducido mancebo que habia creido cuanto de vos propalaban todos los hebreos de España.

-Levántate, Ramiro, esclama el príncipe tendiéndole sus brazos, y empieza desde hoy á participar de mi gracia y amistad.

-Ah! señor, repuso entonces el jóven, y será posible que perdoneis al que tanto os ha calumniado?

-Sí; de todo corazon te perdono, respondió el hijo de don Enrique.

-Tanta bondad me anonada, replicó Ramiro sin dejar su humilde postura. Yo habia creido que me íbais á tratar con todos los rigores de un príncipe ofendido, y acabais de ofrecerme vuestra gracia y amistad...

-Así son todas mis venganzas, Ramiro, contestó el rey; perdonando á mis enemigos cuando estos han conocido sus yerros, adquiero en cada uno de ellos un fiel vasallo que sabrá sacrificarse por mí. De otro modo, qué fruto sacaba de unos hombres que habiendo vivido estraviados, era yo la principal causa que muriesen en el error? Tú mismo, no eres un testimonio vivo de esta verdad? Si cuando me tenias por culpable hubiese enviado al verdugo para que te decapitase en la cabaña en que estabas recogido, qué fruto hubiera sacado de esta ejecucion? Por ventura me hubiera sincerado á los ojos de aquellos que me reputaban por un malvado? Yo estoy seguro que, lejos de conseguirlo, hubiera tan solo derramado la sangre de quien siendo jóven, aun puede ser útil á su patria.

Ramiro estaba conmovido al oir espresarse así á don Juan; y no pudiendo contenerse por mas tiempo abrazó sus rodillas, y eselamó enagenado de gozo y de esperanza:

-Oh, señor, y cuán noblemente pensais! Que no tuviera yo aquí á todos vuestros enemigos para que se convenciesen conmigo de vuestra regia bondad! Pero si tanta dicha no puede conseguirse, yo volaré de pueblo en pueblo, y á todos manifestaré las virtudes que adornan al príncipe por ellos calumniado: yo proclamaré en alta voz la venganza de un rey de Castilla: yo les exhortaré á que vengan á este alcázar á informarse por sí mismos del noble espíritu que os anima; y si hubiese alguno á quien inveterados odios obligasen á contradecirme, yo le compadeceria y seguiria con él la misma conducta que vos habeis seguido conmigo. Porque á un vasallo que tan generosamente perdonais, qué le resta que hacer para complaceros mas que imitar las bondades de vuestro regio corazon?

Tampoco el príncipe pudo contenerse por mas tiempo al oir espresarse así al hijo de Men Rodriguez de Sanabria. Volvióle á alargar sus brazos para que se levantase; y un instante despues se abrazaron estrechísimamente como si fuesen dos cordiales amigos, á quien la suerte despues de largos años reune impensadamente. Ramiro estaba vivamente conmovido: su gozo era tan grande como el pesar y remordimientos que le causaba la memoria de no haber dedicado toda su vida al servicio de un príncipe tan bondadoso; y para corresponder de alguna manera á un favor que muy pocas veces dispensan los reyes á sus súbditos:

-Basta ya, señor, basta ya, dijo al de Castilla; vuestras bondades quedarán indeleblemente grabadas en mi corazon. Mostradme á vuestros enemigos: señaladme el lugar que ofrezca mas peligro en la lucha que os veis obligado á sostener; y cuando con mi sangre selle mi adhesion á vuestra dinastía, así como ahora me perdonais, olvidad entonces que he sido ciego partidario de los hijos de don Pedro...

-Qué decís, Ramiro? le interrumpió don Juan; mi perdon es mas generoso, y mi venganza mas noble: quiero respetar tus juramentos y escrúpulos; y no creas jamás que yo exijo de tí el sacrificio de tus convicciones...

-Cómo, señor! replicó el infanzon; me negais el consuelo de serviros?

-Habeis jurado en otra ocasion, repuso el príncipe, pleito homenage á los hijos de don Pedro; y un rey que tiene en algo la conciencia de sus vasallos no debe quebrantar sus juramentos...

-Pero los juramentos injustos, respondió prontamente Ramiro, no deben de cumplirse. Si V. A. encuentra hombres justos é imparciales que le aconsejen lo contrario, entonces, bien á mi pesar, me someteré á sus decisiones.

El rey nada pudo responder á este argumento. Era demasiado amante de la justicia para que no respetase las razones que estaban conformes con ella, y por lo mismo contestó al infanzon:

-Acepto el generoso sacrificio que me haces de tu vida; desde este mismo momento prepárate para marchar con las tropas que se dirigen á sofocar la rebelion del conde don Alfonso.

El hijo de Men Rodriguez de Sanabria no supo disimular su alegría cuando oyó estas palabras al jóven príncipe. Aparte de su adhesion hácia él, en el alcázar de Gijon estaba encerrada la bella Abigail. Dar una prueba de su reconocimiento al soberano que le habia perdonado con tanta generosidad, y arrancar del poder del bastardo á la infortunada hija de Joseph Pico, era una empresa que te halagaba demasiado para que no la abrazase de todo corazon. Salió, pues, del alcázar de Zamora pensando tan solo en los medios de llevarla á cabo, y publicando de paso las bondades del rey de Castilla.

Capítulo XX
Como la fortaleza de Gijon cayó por segunda vez en poder de los soldados del rey de Castilla.

Acababa Amós de regresar de su espedicion á Lisboa, y de dar parte á su mal aconsejado amo de lo bien que habia sido recibida su embajada por el nuevo rey de Portugal, cuando el hijo de don Enrique, encontrándose ya sin enemigos esteriores que combatir, dispuso poner término á la escandalosa rebelion de su hermano. Sus tropas, mandadas por Diego Sarmiento, que habia sucedido á su hermano en la dignidad de mariscal, acercábanse á la villa de Gijon; y una armada compuesta de doce naves, recorria tambien los mares de las Asturias.

De esta vez era seguro el esterminio del Conde; porque prescindiendo del valor y disciplina de sus contrarios, estaban todos animados de una justa indignacion hácia un hombre que toda su vida no habia hecho otra cosa que causar disgustos á su hermano, y aumentar los males que por entonces padecia nuestra patria. Es cierto que él confiaba mucho en la entrada de los portugueses, y en la reciente invasion de los ingleses capitaneados por el duque de Alencastre; pero sus esperanzas acababan de desaparecer con la vergonzosa retirada de los primeros, y con la derrota del segundo. Érale, pues, preciso huir si habia de librarse del inminente peligro en que se encontraba; y tal vez lo hubiera hecho abandonando de nuevo la capital de sus estados, si las tropas y la armada de Castilla no le hubiesen cerrado el paso un poco despues que recibió aquellas desagradables noticias. Ya no habia por esto otro remedio para él, mas que el de buscar en las espadas y lanzas de sus enemigos una muerte que, aunque cruel, la preferia siempre á la humillacion de comparecer ante el airado rostro de don Juan.

Dispusóse, pues, para la defensa; y segun el odio y la desesperacion de que se encontraba animado, prometia ser aun mas encarnizada y tenaz que lo fuera aquella en que se vió obligado á entregar su espada á uno de sus mayores enemigos.

Por este tiempo Ramiro, convertido hacia algunos meses, gracias á su antiguo amigo del pueblo de las Dueñas, en un verdadero infanzon, presentóse en el campamento de Castilla. En él deslumbró á cuantos le componian con la riqueza y hermosura de su trage; y como la mayor parte creían que era algun señor de los que en aquella época poseían vasallos y castillos, apresuróse á sacarlos de su error. Díjoles bien pronto que todo lo debia á la amistad; y para que esta confesion fuese mas franca, no se olvidó de referirles la espantosa miseria en que habia estado sumido. Empezaron por esto todos los que le trataban á manifestarle un grande afecto; y el mismo Ferrando, que con su hermano se encontraba en el cerco, olvidándose de que por él habla sido vencido en el palenque de Burgos, se declaró por su mayor amigo.

Mientras tanto, Diego Sarmiento procuraba dar el golpe que meditaba con toda seguridad. Aunque no se habia encontrado en el primer cerco, conocia el carácter del conde; y aleccionado por la esperiencia que habia adquirido en otras campañas, guardábase mucho de sacrificar inútilmente la gente que comandaba. Es cierto que entre sus filas se encontraba el valor, pero tambien lo es que la desesperacion se albergaba en el pecho de los partidarios del conde. El medio, pues, que eligió para evitar una derrota y domar el orgullo del bastardo, fué el mismo á que apeló el primer mariscal de Castilla, esto es, un bloqueo en toda forma.

Este sistema era demasiado perjudicial para los intereses de don Alfonso, cuya situacion empeoraba cada dia. Él hubiera querido que los contrarios asaltasen el castillo para ensangrentarse en ellos desde sus torres y almenas; y cuando vió consumida su gente por la espantosa hambre que en lugar de víveres habia entrado en la villa, se decidió á acometer á los sitiadores en su mismo campo. La operacion era demasiado arriesgada; pero como él se propuso morir antes que rendirse, no retrocedió ante los peligros que ofrecia. Para salir de alguna manera con lo que deseaba, eligió una noche de las mas oscuras que durante el cerco habian sobrevenido; y dando con tal rabia sobre los contrarios, sembró por el momento la alarma y confusion en sus filas. Vióse entonces á Ramiro dar las mayores pruebas de serenidad y valor; y auxiliado por la bravura de los dos hijos de Pero Lopez de Ayala, que no quisieron abandonarle ni un instante, restablecer el orden en los tercios y escuadrones, que ya empezaban á ciar.

Sin embargo, como el choque fué tan violento é imprevisto, causó sensibles pérdidas entre los sitiadores; mas despues que estos volvieron de la sorpresa que les habia causado, llevaron en pocos instantes la derrota y esterminio al seno de los cercados. El mismo don Alfonso salió herido en esta sangrienta refriega; y cuando vió que no podia permanecer mas tiempo en el campamento de sus enemigos sin esponerse á caer en su poder, huyó á encerrarse nuevamente en el vetusto alcázar en que se guarecia.

Desde entonces púdose dar por concluida la lucha; al menos todos esperaban que diese oidos á las proposiciones que para entregarse le fueron hechas de parte de Diego Ruiz Sarmiento al amanecer del siguiente dia; pero una noticia que se divulgo al poco tiempo vino á desmentir la opinion general. Empezóse, pues, á decir con cierta reserva por algunos que pasaban por amigos y favorecidos del bastardo, que este personage se encontraba peligrosamente herido desde el combate de la víspera, y que habiendo conferido á su despensero todos sus poderes, no entregaria este el alcázar hasta tanto que Dios dispusiese del conde.

Algunos que conocian bien el carácter de Amós, empezaron á sospechar si traeria alguna diablura entre manos para librar á su amo de los riesgos que corria; pero bien pronto mudaron de modo de pensar, cuando al poco tiempo de esta ocurrencia, las campanas de Gijon anunciaron á sus consternados habitantes que ya no existia su conde.

Corrieron entonces los mas desconfiados al alcázar, y la vista del féretro en que se encontraba el que por tanto tiempo habia alterado el reposo de Castilla, los acabó de desengañar. La alegría entonces fué completa, porque con la muerte del turbulento señor, iban á mitigarse los trabajos que padecian sus oprimidos vasallos. Pero Amós, que tenia á su disposicion la escasa fuerza que guarnecia el castillo, reprimió el gozo de los que se habian adelantado á celebrar aquel acontecimiento. Conminó ademas con severísimas penas á los que hablasen de rendirse; y despues de haber tomado otras disposiciones que daban á entender su propósito de prolongar su resistencia, remitió al gefe de las tropas sitiadoras un espreso concebido en los siguientes términos:

«El conde don Alfonso no existe ya entre nosotros: herido mortalmente en la salida que hizo al frente de esta guarnicion, solo tuvo tiempo para otorgar su testamento y encomendar su alma á Dios. Deja todos sus estados á su augusto hermano el rey de Castilla; ordena que su cuerpo sea sepultado en la capilla mayor de la catedral de Lisboa, y que despues que allá sea conducido en una de sus naves, yo, que soy su despensero y encargado de todas estas disposiciones, os entregue á vos, que mandais las fuerzas sitiadoras, este suntuoso alcázar. Por mi parte todo está dispuesto para que se cumpla la voluntad del que fué mi señor: comunicad vos vuestras órdenes al almirante que manda la armada para que deje salir el bajel que lleva á Lisboa los mortales restos del finado, y al momento mandaré abrir las puertas del castillo para que de él tomeis posesion en nombre de vuestro augusto amo.»

Al leer Diego Ruiz Sarmiento esta comunicacion, solo replicó por medio de otra al que se la dirigia, que no habia necesidad de esperar á que sacasen el cadáver para que entrasen sus tropas en la villa. Pero habiéndole contestado Amós que el conde, al disponer que su cuerpo fuese trasladado á otra parte antes que se posesionasen sus enemigos del alcázar, habia sido para evitar cualquier insulto por parte de la soldadesca, y que ademas era necesario cumplir en un todo sus últimas disposiciones, facilmente accedió á lo que se solicitaba.

En cumplimiento, pues, de las órdenes que para esto comunicó el mariscal, formóse la armada que bloqueaba el puerto en dos filas, y por entre ellas pasó al poco tiempo un bajel, llevando sobre cubierta, para que todos lo viesen, el féretro en que iba el bastardo don Alfonso, último conde de Gijon.

Al mismo tiempo que esto pasaba, formábase el ejército sitiador para trasladarse á la villa, y ocupar de este modo la capital de los estados del conde. Ruiz Sarmiento esperaba por momentos que el testamentario que tanto aparentaba respetar las disposiciones de su amo, mandase abrir las puertas que su obstinacion tenia cerradas; pero se convenció bien pronto de su mala fé y de que habia sido burlado, cuando vió coronadas las almenas del alcázar por sus defensores, como si esperasen ser atacados. Recordó entonces al pérfido judío por medio de un heraldo el cumplimento de lo que habian acordado; pero el haberse negado á contestar categóricamente como él deseaba, acabó de demostrarle la maldad de su corazon. Su respuesta evasiva le hizo montar en cólera, y olvidándose del plan que se habia propuesto seguir en esta campaña, dispuso sus huestes para un asalto general. La indignacion de que estaba poseido se comunicó instantáneamente á sus soldados; y aquellos mismos caballeros é hidalgos infanzones que hasta entonces habian aprobado su plan, eran los primeros en preparar las escalas que habian de arrimar á los muros. El dia iba declinando, y la impaciencia de aquellos guerreros era tan grande, que á pesar de estorbárselo el mariscal, quisieron probar á sus contrarios que no se infringian impunemente los artículos de una capitulacion. Acércanse, pues, á la vetusta fortaleza los mas animosos cubiertos con sus escudos; siguen inmediatamente otros su ejemplo, y en un instante el antiguo alcázar en que por tanto tiempo se guareciera el orgullo y soberbia del bastardo, se vió rodeado de aguerridos soldados que pugnaban por subir á su altura. Nada hay que pueda compararse al valor que en esta ocasion manifestaron las tropas de Castilla; pero tampoco encontramos términos para describir la debilidad conque los contrarios se defendian. La injusta causa que habian abrazado tenia enervados su valor y energía; y el haber pasado al dominio de un hombre tan pérfido como Amós, habia estinguido la última chispa de su entusiasmo. Solo el hebreo bramaba de indignacion y corage; solo él, corriendo de un lado á otro y multiplicándose en todas partes, rechazaba los soldados del mariscal; pero sus esfuerzos eran demasiado escasos para contener la intrepidez de aquel enjambre de valientes que se habian propuesto aposentarse aquella misma tarde en el alcázar. Pero una idea terrible que se le ocurre en lo mas ensangrentado del combate, vino á paralizar por algun tiempo los progresos de los espugnadores: vuela precipitadamente al interior del castillo; arranca de la torre en que se encuentra encerrada á la hija de Joseph Pico, y la coloca en la parte mas atacada de los muros para que en ella se claven los muchos dardos que los sitiadores arrojan. La vista de esta hermosa jóven, semejante al iris que aparece despues de la tempestad, ó á la aurora que risueña aparece para estinguir las tinieblas de una oscura noche, llenó de admiracion á cuantos se encontraban asediando el alcázar. Hubo algunos que quisieron desistir del combate; pero otros, que todo lo anteponian al empeño de aniquilar á sus enemigos, empezaron á decir á grandes voces: adelante, adelante.

En vano Ramiro, cuyo dolor al ver tan espuesta á la amada de su corazon no conoció límites, gritaba con todas las fuerzas que presta el amor y la desesperacion: salvadla, salvadla; porque el ataque, despues de una corta suspension, seguia con el mismo encarnizamiento que habia empezado. Ya los soldados del mariscal estaban á punto de introducirse por un ángulo que parecia el mas desamparado; ya las flechas y dardos que otros arrojaban atravesaban el pecho de los que encerrados seguian defendiéndose, cuando Amós, que tan próximo veía su fin, quiere arrastrar á la eternidad que le espera á la candorosa Abigail. Acércase, pues, á ella; rompe las ligaduras conque á una almena la tenia asegurada, y trata de precipitarla á la profundidad de los fosos. Resístese la jóven á morir por un sentimiento tan natural á la criatura; pero sus débiles fuerzas no alcanzan á librarla de la muerte que la prepara su asesino.

Qué lance tan cruel para el hijo de Men Rodriguez de Sanabria, que atónito presenciaba aquella desigual lucha! Ver ya en la agonía á una muger tan digna de su amor; verla como la sencilla paloma en las garras del milano; verla perecer desgarrada por su fiereza y no poder socorrerla: oh! esto es demasiado cruel, y la pluma se resiste á describir un cuadro tan desconsolador. Pero en el momento mismo en que Abigail iba á ser precipitada, cuando tal vez no faltaba mas que sus blanquísimas manos se desprendiesen de una esquinada y negruzca piedra de la almena, aparece por detrás del pérfido hebreo un generoso jóven armado con una hacha de las que usaban ciertos militares de aquella época, y Ramiro, que sus deseos le hacen penetrar su intencion, vuelve á gritar con mas fuerza que nunca: salvadla, salvadla.

El desconocido guerrero enarbola su mortífera arma, descárgala en segnida con toda su fuerza sobre la cabeza del infame asesino, y un instante despues, el cadáver del despensero, semejante á una roca que se desprende de lo alto de una montaña, vino rodando hasta sepultarse en la profundidad de los fosos que circuían la fortaleza.

Entonces cesó la lucha: los soldados que defendian el alcázar, viéndose sin gefes á quien obedecer, abrieron las puertas á los espugnadores, concluyendo así la rebelion que tantos cuidados diera al augusto señor de Castilla.

No se descuidó Ramiro en buscar á su Abigail; y lo que pasó entre ellos así que se vieron despues de una ausencia tan larga como crítica y azarosa, nuestros lectores nos dispensarán de contárselo.

Faltaba aun una augusta señora á quien libertar del largo cautiverio en que se encontraba. Esta era la desventurada condesa de Gijon, cuyo matrimonio con el conde don Alfonso no fué mas que una larga serie de trabajos. El hijo de Men Rodriguez de Sanabria quiso ir en persona guiado por la hija de Joseph Pico á romper las cadenas que la aprisionaban; y á los pocos dias, cuando la princesa estaba disponiendo su viaje para marchar á vivir en compañía de la reina de Castilla, deseosa de dar á los dos amantes una prueba de su gratitud y amistad, fué madrina en sus bodas, despues de haberlo sido en el bautismo de Abigail.

Solo falta que digamos dos palabras del soldado que libró de una muerte cierta á la hija del tesorero. El odio que profesaba al favorito del conde por el mal trato que de él en diversas ocasiones habia recibido, fué el principal móvil de su buena accion. Sin embargo, Ramiro le buscó, y no contento con haber repartido con él los ducados que aun llevaba en su bolsa de cuero, le nombró su escudero, asociándole así á todas sus empresas.

Capítulo XXI
En que se refiere la historia de una muger, y en qué vino á parar toda la ambicion del antiguo maestre de Avis.

Por este tiempo llamaba la atencion de todos los cortesanos de Lisboa una bella estrangera, que se habia aposentado en las inmediaciones de la morada real. El lector deseará conocerla, y nosotros, que, deseamos complacerle, le diremos que es Jimena, aquella denodada muger que en el cerco de la antigua capital de Portugal cogió en sus manos la ensangrentada cabeza de Bermudo, que acababa de ser arrojada por medio de una máquina desde la plaza, y despues de presentársela al rey, desapareció con ella. Pero antes de manifestar las causas que la obligaron á vivir entre los crueles asesinos de su amante, séanos permitido referir su historia brevemente.

Jimena procedia de una noble y antigua familia de la Coruña. En sus primeros años tuvo la desgracia de perder á su madre; y siendo la mayor de cuatro hermanos que tenia, quedó en una edad muy temprana encargada del gobierno interior de la casa. No puede darse en una persona de su sexo mayor talento y prudencia que la suya: era el árbol á cuya sombra se cobijaban sus menores hermanos; y su padre, que se llamaba García, estaba tan satisfecho de su buen porte y gobierno, que resolvió á los pocos años de haber quedado viudo continuar su profesion de navegante, á que desde mucho antes estaba dedicado.

Si Jimena reunía en sí estas cualidades, las mas á propósito para mitigar el dolor que causa la pérdida de una muger que comprende sus domésticas obligaciones, estaba ademas enriquecida con otras que la prodigára naturaleza. Era alta y airosa; blanca como la espuma del mar; su larga cabellera parecíase á una madeja de finísimo oro; sus labios de carmin, á que asomaba de ordinario una ligera sonrisa, asemejábanse á dos tempranas flores que despues del invierno anuncian la primavera; sus ojos, aunque azules, eran espresivos, y reflejaba en ellos la grandeza de una alma estraordinaria; pero lo que sobre todo contribuía á que esta jóven fuese admirada de cuantos la conocian, era cierta magestad con que sabia revestir sus mas insignificantes acciones. Nadie que no la conociese la hubiera reputado por hija de un marino; y cualquiera que ignorase su orígen, facilmente la confundiria con las princesas de su siglo. Ademas de esto Jimena poseía muchas virtudes. Siempre pronta á llevar el consuelo á los que carecían de él, era una madre que amparaba á cuantos menesterosos llegaban á sus puertas. Odiaba la murmuracion y la frivolidad, tan comunes en las personas de su sexo; pero al lado de tan bellas cualidades, nos atrevemos á decir que habia un gran defecto: la hija de García era escesivamente aficionada á viajar. Decia muy á menudo que si hubiera nacido hombre, hubiera seguido la carrera de su padre; y que aun no perdia la esperanza de ver satisfecha en gran parte su natural inclinacion, pues cuando viese criados á sus hermanos, pensaba emprender espediciones lejanas. Esta pasion en ella dominante la hizo cerrar su corazon al amor en unos términos, que rechazó hasta con orgullo las magnificas proposiciones que por poseerla la hicieron muchos jóvenes de su tiempo. Llegó tambien al estremo, arrastrada siempre por ella, de dedicarse á la natacion, y en pocos meses salir tan consumada en el arte, que sus contemporáneos la llamaban la muger pez.

Pero no se crea que la hija de García faltaba de este modo á lo que prescribe el pudor. Las altas horas de una estrellada noche, ó las rocas de una playa desierta, servian para ejercitarse sin ser vista de lascivos ojos en el arte á que era tan aficionada.

Empero Jimena, que hasta entonces se habia mostrado tan esquiva, estaba en vísperas de amar con esceso; y aquel mismo ejercicio que tal vez eligiera para sustraerse de la dominacion que tanto aborrecia, fué la causa que su empedernido corazon se hiciese accesible á los halagos del amor. Ya hemos dicho que la noche y las rocas ocultaban á esta hermosa nereida cuando se arrojaba á un elemento siempre temible; pues ahora réstanos decir lo que le aconteció una tarde que salió á pasearse por una solitaria playa que distaba bastante de la ciudad en que vivia. El mar estaba bonancible; pocas veces los habitantes de la Coruña habian visto la costa menos combatida de sus furores; y la hija de García se deleitaba con tan bello espectáculo, antes de sumergirse segun su costumbre. Dominada, pues, con esta idea, llega á un punto en que cree no ser vista por nadie, se desnuda, y en breve tiempo se precipita en el mar. Pero esta incauta doncella no estaba tan sola como se figuraba. Acechábanla desde unas rocas que habia no muy lejos de aquel sitio dos desconocidos caballeros, á quienes una innoble pasion condujera hasta aquel retirado lugar; y tan pronto como la vieron volver á tierra despues de haberse recreado muy á su sabor en el elemento á que era tan aficionada, corrieron hácia ella para satisfacer sus brutales apetitos. Al principio el temor y la sorpresa hubieron de dar facilmente el triunfo á aquellos perversos; mas despues que Jimena se repuso, empezó con ellos una verdadera lucha. De cuantas armas puede disponer una vigorosa jóven cuando se encuentra en un lance tan crítico, de todas hizo uso aquella nereida gallega; mas por desgracia sus fuerzas no eran iguales á su gran corazon. Ella hubiera sucumbido en tan desigual combate, si á sus gritos no se hubiera presentado un apuesto mancebo, el cual, desnudando su espada, ahuyentó bien presto á los lascivos perseguidores de aquella nueva Susana.

Desde este momento puede decirse que el corazon de Jimena quedó enteramente transformado. Es cierto que esta joven siempre se habia negado á corresponder al amor de muchos caballeros que la habian pedido por esposa; pero tambien lo es que era agradecida, y que solo con su mano podia premiar un favor como el que acababa de recibir. El que la habia librado habia sido uno de sus muchos pretendientes; y si la hija de García se mostraba ahora indiferente con él, á buen seguro que podia decirse que era de peor condicion que las fieras. Jimena, pues, no pudo menos de mirar á su libertador con muy diferentes ojos que hasta allí, y tan pronto como se vió vestida, para lo cual se habia retirado algo el caballero, procuró darle las gracias.

-Os agradezco, generoso Bermudo, le dijo, el gran servicio que acabais de prestarme, y la memoria de merced tan señalada quedará indeleblemente grabada en mi corazon.

-Hermosa Jimena, respondió el enamorado mancebo, tambien en mí será eterna la memoria de este dia, porque salvándoos á vos, he salvado á la criatura mas digna de mi amor...

La hija de García, que entendió perfectamente el significado de estas palabras, procuró no contestar directamente á ellas, y solo se limitó á hablar del inminente riesgo en que acababa de verse.

-Desde ahora, dijo, han concluido para mí los paseos por estas playas solitarias. En ellas se albergan algunos malhechores, y una infeliz muger á quien conceptúan sola y abandonada como yo, debe de precaverse de su maldad.

-Pues groseramente se engañan, respondió de pronto el mancebo: yo estaré á vuestro lado y os defenderé siempre que se atrevan á ofenderos. No os priveis por eso de vuestra pasion por nadar, porque mi espada les hará entender el respeto que se debe á una doncella como vos.

Mientras estas palabras fueron pronunciadas con aquel fuego que solo es capaz de inspirar una violenta pasion, Bermudo presentó su brazo á la graciosa Jimena, y dentro de algunos instantes, embelesados con dulces coloquios, pusiéronse en camino para la poblacion. Á ella llegaron al anochecer; y el libertador de la hija de García, que solo por serlo se conceptuaba digno de su amor, no se separó de ella hasta que obtuvo la formal promesa de que al dia siguiente habia de ser recibido en su casa.

Si la jóven accedió á sus deseos, debe advertirse que fué tan solo para seguir con él unas relaciones que nada tenian de ilícitas: antes al contrario, Jimena esperaba el regreso de su padre para con su bendicion y consejo enlazarse con Bermudo; pero la infeliz que tales miras tenia, no preveía los insuperables obstáculos que se oponian á su completa felicidad.

Por de pronto, el mayor enemigo de su dicha era el padre de su amante, porque deseoso de aumentar en su familia los cuantiosos bienes que ya poseía, habia dispuesto que su hijo se casase con una jóven perteneciente á una de las primeras familias del pais.

Mas no se crea que fué solo este golpe el que la adversidad descargó sobre la hija del marino: al poco tiempo perdió uno tras otro á sus cuatro hermanos.

Víose entonces de cuánto era capaz el espíritu de esta heroina: aunque estraordinariamente afectada por las desgracias que acababa de esperimentar, no se dejó dominar ni un instante por el dolor que desgarraba su corazon. Siempre firme como una roca; permaneció al lado de sus moribundos hermanos; y despues que dejaron de vivir, ella sola dispuso todo lo necesario para que fuesen sepultados.

Ya hacia mas de un año que tales desgracias habia sufrido, cuando se avistó á larga distancia el buque que comandaba García. De esta vez iban á enjugarse todas sus lágrimas; porque aun cuando tenia que comunicar al autor de sus dias nuevas escesivamente tristes, como volvia de un viaje de los que entonces dejaban tanta utilidad, se prometia vencer de este modo la oposicion que encontraba en el padre de su amante.

Pero tambien en esto fué demasiado desgraciada: al poco tiempo ensoberbecióse el mar; crugieron espantosamente los vientos del aquilon; oscurecióse el cielo, y las nubes empezaron entre el estruendo del mil pavorosos truenos, á arrojar torrentes de agua sobre la tierra. La nave que conducia todas las esperanzas y porvenir de Jimena, no pudiendo resistir á un desorden tan completo de la naturaleza, zozobró al cabo; y aquella estraordinaria muger, que sentada al pié de la famosa torre de Hércules habia presenciado tan espantosa catástrofe, estuvo esperando á que la marejada arrojase los fragmentos de la embarcacion que acababa de naufragar.

Esta vez no esperó en vano: á la caida de la tarde de aquel mismo dia, cubrióse la playa con la mayor parte de los efectos que conducia la nave. Veíanse tambien, los cadáveres de los infelices náufragos; y Jimena, que deseaba tributar al de su padre los honores de la sepultura, fué la primera que bajó á reconocerlos. Al fin encontró el de García; y despues de haber guardado un cofrecito lleno de piedras de gran valor que junto á sí tenia, le estuvo, contemplando con una aparente insensibilidad. Pero querrán creer nuestros lectores lo que vamos a decirles? Jimena sufria interiormente lo que es indecible: su corazon encontrábase desgarrado por el dolor mas acervo, aunque en sus ojos no habia una lágrima que atestiguase su estremada sensibilidad. Lejos de parecerse á aquellas mugeres que con sus lamentos pretenden hacer partícipes de sus penas á cuantos las oyen, se esforzaba, aun á riesgo de pasar por cruel é insensible, en ocultar su afliccion.

De este modo sacó el cadáver de su padre de entre la arena; y despues que ordenó que se le diese conveniente sepultura, se retiró á su casa sin tener ya nada que esperar.

Empero Bermudo, que no desesperaba de poseerla, voló á su casa para consolarla en su nueva desgracia; y al verla cubierta de negro luto, y tan triste como la campana de media noche, no pudo contener sus lágrimas.

La huérfana entonces trató de consolarle á él; y apenas emprendió esta tarea, cuando su amante se convenció que era imposible encontrar una muger del temple de su amada.

Habíanse pasado ya algunos meses despues que estos sucesos tuvieron lugar, cuando Bermudo, no pudiendo vencer la ostinacion de su padre, determinó huir con la amada de su corazon. Al principio esta interesante jóven opuso alguna resistencia; mas despues, arrastrada por la amorosa pasion que la dominaba, prometió seguirle hasta los confines de la tierra.

La evasion se verificó de noche: el atrevido mancebo habíase provisto de un buen caballo; y la bella doncella, que no se habia olvidado de sus joyas, montaba una blanca y ligera hacanea.

De este modo entraron en Portugal; y el afortunado amante, que trataba de acreditarse de fiel y valiente en la guerra que entonces empezaba, se presentó inmediatamente á ofrecer sus servicios al rey de Castilla.

Recibióle, este monarca con aquella afabilidad que tanto le distinguia; y despues de haberle confiado puestos muy importantes en su ejército, premióle liberalmente los servicios que de él habia recibido.

Jimena seguia los reales; y era tanto su valor y ardimiento, que muchas veces estuvo á punto de disfrazarse, montar en seguida á caballo, y marchar á compartir con los valientes compañeros de Bermudo los peligros de la guerra.

Cuando, pues, se encontraba mas entusiasmada por la causa que se proponia defender y por el amor que la inspiraba su amante, la maldad de los portugueses encerrados en Lisboa, vino á privarla de la única persona que la amparaba en la tierra.

Desde aquel instante la heroina gallega corrió á avecindarse en la antigua capital que opuso tan gran resistencia á nuestras tropas: redujo sus alhajas á dinero; alquiló una casa en el mejor barrio de la ciudad: amueblóla con gusto y ostentacion; y habiendo tomado un page y una criada para que la sirviese, se vistió con tanta riqueza y elegancia, que se confundia con las grandes señoras de aquella época.

Presto corrió de boca en boca la noticia de su arribo: las cien trompetas de la fama publicaron al instante su hermosura, y los principales señores de Lisboa corrieron presurosos á ofrecer sus inciensos á esta deidad estrangera. Hasta el mismo rey, despues de verse libre de los cuidados que le inspirara la guerra con Castilla, solicitó su amor; empero la huérfana, que siempre habia de aparecer superior en todo á las personas de su sexo, despreció los galanteos del señor, así como en nada habia tenido los de sus vasallos. Qué muger es esta, se preguntaban admirados los lisbonenses, que siendo jóven y hermosa, se complace en tiranizar á todos los corazones, mientras el suyo empedernido no se rinde á ninguno?

Efectivamente, parecia que la hija de García no habia ido á la capital de Portugal mas que para tormento de sus habitantes. Tan hermosa, tan encantadora como era, paseábase por todas aquellas partes en donde tenia seguridad de que habia de ser vista y notada. Por las inmediaciones del regio alcázar, por la ribera del caudaloso Tajo, por las calles y plazas mas concurridas, en una palabra, por donde sabia que habia mas gente, por allí dirigia sus pasos acompañada unas veces de su page, y otras de su criada.

Todo esto aumentaba la curiosidad por sabor quién era, y los incentivos que su sola vista despertaba. El rey no pudo contenerse mas tiempo: escribióla manifestándola en sus cartas el amoroso fuego que ardia en su enamorado pecho, y no obtuvo contestacion que le satisfaciese. Suplicóla nuevamente, por conducto del conde de Barcelos, que correspondiese á su amor, y solo pudo obtener su consentimiento para que con ella tuviese una entrevista reservada.

Sin embargo, mucho era esto para quien se proponia conseguir lo demas por el atractivo de su persona y el brillo del trono que conquistára. El nuevo rey creyó tener la mayor dificultad vencida cuando el conde de Barcelos le notició la resolucion de la estrangera. Presentóse, pues, en su casa favorecido por la oscuridad de la noche, que no tardó en sobrevenir; y con muy corteses y estudiadas palabras, trató de probar el grande amor de que estaba poseido.

Pero la dama, que no estaba dispuesta á corresponder á él, sin faltar al respeto que le debia como á príncipe, hízole notar la inmensa distancia que mediaba entre una viuda que por circunstancias particulares habia buscado un asilo en su corte, y un gran rey á quien obedecian muchos pueblos y vasallos.

Como es de suponer esta respuesta desagradó al monarca; el cual para conseguir lo que deseaba:

-Bella Jimena, replicó, he conquistado un trono y aniquilado á tantos enemigos como á ello se oponian; y será posible que no conquiste un corazon como el tuyo?

-Tal vez, respondió tristemente la estrangera.

-Y por qué tanto rigor, preguntó el gran maestre, con quien tan de veras os ama? Si vuestra intencion era la de desahuciarme de ese modo, por qué me mandais venir á vuestra presencia? no bastaba que me dijeses que me odiabas, sin hacerm e pasar por la humillacion de decirme á mí mismo que tal vez no conquistaré nunca vuestro corazon?...

Entonces la jóven, tomando la actitud de una persona que está muy satisfecha de su poder é importancia, contestó:

-Yo creo que un rey de Portugal no debe ofenderse de que se le hable del modo que yo lo hice; porque es mas fácil para él dar muchas batallas y ganarlas, que conquistar el corazon de una estrangera, que se ha propuesto no concedérselo á nadie que no sea su esposo...

-Yo lo seré vuestro, repuso fementidamente el nuevo rey; yo compartiré con vos el trono de Portugal; y despues que haya venido la dispensa que hasta aquí me ha impedido casarme, os presentaré con ongullo á los cortesanos de Lisboa. Porque vos, Jimena, sois mas digna de reinar conmigo, que todas las princesas que hay en la tierra.

-Solo á ese precio, respondió con dignidad la hija del marino, os concedo mi amor.

-Hermosa Jimena, dijo el príncipe abrasándose en impuro fuego y besando al mismo tiempo una de sus blanquísimas manos, tampoco mi ánimo ha sido otro mas que el de ser vuestro esposo; creías otra cosa en quien tan sinceramente te ama?

-Nada esperaba en contrario, respondió la jóven, de vuestro gran corazon.

-Es decir, repuso el gran maestre, que mi dicha será completa?...

-Mañana á media noche os espero á cenar, dijo entonces la hija de García: procurad venir solo, y que nadie os vea entrar en esta casa, porque os amo ya demasiado para dar lugar á que de vos se hable sin respeto en vuestros estados.

El nuevo rey, despues de prometérselo así y despedirse de ella, salió mas enamorado de su casa que cuando habia entrado. Su alegría no conocia límites: envanecíase de haber conseguido engañar con falsas promesas á la encantadora estrangera que habia cerrado sus oidos á las lisonjas y galanteos de los principales señores de la corte; y cuando llegó á su palacio, lo primero que hizo fué participar toda su dicha al condestable Nuño Álvarez Pereira.

Al fin, despues de un dia que le pareció interminable, llegó el momento tan ansiado por el nuevo rey de Portugal, de salir de su palacio para la casa de su dama. Púsose para esto uno de los mas preciosos trages que tenia. No se olvidó de todas las insignias propias de su elevada gerarquía, ni de ceñirse una espada, cuyo puño estaba guarnecido de brillantes.

La noche estaba oscurísima; mas como el príncipe llevaba una linterna sorda debajo de una gran capa que le cubria, fuéle bastante fácil encontrar la casa adonde se dirigia.

Al entrar en el aposento en que la estrangera estaba, sorprendióle el aire de tristeza de que su rostro se encontraba bañado; pero lo que mas le llamó la atencion, fué el verla vestida de riguroso luto.

-Qué es esto, Jimena? la pregunta, qué significa ese negro trage y esa tristeza que se manifiesta en tu semblante, cuando ayer te dejé tan satisfecha y risueña? Por ventura, has perdido recientemente algun individuo de tu familia, ó?...

-Familia, le interrumpio tristemente la hija del marino, no tengo ninguna.

-Pues entonces?... volvió á preguntar el rey.

-Espero, respondió la dama, á un caballero que viene á cenar conmigo esta noche...

-Oh! Jimena, repuso el príncipe prontamente, eso no puede ser. Habéisme dicho que yo solo cenaré con vos; y no consentiré que otro se siente á la mesa.

-Sin embargo, replicó la estrangera, no podreis estorbarlo.

-Por qué? preguntó el gran maestre algo alterado.

-Os hablo de mi esposo, respondió la hija de García.

-Pues cómo, señora, preguntó el nuevo rey dando dos pasos hácia atrás, vos sois casada?

-Viuda, respondió la jóven sin poder contener una lágrima que rodó por sus megillas.

-Y esperais á vuestro marido, volvió á preguntar el príncipe, que venga á cenar con vos?

-Háme prometido que vendrá, respondió la heroina, y estoy segura que no faltará á su palabra...

-Vamos, tranquilízate, hermosa mia, la dijo entonces don Juan. No creais lo que no puede ser: si vuestro marido ha muerto, no os acordeis de él, pues yo estoy seguro que él no se acuerda ahora de vos.

-Ya está ahí, lo interrumpió la joven; ya oigo su voz que nos llama... Entremos, que ya nos está esperando en el comedor.

El rey, aunque creía que la dama padecia alguna enagenacion mental en aquellos momentos, siguióla con algun recelo á una pieza que estaba contigua, y su temor degeneró bien pronto en una completa turbación. Vió las paredes cubiertas de negros crespones, y una mesa en la cual habia tres cubiertos y otros tantos asientos; pero nada le desconcertó tanto como ver en el borde de la misma mesa y colocada en una fuente, que estaba muy ensangrentada, una humana cabeza. Su cabellera era larga y negra; tenia los labios abiertos y amoratados; sus dientes estremadamente blancos, y sus ojos cubiertos con largas pestañas, carecian ya de hermosura y brillantez.

La heroina conoce que es llegado el momento de descargar el golpe que tanto tiempo meditára; y al observar el desconcierto en que se encontraba la razon del antiguo maestre de Avis:

-Ahí tienes, le dice señalándole con el dedo, ahí tienes á Bermudo, á aquel desventurado embajador del virtuoso rey de Castilla, y á quien tú bárbaramente mandastes decapitar, arrojando como de vil precio su cabeza al campo de sus compañeros. Ahí le tienes, que viene á vengarse de tu estremada crueldad, y á anunciarte que muy presto serás triste despojo de la muerte, descendiendo rápidamente del trono que usurpastes, para precipitarte en el sepulcro... Compara, o rey de Portugal, sus facciones horriblemente contraidas por el frio de la muerte con su antigua gallardía, y vendrás en conocimiento de la inicua obra de tus manos. Prepárate á morir y á recibir el castigo que merece el crimen que perpetrastes; y mientras tu hora no llega, arrepiéntete tambien de haber solicitado el amor de la infeliz esposa de tu víctima...

La estrangera se proponia seguir apostrofando al lascivo príncipe; pero este, cuya imaginacion exhaltada en tan supremo momento le hizo ver no solo la cabeza de Bermudo, sino tambien un horrible espectro que airado le miraba, cayó sin sentido á los pies de la que solicitára por su dama.

Entonces esta estraordinaria muger se acerca á él, y arroja á su frente una porcion de sangre de la que se encontraba junto á la cabeza de Bermudo.

El rey vuelve en sí al poco tiempo; pasea su espantada vista por aquella lúgubre habitacion; llama á Jimena; pídele su auxilio á grandes voces; y como nadie le responde ni vuela á su socorro, cree que se encuentra en la tenebrosa region de los muertos. Hace no obstante un esfuerzo; consigue salir de aquella casa en que entrára con tanta alegría, y despues de bastante tiempo y trabajo, logra llegar á su alcázar.

Sus cortesanos al verle entrar pálido, desencajado y lleno de sangre, creen que está peligrosamente herido. Todos por esto se alarman, y cuando ve que corren hácia él preguntándole quien le ha herido, responde tristemente que Bermudo, el embajador del rey de Castilla.

Desde esta terrible noche pocos momentos logró de sosiego el antiguo maestre de Avis: á cada instante creía ver la ensangrentada cabeza de Bermudo; y herida cada vez mas su imaginacion con la memoria de la lúgubre escena que dejamos trazada, representábasele tambien la irritada sombra del conde de Uren.

De este modo fueron tristes y amargos los dias que ocupó el trono; é ínterin que se acercaba al sepulcro por instantes, la heroina gallega, llevando consigo la cabeza de su idolatrado amante y los dos criados de quienes se habia servido en Lisboa, entró en Castilla para anunciar á su rey que ya quedaba vengado.

Capítulo XXII
De un estraño personage que despues de todas estas cosas, apareció en Castilla.

A todos aquellos que menos encono habian mostrado contra las empresas del turbulento conde de Gijon habian encomendado á Dios su alma, cuando empezó á decirse de una manera vaga que se habia aparecido á algunos de sus mas acérrimos partidarios. Esta noticia, trasmitida por los que en otra época fueron sus vasallos, llenó de espanto á las tímidas gentes de Castilla. Decíase por estas, que don Alfonso solo se aparecia de noche ó á la caida de la tarde; añadíase que recorria los pueblos dando tristes alaridos, y exhortando á cuantos habian seguido sus banderas á que se arrepintiesen de su crimen, pues él por no haberlo hecho, estaba condenado á errar de esta manera por una larga serie de siglos. En fin, cada uno aumentaba á medida de su temor y deseo; pero como todos los dias llegaban noticias que confirmaban cuanto se habia dicho de aquel célebre personage, los mas descreidos, ó como si dijéramos los espíritus fuertes de aquel tiempo, temian á cada paso encontrarse con él.

Sus temores no eran en verdad infundados; porque el bastardo, despues de haber recorrido las Asturias, habíase presentado en algunos pueblos de la provincia de Burgos. Su aspecto era el de un miserable á quien los hombres rechazan de sí con dureza: llevaba su rostro sucio y desaliñado, y ademas rasgadas sus vestiduras en unos términos, que apenas podian cubrir las desnudeces de su cuerpo exánime y enflaquecido.

Cuando se atrevia, obligado por el hambre, á salir de los bosques en que habitaba por el dia, los consternados vecinos de los pueblos en que entraba creían que era llegado el momento en que Dios sin piedad iba á juzgarlos. Una tarde, entre otras, entró en el pueblo de Quintanar: encontrábanse entonces sus vecinos entregados unos á las labores propias de su profesion, mientras otros descansaban de las fatigas de un largo y penoso trabajo, á las puertas de sus casas. Viéronle, pues, pasar por una calle, y en cuanto se apercibieron de que era él, al instante se encerraron en sus casas. Y don Alfonso, que solo la necesidad le obligára á dejar su guarida, se quedó tan solo como si estuviese enmedio de un hórrido desierto.

De Quintanar dirigió bien presto sus pasos á lo mas enmarañado de los bosques que le rodean; y habiendo visto á larga distancia una hoguera, fuése acercando á ella, temeroso siempre de que si por allí habia gente, huyese á su aproximacion.

No fueron vanos sus temores: aunque suplicando á unos pastores que estaban sentados al rededor de ella que no le temiesen, puesto que él ningun daño les hacia, echaron á correr en cuanto le conocieron.

Afortunadamente para él, dejaronse unos pedazos de pan y carne que estaban comiendo, y con ellos pudo el orgulloso bastardo satisfacer su estremada necesidad.

A la tarde del siguiente dia, atrevióse á emprender un nuevo viaje. Esta vez no fué el pueblo de Quintanar adonde se dirigió, sino á una ermita situada entonces en la falda de un elevadísimo monte que dominaba á una aldea llamada Bribiestre. Estaba seguro que el mundo á quien tanto habia amado y servido no le queria en su seno, y trataba de buscar en la religion los consuelos que aquel le negaba.

El ermitaño, aunque tan separado del trato y comercio con los hombres, no dejaba de tener algun conocimiento de lo que en el mundo pasaba. Los que atraidos por la fama de sus virtudes llegaban á su estrechísima celda solicitando sus oraciones, manifestábanle de paso las revueltas y guerras que entonces traían agitados los ánimos. Por ellos habia sabido las desgracias de nuestros ejércitos en Portugal, y la defeccion del conde don Alfonso, á quien como todos suponia muerto. Tampoco ignoraba sus recientes apariciones; y como todos los habitantes de aquella tierra, estaba temiendo ser visitado por tan estraño personage.

Dirigióse, pues, este desgraciado príncipe á la ermita: entró en ella al mismo tiempo que el solitario se entretenia en cavar en un huerto que caía á espaldas de su celda; y mientras tanto el conde devoró en breves instantes las escasas provisiones del anacoreta.

Llegó en esto el momento en que el asceta, dejando su trabajo, se restituyó á su celdilla; y al encontrar en ella á un hombre, cuyas señas convenian con las que le habian dado del bastardo, le preguntó lleno de temor:

-Quién sois vos?

-Escuchad, respondió aquel personage, desterrad todo temor, y oidme sin prevencion. Soy el conde don Alfonso.

-Jesus! El conde don Alfonso!... esclamó el solitario poseido de un verdadero pánico.

Y sin esperar otras razones, con una agilidad que no era de esperar en una edad tan avanzada como la suya, echó á correr por entre los árboles y malezas que abundaban por aquella tierra.

El desventurado príncipe estuvo entonces decidido á poner término á una existencia tan desesperada como la suya; mas despues que lo pensó un poco, se decidió por seguir al ermitaño. «Es viejo, se decia á sí mismo, y por mucho que corra, bien podré alcanzarle.

Apenas concibió este pensamiento, cuando empezó á seguir al que tanto le temia.

Aunque al principio el acelerado paso del ermitaño hacia creer que andaria en poco tiempo muchas millas, bien pronto su estremada vejez le obligó, bien á su pesar, á detenerse para tomar aliento y descansar. Esto dió la victoria al que le seguia, el cual, como mas jóven y repuesto ademas con el alimento de los pastores y lo que encontrara en la celda, le alcanzó; y para que el anciano no se le escapase, le sujetó abrazándose á él fuertemente.

Jesus mil veces! decia este. Asístame Dios en este peligro, y líbreme del poder de mis enemigos...

-Escuchad, vuelvo á deciros, decia mientras tanto el conde. Yo no soy del número de vuestros enemigos, ni por aquí vengo á haceros daño...

-Pues qué quereis? le preguntó el viejo algo mas tranquilo.

-Contaros mis cuitas, respondió don Alfonso, y pediros vuestros consejos.

-Está bien todo eso, volvió á decir el asceta; pero vos para qué los necesitais, si los muertos jamás se los han pedido á los vivos?

-Ahí está vuestro error, respondió el bastardo; yo no he muerto, y por lo mismo os los pido.

-Cómo? preguntó admirado el anacoreta y respirando como si le hubiesen aliviado de un peso enorme que llevase sobre sus hombros.

-Lo que oís, padre mio, dijo el desventurado príncipe procurando infundirle confianza. Yo no he muerto, vuelvo á deciros; y para convenceros de esta verdad, oid el orígen de ese error, tan lamentable para mí, en que todos estan.

-Pues soltadme, repuso entonces el solitario, porque yo os doy palabra de serviros en cuanto me mandeis.

Hízolo así don Alfonso, y en seguida habló de esta manera:

-Creo que ya teneis noticia del último cerco que sufrió mi villa de Gijon. Á la verdad estrecháronme tanto los soldados de mi hermano, que fué preciso tratar de abandonarla por no caer en poder de mis enemigos. Este fué mi parecer desde el primer dia, porque no ignoraba que el término de la lucha habia de ser favorable á los sitiadores; pero mi despensero Amós, por cuyos consejos me guiaba, quiso defenderse confiado en ciertas promesas del rey de Portugal, que no pudo, ó no quiso cumplir. Cuando yo, pues, conocí que la rendicion de mi alcázar era inevitable, aprovechándome de la circunstancia de haber caido herido, hice esparcir la noticia de que habia muerto al poco tiempo, y de que en mi testamento ordenaba que me sepultasen en la capilla mayor de la catedral de Lisboa. No hubo uno solo de mis vasallos, á escepcion de Amós, que fué el autor de este ardid, que no creyese mi muerte. El mismo Diego Sarmiento celebró un acontecimiento que le libraba del mayor de sus enemigos; y despues de algunas contestaciones habidas entre él y mi despensero, ordenó al almirante del mar que dejase pasar libremente á mi supuesto cadáver. Yo iba colocado en un ataud en que respiraba con bastante dificultad; mas despues que me encontró en alta mar salí de él, y entramos en Lisboa. Lo primero que hice, fué presentarme al nuevo rey y darte cuenta del triste estado de mis negocios para que tratase de mejorarlos; y aunque me prometió hacerlo así, no llegó á cumplir su palabra. Canséme al fin de esperar en vano; y viendo que se me acababan los recursos para subsistir con la decencia que requeria mi clase, abandoné aquella capital y me vine á España. Á mi entrada en este reino conocí que mi vista causaba espanto y turbacion; traté por lo mismo de desvanecer el temor que infundia, y solo conseguí aumentarlo, porque cuanto mas me acercaba á las gentes, mas huían estas delante de mí. Vos sois el único á quien he podido hablar en tanto tiempo como ha que vago por estas asperezas, y vos debeis de ser el que destruya el error en que con respecto á mí estan la mayor parte de los pueblos de Castilla.

-Está bien, conde don Alfonso, dijo el ermitaño despues de oir esta relacion, yo os prometo hacerlo así, y reconciliaros ademas con vuestro augusto hermano. Mañana mismo partiré para Valladolid, adonde dicen que ha venido el rey: me presentaré á él, y no dudeis que os alcanzaré su perdon. De este modo recuperareis vuestros estados, y volvereis á ser tan feliz y respetado como lo fuísteis antes de vuestra rebeldía. Pero atended á estas palabras que voy á deciros: no penseis mas en la corona de Castilla; porque si su posesion acarrea tan grandes disgustos, á cuántos peligros no espondrá su ambicion?

-Sé muy bien cuanto me decís, replicó el bastardo, pero yo no podré vivir un solo momento sin pensar en el trono que ocupó mi padre...

-Conque es decir que aun pensais en conspirar? preguntó admirado el cenobita.

-Con sola esa idea salí de Portugal, respondió el conde de Gijon.

-Pues entonces, disimulad lo que voy á deciros: yo no me comprometo á impetrar del rey ninguna gracia en favor de quien piensa ofenderle nuevamente.

A estas palabras, que el anacoreta pronunció con toda aquella gravedad á que tanto se presta la ancianidad y la virtud, nada por el pronto respondió el bastardo; mas despues de meditar algun tiempo sobre lo que habia de decir:

-Sea así, dijo; yo respeto los motivos que os obligan á espresaros de ese modo; pero si en vos hay nobleza para no ocultarme lo que os inspira vuestra conciencia, en mí hay orgullo para rechazar toda idea de reconciliacion con el rey. Por lo mismo suspended vuestro viaje; y si por mí quereis dejar vuestro retiro, sea tan solo para convencer á los engañados pueblos de que existo no como espectro ó fantasma, sino como un desgraciado á quien el poder de su hermano despojó de sus heredamientos y lugares.

-Yo no podré decir mas que la verdad, respondió el anacoreta.

-Esta me basta, repuso el conde.

Y fijando sus ojos por última vez en su interlocutor, desapareció por lo mas enmarañado de aquellas asperezas.

Como se deja conocer por lo que antecede, don Alfonso no habia renunciado á sus ensueños de vanidad y grandeza. Parecido á aquellos pecadores que cuanto mas se acercan al sepulcro mas se obstinan en vivir en su incontinencia, preferia el errar por las selvas á humillarse y reconocer los derechos con que don Juan se sentaba en el trono. No le bastaban tan grandes reveses y desengaños para arrepentirse: de todo prescindia; y si alguna vez habia sentido en su corazon el tropel de sus remordimientos, á fuerza de reincidir habiase encallecido su conciencia. Él buscaba á todos aquellos que estaban descontentos del príncipe que entonces ocupaba el trono. Su objeto era ponerse á su frente; reunir las reliquias de todos los partidos en que por tanto tiempo Castilla estuviera dividida; y aparecer nuevamente como una maligna constelacion que amenaza abrasar á la tierra. Su calidad de príncipe, el haberse sentado poco antes en el trono de Castilla un bastardo arrojando de él á un rey legítimo, y sobre todo su turbulento carácter, le animaban para llevar á cabo esta tan descabellada empresa.

Volvió, pues, á recorrer los pinares y asperezas de la sierra de Burgos; introdújose nuevamente en sus pueblos; pero el recibimiento que en ellos encontraba, siempre era igual al que habia tenido anteriormente. Es decir, que sus habitantes, creyéndole muerto en Gijon, le suponian aparecido en espíritu para purgar entre ellos los grandes crímenes que habia perpetrado. Parecia que la infinita misericordia de Dios descargaba sobre él todos estos golpes para que reconociéndose de sus pasados estravíos, implorase el perdon de su hermano; mas como su corazon se habia obstinado en seguir hasta el fin la senda que su ambicion le trazára, todo era inútil para hacerle retroceder al buen camino.

Pero esta vida errante y salvage, necesariamente habia de acabar pronto con él; y al paso que su naturaleza se debilitaba por momentos, su razon se disminuía tambien. A fuerza de tan largas como penosas vigilias, siempre meditando en su pasada grandeza y en los medios de recuperarla, llegó á perder el juicio; y lo que siempre habia mirado con desprecio, esto es, la quiromancia y la astrología judiciaria, fue un objeto muy digno de su veneracion. Deseando saber en dónde encontraria uno de esos adivinos que en aquella época abundaban mas que en la nuestra, preguntó en la aldea do Bribiestre por él; y como en este lugar, gracias al ermitaño, no le tenian ya por fantasma, sino por hombre de carne y hueso, dijéronle que en las inmediaciones del pueblo de Carazo habia una vieja que conocia por las rayas de las manos el porvenir de las gentes. Allá se dirigió; y como las señas que le habian dado eran demasiado seguras, presto encontró á la que buscaba. Esta infernal Sibila no estaba sentada en el trípode como la cumena; pero en cambio encontróla el bastardo arrellanada sobre un hogar en que abundaba mucho mas la ceniza que la lumbre.

-Vengo, la dijo don Alfonso así que entró en su miserable cocina, á que me digais cuál es el porvenir que me depara la fortuna.

-Y puedo saber quién sois? preguntó la vieja.

-Nada, nada; no hay necesidad de eso, respondió el antiguo conde: yo vengo á preguntaros lo que seré mañana, y no á deciros lo que soy.

Esta respuesta desconcertó á la adivina, porque no la esperaba: ella creía que aquel desconocido la referiria los principales acontecimientos de su vida para formar por ellos sus falsas profecías, que es lo que de ordinario acontece con semejante familia; y para salir del compromiso en que se encontraba:

-Pues traed vuestra mano, dijo con bastante serenidad.

-Aquí teneis las dos, respondió el bastardo presentándoselas.

Entonces la vieja empezó á reconocer con mucho detenimiento todas las arrugas y rayas de aquellas manos que en otro tiempo debieron ser hermosas; y despues de haber arqueado estraordinariamente las cejas, y hecho otros gestos no menos ridículos, dijo:

-Puedo aseguraros, señor, que estais en vísperas de ser completamente feliz: los males que os cercan desaparecerán bien pronto, y por medio del fuego os purificareis de todos ellos.

Halagado don Alfonso con este vaticinio, que tan bien cuadraba con sus deseos, salióse inmediatamente de casa de la adivina, y se dirigió nuevamente al pueblo de Bribiestre.

Por su desgracia habíase prendido fuego aquel dia al monte que domina á esta aldea, y creyendo demasiado á la vieja de Carazo, formó al instante el proyecto de arrojarse á las llamas.

«Ella me dijo, se decia á sí mismo, que por medio del fuego me purificaré de todos los males que me rodean... Arde la cúspide del monte, y precisamente cuando acabo de oir estas palabras... Quién dudará, pues, en vista de esta notable coincidencia, que ese fuego se ha encendido para mí?... Sí; yo entraré en él proscrito y cubierto de harapos, y cuando salga seré el señor mas temible que se encuentre en los estados de Castilla...»

Estas palabras, pronunciadas con toda la vehemencia que su desordenada razon le dictaba, le hicieron subir con denuedo á la eminencia en que ardian hacinados una gran multitud de pinos en que abunda toda aquella comarca. No obstante, notábase en el semblante de don Alfonso un no sé qué de terrible y sombrío; y cuando el calor y resplandor de las llamas llegó á darle en el rostro, detúvose algun tiempo como atemorizado ante el suplicio que le esperaba. Animóse mientras tanto al gran sacrificio que su ambicion exigia de él; y despues de haber contemplado aquella horrorosa pira, abre sus brazos y arrójase en aquel océano de fuego, que en pocos momentos le redujo á cenizas.

Pocos tuvieron noticia del trágico fin del conde de Gijon; y aunque ninguno derramó una lágrima que atestiguase su dolor, sintiólo á par de muerte su virtuoso hermano el rey don Juan de Castilla.

Capítulo XXIII
Del imprevisto fin del héroe principal de esta verídica historia.

Al concluirse el verano del año de mil trescientos noventa empezáronse á difundir por todas las provincias que componian los dos reinos de Leon y Castilla, los mas siniestros rumores: decíase, pues, con la mayor reserva, que el rey don Juan habia muerto en Alcalá precipitado por un caballo. No faltaba quien asegurase que habia sido envenenado por los grandes en venganza de haberse negado en las cortes de Guadalajara á confirmarles todos los privilegios que los otorgára su augusto padre; y tambien habia quien, llevado de su buen deseo, se esforzaba en probar que al rey ningun mal habia sucedido, fundándose en que á su inmediato sucesor, ni se le habia reconocido ni mucho menos proclamado en ningun pueblo de la monarquía.

A la verdad, este último modo de discurrir estaba conforme con lo que otras veces habia sucedido, y era muy bastante para consolar por el momento á los que mas afligidos se encontraban con las nuevas que corrian; mas por desgracia, los rumores de que hablamos arriba, lejos de estinguirse, continuaban embargando todos los ánimos. Es cierto que nadie se atrevia á asegurar la muerte del rey; pero tambien lo es que el silencio que observaban los que en semejantes casos tienen obligacion de tranquilizar al pueblo, autorizaba la infausta nueva que tenia consternados á los habitantes de Castilla.

Al fin díjose, por quien podia saberlo, que aunque don Juan no habla muerto, estaba peligrosamente enfermo en las inmediaciones de Alcalá.

Esta segunda noticia fué para algunos la confirmacion de la primera, mientras que para otros sirvió de alivio, por la esperanza que tenian de ver repuesto al monarca de la enfermedad de que le suponian agravado.

Si tan grande interés inspiraba á los vasallos la vida de su augusto señor, era mucho mayor el que manifestaban los príncipes y la reina doña Beatriz. Esta ilustre señora, que se encontraba en Talavera, adonde era ida despues de haber pasado el verano en Segovia, emprendió, ansiosa de aclarar la verdad, el camino para Alcalá.

Era ya imposible ocultar por mas tiempo cuanto habia en el caso; y conociéndolo así el arzobispo don Pedro, salió á recibir á la reina hasta cerca de Torrejon, con ánimo de manifestarla cuanto habla sucedido. La entrevista entre estos dos personages tuvo lugar no muy lejos del pueblo que acabamos de nombrar. Don Pedro Tenorio, en cuanto avistó á la regia comitiva, echó inmediatamente pié á tierra. Otro tanto hicieron los que le acompañaban; y adelantándose el prelado, él por sí mismo detuvo las riendas del caballo que montaba doña Beatriz.

-Señora, dijo al mismo tiempo á esta princesa, tengo que hablar á V. A., y la calidad de las noticias que tengo que poner en su conocimiento exige que lo haga sin testigos.

-El rey, arzobispo, en dónde está? preguntó la hija de doña Leonor sin poder contenerse.

-El rey... venid, señora, que yo os daré noticias de él, repuso el prelado prontamente.

Entonces hizo la princesa una señal, y acercándose uno de sus escuderos la ayudó á bajar del caballo. Don Pedro se retiró un poco con ella del sitio en que estaba la comitiva, y en seguida la dijo:

-En las grandes adversidades, señora, es cuando deben los príncipes mostrar aquella grandeza de alma que heredaron de sus ilustres progenitores. De otro modo, qué les aprovecha el trono y la magestad que les rodea, si han de manifestar esa debilidad tan propia de las almas comunes? El dolor no debe de tener entrada en el corazon de los reyes; y si por desgracia llegase á aposentarse en él, deben de esforzarse á espeler un huésped que tan mal cuadra con la altísima dignidad conque estan revestidos. Vos, señora, debeis darnos hoy mismo una prueba de que sois digna de que se os tenga por superior á todas las personas de vuestro sexo, y de que aun en el nuestro no encuentra vuestro valor muchas copias...

El prelado iba á continuar en su arenga sin saber cómo habla de comunicar á la reina la noticia que á él, por mas que se esforzaba en ponderar el valor y serenidad que deben de mostrar los príncipes, tanto le preocupaba y afligia; pero aquella princesa que no aprobaba en este punto sus doctrinas, y que ademas deseaba saber toda su desgracia:

-Padre mio, dijo, qué es lo que quereis significarme con esas palabras? Por ventura ha muerto el rey? Si es así, decídmelo cuanto antes: no me omitais ninguna circunstancia de las que hayan contribuido á privarme de un esposo tan digno de mi cariño.

Don Pedro creyó llegado el momento de comunicar á la ilustre princesa la infausta nueva que iba á desgarrar de dolor sus entrañas; y despues de haberla dirigido algunas palabras exhortándola á la conformidad con las disposiciones del cielo:

-Señora, la dijo, el rey don Juan ha sido Dios servido de llevarle para sí...

Al oir estas tristes palabras la hija de los reyes de Portugal, lanzó un grito y cayó desmayada en los brazos del ilustre prelado. Acudieron entonces los cortesanos que desde una corta distancia presenciaron su deliquio; y habiéndose recobrado un poco despues, y oido algunas otras palabras, que para consolarla la dirigió nuevamente el arzobispo, entró en una litera que para este caso allí estaba preparada, y en seguida echaron á andar hácia Alcalá.

La comitiva caminaba triste y silenciosa: notábase en el rostro de cuantos la componian el profundo dolor de que estaban poseidos; y así que llegaron á una gran tienda de campaña, poco distante de la villa, detuvóse el arzobispo, que caminaba delante, y despues de haberse apeado, fué á recibir á la augusta viuda, que en aquel momento se bajaba de la litera.

Doña Beatriz no pudo entonces contener los ímpetus de su amor: entró precipitadamente en la tienda, y habiendo derramado su vista en derredor de sí, presto se encontró con el féretro en que yacía el augusto señor de Castilla. Arrojóse dando lastimeros ayes sobre aquel frio cadáver, y la acerbidad de sus penas, aumentó las que padecian cuantos estaban presentes.

Luego que el llanto reemplazó á los multiplicados sollozos de aquellos fieles señores y vasallos, habiendo conseguido antes que la augusta viuda se separase del féretro y tomase asiento como convenia á su dignidad, el arzobispo don Pedro habló á todos de esta manera:

«Bien sabeis, ilustres señores, lo que aconteció el dia nueve del actual mes, en que el rey fué por nuestra desgracia arrojado á bastante distancia de su caballo. Pero lo que sin duda ignorais fueron los motivos que yo tuve para ocultaros la triste noticia de su muerte, y no manifestárosla hasta este mismo momento en presencia de esta desconsolada princesa, que hoy viene á compartir con nosotros su amargura y dolor. Hallábase el rey con salud y en edad vigorosa; acababa de restituir la paz á sus pueblos, concluyendo un tratado de paz con los ingleses, y ajustando unas treguas con los portugueses que debian durar seis años; habia dictado en las cortes de Guadalajara las providencias mas á propósito para hacer la felicidad de sus reinos; y últimamente dirigíase á las provincias del mediodia para hacer revivir en ellas la paz y la justicia, cuando el Omnipotente, en cuya presencia son nada todas las potestades de la tierra, puso fin de un modo tan imprevisto á un reinado que ofrecia ser próspero y duradero. Ahora bien, qué sería de Castilla, de esta herencia desgraciada que acaba de perder á su augusto señor, si yo no hubiese tenido la prudencia de ocultar tan lamentable pérdida hasta asegurarme de la lealtad de las tropas que guarnecen nuestros alcázares? Yo estoy seguro, señores, que las parcialidades mal reprimidas de los grandes, en cuanto se apercibiesen que ya no estaba la virtud en el trono se apresurarian á declararnos la guerra atrincherados en sus almenas y elevados castillos: tambien lo estoy de que el portugués, aprovechándose de nuestras discordias, invadiria nuestras provincias, y señalaria con sangrienta huella su paso por todas ellas. Y entonces, señores, quién sería capaz de oponerse á la ambicion de los grandes, á los escesos de los pecheros y á las conquistas de los estraños? Por ventura recurririamos al príncipe don Enrique, cuya temprana edad aun necesita de todos nuestros cuidados? apelariamos sino á esta ilustre princesa, cuando está amargamente llorando su viudez y horfandad? Y si nuestros males eran tan grandes que los príncipes no podian remediarlos, á quién nos volveriamos para que nos consolase en tan gran cuita? Yo creo que á solo Dios, porque los hombres carecerian de fuerza y voluntad para hacerlo. Por lo mismo, yo que preveí el aluvion de desdichas de que estábamos amenazados, oculté la muerte del rey, y mandé en su nombre cuanto creí oportuno para disipar la deshecha tormenta que iba á estallar sobre nuestra hermosa patria. Todo lo preveí y ordené con acierto para salvar la herencia desgraciada de don Juan, y trasmitírsela incólume á su inmediato sucesor, á quien hoy mismo proclaman en Madrid por rey de Leon y Castilla. De este modo volverá á estar la virtud en el trono, y mientras nos dedicamos á servir al nuevo rey, imitemos las virtudes del que de una manera tan impensada acaba de bajar al sepulcro. Acordémonos sobre todo del modo que tenia de vengarse de sus enemigos, el cual, como es notorio, consistia en perdonarles todas sus ofensas. Aun hay entre vosotros quien puede por sí mismo atestiguar esta verdad; y si el desventurado conde de Gijon no hubiera perecido, tambien él nos podria esplicar en qué consistia la venganza del rey de Castilla.»

En medio del dolor que embargaba el ánimo de los circunstantes pronunció el arzobispo el precedente discurso, y llegó á preocuparlos en unos términos la honda pena que desgarraba su corazon, que no se cuidaron de informarse de las circunstancias que acarrearon la muerte del príncipe, cuya pérdida lamentaban.

Nosotros respetamos esta omision, hija de su acendrada lealtad hácia un monarca tan digno de ser amado; pero el lector, que ha tenido la bondad de seguirnos hasta aquí, encontrará en la historia del próximo reinado de don Enrique, que nos proponemos escribir mediante el auxilio de Dios, los pormenores de tan gran desgracia.

Fin del libro segundo

Libro III

Capítulo I
De la conversacion y combate que tuvo lugar en la venta de la Estrella.

A una gran nevada que cayó á fines del año de mil trescientos noventa, sucedió un claro y hermoso dia de los pocos que suelen verse durante el invierno en la áspera y fria sierra de Burgos.

Con semejante motivo, una gran parte de los habitantes de aquellas asperezas dirigíanse por diversas sendas á una feria que entonces se celebraba en el pueblo de Salas de los Infantes.

Como es de suponer, cuantas ventas se encontraban al paso, veíanse llenas de marchantes que iban á proveerse de lo que mas necesitaban para el gobierno de sus casas. Solo en la venta de la Estrella, situada en los altos de Bribiestre, era en donde no hacia alto ninguno de los que se dirigian á Salas, circunstancia que, unida á lo agrio y desapacible del sitio, tenia de muy mal talante al ventero, que en union de su cara mitad allí moraba. Al fin este dia pudo consolarse, porque cuando ya á nadie esperaba apeáronse á la puerta de la venta dos hidalgos del pequeño pueblo de Castrillo de la Reina, que regresaban á sus hogares despues de haber estado detenidos bastante tiempo en Almazan por la nieve que habia caido.

El ventero, que tan honrados huéspedes vió entrar en su casa, corrió á ofrecerles cuanto en ella tenia; y aunque traían un robusto espolista, que se las podia apostar á la mula mas andadora, quiso ayudar á este á meter las cabalgaduras en la cuadra.

Pero como la atencion principal se la llevaba el cuidado de los caballeros, en cuyo obsequio, digámoslo así, habia atendido antes que á nada á las caballerías, presto voló á su presencia.

-Vengo, les dijo, á recibir vuestras órdenes: mandadme cuanto gusteis, que al instante sereis obedecidos.

-Sepamos antes, contestó uno de ellos, qué es lo que teneis que darnos á comer.

-En este momento, respondió el dueño de la venta, no hay mas que pan y vino.

-Eso no es bastante, replicó el mismo huésped, para quien trae hoy andadas mas de ocho leguas pisando siempre nieve, y sin haber catado cosa caliente en todo el dia. Pardiez que teneis vuestra venta bien provista! Parecéme que lo mejor, añadió dirigiéndose á su compañero, será que montemos otra vez, porque para pan y vino no necesitamos detenernos aquí.

-Y el vino, para completar la fiesta, preguntó aquel á quien las últimas palabras fueron dirigidas, será de la ribera de Aranda, eh?

-No señor, no, contestó el ventero prontamente que temia perder la ganancia con que muy anticipadamente habia contado, es de lo mejor que se coje en Aragon. Vamos, quédense sus mercedes, que yo les prometo en poco tiempo ponerles una comida que ni el rey la tendrá hoy como ella.

-Y qué pensais darnos? volvió á preguntar el hidalgo que al parecer no estaba por el vino de la ribera de Aranda.

-Todo lo que hay, que no es poco, respondió nuevamente el dueño de la venta.

-Qué diablos, replicó el mismo huésped, vos os burlais! Pues no acabais de decir que no teneis mas que darnos que pan y vino?

-Eso sí es verdad, respondió el ventero; pero añadí que en este momento.

-Dice bien, repuso el otro hidalgo; yo recuerdo esas palabras; y con tal que nuestro patron cumpla la última que acaba de darnos, bien podemos detenernos hasta la hora de nona; porque al fin y al cabo, hemos madrugado mucho, los caballos han andado bastantes leguas en poco tiempo, y lo que es mas que todo, el mozo debe de encontrarse rendido. Despues que hayamos descansado, estoy seguro que sin apretar mucho nos sobrará dia para llegar á la Aldea.

-Sea así, contestó á estas razones su compañero.

-Señores hidalgos, dijo entonces el dueño de la venta con la mayor alegría, hay pollos y un carnero muy gordo: elijan sus mercedes lo que mejor les cuadre, y su gusto será una sentencia de muerte para los animales que se crian en el corral de mi casa.

-Yo al carnero me atengo, respondió uno de los huéspedes.

-Pues yo, dijo el otro, soy del mismo parecer; pero cuidado, añadió dirigiéndose al patron, que yo ya sé lo que pasa en estas casas; y si el diablo os tienta á darnos oveja por el cornudo animal de que nos hablais, puede ser que os quitemos la cabeza.

-No señor, no, contestó el ventero sonriéndose; esté su merced seguro, que no comerá mas que carnero.

Despues de concluido este diálogo, marchó el patron á degollar una de las reses que conservaba para aquellas ocasiones en que su venta se veía mas favorecida, y mientras tanto los huéspedes pusiéronse á hablar de los asuntos que habian motivado su viaje. Pero al poco tiempo se vieron obligados á interrumpir su conversacion por la llegada de un infanzon á quien acompañaba su correspondiente escudero.

El lector ya conoce á este nuevo personage, pues es aquel Ramiro que tan buenos servicios prestó en el último cerco de Gijon; y debe de suponer, que cuando en aquellas circunstancias se alejaba tanto del sitio en que se encontraba la corte, algun negocio de la mayor importancia le obligaba á hacerlo.

Reservado como lo habia sido siempre que se trataba de cumplir con alguna mision de las muchas que durante su vida le confiáran personas muy elevadas, solo se propuso en cuanto vió á los hidalgos, hablar de objetos indiferentes; pero esta vez le salió errado su cálculo, porque los huéspedes, que habian estado mucho tiempo en uno de los pueblos mas apartados de Castilla, deseaban saber lo que pasaba en una época en la que todos pronosticaban muy grandes é inmediatas revueltas.

-Señor infanzon, le dijo por esto uno de los hidalgos, á lo que parece su merced viene ahora de la ciudad de Burgos, ó de algun otro pueblo de su comarca; y en verdad que si es así, trabajo le habrá costado el haber andado las doce leguas que desde aquí echan á aquella ciudad.

-Sí por cierto, amigo, repuso Ramiro, son doce leguas mortales; y lo que es peor, no se puede dar un paso sin esponerse uno á perecer.

-Ya se ve, como ha caido tanta nieve, dijo el otro hidalgo de Castrillo, nada tiene de particular.

-Lo peor será cuando se derrita, añadió su compañero, porque entonces saldrán los rios de madre, y muchos pueblos se encontrarán enteramente incomunicados.

Oh! si eso sucediese, reptiso el otro hidalgo, cuando las parcialidades de los grandes empezasen á hacerse la guerra! entonces veríamonos libres de su encono; y como no tendrian medios para subsistir, fácilmente se concluiria la matanza, robos y demas escesos de que estamos amenazados.

-Sí, es verdad todo eso, replicó el otro; pero como las avenidas de los rios no podian durar tanto como su ambicion, volveríamos á ser el juguete de sus caprichos.

El hijo de Men Rodriguez de Sanabria á todo esto callaba: conocia que aquellos dos hidalgos no pertenecian á ninguno de los dos partidos que entonces se disputaban el mando, cosa que á la verdad no le desagradaba, porque él solo era partidario del rey; si supiese que ellos lo eran tambien, ya no tendria tanto motivo para mostrarse con ellos tan reservado.

-Si la nieve, dijo para esplorar el ánimo de sus interlocutores, sirviese para ahogar en su orígen las maquinaciones de aquellos que pretenden anular el testamento que el último rey hizo al frente de la plaza de Cillorico, desde ahora daba por bien empleados los trabajos y privaciones que me ocasionó la última nevada. Pero mucho me temo que ni la nieve ni el agua sean capaces de contener las desordenadas pasiones de algunos grandes, que aprovechándose de la corta edad del nuevo rey, pretenden aumentar sus estados á espensas de la corona. Pasma su avaricia, admira el modo como solicitan el aumento de sus cuantiosas rentas, y el número de sus vasallos. Unos quieren ser condestables, otros tutores del hijo del malogrado don Juan, aquellos piden sin rebozo ser incluidos en el número de los regentes y gobernadores del reino, estos gritan y amenazan si no les señalan sendos ducados de renta al año; y por último, todos se conceptuan con derecho á arrancar uno por uno los ricos florones de la corona de Castilla. Sus espadas estan por la mayor parte vírgenes: todavía ninguno ha teñido la suya en agarena sangre; y si por casualidad la ha desenvainado, ha sido tan solo para defender sus mezquinos intereses. Y mientras tanto, cuál es el estado en que se encuentran nuestros comunes enemigos, esos hombres que vomitó el desierto para desolacion y ruina de nuestra hermosa patria? Ah! Ellos á la sombra de nuestras discordias prosperan, ellos se afirman en un país que solo pisan para nuestra ignominia; é ínterin que los mas orgullosos señores de nuestra época se preparan para mutuamente destruirse, acuchillan sin piedad los escuadrones que en mal hora condujo á las fronteras de Granada el desventurado maestre de Alcántara don Martin Yañez de la Barbuda.

Al concluir Ramiro de pronunciar estas palabras, fijó en sus interlocutores los ojos: vió la alegría retratada en su semblante; y desde este momento conoció que aquellos hidalgos eran acérrimos partidarios del rey. Ellos por su parte no dejaron tampoco de manifestar con palabras parecidas á las del infanzon, sus simpatías por el augusto menor, y despues de suplicarle que les acompañase á comer, se sentaron en cuanto él lo hubo hecho á una mesa de pino toscamente labrada, pero cubierta con un mantel muy limpio. Entonces uno de los hidalgos, que ya mucho se le habla aficionado, y que por lo mismo gustaba de su conversacion, le dijo nuevamente.

-Nosotros ignoramos la mayor parte de cuanto ocurre en Castilla; venimos de uno de sus pueblos mas apartados, nos dirigimos ahora al de la Aldea del Pinar, adonde vamos á recoger la herencia que nos ha dejado un tio que murió hace muy pocos dias, y luego tenemos por precision que pasar á la ciudad de Burgos. Vos, señor infanzon, podreis decirnos si podremos hacer este viaje sin riesgo de que suframos algun menoscabo en nuestras personas y haciendas; porque hablando francamente, nunca hemos sido gente de guerra, y no quisieramos por lo tanto encontrarnos en parage en que la hubiese.

-No encuentro inconveniente en que allá vayan sus mercedes, respondió el hijo de Men Rodriguez de Sanabria. En Burgos todo está tranquilo; y la única novedad que algun tanto ha traido alterados los ánimos en estos dias, ha sido la muerte que el pueblo indignado hizo dar á una vieja que en el pueblo de Carazo pasaba por una célebre adivina.

-Cómo es eso? preguntaron casi á un mismo tiempo los dos hidalgos de Castrillo.

-Sí, respondió el infanzon, pagó en un solo dia todas sus supercherías y enredos. Mas como será necesario, segun veo por la curiosidad que me manifestais, que yo os refiera su trágico fin, permitidme antes que os dé cuenta de las razones que tuvo el justicia mayor para acceder á los deseos de muchos que pedian su muerte.

-Con que hubo todo eso? volvieron á preguntar aquellos hombres que cada vez se iban aficionando mas á la conversacion.

-Sí, hubo, respondió Ramiro de Sanabria; oidme: no le valieron al desgraciado don Martin Yañez de la Barbuda, que antes os he nombrado, sus grandes riquezas, su inmenso poderío é influencia para ser supersticioso. No se le puede negar que poseyó un corazon en el cual jamás pavor tuvo entrada, y una alma dotada de toda aquella actividad y energía que tan necesarias son en la guerra; pero al lado de tan escelentes cualidades, habia el gran vicio de que antes os hice mencion. Púsosele en la cabeza que él solo habia nacido para aniquilar á los musulmanes que aun tienen esclavizada una buena parte de nuestra España: tachaba de inoportunas, y muchas veces de traidoras, aquellas disposiciones que por no poder mas tendian á ajustar algunas treguas con nuestros crueles enemigos; pronosticaba á sus caballeros casi siempre triunfos muy señalados; y por último, aseguraba con mucha seriedad, que por revelacion sabia la inmarcesible gloria que estaba reservada á sus armas. Pero no fué él solo el autor de este dislate: tambien en él tuvo parte esa maldita vieja que tenia engañados á los vecinos de Carazo y á otros pueblos de la comarca. El maestre creía cuanto de ella aseguraban gentes ignorantes y sencillas; y si se le queria ver irritado no habia mas que contradecirle en este punto. Todavía me acuerdo de una disputa que tuvo con el obispo de Burgos sobre la supuesta virtud de la adivina. Defendia este prelado que á muy pocas personas revelaba Dios lo que está por venir, y que eran de una virtud tan estraordinaria aquellas á quienes favorecia de este modo, que su sola vida era el mejor garante del cumplimiento de los sucesos que vaticinaban. De aquí deducia que la muger de Carazo era una impostora de las muchas que abundan en el mundo; porque ademas de los muchos vicios que la dominaban, recurria al exámen y combinacion de las rayas de las manos para vaticinar á cada uno su suerte futura. El maestre de Alcántara alegaba en favor de su Sibila, el que se habian verificado todos sus pronósticos, sin que se pudiese mencionar uno tan solo que saliese equivocado. Fuése por esto acalorando la disputa; y cuando el obispo dijo que de buena gana hubiera ya mandado prender á la vieja sino se lo hubieran estorvado sus muchos negocios, montó en cólera el maestre, y sin respeto á la altísima dignidad del prelado, díjole que á él era á quién se debia castigar ejemplarmente, para que en lo sucesivo respetase á una muger á quien Dios tan visiblemente favorecia. No contento con esto hizo un nuevo viaje a Carazo; y esta vez la adivina hablóle tan á su gusto, que en cuanto regresó á Burgos no pensó mas que en reunir sus caballeros y en marchar al combate. Estos intrépidos guerreros no obedecian mas que á la voz del deber y no se cuidaban de las imposturas de la supuesta Sibila; pero don Martin Yañez de la Barbuda, que á todos queria comunicar los errores de su corazon, reunió hasta cinco mil peones de toda broza, gente allegadiza é indisciplinada, que mas prestaban para roturar eriales que para la guerra, y con ellos marchó á las fronteras de Granada. Al llegar retó á aquel rey por medio de sus embajadores á que hiciese campo con él, y en el caso en que el reto no se aceptase, les previno que propusiesen al moro que entrasen en la liza, veinte, treinta ó cien cristianos con tal de que el número de los contrarios fuese doblado. Mas prudentes los moros que quien así los incomodaba, no hicieron ningun caso de la embajada mas que para maltratar de diversos modos á los embajadores, Semejante proceder indignó sobremanera á don Martin; y confiando demasiado en las palabras de la vieja y en la justicia de la causa que defendia, se dispuso á romper por las tierras de los infieles. Todavía no faltó quien en tan críticos dias tratase de disuadirle de tan temeraria empresa. El rey mismo, á pesar de ser tan niño y estar en poder de tutores, trató de apartarle de su mal propósito; y los hermanos Alonso y Diego Fernandez de Córdova, saliéndole al camino, y confiando en su autoridad y palabras, le dieron las siguientes con igual objeto: «Adónde vais, maestre, á despeñaros? Por qué llevais esta gente al matadero? Vuestros pecados os ciegan y os acarrean vuestra perdicion. Si despreciais tanto vuestra vida, por qué no os condoleis de estos pobrecillos á quienes guiais al matadero? Volved por Dios en vos mismo, desistid de vuestro intento, y refrenad los ímpetus de vuestro ardoroso corazon. Atended á los consejos que os damos los que interesados estamos en vuestra suerte y en la de nuestra patria; y antes que llegue el daño, de que os vemos amenazado, volved de vuestro mal camino, y esperad mejores dias.» Ningun caso hizo don Martin de semejantes razones: habíase infatuado hasta el punto de creer que estos consejos eran obra de la envidia; y dando la orden de atacar inmediatamente á los musulmanes, se puso con sus indisciplinadas tropas sobre la torre de Ejéa situada en la misma frontera. Pero, ¡ay! y cuán pronto conoció, aunque demasiado tarde, su funesto error. El rey moro se presentó repentinamente con un ejército de cinco mil de á caballo y ciento veinte mil de á pie; y despues de separar á los peones de los caballeros, empezó en todos ellos una horrible carnicería. Los primeros fácilmente fueron vencidos por ser como antes os he dicho gente de toda broza, y que no prestaba para la guerra; pero los segundos, arremolinados en una pieza á pesar del número escesivo de sus contrarios, cayeron como buenos demostrando al morir que eran dignos de contarse entre los primeros héroes de la tierra. Pero si esto puede decirse de la ínclita milicia de Alcántara, sacrificada tan inútilmente en aquel desgraciado dia, qué voces habrá bastantes para describir el valor con que se batió el gran maestre? Efectivamente, no es fácil encontrar arrojo que se parezca al suyo, serenidad que se le iguale, y generosidad en dejarse acuchillar antes de entregar su espada al enjambre de enemigos que le cercaban. Al fin sucumbió pero fué despues de haber probado á la morisca la diferencia que hay entre un caballero cristiano y un sectario de Mahoma. Su cuerpo es cierto que quedó cubierto de horrorosas heridas sobre aquel campo enrojecido con su sangre; pero tambien lo es que por ellas salió su alma á ceñirse los inmarcesibles laureles destinados en la eternidad para los héroes cristianos. Luego que por los pueblos de Castilla se esparció la voz de tan gran desastre, todos culparon la temeridad de don Martin Yañez de la Barbuda, y la maldad de la falsa Sibila que con sus supercherías la habia ocasionado. Las madres lloraban á sus hijos, las esposas á sus maridos; y como el gran maestre, á quien acababan de dar en Alcántara honorifica sepultura, ya no podia responder, acordaron de vengarse en la que tan funesta espedicion habia aconsejado. Volaron, pues, á Carazo, apoderáronse de la adivina y maniatada para que no se les escapase, la sepultaron en uno de los mas lóbregos calabozos del castillo de Burgos. Pronto se le sustanció la causa: los jueces no encontraban en ella los crímenes de que la acusaba la multitud: únicamente aparecía como una de esas impostoras que viven seduciendo á los incautos; pero el justicia mayor, cediendo al torrente que pedia su muerte, la condenó á ser quemada viva. El espectáculo que en el dia de la ejecucion presentaba la plaza de Burgos, era en demasía aterrador para que deje de describirlo. Figuraos un gran tablado al cual se subia por unas veinte gradas, y enmedio un madero espetado de mas de cinco pies de altura; añadid á esto los combustibles que en gran cantidad hacinados debajo habia; los verdugos que esperaban la llegada del fatal momento para ejercer su funesto encargo, y las gentes que, mas bien atraidas por la novedad, que por la compasion, llenaban la plaza, y os habreis formado una idea algo imperfecta del imponente cuadro que en semejante dia presenció el vecindario de Burgos. Pero si estos preparativos eran por sí solos capaces de imponer al corazon mas esforzado, cuál sería el efecto que causaba en todos aquellos que abrigaban en su pecho sentimientos de compasion, al ver á la desdichada adivina caminar al suplicio? Por mas que se diga, nunca los escesos de un criminal son tan grandes como la compasion que inspira, cuando se ve en el tremendo caso de satisfacer por todos ellos entre los tormentos de un afrentoso patíbulo. Y de ser esto así, dieron una prueba cuantos asistieron á la ejecucion de la desventurada anciana de Carazo: ni uno solo de cuantos allí se encontraban dejó de lamentarse por su triste fin; y cuando la vieron subir los escalones del cadalso todos sin distincion la compadecieron. Al poco tiempo un grito general de dolor anunció la muerte de la adivina; porque el fuego que el verdugo, despues de haberla atado al palo, acababa de prender á los combustibles, subia ya á una inconmensurable altura. Presto dejó de existir aquella desdichada: sus lamentos confundiéronse en vano con los de la multitud; y sus cenizas, como si fuesen indignas de reposar al lado de las de los demas mortales, fueron llevadas por el viento á una distancia larga. Este fin tuvo la que con sus embustes y enredos contribuyó á la última de nuestras derrotas; y si bien es cierto que los males que nos acarreó con ella son muy dignos de llorarse, tambien lo es, que habiendo pagado su merecido, dejó ya de ser para nosotros un objeto de aversion.

Las últimas palabras de Ramiro fueron tambien escuchadas por un caballero que acababa de apearse á la puerta de la venta; el cual, á pesar de ser uno de los principales criados del duque de Benavente, carecia de la educacion y finas maneras que tan bien dicen en las personas de su clase. Pero si estaba destituido de estas cualidades que tanto ennoblecen al que las posee, en cambio imponia respeto con su aspecto feroz y su modo de hablar brusco y grosero. Era ademas determinado: contábanse de él mil fechorías; y el hijo de Rodriguez de Sanabria, que le conocia, comprendió al instante que algun encargo, contrario á los intereses que él defendia, le conducia por aquellas asperezas.

-Grandemente, dijo al entrar, habeis ponderado á estos hidalgos la quema de esa pobre muger de Carazo! Yo supongo, señor infanzon, que acabais de contar una historia; y como al hacerlo habreis omitido de intento muchas verdades, me permitireis que yo refiera otra.

-Y la vuestra, le preguntó Ramiro reprimiendo su ira cuanto pudo, será mas verídica?

-Oh! de eso no dudeis, respondió el criado del duque con una sonrisa demasiado insultante, porque yo jamás he mentido.

-Es decir que yo?...

-Sí, vos mentís, le interrumpió prontamente el recien llegado.

-Vive Dios! repuso el hijo de Men Rodriguez rompiendo los diques que contenian su furor, que mi espada tomará venganza de la ofensa que acabais de hacerme.

-Guardad vuestras iras para mejor ocasion, repuso con calma infernal el deslenguado interlocutor; echad una rápida ojeada sobre vuestra vida, y os convencereis, sino lo estais, de que sois un traidor y un despreciable perjuro. Qué se hizo sino de aquel juramento que de fidelidad prestásteis al rey don Pedro y á sus hijos? En dónde está aquella palabra que dísteis á vuestro padre de que haríais guerra sin tregua ni descanso á la dinastía de los Trastamaras? Y finalmente, vuestras promesas á la duquesa de Alencastre y al desventurado conde de Gijon, en qué han venido á parar? Ah! Pudieron mas en vuestro corazon las dádivas y favores de don Juan, y de enemigo suyo que érais, os convertísteis en uno de sus mas fieles servidores. Y para esto fué para lo que alborotásteis á Castilla? Merecia la pena vuestra apostasía para que por ella hubiérais sacrificado á tantos infelices como os seguian en aquel sangriento encuentro de Rodilana? Callad, pues, y no digais que decís verdad delante de quien sabe toda la historia de vuestra vida, de quien está muy al corriente de todas las causas que jurásteis defender y despues abandonásteis con la mayor perfidia.

Podíase comparar el pecho de Ramiro cuando su fiero antagonista le decia estas palabras, al embravecido mar cuando interiormente se encuentra agitado por el destructor vendaval. Jamás habia creido encontrarse con quien le dijese verdades tan amargas, ni quien tan inconsideradamente le tratase delante de dos desconocidos. Él, que siempre habia sido esclavo de sus convicciones y compromisos, oirse llamar apóstata y traidor! Él, que blasonaba, y con justa razon, de leal, ser reputado en aquel momento por un pérfido, que habia contribuido á la pérdida de las causas que habia abrazado!... Mas por desgracia habia en las palabras de su interlocutor algo de verdad, y él no podia contradecirlas. Sin embargo, cree tener derecho á que su enemigo refiera las causas de su aparente infidelidad, y reprimiendo aun su ira:

-Vos, Nuño Martinez de Villayzan, le dice, vos que estais tan enterado de todas las particularidades de mi vida, debeis de apresuraros á referirla tal como es en justo desagravio de la verdad y de mi reputacion. De lo contrario, la lengua conque habeis pronunciado tan escandalosas injurias, por mi mano os será cortada.

-Pues ni será esto, ni aquello, respondió el recien llegado con la misma frialdad: apenas yo dé una voz, llenaráse esta venta de soldados, y maniatado como debeis estarlo, os conducirán en compañía del ermitaño Juan Sago á los estados del duque mi señor.

-Cómo! Qué decís? esclama Ramiro como si hubiese recibido la mas triste nueva. Os habeis apoderado del ermitaño?

-Sí, del ermitaño, respondió Nuño Martinez; de ese impostor que acabais de nombrar, para que en un público patíbulo pague todas sus falsedades. De esta vez acabáronse para siempre sus maquinaciones é intrigas. Ya no será el agente secreto del arzobispo de Santiago, ni vos vendreis á consultar con él lo que debeis hacer para aniquilar el partido del duque de Benavente. Tambien debo decir á estos hidalgos, á quienes referísteis la muerte de la adivina, que no es á ella á quien deben atribuirse las recientes desgracias de la milicia de Alcántara en la frontera de Granada. Juan Sago fué el que indujo al gran maestre á emprender operacion tan arriesgada como temeraria; y vuestros compañeros, para encubrir este crimen, no titubearon en cometer otro atribuyendo la culpa á la desventurada anciana que acabais de quemar en la plaza de Burgos.

Bien hubiera querido el antiguo partidario del desgraciado don Pedro tomar por sí mismo enmienda de tantos insultos como en poco tiempo le prodigára el insolente Villayzan; pero eran de tal naturaleza las últimas palabras que acababa de dirigirle, que no se atrevió á desenvainar su espada. Cruzóse, pues, de brazos, inclinó la cabeza sobre el pecho, y empezó á meditar sobre los medios de salvar la causa que con tanto entusiasmo como conviccion abrazára en el regio alcázar de Zamora.

De su estupor y abatimiento vino á sacarle su fiero contendor con estas palabras:

-Vos, Ramiro de Sanabria, que tanto tiempo há que unísteis vuestra suerte á la del ermitaño Juan Sago, seguidme, para que tambien en una misma prision permanezcais hasta que otra cosa disponga el duque mi señor.

-Cómo así? pregunta el infanzon; tambien quereis apoderaros de mí? Oh! lo que es esto os costará mas trabajo de lo que os parece!...

-Toda resistencia es inútil, repuso Martinez de Villayzan; la venta está rodeada de soldados, y os será imposible escapar.

-Ya veo, contestó el hijo de Men Rodriguez de Sanabria, que habeis tomado muy bien vuestras medidas, y que por lo mismo no hay mas remedio que sujetarse á la dura ley de la necesidad. Marchemos, pues, cuando gusteis: pero antes dejadme sacar el caballo.

El antiguo amante de Abigail entró entonces en la cuadra, y mientras que el criado del duque de Benavente montaba en el suyo, él, acompañado de su escudero, que era un mozo de animo resuelto, desnudas las espadas, atravesó á la carrera el patio de la venta, y empezó á la puerta un sangriento combate con los soldados de Villayzan, que le estorbaban el paso. En vano le rodeaban para conseguirlo; en vano tambien trataban de herirle sin piedad, descargando fieros golpes sobre su acerada armadura; porque Ramiro, semejante á Hércules cuando con su clava aniquilaba á sus enemigos, inutilizó todos sus esfuerzos, librándose tambien de caer en su poder. Al poco tiempo, para que su victoria fuese completa, cuando iba huyendo por la enriscada sierra de Burgos, volvió la cabeza atrás y descubrió á su escudero, que con igual suerte que la suya, habia salido ileso de un peligro tan inminente.

Capítulo II
En el cual concluye el autor cierto asunto que dejó pendiente en los anteriores.

Fácil es de presumir la sorpresa y temor que se apoderaria de los hidalgos de Castrillo y de los dueños de la venta al presenciar á sus mismas puertas el combate de que acabamos de hacer mérito. Los primeros ni sabian qué significaba aquello, porque eran hombres que no se habian afiliado á ningun partido de los que entonces se disputaban el mando, ni á quién habian de dar la razon. Es cierto que la presencia del infanzon, su porte y palabras les habian interesado al principio; mas despues que le vieron cortado sin poder responder á tantas como le dirigiera Villayzan, casi estuvieron por modificar la ventajosa opinion que de él habian formado. Pero cuando recordaban la insolencia conque aquel personage se conducia, volvian á suspender su juicio, hasta tanto que tuviesen motivos para juzgar con mas fundamento.

En esto el ventero, que debia de ser hombre que no reparase en tanto escrúpulos, saliendo del lugar en que durante la refriega se habia escondido como prudente, acercóse á los dos únicos huéspedes que le habian quedado, y despues de informarse por sí mismo que ya no le oía Villayzan ni los suyos:

-Han visto sus mercedes, les dijo, hombre semejante!... Que malvado, atreverse á maltratar á ese caballero que tan bueno me parecia, cuando estaba hablando con sus mercedes!... No puede ser bueno ni él, ni su amo. Sí señor, es un pícaro, un canalla que se lo diria ahora mismo en sus bigotes si aquí estuviese. Pésame ya en el alma no haber salido en auxilio del señor Infanzon y de su escudero: tal vez si lo hubiese hecho, hubiéramos conseguido enviarle al otro mundo.

-Calla, hombre, interpuso la ventera, que tambien se presentó a tomar parte en la conversacion: cómo querias tú ponerte con un hombre tan feo y tan valiente?

-Muger, respondió el ventero; no me repliques: yo sé lo que me digo; y si él es feo y valiente, yo que no soy hermoso, se las apuesto á que cuando quiera venga á batirse conmigo. Y eso, añadió un poco despues, que ya no está uno para chanzas; que si fuese allá en mis mocedades... ah! lo que es entonces, acabo con todos ellos. Todavía me acuerdo de un valenton vizcaino que servia conmigo al rey don Pedro, á quien sobre cierta prudencia firmé con mi tizona el pasaporte para el otro mundo.

-Riéronse interiormente los huéspedes de tales fanfarronadas, que mas acreditaban su cobardia que su valor, y en seguida le preguntaron:

-Cómo está el carnero?

-Asado, respondió por su marido la ventera: cuando sus mercedes dispongan, podrán ya comer.

-Ahora mismo, contestaron casi á un mismo tiempo los dos; porque nos hace falta el tiempo.

-Retiróse al oir estas palabras la patrona, y volvió á los pocos instantes con una sopa que devoraron en poco tiempo los hidalgos de Castrillo. Luego les sirvió una pierna bien asada de carnero; y mientras que la comian, el ventero, á fuer de comedido, no se separó de allí por si algo se les ofrecia.

-Vamos, le preguntó con este motivo uno de los dos; conoceis á ese ermitaño de quien habló el criado del duque de Benavente?

-Mucho, señor, contestó el dueño de la venta; es un bendito; y estraño mucho que su merced me pregunte por él, cuando en toda esta tierra no se habla mas que de su penitente vida.

-Sí, repuso el mismo que habia hecho la pregunta: la fama de sus virtudes ha llegado tambien á nuestro pueblo; pero como vive mas cerca del vuestro, vos debeis de conocerlas mejor.

Pues estad seguro, respondió el panegirista de Juan Sago, que si os han dicho que es un santo, no os han engañado.

Al concluir de decir estas palabras el ventero, se inmutó al oir un ruido como de caballerías á la puerta de la venta, y volviendo la cabeza atrás:

-Apuesto, dijo, á que está ahí otra vez ese diablo de Villayzan.

-Ya se disponia para esconderse, porque á pesar de los deseos que antes manifestára de batirse con él no estaba de semejante parecer, cuando un mozo que parecia espolista, se presentó preguntando en voz alta:

-Hay que comer alga en esta venta para el señor licenciado Gutierrez?

-Todo cuanto su señoría apetezca, respondió el patron, mudado el temor en alegría.

Entonces los hidalgos, que ya estaban acabando de comer, levantáronse para saludar á un eclesiástico que todavía estaba en buena edad, y acababa de entrar en la pieza en donde se encontraban.

-Dios guarde á sus mercedes, dijo con gravedad al acercarse.

-Sea bien venido el señor licenciado, respondieron los otros huéspedes.

-Cuánto he suspirado por llegar á esta venta, prosiguió despues de tomar asiento en uno de los bancos que habia alrededor de la mesa! Perdíme en el camino, y creí no poder encontrarla. Tal vez así hubiera sucedido, sino acierto á encontrar unos soldados que me parecieron de la mesnada del duque de Benavente, á los cuales les estoy muy agradecido por haberme guiado. Ojalá pudiera decir otro tanto por el pobre ermitaño que sin consideracion á sus canas y al hábito que vestía, conducian atado como si fuese un malhechor!

-Señor licenciado, dijo entonces el ventero, ese ermitaño es el hermano Juan Sago, que moraba no muy lejos de aquí. Mucho me temo que ahora que nos le han llevado tal vez para que no le volvamos á ver, Dios, irritado por tan mala accion, no trate de vengarla con una gran calamidad.

-Es muy posible, respondió á estas palabras el nuevo huésped; aunque demasiada calamidad es para nosotros la temprana muerte del rey don Juan de Castilla. Ah! Quién habia de decir que hallándose en una edad la mas á propósito para regir con acierto los pueblos á él encomendados, habia de faltar tan pronto de entre nosotros!... Y de qué modo tan imprevisto!... Vos no lo sabreis sin duda, añadió con el mismo acento de dolor, y por eso voy á contároslo. Encontrábase el rey en Alcalá, de paso para el Andalucía: habian llegado á aquella villa cincuenta soldados ginetes llamados farfanes, cristianos de profesion, pero que habian estado al servicio del emperador de Marruecos. Distinguíanse por su agilidad y destreza en volver y revolver los caballos, en saltar en ellos, en correr, en apearse y en jugar de las lanzas. Quiso el rey un domingo despues de misa ver lo que hacian tan ejercitados ginetes. Salió al campo para presenciar la maniobra acompañado de sus grandes y cortesanos, montando en un hermoso y lozano caballo. Antojósele de dar una carrera por un barbecho y labrada; mas por nuestra desdicha el caballo tropezó en un sulco, y arrojando al príncipe á una gran distancia, espiró en breve en los brazos de don Pedro Tenorio, que tambien presenció una desgracia tan lamentable. El prelado mandó levantar en el acto una gran tienda de campaña, y fingiendo unas veces recados del rey, y diciendo otras que ya estaba mejor, nos estuvo así engañando mientras disponia lo necesario para que en Madrid fuese proclamado el hijo del difunto monarca con el nombre de Enrique III de Castilla. Los deseos del arzobispo como de hombre tan poderoso y previsor cumpliéronse como no podia menos; mas de qué nos aprovecha todo esto, si en lugar de un príncipe robusto y esperimentado, tenemos un niño enfermo, incapaz, al menos por ahora, de tener á raya la desmesurada ambicion de los grandes, que pretenden tener parte en la herencia desgraciada de don Juan? Todos se afanan por su propio interés; ninguno hay que mire por los del augusto menor; y al mismo tiempo que ni unos y otros se entienden, los moros campean por las Andalucías; y los portugueses, ensoberbocidos con nuestras desgracias, nos amenazan seriamente. Por todas partes reina la confusion y el desorden; por todas se percibe el caos; y yo que siento á par de muerte las desgracias que afligen á mi patria, despues de haber asistido al enterramiento y honras, que con verdadera pompa se hicieron en la catedral de Toledo al augusto padre de nuestro rey, emprendí el camino para Soria, en donde permaneceré hasta tanto que Dios no disipe la deshecha tormenta en que nos encontramos.

-Hace su merced muy bien, dijo á todo esto uno de los hidalgos; nosotros nos proponemos obrar del mismo modo, porque solo así esperamos salir mejor librados del laberinto en que por nuestros pecados estamos metidos.

-No aconseja otra cosa la prudencia, volvió á decir el licenciado, á todo hombre que no se deja dominar de la ambicion.

Entonces se presentó el ventero preguntando al último huésped, si quería comer; y habiéndole este respondido que sí, puso pronto sobre la mesa las mismas viandas que habia dispuesto para el infanzon.

Los hidalgos de Castrillo montaron al poco tiempo en sus cabalgaduras, despidiéndose antes del canónigo; y habiendo este personage hecho lo mismo despues de media tarde, volvió á reinar en la venta de la Estrella su monótono y habitual silencio.

Capítulo III
De como Ramiro trató con dos arzobispos, y se aficionó mas al uno que al otro.

Por desgracia eran demasiado reales y positivos los males que afligian al hermoso reino de Castilla, durante la menor edad del augusto hijo de don Juan. La pintura triste que de ellos hiciera Ramiro de Sanabria en los altos de Bribiestre, nada tenia de exagerada, y sino se hubiese visto acometido tan bruscamente por el osado Villayzan, tal vez hubiera acabado de manifestar á los honrados hidalgos de Castrillo las hediondeces de la gangrenosa úlcera que corroía las entrañas de la sociedad en que vivia.

A pesar de todo, por mas fieles y adictos que le pareciesen aquellos hombres que la casualidad le habia deparado, nosotros podernos asegurar que, á fuer de fiel emisario, se hubiera abstenido de confiarles el secreto que le conducia por lo mas áspero de la belicosa sierra de Burgos.

Mas como será preciso instruir al lector en los pasages mas célebres de aquella memorable época, nos permitirá para mayor claridad que se lo digamos. Ramiro de Sanabria, pues, habia abrazado de todo corazon en el alcázar de Zamora la cansa del rey don Juan. Fiel desde aquel momento al monarca á quien antes tanto odiára, juró perseguir sin tregua ni descanso á todos sus enemigos, y cuando en las inmediaciones de Alcalá ocurrió tan inopinadamente la muerte de aquel príncipe, derramó á su memoria las lágrimas que solo los beneficios de un rey arrancan á un fiel y agradecido vasallo. Su adhesion y dolor no se limitó á solo esto: desde Zamora, de cuyo gobierno estaba encargado, voló á Toledo á visitar el sarcófago en que acababa de ser encerrado el cadáver de don Juan; y despues que hubo cumplido con este deber que le imponia su gratitud, pasó á Madrid á ofrecer sus respetos y servicios al príncipe, que en medio del dolor y tristeza que embargaba todos los ánimos, acababa de ser aclamado por rey de Leon y Castilla.

Por su desgracia iba á rendir párias á quien no mandaba en su casa: don Enrique era demasiado niño: hallábase bajo la tutela de algunos grandes que su padre habia en su testamento designado, para que gobernasen el reino durante la menor edad de su augusto heredero: el arzobispo de Toledo, que tenia el principal brazo en el gobierno, pretendia ademas para saciar la codicia de muchos que lo pretendian, aumentar el número de los gobernadores: oponíase á esto el de Santiago como persona que era de gran saber y prestigio en aquel tiempo; y el hijo de Men Rodriguez de Sanabria, que deseaba cuanto antes abandonar una corte en que abundaban tanto las intrigas, dió la vuelta para Zamora, decidido á conservar aquella plaza por don Enrique, aunque para ello tuviese que oponerse á todas las banderías y bastardas pretensiones que en Castilla dominaban.

Pero mientras así discurria, estaba muy ageno de saber que otros en provecho propio utilizaban mucho mejor el tiempo que él empleaba en viajar; porque al llegar á Zamora, encontróse con que Nuño Martinez de Villayzan acababa de ser nombrado alcaide de aquella fortaleza.

Esta determinacion, que él calificaba de despojo, no abatió su ánimo: antes al contrario, poniendo en parage seguro á su amada Abigail, de quien cada vez estaba mas enamorado, volvió prontamente á Madrid, para saber las razones por que se le habia despojado de su alcaldía.

-Vengo á preguntaros, dijo al mismo don Pedro Tenorio, si hay motivo suficiente para que á un fiel vasallo que debió á la benevolencia de su rey el gobierno de una plaza tan importante como la de Zamora, se le sustituya con un traidor y asesino cual es Villayzan.

-Traidor y asesino llamais á Villayzan! repuso el prelado.

-Y por qué no he de llamárselo, replicó con arrogancia el desposeido, cuando sus crímenes estan probados? Ignorais acaso, prosiguió, que él por servir á don Fadrique, asesinó vil y cobardemente al desventurado Diego de Rojas?...

-No formeis juicios tan temerarios de nadie, le interrumpió el arzobispo, para cuanto mas de un hombre que se encuentra apoyado por el duque de Benavente.

-Ah!... esclamó Ramiro, pues entonces ya comprendo la causa de su elevacion... Es decir que el duque pidió para remunerar los servicios de su favorito el gobierno de Zamora, y el arzobispo de Toledo por no descontentar á un señor tan poderoso, accedió facilmente á sus deseos. No es así?

El prelado conoció que trataba con un hombre á quien era imposible ocultar la verdad; y despues de haber admirado su penetracion:

-Los tiempos que corren, dijo, son muy turbios; y los que hemos recibido el encargo de conservar la herencia desgraciada de don Juan para transmitírsela íntegra á su inmediato sucesor, tenemos que contemporizar con aquellos que, siendo tan poderosos como el rey, pueden cuando quieran sumirnos en un piélago insondable de desdichas.

-No seré yo el que me oponga á ese modo de gobernar, repuso Ramiro; pero dar el gobierno de un castillo á un hombre como Villayzan, es lo mismo que entregárselo á don Fadrique. Y si se necesitan pruebas de esta verdad, hay mas que recurrir á los antecedentes del agraciado? Un hombre que por vengar el resentimiento de otro se coloca á media noche en una encrucijada, y cuando va á pasar la víctima designada por su protector, descarga sobre ella el fatal golpe que la conduce á la eternidad, os parece que no será capaz de entregarle la plaza que gobierne cuando se la pida?

-Vuelvo á decir, replicó don Pedro, que calumniais a don Fadrique, porque aun cuando el nuevo alcaide tenga todos los vicios que le imputais, no se me alcanza el por qué haya ordenado la muerte de un hombre tan oscuro como Diego de Rojas.

-En eso consiste vuestra equivocacion, repuso el hijo de Men Rodriguez: ni Rojas era tan oscuro como le suponeis, ni el duque tan generoso que le perdonase la ofensa que á su entender le hizo cuando no terció favorablemente para que doña Sancha, llamada por otro nombre la rica hembra, lo prefiriese entre tantos que solicitaban su mano... Pero dejemos eso, añadió Ramiro con ánimo resuelto: sea ó deje de ser el uno asesino, y el otro instigador, no os librareis por eso de haber contribuido, aunque involuntariamente, á la pérdida de Zamora. Y no creais que al hablaros así me mueve otro interés que el que me inspira la causa del rey, no: soy demasiado amante de la justicia para que trate de desacreditar á nadie; pero esto no es ni debe ser un obstáculo para que os diga la verdad.

-Es decir, dijo á todo esto don Pedro, que estais persuadido de que accediendo á los deseos de un señor tan poderoso como don Fadrique, he obrado mal?

-Desde luego, respondió sin titubear el antiguo amante de Abigail.

-Y si ahora os repusiese á vos, volvió á preguntar el arzobispo, en vuestro antiguo gobierno, obraria mejor?

-Y quién lo duda? preguntó á su vez Ramiro de Sanabria.

-Sin embargo, respondió el arzobispo, estais muy desacreditado: la amistad que tuvísteis en vuestros primeros años con el rey don Pedro, os perjudica mucho: nadie se fia de vos; todos os reputan como un traidor y un apóstata; y aunque yo estoy muy lejos de creerlo así, véome en la precision de ceder á la opinion general. En vano me direis que desde que abrazásteis el partido de don Juan le fuísteis siempre leal; porque hay una prevencion contra vos que no se destruye por mas servicios que á la causa de aquel soberano hayais prestado. Tambien sé que esta prevencion es infundada, porque habiendo vos sido ciego partidario de los hijos de don Pedro, ahora que la nieta de este infortunado monarca, en la cual han recaido todos los derechos que su madre podia tener al trono de Castilla, está contratada para casarse con el rey don Enrique, se cortan de raiz todas las disputas y eventualidades de otra guerra. Pero, qué quereis que os diga? hay manchas que no se lavan con todas las aguas del Jordan...

Ramiro era hombre, á pesar de ser tan valiente y esforzado, que sabia reprimirse y respetar á aquellos á quienes trataba. Las últimas palabras del prelado sentáronle muy mal; mas como procuraba con actos verdaderamente heróicos desmentir cuanto de él decian sus enemigos, se contentó con preguntarle:

-Pero esas manchas de que me hablais, pueden borrarse con sangre?

-Eso preguntádselo, respondió don Pedro, á los que tan mala opinion tienen formada de vos, pues para conmigo estais sincerado.

El hijo de Men Rodriguez de Sanabria conoció que no adelantaba nada con un hombre tan sagaz como el arzobispo de Toledo; y despidiéndose sin quedar satisfecho de él, montó en su caballo y se dirigió á Burgos, en donde se encontraba don Juan Manrique, que lo era de Santiago.

Era este prelado de distinto carácter de don Pedro Tenorio. Su profunda ciencia y gracia en el decir, unidas á la afabilidad con que trataba á cuantos se le acercaban, le habian concedido tal ascendiente sobre todos los corazones, que no habia uno que no le estuviese subordinado. Era ademas celosísimo del esplendor del trono; y por esta cualidad, que tanto le ennoblecia, llegó á ser uno de los regentes que el rey difunto designó en su testamento.

Pero habia la desgracia que sus ideas sobre el gobierno del Estado eran diametralmente opuestas á las de don Pedro. Ínterin que este estaba porque se aumentase con algunos ilustres proscriptos el número de los gobernadores, don Juan Manrique queria tan solo que se gobernase con los que habian sido nombrados por el último rey. En una palabra, estaba por la observancia fiel y exacta del testamento que el malogrado don Juan otorgó cuando con su ejército sitiaba la plaza de Cillorico. Esto le dió un grande ascendiente sobre su competidor, el cual, al paso que notaba la disminucion y ruina de su partido, veía el acrecimiento del contrario.

Tenia ademas Ramiro en su favor, que era bastante conocido en la ciudad adonde se dirigia, y que el mismo arzobispo á quien iba á presentarse, habia oido varias veces hablar de él con encomio nada menos que al anterior rey de Castilla.

Nada de esto ignoraba el hijo de Men Rodriguez de Sanabria; y con la esperanza que le habian hecho concebir las noticias que le habian dado del prelado, corrió á la casa en que se encontraba aposentado, tan pronto como se apeó en una de las posadas que entonces eran en Burgos mas frecuentadas por las personas de su clase.

-Aquí teneis, señor, dijo á don Juan, al antiguo amigo de dos reyes: he servido á don Pedro y al hijo de don Enrique. Abracé con entusiasmo la causa del primero, y por conviccion, aunque confieso que demasiado tarde, la del segundo. Yo no vengo á ofreceros ahora vasallos ni heredamientos, porque siendo un simple infanzon, nada de esto poseo. Sin embargo, mi espada, siempre dispuesta á castigar las demasias de aquellos ambiciosos vasallos que se proponen medrar con las revueltas, es la que hoy pongo á vuestra disposicion. Mandadme, pues, lo que querais en servicio de la causa que sosteneis con tanto desinterés como acierto, y al instante sereis obedecido.

-Acepto con muy buena voluntad vuestros servicios, respondió el prelado. Conozco vuestra honradez, y cuánto de vos puede esperar el nuevo rey, al cual hacen falta, en una edad tan tierna como la suya, no solo nuestros consejos, sino tambien los esfuerzos de jóvenes tan valientes y esforzados como vos. Por lo mismo, continuó el arzobispo, es necesario que regreseis á vuestro gobierno de Zamora, si hemos de impedir que esta importante plaza caiga en poder del duque de Benavente, de quien se susurra que está unido á los portugueses. Marchad, pues, cuanto antes: conservadla por el rey, y no dudeis ni un instante que este príncipe, cuando se vea libre de tutores, remunere, á imitacion de su padre, los sacrificios que de vos exige en los tristes dias que atravesamos.

-Conque ignorais que Zamora, repuso el antiguo amigo del don Pedro á estas palabras, está gobernada por uno de los mas ardientes partidarios de don Fadrique, y por consiguiente en vísperas de caer en su poder?

-Cómo? preguntó don Juan Manrique.

-Sí, respondió el infanzon; despojáronme á tuerto de ella para entregársela á Nuño Martinez de Villayzan.

-No es fiel servidor del rey don Enrique, dijo el prelado despues de haber permanecido algunos momentos en silencio, el que dictó semejante providencia.

-Pues sabed, repuso el esposo de Abigail, que fué dictada nada menos que por don Pedro Tenorio...

-No puedo creer, repuso el arzobispo de Santiago, que mi hermano el de Toledo, haya tenido formal intencion de perjudicar los intereses que tan loablemente defiende. Mejor le supongo capaz de errar por falta de entendimiento, que por sobra de voluntad. Debo, pues, apresurarme á rectificar lo que acabo de decir. Si fuese otro, desconfiaria de él; pero del regente que acabais de nombrar, estan demasiado recientes los importantes servicios que ha prestado al trono, para que de su lealtad se pueda concebir la mas insignificante sospecha. Pienso escribirle ahora mismo, añadió en seguida, para que sin pérdida de momento remedie el daño que involuntariamente nos ha causado. Vos llevareis la carta; y os encargo que despues de pedirle la respuesta me la trasmitais sin demora.

Ramiro se retiró por algun tiempo para dar lugar á don Juan que escribiese la epístola; comió mientras tanto y previno al escudero que tuviese los caballos preparados, pues habia que emprender un nuevo viaje. Cuando volvió á la posada del arzobispo, ya este, á pesar que no se habia detenido mucho, le estaba esperando.

Despidióse entonces de él; y al cabo de algunos dias llegó á Madrid, y presentó á don Pedro Tenorio la carta que le escribia don Juan Manrique.

-Huélgome mucho, le dijo aquel personage, de que seais confidente del prelado compostelano.

-No, permitid, repuso Rodriguez de Sanabria, que tenia muchos motivos para estar poco satisfecho de quien tales palabras le dirigia; un cartero no es un confidente.

-Sin embargo, repuso el arzobispo, mirándole á la cara, y al mismo tiempo que desdoblaba el pergamino. Voy á contestarle en seguida, añadió en cuanto lo hubo leido.

-Os lo agradecere infinito, respondió el antiguo alcaide de Zamora.

-Tanta prisa teneis? preguntó don Pedro.

-No me falta, contestó el infanzon.

-Ya se ve, un cartero, dijo entonces el prelado echando á andar á un gabinete en donde tenia su escritorio, necesita el tiempo para repartir las cartas. Traeis alguna para el rey?

-Puedo aseguraros que no, respondió Ramiro. Qué diferencia entre este prelado y el de Santiago! añadió en voz baja.

Don Pedro Tenorio no debió escribir tanto como su hermano el compostelano, pues salió al poco tiempo y entregó su misiva al infanzon, el cual emprendió inmediatamente el camino para Burgos; y cuando entregó la contestacion de don Juan Manrique, dijole este despues de haberla leido:

-Amigo, no hemos hecho nada: el arzobispo de Toledo se niega á restituiros la alcaidía de Zamora, porque teme al escesivo poder del duque de Benavente. Esto marcha cada vez peor, añadió con acento bien triste: al paso que vamos no sé cuál será la suerte que Dios depara á esta herencia desgraciada. Faltónos el rey cuando mas necesario nos era, y en su lugar tenemos tantos reyes cuantos son los gobernadores que nos ha dejado. Y cuenta, que como si todavía fuesen pocos, ahí estan el marqués de Villena, el conde de Trastamara, el turbulento don Fadrique y los diez procuradores de las cortes. Es necesario hacer un grande esfuerzo si hemos de salvar el trono hoy combatido por tantos elementos encontrados... Ramiro, dijo al infanzon poniéndole la mano sobre el hombro, porque tengo en tí una confianza sin límites, te elijo como á uno de los principales instrumentos de mis planes. Te negarás á secundarlos?

-De ninguna manera, respondió el desposeido alcaide.

-Pues escucha, continuó el arzobispo, hay en los montes que circundan al pequeño pueblo de Bribiestre, un ermitaño llamado Juan Sago. Es uno de esos hombres que, despues de haber viajado mucho y aprendido todo lo que el mundo enseña al que tiene deseos de saber, se sepultó en las soledades de Bribiestre, en donde vive mas como ángel que como hombre. Sus talentos y adhesion han salvado muchas veces á don Enrique, de quien fué consejero: tambien contribuyó al sosten y engrandecimiento de don Juan; y yo me daria por muy contento si quisiera abandonar el yermo en que habita para inspirarme lo que en circunstancias tan dificiles debemos hacer para que la nave del Estado no perezca entre los escollos que la rodean.

-Si su adhesion al trono, respondió á todo este razonamiento el infanzon, es tan grande como me decís, no dudo ni un momento que trate de complaceros.

-Mi seguridad, replicó el prelado, no es tan grande como la tuya: Juan Sago ha sufrido infinitos desengaños: la ingratitud fué la recompensa de sus muchos servicios; y ahora mismo acaba de ser atrozmente calumniado, imputándole sus enemigos el crímen de haber aconsejado al maestre de Alcántara que marchase á la guerra de Granada. Es cierto que la adivina de Carazo manifestó lo que contra ella habian depuesto testigos muy respetables; pero quién sabe si el ermitaño se negará por esto á comparecer en una ciudad que estuvo prevenida contra él?

-No es de esperar, respondió el hijo de Men Rodriguez; y finalmente, nada podemos asegurar hasta tanto que no sepamos lo que nos responde.

-Dices bien en eso, repuso don Juan Manrique; y por lo mismo soy de parecer que marches sin dilacion en su busca. Dile si se niega á seguirte que el arzobispo de Santiago irá á visitarle á su celda, porque la importancia de los asuntos que tiene que comunicarle, exigen que tenga con él una larga y secreta entrevista.

Ahora ya sabe el lector, que cuando el confidente del prelado compostelano llegó á la venta de la Estrella para adquirir noticias de la ermita en que moraba Juan Sago, fué interrumpido por Nuño Martinez de Villayzan, el cual habiendo recibido encargo del duque de Benavente de apoderarse de aquel personage, cuyos talentos temia, se le anticipó por desgracia.

Capítulo IV
Del suceso estraordinario que por entonces tuvo lugar en Zamora.

Con gran crueldad fué tratado Juan Sago por Nuño Martinez de Villayzan. Olvidóse durante el viaje de que conducia á un anciano casi decrépito; prescindió de las consideraciones que como á monge anacoreta le eran debidas; desestimó la veneracion y respeto que le tributaban en las montañas de Burgos, y por último, despreciando las censuras en que habia incurrido apoderándose á viva fuerza de una persona que estaba puesta bajo la proteccion eclesiástica, le sepultó sin miramiento alguno en uno de los calabozos mas sucios y hediondos del castillo de Zamora.

Pero en donde manifestó toda la dureza de su corazon, fué en el trato que mandó á sus carceleros que diesen al infeliz preso. Lejos de permitir que se le socorriese del mismo modo que á los demas encarcelados, ordenó que solo un pedazo de negro y desabrido pan y un cántaro de agua sirviese diariamente para su alimento. Tampoco quiso que aquel desventurado durmiese en cama, y solo permitió que reclinase su desfallecido cuerpo sobre una escasa cantidad de paja.

Trato tan cruel y desusado debia necesariamente acabar en pocos dias con el anciano; pero Villayzan, que queria á costa de la vida de este desgraciado captarse todo el aprecio de don Fadrique, ordenó que fuese decapitado.

Necesitábase para esto cumplir con ciertas fórmulas, y el feroz alcaide, que en materia de crímenes nada escaseaba, mandó que el preso fuese interrogado antes por un notario.

Presentóse, pues, en la prision este personage acompañado de un escribiente que debia de tomar nota de las palabras del supuesto reo, y de dos soldados de los que guarnecian el castillo. Colocóse antes en el calabozo una mesa y dos taburetes con todo lo necesario para escribir, y cuando estuvo todo esto preparado, entró el notario y empezó su oficio de esta manera:

-Cómo os llamais?

-El hermano Juan Sago.

-Cuál es vuestra patria?

-El mundo que habitamos, respondió con notable serenidad el preso.

-Os burlais de mi autoridad?

-Sería la primera vez que lo hiciese en toda mi vida.

-Pues entonces, por qué no respondeis segun se os pregunta?

-Os he dicho que el mundo era mi patria, replicó el solitario con dignidad, y ahora debo añadir que los hombres, inclusos los que así me maltratan, son mis hermanos.

-Poned ahí, dijo el escribano á su amanuense, que rehusa decir cuál es el pueblo de su naturaleza.

Y en seguida, dirigiéndose nuevamente al reo:

-Os negareis tambien, le dijo, á confesar cuál es vuestro estado?

-No, perdonad, repuso Juan Sago, yo nada negué: dije solo una verdad que nadie se atreverá á desmentir. Por otra parte, como el haber nacido en este ó en el otro pueblo no constituye un crímen, os hablé en términos generales. Ahora es otra cosa lo que deseais saber, y para satisfaceros debo decir que soy un anacoreta que poco há moraba en la sierra de Burgos; y como preveo lo que vais á preguntarme en seguida, me anticipo á vuestros deseos. Sabed, pues, que en la soledad en que me encontraba me ocupaba dia y noche en alabar á Aquel que algun dia os ha de juzgar, y en pedirle que derramase sus bienes y misericordias sobre los que cuidaban de mi frugal alimento.

-Sin embargo, repuso el notario, se os acusa de un hecho grave: aquí os han traido para castigar el gran crímen que habeis cometido haciendo creer al infortunado don Martin Yañez de la Barbuda que el cielo os habia revelado que conseguiria muy importantes victorias sobre los sarracenos, si con ellos salia á medir sus fuerzas.

-Por ese mismo crímen, y sentenciada por aquellos jueces, replicó el asceta, fué quemada en Burgos una infeliz muger. Ahora decidme, cuántos contribuyeron á él?

-Uno solo, respondió el escribano.

-Luego yo estoy inocente?

-No, no, culpable, culpable, respondieron cuantos estaban allí.

-Pues entonces habeis de confesar, repuso el solitario, que los jueces de Burgos son mas injustos que los de Zamora.

-Obraron así, contestó su interlocutor, por complacer al arzobispo de Santiago.

-Y vos, replicó Juan Sago, me imputais un crímen que jamás he cometido, por complacer y servir al sacrílego Villayzan.

-Conque negais, volvió el notario á preguntar encendido en cólera, que fuísteis el instigador de la desgraciada espedicion que dejó á tantas madres sin hijos y á tantas esposas sin maridos?

-Juro solemnemente, dijo entonces el acusado con toda la dignidad tan propia de su edad y estado, que ninguna parte me ha cabido en esa sangrienta funcion.

-Es perder el tiempo lastimosamente, repuso al oir esto el interrogador, el que empleamos en haceros confesar la verdad: el tormento será mas feliz que nosotros...

Juan Sago se estremeció de piés á cabeza al oir estas palabras; pero esforzándose cuanto pudo por hacerse superior á su suerte, esperó resignado y tranquilo las disposiciones de sus acusadores.

Al momento mandaron estos que fuese trasladado á una pieza mucho mas clara que su calabozo, y en donde la claridad que en ella se notaba no servia mas que para descubrir los terribles instrumentos que allí se ofrecian á la vista del infeliz reo.

El asceta no pudo disimular su turbacion; conociéronlo sus enemigos, y Villayzan, que estaba presente:

-Confesad, le dijo, antes de ser entregado al verdugo; porque de lo contrario, mucho me temo que no espireis en el tormento.

-Debo á la verdad, repuso el solitario haciendo un esfuerzo, algo mas que unos dolores bien pasageros.

Estas palabras fueron como una sentencia de muerte: el verdugo y su auxiliar apoderáronse del anciano; atáronle de piés y manos, y despues de tendido en la infernal máquina, empezaron su cruel y funesto oficio. Juan Sago pudo resistir la primera y segunda vuelta, pero á la tercera, cuando tal vez no faltaba mas que otra para que espirase, empezó á decir con debilísimos acentos:

-Dejadme por Dios, hombres crueles é inhumanos... dejadme, que yo os diré...

-Quiere confesar la verdad, dijo el notario volviéndose á Villayzan; y en seguida, acercándose al reo y levantando mucho mas la voz:

-No es cierto, le preguntó, que vos fuísteis el que con vuestras supercherías indujo al maestre de Alcántara á que declarase la guerra á los moros?

-Oh! sí, sí, respondió el reo con voz casi imperceptible; sacadme de este maldito potro y restituidme á mi amada soledad.

-No se necesita mas, dijo el notario á Villayzan.

-Sí, esto nos basta, contestó el alcaide.

Entonces los verdugos desataron al anacoreta, y colocándole en un taburete, porque ya era imposible hacerle dar un paso en el deplorable estado á que habia quedado reducido, le volvieron á su calabozo. Pronto reinó en este pavoroso lugar el triste silencio de los cementerios; porque Juan Sago, que acaso por primera vez desde que era cenobita acababa de mentir, fué acometido de un accidente que le acabó de privar completamente del uso de sus sentidos. No respiraba tampoco, y sentado como estaba con la cabeza caida sobre el pecho, parecia que dormia con plácido y profundo sueño.

Al poco tiempo entró el verdugo, que acababa de recibir la orden para que lo decapitase, y encontrándole en aquella postura:

-Ea, buen hombre, le dijo, disponeos para dejar este mundo, en el cual habeis vivido demasiado: yo soy el que vengo á despenaros... Qué! dormís? preguntó en seguida. Pues es necesario que os desperteis, porque estas cosas no pueden hacerse dormidos.

Sin embargo, el terrible ejecutor se vió en la necesidad de mudar de tono, porque acercándose algo mas al reo y observando que no respiraba, le reputó por muerto.

-Qué diantres, esclamó entonces, me habeis ahorrado el trabajo!... Para esto no merecia la pena el traer la gente de este castillo tan alborotada...

Y volviendo repetidamente la espalda, fué á comunicar á los jueces lo que pasaba.

En el camino encontró á Villayzan, el cual le preguntó:

-Has hecho tu deber?

-Sí, señor, le respondió; pero la cabeza no se la he cortado.

-Pues cómo? le preguntó Nuño sorprendido con una respuesta que de ningun modo esperaba.

-Murióse á la cuenta de miedo, contestó el ejecutor, y no me pareció oportuno lucir con un muerto mis habilidades.

-Y el cadáver, en dónde está?

-En el calabozo esperando á que le enterreis.

-Oh! Antes es preciso...

-Sí, sí, le interrumpió el verdugo, que creyó adivinar lo que iba á decir; haced cuantas pruebas querais, que está tan muerto como mi padre.

El alcaide pasó inmediatamente al calabozo, y despues de convencerse por sí mismo de la verdad que le habia asegurado el verdugo, mandó que el cadáver de Juan Sago fuese depositado en la capilla del alcázar.

Era ya costumbre entonces velar á los cadáveres, y el mortal que se habla quedado en guarda del ermitaño, aunque lo tenia por oficio, todavía no estaba tan familiarizado con ellos, que no los mirase con cierto respeto que en realidad era verdadero miedo. Sin embargo, en atencion á lo que habia oido decir á algunos de las virtudes del finado, colocó su féretro sobre un gran paño negro que casi cubria todo el pavimento, y cuidó de que la lámpara, única luz que alumbraba el santuario, tuviese suficiente aceite. Á poco sobrevino la noche, y con ella el silencio, que aumentaba el temor del guarda; el cual, por mas que hacia, no podia desechar de su imaginacion las funestas ideas que le atormentaban. Parecíanle espectros todas las sombras que descubria en la capilla, y el mas ligero ruido que percibia, figurábasele que lo ocasionaba el cadáver que velaba.

Así pasó una gran parte de la noche, y cuando faltaba muy poco para amanecer, ve incorporarse en el ataud á Juan Sago, levantarse un poco despues, pasear su espantada vista por aquel sagrado recinto, y esclamar con voz penetrante y dolorida:

-Qué es esto, Dios mio! Quién me trajo aquí?

El guarda no se detuvo mas ni quiso responder: luego que se persuadió que no era ilusion de sus sentidos lo que presenciaba, salió corriendo de la capilla, y á grandes voces iba publicando por todo el castillo que el reo habla resucitado.

Entonces todo fué confusion y desorden entre los que componian la guarnicion del alcázar: el mismo Villayzan, que al principio creyó tener á un ejército enemigo asaltando por sorpresa á la plaza, llenóse de pavor al oir que el ermitaño se habia levantado de su tumba. Nadie se determinaba á penetrar en la capilla, ni á dar un paso sin ir acompañado. Para ellos la resurreccion de Juan Sago era indudable; bastábase que lo dijese el guarda para que todos lo creyesen como una verdad inconcusa; y cuando la luz del dia empezó á disipar las tinieblas de la noche y el miedo de su corazon, conocieron que no habian sido engañados, porque del ermitaño ni aun el rastro encontraron.

Capítulo V
Del sabio consejo que en perjuicio de sus enemigos dió Juan Sago al arzobispo de Santiago.

Poco tardó el prelado compostelano en saber lo que en Zamora habia pasado con el ermitaño. Pero si su alegría era grande por ver de un modo tan imprevisto libre de la muerte á uno de sus mayores amigos, el ignorar en dónde se encontraba despues que se escapó de las garras de Villayzan, le tenia lleno de intranquilidad y zozobra. Despachó para conseguirlo emisarios en todas direcciones, y á los dos meses de haberlo hecho, Ramiro, que no escaseaba medio para complacerle, volvió á Burgos diciéndole que Juan Sago habitaba en una ermita situada en las orillas del Adaja.

-Y tú le has visto? has hablado con él? le preguntó el arzobispo como dudando de una nueva tan feliz.

-Sí, señor, contestó el esposo de Abigail; puedo aseguraros que él es, y que tan pronto como se lo permitan sus quebrantos, se trasladará á esta ciudad para aconsejaros lo que en circunstancias tan críticas nos conviene hacer.

-Y tambien para librarse de sacrílegos como Villayzan, repuso don Juan Manrique.

-Sin embargo, replico el infanzon, mucho me temo que quiera permanecer entre nosotros á causa del grande amor que tiene á la soledad.

-Yo le permitiré de buena gana que se retire á ella, respondió el arzobispo; pero ha de ser despues que se haya serenado la tempestad que brama en nuestro rededor. Mas dejemos esto, y atendamos tan solo á lo que nos tiene cuenta por ahora. Ramiro, continuó el prelado, soy de parecer que te dirijas nuevamente á la celda de mi amigo, y que sin pérdida de tiempo le conduzcas á esta ciudad. Conviene hacerlo así por dos razones: una es porque si Villayzan llega á descubrir su paradero, no titubeará en cometer un crímen que nos llene de consternacion; y la otra, no menos poderosa, porque quiero consultar con él un asunto de la mayor importancia para el Estado. Anda, vé, hijo mio; no te detengas, ni dejes tampoco de encarecerle la necesidad de este viaje. Dile para moverle que se lo manda uno de los regentes mas desinteresados de Castilla, y que su amigo el arzobispo de Santiago se lo suplica.

-Voy á complaceros al instante, señor, respondió el infanzon; y Dios quiera que en esta embajada sea mas feliz que en la de Bribiestre.

El hijo de Men Rodriguez de Sanabria volvió á montar á caballo; atravesó una gran parte de Castilla, y despues de pasar por el pueblo de Portillo y el de la Pedraja, llegó á la ermita en que vivia encerrado el hermano Juan Sago. Hízole presente el motivo de su viaje, y aunque al principio se resistia á abandonar la solitaria mansion que acababa de elegir para prepararse á la muerte, concluyó, en cuanto supo que era voluntad de don Juan Manrique que lo hiciese, por seguir á Ramiro. Ningun contratiempo sufrieron en el camino, y al cabo de cuatro dias de viaje se apearon en la posada del arzobispo de Santiago.

-He deseado con vivas ansias estrecharos entre mis brazos, dijo este prelado abrazando al ermitaño; reputábaos ya por muerto en el castillo de Zamora, y ahora que consigo el inesplicable placer de veros vivo, se me figura que acabais de salir del sepulcro.

-Poco es lo que os equivocais, respondió el solitario; al fin diéronme por muerto, y preparábanse ya para sepultarme.

-Lo sé todo, respondió el arzobispo, y por lo mismo no me canso de dar gracias á Dios por haberos librado de las manos de vuestros enemigos.

-Decid mas bien, replicó Juan Sago, de los enemigos del rey.

-Y qué! no lo son tambien vuestros? preguntó don Juan Manrique.

-Casi me atrevo á aseguraros que no, respondió el habitante de la ribera del Adaja; porque si ellos me persiguen, es en odio al augusto hijo de don Juan. De otro modo, qué motivo ni interés tendrian para desear la muerte á quien no está ya distante de ella? Ademas, híceles yo algun daño? Bien sé que vais á responderme que tampoco se lo hizo don Enrique, y que sin embargo no cesan de maquinar contra él; pero aparte de que piensan medrar con las revueltas que trae consigo una larga regencia, propónense vengar en el hijo algunos actos que ellos reputan como ofensas que les hizo su padre.

-Y lo peor de todo, respondió el prelado, es que su odio no acaba de estinguirse, ni su ambicion de satisfacerse.

-Es verdad todo eso, dijo el solitario; pero aunque la llaga es profunda, no desconfio de su pronta curacion.

-Tambien á mí me anima esa misma esperanza, repuso el regente; pero al fin y al cabo no veo indicios de que se realice; antes por el contrario, don Fadrique y sus parciales, si no adquieren mas preponderancia, cada dia se muestran mas pertinaces.

-Y eso qué importa? preguntó Juan Sago con notable serenidad. Si quereis muy pronto pondreis término á todas sus maquinaciones é intrigas, y los vereis abatidos y humillados ante el soberano implorando su perdon.

-Cómo?...

-Escuchad, respondió el ermitaño, que se habia atrevido á interrumpir al arzobispo: pasad inmediatamente á Madrid, y aconsejad al rey que se traslade á esta ciudad para ser coronado segun antigua costumbre, y que libre de las influencias que allí le detienen, se encargue de la gobernacion del reino. Este es el único medio de mantener á raya á todos los revoltosos, el único de destruir las mezquinas pretensiones de los grandes, y el que nos restituirá la paz y bonanza de que tanto necesitamos. No lo dudeis; poned por obra este consejo que os da el hombre mas celoso del esplendor del trono, y al instante vereis sus buenos resultados.

Don Juan Manrique estuvo algunos momentos meditando sobre estas palabras, y en seguida contestó:

-No es tan grande mi confianza en él como la vuestra; porque prescindiendo de que el rey aun no llegó á la edad que nuestras leyes marcan para que se encargue del gobierno, mucho me temo que las enfermedades que padece no le alejen cada vez mas de los negocios del reino, y se vea en la necesidad de valerse de corrompidos favoritos que aumenten los males que nos rodean.

-No creais eso jamás, replicó el solitario: don Enrique, aunque enfermo, está dotado de una alma grande y esforzada, de una fuerza de voluntad superior á sus pocos años y casi igual á la de los héroes de primer orden. Sabrá con mas acierto dirigir desde su gabinete los graves negocios del Estado, que otros príncipes que cuentan largos dias de práctica en el trono. Estoy seguro que ninguna enfermedad será capaz de aniquilar el vigor de su espíritu, ni de amortiguar el amor que desde muy temprano ha manifestado á sus vasallos. Haced, pues, la prueba; ensayad este medio de restituir á los trabajados pueblos el reposo que necesitan; y si el resultado no correspondiese á lo que os anuncio, os faculto entonces para que me tengais por un impostor digno de todos los castigos.

Era demasiado ventajoso el concepto que el arzobispo habia formado de las virtudes de Juan Sago, para que sus palabras no le inspiraran al cabo la mayor confianza. Prometióle por lo mismo empezar desde aquel dia á trabajar para conseguir lo que le proponia; y el solitario, que debia de estar muy á mal con el bullicio de las ciudades, pidió permiso para retirarse á su nueva morada. Concedióselo por no desagradarle don Juan Manrique, bajo la condicion de que habia de dejar su soledad cuando necesitase de sus consejos.

Capítulo VI
Como se cumplieron los deseos de los buenos vasallos de don Enrique.

Así al mismo tiempo que el ermitaño Juan Sago salia de Burgos para su retiro, el arzobispo de Santiago emprendia el camino para Madrid. Diversos eran los pensamientos que ocupaban la mente de estos dos personages; mientras el primero se afanaba por vivir ignorado y acabar sus dias al pié de las plácidas corrientes del Adaja, el segundo iba á presentarse de nuevo en la corte, en aquel proceloso mar de intrigas en que naufragaban los hombres mas poderosos y esperimentados de aquella agitada época.

Empero don Juan Manrique contaba para hacerse superior á tantos obstáculos, con el ascendiente que le daban sus palabras y su elevada dignidad de príncipe de la iglesia y regente del reino: era ademas rico y liberal, distribuyendo con mano pródiga las cuantiosas rentas que como prelado de una de las primeras iglesias de la monarquía estaban á su disposicion; y si á esto añadimos su figura simpática y la finura de su trato, bien podemos asegurar que el éxito de su mision debia de corresponder á sus esperanzas. Sus enemigos, pues, sufrieron una completa derrota tan pronto como él tuvo la primera entrevista con el jóven rey; y á la segunda ya quedó acordado que desentendiéndose de lo que las leyes disponian, á fin de cortar de raiz la ambicion de unos y las monstruosas dilapidaciones de otros, se encargaria inmediatamente de la gobernacion del reino.

Pero, cosa admirable! los mismos que antes á semejante medida mas se oponian, eran los primeros á encomiar su conveniencia; y aquellos que mas odiaban al arzobispo y que con sus manejos habian logrado alejarle de la corte, se convirtieron repentinamente en sus mas entusiastas apologizadores. Cualquiera diria que la sola presencia del prelado habia disipado los errores de su corazon, si los cortesanos no acostumbrasen á ocultar sus pensamientos adulando á aquellos que ven favorecidos por los reyes.

Cuando ya se fijó el dia en que la corte debia trasladarse á la real ciudad de Burgos, todos aquellos que por razon de su estado ó encumbrado nacimiento tenian que acompañar al rey, se dispusieron para hacerlo con la magnificencia que requeria la calidad del augusto viajero. Nada escasearon, y por desgracia algunos grandes llegaron á oscurecer con el brillo de su pompa los resplandores de la púrpura.

No obstante, el aparato que presentaba el templo de Santa María la Real de las Huelgas, en la que iba á verificarse la coronacion del jóven soberano, era asaz sorprendente y magnífico. Despues de la riqueza de sus colgaduras, de los castillos y leones que con graciosa simetría adornaban la cornisa, elevábase en el presbiterio un trono de oro dispuesto para don Enrique, el cual, acompañado de un crecido número de grandes y prelados, dejóse ver en el santuario al concluirse la hora de sesta y cuando empezaba ya la de nona. Su vista sola despertó en cuantos allí estaban presentes las mas vivas simpatías, y si la santidad del lugar en que se encontraban no se lo estorbase, todos sin distincion huhieran aclamado al augusto huérfano que aquel dia iba en toda propiedad á recoger la herencia desgraciada de su padre.

Don Juan Manrique, que tanto habia deseado que llegase este momento, acercóse entonces al altar revestido con todas las insignias de su elevadísima dignidad. Seguíanle un crecido número de venerables sacerdotes cubiertos de seda y oro, á quienes ocultaban las nubes de aromático incienso que sin cesar se quemaba en bruñidos incensarios. Y cuando el prelado hubo acabado de celebrar el tremendo sacrificio, despues de pronunciar las preces y oraciones que la iglesia tiene designadas para estos casos, colocó sobre las regias sienes de don Enrique la augusta diadema de Recaredo. Entrególe tambien el cetro que tantos ilustres reyes empuñáran; y volviéndose al altar con el mismo acompañamiento que llevára hasta las gradas del trono, postróse en presencia de Aquel por quien reinan los reyes y dominan los señores, y con sonora voz entonó un solemnísimo Te Deum, que siguió el coro alternando con las religiosas que entonces componian aquella nobilísima comunidad. Todos se postraron para dar gracias al Omnipotente por merced tan señalada; y al mismo tiempo que los suaves acordes del órgano llenaban las espaciosas naves del santuario, el corazon de los circunstantes elevábase hasta las regiones del empíreo.

Concluido el himno ambrosiano volvió el arzobispo á la presencia del rey; y cuando todos creían que iba á pronunciar algun discurso en que dejase mal parados á sus enemigos, sucedió todo lo contrario. Pronunció si uno, pero fué para ocultar los delitos de muchos y manifestar los servicios de otros. Hé aquí sus principales palabras:

»Llegó al fin, señor, el dia por nosotros tan deseado. Nuestra alegría es completa, y el gozo con que voy á hablaros tan puro, que solo puedo compararlo al que mi alma sintió cuando poco há dije misa en ese sagrado altar por vuestra prosperidad y vida. Hemos llegado al tercer año en que por el testamento de vuestro buen padre fuimos nombrados vuestros tutores, y gobernadores del reino. Nuestros servicios y cuanto con esto hayamos aprovechado, no me toca á mí referirlo: bástame saber que nadie ignora nuestros sacrificios para que yo insista en semejante empeño. Sin embargo, permitido me será, siquiera para que con motivo de esta solemnidad quede aquí consignado, reseñar cuanto hicimos por el bien de vuestra augusta persona y acrecentamiento de vuestros reinos. Hoy os los entregamos en la misma paz y quietud conque los hemos recibido, porque sabiendo cuánto esto interesaba para el bienestar de vuestros pueblos, nos abstuvimos de la guerra. Tampoco entre nosotros estallaron esas escisiones que suelen ensangrentar otras regencias; y al mismo tiempo que con los moros hicimos nueva confederacion y aplacamos los ánimos feroces de los portugueses, nos granjeamos las voluntades de algunos opulentos señores, que de otro modo nos hubieran hecho la guerra. Tambien conservamos la amistad de los ingleses, aragoneses y franceses, naciones poderosas que, en las borrascas porque acabamos de pasar, hubiera sido muy temible el tenerlas por enemigas. Yo bien sé, señor, que no faltará quien de nosotros diga que con nuestras imposiciones hemos arruinado á los pueblos. Mas, cómo puede ser esto, cuando para aliviarlos redujimos el alcabala á la mitad de lo que antes pagaban, es á saber, á razon de uno por veinte? De esta manera hemos conseguido que muchos que por la crueldad de los alcabaleros se habian desterrado de sus tierras y abandonado sus haciendas, se hallen al presente en sus casas. Dirá otro que los tesoros y rentas reales estan consumidas y acabadas, y por desgracia no lo podemos negar. Pero sino hubiéramos echado mano de ellas, con qué habiamos de pagar las muchas deudas y obligaciones que quedaron pendientes? Con qué fondos tambien podiamos contar para apaciguar las alteraciones de la nobleza y del pueblo, siempre prontos á sumirnos en nuevos y considerables males? Ningun pueblo hasta la menor aldea hallareis enagenada: todo está tan entero como antes; de suerte que ninguna cosa falta para vuestra felicidad y para nuestra alegría, sino lo que hoy se hace, que concluida tan larga navegacion, ya que llegamos al puerto despues de haber corrido tan procelosos mares, caladas las velas y echadas anclas descansemos en vuestra prudencia y benignidad, seguros de que si en tanta diversidad de cosas algo se hubiese errado, sin que sea menester intercesor ni tercero, vos mismo lo perdonareis.»

A estas razones respondió el jóven príncipe en pocas palabras:

-«De vuestros servicios, dijo, de vuestra lealtad y prudencia todo el mundo da bastante testimonio. Yo mientras viviere no me olvidaré de lo mucho que os debo, y así como hasta aquí he gobernado mi persona por vuestros consejos, en lo de adelante pienso ayudarme de ellos para gobernar los reinos que Dios me ha dado.

Concluido este solemnísimo acto retiróse el rey y su comitiva á su buena ciudad de Burgos. El pueblo, que llenaba todas las calles y avenidas por donde pasaba el príncipe, no cesaba de victorearle, y cuando hubo llegado al alcázar, despues de repetir las aclamaciones y vivas, voló á la posada del arzobispo de Santiago para manifestarle su gratitud por cuanto habia practicado en beneficio de todos, y muy en particular por el augusto hijo de don Juan.

El prelado compostelano conoció entonces que habia llegado al apogeo de su mayor ventura, y como diestro piloto, antes que se levantase una tormenta que aniquilase la nave de su fortuna, pidió permiso al rey para retirarse á su diócesis. Preguntóle entonces el jóven príncipe qué recompensa queria por tan eminentes servicios como á su causa habia prestado; y habiéndole respondido que le bastaba el testimonio de su propia conciencia, pues no habla hecho mas que lo que esta le dictára, salió para Santiago, dejando á Ramiro de alcaide del castillo de Burgos, el cual acababa de reunirse con Abigail para no separarse mas de ella.

Capítulo VII
En que el ermitaño Juan Sago empieza á referir su peregrina historia.

A la caida de una tarde sumamente fria del año de mil trescientos noventa y tres, una jóven hermosa y agraciada, que caminaba á pié llevando alguna ropa envuelta en un pañuelo, llegó á la celda en que se albergaba el solitario de la ribera del Adaja, demandando su hospitalidad en la noche que estaba cerca.

-Mal haria en negaros lo que me pedís, la respondió el ermitaño; entrad en mi pobre habitacion, y aunque en ella no encontreis un hospedage cómodo, al menos no os faltará lumbre, algunas frutas secas, y sobre todo una buena voluntad.

Agradeció la recién llegada como debia estos favores, y habiéndola el anciano dado el ejemplo, entró en el interior de la habitacion, y se sentó al amor de una grande hoguera que ardia en una pieza separada de la principal.

Mientras tanto ninguno de estos dos personages hablaba una palabra; pero en cambio la jóven, que no apartaba sus hermosos ojos de la lumbre, suspiraba profundamente. Observábala el ermitaño, y si en su edad avanzada tuviesen cabida los incentivos de la carne, mucho tendria que mortificarse para no ser víctima de su curiosidad. Pero Juan Sago, que á fuerza de maceraciones y asperísimas penitencias habia logrado un grande imperio sobre sus pasiones, solo miraba á la jóven con aquel interés que presta la desgracia á toda alma compasiva.

-Parecéme, señora, la dijo con este motivo, que algun grave dolor, de esos que de cuando en citando acibáran nuestra existencia, debe de atormentaros: si él es de tal naturaleza que no se resiste á los consuelos de la religion, y á los conocimientos que trae consigo la edad mas madura, yo os ofrezco mis oraciones y consejos. Hablad, pues, no temais manifestar vuestras cuitas, aunque en ellas aparezca alguna debilidad tan propia de nuestra naturaleza, á quien conoce demasiado de cuánto es capaz el humano corazon cuando se deja arrastrar de algun afecto pernicioso. Vos sois jóven y hermosa; y qué tendria de estraño que hubiéseis sido con estas circunstancias seducida por algun perverso de esos que solo atienden á satisfacer sus innobles apetitos?

-Ah padre mio! respondió la huéspeda; vos me confundís sin duda con alguna de esas infelices víctimas de la seduccion que por desgracia abunda tanto en nuestros dias, y yo debo apresurarme á destruir vuestro error. Sabed, pues, que aunque desgraciada, no soy culpable; y que habiendo amado ciegamente á un hombre que ya no existe entre nosotros, cerre para siempre mis oidos á la lisonja, y mi corazon al amor.

-Sin embargo, señora, repuso el ermitaño, habiéndome vos dicho que sois desgraciada, vuelvo á ofreceros mis oraciones y servicios. Rehusareis admitirlos?

-De ningun modo, respondió la recién llegada; antes os digo que jamás pudísteis ofrecérmelos en mejor ocasion.

-Pues á vos os toca, señora, contestó él anciano, indicarme en qué podré serviros.

-Vos tal vez, repuso la jóven, tendreis noticia por estas asperezas de algun lugar ignorado, y de alguna persona que mediante la labor de manos en que puedo ocuparme para su utilidad, se comprometa á llevarme á él cada quince ó veinte dias algunos víveres conque pueda sustentarme: si lo uno y lo otro me proporcionais, estad seguro que habreis hecho una obra muy meritoria, porque me habeis librado de la persecucion de que por desgracia soy objeto en ese mundo perverso y corruptor.

-Señora, repuso Juan Sago al oir estas palabras, segun parece vos quereis emprender un género de vida parecido al mio; y creo que al intentar una cosa semejante no habeis meditado sobre los trabajos y contínuos disgustos que aun en el fondo del desierto os aguardan. La vida penitente y solitaria, á que quereis entregaros, no os librará primero de las murmuraciones del vulgo, y un poco mas tarde de las persecuciones y perfidias de vuestros actuales enemigos. Sereis tenida por una muger viciosa que encubre sus debilidades con el tosco sayal de la abnegacion y la penitencia; reputaráse vuestra virtud por hipocresía, vuestras vigilias y ayunos por otros tantos medios que empleais para satisfacer vuestra gula; y por último, todos los actos en que os ejerciteis serán reputados por los enemigos de vuestro estado, por delitos dignos de castigarse del modo mas severo. Desistid, pues, de una idea que necesariamente os acarreará la muerte acompañada de los mayores disgustos; y si por un momento habeis estado fascinada por la quietud y deseando de que suponeis acompañada á la vida solitaria, acordaos que son muy pocos los que la abrazan, y menos aun los que tienen ánimo para permanecer en ella.

-Conque también es preciso renunciar á este consuelo! esclamó la huéspeda. Adónde iré, continuó un poco despues, para evitar la desgracia de que estoy amenazada? Si en todas partes me persigue su osadia y maldad, recurriré á la muerte para librarme de esa serie de infortunios que como los eslabones de una larga cadena se vienen sucediendo unos á otros desde el fatal momento en que nací? Justo cielo! habré incurrido en vuestra indignacion por haber amado á Bermudo con tanta vehemencia, y odiado tanto á su pérfido asesino? Si es así, Dios mio, descargad sobre mí todas vuestras iras, pero libradme de un hombre tan indigno de mi amor como el alcaide de Zamora...

El ermitaño, que no habia conocido á Bermudo ni sabia quién fuese su asesino, nada se proponia decir sobre ellos; pero en cuanto oyó nombrar al alcaide de Zamora, preguntó prontamente:

-Cómo, señora, Nuño Martinez de Villayzan es tambien vuestro enemigo?

-Por desgracia, contestó la jóven, háse enamorado de mí, y pretende á cualquier precio que yo le corresponda.

-Pues entonces es preciso, repuso Juan Sago, que mañana mismo abandone yo nuevamente esta morada, porque un hombre como ese no descansará hasta haber descubierto vuestro paradero.

-Conque vos tambien me abandonais? preguntó tristemente la huéspeda.

-Hija, yo no te abandono, contestó el anciano; desde aquí te dirigiré al arzobispo de Santiago, el cual estoy firmemente persuadido que se declarará vuestro protector. Su grande poder, especialmente en Galicia, puede proporcionaros un lugar que, sin ser el desierto, os ponga á cubierto de todas las asechanzas de vuestros enemigos.

-Ah! en Galicia, dijo suspirando la jóven, en mi dulce patria; esa sería demasiada felicidad para mí.

-Pues qué, señora, vos sois gallega?

-Y por qué he de negároslo?

-Ciertamente; pero decidme, en qué pueblo habeis nacido?

-En la Coruña.

-Ah! en la Coruña! Tambien vi yo en ella por primera vez la luz.

-Luego somos paisanos, contestó la huéspeda con una especie de satisfaccion en ella desconocida.

-Y quién lo duda? pero decidme mas, si en ello no encontrais inconveniente, á qué familia pertenecéis?

-A ninguna, porque ya no existe, respondió tristemente la jóven.

-Pero el nombre de vuestro padre, cuál era?

-Llamábase García, contestó poseida de la mayor tristeza.

-Cielo santo! esclamó el ermitaño sin poder contenerse: García!...

-Cómo, señor, vos le habeis conocido?

-Sí... un poco, respondió el solitario, fijando cada vez mas la vista en la jóven.

-Sin embargo, os habeis inmutado tanto al oir nombrarle, que creí que hubiéseis tenido con él amistad mas íntima.

-Ah! no: todo fué un movimiento involuntario producido por los recuerdos de la juventud. Y vos habeis tenido alguna otra hermana?

-No señor; fuí la única de tres hijos que tuvo mi malogrado padre.

Al llegar aquí, el corazon del anciano, que desde el principio de este diálogo le estaba anunciando que tenia delante de si á un pedazo de sus entrañas, esclama con los ojos arrasados en ardientes lágrimas:

-Ven, Jimena, hija mia, á abrazar á tu padre; no dudes estrechar en tu juvenil seno al mismo que te ha dado el ser, y que por una combinacion de fatales circunstancias se ha visto privado de tu dulce compañía.

La jóven, que ni remotamente habia pensado en un encuentro semejante, pues se tenia por hija del navegante García, permaneció algun tiempo inmóvil; pero al ver las lágrimas del anciano que corrian abundantemente por sus arrugadas megillas, y que alargaba sus ya decrépitos brazos para estrecharla contra su corazon, que entonces solo palpitaba por ella, corrió hácia él con los brazos abiertos, y un instante despues, no pudiendo resistir á la fuerza de la sangre, que le decia que aquel anacoreta era el autor de sus dias, le abrazaba estrechísimamente, al mismo tiempo que mezclaba sus ardientes lágrimas con las suyas.

-Cesará, hija tilia, tu estupor y sorpresa, la dijo el solitario al desprenderse de sus brazos y volviendo á sentarse á la lumbre, cuando sepas mi historia, en la cual va envuelta tambien la de tu nacimiento. Has de saber, pues, que me encontré huérfano cuando apenas contaba diez y ocho años de edad. Mis padres, sino me dejaron grandes bienes de fortuna, legáronme al menos los conocimientos que adquirí al lado de un hermano de mi madre que, encerrado en el claustro desde la edad mas temprana, era uno de los hombres mas sabios de su siglo. Por desgracia víme solo en el mundo cuando mas necesitaba del freno y saludables consejos de aquellos á quienes debia la existencia: mi tio habíalos precedido en la tumba, así como habia sido el primero en nacer; y como las pasiones de mi jóven y tierno corazon eran tan vehementes, presto me dejé arrebatar por ellas. Ay, infeliz de mí, y con cuánto dolor recuerdo aquel borrascoso período de mi vida! Cuánto temo que las maceraciones del hermano Juan Sago no sean bastantes á borrar las debilidades de Jaime Rodriguez de Acevedo! Pero, en fin, dejemos esto, y confiemos siempre en la piedad del Padre de las misericordias y Dios de toda consolacion. Fácil es por lo tanto venir en conocimiento de cuál sería mi fama en una poblacion á la que continuamente escandalizaba con mis escesos. Todos aquellos jóvenes que apreciaban en algo su reputacion, huían de mi conipañía como de la de una serpiente venenosa; pero en cambio no me faltaba la de algunos que habian contribuido á la corrupcion de mis costumbres, y á los cuales trataba con el mas reprensible cinismo de aventajarme en la carrera del mal. Para nosotros no habia derecho que no conculcásemos ni ley que no mirásemos con el mayor desprecio. Todo aquello que halagaba nuestras pasiones y lisonjeaba nuestro amor propio, por mas que nos pareciese contrario á lo que la sana razon dicta, lo practicábamos, sin curarnos por esto de la grave ofensa que obrando así hacíamos á la sana moral. Habia veces que interiormente sentíamos en nuestro corazon el gusano roedor de la conciencia, pero bien pronto la perpetracion de nuevos crímenes ahogaban la voz de la verdad, que de este modo trataba de recuperar sus derechos. En este tiempo tuve la desgracia de agradar á una joven perteneciente á una de las primeras familias del pais. Doña Sol, que así se llamaba, habia sido criada con recato; pero seducida por mis galanteos, á que ayudaba con sus astucias una antigua dueña, y cuya fidelidad yo habia logrado corromper, presto me juró un amor eterno. Mas cómo habian sus padres de acceder á nuestro himeneo, si mi conducta era la mas depravada que en aquella época se conocia? Negáronla, pues, su consentimiento; pero no pudieron apagar el concupiscible fuego que ardia en su corazon. Aquella víctima de mi perversidad siguió amándome á despecho de sus padres; y aunque estos arrojaron á la calle al instrumento de mi seduccion, doña Sol halló medio de verme y comunicar conmigo á menudo. Esta inesperta jóven accedió á todos mis deseos; y cuando empezaba á dar señales de su maternidad futura, trató su padre de casarla con uno de los mercaderes mas ricos de los que se empleaban en la contratacion de Levante. Como es de suponer resistióse mi amada todo cuanto pudo, pero al fin tuvo que obedecer á su padre, que de todo punto ignoraba el estado en que se encontraba su hija. Á los pocos dias de verificado el matrimonio de doña Sol, su marido, que se llamaba don Duarte, salió en direccion de la India en una nave portuguesa para proveerse en aquellos remotos climas de las especerías que allá tanto abundan, y que en Europa son tan estimadas. Esta circunstancia favoreció estraordinariamente nuestras culpables relaciones. La recien casada, que deseaba que su marido no regresase jamás de su lejana espedicion, manifestóme entonces toda su alegría; y como su corazon casi estaba tan corrompido como el mio, hacia gala de amar á un hombre á quien todos aborrecian. Eran inútiles para ella las reprensiones de su padre; y algunas veces le respondia con tanto descaro, que el buen anciano llegaba al estremo de maldecir el momento en que la habia dado el ser. Llegó tambien á cortar toda clase de relaciones con ella, y solo su madre, que no podia prescindir de aquel amor que hasta ahora nadie ha sabido definir, iba á su casa todos los dias. En este tiempo doña Sol dió á luz una niña, y como yo tenia tantos motivos de conceptuarme su padre, quise al instante encargarme de su educacion. Mandé que en el sagrado bautismo se la llamase Jimena, y...

-Jimena decís? interrumpió la huéspeda del ermitaño.

-Sí, hija mia, respondió este; Jimena he dicho, porque tú eres aquella niña.

-No acabo de comprender...

-Déjame continuar, repuso el solitario, y vendrás al instante en conocimiento de tu equivocacion.

Entonces, volviendo á tomar el aire de narrador, continuó diciendo:

«Bautizada la hija de la muger de don Duarte, busqué al punto una nodriza que merecia toda mi confianza, y la entregué la niña para que la criase, con el encargo especial de que á nadie manifestase el interés que yo me tomaba por ella. Sin embargo, tu nacimiento, hija mia, dijo dirigiéndose á la recien llegada, dió márgen á mil hablillas, que todas redundaron en perjuicio de tu pobre madre; y lo mas sensible para su familia era que no se podian ocultar sus escandalosos devaneos conmigo. Por desgracia habia parido antes del tiempo ordinario, y esta circunstancia tan temible para sus parientes, teníalos llenos de desconsuelo. Mas si esto era entonces, qué sería cuando regresase don Duarte, de quien habia noticias de que iba á verificarlo muy pronto? La vista de un marido irritado es el mayor martirio para una esposa adúltera; y Sol, que lo conocia, trató de huir secretamente conmigo. Pero ¡ay! y cuán en vano nos oponíamos á los justos designios de la Providencia! Casi al mismo tiempo que ibamos á ejecutarlo, presentóse repentinamente el esposo de doña Sol; y su aparicion impensada, pues venia por tierra desde Lisboa, en donde habia desembarcado, destruyó por entonces todos nuestros planes. Don Duarte era uno de esos hombres prudentes y reservados, que antes de dar un golpe lo meditan muy despacio. Añadia á estas circunstancias la de ser muy celoso de su honra y escesivamente vengativo; y como á los pocos dias de su llegada no faltó quien le noticiase nuestro criminal trato, quiso antes de nada examinar á doña Sol.»

-Hánme dicho, dijo á su esposa con este objeto, que durante mi ausencia, que por desgracia fué bien larga, habíais parido una niña, y en verdad, señora, que, despues de estrañar vuestro silencio, no encuentro motivo para que se crie distante de nuestra vista este primer fruto de nuestro himeneo...

-Sí, es verdad, respondió doña Sol toda sobrecogida de temor; pero como es una niña que ha nacido antes de tiempo, es tan fea que me da horror el mirarla.

-Pero al cabo, señora, es vuestra hija...

-Eso sí...

-Pues bien, esa niña, fea ó bonita, tal cual sea, es preciso que hoy mismo venga á esta casa. Sereis tan cruel que trateis de privarme del dulce consuelo de imprimir un ósculo en las tiernas megillas de ese ángel á quien hemos dado el ser?

«Habia un no sé qué en don Duarte cuando dijo estas palabras, que por mas que trataba de ocultarlo, manifestaba el odio que en su corazon abrigaba contra su desventurada esposa; pero esta incauta y seducida muger, por una de aquellas aberraciones que por lo general son tan comunes en nosotros, creyó que si su marido trataba de vengarse, sería solo de la inocente Jimena. Esta creencia la indujo á perpetrar un nuevo crímen: salió precipitadamente de su casa despues de decir á su esposo que iba á complacerle, y dirigiéndose á una de las mugeres mas pobres de la poblacion que estaba criando una niña, pudo á fuerza de dádivas y promesas conseguir de ella que la siguiese á su casa, y que dijese siempre que fuese preguntada que aquella niña era Jimena. Don Duarte cayó en la red que le tendió su esposa; y esta desdichada, que deseaba librarse cuanto antes de su dominio, me escribió una esquela al otro dia, cuyo tenor era el siguiente:

«No puedo soportar por mas tiempo la vista de un hombre tan odioso como el que mis padres me han dado por esposo. Si os apresurais á sacarme de su poder, pronto la desesperacion que empieza á dominarme, me habrá precipitado en el sepulcro. Acordaos que me amásteis, y que aun debeis amarme. No olvideis con cuánta fé y ardor he correspondido á vuestro afecto; y si conservais aun en vuestro corazon una chispa de aquel fuego que en otra época inflamó el mio, librad cuanto antes de la esclavitud en que gime á la sin ventura doña Sol.»

»No quise contestar á este billete hasta poder hacerlo de una manera satisfactoria para mi dama: pasé por lo mismo la mayor parte del dia arbitrando mil medios para escaparme con ella; y cuando habia encontrado uno y me disponia á ponerlo en su conocimiento, entró en mi casa el mismo don Duarte en persona.»

-Vengo, me dijo, á arreglar con vos cierto negocio que hace bastantes dias me trae desasosegado. Vos no ignorais la grave ofensa que se hace á un marido honrado cuando se le usurpa el cariño de su esposa. Tambien os supongo sabedor de las consecuencias que esto acarrea á todos los que tienen la desgracia de pertenecer de alguna manera á los contrayentes: pues bien, ahorremos tiempo y palabras; dadme vos la vuestra de que á media noche estareis fuera de los muros de la poblacion por la parte que mira á la torre de Hércules, y os librareis de que ahora mismo os asesine.

-Por Dios, don Duarte, le contesté, qué es lo que decís? Vos debísteis de perder el juicio. Qué tengo yo que ver con vuestra esposa? Llamais usurpacion de cariño el cultivar una amistad tan antigua como lícita? Vaya que sois en estremo celoso; enfermedad de la cual no curareis hasta que hayais dejado de trataros con los portugueses... Volved, pues, en vos mismo y no culpeis á doña Sol, que se encuentra mas inocente que vos.

-Pérfido, esclamó irritado el mercader, aun añadís el insulto á la ofensa!...

-No; perdonad, le dije, porque hasta ahora nadie me llamó pérfido sino vos.

-Pues yo os lo llamo, porque lo sois.

-En este caso, contesté yo con admirable sangre fria, en esta noche...

-Sí, en esta noche, me interrumpió cada vez mas irritado, nos veremos.

-Corriente, corriente, respondí prontamente.

«Marchóse el marido de doña Sol, dejándome con bastante inquietud acerca de la suerte que me esperaba; porque á la verdad, aunque yo entonces nada temia, sin embargo, un duelo á media noche, y con un hombre á quien suponía devorado por la terrible pasion de los celos, era mas á propósito para tenerme en zozobra que para inspirarme confianza. Por mi desgracia no me fué posible noticiar á mi Helena cuanto acababa de pasar, porque aquel irritado Menelao, temeroso de que otro Páris se la robase, tomó tan bien sus medidas, que ningun ser viviente pudo acercarse á ella en todo lo que restó de aquel memorable dia. Poco á poco fuése acercando la noche. Densas tinieblas cubrian ya toda la superficie de la tierra, cuando entre el temor que me infundiera la provocacion del mercader, me dirigí al lugar de la cita. Llegué á ella y no encontré á nadie: púseme á pasear esperando á mi adversario, y mi impaciencia era tan grande que empecé á sospechar si habria renunciado al combate temeroso de perder la vida á manos del que le quitára el honor. Á pesar de tales sospechas, que ya iban degenerando en creencias, decidíme á esperar hasta que fuese de dia. La luna entonces, levantándose magestuosamente por encima de las cúspides de los montes, vino á hacer menos triste mi situacion. Con su claridad distinguia perfectamente la villa, cuyos habitantes dormian profundamente. Tenia á mis piés las aguas del Océano, que suavemente venian á estrellarse contra las peñas de la orilla, y á mis espaldas unas rocas tan elevadas, que algunas veces sus sombras se me figuraban gigantes tendidos en la arena. Así estuve largo tiempo esperando á don Duarte, y en una de aquellas veces que tendia la vista por todas partes á ver si le veía venir, distinguí un papel blanco que sin llegar al suelo andaba revoloteando sin acabar de caer. No dudando que la brisa se lo estorbase, fuíle siguiendo con la vista, y cuando al fin le vi caer, volé á ver lo que contenia. Por un lado estaba enteramente blanco; mas por el otro leí á la claridad de la luna estas palabras, que enteramente me desconcertaron: «don Duarte ya está vengado.» Al instante me anunció mi corazon lo que podia ser: perfido1 esclamé, habrás asesinado á tu desventurada esposa? Pero aun no habia acabado de decir estas palabras y formado la resolucion de correr á casa de mi adversario para vengar á mi vez á doña Sol, en el caso en que hubiese perecido, cuando aparece semejante á un espectro por encima de las rocas un hombre, y me dice al mismo tiempo que arroja á mis piés una criatura desde aquella elevacion tan estraordinaria: «Jaime Rodriguez de Acevedo, ahí tienes á tu hija.» Un quejido tan solo que aquel ángel exhaló al tiempo de dejar sus tiernecitos miembros por las afiladas puntas de las peñas, me hizo entender que Jimena acababa de ser despedazada. Considerad cuál quedaria yo entonces creyendo asesinadas á las dos únicas personas á quienes yo mas amaba en el mundo. Dí un grito de horror, y un instante despues, dejando la desierta playa en que me encontraba, me dirigí á casa de don Duarte. Al llegar me sorprendió el encontrar la puerta abierta. Llamé, y como nadie me respondiese, me decidí á entrar con la espada desnuda. Atravesé un corredor que estaba á oscuras: entré en una sala que encontré al paso, y me dirigí á un aposento en el cual divisaba luz. Pero, de qué voces me valdré para describiros el terror que de mí se apoderó ante el sangriento espectáculo que entonces se ofreció á mi vista? Doña Sol, aquella muger á quien yo tanto habia amado, y á la que por desgracia habia seducido, ya no existia... Su ensangrentado cadáver yacía tendido sobre el mismo lecho en que poco antes se recostára, y en el que acababa de ser asesinada por el desapiadado don Duarte. Acerquéme mas á los inanimados restos de aquella muger tan hermosa: contemplé las profundas heridas que en su blanquísimo pecho abriera el afilado puñal del asesino; y por última vez fijé mis ojos en aquel rostro que antes era mi alegría. Mas cuando ocupado en esto me encontraba, mi imaginacion, herida con cuanto habia presenciado en aquella terrible y funestísima noche, representóme una escena aun si se quiere mas terrible é imponente que las anteriores. Parecióme, pues, que doña Sol se incorporaba, y que volvia á la vida por algunos instantes. La hermosura habia desaparecido de su rostro, pero en cambio estaba cubierto ya con la fealdad de la muerte y con las hediondeces del sepulcro. Sus manos lívidas y descarnadas, trataban de restañar la sangre que aun fluía de sus heridas, y sus ojos, en otro tiempo tan hermosos, fijábanse en mi para reprender mi corrupcion y libertinage. Entonces se figuró oir la voz de mi adorada, que con un acento de ira, me decía: «Por tí está mi cuerpo en esta cama, por tí mi alma en los infiernos. Oh! hombre infame y corruptor! Tú has pervertido mis costumbres y acibarado con falsos deleites mi corta vida... No trates por lo tanto de vengar mi muerte, porque don Duarte no ha sido mas que un instrumento de que la Providencia irritada se ha valido para castigar mis crímenes.» Confieso francamente que no tuve ánimo para permanecer mas tiempo en aquella casa; fuí corriendo á la mia, y pasé el resto de la noche entregado á las ideas mas tristes y desconsoladoras. Á la mañana siguiente habiase divulgado por el pueblo la terrible catástrofe que os acabo de referir; y entre los comentarios á que daba lugar la desaparicion del mercader, de quien jamás volvió á decirse una palabra, daba á entender á todos que él solo habia sido el autor. En medio de tantas amarguras tuve un dulce consuelo: Jimena no habia sido despeñada, porque don Duarte, ignorando el ardid de que se habia valido doña Sol para librar a su hija, se ensañó en la tierna criatura que habia llevado á su casa.

«Desde este momento propúseme mudar de vida; y aunque mis remordimientos eran cada dia mayores, no por eso me abandoné á la desesperacion. La mayor dificultad que encontraba para dejar una poblacion que habia presenciado todos mis escesos eras tú, hija mia; pero habiendo confiado todos mis proyectos á un amigo, que es el mismo á quien hasta aquí has tenido por padre, me animó para que los llevase á cabo, diciéndome que él se encargaba de darte educacion como á uno de sus hijos. Fiado en su palabra, salimos en el mismo buque que él comandaba del puerto de la Coruña; y á los tres dias de navegacion aportamos á una isla en que estaba edificada una suntuosa casa de la célebre orden de los Caballeros Templarios. Entéreme muy despacio del género de vida que practicaban los que la habitaban, y conociendo que era la mas á propósito para borrar mis iniquidades anteriores, pedí al superior la gracia de ser agregado á tan esclarecida milicia. Despedíme entonces de García; dí un triste á Dios á todas las cosas de la tierra, y no pensé mas que en las del cielo. Al poco tiempo de estar en la religion, llegaron á Europa nuevas muy tristes de nuestros hermanos de Ultramar. Decíase como cosa muy segura que habian perecido la mayor parte defendiendo la Tierra Santa contra el furor de los infieles, que por desgracia cada dia adquirian mayor preponderancia; pero lo que parecia indudable era, que la orden habia esperimentado inmensas pérdidas, pues el gran maestre mandaba que sin dilacion se embarcasen para Oriente todos los caballeros capaces de llevar las armas. Yo me alegré en el alma de ser elegido para esta lejana y arriesgada espedicion, porque estaba deseosísimo de verter mi sangre por la fé, en justa espiacion de mis delitos.» Pero antes que os refiera cuanto me ha pasado en la Siria, permíteme que descanse algun tiempo para continuar despues con nueva fuerza. Mientras tanto tú, hija mia, podrás cenar conmigo, pues esta noche, en atencion al inesperado consuelo que he tenido en verte cuando ya habia renunciado á tanta dicha, pienso escederme de lo que me prescribe la regla que desde que vivo en el desierto yo á mí mismo me he dado.

Capítulo VIII
En el cual concluye la historia del ermitaño.

Dichas las anteriores palabras, puso el anacoreta sobre una mesilla toscamente labrada unos mendrugos de pan, un queso, algunas nueces y un jarro de agua. Jimena reparó sus fuerzas con una cena tan frugal; y despues que su padre hubo hecho lo mismo, continuó hablando de esta manera:

«A mi llegada á las costas de la Siria, encontré los negocios de los cristianos en el peor estado, al mismo tiempo que el sultan Kelaoun se preparaba con todas sus fuerzas para caer sobre las colonias de los francos. Por todas partes no se hablaba mas que de la guerra; y desde las riberas del Nilo hasta las del Eufrates no se veían mas que sarracenos que marchaban á engrosar el ejército del poderoso sultan de Egipto. Un ejército compuesto de veinte y ocho mil caballos y de mas de ciento veinte mil infantes mandados por siete de los principales emires, se aproximó entonces á la bellísima ciudad de Tolemaida. Todas las casas de campo, jardines y viñas que cubrian las inmediaciones de esta metrópoli de la Siria, fueron asoladas. Las llamas, que subian á grande altura, y los infelices habitantes de la campiña, que huían despavoridos á vista de los sectarios de Mahoma, instruyeron á los defensores de la plaza de la suerte que les estaba reservada. Empero el fiero golpe que iban á descargar sobre los consternados cristianos, detuvóse por algunos dias. Kelaoun, que se habia quedado enfermo en Egipto, sucumbió al cabo; pero antes hizo jurar á su hijo y sucesor Chalil, que no dejaria las armas, ni á su cadáver disperisaria los honores de la sepultura, hasta tanto que no hubiese anonadado á los discípulos de Jesucristo. El nuevo sultan, que se titulaba de antemano vencedor de los francos y pacificador de la religion mulsumana, no tardó en presentarse delante de San Juan de Acre ó Tolemaida con un numerosísimo ejército, que ocupaba toda la llanura desde las orillas del mar hasta el pié de las montañas. Aquel enjambre de bárbaros sacados de las riberas del Eufrates y del Nilo, de las costas del mar Rojo, y de todas las provincias de la Siria y de la Arabia, pusiéronse á trabajar sin descanso para aniquilar una plaza que apenas contaba con veinte mil defensores. Los cedros del Líbano y las encinas de las montañas de Naplusa, cortadas por la infiel segur, fueron bien pronto transportadas al campamento de los infieles. Mas de trescientas máquinas estuvieron en pocos dias en disposicion de batir los muros de la ciudad sitiada, y entre ellas habia una de un peso tan disforme, que cien carros apenas bastaban para transportarla. Mientras tanto la consternacion se difundia por todos los ángulos de una ciudad, que ningun socorro podia esperar de la Europa cristiana. Y en tan críticos momentos el gran maestre del Temple, que se proponia apurar todos los arbitrios que su celo le sugeria para salvar aquel baluarte de los latinos, pasó al campamento de los infieles. Yo fuí uno de los pocos caballeros de la orden que le acompañaron, y con este motivo aun recuerdo las palabras que con el objeto de arredrar á los infieles de su empresa, dirigió al hijo de Kelaoun.»

«Poderoso sultan, le dijo, no estrañes que un discípulo de Jesucristo venga á advertirte de los peligros que te rodean si persistes en la idea de apoderarte de Tolemaida; porque nuestra religion nos enseña que todos los hombres, aun aquellos que desconocen al Dios que adoramos, son nuestros hermanos. Sabe, pues, que los defensores de la plaza que tu ejércíto sitia, ademas de ser muy numerosos, estan dispuestos á sepultarse bajo los robustos muros que rodean la ciudad, antes que permitir que uno solo de tus soldados se acerque á sus murallas. Tenemos tambien toda clase de víveres y pertrechos para resistir un largo sitio: dentro de muy pocos meses esperamos á dos de los mas grandes y poderosos reyes de Europa, que con sus ejércitos se apresurarán á restablecer nuestros negocios en estas comarcas. El medio que os queda de salvacion, antes que os veais atacado en vuestros mismos estados, es muy sencillo. Redúcese á que concluyais con nosotros una tregua, en la seguridad que será respetada por nuestros auxiliares, y os retireis inmediatamente con vuestras huéstes al otro lado del Nilo.»

»Este discurso causó todo el efecto que se propuso el gran maestre; porque Chalil, intimidado con los socorros que le dijo iban á llegar de Europa, consintió en una tregua, bajo la condicion que cada habitante le habia de pagar un dinero de Venecia. Alegre el gefe de los Templarios con este resultado, reunió en la iglesia de la Santa Cruz una asamblea del pueblo, y le manifestó las condiciones que el sultan proponia para la conclusion de las treguas. Su parecer, añadió, era el de someterse á ellas, pues no quedaba otro medio de salvar la ciudad; pero apenas habia acabado de decir estas palabras, cuando en toda la asamblea resonaron las de traicion, traicion. El gran maestre del Temple vió entonces muy espuesta su vida, y desde aquel momento, este generoso guerrero solo trató de morir con las armas en la mano por un pueblo ingrato y frívolo, incapaz de rechazar la guerra con la guerra, y que no queria su salvacion por medio de la paz. El sultan, que se creyó burlado por uno de los principales gefes de los francos, mandó estrechar rigurosamente el sitio, y al dia siguiente las trescientas máquinas de guerra empezaron con un estrépito y furor espantoso á batir las murallas de Tolemaida. Piedras de un peso enorme, maderos de un tamaño estraordinario, dardos, venablos, frascos de fuego y balas de plomo caían sin cesar sobre los palacios, las torres y las casas. En los primeros ataques, los cristianos dieron la muerte a una gran multitud de musulmanes que se habian aproximado á las murallas, y mientras tanto otros, despreciando la muerte y todo cuanto se oponia á su paso, penetraron hasta las mismas tiendas de los infieles. Al fin, fueron rechazados con gran pérdida, pero fué despues que á sus contrarios dieron de este modo una prueba de su inaudito valor. Pero qué importaban todos estos actos de heroismo para un enemigo numeroso y obstinado que tenia á mano tantos medios de reparar sus pérdidas? Los defensores de Tolemaida, cuyo escaso número despues de las primeras batallas apenas llegaba á doce mil vieron decaer su espíritu al observar que los habitantes de la ciudad se embarcaban todos los dias llevándose consigo sus riquezas. Á esta desgracia se agregó bien pronto otra, si se quiere, todavía mayor: la división empezó á cundir entre los gefes, desaprobando unos lo que otros hacian para rechazar al comun enemigo. Ya habia mas de un mes que duraba el sitio, cuando el sultan del Cairo ordenó un asalto general, haciendo reunir en la llanura trescientos camellos con un tambor cada uno, lo que hacia resonar á lo lejos un espantoso ruido. Los soldados musulmanes, cuyo número se aproximaba á cuatrocientos mil, salieron de su campo formados en batalla. Quién podrá describir el cuadro imponente que tantos infieles reunidos causaban? Quién será capaz de dar una idea del espanto que la vista de estos enemigos de nuestra sacrosanta religion causó en los escasos defensores de, la ciudad sitiada? Sin embargo, fuerza es decirlo, a pesar que todos presentian la pérdida de aquella metrópoli de la Siria, de aquel noble emporio del comercio y de las artes, no hubo uno solo siquiera que manifestase en aquel acto el temor que dominaba en su corazon. Todos hicieron su deber como buenos, todos se presentaron al hierro enemigo, y cuando el fuego griego reducia á cenizas los torreones y almenas que defendian, preferian ser abrasados antes que abandonar el puesto en que cada uno se encontraba. Guerreros de todos los tiempos! haced justicia al denodado valor de los defensores de San Juan de Acre: confesad conmigo que jamás se vió heroismo semejante al suyo; y que el espectáculo de cuatrocientos mil combatientes dispuestos para descargar el postrer golpe sobre un baluarte defendido por doce mil hombres sin union y sin esperanzas, es mas que suficiente para desanimar á los primeros héroes de la tierra. El formidable ejército de Chalil avanzaba en buen orden; y á medida que se aproximaba á las murallas de la ciudad, el sol resplandecia sobre los broqueles de oro, y todo el pais parecia que reflejaba sus resplandores. El hierro de las bruñidas espadas se asemejaba á las estrellas que brillan en el cielo en una noche de verano, y cuando las tropas se estendian por la llanura con las lanzas levantadas, se creía ver una selva que se movia de uno á otro lado. Desde el amanecer las máquinas, de que antes os he hablado, no cesaban de batir los muros; y mientras los infieles llamaban falsamente la atencion por otras partes, el peso de todas sus fuerzas caía sobre la puerta de San Antonio, defendida por los soldados del rey de Chipre. Los musulmanes llegaron á arrimar sus escalas á las murallas, mas la tenacidad y valor de que dieron tantas pruebas los cruzados, unido á la oscuridad de la noche, que sobrevino á lo mejor de la funcion, obligaron á los infieles á retirarse á su campo. El Chipriota, mas cuidadoso entonces de su seguridad que de su gloria, no pensó mas que en salir de una ciudad á la cual ya no podia salvar; y despues de entregar el puesto que defendia á los caballeros teutónicos diciéndoles que se retiraba para descansar, pero que volveria al amanecer, se embarcó durante la noche para su reino con una tropa de tres mil soldados. La sorpresa y la indignacion se apoderó entonces de todos nosotros: caballero hubo que, al saber tan culpable como cobarde abandono, esclamó entre el dolor y la desesperacion: «pluguiese al cielo que un violento huracan hubiese aniquilado las naves que á esos cobardes conducian, y que sus cuerpos, como si fuesen de plomo, quedasen sepultados en el profundo del mar.» Como era de esperar volvieron los sarracenos al asalto al amanecer del siguiente dia. Sus máquinas de guerra trabajaban sin descanso para destruir los muros, y cuando los que las dirigian observaron que la puerta de San Antonio, situada á oriente de la ciudad, se encontraba sin defensores, á ella asestaron sus principales tiros. Lograron al fin abrir en aquella parte una ancha brecha; y entonces el ejército musulman, que tanto habla deseado esta circunstancia, precipítase por ella para llegar al interior de la ciudad. Entonces tuvo lugar uno de los combates mas sangrientos de que hay memoria en aquellas remotas regiones. Los guerreros cristianos volaron á detener los progresos del enemigo, y aunque los habitantes de Tolemaida presenciaron con una indiferencia demasiado culpable su abnegacion y heroismo, no abandonaron el campo hasta que el cansancio y la fatiga les impidió de todo punto manejar la maza y la lanza. Pero en tan críticos instantes preséntanse los caballeros del Templo y del Hospital; reaniman con su presencia á los que aun combatian, y vuelve con mas furor que nunca á encarnizarse el combate. Yo mismo presencié el imponderable valor de Guillermo de Clemont, gran maestre de los hospitalarios. Este guerrero, despues de reanimar una tropa de cristianos que se retiraban despavoridos ante la muchedumbre de infieles que por todas partes los acuchillaban y perseguian, lánzase entre las huéstes vencedoras, y su cortante espada derriba á una multitud de africanos. Apodérase entonces de los soldados de Chalil un pánico estraordinario, y sus aguerridos escuadrones huían á nuestra vista como ovejas delante del lobo. La noche, que sobrevino muy pronto sirviónos para recoger los heridos y atender á su curacion, para reparar las murallas y prepararnos para los ataques que aun esperábamos. El dia siguiente antes de salir el sol se convocó una asamblea general en la casa de los hospitalarios: la tristeza se veía pintada en todos los semblantes, pues el dia anterior se habian perdido dos mil guerreros cristianos, y ya no quedaban mas que siete mil para defender las torres y los muros, y no estando sostenidos por la esperanza de recibir socorros de ninguna parte, solo presentian peligros y calimidades. Luego que la asamblea estuvo reunida, el venerable Patriarca de Jerusalen se dirigió á todos los que la componian con las siguientes palabras: «No vengo aquí á increpar la conducta de aquellos que nos han abandonado: sé que no á todos les fué dado un corazon tan esforzado como á vosotros, y esto me hasta para no manifestar sus nombres. Tampoco vengo á hablaros de los peligros de la patria, porque por desgracia para la mayor parte de vosotros, la patria no está en Tolemaida. Esto supuesto, vengo tan solo á recordaros el solemne juramento que al salir de Europa habeis prestado de sacrificaros por la causa de Jesucristo, hoy tan mal parada por nuestros pecados. Tampoco quiero pasar en silencio la suerte que á esta ciudad la está reservada, sino correspondeis hasta la muerte á la fama que de valientes habeis adquirido en mil ensangrentados combates. Acordaos que la cristiandad entera por medio del Padre universal la encomendó á vuestro cuidado; y sobre todo no olvideis lo que será de esta precíosísima joya si la abandonais al furor de los musulmanes. Su saña é inaudito furor, despues de abatir las murallas, incendiará los palacios y soberbios edificios que la ennoblecen; arrancará de los pechos de las madres á sus tiernos pequeñuelos, y con bárbara crueldad los degollará en su presencia; los hombres que antes no hayan perecido, despues de haber presenciado la violacion de sus esposas é hijas, serán conducidos á las lóbregas mazmorras del Cairo, en donde perecerán entre los tormentos que el islamismo tiene preparados á los que no profesan su bárbara ley. Y qué diré, hijos mios, qué diré de las horribles profanaciones que esperan al santuario? Vosotros, guerreros de la Europa cristiana, habeis abandonado vuestros hogares para que el nefando discípulo de Mahoma convierta vuestros templos en lugares de abominacion? Permitireis que el bárbaro africano y el infiel escita manchen con su inmunda planta la morada de Dios, y en que habitan con el mas profundo respeto los ángeles del cielo? Si tantas calamidades nos aguardan, cuál será el medio que debemos de emplear para evitarlas? Voy á indicaros uno tan solo que os dará la victoria, y si por nuestras culpas no la mereciésemos, al menos nadie podrá impedir que vuestra muerte sea gloriosa. Poned vuestra confianza en Dios y en vuestras espadas; preparaos al combate con la penitencia; amaos y socorreos unos á otros; batíos con el valor de los Macabeos, y la victoria al fin coronará vuestros esfuerzos. De este modo vuestra vida y vuestra muerte será tan gloriosa para vosotros mismos, como útil para la cristiandad.»

«Este discurso, que el venerable prelado pronunció en medio de aquella noble asamblea de guerreros, fué escuchado con el mas religioso silencio. Todos cuantos la componian sintiéronse animados de un ardor y entusiasmo desconocidos; y despues de animarse á morir unos á otros con la mas grande abnegacion, juraron imitar el ejemplo de los que en aquella ensangrentada lucha habian sucumbido. Los gefes y los soldados marcharon despues á ocupar los puestos confiados á su valor, y los que no se empleaban en la defensa de las torres y de los muros, se disponian á combatir en las calles con el enemigo si por desgracia llegase á penetrar en la ciudad. Se construyeron parapetos, se amontonaron piedras á las puertas de las casas, se ataron cadenas para detener á la caballería musulmana; y en una palabra, cuanto puede inventar el arte dificil de la guerra, de todo se hizo uso para salvar a la ciudad de Tolemaida. Apenas se acabaron estos preparativos, el aire resonó con el sonido de los atambores y trompetas, y un poco mas tarde oyóse un ruido espantoso producido por los bárbaros que desde la llanura se acercaban á las murallas. Reprodujéronse entonces con mas encarnizamiento los ataques de los dias interiores. El fiero ariete vuelve á descargar sus golpes sobre la muralla destruida en la batalla de la víspera: cargan sobre aquella parte casi todas las fuerzas de Chalil; y los estúpidos adoradores de Mahoma se sorprenden de encontrar una resistencia que no esperaban. Los guerreros cristianos cumplen con su juramento sobre aquella ensangrentada brecha; y mientras unos reciben la corona de la inmortalidad sucumbiendo bajo el alfange agareno, otros rechazan con gran pérdida á los escuadrones musulmanes. Mas qué podia esperarse de un número tan reducido de cruzados contra un ejército tan numeroso y aguerrido? Soldados hubo que de cansancio y fatiga al concluirse el dia ya no podian manejar la espada y la lanza; y en tan crítico como supremo instante, el Patriarca siempre presente en el lugar del peligro, al ver á las huestes africanas que se precipitaban sobre la destruida puerta de San Antonio, esclama con acento lastimoso: «O Dios, rodéanos de un muro que los hombres no puedan destruir, y cúbrenos con la egida de tu omnipotencia!» Al oir esta voz los soldados pareció que se reanimaban, é hicieron el último esfuerzo; así es que se les vió precipitarse delante del enemigo pronunciando el nombre de Jesucristo. Mientras que así se peleaba sobre los muros, la ciudad esperaba con el mayor temor el éxito del combate. La agitacion de los ánimos engendraba mil encontrados rumores, en los cuales nada habia de cierto mas que las nuevas infaustas. En breve se difunde la voz de que los africanos han penetrado en la poblacion; pues los guerreros que defendian la puerta de San Antonio, no habiendo podido resistir el choque del enemigo, corrian por las calles implorando el socorro de sus hermanos. Entonces se acuerdan estos de las exhortaciones del Patriarca, y de todos los cuarteles de la ciudad acuden refuerzos. El valeroso Guillermo, seguido de su esforzada é ínclita milicia de San Juan, aparece de nuevo: vése tambien á la siempre heróica caballería del Temple, en la cual yo iba, presentarse nuevamente en el lugar del combate, y con estos auxiliares cambiar en breve la suerte de tan sangrienta jornada. Lanzámonos, Pues, como fieras entre los soldados de Chalil; damos la muerte á un crecido número de infieles, introducimos la confusion en sus filas, y al ponerse el sol vemos retirarse en desorden los escuadrones africanos. Al ver por una parte la inevitable ruina de una ciudad abandonada por las potencias cristianas con el mas reprensible egoismo, al presenciar los inauditos esfuerzos de un escaso número de defensores, animados por la conciencia tranquilizada por la religion, quién hay que no muestre admiracion y pesar? Despues de tan repetidos asaltos en que los sectarios del falso Profeta de la Meca tuvieron ocasion de notar la diferencia que hay del que se bate por la Cruz al que lo hace por la media luna, llegó el funestísimo dia en que la ciudad iba á caer en poder del implacable hijo de Kelaoun. El ejército musulman, formado desde el amanecer en la llanura, embistió á la plaza con un furor invencible. El sultan animaba con su presencia á sus numerosas huestes, y los caballeros cristianos se defendian con igual valor que en los combates anteriores. Por cada cruzado que moria puede suponerse que quedaban siete africanos tendidos: mas que importaba esto, si los primeros no recibian socorros de parte alguna, y los segundos tenian cuanto necesitaban? Los sarracenos dirigieron nuevamente sus ataques á la puerta y torre de San Antonio, y ya estaban sobre la brecha, cuando el gran maestre del Temple tomó la atrevida resolucion de salir de la ciudad y atacarlos en su mismo campo. Comunicó con nosotros tan arriesgado proyecto, y de cuantos formábamos tan esclarecida milicia, no hubo uno solo que lo desaprobase. Todos pedimos ser conducidos al lugar del mayor peligro, y despues de habernos abrazado y despedido para la eternidad, salimos de la plaza con el estandarte de la orden, que, desde mi llegada á aquellos climas, confiáran á mi valor. Por nuestra desgracia encontramos á los infieles demasiado prevenidos, y aunque el estrago y mortandad que en ellos causamos fué terrible, mucho mayor ha sido el que respectivamente causaron en nosotros. El gran maestre, cuyo valor era incomparable, cayó entre nosotros atravesado de una flecha, y un poco despues, como si yo envidiára su suerte, caí junto á su cadáver herido de un golpe de maza en la cabeza, que me privó del uso de mis sentidos. Los pocos caballeros que restaban, encontrándose oprimidos por la muchedumbre, y ademas sin gefe y sin estandarte, se retiraron á la plaza. Mientras tanto no eran mas felices los que en ella peleaban: habiendo el gran maestre de San Juan recibido una herida que le puso fuera de combate, se perdió toda esperanza, y la derrota se hizo general. Los mil guerreros que aun defendian la brecha contra todo el ejército de Chalil, viéndose acuchillados y perseguidos por todas partes, se dirigieron hácia nuestra casa del Temple, situada á las orillas del mar; y entonces fué cuando el velo de la muerte se estendió por toda la ciudad de Tolemaida. Los sarracenos, poseidos de aquel odio que su secta les inspiraba, avanzaban con bárbaro furor; y cada calle, cada fuerte y cada plaza, costaba un nuevo combate. No se veían mas que cadáveres ensangrentados, y segun he oído decir á un caballero de San Juan, que se libró de la muerte por una especie de milagro, se andaba por encima de los muertos como sobre un puente. Parecia que el cielo, enfurecido contra los habitantes de una ciudad que tanto le habia ofendido con sus ilícitos placeres, iba á retirarla toda su proteccion, pues en aquel mismo instante estalló sobre la culpable Tolemaida un violento huracan. La lluvia, mezclada con el granizo, caía á torrentes, el horizonte se cubrió de una oscuridad tan grande, que apenas se podian distinguir las banderas de los combatientes, ni ver qué estandarte ondeaba sobre las torres de Tolemaida; y como si todavía esto no fuese bastante, el incendio se manifestó en algunos cuarteles, sin que nadie se ocupase en apagarlo, pues los vencedores solo pensaban en destruir cuanto encontraban, y los vencidos en huir. Una multitud de pueblo corria sin direccion y sin saber en dónde podría encontrar un asilo: familias enteras se refugiaban en las iglesias, en donde morian ahogadas por el fuego, ó degolladas al pié de los altares: religiosas y tímidas vírgenes todas se mezclaban con la muchedumbre, buscando en vano un albergue en que guarecerse de la crueldad de un enemigo que todo lo profanaba y destruía. El espectáculo que ofrecia el puerto no era menos triste y aterrador: una porcion de familias, que para librarse del alfange agareno trataban de huir por la mar, se apiñaban para embarcarse en los pocos bajeles que habia disponibles, y como el soberbio elemento que se proponian pisar estaba tan alborotado, muchas se sumergian y desaparecian para siempre de aquel teatro de horror. En esto, el venerable Patriarca de Jerusalen, que lloraba amargamente el verse separado de su rebaño, llegó tambien al muelle conducido por algunos que velaban por su vida, y habiéndole obligado á embarcarse, como recibia en su nave á cuantos se presentaban, el bajel oprimido con el peso se fué á pique, y el fiel pastor murió víctima de su caridad apostólica. Al poco tiempo la caballería musulmana llegó al punto; nadie pudo ya desde entonces enabarcarse; y los infelices cristianos encontraron la muerte, que sin piedad les dieron sus bárbaros y crueles enemigos. Despues de tomados casi todos los baluartes de Tolemaida, restaba aun la fortaleza del Templo, defendida por los pocos caballeros que habian logrado escapar del combate á ella se dirigieron innumerables sarracenos; y el sultan del Cairo, viendo su denuedo, les concedió una capitulacion, para la cual envió al fuerte trescientos de los suyos; pero apenas habian estos entrado en una de las principales torres, es decir, en la del gran maestre, cuando ya habian ultrajado á las mugeres que se habian refugiado en ella. Esta violacion del derecho de gentes irritó, como no podia menos, á los Caballeros Templarios, los cuales, arrojándose sobre sus enemigos, los sacrificaron á una venganza demasiado justa. Furioso entonces el sultan, mandó que sitiasen á los cristianos en su último asilo, y que no se perdonase medio ni fatiga hasta acuchillarlos sin piedad alguna. Mas no se crea que el ánimo de aquellos generosos campeones haya decaido por esto: ansiosos de seguir á sus compañeros que en la muerte les habian precedido, se defendieron con el mayor valor. Su denuedo llegó al punto de sostenerse aun por algunos dias; y cuando al fin los infieles minaron la torre del gran maestre, viendo tan próxima la muerte, se sonreían porque morian matando á sus mas implacables enemigos. Sus deseos acabaron de cumplirse: la torre se hundió con estrépito en el mismo momento en que los musulmanes subian á ella por asalto; y vencedores y vencidos, todos quedaron sepultados en sus ruinas. Todas las iglesias habian sido profanadas, saqueadas y entregadas á las llamas: igual suerte cupo á los principales edificios, y para que nada restase al odio de los mamelucos, el sultan ordenó que las torres y los muros fuesen demolidos. Tal fué el fin de la opulenta ciudad que Saladino no habia podido estorbar que cayese en poder de las armas cristianas. Tolemaida, aquella corte del lujo y de la disolucion, la metrópoli de la Siria, la que por tantos años fué la capital del reino de Jerusalen, y en cuyas plazas se paseaban los reyes y grandes señores de Oriente bajo de toldos de seda, no existen ya de ella mas que un monton de ruinas. Réstame tan solo, hija mia, que te refiera lo que me pasó desde el momento en que quede como muerto entre mis compañeros los Templarios. El golpe que me derribó en tierra no fué mortal, pero bastó para privarme por largo tiempo del uso de mis sentidos. Cuando al fin los recobré ya habia anochecido; y con el temor siempre creciente de ser visto por mis enemigos, incorporéme con ánimo de abandonar aquel triste lugar. Paseo mi espantada vista por aquel campo cubierto con las sombras de la noche, y cuantos objetos llego á descubrir, todos me anuncian la gran catástrofe que nuestras armas acababan de esperimentar. Los mutilados cadáveres de mis hermanos me rodeaban, y junto á mi tenia el de aquel generoso campeon que se sacrificó por la causa de una ciudad frívola é ingrata. Á mas larga distancia descubro la ciudad ardiendo como el cráter de un espantoso volcan. Las llamas, que subian á grande altura, iluminaban los reales del enemigo, y dejaban al mismo tiempo entrever los cadáveres de los musulmanes hacinados con profusion por todas partes. Pero si este espectáculo me estremeció, nada hay comparable al efecto que en mí produjeron los lamentos y tristes quejidos que exhalaban las infelices víctimas cristianas al ser sacrificadas por el alfange agareno. Confieso francamente que al oirlos á tan larga distancia hube de perder la vida, y que lo que acabó de desconcertarme fue la algazara con que los vencedores celebraban su triunfo. Conociendo á pesar de todo que era necesario hacer un esfuerzo superior á mis débiles fuerzas, me decidí por huir. Arranco entonces del mástil el estandarte de la orden que, aunque ensangrentado, conservaba á mi lado, y gozoso por no haber perdido aquella noble enseña que tantas veces nos condujera al combate, despues de volver los ojos á una y otra parte para cerciorarme de que por ningun infiel era observado, abandoné aquel fúnebre teatro, y me interné en el Carmelo. Aunque con sumo trabajo llegué á su cúspide poco despues de media noche, y á la caridad de los religiosos carmelitas que allí moraban, debí los auxilios que requeria mi triste situacion. Con ellos me hubiera detenido mas tiempo, pero el haber descubierto á la mañana siguiente una embarcacion ligera arrimada á la costa, me hizo descender del monte á ver si conseguia por este medio embarcarme para Europa. No me engañé en mis cálculos: aquel buque estaba tripulado por chipriotas, los cuales con ánimo de recoger á los infelices fugitivos de Tolemaida, no se separaron en mucho tiempo de esta desventurada ciudad. Yo iba vestido con el trage de guerra de la orden, y en cuanto los marineros me descubrieron en la arena gritaron: un Templario, un Templario! Al instante arrimaron la nave á la orilla, y habiéndome en ella embarcado, despues de haber permanecido todo el dia en aquellas aguas, nos hicimos á la vela para la isla de Chipre. Yo fijé por última vez mis tristes ojos en la capital de la Siria, y al considerar en aquel momento todas sus desgracias, el llanto inundó mi rostro, y mi corazon se oprimió de dolor. Como el gran maestre acababa de perecer tan honrosamente como antes os he dicho, presentéme en Chipre al gran prior, que era la segunda dignidad de la orden.; y como este caballero ya preveía la nueva tempestad que iba á descargarse sobre nosotros, me ordenó que regresase á mi casa de San Simon. Por desgracia no eran vanos sus temores, porque al poco tiempo de estar en ella, fuimos acusados de los crímenes mas inatiditos y horribles. Pasma verdaderamente que haya habido hombres capaces de inventar semejantes calumnias; pero lo que mas llama la atencion es que, despues de no habernos probado nada, nos hayan condenado. En vano el Papa reconoció nuestra inocencia, en vano tambien un concilio congregado en Salamanca declaró que no habia encontrado mas que virtudes y actos heróicos que imitar en los acusados; porque prescindiendo nuestros enemigos de todo, mientras que unos eran deportados, otros fueron entregados á las llamas. Dícese que algunos grandes dignatarios de la orden confesaron en el tormento los crímenes de que á todos se nos acusaba; pero qué crímenes hay que no se puedan probar de esta manera? Yo aseguraré siempre, que si colocan en el tormento el hombre mas virtuoso del mundo, como no esté asistido de una gracia especial, aparecerá como culpable. Si la orden hubiese desaparecido á impulsos de los golpes de los mahometanos, nada tendriamos que esponer; pero decir que los mismos que se titulan discípulos de Jesucristo fueron los que se declararon sus mayores enemigos, no se concibe, y mucho menos se esplica. Tal vez la ambicion y la sed de riquezas los indujo á apoderarse de las que nosotros poseíamos; y para esto habia necesidad de perseguirnos como á idólatras? Nosotros que en Oriente prodigamos por la fé de Cristo nuestra sangre y nuestros tesoros, podiamos ser enemigos de esta misma fé que siempre hemos acatado y defendido? Aun hay mas: muy pocos años antes de ser estinguida la orden, trescientos Templarios, que defendian una fortaleza, se dejaron antes acuchillar que apostatar de la religion cristiana. Una sola palabra les hubiera dado la vida, los honores y las riquezas; pero aquellos generosos confesores de la fé prefirieron á todo esto una muerte cruel que recibieron de sus enemigos. Seria interminable si tratase de hacer aquí nuestra defensa: tú, hija mia, estarás persuadida de nuestra inocencia, y yo lo estoy tambien de que algun dia la posteridad nos hará justicia, condenando como debe á nuestros viles detractores. Yo fuí uno de los pocos caballeros que se libraron de los nuevos enemigos de la orden, y por evitar su encono atravesé una parte de Galicia, y me refugié en una ermita situada á orillas de un caudalolo rio que hay en Portugal. Era un sitio muy devoto y poco frecuentado; solo de tarde en tarde venian algunos aldeanos á encomendarse á Dios, y á pedir la proteccion de su siervo San Efren, á quien estaba dedicado el santuario. El obispo de Évora, á quien pedí la gracia de que me dejase vivir en aquel desierto, facilmente accedió á mis ruegos; y como si con esto tuviese satisfechos todos mis deseos, volví á separarme del bullicio de las ciudades, y á renunciar cuanto aun podia ofrecerme el mundo. Cuando ingresé en la estinguida orden del Temple dejé todo cuanto poseía, y cuando me retiré al desierto de San Efren, dejé lo único que aun conservaba. Llamábame, en el siglo Jaime Rodriguez de Acevedo, y aquí quise llamarme Juan Sago, que es el nombre con que al presente soy conocido. Llevaba ya algunos años ejercitándome en la vida penitente y solitaria de anacoreta, cuando estalló la última guerra entre Portugal y Castilla. No estaba en mí el amor de las cosas terrenas tan amortiguado, que no sintiese á par de muerte la desgracia que perseguia á nuestras armas en una causa demasiado justa; y así, cuando á mi noticia llegaba alguno de sus desastres, de buena gana sacrificaria la poca sangre que aun me restaba, porque se salvase la gloria y reputacion de mi patria. Habia por otra parte formado un ventajoso concepto del príncipe que poco antes se sentára en el trono; y esta circunstancia, unida á la primera, estuvieron á punto de dar al traste con mi vocacion. Al fin pude contenerme de presentarme en los reales de Castilla; mas no se crea por esto que me olvidaba de pedir al Dios de Sabaot la victoria para nuestros ejércitos. Estaba en esto ocupado, cuando por algunos fugitivos que acertaron á pasar por el desierto de San Efren, tuve noticia del gran desastre de Aljubarrota, y aunque al pronto me llené de afliccion, no sé qué habia en mí que me anunciaba un porvenir lleno de prosperidad y grandeza para el trono de San Fernando. Antes de que pasase la noche que siguió al dia en que se dió la batalla, salíme de mi celda, segun antigua costumbre, para bendecir sobre la cúspide de una colina al Eterno por sus maravillas. Y cuando, despues de concluida mi ferviente oracion, regresé á mi ermita, encontré en ella recostado á un jóven caballero, en quien por las insignias de su elevada dignidad, reconocí á don Juan I de Castilla. Su vista, puede decirse, aumentó en mí el deseo de que triunfase su causa; y encontrándole dormido, me atreví á dirigirle un corto apóstrofe sobre el porvenir que á sus sucesores reservaba el Altísimo. Yo no sé si el rey me oyó; lo que puedo asegurar es que, ínterin yo hablaba, él abrió un momento los ojos, aunque luego volvió á quedarse profundamente dormido. Volvíme á subir á la colina, y al poco tiempo de estar en ella vi al príncipe montado á caballo como dudando del camino que debia seguir. Estendí entonces mi brazo, y le dije cuál era el de Santaren. Esta circunstancia, unida á la de haber sido huésped del regio fugitivo, suscitaron contra mí una furiosa persecucion, porque el maestre de Avis, deseoso de castigar lo que él calificaba de horrendo delito, envió algunos soldados para que me condujesen atado á la ciudad de Lisboa. Afortunadamente no faltó quien me participase la desgracia de que estaba amenazado, y aprovechándome de un aviso tan oportuno, abandoné el santuario en que moraba, y me interné en Castilla. Presentéme así que llegué á Burgos al que entonces era su obispo; y habiéndole manifestado mis deseos de vivir ignorado, él mismo me facultó para que pasase al desierto de San Sabas, llamado así de una ermita que dedicada á este santo, hay no muy lejos del pequeño pueblo de Bribiestre. Lo que me pasó despues no quiero contártelo, hija mia, porque temo afligirte demasiado. Solo para que formes una ligera idea de cuanto he padecido en poco tiempo, debo decirte que fuí reputado por un impostor, y como si fuese el autor de la derrota de las tropas que comandaba don Martin Yañez de la Barbuda, condenado á muerte, como si la mereciese por ser acaso el mas leal de los españoles. Empero la Providencia, que tantos medios tiene de burlarse de los proyectos de los hombres, libróme de su saña valiéndose de uno tan nuevo como impensado. Desde entonces habito en esta otra ermita de San Antonio, en la cual, mediante el favor de Dios, pienso concluir mis dias.»

Jimena, que no habia perdido ni una sola palabra de tantas como dijera su padre, llena al mismo tiempo de sorpresa y alegría por haber encontrado al que por tantos años reputára por muerto, le refirió tambien su historia tal como la conoce el lector; y al llegar al motivo por qué habia poco antes llegado á aquel retiro, se esplicó de esta manera:

-Cuando regresé de Lisboa para participar al augusto hijo de don Enrique que ya quedaba vengado, ocurrió la desgracia que, desde Alcalá, llenó de duelo y tristeza á todo el reino. Víme entonces en la necesidad de regresar á mi pais, pero mientras no podia hacerlo, porque aun necesitaha vender alaunas de mis joyas para con su producto emprender el camino, á permanecer en Zamora. En este tiempo Villayzan enamoróse ciegamente de mí, y como si la que despreció os galanteos de mi rey fuese capaz de rendirse á sus exigencias, propúsome el que sería mi amante si queria acceder á que fuese su dama. Tan infame modo de pensar me irritó sobremanera: llegué al estremo de amenazarle que sino desistia de sus innobles pretensiones, la primera vez que viniese á mi casa me quitaria la vida en su misma presencia; mas por desgracia, la misma noche en que á toda prisa pensaba abandonar una ciudad en que tan principal mando tenia, trató de apoderarse de mí y encerrarme en el castillo. Sin embargo, tambien entonces pude burlar sus intentos: un soldado de la guarnicion, á quien yo tenia pagado para que con anticipacion me participase los proyectos del alcaide, vino á mi casa, y me dijo:

-Huid, señora, huid cuanto antes, porque Villayzan acaba de salir del castillo para conduciros á él.

Al oir estas palabras, deposité por via de recompensa en las manos de aquel fiel confidente casi todo el dinero que tenia; y en seguida, sola y á pié, para no ser sentida, emprendí un camino enteramente distinto del que habia pensado seguir al principio. Esta determinacion me salvó, porque el alcaide de Zamora. creyendo que yo me dirigia á Galicia, envió tropas en mi pérsecucion, cuando ya tal vez pisaba las orillas del Adaja.

-Alégrome, hija mia, dijo el ermitaño, que de ese modo te hayas librado de un hombre tan perverso como ese, y para no esponernos á que descubra nuestro paradero, mañana mismo nos marcharemos á Galicia.

-Conque vos quereis acompañarme? le interrumpió la joven con marcada satisfaccion.

-Es conveniente, hija mia, porque así atenderá mucho mejor á tu colocacion mi ilustre amigo el arzobispo de Santiago. Ah! estoy firmemente persuadido de que participará de mi alegría cuando sepa el encuentro que he tenido esta tarde. Y mediante á que la noche ya ha avanzado demasiado, y á que tenemos que madrugar, bueno será que tratemos de descansar hasta que venga el dia.

Entonces el solitarlo invitó á su huéspeda á que se recostase sobre un monton de heno, y habiendo él hecho lo mismo en una pieza inmediata, presto se apoderó de los dos un sueño plácido y profundo.

Fin del libro tercero

Libro IV

Capítulo I
En que se manifiestan las consecuencias de un privilegio, refiriendo las de un desafio.

Son tan peregrinos y estraordinaríos los sucesos de la época en que reinó don Enrique el Enfermo, que la pobre imaginacion del autor se pierde al tener que tratar de cada uno de por sí, sin que la confusion y desorden de ideas sea el fruto de su trabajo. Por todas partes surgen personages célebres, de quienes es preciso hablar; por todas aparecen actos que mas ó menos ennoblecen al jóven príncipe, á quien el lector ha visto últimamente coronado en el grande y antiquísimo monasterio de Santa María la Real de las Huelgas; y si de todo hemos de dar aunque no sea mas que una ligera noticia, forzoso nos será detenernos mucho mas de lo que en un principio habiamos pensado.

Pero si esto es así, dirá alguno, por qué te metes á insertar esos largos episodios que distraen y no ilustran á la mayor parte de tus lectores? El autor debe de responder á este cargo, para que su conciencia quede tranquila, dos cosas. Primera: los episodios hermosean una historia, así como los intermedios una comedia. Segunda: hombres como Juan Sago, que hospedan en su pobre morada á reyes tan ilustres como don Juan primero de Castilla, y que al mismo tiempo son consejeros de prelados tan eminentes como el arzobispo de Santiago, bien merecen la pena de que su historia se escriba, para que por ella se venga en conocimiento de los desgraciados efectos del vicio.

Esto supuesto, porque no se nos tache de impertinentes, anudemos ya nuestra interrumpida relacion, refiriendo lo mas clara y sucintamente que nos sea posible cuanto ocurrió al jóven rey de Castilla desde el momento en que fué coronado por las sagradas manos de don Juan Manrique.

Encontrábanse en Burgos, cuando aquella augusta coromonia tuvo lugar, algunos diputados por el muy noble señorío de Vizcaya: su mision era la de inclinar el real ánimo de don Enrique á que visitase sus fidelísimas montañas; y como esta peticion, atendidas las circunstancias de la época, era muy justa, determinó acceder á ella.

El rey salió, pues, de Burgos para Vizcaya, y despues de presenciar el júbilo á que sus habitantes, como en prueba de su lealtad, se entregaron, les concedió, por contemporizar con lo que aquel siglo exigia, un dañoso privilegio. La bárbara costumbre de remitir á la prueba de las armas las querellas entre particulares, fué entonces introducida como ley; y los vizcainos, que tanto lo solicitáran, no tardaron en tener sobrados motivos para rechazar tan inmoral privilegio.

Entre los escándalos que con semejante motivo se siguieron, merece el que por lo nuevo y desastroso nos ocupemos del que vamos á narrar. Don Juan Manuel de Ibarranguelua, perteneciente á una de las familias mas nobles y distinguidas del pais, habiase enamorado de doña Guiomar de Garnica; jóven á quien, despues de las gracias y hermosura conque naturaleza la habia enriquecido, distinguia un noble y antiguo orígen. Los padres de esta doncella, que habian desestimado las pretensiones de muchos caballeros que solicitáran el casarse con su hija, no vieron mas en la de Ibarraguelua que sus propios deseos; porque prescindiendo de sus buenas costumbres, tambien en su casa habia blasones y riquezas. Mientras tanto acrecia el amor que estos dos amantes se profesaban, porque las prendas que ennoblecian á don Juan eran, si cabe decirlo, iguales cuando menos á las de su futura esposa. Parecia por lo mismo que la suerte les deparaba un porvenir lleno de felicidad y exento de toda desdicha; y cuando faltaban muy pocos dias para que aquella fuese completa, un mal intencionado, uno de esos hombres que solo son caballeros en el nombre, revelando á cada paso un corazon en que se alberga la maldad, empezó á decir que mil veces habia tenido el honor de doña Guiomar á su disposicion. Tan infames calumnias produjeron en el vulgo el efecto que se proponia don Íñigo de Miravalles, que así se llamaba el calumniador; y don Juan Manuel, que deseaba aclarar la verdad en un asunto de tanta importancia para él, supo que el adversario de doña Guioniar procedia tan injustamente en venganza de haber por ella sido desatendido en cierta ocasion en que solicitára su mano.

Semejante conducta irritó, como no podia menos, á Ibarranguelua, y arrastrado por el deseo de vengar á su prometida, y al mismo tiempo llevado de la vana é injusta ley de los desafios, retó al calumniador á que en pública plaza sostuviese con las armas sus falsas aseveraciones. Por desgracia suya daba con un hombre sumamente diestro en manejar la lanza y la espada; el cual, careciendo ademas de aquel saludable temor que hace precavidos á la mayor parte de los hombres, propuso por su parte en que el duelo se llevase á cabo hasta tanto que en él pereciese uno de los combatientes.

Habiendo accedido su contrario á esta demanda, señalóse dia y lugar; y como los dos pertenecian al pequeño pueblo de Arrigorriaga, parecióles que ninguno mas á propósito que la plaza para que en él se ventilase la grave cuestion que los traia alterados. Faltaba solo elegir el dia, y por ser casi todos los de la semana de los comprendidos en la tregua de Dios, esperaron al jueves, que era de los escluidos.

Mientras tanto cundió la noticia por todas las anteiglesias de la comarca, y llegado el momento de la cruel lucha, al mismo tiempo que la plaza se llenaba de gente de todas clases, que desde muy lejos habia venido á presenciar el sangriento espectáculo que se preparaba, lbarranguelua se presentó á la ofendida dama, y la dijo entre el temor y la esperanza en que fluctuaba su corazon:

-Voy, señora, á vengaros. Hoy presenciará el pueblo de Arrigorriaga y cuantos á él han concurrido, no solo mi serenidad y valor, sino también las pruebas mas convincentes de vuestra inocencia. Dentro de pocos instantes, el perverso que con su inmunda lengua se atrevió á amancillar vuestra honra, habrá sucumbido bajo los cortantes filos de mi acero, y vos, señora, que aunque inocente os veis calumniada, levantareis con orgullo vuestra frente, y nadie jamás se atreverá á ofenderos.

Doña Guiomar, que entre lágrimas y suspiros habia oido estas palabras, teniendo un cruel presentimiento de lo que en aquel dia iba á acontecer á su alucinado amante, contestó:

- Pluguiese al cielo, don Juan Manuel, que yo nunca os hubiera conocido, y que en la edad mas temprana, cuando empezaba á ser mirada por los lascivos ojos de Miravalles, me hubiese retirado á un claustro. Mi hermosura, tan decantada por algunos, va á ser hoy la causa de que la sangre de dos caballeros cristianos corra á torrentes en esa plaza; y como si esto todavía no fuese bastante para acrecentar mis penas, presumo, ó mi querido amante, que vais á quedar vencido en esa lucha que vuestro escesivo amor ha provocado. Por el grande que yo os tengo, atrévome en este momento á pediros un favor: huid, don Juan Manuel, huid de la saña de ese perverso; huid, que yo os seguiré adonde dispongais, porque estoy firmemente persuadida que solo con huir podreis libraros de la muerte que en este dia os espera en las manos de vuestro vil enemigo.

-Tranquilizaos, señora, respondió el amante, y nada temais. Vuestros temores me traspasan, y para que no padeciéseis tanto, quisiera comunicaros una parte de mi valor y ardimiento por vengar vuestra fama vulnerada. Acordaos, ya que otra cosa no puedo hacer para conseguir lo que deseo, que Dios no puede dejar sin castigo las calumnias de don Íñigo, y que indudablemente habrá escogido mi brazo para castigar su estremada arrogancia y maldad.

-Mi corazon, replicó doña Guiomar sollozando, me dice todo lo contrario.

-Vuestro corazon, senora, en el cual tiene asiento la virtud, es mas á propósito para inspirarme afectos de ternura, que el valor que necesito para vengaros. Dejadme, y vuelvo á deciros que nada temais.

-Sí; pero vos, repuso la dama cada vez mas llorosa, vais á morir.

-No creo que tal desgracia nos suceda; pero si así fuese, no vale mas morir que vivir sin honor?

-Reflexionad en lo que decís, y en el trance en que os encontrais. Puede la muerte de vuestro adversario restituirme el honor que suponeis me quitó con su desacreditada lengua? Esperais que la suerte se declare en favor del inocente, castigando al mismo tiempo al culpable?... Volved por Dios en vos mismo, y no espereis aquí un milagro, porque vos ya sabeis que es temeridad el buscar el peligro, por el grande que hay en perecer en él.

Estas razones ninguna fuerza hicieron en el ánimo acalorado de don Juan Manuel, antes conociendo por ellas que no era fácil convencer á doña Guiomar de la utilidad de aquel desafio, salió de su presencia despues de haberla asegurado que dentro de poco tiempo volveria á ella completamente victorioso.

Cuando el amante de la señora calumniada entró en la plaza, ya en ella le estaba esperando su fiero adversario; y habiendo los jueces, despues de las formalidades de estilo, dado la señal del combate, empezó entre ellos uno cruel y mortífero. Luchaban de una parte la lealtad y el valor, y de la otra, la perfidia y cuantas precauciones son imaginables en un caso semejante. Al primero animaba el deseo de vengar la inocencia vilmente calumniada, y al segundo, el temor de perecer aquel dia á manos de un enemigo justamente irritado. No se conocia por lo tanto ventaja por ninguna de las partes, hasta que la certera mano de Ibarranguelua acertó á su enemigo una estocada en el pecho, que debió de dejarle instantáneamente muerto. Mas cuando así lo esperaba, su espada tropezó con un cuerpo duro que no pudo traspasar, y conociendo que Miravalles iba interiormente forrado de hierro, detúvose un momento para denunciar á cuantos presenciaban el combate esta circunstancia, tan ilícita como perjudicial para él. Entonces don Íñigo lánzase por sorpresa sobre don Juan Manuel, y sin darle tiempo á la defensa, le atravesó con su acero, dejándole yerto á sus piés.

Un grito de horror resonó en el acto por toda la plaza, y aprovechándose el asesino de la confusion que esto causára, huyó sin que nadie se atreviese á oponerse á su paso.

Cuando tan triste noticia llegó á oidos de doña Guiomar cubrióse de luto y tristeza, y despues de haber llorado amargamente la pérdida de su amante, fué á concluir sus dias á la soledad de un claustro.

A los pocos años de haber sucedido esta catástrofe. presentóse en Arrigorriaga con aire de triunfo el asesino de Ibarranguelua, cuya circunstancia, unida á la de que ya habian desaparecido la mayor parte de los parientes de la víctima, aumentó la arrogancia, que llegó á ser estremada, de Miravalles.

Mas como sea cierto que jamás haya dejado Dios sin castigo crímenes tan horribles como el que acabamos de narrar, permitió que un hermano de don Juan Manuel, llamado don Álvaro, tuviese noticia en la India, en donde se encontraba, de lo que habia sucedido en Europa, y que despues de haber arreglado en aquellos remotos climas sus muchos negocios, regresase á Vizcaya con el esclusivo objeto de vengar á su hermano.

Era don Álvaro un mozo apuesto y rico; no estaba destituido de algunas virtudes que le recomendaban; pero al lado de ellas, habia por desgracia un gran vicio, el cual consistia en no perdonar jamás una ofensa, y estar siempre dispuesto para la venganza. Cuantos le conocian estaban persuadidos que desde su llegada la vida de Miravalles estaba en inminente peligro; y como no faltó quien á este último avisase de los graves riesgos que corria, andaba con cuidado recelándose de alguna celada de su contrario. Érale ademas incómoda la existencia de un hombre á quien suponia ocupado en maquinar contra la suya, y de este modo se encontraban en el pequeño pueblo de Arrigorriaga dos hombres, los cuales en su corazon fraguaban los mas horribles planes para perderse mutuamente.

Don Íñigo escribió con semejante motivo un cartel de desafio á su adversario; mas este, astuto y precavido, contestóle diciendo que no admitia el reto, porque en su corazon no tenia cabida la venganza, y que la memoria de su hermano, muerto legalmente á sus manos, ya se habia en él estinguido. Tales razones no satisfacian al matador de Ibarranguelua, porque ademas de ser demasiado fútiles, sabia muy bien que no desistia de llevar á cabo su primer y criminal plan.

En esto el tiempo pasaba, y don Álvaro, cuyo odio hácia su antagonista era cada vez mayor, veía descubiertas, ó cuando menos sin resultado, todas sus maquinaciones y tramas, hasta que de repente ocurriósele un medio que prometia dejarle mas airoso que los anteriores: esparció la noticia de que se volvia á la India; despidióse de todos sus amigos; y fletando por su cuenta una embarcacion en el vecino puerto de Bilbao, se embarcó á presencia del mismo Miravalles, que solo así quiso creer lo que habia oido decir del repentino viaje de su enemigo.

Empero todo aquello era fingido: don Álvaro, así que llegó el navío á Portugalete, puesto de acuerdo con el capitan que lo comandaba, saltó en tierra, y mientras la nave seguia un rumbo muy distinto, él daba secretamente la vuelta para Arrigorriaga, ocultándose en una anteiglesia de las cercanías.

Ufano el matador de don Juan Manuel por verse, segun él creía, libre de un hombre tan temible como el supuesto navegante, se entregó á sus antiguos placeres, es decir, que volvió á frecuentar á deshora la casa de una jóven del próximo pueblo de Arrancudiaga, con la cual mantenia desde muy atrás relaciones que nada tenian de lícitas.

Esta circunstancia favoreció estraordinariamente los planes de don Álvaro, porque apostándose una noche en un parage que estaba á la mitad del camino, esperó en él con calma y alegría horrible á su adversario. Cerca, pues, del amanecer, le sintió venir, y ocultándose detras de un roble secular que estaba á la orilla de un sendero, al cual rodeaban profundos precipicios, al mismo tiempo que le vió pasar por junto á sí, lánzase sobre él, y despues de haberle clavado en su pecho un afilado puñal, le arrojó, para que en ellas concluyese su vida, por aquellas asperezas. El asesino sintió entonces en su corazon un rayo de pasagera alegría, y con el fin de recuperarla, bajóse al punto adonde estaba el cadáver de su víctima y púsose allí á contemplar la obra de sus manos.

Pero quién creerá entonces lo que aconteció á este hombre, que por tan largo tiempo habia meditado su terrible venganza? don Íñigo aun respiraba, porque su culpable alma aun no se habia desprendido de sus carnes, y al ver delante de sí á su cruel enemigo, hace un esfuerzo para levantarse, y entre las bascas y agonías del duro trance en que se encontraba, abrázase á su asesino, y despues de mancharle con la mucha sangre que á borbollones le salia de la herida, esclama:

-Pérfido! vilmente me has ase...si...

El frio de la muerte selló sus labios para siempre, y el hermano de don Juan Manuel tuvo el triste y poco envidiable consuelo de ver muerto en sus brazos al objeto de su mayor odio.

Cualquiera diria que el corazon de don Álvaro se dilataria con la escena de que acabamos de hacer mérito, pero sucedió justamente todo lo contrario. Lejos de adquirir aquella espansion que esperimenta el que practica algun bien, empezó á sentir desde aquel mismo momento el tormentoso tropel de sus remordimientos. En vano dejó con presteza el cadáver y se alejó de aquel lugar de horror; en vano tambien trataba de persuadirse á sí mismo, que lo que acababa de hacer era muy justo, porque la memoria de don Íñigo estaba tan impresa en la suya, que ácada paso creía verle junto á sí. Recordaba sin cesar aquellas palabras de su víctima: «Pérfido! me has asesinado,» y su imaginacion, estraordinariamente herida, hacia que continuamente estuviesen sonando en sus oidos. Llegó á persuadirse que la ensangrentada sombra de Miravalles le seguia á todas partes, y para librarse de un compañero tan incómodo, corria por los bosques sin designio ni idea fija. Cuando fatigado se encontraba, dejábase caer sobre la desnuda tierra, y, para librarse de la horrible vista de su víctima, tapábase con ambas manos la suya; pero infeliz! como aquella estraña vision mas se encontraba en su trastornada cabeza que en sus débiles sentidos, estaba condenado á un suplicio tan duradero como su vida.

Tal era la suya, que no tardó en alterarse notablemente su salud. Enfermó, pues, y los médicos mas afamados de la comarca desesperaron de librarle de la muerte que por momentos se aproximaba. Si en los dias que precedieran á su enfermedad, despues de la perpetracion de su crímen, se le habia visto correr espantado de una en otra selva, luego que la debilidad le postró en su cama, no cesaba de dar grandes gritos, como si quisiera con ellos ahuyentar la ensangrentada sombra de don Íñigo. Si alguna vez los que le rodeaban le decian que se tranquilizase, que ellos estaban allí y que nada veían, respondia con el mismo temor que lo dominaba; vosotros nada temeis, porque á vos no se manifiesta el irritado enemigo que continuamente me está amenazando. No oís siquiera su voz, que en este instante me atormenta echándome en cara mi cruel alevosía? Ahí está, proseguia despues de una breve pausa; ahora mismo viene á abrazarme y á mancharme el rostro con la sangre que brota de sus heridas. Y poseido en aquel instante de tan aterradora idea, tapábase la cabeza con la ropa de la cama, hasta el estremo de temer sus criados que llegase á ahogarse.

En esto llegó el dia en que la parca iba á cortar el hilo de su vida. Los que estaban al cuidado de la suya descuidáronse por algunos momentos, y el desventurado don Álvaro, aprovechándose de ellos, no pudiendo soportar una existencia tan desesperada, salta de su lecho aterrado y despavorido, y dirigiéndose á lo mas alto de una roca, que estaba cerca de su casa, sube á su mayor altura, y despues de dar una gran voz como aquel rústico que vaticinó la destruccion de Jerusalen, arrójase de ella con el valor que presta la desesperacion, encontrando al poco tiempo la muerte, y librándose de este modo de la estraña vision que le atormentaba.

Capítulo II
En el que se da cuenta del buen recibimiento que hicieron en su patria al ermitaño, y de una historia que oyó referir.

El autor tiene muchos motivos para creer que el ermitaño Juan Sago omitió algunos puntos de su interesante historia; pero los que haya tenido para hacerlo, es cosa que en conciencia no puede asegurar, á no ser que le sea lícito por medio de, algunas razonables conjeturas venir á parar en el objeto de una omision que nos privó de sabor algunos episodios de su peregrina vida. Sea, pues, lo que se quiera, lo que es demasiado efectivo es que él no mencionó los servicios que á don Enrique prestára cuando se encontraba en guerra con su hermano, ni tampoco el susto que recibió cuando fué visitado por don Alfonso, á quien creía, como todos los habitantes de Castilla, muerto en su alcázar de Gijon. Tal vez el temor de alargar una historia referida á una persona que mas necesitaba descansar que oir contar cosas pasadas, cuando tanto le llamaban la atencion las presentes, fué la causa de su brevedad; pero lo que nosotros creemos es, que el tener que madrugar fué lo que hizo á Juan Sago tan conciso. De otro modo no dejaria de dar cumplida cuenta á su hija de toda su historia.

Dicho, pues, esto que antecede, porque no se nos diga que no tratamos de disculpar á un personage tan principal como el consejero de don Juan Manrique, séanos permitido referir lo que á aquel aconteció á su entrada en el antiguo reino de Galicia. Por supuesto que antes es preciso saber que al dia siguiente en que Jimena llegó á orillas del Adaja, salió muy temprano acompañada de su padre para Santiago, y que careciendo de las comodidades que aquel siglo ofrecia para viajar, tuvieron que hacerlo á pié, temiendo á cada paso encontrar á los soldados de Villayzan.

Sin embargo, aunque con bastante trabajo, por ser el uno anciano, y la otra jóven que á la sazon se encontraba delicada, llegaron con toda felicidad á pisar el suelo que á los dos los vió nacer; y como en esto, digámoslo así, estribaba toda su felicidad, Juan Sago, al entrar en un meson que habia mas abajo de la feligresía de Nogales, dijo á su hija:

-Paréceme que aquí ya podemos descansar libres de todo cuidado, porque nuestros enemigos ya no se atreverán á perseguirnos en una tierra adonde alcanza el saludable influjo del prelado, cuya proteccion de tan lejanas tierras venimos buscando.

-Vos decís la verdad, padre mío, repuso la jóven, estamos ya en un pais hospitalario, y aquí, mejor que en ninguna otra parte, debemos de detenernos algunos dias para que podais descansar de vuestras fatigas.

Al decir estas palabras entraron en la pieza principal del meson, y los que en ella se encontraban, que por cierto eran muchos y divertidos, llamóles la atencion el ver á un anciano con el tosco sayal de la abnegacion y la penitencia, acompañar á una jóven de estremada belleza. Estamos firmemente persuadidos que si esto hubiese ocurrido en otro pais en donde el principio religioso no estuviese tan profundamente arraigado, la sola vista de nuestros viajeros hubiera provocado insultantes sonrisas é indecentes hablillas. El ermitaño solo vió rostros que al pasar le saludaron con respeto, y su hija señales de que acababa en tan poco tiempo de conquistar muchos corazones.

Entre los que allí se encontraban habia ni un hidalgo que apenas contaba veinte años de edad, y á fuer de comedido y algun tanto enamorado, creyendo que los obsequios que rindiese al anciano serian parte para captarse, el amor de su linda compañera, apresuróse á ofrecerle el cuarto que para sí tenia reservado, añadiéndole que todos los de la posada estaban ya tomados por la gran concurrencia que aquel dia habia de forasteros.

-Os lo agradezco mucho, lo respondió el antiguo Templario; pero permitidme que no me aproveche de él.

-Cómo, señor? replicó el hidalgo; pues en dónde vais á pasar la noche?

-Si no puedo aquí, andando.

-En vuestra edad!

-Es muy avanzada; pero aun cuando la carne se encuentra agoviada con el gran número de años, el espíritu es siempre el mismo que me animó en regiones menos felices que esta en que nos encontramos.

-Lo creo muy bien, repuso el hidalgo, pero eso sería cuando la necesidad á ello os obligase; mas ahora que teneis en donde alojaros con bastante comodidad, temeridad sería esponeros al frio de la noche y á los peligros que ofrece el camino.

-Todo eso es verdad, replicó Juan Sago, pero yo no puedo resolverme á aceptar un favor que considero contrario á vuestra comodidad.

-Y por eso os deteneis? yo soy jóven y robusto, y ademas puedo dormir con uno de mis compañeros, ínterin que vos y esta señora os acomodais en el aposento que para mi estaba reservado.

-A favor tan grande, solo me es lícito corresponder con la mas profunda gratitud, y al aceptarlo os aseguro que la buena obra que solo impulsado por nuestro noble corazon me haceis, no quedará sin recompensa.

En esto llegáronse al hidalgo sus coinpañeros, y col, la misma alegría de que estaban poseidos:

-Vamos, Gutierre, vamos, le dijeron, que ya va á empezar la fiesta.

-Me veo en la necesidad de dejaros por algun tiempo, dijo entonces el jóven que acababan de nombrar: tenemos que encontrarnos al anochecer en el castillo de Santi-Spiritus, que apenas dista de aquí dos millas: cuando volvamos, que tal vez ya será cerca del alba, os contaré, si estais para oirla, una muy gustosa historia.

Todo quedó en el mayor silencio, porque aquella reunion de hombres, que al parecer desconocian el dolor y las penas que de ordinario cercan al mísero descendiente de Adan, se trasladó á un ameno y deliciosísimo sitio, en que aquella noche se celebraban las bodas de dos amantes, que aunque felices entonces, el uno habia sido muy desgraciado.

Jimena y su padre repararon sus fuerzas con una cena que, aunque no tan frugal como la de la celda del Adaja, nada tenia de espléndida; y despues de haber dado gracias al sumo Dador de todos los bienes por los peligros de que acababa de librarlos, se retiraron á descansar, la jóven, al aposento de Gutierre, y el anciano, acomodándose lo mejor que pudo sobre un haz de paja á la puerta del mismo cuarto en que dormia su hija, durmió lo bastante para poder decir que habia descansado.

A la mañana siguiente volvieron los huéspedes al meson, sino tan alegres como fueran, al menos mas rendidos, y el que tan obsequioso se mostrára con los caminantes, llegóse á ellos, pues ya se habian levantado, y les dijo:

-Buena ha estado la fiesta: nada ha faltado para que se la tenga por la mejor que de muchos años á esta parte se ha verificado en todos estos contornos, y el nuevo conde de Santi-Spiritus, puede estar persuadido que sus bodas han igualado en magnificencia á las de los mayores reyes de la tierra. Mas como sé que á vosotros, señores mios, mas ha de agradar la historia de sus desgracias que la descripcion de cuanto acabamos de presenciar, permitidme que os refiera la primera, y con vuestro permiso omita la segunda.

-Señor Gutierre, dijo á esta sazon el solitario, para mí será muy gustosa de cualquier modo que la refirais; pero antes, creo de mi deber haceros notar que mas estareis ahora para dormir, que para hablar. Entrad, pues, en vuestro cuarto, y echaos en vuestra cama, que encontrareis como la habeis dejado.

-Pues cómo? esta señora no quiso acostarse en ella?

-Esta señora, respondió el padre de Jimena en el mismo tono, está acostumbrada á toda clase de privaciones, y por lo mismo ha dormido tan bien en el suelo como en vuestro mullido lecho. Pero no creais que por eso deja de agradecer vuestros favores; os está como yo muy reconocida, y os besa por ellos las manos.

-Mas podré saber, preguntó el hidalgo, si os marchais tan pronto que yo no tenga tiempo de cumplir mi palabra?

-Retiraos y dormid sin cuidado, respondió Juan Sago, que yo no seré parte para que falteis á ella.

-Pues con vuestra licencia.

Si este hidalgo estaba ó no enamorado de la jóven viajera, puede colegirse que sí, no solo por el cuidado que ponia en obsequiarla, juntamente que á su padre, sino tambien por el poco tiempo que durmió, y el menos que tardó en buscar á los fugitivos de Castilla, á los cuales, despues de sentarse junto á ellos, ínterin que los demas huéspedes dormian, dijo:

-Parecéme que ya me estan esperando sus mercedes, y antes de que me echen mala fama, voy á contarles la historia que ayer les prometí.

-La oiremos con mucho gusto, respondió el anciano.

-Pues han de saber sus mercedes como á corta distancia de este sitio en que estamos, hay un antiguo castillo edificado sobre una colina, desde la cual se domina un hermosísimo valle circuido de altas y seculares encinas, cubiertas la mayor parte del año de un verdor que las presenta á la vista sumamente agradables. Esta muralla, digámoslo así, tan hermosa, rodea como he dicho antes un valle, en que las flores que lo esmaltan, las frutas tan esquisitas como regaladas que en grande abundancia en él se encuentran, y los arroyuelos que entre el verdor de los prados serpentean, formando con su dulce murmurio cierta embelesadora consonancia con los pajarillos que con alas de mil colores pintadas revolotean por todas partes, hacen de esta mansion envidiable un verdadero lugar de delicias, y el mas á propósito para desterrar cualquier pena, con tal que no sea la ocasionada por amores, ó por la pérdida de una persona amada. En él vivia hace algunos años un caballero, el cual tomaba el título de conde de Santi-Spiritus, que es el mismo que lleva el castillo, y como se encontraba solo, determinó de unir su suerte á la de una muy principal señora, que en nada á él desmerecia en el número de estados y riquezas. Por desgracia de estos contrayentes, no tuvieron en bastantes años que estuvieron casados sucesor á quien dejar su pingüe patrimonio; pero don Fernan de Castro, que asi se llamaba el conde, túvola y muy pronto de una combleza, á quien de secreto visitaba. Un niño, pues, muy robusto, vino a alegrar los dias de su padre; mas para que su alegría no fuese completa, murió la madre de sobreparto, y él, por no dar un disgusto á su muger, ordenó como debia que el recien nacido se criase en una feligresía bastante distante del castillo. Allá lo llevaba bastante á menudo el amor paternal, pero con tanto recato, que jamás la condesa llegó á saber que su marido habia faltado á la fidelidad que se deben los casados. Ya habian transcurrido unos trece años, cuando la condesa de Santi-Spiritus pasó á mejor vida, y así que el conde su marido le hubo hecho las exequias que requeria su clase, ordenó que el hijo adulterino que tenia, el cual por temor y respeto de la señora finada continuaba educándose en el pueblo en que lo criáran, se trasladase al castillo. Con él vinieron tambien dos maestros á propósito para enseñarle cuinto debia saber un caballero tan ilustre; y don Fernan, que nada deseaba tanto como tener en aquel mancebo un digno heredero de su nombre, ayudaba con sus amonestaciones los esfuerzos de los pedagogos. Pero infeliz, cuánto se equivocaba en sus planes se equivocaba en sus planes! Aquel hijo de pecado era en estremo desaplicado, y manifestaba tener las mas reprensibles inclinaciones. Demas de esto, sino horrible, era cuando menos feo: las facciones de su padre no se encontraban aunque en él se buscasen, y mucho menos la hermosura de su madre. Á pesar de todo, queríale el conde como á hijo, y para que correspondiese á sus esperanzas, creyendo que los escasos conocimientos de Pelayo, que así se llamaba el muchacho, mas consistian en el sistema de sus maestros que en su inaplicacion, despidiólos y tomó en su lugar un charlatan que prometió mucho, y no hizo mas que acabar de corromper á su discípulo. Ya estaba este demasiado crecido, cuando el bueno de don Fernan conoció la inutilidad de sus esfuerzos y la víbora que se criaba en su casa. Entonces despidió al último maestro que tan mal correspondiera á su confianza, y empezó nuevamente, pero sin resultado, sus paternales amonestaciones. Crecia don Pelayo, aumentábase su edad, y sus escesos se multiplicaban al mismo tiempo en tal manera, que el anciano conde de Santi-Spiritus ya habia perdido toda esperanza de reducir al buen camino á aquel pedazo de sus entrañas. Lamentábase de haberle dado el ser, maldecia una y mil veces el cuidado que por él se tomára y el amor tan mal empleado que le tenia, cuando hé aquí que en cierto dia llega á su casa un santo religioso de San Francisco, y despues de pedirle su venia para revelarle cosas muy importantes, le dice:

-Estareis, señor, muy ageno del objeto que hoy á vuestra casa me conduce: lo que tengo que comunicaros os llenará de asombro, si el odio no viene antes á apoderarse de vuestro corazon. Y para no teneros mas tiempo suspenso, sabed que don Pelayo no es hijo vuestro...

-Cómo! preguntó el conde entre turbado y confuso; que es lo que dice vuestra paternidad?

-Una verdad, repuso el P. Antonio, que así se llamaba el religioso, que ya os dije que os habia de llenar de asombro.

-Sin embargo, replicó el conde con marcada desconfianza, es preciso probarla, porque si fuese calumnia, ó vuestra venida á este castillo resultado de alguna odiosa combinacion para alterar mi reposo...

-No creais tal cosa, interrumpió su interlocutor: yo, ni ninguno de mis compañeros, seríamos capaces de abusar tan torpemente del sagrado carácter conque estamos revestidos; y como por otra parte, me es bastante fácil probaros la verdad que tanto se os resiste, estoy tranquilo, á pesar de cualquier peligro que mi mision me ocasionase.

-Nadie por ahora atenta contra vuestra vida, y no sé por qué me decís eso.

-Dígooslo para preveniros; pero no perdamos tiempo en un asunto de tanto interés.

-Como que en él me va la honra, le interrumpió el conde, y tal vez la vida.

-Una y otra es preciso que trateis de conservar.

-Dad, pues, principio á las pruebas de que me hablais, dijo don Fernan con impaciencia, porque hasta ahora no me habeis dicho otra cosa mas que don Pelayo no era mi hijo, y esto ya veis que... es preciso...

-Nada, nada, replicó el P. Antonio, voy á referiros todo lo que sé. Vos recordareis que al nacer el que hasta aquí reputábais por vuestro heredero, le dísteis á criar á una aldeana de quien os hicieron mil elogios.

-Mucho, padre mio, como que me la recomendó un amigo á quien criára un hijo que estaba en el mismo caso que el mio.

-Pues esa muger, nada temerosa de la justicia de Dios, y bastante olvidada de la de la tierra, tenia un niño de la misma edad, con corta diferencia, del vuestro; y deseando hacer la felicidad del suyo, hizo un cambio sumamente criminal, apartando de sí al que la habíais entregado, y criando con el mayor cuidado al que ella habla parido. Á este cambio de personas, acompañó tambien el de nombres; y probablemente nada se hubiera descubierto, sin el suceso que os voy á contar. Habia nuestro prelado ordenado que, en virtud de nuestro santo instituto, salieran algunos individuos de la comunidad, á misionar á los pueblos comarcanos. Tocóme á mi ir al mismo en que tuvo lugar el crímen de que acabo de hablaros; y una noche que siguió á un largo y penoso dia, en que habia confesado á muchos penitentes por la mañana, é instruido á un numeroso pueblo por la tarde, fuí avisado para administrar los últimos Sacramentos á una infeliz que, por estar á las puertas de la muerte, los pedia de todas veras. Llegué, pues, á su casa; y la enferma, que no lo estaba tanto que no pudiese hablar con bastante libertad, erripezó á llorar amargamente, yo no sé si de dolor de sus pecados, ó por ver tan cerca de sí la horrible faz de la muerte. Pero sea lo que quiera, yo traté de consolarla; y despues de haberla oido en penitencia, arrepentida, como debia estarlo, de su grave falta, deseando de alguna manera remediar los males que ha causado á vuestro hijo, me mandó que viniese á manifestaros su crímen, y á pediros el perdon que por medio de mis labios implora de vos. Solo así es como este nuevo caso pudo haber llegado á vuestra noticia; porque á no habérmelo ella mandado, cómo me atrevería á quebrantar el sagrado sigilo de la confesion? oh! de ninguna manera, aunque para esto se empleasen todos los tormentos que han inventado los tiranos. Esta prueba, ella por sí sola bastaba, pero aun hay otra quizá para vos mas poderosa: conoceis á la señora Marcela, que es la misma muger de quien os hablo?

-Pues no la he de conocer, padre mio, respondió el conde cada vez mas turbado, si apenas pasaba una semana que no viniese á ver, segun ella decia, á su hijo?

-Pues esta muger desgraciada vive, y vive tan arrepentida, que á pesar de haber recobrado la salud, está pronta á confesar el secreto que el miedo de la muerte arrancó de su corazon.

-Siendo eso así, padre, respondió el conde con el suyo comprimido, ningun lugar hay aquí á la duda. Pero en dónde está mi hijo, mi verdadero hijo?

-Ojalá, señor, que pudiera daros noticia de él: hace bastantes años que desapareció del pueblo en que Marcela le tenia al cuidado de algunas reses suyas, y desde entonces nada, absolutamente nada ha vuelto á saberse de su paradero: ignórase hasta el camino que ha seguido; y solo puede suponerse, que si por la miseria y trabajos no murió agobiado, debe de permanecer en alguna gran ciudad confundido con la muchedumbre, é ignorando él mismo su distinguido orígen.

Calló el religioso, y el conde de Santi-Spiritus, de cuyos ojos se desprendian gruesas lágrimas, interrumpió su silencio diciendo:

-Infeliz padre, y desgraciado hijo! En dónde estás, báculo de mi vejez, luz de mis ojos y alegría de mi casa? Por qué te he mandado á criar fuera de ella? Por qué he sido tan desapiadado que oculté como un gran crímen tu nacimiento? Ven á mis brazos cuanto antes; deja el lugar en que habitas, y ven á tomar posesion de todos mis estados. Yo para tí los conservo; y en este mismo instante declaro ante Dios omnipotente, que me ha de juzgar, y de este su ministro que aquí está presente, que no tengo ni quiero tener otro heredero.

-Silencio, señor, le dijo el religioso; es necesario obrar con mucha prudencia, porque si os oye el fingido don Pelayo...

-No le temais, respondió prontamente el conde; hoy está de caza.

-Sin embargo, sus criados...

-Decís bien.

-Pues entonces dad alguna traza para proseguir lo comenzado por Marcela.

-Y qué traza quereis que dé? mi cabeza no está para nada; y en los primeros momentos, no es fácil atinar con la eleccion mejor: vos, que no estais tan afligido como yo, podreis ilustrarme con vuestros consejos.

-Oh! permitidme que nada os diga, porque por mi parte, ya he cumplido mi mision. Sin embargo, soy de parecer, que por ahora nada manifesteis á vuestro supuesto hijo.

El P. Antonio hizo entonces una inclinacion al conde, y se retiró al pueblo de donde habia salido. No tardó en presentarse en él don Fernan de Castro: llevado en alas de su deseo, habló largamente con la infiel nodriza; y sin afearla su conducta, puesto que la encontraba muy arrepentida, solo exigió de ella el mayor silencio, amenazándola con la muerte si esta vez le faltaba. Despues la preguntó cuál era el verdadero nombre del que pasaba por su hijo, y habiéndole dicho que Diego, fué con la misma diligencia al pueblo en que se habia criado el verdadero don Pelayo. Por su desgracia, nada lo dijeron en él que pudiera consolarle, y pretestando deseos de viajar, empezó desde entonces á visitar todos los pueblos de consideracion de Galicia, y aun algunos de Castilla. Mas infeliz! qué le aprovechaban todas estas diligencias, si para buscar á su hijo no tenia otras señas mas que las de su nombre, y los pueblos por donde pasaba estaban llenos de jóvenes que se llamaban como él? Si al menos llevase consigo á la traidora Marcela, bien podia prometerse que esta le conociese si por acaso le encontraba; pero habia la desgracia que esta desdichada sucumbió de una enfermedad que la acometió cuando aun estaba convaleciente de la anterior. En tal estado, triste por no haber encontrado al que su corazon amaba, se retiró á su castillo de Santi-Spiritus, adonde llamó para que le consolase al P. Antonio.

-Dios castiga mis pecados, le dijo cuando ya fué visitado por este personage, privándome al fin de mi vida de la vista de mi hijo. He recorrido para encontrarle toda la Galicia y las Asturias; visité el reino de Leon, y una gran parte del de Castilla; y despues de las mas esquisitas diligencias, ni un vislumbre de esperanza vino á alegrar mi contristado espíritu.

-No os queda otro recurso mas que resignaros con vuestra suerte.

-Sin embargo, aunque sea temeridad, no puedo resolverme á dejar mi pingüe patrimonio á quien no es ni puede ser mi hijo: Diego queda por lo tanto desheredado, y en este testamento que os entrego, nombro por mi universal heredero al desventurado don Pelayo, el cual, despojado hasta de su nombre, andará tal vez mendigando de puerta en puerta el pan que en su casa se arroja á los perros. Lo que debeis de hacer, si su dicha fuese tanta que algun dia, despues que á mí se me acabaren los de la vida, se presentase á reclamar lo que le pertenece, es entregarle ese documento, para que apoyado en él pueda hacer valer sus derechos.

-Bien está todo eso; mas advertid, señor, que si Diego continúa en este castillo, posesionado de él luego que hayais fallecido, será muy dificil el que don Pelayo lo recobre, porque carecerá de los recursos necesarios para conseguirlo.

-Por desgracia, aunque he previsto ese inconveniente, no está en mi mano el evitarlo.

-Tampoco el separar de vuestro lado al hijo de Marcela?

-Ese es el mayor, padre mio: aquí ya no predomina mas que su voluntad, y se desprecia la mia; mis criados estan todos seducidos por él, y mis vasallos le temen. Quién, pues, con estos antecedentes, se atreverá á arrojarle del castillo? Por mi parte confieso francamente que no, porque temo que conmigo aumente el número de sus crímenes...

-Cómo? sería posible?...

-Me veo en la necesidad de callar, porque si él nos oye, lo cual es muy fácil... Retiraos, P. Antonio, retiraos, y cumplid con exactitud mi encargo.

-Tanto le temeis!...

-Mucho, y ademas hay en mi corazon un cruel presentimiento que me anuncia una gran desgracia.

Poco tardó esta en verificarse: á los pocos dias en que la anterior conversacion tuvo lugar, ya despues que el P. Antonio se habia restituido á su convento, el anciano conde de Santi-Spiritus, no pudiendo resistir al dolor de verse privado de la vista de su verdadero hijo, y temiendo siempre al que por tantos años le usurpára su paternal cariño, pasó de esta vida, animado con la esperanza de que en la otra sería mas afortunado. Su muerte solo fué sentida de sus colonos y vasallos, á los cuales, llevado de su natural bondad, habia en diversas ocasiones socorrido con mano pródiga; y su cadáver, aun antes del tiempo acostumbrado, fué por orden de don Diego sepultado en la capilla del castillo. Engreido el hijo de Marcela con el pomposo título de conde, halagada su vanidad con verse señor de tantos heredamientos y pueblos como formaban su pingüe patrimonio, creyendo que todo esto le habia sido dado para satisfacer sus bastardas pasiones, se hizo en pocos dias aborrecible á cuantos de alguna manera dependian de él. Entonces volvieron á derramarse nuevas lágrimas por el bondadoso don Fernan de Castro, y sus alucinados criados, á maldecir la dominacion de un hombre, á la cual tanto habian contribuido.

Al llegar aquí hizo el bueno de don Gutierre una breve pausa, y despues dirigiéndose nuevamente á los huéspedes, con especialidad á la hermosa Jimena, de quien el autor tiene motivos para creer que estaba enamorado, dijo:

-No quisiera molestaros refiriendo tan larga historia como la que con vuestro beneplácito he comenzado; y así, supuesto que no os marchais tan pronto, dadme vuestra licencia y me retiraré: cuando hayamos comido, cumpliré, como debo, mi palabra.

-Señor hidalgo, dijo á esta sazon Juan Sago, para nosotros será muy honroso el que lo hagais así; y creednos de todas veras, que la historia que habeis empezado á referir, lejos de parecernos larga, nos parece demasiado breve; y sino fuera porque sé que no habeis descansado bastante, atreveríame á suplicaros que la continuáseis ahora. Mas como mi deseo ha de quedar satisfecho antes de que termine el dia, lo que os ruego es, que trateis de descansar antes que nos llamen á comer.

Capítulo III
En el cual se prosigue la materia del precedente.

De mala gana obedeció don Gutierre á su anciano interlocutor: él habia tratado tan solo de no molestar á los dos únicos oyentes que tenia, pero privarse de la compañía de Jimena, era cosa que ni habia solicitado, ni menos pasádole por el magin. Sin embargo, para desquitarse de esta falta que, aunque involuntaria, contra sí cometiera, propuso en su corazon no dar lugar para tener otra vez que separarse de una muger que ya amaba demasiado. En vez de dormir, púsose á esperar con impaciencia la hora de comer; y como si estuviese hambriento, fué el primero en sentarse á la mesa, á la cual fueron llegando uno en pos de otro todos los que se encontraban en el meson. Los últimos que llegaron fueron nuestros viajeros, á los cuales, habiéndoles hecho plato el enamorado hidalgo, porque á la cuenta ya el comer en mesa redonda se acostumbraba entonces, invitaron sus compañeros á que aquella tarde pasasen con ellos al castillo de Santi-Spiritus á presenciar las funciones que aun seguian aquel dia.

La respuesta del ermitaño fué como era de esperar: escusóse con sus muchos años, y sobre todo con su estado; y como esto mismo era lo que deseaba don Gutierre, apoyó sus razones de una manera, que los que con él estaban sentados llegaron á sospechar si habria algo de adulacion, ó cuando menos de interés, en sus palabras.

Fuera de este pequeño incidente, que hemos creido de nuestro deber hacer mérito para empezar este capítulo, nada digno de contarse ocurrió entre tan alegre como honrada compañía; y como por otra parte no era gente que tenia sus delicias en la mesa, levantáronse presto, para trasladarse al castillo que antes nombráran. El consabido hidalgo no quiso acompañarlos, y aunque esto dió lugar á que sus compañeros sospechasen cada vez mas el mal de que ya estaba atacado, él, quedándose de sobremesa con los fugitivos de Castilla, anudó el hilo de la interrumpida historia, esplicándose de esta manera:

-Mientras en el castillo y estados del verdadero conde de Santi-Spiritus se hacia tan odiosa como insoportable la dominacion del hijo de Marcela, un jóven, á quien todos alababan por sus prendas personales, gemia sepultado en uno de los calabozos mas oscuros de la cárcel de Santiago. No era esto lo peor, sino que segun de público se aseguraba, el verdugo no tardaria en cortarle en pública plaza la cabeza, en castigo de un gran crímen que se decia por él cometido. Por su desgracia no tenia pruebas para acreditar su inocencia, y aquellos que de alguna manera se interesaban por su suerte, teníalos sobresaltados el fallo del tribunal, que esperaban muy pronto. Por este tiempo llegó de morador al convento de San Francisco el grande de aquella ciudad el P. Antonio; y como aun no habia perdido la esperanza de encontrar al hijo de don Fernan de Castro, pidió y obtuvo permiso para hablar al jóven encarcelado. Esta entrevista, al principio fria y desanimada, convenció bien pronto al religioso de que el reo era, cuando menos, una persona muy distinta de lo que manifestaba su trage. Figuraos antes de nada un calabozo cuyas paredes húmedas y denegridas aumentaban la lobreguez que no era bastante á estinguir una ventanita alta que caia al campo; un monton de húmeda y casi trillada paja que servia de cama al desventurado preso; un cántaro de agua de la del rio de los sapos; un pedazo de pan tan negro como las bóvedas de aquella triste mansion; una piedra que servia de ancha base á una columna que sostenia una gran parte del edificio, y os habreis formado una idea del magnifico aposento que la desgracia habia preparado á un joven muy digno de mejor suerte.

-Vengo, hijo mío, á visitaros, le dijo el religioso en cuanto el carcelero cerró la puerta por la parte de afuera; vengo á dirigiros palabras de consuelo, porque tal vez en vuestros oidos no habrán sonado hace mucho tiempo mas que las execrables blasfemias que suelen pronunciar los que así os maltratan.

-Mucho, padre mio, contestó el jóven, mucho me prometeis. Consolarme! empresa árdua y que escede los límites de mi esperanza: ignoro de qué consuelos me hablais; pero si venís á decirme que la justicia de la tierra me ha condenado, no hay duda que es un consuelo para mí, porque espero encontrar mas piedad en la del cielo.

-No, no vengo á eso; me habeis entendido mal: por ahora solo pretendo exhortaros á la conformidad con los designios del Altísimo: pero antes decidme cómo os llamais.

-Diego...

-Dios Santo! esclamó el religioso acercándose al reo. Diego!...

-Pues qué, señor, qué encontrais en mi nombre que os admira?

-Nada... así se llamaba un jóven muy desgraciado parecido bastante á vos. Y vuestro padre?

-Mi padre, contestó el preso ruborizándose para decirlo, no lo sé.

-Es cosa bien estraña...

-Debo advertiros, para que cese vuestra admiracion, que no le conocí.

-Y vuestra madre?

-A esa mucho: llámase Marcela.

Al oir esto el P. Antonio, ya no fué señor de sí mismo, puesto que sin poder reprimirse:

-Vos sois el conde de Santi-Spiritus, le dijo, y vuestra vida está en inminente riesgo: hoy he sabido que mañana sereis sentenciado á la última pena, y que para ahorrar á este vecindario el triste espectáculo de presenciar vuestra muerte, el verdugo penetrará en este calabozo para castigar en vos crímenes que tal vez no habreis cometido. Por lo mismo, jóven desventurado, preparaos y haced un esfuerzo grande, no para morir, sino para alejaros de esta tenebrosa mansion. Huid cuanto antes, huid, que Dios así lo quiere, y si desperdiciais estos momentos que su Providencia nos envía, temed á la muerte que se apresta para asaltaros.

Nada de esto entendió el encarcelado, el cual, al oir espresarse de esta manera al religioso, no pudo menos de creer que estaba loco; y como continuaba diciéndole que era preciso huir:

-Y por dónde? le pregunta.

-No veis esa ventana? le respondió el P. Antonio señalándosela con el dedo; pues por ella es por donde debeis de recobrar vuestra libertad.

-Ay, padre, eso es imposible! no veis cuán alta está?

-No importa, contestó con resolucion: poneos encima de mis hombros, y vereis como llegais á ella.

Hízolo así el jóven, y de un brinco, á pesar de lo angosta que era la claraboya, se coló por ella y salió al campo. Cuando apenas acababa de verificarse este inesperado suceso en aquella oscura prision, entró el carcelero descorriendo cerrojos y sonando llaves, y al encontrarse tan solo con el religioso, pregunta azorado:

-Y el reo, padre, el reo, en dónde está?

Mas como el P. Antonio era un hombre muy sereno, y al mismo tiempo tenia una imaginacion de grandes recursos, contestó:

-El jóven que aquí teníais encarcelado era un siervo de Dios, un justo que padecia inocentemente por delitos que jamás habia pensado cometer. La Providencia, que le habia librado de grandes peligros, quiso librarle ahora tambien de la muerte á que estaba abocado, y por ministerio de un ángel que le cubrió con un ropage blanquísimo y un ceñidor de oro, le llevó á otra region mas digna de sus virtudes que esta en que tanto habia gemido.

La admiracion del alcaide fué completa cuando oyó espresarse así al sagaz libertador; y repuesto algun tanto de su asombro:

-Bien me lo parecia, dijo, que este hombre era un santo: siempre que le venia á ver, en vez de prorumpir en blasfemias como los otros presos, lo mas que hacia era quejarse de su ingrata fortuna. Ahora me pesa no haber sido mas comedido con él, porque al fin y al cabo, tambien soy hombre que me dejo cautivar de la virtud.

Atento estuvo él P. Antonio á estas sencillas palabras, y mientras el carcelero iba por todas partes pregonando el prodigio que se habia verificado en la cárcel, él se presentaba á los jueces para manifestarles la verdad de cuanto habia sucedido. Tan noble modo de proceder interesó mas y mas á los que le conocian, y los jueces, que temian oponerse al furor del pueblo, sobre el cual él tenia un grande ascendiente que solo debia á sus virtudes, le dejaron que á su convento se restituyese libremente. Cuando ya en él se encontraba, fué visitado á las pocas noches por el fugitivo reo, el cual, despues de entrar en su modesta celda y de preguntar si podia hablar con la confianza que exigia su situacion, dijo:

-Vengo, antes de nada, padre mio, á daros las gracias porque me habeis librado de la muerte y restituido la libertad, y á pediros perdon por el mal concepto que de vos he formado cuando os vi por primera vez en mi prision. Eran á la verdad tan grandes los males que padecia, y de tal calidad los bienes que me prometíais, que mirando tan solo á la magnitud de aquellos, reputaba á estos por una cosa imposible. Por esto os tuve por loco, y conociendo despues cuán insensato era al juzgaros así, formé el proyecto de venir á visitaros antes de alejarme de esta ciudad, en la cual sin graves riesgos no puedo permanecer mas tiempo.

-Nada temais, le dice entonces su libertador; os encontrais en un asilo en que vuestros enemigos no se atreverian á penetrar, aun cuando llegasen á descubrir vuestro paradero; y para que vuestra confianza se aumente, habeis de saber que nada de cuanto acabais de decirme me sorprende. Yo, si me encontrase en igual posicion á la vuestra, aun formaria peor juicio de un hombre que, sin conocerme, me llamaba conde y me ofrecia la libertad y la vida cuando estaba encarcelado y esperando al verdugo para que me decapitase.

-Todo eso está bien, padre mio, repuso el jóven: conozco que mi falta es por ese lado disimulable; pero lo que yo no podré agradeceros bastante, es el interés que os habeis tomado por el mas desventurado de cuantos gemian en aquella prision. Quién os dijo que yo en ella me encontraba? quién os movió á ejercitar mas en mí que en ningun otro vuestra ardiente caridad?

-Vuestro padre...

-Y quién es mi padre?

-Ahora, hijo mio, ya no teneis otro mas que á Dios, que lo es de todos.

-Es decir que vos conocísteis á...

-Sí, yo conocí, le interrumpió el religioso, al conde de Santi-Spiritus, de quien sois hijo y heredero. Aguardad un momento, y os convencereis por vos mismo de esta verdad.

Abrió entonces el P. Antonio una papelera en que tenia muchos y curiosos documentos, y entregó al jóven unos pergaminos.

-Tomad, le dijo; este es el testamento de don Fernan de Castro, vuestro padre.

Algunas lágrimas corrieron entonces por las megillas del que siempre habia pasado por hijo de Marcela, y creyendo su interlocutor que eran de gozo por verse tan repentinamente transformado:

-Ea, leed, le dice, y ahí encontrareis la verdad de cuanto acabo de deciros.

-Ay, padre mio, contestó derramando lágrimas en mayor abundancia, que me mandais una cosa imposible! Mi descuidada educacion es la causa de que no sepa lo que contienen estas líneas.

-Pues yo os las leeré en cuanto os hayais serenado. Conviene mucho que no os dejeis impresionar con la felicidad que os anuncio, porque hasta ahora, hijo mio, no sois mas que conde en el nombre.

-Cómo, señor! los estados de mi padre, quién los posee?

-El hijo de la traidora Marcela.

-Pues qué! esa que nombrais, no es mi madre?

-Lejos de serlo, es la autora de todas vuestras desgracias.

Entonces el P. Antonio, conociendo que su interlocutor se encontraba cada vez mas confuso, refirióle muy circunstanciadamente la misma historia que yo á vos os he contado, y cuando llegó á su conclusion, le dijo con un acento que manifestaba todo su afecto y esperanza:

-Si, hijo mio, vos os llamais don Pelayo de Castro, sois el conde de Santi-Spiritus, y aunque ahora nada poseeis, la Providencia, que por designios tan admirables os ha librado de la muerte que tan cercana teníais, os restituirá los bienes que os pertenecen, así como acaba de manifestaros vuestro distinguido orígen. Referidme, puesto que es ocasion oportuna, vuestra historia, dijo un poco despues el padre; tengo deseos de saber sus principales pasages, no tanto por curiosidad, cuanto que es muy conveniente que la sepa para empezar desde mañana á trabajar con ardor en favor de vuestra causa.

-Es muy corta, aunque lastimosa, respondió don Pelayo; pero tal cual ella sea, no podré negarme á cuanto acabais de pedirme. La traidora Marcela, segun vos con tanta propiedad la llamais, empleaba el estipendio que recibia de don Fernan, mi verdadero padre, en reses que criaba en los verdes y amenos prados que circuían el pueblo, al cual, para tenerme ausente del suyo, me habia enviado. En él me mandaba que las cuidase, y como yo estaba muy ageno de saber quién era, obedecíala con el respeto mas reverente. De esta suerte, el que procedia de una larga serie de opulentos señores, vióse convertido en un zagal que no salia de entre los animales inmundos de la que falsamente pasaba por su madre. Y esto, cuándo, Dios mio! cuando ese Diego que me ha usurpado por los criminales manejos de Marcela el pingüe patrimonio de mis ascendientes, me usurpaba tambien el cariño de mi padre. Sin embargo, como yo lo ignoraba todo, no tenia la ira entrada en mi corazon, á pesar que en él sentia inclinaciones muy distintas de las de los jóvenes de mi condicion y edad. No podia por lo mismo acostumbrarme á la rústica vida de zagal, y cuando por las amenas praderas en que me encontraba veía pasar algunos señores de los que suelen abandonar sus castillos para entretenerse en la caza, sentia en mí un vehemente deseo de seguirlos, revelándome la sangre de este modo mi ilustre nacimiento. Así pasaba el tiempo maldiciendo mi escasa fortuna, hasta que cierto dia, deseando poner término á un estado que me parecia demasiado violento, determiné dejar la aldea en que me encontraba, sin participar á nadie mi atrevida empresa. Una mañana que habia madrugado aun

mas de lo que acostumbraba, cogí un pedazo de negro y endurecido pan, y armado de un palo con punta de hierro para defenderme de los lobos, me dirigí á esta ciudad. Aquel dia anduve muy pocas leguas; canséme pronto, y aunque hice esfuerzos para llegar á un pueblo de alguna consideracion que se encontraba en el camino, no pude por desgracia conseguirlo. Cogióme, pues, la noche en un desierto árido y espantaso, y despues de tender mi vista por todas partes, solo descubrí á alguna distancia una caverna situada al pié de una colina. á ella enderecé mis pasos, y aunque mi temor era grande, allí hice ánimo de guarecerme del frio que con intensidad me afligia. Al entrar encontré una hoguera medio apagada, y esta circunstancia, unida á lo agrio y desapacible del sitio, hízome entender que me encontraba en alguna cueva de ladrones. Estuve entonces decidido á salirme por no encontrarme con gente tan criminal; pero arrastrado por el deseo, y si se quiere tambien por la necesidad, quise detenerme algun tiempo. Sin embargo, fuerza es que os lo confiese, mis sospechas y temores se aumentaban, y aunque no sentia ruido que los confirmase, no podia resolverme á quedarme dormido. Pasé, pues, la noche sentado á la lumbre, y cuando con la aparicion de la aurora empezó el miedo á disiparse, me hice á mí mismo las siguientes reflexiones: «Si esta caverna fuese lo que yo tanto me temia, necesariamente habia en tan largo tiempo como hace que estoy en ella de encontrar indicios que me lo confirmasen. Es cierto que esta lumbre demuestra que este lugar es frecuentado por alguna persona; mas quién sabe si algun desgraciado como yo la habrá encendido? Por otra parte, qué concepto podré yo formar de mí mismo, si antes de marcharme no me entero de lo que pueda haber en este subterráneo? Quédese por lo tanto el temor para espíritus apocados que en nada tienen su dignidad, y marche yo á practicar un reconocimiento.» Formada por mal de mis pecados la interior resolucion, cogí en mi mano derecha una tea que alumbraba suficientemente, y en la izquierda mi palo herrado, y me introduje por aquellas sinuosidades. Nada vi al principio que me llamase la atencion; mas despues que ya segun mi juicio lo habia todo registrado, y cuando ya iba á salirme para continuar mi camino, tropiezo con un cadáver. Yo dí un grito que arrancó de mi corazon el temor de encontrarme con semejante espectáculo; mas volviendo sobre mí al poco tiempo, empecé á reconocerle. Su estatura era procerosa; su edad aparecia como de treinta años; sus facciones, á pesar de la alteracion de la muerte, aun eran hermosas; tenia ademas el cabello rubio y ensortijado, y sus vestiduras, que eran muy ricas, empapadas en sangre. Lo que mas me llamó la atencion, fué el verle su espada ceñida, lo que unido á que en las angosturas de la caverna no podia verificarse desafio, hízome creer que aquel caballero habia sido asesinado con alevosía. En esta sospecha no tardé en confirmarme, porque continuando mi exámen, encontréle una ancha y profunda herida que tenia en la espalda. Ahora, padre mio, parece que os estoy oyendo reprenderme porque no abandoné inmediatamente aquel lugar; y en verdad que si lo hubiera hecho, no hubiera pasado tan grandes y justos temores. Habeis de saber, pues, que en vez de hacerlo, enamoréme de la espada, cuya empuñadura estaba guarnecida de brillantes; y como estos no solo alegraban mi vista, sino que tambien podian remediar la necesidad en que me encontraba, determiné separar el puño de la hoja, y llevármele guardado en el zurron. Á poco que forcejé conseguí lo que pretendia, y muy alegre con mi nueva fortuna, y dándome interiormente mil parabienes por tanto valor como en aquella noche manifestára, salí del subterráneo y llegue aquel mismo dia á Santiago. Al entrar en esta ciudad sorprendióme su magnífica iglesia catedral, digna por mil títulos de equipararse á las primeras del orbe cristiano. No fué menor en mí la admiracion que produjo la vista de tantos suntuosos monumentos como encierra; llamóme tambien la atencion el gran número de caballeros que cruzaban por sus calles y espaciosísimas plazas; mas á pesar de todo, debo deciros que nada hay que pueda compararse al efecto que en mí causó la gran concurrencia de peregrinos que, procedentes de los ángulos mas apartados de la tierra, entraban en la soberbia basílica á prosternarse ante el sepulcro sagrado del hijo del trueno. Luego que lo hube todo admirado, me dirigí á la casa de un lapidario, á quien pregunté si me compraba la empuñadura de la espada. Su respuesta fué afirmativa; pero en cuanto hubo reparado en dos iniciales que esmaltadas tenia, al mismo tiempo que me miró con ojos escudriñadores, me dijo:

-Esta alhaja es de mucho precio, y en mi casa no hay dinero bastante con que pagarla; mas como vos no desistireis por esto de venderla, venid conmigo adonde os satisfarán cumplidamente.

No me desagradaron estas razones; antes por el contrario, creyendo que habia encontrado en el que acababa de pronunciarlas un hombre que solo se guiaba por su buena conciencia, seguíle con gusto. Pero, cuál no sería mi dolorosa sorpresa al encontrarme de buenas á primeras con el gobernador de la ciudad? Mi conductor, taimado como él solo, díjome al subir la escalera, que en aquella casa vivia un caballero tan pródigo y liberal, que á trueque de que le vendiese mi alhaja seria capaz de atender á mi futura colocacion, en el caso de que lo necesitase. Con estas y otras parecidas palabras fuéme entreteniendo hasta que llegamos á presencia del caballero pródigo y liberal, al cual dijo mi interlocutor:

-Este jóven, señor, acaba de preguntarme si le quiero comprar esta prenda, que perteneció al desgraciado don Favila, como lo atestiguan estas iniciales que yo mismo esmalté en ella por su orden.

-Par diez, maese Tomé, respondió con marcada satisfaccion el gobernador, que me presentais un indicio que yo no esperaba!...

-Tan cierto es lo que dice vuesa merced, repuso el lapidario, que no habrá nadie que se atreva á contradecirlo; porque, ó este mancebo es el asesino que buscamos, ó cuando menos está en relaciones con él.

-Justo es lo que decís, como tambien lo que yo voy á hacer ahora.

Y al mismo tiempo que esto dijo, fuí conducido maniatado á la oscura prision de donde vos me librásteis. En ella me interrogaron varias veces; y como no confesaba el crímen que me imputaban, persuadiéronse que solo el tormento abriria mis labios, que mi obstinacion, segun mis acusadores decian, tenia cerrados. Resisti á esta prueba terrible por dos veces distintas; mas al cabo, padre mio, cedí á la vehemencia del dolor.

-No fuísteis vos solo, repuso el P. Antonio al observar que don Pelayo pronunciára estas últimas palabras con cierto acento de tristeza, el que se portó de la misma manera: no hay calumnia que no se pueda probar por medio del tormento; y aunque en algunos casos no dejó de ser conveniente su uso, en los mas ha sido contrario á lo que prescribe la mas recta justicia. Pero dejemos esto, y tratemos tan solo de lo que por ahora mas nos conviene. Vos acabais de recobrar la libertad, sois hijo del conde de Santi-Spiritus, teneis ya en vuestro poder el testamento en que vuestro padre os nombra su universal heredero; pero al mismo tiempo, sino es con un nombre ilustre, os encontrais el mas pobre de todos los hombres. Á pesar de todo, sino hay motivos para alegrararse, tampoco creo que los hay para entristecerse; porque mañana, obtenida la venia de nuestro prelado, iré con vos á hacer valer vuestros derechos. Los medios que para conseguirlo pienso emplear, no me los pregunteis ahora; vos vereis su resultado, y tal cual él sea, no debeis de atender mas que al espíritu que me anima.

Al dia siguiente de esta conversacion, pusiéronse, segun habian convenido, en marcha; y á la tercera jornada llegaron al castillo de Montefaro, situado en una eminencia de muy dificil subida. Lo que aquí pasó sorprendió estraordinariamente al hijo de don Fernan, porque aparte del brillante recibimiento que le hicieron tratándole ya como si estuviese en plena posesion de sus estados, su compañero, en presencia del castellano, que era un caballero de admirables prendas, le dijo:

-Estais ya muy cerca de vuestro enemigo; pero no debeis temerle, porque os encontrais en la casa y estados de mi hermano, el cual está tan interesado como yo en el triunfo de vuestra causa:

-Sí, de todo corazon, respondió el caballero que acababa de nombrarse; y en prueba de esto mismo, mañana marcharán mis vasallos á destruir el poder del hijo de Marcela.

-No, replicó el P. Antonio, antes es preciso tentar otros medios.

-Son inútiles, repuso el castellano, ese hombre no dejará sino á la fuerza el castillo que posee contra toda razon.

-A pesar de todo, volvió á decir el religioso, me parece tan duro que sin preceder declaracion alguna te presentes con tu mesnada como pudieras hacerlo ante el mas cruel y encarnizado enemigo, que soy capaz de asegurar por este solo hecho, que la empresa no corresponderá á nuestras esperanzas.

Y por qué no? preguntó el hermano del religioso; antes yo creo que si se trata de persuadirle á que deje lo que de ningun modo le pertenece, se preparará para la defensa, y entonces...

-Entonces nuestros ataques serán justos, le interrumpió el P. Antonio.

-Pero sin resultado favorable.

-Tanto desconfiais de la justicia de nuestro protegido!

-Desconfio de mis fuerzas, que como ya sabes, no pueden igualarse á las de don Diego.

-En este caso...

-Sí, en este caso, interrumpió el castellano, conviene que cuanto antes marchemos á Santi-Spiritus.

-No podremos hacerlo hasta mañana.

-Es la mas que podemos esperar; y mientras tanto permitidme que me retire, para comunicar mis órdenes á mis mesnaderos.

Hízolo así el castellano de Montefaro; y el P. Antonio, que deseaba poner término á la admiracion del hijo de don Fernan de Castro, le habló de esta manera:

-Antes de que arribásemos á este castillo tuve por conveniente avisar á mi hermano, por persona que me inspiraba la mayor confianza, de la calidad del huésped que en su casa debia recibir. Tambien le dije que se preparase para atacar los estados de un vecino poderoso, en el caso que este se negase á reconocer la justicia que os asiste, y como acabais de ver, él desaprueba esta parte de mi plan. Yo me habia propuesto avistarme primero con el hijo de Marcela, mas como el señor de Montefaro, á quien debo de obedecer por mil razones que no es oportuno esplicar ahora, se obstina en que nada participemos á vuestro enemigo, solo nos toca encomendar á Dios este negocio, y esperar en su justicia.

En estas y otras pláticas parecidas pasaron el resto de aquel dia, y habiendo llegado el siguiente, despues de una noche en que con el mayor sigilo se reunieron los vasallos del hermano del P. Antonio, emprendieron la marcha para el castillo de Santi-Spiritus. No creais que eran muy numerosas estas fuerzas que impensadamente iban á caer sobre el usurpador don Diego: aparte del valor del señor de Montefaro, que no conocia rival, y de la prudencia de su hermano, estaban reducidas á unos treinta peones y otros tantos caballos. Mas la empresa que al parecer tantos riesgos ofrecia, vino á demostrar con sus resultados que era demasiado fácil. Hé aquí el modo como fué desposeido don Diego: encontrábase este orgulloso é inesperto jóven entretenido en la caza de que abundaban sus bosques, cuando el escuadron que comandaba el señor de Montefaro llegó al castillo adonde se dirigia, en el cual, por haber cogido de sorpresa á los pocos ballesteros que le custodiaban, no hubo ataque ni defensa. Don Pelayo entró acompañado de sus amigos en la suntuosa habitacion en que su padre otorgára el testamento, y en presencia de ellos y de algunos criados que habian servido á don Fernan, se proclamó conde de Santi-Spiritus. Despues despidió á todos los criados de don Diego, en los cuales no podia tener confianza, y se rodeó de aquellos que se la habian inspirado á su padre. Mandó tambien que se prohibiese la entrada en el alcázar al hijo de Marcela, y que sobre sus rentas se le asegurase una dotacion decorosa, pareciéndole duro sumir en la miseria á quien siempre habia estado nadando en la abundancia. Hechas todas estas cosas, vistióse tan magníficamente como lo requeria su clase, y suplico al P. Antonio que no lo abandonase hasta que con sus consejos hubiese ordenado todo lo concerniente á sus vastos estados. De esta manera se cumplió el testamento del último conde de Santi-Spiritus; mas oid ahora lo que pasó al que por tanto tiempo pasó por su legítimo heredero: al regresar de su cacería encontróse con que los peones y caballos que en diferentes parages tenia apostados el señor de Montefaro, le comunicaron la orden del nuevo conde para que se alejase sin demora, so pena de ser castigado severamente. La sorpresa al principio y la indignacion despues vinieron á apoderarse del desdichado mozo, que en tan breve tiempo habia visto disipada su gran fortuna; pero como nada adelantaba con quien tenia la razon y la fuerza, retiróse jurando que de aquel inicuo y violento despojo, segun él decia, habia de tomar una ruidosa venganza. Mientras tanto el P. Antonio no se descuidaba en asegurar la causa de su protegido: reunió para esto á todos sus pecheros y colonos, y despues de exhortarlos á que obedeciesen á su nuevo señor, y de prometerles en nombre de este que se disminuirian los tributos conque estaban gravados, les manifestó la traicion de Marcela y la justicia de don Pelayo. Con esto no fué necesario mas para que los ánimos de los vasallos se aficionasen al nuevo conde; y conociendo los dos hermanos que ya estaba afianzada su posesion, se retiraron adonde los llamaba el cumplimiento de sus deberes. Nada se habia vuelto á saber de don Diego: ignorábase hasta su paradero; y como los maliciosos abundan en todas partes, aseguraban que habia sido asesinado secretamente por el hijo de don Fernan de Castro. Empero tan grosera calumnia quedó desmentida con el hecho que os voy á referir: habia algunos meses que tan repentina transformacion se habia verificado, cuando el hijo de Marcela se acercó una noche de las mas ardientes del estío al castillo de Santi-Spiritus. Su objeto era asesinar vil y traidoramente á don Pelayo, y para conseguir el objeto tan criminal, esperó á que estuviesen los que hablaban en el que fuera su alcázar, profundamente dormidos. Cuando ya le pareció que este caso habia llegado, halló medio, auxiliado por la traicion de un centinela, de introducirse en el interior del castillo; mas como desde aquí á la habitacion del conde lo era muy dificil pasar, estuvo por desistir de su atrevida empresa. Cuando ya iba á verificarlo, reparó, merced á la claridad de la luna que brillaba en toda su plenitud, que las ventanas de la torre en que dormia su antagonista estaban abiertas, sin duda para que las habitaciones se refrescasen con el ambiente de la noche. Esta circunstancia debia de proporcionarle el logro de su deseo, porque haciendo uso de una escalera de cuero de que iba provisto, subió, no sin grave riesgo, á una de las ventanas del aposento de don Pelayo. Cuando en él estaba entrando, despiértase el conde al oir pasos tan cerca de sí; salta del lecho despavorido, y un instante despues, habiendo cogido su espada, emprende un sangriento combate con su enemigo. Todas las ventajas estaban de parte de aquel, porque prescindiendo de su indisputable valor, el hijo de Marcela acababa de ver frustrado su plan. Así fué que su defensa tuvo mucha de débil; y ó bien fuese porque á su adversario temiese mas de lo que debia, ó porque su falta de serenidad á ello le impulsase, trató de huir. Mas infeliz! la espada del conde le perseguía sin tregua ni descanso; y cuando ya no pudo alcanzarle, cortó la escalera de cuero porque se descolgaba. Entonces el desdichado hijo de Marcela vino al suelo desde una inconmensurable altura, acabando así su ambicion y sus temores. Al ruido que su trágico fin produjo, despertáronse los criados del conde, y despues de haberse enterado de la inocencia de su amo, trataron de dar sepultura al cadáver del infortunado don Diego. Ya nada faltaba para que la felicidad de don Pelayo fuese completa, mas que su casamiento; y como en su corta permanencia en el castillo de Montefaro se enamorase, aunque sin descubrir á nadie su pasion, de una hija del castellano, movido tambien por gratitud, determinó pedirla por esposa. Su solicitud salió bien despachada, y ayer mismo verificóse esta union, que promete ser feliz y duradera. Todos cuantos hemos tenido noticia de las desgracias del hijo de don Fernan, nos hemos alegrado de su ventura; y para darle un público testimonio de nuestras simpatías, hemos querido asistir á las funciones que tienen lugar con motivo de sus bodas. Mis compañeros, como habreis observado, se han trasladado hoy por segunda vez al castillo de Santi-Spiritus; y aunque yo no lo hice, no es menor en mí la alegría que me causa el triunfo de don Pelayo. Os he referido brevemente su historia: ignoro si con ella os habré complacido; pero lo que os puedo asegurar es, que mis deseos han sido tan buenos como vuestra paciencia en escucharme.

-Señor hidalgo, respondió el ermitaño al oir estas últimas palabras, debeis de persuadiros que me habeis deleitado con vuestra relacion, porque aunque tan anciano y penitente como manifiesta mi arrugado rostro, aun gusto de oir esas historias en que abundan los placeres y trabajos de algunos hermanos nuestros. Os doy gracias tambien porque así habeis hecho que el tiempo que me veo obligado á pasar en este meson, se me haga menos pesado, y como tengo pensado dejarle mañana, podeis ir disponiendo lo que se os ofrezca para Compostela, adonde nos dirigimos.

-Mañana os marchais! dijo tristemente don Gutierre.

-Sí, mañana, mañana, respondió prontamente Juan Sago; y os aseguro que ya debí de hacerlo hoy.

-Tan pronto!

-A mí me parece demasiado tarde, repuso con algun sobresalto el padre de Jimena.

-Y no temeis esponeros á las contingencias del camino?

-Dios velará por mí, y por esta jóven que me acompaña.

-Sin embargo...

-Oh! no os esforceis en persuadírme lo contrario, replicó el ermitaño cada vez mas alarmado con el empeño que manifestaba don Gutierre; mi resolucion está ya formada, y creo que nadie me separará de ella.

-Si no me interesára por vuestra suerte, se atrevió á replicar el hidalgo, nada os diria; pero como os considero espuesto á tantos peligros desde aquí á Santiago, quisiera que al menos difiriéseis este viaje hasta pasado mañana.

-Ignoro el objeto por qué he de suspenderle, respondió el antiguo Templario con bastante socarronería, y mucho mas los peligros de que me hablais.

-Voy á satisfaceros, dijo ruborizándose don Gutierre: mañana concluyen las fiestas de Santi-Spiritus, y pasado, libre ya del compromiso que contraje con el conde, podia acompañaros. Los peligros, no creo que exagero si os digo que son innumerables en un camino poblado de fieras y malhechores.

-Lo creo muy bien, repuso Juan Sago, que adivinó perfectamente el objeto de su interlocutor; pero teniendo á Dios de mi parte, á quién puedo temer?

-Esa confianza es muy santa, pero no creo que sea muy segura.

-Cómo?

-No os escandaliceis: Dios nos manda precavernos, y que no nos espongamos temerariamente á los peligros que nos cercan. Quién sabe si aquel don Favila, que en la caverna encontró don Pelayo, tendria la misma confianza que vos?

Sonrióse el ermitaño con una razon tan especiosa, y en seguida contestó:

-Está bien todo eso, señor Hidalgo; pero yo no puedo decidirme á permanecer aquí mas tiempo, ni tampoco á admitir vuestra compañia...

-Tanto la odiais!

-No es por eso, se apresuró á decir el padre de Jimena: si yo fuera solo, no titubearia en recibiros en ella, pero yendo acompañado de esta jóven...

-Por lo mismo, señor, por lo mismo, le interrumpió el hidalgo.

-Vamos, replicó el ermitaño, os parece justo en Dios y en conciencia, que un viejo como yo camine escoltado con un jóven tan apuesto como vos? Dejadme seguir mi propósito; no os opongais por mas tiempo á él; y tened entendido, que muchos y mas inminentes peligros que esos que tanto me ponderais me han cercado, y sin embargo, Dios ha sido servido de dejarme contar noventa años que como una sombra han pasado por delante de mí.

El hidalgo desistió de su pretension al oir espresarse de esta manera al anciano; y aunque mústio y pensativo por no haber conseguido lo que pretendia, se despidió cortesmente de los dos huéspedes.

Capítulo IV
De como don Gutierre manifestó su pasion á Jimena, y del fin que todo esto tuvo.

Antes que la sonrosada aurora recorriese el camino que muy en breve debia seguir el ardiente Febo en su dorado carro, salieron nuestros caminantes del meson, y se dirigieron con pasos que desmentian la ancianidad del uno y la delicadeza del otro, á la antigua ciudad de Compostela. Juan Sago, á trueque de verse libre de la compañía del hidalgo, no quiso despedirse de él ni de sus compañeros; y aunque muy bien sabia que semejante porte era impropio de una persona bien criada, preferia el ver á su hija sin amantes que la siguiesen. Mas como don Gutierre estaba ya demasiado enamorado, en cuanto supo que los huéspedes se habian puesto en marcha, él, sin despedirse tampoco de sus amigos, ni tomar determinacion alguna que le disculpase con el conde de Santi-Spiritus, montó prontamente á caballo, y siguió el camino que llevaba la que involuntariamente le habia robado el alma. Al poco tiempo alcanzólos, como no podia menos de suceder; y aunque su vista puso de muy mal humor al anacoreta, esforzóse por no manifestarle el disgusto que lo causaba su aparicion.

A todo esto don Gutierre no sabia cómo disculpar su atrevimiento, que otro nombre no merece su determinacion, y solo echando mano de su manoseada cantinela de los peligros que ofrecia el camino, fué como salió del atolladero en que su amor y sus pocos años le metieran.

-No he podido resolverme á dejaros partir con tanta esposicion, dijo, ni á que esta señora tan delicada por su edad, y tan digna por su hermosura de habitar bajo las doradas bóvedas de suntuosos palacios, camine destrozándose sus blanquísimos piés por entre esos cortantes pedernales.

Por supuesto que las anteriores palabras las acompañó con la acción de apearse, y con la de presentar en seguida el caballo para que en él subiese la interesante Jimena.

-No; permitid, repuso gravemente el anciano: nosotros estamos acostumbrados á mayores trabajos, y no admitiremos un obsequio que es en perjuicio vuestro.

-Y creeis que lo sea, cuando porque lo admita esta hermosa jóven he renunciado á las fiestas del castillo, y á las comodidades del meson que acabo de dejar?

-Os ruego que os retireis á él, respondió Juan Sago.

-Por mas que me desagrade desobedecer á una persona tan respetable como vos, replicó el hidalgo, he de acompañaros á Santiago.

-Empeño singular! esclamó Jimena, que como habrá observado el discreto lector, aun no habia hablado una palabra delante de aquel hombre.

-Conozco, señora, dijo dirigiéndose á ella don Gutierre, que os sobra razon para calificarlo así, y aun si se quiere, de importuno y atrevido; mas como sea cierto que la virtud unida á la hermosura cautiva el alma del hombre mas vicioso, soy digno de disculpa. Dejadme, pues, que os siga, bella Jimena. Vos vais á Santiago; por qué razon quereis privarme del gusto de ir á mí también?

-Ay, hijo, interpuso el ermitaño compadeciendo al jóven por la violenta pasion que se levantaba en su pecho, que tu desengaño va á ser terrible!

-Tal vez, padre mio, respondió el hidalgo suspirando: basta que vos me lo asegureis así, para que desde ahora empiece á temer por el porvenir que me espera; pero sea este próspero ó adverso, qué os mueve á despreciar los servicios que con la mejor voluntad os ofrezco?

El anacoreta estuvo un rato suspenso, y en seguida contestó:

-Para daros una prueba de que estoy muy lejos de despreciarlos, los admito desde este momento.

Y cogiendo el caballo por la brida, mandó á su hija que subiese en él; lo cual hecho, continuaron la marcha que para hablar con don Gutierre habian suspendido.

Al oscurecer de aquel mismo dia llegaron á Santiago, y habiéndose hospedado en un meson que estaba á la entrada, fué al siguiente el antiguo Jaime Rodriguez de Acevedo acompañado de su hija, á visitar á don Juan Manrique.

El prelado compostelano holgó mucho de ver á su amigo, y despues de habérselo así dado á entender, prometió toda su proteccion á la viuda de Bermudo. Jimena vió con esto cumplidos todos sus deseos, porque si los desengaños de un mundo en el cual habia vivido participando á veces de sus falsos placeres, la habian hecho envidiar la apacible vida del claustro; si las persecuciones, que otro nombre no merecia el amor que la manifestaba Villayzan, la habian obligado á formar una resolucion tan estraña como era la de sepultarse en una caverna, ahora que un personage tan respetable como virtuoso la facilitaba la entrada en uno de esos asilos en que solo se respira la virtud, cuál no sería su alegría? Enagenada por lo tanto de puro gozo, dió las gracias al ilustre amigo de su padre; y cuando supo que de allí á dos dias habia de verificarse la tierna ceremonia de su ingreso en uno de los monasterios de la ciudad, solo pensó en prepararse para un acto tan imponente.

Este supremo momento llegó: Jimena tuvo la dicha de ser incorporada á un coro de cándidas vírgenes; y cuando el arzobispo cubrió su blanquísima frente con el negro velo de la abnegacion y la penitencia, vió junto así á dos ilustres señoras que ayudaban al prelado. La condesa de Gijon, tan interesante por su elevado origen, y mucho mas por sus desgracias, habíase retirado al gran monasterio de San Pelayo despues de la desaparicion de don Alfonso; y la reina doña Beatriz, que tanto sintiera el rudo golpe que la adversidad descargára sobre su regia cabeza, encerróse tambien en aquel sagrado asilo. En él enjugó sus lágrimas, y animada con los ejemplos de sólida piedad de la princesa doña Isabel, solo pensó en el negocio de su salvacion. Las dos fueron comparables á aquellas avecillas que presintiendo el huracan se guarecen con tiempo de sus furores; y si la hija de Juan Sago no llevó al claustro una alma tan inocente como la suya, su arrepentimiento oportuno pudo proporcionarle mayor gloria.

De intento hemos dejado á don Gutierre, porque al ocuparnos de él no nos sirviese de estorbo en la imponente ceremonia que acabamos de indicar. Y en verdad que si bien se mira, sóbranos razon para hacerlo; porque esto de ocuparnos de amantes que solo piensan en imposibles, es cosa que se nos resiste demasiado. Bastábale al hidalgo haber oido de los autorizados labios de Juan Sago que su desengaño habia de ser terrible para que desistiese de su pretension; pero él, que suponia que Jimena abrazaba la vida cenobítica arrastrada por algun interés mundanal, no titubeó en manifestarla, aprovechándose para esto de una corta ausencia del anciano, la violenta pasion que le devoraba. La respuesta fué cual pueden figurarse nuestros lectores; mas de que importó esto para quien estaba cada vez mas aferrado á sus insensatas ideas? Pondremos aquí algunas palabras de las muchas que se cruzaron en la plática á que nos referimos.

-Si sois hombre de razon, decia con notable serenidad la heroina, debeis de renunciar para siempre á ese amor de que me hablais. Muchas son las razones que á una determinacion tan honrosa os obligan; pero entre ellas os espondré tan solamente algunas con el fin de separaros de vuestro mal propósito. Sabed primeramente que soy una muger tan sin ventura que mi vida costó la de aquella que me trajo en su seno: ¡ah! su voz no sonó en mis oidos; y antes que yo pudiese disfrutar de sus caricias, el puñal de un desalmado la arrojó á la eternidad. Tened entendido que solo amé á un hombre, á quien conceptuaba digno de mi amor; y que si circunstancias que no son del caso referir, me hicieron mantener con él un comercio siempre reprensible, luego que nuestra union se legitimó y tuve la desgracia de perderle, juré solemnemente no amar jamás á ningun otro. Pretendereis ahora que por vos quebrante este juramento? Acordaos tambien de vuestra edad y de la mia: vos sois un jóven que ahora puede decirse que empieza á vivir, mientras yo cuento ya treinta y seis años... No es verdad, continuó con amable sonrisa, que harla un admirable papel una muger que ya puede llamarse vieja, al lado de un hombre que está ahora en los albores de su juventud? Vaya que tendria que ver vuestra esposa con edad sobrada para ser vuestra madre!... Pero no creais que os haya espuesto aun la razon mas principal: hay otra, á cuyo peso no podreis menos de rendiros. Sabeis de cual os hablo? Me parece que no: estoy ya desposada, y pretendereis que con vos lo haga tambien?

-Cómo, señora, la interrumpió don Gutierre.

-Escuchad, respondió la viuda de Bermudo cada vez mas serena; vos sois un caballero cristiano, y por lo mismo no os hareis violencia para creer lo que voy á deciros: Jesucristo, á quien tanto he ofendido durante el corto período de mi juventud, es el esposo que he elegido hace ya bastante tiempo. Á él he ofrecido mi corazon en secreto, y pronto un juramento tan público como solemne me hará del número de sus cándidas esposas. Ved ahora, pues, si me sobran motivos para mandaros que desistais de vuestro empeño, y para aconsejaros que os restituyais á vuestras montañas, en las cuales, olvidando á la que por ningun concepto fué digna de vuestro amor, podreis ser verdaderamente feliz.

-Hermosa Jimena, replicó el hidalgo arrojándose á sus pies, por mas esfuerzos que hagas para apagar la voraz llama que tu sola vista encendió en mi corazon, no lo conseguís, porque todos ellos son, por mi desgracia, demasiado inútiles. Yo quisiera olvidaros, y cada vez os tengo mas impresa en mi alma; quisiera, perdonadme, bella criatura, lo que voy á deciros, odiaros de todas veras, y lejos de conseguirlo, os amo con vehemencia mayor. Cada palabra vuestra me inflama, y si cabe decirlo, aumenta el amor que os profeso. En vano os valeis de todos esos artificios para que yo desista de amaros; en vano tambien tratais de ocultaros de todas las miradas; porque aun cuando no os alcance con las mias, moriré por vos. Sí; tu resolucion acarreará mi temprana muerte; y entonces, señora, vuestras lágrimas y remordimientos serán mi venganza....

Esforzábase mientras tanto la hija del solitario por huir de un hombre tan importuno; pero él, que lo presintió, teníala fuertemente asida por una de sus blanquísimas manos, que besaba y al mismo tiempo regaba con sus lágrimas. En esta postura lo sorprendió el anciano, el cual reprendió su atrevimiento; mas como la violenta pasion de que se dejára arrastrar no se prestaba á consejos ni á amonestaciones, determinó con un crímen poner fin á su existencia. Desnuda su espada, y cual otro Saul desesperado, arrójase sobre ella. Afortunadamente Juan Sago y su hija pudieron evitar su fin, pues la que debia de ser mortal herida, redújose á que se traspasase el brazo izquierdo. No obstante, la sangre del violento mozo corria en abundancía, y mientras un cirujano, que á las voces del anacoreta habia acudido, se la contenia, Jimena huía de la vista de un hombre á quien, segun el decia, inflamaba con la suya.

Este incidente favoreció la entrada de la viuda de Bermudo en el monasterio, porque de otro modo, tal estaba don Gutierre, que no se hubiera podido verificar sin escándalo.

Ínterin él gemia en una cama su desventura, el antiguo Jaime Rodriguez de Acevedo, despues de consultarlo despacio con don Juan Manrique, que le dió un encargo para el rey, habiéndose despedido para siempre de su hija, se puso en marcha para Burgos.

El autor no sabe, por mas que ha tratado de indagarlo, cuál fué la suerte futura de don Gutierre. Supone, por haber leido un antiguo pergamino que así lo decia, que en el tiempo en que vivia en San Pelayo una religiosa de rara hermosura, á quien suponian viuda de un embajador que inhumanamente sacrificáran los portugueses encerrados en Lisboa, un jóven de corta edad se paseaba de ordinario por los alrededores de aquel monasterio, sin jamás apartar de él sus ojos, que casi siempre tenia arrasados en lágrimas. Añadia tambien aquel escrito, que algunas veces se le veía entrar en la iglesia, particularmente cuando la comunidad se reunia en el coro para cantar las divinas alabanzas; y que si una voz en estremo melodiosa se elevaba sobre las demas, lloraba sin consuelo como si oyese alguna que saliese del sepulcro.

Hasta aquí la relacion citada, á la cual no podemos menos de dar un entero crédito; pero lo que viene á arrojar nueva luz sobre nuestras dudas, y casi nos atrevemos á decir que á estinguirlas, es un epitafio que en un sepulcro antiguo encontramos caminando de Santiago á Padron, y en el cual, por ser aficionados á vejeces, hemos leido:

«Aquí yace don Gutierre de la Oliva, en cuyo corazon abrió ancha puerta el amor, y por ella entro la muerte en edad temprana.»

A nosotros ninguna duda nos queda que bajo la losa en que esto hemos leido, reposaban las frias cenizas del hidalgo que tan cortés se mostró con el ermitaño y su hija.

Capítulo V
Como el jóven rey de Castilla empezó á ver el cumplimiento de las promesas hechas á su padre.

Nuevo motivo de gozo tuvieron por este tiempo los vizcainos: la presencia de don Enrique en las costas de Cantabria fué seguida de un acontecimiento, que era como el preludio del gran poderío que mas adelante habia de alcanzar en remotos mares la corona de Castilla; porque los navegantes del señorío, que siempre han sido los mas á propósito para emprendere arriesgadas espediciones, aportaron por primera vez á las islas Canarias, y tomaron de ellas posesion en nombre del augusto hijo de don Juan.

Cuál haya sido la alegría que esto produjo en todos los ánimos, no hay para qué ponderarlo; y tan solo con acordarse del espíritu de conquista de que entonces estaban animados la mayor parte de los españoles, se vendrá en conocimiento de las esperanzas que con semejante motivo se concibieron.

Pero nada hay que pueda compararse al efecto que tanto en los que acompañaban al rey, como en el rey mismo, produjo la llegada á Bilbao de la armada que acababa de agregar á la corona de Castilla nuevos estados. El jóven príncipe, que habia pasado á aquella villa para presenciar las fiestas conque sus naturales celebraban la honra que en visitarlos acaba de dispensarles, quedó agradablemente sorprendido cuando vió en el puerto á los conquistadores y á una parte de los conquistados.

Estos, que eran hasta el número de ciento setenta, entre los cuales aparecia el rey de Lanzarote y su muger cargados de cadenas, llamaban la atencion por sus trages salvages, que consistian en plumas de diversos colores admirablemente entretejidas y combinadas.

Don Enrique, como no podia menos de suceder así, quiso enterarse de sus leyes, usos, religion y cultura; y aunque los vizcainos que los habian cautivado no se habian demasiado fijado en esto, respondiéronle que despues de tomada la isla, y cuando ya habian terminado las hostilidades, habíanlos visto practicar las mas abominables supersticiones, hasta el punto de sacrificar humanas víctimas á las mentidas deidades que adorában. Añadieron tambien, que en las inmediaciones del palacio de aquellos reyes que traían cautivos, habia establecida una carnicería en que se vendia la carne humana, á la cual daban la preferencia sobre la de cabras que tanto abundaba en la isla, y que no pudiendo tolerar tan horribles costumbres y un culto que no podia menos de ser dictado por el abismo, habian destruido todos los templos y ensangrentados altares en que al demonio se rendia tan pestilencial incienso. Acerca del idioma nada pudieron decir, porque aun cuando para ser entendidos de aquellas bárbaras gentes les hablaron en dos ó tres lenguas de las mas usadas, no consiguieron lo que pretendian. Tambien quiso el rey saber si los isleños habian hecho gran resistencia á los españoles, y el que entre estos llevaba la voz, respondió que habia sido fiera y obstinada, mayormente cuando intentaron apoderarse del palacio de sus reyes.

-Las flechas y unas varas largas y puntiagudas, añadió, que nos traspasaban como si fuesen lanzas, llovieron entonces sobre nosotros: muchos de los nuestros perdieron la vida de una manera tan desusada coma nueva; pero aun habia entre aquellos paganos otros guerreros que nos causaban mayor temor, por ser mas grande el destrozo que en nosotros hacian. Habíanse muchos de ellos apostado en parage conveniente, y con unas grandes hondas que manejaban de un modo admirable, descargaban sobre los soldados de V. A. tal granizada de piedras, que por mucho tiempo dudamos de conseguir la victoria. Al cabo, cuando ya estábamos á punto de ceder, vino esta á coronar nuestros esfuerzos. Permitidme, señor, que brevemente os refiera lo que entonces pasó. Un jóven llamado Acorda habia observado durante lo mas recio de la pelea, que ínterin los mas de los salvages se batian hasta con desesperacion, un peloton de ellos permanecia retirado del cuerpo de la batalla, agrupados al rededor de un objeto que la distancia le impidió distinguir. Esto le dió mucho en que pensar, y para salir de sus dudas, como tambien para tentar la suerte de las armas, arrojóse sobre el peloton seguido de otros tan bravos como él, y aunque la resistencia fué mayor de la que esperaban, lograron al cabo apoderarse, con muerte de muchos de aquellos infieles, de un mono blanco, á quien en su ceguedad atribuían una cosa divina. Desde este momento cesó la lucha por todas partes, porque á la manera que desaparece una antorcha cuando la sumergen en un caldero de agua, desaparecieron los que nos hacian frente, y pudimos apoderarnos sin otra resistencia del palacio, en donde encontramos á Tazlot su rey y á Taizlabe su muger, que hoy tenemos la satisfaccion de presentaros cautivos. Á poco de haber ocurrido nuestro triunfo, presentáronsenos algunos sacerdotes de los gentiles, esplicándosenos por señas para que les restituyésemos el inono blanco que les habíamos quitado. Nuestra respuesta fué, como no podia menos, negativa, y ellos, que ya sin duda la esperaban, presentáronnos para vencer nuestra resistencia unos grandes pedazos de oro que traían preparados. Á vista de semejante ofrecimiento, dieron algunos de los que me acompañaban muestras de acceder á peticion tan ridícula como supersticiosa, y conociéndolo yo, despues de afearles su ambicion, maté en su misma presencia al asqueroso animal que en su ceguedad adoraban aquellas bárbaras gentes. No sé si os diga que la desesperacion ó la rabia se apoderó entonces de aquellos infelices; porque un gran número de ellos, como si les hubiese acontecido alguna desgracia, despedazaban su carne con los dientes, mientras otros corrian á sepultarse en el mar profundo. Nosotros evitamos la muerte de todos aquellos que pudimos haber, y despues de plantar el estandarte de la cruz en aquellas remotas regiones, y de proclamar el nombre y poder de V. A., levamos anclas y con viento fresco nos dirigimos á estas costas. Hoy, señor, os presentamos estos cautivos príncipes, hoy os ofrecemos lo que por derecho de conquista nos pertenece, y hoy tambien os pedimos la venia para proseguir nuestros descubrimientos y viajes.

No se descuidó el rey en concedérsela, ni mucho menos en premiar cual debia sus importantes servicios, y los de todos aquellos que le habian acompañado en su arriesgada espedicion. Quiso tambien conocer al jóven Acorda, y en cuanto se lo hubieron presentado, mandó señalarle una pension decorosa que debia durarle tanto como la vida. Ordenó ademas, que los reyes de Lanzarote se trasladasen á Lara de los Infantes, cuyo castillo, ínterin no se imponian en los misterios de nuestra Santa Fé, les señaló por residencia; y hechas todas estas cosas regresó á Burgos, con la mayor parte de los prisioneros que te presentaron los intrépidos vizcainos.

Capítulo VI
En el que se da cuenta del asesino de don Favila.

Gozoso por un lado y triste por el otro, seguia el antiguo Teniplario su camino por las fragosas montañas de Galicia. Hay motivos para creer, porque así lo hemos visto indicado en unos pergaminos del antiquísimo monasterio de Sobrado, que de cuando en cuando se paraba y volvia la vista para ver la ciudad en la cual dejaba para siempre á la incomparable Jimena. Nosotros, en lugar del exactísimo cronista de cuyos trabajos nos hemos valido para formar esta verdadera historia, sin faltar á la brevedad y exactitud que en aquellos hemos notado, añadiríamos que Juan Sago lloró muchas veces al restituirse á Castilla. Y en verdad, señores, que esto si bien se considera nada tiene de estraño: no era padre de aquella jóven por tantos títulos interesante? no habia estado largos tiempos separado de ella, y cuando la suponia muerta por el furor del esposo de doña Sol, como si fuese una celeste aparicion, dejóse ver en su celda de la ribera del Adaja, para separarse algun tiempo despues, y no volverla á ver en los dias de la vida? Ademas de esto, el encontrarse al borde del sepulcro con una edad tan avanzada como la suya, el verse pobre y desamparado en la tierra, el tener enemigos tan temibles como Nuño Martinez de Villayzan, paréceles á nuestros lectores que no son estos sobrados motivos para llorar? Nosotros á fuer de sensibles somos capaces de asegurar, que si nos hubiéramos encontrado en el trance en que se encontró este ermitaño de quien tanto nos ocupamos, no solo hubiéramos llorado amargamente, sino que nos hubiéramos vuelto del camino, para tener siquiera el consuelo de contemplar las paredes en que la viuda de Bermudo estaba encerrada.

Pero volvamos de esta digresion lacrimosa, y sigamos uno por uno los pasos á nuestro anciano viajero, el cual llegó, ya bastante entrada la noche, á una venta situada en un camino de herradura que conducia á Castilla. Los pergaminos de quienes nos hemos valido para trasmitir á nuestros lectores todas estas noticias, decian que á Juan Sago ninguna cosa particular le aconteció en la venta hasta despues de acostarse; pero que al poco tiempo, estando todo en silencio, las luces apagadas, y su alma atormentada por los vivos recuerdos de sus desgracias, empezó á oir unos quejidos y lastimeros ayes que bien á las claras manifestaban la honda pena que afligia á la persona que se quejaba de aquella manera. Aplicó una y muchas veces el oido como temiendo ser engañado, y como siguiesen los lamentos, llegó á persuadirse que por desgracia habia sobra de realidad en lo que á él empezaba á inquietarle.

Mas el caso era que los lamentos no sonaban en la venta, y que no habiendo poblacion alguna en las inmediaciones, discurria él que la persona que de aquel modo se quejaba, estaria cuando menos atada á un árbol y espuesta á la ferocidad de las fieras.

Como quiera que sea, él no durmió; y al otro dia, aun antes de que el sol se dejase ver por los balcones de Oriente, despues de pagar al ventero, á quien nada quiso preguntar por ser uno de estos hombres que espantan á los pobres con la vista y se arrastran como viles aduladores en presencia de los ricos, enderezó sus pasos á Castilla, cuyos aires empezaban ya á darle en el rostro.

Grandes eran los ánimos con que al principio caminaba cualquiera al verle marchar creeria que aquel viajero contaba una mitad menos de años; pero al poco tiempo, y cuando apenas se habia alejado de la venta un cuarto de legua, rompiósele una correa de una sandalia, y tuvo que pararse para componerla.

Esta operacion quiso hacerla, como era justo, con sosiego, y como allí nadie habia que se lo estorbase, sentóse en una peña que estaba un poco separada del camino. No bien habia empezado su trabajo, cuando clara y distintamente oyó la misma voz que tan alterado lo tuviera por la noche, y fijando la atencion, entendió estas palabras: infeliz y desgraciada Dorotea! quién te trajo aquí?

Juan Sago alzó entonces su vista, derramóla un instante despues por la campaña, y como esta estaba desnuda de árboles, solo descubrió una casa en forma de sombría cárcel, que edificada sobre una colina cubierta de blanquísimas peñas se registraba no muy lejos de aquel sitio. Sus paredes eran altas y denegridas, sus puertas angostas y robustas, y sus ventanas, que eran muy escasas, resguardadas con una doble reja de hierro.

A nuestro viajero ninguna duda le quedó que en aquel sombrío edificio gemia la persona que tan amargamente se quejaba; y solo le faltaba saber quién era para satisfacer su curiosidad, cuando leyendo en su breviario acertó á pasar por allí un sacerdote que debia de ser el párroco de un pueblo que se veía á una distancia bastante larga. Con un simple movimiento de cabeza correspondió el eclesiástico secular á un saludo que el ermitaño le hizo, mas un poco despues, habiendo cerrado el libro por el cual iba rezando las horas canónicas, se dirigió al sitio en que estaba el viajero, y sentándose en frente de él:

-Dios os guarde, le dijo; parece que vais de camino.

-Sí señor, contestó el padre de Jimena, y aquí estaba componiendo esta sandalia, cuando me llamaron la atencion unas voces muy tristes que llegaron á mis oídos.

-Ah! Esas voces son de una señora que aunque culpable, no es menos desgraciada.

-Vos la conoceis?

-Y quién es el que no conoce, ó al menos tiene noticia por toda esta tierra, de las desgracias de doña Dorotea de Guzman?

-Muchas deben de ser, repuso el viajero no atreviéndose á preguntar mas, cuando tanto se queja.

-Para muger hermosa, son demasiadas la pérdida de su honor y libertad.

-Lo comprendo bien, pero otro tanto sucede á cualquier hombre.

-Sin embargo, concurren en esta señora de que hablamos tales circunstancias, que parece que sus penas deben de ser las mayores que se padecen; al menos yo así lo creo.

-Será alguna madre que habrá visto despedazado en su propio regazo á un hermoso niño á quien en su seno diera alimento y vida? O tal vez una hija que...

-No señor, le interrumpió el sacerdote; nada de eso.

-Pues entonces?...

-Oid su historia, que por cierto es tan breve como triste: hará poco mas de un año que vivia en la ciudad de Santiago un caballero de edad bastante avanzada, al cual habíale dado Dios en una esposa que ya no existía, una hija de rara hermosura. Dorotea, que así se llamaba, al mismo tiempo, que era el báculo y orgullo de su padre, robaba con su sola vista el corazon de los jóvenes de la ciudad. Presentáronse entre estos dos de aventajadas prendas; dos rivales, que con iguales circunstancias solicitaban la mano de la hija de don Fadrique, que este era el nombre del padre de la dama. La eleccion estaba ya muy de antemano hecha, mas por desgracia la de Dorotea no era la de don Fadrique; es decir, que mientras aquella amaba ciegamente á uno, este se habia decidido por el otro.

-Hija mía, dijo el padre en cierta ocasion á Dorotea, voy á poner en tu conocimiento una resolucion, que no dudo que sabrás acatar con sumo respeto. Sabe, pues, que he determinado casarte con un caballero que por su nobleza y los pingües bienes que posee, es el único que puede reemplazarme cuando por la muerte te veas privada de mi amparo.

Don Fadrique de Guzman, que, al dirigir estas palabras á su hija, habia en ella fijado su vista para ver el efecto que la causaban, oyó estas otras.

-Bien sabeis, padre y señor, el cariño que os profeso. Mi deber ademas es el de acatar y obedecer vuestras órdenes; pero por cuanto hay de mas santo, os suplico que no trateis de contrariar las inclinaciones de mi corazon. Antes que vuestros labios pronuncien el nombre del esposo que pretendeis darme con el fin de que vuestra hija no se ponga en abierta oposicion con vuestros proyectos, procurad indagar si esa union que me proponeis será parte para que algun dia llegue á maldeciros la que ahora tratais de hacer feliz.

-Cómo? preguntó el anciano reprirmendo la ira que semejante respuesta le habia causado; os atreveríais á desobedecerme?

Mucho lo sentiría, respondió la jóven con bastante serenidad; pero...

-Qué significa ese modo de hablar? la interrumpió don Fadrique rompiendo los diques de su furor: es decir, que, rehusaríais recibir por esposo al que tu padre te diese? Pues créeme, que valiéndome de la autoridad paternal, á trueque de no verte casada mas que con aquel en cuyo favor te hablo, no dudaria en...

-Sí, padre y señor, le interrumpió Dorotea echándose á sus piés, sacrificadme; pero no me caseis con Ruy Gomez de Silva.

-Pues con él tendreis que hacerlo, repuso el anciano, ó sino disponeos para acabar vuestros dias encerrada en una oscura prision, y agoviada ademas con el peso de mis maldiciones.

-Señor, esclamó la jóven tendiendo hácia él sus brazos en ademan suplicativo; tened presente los deberes de padre, así como me recordais los de hija.

-Nada, nada, respondió don Fadrique, mi resolucion es irrevocable; y para acabar pronto voy á dar orden que se activen los preparativos de tu casamiento.

Retiróse el anciano; y aunque Dorotea amaba á un caballero de los mas nobles de la ciudad llamado don Favila, empezó á temer los castigos de su padre, formando por esto el proyecto de hacerlo desistir del suyo por medio de sus lágrimas y súplicas. Empero, cuánto se equivocaba al suponerlo así! Aquella misma noche desaparecieron todas sus Ilusiones; porque don Fadrique, deseando aprovechar la turbacion en que habia dejado á su hija, volvió á su presencia acompañado de Ruy Gomez de Silva, y de un sacerdote para que los casase. La infeliz jóven no tuvo aliento para rechazar la mano del esposo que su padre la daba, y un que al parecer legitimaba esta union, completó su sacrificio. Al poco tiempo de verificado, como obsérvase Ruy Gomez en su esposa cierta tristeza que muchas veces degeneraba en desden, llegó á sospechar si quebrantaba la fidelidad conyugal. Por desgracia no eran vanas sus sospechas; porque Dorotea, repuesta de la impresion que le causó lo actuado por su padre, rindióse á los galanteos de don Favila, á quien juró amar, así como aborrecerá su esposo. Desde entonces, hasta la esperanza de conseguir la felicidad desapareció de los contrayentes; y mientras que Ruy Gomez de Silva se sentia devorado por los celos, trataba don Favila de huir con Dorotea. Este caso llegó: una tarde en que el marido de la hija le don Fabrique habia salido á visitar una de sus quintas, desaparecieron los dos amantes con ánimo de alejarse de una ciudad en la cual no podian vivir unidos. Por su desgracia pasaron aquella noche ocultos en uno de los barrios mas escéntricos de Santiago; y á la mañana siguiente, cuando ya el marido sabia la fuga de su muger, en un ligero caballo en que montaron los dos, siguieron la ruta de Castilla. En las primeras leguas, y cuando ya la dulce brisa del amor reemplazando al temor y á la zozobra empezaba á embriagar sus corazones, nada notable les ocurrió; mas despues, habiendo Ruy Gomez determinado vengar su ultrajada honra, y salido para conseguirlo en un ligerísimo corcel, fueron por él alcanzados. Cuál sería entonces su temor y turbacion al verse perseguidos por un hombre que ademas de su valor contaba en su apoyo con la justicia? Don Favila quiso hacer alto para defenderse, pero cediendo á los ruegos de la adúltera, confió el alegato de su causa á los piés de su caballo. Desgraciadamente era mas veloz el de Ruy Gomez, y habiéndolos alcanzado á las voces de: Tente, ladron, infame, restitúyeme lo que me llevas, le atravesó con su espada. Su cadáver, desprendiéndose de los brazos de Dorotea, vino al suelo; y esta infeliz señora, que se vió en aquel momento en presencia de su irritado marido, no pudiendo soportar sus crueles miradas y la vista de su ensangrentado amante, perdió por largo tiempo el uso de sus sentidos. Mientras tanto llegaron dos criados de Ruy Gomez de Silva que le seguian, á los cuales mandó que entrasen el cuerpo del adúltero en una caverna que no muy lejos de allí estaba, y que la culpable señora que desmayada allí tenian, la trasladasen á esa casa triste y solitaria que veis sobre ese collado. Hízose así como él lo habia ordenado, y al mismo tiempo que regresaba á Santiago muy satisfecho de su venganza, Dorotea, que acababa de volver en sí, se encontró encerrada en esa morada tétrica, que aunque pertenecia á su marido, no tenia de ella ninguna noticia. Quién me trajo aquí? preguntó entonces con su trastornada razon; y como nadie la respondiese, y ademas se encontrase entre negras y húmedas paredes, volvió á preguntar: Quién me trajo aquí? Infeliz y desgraciada Dorotea! en dónde estás? Palabras que á todas horas del dia y de la noche en forma de sentidos lamentos pronuncia; y como nadie se presenta á responderla ni mucho menos á consolarla, porque su marido mandó á uno de sus mas desapiadados criados que jamás la dijese una palabra ni se dejase ver de ella en el tiempo que sirviese de carcelero, que será tan largo como su vida, cae la infeliz en una especie de desesperacion. Ahí gime dia y noche su desventura, y nosotros, que nos compadecemos de sus desgracias, hemos empezado á llamar á la casa en que está encerrada, la cárcel de la adúltera.

Estremecióse Juan Sago al oir referir esta historia, porque nadie mejor que él podia decir adónde llegaba el furor de un marido ofendido; y despues que hubo dicho algunas palabras para disimular su turbacion, despedídose del párroco, y compuesto su sandalia, echó á andar nuevamente.

Capítulo VII
En que el autor refiere una historia, que por sabida debia omitirla.

A Burgos, sin novedad que merezca referirse, llegó al cabo de muchos dias nuestro viajero, y su primer cuidado fué ir á visitar al augusto hijo de don Juan. Por Dios, que el que no estuviese enterado de todos los resortes de la política de aquellos tiempos, no dejaria de admirarse de ver á un rey encerrado en su gabinete, y conversando de mano á mano con un ermitaño que muchos calificarian de asqueroso! Semejante personage, dirian, mas es á propósito para trastornar la cabeza de un príncipe que se gobierne por sus consejos, que para ilustrarle; y si aquí ha venido sin ser llamado, débese de castigar severamente su osadía.

Decimos que esto podrian decir aquellos que supieron la entrada del ermitaño en el regio alcázar de Burgos, y que abrigasen prevenciones contra los que en aquella época profesaban la vida cenobítica; y ahora debemos añadir que la nueva de su arribo sino consternó, al menos puso en grave cuidado á muchos personages de la corte, que daban al diablo la torpeza de Villayzan en no haberle cortado la cabeza, cuando en Zamora el verdugo le aseguró que le habia encontrado muerto en su calabozo.

Nada de esto ignoraba el padre de Jimena, el cual, á pesar de ser tan anciano, tenia demasiado apego á la vida; y como no le faltaban motivos para temer á los mismos que en otra ocasion le tratáran con tanta dureza, es de suponer que aprovecharia la circunstancia de encontrarse en la presencia del rey para manifestarle sus temores.

Desgraciadamente el autor ignora las primeras palabras que con este objeto le dirigió, y solo puede transcribir las que encontró en los pergaminos de donde ha estractado esta historia. Decian, pues, aquellos antiguos manuscritos, que al tiempo que el anacoreta entregó al jóven príncipe una carta de don Juan Manrique, le dijo:

-Sí señor; esos hombres, que de suyo son tan turbulentos y ambiciosos, tratarán de vengarse en todos aquellos que se oponen á sus miras, ya que en vuestra alteza es el mayor de los crímenes el imaginarlo. Enriquecidos con sus dilapidaciones, deseando al mismo tiempo aumentar sus pingües rentas y temiendo perder lo que tan mal han adquirido, nada tendrá de estraño que conmigo aumenten el número de sus sacrilegios...

-Cómo! vos temeis? le preguntó don Enrique disponiéndose para leer la carta.

-Ah, señor! y por qué no?

-Es muy estraño!...

Si el asceta no temiese faltar al respeto que debia á la dignidad real, estamos seguros que hubiera, respondido que su temor era muy justo, porque él no tenia un ejército que le custodiase; mas como era entusiasta por aquella institucion salvadora, solo se limitó á decir:

-Cuando yo era jóven, señor, cuando vivia olvidado de mis deberes, no temia á la muerte, y despreciaba insensato todos los peligros; pero ahora que piso ya los umbrales de la eternidad, ahora que se aproxima el dia de la cuenta, me horroriza su memoria; y aunque por largos años traté de borrar en el yermo las faltas de mi juventud, cada vez es mas grande el horror que aquellas me inspiran.

-Me habeis entendido perfectamente, repuso el príncipe admirado de su penetracion, porque mi estrañeza procedia de los grandes encomios que de vuestro valor me hizo don Juan Manrique. Por él sé toda vuestra historia, y tan solo con haberme dicho que habíais formado parte de la ínclita milicia del Temple, formé un gran concepto de vuestro arrojo y serenidad; mas ahora ya veo que el temor que me manifestais tiene un orígen mas elevado que el de la vida.

-Esa es la verdad, señor; y vuestra alteza puede impedir que la pierda en Burgos.

-Indicadme vos un medio, y estad seguro que le seguiré.

-Pende tan solo de vuestro permiso para retirarme á la soledad.

-Veamos antes, respondió don Enrique abriendo el pergamino, lo que me dice el arzobispo de Santiago en esta carta.

Pasó el rey detenidamente su vista por ella, y despues que se hubo enterado de lo que contenia:

-No puede ser, dijo, al menos por ahora: don Juan Manrique me propone un plan atrevido, y en él me dice que para llevarle á cabo, me valga de vuestros consejos. Si temeis, quedaos en mi alcázar, que en él no se atreverán á incomodaros vuestros enemigos.

-Señor, que eso seria darles una voz de alerta!

-Pues entonces?...

-No queda otro medio, interrumpió el anciano á su rey, mas que me oculte por algunos dias en un pueblo de las inmediaciones de esta ciudad.

-En ese caso, me parece oportuno que os retireis á la Cartuja de Miraflores, adonde yo iré á consultar con vos lo que necesite.

-Y allí?...

-Allí, le replicó con su natural viveza el augusto hijo de don Juan, permanecereis confundido con los monges de aquella santa casa. Aguardad, voy á escribir al prior para que os admita, y no ponga reparo en daros el hábito, para que logremos mejor lo que pretendemos.

Retiróse el rey á un gabinete, y al poco tiempo salió con un papel en la mano, y entregándoselo á su consejero, que así le podemos ya llamar:

-Tomad, le dijo, y esta noche cuando nadie os vea salid de este alcázar, marchad al monasterio. No necesito advertiros que es necesaria la mayor prudencia.

-Y tambien la reserva.

-En aquella se comprende esta, repuso el rey con dignidad.

Entonces Juan Sago hizo una inclinacion á su augusto interlocutor, y se retiró para que en bien del reino que le estaba encomendado, emplease el resto del dia. Cuando llegó la noche, y cuando ya nadie transitaba por las calles de Burgos, salió de la regia morada, y se dirigió á la de los venerables solitarios de Miraflores.

Si en aquella época se conociesen relojes en la antigua capital de Castilla, podriamos decir cuánto tardó Juan Sago en andar la legua que echan desde la ciudad al monasterio; pero no habiendo llegado allí por entonces la invencion de Pacífico, obispo de Verona, tenemos que limitarnos á decir que ya iban los monges á levantarse para empezar el rezo que les prescribia su regla. Esto nos hace creer que el solitario empleó la mayor parte de la noche en andar una jornada que en otra época hubiera tomado por un paseo.

El prior de la Cartuja, á quien se presentó á su llegada el anciano consejero del rey, era un hombre tan reservado como prudente, y en cuanto vió la firma de este augusto señor, antes que de nada se apercibiesen los monges que moraban en aquella solitaria mansion, dispuso que el ermitaño vistiese el hábito de los hijos de San Bruno. De esta manera halló medio de ocultar la persona y mision del padre de Jimena, pasando este personage por un monge de la orden que, procedente de un monasterio de los mas distantes, se dirigia á fundar en Portugal.

A los pocos dias de haberse verificado en Miraflores esta transformacion, el jóven rey de Castilla salió acompañado de dos criados de los que mas confianza le inspiraban á cazar en los bosques de las inmediaciones de la ciudad de Burgos. Tan pobre acompañamiento para un príncipe, cuya brillante diadema era la misma que descansára sobre las regias sienes de los Recaredos, Alfonsos y Fernandos, podíase comparar al estado de abatimiento y postracion en que el reino se encontraba de resultas de las guerras anteriores, y sobre todo de la turbulenta minoría porque acababa de pasar. Don Enrique entretúvose una gran parte de aquel dia en el ejercicio que tan bien cuadra, por ser una imágen de la guerra, en las personas de su elevado nacimiento; y cuando ya cansado se vió en la necesidad de retirarse á su alcázar, pidió de comer, y aun se sorprendió de no encontrar la mesa dispuesta.

Era entonces despensero de S. A. el hijo mayor de Pero Lopez de Ayala, cuyo destino le habia confiado don Juan Manrique en el tiempo en que su influencia no conocia rival en el palacio de los reyes de Castilla; y si se atiende á los méritos del padre y á los servicios que el hijo, llevado tan solo de su acendrada lealtad hácia el trono, habia prestado en el reinado anterior, preciso es confesar que la eleccion del prelado compostelano, mas bien que de gracia, habia sido de justicia.

-Ferrando, le dijo el rey al entrar en los suntuosos salones de su alcázar, cómo te has descuidado tanto? La mesa no está cubierta, y la necesidad de comer es apremiante.

-Señor, respondió el fiel despensero, casi me ruborizo de tener que decir á V. A. que hoy no hay nada, absolutamente nada que comer en su palacio.

-Cómo así? preguntó admirado don Enrique.

-Por desgracia, señor, es demasiado cierto cuanto os digo.

-Pero yo no comprendo cómo esto puede ser.

-Muy fácil es, señor: vuestro tesoro está agotado enteramente; en él no se encuentra ni un miserable cornado, y lo que es mas, fáltanos...

-Qué nos falta? acaba, le interrumpió el príncipe al observar que no acababa de esplicarse.

-En mala hora me obliga V. A., respondió Ferrando, áque se lo diga, porque sé que sin querer voy á afligir su real ánimo.

-Hazlo cuanto antes; yo te lo mando repuso el rey con marcada resolucion.

-Lo que nos falta, señor, es el crédito, porque si lo tuviéramos ya os hubiéramos preparado la comida.

-Conque hasta ese hemos perdido? preguntó don Enrique con acento que denotaba su dolor.

-Señor, es lo cierto que ya en la ciudad no encontramos quien nos preste dinero ni vituallas. En vano prometemos pagar pronto, y á un interés escesivo; en vano tambien invocamos el augusto nombre de V. A., porque los judíos y mercaderes á quien recurrimos, crúzanse de brazos, y cierran los oidos á nuestras súplicas.

Don Enrique tenia un corazon no solo superior á su corta edad, sino también, puede decirse, al de los príncipes de su tiempo. Lejos de abatirse por lo que acababa de oir á su despensero, repuesto de la impresion que al principio le causára, le contestó con una sonrisa precursora de alguna determinacion ruidosa:

-Está bien, Ferrando; conozco que no es á tí á quien tengo que echar la culpa de las escaseces, mejor diré pobreza, que padezco; pero sin comer no podemos pasar. Si no hay conque hacerlo en este palacio, iremos á San Francisco, que al menos allí no nos negarán la sopa que con tanta liberalidad reparten los religiosos entre los pobres que concurren diariamente á las puertas del convento. Pero antes de dar este paso, que siempre debe ser el último en cualquier hombre, para cuanto mas en un rey, sobre mi gaban comprad una pierna de carnero, y con tres codornices que he cazado, aderezad la comida para todos. Así pasaremos hoy, y mañana... mañana Dios proveerá...

Ferrando hizo una inclinacion á su señor y desapareció; y cuando ya iba declinando el dia volvió á su presencia para anunciarle que ya estaba dispuesta la comida.

-Vamos allá, dijo don Enrique, comeremos y cenaremos al mismo tiempo.

Sentóse el rey á la mesa sin decir mas palabra: el despensero guardaba el mismo silencio que observaba en su amo; y es de suponer que el corazon de ambos estuviese cubierto de tristeza, aunque los pensamientos eran diferentes. Revolvia uno en su imaginacion los medios de evitar la repeticion de aquella escena tan nueva, mientras el otro se lamentaba de que hubiese sucedido.

-Señor, dijo al fin este, que ya se habrá conocido que era el hijo de Pero Lopez de Ayala, quién habia de decir que un rey tan poderoso como el de Castilla, habia de verse en la necesidad tan estrema de empeñar una parte de sus reales vestiduras para comer? Esto quiebra el alma si bien se considera, porque en esta vida los padecimientos siempre guardan proporcion con la clase de quien los padece. Vasallos tendrá V. A. que tambien para alimentarse empeñarán su ropa, pero estos que nacieron pobres, padecerán tanto como el que nació rico y opulento? Yo creo, señor, que no; y en prueba de que no me equivoco, apostaria á que los mismos mendigos que se mantienen con la sopa de San Francisco, estarán ahora disfrutando de una satisfaccion que en este momento está V. A. muy distante de conocer.

-Así es la verdad, Ferrando, respondió don Enrique interiormente conmovido; pero hay que conformarse con lo que Dios dispone.

-Sí, pero...

-Qué quieres decir?

-Muchas cosas si V. A. me lo permitiese.

-Habla.

-Pues entonces dado me será que como fiel vasallo y leal criado de V. A., le diga cosas que tal vez ignore. Una de ellas es que, mientras en este real alcázar se esperimentan tantas privaciones, en las casas de algunos grandes, que por desgracia no son pocos, todo abunda. Acaso lo que en ellas sobra y se desperdicia, bastaba para que todos los que tenemos la honra de ser sus criados, nos mantuviésemos con la decencia tan propia de los que sirven á los reyes; y la otra es que esta misma noche el arzobispo de Toledo da un convite en su posada al duque de Benavente, al conde de Trastamara, al de Medinaceli, á Juan de Velasco, á Alonso de Guzman, y á otros señores y ricos hombres.

- Sí; pero un convite, repuso el rey con artificio, no significa nada: otra cosa sería si mucho se repitiese.

-Pues ahí está el caso, respondió de pronto el dispensero, que no es solo de esta noche el banquete de que os hablo. Reprodúcense, ya en una casa, ya en otra, todos los dias; y como hoy toca el turno al de Toledo, allá van los demas á solazarse.

No es preciso describir el efecto que estas palabras causaron en el real ánimo de don Enrique; mas como trataba de tomar enmienda de aquel desorden, ocultó al mismo que se lo denunciaba su pensamiento. Á la verdad no esperaba Ferrando tanta reserva en un rey jóven y enfermo, porque para que con él se franquease, quitóse la capa, y en lugar de los pages, aunque esta no era su obligacion, le sirvió á la mesa. De esta manera lo habló sin testigos, creyendo que así obligaba al rey á que al menos le indicase lo que pensaba hacer. Pero conoció que se habia equivocado cuando el príncipe se contentó con preguntarle:

-Y estás cierto de que eso es tal como me lo refieres?

-Puedo asegurar á V. A. de que no he dicho mas que la verdad.

Siguiéronse algunos momentos de silencio, que interrumpió el rey para decir al hijo de Pero Lopez de Ayala que se retirase, pues tenia necesidad de dormir.

Si el augusto hijo de don Juan era reservado, tambien hay motivos para creer que era algo suspicaz, porque despues que se vió solo, disfrazóse completamente, y marchóse á la posada de don Pedro Tenorio para informarse por sí mismo de lo que acababa de denunciarle su despensero. Este no hay duda que era un medio que ofrecia alguna esposicion, pero tambien era el mas seguro para conocer la verdad, y evitar en lo sucesivo la repeticion de tales escándalos. Qué agenos estarian los convidados del arzobispo del ilustre testigo que sin ser visto de nadie iba á presenciar aquella noche los escesos de su gula! Á saber una determinacion que tanto honraba al que la habia tomado, por escaso que fuese el respeto que á tan elevados señores inspiraba entonces el trono, bien puede asegurarse que seria sobrado motivo para que cada uno de ellos empezase á temer por sí, y abandonase con precipitacion la corte.

Don Enrique conoció bien la importancia de este paso; sabia que si por alguno de aquellos opulentos señores llegaba á descubrirse, presto lo sabrian sus compañeros, y entonces los males que afligian á la mayor parte de España, aumentaríanse en grado sumo.

Semejante consideracion debió de atormentarle en todo el tiempo que tardaron en reunirse los amigos de don Pedro. Al fin viólos sentados á la mesa, y presenció los platos esquisitos con que se saciaban, así como los variados vinos que les servian en doradas copas. Oyó tambien de su misma boca el número considerable de riquezas que poseían. Cada cual trataba de aventajarse á su compañero en la numeracion de sus grandes heredamientos, pueblos y lugares. Quién habia que ponderaba sus muchos castillos; no faltaba tambien quien incluyese en sus riquezas á sus numerosos vasallos, y quien refiriese los sendos ducados que tiraba del erario real.

De suponer es que tales relaciones indignarian al jóven principe, que oculto las escuchaba, porque sin esperar á que concluyese aquella cena, que era un insulto á la pobreza que afligia al trono y al reino, se salió sin que ninguno de ellos lo notase. Desde entonces empezó á trabajar para abatir el orgullo de tan soberbios señores, y restítuir el debido esplendor á su regia diadema. Pero los medios que para conseguirlo empleó, los manifestaremos en el capítulo siguiente.

Capítulo VIII
En el cual se prosigue el mismo asunto.

Oscura, húmeda y fria estaba la noche en que pasaron todas estas cosas: por entre sus sombras, y acompañados de sus criados, que bien lo necesitaban, porque los manjares y el vino empezaban á causar sus efectos, dirigíanse los convidados á sus casas, al mismo tiempo que don Enrique, embozado en ancha y negra capa, emprendia el camino de la Cartuja. Solo, ó mejor dicho acompañado de su gran corazon, llegó al monasterio poco despues de media noche, y su primer cuidado fué llamar á la puerta, que encontró cerrada.

A la verdad este era un gran contratiempo, porque si habia de penetrar á una hora tan intempestiva en aquella solitaria mansion, necesariamente tenian que saberlo los que en ella vivian, y esto podia desbaratar sus planes. Mas si él pudiese hablar con el portero, el cual por razon de su oficio debia dormir cerca de la entrada principal del monasterio, tendria mucho adelantado para conseguir lo que pretendia. Empezó, pues, á llamar á la puerta esterior, primero con la mano, y despues, observando que nadie le respondia, con el puño de su espada.

El rey daba al diablo el sueño de los monges, y en su impaciencia maldecia su falta de prevision en no haber avisado á Juan Sago que aquella noche le esperase. Mas conociendo que con esto no adelantaba nada, decidió esperar á que se levantasen los moradores de la Cartuja. Al fin si no conseguia ver en aquella noche al ermitaño, no por esto se desgraciaria la empresa que atrevidamente pensaba llevar á cabo.

Formada esta resolucion, púsose á pasear por las inmediaciones del monasterio; pero el haber empezado á llover copiosamente, hízole bien pronto volver á su primer propósito de llamar con todas sus fuerzas á la puerta de la clausura.

Esta vez fué mas afortunado, porque habiendo encontrado la cuerda con que se pulsaba una campana colocada en la portería, se decidió, á pesar de su primer propósito, á hacer de ella el uso que todos hacian cuando á deshora llegaban á aquella santa casa. El sagrado metal resonó en toda la clausura, y á su eco asomóse por una ventana que caía encima de la puerta un monge, y preguntó:

-Quién llama?

-Abrid, no os detengais, porque me mojo, respondió don Enrique.

-Y quién sois vos? volvió á preguntar el cartujo.

-Un huérfano que busca el amparo de su tutor, respondió prontamente el rey como quien llevaba estudiada la respuesta.

-Mas vuestro tutor está aquí?

-Sí; decid al monge que hace pocos dias que llegó a este monasterio, respondió algo incomodado el príncipe, porque no le gustaban tantas preguntas, que desea hablarle un amigo suyo.

-Aguardad; voy á serviros, dijo el cenobita.

El tiempo que empleó el portero en bajar la escalera, fué el que tardó en abrirla puerta para que entrase el que á ella llamaba.

-Qué diablos de noche! esclamó este al entrar.

-Sí; está muy mala, contestó el cartujo al mismo tiempo que volvia á echar la llave.

-No os detengais en dar el recado que os encargué, dijo el príncipe, aunque mejor será que me conduzcais á su celda.

-Perdonad, amigo, repuso el asceta, que esto no puede ser hasta tanto que otra cosa no disponga nuestro prelado.

-En este caso...

-Sí; le interrumpió el portero, tendreis que presentaros al padre prior.

-Pues vamos al instante.

-Tampoco ahora os puedo complacer.

-Por qué? preguntó el rey lleno de impaciencia.

-Nuestros usos son muy distintos de los del mundo, respondió el cenobita admirado del tono imperioso del desconocido: observamos perpetuo silencio, que no quebrantamos sino con licencia de nuestro superior: yo, aunque hablo con vos por razon de mi destino, no puedo hacerlo con ninguno de mis hermanos; y como ahora vamos á cantar las divinas alabanzas, no podreis hablar al padre prior hasta tanto que salgamos del coro.

-Y vais á emplear en esto mucho tiempo?

-Hasta el amanecer.

-Yo no puedo esperar tanto.

-Es preciso, señor, repuso el portero cada vez mas admirado, porque tampoco nosotros podemos quebrantar lo que nos prescribe nuestra santa regla.

-Es muy urgente el negocio que aquí me conduce, replicó don Enrique reprimiéndose cuanto pudo: id por lo mismo, y decídelo así á su paternidad, asegurándole de paso que solo deseo su venia para ver á... ese padre que segun dicen va á fundar una casa de la orden en las inmediaciones de Ébora.

-Pues aguardad un momento, que voy á complaceros.

Marchóse el portero, y al poco tiempo volvió acompañado del prior, el cual, adelantándose á saludar al recien llegado, como conociese ser él el augusto rey de Castilla:

-Cómo, señor, le dice, en este trage, solo y á una hora tan intempestiva? Hermano Alberto, añadió, dirigiéndose al portero, reunid por medio de la campana á la comunidad. Pronto, al instante, que tenemos al rey entre nosotros.

Silencio! Interpuso el príncipe; nada de demostraciones y y que ningun monge sepa lo que aqui pasa.

-Señor... repuso con humildad el superior del monasterio.

-Sí, replicó interrumpiéndole don Enrique; vengo solo y con trage que no es el de mi dignidad, y esto debe bastaros para que conozcais los motivos que me obligan á no admitir ninguna clase de obsequio.

-Solo deseamos conocer vuestra voluntad los que aquí vivimos reunidos, dijo el prelado, para cumplirla: hable V. A., al instante lo obedeceremos.

-Juan Sago, repuso el rey en voz baja.

-Venid, señor, respondió el prior, que le entendió perfectamente, yo os acompañaré á su celda.

Hízolo así, quedando mientras tanto el hermano Alberto muy pesaroso de haber tratado, segun él creía, con tanta llaneza al distinguido huésped á quien abriera la puerta; y aun hay motivos para creer, que sino fuera por el temor de importunarle, le pediria, mediante la venia de su prelado, perdon de haberlo hecho.

Don Enrique manifestó al amigo del arzobispo de Santiago, y en presencia del prior, de cuyas luces quiso tambien valerse, lo que acababa de pasar en su palacio, y en la posada de don Pedro Tenorio. Los pareceres de sus dos consejeros fueron encontrados al principio; mas despues, habiendo el ermitaño propuesto un nuevo medio para llevar á cabo el pensamiento del rey, y habiéndolo aceptado este, mereció tambien la aprobacion de aquel.

Mientras esto pasaba reuniéronse los monges en el coro, y empezaron á cantar con gran uncion y reverencia las alabanzas divinas; y aprovechándose el ilustre hijo de don Juan de esta circunstancia, salió del monasterio para restituirse á su palacio, al cual llegó un poco antes de amanecer. Su primer cuidado en cuanto se vió en él, fué esparcir la voz por medio de sus criados, del mal estado de su salud; pues aunque jamás la habia disfrutado buena, añadió que se habia agravado esta vez, y que pensaba por lo mismo otorgar su testamento. Citó asímismo á los grandes para que al dia siguiente compareciesen en su alcázar, porque era justo, antes de dar un paso tan delicado, oir su parecer y consejos. No se olvidó tampoco de Ramiro de Sanabria, que seguia de alcaide del castillo; y despues de advertirle el papel que le tocaba representar, esperó tranquilo á que llegase el momento de la ejecucion de su gran proyecto.

Mientras tanto oprimíanse de dolor los corazones de los fieles vasallos de don Enrique, que eran todos aquellos que no pensaban medrar con las revueltas que podia traer consigo una variacion de reinado. No faltaba quien asegurase que el rey prometia vivir mucho mas tiempo; y si habia alguno que trataba de contradecirle con las malas nuevas que de su salud corrian, añadia al instante que aquellas eran inventadas por los que rodeaban al príncipe para mejor conseguir sus fines.

Como se deja conocer, los grandes que estaban citados nada de esto creían, y deseosos de tener una parte en la herencia desgraciada de don Enrique, estaban impacientes porque se otorgase su testamento.

Al fin, despues de una noche que á estos señores pareció interminable, llegó un dia alegre para ellos, aunque triste en demasía para los fieles habitantes de la real ciudad de Burgos. Era cosa de ver el contraste que formaba su gozo, aunque disimulado, con la tristeza de que estaban cubiertos todos los semblantes de los que de buena fé creían en la enfermedad del príncipe, y el aparato conque aquellos se dirigieron á la morada real.

A poco de estar reunidos en uno de los mas ricos y suntuosos salones del regio alcázar, presentóse el rey vestido acostumbraba á hacerlo en las grandes solemnidades; y despues de tomar asiento en el trono que le estaba preparado, con un aspecto que denotaba su indignacion, preguntó al arzobispo de Toledo:

-Cuántos reyes habeis conocido en Castilla?

-Señor, contestó el prelado intimidado con semejante pregunta, cuando yo nací reinaba el señor Alfonso el XI; luego le sucedió don Pedro, á quien apellidamos el Cruel; á este siguió don Enrique, justamente aclamado el de las Mercedes. y á quien tuve la honra de servir; un poco mas tarde subió al trono el bondadoso don Juan, cuya temprana muerte aun deploramos; y ahora vemos para nuestra felicidad, que reina V. A. De suerte, que entre todos estos augustos príncipes que yo he visto coronados, son cinco.

-Y vos, don Fadrique, preguntó al duque de Benavente, cuántos habeis conocido?

-Tres, respondió con menos respeto que el que debia: á don Enrique II, á don Juan I, y á V. A.

Despues que el rey hizo la misma pregunta á todos los que estaban presentes, dijo:

-Cómo puede ser esto? pues yo con ser tan jóven he conocido nada menos que veinte reyes...

Maravilláronse los grandes de oir estas palabras, que calificaron algunos de despropósitos, mientras otros creían que el que las decia estaba con la cabeza trastornada; mas el augusto hijo de don Juan, que adivinó sin duda sus pensamientos:

-Vosotros, dijo, sois los reyes que yo he conocido en grave daño del reino; vosotros los que reís y disfrutais cuando la mayor parte de mis buenos vasallos lloran y perecen, y los que con vuestro boato y esplendor eclipsais el brillo de este trono. Mas no creais que continúen vuestros escesos, no, porque determinado estoy de castigarlos como ellos merecen. Solos os encontrais en mi castillo; los que á él os acompañaron, han perdido la fuerza y la libertad para socorreros, y si quereis libraros del hacha del verdugo pronta á descargarse sobre vuestras culpables cabezas, restituid al punto cuanto habeis usurpado á mi tesoro.

Al acabar de decir el jóven soberano estas palabras, á una señal convenida presentóse Ramiro al frente de seiscientos soldados, que de secreto tenia prevenidos, y del verdugo con los instrumentos de las sangrientas ejecuciones. Su vista, y la indignacion del príncipe, turbaron á los grandes; y como entre ellos don Pedro Tenorio era el de mas autoridad y corazon, postróse en las gradas del trono, y en seguida dijo:

-Propio es de los reyes el perdonar las faltas de sus vasallos, porque así imitan mejor al que es Rey inmortal de los siglos. Por lo mismo, señor, atrévome en este dia á implorar el perdon para mí y para cuantos han entrado conmigo, en nombre de los cuales os prometo completa satisfaccion, por lo que os hayamos faltado en el tiempo que fuimos regentes de Castilla.

Estas palabras, con corta diferencia, repitieron los compañeros del arzobispo, y aunque el rey les prometió el perdon, no quiso soltarlos hasta tanto que no le entregaron todos los castillos que tenian á su cargo, y le devolvieron la considerable suma que resultaba como alcance contra ellos por lo que habian en otro tiempo cobrado de las rentas reales. Dos meses se gastaron en concluir y asentar todas estas cosas, y otros tantos permanecieron en el castillo, cuyo mando tenia el hijo de Men Rodriguez de Sanabria.

Así abatió don Enrique el orgullo de sus grandes, enseñando al gran Cisneros el modo de hacer de una grandeza turbulenta y ambiciosa, una de las mas robustas columnas del trono; así restituyó á los trabajados pueblos el reposo y confianza que necesitaban; así tambien aumentó prestigio y esplendor á su corona, y halló el secreto de enriquecer el erario, tan exhausto por las discordias anteriores, sin recurrir á las alcabalas, ordinario recurso para salir de apuros.

Capítulo IX
De lo que sucedió por este tiempo en el castillo de Lara de los Infantes.

Acaso no se acordará el lector de una deuda que contragimos tácitamente con él al final del capítulo quinto, y como somos amigos de cumplir todos nuestros compromisos, vamos á pagársela. Somos tambien historiadores, y por esto estamos en la obligacion de dar cuenta á nuestros lectores de las acciones mas principales de aquellos personages, que ó bien por su virtud, ó por su rango, sobresalen en esta verídica historia.

Los reyes de Lanzarote, á quien mandó don Enrique encerrar en el castillo de Lara de los Infantes, creemos asegurar que son de esta cuenta, porque prescindiendo de su nacimiento y riquezas, sus desgracias los hacen acreedores al corto obsequio que en referirlas les hacemos.

No se crea tampoco que esta es una pesada digresion: procuraremos ser breves, y así aparecerá como una fuente de cristalina agua, que el fatigado caminante encuentra al paso en una tarde de estío.

Mediante todas estas circunstancias, anudemos ya el hilo de la interrumpida relacion de aquellos regios isleños; y dando por supuesta su entrada en el castillo que antes hemos nombrado, dediquemos algunos momentos para referir los esfuerzos de un religioso á quien el rey de Castilla confiára el espinoso cargo de reducir aquellos infieles al gremio de la Santa Iglesia. El P. Ubaldo, monge de Santo Domingo de Silos, aunque ignoraba el idioma de los reyes prisioneros, en cuanto recibió la orden de don Enrique abandonó la clausura y se trasladó al lado de sus futuros neófitos.

En las primeras visitas que les hizo se convenció sino de lo imposible, al menos de lo dificil de su empresa. Los prisioneros estaban demasiado aferrados á sus bárbaras costumbres y falsa religion: despreciaban con horribles gestos, porque aun no se esplicaban en lengua castellana, la fé de Cristo; Y como con el trono y el estado que poseyeran habian perdido la libertad, estaban llenos de ira. En vano el virtuoso asceta trataba de calmar sus furores, porque ademas de no ser entendido, reputábanlo como un verdugo que sus enemigos habian puesto á su lado para atormentarles. Toda su dulzura que en efecto era muy grande, estrellábase contra la pertinacia de los cautivos, que le escupian y mofaban cuando se acercaba á hablarles del cielo. Momentos hubo que, al presenciar los circunstantes estos desacatos, quisieron vengarlos dando la muerte á aquellos infieles; pero el Padre Ubaldo, que se regocijaba de sufrirlos, se oponia á una determinacion tan contraria al espíritu de caridad, que tanto nos recomienda el divino Autor de nuestra religion. Otro en su caso tal vez hubiera retrocedido; mas como su esperanza y su fé nada tenian de terrenas, determinó insistir por todo el tiempo que Dios de vida le concediese.

En parte, tan laudables esfuerzos no quedaron sin recompensa: Tazlot, á fuerza de muchos meses, llegó á entender á su venerable catequista, y convencido de las eternas verdades de la religion cristiana, recibió el bautismo.

Esta nueva llegó bien pronto á noticia de don Enrique, y cuando con verdadero júbilo la celebraba, otra mucho mas interesante vino á henchir su corazon de alegría, llevando la esperanza al pecho de sus buenos vasallos. La reina doña Catalina, en el monasterio de San Francisco de la ciudad de Toro, dió á luz un infante, á quien el rey mandó poner el nombre de Juan en memoria de su ilustre abuelo. Entonces todas fueron fiestas y regocijos en los dos reinos de Leon y Castilla: en todas partes se daban incesantes gracias al cielo por la sucesion directa que concediera á don Enrique; y este príncipe, que trataba de mostrarse agradecido á tan gran merced, concedió su perdon á don Pedro de Castilla, nieto del desgraciado monarca que sucumbió en Montiel, y primo de la reina su esposa. No se limitó á solo esto su gratitud: despues de conceder innumerables gracias á sus pueblos, mandó poner en libertad al rey de Lanzarote, concediéndole una gruesa pension sobre las rentas de la corona. Mas como Tazlot al mudar de religion habia tambien variado de afectos, pidió no ser separado del P. Ubaldo, á quien ayudaba con sus persuasiones para que Taizlabe abandonase el culto de sus ídolos.

Por desgracia todos sus esfuerzos estrellábanse contra la tenacidad de la reina gentil, á quien no movian ni las razones del catequista, ni el ejemplo y las lágrimas de su marido.

Un dia en que el P. Ubaldo creía tener mucho adelantado en su conversion, porque ya habia bastantes que le escuchaba con menos repugnancia, entró en su gabinete para proseguir su tarea, y quedó desconcertado ante el espectáculo que se ofreció á su vista. La infiel Taizlabe estaba de rodillas ante un ídolo de horrible figura; y habiéndola preguntado el P. que á quién adoraba, respondió en muy mal castellano:

-Adoro á un Dios á quien el tuyo arrojó del cielo; pero andando el tiempo, el mio castigará al tuyo, desposeyéndole del reino que ahora ocupa.

Esta respuesta hizo conocer al catequista que los idólatras de Lanzarote tenian alguna idea, aunque confusa, de la rebeldía de Luzbel; y despues de afear á la reina con su acostumbrada dulzura un culto tan diabólico, comunicó al rey lo que acababa de pasar.

Tazlot se sorprendió con su relato, porque segun él decia, los castellanos que los habian aprisionado en la isla, no les dejaron traer á España sus ídolos, siendo en su presencia entregados al fuego todos los que pudieron haber á las manos. Quién, pues, habia entregado á su muger aquella deidad mentida?

Desde este momento el recien convertido perdió su tranquilidad, y sin tener de quien recelarse, empezó á ser devorado por la rabiosa pasion de los celos.

-Ah padre mio, dijo al poco tiempo de esta ocurrencia al ilustre cenobita, y qué triste es mi situacion!...

-Consolaos, hijo mio, le respondió el sacerdote; no os abandoneis al dolor por la pérdida de un reino que de todas maneras teníais que dejar con la vida. En vuestra mano está el alcanzar otro que jamás tenga fin.

-Me habeis entendido mal, interpuso el isleño con el mismo acento de tristeza: yo no me lamento por la pérdida de mi isla; antes al contrario, si he de deciros la verdad, jamás esperimenté los consuelos que desde que recibí el bautismo; pero de algunos dias á esta parte hay aquí una pena superior á cuantas me han afligido, porque...

-Dejadlo á Dios, hijo, le interrumpió el asceta; si ella se resiste á seguir vuestro ejemplo, será para que los milagros de la gracia sean mas portentosos. Nuestro buen Dios tiene en su mano los medios de convertir las piedras en verdaderos hijos de Abraham; por qué hemos de desconfiar que haga lo mismo con vuestra esposa?

-Ah, señor, esclamó Tazlot arrojándose en los brazos del sacerdote, ella me es infiel!...

Las lágrimas y sollozos que el dolor esprimia de su corazon le impidieron continuar, y despues que se hubo desahogado algun tanto:

-Acabo, dijo, de sorprenderla preparando un activo veneno de los que se usan en la isla, y este veneno no siendo para ella, solo para mí puede ser.

Sí; pero atended, le replicó el P. Ubaldo con ánimo de calmar su zozobra, aun cuando sea para vos, no teneis motivo para creer que ella os falte á la fé conyugal, segun vuestras leyes; porque estando tan ciega por sus ídolos, os odiará por haberlos abandonado. Esto siempre es un gran crímen, pero no de la calidad que vos creeis.

-Ojalá, padre mio, repuso el isleño, que yo me engañase!

-Pero teneis algun otro motivo para creer lo contrario?

-Mi corazon, respondió tristemente Tazlot, que me asegura que ella me es traidora.

-Puede engañaros.

-Y ese infernal ídolo ante quien vos la encontrásteis, quién se lo habrá dado mas que mi rival?

Paróse aquí su interlocutor sin saber qué contestarle por el pronto; mas despues le dijo:

-Debemos de creer que alguno de vuestros antiguos cortesanos, de los mismos que condujeron á España las naves de Castilla, halló medio de hacer ese obsequio á su reina; pero no pasemos de aquí... No obstante, yo os prometo redoblar mis esfuerzos para reducir á vuestra esposa al cristianismo, y mientras tanto recordad cuanto para conseguirlo os dije á vos tambien.

El catequista se dirigió al gabinete de la reina, á la cual encontró muy ocupada en la preparacion del mortal tósigo de que habia hablado Tazlot.

-Señora, qué haceis? la preguntó el P. Ubaldo.

-Una preparacion, respondió ella, para pintarme la cara á la usanza de mi tierra.

El monge afectó creerlo, y acercándose un poco mas se aprovechó de un pequeño descuido de Taizlabe, y arrojó por una ventana que estaba cerca el brebaje y las drogas conque lo habia confeccionado.

Al ejecutar esta accion, hija de su celo, observó que la ira de la muger era superior á toda ira; porque fué tan grande la que se apoderó de la infiel, que en poco estuvo en no precipitarse á los fosos que circuían el castillo. Los esfuerzos del asceta impidieron la perpetracion de este segundo crímen; pero no fueron capaces de impedir el que la reina meditase siempre en los medios de llevar á cabo el primero.

A los pocos dias de esta ocurrencia sobrevino una noche clara y apacible; y deseando el antiguo rey de Lanzarote suspirar á sus solas en medio del silencio que en todas partes produce la ausencia del sol, determinó de salir á pasear por la parte mas alta y descubierta de la fortaleza en que residia. Desde ella contemplaba esos admirables globos que con tanta magestad giran sobre nuestras cabezas; admirábale la claridad de la luna y su color plateado; veía con los ojos de la fé la mano omnipotente que dirigia tan admirable máquina; y cuando mas abstraido estaba en la contemplacion de los atributos del supremo Artífice, el ruido que causó una persona al abrir una celosía del castillo le hizo fijar en ella su atencion. Al pronto nada vió; mas un poco despues, como continuase registrando con la vista los alrededores de la fortaleza, descubrió á un hombre que, valiéndose de una escalera de cuero, entraba en la habitacion de Taizlabe.

Cuál haya sido la indignacion que en aquel momento se apoderó del isleño, no hay para que ponderarlo. Baste solo decir, que creyéndose herido en lo mas delicado de su honor, corrió precipitadamente á tomar por sí mismo enmienda de aquel crímen.

-Abre, esposa infiel, decia en su lengua golpeando la puerta del aposento de Taizlabe; abre, pérfida, que en esta noche van á concluir con tu vida todas tus desenvolturas.

Al acabar de decir estas palabras, aplica su oido á ver si alguna persona de las que suponia dentro venia á abrirle; mas como continuase reinando el mas profundo silencio, volvia á gritar para que le abriesen.

A sus voces habíanse despertado los que vivian en el alcázar: el mismo catequista acababa de llegar alarmado preguntándole la causa de su desasosiego; y en cuanto se la hubo indicado, suplicó á algunos soldados de los que se encontrahan de guarnicion en la fortaleza, y que tambien allí se presentáran llevados de la novedad, que descerrajasen la puerta, pues se resistia á todos los esfuerzos que Tazlot empleaba para conseguirlo.

Algunos guerreros trataron al punto de complacer al asceta; y aunque la puerta era muy robusta, cedió al cabo de algun tiempo, siendo el primero que penetró en la habitacion, el ofendido esposo de Taizlabe. Pero cuál sería su sorpresa, cuando buscándola no la encuentra, y llamándola no le responde? La furiosa pasion de los celos cede entonces por un momento á su ternura, y arrojándose en los brazos de su virtuoso amigo, de aquel que conocia todos los secretos de su corazon:

-Taizlabe ha huido, dijo, Taizlabe me ha abandonado en tierra estraña!...

-Templad vuestro dolor, le contestó el monge, porque vuestras penas os abrirán el camino del cielo. Si vuestra esposa os ha dejado por seguir alguno que la haya seducido, teneis de vuestra parte á Dios, y con Él nada debeis de temer aunque sea en los confines del mundo. El justo, el verdadero discípulo de Jesucristo, se conceptúa peregrino mientras dura su vida mortal; y tanto en el solio mas poderoso, como en la cabaña mas mísera, desterrado. Por lo mismo, señor, vos que ya os llamais católico, vos que ya creeis en las grandes verdades del cristianismo, adorad en todo los inescrutables designios de la Providencia, y esperad tranquilo en su misericordia.

-Taizlabe, Taizlabe! esclamaba no obstante el afligido príncipe estrechando en su seno las manos del catequista, Talzlabe ha consumado su traicion...

-Compadeceos de ella, y resignaos con vuestra suerte. La de esa desdichada es infinitamente peor que la vuestra.

-Morirá, padre mio?

-Dios se compadezca de su fragilidad y olvide sus liviandades...

-Es decir que Él me vengará? preguntó el estrangero como si la pasion de venganza hubiese vencido á la de ternura.

-No hay medio entre el arrepentimiento y el castigo. La misericordia de nuestro buen Dios es infinita, pero tambien su justicia ha de quedar satisfecha. Á nosotros, míseros mortales, no nos es lícito mas que suplicarle perdone á nuestros hermanos cuando siguen el camino de su eterna perdicion; mas desear su castigo, es incurrir en las iras del Eterno. Por lo mismo, Taizlabe, que faltando á sus deberes os ha abandonado en esta noche, solo debe de ocupar nuestra memoria para pedir al Señor que olvide sus faltas.

-Es posible? preguntó admirado el neófito á vista de los preceptos de una religion que destruía hasta el pensamiento de venganza que empezaba á renacer en él.

-Es necesario, repuso el P. Ubaldo con dignidad.

-No solo perdonarla, repuso el antiguo rey despues de algunos momentos de silencio, sino tambien rogar por ella, se me resiste.

-Y esto por qué? Porque no dais oidos sino á la ira que se ha aposentado en vuestro corazon.

Este diálogo fué interrumpido por el alcaide del castillo, el cual presentándose de repente:

-Acabo de enviar, dijo, algunos de mis soldados en persecucion de la fugitiva, y segun lo ágiles y conocedores que son del terreno, hado será que se nos escape.

-La alcanzarán? preguntó Tazlot desprendiéndose de los brazos de su amigo.

-Perdon desde ahora, respondió este, perdon para esa infeliz muger.

-Perdon! repuso el rey haciendo un esfuerzo para sofocar la ira que le dominaba.

-La perdonais de todas veras? preguntó el cenobita admirado de una resolucion tan generosa.

-Sí, para que Dios me perdone.

Enajenado de gozo el padre Ubaldo, abrazó estrechísimamente á su neófito, y empezó en seguida á ponderarle el mérito que acaba de contraer. Sus palabras dulces y persuasivas acabaron de estinguir el odio que se disputara el dominio de su alma, y un poco despues, condolido de la suerte que esperaba á la antigua reina de Lanzarote, derramó algunas lágrimas por ella.

Tan escelentes sentimientos edificaron al asceta; el cual, para disponer el corazon del regio neófito para recibir cualquier noticia aciaga, pasó á su lado el resto de la noche.

Capítulo X
De la triste nueva que comunicaron al régio prisionero de D. Enrique.

A pesar de las razones tan cristianas con que procuraba el padre Ubaldo consolar á su neófito, habia en el corazon de este príncipe desgraciado arraigada una cruel pena que se resistia á los consuelos de la religion y á los esfuerzos de la amistad. Tazlot amaba á Taizlabe ciegamente, y su infidelidad y su fuga eran para él un cruel é interminable suplicio. La noche en que la antigua reina de Lanzarote sin saber cómo y por dónde habia desaparecido, pasó para dar lugar á un dia, que aunque claro y sereno, fue para el ofendido esposo el mas triste de toda su vida. Poco despues que amaneció, cuando el sol bañaba ya las cúspides de los montes de la umbrosa, sierra de Búrgos, el infeliz isleño, que cada vez se encontraba mas afligido, recibió una noticia que acabó de atormentar su corazon. Los soldados que enviara el alcaide del castillo en persecucion de la fugitiva, acababan de regresar; y el que entre ellos llevaba la voz, habló asi en presencia del catequista y de su neófito.

-Debeis de alegraros porque Taizlabe ya está castigada....

-Cómo? qué decís? preguntó temblando el recien convertido.

-La verdad, respondió el guerrero, que debe de agradar á todo el que se huelga del castigo del culpable: oid...

-Qué es lo que vais á referir? volvió á preguntar estraordinariamente conmovido el antiguo rey.

-La muerte de Taizlabe.

-Pobre esposa mía! repuso entre lágrimas y sollozos el neófito; desventurada Taizlabe, que fuera de la patria y tal vez á manos de los mismos soldados que yo ví partir de este castillo, has perdido la vida, asi como por los esfuerzos de otros perdieras la libertad!...

-No digais eso, replicó el guerrero: nosotros no somos asesinos. Á vuestra esposa quitóle la vida Dios que quiso castigarla, y en nuestra mano no estuvo el impedirlo.

-Pues entonces? preguntó suspirando el recien convertido.

-Sino me hubierais interrumpido antes, respondió el soldado interrumpiéndole á su vez, ya os hubiera dicho cómo ocurrió la desgracia de que os lamentais tanto; porque á la verdad, con pocas palabras tengo bastante.

-A vos, señor, interpuso el padre Ubaldo dirigiéndose al isleño, os he recomendado esta noche la conformidad con los inescrutables designios de la Providencia, como si mi corazon me anunciase de antemano esta nueva terrible: ahora, que ha llegado el momento de que os mostreis superior á todas las penas, nuevamente os aconsejo que os resigneis con lo que Dios se ha servido disponer de la antigua reina de Lanzarote.

Tazlot lanzó un profundo suspiro; y fijando sus ojos en el cielo, esclamó con una conformidad que edificó á los circunstantes:

-Cúmplase tu voluntad!

Al verle el catequista tan bien dispuesto, dijo al guerrero que al parecer deseaba referir la muerte de la fujitiva:

-Podeis esplicaros cuando querais.

-Voy á hacerlo con brevedad, respondió; escuchadme: Cuando salimos de este alcázar observamos, favorecidos por la claridad de la luna un caballo, que lijeramente cruzaba los sembrados y malezas de estas inmediaciones. Al principio fuénos imposible distinguir quién era el caballero que en él iba montado; mas un poco despues que se iba ya cansando en su precipitada carrera, no una, sino dos personas divisamos sobre el fogoso bruto. Esto dió lugar para que cuantos me acompañaban imajinasen que robada se llevaban á la reina de Lanzarote; y esta creencia que tambien era la mia, hízonos acelerar nuestro paso. Desgraciadamente no pudimos dar alcance á los que al parecer de nosotros huian: la delantera que nos llevaban, unida á que todos nosotros íbamos á pie, fue causa de que llegásemos á perderlos de vista. Empero, como nuestro empeño era superior á cuantos obstáculos se nos oponian, seguimos una escabrosa senda en que estaban marcadas las herraduras del corcel que tanto de nosotros se alejaba. Sin saber qué direccion habiamos de tomar, llegamos á un páramo, y con la misma incertidumbre nos propusimos atravesarle, encontrándonos cerca del amanecer encima de unas montañas, por cuya falda corria el caudaloso Arlanza. Un sentimiento que no sé si le llame instintivo, nos hizo descender de la altura; y cuando llegamos cerca del rio, avistamos nuevamente á los que huian de nosotros. Esta vez fuimos mas felices que la primera, porque clara y distintamente conocimos á Taizlabe, que puesta á la grupa del caballo, huia abrazada á un caballero á quien no pudimos conocer. En vano para detener sus pasos empezamos á gritarles que nada temiesen de nosotros, porque Taizlabe y su amante, que creo no fuese otro el que la acompañaba, herian de mil maneras al bruto sobre que iban caballeros. Su ceguedad impulsólos á vadear el rio; y esta determinacion causó su muerte. El corcel llegó á perder tierra; las aguas cercáronle en breve espacio; y los amantes que ni el tino ni el otro sabían nadar, quedaron bien pronto sepultados en el seno del Arlanza.

-Santos cielos! esclamó el afligido Tazlot al escuchar estas últimas palabras: por qué me habeis reservado la vida si sobre mí habiais de descargar golpe tan terrible? No era bastante, Señor, haber perdido un trono, la patria y la libertad, sino tambien una esposa á quien tanto amé, y la que al parecer estaba destinada para compartir conmigo las amarguras del destierro? Desventurada Taizlabe! pobre esposa mia, y cuán pronto has desaparecido de mi lado!.. Yo te perdono tu crímen; porque mas desdichada en cometerle, has satisfecho cumplidamente en el mundo. Plegue á Dios que en el otro!...

-Adoremos los inescrutables designios de la Providencia, le dijo el catequista para templar su dolor; y acordaos de las palabras que no há mucho pronunciasteis. Cúmplase tu voluntad, digisteis hablando con Dios; y si ahora no os resignais, vuestra fe no es perfecta. Para cuándo reservais el espíritu de que debe de estar animado todo cristiano?

-Ah padre mio! respondió Tazlot, soy muy débil.

-El sentimiento, repuso el asceta, es muy propio de vuestro gran corazon; mas el rendirse á él, desdice de vuestra antigua dignidad. Por lo mismo, yo no me opongo á que lloreis la muerte y desvarios de vuestra esposa; pero reprenderé siempre esas infundadas quejas que dirigís al cielo.

-A él debo de pedir perdon, respondió el isleño.

-Sí; perdon, repuso el padre Ubaldo; porque el hombre ciego y miserable, insulta en su ignorancia las disposiciones del Altísimo. Es por ventura el mundo el término de nuestra peregrinacion? Si á él hemos venido desterrados, podemos quejarnos si las desgracias nos persiguen? Si la ventura y bienandanza nos cercasen, qué felicidad podiamos esperar en la otra vida?

Estas y otras parecidas palabras que dijo el asceta, y que nosotros omitimos en gracia de la brevedad, templaron el dolor del neófito. Ellas fueron como un bálsamo consolador derramado sobre su lacerado corazon. Tazlot supo entonces apreciar los consuelos de la religion; y si hubiera pertenecido á la escuela enciclopédica hubiera aprendido que su filosofia es demasiado árida para mitigar los rigores de un grande infortunio.

A pesar de todo, el padre Ubaldo dió las gracias al soldado que acababa de referir el triste fin de Taizlabe, por la prontitud con que salió en su busca, aunque no pudo estorbar que pereciese en las aguas del Arlanza.

Cuando en Valladolid supo D. Enrique este triste suceso, hizo saber al antiguo rey de Lanzarote la parte de sentimiento que le cabia en él; aumentó la pension que el isleño tiraba del erario real; y aun llegó á proponerle la soberanía de su isla con reversion á la corona de Castilla.

Empero Tazlot, que en la adversidad habia conocido lo deleznable de las grandezas humanas, solo se aprovechó de la libertad que le concedia el rey de Castilla para sepultarse en el monasterio de Santo Domingo de Silos. En este sagrado recinto enjugó sus lágrimas, y ofreció de continuo á sus piadosos moradores un ejemplo de verdadera abnegacion y penitencia. Fue uno de los muchos reyes que depusieron á los pies de San Benito la régia diadema, y que cambiaron los resplandores de la púrpura por las mortificaciones de la cogulla. En el trono llamóse Tazlot, con cuyo nombre le hemos conocido hasta aqui: hecho cristiano, recibió el de Jaime en honor del ínclito patron de las Españas; y en su profesion religiosa, la impusieron el de Rodulfo. Ayudado de las luces de su catequista, llegó á ser una de las principales lumbreras de la órden, á la cual ilustró con sus luminosos escritos, al mismo tiempo que con su austeridad edificó á todos sus hermanos.

Capítulo XI
En que se refiere el castigo del adúltero.

Ardiendo en deseos el ermitaño Juan Sago de restituirse á su amada soledad del Adaja, abandonó la cartuja de Miraflores despues que vió al rey don Enrique triunfante de todos aquellos que de alguna manera menoscababan su supremo poder. Dió antes parte de esta determinacion á su grande amigo el arzobispo de Santiago; escribió á Jimena despidiéndose de ella hasta la eternidad, pues segun él decia en la carta que con semejante intento la remitió, la muerte ya no podia tardar mucho en llamar á las puertas de su vida; y visitó en Valladolid de paso para su retiro, al jóven príncipe que se habia gobernado por sus consejos.

Grande fué la alegria que su llegada produjo en todos los pueblos situados á derecha é izquierda del Adaja, dentro del radio de algunas leguas. Los habitantes de Portillo, la Pedraja, Mojados, Olmedo, San Miguel, Valdestillas, Huecillo y otros que es dificil nombrar, corrieron á porfia á su celda para darle la bienvenida, y alcanzar por sus oraciones lo que cada uno de por sí necesitaba. La fama de sus virtudes, cual olor suavísimo que embalsama los campos, esparcíase por aquellos contornos, bendiciendo sus moradores á la Providencia por haber encontrado en Juan Sago un vecino que era para todos un padre y un consejero, al cual hacian, árbitro de todas las disensiones que entre ellos estallaban. Raro era el dia que no se veia llegar á su celda un padre para pedirle su consejo acerca del mejor modo de distribuir entre sus hijos su hacienda; muy contado el que no penetraba en su soledad algun joven que trataba de acertar con el estado mas conveniente á su disposicion y carácter; y demasiado frecuentes aquellos en que en su misma presencia dos antiguos litigantes se avenian, y quedaban mas satisfechos que si por los tribunales de aquella época alcanzasen lo que al principio disputaban. El antiguo Jaime Rodriguez de Acebedo, despues de haber sido el amigo y consejero de un prelado tan eminente como el arzobispo de Santiago, y el personage sabio, aunque humilde, que dictó al ilustre hijo de D. Juan una de las providencias que mas han inmortalizado su reinado, renunciando á todos los dones con que el rey quiso premiar su mérito, volvió á abrazar de nuevo la vida eremitica por ser mas útil á sus semejantes. Quién habia de decir que este hombre, al parecer grosero, habia de derramar desde un lugar áspero y sombrío, los beneficios de una ilustracion superior á la tan cacareada de nuestra época? Es cierto que en sus discursos, cuando trataba de acallar las injustas pretensiones del poderoso, asi como amparar al desvalido, no habia frases pomposas ni promesas que desmentia el tiempo; pero en cambio habia sobra de aquella elocuencia que se apoya en la verdad, y que es sin disputa la mas convincente. El ascendiente que tenia sobre los pueblos debíalo solo á sus virtudes, que en vano trataron sus enemigos de poner en duda. Su heroismo, su abnegacion y su penitencia, fueron tan grandes como los escesos de su juventud; y si alguna vez se vió perseguido, atribuyó á sus faltas los males que padecia, disculpando asi á los que los causaban.

De intento nos hemos detenido en bosquejar las admirables prendas que ennoblecian al eremita de quien nos ocupamos; porque aproximándose á su ocaso este sol del desierto, es muy justo que el lector conozca sus resplandores. Dirá alguno que estas líneas mas se parecen á un panegírico que á introduccion de capítulo; pero sobre ser esta obgecion tan inoportuna como injusta, nosotros elojiamos la virtud do quiera la encontramos. Si tenemos la desgracia de desagradar con semejante porte á alguno de nuestros lectores, cábenos la satisfaccion que agradaremos á los mas, y que no podrá argüírsenos de mala fe, y de que tratamos de propagar doctrinas pestilentes.

Mas dejando á un lado reparos que tal vez nadie nos hará, ocupémonos de los grandes acontecimientos que por entonces se verificaron en las orillas del Adaja. Ya hacía algunos meses que Juan Sago habia regresado á la solitaria mansion en que tan bien empleaba el tiempo, cuando en una calorosa tarde de estio llegó á su estancia un caballero anciano, por cuyo traje y acento se conocia que era portugués, aunque habia nacido en una de las provincias más antiguas de Castilla. Iba solo, y á pesar de sus muchos años, pues ya llegaba á los setenta, apeóse con prontitud de un corcel en que iba caballero, y él por sí mismo lo ató á un árbol que habia á la puerta de la ermita.

-Dios os guarde, dijo al ermitaño al entrar en su celda.

-El os conserve en su gracia, contestó el solitario.

-Supongo que no me conocereis, añadió el recien llegado fijando la vista en su interlocutor, y por esto será grande vuestra admiracion.

-Quien quiera que seais, repuso el asceta cerrando un poco sus párpados, aquí estoy para serviros: no todos los que me visitan me conocen.

-Bien lo creo, contestó con malignidad el caballero.

-Sentaos, dijo el eremita arrimando un taburete á su interlocutor.

-Sí, respondió este; porque tenemos mucho que hablar.

-Todo lo que gusteis, con tal que sea para gloria de Dios y aprovechamiento nuestro.

-He deseado hace muchos años, volvió á decir el desconocido fijando sus ojos en el asceta, haceros esta visita.

-Luego vos ya me conociais?

-Sí, un poco...

-Cómo!

-Paréceme que allá en mi juventud... pero no es este el caso...

-No os entiendo, repuso sencillamente el anacoreta.

-Es que todavia no me espliqué.

-Es verdad.

-La fama de vuestras virtudes...

-Oh! no hableis de eso! En mí no hay mas que defectos.

-Tal vez, dijo sin querer el caballero; y despues de un momento de silencio, como para reparar su falta de discrecion, añadió:

-Decia que de vuestras virtudes se habla mucho en esta tierra.

-Es un concepto equivocado el que de mi tienen las gentes de este siglo, respondió con humildad el asceta.

-Sea lo que quiera, vos pasais por un santo que pone en paz á las familias desavenidas, dá saludables consejos á toda persona que los necesita, y macera su carne inocente, como si fuese culpable.

-Por Dios os suplico, le contestó el anacoreta con la mayor humildad, que no me hableis mas de eso.

-Os desagrada, la conversación? yo creia que no podia haber otra mas sabrosa para vos! Qué seria si os refiriese, uno por uno todos vuestros vicios?

-Los sabeis vos? preguntó algun tanto alarmado el eremita.

-No; los ignoro, repuso el desconocido despues de bastante tiempo.

-Pues entonces?...

-Figúrome que cuando jóven no habreis sido tan penitente como ahora.

-Por desgracia! repuso Juan Sago suspirando.

-Por desgracia! contestó en el mismo tono el caballero.

-Dios que es rico en misericordias, replicó el asceta en diferente tono, me habrá perdonado.

-Dios perdona mas que los hombres...

-Porque su misericordia es infinita, asi como todos sus divinos atributos.

-Hablemos de otra cosa.

-Lo que vos gusteis.

-Si no me hubierais interrumpido, ya os hubiera dicho á qué venia.

-Perdonadme.

-No es tiempo ahora...

El ermitaño se estremeció al oir estas palabras; y conociéndolo su interlocutor, añadió prontamente:

-No solo en Castilla se habla de vos; tambien á los reinos estraños ha llegado noticia del género de vida que practicais encerrado en esta celdilla. Por allá se dice que arreglais todo lo que necesita reforma; sobre todo pondérase vuestra prudericia en los consejos, por los cuales se gobiernan personas muy encumbradas. Yo, aunque no lo soy, deseo complacer á un amigo el mas íntimo que tengo. No lo dudeis; le amo tanto como á mí mismo; y esto basta. Si él hubiera podido venir, tendriais la satisfaccion de conocer un caballero que en todo se me parece. Es imposible encontrar dos personas mas iguales; y de aqui proviene el grande afecto que lo profeso. Infeliz, cuántos trabajos ha padecido en el largo curso de su azarosa vida! Pero vamos al caso. Mi amigo desea acertar en todo; y como no puede dejar los muchos negocios que le rodean, me ha enviado á vos, para que como varon prudente le digais lo que debe hacer para no errar.

-Esplicaos, se atrevió á decir el ermitaño aprovechándose de una corta pausa de su interlocutor.

-Voy á hacerlo, refiriéndoos brevemente algunas vicisitudes por que ha pasado. Es un hombre, que aunque tan anciano como yo, conserva debajo de su piel arrugada todas las pasiones de su fogosa juventud. Cuando estaba en lo mas florido de su vida y le sonreia la fortuna, se enamoró de jóven que tuvo la desgracia de agradar á un perverso; el cual á despecho del pudor, de las leyes y de la felicidad de los contrayentes, siguió galanteando sin reserva á la que muy en breve pasó á ser muger de mi amigo. Semejante conducta necesariamente habia de acarrear la muerte, por indulgente que fuese el esposo ofendido, de la que le faltaba á la fé jurada. Empero, como aquel ansiaba aumentar los bienes que habia llevado al consorcio, pasó por largo tiempo desapercibida para él la desenvoltura de su joven esposa. El deseo de acrecentamiento de riquezas que le dominaba, le impulsó á arrojarse al mar dentro de una frágil nave, y participar de todos los azares de los portugueses, que por aquella época emprendian el descubrimiento y conquista de la India oriental. Su arriesgada espedicion, tuvo al cabo el éxito que se habia propuesto: aunque luchando con mil dificultades, y haciendo frente á otros tantos peligros, logró cargar su nave de las especerías, que por ser tan raras, son tan apreciadas en Europa. Viajero desventurado! Quién te dijera que al mismo tiempo que te encontrabas en una region remota siempre con la muerte á la vista, aquella muger perjura, con desprecio de las leyes mas santas, habia de continuar manteniendo un comercio demasiado reprensible con un jóven, cuya conducta abominaban todos los de su tiempo! Sin embargo, el navegante por ser escesivamente confiado nada recelaba, y aun despues de regresar á Europa, fue necesario que pasase mucho tiempo para que creyese en la infidelidad de la que amancillaba su honor. Mas cuando ya estuvo persuadido que era del número de esos maridos desgraciados, cuyas mugeres aman lo que mas debian aborrecer, determinó vengarse, aunque para conseguirlo tuviese que perpetrar un crímen espantoso que el que se proponía castigar. «Todo, se decia á sí mismo en aquellos momentos, en que algunos resíduos de su antiguo amor trataban de oponerse á la venganza que meditaba; todo, menos aparecer como un hombre que tolera las desenvolturas de su muger. Qué se dirá de mí si no castigo el adulterio que á mi propia vista está menoscabando mi honra? Puedo lisonjearme de que esa muger liviana algun dia se arrepienta, y llegue á amarme con el mismo esceso .que ahora me ofende y aborrece? Ah, vana esperanza! aun cuando esto pudiera realizarse, la felicidad ya no volveria á morar entre nosotros porque mi desconfianza lo estorbaria. Por lo mismo ya no me queda otro arbitrio que enarbolar el acero esterminador; y despues... abandonar para siempre un país al que ya no puedo pertenecer, y arrastrar entre los miserables sectarios de Mahoma una existencia desesperada.» Así se esplicaba mi desgraciado amigo en los terribles accesos de su furor; y lejos de estinguirse la pasion que le devoraba, como siempre tenia á la vista la incontinencia de su esposa, aumentábase como las aguas de un rio en dias de grande avenida. Al fin llegó una noche, si bien clara y apacible para otros, tempestuosa y cruel para los adúlteros: porque mi desgraciado amigo, despues de retar al que le usurpaba el cariño de su esposa, asesinó á esta en el mismo lecho conyugal, y arrojó á los pies de aquel una niña que era el fruto de sus culpables amores... Pasaré ahora en silencio las razones que el asesino de estas dos víctimas tuvo para no comparecer en el lugar del reto; solo puedo decir en su abono, que no fue la falta de valor ninguna de ellas, y que siempre le pesó el haber perdonado entonces á quien ningun derecho tenia á la vida. Mas lo que conviene que sepais, es que aquella misma noche desapareció de una ciudad en la que dejaba tan sangrientos recuerdos, y volvió nuevamente á emprender la navegacion de las Indias orientales, Vióse entonces errante, solo en el mundo, perseguido por la desgracia, sin paz en el alma, sin esperanza en el cielo, y sin porvenir en la tierra. Á cualquier parte que se dirigiese, allí le seguian los recuerdos de su desgracia; y si he de hablar con mas propiedad, la desgracia misma guiaba sus pasos. Su gran fortuna adquirida á costa de inmensos sacrificios, desapareció en pocos años; y el que antes tenia en la mayor abundancia las ricas producciones de la India, tuvo para mantenerse que ofrecer sus servicicios al emperador de los abisinios, y renegar de su patria y de su ley. Pero no se crea que por esto mejoró su miserable condicion: aquellos infieles tratáronlo con dureza, y lejos de inspirarles confiianza su apostasía, solo sirvió para que le reputasen como á un espía de sus enemigos. Afortunadamente, antes que pudiesen encruelecerse en él abandonó una tierra tan inhospitalaria; y despues de muchos trabajos que seria difícil enumerar, llegó á Goa, en donde no fue mejor tratado por los portugueses. En todo este tiempo, cuántas veces le pesó no haber inmolado al autor de sus desgracias, asi como sacrificara á su cómplice! Puedo aseguraros, que en su corazon no se albergaba mas que este pensamiento. «Mientras no sucumba mi enemigo, se decia á sí mismo en las regiones mas apartadas de la India, mi venganza no será completa.» Esta idea, siempre en él dominante, le hizo surcar los mares nuevamente, y presentarse en Europa. Ahora se encuentra muy cerca de vos, y como sabe que vive el que con el cariño de su esposa le arrebató su felicidad, os pregunta qué debe hacer de su antiguo enemigo, de quien con la mayor facilidad puede vengarse.

-Perdonarle, respondió el ermitaño temblando de pies á cabeza.

-Perdonarle decís, cuando ha llegado el momento supremo que él deseara toda la vida! Oh! para esto era mucho mejor no haberse espuesto á las contingencias de este último viaje; era preferible el haberse quedado en Goa á venir á Castilla; y era, para concluir pronto, mas conveniente no haber penetrado en vuestra celda...

-Perdon, D. Duarte, perdon! esclamó el solitario cayendo de rodillas á los pies del hombre temible que acababa del nombrar.

-Ah! Tambien ella imploraba mi perdon, repuso con calma infernal el recien llegado; tambien Jimena, aquella niña que yo arrojé á tus pies...

-Jimena vive, interrumpió el eremita sin dejar su humilde postura.

-Vive!... y en dónde? Decídidmelo cuanto antes para que el sacrificio sea completo.

-Perdon, D. Duarte, perdon! volvió á esclamar el anacoreta.

-Jimena, en dónde está? Decídmelo y...

-Un padre, repuso Juan Sago, preferirá la muerte y cuantos tormentos se conocen, á pronunciar una sola palabra que sea contraria á la vida de uno de sus hijos.

-Luego vos os negais á decírmelo?

-Perdon para ella y para mí!

-Ella aunque inocente, contestó el caballero con la misma calma, es indigna de v ivir, porque es hija tuya. Yo la buscaré así como os he buscado á vos, y su muerte completará el número de las víctimas que exije mi venganza.

-Es posible, repuso el asceta tendiendo los brazos como para detener el golpe que sobre él iba á descargarse, que su inocencia y el gran número de años que empleé para borrar las faltas de mi juventud, no encuentren piedad en vuestro corazon?

-Piedad, respondió friamente aquel hombre implacable, ved si la encontrais en Dios, que en el ofendido esposo de doña Sol, no encontrareis mas que la muerte.

-En él espero encontrar misericordia, dijo el ermitaño fijando sus ojos en el cielo.

-Sí, recurrid á él; porque el momento supremo por el cual yo he suspirado tanto, ha llegado ya.

-Misericordia, Dios mio! esclamó el antiguo templario al ver que su enemigo poniéndose en pie enarbolaba el brazo asesino.

-Venganza, respondió D. Duarte; y caiga tu sangre confundida con la de tu cómplice.

Y al mismo tiempo que estas palabras dijo, cual si fuese una hiena que se complace en aumentar el número de víctimas que su voracidad exige, sepultó en el pecho del solitario el mismo puñal con que habia asesinado á la desventurada doña Sol. Juan Sago no pudo resistir el segundo golpe, espirando al poco tiempo de haberle recibido, con la piedad y resignacion de un mártir.

Una alegria horrible, aunque momentánea, se apoderó entonces del asesino. Vió muerto á sus pies al que en lejanos dias le arrebatara el amor de su esposa; vio inanimados los restos de aquel hombre, si bien culpable en otra época, ahora digno por mil títulos de compasion y respeto; vió su sangre que á borbollones enrojecia aquel pavimento que él tantas veces regara con sus lágrimas; vió, en fin, aquella profunda herida, por la cual acababa de desprenderse su alma de la estrecha cárcel de su cuerpo; y como si todo esto fuese parte para henchir su corazon de ese gozo que solo se esperimenta cuando se practica alguna virtud, prorumpió con frenético entusiasmo:

-Al fin de mi vida, puesto que á mi venganza he sacrificado la de mi enemigo, puedo llamarme feliz. Doña Sol y el Infame que con ella me arrebató mi honor, ya no cesisten. Los dos han caido á los golpes de este formidable brazo, al cual ni los años ni las vicisitudes por que he pasado, han podido enervar. Mi corazon se dilata de una manera desconocida; siento en mi interior una alegria compensadora de las amarguras padecidas en el destierro; y si á él nuevamente me veo en la necesidad de recurrir, estas palabras, «D. Duarte ya está vengado» que incesantemente sonarán en mis oidos, endulzarán todas mis penas. Pero aun falta otra víctima que piden mis rencores... Aquella niña que yo despedacé en la Coruña, no era Jimena, segun poco há he oido á este hombre; y si vive, aunque sea inocente, por qué no ha de ser sacrificada? No es suficiente motivo su nacimiento? Si vino al mundo por la desenvoltura de su madre, no me sobra razon para privarla de la vida? Busquémosla, pues, sin omitir diligencia hasta averiguar el sitio en donde se halla; y despues de anunciarla el trájico fin de Jaime Rodriguez de Acebedo, sea ella la postrer víctima ocasionada por la seduccion de su padre.

Asi que acabó de pronunciar estas palabras ocultó el acero asesino, y saliéndose prontamente de la celda, volvió á montar en el mismo caballo que á la puerta dejara y desapareció en pocos momentos.

El piadoso autor que en la soledad de Sobrado se dedicó á escribir la historia, de donde nosotros hemos estractado la presente, al referir la muerte de su héroe, se esplica en frases tan sentidas como cristianas acerca de los efectos desgraciados del vicio. Sentimos no poder trasladar aqui todas las reflexiones sabias y oportunas que con este motivo hace en los pergaminos que por acaso vinieron á nuestras manos; ya, porque nos estenderiamos mas de lo que al principio nos propusimos, ya tambien, porque el castellano de que él se valió, que es el mismo de su época, apenas seria entendido de la mayor parte de nuestros lectores. Esto, no obstante, procuraremos poner en un lenguaje parecido al que ahora se usa, sus principales palabras, para que en esta verídica relacion nada falte que no esté conforme en alguna manera con su original. Hélas pues aqui.

«No quisiera haber referido la muerte,de este hombre á todas luces grande; porque habiéndome escandalizado sus principios, edificado sus medios, me ha horrorizado su fin. Si Juan Sago comenzó su juventud como un libertino, fué en la edad provecta por sus virtudes muy digno de veneracion; y esto bastaba para que se considerasen borradas sus iniquidades anteriores. Mas en vista de su muerte premeditada por el rencoroso D. Duarte, quién hay que no se estremezca si considera que tantos años de una vida austerísima han sido insuficientes para librarlo del terrible castigo que en esta ó en la otra vida, ó tal vez en ambas, se impone á los adúlteros? Yo creo que Juan Sago halló gracia en la presencia del Señor; creo tambien que mucho antes que penetrase el asesino en su mansion, ya le estaban perdonados los estravíos de su juventud; pero lo que veo por su imprevisto fin es, que aun tenia que pagar, cuando menos, una parte del reato de la culpa. Esto me hace entender la gravedad del pecado de adulterio, pues no solo doña Sol murió revolcándose en su propia sangre, sino tambien el cómplice de sus liviandades despues de largos años de lágrimas y penitencias. El pecado se cometió en una edad temprana, mas no por eso dejó de castigarse al adúltero en la ancianidad. Desventurado de aquel á quien Dios reserva el castigo para despues de la muerte!»

Seguiríamos con gusto en sus reflexiones á este piadoso historiador, si no tuviéramos antes de terminar este capítulo, que referir lo que aconteció inmediatamente que se perpetró el crímen de que hablamos mas arriba, en las riberas del Adaja. El yerto cadáver de Juan Sago fué descubierto á la caida de la tarde de aquel mismo dia por algunos labradores, que segun su costumbre, penetraron en su celda para recibir su bendicion, al restituirse despues de las faenas del campo, á sus casas. El dolor y consternacion que les causó el encontrar muerto al que reputaban por padre, no es fácil describirlo ahora; pues al estupor que al principio se apoderó de ellos, sucedieron bien pronto las lágrimas y el deseo de vengar al solitario.

Con este objeto salen los mas animosos del humilde retiro en que tantas veces encontraran consuelo en sus adversidades; y poco despues de derramarse por la campiña, divisaron á bastante distancia un caballero que montaba un soberbio alazán. La idea de que él podia ser el asesino, les hizo emprender su persecucion, y aunque con mucho trabajo lograron darle alcance, para empezar á maltratarle de mil maneras. El caballero se defendia con valor; pero al verle los aldeanos salpicado de sangre de una fiera que por acaso matara poco antes en el bosque, crecia en ellos la indignacion y aumentábase su empeño.

-Dejadme, canalla vil, gritaba el acometido, de lo contrario mi espada os hará entender quién es Nuño Martinez de Villayzan.

-Ah pérfido, respondieron algunos de los que le rodeaban, tu has sido el que ya en otra ocasion trató de quitarle la vida, y por nuestra desgracia lo has conseguido ahora!

-Date cuanto antes, decian otros, de lo contrario te despedazamos sin consideracion alguna.

-Pero quién sois vosotros, y qué quereis? preguntó el antiguo enemigo del solitario.

-Somos los hijos del padre á quien tú acabas de asesinar, respondieron los mas, y queremos vengar su muerte.

-Su muerte decís! Pues yo, á quién quité la vida?

-Con que negais que habeis asesinado á Juan Sago? replicó uno de los labradores.

-Juan Sago, repuso con acento que denotaba su sorpresa, maldito sea su nombre!

Semejante execracion acabó de indignar á los que le rodeaban; de los cuales, uno que tenia una gran piedra en la mano, se la tiró con tal vehemencia al pecho, que dió en tierra con el asendereado Villayzan. Entonces se apoderaron de él y no sin haberle antes llenado de palos y puntapiés, le condujeron atado al castillo del inmediato pueblo de Portillo.

Capítulo XII
De la muerte del rey don Enrique.

Los acontecimientos de la época á que se refiere la historia que escribimos, sucedíanse con estraordinaria precipitacion. Despues de las ocurrencias de Búrgos, Toro, Valladolid y orillas del Adaja, tuvo lugar la guerra contra los infieles que aun seguian dominando una buena parte de las provincias del mediodia; porque no contentos con negarse á pagar el tributo y párias, que segun tratados anteriores debian á don Enrique, apoderáronse á tuerto del castillo de Ayamonte, situado en la ribera del Guadiana, por la parte que desagua en el mar.

Semejante desafuero, obligó al jóven rey de Castilla á pensar seriamente en la guerra; mas antes de declarársela á quien de un modo tan brusco la provocaba, le envió sus embajadores ofreciéndole nuevamente la paz.

Orgulloso el moro con la moderacion de don Enrique, atribuyendo á temor é impotencia lo que en realidad no era mas que efecto de una política sabia y previsora, rompió con un grueso ejército por las tierras de Baeza asolando cuanto encontraba al paso, y cautivando á sus consternados habitantes.

Para atajar los progresos de la morisma, salióle á su encuentro Pedro Manrique, frontero en aquella parte, acompañado de don Diego de Benavides y Martin Sanchez de Rojas, con toda la fuerza que para aquel aprieto pudo apellidar. Al cabo de algunos dias alcanzólos cerca de la villa de Quesada, y con aquel denuedo que en todas ocasiones distinguió á los soldados de Castilla, arremetió en ellos sin reparar á su escesivo número. El combate prolongóse por todo aquel dia, sin que por ninguna de las partes se conociese ventaja, hasta que la noche vino á separar con sus sombras á los combatientes. Los castellanos encontrándose cercados, rompieron unidos por entre las huestes agarenas para mejorarse de lugar en un peñon, desde el cual pensaban al dia siguiente defenderse de sus encarnizados enemigos, que como antes hemos indicado, eran muy numerosos.

Esta batalla que llaman de los collejares, llegó bien pronto á conocimiento de don Enrique; el cual para reparar los daños que á sus vasallos causaran los sectarios de Mahoma, y con el objeto de estirpar esta raza impia, que desde los dias funestos de don Rodrigo ocupaba con suceso vario las mas hermosas provincias de nuestra España, de Madrid en donde se encontraba, pasó á Toledo, en cuya ciudad habia mandado reunir los procuradores de las córtes. Era su ánimo esponerles la necesidad de emprender una guerra de esterminio contra los hijos del desierto, sin descansar hasta plantar el estandarte de la Cruz sobre los muros de Granada; porque muy bien sabia, que con unos hombres que en nada tenian la fe de los tratados; no cabia amistad, sino una guerra á muerte.

De su parecer eran la mayor parte de los que se reunieron en aquellas córtes; y despues de examinado el caso con la madurez que requeria, acordaron ayudar al rey con un millon de oro, que atendidas las escaseces de aquellos tiempos, ó si se ha de hablar con mas propiedad, al valor escesivo de la moneda, era una suma enorme; y mas que se puso por condicion, que si esto no bastase para la empresa que meditaba el jóven soberano, sin necesidad de recurrir ni consultar á las córtes, pudiese el rey por sí mismo disponer.

Alegre don Enrique por este resultado, solo trataba del mejor modo de reunir un ejército numeroso para con él romper por las provincias del mediodia, y arrojar á sus infieles opresores á los cálidos arenales del África. Pensaba asoldar catorce mil hombres de á caballo, cincuenta mil peones, armar treinta galeras y cincuenta naves, aprestar y llevar seis tiros gruesos de artillería, que nuestros antiguos cronistas llaman lombardas, á lo que se cree de Lombardia, de donde se importaron, cien tiros menores, y los pertrechos que requeria este material.

Tal vez meditaba tambien la conquista de una gran parte del litoral africano; porque don Enrique, semejante á uno de sus mas esclarecidos progenitores; estaba convencido que la fiel Castilla, si algun dia habia de aparecer como potencia conquistadora, solo en el otro lado del estrecho podia perpetuar su dominacion.

Empero la muerte, cual si envidiase la felicidad de que muy pronto iba á gozar la herencia desgraciada que en Alcalá trasmitió el malogrado don Juan á su hijo, puso término á tan bellos pensamientos. El rey don Enrique, á quien desde la edad mas temprana acometieron las dolencias propias de la ancianidad, cuando de Madrid pasó á Toledo, habíanse ya manifestado en él funestos síntomas de su próximo fin. Su delicada complexion, apenas sostenida por la robustez de su grande espíritu, íbase aniquilando por instantes, al mismo tiempo que á la hermosura y brillantez de su rostro, sucedia la demacracion y palidez. Mas quién diria, que en un estado en que hasta los mismos héroes de la tierra se abaten, don Enrique, ese gran rey que para compararse con los mas celebrados de la antigüedad, solo necesitó salud y algunos años mas de vida, aun pensaba en la guerra, para con la paz que debia de ella resultar, hacer felices á sus vasallos? Ello es una verdad, que aun en sus últimos dias se lo oyó decir, que mas temia las maldiciones de su pueblo que las armas de sus enemigos; y que no estaria satisfecho hasta que hubiese conseguido que cada uno de sus súbditos sazonase los dias festivos con una gallina su puchero.

No obstante, el fin de este príncipe verdaderamente estraordinario, estaba demasiado próximo, y cuando así él lo conoció, despues de encargar á su hermano don Fernando la tutela de su hijo don Juan, y la gobernacion del reino durante su menor edad, solo pensó en las cosas del cielo. El augusto enfermo esperó el terrible momento con la tranquilidad de un justo y la resignacion de un mártir; hasta que por último, habiendo sonado su suprema hora en el reloj de la eternidad, aquella grande alma, tan ruinmente alojada por espacio de veinte y seis años en un cuerpo flaco y enfermo, voló á las mansiones eternales á recibir el premio de su justicia.

Apenas se esparció por la ciudad tan triste nueva, y cuando de ella se comunicó á todo el reino, el desconsuelo reemplazó á las fundadas esperanzas que el advenimiento al trono de un príncipe tan amado habia hecho concebir. Por todas partes no se oian mas que lamentos y desconsoladores ayes; por todas se maldecia á la parca fiera que en flor les arrebatara un rey digno por mil títulos de reinar por luengos años; y los pueblos, con ese instinto que jamás les engaña, auguraron para el reinado futuro males sin cuento.

-Hiciéronse los funerales de don Enrique con la pompa acostumbrada, y sobre su tumba derramáronse con profusion nuevas lágrimas, por todos aquellos que presentian el aluvion de males de que estaban amenazados. El suceso acreditó por desgracia sus tristes presentimientos.

Capítulo XIII
En que se habla de la resurreccion y muerte de una muger.

Tenemos que ocuparnos, aunque ya antes lo hicimos, del antiguo rey de Lanzarote. Acaso el lector creeria que por haberle dejado en el Monasterio de Santo Domingo de Silos, ya no volveríamos á presentársele; mas prescindiendo de que Tazlot es uno de los personajes cuyas desgracias de cuantas llevamos referidas en esta verídica historia, mas nos han interesado, lo que le aconteció algunos años despues que renunció á la soberania de su isla, nos mueve á decir cuatro palabras, que nunca podrán ofender su buena memoria, y sí completar de esta manera la relacion que de sus trabajos y virtudes hicimos.

Si las armas victoriosas de Castilla no hubiesen llevado los beneficios de la civilizacion á paises remotos y salvajes, aun se adoraria en ellos á esas falsas deidades, que exigian en holocausto de su mentida divinidad torrentes de sangre humana. Diga lo que quiera la maledicencia de los filósofos modernos; pondere cuanto le dé la gana la envidia de los estraños en su alianza con los discípulos de Voltaire los escesos ; que segun ellos, cometieron nuestros padres despues de la conquista; porque dejando á un lado sus exageraciones y calumnias, un mundo que derriba sus ídolos; que reduce á cenizas sus altares; que proscribe esas horribles hecatombes, en que millares de humanas víctimas se sacrificaban diariamente; que concede sus derechos al desvalido y le hace igual en alguna manera al poderoso; que eleva á la muger al rango de compañera del hombre, y que respeta y ama al niño, á ese ángel de la sociedad, antes tan espuesto á perecer; un mundo asi, repetimos, que sale del caos de su error, y se encuentra repentinamente bañado con los resplandores de aquella luz que desde el Gólgota inunda toda la tierra, es el mejor testimonio, la mas concluyente prueba y brillante apología de cuanto debe la civilizacion á nuestra España, á este pueblo glorioso tan vilmente calumniado por los estranjeros, como abandonado en su manía de estrangerizarlo todo por algunos de sus espúreos hijos.

Pero volvamos de esta digresion que arrancó á la pluma nuestro ardiente patriotismo; y despues de decir que Tazlot habiendo nacido salvaje, si á su isla no hubiesen aportado las naves de Castilla, hubiera permanecido en sus lamentables errores, pasemos á lo que en las primeras líneas de este capítulo prometimos.

Ya muerto el padre Ubaldo, despues de haber instruido suficientemente al régio neófito que le confiara el augusto hijo de D. Juan, fué contra lo que podia esperarse de un monje que llevaba pocos años egercitándose en la vida cenobítica, promovido á la dignidad abacial, el que en el trono se llamó Tazlot, y en el claustro, segun ya recordarán nuestros lectores, el padre Rodulfo. Á la verdad, habíanse sus virtudes adelantado en una conformidad á sus talentos, que para premiarlas de alguna manera, ó mas bien para que esta luz oculta debajo del celemin luciese sobre el candelero, los venerables solitarios de Silos, acordaron nombrarle su prelado.

Esto si se quiere, aunque aumentó los resplandores con que lucia por sus relevantes prendas desde la soledad del claustro, no importará mucho á la mayor parte de los que lo lean; pero lo que sigue, creemos que si.

Acababa el nuevo abad de salir una mañana del coro, en donde por largo tiempo habia estado orando, cuando se acercó á él un hombre del campo y le entregó un pergamino cuidadosamente cerrado en forma de carta. Abriólo sin detenerse, y leyó en buen romance de aquella época lo que sigue:

«Un ser espirante y desgraciado, que en el momento supremo de comparecer en la presencia de Dios reclama vuestros auxilios, os suplica que sigais sin demora al dador. Hacedlo así y nada temais, pues de lo contrario peligra la salud eterna de un alma, á quien Jesucristo redimió con su sangre preciosa.»

Algunos momentos tan solo se detuvo el P. Rodulfo en cuanto leyó lo que antecede, y esto fué para preguntar:

-Es larga la jornada que me espera?

-Mañana á estas horas, respondió el rústico, habremos llegado si ahora comenzamos el viaje.

-Está bien, ahora saldremos; pero decidme, quién es la persona que de tan lejos me envia á llamar?

-No puedo decíroslo, porque no lo sé.

-Pero vos sabeis que mañana llegaremos al sitio en donde se halla?

-Eso sí.

-Pues entonces?

-Allí la vereis...

-Eso no es lo que os pregunto.

-Es verdad.

-Pues respondedme.

-Ya lo hago.

-Sí; pero no es como yo quisiera.

-Basta que sea como quiere el que aqui me envió.

-Segun eso os ha encargado el silencio?

-El silencio no, pues ya veis que hablo tanto como vos.

-Será otra cosa, repuso el asceta sorprendido de la bellaquería del campesino.

-Claro es que sí, le interrumpió este.

-Quiero decir que tendreis órden de ocultarme el nombre y las circunstancias de esa persona.

-Mucho me buscais la lengua, y por Dios Santo que yo no he de faltar á lo que prometí.

-Ni permita Dios que yo sea parte para que falteis.

-Pues entonces seguidme y no temais á nadie.

-Ay hijo, yo á nadie temo mas que á mí mismo!

Efectivamente, el asceta desconoció el temor en aquella ocasion, pues aunque otro en su lugar se hubiera retraido de acompañarse de un hombre que á sus preguntas respondia de un modo tan brusco como vago, él despues de encomendar el cuidado de sus monjes á uno de los mas doctos y graves, montó en una mula, y llevando por espolista al mismo que le entregó la carta, salió del monasterio.

Si hemos de seguir la tradicion y atenernos á cuanto sobre el caso presente leimos, ni una sola palabra hablaron en todo aquel dia estos dos caminantes; solo que habiendo hecho noche en un pueblo cuyo nombre callan los cronistas de aquella época, llegaron ya bastante despues de amanecer á las orillas del Arlanza, guardando siempre el mismo silencio.

-Gracias á Dios que ya hemos llegado, dijo el rústico al cabo de mucho tiempo que llevaban caminando por las márgenes del rio.

-Y es aqui á donde me conducís? preguntó el abad sorprendido de verse en un paraje tan solitario.

-Sí; aqui es.

-Y para qué me habeis traido á esta soledad, si yo en ella no veo á esa persona que necesita de mis auxilios?

-No tardareis en prestárselos. Apeaos.

Hízolo asi con algun recelo el asceta; y en seguida ató su guia la mula á un arbusto, y le mandó que entrase en un barquichuelo que estaba amarrado en la orilla. Tan dócil esta vez el P. Rodulfo como la primera, se embarcó acompañado del espolista, el cual empezó á remar en direccion de un islote que se veía á alguna distancia en la parte mas ancha del rio.

Cuando á él llegaron, le dijo el barquero.

-Yo por mi parte ya he cumplido con lo que me han encargado; solo falta que ahora cumplais vos. En esta isla encontrareis á la persona que desea veros: saltad cuanto antes en tierra y nada temais; pues yo aqui os espero.

Encomendóse el monge á Dios de todo corazon porque algo mas que recelos reemplazaron entonces á su confianza, y se ocultó en un bosquecillo de sauces que encontró apenas pisó la isla, si este nombre merece una porcion de tierra cubierta de verdor todo el año, y rodeada por las cristalinas aguas del rio. Sorprendióle al principio no encontrar la persona que se le habia indicado, mas un poco despues ofrecióse á su vista una gruta que habia al pie de una roca; y no dudando que en ella estuviese el ser espirante de que le hablaban en la carta, á ella dirigió sus pasos sin detenerse un momento.

Cuando entró en aquella rústica mansion, el primer objeto con que tropezaron sus ojos, fué con una figura humana, que tendida sobre un miserable lecho y cubierta con un tosco sayal, se hallaba ya en la agonía. No muy lejos de sí tenia los instrumentos con que habia macerado su carne, y un poco mas á la derecha de su cama, un crucifijo y una calavera.

Todo esto hizo entender al abad que se encontraba en la presencia de algun penitente; y poseido de un respeto que rayaba en veneracion, se acercó al lecho en que gemia. Estúvolo contemplando un breve rato, y al reconocer en él á su esposa, esclamó lleno de admiracion y dolor:

-Dios mio! es esta Taizlabe?

-Antiguo rey de Lanzarote, responde con débil acento la moribunda; perdona á tu esposa sus infidelidades, entierra su cuerpo pecador, y restitúyete despues que lo hayas hecho á proseguir la obra que has comenzado.

Imposible seria describir los afectos que de ternura, admiracion y dolor, embargaron por largo tiempo el ánimo del asceta. Veia postrada en una cama á la compañera inseparable de todas sus vicitudes; contemplaba sumida en la miseria, á la que en otro tiempo rica y opulenta, servia de escabel el oro y la escarlata; admiraba á la que huyendo impelida de la borrascosa pasion de que se habia dejado dominar, habia llorado ahogada en aquel mismo rio; y no sabiendo en cuál de estas consideraciones habia de fijar la mente, abismábase en la contemplacion de los inescrutables designios de la Providencia. No obstante Tazlot cedió por un momento á los afectos de su antiguo amor, y arrojándose sollozando á los pies de la cama, regó con sus lágrimas una de las manos ya fria y descarnada de la moribunda.

-No me abandoneis, esposa mía, esclama en aquel supremo momento; ahora que partes á la mansion perdurable de los justos, no me dejes en el destierro.

Pero habiéndose recobrado el antiguo rey, y acordándose que por su posicion y carácter debia hacerse superior á las penas que le rodeaban, púsose prontamente en pie; y elevando sus ojos al cielo, estendió su brazo para absolver á la moribunda; la cual, como si estuviese esperando por esta postrera reconciliacion, espiró resignada y llena de esperanza en las misericordias divinas.

El cenobita quedó como estasiado en aquel instante: una santa tristeza le preocupaba; y antes de que se hubiese separado del inanimado cuerpo de Taizlabe, creyó oir una música toda divina y celestial, con que su dichosa alma era recibida en el empíreo.

Ya nada le restaba mas que dar cumplimiento al encargo de su esposa, y provisto de un azadon que providencialmente se ofreció á su vista, sepultó á la penitente junto á la roca que á la gruta servia de abrigo. Allí recitó por última vez las oraciones que en semejantes casos usa la Iglesia y llevándose consigo los instrumentos con que la antigua reina se habia mortificado, se dirigió al punto en donde le esperaba el barquero.

Este, que aunque rústico no carecía de sensibilidad, en cuanto observó las señales que de tristeza y dolor desgarraban el corazon del cenobita, no pudo menos de preguntarle:

-Con que ya ha muerto la santa que moraba en esta isla?

-Ha muerto, si, respondió tristemente el padre Rodulfo; y por mi desgracia no la he tratado en la época de su fervor; solo pude presenciar su fin, que ójala el mio se le parezca.

-La misma suerte deseo yo para mí.

-Es muy justo; pero decidme ¿cómo esta muger á la cual algunos han reputado por muerta en las aguas de este mismo rio, pudo sostenerse tanto tiempo en esa isla?

-Tengo órden de no hablar con vos sobre lo que pretendeis saber. En llegando á la orilla...

-En llegando á la orilla, qué? le preguntó el monge observando que no acababa de esplicarse.

-Ya llegamos, dijo por toda respuesta el barquero.

Ciertamente; al pronunciar estas últimas palabras, el barquichuelo tocaba en la arena.

Saltó entonces en ella el padre Rodulfo; y encontrando á su mula en el mismo sitio en que la habia dejado, se despidió del que le habia servido de guia y de barquero.

Al poco tiempo, y cuando ya iba caminando en direccion de su monasterio, salióle al encuentro un ermitaño tan venerable como requeria su clase; y acercándose con paso grave al monje caminante, pues este al verle habia contenido el de su mula, le entregó unos pergaminos, diciéndole al mismo tiempo que hacia una profunda reverencia, estas palabras:

-Ahí teneis lo que deseais.

El abad de Silos quiso hacer algunas preguntas al anacoreta; mas este que sin duda no estaba de humor para responder á ellas, se retiró al instante.

Capítulo XIV
De como castigaron al supuesto asesino del eremita.

Refiérese de Sisto V que deseoso de castigar los grandes crímenes que se perpetraban en sus estados, habia ordenado en cierto dia á las autoridades de Roma, que el primero que entrase en la ciudad al amanecer del siguiente, fuese inmediatamente decapitado.

Determinacion tan estraña, que los mas de los que á la sazon vivian en aquella nobilísima metrópoli calificaron de cruel, fué acatada con sumo respeto por todos aquellos que debían de darla cumplimiento; los cuales se apoderaron de un anciano, que cargado con un haz de leña, acababa de entrar á la fatal hora que el Papa habia designado, en la ciudad eterna. Roma consternada asistió cerca del medio dia á la ejecucion del que suponia inocente, y su asombro fué completo, cuando algunos momentos antes de que el reo dejase de existir, pronunció con voz clara y de todos entendida, estas palabras:

«No muero inocente, aunque no se me acumula ningun crímen. Pocas horas há que asesiné á una débil muger, cuyo cadáver dejé escondido entre una porcion de haces de leña, de donde tomé la carga que acuestas traia.»

Nosotros al referir este cuento, que por cierto no hemos visto en la historia del gran Papa, con cuyo nombre hemos encabezado este capítulo, solo nos hemos propuesto llamar la atencion de nuestros lectores sobre el siguiente suceso: Nuño Martinez de Villayzan, quejábase de su desventura encerrado en uno de los mas lóbregos y hediondos calabozos del castillo de Portillo. Cuando le aprisionaran los labradores de los pueblos que baña el Adaja, habíalos oido decir que él era el asesino que acababa de privarlos del ermitaño á quien tanto debian; mas como estaba inocente, á pesar que por otros escesos su conciencia no estaba tranquila, esperaba recuperar su libertad. Empero, de este sueño dorado, que es el que de ordinario dulcifica las penas de los que por cualquier concepto gimen aherrojados en una prision, vino bien pronto á sacarle el verdugo, que acompañado de un notario y de dos ó tres oficiales, se presentó en su calabozo, para arrancarle por la fuerza del tormento, el secreto, que segun decian sus acusadores, se obstinaba en ocultar.

Sucedióle en esta ocasion al antiguo alcaide de Zamora, lo que al ilustre consejero de D. Juan Manrique: porque cuanto mas el notario se esforzaba en que confesase el crímen que le imputaban, mas empeño ponia él en negarlo; y cuando fué colocado en el potro, despues de resistir á la primera y segunda prueba, rindióse al tormento, y confesó aquello mismo que pretendian sus enemigos.

Valióle al acusado su confesion el ser trasladado á los pocos dias á Valladolid, en donde fué condenado á la última pena por los severísimos jueces, que entonces administraban justicia en aquella ciudad; y mientras el reo lloraba en la cárcel su desventura, levantábase en el Campillo un cadalso, sobre el cual habia á las pocas horas de rodar su ensangrentada cabeza. Nuestros lectores nos permitirán que sobre él digamos cuatro palabras. Era un tablado bastante espacioso, al que se subia por una escalera de unas catorce gradas. Desde la parte mas alta del patíbulo, y dejando tan solo la escalera descubierta, pendian unas grandes cortinas, que ocultaban los maderos que sostenian tan funesto aparato; y un poco hácia la derecha, veíase un tajo, con otros instrumentos no menos aterradores, que eran contemplados de diversas maneras, segun el temple de cada uno, por una gran multitud de curiosos, que atraidos de la novedad, habian concurrido de varios pueblos de las cercanías.

Ínterin esto pasaba en un paraje tan público de la ciudad, la escena que se representaba en el calabozo de Nuño Martinez de Villayzan, era muy distinta. Este desgraciado que habia confiado demasiado en su inocencia, en la rectitud de los jueces, y en el poder del duque de Benavente, cayó en cuanto tuvo noticia de su desgracia, en una especie de abatimiento que inspiraba compasion aun á los mas desapiadados. Mas despues, como si quisiera desquitarse del tiempo en que silencioso contemplara el triste fin que le esperaba, prorumpió en horribles blasfemias, que escandalizaban á los mas acostumbrados á oirlas. El carcelero, que á pesar de su oficio era de los que mas se compadecian de su triste suerte, no cesaba en todo este tiempo de aconsejarle que mirase por su alma; pues el momento de comparecer en la presencia de Dios se aproximaba de una manera, que antes que los vecinos de Valladolid se sentasen á la mesa para comer al medio dia, ya él habria partido de este mundo.

Todas estas reflexiones que á su manera le hacia el alcaide de la cárcel, no producian otro resultado que el de aumentar su odio contra la divinidad, á quien atribuia todas sus desgracias; mas el carcelero que se lamentaba de las aberraciones de su corazon, concibió en aquel acto un proyecto para salvar el alma de aquel degraciado. Voló á uno de los conventos de la ciudad, y se dirigió á un religioso que sobresalia entre sus hermanos por su vida austera y penitente, y le rogó que le acompañase á la prision para vencer la obstinacion del reo.

-Yo estoy pronto á seguiros, le dijo el religioso despues de haberle oido; pero sabeis si me permitirán consolar á ese desventurado en cuyo favor me hablais?

-Padre, venga vuestra paternidad, respondió el alcaide con entera confianza, que eso corre de mi cuenta.

-Es que no seria la primera vez, que tratando de consolar á algunos que se encontraban en igual caso, no me fué posible el conseguirlo.

-Eso seria, padre, porque los de mi oficio suelen tener las entrañas muy duras.

-Sea por lo que quiera, entonces me sucedió lo contrario de lo que pretendia, y aun tenia derecho á esperar.

-Todo eso es muy cierto, porque una de las circunstancias que hacen, á mi modo de ver, defectuosa en alguna manera nuestra legislacion, es el no administrar á los reos los consuelos de la religion que profesamos.

-No hablemos mal de las leyes: acatémoslas, y esperemos en que lo que ahora se practica con algunos, sea mandado que se haga con todos los que lo necesiten.

En cuanto el padre impuso silencio de este modo á su interlocutor, fué á pedir la vénia del prelado de la casa; y obtenida, salió con uno de sus hermanos, que debia ayudarle en su penoso ministerio, en direccion de la cárcel.

Cuando á ella llegó, ya el reo no estaba tan furioso; y contra lo que todos esperaban, prestó oidos á las exortaciones del auxiliante, que se aprovechó de esta circunstancia para absolverle y para derramar sobre su aflijido corazon todos los consuelos en que tanto abunda la augusta religion de Jesucristo, pues el momento para conducir al patíbulo al desgraciado Villayzan, era llegado.

La fatal comitiva, compuesta de algunos agentes del tribunal que habia sentenciado al reo, de algunos soldados que con sus lanzas le custodiaban, y de los dos religiosos de quienes hemos hablado, púsose en marcha con el mayor silencio y compostura. Villayzan, solo atendia á las exortaciones de sus auxiliantes, y repetia con voz clara é inteligible las jaculatorias, que para que Dios perdonase á su alma, le dirijian sus ministros.

En esto llegaron al Campillo: la vista del cadalso que en él se levantaba, consternó por algun tiempo al antiguo alcaide de Zamora: pero un poco despues, conociendo que era necesario revestirse de aquel valor de que en otras ocasiones habia dado tantas pruebas, subió con paso firme la fatal escalera que le conducia á la muerte.

En todo este tiempo los santos religiosos que le acompañaban, no cesaban de hablarle del cielo como de su último fin; mas Villayzan, que aun no habia cumplido suficientemente su mision, pidió permiso para dirigirse por breves instantes á la multitud.

«Muero inocente, dijo habiendo conseguido lo que pretendia, por el gran crímen que se me imputa. No asesiné como aseguran mis enemigos al ermitaño Juan Sago, aunque en otra época muy distinta, le traté con suma dureza, y practiqué con él lo mismo que acaban de ejecutar conmigo... Ah! Quién no vé en todo esto el dedo de Dios? El ermitaño fué por mi arrancado de la soledad en que moraba, y tambien yo fuí asaltado en un camino y maltratado en el acto como un malhechor. El fué encerrado por mí en un calabozo, y yo tambien lo he sido en una prision hedionda. El fué colocado en un potro en donde sus labios pronunciaron faltas que jamás habia pensado cometer, y yo lo he sido en un tormento, en donde dije palabras enteramente contrarias á la verdad. Solo falta para que el parangon sea completo, que el verdugo que yo envié á su calabozo, le hubiese cortado la cabeza; mas como esto no dejó de ejecutarse por falta de diligencia, recibo la muerte como un castigo de mis culpables acciones y deseos. Por lo tanto os ruego que despues de pedir á Dios que me perdone, tengais entendido que, en el crímen que poco há se perpetró á orillas del Adaja, no me ha cabido la menor parte.»

Dicho esto, fué asido por el verdugo, á quien no gustaban tantas esplicaciones, y le empezó á atar las manos. Vuélvese mientras tanto Villayzan á un Crucifijo, que ostentaba á la izquierda del tablado uno de los religiosos, y le dirigió una corta, pero ferviente oracion.

Antes de concluirla fué conducido por el terrible ejecutor al sitio donde debia exhalar su postrer suspiro; y arrodillándose entonces, quedó de un solo golpe que sobre él descargara el verdugo, separada su cabeza del tronco.

Los que presentes estaban, al contemplar aquel sangriento espectáculo, se compadecieron de las desgracias del alcaide, y fieles al encargo que de él habian recibido, pidieron á Dios sobre aquel mismo campo que le perdonase, y un poco despues acompañaron sus mortales restos á la última mansion.

Tal fué el fin del antiguo alcaide de Zamora: si debido á los servicios, que en perjuicio de los intereses del rey don Enrique prestara al duque de Benavente, ó al trato cruel que diera al ermitaño Juan Sago, no es nuestro ánimo el averiguarlo. Á nosotros nos basta saber que todo crímen debe castigarse; y que no habiéndose hecho digno el consejero de don Juan Manrique de la muerte que quisieron darle en el calabozo en que de órden de Villayzan estuvo encerrado, la Providencia que algunas veces se anticipa en sus castigos, quiso valerse de la equivocacion de los rústicos que aprisionaron al desventurado alcaide, para castigar el mal trato que recibiera de él en otra época. Por esto al empezar este capítulo nos hemos acordado del anciano que bajo el pontificado de Sisto V, recibió la muerte de manos de los mismos que ignoraban el crímen que acababa de cometer; y aunque hay alguna diferencia entro aquel reo y el nuestro, no hemos vacilado en comparar el uno con el otro.

Capítulo XV
En el cual se da cuenta del contenido de ciertos pergaminos.

Al regresar Tazlot al monasterio de donde era abad, una de sus primeras diligencias fué desdoblar los pergaminos que le habia entregado aquel ermitaño, que le salió al encuentro un poco despues de haber sepultado á la antigua reina de Lanzarote, y empezar á leerlos. Era su curiosidad tan grande, que no se cuidó de noticiar á sus monjes su arribo, aunque es de suponer, que alguno de los que lo vieron llegar, lo noticiaria á sus hermanos; porque la lectura á que se habia entregado con tanta avidez, fué muchas veces interrumpida por los monjes, que, uno tras otro se trasladaron á su modesta celda para ofrecerle sus respetos. Al fin pudo enterarse del contenido de los pergaminos, y entre suspiros y lágrimas que bañaban su venerable rostro, convocó nuevamente á los santos solitarios de que era prelado, y les dijo con ahogada voz:

-Dios se ha servido derramar sobre mi corazon sus consuelos, cuando menos lo esperaba. Gemia, inconsolable, la perdicion eterna de una muger, cayas desgracias en gran parte eran las mias; porque habiéndola visto conmigo en un trono acatado por un gran número de vasallos, las armas poderosas de los que aportaron á nuestro reino desconocido, precipitáronnos á entrambos de él, y nos condujeron prisioneros á una nacion estraña. No lloro por haber perdido cuanto poseia: en la adversidad aprendí á conocer que nada hay en la tierra que no esté sujeto á estos vaivenes de la fortuna; y si necesitase ejemplos que me enseñasen á despreciar los bienes con que el mundo halaga á los que lo aman, en este monasterio encontraria cuanto en esta parte necesitase. El llanto, pues, que fluye de mis ojos, es por un objeto mas noble y mas digno de mi amor. Taizlabe, aquella muger infiel que por tanto tiempo se resistió á recibir el bautismo, aquella desgraciada que, llena de odio á la santa doctrina del Evangelio, insultó en su furor al padre Ubaldo, y huyó de nuestra presencia, haciéndonos verter lágrimas por los escesos á que nuevamente se entregaba, aquella muger, digo, se ha salvado. Sí; por qué no hemos de creer que halló gracia en la presencia de Dios la que arrepentida maceró su carne culpable, y lloró dia y noche sus estravíos? Yo al menos, venerables padres, asi lo creo; y me persuado que vuestras paternidades serán de mi mismo dictámen, cuando conozcan la historia de la conversion de Taizlabe. Voy por lo mismo á leersela para que me ayuden á bendecir á Dios, de quien depende todo bien.

Habiendo el abad escitado de esta manera la curiosidad de sus monjes, despues de enjugarse los ojos y toser, empezó de nuevo la lectura de los pergaminos, cuyo traslado es el siguiente:

«La antigua reina de Lanzarote tuvo la desgracia de agradar á un jóven llamado Acorda, que formaba parte de la espedicion que llegó á la isla para conquistarla; y lo que es peor, la de admitir los galanteos de aquel seductor vizcaino. Como Tazlot en su destierro estaba muy ageno de pensar en las infidelidades de su esposa, pudo esta por largo tiempo admitir en el castillo de Lara de los Infantes, en donde se aposentaba, al atrevido jóven, que arrastrado por su incontinencia, no respetaba ni la dignidad, ni las desgracias del príncipe estranjero. Taizlabe por su parte, abrasándose en el amor impuro que devoraba su corazon, trató do envenenar á su marido; y no pudiendo consumar este crímen, accedió á los deseos de su amante, que eran los de huir á lejanas tierras para gozar con mas libertad de los ilícitos placeres, á que, en ofensa del pudor y de las leyes mas sagradas, se habian entregado. Pero al dia siguiente de haberse fugado del castillo, temerosos de caer en poder de algunos soldados que salieron en su persecucion, se arrojaron al Arlanza por donde mas caudaloso corria, encontrando apenas entraron este rio, el uno el castigo de su culpa, y el otro las misericordias de Dios. El seductor fué envuelto por las aguas y precipitado en su seno; mientras Taizlabe, habiéndose agarrado á un tronco que era llevado por la corriente, pudo llegar á una isla que habia á bastante distancia del sitio en que acababa de un modo tan impensado, de encontrar la muerte su desventurado amante. La antigua reina de Lanzarote, en cuanto vió asegurada su vida del eminente riesgo por que acababa de pasar, postróse en tierra y rindió gracias al Dios de los cristianos; y agradecida al gran beneficio que de él habia recibido, deseó de todas veras ingresar en el gremio de la santa Iglesia. Esta mutacion repentina puede atribuirse á un milagro que obró en su alma el Omnipotente, pues Taizlabe habia de todas veras odiado el Evangelio, porque se oponia á los placeres y relaciones que mantenia con Acorda. Aun no habia concluido la oracion que dirigiera llena de gratitud al Altísimo, cuando su admiracion de encontrarse en la isla, se aumentó al ver junto á sí á un solitario de presencia venerable.

-Tened piedad de mí, le dijo entonces la isleña; soy una estranjera que deseo ser cristiana.

-Y cómo habeis podido llegar, le preguntó el solitario, á esta soledad en que moro? Sois por ventura alguna desdichada que viene á guarecerse aqui de los vicios que dominan en el mundo, ó sois el maligno espíritu que viene á disuadirme de la vida penitente en que me ejercito por mas de treinta años?

-Ah padre mio, contestó derramando lágrimas la estranjera, tened piedad de mi! Yo no vengo á disuadiros. Dios me conduce aqui para que imite vuestro ejemplo entregándome á la penitencia. Querreis privarme de este consuelo?

-No lo permita Dios; pero aquí á vuestro lado, no puedo permanecer... Es de tan cortos límites la isla, está tan vigilante el enemigo comun de nuestras almas, que no podria permanecer mucho tiempo á vuestro lado, sin esponerme á caer en la tentacion.

-Con que es preciso que yo abandone esta mansion retirada?

-Si no lo haceis vos, lo haré yo.

-Dios de los cristianos, esclamó la antigua reina con dolor, tened piedad de mi, ya que los hombres á quienes recurro me tratan con esta dureza.

Entonces el solitario, iluminado por una luz superior, pronunció estas palabras que llevaron la alegria al corazon de la estranjera:

-Yo no os trato con dureza; si deseais ser cristiana, yo os bautizaré; y si quereis entregaros á la vida penitente, apartada del bullicio del mundo, en mi celda podreis encerraros, mientras yo iré á habitar en otra que hay en aquel espeso bosque que se descubre de la otra parte del rio. Aqui vendrá á traeros una vez á la semana el alimento que necesiteis para vivir, un pobro barquero, que aunque rústico, es hombre de rectas intenciones: y los auxilios que como cristiana necesite vuestra alma, vendré yo todos los años por la pascua á administrároslos.

No es posible esplicar el gozo de que se inundó el alma de la antigua reina al oir al único habitante de aquella isla estas palabras. Bendijo á Dios, y dió gracias al ministro que tan impensadamente la deparara; y habiendo á este referido su historia, recibió aquel mismo dia el sagrado bautismo con el nombre de María de las Aguas, aludiendo á las del rio de que ilesa acababa de salir. El solitario se trasladó á la caida de la tarde en una barquilla á la ermita de que antes hablara; y mientras él continuaba en ella el género de vida á que desde mucho antes estaba dedicado, la recien bautizada emprendia una de asperísimas penitencias. El barquero continuó socorriendo con unos mendrugos de pan y algunas frutas secas á la penitente; y el anacoreta que la habia bautizado pasaba todos los años á la isla por la pascua para administrarla los sacramentos de penitencia y comunion. La última vez que fué á visitarla, encontróla muy próxima á la muerte; porque siendo tan rigurosas sus maceraciones, debilitó su naturaleza en unos términos, que se encontró sumamente débil y enferma, en los años de la robustez.

-Dios os trae, padre mio, dijo entonces Maria de las Aguas, es necesario que concluyais vuestos favores avisando al Abad de Santo Domingo de Silos, para que asista á mi muerte y dé sepultura á mi cuerpo.

-Cómo, señora, pretension tan estraña?...

-No os opongais á las disposiciones de Dios, lo interrumpió la penitente.

Era demasiado ventajoso el concepto que el anacoreta habla formado de las virtudes de la penitente, para que dejase de complacerla en lo que por última vez le pedia. Escribió por lo mismo al abad, y le remitió la carta por el barquero, á quien tanto debia Taizlabe. -Yo Donato, monge solitario de la isla del Arlanza, que tuve la dicha de recibir en ella á la estranjera de que acabo de hablar, y que fuí testigo de las maceraciones á que se entregó despues de su conversion, escribí estas líneas para entregárselas á su marido Tazlot.»

En cuanto hubo el P. Rodulflo concluido esta relacion, añadió:

-Sí, venerables padres y hermanos mios; la antigua reina de Lanzarote murió como mueren los justos; su alma está ahora gozando del paraiso que la conquistaron sus virtudes; y para que nosotros seamos algun dia dignos de tanta dicha, apresurémonos á imitarlas.

Cada uno de las circunstantes prometió hacerlo asi, retirándose muy edificados con lo que habian oido á su abad.

Capítulo XVI
En que se dá fin á esta peregrina y verdadera historia refiriendo el de uno de sus mas odiosos personajes.

Despues que don Duarte perpetró su último crímen, atravesó las provincias de Castilla y Vizcaya, y se embarcó en el puerto de Bilbao en una nave que se dirijia á la Coruña. Un viento fresco y una mar bonancible prometia á los navegantes un viaje de pocas horas; mas á la noche siguiente del dia que levaron anclas, sobrevino una calma en una conformidad, que las velas del buque, en vez de llevarle al punto cuya direccion marcaba la proa, mas servian de peso y de estorbo en los mástiles. Brillaba la luna; resplandecian en el cielo las estrellas; veíanse á lo lejos semejante á una larga y negra faja las costas del principado de Asturias; entreteníanse los marineros en el rancho de proa en referir mil aventuras que sazonaban con sales castellanas, al mismo tiempo que don Duarte conversaba junto á la caña del timon con el capitan, á quien ya conociera en una época muy remota. Acababa el primero de referir á su compañero la mayor parte de los lances que de su vida dejamos consignados en esta historia; y el segundo de manifestar con su silencio su desagrado por los espantosos crímenes de que le habia hecho mencion.

-He notado, amigo Blasco, dijo al capitan, que habeis oido con disgusto la relacion de mis trabajos. Yo quisiera que me dijéseis, si vos en el caso en que yo me encontré en aquella terrible noche, no hubiérais hecho lo mismo?

-Pues francamente os digo que no, respondió con prontitud el capitan.

-La causa?

-No hay que preguntar por ella á ningun hombre de juicio. Yo concibo que un marido al presenciar las infidelidades de su esposa, descargue sobre ella su brazo; pero eso de premeditar por muchos dias su muerte, y lo que es mas, la de un ser inocente que ni aun con su sombra le ofendió, permitidme don Duarte que os diga, que eso solo lo hace una fiera. No, he dicho mal: un desalmado.

-Con que vos queriais que perdonase á doña Sol?

-No era escesiva vuestra generosidad.

-Cómo? asi comprendeis vos el honor? No conoceis que si tal hiciera apareceria en el mundo como uno de esos maridos degradados que toleran y aun autorizan las desenvolturas de sus mujeres? Pues el dominio que yo tenia sobre la mia, no me daba derecho para aniquilarla en el acto que á mi noticia llegaron sus liviandades?

-Escuchad, escuchad: si asi lo hubiéseis hecho, menos reprensible seria vuestra conducta; y si vuestros ojos la hubiesen sorprendido ofendiéndoos, entonces estaria en su lugar vuestra venganza. Pero con premeditacion y á sangre fria asesinarla de esa manera, dificulto que haya en el mundo quien amando la justicia, os disculpe. Ademas que aquella niña que estrellásteis á los pies del que suponíais su padre, está desde el cielo clamando venganza contra vos.

-Yo creia que era el fruto de la traicion de mi esposa, le interrumpió don Duarte.

-Esa creencia no os salva. Sabeis por que? Porque ella, á pesar de su orígen, tenia tanto derecho á la vida como cada uno de nosotros. Pero no es esto solo lo que encuentro digno de reprension en vos. Así como castigásteis á doña Sol, no perdonando ni aun aquella criatura que suponiais su hija, por qué dejásteis con vida á Jaime Rodriguez do Acebedo? Era menos culpable el seductor que la seducida? Qué os propusísteis al dejarle que os esperase toda la noche al pie de aquellas rocas? Por ventura queríais que aumentase las víctimas de su seduccion, para consolaros con el mayor número de los maridos desgraciados? No siendo así ó no atribuyéndolo á falta de valor, no sé cómo he de esplicar vuestra conducta.

-Eso jamás, repuso alterado el asesino; y otra vez espero que os espliqueis sin ofenderme. Me habeis conocido en Goa; á vuestra noticia han llegado los hechos de los portugueses, que esceden los limites de lo heróico. Pues bien, entre aquellos héroes, que se batian en proporcion de cuatro contra ciento, encontrábame yo; y á fé que en serenidad y arrojo nada tenía que envidiarles.

-Todo eso será verdad: yo no lo contradigo; pero lo que no puedo aprobar es lo que hicisteis en la Coruña.

-Si es por la muerte del adúltero, mi brazo, aunque tarde, se descargó sobre él.

-Tanto peor para vos. No concibo esas venganzas, fruto de tan largos años.

-Con que tambien queríais que no lo castigase?

-No habiéndolo hecho en la noche que asesinásteis á las dos víctimas de vuestro encono, sí.

-Sois muy indulgente, y me atreveria á apostar, á que si el diablo os hubiese dado una muger tan desenvuelta como doña Sol, no lo seríais tanto.

-Tal vez encontraria en ese caso el secreto de conservar mi honor, y el de corregirla sin recurrir al crímen.

-Crímen llamais á una venganza justa!

-Ya os he dicho lo que pensaba sobre este particular.

-Pues no disputemos mas.

-Sea como vos querais.

-Solo deseo que á nadie manifesteis lo que os comuniqué esta noche.

-Estad seguro de la mayor reserva por mi parte: pero os advierto que los marineros han escuchado casi toda nuestra conversacion.

-Pues cómo?

-Sí; no los ois que en el rancho de proa están hablando de vos? Ahora mismo uno os está llamando sacrílego por la muerte que dísteis á Jaime Rodriguez de Acebedo.

-Lo siento.

-Tanto los temeis? Paréceme que si vuestra conciencia estuviese tranquila...

-No es por eso, repuso prontamente el asesino; aun no he dado cima á la obra que comencé en la Coruña, y estos hombres pueden estorbarlo.

-No os entiendo, replicó el capitan lleno de admiracion.

-Hánme asegurado en Bilbao, que Jimena está encerrada en un monasterio de Santiago; y mientras ella subsista, yo no podré decir que estoy vengado completamente.

-Jesus! gritó Blasco horrorizado.

-Ya suponia que os habíais de escandalizar.

-Y con razon.

-No hablemos mas del asunto.

-Sí, sí; callemos, callemos.

Ciertamente, esta conversacion que tan poco gustaba al capitan, fué seguida de un largo silencio que interrumpió al cabo su interlocutor para decir:

-Paréceme que refresca el tiempo, al menos las flámulas asi lo indican. Puede ser que al amanecer sople el viento norte, y nos empuje en pocas horas á la Coruña. De alli á Sautiago solo hay diez leguas...

-Sin embargo, auguro mal de esa nubecilla que aparece en el horizonte.

-Anuncia tempestad?

-Téngola por segura.

-Pues voy á esperarla á mi camarote, respondió don Duarte despreciando los temores del capitan.

Al poco tiempo de encontrarse este solo, como observarse en la atmósfera señales inequívocas del peligro de que estaba amenazado, empezó á tomar disposiciones para precaverse de él. Los marineros corrian por todas partes poniendo en práctica las órdenes del capitan: unos aseguraban cuanto habia sobre cubierta; mientras otros aferraban las velas y calaban los mástiles.

En esta maniobra los sorprendió el dia y la temible tempestad. El cielo estaba amenazador y sombrío; la mar picada, y el soberbio aquilon empezaba a crugir espantosamente. Todo cuanto se puede esperar del valor y pericia de los primeros nautas del mundo, de todo hicieron uso los marineros que comandaba el capitan Blasco. Empero nada bastaba para impedir los destrozos que el viento y los golpes de mar causaban en la nave, la que á su impulso subia sobre las montañas de agua, y descendia rápidamente á sepultarse en los abismos. La lluvia mezclada con mil pavorosos truenos, caia a torrentes; y las luces de San Telmo, tan temidas en casos semejantes por los males que anuncian, acababan de verse sobre el árbol mayor.

-Misericordia! clamaron entonces los navegantes dirigiéndose al cielo para ver tan próximo el fin de su vida; misericordia, repetian sin cesar; y don Duarte que se encontraba sobrecogido de temor en la cámara, al oir sus voces, se presenta sobre cubierta aterrado y despavorido.

-Qué es esto? esclama, con que zozobramos?

-Sí, zozobramos, responden á una voz los marineros; zozobramos, y tú eres el que con tus enormes crímenes provoca sobre nosotros esta calamidad.

Calló el esposo de doña Sol por algunos momentos; pero como arreciase cada vez mas la tempestad, encontrándose la nave impelida por los vientos sobre el cabo de Finisterre: un marinero, de los que por su práctica tenia mas ascendiente sobre los demas, gritó con formidable voz:

-A cuándo aguardamos á librarnos de la muerte que nos amenaza dándosela á ese sacrílego, á quien nosotros mismos hemos oido anoche referir los crímenes mas espantosos? Arrojémosle al mar para que la justicia divina quede satisfecha, y el mundo libre de un mónstruo.

-Sí, sí, gritaron sus compañeros; arrojémosle cuanto antes.

Apenas estas palabras fueron pronunciadas, vióse al asesino rodeado de los marineros; los cuales antes de poner las manos en él, se detuvieron al oirle decir á grandes voces:

-Deteneos, que yo os ahorraré el trabajo y el crímen de haber asesinado á un infeliz, cuya vida ha sido una larga série de desdichas... Sí, añadió caminando hácia la proa del buque; conozco que ha llegado mi fin, porque escrito está con el dedo de Dios, que el rencoroso no encontrará piedad entre los hombres, y se lo negará el perdon en el cielo.

Y entonces, en aquel momento supremo, erizados sus cabellos, pálido y desencajado su rostro, abre sus brazos, y precipítase en el abismo del mar. El desventurado D. Duarte, luchando con las olas que le envolvian, aun fué visto por algunos momentos por los navegantes que presenciaban durante el agitado curso de la nave sus esfuerzos; hasta que una ola mucho mas soberbia y destructora que las demas, le ocultó para siempre de su vista, y puso con su muerte á cubierto la vida de Jimena.

Al poco tiempo de esta catástrofe, como si la existencia del desdichado esposo de doña Sol fuese odiosa é insoportable para los elementos, empezáronse á serenar hasta quedar enteramente tranquilos. El capitan Blasco pudo entrar aquel mismo dia en el puerto de Marin á reponer el buque de lo que acababa de sufrir en la deshecha tormenta por que habia pasado, y á los pocos dias se dirigió á la Coruña, en donde entró con toda felicidad.


Citation Suggestion for this Object
TextGrid Repository (2023). Spanish ELTeC Novel Corpus (ELTeC-spa). Don Juan I de Castilla o La Venganza de un Rey : edición ELTeC. Don Juan I de Castilla o La Venganza de un Rey : edición ELTeC. European Literary Text Collection (ELTeC). ELTeC conversion. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001D-4608-A