Carolina Coronado

Novelas

Jarilla

Madrid

Imprenta y fundición de M. Tello

Isabel la Católica, 23

1873

A MIS TIOS D. FRANCISCO Y D. PEDRO ROMERO DE TEJADA.

Mi intento al escribir esta novela ha sido el describir vuestros cotos. He personificado los montes de la Jarilla y del Regío, y sus cerros Barbellido y el Morro, y he conservado los nombres de sus arroyos y de sus fuentes.

En los hechos históricos con que he enlazado la fábula, no he guardado una rigurosa exactitud, porque no me he propuesto escribir una novela histórica.

Deseo que la lectura de este libro os parezca tan ligera como a mí me lo ha parecido la tarea de escribirlo; y os ruego que si lo imprimís dejeis al frente vuestros nombres, que tanto derecho tienen a la gratitud de vuestra sobrina.

Carolina Coronado

JARILLA.

PRIMERA PARTE.

CAPÍTULO I
LOS TRES CASTILLOS DEL MORO REGÍO>

El rey con sus ricos homes
Todos se habian espantado.

Romancero.

¿Quién no ha visto algun castillo feudal? Y ¿quién al ver uno tan magnífico como aquel de que dio posesión D. Juan II al señor de Villena, no hace en su mente un paralelo entre las torres que habitaban los hidalgos de entonces y los palacios que habitan los grandes de ahora?

Labrados artesones ciertamente y mármoles pulidos ostentan la cultura de los modernos duques, en tanto que las moradas de los castellanos antiguos se fundaban sobre la roca, y mostraban por techumbre pedazos informes de piedras descarnadas; pero comparadlos.

Allá, en una sierra sobre un pueblo [1] donde se fabrican búcaros de rojo barro, se alza todavía el castillo que prestaron los godos a los árabes para hospedaje de siete siglos, y que después volvieron a habitar los mismos godos, sin que una sola piedra hubiese dado indicio de la flaqueza que con el tiempo revela toda fábrica de mortales. Todavía desde su plataforma, desde sus torres, desde sus almenas, desde sus murallas, he podido tender mi vista por el océano de apiñados montes que domina hasta las mismas tierras del portugués, y espaciar mi pensamiento en la contemplación de los deliciosos paisages que ofrecen los arroyos, las alamedas, los viñedos, las huertas y los pueblos que pululan a su planta. ¿Cuál es el noble que prestára hoy su palacio por siete siglos; y qué hallaría, contando desde la nuestra, la octava generación de los palacios de los modernos señoríos? Pero entonces los señores feudales pudieron hospedar a los de Oriente con la orgullosa seguridad de que el imperio de la media luna se destruiria en España antes que las torres de sus macizas fortalezas. Allí están todavía, negras, severas, terribles, descollando por cima de los pueblos, y viendo a las generaciones batallar girando en torno de sus pies, como las nubes en los dias de tormenta.

¡Oh! fuera peregrino que en el eterno círculo de la esclavitud y la libertad, de la ilustración y la barbarie, otra vez la sociedad disuelta, y entregados los hombres a la ley de la fuerza, viniesen los más poderosos a ampararse de las alturas, y hallasen aun las torres de la primitiva edad… Pero yo no quiero imaginar lo porvenir, ni meditar en lo presente, sino recordar lo pasado. Solo me he detenido un instante á contemplar el presente del castillo de Salvatierra [2] para lanzar un anatema sobre los que a duro pico socaban los cimientos de sus hermosas torres para construir en el pueblo sus pequeñas casas. Cuando hallé a aquellos hombres despedazando las piedras que no pueden arrancar, parecíame ver por aquel campo una turba de hambrientos perros, desgarrando las presas de un viejo caballo que no ha espirado todavía.

¡Qué las moradas del hombre fabricadas con las piedras del vigoroso castillo sean desapacibles a sus impíos dueños; para que oigan por las noches en los aires del triste invierno la voz de los quince siglos que han venido a profanar!

Sería por el mes de abril, cuando Don Juan II de Castilla pasó desde Córdoba a Extremadura a combatir al maestre de Santiago y a su hermano el infante D. Pedro, que continuaban defendiéndose dentro de los muros de Alburquerque. Temible era la actitud de Don Juan en aquellos días, en que su favorito Don Álvaro de Luna, punzado por sus ódios hacía los infantes y deseoso de vengar los agravios recibidos, trataba de dar el postrer golpe a una guerra que se habia sostenido tantos años. Nunca D. Álvaro habia tenido tantas razones para estar soberbio Acababa de ganar a los moros aquella famosa jornada que hizo perder a Mohamed 30,000 combatientes; [3] aquella famosa jornada que Juan de Mena supo cantar así:

Con dos cuarentenas y mas de millares
le vimos de gentes armadas a punto,
sin otro mas pueblo inerme allí junto,
entrar por la vega talando olivares,
tomando castillos, ganando lugares,
y hacer con el miedo de tanta mesnada
con toda su tierra temblar a Granada.

Había combatido D. Álvaro con 80,000 hombres y 10,000 caballos, y seguido de la flor de los caballeros andaluces y de toda la nobleza castellana. Allí, entre muchos nombres distinguidos, lucieron sus pendones los nobles condes de Haro, de Ledesma, de Castañeda, de Medellín, de Plasencia, de Niebla y de Benavente. Allí León, Saldaña, Toledo, Stúñiga y Albornoz mostraron su heroico esfuerzo, llevando aquellos sus pendones y este último el de su ilustre tío el señor de Hita, luego marqués de Santillana, que por hallarse enfermo no pudo marchar a donde le llamaba su valor, no menos grande que su talento de poeta. Hechos memorables que alzaron a las nubes el renombre cristiano se vieron en estos y otros guerreros que ha coronado la historia; pero quien más se había señalado por su abnegación en el combate, así como por su inteligencia y discreción, era un doncel del Rey llamado Román, que se decía hijo del marqués de Villena, si bien la dureza y el despego con que siempre éste le había tratado no justificasen aquel título de la naturaleza.

El Rey le profesaba en cambio de esto un tierno cariño, que se había aumentado en estos últimos años con las hazañas del caballero. No faltaban envidiosos que motejasen a Román de haber en la batalla dado sobradas muestras de piedad socorriendo a un moro que cayó herido en una zanja, después de haber peleado con él, y librándole de la furia de los cristianos que intentaban rematarle. Pero el denuedo con que el joven había caído sobre la vega, arrollando con sus gentes los tercios enemigos, no daba lugar a que la calumnia se cebase en su nombre. Tan ajeno estaba el Rey de admitir como fundados estos rumores, que había prometido al marqués de Villena dar a su heredero el castillo de Salvatierra en premio de sus gloriosas acciones. Mejor hubiera querido el egoista Villena obtener para sí la recompensa debida a su heredero; pero era demasiado cortesano para mostrar delante de Su Alteza la mala voluntad que tenía a su hijo. Contentóse con alcanzar que el Rey añadiese a la donación la cláusula de que, si el heredero muriese o se hiciera indigno de la merced del Rey, quedaría el castillo agregado al señorío de Villena.

Antes de pasar a Alburquerque tenía dispuesto el Rey dar a Román la posesión del castillo, entonces deshabitado, y para ello pensaba detenerse un día en el de Nogales, que pertenecía a su hijo el príncipe heredero Don Enrique.

Digo que sería por el mes de abril cuando la comitiva del Rey atravesaba una cordillera de cerrados montes, en cuyas entrañas solo las fieras se atrevían entonces a penetrar. Su Alteza iba, como siempre, distraído en no pensar nada. El condestable D. Álvaro de Luna iba pensando que si hubiera nacido rey no tendría que intrigar para ser favorito; el príncipe, en lo poco que le aprovechaba ser de la sangre Real, estando como estaba sometido a la tiranía de D. Álvaro; Pacheco su ayo, en lo mal premiados que habían sido sus servicios; y cada cual en sus ambiciones o en sus resentimientos, cuando un paje de lanza de la casa de Villena exclamó santiguándose uno de los rostros más feos que había producido Extremadura, de donde era nacido;

—La gracia del Señor nos acompañe: María Santísima nos proteja, que vamos a pasar por los castillos del Moro Regío.

—¿Qué castillos son esos? preguntó Román, hundiendo a su corcel el acicate y acercándose al paje.

—Esos castillos, respondió este, eran de un rey tan alto como aquel cerro, y de una fuerza tan atroz, que derribaba a un cristiano solo con poner en su frente la punta del dedo índice.

—Y ¿qué fué de ese moro?

—Esos tres castillos que vé su señoría, y toda la tierra basta llegar a la cima de aquella sierra, eran suyos, y tenía además el moro grandes tesoros encerrados en ellos, y una cristiana de tan peregrina hermosura, que daba pasmo a cuantos alguna vez acertaban a verla asomada a las torres.

—Pero ¿qué fué del moro? repitió impaciente el heredero de Villena.

—El Sr. D. Enrique III (Q. E. P. D.), contestó el paje descubriéndose (como todos los que alcanzaron sus palabras), lo echó de los castillos; pero ha sido sin fruto, porque cuantos hidalgos han venido a habitarlos han sido muertos por la sombra del moro, que se quedó pegada a las paredes.

Habíanse agrupado en torno del paje muchos hidalgos de la comitiva, y todos dieron muestras de asombro a la extraña relación de que fuesen muertos los habitantes de los castillos por la sombra del moro pegada a sus paredes. Solo Román se sonrió desdeñosamente, y se apartó del grupo, volviendo a incorporarse a la guardia del Rey.

Habian llegado al primer castillo, que descollaba airosamente entre los otros dos, separados a derecha y a izquierda por el rádio de dos leguas, y Román, alzando los ojos hacía su inmensa mole, detuvo su corcel con respetuosa admiración.

—Doncel, gritó D. Juan II; arriba, y veamos cuántos valientes se pueden colocar tras las almenas de tu castillo.

Escapó hacía el alto el caballo del Rey, y tras él los principales señores de la comitiva excepto D. Álvaro, que creyó inútil subir cuando tenia noticia de aquel y de todos los castillos que se hallasen en los dominios de su soberano. Pero S. A., por lo mismo que de nada entendia ni de nada se hacia cargo, desplegaba en presencia de su corte una superabundancia de actividad que hacia sonreír a D. Álvaro. El Rey queria dar a entender que su celo traspasaba las cosas más pequeñas, cuando el condestable sabía que no llegaba a las más importantes.

Preparábase en esto una gran tormenta, que yo no había anunciado porque es impertinente hablar del tiempo, y porque no habiendo dejado los poetas nada que decir de nuevo en sus descripciones, me proponía omitir todas las circunstancias inútiles en mi narrativa. Pero esta tormenta es causa de otros sucesos que han de sobrevenir, y es preciso que incurramos en la temeridad de subir al castillo con la comitiva régia, cuando las primeras redondas gotas de pesada lluvia empiezan a manchar las negras pizarras del camino.

—A buen tiempo, dijo el Rey alegremente reparando en la lluvia, y oyendo un profundo trueno que hizo temblar los cimientos de las sierras.

—Señor, exclamó con voz temblorosa el viejo Pacheco, ayo del príncipe D. Enrique: paréceme que la ocasión de subir a las alturas no es cuando el rayo las amenaza. Mas prudente hubiera sido aguardar en el valle…..

—Doncel, interrumpió el Rey, dirigiéndose a Román: conducid al valle al buen Pacheco, y venid luego a recibir conmigo los rayos que caigan en las alturas, para dar temple a las espadas que han de vencer al de Santiago.

Mordióse los labios Pacheco y bajó los ojos Román..

—Al valle, repitió S. A. con acento firme; Al valle, hidalgos; no quiero en las alturas hombres que teman las tempestades.

—Señor, dijo con voz suplicante el príncipe D. Enrique, Pacheco es un buen servidor.

—Suba en paz, contestó el Rey serenándose y recobrando en su mirada la expresión benigna que hacia sus ojos tan suaves.

Cuando llegaron a las murallas del castillo, ya unos a otros no se distinguían. Las nubes habían bajado a la loma de la sierra, y envolvían a los nobles caballeros, haciendo brillar con sus relámpagos sus cascos, sus escudos, sus acicates y sus espadas como millares de centellas. Las torres del castillo, oscuras y formidables, más crecidas al parecer con la espesa niebla, semejaban los poderosos agentes de las tempestades que bajaban del cielo a arrebatar los hombres. Hubiérase dicho que el vapor elevaba a aquellas gentes atrevidas para hundirles en las nubes y deshacerlas entre los rayos.

Román, saliendo de entre una nube, era el más adelantado, cuando un redoblado trueno, que estalló a sus pies, espantó a su alazán y le obligó a retroceder sobre un precipicio que tenía la sierra hacia la parte de Oriente. Luchaba el bruto entre las piedras, haciendo saltar con sus cascos encendidas chispas, y a cada trueno que retumbaba en aquella noche repentina, se volvía desatentado y ciego, unas veces avanzando hacia la sierra, y otras queriendo precipitarse de lo alto de ella.

El Rey entraba ya por la puerta del castillo, y Pacheco santiguándose le alcanzaba a toda prisa, en tanto que los otros en confuso torbellino rompían por la oscuridad, derribándose mutuamente, perdiendo los cascos, y dejando los caballos, que espantados se arrojaban a las pendientes.

Entró el Rey por fin en los salones del castillo; fueron luego arribando sus vasallos, y se vieron entonces, incluso el de S. A., muchos rostros descoloridos. No era maravilla que esto aconteciera. El viejo Pacheco no había conocido una tormenta semejante. Pero al mirarse unos a otros exclamaron todos: ¡Y Román!

Abalanzóse el Rey a una ventana del salón principal, y tendió la vista sobre los campos. Nada se veia sino las nubes girando en torno, como bandada de negras y blancas cigüeñas.

—El más bravo de mis guerreros, dijo Su Alteza, volviéndose tristemente a los señores, el más sábio no solo de los jóvenes, sino de los viejos, se ha despeñado tal vez por esa altura, y tengo que señalar esta hora entre las más desgraciadas de mi vida. Que salgan cuatro arqueros y que le busquen.

Pero en aquel instante, una luz vivísima deslumbró al Rey; una culebra de fuego cayó rozando la torre, y llevándose con espantoso ruido las piedras que hoy se ven arrancadas en la parte exterior; una bocanada de azufre entró por la ventana, y los que estaban más lejos vieron caer a S. A. medio abogado. El terror se apoderó de todos, y solo Pacheco se acercó al Rey, le tomó en sus brazos a pesar de sus quebrantadas fuerzas, y le sacó al aire libre. En tanto decía el paje de lanza a los demás mostrándoles una fuente que en un salón del castillo se conserva todavía:

—Esta es la fuente donde bebia el moro. ¿Por dónde viene el agua? Veis que aquí no puede subir sino por arte de encantamiento.

En efecto, el agua de esta fuente no sube, sino que baja desde la plataforma por medio de acueductos perfectamente dispuestos.[4]]

El Rey se recobró; cesaron los truenos, huyeron las nubes, despejóse el cielo, y se pudieron ver desde las torres los campos cubiertos de árboles, todavía inclinados al peso de la lluvia, los abismos cegados por el agua, los arroyos recien nacidos que hacían su primer entrada en los valles, las praderas radiantes de frescura, y en torno del castillo hasta las hermosas y dobles peonías que abrían al primer rayo del sol, mostrando su cáliz amarillo entre las encendidas y desmayadas hojas.

—Mirad a nuestra izquierda, dijo Pérez, aquel monstruo negro que se levanta desde aquella hondonada. Allí era donde más tiempo habitaba el moro. Mirad a la derecha aquel fantasma blanco, donde se vé ondeando el pabellón real. Allí vamos a dormir esta noche. ¡Loado sea Dios si no nos suceden más desgracias! ¡Ya veis que solo por haber entrado en este castillo han sucedido dos! La sombra del moro está pegada a las paredes de sus tres castillos, y esa es la que ha traído la tormenta sobre nosotros, y la que se ha llevado por los aires al doncel!

CAPÍTULO II.
AVENTURA DE ROMÁN EN UNA SELVA.

Digasme tú el caballero
¿Cómo era la tu gracia?

Romancero.

En lo más recio de la tormenta dejamos a Román luchando con el espantado bruto, y no era en verdad probable que lograra refrenarle, cuando las nubes estallando a sus pies y sobre su cabeza formaban la vista y el ruido más temerosos de cuantas vistas y ruidos contemplaron y oyeron hombres y caballos. Rendido al fin, dejó al corcel que se entregase a su propio instinto, y entonces empezó una carrera no interrumpida sino por nuevos espantos que le producian las rocas, hacia las cuales se precipitaba, y que hicieron creer de todo punto al nieto del nigromántico que iba a caer en uno de los abismos, sin que le quedase la esperanza de resucitar algun día como su abuelo en una redoma. Era tan fantástico el giro de aquel hombre, cuando el corcel levantándose de manos y haciendo remolinos lo suspendía en las nubes y lo mecía en el aire, que aun en estos tiempos hubiera maravillado a los campesinos, haciéndoles creer en los espíritus de las tormentas que cabalgan sobre las nubes. El escudo relucia como columna de fuego, y parecían los acicates dos errantes luceros. Pero el desbocado alazán, en una de sus revueltas torció la dirección de la carrera, y tomando la pendiente suave de Salvatierra, lo condujo a una hondonada de montes que se internaba más de una legua del castillo.

Vióse Román encerrado en una cuenca rodeada de sierras por todas partes, y cubierta por el cielo, como por una tapa de pizarra, con las aplomadas nubes que en aquella hora cubrían todo el horizonte. El fragor del viento y de la lluvia hacia silbar y temblarías encinas, de entre cuyas ramas lanzaban los capechos prolongados gemidos. Algun jabalí salía de entre las malezas rozando con el caballo de Román, y cada vez el monte más cerrado y el valle más profundo, amenazaban hundirle en algun precipicio oculto. Decidióse a esperar bajo un grupo de encinas a que pasara la tormenta, y deteniendo su alazán, se desnudó el casco para respirar el aire fresco que despejara su ardiente y aturdida cabeza. Lástima que Doña Leonor, viuda del generoso D. Fernando de Antequera, no pudiese en aquel instante admirar el rostro del agitado doncel con aquel embeleso que hacia murmurar a las damas de Toledo, no menos prendadas que Doña Leonor del heredero de Villena. Ella mejor que ninguna pudiera dibujaros el noble contorno de aquel semblante inteligente y altivo, marcado por dos negras y casi unidas cejas, que daban a sus ojos una fuerza poderosa. Ella os diría lo que hay de dominante en la prontitud y fijeza con que os mira, y en la melancolía y gracia con que sonríe. Pero Doña Leonor está lejos del doncel, cuando este solo y entregado a sus altas reflexiones, tiende sus oscuros y brillantes ojos por las elevadas sierras, o los fija en las nubes, sacudiendo la desgreñada melena que le fatiga la frente.

El sol abrasador de abril salió hiriendo con fuerza entre los vapores; y los cuadrúpedos, las aves, los réptiles y los insectos empezaron a bullir como un pueblo que se despierta al placer y al trabajo. Las lobas asomaban la cabeza por los huecos de las rocas donde tenían sus crias. Los encerrados conejos rompían la tapia de sus madrigueras para sacar al sol la tierra húmeda donde gruñían sus hijos, y los cabrillos monteses corrían a encaramarse en lo alto de los riscos a comer la blanca flor de la jara. Las tórtolas madres, sacudiendo las alas que habían tenido tendidas sobre sus poyuelos, salían de entre las encinas, al pie de cuyos troncos se veian también las cabezas de algunas que habían sido devoradas por los milanos durante la tempestad; porque en los campos sucede lo que en las villas, los más inocentes son los que pagan en las revueltas. Por otro lado, gruesos y bocones lagartos salían por las grietas de los carcomidos troncos, semejantes a los brotes del mismo árbol, y las mariposas de anchas y amarillas alas, y los pardos moscardones en tropa numerosa giraban en torno de las plantas como una vaporosa nube que se levantara de la tierra. Aquel calor repentino después de la humedad, la falta del viento en lo hondo del valle, trastornaron la cabeza del joven, y le obligaron a subir a una colina, desde donde distinguió otro valle de verde más risueño y anchas praderas despejadas de monte. Dirigióse a él Román, rompiendo por los jarales que le precisaban a marchar a pio y que desgarraban sus vestidos, haciendo saltar la sangre de sus blancas piernas. Luego oyó ruido de agua, y siguiendo su dirección, penetró en una ribera guarnecida por ambos lados de rosales silvestres y de floridas acacias que esparcían un suavísimo olor. El agua rodaba desde lo alto de la sierra de S. E., y bajaba al O., formando tortuosos giros y derramando la frescura por aquel sitio agreste, donde no se oia más voz que la del agua y la de aves escondidas en sus enramadas y en sus peñascos. Algunas rocas nacidas en los bordes de la ribera se habían unido a grande altura por cima de los fresnos, y formaban aquí y allí sombrías grutas que entoldaban la yerba salvaje, la madre-selva, la zarza-rosa, y las parras bravías, dejando apenas hueco para que el ciervo descansase. Román estaba maravillado, pero todavía, siguiendo la corriente bailó sitios más bellos, por las peregrinas flores que nacían a su orilla conforme se apartaba de las agrias sierras, y por fín vio una esplanada donde el arroyo se tendía como fatigado del penoso viaje que habia hecho por las quebradas pendientes. Detúvose Román también fatigado, y ató su caballo a un tronco mientras bebia. Cuando levantó la cabeza, vio cerca de sí una mujer que le miraba con una expresión de gozo y asombro. Román esperó a que hablara, pero ella con la boca entre abierta y los ojos fijos como en la enajenación mental, permaneció muchos instantes muda.

Era muy joven. Carecía sí de la blancura mate que hacia parecer tan bellas a las encerradas damas de Toledo; pero sus ojos, de una magnitud graciosa, eran tan negros y brillantes como los de Román; blanqueaban sus dientes en su fresca boca como las limpias chinas del arroyo, y parecían sus cabellos tan suaves como las ondulaciones del agua. Vestía un trage en cuyo corte se traslucía la intención moruna del que lo trazó; pero que no era sino un vestido de andaluza extremadamente corto, y por bajo del cual asomaba un pantalonero ancho, plegado sobre unos borceguíes de cuero fino. El jubón del vestido estaba abierto por delante hasta la cintura, sin que el seno de la mujer aquella tuviese otro resguardo que una delgada camisa doblada en unos pliegues, y sin sujeción alguna en la parte de los hombros. Así que al menor movimiento se veia el contraste que formaba su rostro y su cuello tostados por el sol, con los hombros y el seno que estaban cubiertos. Era gracioso aquel contraste. Parecía un pájaro de estos cuya blancura empieza en la pechuga.

—¿Quién sois? preguntó Román.

—¿Quién eres tú? preguntó a su vez ella: no eres ni mi padre, ni Barbellido, ni el Morro.

—¿Vives por aquí? siguió Román.

—Además, continuó ella, nunca vienen por ese lado. No te he visto venir desde lo alto de aquella peña, y has bajado de la Madre del sol. Es verdad que a lo lejos he visto pasar a otros que también vienen de la Madre del sol. Pero tan hermoso como tú no vi a lo lejos ninguno.

—¿Quién es la Madre del sol, y de quién sois hija? volvió a preguntar Román, maravillado de aquel lenguaje.

—¡Cómo! ¡no conoces a la Madre del sol! Exclamó la joven estupefacta.

—No, respondió Román.

—Entonces eres violeta que tiene la cabeza escondida a la luz, o cárabo que no sale sino por la noche. Porque la Madre del sol es aquella, dijo señalando a la sierra de Oriente. Lo saben la zarza-rosa y la campanita blanca, que abren cuando nace el sol de la Madre, y lo saben la golondrina y la perdiz, que cantan su nacimiento. Esa es la Madre del sol; el nombre de mi padre no puedo decirlo; pero es alto como aquella encina, y puede más que todos los de este mundo. Y ha venido de allí de la Madre del sol, porque él me lo ha dicho.

—¿Tiene muchos vasallos?

—¿Qué son vasallos?

—¿Tiene castillo?

—¿Qué es castillo?

—¿No habréis salido nunca de este bosque?

—Nunca; pero desde lo alto de las peñas he visto todo el mundo.

—¿Todo el mundo?

—Sí, ven y tú también lo verás.

Y tomando por la mano al doncel, lo condujo con una ligereza atropellada por unos matorrales, haciéndole subir en un montón de gigantescas rocas, osamento de otra sierra, que con el trascurso de los siglos se había descarnado, y que blanqueaba como los humanos esqueletos.

—Mira, le dijo subiendo en la última roca, y girando sobre sus pies: mira el mundo; mira la tierra; todo lo demás es cielo.

En efecto, los límites del mundo de que ella hablaba, estaban marcados en el azul del cielo, por la cadena circular de sierras que rodeaba aquella hondonada de montes.

—¡Qué hermoso es el mundo! Exclamó la joven con ardiente entusiasmo. Mira allí más verde, allí más agua, allí más flores, allí más pájaros. Mira los espinos blancos. Mira qué hermosos. Tú viniste con la zarza-rosa, y con las tórtolas.....

Y se quedaba suspensa, como si por vez primera contemplase el reducido horizonte a que llamaba mundo.

Román la miraba absorto. El distinguido cortesano de Juan II, ídolo de las damas de Toledo, orgullo de las castellanas cuando conseguían atraerlo a sus castillos so pretesto de danzas y banquetes, no había sentido en medio de sus ruidosas conquistas, una sola de las emociones que le hacia sentir la vecina del bosque salvaje.

Y todavía se sintió más conmovido cuando después de haber mirado el cielo y la tierra con una ansia de placer indefinible, le dijo Jarilla con la vista fija en su cabeza:

—Y más airoso que todas las ciervas, y más hermoso que todos los pájaros eres tú; te mueves como garza y suenas como ruiseñor.

Después examinó sus piés con infantil curiosidad, y se inclinó hasta el suelo para ver de cerca sus acicates de oro, que brillaban al sol reflejando sus rayos.

—Esto es lo que yo vi de léjos, continuó, y me parecia que te traían dos estrellas. Puede ser que te hayan traído dos estrellas. Puede ser que hayas venido de las estrellas…… ¿Cómo te llamas?

—Román.

—¡Román!.....

—¿Te gusta mi nombre?

—Sí.

—¿Y el tuyo cuál es?

—Jarilla.

—¡Jarilla!

—¿Te gusta el mío?

—Sí.

—¡Oh qué alegría, ven. Iremos a buscar otro sitio donde no te incomode el sol. Román, yo tengo muchos sitios donde voy por las siestas sola. Hoy vienes tú conmigo, Román!

Y la joven volvió a conducirle de peña en peña hasta el fondo del valle, donde encontró una gruta formada de plantas acuáticas que se enredaban en los troncos de los fresnos, mitad naturalmente, mitad conducidas por la mano de Jarilla, que había apartado de aquel sitio las malezas. Parecia aquella gruta en la cuenca de las sierras, un nido de tórtolas. Jarilla hizo entrar al opulento heredero en su recinto inocente, no hollado todavía por la planta de un hombre, y le hizo sentar en el lecho de flores que todos los días preparaba con las más perfumadas y bellas que podía arrancar del valle. Sentóse luego a su lado, y empezó a contemplarle con la misma tenacidad. Pero cuando estaban más embebecidos en contemplarse los dos jóvenes, oyeron entre las zarzas un ligero ruido y Jarilla se levantó temblando. Luego una cabeza negra, adornada de dos airosas astas se asomó a la boca de la gruta

Jarilla empezó a reir como una loca, y arrojándose al cuello de la huéspeda le dió un beso en la frente, diciendo a Román:

—No tengas miedo, es mi vaquita.

Y volvió a sentarse.

—Román, continuó, a tí te había yo visto antes de ahora, dormida me parece; soñando… una tarde que dormí aquí. La única tarde que he despertado llorando. Sabes que había tormenta… Y cuando hay tormenta tengo un afán de ver uno para que esté conmigo viendo todo lo que pasa y si truena que me defienda.....En fin, no sé, mi padre sabe esto, y me da una bebida, porque si no me iría por el bosque a buscar a aquel que espera mi corazón que esperaba, porque ya no lo espero. Ya has venido; pero hoy me escapé cuando hubo tormenta…… ¡Ya te encontré! Eras tú.....

Y la joven encendida, confusa, palpitante, trastornada, se pasaba las manos por la frente, queriendo coordinar sus pensamientos.

—Doncella, exclamó Román, sueño y esperanza de mi corazón también solitario entre las gentes, como el tuyo entre las aves, no, tú no te pareces a mujer alguna de las de esta liviana raza….. Yo volveré a verte; pero no puedo detenerme un instante más.

—¡Cómo! ¿quieres dejarme? Exclamó la jóven asiendo su mano.

—Sí, pero volveré.

—¡No!

—¿Cuándo quieres tú que vuelva? ¿En qué sitio he de encontrarte? Te digo que volveré.

—Pues bien, dame las estrellas que llevas en los pies para que no te lleven lejos, y ven a buscarme mañana a la fuente de las Adelfas, que está allí. ¿Ves aquellas tres encinas altas? Allí hay un nicho donde te puedes esconder para que no te vean, ni mi padre, ni Barbellido, ni el Morro, y allí me esperarás por la siesta; Zama no viene nunca. Está muy vieja, y no sale de la casa.

—Bien, allí estaré, contestó Román, sin pensar en lo que prometia. Toma las estrellas.

La joven besó los acicates con respeto, y los colgó de su cintura, mirando al través cómo relucían sobre su traje oscuro.

—¡Adiós! dijo Román subiendo sobre su corcel.

—¡Adiós! contestó Jarilla corriendo a subirse sobre una peña para verlo marchar.

—¡Adiós!

CAPÍTULO III.
LOS DOS CAMARADAS DEL MORO REGÍO, BERBELLLDO Y EL MORRO.

Los rostros muy denegridos.
Los brazos arremangados.

Romancero.

—Señor Pérez, dijo un escudero al paje de lanza conforme bajaba la cuesta del castillo siguiendo a S. A. Contadnos algo más de ese moro que Dios maldiga, porque voy creyendo que es verdad lo que dijistéis ayer de la sombra pegada a las paredes, que mata a los que seles arriman; puesto que no hace sino una hora que entramos en el castillo, y siento unos dolores en los huesos como si me hubiesen acoceado.

—Mucho hay que relatar, contestó Pérez tomando un aire grave de historiador, si fuéramos a recordar todas las proezas del señor Moro, rey el más grande de cuantos han venido a España; pero no es cosa, señor Yañez, para decirlas todas al aire descubierto.

—¿Digamos que el moro anda todavía por aquí? preguntó el escudero mirando recelosamente a un lado y otro.

—No es menester que esté, replicó el paje, a tiro de ballesta para que pueda oír lo que contamos, porque tiene las orejas largas a proporción de las manos, y si con un dedo derriba aun hombre, con la cuarta parte de un oido oye lo que se habla a medía legua.

Miráronse atónitos los que se habían vuelto a juntar en torno del paje, y bajando la voz dijo el escudero:

—Podéis callar, Sr. Pérez, hasta que bajemos de lo alto, porque siempre el aire es más fácil que lleve la voz, y más tarde nos contaréis alguna cosa.

Aprobaron todos esta prudente reserva, y cuando hubieron bajado al valle, se agruparon en tomo del paje, que continuó:

—Después que el Sr. D. Enrique III (que en paz descanse)—y volvió a descubrirse—echó como dije al moro de los tres castillos: creyó todo el mundo que se había ido a la Morería, y vinieron algunos señores a habitar los castillos; cuando he aquí que una tarde sale uno de los señores a cazar, y se encuentra con dos hombres muy negros, casi tan altos como el moro, que le dicen: «si no dejas al instante el castillo del Rey, acuérdate de Barbellido y del Morro;» y dándole este último con la cabeza una arremetida en el pecho, lo mató.

—¿Pero eran moros? preguntó un paje.

—No sé si eran moros, pero luego vino el moro y les dijo a los otros: «¿Para qué habéis muerto a ese hombre? »

«Para que deje el castillo, respondieron los otros.»

«Eso me toca a mí—respondió el moro rey,—idos vosotros a las montañas por otras presas, y dejad por mi cuenta a los hidalgos del castillo.»

Y al acabar de decir estas palabras, extendió los diez dedos de sus manos, e hizo caer a los diez hidalgos que iban con el señor del castillo.

—Bajad un poco más la voz, dijo el escudero al paje.

—Entonces, dijo uno, no era la sombra la que se halda quedado pegada a las paredes.

—Allá voy; replicó el paje: después de aquel caso, ningún señor quiso volver a cazar, y el hijo que vino al castillo se estaba siempre metido en las torres, con el escarmiento de lo que había, sucedido al padre. Cuando una noche, estando dormido, e aquí que las paredes del castillo empiezan a moverse, y luego salo de ellas la sombra del moro y lo dejó muerto.

Miráronse otra vez pajes y escuderos dando muestras de terror, y volvió a decir uno:

—Me parece, Sr. Pérez, que podíais bajar más la voz, porque oimos perfectamente.

—Desde entonces, prosiguió el paje, nadie habita en el castillo que está al Poniente. En cuanto a los otros dos, uno es el que hemos visto, y no se cuenta que suban a él por el mismo temor. Ese que se divisa a nuestra derecha es el tercer castillo, donde quiere S. A. (Q. D. G.)—y se descubrieron—hacernos dormir esta noche. Yo por mi parte he tomado ya mi partido, y el que quiera escapar con pellejo debe quedarse conmigo fuera de las murallas.

—Eso, Sr. Pérez, dijo Yañez, tanto tiene de bueno como de malo, porque aunque es verdad que nos libramos de la sombra del moro, no estamos libres del moro mismo, que, como decís, salió por estas tierras con ese Bar bellido y el otro.

—Convengo, respondió Pérez que es también peligroso; pero por mi ánimo temo más la sombra del moro que su cuerpo, y en cuanto al Barbellido y al Morro no se sabe que tengan sombra.

—Como quiera que sea, dijo otro, me parece, como al Sr. Pérez, que es mejor habérselas con el moro que con su sombra pegada a las paredes, y yo soy de los que se quedan de la parte de afuera, si es que nos lo permiten.

En tanto que este diálogo pasaba entre pajes y escuderos, se unió el Rey al condestable, y le refirió con una aflicción profunda la desgracia de Román. Oyóla D. Álvaro con la impasibilidad propia del diplomático, para quien la vida de los hombres no vale sino por los planes que con su muerte puedan desconcertar, y respondió que sentía llevar contra el maestre una espada ménos.

—¡Oh¡, exclamó el Rey. No solo he perdido una espada, sino una cabeza y un corazón llenos de talento y bondad.

Hizo el condestable una ligera mueca, como quien no reconocía tan grande mérito, y el Rey siguió más acalorado.

—Que vayan cuatro arqueras a buscar al doncel, porque todo el gusto que traia se me ha agriado con semejante contratiempo. Pero no por eso he de olvidar al buen Pacheco, que hoy me salvó la vida cuando cayó el rayo en el castillo

—No se olvidará al buen Pacheco, dijo el condestable interrumpiendo a S. A. con aquel tono firme que dominaba al Rey.

—Está bien, repuso este. A tu cuidado fio el premio de su acción.

—Señor, dijo el príncipe acercando su caballo por delante del do D. Álvaro: para premiar las buenas acciones no debiera haber demora, y el condestable tiene hartos cuidados.....

Eludió el Rey la contestación separando su caballo del de su hijo, y este se puso rojo de cólera al ver la mirada de desden que le lanzó D. Álvaro, colocándose más cerca del Rey, como si nadie hubiese hablado de su persona; pero al pasar junto a una encina rozó su casco tan fuertemente en una rama, que casi se lo derribó.

—Cuidado con la cabeza, dijo el príncipe.

—Descuide V. A., replicó el cortesano, que para mi vuelta haré cortar todos los árboles que me estorben al paso.

—Muchos hay que cortar, repuso el niño obstinadamente, si han de cortarse todos los que te hagan sombra.

—Con los que no pueda el hacha, volvió a replicar D. Álvaro fieramente, podrá el fuego.

—No dudo, insistió el príncipe, de la eficacia del fuego, pero tal podría ser el incendio que te abrasase a tí.

Calló el condestable como si nada hubiese que replicar a la amenaza del príncipe, y aun bajó los ojos ante este con cierta humildad; pero un observador inteligente hubiera podido ver la expresión de burla que al mismo tiempo se pintaba en su semblante.

El príncipe se apartó de él con un brusco movimiento, y reuniéndose a su ayo, le dijo en voz baja algunas palabras, en que se traslucía una cólera reprimida, y un deseo de venganza que en vano procuraba refrenar.

—Paciencia, le contestó Pacheco también en voz baja. Con paciencia logrará V. A. más que con el arrebato. Estas cosas se han de llevar muy suavemente.

—Al trasponer el sol, llegó la comitiva al castillo, donde tremolaba la bandera real.

Hallábase este situado en una alta colina, cerrado al mediodía por una gran sierra, y con vista despejada al norte, por cuyo punto se alcanzaba a ver una inmensa explanada. Componíase de tres cuerpos uniformes, y reinaba en él toda la primitiva construcción que le dieron los árabes sus fundadores.

El castillo no era de modo alguno digno de que lo habitase el castellano Rey; pero se había preferido a los otros dos por hallarse en mejor estado. Apenas en los reducidos salones del castillo hubo espacio para la servidumbre de D. Álvaro de Luna, y corrió peligro el Rey de quedar solo en una pequeña sala, cuya ventana, en forma de rendija, miraba al Norte, y hacia, por lo tanto, oscura y desapacible aquella vivienda. Pero luego pudo agregársele a su departamento otro cuarto contiguo, extrecho y sin ventana, donde se colocaron algunos pajes deservicio. En cuanto al príncipe y su ayo Pacheco, declararon que nunca subirían al tercer cuerpo, tal vez porque conociesen la insolencia con que el condestable se proponía separarlos del Rey.

—Ha llegado el momento, dijo Pacheco al príncipe, de tomar una resolución. Sacad del castillo las gentes de armas que gustéis, y marchemos esta misma noche a Toledo, donde S. A. se pondrá al frente de los descontentos, declarándose protector de las víctimas del soberbio condestable.

Acogió el príncipe este consejo con la precipitación de sus pocos años, y aquella misma noche salieron del castillo. Poco despues entró en él uno de los arqueros que habían ido a buscar al heredero de Villena, y pálido, desencajado, refirió al Rey el hecho siguiente:

Observando las órdenes de S. A. se habían internado en la selva para buscar en la falda de la sierra al infortunado doncel, cuando dos hombres, altos como rocas, se habían arrojado sobre dos de sus compañeros, haciéndoles caer de los caballos con terribles hachas. Que el tercero, al escapar, cayó en un precipicio, y que el paje que refería este caso había debido su vida a la presencia de otro hombre más alto aún que los dos primeros, y el cual parecía moro. Y que éste le había dicho: «Vete en paz, y guárdate tú y tus compañeros de volver a penetrar en la selva.» Y añadió el arquero estremeciéndose de horror, que los dos primeros hombres habían cortado la cabeza a sus compañeros, y clavándolas en dos picas, les habían gritado: «Di también a tus compañeros, que el Barbellido y el Morro llevan cabezas de hombres por escudos».

Dolido el Rey de aquel suceso, mandó que se dijese por los arqueros una misa en la parroquia del castillo, y en el altar de nuestro patrón Santiago, que aun ahora ocupa la capilla de la derecha, y que era en aquellos tiempos, como en estos, muy tenido en veneración.

CAPITULO IV.
AVENTURA DE ROMÁN EN UNO DE LOS TRES CASTILLOS DEL MORO REGÍO.

Sale la estrella de Venus
Al tiempo que el sol se pone,
Y la enemiga del día
Su negro manto descoje,
Y con ella un fuerte moro
Semejante a Rodomonte.

Romancero.

Ya el sol iba cayendo tras de la sierra de Monsalud, cuando Román divisó desde la colina el castillo que creyó ser el destinado para morada de S. A., si bien no veia en sus torres tremolando el pabellón real.

Seguía Román su dirección, y ya estaria como a media legua del castillo, cuando el silbido de un dardo pasó cerca de sus oidos, y dos hombres altos aparecieron junto a una roca. Quiso Román avivar a su corcel, pero bailábase sin acicates, por habérselos dejado a la poética Jarilla, y no pudo evitar que los dos hombres, atravesándose a su paso, detuvieran su corcel, obligándole a echar pie a tierra. Desnudó Román su espada, y colocándose tras de una roca, esperó serenamente a uno de los dos hombres, que preparaba la ballesta mientras el otro huia con el caballo. Mas cuando el hombre de la ballesta se disponía a herirle, oyó tras sí una voz fuerte que decía al de la ballesta: «Déjalo». Y entonces se marchó el hombre de la ballesta y ninguna otra voz volvió a sonar, como no fuese la de los cárabos de monte que empezaban con las sombras a repetir entre las jaras el ¡au! ¡au! no interrumpido. Marchó Román echando una mirada de dolor hacia el sitio por donde había desaparecido su corcel, y siguiendo la misma dirección hacia el castillo. Más que por la penalidad que iba a sufrir atravesando a pie las malezas, lo sentía por el cariño que profesaba a su joven caballo. Habíale montado el primero, y había compartido sus triunfos en sus gloriosas campañas, y era, por otra parte, el más hermoso de cuantos en la vega de Granada habían paseado los árabes.

Entretanto, la luna asomaba ya tan redonda y bella como Dios la hizo, y rodeada esta noche de un cerco rojo que aumentaba su belleza.

El concierto que dan para festejar a la luna los vecinos campestres, se compone de extraños ecos que nuestros compositores de música no han imitado con ninguna clase de notas.

¡Pobre luna! Los buhos y las culebras son los que cantan a su luz, y para colmo de tristeza, los negros perros salen de las chozas a ladrar a su rostro; pero esta noche tiene un gentil admirador. Cuando la luna sale, está Doman dominando la fecunda vega, en cuya inmediata colina se eleva el sombrío y extenso castillo que desde lejos había visto. Parecía que un hombre amante de la frescura había buscado el sitio más hondo para asentar su torre entre frondosos huertos, inagotables fuentes, y alamedas interminables. Para que el castillo se viese entre la cadena de sierras, era preciso que fuese muy alto, y en efecto lo era. Hoy que sin cabeza, negro y descarnado se apoya en sus dos torres como en dos muletas, sostenido por un resto de pundonor para no caer ante el pueblo que le mira, hoy es todavía un respetable inválido. Las ruinas han cegado la entrada de su único aposento, y yo he tenido que descender por su horadada bóveda, como se desciende a un sepulcro, para examinar los huesos de un cadáver que han roido ya los gusanos. Pero cuando Román penetró en él, todavía los años no hablan empezado a roer su cuerpo.[5]

Este que hoy en nuestra geografía se llama Salvaleon, era entonces un pueblo que se componia de seis o siete casas morunas, dependientes del castillo, y donde vivían pacíficamente algunos moradores antes de que Enrique III arrojase de la fortaleza al señor de ellos. Habitaron luego por algun espacio, de tiempo estas casas los servidores de los hidalgos dueños del castillo; pero según las noticias del paje de lanza, la sombra del moro ahuyentó a las gentes, y nadie se acercaba ya a aquel sitio escondido y medroso, cuya ribera hacia entre las peñas un ruido semejante al habla del moro, y en donde los altos álamos que crecían a su orilla tenían semejanza con su sombra. Ahora parecía aquel valle desierto. Solo el hombre de las pobladas cejas, el valeroso, el atrevido, el imperturbable descendiente de D. Enrique de Villena, hubiera tenido aliento para acercarse a las murallas del castillo, que sombreaba la mitad del valle cortado por la luz de la luna. Y no solo se acercó, sino que buscó la entrada, que halló franca como por encanto; y penetrando en la primera sala, se desnudó el casco, puso cerca de sí su escudo y su espada, y se tendió a dormir en el pavimento. La respiración del joven era fatigosa: un médico la hubiera declarado síntoma de la fiebre. En el consuelo que sentía al tocar con sus mejillas el frío y húmedo pavimento, hubiera hallado otro síntoma; y si por fin se decidiera a pulsarle, hallaría el más torpe la evidencia de una repentina enfermedad. Y sería como la media noche, cuando alguno que salía de lo interior del castillo, tropezó en el cuerpo de Román y pronunció en arábigo un terrible juramento. El enfermo se llevó las manos a la cabeza dando un gemido, tendió convulsivamente el brazo hácia la espada, y quedó inmóvil, mientras una sombra hacia saltar en un rincón luminosas chispas. Hubo un momento de silencio en que no se oia más que la respiración agitada del doncel y el golpe de un eslabón contra el pedernal. De repente se iluminó la estancia, y la figura de un moro de colosal estatura apareció con la luz en una mano y con un brillante puñal en otra. El doncel abrió los ojos, y no pudiendo resistir la claridad, volvió a cerrarlos; pero sus dedos se crisparon sobre el puño de la espada, y quiso levantar la cabeza, dejándola otra vez caer de un golpe que resonó en las bóvedas. El moro se acercó a él y le examinó un instante; después le puso el pié en la frente, y se inclinó acercando el puñal a su corazón.—«Perro hidalgo, murmuró en arábigo cuando iba a hundir el acero.»—Pero de repente arrojó el puñal, alzó el pié que tenia sobre la frente del enfermo, la tocó con su mano, levantó los párpados suavemente, aplicó en su pulso las yemas de los dedos, y salió precipitadamente del castillo.

La primera luz del crepúsculo empezaba a entrar por las altas y estrechas ventanas de la estancia donde yacía Román, cuando el moro volvió trayendo sobre sus hombros un jergoncillo lleno de paja, un jarro que debía contener alguna bebida, y un lio de trapos blancos. Puso el jarro en el suelo, tendió el jergoncillo en un rincón, sentóse luego cruzando las piernas, cerca de Román, sacó una lanceta, tomó la mano del joven, rompió la vena, examinó con profunda atención la sangre, y vendó la herida. Tomó en sus brazos al joven, le colocó sobre el lecho, y cuando volvió en sí le hizo beber del jarro. Después salió, cerrando la puerta del castillo, y se perdió entre los árboles de la alameda.

CAPÍTULO V.
LAS DOS CABEZAS.

Mira bien privado mio,
No fies en altos puntos,
Que es un fuego la privanza,
Que para en ceniza y humo.

Romancero.

Después de Doña María, princesa de Portugal, la más hermosa dama de aquel reino era sin disputa su antigua dama de honor la duquesa heredera de Silves. D. Álvaro de Luna, que así disponía unas nupcias como facilitaba un divorcio, cuando se acomodaba a sus planes políticos unir o divorciar a las gentes, había llevado a cabo la empresa de interesar al portugués en la guerra contra los infantes, por medio de un enlace entre dos familias poderosas. Ganóse la voluntad del duque de Silves, que era entonces el jefe de los hidalgos, y consiguió del duque que aceptase la alianza del señor de Villena, casando a los herederos de ambos títulos.

Antes de pasar D. Juan de Toledo a las Andalucías, se verificaron por poder los esponsales, habiendo costado a Doña Leonor, viuda de D. Fernando de Antequera, muchas y amargas lágrimas el casamiento de Román; pero el joven se había prestado al deseo de su padre con la indiferencia del que no se ha enamorado todavía. Creyó que obedeciendo a su padre no se imponía más yugo que el de hacer feliz a una mujer; y su ánimo generoso se resolvía a verificarlo por medio de atenciones delicadas que valiesen tanto como la pasión. Román había sentido en su niñez ese vértigo de prematuros deseos que exalta la imaginación cuando se avanza a la pubertad; pero dotado de un maravilloso talento, había conocido hasta el fondo el corazón de las mujeres, y había quedado en esa insensibilidad que entre los modernos llaman los poetas desencanto, y los pedantes escepticismo. Primero las cortesanas de Toledo fijaron su atención; más tarde las moras granadinas despertaron su curiosidad; pero unas y otras representaban la degeneración de dos buenas razas, la goda y la árabe.

Ciertamente que Doña Leonor, viuda de Don Fernando de Antequera, podía considerarse como una mujer muy diferente de todas las de su tiempo. A su bella presencia reunia la majestad de princesa real, que daba a su actitud y a sus palabras la gracia de reina, cuando por otra parte su modestia y dulzura embelesában los corazones. Harto ingenua para disfrazar sus sentimientos apasionados, habia distinguido al doncel con favores que no podían dejar a éste dudoso acerca del afecto que inspiraba; pero Doman, para no amarla tenia una razón sola, poderosa, incontrastable: Doña Leonor era viuda. El poético ideal de aquel joven, que se adelantaba a las ideas de su siglo, era la hermosa doncella inteligente y espiritual, y no le permitia distinguir perfección alguna en las demás mujeres a quienes faltase alguna de estas cualidades. Muchas veces pensó en la redoma de su abuelo, que tal vez hubiera podido darle el espíritu precioso que había de regenerar la especie, preparándole una digna compañera; pero jamás soñó con la esperanza halagüeña de encontrarla.

La duquesa de Silves había ido a Medina del Campo a unirse con la Reina, y ahora en el castillo se dispone el recibimiento para la ilustre princesa y su noble dama, y se esfuerza D. Juan II por parecer contento, cuando su corazón está despedazado por la huida del príncipe D. Enrique con el desleal Pacheco. Hácese a sí propio terribles cargos por no haber contenido la autoridad de D. Álvaro, dejando que se nutriese el ódio de su hijo contra el audaz privado; y en su debilidad e impotencia se queja a este del triste conflicto en que le ha puesto su afectuosa condescendencia. Pero el condestable no presta oido a sus cargos, y le anuncia la llegada de su esposa como una orden, para que revista su semblante de alegría. Una mujer puede aliviar los pesares de un hombre, si esta mujer es hermosa, y esto le sucedió a D. Juan. Amaba a Doña María tanto como aborreció después a Doña Isabel.

La pesadumbre del señor de Villena, que casi asomaba a su rostro desde que tuvo por muerto a Román, se hubiera calmado del mismo modo si viniese para su regalo la duquesa heredera de Silves; pero no siendo así, lanzó un suspiro al contemplarla tan joven y bella. Doña Ana por su parte, o sea la mujer de Román, sintió no menos hallarse viuda sin haber visto a su desposado, y suspiró también a vista del padre por encontrarle tan viejo y feo.

Entre tanto acaeció un espantoso suceso que consternó a todas las gentes del castillo. La noche tercera de habitar en él, o explicándonos de otro modo, dos días después de haber dicho en la parroquia una misa por el alma de los arqueros difuntos, amaneció el altar de nuestro patrón Santiago con las dos cabezas de los arqueros, puestas a un lado y otro del altar. El paje de lanza lo comentaba así entre los más aterrados de la servidumbre.

—Yo he sido de los primeros que he visto las cabezas, y estaban con los ojos vivos como los nuestros, las narices muy largas, las bocas abiertas, las orejas de a palmo, los pelos como lanzas, y el color do azufre. ¿Quién ha podido meter esas cabezas, si no fuera por arte del moro?.... todos lo conocen. Ahora se verá como yo tenia razón cuando dije que la sombra está tan pegada a sus paredes que el mismo Señor Santiago no nos puede librar de ella.

—Tanto lo creo, Sr. Pérez, dijo uno, que no se me arrima la camisa al cuerpo desde que llegamos aquí. Ya llevo tres noches de vela, temiendo a cada instante que me lleven los demonios, y estoy para mí que fuera más prudente marcharse con el príncipe, como hicieron otros, y dejar a D. Álvaro de Luna que baje solo a los infiernos.

—De acuerdo estamos, repuso otro: y si hay muchos que nos sigan, porque solos no es cosa de atravesar el monte, a la buena de Dios; y vamos a Toledo que es tierra conocida, y no hay sombras.

El miedo es contagioso como la valentía, y pronto hubo ochenta arqueros y treinta pajes, que con sus correspondientes servidores se hallaron dispuestos a abandonar el castillo.

Guando lo supo el condestable, hizo que a son de trompeta publicasen los heraldos:

«En nombre de S. A., el muy sábio, magnánimo y poderoso Rey D. Juan II (Q. D. Gr.), son declarados traidores los que bajo cualquier pretexto salgan sin su orden del castillo, y para escarmiento a los que desobedezcan sus mandatos, serán descuartizados vivos los que en el término de tres días no vuelvan a prestar juramento de sumisión».

Pero no solo en los vasallos de D. Juan había causado tan funesto efecto la aparición de las cabezas. También la real cámara se bailaba en grande alboroto. La duquesa heredera de Silves había querido visitar la capilla del Señor Santiago para ver las dos cabezas de los arqueros difuntos, y se bailaba sobrecogida de un súbito delirio que hacía temer por su razón. La portuguesa juraba haber oido de las entreabiertas bocas un terrible acento que le anunciaba la muerte de su marido; y la Reina (como portuguesa también) aseguraba que su dama de honor era muy devota del santo enemigo de los moros, y que la voz que había oido, debía ser la del mismo bendito patrón.

El Rey, ni creia ni dudaba, porque el discípulo de D. Álvaro no había aprendido, ni a dudar ni a creer; mas confortaba a la Reina con paternal solicitud para que desechase el miedo que a todos infundía la pavorosa duquesa.

Menos animoso en estos casos el temible dominador de las voluntades, D. Álvaro de Luna, sentía el terror del fanatismo que reina siempre en una desordenada conciencia, y aunque se mostro severo con los que daban fé al inaudito caso, hizo llamar secretamente a un sabio Rabí que acompañaba al Rey, y le ordenó que examinase las cabezas. Por la noche admitid al sabio en su aposento, y le preguntó:

—¿Habéis visto eso?

—Sí.

—¿Y qué os parece?

—Que son dos cabezas.

—Ya lo sabía.

—De dos arqueros.

—¿Y no sabéis más?

—¿Qué queréis que os diga?

—¿No habéis adivinado nada?

—Que han sido cortadas con hachas.

—¡Vive Dios! Exclamó impetuosamente el condestable, ¡que eso también yo lo adivinaba, salid!

Iba a obedecerle el Rabí, inclinando profundamente la cabeza, pero D. Álvaro le detuvo diciéndole:

—No me habéis comprendido.

—Explicaos.

—Quiero saber algo más.

—¿De las dos cabezas?

—De las dos cabezas.

—Preguntadme.....

D. Álvaro estaba perplejo, y el astuto Rabí, con los ojos bajos, parecía gozar en su mortificación. D. Álvaro tiró violentamente de la argolla de una gabeta, y sacó un puñado, de oro que presentó al adivino. Pero éste lo rehusó sin interrumpir su silencio.

—¿Qué presagian esas dos cabezas? Dijo por fin D. Álvaro haciendo un esfuerzo.

—¡Vos creéis en presagios! Contestó el hebreo afectando la mayor sorpresa y reprimiendo una ligera sonrisa.

—¿Qué presagian? Repitió el supersticioso favorito con altivo ademán.

El Rabí tomó una expresión grave, apoyó su cabeza en las palmas, y meditó.

El orgulloso condestable, cuyo poder hacia temblar a Castilla; el valiente guerrero, espanto de los moros, el opresor de los reyes, ante cuya mirada inclinaba su frente Don Juan II; el gran político, cuyas combinaciones tenían suspensos a los pueblos, era en este instante el más miserable de los hombres. Con las alas de su espíritu plegadas como las del ave en la noche de tormenta, estaba delante del adivino aguardando sus palabras como una sentencia del cielo. Un negro moscardón de los que pululan en los montes, y que habia estado girando en torno de la lámpara, oscureció en aquel instante la luz, y D. Álvaro se extremeció, y estrechó contra su pecho un escapulario que llevaba siempre.

—¿Os empeñáis en saber, dijo por fin el hebreo, lo que presagian esas dos cabezas?

—Sí....

—Mirad que son presagios muy tristes.

—Hablad.

—Esas cabezas presagian la caida....

—¿De quién?

—De otras dos cabezas...... Una poderosa.....

—Bien, por lo que hace a una, interrumpió D. Álvaro levantándose fieramente, habéis acertado; pero no es poderosa, porque es la vuestra.

—He dicho que son dos, prosiguió el Rabí sin inmutarse; una será la mía……

—¿Y la otra? preguntó con ansiedad Don Álvaro.

—¡La vuestra!

A estas palabras, que resonaron por la bóveda con un eco fatídico, se dejó caer el condestable pálido y aterrado. Miró en derredor como si temiese que alguno hubiese oido el fatal augurio, y acercándose luego al Rabí, le dijo con voz ahogada:

—¡Silencio!

El Rabí sacó unos papeles donde se pedía la libertad de seis judíos presos.en la sinagoga de Toledo, por haber querido llamar a un cristiano a la ley de Moisés, y se los entregó al condestable. Ojeólos este rápidamente, y se los devolvió después de haberlos firmado.

—¿Estáis satisfecho? dijo con una indolencia en que se traslucía su abatimiento.

—Sí.

—¿Creeis firmemente que se pueden conjurar los astros para que el vaticinio deje de cumplirse?

—Creo firmemente que se pueden conjurar los astros para que no se cumpla sino la mitad del vaticinio.

—¿Cómo?

—No caerá sino una cabeza.

La luz de la lámpara volvió a oscilar agitada por el moscardón, y D. Álvaro gritó espantado:

—¡Luces!.... ¡Una cabeza! siguió en voz baja. Está bien…… ¿Habéis dicho que una cabeza?

—Una cabeza.

El condestable comprendió que se.salvaba la suya, y quedó satisfecho, pensando cumplir la profecía en la del Rabí; pero aquella misma noche la puso este a buen recaudo marchando a Toledo, desde donde partió más tarde para su tierra, con los judíos que por la firma del condestable habían alcanzado la libertad.

CAPÍTULO VI.
REGÍO.

Quitáronme mi compaña
La que me había acompañado.

Romancero.

Si nos tomásemos el permiso para dudar de la virtud de alguna dama noble, permiso que los nobles no nos podemos tomar, porque esta duda destruiría nuestra pretendida pureza de sangre, haríamos una observación. Y es ¡vive Dios! que Román es el fiel trasunto del moro que está a su lado. Tiene el moro como Román las cejas casi unidas, los ojos de igual magnitud, brillo y expresión; los labios con el mismo relieve, la barba y la frente del mismo dibujo; pero esta observación es inútil, cuando sabemos que la sangre corre sin alteración por las venas de las familias ilustres, desde el noble Wamba hasta D. Juan II. Es un rio limpio e imperturbable que no tuerce su curso en la carrera de los tiempos, que no halla a su paso una sola peña ni una sola maleza, y que por consiguiente conserva la misma serenidad y brillantez desde que nace en la tierra hasta que muere en el mar….. Las damas nobles son todas virtuosas…… En los hidalgos no puede haber bastardía……El descendiente de un duque lleva siempre en sus venas sangre del fundador de su escudo. Las damas nobles son mujeres perfectas, cuya fidelidad conserva la pureza de las castas primitivas Por eso hay sangre azul en tiempo de D. Juan II. Por eso el nieto de D. Enrique no puede tener en sus venas sangre moruna; por eso la semejanza de Román con el moro es efecto de la casualidad.

¡Pero es tan parecido! Nada perdió con los años la gallardía del moro…… Es el mismo que en las vegas de Toledo acompañaba a una noble dama sobre un poderoso alazán.

¡Ah, si esa dama no fuese la marquesa de Villena, ya hubiese yo dicho que Román es hijo del moro!

El doncel se ha restablecido en los días que trascurrieron desde que lo dejamos presa de una fiebre maligna, Está descolorido y lánguido, pero ya ha podido sentarse sobre el lecho, y escuchar a su doctor, que con las piernas cruzadas le habla sentado en el suelo.

—Pensé matarte, decía; pero al acercar a tu pecho el puñal, conocí por tu respiración, por tu encendimiento, y por el ardor de tu frente que penetraba en la planta de mi pié, que estabas enfermo, y me dio asco de matar a un hombre enfermo. Después te conocí tú me salvaste cuando...

—¿Conque os debo la vida? interrumpió Román.

—No quiero tu agradecimiento, hidalgo, contestó el moro pronunciando esta última frase con despecho y cólera.

—¿No queréis bien a los hidalgos?

—¡Perros! gritó el moro levantándose y mirando con ardientes ojos a Romaán.

—Venid, dijo éste con dulzura, tendiéndole la mano; acaso haya alguno bueno.

—Tú, respondió el moro con ternura y despecho al propio tiempo, y volvió a sentarse. ¿No te acuerdas de mí? Yo te debo la vida, bien lo sabes. En la zanja...

—Contadme vuestras penas.

—Son muy largas.

—No me cansará su relación.

—A mí sí.

—Desahogad vuestro corazón, amigo mio.

El moro guardó silencio unos instantes, como abismado en dolorosos recuerdos, y luego habló.

—Yo era Rey.

—¿Vos?...

—Era dueño de tres castillos.

—¡Regío! exclamó Román.

—¡Cómo lo sabes! ¿Quién me vende?...

Desgraciado de tí...Habla, ¿has venido a sorprenderme? ¿Quieren perseguirme los cristianos?

—Tranquilizaos. Nadie os molestará.

—¿Por qué sabes que fui Rey?

—Es voz de la comarca...

—Yo era Rey. La mujer cristiana más hermosa del mundo era mía. Juan Sago, por mandato de Enrique III, sitió mis castillos cuando yo estaba en Granada. Un perro hidalgo afrentó a mi mujer. Para mi vuelta ha han los cristianos preparado una emboscada, y me llevaron a Toledo cautivo. La mujer del hidalgo se enamoró de mí y la seduje como el hidalgo a la mia. Tuve un hijo. Allá quedó en Toledo por hijo del hidalgo. Diéronme libertad y huí a estos montes. Mi mujer había dado a luz una niña... La perdoné la vida, e hice mas... La protegí cuando murió su madre... ¡pobre huérfana!

Basta...estoy fatigado... ¡Ah, qué tormento! ¡Cuánto sufro! Todo hidalgo que habitó los castillos, ha perecido bajo mi puñal. ¡Huye! Si te detuvieras, tal vez te mataria. La relación de mis desgracias ha encendido mi cólera. ¡Huye, repito!

El moro retrocedió algunos pasos para dar espacio a que Román saliera; pero éste le miró con bondad, haciendo con la cabeza un movimiento negativo. La luz que entraba por la ventana, bañaba de espalda al moro, que con su heroica estatura oscurecía la figura de Román, haciéndole parecer su pálida sombra. Nunca se habían visto dos hombres tan semejantes.

—¿Qué quieres hacer aquí? dijo por fin el moro con voz sombría.

—Consolaros.

—¡Ah! exclamó Regío dolorosamente; el consuelo no le hallaré sino bajo la tierra.

—¿Cómo podré aliviar vuestra suerte?

—Eres bueno, contestó volviendo a sentarse. Te han enternecido mis dolores.

—Decidme qué puedo hacer.

—¡Ay cristiano, por mí nada! Yo siento que me detendré poco en estos lugares, porque mi alma está ya muerta, y lo que sobrevive en mí son los miembros, que como los de algunos reptiles conservan movimiento unos instantes después de acabada la vida. Anoche al pasar por la tumba de mi amada, vi alzarse tres luces, y es porque no estaré aquí sino tres lunas. La cuarta me hallará descansando debajo del ciprés que has visto junto al castillo. Mis últimas esperanzas las perdí en esa batalla que ganásteis. Llamaron; acudí. Fuimos vencidos... ¿Por qué no me dejaste morir cuando caí en la zanja?... ¿Por qué no dejaste que me acabaran los tuyos?...

—Alejad esos tristes pensamientos.

—Inocente, son mis únicas alegrías. El que ha perdido su amada y sus castillos, debe huir como yo de las gentes, y aguardar con ansia la voz del profeta que le llame a descansar.

—¿Qué puedo hacer por vos, repitió el doncel asiendo su mano.

—La hija de mi mujer…… contestó Regío haciendo un gesto desgarrador, la hija del hidalgo, quedará sola.

—¡Jarilla!

—¿La conoces? ¡Ahí prorumpió el moro levantándose otra vez y mirando a Román con aire irritado, tú has descubierto su retiro, y este atrevimiento te cuesta la vida.

—Sosegaos: yo os lo contare todo.

Refirióle Román su encuentro en la selva, y Regío se serenó por fin.

—Te ama, dijo luego; ¿la amas tú?

—La amo.

—Házla tu mujer.

—Estoy casado, respondió desesperadamente el esposo de Doña Inés, llevando su mano a la frente, como si este recuerdo le hiriera por primera vez.

—Entonces la mataré, dijo el moro con sangre fría.

—¡Ah, no! Regío, nada temais. Soy caballero. La amo, pero la respetaré.

—¿Por quién lo juras?

—Por mi Dios.

—Yo no creo en tu Dios.

—Por mi honor.

—¡Eres hidalgo!

—¿Por quién quereis que lo jure?

—Por el amor de Jarilla.

—Lo juro.

—Toma mi mano.

Y el doncel, estrechando su mano, cayó desvanecido por el esfuerzo que habia hecho su corazón.

—Esta noche, dijo con voz apagada, me enseñareis la ruta del castillo que mira al oriente.

—Esta noche vendré. Descansa ahora, buen joven.

El moro salió del castillo y se dirigió a una mezquita medio arruinada, donde dos moros viejos estaban en un rincón orando. Aquellos dos sectarios de Mahoma eran dos antiguos dependientes del castillo que habian vuelto a habitar las casillas abandonadas, y cuyo armazón de descarnados huesos, tenia mucha semejanza con las desmoronadas piedras dé la mezquita. ¡Todos caeremos a un tiempo! murmuró Regío.

Aquella noche volvió y condujo al doncel por una ruta ignorada, hasta el castillo de Nogales que habitaba D. Juan II; pero la debilidad del joven era tanta, que cerca ya de los muros sintió que le faltaban las fuerzas, y tuvo que apoyarse contra un árbol.

—Mejor será, dijo el moro, que te lleve en mis brazos por el subterráneo que comunica con el primer piso, y del cual yo solo conozco el misterio, porque yo le hice construir.

Y tomando al doncel en sus brazos, lo llevó hasta unas rocas, y se hundió con él en las entrañas de la tierra...

CAPÍTULO VII.
LA ESTRELLA.

Amor cruele é brioso!
Mal haya la tu crudeza
Pues non faces igualeza:
Seyendo tan poderoso.

Romancero.

Dos días hacia que la pobre Jarilla esperaba a Román en la fuente de las Adelfas. ¡Mujer enamorada que en la soledad has aguardado en vano al amado de tu corazón, tú sola puedes comprender lo que sufrió Jarilla al ver desvanecidas sus esperanzas!

Aún alumbraba la luna en el cielo en el día prometido por Román para venir a la fuente de las Adelfas, cuando Jarilla se levantó pensando adelantar las horas. El campo estaba cubierto de agua, y tuvo que subirse en unas piedras temblando de frío. Cruzó sus piés mojados, envolviéndolos en la falda de su vestido, y se puso a mirar a la Madre del sol, que es como llamaba a la Sierra de Oriente. Estuvo recordando todo cuanto le había pasado el día antes; y por término de sus largas meditaciones besaba la estrella de oro, que es también el nombre que hemos dejado al acicate de Román. Dio de comer a su vaca un puñado de heno; llevó semillas al pie de dos o tres alcornoques, en cuyas cortezas había puesto una señal, y después se volvió a la morada cuya descripción no queremos omitir.

Por un resto de majestuoso orgullo, había, querido Regío dar a su vivienda la apariencia, de un castillo, levantando dos torres con troncos de encina que sostenían la entrada del edificio. Entrábase por él a un ancho patio sembrado de granados y almendros, y alrededor del cual habia seis ú ocho columnas de barro que dividían otros tantos aposentos reducidos y oscuros. Al frente se veia un cuarto más largo, al que Regío llamaba Mexnar, y en cuyas paredes estaban colgados varios trofeos de una de las batallas que los moros ganaron a los cristianos en los memorables campos de Jerez. A un extremo del Mexnar habia un arca de hierro, y al otro una mesa con multitud de manuscritos, y colgado de un clavo, a la altura del techo, un rico, pero deslucido turbante, y una banda de seda.

La servidumbre de Regío se componía únicamente de Barbellido y del Morro, que estaban como guardas de la selva, y de una mora vieja que servia a Jarilla.

Jarilla entró a tomar su frugal desayuno, pero de repente se acordó de alguna cosa que Rabia dejado olvidada en la ribera, y volvió a ella con pasos precipitados.

Llegó a una encina muy vieja y carcomida que estaba oculta entre un grupo de otras, y se arrodilló después de haber mirado a uno y otro lado recelosamente. Era aquella la primera mañana que embebecida en sus amores, había dilatado el cumplimiento de una práctica que la enseñó su madre. En el hueco de aquella encina debía de haber, sin duda, alguna reliquia santa.

Al medio día volvió a la gruta con la esperanza pintada en el rostro, y acomodó sur asiento de yerbas detrás de la madre-selva, por cuyo verde enrejado se veia gran parte del valle. Un fresno, nacido en medio de la fuente, había crecido y ensanchádose con tanta profusión y lozanía de hojas que abarcaba con sus ramas colgantes todo el círculo de la fuente, y las zarzas floridas entrelazadas a ellas, subiendo a la corona del árbol y desmayándose hasta hundirse en la superficie cristalina perfeccionaban la obra de una gruta sombría, húmeda y deliciosa que resonaba con el canto de las tórtolas anidadas en ella. Jarilla se sentó allí, miró el agua, miró la verde bóveda, y tendió los brazos hacia las ramas de donde salían los arrullos. Agitó varias veces con su preciosa mano el cristal de la fuente, y después de una dulce contemplación, exclamó con balbucientes palabras: ¡Román! ¡Román! ¡Ven! ¡Ven!

El sol empezaba a penetrar en la gruta con. vivísimo ardor, y las flores que caían sobre la cabeza de Jarilla, exhalaban un perfume que embriagaba a la doncella. Corto Jarilla un ramo, lo colocó en su pecho, y volvió a repetir: ¡Román! ¡ven! ¡ven!... y nadie respondía.

¡Mujer enamorada que en la soledad hayas aguardado en vano al amado de tu corazón, tú sola puedes comprender la ansiedad de Jarilla!

Pero Jarilla no dudaba. Las almas en quienes la pasión domina, no dudan jamás. En medio del abandono y del infortunio creen en la felicidad, y cuando la esperanza ha muerto, la llaman todavía. ¿Cómo en aquella gruta deliciosa no había Jarilla de ver a su amante, cuando Dios la había dotado de tanta gracia y de tanto amor para hacer venturoso a su compañero?

Esta es la engañosa lógica de los corazones ignorantes, que juzgan las cosas como debieron ser en su estado primitivo, y no como son después que han degenerado, Jarilla oia las tórtolas enamoradas y contentas en la copa del árbol, o imaginaba, por un instinto de justicia, que Dios no podía negarle la dicha que concedía a los pájaros.

Jarilla no sabia que más allá de los montes había hombres que encadenan a los otros hombres; políticos que disponen de las ajenas voluntades, un hidalgo que abusa de la docilidad de su hijo, un escribano que da fé, una portuguesa que reclama sus derechos… Jarilla creía que todos los corazones eran libres como su corazón; por eso esperaba a su amante.

Pero ya el sol había traspuesto el monte y nadie parecia.

Jarilla empezó a llorar. De repente oye unos pasos lentos. Él es, gritó lanzándose fuera de la gruta… era una cierva que bajaba al arroyo.

Al día siguiente sucedió lo mismo, y ya Jarilla se entregaba a la desesperación, cuando vió a Barbedillo y al Morro que atravesaban el monte, cabalgando ambos sobre un caballo que reconoció al instante.

—¿Qué babeis hecho del que iba sobre ese caballo? gritó furiosa la hija del rey moro.

—Se fué en paz, contestó Barbellido.

—¡Ay de vosotros, si le hubiéseis muerto!

Os haria quemar como a la jara.....Dejad ese caballo y marchaos.

Obedecieron, y Jarilla ató el acicate al pescuezo del caballo, persuadida de que aquella estrella le guiarla para buscar a su señor.

—Vé le dijo, abrazándolo y besándolo en la frente, busca a tu dueño y vuelve con él antes que se vayan las golondrinas, y antes que se sequen las rosas blancas. Yo le amo más que a la vaca negra y más que al nido de garzas que tengo cu la ribera, y más que a la enredadera de campanitas azules que me nació en la fuente de las Adelfas. Díle que yo sin él no quiero ni la gruta, ni los pájaros, ni las flores. Díle que no puedo dormir junto al arroyo, porque estoy sobresaltada esperándolo. Díle, en fin, que venga pronto, porque quiero que viva conmigo siempre.

Dicho esto, dio una palmada en el lomo del caballo, y se subió sobre una roca a ver relucir la estrella.

Mucho tiempo estuvo la estrella errante por los verdes prados, y dejó de brillar cuando vino la noche.

Al día siguiente la vio Jarilla sobre una colina, y tendió los brazos llorando, y repitiendo el nombre de Román. Pero el caballo se espantó al pasar junto a un ato de pastores, y emprendió tan larga carrera, que la estrella desapareció de aquellos sitios.

¡Pobres mujeres, las que amais con la sencilla fé del corazón! La estrella de Jarilla era un acicate, y de esta estrella aguardaba su felicidad!....

CAPÍTULO VIII.
LA SOMBRA DEL MORO.

Tendido cayó de espaldas,
Amortecido de espanto.

Romancero.

Se había cumplido una semana desde que la duquesa heredera de Silves temia haber perdido a su marido, y que el señor de Villena esperaba haber perdido a su hijo, cuando ambos determinaron consolarse. No podía quedar duda alguna de que Román era muerto, puesto que su caballo acababa de ser encontrado cerca del castillo con un acicate atado al pescuezo, prueba inequívoca de que los asesinos de la selva habían concluido con el doncel. El encuentro del caballo fue muy curioso. Pérez, el paje de lanza, vio desde lo alto de la torre una estrella que giraba sobre una colina, y dio cuenta a sus compañeros de este maravilloso suceso. Los más osados determinaron salir a descubrirla, y hallaron al caballo de Román con el acicate, que brillaba al sol como una estrella.

—¡Nequacuan! dijo Pérez, cuando trajeron el caballo al castillo; ese acicate no es lo que yo vi relumbrar desde las torres, Lo que vi yo clara y positivamente, era una estrella tan grande como la luna, y de color azufrado…… Dios nos saque pronto de estas tierras, donde hay luces y sombras de encantamiento.

Pero sea como quiera, estrella de primera o de segunda magnitud, el señor de Villena la miró como mensajera de la muerte de su hijo, y la de Silves como cumplimiento del vaticinio que creyó oir por boca de las dos cabezas. Hicieron se las exequias del heredero, se dijeron algunas misas, rezaron por su eterno descanso el padre y la viuda, y prévio el consentimiento de D. Álvaro y de S. A. el Rey Don Juan, se casaron ambos dolientes.

Habia prometido el Rey dar a Román el castillo de Salvatierra, cuando se casara con la duquesa; pero no pudiendo ya cumplirse esta oferta en el hijo, hizo presente al condestable el señor de Villena que podía cumplirla en el padre. La alianza del portugués era en estos momentos tan importante, que D. Álvaro se prestó a satisfacer los deseos del de Villena. Pero antes que se pusiese el castillo de Salvatierra en disposición de recibir a los ilustres novios, se les señaló a estos un departamento en el que habitaba el Rey, eligiendo tres habitaciones del primer piso, donde se recogieron sus señorías a las once de la noche. Pérez habia sido elevado a la categoría de primer paje del marqués de Villena, y velaba aquella noche cerca de la desposada. Todo estaba en silencio. Una lámpara de bronce arrojaba su débil claridad en el primer aposento, cuya humedad atraia a las arañas que se dibujaban en la pared, reproduciendo centenares de patas con un acrecentamiento de sombra, capaz de intimidar a la que escribe estas líneas, tanto como pudiera intimidar a Pérez la sombra del moro. Columpiábanse las arañas, y ya el paje empezaba a sentir la necesidad del sueño, cuando se oyó un ruido subterráneo... las paredes crugieron... el paje se levantó despavorido, y todo volvió a quedar en silencio.

—Este es el moro, dijo para sí el paje, que suena dentro de las paredes, como la carcoma en las puertas. Seria bueno que oyendo las piedras, se nos encajase encima la maldita sombra.

Algunos instantes después se sintió temblar el pavimento, se oyó un golpe en un rincón de la estancia; una columna de aire que no supo Pérez de donde vino, lamió la llama de la lámpara, y un terrible moro apareció como brotado del suelo.

—¡Socorro! gritó el paje, y dio luego tan grandes alaridos, que hizo salir de su estancia al señor de Villena, a quien seguía, por miedo de quedarse sola, la hermosa desposada. Los pajes acudieron al mismo tiempo con hachas encendidas, y todos vieron claramente al heredero de Villena pálido, pero tranquilo, con los brazos cruzados en medio de la estancia.

—¡Mi hijo! exclamó aterrado el viejo novio.

—¡Mi marido! exclamó Doña Inés, mirando con alegría el novio joven.

—Huid; gritaba Pérez; ese no es el que pensais, es la sombra del moro.

Casos peregrinos habrán acontecido en la historia de los amores, que habrán puesta grande espanto en las regiones de la conciencia; pero ninguno tan peregrino como el de hallarse casado el noble señor de Villena con la mujer de su hijo. Preciso es confesar que nunca la impaciencia de las viudas y la precipitación de los viejos para contraer esponsales, trajo consecuencias más lastimosas; y yo quisiera que esto que refiero, sirviese.de provechosa lección, para que las viudas prolongasen sus duelos algunos días más, y para que moderasen los viejos sus amorosos arrebatos. Pronto los gritos de Pérez difundieron la alarma por todo el castillo, y supo S. A. la aparición de Román.

Aunque Juan II era Rey, no carecia de inteligencia, y en vez de ordenar que se tapiase, como hubiera querido el marqués de Villena, la sala donde se hallaba el aparecido, lo hizo venir a su presencia.

—¿Es verdad que estás aquí por arte del diablo? preguntó S. A. sonriendo, y alargando la mano al doncel.

—Estoy por gracia de Dios, contestó este besándola.

Refirióle brevemente cuanto le había acaecido, reservando su entrevista con Jarilla y su encuentro con el moro; y concluyó diciendo que había entrado en el castillo por el subterráneo que le enseñó un pastor.

—No veo tan claro eso del subterráneo, dijo Villena.

—Lo que ves algo turbio, repuso de muy buen humor el Rey, son tus bodas deshechas «con la venida de tu hijo».

—Señor, contestó sagazmente el cortesano, la Iglesia entenderá en este asunto.

—Pero en tanto que consultamos al arzobispo de Toledo, dijo el Rey con firmeza y resolución, Román vivirá con su mujer legítima en el castillo que le liemos regalado, y del cual iremos a darle posesión mañana mismo. A no ser que la hermosa Doña Inés, añadió maliciosamente advirtiendo el interés con que la portuguesa miraba a su primer novio, prefiera retirarse a un convento basta que el arzobispo decida.

—Señor, contestó Doña Inés, V. A. ha dicho antes lo que ha de ser, y yo no tengo más voluntad que la de V. A.

No bien se habían separado del Rey, cuando Villena condujo a Román a la sala de armas del castillo, y le dijo con un furor que la ironía de Don Juan había exasperado:

—Tenemos que batirnos.

— ¡Con mi padre! exclamó Román.

— ¡Con mi hijo! respondió el marqués, tomando dos espadas, y empujando al doncel para que le siguiera.

—¡Jamás!

—Cobarde, ¿temes a un viejo?

—Temo matar a mi padre, contestó Román conteniendo su primer movimiento de ira.

Villena condujo a Román a una estancia apartada, y le arrojó el arma repitiendo:

—¡Defiéndete! ¡defiéndete!

—Nunca, tornó a contestar el hijo, sin tomar la espada.

—¡Román, gritó el marqués, defiéndete!

Y viendo la impasibilidad con que cruzó los brazos, se acercó ciego de cólera, y le abofeteé el rostro.

Román lanzó un gemido, y tomando furiosamente la espada, se dirigió a su contrario; pero de repente se detuvo, y la clavó con ímpetu en el suelo, haciéndola saltar en dos pedazos.

—Matadme, dijo con abatimiento, pero no me batiré con vos.

—Miserable, ¡tú me robas mi felicidad!

—¡Desgraciado de mí! ¡esa felicidad va a hacer mi desgracia! ¡Padre, yo no amo a esa mujer, yo amo a otra!

Villena soltó la espada, y dijo con más templanza:

—¿Luego te alegrarías de que el arzobispo decidiese en mi favor?

—Sería mi mayor dicha.

—¿Respetarás a tu mujer, hasta que el arzobispo responda?

—Lo prometo por vuestro honor.

—Por el mío no, por el tuyo, repuso el marqués, como persona que no queria dejar palabras en falso.

—¡Por el mío!

—Bien, siendo así, marchemos mañana a Salvatierra, y cúmplase la voluntad del Rey.

CAPÍTULO IX.
LA LUZ DEL MORO.

Con la cuita del pavor
de la risa se olvidaron.

Romancero.

—Señor Pérez, decia uno de los muchos que rodeaban al paje en el patio del castillo, contadnos cómo ha sucedido eso, y si es verdad lo que se cuenta, tómese una resolución, porque me voy quedando seco, y por nuestra patrón Santiago, que no es sino la sombra del moro que me va chupando la sangre.

—Esta noche, contestó Pérez con aire severo y profundo, creo que no habrá en el corra uno que me acuse de visionario.

—¿Es por mí por quien lo decís? preguntó un paje.

—Ciertamente, Sr. Marinilla; y lo digo con razón. Pues hace pocas noches que se ponía en duda lo que yo contaba acerca de la sombra, fundándose (miren qué fundamento) en que yo no la había visto cara a cara.

—Decía, Sr. Pérez, que podían ser cuentos, puesto que nadie dijo, por estos ojos lo vi, sino lo vieron otros.

—Pues ya llegó lo de verlo uno por estos ojos…… (y señaló con los dedos) esa sombra que se tenia por cuento.

—Y bien, Sr. Pérez, ya nadie lo duda.

—Creí, prosiguió Pérez, mirando en torno por ver si sorprendía alguna sonrisa de incredulidad, que todavía era caso de duda) porque entonces...

—Lo que queremos, Sr. Pérez, es saber cómo se apareció la sombra.

Tosió y escupió el Sr. Pérez, y colocando su mano izquierda en el seno, y poniendo la derecha en acción, se expresó en estos términos:.....

—Serían como las doce de la noche cuando el señor marqués y la señora se recogieron a su aposento. Yo me quedé velando, y decidido a rechazar la sombra si se presentaba a turbar la paz de los señores. Pero miren lo que es la astucia de los moros. Habia en las paredes como unas tres mil arañas (salvo error) y daban cierta sombra que no me pareció sospechosa por el pronto. ¡Tanta era mi buena fé! Pero poco a poco aquellas sombras fueron creciendo… oyóse dentro de las paredes un ruido como de condenados que jugasen a la pelota... Tembló la tierra…… un terrible huracán de viento se metió en la sala, y la sombra del moro se me desplomó encima como una torre.

Aquí llegaba Pérez, cuando un centinela de la muralla, gritó:

—¡La sombra del moro!

Cayeron los pajes espantados unos sobre otros, y solamente Marinilla tuvo ánimo para hacer la señal de la cruz, bien que con mano trémula.

—Ya pasó, dijeron luego.

Serenados un tanto los pajes, y habiendo acudido allí algunas otras gentes del castillo, empezó a tratarse de tomar una determinación.

—Señores, dijo Pérez, que vaya uno a informarse de la dirección que lleva la sombra, para ver si está de acuerdo con ciertas cosas que yo me sé, y no he revelado todavía.

Fué Marinilla a preguntar, y supo por el centinela que la sombra había pasado a un tiro de venablo de la muralla, hacia la parte de Occidente.

—¡Táte! dijo Pérez, ya le cogí las vueltas.. Señores, voy a decir lo que no he dicho basta ahora.

Estiráronse todas las orejas, entreabriéronse todas las bocas, y Pérez continuó:

—El día en que el Sr. D. Enrique III (que en paz descanse) echó al moro de los castillos, se vio en la sierra de Occidente una luminaria, luminaria como nunca la vieron los cristianos, porque era entre azul y colorada, mezcla de azufre y sangre, que quitaba la luz de los ojos. Desde aquella noche observaron los del castillo que todas, sin faltar una, aparecia, la misma luminaria, aunque no tan fuerte, pero por la misma obra del encantamiento. ¿Que no es esa luz del moro?... para el necio que lo dude. El moro sube todas las noches, y no sé si es la luminaria, el relumbrio de sus ojos, o si es candela que enciende para calentarse, porque arroja de sí un viento frio que me heló los huesos esta noche, y que me hace creer que tiene la carne de carámbano o cosa que se le parezca. De todos modos, esa luz, repito, que es del moro.

—Entonces, dijo Marinilla, ¿subirá a estas horas por la sierra?

—En eso estoy, contestó Pérez.

—¿Y bajará con el alba?

—Es muy posible.

—¿Hay más que darle caza?

—¡Caza al moro! Exclamaron aterrados más de veinte hombres.

—Caza al moro.

—Señor Marinilla, repuso Pérez, se conoce bien que no habéis visto su sombra.

—Y la manera de que no se vuelva a aparecer, replicó Marinilla, es matar al moro.

—Señor Marinilla, cosas hay muy fáciles de proponer; pero imposibles de ejecutar, como es esta de dar caza al moro.

—¿Sabéis, Sr. Pérez, que para paje de lanza no sois de los más animosos?

—Señor Marinilla, gritó Pérez alborotado y descubriendo su frente señalada de cicatrices; cuando hayáis recibido tantas lanzadas como yo, podeis hablar de valentía. Pero una cosa son los cristianos y otra cosa los moros; una cósalos cuerpos y otra las sombras. ¿Quién ha de pelear con un Rey, que está encantada en los castillos, y que pone luminarias en las sierras? Y ya que es preciso decirlo todo, sabed Sr. Marinilla, que esa luz... esa luz no se enciende sin motivo.

—¿Pues qué más hay, Sr. Pérez? repitieron muchos.

—Hay, contestó el historiador, bajando la voz y abriendo los ojos, hay que el moro se ha comido asados a los hidalgos que habitaban los castillos.

—¡Qué horror!

—¡Asados!... ¡asados!... en esa lumbre que hay en la sierra. Ahora, que suba el señor Marinilla a calentarse los huesos.

—Bien, dijo este un poco desconcertado, yo no digo que subamos a la sierra; pero que se le espere al pié de ella.

—Yo estoy de guardia mañana, dijo uno.

—Yo no tengo caballo, dijo otro.

—De mí desconfía el condestable, añadió un tercero, y no me atrevo a salir fuera del castillo.

Otros no dijeron nada; pero se fueron retirando poco a poco, y Marinilla quedó solo con dos ballesteros, que tenían fama de temerarios.

—Si como estamos tres estuviéramos doce, dijo Marininilla con petulancia, yo le diria al Sr. Pérez cómo se matan las sombras y cómo se apagan las luces.

—¿Y creéis, contestó un ballestero, que no podremos juntarnos doce?

—¿Pues no veis cómo han huido?

—¡Vá! gentes hay en el castillo que no huirán delante de cien sombras y uno de ellos es mi primo, y otro es el marido de mi hermana, que esté en gloria.

—Yo también, dijo el segundo ballestero, puedo contar con mi hermano, y con dos amigos.....

—Marinilla contó por los dedos los ocho que resultaban, y añadió:

Con otros seis o siete, sobraba gente para darle caza.

—Se buscan.

—Ahora me acuerdo, exclamó golpeándose la frente, de los seis arqueros que han venido ayer de Sevilla y que no saben nada del asunto.

—Bien, todavía hemos de ir más de doce.

—Señores, si es que podemos ir hasta veinte mejor.

—Juntaremos los que podamos.

—Convenido.

—¡Veremos a ver si con veinte hombres se atreve a pelear el moro!

—¡Pues a la caza!

—¡A la caza!

CAPÍTULO X.
LA CAZA DEL MORO.

Allí cayó luego el rey.
Muy mortalmente llagado.

Romancero.

Hay en la cima de la sierra de Monsalud, una habitación subterránea, a la que se desciende por la bóveda. Muchas personas han tenido por maravilla semejante vivienda, dudando qué persona humana gustase de habitar aquel sepulcro, que apenas baña un rayo de sol, y en donde el aire nunca se renueva. Pero una cisterna construida cerca de la misma morada, dá a conocer claramente la existencia de un ser que la habitó por largo tiempo[6].

Existió este en el de D. Juan II, y era uno de los moros tenidos por poeta. Perseguido por el fanatismo del maestre de Alcántara Don Martin Yañez de la Barbuda, que seducido por el ermitaño Juan Sago había jurado el exterminio de los moros escritores, tuvo que huir de Córdoba y refugiarse en el castillo de Regío, de donde fue lanzado más tarde, viéndose al fin precisado a esconderse en la sierra.

Allí construyó la bóveda y el algibe, y plantó una huerta, con cuyo fruto se sustentaba, y con algunos regalos que le llevaban los moros esparcidos por las cercanías; y aunque tan retirado, se sostenia tanto la fama de su saber, que hasta los reyes moros le enviaban cartas para consultarle siempre los puntos más importantes y difíciles.

La noche en que se apareció en el castillo de Nogales la sombra del terrible mahometano, una semejante se deslizó a través de los muros, y se dirigió hácia la sierra. Aunque una luna muy clara alumbraba el suelo, no podían atravesarse sin peligro los matorrales que estorbaban los piés, si ya no fuese por el conocimiento que alguno tenia de aquellos malos pasos, y por la increíble agilidad con que saltaba las peñas.

Llegado que hubo el que caminaba a la mitad de la sierra, se sentó, y se limpió el rostro con la punta del turbante. Contempló algunos momentos las luces que iluminaban el castillo, y se sonrió con esa amarga y desesperada sonrisa que en los caracteres enérgicos hace las Teces de llanto para expresar el dolor. Luego volvió a subir más lentamente, y seria como la media noche, cuando llegó a la cima. Una luz muy débil se percibia a lo lejos en un extremo de la sierra, y a ella se dirigió el moro.

—Abac...Abac; repitió el moro al pié de la bóveda.

—Entra, contestaron desde abajo.

Descolgóse y se halló frente a frente con Abac.

Abac tenía envuelto el cuerpo en un capote moruno, y el rostro en la barba blanca. Estaba con las piernas cruzadas, leyendo a la claridad de una lámpara en un libro muy viejo.

—¿Qué traes? dijo Abac.

—La desgracia, como siempre.

—Habla.

—Jarilla ama a un cristiano.

—¿No hay más?

—Es hidalgo.

—Continúa.

—Y...está casado.

—Calló Regío, y Abac meditó.

—La semilla vuelve a la tierra de donde ha brotado, dijo Abac gravemente; hija de cristiano es, busca marido cristiano. Deja marchar al destino. Doncella será hasta que el cristiano sea libre. No te inquietes por su honra. La doncella honrada es más fuerte que los hombres. Si el cristiano no es nunca libre, morirá doncella.

—¡Hija de cristiano! murmuró Regío.

—¡Pobre huérfana! añadió Abac.

Guardaron silencio, y luego el viejo sacó un tintero y unos pergaminos; los colocó sobre una tabla y dijo a Regío:

—Escribe.

Regío tomó la pluma y escribió en arábigo lo que Abac le dictaba, y que traducido decía así:

«¡Grande es el poder de Dios! inclínense ante su ley todos los seres de la tierra. Cinco años que en la soledad le canto, y en mis lábios no se agotan las alabanzas.

Yo te alabo cuando la nieve cubre la sierra, y el frió entumece mis piés.

Yo te alabo cuando me falta el sustento y mi cuerpo desfallece; la hora de mi tormento es la de mi mayor alabanza.

Yo estoy lejos de la tierra donde nací; yo no veo el árbol a cuya sombra se sentaba mi padre.

Los hombres mataron mis hijos.

Yo voy a morir entre estas rocas sin que un brazo me sostenga, ¡y yo te alabo!».

La voz del viejo, llena y sonora, retumbaba por la bóveda como la voz de nuestros sacerdotes en los templos.

Detúvose un poco, y luego siguió:

«Nuestras mezquitas han sido destruidas por los cristianos.

»Ya no tenemos un rincón donde poder orar.

»Habitamos las cuevas. Todas las desgracias y todas las miserias, han venido sobre nosotros.

»Nuestros hermanos colgados por los caminos, hansido pasto de los cuervos. ¡Y yo te alabo!»

Cesó Abac, y todavía repetia el eco: «¡Y yo te alabo!»

Aquel canto tan vehemente, exhalado de los labios de un anciano casi moribundo, hizo derramar lágrimas a Regío.

—Dejemos esto, dijo Abac; escribe al Rey de Granada.

Regío tomó otro pergamino, y escribió en arábigo:

«Satisfacer el tributo estipulado con el Rey de Castilla por la restauración del trono.

»Nuevas guerras sobrevendrán, si el Rey de Granada se niega a ello.

»Alá favorece a los justos.»

—Este pliego a Granada. He sabido por aviso de Mahomed que ha solicitado auxilio del de Túnez. Mabomed será destronado, si no aprovecha mi consejo. Vete ya, hijo mío; necesito dormir algunas horas para poder trabajar en la huerta. La tormenta última ha destruido los frutos, y tengo que cuidar más de las legumbres.

—Duerme, contestó Regío, y yo cavaré la huerta.

—No, respondió Abac; no esperes al sol, porque pudieran verte los cristianos, que están en la falda de la sierra.

—Descansa, replicó Regío.

Y salió de la morada.

Ya habia desaparecido la luna, y las luces del castillo brillaban con más viveza en la oscuridad de los montes.

Regío se sentó en el borde dé la cisterna, y volvió a entregarse a sus amargas reflexiones. ¡Ay! en aquella ventana que dá al Occidente, se habia sentado con su hermosa a contemplar la luna. En aquella del Mediodía había admirado sus dorados cabellos, que brillaban esparcidos al sol. En la torre más alta besó sus negros ojos y su rosada boca una tarde en que le aguardaba impaciente porque retardó su paseo. ¡Cuánto poder, cuánta riqueza, cuánta felicidad había tenido en aquel castillo! Así pensaba cuando vino a exclarecer la sierra el primer albor del día.

Regío se dirigió a la huerta, tomó el azada, y cavó alrededor de los árboles.

Ya alumbraba el sol, y el beneficio de las plantas estaba hecho por la mano de Regío cuando dejó la azada, se limpió el rostro, descansó un instante, y emprendió su camino hacia el castillo de Salvaleon.

Cuando llegó a la mitad de la sierra, le pareció oir ruido de caballos; detúvose, miró, no vio nada, y siguió tranquilamente su camino. Pero al llegar a la falda de la sierra se oyó el grito de

—¡Muera la sombra del moro!

Una flecha silbando con fuerza, vino a cía varee en su frente, y Regío cayó brotando de ella un manantial de sangre.

CAPÍTULO XI.
LA MUERTE DEL MORO.

A caballo salió el moro
Y otro día desgraciado,
En negras andas le vuelven
Por donde salió a caballo.

Romancero.

Caballero en un famoso potro granadino bajaba el Rey D. Juan II con toda su corte por la pendiente de la sierra donde se eleva el castillo de Nogales, para ir a dar posesión del de Salvatierra a su protegido el célebre Román.

Iba la Reina en un vistoso palafrén enjaezado de terciopelo verde con flecos de oro, y a su lado la duquesa heredera de Silves, radiantes ambas de hermosura, de riqueza y de alegría. Seguíalas el viejo marqués de Villena, sin apartar los ojos de su fugitiva novia, y procurando llamar su atención con palabras y con suspiros. Pero la duquesa, para librarse de él, acercó cuanto pudo su palafrén al de la Reina, entablando con esta una conversación en portugués, que, aun a ser ménos cerrado, no pudiera comprenderlo el de Villena. Don Álvaro de Luna, absorto en sus meditaciones, iba un trecho apartado de la corte, y dejaba a Román el honor de conversar con S. A. que se sentia dichoso con esta ausencia del consejero, y con la libertad de poder comunicar libremente sus impresiones. Siempre que estaba lejos del condestable era D. Juan amable, jovial y decidor, y su frente levantada y la movilidad de su cuello, daban a entender que llevaba ligeramente la corona. Parecia que la mano de D. Álvaro pesaba sobre ella como una maza de hierro, cuando su proximidad ponia al Rey tan cabizbajo.

La belleza de aquella corte de oro, de seda, de plumas y de rostros delicados, formaba un filosófico contraste con la grave perspectiva de los incultos montes; y el ruido de las palabras que espantaba a las aves, y el son del atambor que hacia huir a los ciervos, hubiera indignado al poeta que prefiriese la soledad de las tierras vírgenes al bullicio de las vanidades sociales. Cuando se ven en las peñas, en los árboles, en los arroyos y en las flores, las moradas, los doseles, los espejos y los lechos que tuvieron los primeros hombres, un sentimiento inexplicable nos revela contra la civilización. En tanto que habitamos los palacios, y nos dormimos entre sedas embriagados de perfumes, no sentimos más que la languidez de la pereza y el enervamiento de la esclavitud; poro cuando una vez salimos al aire libre de los bosques y sentimos, si somos guerreros, el peso del casco que nos abruma la cabeza, y si somos damas, la estrechez de la cotilla que nos prensa el corazón; y comparamos la existencia sencilla y feliz de los primitivos seres con la nuestra complicada y tormentosa, hay un momento de ira en que quisiéramos destruir nuestras casas y huirnos a las soledades. Es decir, los seres amantes y los poetas, que son los únicos a quienes no logra dominar la civilización; que por lo que hace a los otros, se pueden muy bien resignar a vivir en los pueblos con un Rey que les mande, un esclavo que los obedezca, y un coche que los arrastre. Román era poeta y enamorado; así, al aproximarse a la selva, sintió que el peso de la armadura le era insoportable. Para vivir con Jarilla en la gruta de las madre-selvas y de las zarza-rosas no le eran menester ni la armadura dorada, ni la herencia del marquesado, ni el favor de D. Juan. Un suspiro se escapó de los labios del doncel, y con gran sentimiento del Rey, se obstinó en guardar un absoluto silencio. Pero en aquel momento se espantaron algunos caballos, las dos ilustres portuguesas empezaron a hacer exclamaciones en su idioma, y D. Álvaro acudió sobresaltado. Cuatro hombres arrastraban penosamente con el auxilio de unos palos a un moro cubierto de sangre, que en abundancia iba regando las yerbas. Seguíanle basta quince ballesteros con aire triunfante, como se vé a una turba de muchachos traviesos volver del campo con la caza de un gran lagarto que arrastran medio vivo entre disputas y algazara. De trecho en trecho descansaban los que arrastraban al moro, y uno de los cuatro se entretenia en levantar al desgraciado los párpados con un palo para que abriese los ojos, y en separarle los labios para descubrirle los dientes. Román saltó del caballo con la furia de un tigre, y desnudando la espada empezó a descargar golpes sobre aquel hombre cruel. Después se arrodilló junto al moro, le limpió el rostro con su pañuelo, y desgarrando a pedazos su vestido, restañó la herida de su frente, pidiendo a voces que lo auxiliasen los médicos del Rey, con gran sorpresa de toda la corte, que no podía comprender semejante arrebato.

—Doncel, dijo el condestable acercándosele con semblante ceñudo: ved que S. A. no viene a veros desempeñar el oficio de cirujano, sino a daros posesión de un castillo.

—Condestable, respondió Román con solemne tono: la Humanidad es antes que el Rey.

Y sin atender a más razones, dio orden para que trajesen del castillo una camilla: quitóse el casco, tomó agua de un próximo arroyo, que el Arroyo del moro se llama desde entonces, lavó el rostro del herido, y no se apartó de él hasta que le vió volver en sí.

Tornóse después al Rey, que esperaba una señal del condestable para saber si debía enojarse por aquel hecho; y antes de que tuviese tiempo de reflexionar, le refirió la escena del castillo de Salvaléon, sus defieres para con el moro, y su deseo de llevarlo consigo para satisfacerle la deuda de gratitud. El gesto indeciso del rostro de S. A. tomó con semejantes razones una expresión benigna, y no solo dio a Román su beneplácito para que acompañase al moro, sino que encargó a su medico el cuidado de asistirlo eficazmente.

Es verdad que esto dio mucho que murmurar a los pagos, y sobre todo a Pérez, que decía:

—Llevemos a este endiablado al castillo, que como él abra los ojos, no han de faltarle desgracias. Miren como D. Román se ladea a esa gente bien decían, que allá en la guerra protegia a un…

—Silencio, Sr. Pérez, contestaba uno, la mejor palabra es la que se queda por decir.

—De todos modos, Sr. Pérez, añadía Marinilla, ya os habréis convencido de que no es tan difícil matar a un moro, puesto que veinte hombres hemos sido sobrados para darle caza.

—Señor Marinilla, ¿paréceos que soy tan inocente que crea que el moro está herido de, muerte? Tan vivo quisiera ver a mi padre.

—¿Conque no está herido de muerte?

—Por nuestro patrón Santiago, que el moro está más vivo que nosotros; y que esa sangre que ha vertido no fué sino para envenenarlas yerbas, que mañana estarán secas, o no entiendo yo las marañas de la morería. ¡Matar al moro! miren que gesto lleva. ¿No creeís que se va a morir? Pues esta es otra gatada…

—La cúlpa la tengo yo, Sr. Pérez, que le quise traer vivo al castillo; que si le hubiera, como pensé primeramente, aplastado la cabeza con una piedra, no tendría, que temer nadie por su mágica.

—¡Ea! Sr. Marinilla, eso sí que es no entender la mágica moruna. Aunque le echárais encima aquella sierra (y señaló la más alta) no le aplastaríais la cabeza al moro. ¡Maldita sea su crisma! ese demonio tiene los sesos de hierro. ¡Desdichados de los cuatro que van a cargar con él!

—¿Queréis callar, Sr. Pérez?

—Pues y el que beba el agua del arroyo donde han lavado el casco después de haber servido de cazuela para enjuagar la herida, ¿paréceos que no reventará?

—Y ¿quién ha de beber ya esa agua?

—El pobre pastor que no lo sepa, los animales, los pájaros, ¿que si habrá morriña? lo habéis de saber pronto….. Pero mirad ¡ah zorro! ya hace otro pucherito. ¡Habráse visto demonio más mojigato!...... Se pone como que tiene ansias de muerte…... Mal rayo que te parta el hocico……. Los moros sois muy ladinos, pero acá se entiende ya algo de vuestras tretas. ¡Miau! añadió remedando una boqueada.

Habíanse ido separando de Pérez los otros compañeros, y este apostrofe lo dijo solo el paje sin advertir que nadie le escuchaba.

—¿Qué es eso, gritó, por qué me dejais?

—Porque sois un imprudente, contestaron, y nos vais a comprometer con habladurías.

—Ya callo, repuso el buen Pérez uniéndose a ellos.

Colocado Regío en el lecho que llevaban en hombros los servidores de Román, serenadas las ilustres damas, y recobrando D. Álvaro de Luna el aire indiferente que una falta de la etiqueta habia turbado en su rostro, se puso de nuevo en movimiento la régia comitiva al son de las cajas y éntrelos sordos gemidos que alguna vez exhalaba el moro.

Aquella marcha triunfal conduciendo a un moribundo, la alegría retratada en el semblante de los cristianos, la agonía de la muerte en el pálido del moro, un rey de Castilla dominado por el favorito, a quien habia de hacer decapitar, un marqués casado con la mujer de su hijo, Román unido a la mujer que no ama, y a poca distancia Jarilla llorando por el amante que no puede pertenecerla; he aquí reunidas en una selva todas las miserias de la vida.

—Pero, exclamó impaciente la heredera de.

Silves dirigiéndose a la Reina, haga V. A. que mi marido nos explique la causa de su cariño por ese moro que nos ha dado tan gran susto.

Oyó el marqués de Villena la palabra marido, y aprovechó la ocasión de acercarse a doña Inés.

—¡No eres tú, dijo zumbonamente la Reina, es el marido joven.

Bajó el viejo la cabeza confuso y mortificado, y la Reina hizo venir a Román.

—Tu mujer, dijo apoyando con intención el título, quiere hacerte una pregunta.

—La duquesa, contestó Román inclinándose, puede empezar cuando guste.

—Queria saber, balbuceó doña Inés desconcertada, desde cuándo sois amigo de los moros.

—Desde que soy cristiano, señora, me intereso por las desgracias de todos los hombres.

—¡Ah! exclamó la duquesa deteniendo su caballo para quedarse detrás con el doncel; ¡si fuérais tan piadoso con las mujeres!

—¿Qué quereis decir?.

—Que aún no os habéis dignado dirigirme una mirada.

—Perdonad, señora, si no me es dado satisfacer vuestra legítima reconvención.

—No es una reconvención; es una queja.

—Perdonad, repitió queriendo alejarse de doña Inés.

—¡Román! siguió la portuguesa obstinadamente, una palabra sola.

—Que sea breve.

—Soy vuestra mujer.

—Ya lo sé.

—Y bien.....

—¡Ay!

—¿Suspiráis, Román?

—Ya lo sé...¡ay! ya lo sé que no puedo pertenecer a otra.

—¿Y lo decís con amargura?

—Lo digo con desesperación.

—¡Román!

—¿Qué quereis?

—¿Luego amáis a otra?

—Sí.

—Pues olvidadla, porque jamás sereis libre… ¡Lo juro! Sea cualquiera la decisión de la Iglesia, yo os amo, y no renunciaré a mis derechos.

—Llevareis mi nombre, pero nunca será vuestro mi corazón.

—¿Por qué os enlazásteis conmigo?

—Porque entonces no amaba a nadie.

—¡Ah!

—Duquesa, cumplamos resignadamente con el deber que nos impone el mundo, viviendo fraternalmente; pero sabed que la palabra amor no saldrá de mis labios.

—¿Y quién, es la mujer venturosa, a quien amáis?

—Su nombre debe importaros poco.

—¿Es también mora? ¿Guardáis silencio?... ¿Temeis que descubra su retiro? ¡Román, qué desgraciada soy! exclamó la portuguesa limpiando en seco sus hermosos ojos.

—¡Sí, señora, los dos somos muy desgraciados!... Que Dios os guarde.

Y Romau se colocó otra vez al lado del moro.

Ya habían atravesado gran parte de la selva, y se distinguían a corta distancia las torres del castillo. Regío cada vez más pálido entreabrió los ojos, y lanzó un gemido al reconocer el camino que atravesaba.

—Amigo mio, dijo Román, estoy aquí a vuestro lado.

—¡Román, pocas horas me restan de vida!

—Desechad esa idea.

—Quiero hablarte de mi último deseo.

—Bien, amigo mio.

—Quiero que tú con tus más fieles servidores me lleves a enterrar al bosque donde está Jarilla, y que protejas a esta. Es hija de un hidalgo, pero estaba bajo mi amparo.....

—Pensemos en salvaros.....

—No, Román.

—Y si por desgracia sucumbís, cumpliré vuestra voluntad.

El moro había ido reanimándose poco a poco, y continuó.

—Román, no te separes de mí hasta que muera.

—Os lo prometo; pero ¿tendréis fuerzas para presenciar la ceremonia a que tengo que asistir?

—¿Qué ceremonia?

—Voy a tomar posesión del castillo.

—¿Mi castillo va a ser tuyo? exclamó el moro iluminado con un rayo de alegría; sí, yo puedo yo quiero asistir a la ceremoniaallí a tu lado, Román.

Media hora después llegaron al castillo.

La ceremonia de la entrega era una de las más solemnes de aquellos tiempos, mucho más si se considera hoy el aparato real con que iba a verificarse, y las numerosas tropas que acompañaban a SS. AA.

La sierra parecia un jigante cubierto en su cima con un solo casco, que formaban centenares de cascos reunidos, y con un solo penacho que tremolaba cerca de las nubes. El son de las cajas parecia su voz que retumbaba por los valles. Habíanse elevado asientos para los reyes y las damas; los nobles ocupaban gravemente sus puestos. El moro detrás de Román se sostenia sobre sus piernas cruzadas, agotando el último resto de vida en este esfuerzo.

El heraldo repetia el formulario que declaraba al heredero de Villena dueño del castillo de Salvatierra, por la gracia del muy poderoso y magnánimo Rey D. Juan II, cuando Regío, que había estado mirando con espantados ojos al marqués de Villena, se levantó repentinamente y gritó:

—¡Villena!... ¡Villena!... ¡Dame a mi hijo!... ¡El hijo de tu cristiana, que es mi hijo!... Yo le vi nacer ¡Perro, ese hijo no es tuyo; te lo juro por el Korán! ¡Es mi hijo!

El moro cayó en tierra desplomado, y un profundo silencio siguió a sus palabras.

El Rey quedó mohino; el condestable suspenso; Doña Inés perdió el color; alborotóse el marqués; los nobles se miraron confundidos; los pecheros sonrieron gozosamente, y Román acudió a levantar al moro, que exhaló en sus brazos el último suspiro, al mismo tiempo que las gentes gritaban bajo las almenas:

—¡Viva el Rey! ¡Viva el nuevo señor del castillo!

CAPÍTULO XII
EL ENTIERRO DEL MORO.

Por la puerta de la Vega
Salen gentes a caballo
Vestidos de raso negro,
Ya de noche al primer cuarto
Con hachas negras ardiendo,
Un ataud acompañando.

Romancero.

La noche que siguió a este día, fue muy triste en el castillo de Salvatierra. Un viento desapacible se estrellaba en las torres, y se oían gemir las ramas de los espinosos arbustos nacidos en las grietas de sus paredes, como tristes encarcelados que se duelen de sus cuitas en el silencio. La luna envuelta en un velo de nubes, parecía el cadáver do una doncella que caminaba a la huesa, cubierta de fúnebres crespones. Veíanse como fantasmas las gentes de armas que custodiaban los muros; los caballeros vagaban silenciosamente en el vasto salón donde habían colgado sus armaduras, y los escuderos y pajes limpiaban los arneses a la luz de un gran fuego. Alguna nueva importante había recibido el condestable, que le tenia en larga conferencia con el Rey, y de la cual eran síntomas las órdenes que había dado de que los guerreros permaneciesen en vela. Muchos de ellos no se habían desnudado el casco ni quitado el guantelete, ni sus caballos ensillados habían sido aliviados siquiera del peso del hacha colgada en el arzón. El caballo de paseo que trajo el Rey al castillo se hallaba desenjaezado, y a su lado, en la caballeriza, se veia otro de batalla, recamado de acero» Todo daba indicios de una próxima lid.

Entre tanto un caballero, precedido de algunos pajes con hachas encendidas, y de cuatro hombres que llevaban un ataúd, bajaba del castillo como una aparición que hacia helar de espanto a los guardias que la miraban a lo lejos. Pérez conocía aquel misterio, y lo revelaba en voz baja a sus compañeros.

—Yo vi al moro, decía, tendido en la sala de mi señor, y se le había puesto la cara al maldito negra como el pellejo de mi caballo. Muerto como estaba, tenia los ojos abiertos, y me parece que resoplaba y echaba humo por las narices, o tal vez fuese el chisporroteo y el tufo de las luces. Pero que sonaba alguna cosa es indudable. Mi señor mismo lo echó en la caja, y llamó a los tres hermanos Vargas, y a Guzmán, que ya sabeis que no creen en cosas de encantamiento, y los cuatro cargaron con ella. El señor hizo que salieran por la puerta secreta ¡eh, ¿a dónde pensais que va?... Mañana habrá nuevo señor en el castillo!

—¿A dónde vá, Sr. Pérez? preguntó Marinilla.

—A donde no le seguirán sino los condenados..... ¡al infierno!

Todos hicieron la señal de la cruz, y se arrimaron unos a otros.

—Mirad qué luces aquellas, continuó Pérez con pavoroso acento. Cada vez se van alejando más, hasta que se hundan en lo profundo. ¡Ya dije yo que el moro habia de traernos mayores desgracias! Sabía yo que la morería es testaruda. Ya no se ven las luces… ¡pobre señor! ¡Aquella caridad con el moro, habia de llevarlo a condenarse! Recemos por su alma. «En el nombre del Padre, del Hijo…».

Y aquellos hombres recios y feroces en las batallas, cruzaron las manos humildemente, y respondieron en coro a la oración de Pérez.

—¡Amén!

Pero la voz del clarín y el ruido del atambor interrumpieron su sosegado rezo. Los escuderos volaron a sus corceles, los caballeros a las armaduras, y por todas partes resonaba el choque de los guanteletes y el son de las espuelas. La Reina misma se ciñó un ligero casco de oro y una graciosa espada. Solo el marqués de Villena, tendido en un sillón, exhalaba dolorosos gemidos, y maldecía la gota que le impedía seguir a su adorado Rey. La bella princesa se acercó a él, y le dijo en buen castellano:

—Marqués, hazte cortar esa pierna que de nada te sirve, y así podrás regalarme el acicate que necesito hoy.

Y despidiéndose de su dama, bajó S, A. al patio del castillo, donde el Rey y sus tropas se preparaban a la marcha, dando mueras al maestre de Santiago.

Román oyó desde el valle el toque de llamada, y aligeró la marcha del fúnebre cortejo; pero el aire apenas dejaba alumbrar las hachas, y el camino estaba, como hemos visto antes, sembrado de malezas. Detúvose donde vio por vez primera a Jarilla, y la llamó por tres veces; pero nadie respondió.

Entonces Román hizo que los hombres empezasen a cavar la sepultura, y él se dirigió a la fuente de las Adelfas, llamando nuevamente a Jarilla. Por única respuesta percibió el eco del clarin, y el doncel se extremeció pensando en el deber que le llamaba cerca del Rey. Adelantóse maquinalmente en dirección de la casa, y volvió con todas sus fuerzas a llamar a Jarilla; pero el estrépito de los atambores se hizo entender más claramente, y el caballero se hallaba devorado por la más cruel ansiedad. Dio algunos pasos, llamó a Jarilla por vez postrera, y desesperado de no conseguir respuesta, se volvió al lado de Regío, cuando ya la fosa que había de guardar su cadáver estaba casi abierta. La luz de las hachas al abrigo del valle esparcia una vivísima claridad. Román quitó el paño fúnebre que velaba al moro, y besó respetuosamente su frente, cuando un ruido se sintió entre las plantas….. Luego resonó un grito, y Jarilla medio desnuda y pálida se arrojó en los brazos del doncel. Las lágrimas ardientes de la joven rodaban por la mejilla de Román, y sus lábios temblando por los sollozos palpitaban sobre su boca, al mismo tiempo que el sonido del clarín estremecía las sierras.

—Ya no volverás a separarte de mí, decía la desdichada con tierno acento; viviremos en la gruta...¡Román, ya has venido!... ¡Ya soy dichosa!...

—Nuestro padre ha muerto, dijo Román sin soltar a la joven; vengo a darle sepultura.

—¡Mi padre! dijo Jarilla volviendo la cabeza.

Y aterrada a vista del cadáver, perdió el sentido en los brazos de Román.

Este la sostuvo con un brazo, y con el otro echó el paño fúnebre sobre el rostro de su padre, diciendo a sus gentes:

—¡Sepultadle!

Ya atronaba los campos el ruido de los atambores. El doncel vio echar el último puñado de tierra sobre el cadáver de Regío, y subiendo en el corcel, llevando en sus brazos a Jarilla, marchó hacia el castillo cuando empezaba a romper el alba.

Jarilla habia vuelto en sí, y miraba espantada al caballero que, calada la visera, la estrechaba en sus brazos. El desnudo seno de la joven temblaba fuertemente al movimiento del corcel, y se lastimaba rozando contra el duro peto del ginete; pero el terror no la permitia quejarse. El sonido del clarin no cesaba en tanto, y Román, devorado por la impaciencia, metió la espuela al caballo tan pronto como salieron de las malezas.

Entonces, las sacudidas del seno de la joven contra las doradas escamas del peto fueron tan violentas, que hicieron saltar su sangre. Jarilla exbaló un gemido, y se desmajó.

Román detuvo su carrera, y la miró asustado.

Ya alumbraba el día. Los bellos ojos de la joven estaban cerrados y brotando lágrimas. Una gota de sangre corria por su blanco pecho. Román alzó la visera, y bebió en sus ojos y en su seno las gotas de sus lágrimas y la gota de su sangre.

Román pudo observar entonces el estrago que en tan pocos días habia hecho el dolor en aquel rostro ¡Pobre niña!.... la redondez de sus mejillas habia desaparecido: dos círculos aplomados rodeaban sus ojos, y aun con hallarse tostada por el sol parecía blanca su tez, por la extremada palidez que la cubría. Los huesos de sus hombros descubiertos se señalaban en el negro justillo como dos redondas setas a flor de tierra; y en la tabla de su pecho se dibujaban las finas ternillas y las azules venas.

—¡Román! exclamó volviendo en sí: ¡llévame a la fuente, llévame, amor mio! tengo miedo de correr así… ¡Vámonos a la fuente!... ¡yo te amo!

Y enlazando al cuello del joven sus amantes brazos, inundó de lágrimas su rostro. Aquellas palabras fueron un dardo para el corazón de Román. ¡Estrechó a Jarilla loco, desesperado!...

La llamada de las trompetas tornó a resonar por los montes.

Román volvió a emprender su carrera, y a los pocos minutos se halló de frente a las tropas del rey. Vió las banderas desplegadas y los preparativos de guerra: oyó los gritos al combate, y por primera vez sintió el calor de la vergüenza abrasar su rostro.

Detúvose al llegar al grupo de caballeros, y preguntó con voz de trueno por el marqués de Villena.

—Se queda en el castillo, respondió un cortesano, esperándoos a vos y a vuestra dama.

El corazón de Román botó dentro del pecho, y sin responder palabra se dirigió al castillo a galope. Trepó a la sierra, entró por los muros, se desprendió de su corcel arrebatando a Jarilla, subió a la estancia del marqués de Villena, y le dijo con solemnidad:

—¡Marqués de Villena, ya sabeis que no soy vuestro hijo: ni vuestro nombre, ni vuestra herencia, ni este castillo me pertenecen ya; pero soy un caballero que viene a depositar dentro de estos muros a una doncella, a quien el honor le manda proteger. Por vuestro honor de caballero, os conjuro a guardar este sagrado depósito hasta que vuelva a recobrarle….. ¡Beltrán, mis armas de batalla!

El marqués de Villena se levantó y extendió su mano sobre la cabeza de Jarilla.

—¡Beltrán, mis armas! volvió a gritar Román. Gracias, marqués de Villena; si habéis menester de una espada, no olvideis la mia.

Y ciñéndose la armadura precipitadamente, bajó la escalera, saltó sobre el caballo, y voló como una exhalación tras del estandarte real.

SEGUNDA PARTE.

CAPÍTULO I.
SAN VICENTE FERRER.

cuando es lo oyó.....
De rodillas se incaba.
Alzó los ojos al ciclo
Las manos puestas hablaba.

Romancero.

Afortunados siglos aquellos en que nacen santos.

De tarde en tarde, como los Alejandros y los Césares vienen al mundo los héroes de la religión. Conforme nos alejamos del siglo en que vivid Jesús, la fé se entibia, los recuerdos de su ejemplo se van debilitando, y el mundo abandonado, que ni teme ni espera, pasa desde la duda a la impiedad, y desde el ateísmo a la perversión. La voz de los apóstoles antiguos no alcanza a nuestra edad, y se confunde con el rumor de los tiempos. Como una tradición va perdiendo de boca en boca su verdad primitiva, las sublimes doctrinas del gran mártir se van alterando de generación en generación, y llegan al siglo xv entre los ritos de Mahoma y las predicaciones de los judíos. Los mismos doctores de la Iglesia con el ejemplo de su mundana vida, de su codicia y de su egoísmo, relajan el severo dogma, y atraen, sobre la Iglesia el desprecio de los pueblos, que en su ignorancia acuden a los mahometanos o a los judíos para tener una creencia que a su despecho les arrancan los falsos ministros del verdadero Dios. Así hace tremolar Mahomet el Izquierdo el estandarte de la media luna sobre las torres de Granada; así avanza el Rey de Túnez por las fronteras andaluzas; y así se apodera Mahoma de los templos, robando al cristianismo la mitad de sus almas. Así, por otra parte, invade a Castilla el ejército de judíos, cuyo saber atrae a los espíritus sencillos, haciendo mas extragos en la católica grey que los alfanges de los moros. Esto habían atraído a la cristiandad los horrores del reinado de D. Pedro I. Al pueblo que tenia sed de religión, satisfizo D. Pedro con bebidas de sangre. Como había de ser piadoso para serenar los ánimos de las gentes, fué cruel para endurecer sus corazones; sembró el terror en sus vasallos y recogió el miedo. Muchos rasgos de gran monarca creyeron distinguir los historiadores en el perfil del reinado de D. Pedro, y harto respeto yo el saber de los historiadores para que escriba una controversia fundada en mi sola opinión; pero séame permitido manifestar que mi cualidad de mujer me da derecho para execrar al verdugo de Doña Blanca y al amante de la Padilla. D. Pedro, malvado por instinto, justo por humorada, vengador por corage, generoso por inconsecuencia, es un Rey original, pero no es un Rey grande. En la historia natural de los malos reyes debe ocupar el puesto de una fiera que no se parece a las otras fieras, pero que no por eso es ménos horrible que las demás. La tiranía del Rey D. Pedro, su barbárie con las mujeres, sus luchas con sus hermanos y su espantosa muerte, eran escándalo de la humanidad en 1369. ¡Infortunados siglos aquellos en que nacen tiranos!

Un apóstol vino por entonces a España. Cataluña, Valencia, Murcia, Granada, Andalucía, León, Castilla, Astúrias y Aragón hablaban con pasmo de un sublime misionero que atravesaba a pié los campos y las ciudades, y se detenia en los templos a cantar la palabra de Dios. A su paso se apiñaba el gentío, las masas formaban un solo oido para escuchar lo que decia aquel sábio predicador que venia a regenerar la fe. Los soberbios se sentían humillados, los humildes cobraban ánimo, los infieles temblaban y se convertían, y los fieles lloraban de agradecimiento y felicidad. En el espacio de estas predicaciones corrieron hartos años para que fatigase la corona las sienes de Enrique II, para que abrumara las de Enrique III, y para que D. Juan II la abdicara en las de D. Álvaro de Luna. Tres reyes se habían cansado de reinar, sin que se hubiese cansado el apóstol de predicar la palabra divina. Tres cabezas se habían gastado bajo una corona de rey, mientras la cabeza de Vicente Ferrer sostenía la corona del sacerdote. En Toledo estaba este consolador de los pesares humanos, este fiel guia, este protector espiritual, cuando llegó a Toledo el príncipe D. Enrique. Abrumado el santo por los años, debilitado por las fatigas de sus peregrinaciones, punzado por los dolores físicos, y devorado su espíritu con la fiebre de la caridad y del amor divino, más bien que a la tierra, pertenecía ya a los cielos.

En una casa oscura, vieja, húmeda y desamparada, que hacia siglos se sostenia arrimada al muro, tenia su habitación Vicente. Un cuarto sin lucir, con techo ruinoso, paredes agujereadas, y cuyas ventanas con arabescas columnas en el medio daban vista a la vega, era el que habia elegido para su dormitorio, y en el cual se habia también aposentado una pareja de aves nocturnas, atraidas por lo solitario del sitio, por su silencio y oscuridad. Un sillón de ébano, regalo del arzobispo, le servia de lecho. Delante de él una pobre mesa cargada de libros y un tintero de barro completaban el adorno del gabinete del sábio.

Hallábase en este momento recostado en el sillón con las manos cruzadas y los ojos vueltos hacia la vega. La atmósfera de Toledo empañada por la niebla hacia aparecer más tristes las orillas del Tajo, y presentaba los árboles como un ejército de fantasmas. El son melancólico del rio penetraba como un gemido por las estrechas ventanas, y éste y el de las dos aves anidadas en la techumbre eran los únicos ruidos que interrumpían el silencio de aquella grave morada. Su rostro, tan hermoso otros días, se asemejaba hoy a la tristeza de un viejo álamo blanco roído por los insectos. Sus mejillas estaban cóncavas; su boca como la grieta de una peña, tenía los labios inmóviles y afilados. Solo en sus ojos había quedado un resto de su belleza angelical. Aquellos ojos amorosos y suaves no habían perdido aun el fuego extraordinario que la fe mantenia en su corazón. Pero su mirada es hoy lánguida y húmeda, su estasis más que nunca doloroso y tierno.

Así recibió al arzobispo de Toledo. Levantóse con más prontitud de la que prometia su debilidad, y esperó de pie a que hablase el arzobispo.

Grave era la cuestión que iba a resolver, según la explicación del prelado. Habíase casado un noble con la desposada de su hijo, creyendo que su hijo había muerto. Habia aparecido el hijo, y S. A. el Rey D. Juan II aguardaba la decisión de la Iglesia para deshacer una de las dos bodas. Meditó el sábio, y después dio al arzobispo una breve y sábia respuesta. «El marqués de Villena debe ser el esposo de doña María».

Frunció el arzobispo las cejas y arrolló los pergaminos entre las manos.

—La voluntad del Rey es otra, contestó.

Una ligera llama de indignación encendió por un instante los ojos del santo; pero la apagó una mirada humilde que dirigió al cielo. Salió el arzobispo, y el sábio volvió a postrarse en el sillón.

El príncipe D. Enrique apareció luego.

—¿Sois vos, exclamó levantando las manos al cielo: sois vos, el rebelde hijo que ha venido a turbar la paz de nuestros muros con el grito de sedición? Entrad desgraciado, prosiguió, viendo que el príncipe permanecia como petrificado contra la puerta. Entrad… ¡Habéis menester de la piedad porque estais perdido! ¡Ah, qué babeis hecho!... ¡Tan joven, y ya en esa frente veo el sello del crimen! ¡Niño todavía, y ya quereis ser malvado!...

El príncipe se extremeció al oir estas últimas palabras, y recobrando su altanería…

—¡No he venido a pedir consejos, dijo, sino a dar órdenes!

Sonrióse Vicente con lástima, y replicó.

—Entonces salid de aquí, porque aquí no bailareis esclavos. Aquí no hay más que siervos de Dios y súbditos del Rey.

—Creia contar con vos, que siempre me babeis querido; añadió el príncipe templando su tono al ver la firmeza del fraile.

Este no respondió.

—Contaba con vuestra elocuencia, padre, para animar a Castilla a que sacuda el yugo de D. Álvaro, Yo no quería ser ni criminal ni malvado, sino libertador del reino.

Volvió a sonreírse, y guardó silencio.

—Padre, continuó D. Enrique con mas energía; ya es tiempo de poner un dique a la ambición de D. Álvaro. ¿Sabéis lo que es Don Álvaro? ¡Duque de Trujillo, conde de Santistéban, de Gormaz, condestable de Castilla, y que será maestre de Santiago!.... ¿Pero qué digo? D. Álvaro lo es todo. D. Álvaro es el verdadero Rey. Padre, responded, ¿no tengo razón para indignarme?....

El santo no contestaba.

—¡Padre, hablad por Dios! ¡Si supierais cuántas humillaciones me ha hecho sufrir!....

—Basta, dijo con severidad el sábio. Esas humillaciones, y no la defensa del reino, son la causa que os obliga a levantar contra vuestro Rey y vuestro padre el estandarte de la rebelión. Dijerais vuestra querella, sin decir los títulos del favorito, y os hubiera contestado antes. Así, niño, quereis por vengar vuestro orgullo herido, arrojar al reino en el abismo de una guerra civil! ¡Cuán digno sois de conmiseración!

—Padre, gritó el príncipe volviendo a irritarse; mi causa es justa, y confio en Dios que me ayudará a llevarla acabo. ¡Hoy resonará en Toledo el grito de guerra contra el condestable!

—Y hoy, respondió el santo, resonará en Toledo el canto de paz al Rey D. Juan II.

—¿Saldréis a predicar vos que os estais muriendo?

—Sí, hijo mio, saldré a predicar.

—¡Vos os podréis mover, padre!

—¡Vedlo!..., exclamó Vicente levantándose con viveza del asiento, y dirigiéndose a la puerta con paso firme… Todavía viviré para salvar al reino de la calamidad que le amenaza… Todavía podré, sosteniéndome en el báculo, atravesar los pueblos y llevar la paz a todas las gentes a quienes subleve vuestro acento de guerra...

—¿Y triunfareis, padre?

—Triunfaré, porque les hablaré las palabras de la ley. Les diré que la guerra de un vasallo contra su rey, de un pueblo contra el trono, es inicua. Les presentaré al hijo vencido y cargado de cadenas y condenado a muerte por su propio padre...

—Bien, interrumpió D. Enrique, moriré gustoso.

El misionero prosiguió animándose por grados.

—Triunfaré, porque los hablaré con la palabra de Dios. Les diré que la guerra de un hijo contra su padre es infernal. Les presentaré el cuadro de la batalla del hijo contra el padre del hijo vencedor clavando el acero… en las entrañas del que le habia dado el ser.

D. Enrique palideció, y sus nervios comenzaron a agitarse mientras hablaba Vicente.

Este, encendido en santa ira, prosiguió diciendo:

—Triunfaré, porque les haré ver la imagen del padre muriendo ensangrentado, el hijo manchado de sangre arrancándole la corona. Del padre cadáver, por último, tendido en el suelo, y el hijo cantando sobre su tumba el himno de victoria…

—¡Padre, exclamó D. Enrique cruzando las manos y cayendo de rodillas. ¡Padre, perdón!

Pero el santo no le atendía; su rostro se habia inflamado, sus ojos chispeaban, sus lábios, antes secos y tirantes, vibraban ahora dóciles como las cuerdas de un arpa exhalando armoniosos sonidos. Su voz fue creciendo, como cuando la hacia resonar bajo las augustas bóvedas de los templos, y la estancia retumbó como los huecos de un órgano pulsado con firmeza.

Habló con solemnidad, con ternura, con indignación, con ruegos, con amenazas, y habló largo tiempo sin debilitarse; hasta que el príncipe, pálido, aterrado, ahogado por las lágrimas, repitió cien veces el grito de perdón.

—Príncipe, dijo por fin el predicador, deteniendo el impetuoso torrente de su elocuencia y tomando un tono reposado; yo no soy más que un siervo de Dios, y a mí no debeis dirigiros; levantadlos ojos al cielo, prosiguió asiendo la mano del príncipe con una fuerza nerviosa y arrastrándolo hacia la ventana.

El sol poniente había rasgado el negro embozo de la niebla, y brillaba con una luz roja y siniestra sobre las aguas del Tajo... El príncipe, sobrecogido de un temor religioso, se arrodilló, levantó al cielo sus ojos llenos de lágrimas y oró con fervor.

—Levantaos, dijo luego el santo… Es sincero vuestro arrepentimiento y Dios os ha perdonado. Yo os bendigo en su nombre. Teneis un corazón generoso. Un corazón que resistió la idea de ser vencido y que no pudo resistir la de ser vencedor de su padre.

Marchad a reuniros con S. A., que estará sumido en el mayor dolor, y que desea veros para daros la bendición paternal.

Besó D. Enrique la mano del santo, y al día siguiente partió para las Extremaduras.

Del corazón de este príncipe tan perverso, solo Vicente Ferrer podía hacer brotar una chispa de virtud.

¡Chispa fugitiva!

CAPÍTULO II.
LA REINA DOÑA LEONOR.

Allí hablaron sus doncellas;
Bien oiréis lo que dirán.
—¿Qué es aquesto, mi señora?
¿Quién es el que os hizo mal?
—Un sueño soñé, doncellas,
Que me ha dado gran pesar,
Que me veia en un monte,
En un desierto lugar.
Bajo los montes muy altos
Un azor vide volar:
Tras del viene una aguililla
Que lo afincaba muy mal.

Romancero.

Abrió Doña Leonor los ojos espantada por los sueños que habia tenido, y llamó a sus damas cuando la luz del sol no habia reflejado aún en los vidrios de la ventana. La viuda de D. Fernando de Antequera, ramo florido del noble tronco de los antiguos caballeros, era una castellana a todas luces hermosa Pero su rostro se hallaba en su cuarto menguante. Los rostros bellos tienen, como la luna, sus crecientes y menguantes, dando por supuesto que la juventud sea su plenilunio.

La menguante, que empieza con la primera arruga, va robando luego la redondez de las megillas, hundiendo la boca y afilando la barba y la nariz, hasta que en el último cuarto presenta la misma faz que la luna, con las dos puntas salientes. ¡Ah! pero la luna vuelve a su creciente, y la belleza no vuelve jamás.

Nada más peligroso que el rostro de una mujer bella en su último cuarto: como no es una belleza de esperanzas, como sus atractivos van a dejar de existir, produce su mirada el efecto de la última luz de la luna, que ha iluminado las noches de estío.

El semblante de Doña Leonor, sonrosado cuando niña, habia adquirido con la edad y el sufrimiento esa palidez mate que esparce como una aureola en torno de las facciones, y que hacia brillar con más fuerza el negro azulado de sus tristes y rasgados ojos. Su cabello, un poco oscuro para ser rubio, habia empezado a blanquear ligeramente por cima de las sienes, haciendo en su alto peinado el efecto de una cabellera empolvada. La frente de Doña Leonor deslumbraba, su gallarda estatura, su andar, su porte eran regios.

Un atractivo tenia que la valió como Reina y como dama la subordinación de los hombres. Este atractivo era la gracia, la dulzura, y la solemnidad de su acento. En dos puntos ejerce el magnetismo su principal influencia, en el brillo de la mirada, y en el eco de la voz.

La voz de Doña Leonor, llena, sonora, vibrante y apasionada, conmovió la silenciosa bóveda de su aposento, como el sonido de un laúd en las altas horas de la noche. Doña Leonor estaba agitada y trémula todavía. Tenia los brazos fuera del lecho, la cabeza echada hacia atras, como si hubiese luchado con un fantasma, y en sus mejillas se veian gotas de llanto casi congeladas. Miró fijamente el pebetero que ardía sobre una columna de mármol, como si buscase en su luz ánimo contra el terror que la dominaba, y volvió a repetir el nombre de Alda, que había invocado primero.

Acudió la dama despavorida, y Doña Leonor hizo abrir las ventanas.

—No hay luz, exclamó tristemente; pero no importa. Alda, quiero levantarme.

Alda comunicó sus órdenes a las otras damas, y estas pusieron a la Reina un trage negro, y envolvieron sus cabellos en una redecilla. La contracción nerviosa que experimentaba Doña Leonor, hizo difícil el que la calzaran los pequeños chapines.

Pero una vez terminada la tarea, Doña Leonor se dirigió a su oratorio, y permaneció arrodillada hasta que brilló claramente el día.

Era extraño aquel sobresalto de la Reina, que con tanto valor habia otras veces hecho frente a la adversidad. En raras ocasiones su semblante perdía su serena y resignada expresión de melancolía, y sus damas estaban confusas contemplando en silencio aquella mudanza.

Las ocho no serian acaso, cuando Doña Leonor hizo llamar a su capellán, y le preguntó:

—¿Vicente Ferrer?

—En su retiro.....

—Rogadle que venga a vemos.

—¿Y si estuviese postrado?

—Decidle que ira nuestra persona.

Partió el capellán, y Doña Leonor volvió a su oratorio.

Una hora después se presentó el santo, penosamente sostenido en su báculo.

Arrodillóse la Reina y prorumpió en sollozos. Animóla Vicente, y cuando pudo hablar se explicó así:

—En estos momentos, padre, cae bajo el golpe del acero algun bizarro campeón. He visto en sueños una batalla sangrienta…… un caballero cuyo escudo no pude distinguir recibió una herida y yo vi brotar como un torrente su preciosa sangre…… y oí sus gemidos su último suspiro de agonía, Al pronto no le conocí; pero me acerco, le desnudo el casco, y.....

La Reina se detuvo y sus megillas se enrojecieron.

—¿Y era el maestre?

—¡Mi hijo! exclamó la Reina en el mayor desorden: ¡mi hijo, no; sí...no estoy cierta!

—¿Era D. Pedro?

—¡Oh, el otro hijo mio!... Tal vez...no, no era.

—¿Era el Rey?

—Padre, dijo Doña Leonor humillando la frente hasta el suelo, no era el Rey. Pero decid, padre mío, vos que sois tan sábio, vos que habéis predicado a los pueblos, vos que teneis la gracia de los santos, vos que conocéis la voluntad del Señor, ¿debo marchar adonde está mi hijo?… ¿Es este sueño un aviso de Dios, para que me interponga entre el Rey y el maestre? Hablad, ¿qué debo hacer?

—¿Quién era el muerto? torné a preguntar fray Vicente con gravedad.

La Reina levantó los ojos al cielo pidiéndole fuerzas para hablar, y quiso mover los lábios. Pero no pudo, y respondió con sollozos.

—Haced exámen, dijo. Olvidad que sois Reina, y confesad todos vuestros pensamientos.

Doña Leonor se retiró a un extremo del oratorio, y meditó largo espacio.

Vicente no cesó de orar.

Luego que la Reina estuvo preparada, la confesó, y le dió su absolución.

Al mismo tiempo resonó en el patio del palacio el ruido de un correo.

La Reina se adelantó temblando a recibir la nueva, y entregó a Vicente el pliego que decía:

«Madre y señora, salud. El Rey ha puesto sitio a Alburquerque; rogad á Dios que proteja a vuestro hijo.

D. ENRIQUE, Maestre de Santiago».

—¡Ah! Exclamó la Reina. Padre mio, dadme otra vez vuestra santa bendición; que voy a marchar a donde está mi hijo!

—Mi última bendición, dijo el misionero levantando la mano sobre la cabeza de la Reina, porque cuando torneis, hija mia, ya habré cesado de existir.

Y se cumplió su profecia. Murió ocho días después.

CAPÍTULO III.
VENGANZA DE UNA PORTUGUESA.

Lo que dice y lo que siente
Entiéndalo quien bien ama,
Si sabe el mal que son celos,
Que llaman muerte de rabia.

Romancero

Apenas había Román traspuesto la sierra, cuando Jarilla, que había permanecido en un estado de estupor, que no la permitía hablar durante el diálogo entre Román y el Marqués, gritó repentinamente al ver que se alejaba su amante.

—¡Román! ¡Román!

—Doncella, dijo Doña Inés acercándose a Jarilla. ¿Por qué gritáis así? Estais en nuestro castillo.

—¡Román! Repitió la joven acercándose a la ventana, y tendiendo los brazos por fuera de ella: ¡Román!

—Román, siguió la portuguesa con una sonrisa irónica; Román os ha dejado bajo nuestra protección, ¿qué temeis?

Pero Jarilla no prestaba atención a las palabras de Doña Inés, y no viendo ya al doncel, prorumpió en un amarguísimo llanto. Doña Inés la contemplaba en silencio, y de vez en cuando se sonreia.

—¿Dónde ha ido Román? preguntó al fin Jarilla con un tono de enojo, que hizo a Doña Inés arrugar el entrecejo; dime, ¿dónde ha ido?

—Esta niña está loca; dijo Doña Inés, volviéndose al marqués de Villena.

—Si tú lo sabes, dímelo, continuó Jarilla, porque yo quiero ir a donde él vaya.

—Señor, dijo doña Inés al marqués, haced que Beltrán la vista de ballestero, y dejadla que vaya tras de su y concluyó Doña Inés la frase con una palabra portuguesa, que la autora de este escrito no puede traducir por no entender el idioma.

—A ti te dijo donde iba, continuó Jarilla dirigiéndose al marqués; a ti te lo dijo; dímelo, porque voy ahora mismo a buscarle.

—¡Ah! ¿qué os parece, señor? exclamó Doña Inés con una carcajada sarcástica. ¿Sabéis que Román es todo un caballero en proteger doncellas semejantes?

—No quiero, siguió diciendo Jarilla, no quiero que Román se vaya, porque soy suya. Se va con las estrellas, y le llevarán lejos… Ya se murió mi padre Barbellido y el Morro le encontrarán; le quitarán otra vez el caballo.

—¡Voto a!.... Exclamó Villena, ¡qué lenguaje tan extraño!

—Si se ha marchado, por la Madre del sol, dímelo, iré allí y lo traeré a la fuente. Es muy temprano, y hasta el medio día puedo llegar al fin del mundo y encontrarle, y volver esta tarde.

—¿Señor, qué se hace con esta demente? preguntó Doña Inés.

—Lo primero vestirla, respondió el marqués, a quien empezaba a inquietar el trage demasiado ligero de la joven.

—Si se deja vestir, porque es salvaje.

Dio orden Doña Inés para que llevaran a Jarilla al aposento de sus doncellas, y apareció una dueña que quiso tomarla de la mano; pero Jarilla se resistió.

“¿Qué quieres, gritó, yo voy a buscar a Román que se ha marchado por el monte?

—Doncella, replicó Doña Inés, en nuestro castillo no hay más voluntad que la del marqués, obedeced.

Pero Jarilla se desprendió de la dueña y corrió a la puerta. Villena la tomó por un brazo y ía hizo sentar; luego llamó a sus pa ges y mandó que se guardase la salida. Jarilla miraba a todos colérica y repetia; «Dejadme ir con Román».

—Que vengan dos hermanos Vargas y que se encarguen ellos de trasportarla a su aposento.

Pero a la vista de los hermanos Vargas, Jarilla se sosegó; les dió la mano como a sus amigos, y dijo llorando:

—Vosotros enterrásteis a mi padre; bien me acuerdo que estábais con él al lado de Román. Vosotros me llevaréis con Román.

Y los siguió tranquilamente.

El marqués de Villena quedó solo con Doña Inés.

—Y bien, dijo ésta, ¿no creeis, señor, que esa muchacha está loca?

—Sin duda alguna.

—Y que debe encerrársela estrechamente.

—Hermosa Inés, pensemos en otra cosa.

—Hablad, señor.

—Ya sabéis que Román no es mi hijo.

—Sí.

—Que es hijo de un moro.....

Doña Inés suspiró.

—Por consecuencia, no es un noble.

—Ya sé, señor, lo que vais a decir.

—Ahorradme, pues, el disgusto de explicarme. Hermosa Inés, te amo.

—Tú eres mi legítimo esposo, dijo Doña Inés con una violenta expresión de ternura.

—Tú eres la señora de Villena, repuso el marqués; la dueña de este castillo.

Y la joven portuguesa y el viejo español se dieron un abrazo tan amoroso y leal, como puede dárselo una joven a un viejo, y una portuguesa a un español.

Sin esperar la resolución de la Iglesia, el marqués y Doña Inés arreglaron sus conciencias a sus intereses, y se llamaron esposos. Doña Inés no iba fuera de camino; Román ya no era el heredero de Villena, era el hijo de un moro. Es verdad que tenia veinticinco años, gallardía, talento, noble corazón, pero no tenia ningún castillo; es verdad que componia trovas, pero no poseía riquezas. El marqués era feo, viejo, estúpido, egoista, pero… pero era rico.

¡Ah Doña Inés! ¡Ah criatura codiciosa, plaga de todos los tiempos! ¡cuán felices seríamos si una mano generosa hubiera estirpado la semilla, para que no llegara a nuestra edad ese horrible contagio de la codicia! Ese vicio de la ancianidad que halla en la vista del oro sus únicos placeres, inspira compasión; pero ese vicio inoculado en la juventud, que es siempre bastante rica con el amor y el entusiasmo, ese vicio inspira cólera…

Yo quisiera apartar la pluma de Doña Inés y seguir el rumbo de mi historia, ¡pero desgraciada de mí, que tengo que hablar de ella todavía!

Señora del castillo Doña Inés, hizo de Jarilla su prisionera. Al día siguiente de la escena que hemos referido, fué a visitarla. Habían vestido a Jarilla con un guardapiés negro, y la habían puesto su manto para que asistiese a la misa que diariamente oia en el castillo la devota portuguesa, y el no ménos devoto marqués. Jarilla se hallaba silenciosa; pero en su palidez y en la oscuridad de sus ojeras, se advertia que había sufrido mucho aquella noche. Estaba contemplando el paisaje que ofrecía la sierra de oriente, y algunas veces se agitaba como si en su cima distinguiese algun objeto. Doña Inés se acercó pausadamente, y la estuvo mirando sin distraerla.

—¡Román! dijo Jarilla en voz baja.

La portuguesa cogió su mano, y empezó a hablarla con la mayor dulzura.

—¿Amas mucho a Román?

—¡A Román!

—Román vendrá si tú estás tranquila.

—Sí. Ya han ido por él los tres hermanos.

—Ya han ido por él, y para que no te canses en esperarle, hablaremos de Román.

—Sí.

—Te contaré la historia de Román.

—Sí...Sí.

—Vamos a oir misa primero, a rezar…

¿Sabes tu rezar?

—Santa María Madre de Dios...

—Eso mismo. ¿Luego no eres mora?

Jarilla hizo una mueca.

—¿Eres cristiana?

—Mi madre me enseñó a rezar.

—Pues vamos a rezar, Menina, vamos a rezar.

Jarilla rezó con un fervor tan grande, que asombró a todos, porque la juzgaban salvaje ó loca.

Una vez en su aposento, Doña Inés se reclinó en una silla, y Jarilla se sentó a sus piés, cruzando sus brazos sobre las rodillas de la portuguesa, y levantando su rostro atenta a sus palabras.

Menina, Román es muy gallardo como tu vés, y sabe correr a caballo por el monte: tú le amas mucho. Pues así como tu viste a Román y le amaste, le vieron también otras mujeres. Porque hay en el mundo otras mujeres.

Jarilla se puso muy pensativa.

—Hay en el mundo otras mujeres siguió Doña Inés. ¿No Las visto cuanta joven hay en este castillo?

—Román está lejos, dijo Jarilla, y no las vé.

—Pero las ha visto. Román antes de verte a tí, vio a otras mujeres.

—Él vino de la Madre del sol.

Doña Inés se detuvo.

Menina, no entiendo lo que dices. ¿De dónde vino Román?

—Estaba yo en la roca, donde el Morro mató a la loba que tenia allí su cueva. Habia tormenta.—Yo me escondí en la cueva. Pasó la tormenta, y me subí alo alto dé la roca... Entonces vi que de la Madre del sol venia en su caballo.—Corría mucho.—Le relumbraba la cabeza.—Traia en los pies dos estrellas.—Bajó al valle.—Yo dejé la roca y me fui a la ribera: era Román que estaba bebiendo. ¡Oh, Dios mio! exclamó Jarilla juntando las manos arrebatada de gozo.

—Sigue, dijo Doña Inés mirándola con ira.

Pero Jarilla, abrumada con la felicidad que la daban sus recuerdos, cubrió su rostro con ambas manos, y dejó caer la frente sobre las rodillas de Doña Inés...

Hubo unos instantes de silencio, en que Doña Inés sintió contra sus pies las palpitaciones del corazón de Jarilla, más duros para ella que los golpes de un martillo.

—¡Román! gritó Jarilla levantando su cabeza sofocada. Bien me acuerdo de aquella tarde; el sol estaba entre las nubes de la sierra; las tórtolas escondidas en los fresnos; la parra estaba caida con el rocío; las zarza-rosas se habían deshojado. Todo el suelo de la grata estaba lleno de hojas. Allí se sentó Román: ¿Y cuando me asusté, creyendo que mi va quita era mi padre ó Barbellido ó el Morro?

¡Qué contento estaba Román! Y luego estuvimos en la fuente… La mano de Román se asió a la mia, y cuando Román hablaba, el aire se llenaba de fuego, como el aire que trae la tormenta en el verano… ¡Román, Román!

Mucho debía sufrir la portuguesa. Doña Inés amaba realmente a Román. La imposibilidad de conquistar su corazón, la circunstancia de no ser ya el heredero de Villena, el orgullo, la codicia…… la codicia principalmente, obraron en el ánimo de Doña Inés para que renunciase a toda esperanza de unirse al doncel, y para que estrechase los ya fuertes lazos que la unían con el marqués de Villena. Pero si renunciaba a su derecho, no era para cederlo en beneficio de mujer alguna. Doña Inés consentia en no ser la esposa de Román, pero no quería que otra lo fuese. El amor de su corazón era como esas plantas estériles que crecen en las tierras viciosas; roba el jugo que debe nutrir a la espiga y se secan sin dar fruto.

Menina, dijo Doña Inés, ¿quieres que te cuente muchas cesas de Román?

Jarilla prestó atención, volviendo a cruzar sus brazos sobre las rodillas de la portuguesa.

—Antes que Román, prosiguió esta, bajase al valle con su caballo, antes que te viera a tí, había visto a otras mujeres; porque ¿de dónde venia Román, cuando bajó al valle?

—De la Madre del sol...

—En la Madre del sol hay castillos como este. En los castillos hay mujeres… como tú… como yo… ¿No me ves a mí? Pues bien, cuando Román bajó al valle venia de mi castillo, y había visto a otra mujer muy hermosa. ¿Entiendes? Que le amaba como tú que le daba la mano…

Jarilla empezó a comprender vagamente, sin sentir todavía el efecto de los celos. Quedó pensativa, y luego hizo una mueca como si aquello no la importase.

Doña Inés sacó entonces una cajita de ébano y la abrió...

—¡Román! exclamó Jarilla al reconocer en aquella plancha de cobre el retrato de su amado.

—Este es Román, dijo la portuguesa. Antes de verte Román, estaba al lado de otra mujerasí, dijo Doña Inés, acercando el retrato a su seno.

Jarilla se extremeció. Jarilla sintió la primera punzada de los celos, y quiso apartar el retrato del seno de Doña Inés. Pero esta se sonrió y lo llevó a sus lábios. Entonces Jarilla se levantó del suelo y se alejó de Doña Ines por un movimiento de horror instintivo.

—Mira, prosiguió la portuguesa besando ardientemente el retrato; Román es mío… Antes de verte a ti, Román era mío… estaba a mi lado, y yo lo besaba así…

Jarilla se cubrió los ojos con ambas manos, y quiso huir del aposento; pero la portuguesa la siguió y la decía al oido:

—Román tiene una amada, una compañera; Román está casado.

Jarilla temblaba, se había puesto pálida como las hojas de un lirio, y miraba a la portuguesa con ojos desencajados. Se acercaba a ella, se retiraba y volvia a acercarse.

—Tú no eres suya, continuó la portuguesa; otra mujer lo abraza. ¿Ves? otra mujer lo besa. Él tiene otra mujer, ama a otra mujer. Está casado con otra mujer. Román no es tuyo, Román es de otra.

—¡No, gritó Jarilla furiosa, no!

—¡Sí, sí… este es Román! Él ha puesto aquí su imágen para que yo la vea, como tú veias su rostro en el agua cuando le llevaste a la fuente. Román es mío. Antes de verte a tí, se casó conmigo… ¡Mírale en mis brazos! ¡Ves, ves, ves!...

Jarilla no pudo resistir a tan fuertes emociones. Un vértigo se apoderó de ella cuando oyó los redoblados besos de Doña Inés, y cayó sobre el pavimento.

Doña Inés la vio caer con una malvada alegría, y cerró la puerta marchándose tranquilamente.

CAPÍTULO IV.
CONTINUACION DE LA VENGANZA DE UNA PORTUGUESA.

Salga esta vela a lo menos
Do estas manos rigurosas
Cual de garras de halcón
Blancas alas de paloma.

Romancero.

Resonó la bocina del castillo. Hubo movimiento en los guardias, y un heraldo anunció a S. A. el príncipe D. Enrique.

El marqués de Villena se disponia a recibirle con toda ceremonia; pero D. Enrique se adelantó y se puso inmediatamente en conferencia con el marqués.

A cada respuesta que este daba a sus preguntas, se anublaba el rostro del príncipe, y cuando el marqués le condujo al departamento que debia ocupar D. Enrique, iba en extremo disgustado.

Acompañaba a S. A., D. Iñigo López, marqués de Santillana, poeta de corazón fresco, y de risueña imaginación, que deliraba por las zagalas, y por los arroyos murmuradores, y que Habia encontrado el secreto de poetizarlo todo, basta las vaqueras; puesto que al entrar en el aposento donde se bailaba el príncipe, cavizbajo y pensativo, venía recitando:.....

Moza tan fermosa
Non vi en la frontera
Como una vaquera
De la Finojosa.

Pero al ver el gesto del príncipe, cambio el poeta su jovial expresión en un continente grave, y le preguntó inclinándose:

—¿Malas nuevas?

—Malas. El Rey está irritado. D. Álvaro ha conseguido de él que firme una orden de destierro… pero juro por mi futura coronación, que D. Álvaro no tendrá el placer de humillarme.

—¿Y qué pretende hacer V. A.?

—Volver a Toledo.

—Pero el Rey tendrá noticia de este viaje y nos saldrá al encuentro.

—Me defenderé.

—Señor, dijo respetuosamente el marqués de Villena. Este castillo es inexpugnable, y este castillo es de V. A., como es suya la vida del más respetuoso de sus vasallos.

—Gracias, marqués. Acepto la hospitalidad por esta noche; pero tengo un castillo para defenderme, si D. Álvaro llevase su insolencia hasta el punto de perseguirme. Santillana, escribe a Pacheco; cuéntale lo que pasa. Que reúna a mis parciales, y que me esperen en Toledo. Yo tengo la culpa de esto que sucede; yo que he prestado oidos a los consejos de un fraile.....

Desnudóse D. Enrique el casco con aire enérgico, y lo arrojó sobre la mesa.

Villena dijo con voz hipócrita:

—A pesar de cuanto he dicho a V. A. sobre las malas disposiciones del Rey, yo creo que este asunto se pudiera transigir, si V. A. hallase medio de aplacar el resentimiento del Condestable… Si el condestable consintiera en oir los descargos de V. A… D. Álvaro se acordará de que es padrino de V. A…

Al oir estas palabras, saltó el príncipe del asiento, y su armadura crugió por todas sus coyunturas.

—¡ Transigir! ¡Descargos! ¿Qué dices, marqués? ¿Marqués, estás loco? ¡Vive Cristo que si me fuera en ello un trono, jamás aceptaría a D. Álvaro por mi juez. Primero consentiria que me apalearan como al más miserable de mis vasallos, que yo diera a D. Álvaro el placer de juzgarme. ¡Nunca, prosiguió, cruzando el salón con agitados pasos; nunca será D. Álvaro mi juez!... Soy un príncipe godo ¿Lo oyes, marqués de Villena? Soy el heredero de la corona de Castilla, D. Álvaro fue mi padrino, sí, y por eso la sal que pusieron en mis lábios amargó mi boca, y nutrió de hiel mi corazón.

El niño había crecido repentinamente. La cólera hizo subir su talla más de tres pulgadas; semejante su cuerpo a un rio que la tormenta hinche y hace levantar por cima de su puente. Nadie dijera entonces que el príncipe no tenia aun catorce años.

—¡Dios mio! exclamó afligido el marqués de Villena. Ya veo que es inútil intentar una reconciliación. He hablado en esos términos para inclinar el ánimo de V. A. a que se reconcilie; pero desisto.

Dicho esto, salió haciendo una profunda, reverencia.

Los jóvenes y los viejos sienten igualmente las heridas que se hacen a su orgullo; pera se distinguen sus resentimientos, en que los jóvenes se enojan contra la flecha, y los viejos contra la mano que la dispara. Los jóvenes se irritan contra el dolor que les causan sus enemigos; los viejos contra la intención de los enemigos.

Así D. Enrique devoró el pesar que lehabia producido su conversación con Villena, sin detenerse a examinar la política de este. Todo el di a permaneció abismado en sus amargos pensamientos y luchando entre opuestos pareceres. Temeroso de que Pacheco sufriese la cólera del Rey, no había querido que le acompañase, hasta no obtener su indulto, y se hallaba solo por primera vez, sin el auxilio de su ayo. El marqués de Santillana sabia componer excelentes trovas; pero no entendía una palabra de las intrigas de la corte. Su inocente musa, en acecho siempre de lindos consonantes, se escondía en los jardines de la corte entre rosa y mariposa, en tanto que los verdaderos cortesanos se parapetaban entre un título de conde y otro de duque. Por eso para presentarse al Rey había escogido D. Enrique con esquisito tacto al marqués de Santillana como al más indiferente a todos los partidos, como al más inofensivo de todos los nobles.

Santillana no tomó parte en el pequeño consejo habido entre el príncipe y Villena, y se limitó a escribir la carta a Pacheco. Esmeróse en la redacción, y terminada que la hubo, presentósela a D. Enrique.

—¡Cuánto consonante! exclamó este después de su lectura: parciales, leales, señores, servidores, defensores… parece una carta en verso; pero bien está. Y firmó.

—Malditos consonantes, dijo Santillana entre dientes; me persiguen; no puedo escribir dos líneas sin que se agrupen al papel.

Y continuó Santillana reflexionando.

—Señor ¿no escribe V. A. al Rey? Bueno fuera escribirle por última vez; quién sabe si Villena resentido

—Tienes razón; voy a escribir al Rey y a esperar su respuesta en mi castillo de Nogales. Pasado mañana partiremos.

Mientras esto sucedía en el ala derecha del castillo, pasaba en el ala izquierda una escena bien singular.

Jarilla permaneció en tierra algunos minutos después de la salida de Doña Inés, y luego, recobrada por la frialdad de las losas, levanté la cabeza y quiso recordar lo que habia pasado. Pero en vano, porque tenia de todo ideas confusas, y el dolor que habia experimentado la dejó solamente la vaga impresión de un triste sueño. Así, para romper la tierra virgen, para arrancar la raiz de las silvestres flores, tiene que ser muy profundo el surco del arado. Para inquietar el corazón de Jarilla, para arrancar la fé de sus amores, era preciso que ahondase más la malicia. Despertó como de una pesadilla, miró en torno de sí, y no viendo a nadie, se levantó y se puso a mirar a la sierra de Oriente. ¿Pero no es Román aquel que sube por el valle? ¿No es su cabeza esa que brilla como los relámpagos, y no son sus piés esos que calzan estrellas? ¡Oh, sí, Román, Román es! Ya se acerca…… ya sube hácia el castillo. Su corcel hace brotar mil chispas bajo sus cascos, y se oye en el viento el son de una música que celebra la venida de Román. Jarilla frenética corre hacia la puerta; pero está cerrada y la golpea; no se abre, y grita; no la responden, y exhala resonantes alaridos. Acuden las dueñas, y hacen saber a Doña Inés el escándalo que causa la prisionera. Doña Inés, revestida de una severidad imponente, abre la puerta y se presenta a Jarilla; pero se asombra al ver que la joven no dá muestras de dolor, sino de loca felicidad.

—¿Qué quieres? preguntó Doña Inés.

—Román, contestó Jarilla; Román que ha venido. Lo he visto venir…… ya entró, y voy a verle. ¡Su cabezadas estrellas, la música… es Román!

—¡Ah, dijo para sí Doña Inés; cree que Don Iñigo es Román.

—¡Ya está aquí...déjame, voy a verle, viene por mí, nos vamos a la gruta!

—Sí, replicó Doña Inés; sí, es Román que viene por tí; pero no salgas a verle, porque viene cansado y se ha dormido. ¡Chist… silencio… está allí. Luego que despierte irás con él. Yo te llevaré; pero silencio, está muy cansado.

Jarilla quedó muda, comprimió su respiración y se retiró de puntillas hasta el fondo del aposento Doña Inés salió también de puntillas y cerró la puerta cuidadosamente.

Anocheció: las primeras horas de la noche las pasó el marqués de Villena dormitando sobre un sillón. La portuguesa hablando con sus damas de la belleza de Lisboa, y el marqués de Santillana continuando los versos á la vaquera de la Finojosa:

Faciendo la via
De calateveño
A Santa María,
Rendido del sueño
La vi tan fermosa,
Que nunca creyera
Que fosse vaquera
De la Finojosa.

No había galanes en el castillo, porque en aquellos afortunados tiempos de pundonorosos caballeros, no hubo alguno tan cobarde que se decidiese a reposar en un castillo mientras su Rey peleaba. Del marqués de Villena no hacemos cuenta, porque a ese le afligia la gota. Santillana era todo de las musas cuando no guerreaba, y aun entonces daba tajos y reveses con la idea de acabar pronto para volverse a hacer trovas. La existencia de un poeta es tan problemática como la del ave Fénix. Yo no diré con seguridad que los poetas pertenezcan al cielo, porque hay algunos que son verdaderos demonios; pero de hecho no pertenecen a la tierra. Por lo que hace a Santillana pertenecía al limbo.

Silencioso estaba el castillo. El marqués se decidió a cambiar de lecho, abandonando el sillón por el nupcial, y las damas, se fueron retirando. El príncipe no había querido salir de su estancia, dominado como estaba por sus vivos pesares, y se habia reclinado en el lecho sin desnudarse. Una lámpara de oro, colgada en medio del alto techo de la estancia, radiaba con suave luz. El lecho del príncipe, vestido de rico terciopelo carmesí, estaba sombreado por una riquísima colgadura de trasparente lama de oro. El príncipe tenia sobre su rostro el triple encanto que le daban la belleza de sus formas, la brillantez de su niñez y la elegancia de su lecho. Si el príncipe hubiera sido feo, hubiera parecido agradable entre aquellos adornos y con aquel reflejo de la lámpara; si hubiera sido viejo, hubiera parecido joven; como era niño y hermoso, parecia un ángel. Su.larga cabellera so derramaba fuera del lecho; una de sus manos le sostenia a medias; la otra se dibujaba sobre el terciopelo.

Pero ¡ay! aquel que parecia un ángel no era sino un imberbe extragado por los vicios.

Un ilustre escritor contemporáneo hace de él la siguiente descripción:...

«Entregado para su instrucción a un fraile ignorante que nada le podía enseñar, abando nado a la compaña y sugestiones de mozuelos viciosos é intrigantes que extragaron y aniquilaron su fuerza física con deleites ilícitos y viles, y corrompieron su alma con los vicios de la ligereza, ingratitud y falta de vergüenza; jamás en príncipe alguno la degeneración moral llegó a un grado tan bajo como en él: hijo irreverente y revoltoso, mal padre, dado que lo fuese, mal marido, mal hermano, y un Rey a todas luces odioso y despreciable.» [7]

Dieron las doce; ningún ruido se escuchaba en el castillo, como no fuese el aleteo de las aves nocturnas que se revolvían en las grietas de los torreones.

El príncipe empezaba a dormitar... Oyéronse unos pasos casi imperceptibles… La tapicería se movió ligeramente… El príncipe entreabrió los ojos… La lámpara osciló al rasgarse el lienzo de la tapicería, movido por oculto resorte, y Jarilla apareció en la estancia, vestida de blanco y adornada de flores.

CAPÍTULO V.
EL GÉBORA.

Yo os repto los zamoranos
Por traidores fementidos,

Romancero.

—¡Gébora! ¡Gébora! ¿Por qué Tienen a turbar tu sosegada márgen ese ejército de guerreros? Las zarza-rosas y los perales bravios están doblados, conel peso de las armas, y las garzas y las tórtolas que anidaban en los fresnos hanbuido despavoridas. Ya no puedo oir tu rumor con el relincho de los caballos y el son metálico de las armaduras, ni ya puedo sentarme sobre tus peñas a cantarte versos amorosos. Tu corriente, Gébora, ha sido turbada. El fuego va a marchitar la vejetacion de tus orillas. Los lirios pajizos que levantaban la cabeza erguidos sobre tus ondas, al primer rayo del sol, están volcados y sobrenadan entre el cienoYa se acabaron, Gébora, los días de paz.—También hay guerra para los ríos.—También los hombres escriben sus historias sobre la corriente de los puros arroyuelos. ¡Mañana en vez de lirios, arrastrarás cabezas ensangrentadas!... Pero quiero permanecer a tus orillas.—Yo desde niña amé tu voz, que era la sola que resonaba en mis oidos en esta soledad, y no te abandonaré nunca, aunque el trueno de la guerra retumbe sobre tus aguas.—Dichosa yo si hallo en ellas mi sepulcro: ¿qué mas ventura que morir donde son nuestros amores?....

Todo esto quiere decir que D. Álvaro de Luna ha acampado en los llanos de Alburquerque, por donde se desliza el hermoso arroyuelo a quien dirijo estas exclamaciones. Ciertamente que al lector no le importará nada que yo ame o no a este arroyuelo; pero falta saber si yo escribo para el lector, o escribo para mí; si yo llevo la pretensión de distraer el ánimo de los demás, ó si escribo para dar un desahogo a mis propias cuitas.

Ya no sé a donde iba de la novela.

Es muy posible que haya olvidado el plan de la fábula, y que tenga que formar otros enredos para seguir adelante.—Yo me desconcierto siempre que me acuerdo de los objetos que amo. De un valle… De un arroyo… Del Gébora... ¡oh qué dolor! Sóbre las flores encienden hogueras los guerreros. Roen los caballos las floridas ramas de las acacias.—Aquella parra silvestre donde bailé el nido del ruiseñor, que cantaba meciéndose sobre las olas, ha sido cortada para regalar el diente de las mulas de carga… ¿No he de sufrir? ¿No he de doler me? Allí está Román pensativo, apoyado en la peña que tiene escrito mi nombre.—Está armado de todas armas.—Fulgura su escudo como el agua del Gébora.—Relucen sus ojos, bajo las negras cejas, como los luceros de nocbe reflejados en el sombrío Gébora.—Agitan sus labios la siniestra sonrisa, que hacen brillarsus dientes blancos como las chinas del Gébora.—Román también sufre… tal vez se acuerda de sus amores… Tal vez piensa en Jarilla…

Ya está D. Juan II fatigado de campaña, cuando todavía no se han fijado sus tiendas.

El pacífico D. Juan quisiera terminar la disensión con sus regios hermanos, por medio de una negociación honrosa. Pero D. Álvaro conoce el odio implacable del de Aragón, y está cierto de que se negará el maestre a todo razonable pacto...

A pesar de eso, envió a su faraunte para anunciar a los infantes que la hueste real venia sobre Alburquerque, y que aún estaban a tiempo de obtener el perdón que generosamente les ofrecía el Rey, si se rendían. Nada contestaron los de la plaza, y el Rey confiado siempre, dispuso hacer la intimación con toda solemnidad. Pero la respuesta que dio el maestre, fué levantar sobre la torre otro pendón real, haciendo caer al mismo tiempo una granizada de dardos y metralla [8] sobre el pendón del Rey, con tal furia, que el Rey corrió peligro de ser herido.

Irritado D. Juan no ménos que su favorito, quiso vengar el desacato de los rebeldes, y se dispuso a combatir, aunque empezaba a cerrar la noche. Román fué el primero que avanzo ciego de cólera, y el mismo que despreciando las saetas, rompió por entre las lanzas que coronaban la villa. Los sitiados fingieron retroceder, y luego echándose de repente sobre Román y sus gentes, los hicieron pedazos.

El condestable avanzó entonces doblemente enfurecido, y conjuró al maestre a que viniese cuerpo a cuerpo a luchar con él. El maestre aceptó el desafío, y los dos combatientes se adelantaron sedientos de venganza.

Todos los resentimientos pasados se refrescaron en lamente dé los dos. Recordó D. Álvaro su largo destierro, y el maestre la entrada triunfal del condestable. Recordó D. Álvaro la prisión de Montalvan, y el maestre la escapada de Talavera.

Ambos sintieron renovarse el dolor de sus mal cicatrizadas heridas, y ambos acudieron frenéticos al lugar del combate. La resolución de ambos era morir o vencer en la demanda, y así lo expresó el maestre.....

—Tan decidido estoy a ello, contestó Don Álvaro, que si no me matais ni os mato en toda la noche, aguardaré al día sin moverme de este sitio.

Era a la orilla del Gébora. El agua gemia haciendo el duelo anticipado de uno de los dos. O Aragón iba a perder al hijo del magnánimo D. Fernando de Antequera, al hijo de la noble matrona Doña Leonor, joven, bizarro, lleno de valor, y adornado de grandes talentos; o Castilla iba a perder al único apoyo de un trono movido por diversas ambiciones, y mal asentado con el leve peso de un endeble monarca.

El Gébora gemia, y ya en sus peñas resonaba el eco de los primeros golpes del hierro... Ya oprimia el cráneo del maestre la honda abolladura de su pesado casco… Ya habia sentido el condestable la punzada del acero penetrando en la dura cota… Uno de los dos ha de caer… ¡Pobre Reina madre si cae el de Aragón! ¡Pobre Rey D. Juan si cae su consejero!

¡Ah, de qué carnicería ha de ser testigo el Gébora! El Gébora tan tranquilo. Yo nunca imaginé que viniesen esos hombres con sus rencores funestos, a profanar estos sitios que habia yo consagrado a la inocencia, al amor, a la poesía. Yo quisiera poder huir del lugar de este combate donde va a decidirse de la suerte de los reyes.

Pero el Gébora me detiene siempre a sus orillas. Ya la noche cierra y nada veo, pero oigo el crugir del hierro… ¿Cuál de los dos caerá? ¿A cuál de los dos haremos, Gébora, el triste duelo? ¿Por cuál de los dos gemirás tú y rezaré yo?

¿Pero qué es de Román? ¿Es uno de los que trasportan a la plaza entre los heridos, o es uno de los que arrojan al Gébora entre los muertos?

CAPÍTULO VI.
¡PAZ, PAZ, PAZ!

...mas la infanta
La batalla le ha quitado.
Llorando de los sus ojos,
El cabello destrenzado.

Romancero.

Un viva general resuena en el campo: un Aviva la Reina de Aragón». Suelta la brida al corcel, Doña Leonor ha venido a poner paz entre los combatientes. Era esta aquella heroica dama que plantó su tienda entre los dos ejércitos enemigos cuando iban a batirse en los llanos de Ariza, y por cuyo respeto cesó en ambos campos la comenzada hostilidad. Aquella prudente dama, cuya presencia impone a todos los partidos el silencio, é inspira mansedumbre a los ánimos embravecidos.

Doña Leonor es recibida en el campo castellano como el ángel de la consolación. Tan pronto como los farautes anuncian su venida, los sitiadores cesan de avanzar, y los sitiados suspenden sus dardos. Los castellanos gritan: ¡viva la Reina de Aragón! y sobre los muros de Alburquerque los aragoneses repiten: ¡viva la Reina de Aragón!

Este grito se reprodujo en las peñas, y al oir este grito, el maestre de Santiago y Don Álvaro de Luna suspenden el combate, y desnudándose el casco, claman también: ¡viva la Reina de Aragón!

Doña Leonor, seguida del conde de Benavente, vuelve al sitio de la lucha y se arroja en los brazos de su hijo.

Doña Leonor conjura al condestable para que torne a los reales de D. Juan, y pide a su hijo hospitalidad en Alburquerque. Su poderosa voz subyuga, y obedecen. Pero Doña Leonor se vuelve al Rey castellano y le obliga también con sus ruegos a que ofrezca levantar el sitio, con la condición de que los infantes cesarán en su rebeldía. A todo accede D. Juan, y la Reina fatigada, exánime, entra en Alburquerque oyendo por todas partes las aclamaciones de entusiasmo.

¡Oh generosa, oh magnánima esposa de Rey, madre de Reyes! ¡Oh cuán rico don regala Dios a los pueblos, cuando les regala una digna princesa!

En el gabinete del maestre, sobre un sillón de alto respaldo forrado de baqueta, se sentó a reposar Doña Leonor: pero no bien hubo reposado algunos instantes, cuando se levantó con inquietud. Echó sobre sus sienes el desceñido manto, y ordenó a los de su servidumbre que la condujeran al lugar donde hubiesen colocado a los heridos. Era una vasta enfermería mal alumbrada, descompuesta y fría, donde los moribundos yacían en los rincones hacinados. Acercóse la Reina con maternal solicitud, y los hizo colocar sobre los lechos, llevando ella misma la lámpara en sus manos. Pero dos de ellos no daban señales de vida. Rociaron a uno el rostro, moviéndole con fuerza, y se vió que era cadáver. Examinóle Doña Leonor, y vio que un dardo se hallaba clavado en su corazón tan profundamente, que no debía haberle dejado el menor resto de vida: arrancaron el dardo y no brotó la sangre. Rezó Doña Leonor, y apartó su vista del desgraciado guerrero. El otro, que parecia también muerto, tenia calada la visera, y la mano derecha aferrada en el puño de su espada rota. Era de gentil catadura, sus piernas cruzadas se sostenían levantadas del suelo por las ruedas de los brillantes acicates de oro. Desnudáronle el casco..... acercó Doña Leonor la lámpara, y retrocedió espantada. En aquel rostro cadavérico y salpicado de sangre acababa de reconocer las facciones de Román. Un dardo atravesaba su pecho. ¡Ay, tal vez al arrancarlo, tampoco brotaria sangre! ¡Ay si le viese Jarilla!

CAPÍTULO VII.
TODAVÍA LA VENGANZA DE UNA PORTUGUESA.

¡Ay malvados hombres
De ingratas costumbres!
………………………
¡Ay Dios, qué buen caballero
Fue D. Rodrigo de Lara!

Romancero.

Jarilla… yo había olvidado que la dejé con el príncipe, vestida de blanco, coronada de flores; que la dejé con el príncipe, discípulo de un mal fraile… ¿Sabia Doña Inés quién había sido el primer director del príncipe? Sí, lo sabria Doña Inés, cuando para vengarse de Jarilla, queriendo arrojarla en el abismo de la perdición, la vistió de blanco, la coronó de flores, y la hizo entrar en la habitacion del príncipe por una puerta secreta.

Sentóse D. Enrique sobre el lecho al ver aquella aparición, y Jarilla se acercó a él diciendo con voz muy dulce:

—¡Román!

La débil claridad que daba la lámpara sobre el rostro del príncipe, la eclipsó Jarilla al acercarse al lecho. Jarilla se detuvo a dos pasos de él y tendió los brazos, esperando sin duda a que el doncel se levantara y la siguiese; pero viendo que permanecia inmóvil, volvió a decir:

—¡Román!

D. Enrique se acordó entonces de los cuentos de las hadas y de los fantasmas de los castillos, y se santiguó; pero se acordó también de sus malos entretenimientos, y tendió los brazos hácia la fantasma. Sin duda D. Enrique juzgaba que después de santiguarse no podía la fantasma hacerle daño alguno.

Jarilla al ver que tendía los brazos, lo asió de la mano, y lo condujo al medio de la estancia, entonces le miró asombrada. No era Román. El príncipe la vio más claramente, y acabó de perder los temores que tuvo primero. S. A. no temia sino a las fantasmas feas. Tan valeroso era, que tuvo ánimo para estrecharla en sus brazos; pero Jarilla empezó a gritar:

—¡Román! ¡Román!

Desasióse enérgicamente del príncipe, y se refugió temblando en un rincón de la estancia. El príncipe se arrodilló a sus piés y fingió que lloraba.

—¿Lloras, dijo Jarilla; niño, lloras porque te he lastimado? Pero creí que querias encerrarme, y estoy esperando a Román para que nos vayamos a la gruta.

—¡Niño! exclamó S. A. con una sonrisa endiablada.

—¿Dónde está Román? prosiguió Jarilla mirando con inquietud por la estancia. ¿No vino contigo? ¿Dónde está?

—Me ha dicho que le esperes aquí, replicó el príncipe que comenzaba a comprender alguna cosa.

Los ojos de Jarilla radiaron de contento, y salió de su rincón, acercándose con abandono a D. Enrique. Este hizo como que se alejaba, y luego se sentó cruzando los brazos y cerrando los ojos.....

—Duerme, dijo Jarilla, yo esperaré a Román.

D. Enrique entreabrió los ojos, y le indicó a Jarilla que podía reclinarse en el lecho; pero esta, por un instinto de pudor, rehusó acostarse, y se sentó en el suelo cruzando los piés al estilo de su padre.

—¡Niño! repitió entre dientes D. Enrique; es verdad, añadió sonriendo con la misma pérfida sonrisa. Aún no he cumplido catorce años.

Hubo unos instantes de silencio, y después el príncipe se levantó, tocó el resorte de la lámpara, y dejó la habitación a oscuras.

—¡Román! ¡Román! ¡Román! gritó Jarilla. Sus gritos resonaron en las habitaciones de Doña Inés, que eran las más próximas, pero Doña Inés tenia un sueño muy profundo.

—¡Román! ¡Román! ¡Román! gritaba Jarilla; cuando la puerta del salón inmediato rechinó sobre sus goznes, y el marqués de Santillana, alumbrado por una bugía, penetró en el cuarto del príncipe...

—¡Marqués! exclamé D. Enrique ciego de cólera. Oreo haberte dicho que no te había menester por esta noche.

—Señor, replicó el marqués retirándose, oí gritos y acudí.

Pero Santillana no vio a Jarilla. Ella, que daba vueltas por el cuarto como un pájaro aturdido, tan pronto como se abrió la puerta escapó hacia las habitaciones inmediatas.

El marqués no insistió en averiguar la causa de aquellos clamores, y se disponia a salir; pero D. Enrique, al ver la fuga de Jarilla se repuso y dijo a Santillana.

—Espera mientras me acuesto, y enciende la lámpara que ha apagado algun moscardón.

Obedeció el marqués, y se retiró dejando al príncipe en su lecho.

Santillana seguia escribiendo la canción a la vaquera de la Finojosa, cuando le hablan interrumpido los gritos de Jarilla, y se sentó a continuarla poniendo labugía sobre la mesa;

Non creo las rosas
De la primavera
Sean tan fermosas...

Un ruido ligero como el aleteo de un pájaro, como la sacudida de un árbol, le hizo levantar la cabeza; pero nada vió, y siguió escribiendo:

Nin de tal manera

Pero otro segundo ruido, como el de una rata entre los pergaminos que tenia en un rincón, volvió a distraerle.

Por tres veces le habían espantado el consonante, y es esta una grande mortificación para los poetas lloridos. Hallóle por fin, y escribió sus versos terminando con el estribillo:

Ca nunca creyera
Que fosse vaquera
De la Finojosa.

Ya era hora de descansar. El poeta había consagrado a la vaquera toda la noche. Su imaginación, acalorada por la ilusión de una muchacha que había visto en la ribera al pié de una vaca, le trasportó a los felices tiempos en que existían zagalas y zagales limpios. El adornó a la vaquera con todas las gracias de la mentira, y no solo consiguió poetizarla, sino que la convirtió en una realidad: porque la amó como si en efecto no fuese creación suya.

Preocupado con esta bellísima pasión, recogió sus papeles Santillana y comenzó a desabrocharse el peto y a quitarse la gorguera para acostarse. Pero entonces oyó claramente detrás de la colgadura de su lecho, y en el rincón donde tenia los pergaminos, un rumor como de una persona que se moviese. Descorrió las cortinas, y vió una figura blanca que podía ser vaquera de la Finojosa, si las vaqueras quisieran llevar trages blancos y melenas rizadas. Santillana, lleno de una delicadeza esquisita, se abrochó el peto, y salid al encuentro de Jarilla, que despavorida y temblando se escapó del rincón, y se dirigió a la puerta, gritando otra vez.

—¡Román! ¡Román!

Jarilla había sufrido tanto; estaba tan desvanecida, que al arrojarse hácia la puerta se golpeó la frente y perdió el sentido. Santillana la tomó en sus brazos respetuosamente, la colocó en un.sillón, la roció el rostro con agua, y se alejó algunos pasos de ella cuando volvió en sí. Tranquilizada Jarilla al ver la actitud del caballero, no hizo ademan de huir, y preguntó al marqués:

—¿Dónde está Román?

—Doncella, ignoro quién es Román, y no sé donde se halla.

Jarilla se echó a llorar, y añadió sollozando:

—Román se ha marchado otra vez.

—Decidme, doncella, ¿qué puedo hacer para tranquilizaros? dijo el poeta enternecido por el dolor de Jarilla. Pero ella siguió llorando.

Luego se levantó lánguidamente y se dirigió a la puerta. Santillana tomó la bugía, descorrió el cerrojo, y la siguió, como un paje, a través de las galerías. Hubo que subir una pequeña escalera, y Santillana la ofreció con la mayor etiqueta la palma de la mano. Jarilla la asió con abandono y llegó a su estancia.—La puerta estaba entreabierta y se veia la luz que habia dentro.—El marqués saludó a Jarilla profundamente, y se disponía a retirarse; pero Doña Inés apareció en la puerta de la estancia de Jarilla, y dijo al marqués:

—Entrad, D. Iñigo. Esta doncella ha sido encomendada a mi persona, y estais como caballero en el deber de reparar su honra. He venido a su aposento en las altas horas de la noche, y la he hallado en vuestra compañía. La orden de caballería, que profesáis, os ordena dar la mano a esta doncella.

Jarilla no entendió palabra, y el poeta quedó estupefacto.

CAPÍTULO VII.
QUE EN EL SIGLO XV TENIAN LAS REINAS MUCHA HUMANIDAD.

… día fué muy aciago.
¡Ay que el alma me lo daba!

Romancero.

Arrancaron el dardo que atravesaba el pecho de Román, y brotó un raudal de sangre.

Doña Leonor pudo respirar, y el herido fué trasportado al lecho.

Si sois madre, acordaos de cómo una madre vela por su hijo enfermo.

La Reina de Aragón aplicó el bálsamo a la herida del caballero cuando volvió a la vida. La Reina misma le dió a beber el elíxir que habia de restaurar sus fuerzas, y luego se volvió al lado del maestre devorada por crueles inquietudes.

A la noche siguiente, repitió su visita y halló al herido muy aliviado. Pero su razón habia padecido un gran trastorno, y se le escapaban todavía palabras desacordes. Cuando la Reina se acercó a su lecho se animaron los ojos de Román con un fuego extraordinario, y levantando vivamente la cabeza, exclamó:

—¡Al fin has venido! Cuánto tiempo te he esperado. ¿Iremos a la gruta?...

La Reina puso la mano en su frente para obligarle a reposar, pero él la asió fuertemente, y la besó con vehemencia.

Doña Leonor la retiró abrasada, y se sentó temblando a la cabecera del enfermo.

—¡Te amo! prosiguió Román delirante. ¡Te amo! ¡Huye conmigo!... ¡Dónde estás!... ¡Dónde estás!...

La Reina volvió a mostrarse al enfermo.

—¡Qué hermosa eres!... ¡Qué luz tan brillante tienen tus ojos!... ¡Huiremos a la selva!... ¡Estaremos solos!... ¡Hija mia!... ¡Hermosa mia... amante mia… te amo con todos los amores!...

Román apoyó su cabeza en la palma de la mano, y clavó en Doña Leonor su mirada abrasadora y tenaz. La Reina se extremeció. Desde que en Toledo tuvo el fatal sueño que le presentó a Román ensangrentado y sin vida, la pasión de la Reina habia tomado un carácter maravilloso, una fuerza de fanatismo, una ternura religiosa que la llevaba a mirar al caballero como a un ser a quien el mismo ciclo protegia, dándole el misterioso aviso para que lo salvase.

Por muy extraña, por muy sobrenatural que parezca esta coincidencia, entre ciertos presentimientos y los hechos que los cumplen, entre los sueños y las realidades, yo reclamo al espiritualismo una mirada de atención, para que penetrando a través de nuestra oscura existencia, nos explique sus fenómenos. Algún lector conozco que recordando las más terribles desgracias de su vida, puede confesamos secretas sensaciones que precedieron en su corazón a estas desgracias, oía agitado por un malestar desconocido, ora por una tristeza repentina, ora por un sueño revelador. Organizaciones sensibles, apasionadas, nerviosas, en quienes el espíritu de la adivinación, débil rayo de luz de nuestro imperfecto ser, penetra confusamente en nuestros sentidos, como la dudosa claridad del alba, o el apagado reflejo vespertino. «Flor perfumada, nacida en el Oriente v marchitada en Europa»—dice Lady Stanhope—ciencia divina que conocieron los profetas y que el mundo moderno ha perdido ya; órgano más vivo que el de la memoria donde se representan los hechos pasados; esta inteligencia que alcanzaun punto más en la escala del saber, esta es la facultad que no ha llegado a la adivinación, sino cuando Dios ha inspirado a sus escogidos, pero que existe bajo la forma del presentimiento. Tal vez esa facultad entorpecida por las, enfermedades del alma, o no se desarrolla nunca, o se desenvuelve tarde, d es tan débil que se ahoga entre los claros recuerdos de lo pasado, y las marcadas percepciones de lo presente, sin dejar un punto de atención para las inspiraciones de lo porvenir. Tal vez hay séres que carezcan de esta facultad, y que al llegar a esta página, arrojen mi libro llamándole visionario. ¡Sí! También hay séres que no perciben los cambios de la atmósfera, como hay otros que se extremecen a la aproximación de una nube. Cuerpos linfáticos, en quienes las ráfagas eléctricas que hacen morir a los nerviosos, les son tan inofensivas como los presentimientos!...

¡Ojalá fuera uno de estos séres la Reina Doña Leonor! No sufriría esa inquietud que le causan, no solo sus dolores pasados y los presentes, sino los que han de sobrevenir.

No se calma el delirio de Román: sus ojos giran en sus órbitas, y la sonrisa que asoma a sus labios es desgarradora.

—¡Huyamos! continuó. Aborrezco al mundo. ¡Huyamos a la selva!... ¿Qué es eso? ¡Villanos!... ¡Vive Dios!... Muera el maestre!...

—¡Ah!... exclamó la infeliz madre... ¡Silencio, Román!... ¡Silencio!... y aplicó a su boca las dos manos.

Román cerró los ojos, y cayó en un profundo letargo.

Seis días después se bailaba Román tan recobrado, que pudo levantarse, ansioso como estaba de dar las gracias al maestre, pues en su nombre se le habia asistido con tan generosa solicitud.

Ciñó el casco a su pálida frente, sombreada todavía por el dolor, y se dirigió al palacio.

En vano Doña Leonor habia empleado con los infantes su elocuencia, sus ruegos, sus lágrimas, para hacerlos renunciar a sus designios de permanecer en Alburquerque. Tal vez el maestre hubiera cedido a los esfuerzos de su madre; pero D. Pedro, rencoroso y agriado con los reveses de la lucha, juró que no se rendiría mientras quedase en sus venas una gota de sangre.

—Hoy mismo, dijo, con aquella voz firme que hacia temblar a los navarros: hoy mismo anunciaremos al campo de D. Juan la resolucion de resistir su ataque, y aun de avanzar hasta sus reales si se obstina, en el sitio.

La Reina conoció que eran inútiles sus palabras, y se entregó a un doloroso silencio… Cuando después de mil precauciones fue introducido Román en la cámara del maestre, Román se inclinó ante la Reina sin fijar en ella los ojos, y dio las gracias al maestre con expresiones llenas de reconocimiento y dignidad.

—Dádselas a mi madre, contestó el maestre, que es la santa enfermera de los caballeros.

Y al decir esto besó con ternura la mano de su madre, y se la hizo besar al doncel.

—Yo me doy el parabién, prosiguió luego, por tu restablecimiento. Eres el más valiente campeón del tercio enemigo, y tu muerte nos hubiera robado la mitad de la gloria que nuestros pendones han de conseguir cuando lleguen hasta los reales de D. Juan, a pesar de tu defensa.

—Si es esa la suerte que Dios reserva al Rey de Castilla, replicó el caballero, permitid que me entregue al más vivo pesar por no haber perecido en el primer choque.

—Eres noble y bizarro, joven, y no puedes comprender la existencia sin la gloria. Lástima que sirvas a D. Álvaro, para quien la gloria es la existencia de su poder.

Nada contestó Román. Y añadió el maestre.

—Ese poder caerá. D. Álvaro ha sido consentido por Dios para escarmiento de ambiciosos.

—No seré yo, señor, quien le detenga en su caida; pero ¡ay! de aquellos que al empujarle al abismo osen mover una sola rueda del trono de Castilla.

—Ese trono, caballero, no tiene ruedas. Marcha en hombros del condestable, y cuando le falten esos hombros…

—Le sostendrán nuestras espadas, interrumpió impetuosamente el caballero.

—Gracias, dijo la Reina, colocándose, como siempre, en medio de la cuestión; gracias, Román, por tu adhesión a mi muy amado sobrino el Rey de Castilla. Dios guarde su vida, tan largos años como la de mis hijos.

La Reina salió magestuosamente, y el maestre la acompañó hasta su estancia.

—Quisiera saber, preguntó Román, si al maestre le place retenerme como prisionero, ó si tengo libertad para volverme a los mios.

—Al darte el parabién por tu restablecimiento, contestó el maestre, te he manifestado la satisfacción que tengo en hallar adversarios dignos de ser batidos. Eres dueño de volver al campo de D, Juan.

Inclinóse el caballero, y añadió el maestre.

—Pero me place darte primero una prueba de la estimación en que tengo tu persona, confiándote la custodia de mi augusta madre, que dentro de una hora partirá para Salvatierra, en cuyo castillo la dará hospitalidad el noble marqués de Villena. Ya, caballero, no hay tregua entre nosotros y tu Rey. La lucha será sangrienta, y no quiero que el tierno corazón de mi amada madre, se aflija con este terrible cuadro que van a presentar los muros de Alburquerque. Nada hay que temer de los ballesteros enemigos, siquiera fuese la dama non un solo paje por medio de las huestes de D. Juan; pero en estos instantes declaran nuestros farautes el ánimo en que estamos de seguir la guerra contra el Rey, y algun villano enconado pudiera vengar en mi madre su saña contra nosotros. Tú la escoltarás, y date prisa a volver para dar honra a nuestras gentes, oponiéndoles tu valor. Este combate, caballero, es decisivo.

Volvió a inclinarse el jóven, y de allí a una hora salió de Alburquerque escoltando a la régia dama.

PARTE TERCERA.

CAPÍTULO I.
QUE EL MARQUÉS DE SANTILLANA NO QUIERE CASARSE CON JARILLA.

No quiero deciros más
Con esto de mi amor salgo:
Más adviérteos mi lengua
Vuestro amor y mis agravios.

Romancero.

No parece sino que todos los diablos habían adivinado que el buen poeta Santillana no era inclinado al matrimonio, según la prisa que Doña Inés se daba a disponer la ceremonia. Jarilla estaba ignorante de lo que acontecia, y D. Iñigo meditando en el partido que debía tomar. La terrible portuguesa habia hecho testigos al marqués y sus damas de la sorpresa de aquella noche, y a ménos de no calzar espuela el marqués, no podía rehusar su mano a la doncella agraviada. Era aquello de calzar espuela una cosa para las doncellas muy socorrida en los tiempos antiguos, porque comprometia a los caballeros a que entregasen su mano por muy poco que enseñasen el pié.

En este siglo en que todos los hombres calzan espuela, hubiera sido muy difícil a Doña Inés arreglar la antedicha boda, porque pensando habérselas con un caballero, tal vez hubiera tropezado con un picador: lo cual quiere decir, o yo no sé sacar partido de estas reflexiones, que el siglo XV era más propicio a los casamenteros que el siglo XIX. Desgracia no floja para, Santillana, que había resuelto ser caballero sin ser marido, y que tenia que hacer demasiadas correcciones en la canción de la vaquera, para que pudiese entregarse a los cuidados de una mujer.

Así está él desesperado dando vueltas en su aposento y revolviendo en su magín una multitud de ideas a cual más descabelladas. Ya piensa desafiar al marqués para probar que la doncella está inocente, y que no ha menester de un sacrificio como es el de casarse un poeta. ¿Casarse un poeta? ¡ay! Los mejores versos se han escrito en el celibato. Ya piensa hablar a la doncella para que rehúse su mano cuando llegue el momento fatal. Ya, en fin, se decide a consultar al príncipe y a reclamar su intervención. Pasa a su dormitorio y se detiene a la puerta para escuchar si ha despertado.

—Entra, dijo D. Enrique cuando lo sintió. Abre esa ventana que vea yo las sierras. Abrió el poeta la ventana y se acercó al lecho con aire compungido.

—¿Qué tienes? preguntó S. A. con la sonrisa epigramática que ciertamente no había heredado de D. Juan II: ¿se ha escapado algun consonante?

Nada mortificaba tanto a Santillana como las alusiones que el príncipe hacia a la poesía. Templo sagrado el de las musas, quisiera Santillana que, inclusos los príncipes, todos entrasen en él con la cabeza descubierta y el agua bendita en la frente. Esta zumba ordinaria hácia todo el que tiene el don de hacer versos; esta especie de jovialidad que inspiran los poetas a los que no gustan de la poesía, es una mostaza para los que de buena fé se entregan al arte. Y por desdicha, los moscardones que indudablemente nacieron en torno del primer poeta, han seguido reproduciéndose de siglo en siglo con tanta fecundidad, que Santillana no los podía sufrir, y que en los tiempos presentes rodean como una nube al fatigado poeta.

No era ligera mosca el heredero de Castilla cuando se trataba de los consonantes. Le producían al ilustre niño tan buen humor los renglones cortos, que no podía ménos de tratar como a un bufón al que los escribía. Pero en mañana peor no podía haber despertado S. A. con deseo de burlarse. El poeta estaba de muy mal humor.

—No me acuerdo ahora de los consonantes, contestó. Cosas muy desagradables ocupan mi mente.

—¡Bah! a tí no te inquieta nada como no sea la escapatoria de algun consonante; no le habrás metido bien en la jaula, y te se habrá fugado. Echale un alcon, añadió con una risa infantil, que acabó de cargar al poeta. ¡Vive Cristo! qué gesto Santillana: ¿era una copla entera?

—Señor, celebro que V. A. esté tan bien predispuesto a la risa; pero le pido licencia para retirarme, porque yo no lo estoy.

—¡Oiga! exclamó D. Enrique con una mueca de futuro déspota. ¿El señor marqués no quiere que me ria?

—Señor, estoy sufriendo bastante… Me pasa una cosa extraordinaria… V. A. quiere prestarme atención, se la contaré.

—Cuenta, cuenta, me muero yo por las cosas raras. Y el príncipe se sentó sobre el lecho, medio desnudo, y echó la cabeza contra la colgadura.

—Anoche cuando salí de aquí, comenzó el poeta, hallé en mi habitación a una doncella...

—¡Vestida de blanco! exclamó el príncipe con irreflexión…

—Vestida de blanco…

—¿Ceñida de flores?

—Cómo ¿la vio V. A?...

—Sigue, sigue...

—Estaba agitada, llorosa, huyó hácia la puerta, y cuando la descubrí, se golpeó y se desmayó...

—¿Y la respetaste? gritó D. Enrique con ojos de envidia y de coraje.

—Soy noble, replicó Santillana con dignidad.

—¿Qué hiciste de ella?

—La conduje a su aposento.

—¿Y después?

—La señora del castillo nos sorprendió

—¿Cómo?

—Cuando me despedía de ella.

—¿Y qué?

—He dijo que aquella doncella estaba bajo su protección, y que habiéndome sorprendido a su lado en las altas horas de la noche, estaba en el deber como caballero…

—¿De casarte con ella?

—Justamente.

Rompió D. Enrique en una carcajada, y el marqués se detuvo corrido de aquella hilaridad.

—¡Vive Dios! que es un lance divertido, dijo por fin D. Enrique cuando hubo descansado de reir. Traen a mi cuarto las doncellas, y luego te buscan a tí para marido.

—¿Señor, qué decís? ¡Ah, por piedad!

—¿No oiste anoche?...

—¡Sí, sí!

—Era tu mujer… es decir, la que será tu mujer.

—¡Jamás, jamás! ¡Cielos, qué horrible castillo!...

—¿Y quién va a ser el padrino?

—¡Jamás, jamás!... repitió Santillana dando vueltas por el dormitorio; loco desesperado.

Y luego se detuvo de repente, y tomando una resolución enérgica se dirigió al aposento de Doña Inés, y la pidió una entrevista con Jarilla.

CAPÍTULO II.
QUE EL MARQUÉS DE SANTILLANA QUIERE YA CASARSE CON JARILLA.

La vió tan fermosa
Ca nunca creyera
Que fosse vaquera
De la Finojosa.

Romancero.

Doña Inés habia aposentado a Jarilla en otra habitación más elegante. Hoy puede todavía el curioso lector descansar en ella, entrando por la galería derecha del castillo, y subiendo hasta el piso de la torre, cuya ventana ojiva mira al Norte.

Tenia esta habitación tapicería, alfombra de seda y sillones de ébano. A uno y otro lado de la ventana, había dos asientos de piedra, en uno de los cuales estaba sentada Jarilla. Conservaba su traje blanco y su corona de flores; y pálida como estaba, enflaquecida, débil, vaporosa, parecia a la primera luz de la mañana una exhalación de la tierra, pronta a deshacerse con los rayos del sol.

Doña Inés entró acompañada del poeta, y se retiró cerrando la puerta.

Santillana se acercó a Jarilla con el despecho y el menosprecio pintados en el rostro, y sentándose sin más ceremonia en el asiento de la ventana que estaba enfrente de ella, y "apoyando el codo en la balaustrada gótica, habló así:

—Soy caballero. Nunca he faltado a las leyes que me ha impuesto la órden, y espero que no atribuyáis mi repulsa a bastardía. No puedo, no debo, no quiero casarme con vos, y vengo a decíroslo.

Jarilla miró al marqués con la mirada tranquila que dirigia a todo el que no la hostilizaba, y le preguntó señalando a una sierra:

—Aquella no es la Madre del sol, ¿no es verdad? Es mas alta. No he visto nacer el sol.

—¿Qué decís? preguntó Santillana haciendo un gesto.

—¡Ah! exclamó Jarilla. ¡Román no viene, Román se ha marchado sin mí! y dejó caer la cabeza con abatimiento.

El marqués se había desconcertado con esta expresión de candor infinito, y tuvo que reponerse unos instantes para asegurarse de que no soñaba. Luego dijo:

—Hablemos de modo que nos entendamos. Anoche fuisteis al cuarto del príncipe… Despues os escapasteis al mio, y ahora quieren casarme con vos… Pero juro que no daré mi nombre a una mujer deshonrada por otro.

—¡Anoche!... dijo Jarilla. ¡Qué miedo! Fui a buscar a Román. Me llevó la hermosa señora al fin de la galería. Entré donde me dijo que estaba Román, y habia uno durmiendo en un lecho que resplandecia. Yo le llamé y se levantó… Pero no era Román. Román es más alto, es más gallardo—tiene los ojos de rayos—tiene las cejas de nublado—tiene la voz de ruiseñor, lleva en los piés estrellas ¡Román, Román! gritó Jarilla desorientada por la misma descripción que habia hecho, y no acordándose de lo que iba a contar. ¡Román se ha marchado sin mí!…

—Y bien, interrumpió Santillana con la más viva curiosidad. ¿Qué hicisteis cuando visteis que no era Román?

—No era, no. Este era otro que me abrazó, y yo me enfurecí y llamé á Román.

—¿Y Román vino?

—No, Román no vino, pero el otro me dejó y se sentó. Luego se apagó la luz y me cogieron por el brazo, y yo empecé a dar alaridos, y vino otro con una luz, y me escapé.

—¿Y os escondisteis en mi habitación?

—Sí, me escondí.

—¿Y de qué teníais miedo?

Jarilla se encogió de hombros.

—¿Y quién es Román? preguntó el poeta, después de haber reflexionado algunos momentos… pero no, ¿quién sois vos, decidme primero, quién sois vos?

—Jarilla.

—¿Quién os trajo al castillo?

—Román.

—¿Dónde vivíais?

—En la montaña.

—¿Quién era vuestro padre?

—Un rey.....

—¿Por qué os trajo?

—Mi padre se fue a donde se muere el sol.—Pasaron tres días y no vino.—Yo lloré mucho.—Una noche me llamaron desde la ribera.—Estaban enterrando a mi padre.—Yo me abracé de Román.—Me trajo en su caballo, corrimos mucho… ¡Ah Román! ¿Dónde está Román?

—¿Y después?

—Me encerraron.

—¿Y no ha vuelto Román?

—Sí, le he visto venir; pero no me oye. No sé dónde se ha escondido. ¡Ah! prosiguió tomando las manos del poeta y arrojándose a sus piés:...

—Dile que venga. Tráele aquí.

Y Jarilla se sentó en el suelo, que era su asiento favorito, según estaba habituada a sentarse desde niña. Santillana estaba tan maravillado de oir a aquella mujer, que no supo qué decir, ni podía hacer otra cosa que contemplarla. Jarilla se animaba de un fuego extraordinario al hablar de Román, y sus manos pequeñas y finas se retorcían entre las del caballero con un movimiento nervioso.

—Sí, prosiguió Jarilla, quiero que venga, porque no puedo vivir sin él.—Quiero que venga para que me lleve a la fuente;—¿quién les habrá llevado pan a las tórtolas de la gruta? Dile que venga,—viviremos en la gruta.—Subiremos en las peñas…… ¡Ah! se interrumpió mirando los piés del caballero; ¿tu tienes sus estrellas? ¿Te las ha dado Román?

—¿Y si Román viene, preguntó el poeta con más interés del que debia suponérsele, te casarás con él?

—Sí, seré suya, contestó la joven con sencilla alegría, seré suya.

—¿Y no serás de otro?.....

—¿Qué otro?

—Mía.

—¿Tuya? ¿Por qué?

—Porque soy caballero, dijo con fuego Santillana, y nos han sorprendido anoche, y tu honra necesita reparación.

Jarilla no entendió esto, y dijo:

—Yo no amo a nadie más que a Román.

—¿Tanto le amas?

—Más que al sol,—más que a la luna;—más que a las estrellas del cielo, amo a las estrellas que lleva en sus piés.—Más que a mi vaca quiero a su caballo.—¡Mi vaca! ¡Pobre vaca, cómo me buscará!

Santillana había ido trasformándose por grados según oia y miraba a Jarilla, de suerte que él mismo no sabia ya si habia venido a rechazar su mano, o a pedirla que se casase con él. Sintió primero al observar su inocencia el placer de la sorpresa; luego al escuchar la relación de su vida, el sentimiento de la piedad; por último, al oir sus frases apasionadas, el síntoma del amor y la punzada de los celos. Pero seamos verídicos; lo que más impresión hizo en Santillana no fue precisamente, ni el sufrimiento de la joven, ni la sublimidad de la pasión, sino la alusión a la vaca. El autor de la composición a la vaquera de la Finojosa, se sintió herido por todas sus fibras de un amor pastoril, tanto más peligroso, cuanto que tenia a sus piés a la pastora, bello ideal de su musa.

La vio tan fermosa
Ca nunca creyera
Que fosse vaquera
De la Pinojossa.

—¿Quién es Román? preguntó Santillana frunciendo el ceño, como si este nombre le fuera insoportable.

—¿Román? Yo estaba en la peña… Pero lo he contado ya.

—Pero no me lo has contado a mí.

—Se lo he contado a la señora.

—Sí, pero yo lo quiero oir.

—Pero yo no quiero contarlo otra vez.

—¿Por qué, hermosa zagala?

—Después de haberlo contado el otro día, pasaron mil cosas… le vi como en la fuente… La señora lo besaba y no quiero hablar otra vez de esto.

—Jarilla, ¿y si Román no vuelve nunca?

—¿Nunca? ¡Ah! me moriría.

—¿Y por qué has de morirte?

—¡Román! ¡Román! gritó la joven, ¡ven, ven!

—Serénate, hermosa doncella, y escucha mis palabras.

—Dame las estrellas, dijo Jarilla inclinándose hasta el suelo, y tirando de los acicates

—Toma las estrellas.

Jarilla las besó, y el poeta tomó su mano con ternura.

—Jarilla, ¿no me amas a mí? Yo también tengo estrellas.

—Son de Román, replicó Jarilla.

—Son mías.

—No, son de Román, bien las conozco.

—Yo te las doy a tí.

—Las guardaré para cuando Román venga

Jarilla se levantó del suelo, y sacó el brazo por fuera de la ventana para que el sol hiriese las estrellas, y las hiciese relumbrar; pero la ventana daba al norte y no brillaron.

—¿Qué quieres? preguntó Santillana.

—Sol, sol, luz.

—Ven, iremos a buscar el sol.

Siguió Jarilla al poeta, y atravesaron la galería, bajaron la escalera, y se adelantaron hasta el segundo patio del castillo.

Pero el sol no se habla elevado lo suficiente para que bañase el patio, y Santillana llevó a Jarilla por fuera del muro.

Jarilla cuando se vio al aire libre, cuando sintió bajo sus piés la vegetación, cuando los rayos del sol hirieron su rostro, exhaló acentos de frenética alegría.

—Mira, dijo; mira el valle.—Allí están los árboles, el arroyo, las peñas, la gruta, la fuente, mi vaca, las tórtolas…… la encina de María,—y añadió revistiendo de tristeza su semblante;—allí está mi padre enterrado.

—Yo te llevaré al valle, dijo el poeta.

—Sí, sí.

—¿Te vendrás conmigo?

—Me iré;—que no me encierren otra vez en esa oscuridad. ¡Yo quiero irme al valle!

—Serás mia, ¿no es verdad?

—¡Yo quiero irme al valle!

—Sí, mañana serás mi esposa, y te llevaré al valle.

—Sí, sí, llévame al valle, ¡sol! ¡sol! ¡luz!

CAPÍTULO III.
EN QUE VUELVE A HABLAR EL SEÑOR PÉREZ.

Que sin duda querrá a un moro,
Lo que olvidare a un cristiano.

Romancero.

Aquí está el Sr. Pérez, dijeron los escuderos que se hallaban reunidos en la habita ciou del paje. El nos contará lo que ha pasado.

Pérez entró con paso lento y con aire misterioso, y se sentó con gravedad mirando al techo como quien se halla preocupado de los más profundos pensamientos.

—Sr. Pérez, dijo un paje, se esperaba vuestra venida con mucha impaciencia.

—Pues ¿qué hay? preguntó Pérez como hombre que quiere afectar ignorancia para dar más importancia a su secreto.

—¡Qué hay! Sr. Pérez. Bien debeis saberlo.

—Yo no sé nada.

—¡Cierto! ¿no sabeis nada? ¿eh? cuando todo el mundo lo sabe, y cuando habéis confesado al señor, que la visteis pasar al oscurecer como un buho cerca de la muralla.

—Ya, pero de esas cosas no debe hablarse…… porque son cosas que…… que se deben callar.

—Poca merced nos hace el Sr. Pérez, sí cree que nosotros podemos faltar al secreto que nos encargue. ¡Como que somos nosotros parlanchines!.....

—No digo eso, pero lo del moro se supo, y el señor marqués me dijo que siempre andaba con cuentos.

—Pues yo no dije nada.

—Ni yo.

—Ni yo, repitieron muchas voces.

—Al fin son cosas que tiran a encantamiento por más que algunos se rían…

—¿Volvéis al tema de que me rio yo? dijo Marinilla...

—Siempre saltais, Sr. Marinilla, como si os mirara cuando diablo: señal de que os habéis reido.

—Aunque me riyera, no haría nada demás, Sr. Pérez, porque algunas veces nos venís con paparruchas, como aquello del moro.

—Muy ancho estais, Sr. Marinilla, desde aquello del moro, como si le hubiérais muerto.

—¿No le matamos?

—¡Miau! dijo Pérez, remedando una boqueada: el tunante lo fingió bien...

—Conque ¿creeis, Sr. Pérez, que el moro está?...

—Sano y gordo, Sr. Marinilla, y comiéndose a cuantos infelices pasan por allá abajo.

—Vamos, Sr, Pérez, acá no somos viejas. El moro está ya comido de gusanos.

—¡Miau! volvió a repetir Pérez.

—Dejemos al moro, interrumpió uno, y hablemos de la novia.

—Seguro está que yo hable, contestó Pérez echando una pierna sobre otra, y volviendo a mirar al techo. No quiero contar paparruchas.

—Ya sé que estoy de sobra, repuso Marinilla, levantándose amostazado, y cerrando de golpe la puerta.

—Vamos, Sr. Pérez, ya se fué Marinilla.

—No quiero cansar a la gente con paparruchas.

—No hagais caso, Sr. Pérez, de lo que dice ese loco; aquí todos creen al Sr. Pérez.

—Vamos, él habla por envidia.

—Vamos...

—Hablaré. Pero que no se me interrumpa.

—No hay cuidado.

—Nadie chistará.

—Empiezo.

Tosió Pérez y empezó.

—Ya sabeis que el moro se hizo el muerto, y que se lo llevaron Guzmán y los tres hermanos Vargas, allá por esos montes. Pues bien, seria el amanecer cuando volvió Don Koman

—Sí, ya lo vimos…

—Si ha de haber interrupciones...

—Silencio, dejad que hable solo el Sr. Pérez.

—Pues vino, pero no Tino solo. Traia una mujer; que Dios me perdone si no era mora, porque traia botas morunas. En fin, yo acá para mis adentros, tengo razones para saber que era la mujer del moro. La señora, con la ley y el qué se yo qué que tiene a las gentes, la quiso hacer cariños, pero ella dio un bufido y se quiso escapar. Porque D. Román se había ido dejándola encargada al señor. Yo estaba presente. La muy... Así que vio que el otro se iba, como lobos ya de una camada, comenzó a desbaratarse y a dar botes para querer ir tras de él. Entonces la señora la mandó encerrar. ¡Pero qué fuerza! Pero así que vid a los hermanos Vargas, como estos estaban en el ajo, se amansó. Pues iba diciendo que la encerraron. Yo me asomé por la rendija de la puerta, y me la vi sentada en el suelo como los moros. ¿He? ¡qué tal!... ¿tengo yo buena nariz? siguió Pérez guiñando un ojo.

—¡Caramba!

—¡Silencio!

—Era mora, tan mora que era la mujer del moro. Ya se sabe lo que son las moras. Estaría con el moro, vio a D. Román vestido de cristiano, y como ellas no tienen ni rey ni Roque, se vino con él. Pues, la maldita salió la otra, noche de su aposento. Esto lo ha contado la señora a las doncellas. Digo que salió a buscar al señor que ha venido con el príncipe (Q. D. G.), y vaya si lo encontró!... Lo cierto es que la señora los pilló juntos, y que como la señora es tan buena cristiana, y tan…… ya sabeis…… dijo; a casarlos. Todo se preparó. La señora la regaló un vestido de seda blanco bordado de oro, que se metia por los ojos, y un collar de perlas finas, gordas como garbanzos. Ya estaba todo puesto en la capilla, cuando yo salí a la muralla… No importa a qué…

—Adelante, Sr. Pérez.

—Al poco rato oigo ruido, miro, y veo como un buho que se llevaba arrastrando un bulto negro. La noche estaba como alma de condenado. El buho resoplaba y como que gemia… Yo subo corriendo al castillo, y veo que todo el mundo va a la ceremonia. No digo nada de lo que he visto, y me meto entre la gente, cuando espera que te espera a la novia, y no viene. Por fin, la señora dice que la novia se ha escapado. El señor se alborota. El novio dice, que cómo se entiende. El príncipe manda que se la busque… ¡Sí, échale un halcón!...

—Pero, ¿por qué se escaparía?

—Eso falta que explicar.

—Dejad que acabe el Sr. Pérez.

—No podía suceder otra cosa. Los moros son muy celosos. Vio que se Habia venido su mujer con un cristiano, y dijo, esta… se va a casar dos veces. Así fué, que se iba a casar, cuando el moro entró sin duda por la ventana y se la llevó. El buho que yo vi era ella, y el bulto negro el moro, que la llevaria agarrada por el gañote, y por eso resoplaba y gemia. ¡Maldita sea su media alma, indina mora! ¿Por qué no se contenta con uno?

—Eso la digo yo a mi mujer.

—Pues esa es cristiana.

—Sí, pero ha tomado mucho de los moros, con esto de haberse rozado...

—¿Y quién no se roza, digo yo, cuando los moros nos persiguen basta en los castillos?

—¿Con que al fin no ha parecido la novia?...—¿Parecer? A estas horas, ya el moro, justamente irritado, se la ha fumado en su pipa, con perlas y todo.

—¡Qué demonio!

—¡Ah! si los moros son muy carnívoros. Luego dicen que uno es pusilánime…

—¿Se acabó ya el cuento? preguntó Marinilla desde la puerta; porque voy a entrar por mi ballesta.

—Se acabó.

Marinilla entró mirando de reojo a Pérez y sonriendo con sorna, y éste se puso a mirar al techo, como si nada viese.

—Ya veis cómo se ha reido, dijo a los otros cuando salió.

—¡Bah! No le hagais caso, Sr. Pérez, y contad siempre con nuestra atención.

—Dios os lo pague, contestó enternecido, y se puso a rezar el rosario.

CAPÍTULO IV.
UN MAL HALLAZGO.

Un buho dá grandes gritos,
Un águila se carpía,
Cuervos muy mal le aquejan,
Yo de aquí no pasaría.

Romancero.

Furioso estaba D. Álvaro de Luna con el pregon que acababan de echar en la muralla los farautes del maestre. Y hubiera muerto de coraje si no fuera porque perdiendo la vida perdía el título de condestable; si no fueraporque dejando de ser vivo dejaba de ser privado. Aún le faltaba el título de maestre, y ¿quién sabe cuántos títulos más?

Era preciso vivir para mandar, y mandar para ser obedecido. En estos momentos, su ambición, dilatada siempre, se ha concentrado en un solo punto. En Alburquerque. La toma de Alburquerque es para su orgullo una cuestión de vida ó muerte, porque hoy no medita como hombre de estado, ni como prudente consejero, sino como rival ofendido.

Así, son inútiles las súplicas de Doña Leonor. D. Álvaro, ciego, nada oye, y la fuerza de su cólera es tan magnética, que arrastra el dulce carácter de D. Juan a rechazar con dureza las proposiciones de Doña Leonor. La Reina Doña María no está menos ofendida, y nada por su mediación ha podido conseguir la viuda de D. Femando. Cansada al fin de importunar, sin resultado alguno, se despide tristemente del campo castellano, y toma con su escolta el camino de Nogales. Román no la abandona. Deberes de agradecimiento muy profundo, una veneración, un cariño sin límites hacia la virtuosa Reina, le han hecho aceptar el cargo de servirla con toda la efusión de su alma. Su solicitud no tiene límites. No hay cuidado que no la consagre para suavizar la aspereza de su viaje, tan incómodo por las ágrias sierras.

Román conducía muchas veces por la brida el caballo de la Reina, y entonces esta le daba las gracias con una dulce voz y una mirada tierna. Después cogía Román las flores que hallaba en su camino y formaba ramos, cuyo perfume aspiraba con embriaguez Doña Leonor. Una vez vio entre unas rocas un espino florido, y desgarró sus ramos con tanta precipitación, que las puntas agudas de que estaba revestido se clavaron en sus dedos é hicieron brotar su sangre. La Reina lo observó cuando el caballero la presentó las flores sin espinas, y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Otra vez que me deis flores, dijo la Reina, no os quedeis con las espinas.

—¡Ah! señora, las espinas de las flores no hieren sino la piel. Además, que amo las heridas desde que he debido a ellas la mayor de todas las honras.

Doña Leonor bajó los ojos conmovida y Román subió sobre su corcél.

Hallábanse en estos momentos cerca de la Albuera, cuyos campos habían de ser tan célebres algun año por la fecunda cosecha de cadáveres que ha recogido ya la historia.

Habia amanecido caluroso el día y velado el sol por esas pesadas nubes, presagio de las tormentas; pues en mi país son tan frecuentes, sobre todo al fin de la primavera, que no puedo librar a mis lectores de sus impertinentes chubascos; si ya no sea advirtiéndoles con tiempo que se refugien en sus hogares, dejando a mis héroes que sufran solos la tempestad, y que reposen tranquilos, porque yo en mi libro les contaré cuanto ocurra.

Buena ocasión para que luciese su ingénio un poeta resonante y fosfórico, en esto de los truenos y de las centellas. Hay quien diria, rimbomba el cielo tremebundo, y el relámpago fúlgido serpentea con etérea luz al través de las gruesas lágrimas de las nubes; mas yo, que no entiendo de pinturas, digo que tronaba, que relampagueaba y que llovía.

Aceleraron el paso la Reina y su escolta y se dirigieron al castillo de Nogales.

—Allí, dijo la Reina, nos detendremos esta noche.

—Y allí, repuso el doncel, abriré los pliegos que me ha dado el Rey, y que deben contener la disposición del arzobispo…

En esto iban cuando se espantó el caballo de la ilustre dama, poniendo su persona en grave riesgo. Sujetóle Román y probó a dirigir su paso, pero inútilmente. Alguna cosa, habia en aquellos sitios que hacía retroceder al animal. Estaban al pié de la.sierra de Monsalud, y las malezas eran muchas en aquella salvaje falda. Román se adelantó algunos pasos, examinó el suelo y vio lo que hizo desmayar a la Reina, y lo mismo que no verán mis lectores basta otro capítulo, que escribiré cuando yo también me baya repuesto del susto que este encuentro me ha causado. ¡Oh grave ocasión de espanto, ver que los buitres y los grajos acuden a este sitio! ¿quién sabe por qué presa?

CAPÍTULO V.
¿QUÉ ERA LO QUE HALLÓ ROMÁN A LA FALDA DE LA SIERRA DE MONSALUD?

Non vos acuiteis señora.

Romancero.

Decía que el caballo no queria marchar, y que Román, habiendo examinado el sitio, ha lió el objeto que hizo a la Reina perder el sentido. Magnífico estaba el cielo. Rojo como un volcan. Una encendida nube reflejaba sobre los campos su tinte color de rosa que embellecía los objetos; el paisaje tomaba a su luz color y movimiento, y parecia que una nueva aurora más animada que la que vemos todos los días iba a iluminar la tierra. La atmósfera sofocaba y producía una languidez deliciosa. Se sentia el aleteo de los pájaros que rozaban la superficie del arroyo enrojecido, ó se guarecían en las peñas y en los árboles. Se oia el ú, ú,ú de la bubilla, monótono y lastimero. Los sauces sacudidos por el viento besaban las ondas encrespadas del arroyo del moro, y arrojaban luego el agua que habían bebido como una lluvia artificial que refrescaba las marchitas plantas. Una bandada de buitres acudía al sitio donde se habia detenido Román.

La Reina estaba muy hermosa; vestia un traje de lana negro, bordado primorosamente, y un gracioso casco de batalla, cuya dureza contrastaba con la blandura de su rostro.

Cuando se desmayó y Román la desnudó el casco, estaba más bella aún con la palidez… La lluvia que pausadamente habia empezado a desprenderse esmaltó las mejillas de la dama, prestándole un doble encanto.

En tanto que Román la socorria, los cuervos se agitaban delante del caballo, y daban enormes picotazos entre la yerba…—Pero ahora recuerdo que he olvidado un capítulo en que debia explicar cómo el Rey le comunicó a Román la respuesta del arzobispo.

Escribo sin orden. No se repartir los sucesos, y esto es malo, muy malo para la novela.

Retrocedo un poco y digo, que el Rey Don Juan recibió la contestación del arzobispo pero nada dijo a Román, sino que le entregó el pliego que para él venia como asunto de conciencia que debia comunicársele secretamente. Pero el Rey habia quedado satisfecho con lo que sabia, y era sin duda que la Iglesia favorecia al protegido de S. A.

La antipatía del Rey hacia el marqués de Villena era tan antigua, tan poderosa, que S. A. disfrutaba con todo lo que pudiera hacer desesperar al viejo. En cambio amaba a Román como a su hijo, y queria sostener la alianza con la ilustre casa de Silves por medio de este enlace. D. Álvaro estaba do acuerdo con el Rey; sabia que tarde ó temprano Villena se rebelaria, y que su influjo en Portugal les seria muy pernicioso. Harto daba a entender el marques sus malas disposiciones, quedándose en su castillo cuando marchaba en pos del Rey toda la nobleza. Así que la respuesta del arzobispo satisfizo los deseos de ambos

Pero los buitres no dejan de picotear la yerba, ¿qué objeto ha podido atraer a los buitres?

A no dudar es el mismo que espantó al caballo. ¿Cuál fué el que espantó al caballo? Mil juicios temerarios habrán formado mis lectores acerca del horrible objeto que hallaron a la falda de la sierra de Monsalud.

Al fin suspiró Doña Leonor y abrió los ojos.

—Recobraos, señora, la dijo Román.

—¡Ah, la cabeza!... exclamó la Reina...

—Olvidaos de eso.

—¿Quién será? Román.

No os ocupeis más de ello. Venid, venid hacia este lado.

Y Román, sosteniendo con un brazo a la Reina, y llevando con el otro las riendas de su corcel, tomó la dirección del castillo de Nogales.

Al mismo tiempo salia del de Salvatierra el príncipe D. Enrique y el marqués de Santillana con su correspondiente comitiva.

Este era el diálogo que seguían.

—¿Sabes, Santillana, que me tiene confuso la desaparición de tu novia?

El marqués suspiró y alzó los ojos al cielo.

—Como que me parece que estabas enamorado de ella.

—¡Ah, exclamó Santillana, qué inocente era!

—¡Hola!

—Como una tórtola.....

—Basta, no me lastimes los oidos con esas comparaciones estúpidas que hacéis los poetas, y hablemos de otra cosa. Tú sigues para Toledo. Yo aguardaré en Nogales la respuesta del Rey. Si es favorable, marcharé a su lado; si me es contraria, a Toledo vuelvo. Ten presentes todas mis instrucciones. No olvides a fray Lope de Medina.[9]. Hazle presente a Sanchiz el estado deplorable de mi tesoro; que me prevenga dinero. Que Pacheco escriba.....

El príncipe continuó dando sus órdenes, y a poco trecho se separaron. Santillana tomó hacía la derecha, y traspuso los cerros que hoy se llaman Berbellido y el Morro; y el príncipe hacia la izquierda con dirección al castillo que le pertenecía por donación de su padre. Cogióle la tormenta antes de llegar a sus muros, y entraba por ellos al propio tiempo que la Reina de Aragón y su fiel caballero. Apenas habían tenido tiempo de anunciarse y dádose a conocer los ilustres huéspedes, cuando el castillo retembló por todos sus cimientos con el estallido de la tormenta; todas las nubes se amontonaron sobre él, dejándole en una profunda oscuridad. Los relámpagos penetraron por las estrechas ventanas como serpientes encendidas. Una lluvia de piedra sobrevino, que rompió todos los vidrios haciendo un ruido espantoso, y las lámparas que estaban encendidas se apagaron. El huracan entró por todos los boquerones, arrastrando cuantos objetos ligeros había en los aposentos, y rodaron por los tapices una corona de rosas blancas, y un collar de perlas que no sabemos quién se había dejado allí.

CAPÍTULO VI.
SACRILEGIO DE ROMÁN.

Absolvedme dijo, Papa,
Sino seraos mal contado.

Romancero.

El objeto que cansó tanto espanto a la Reina era el cadáver de Abac, del moro que en la primera parte dijimos que vivia en lo alto de la sierra de Monsalnd, y que al bajar al arroyo se habia hecho pedazos rodando de peña en peña. Ved aquí todo el misterio que he ido reservando de uno en otro capítulo, y cuya explicación ha dejado frios a mis caros lectores. Pero ya lo he diebo anticipadamente, yo desconozco el arte de la novela.

Harto hice con haber conducido a Román y a Doña Leonor al castillo de Nogales, donde está descargando la tormenta una lluvia de relámpagos. Peor fuera que les dejase al a intemperie, dando así muestras de poca humanidad.

Cada vez los truenos son más profundos; los regios huéspedes se han reunido en el gran salón y allí se dirigen mutuas salutaciones. Los servidores del castillo se han dado prisa a abrir todas las puertas llevados del temor de que alguna centella entre por las ventanas, fundados en la esperanza de que si entra por las ventanas, salga por las puertas. Román de pié, vestido aún de todas armas, está apoyado en el ángulo de una galería. Hondas meditaciones absorben su pensamiento, y no presta cuidado a los truenos ni a las centellas. El castillo está sumido en las tinieblas: la mayor parte de las gentes se han refugiado en la capilla, donde se encomiendan a Dios.

Una figura blanca y ligera pasa al lado de Román… dijérase que es la claridad de un relámpago, o la luz de la luna que ha dejado escapar sus rayos entre las negras nubes. Román se extremece, como si una ráfaga eléctrica hubiese pasado rozando su cuerpo, y sin saber por qué, suspira y vuelve a sumergirse en sus cavilaciones; pero le parece que alguna persona ha pronunciado su nombre… escucha, y solo oye el silbido del viento.

—¡Sueños! ¡sueños! ¡delirios! Exclama tristemente Román; en todas partes veo su imágen, y en todas partes oigo su voz. Mísera existencia, mísero mundo. Habíamos nacido para la felicidad. Nada sino enlazar nuestros corazones… nada nos faltaba….

Calló.

—Y seremos felices, sí, lo seremos;—volvió a exclamar consigo mismo.—¡A despecho del mundo seremos felices!... ¡lo juro!...

Un relámpago iluminó el rostro del caballero, y se vio la expresión del enérgico entusiasmo que le animaba. Habia entre el fuego que despedían las nubes y el fulgor que esparcían sus ojos una afinidad extraña. Tan sombrío como la tormenta estaba su entrecejo. Tan vivas como los rayos eran sus miradas.

Pero la tormenta se fué calmando sin haber derramado más que luz y algunas piedras. Encendiéronse hachas que condujeron a los huéspedes á sus respectivos departamentos, y la Reina y el príncipe se separaron después de saludarse cordialmente.....

El príncipe se dirigió al aposento donde habia hecho encerrar a una doncella que hizo robar la víspera en el castillo de Salvatierra. La puerta estaba abierta. Los pajes introdujeron las hachas, y el aposento apareció vacío.

Por el suelo rodaban una corona de flores y un collar de perlas. El príncipe bramó de coraje, mandó apalear a los que habian dejado escapar la prisionera, y dio órdenes para que saliesen en su persecución. Eran las diez de la noche. La oscuridad mucha. Nada hallaron por los alrededores del castillo, y D. Enrique perdió la esperanza de recobrar su presa.

En tanto Román se retiró a su aposento para abrir el pliego que contenia la decisión de la Iglesia. Nunca su ánimo se habia hallado tan preocupado con el recuerdo de Jarilla. El delirante joven la habia, visto pasar delante de sí como un fantasma por la galería del castillo, y sentia excitadas sus fibras con la aproximación de aquel ser magnético. La esperanza atraída por su voluntad poderosa le hacia ver rotos todos los lazos que le unian a Doña Inés, y soñaba con la idea de buscar a Jarilla, para no volver a abandonarla jamás.

Sacó rápidamente el pliego, y se acercó a la lámpara. Pero al poner el dedo sobre el blasón episcopal, tembló el joven de piés a cabeza: examinó lentamente el sello como para tomar aliento, y luego lo rasgó de un golpe.

La noticia de su perdición eterna no hubiera espantado a Román como la lectura de aquel pliego.

Plegóse su frente en dos profundas arrugas. Chocaron sus dientes como un golpe de eslabon en el pedernal sacando fuego a la lengua, y su barba tembló por espacio de un segundo. Luego una sonrisa terrible asomó a sus labios, y pronunció un juramento que resonó por la bóveda como una detonación de las primeras é inseguras armas de fuego que reventaban en las manos del que las dirigia. Juramento contra Dios dirigido, pero que Habia de estallar como todas las blasfemias, despedazando el corazón del que lo pronunciaba.

Quedó silencioso, y al parecer, tranquilo. Pero no con la tranquilidad del justo, sino con la serenidad del desesperado. Habia Román sostenido una lucha muy penosa, y fundaba toda su esperanza en la respuesta del arzobispo. Amaba a Jarilla con ese sentimiento recóndito que, ni la ausencia, ni el infortunio logran debilitar en el corazón; y al oir el fallo, a su parecer injusto, que le condenaba a ser rival de su padre, siendo esposo de Doña Ines; al ver que la suerte contrariaba su voluntad de un modo tan obstinado, su enérgico instinto se reveló con una fuerza terrible.

Difícil es adivinar la idea que le domina, porque ha concentrado su vitalidad en su misteriosa resolución, y ni por un gesto, ni por una mirada, deja traslucir el más ligero rayo.

Empero, repito que no es la calina de un hombre tranquilo, sino la frialdad de un hombre desesperado, la que le deja inmóvil, ceñida aun la armadura, los brazos cruzados, y la cabeza inclinada contra la esquina de la ventana que mira al poniente. Había pasado la media noche, y el caballero aun permanecia abismado en su meditación. La luna asomaba tras de la sierra como una llama resplandeciente, é hizo extremecer a Román el primer rayo de su luz. Tiene la faz de la luna ese candor que brillaba en la frente de la hija de la selva. Había entre la doncella inocente, solitaria, y enamorada, y el rostro de la luna que vio aparecer Román, una tan grata analogía, que alzó la cabeza embelesado para recibir de lleno su claridad. ¿Quién sabe si en aquel instante la está contemplando Jarilla?

Sentóse el joven en la piedra saliente de la ventana, y recostó la cabeza contra la pared.

Esa era la actitud de Regío cuando habitaba en ese mismo aposento; y por Dios, que si uno de los moros viejos de Salvaleon viera en este instante a Román, creería reconocer la figura de su rey, y Pérez tendría razón para asegurar que la sombra del moro estaba pegada a las paredes. La sombra de sus cejas y de sus largas y negras pestañas, proyectando sobre los ojos, le dan esa expresión imponente y atrevida, como la del moro. El cabello, arrancando desde las pálidas sienes en dos gruesas haces, se riza sobre el cuello lo mismo que el del moro. Solo en las creencias difieren estos dos hombres que la naturaleza ha formado idénticos, en el rostro, en la inteligencia, en el corazón. La misma belleza, la misma poesía, las mismas pasiones. Allí, en aquella ventana, habia Regío invocado muchas veces a Mahoma; y esta noche, por primera vez, habia Román invocado al dios de su padre, revelándose su alma contra el verdadero Dios, al saber el fallo del arzobispo.

¡Insensato! Su razón se pierde. Este castillo está lleno de las creencias de su padre. La piedra donde ha reclinado la cabeza le ha quemado como una piedra infernal; y esta contemplación en las altas horas de la noche, solo con la luna, recordando a Jarilla, va a conducirle a su perdición eterna.

¡Román enamorado, huye! no te quedes a solas con la luna. Esa, que parece tan casta, te hará perder con su influjo tu castidad y tu religión…… Pero el caballero no me oye: su éxtasis le detiene una hora más con los ojos fijos en la luna, y luego los cerró, quedándose dormido sin haber rezado su oración acostumbrada.

Era la primera vez que se dormia el devoto caballero sin hacer la señal de la cruz.

CAPÍTULO VII.
EL ECO.

Azarque ausente de Ocaña
Llora, blasfema y se aflige.
……………………………
Jurando está por su amor.

Romancero.

Al día siguiente resonó el patio del castillo con la llegada de un importante mensajero. El venerable obispo de Osma en hábito de guerrero, habia salido cuatro horas después que la Reina Doña Leonor de los reales de D. Juan, se habia dirigido al castillo de Salvatierra, queriendo seguir a la noble dama, y no hallándola, vino a buscarla al de Nogales sin descansar un momento.

Así habló a la Reina:

«En nombre de Dios y del muy poderoso y magnánimo Rey de Castilla, somos venidos a vos, señora. Tan pronto como dejasteis nuestro campo, se oyó en los muros de Alburquerque el grito de ¡viva el maestre! Nuestras tropas responden con el de ¡viva Don Juan! y la lucha comienza… Dispensad a mi lábio la dolorosa relación de los sangrientos choques. Aún corre el Gébora tinto en sangre… Aún tiembla mi mano cansada de administrar el sagrado ólio. ¡Oh, señora! muchos bizarros caballeros yacen en paz bajo los árboles de Gébora.

»El magnánimo D. Juan intima a los sitia dos por segunda vez la orden de rendirse.—Por segunda vez responde la plaza con dardos y metralla [10].—Nuestros tercios avanzan.—El infante D. Pedro, llevado de su impetuoso ardor, sale de la plaza, y acomete a los nuestros.—El condestable le espera.—Se empeña la lid.—El infante D. Pedro ha caido prisionero».

Desmayóse Doña Leonor, y vuelta en sí, continuó el obispo.—«Por tercera vez el gene roso Rey D. Juan conjura a los sitiados para que se rindan. Por tercera vez contestan estos con dardos y metralla.

»Señora, solo por vuestro lábio puede el señor obrar un prodigio en el irritado ánimo de los contendientes. S. A. os invita a que aparezcais ante los rebeldes para hacerlos desistir, primero que la cabeza de D. Pedro ruede bajo los muros, para escarmiento de la rebeldía.»

Calló el prelado, y Doña Leonor enjugó las gotas de sudor frió que rodaban por su rostro. Luego respondió arrodillándose ante el obispo para recibir su bendición.

—Partamos.

El obispo se dirigió después al príncipe, y le entregó un pliego con el perdón de su padre. «El Rey D. Juan, dijo, espera a su hijo. Príncipe, sed agradecido.»

Una hora después se puso en movimiento la pequeña corte de D. Enrique y de la viuda de Aragón.

Pálida, absorta, con el dolor retratado en el rostro, la infortunada dama caminaba al lado del obispo, sin que una sola palabra interrumpiese su silencio.

El príncipe D. Enrique iba por el contrario gozoso con haber alcanzado el perdón de su padre, y dijo alegremente a Román:

—Román, ¿cómo ha sido eso de tu boda?

¡vive Cristo, que me han contado una cosa peregrina!

Román dejó caer la visera que traía levantada para respirar mejor el aire puro de la mañana, y el príncipe no pudo observar la expresión que animó su semblante.

En aquellos momentos resonó clara y distintamente por la selva, el nombre de Román. Este se detuvo en su primer impulso, y luego siguió marchando al pensar que su mente le engañaba. Pero su corazón palpitó fuertemente cuando D. Enrique dijo:

—Creo haber oido tu nombre…

—¡Oh, estais seguro?... ¡Señor, estais seguro?

—No sé; seria el eco del nombre que yo pronunciaba, repetido en esas peñas…

—Sí, seria el eco.

—Pero era tardío para ser el eco.

—¿Piensa Y. A. que no podía ser el eco, no es verdad?

—Me tiene algo confuso, Román… ¡Ah! Silencio… ¿oyes?

—Sí, sí.

—Es el eco… dijo Román, y lo repitieron las peñas.

—Sí, sí, es el eco.

Pero a los pocos minutos, dijo el príncipe:

—Ahora no es el eco… yo no he pronunciado tu nombre.

—¿Y lo habéis oido?

—Claramente.

Román apretó su corazón con la mano haciendo chocar contra el peto el resonante guantelete, y dijo entre dientes:

—¡Volveré muy pronto… muy pronto, Jarilla! Los espíritus traen tu voz por los aires, Mahoma quiere que seas mía, y…… volveré.

CAPÍTULO VIII.
LO QUE PUEDE UNA MADRE.

Ved el pendón castellano.

Romancero.

En doce horas que tardaron en llegar a los reales de D. Juan, no reposó un instante la Reina de Aragón, ni templó la carrera de su corcel. Dominada de un vértigo, cruzaba las sierras sin dar muestras de cansancio, sin exhalar un suspiro. Cuando llegó a los reales estaba horriblemente pálida, y corrian por su frente gruesas gotas de sudor frió. Quedó inmóvil por unos momentos al pié de su corcel para asegurarse de que podía andar, y luego se presentó al Rey.

—Entregadme, le dijo con una voz firme arrancada del fondo de sus entrañas; entregadme a mi Hijo. Alburquerque… es… vuestro: empeño mi palabra real.

D. Álvaro iba a responder por D. Juan; pero Doña Leonor le interrumpió acercándose a su oido, y diciéndole con voz llena de indignación:

—Sereis maestre de Santiago.

Pero al saber D. Pedro que le devolvian la libertad, quiso informarse de las condiciones con que la recobraba.

En vez de arrojarse en los brazos de su madre, retrocedió, y mirándola con ceño:

—¿Las condiciones, dijo, cuáles son?

—Las condiciones, replicó Doña Leonor con energía, las condiciones sondas que a una madre le plazca imponer para rescatar a su hijo. ¿Quién conoce el precio de la vida de un Dijo, y quién se atreverá a valuar el tesoro que merece su rescate? ¿Quién será bastante osado para quitarnos el derecho de decidir esta cuestión? Soy más que Reina, Don Pedro, soy madre. No os rebeleis inútilmente contra una voluntad más poderosa que la de los reyes. Vuestros esfuerzos se estrellarían contra mi corazón. ¡Ya no lloro! ¡tantas lágrimas infructuosas derramé! ¡Ya no ruego; mando! ¿Queréis sacrificar vuestra vida a vuestro orgullo, a vuestras ambiciones, a vuestros rencores?... ¡Pues yo no quiero!... No hay más juez que mi conciencia. ¿Queréis morir? ¿Quiere D. Enrique prolongar la guerra?... ¿Decís que sí? Pues yo digo ¡No!!!

Esta última voz resoné como un grito. Los labios de la amorosa madre quedaron temblando, y se señalaron en su barba esos ligeros hoyos que el dolor y la cólera imprimen, y que tal vez pasan desapercibidos a nuestra observación.

Nada replicó D. Pedro...

—Seguidnos, continuó la Reina tomando su brazo y arrastrándolo fuera de los reales.

Sin más tregua se dirigió Doña Leonor a los muros de Alburquerque seguida de Román, y conduciendo a D. Pedro como a un prisionero imposibilitado moralmente de emprender la fuga.

El maestre los recibió con asombro; pero Doña Leonor, sin darle tiempo de reflexionar:

—Hemos rescatado, dijo, la cabeza de vuestro hermano, y no teniendo un reino para dárselo en cambio al generoso D. Juan, hemos empeñado la plaza de Alburquerque bajo nuestra palabra real.

Dicho esto tomó la Reina de manos de Román el pendón castellano, y lo hizo clavar en los muros de Alburquerque, antes que D. Enrique tuviese ánimo para oponerse a ello.

Así terminó esta lucha que por tres años se habia sostenido en Extremadura con graves daños de sus tierras, y con notable menoscabo en las huestes de cuatro reyes enemigos; el de Castilla, el de Aragón, el de Navarra y el de Portugal. Pero el provecho que trajo a estos reinos la paz momentánea, no fué sino engrandecer a D. Álvaro, que unió a sus títulos el de conde de Alburquerque y maestre de Santiago.

Es en Castilla donde la ambición consigue más libremente extender sus alas como la de D. Álvaro. Voló aquel milano en todas direcciones, arrebatando las palpitantes presas, que con ser tantas, jamás fueron bastantes para hartar su insaciable pico… La sangre de los pueblos vertida a arroyos, no calma su sed; el oro de las minas arrancado a quinta les, no contenta su codicia… Dejad al ave de rapiña que vuele sobre los aires: dejad al favorito que apure el sufrimiento del reino…

Ya caerá, y cuando caiga, no habrá un cuervo en nuestros campos que no venga a comer en su cuerpo la carne nutrida con la sustancia de tantos seres.

Pero volvamos a Alburquerque. Ajustadas las paces, se disponia Román a abandonar a Doña Leonor, pero D. Enrique le dijo:

—Ha terminado, bizarro jóven, nuestra enemistad con tu Rey, y han cesado por lo tanto, las honrosas causas que te alejaban de nuestra corte: nuestro agradecimiento por el servicio que has prestado a mi amada madre, es sin límites, y queremos darte un testimonio de él haciéndote aceptar en nuestra corte uno de los cargos más dignos que tenemos.

—Señor, respondió el doncel inclinándose hasta el suelo; nada debo aceptar, porque no lo merezco, y porque no puedo permanecer en vuestra corte.....

—La Reina desea hablaros, repuso el maestre, queriendo mostrar que no le hacia admitir las excusas del caballero, y señalando al aposento de Doña Leonor, le despidió de sí.

La Reina estaba radiante de felicidad; había salvado a su hijo. Hallábase trasformada su persona, con el matiz carmín que la reacción del cansancio habia traído a su rostro, y que brillaba sobre el manto de terciopelo negro, como la luna cuando aparece entre nubes con el color encendido, presagio seguro de tempestad.

Nunca, dijo Doña Leonor dando a besar su mano al caballero; nunca, Román, se desanubla tu entrecejo. ¿Eres desgraciado, hijo mio?

La dulzura con que la Reina pronunció estas palabras, conmovió al doncel, y exclamó con efusión.

—No, señora, no puede ser desgraciado el que logra de vos que le habléis con tal bondad.....

—Hemos resuelto, continuó la Reina más animada, que te quedes en nuestra corte.

—Imposible, replicó Román retrocediendo un paso.

—¿Imposible?

—Imposible, señora.

—Tendré tres hijos, añadió la Reina con acento verdaderamente maternal. Te miraré como a hermano de D. Enrique y de Don Pedro.

—Imposible, señora.

—¿Tan fuertes lazos te sujetan a la corte de D. Juan? ¿Amas a Doña Inés?

—Voy a abandonar la corte de D. Juan, y no volveré a ver a Doña Inés.

—¿Pues dónde vas? prorumpió la Reina, levantándose a medias del sillón.

—No lo sé.

—Román, ¿qué misterio es ese? ¿No merezco que me confies tus secretos?

—¡Ah, perdone V.A.! mi secreto debe morir conmigo.

Un rayo de esperanza penetró en la mente de la Reina. ¿La amará el doncel, y su pundonor le obligaria a huir de ella?

—Román, le dijo: este momento es muy solemne para los dos; habla. ¿Amas a otra que no sea Doña Inés?

—Sí.

—¿Temes ofenderla?

—Ya lo sabe.

—¿Lo sabe?

—Lo adivina.

—¡Ah!...

La dama se dejó caer en el sillón como temiendo haber comprendido demasiado.

—¿Y quieres huir de ella?

—Voy a buscarla.

—A buscarla, gritó Doña Leonor fuera de sí, levantándose de su asiento; pues ¿dónde está? ¿quién es?...

—No la conoce V. A.

—Basta, repuso Doña Leonor con dignidad. Sé dichoso. ¡Adiós!

—Adiós, señora.

Iba a salir el doncel cuando un golpe como de cuerpo que se desploma, resonó en la estancia; volvió y bailó a la Reina sin sentido. Al ruido acudieron las damas, y la trasportaron al lecho. Román esperó en la antecámara a que volviera en sí, y después se despidió de los infantes y se dirigió a los reales castellanos.

Nada; ni el amor de la hermosa Reina habia podido torcer aquel corazón de finísimo acero, templado al fuego que ardía en el siglo XVI y que ya en nuestros tiempos no volverá a arder. Allá va atravesando el Gébora en su negro caballo… Ya llega al campo de D. Juan.

CAPÍTULO IX
¿A DONDE VA ROMÁN?

Aquesto dijo Gazul
Un martes triste en la tarde
Tarde triste para él...

Romancero.

Román besó la mano al Rey, y saludó a Don Álvaro.

—S. A., dijo D. Álvaro, ha sabido vuestra acción, y en premio de ella……

Pero Román se adelantó vivamente, y besando de nuevo la mano del Rey, rogó a Don Álvaro le ahorrase el dolor de parecer ingrato con el Rey, porque nada podía aceptar.

—Sé, añadió, que me expongo a perder la gracia del más generoso de todos los soberanos; pero no debo abusar de su magnanimidad. Solo una demanda, hija del único deseo que tiene mi corazón; solo una demanda tengo que hacer a S. A. Dichoso yo, si en cambio de la sangre que he derramado por S. A. se digna otorgármela. Mi agradecimiento será tan eterno, como el amor que tengo a mi Rey.

Y diciendo esto volvió a hincarse de rodillas.

Maravillados quedaron los de la corte de las palabras de Román, y no ménos maravillado el Rey ordenó al caballero que declarase su deseo.

—Señor, dijo Román, pido a V. A. la venia para retirarme de la corte, renunciando a los empleos y gracias que he debido a la bondad de V. A.

Mudo estuvo el Rey por unos instantes, examinando el rostro de su doncel para ver si traslucía la causa de su extraña petición; pero como no la adivinara, le mandó que aclarase aquel secreto.

—¿Estás descontento? le dijo. ¿Tienes querella contra alguno de mi corte? ¿Se ha negado Villena a darte tu mujer? ¿Cuál es el origen de ese inaudito despecho?.

—Señor, no estoy descontento de la corte, ni tengo con sus nobles caballeros querella alguna, ni el señor de Villena me ha rehusado nada; pero deseo retirarme.

El Rey, aunque algo mohino, concedió a Román el permiso de retirarse, y la corte emprendió su marcha para Medina.

Era martes 15 de mayo.

Román volvió a tomar el camino que habia atravesado con la Reina, acompañado solamente de su escudero y de dos pajes de lanza; llegó al castillo de Nogales, donde dejó su gente, descansó una hora, y volvió a montar a caballo después de haberse informado de si existían algunos moros en Salvaleon.

Cada vez su rostro se iba poniendo más sombrío. Conocíase en el mirar incierto, y en la palidez de su semblante desencajado que alguna idea terrible batallaba en su interior. Una vez se detuvo, cruzó las manos y alzó los ojos al cielo, y por la primera vez se desprendieron de ellos dos pesadas lágrimas. Luego queriendo animarse a sí mismo con el movimiento, aplicó espuelas al caballo, y se metió en una cañada que conducía al castillo de Salvaleon.

Por allí corría el arroyo del Moro. Allí fué donde Román socorrió al desgraciado Regío, cuando los ballesteros lo llevaban arrastrando; y de aquel arroyo tomó el agua para bañarle el ensangrentado rostro. De todo se acordaba Román.

¿Pero por qué está tan desesperado?

Es preciso que ahondemos hasta la raíz de los pesares de Román.

Cristiano nació Román en la católica Toledo; jamás hubo caballero más exacto en cumplir las preceptos del severo dogma, ni tampoco otro alguno excedió el ardor de su fé. Pero desde su casamiento con Doña Inés y su encuentro con Jarilla, Román empezó a enojarse contra las leyes de la Iglesia, que le condenaban a una desgracia eterna, y acabó de exasperarse su génio y de entibiarse su piedad, cuando vio al arzobispo sancionar un lazo que él juzgaba sacrilego. Luego la declaración del moro y el desprecio que algunos caballeros le mostraron, despertó en su alma ese enérgico instinto de orgullo, de amor de familia que inclina al hijo a adorar lo que adoró su padre. La sangre de Regío, sangre de reyes, se animó en las venas de Román, comunicándole todas sus pasiones. Román pensó en la grandeza de alma, en los infortunios de su padre, y pensó también en su religión.

—¡Ah! dijo para sí; como hubiera sido moro, seria esposo de Jarilla…

Esta idea, que pasó rápidamente por su imaginación, le sobrevino muchas veces, y una de ellas se fijó tanto en su cabeza, que le obligó a discurrir:

—Si yo abrazase la religión de mi padre, yo seria libre… y podria unirme a Jarilla… con ella, tan inocente, tan bella, tan enamorada. De otro modo jamás podré acercarme a Jarilla. No, jamás. La amo, la respeto demasiado… Pero siendo moro la sacaría del castillo de Salvatierra y…

Desechó este pensamiento y se arrojó a los muros de Alburquerque, decidido a morir. Pero más tarde supo la decisión del arzobispo y entonces se dijo con firmeza:

—Seré moro, y seré libre.

La noche de contemplacion a la luna en el castillo, pensó solo en esto.

Cuando acompañando a la Reina creyó oir su nombre repetido por Jarilla, dijo también;

—Volveré pronto, Jarilla...volveré.

Y al pensar en que volvería a verla, un placer frenético llamó a su pecho con golpes redoblados.

No: no eran ni el orgullo de familia, ni el dolor de oirse apellidar bastardo, ni su aversión a Doña Inés, las causas principales que inspiraron a Román la extraordinaria idea de mudar de religión. No. Esto solo no podía justificarle con su propia conciencia, si un delirio que perturbaba su razón no ahogase en él la voz de su fe cristiana. Este delirio era su pasión a Jarilla. Cuando se ama como amaba Román, cuando se tace de una mujer un ídolo, no se conforma el alma con amarla en esto mundo. Es preciso seguirla al otro; y para seguirla, para bailarla en la gloria ó en el paraíso, quería Román identificarse con ella, profesar su religión, salvarse ó condenarse con Jarilla. Este delirio que he dicbo ya, este delirio es el que conduce a Román al borde del abismo. Los que no babeis amado como él, no podeis comprender su locura.

¡Desgraciados los que amen como Román!

CAPÍTULO X.
LA APOSTASÍA.

Por Alá te ruego, Guarinos,
Moro te quieras tornar.

Romancero.

Hoy sirve de iglesia al pueblo cristiano de Salvaleon la que en el siglo xv era mezquita. La misma cúpula, las mismas ventanas arabescas, y basta el mismo pavimento. Solo hay de diferencia, que en vez de Mahoma se adora a Jesús. Son cuevas que hicieron los moros para su Dios; acabó su culto y quedaron huecas y silenciosas como las galerías de una mina esplotada. Y los cristianos, por no fatigarse en fabricar nuevos templos, han colocado a Jesús en esos lugares profanados, y donde los infieles rezaban a Mahoma, vienen a rezar a la Virgen. Cuando he visto al pueblo reunido bajo aquella cúpula arabesca, parecíame tener delante de los ojos la visión de un cristiano con un turbante moruno. También yo he oido misa en esta iglesia, y he rezado por el alma de Román, que en esta misma iglesia, cuando era mezquita, abrazó la ley de Mahoma.

Hablé en la primera parte de tres ó cuatro moros ancianos que habitaban las casillas arruinadas de Salbaleon, y los cuales mantenían el culto de la mezquita en aquellos sitios desiertos y casi salvajes. A ellos se dirigió Román declarándoles el nombre de su padre, y sus deseos de hacerse mahometano. Un fuego devorador penetraba en los huesos de Román, cuando pronunció en voz alta este deseo.

La palabra espanta a la conciencia más que el pensamiento. Hasta que no formulamos una idea, hasta que no la reducimos a sílabas, hasta que no oimos el sonido de lo que pensamos, no conocemos la importancia, la enormidad de un pensamiento. Acabar de explicar su deseo, y sentir que el remordimiento despedazaba su alma, fué instantáneo en Román. Pero uno de los moros ancianos tomó la palabra, y dijo así:

—Hijo de moro eres. Moro debes de morir.—Así está escrito.—Los padres y los hijos deben juntarse: allá donde los aguarda el Profeta.—Regío era querido del Profeta.—Tú debes adorar al que adoraba tu padre.

—Hijo de Regío, añadió otro moro. No te arrepientas. Yo soy ministro del Profeta.—Yo leo en el libro donde está escrito, que irás a juntarte con tu padre.—Yo en nombre de Regío, te mando que humilles tu frente a la voluntad del Señor.—Las puertas del paraíso cerradas antes para tí, van a abrirse.—El Profeta es bueno.—Ha concedido a tu padre esta gracia para tí.

Román inclinó la cabeza aterrado, y en su abatimiento, se dejó conducir por los moros a la mezquita de Salvaleon.

Al pasar junto a un ciprés, que hoy descuella por cima del castillo, oyó el silbido que hacia el viento en sus ramas, y se extremeció creyendo que era la voz del enemigo que le auguraba su perdición eterna.

Al pasar el arroyo, que descendiendo de un alto se quebrantaba en las peñas, se extremeció también, como si le persiguieran los malos espíritus. El canto de las aves ocultas en la alameda le pareció el regocijo de Luzbel. Trémulo, pavoroso, bañada la frente de un sudor frió, llegó a la mezquita. El sacerdote y los moros entraron con él. La puerta se cerró, y nada pudimos ver de aquellas ceremonias. Solo sabemos que tres días estuvo Román con los moros, y que al cuarto subió sobre su corcel, y atravesando las tierras que hoy se llaman del Regío, se dirigió al castillo de Salvatierra.

CAPÍTULO XI.
LA PROFECÍA DEL SEÑOR PÉREZ.

Faceos a un lado.

Romancero.

—¡Jesucristo!... gritó Pérez desde la muralla; allí viene el Sr, D. Román. Escuderos, encomendaos a Dios: lo veis…… lo veis, allá juntó a la muralla. Es la misma cara del moro, que el diablo tizonee..... ¡Y qué flaco y renegrido viene! Parece que ha salido de la fragua del moro. ¡Alejadse…… alejadse de él!

—¿Pues los moros tienen cada uno su fragua, Sr. Pérez?

—¿Pues dónde se templan los alfanges, señor Marinilla?

—En las fraguas, Sr. Pérez; pero cada uno no tiene su fragua.

—¿Y quién dice que cada uno tenga su fragua? La tiene el que la tiene. Pero ese que el Sr. Marinilla se jacta de haber muerto, es uno de los que tienen fragua.

—¡Hola, lo sabeis, Sr. Pérez… Ja, já!

—Yo no sé nada, Sr. Marinilla... nada; otros son los que se lo saben todo. Los valentones que matan los moros… ¡Miau!

—Sr. Pérez, cuidado, que estoy harto de oir las mentiras que echáis, y que tengo ganas de contaros un cuento al oido.

—Cuando gustéis, Sr. Marinilla.

—Ahora mismo...

—Vamos, Sr. Pérez, dijeron poniéndose en medio cuatro ó seis pacificadores; no es cosa de alborotarse porque le llamen mentiroso. El Sr. Marinilla dice que todo es mentira, pero eso no vale la pena.

—¡Embustero yo!...

—Embustero.

—Vamos, Sr. Marinilla, continuaron dirigiéndose al otro; no le llaméis embustero al Sr. Pérez. El Sr. Pérez no es embustero. ¿Qué motivos teneis para decir que es embustero el Sr. Pérez?

Con esta prudente mediación acabaron de irritarse los dos enemigos y se dieron de cachetes. En esto entraba Román por las puertas del castillo.

Recibiéronle el marqués y Doña Inés con una fria etiqueta, y Román les reclamó la doncella que habia puesto bajo su protección.

—Sensible me es, dijo Villena, el desgraciado caso que ha arrancado de mi castillo a vuestra protegida.

—¡Cielos... qué decís!...

—Aquella doncella, dijo Doña Inés, se escapó una noche de su aposento, y la hallé en las altas horas, poco ménos que en los brazos de un caballero a quien habíamos dado hospitalidad. Después ha desaparecido.

—¿Con el caballero?

—No, sola.

—¡El nombre del caballero! gritó colérico Román.

—Lo ignoramos.

Román se mordió la lengua, ensangrentando sus dientes.

—Yo lo hallaré, dijo.

—Doña Inés se sonrió.

—Sí, continuó, dando por la sala desordenados pasos; la hallaré, aunque se oculte en las entrañas de la tierra.

—Yo creo, repuso Doña Inés, que Jarilla se ha ocultado en la selva, porque estoy cierta de que no habrá ido a buscar ningún castillo.

—¡Oh!... teneis razón, señora, gracias… exclamó Román, que vid un rayo de luz en esta indicación que Doña Inés hizo para desorientar al caballero.

Doña Inés, de acuerdo con el príncipe, habia favorecido el rapto de Jarilla, y sabia que estaba en el castillo de Nogales. Por eso inclinó a Román a que la buscase en la selva.

Despidióse Román de ambos señores, y se internó en la selva.

Algunas horas después comunicó Villena a su esposa la resolución en que estaba de partir a Toledo. Convínose Doña Inés y marcharon al día siguiente.

El Sr. Pérez los acompañó, y decía a su auditorio al pasar por la selva:

—¡Uf!... qué tufo; allí está el zorro. ¡Pues, el moro muerto!... ¡Miau!...

Y miraba a Marinilla; pero éste se hacia el prudente, porque Pabia conocido el día antes, que si el Sr. Pérez mentía en efecto, tenia unos fuertes puños para sostener sus mentiras.

Al llegar al arroyo del Moro se apeó del caballo el Sr. Pérez, y llamando a los suyos con aire misterioso, se llegó a una peña que «estaba a un lado del camino. Esta peña, que hoy todavía existe en las tierras del Regío, tiene, por una casualidad extraña, marcada en su superficie la figura de un pié humano, pero algo más grande que el regular.

—Aquí está, dijo Pérez abriendo los ojos con espanto… ¡Miradla, la pata de la mora!

—Esto ya lo he visto yo antes, dijo uno.

—Por supuesto, contestó Pérez, que esta no es huella de hoy ni de ayer; pero está claro que anduvo por aquí la mora; y añadió volviendo a subir en el caballo y bajando la voz:

—¡Algún día resultará esa pata!

En efecto, la pata es esta novela que escribimos, cumpliendo la profecía del señor Pérez, que por su erudición, llegó a ser más adelante armado caballero por el márques de Villena, que para hacerle completa gracia, le regalei su acicate no usado, Dícese que Marinilla se burlaba del nuevo caballero; pero también añaden las crónicas que siempre fué a hurtadillas, y contra el torrente de su popularidad. Era tanta, que el mismo ilustre poeta marqués de Santillana, prestaba oidos a su relato acerca de la mora, y se entristecia, ysus piraba cuando referia la desaparición de Jarilla arrastrada por el buho.

Santillana conservó siempre fresca en su mente, la memoria de Jarilla.

Ca nunca creyera
Que fosse vaquera
De la Finojosa.

Como otra persona, y no era Doña Inés, conservó siempre la de Román.

Hablamos de la Reina Doña Leonor, a quien los reveses de los infantes produjeron tan honda tristeza, que la movieron a encerrarse en un claustro, donde muchas veces mezclaba a sus oraciones entre el nombre de sus hijos, el nombre del doncel. D. Juan II se acordó también de Román, que no era ambicioso ni egoista como los demás cortesanos. Y D. Álvaro de Luna lo recordó, cuando al fin de su desgracia se vio abandonado de todos sus protegidos.

Pero dejemos en Toledo a la corte entera, para no volver a mirar a sus personajes, de los cuales ninguno nos interesa; y nos aborramos el disgusto de ver que Doña Inés se burla de su marido, que envenenan a la Reina Doña María, que D. Álvaro va a morir bajo el hacha del verdugo, y que el príncipe D. Enrique se dispone a ser el Rey más malo de todos los reyes de Castilla.

Imágenes más dulces y risueñas nos aguardan en la cuarta parte de esta novela, en el bosque de Jarilla, donde nuestro espíritu fatigado reposará, como verán nuestros lectores, si quieren pasar estos días de campo a últimos de mayo entre las flores, las brisas y los arroyuelos. ¡Vive Dios! que los invitamos de buena voluntad a que sean testigos de la felicidad de Román y de Jarilla, cuya huella vamos a buscar basta que bailemos el menudo pie a que el Sr. Pérez llamaba pata. En esta cuarta parte hemos de alegrar su ánimo entristecido, con la seriedad de las anteriores narraciones sentimentales. Era el andante.

Un poco más de paciencia, y entraremos en el allegro de esta composición.

CUARTA PARTE

CAPÍTULO I.
LA FE DEL BUEN CABALLERO.

Gallardo moro...
Si adoras como refieres,
Y si como dicen amas,
Dichosamente padeces.

Romancero.

¡Ay, cuánto sufría Román después del cruel golpe que su corazón habia recibido! Él, que todo lo sacrificó a Jarilla, nombre, fortuna, honor, hasta su religión misma… Pero sea yo justa al apreciar los pesares del caballero. Román sufría porque no podía ballar a Jarilla tan pronto como anhelaba; pero ni por un instante la duda de su amor y de su virtud empañó el claro espejo de sus ilusiones. Román creyó desde luego que Jarilla, víctima de un engaño, había buscado a otro juzgando que era él. En el noble, en el generoso corazón de Román, no cabían los livianos celos. Tal vez temia encontrarla muerta. Nunca sospechó que pudiera hallarla deshonrada. Conocía Román los instintos de Jarilla en aquella mirada ardiente, pero altiva, enérgica, salvaje, que demostraba la vehemencia de su amor y el valor de su castidad; y estaba seguro de que primero que vencerla, la doncella se quitaría la vida.

¡Oh fé de la virtud, fé santa que nos elevas a un amor sobrehumano! Contigo se pueden soportar las desgracias; contigo se puede despreciar la calumnia!

¡Tú eres la inteligencia, tú eres la sabiduría! Nadie sabe más que por tus inspiraciones dónde reside la pureza, y cuál frente se alza sin mancilla.

¡Oh bendito Román, entre todos los caballeros! ¡Bendito el rayo de tus hermosos ojos, que penetran a través de la malicia y descubren el escondido tesoro de la virtud!

Habíase detenido Román al pié de unas zarzas para tomar aliento, y al ver un ramo de flores que acariciaba su frente, las besó dulcemente en nombre de Jarilla. Todo lo que amaba Jarilla era para Román objeto sagrado. En aquel misterioso amor había algo del cariño del padre, del entusiasmo del amante, del fanatismo del idólatra. Román llenó de agua el hueco de su mano, y bebió algunas gotas como para fortificarse contra las fatigas que iba a sufrir en las largas correrías que meditaba.

—¡Yo te encontraré, decía Román. Mi amor me conducirá a donde te halles. Mi corazón adivinará el sitio donde te escondes!

Pero de repente hería su imaginación la idea de que podía haber muerto. Entonces el abatimiento sucedía a su arrebato. Su entrecejo se ponia oscuro como la niebla; sus ojos se cerraban, y sus brazos caian lánguidamente sobre su armadura, crugiendo con doble choque.

—No, gritó reanimándose; no puede ser que te hayas muerto; si te hubieras muerto no existiría yo!

Y relampagueando sus ojos con esta maravillosa creencia, se levantó vivamente y prosiguió su camino.

Son los últimos días de mayo. Las acacias silvestres se han deshojado ya, y la zarza-rosa ostenta sus guirnaldas enredadas con la olorosa flor de la madre-selva. Al esconderse el sol tras de la sierra, se levanta de la ribera un vapor semejante al que produce el rocío de la mañana. El arroyo, cuajado en su superficie de flores blancas corre lentamente y parece un arrojo de flores. No os aproximeis mucho; la embriaguez de sus perfumes os volverá locos. Las aves solas pueden impunemente habitar esos palacios que hay entre las rocas y entre los fresnos, y colgar sus hamacas de las peñas y de las ramas, columpiándose sobre esas espumas de flores que tiemblan al movimiento de la corriente. Las garzas, amigas de Jarilla, tienen no más el privilegio de recogerse bajo los verdes pabellones, en la atmósfera pura, tibia, aromada, voluptuosa de la soledad. Para nosotros, hijos de las ciudades; para nosotros los pobres, las tapias, el humo, la fetidez; para nosotros los ricos, las paredes maestras, las estufas, la quinta esencia, pero nunca la libertad, nunca el aire puro.

Allá, los que estaban esparcidos por los bosques, se han recogido en unos calabozos; se han hilvanado harapos, y a estos miserables reunidos le apellidamos pueblo… Yo he visto, algunos séres lanzados en medio de esa civilización, que no tienen el amparo del árbol, porque andan entre casa y casa por los caminos que llamamos calles; que no tienen el socorro de la raiz silvestre, porque la yerba la destruyó la cal; flacos, amarillos, enfermos, hasta el agua la piden de limosna; y los he comparado a los indios, y he visto que los indios viven mejor. Sí, también la civilización tiene sus indios, pero indios con el refinamiento de la miseria. Los indios de la civilización no poseen ni un árbol, ni una flecha; el sol los abrasa en las plazas públicas, el hambre los devora: mientras que los indios salvajes duermen bajo las palmas y con la caza se alimentan. Los indios civilizados han perdido el privilegio de los hombres primitivos, y no han adquirido aún el de la perfecta sociedad……

¡Oh! para vivir como viven los indios de la civilización, yo preferiria el bosque de Jarilla. Aquí el fruto de las higueras se seca sin ser tocado, sino por el pico de las aves; las legumbres se pudren bajo la tierra por no haber mano que las estraiga, y las aves arman entre sí bulliciosa guerra, porque hay hartas para el bosque, y no las diezma el tiro del cazador. ¡Oh, dichoso el bosque de Jarilla!

Aquí se ha detenido otra vez Román. Busca el sitio donde está sepultado Regío; se desnuda el casco, y va a hacer en su frente la señal de la cruz. Pero su mano queda inmóvil al recordar que ya no es cristiano.

Mas allá del sepulcro de Regío está la gruta de Jarilla y la fuente de las Adelfas. Bien se adivina su proximidad por el alto concierto que se oye de ruiseñores y de tórtolas. Los pájaros tienen sus sitios reales, sitios de privilegio para pasar la primavera, y las tórtolas y los ruiseñores han escogido las enramadas frescas, floridas, lujosas de la fuente de las Adelfas.

Una languidez voluptuosa se apodera de los sentidos de Román al acercarse a estos sitios. Parécele que esta es la mansión que los moros le dijeron ser prometida del profeta, La poesía de la nueva religión se apodera de su espíritu y exalta sus pasiones. Ya no es el doncel cristiano, severo, reservado, espiritual, es el amante de Jarilla, es el habitante de la selva que busca a su amada para llevarla a la gruta. Es el joven que ha roto los lazos que le unian al mundo, y los que le unian a Dios, para poder entregarse al placer de su pasión delirante en los brazos de Jarilla. Todos sus escrúpulos han cesado. Todos sus remordimientos han desaparecido. La presencia de aquellos objetos amigos de Jarilla, el influjo de aquella vegetación rica, lozana, vigorosa; el silencio, la inocencia, el encanto, la frescura de aquellos sitios han hecho en el ánimo de Román una revolución completa, y grita con palpitante acento:

—¡Jarilla! amada mia, ¿dónde estás?

Un eco suave respondió a su voz. Un eco como el pió de una calandria. Román se acerca a la fuente, y recibe en sus brazos a la hermosa Jarilla.

—Sí, dice Román estrechando con locura el talle de la joven; sí soy yo…… ya cesaron las penas, las lágrimas, la ausencia, y cesaron para siempre. Ya soy libre; ya he sacudido el yugo que sujetaba mi cuello, ya he renunciado al mundo; ya lo he abandonado todo por tí; ya nunca nos separaremos.

Pero Jarilla no podía contestar a las extremadas protestas de su amante.

—¿Qué tienes, amor mio? exclamó Román sobresaltado. ¡Qué pálida estás!... ¡Qué cambio, Dios mio!...

En efecto, Jarilla semejaba una sombra; su rostro tenia la trasparencia del hielo; parecia que sus fuerzas estaban agotadas en el desaliento que se advertía en su actitud. Respiraba con dificultad. Quiso hablar, y sus labios quedaron entreabiertos.

—Pero ya la salud, ya la alegría, prosiguió Román haciendo sentar a su amada sobre el lecho de flores, volverán a reanimar tus tristes ojos, ¡alma mia! Descansa, estás rendida. Cuéntame de dónde vienes, qué hiciste desde que te dejé, cómo pudiste venir sola. ¡Cómo se habrán lastimado tus preciosos piés! añadió inclinándose a besar los borceguíes de Jarilla, que había vuelto a vestirse en hábito de mora. ¡Hija del corazón, cuánto habrás sufrido!

Jarilla estaba absorta mirando a Román. Hacia mucho tiempo que se habia apoderado de la joven una extraordinaria ilusión, y era que en todas partes veia a Román. Acostumbrada a soñar con él, a verle y oirle en la fantasía, creyó por el pronto que estaba soñando, y no dio muestras de sorpresa ni de júbilo; pero cuando se convenció de que era la realidad, se arrojó otra vez en los brazos de su amante, y prorumpió en lágrimas.

Luego habló así.

CAPÍTULO II.
LA ENCINA DE MARÍA.

E incado de ambas rodillas,
Con devoción lo ha besado.

Romancero.

Al fin te veo, Román.—Vienes cuando empieza a correr el arroyo de flores.—Vienes cuando la zarza-rosa está en flor.—Estoy muy cansada de buscarte.—Te fuiste del castillo, y luego volviste.—Yo fui a buscarte y era otro.—Después, una noche vinieron por mí sin luz.—Quise gritar y me taparon la boca.—Me llevaron en un caballo.—Fuimos a otro castillo.—Hubo tormenta,—cayó piedra,—abrieron todas las puertas—me escapé.—Me escondí tras de la torre.—Por la mañana abrieron, yo salí al campo, corrí por todas partes, y te llamé.—Tampoco respondiste.—Ví la ribera, y seguí por su orilla.—Descansando algunas veces, llegué hasta otras peñas altas; me subí en ellas, y te llamé.—Yo estaba muy cansada.—Me puse a llorar, cuando vuelvo la cabeza y veo mi vaquita……—Le di muchos besos.—Ella anduvo delante, y yo la seguí.—Ella me trajo a la fuente.—Entré en la casa y no había nadie.—Ni Barbellido ni el Morro.—El arca estaba abierta,—allí tenia mi padre oro.—Me quité el vestido blanco que me dio la señora, y me puse este.—Bebí leche de la vaca, y me acostó a dormir.—Soñé contigo,—soñé que venías… ¡Ah, ya estás aquí! ¡Román, Román, ya viviré contigo para siempre!...

Jarilla había hablado con tal violencia, que cayó postrada por este esfuerzo en una penosa languidez. Su respiración era ahogada, y a su palidez había sucedido un sonrosado febril.

Román la escuchaba estático. Los últimos rayos del sol bañaban el rostro de su amada al través del ramaje, presentándole como una estrella celestial. Román la miraba como a la esposa que después de tantas penas le concedía Dios. ¡El Dios de Jarilla, el Dios de los moros y el Dios de Román! Ya ni en la otra vida se apartará, de ella. Ya va a unirse a Jarilla por toda una eternidad.

¿Quién podrá evitarlo? ¿Quién será bastante poderoso para separar a Román de su inocente compañera? ¿No es ya libre? ¿No es ya moro? ¿No puede ya unirse a una mora y vivir en la selva olvidado y feliz?

Román está loco de felicidad. Besa la mano de Jarilla, y su cabello flotante, y las orlas de su vestido.

Después habló a Jarilla de su vida futura, concierta con ella el medio de vivir en la selva, manteniéndose de la caza y de la fruta, como su padre, y se propone trabajar en el huerto y formar en la ribera muchas grutas donde venir a reposar con su amada. Román levantará las enredaderas ya caídas, y trasplantará en la otra orilla nuevos rosales para embovedar los huecos de las peñas. Román limpiará la fuente para que derrame sus cristales alrededor de la gruta, dándole frescura y rumor.

Jarilla está embelesada; una dulce y continua sonrisa agita sus lábios. En el colmo de la dicha vuelve los ojos hacía la ribera, y tomando una expresión sublime, exclama:

—Tú oíste mis ruegos. ¡A tí debo el haberle hallado! Román, ven conmigo, ven a la encina de María.

Más allá de la fuente de las Adelfas, y escondida entre otras encinas, había una vieja, a la que solo quedaba el tronco carcomido y dos ramas que se levantaban a un lado y a otro del tronco. El agua corria al pie de esta encina lamiendo sus raíces del todo descubiertas, y queriendo en vano reanimar con su frescura la perdida juventud del árbol. Jarilla se acercó a él respetuosamente, y levantándose sobre las puntas de sus piés, separó las ramas con ambas manos.

El último rayo del sol doraba la cúpula de la encina. Entre las dos ramas, y en el hueco del tronco, estaba la imágen hermosa y triste de la Virgen de los Dolores, encerrada en una urna de cristal. Sus ojos permanecían hinchados de lágrimas; su boca presta a exhalar un gemido. Allí, en aquella soledad, entre aquellas sierras, sobre aquella encina, al pié de aquel arroyo, bella, dulce, meláncolica, la abandonada imágen era más imponente que en los lujosos templos rodeada de sacerdotes. Dijérase que estaba al pie del Carmelo esperando a Jesús la amorosa madre, y que al ver que el sol se esconde y que Jesús no parece, se aflige y cruza sus manos.

¡Ah! ¡cuán sublime eres, madre de Jesús! ¡Qué grande es el poderío que ejerce tu ternura en los ánimos cristianos! ¡Cómo tu sola presencia despierta en nosotros el amor a Dios, la piedad hacía los demás seres!

Tú purificas el corazón. Tú levantas el pensamiento. Tú sostienes la fé. Tú animas la esperanza. Tú nos conduces a la gloria. Tú, donde quiera que aparezcas, en medio de las ciudades, en las escondidas selvas, eres la salvadora de la humanidad. Por una lágrima tuya verteremos nuestra sangre de rodillas al pié de tu altar, ya sea un mármol, ya un carcomido tronco.....

—Esta es, dijo Jarilla, la virgen que adoraba mi madre. La escondió aquí para que mi padre no la viese. A ella la pedí que volvieras…… Arrodíllate, Román, y reza conmigo.

Jarilla se arrodilló, y besó el tronco; pero Román permaneció inmóvil, petrificado. ¿Veis el vástago del árbol nacido entre dos peñas? Así está su planta arraigada en la tierra. ¿Veis la espiga en el mes de Agosto? Así es el color de su semblante.

Jarilla rezaba de rodillas.

«Santa María madre de Dios»

El sonido de estas palabras sacó al fin a Román de su atonía; miró despavorido a la virgen, y huyó como un demente por el valle.

CAPÍTULO III.
DONDE SE PREPARA EL ALLEGRO DE LA NOVELA.

Cuando las pintadas aves
Mudas están, y la tierra
Atenla escucha los ríos
Que al mar su tributo llevan.

Romancero.

Esta misma noche fué cuando se sintió al Poniente un ruido sordo, y un temblor de tierra, que alcanzó, aunque ligeramente, basta el bosque de Jarilla. A distancia de una legua se abrieron en la tierra profundas simas, que hicieron desaparecer las antiguas colinas, y desquiciar las sierras, cuyas rocas desprendidas rodaron por las pendientes. [11]

Las torres del castillo de Nogales cayeron con espantoso ruido sobre el resto del edificio, que quedó reducido a escombros. Si pasados cuatro siglos veis un castillo alzarse en esta sierra, no será el de los moros, no será el de Regío. Será otro castillo que levantará un poderoso caballero godo, y cuya inscripción leeréis en caractéres góticos, que dirán el año de su fundación.[12]

Las nubes están esta noche claras y trasparentes. La luna de mayo se esconde entre ellas, y arroja sobre las sierras una suave y templada luz. Aun en la mitad del cielo alumbra, como lámpara religiosa colgada en la cúpula de un templo, el cóncavo que forman en la selva de Jarilla las sierras circulares.

Allí está la gruta, la fuente, el arroyo, y la encina de María. Pero ¿dónde están Jarilla y Román?

Román se huyó por la selva, y Jarilla le sigue y le llama en vano. Mil veces ha repetido… ven!... ven!... El cárabo responde con su perenne canto.

Jarilla, sin aliento, destrozado el pecho por las palpitaciones redobladas de su corazón, se deja caer en una piedra, y rompe en amarguísimo llanto. Vénse correr por sus mejillas una tras otra lágrima, bañándola el pecho; y a la luz de la luna remeda la imágen de María aquel rostro dolorido. Lloró mucho, lloró sin descanso la pobre doncella. La luna había andado la mitad de su camino, y aún no había cesado de llorar; sus lábios estaban ensangrentados con la fuerza de sus sollozos… ¡Pobre Jarilla!

Román entre tanto giraba por el monte sin saber cómo librarse de su propia sombra.

La fé del cristiano caballero, reanimada con la vista de la virgen María, abrasaba su corazón, y le acosaban los remordimientos del sacrilegio que había cometido.

Detúvose sobre una colina, y permaneció abismado en una sombría desesperación. Pero luego se acordó de Jarilla, a quien había dejado sola.

Entonces reflexionó; su espíritu agitado recobró un poco la serenidad, y se dirigió a la fuente, triste, pero resignado.

Cuando Jarilla sintió el ruido de sus pasos, se levantó, y al verle tendió los brazos hacía él; pero Román la rechazó dulcemente, y tomando su mano la hizo sentar en la peña.

—¡Ah! exclamó Jarilla con acento desgarrador. No me amas!—Huyes de mí.

—Sí, hermana mia; sí te amo. No huyo de tí. He venido a buscarte.

—¡Ay Román, cuánto he llorado!....—creí que me abandonabas para siempre. Hace algun tiempo que sufro mucho,—tengo la cabeza ardiendo,—creo a veces que voy a morir, y necesito estar a tu lado.—No quisiera morir aquí sola.

Jarilla al decir esto inclinó su cabeza sobre el hombro de Román; pero este se levantó con respeto, y se alejó un poco de ella. Era extraordinario lo que le acontecia. Tocar solamente su mano, le parecia una profanación. La religión había vuelto a poner entre él y Jarilla una barrera insuperable. Jarilla era cristiana. La Virgen de los Dolores era la madre de Jarilla. ¿Quién seria bastante osado para acercarse a ella? ¿Cómo el siervo de Mahoma se atreverá a ser esposo dé la doncella cristiana?

—¡Ay! repitió Jarilla, no me amas, Román.—Yo que para siempre quiero vivir contigo.—No separarme de tí en ninguna hora.—Comer contigo la misma fruta.—Beber el agua de la fuente por tu. mano.—Por la mañana ir contigo a la sierra.—Por las siestas a la gruta.—Por las noches a las peñas.—Ver contigo la luna.—Mírala. Esa luna tan hermosa que es mi hermana… Se parece a mi madre.—Ella me ha dado compañía. Mírala!

Román levantó hacía la luna los ojos sombríos y volvió a bajarlos sin contestar.

—La luna, prosiguió Jarilla, está muy contenta porque has venido.—Todo, todo se alegra.—Hoy han abierto muchas flores… Pero Román, ¿qué tienes? ¿Por qué estás triste? ¿Qué te he hecho yo?...

—Ya es hora, amada mía; ya es hora, respondió Román, de que descanses. Vamos a casa.

—Sí, replicó Jarilla, vamos, y te daré a beber leche.

Jarilla se levantó penosamente, y apoyada en el brazo de Román, entraron en la rústica casa, por cuyas ventanas penetraba la claridad de la luna.

Detúvose Román en el patio, y Jarilla sacó un jarro lleno de leche. Bebieron ambos, y dijo Jarilla.

En este primer cuartito duermo yo.—En aquel dormia mi padre—Duerme tú en él.—Deja la puerta abierta, y si despierto y tengo miedo, te llamaré...

—Descansa en paz, hermana mía, dijo Román besando apenas la manga de su vestido.

CAPÍTULO IV.
Allegro.
LOS PRIMEROS DÍAS EN EL BOSQUE.

Regalando el tierno vello
De la vaca de Medoro,
La bella Anjélica estaba
Sentada al tronco de un olmo.
Los bellos ojos le mira
Con los suyos piadosos,
Y con sus hermosos lábios
Mide sus labios hermosos.
¡Ay moro venturoso
Que a todo el mundo tienes envidioso.

Romancero.

Al día siguiente empezaron Román y Jarilla a realizar sus proyectos de método de vida, igual en un todo al que tenia su padre. Román cazaba con el arco de Regío, mientras que Jarilla disponía su almuerzo de leche y legumbres, y después se iban a la gruta en tanto pasaban las horas de calor.

Además de la va quita negra de Jarilla, tenia Regío otras va cas, que acostumbradas desde que nacieron a las caricias de Jarilla, venían por las tardes a regalarle su leche. La huerta cultivada por Regío daba a los dos jóvenes hartas legumbres para su regalo, y a esto se añadía la caza que diariamente traia Román. Así, la vida poética de los bosques había podido hacerse práctica sin inconveniente alguno.

Pero sucedía una cosa bien extraña. No pasaba un solo di a sin que Jarilla vertiese lágrimas amargas. Levantábase al amanecer risueña y feliz con sus dorados ensueños, y corría a los brazos de Román ansiosa de dar espansion a su cariño. Román se adelantaba a recibirla palpitante de placer, y luego retrocedía y la rechazaba. Jarilla prorumpia en sollozos, y entonces el joven se arrodillaba ante ella y besaba el extremo de su vestido. Marchábase a la caza, y cuando tornaba se repetía la misma escena. La doncella le nombraba con los nombres más tiernos, y le tendía los brazos..... Pero él se retorcia los suyos desesperado, y huia lejos de ella.

Muchos días pasaron así. Jarilla cada vez más enamorada, y exaltado su corazón con la presencia de su amante, soñaba con él dormida, y deliraba despierta. Una lenta fiebre, esa fiebre que acompaña a las pasiones altas, fiebre incurable, había ido agotando sus fuerzas físicas, ya muy escasas con sus sufrimientos anteriores. Una mirada amante de Román, una palabra suya, la hacia experimentar violentas convulsiones. Su sangre hervía, su pecho se destrozaba, y caía la joven en una languidez mortal.

A veces se calmaria su ansiedad si estrechase entre las suyas la mano de su amado; pero apenas la toca, cuando Román la aparta de sí estremecido, y Jarilla vuelve a entregarse al llanto.

Al fin Román, no pudiendo resistir sus melancólicas miradas, ni su apasionado acento, se abstuvo de mirarla y de oirla. Prodigaba a Jarilla los más tiernos cuidados sin levantar los ojos hacia ella, y la acompañaba a sus solitarios paseos sin desprender sus lábios una sola vez.

Esta conducta se le hizo insoportable a la ingenua amante. Su corazón se oprimió lleno de angustia. La creencia de que Román había dejado de amarla, se apoderó de ella, y faltó el sueño a sus ojos y el sosiego a su alma, y su enfermedad se agravó.

Una noche en que la luna empezaba a menguar, y que algunas nubes cubrían el cielo, estaban los dos sentados en una peña, y dijo Jarilla muy lentamente y con mucha tristeza:

—¿Quién volverá a verte, luna, tan hermosa como estabas?

Román la miró sorprendido, y la preguntó con dulzura:

—¿Por qué dices eso, hermana mía?

—No sé, respondió Jarilla sin apartar los ojos de la luna… pero tengo miedo…….

Román hizo como que la rodeaba con sus brazos, y replicó sonriéndose para animarla:

—¡Miedo!...¿Pues no estoy yo contigo?

—Sí… pero no tengo miedo de los lobos,—ni de nada...—es otro miedo… es miedo de la oscuridad… no sé anoche disperté angustiada…—Me falta la respiración…—siempre estoy bebiendo, y siempre tengo sed. Sufro tanto…—Veo tantas visiones…

Al decir esto, escondió la jóven su cabeza en el seno de Román, y quedó como dormida.

—¡Dios mio! exclamó Román asustado: abrasa tu cabeza… hija mía… amante mía: ¡ah qué cruel he sido! Pero qué había de hacer……¡Qué había de hacer sino huir!...

Jarilla había cerrado los ojos y parecia que descansaba más tranquila en los brazos de Román. La luna acabó de ocultarse; hubo algunos minutos de silencio en que Román no se atrevió a respirar siquiera, temiendo inquietar a Jarilla.

—¡Ah! exclamó esta como soñando; no me separes de tí—no huyas—déjame morir a tu lado.—Román, prosiguió con febril violencia.—Román, te amo...—Te amo.—El miedo que tengo es de perderte.—Me siento morir, y no quiero morirme, porque soy para siempre tuya.—Román, por las noches despierto temblando… quiero llamarte, y me falta la voz Otras veces te veo en la oscuridad—voy a abrazarte y huyes… ¿Dónde vas? No me dejes.—¡Román, te amo!...

Calló Jarilla, y su pecho resonaba con un ruido sordo. Quiso proseguir y se desmayó.

Román la trasportó a su lecho, y veló toda la noche de rodillas, rezando oraciones cristianas.

CAPÍTULO V.
Allegro piumoso.
EL ÚLTIMO DÍA DE MAYO.

Aspid fiero que se cría
Dentro de los corazones,
Que su propia sangre bebe
Y de sus entrañas come;
………………………….
Enfermedad sin remedio.

Romancero.

¡Sol que iluminas el último día de mayo, siempre, desde niña he salido con tristeza al campo a decirte adiós! No me acuerdo cuando en la ciudad pasé el último día de mayo. Es este día cuando la naturaleza cansada de haber producido flores, retira su jugo a la vegetación, y las plantas comienzan a marchitarse. Todavía a la orilla del arroyo quedan ramilletes lozanos guardados por la sombra de los árboles, y nutridos por la humedad; pero es una lozanía pasajera, porque a la siesta desmayan también, y hasta el arroyo empieza a menguar y a dejar secas sus orillas. Las tortugas quedan descubiertas. Las raices de los lirios pajizos salea a la superficie; todo anuncia la proximidad del verano, desnudo, árido, abrasador.

Es el último día de mayo, como el último día de nuestra juventud. La primera espiga que blanquea entre el verde follage, es el primer cabello blanco que brota en nuestra cabeza; es la primera señal del verano, es la primera señal de la vejez. Tiéndese la vista a los campos, y se ve cuánta belleza han perdido, las mañanas risueñas, las tardes templadas que se han pasado en la fugitiva estación. Se recuerda el primer canto de las primeras aves que vinieron de lejanos países a poblar la ribera. Se recuerdan los primeros lirios que brotaron a nuestros pies… Se recuerdan nuestros primeros amores…

Insensiblemente ha ido la atmósfera cargándose de vapores como nuestro corazón, y ya nos falta aquel aire puro que respirábamos ayer. Los insectos salen a mortificarnos, como nuestros recuerdos, conforme se acerca el verano, como cuando se aproxima la vejez. La primer espiga rubia, el primer cabello blanco, son el adiós a la primavera, son el adiós a la juventud.

—Román, dice Jarilla al abrir los ojos, des pues de la fiebre que toda la noche ha estado devorando a la desgraciada: Román ¿hay ya luz? oigo arrullar las tórtolas. Quiero levantarme.—He soñado con un sitio muy hermoso que está más allá de la fuente de las Adelfas, un sitio que no has visto y quiero enseñártelo.

Román intentó persuadirla de que no debia abandonar el lecho; pero Jarilla insistid.

—Pero estoy vestida, añadid con sorpresa, ¿quién me ha vestido?

Román la explicó su desmayo, y como la trasportó al lecho, y la joven se sonreía llena de gratitud.

Quiso levantarse, y su espíritu la engañaba: Román tuvo que sostenerla en sus brazos, y conducirla lentamente a la peña de la noche anterior.

Allí descansó mientras que Román la miraba consternado.

¡Oh! ¿qué enfermedad es esta, que ha podido aniquilar tan pronto su hermosa robustez?

Y era verdad que ya estaba aniquilada. Tal vez la medicina no tenga nombre para designar ese dolor recóndito que se apodera a veces de la juventud, y la reduce en pocos días al último extremo. Debe tener su raiz en las entrañas.

Jarilla levantó los ojos hacia la sierra de enfrente, y dijo a Román:

—Por allí viniste, cuando te vi la primera vez.—Y luego prosiguió haciendo un esfuerzo.—Ya estás conmigo.—Iremos a la fuente, y a la gruta, y a todas partes…—primero al sitio hermoso… Pero ¡ay! gritó poniéndose de repente más pálida, y apretándose el corazón con ambas manos… ¡ay! No es nada, continuó después con una falsa sonrisa.—Ya pasó.—Vamos al bosque,—mira qué hermosa mañana. ¿Oyes los ruiseñores, Román?

Pero Román había comprendido una espantosa verdad. El exceso de la pasión hacia morir a Jarilla. Su fria reserva hacia ella iba a poner fin a una existencia llena de ternura, y concentrada por la soledad hasta entonces. Román sintió que un remordimiento más cruel que el que habia sentido antes, se apoderaba de él. El remordimiento del hombre apasionado que vé morir a su amada, y que hubiera podido salvarla de la muerte.

Tétrico con esta idea, apoyó en el suyo el brazo de Jarilla, y lentamente la condujo al bosque, siguiendo la ruta que ella indicaba.

¡Último día de mayo! aún restan algunas horas de juventud, de poesía, de felicidad. La tierra está empapada de rocío; las flores llenas de vida, embalsaman el ambiente. Hay un bosque a la derecha de la fuente de las Adelfas, donde todavía Jarilla no ha conducido a Román. El agua ha ido robando a las colinas su elevación de uno y otro extremo de la ribera, y los árboles unidos, han formado un camino cubierto, donde vienen a reposar en la siesta bandadas de palomas. Es magnífico este sitio el último día de mayo.

El arroyo cae a golpe en la hondonada, rompiéndose en unas peñas. Las purísimas flores que coronan todo el remanso del arroyo arriba pierden aquí su seguridad, y flotan revueltas entre las olas como barquillas náufragas.

Aquí vienen a sentarse los dos amantes. ¿Pero quién pudiera conocer en esa sombra a la gallarda hija de la selva?

Os lo he dicho; hay terribles dolencias que no han menester sino el espacio de una luna para destruir hasta la médula de los huesos de la más vigorosa organización. Hay dolores íntimos que absorben la sangre más presto que los vampiros. Una de esas dolencias, uno de esos dolores es el que hace morir a la pobre Jarilla. La sobreexcitación de su cariño a Román, le ha hecho soportar sin quejarse el punzador tormento que sufre cada día. Ha pasado en silencio ansias, espasmos, convulsiones violentas, que han ido debilitando su complexión, basta reducirla anoche a aquel peligroso estado. Ni una sola fibra queda en su cuerpo que no esté resentida por sus agudos martirios; su sangre está en disolución.

¡Pobre Jarilla!

CAPÍTULO VI.
Allegretto.
CONTINUACION DEL ÚLTIMO DÍA DE MAYO.

Los campos les dan alfombras...
Los árboles pabellones,
La apacible fuente sueño,
Música los ruiseñores.

Romancero.

Yo no sé; pero hay días peligrosos para los enfermos del corazón. Di as cargados de electricidad que agitan nuestro sér con sensaciones desconocidas. días en que se piensa en la vejez, porque se vé marchitada una flor; días en que se piensa en la muerte, porque se vé morir la primavera. Todo nos sobresalta en estos días. Dos garzas que van en una direccion a esconderse en los fresnos. Una alondra que lleva en el pico una paja para su nido. Una vaca que da leche a su cría en lo alto de un monte. Siéntese en el corazón una cosa, como miedo, como el vacío, como la indefinible emoción que sentia Jarilla.

Es el último día de mayo el día más solemne para la juventud. En este día es cuando vienen a espantarnos todas las fantasmas de nuestros sueños de doncellas, y este día decide de nuestro porvenir, ya perdiendo para siempre a los amantes, ya ciñéndolos con una aureola de eterno resplandor.

—Román, dijo Jarilla cuando estuvieron en el bosque y al pie de la ribera; Román, dame agua con tu mano. Coge el agua de entre las mismas flores.

Román dió de beber a Jarilla, y se extremeció al sentir el ardor de sus labios.

En su primer impulso besó la mano donde había tocado Jarilla.

—Hazme, añadió ella, una almohada con las ramas de la retama fresca… ¡me duele tanto la cabeza!

Román cortó los ramos floridos, y colocó sobre ellos la cabeza de Jarilla. Su pálida frente contrastaba con el oro de las flores, y sus cabellos castaños ondeaban sobre ellas como las alas de una paloma torcaz tendidas al sol.

Román se sentó a su lado y estrechó contra su seno las pequeñas manos de Jarilla, frías y temblorosas. Poco a poco fue inclinando su cabeza para aspirar el aliento de la doncella, cuya respiración difícil la precisaba a tener la boca entreabierta. Sus dientes brillaban con una blancura semejante a la de las florecillas del riachuelo. Los ojos de Jarilla, animados de un fuego fascinador, estaban fijos en Román sin apartarse un instante.

¡Último día de mayo, que hermoso eres!

Y cuando tus nubes velan el fuego del sol, y bajan como hoy a posar sobre las crestas de las sierras, ¡qué irresistible eres! Parece que tus nubes traen la pasión. Parece que tus nubes traen la embriaguez de los sentidos.

—Duerme, dijo Román muy agitado, viendo que la joven, cada vez mas lánguida, no podía tener los ojos abiertos.

—No tengo sueño, contestó. No sé que tengo...

Guardaron silencio, y luego preguntó Jarilla...

—¿Oyes las tórtolas como arrullan?... ¡Cuántas tórtolas hay aquí!...—Yo no sé qué me sucede cuando las oigo arrullar, prosiguió con los ojos brotando lágrimas.

¡Último día de mayo, cuantos atractivos tiene en la selva el canto de tus aves, que guardan para despedida de la primavera sus más amorosos tonos!

Hacía algunos instantes que Román estaba agitado por una idea dominadora. En vano procuraba serenar su espíritu. En vano apartaba sus ojos de Jarilla. Una fuerza superior a su voluntad le traia magnetizado a los pies de su amada. No atreviéndose a tocar la mano con su boca, besaba continuamente su ropaje, y las flores que habia en tomo de su cabeza.

—Amada mia, exclamó por fin Román, levantándose precipitadamente; huyamos de aquí… Abandonemos este sitio: ya lo hemos visto; vamos a otra parte...

Román atribuía a la influencia de aquellos sitios la turbación que experimentaba. Nada hay mas supersticioso que la pasión.

Levantóse Jarilla, y apoyada en su brazo siguieron la ribera arriba. Veíase la banda blanca del arroyuelo hinchado de flores, que no cesaba de temblar como el seno de Jarilla.

—Vamos, dijo esta, a la fuente de las Adelfas.

—Vamos, replicó Román con la esperanza de recobrar allí calma.

Se aproxima la siesta, y el aire empieza a sofocar. Cada vez las nubes más cargadas se interponen entre el sol y la tierra, y hacen más pesada la atmósfera. El mismo color aplomado, sombrío y melancólico tienen los cielos que las montañas. Las nubes semejan montes, y los montes nubes, yRoman y Jarilla parecen a lo lejos dos séres que flotan en la inmensidad.

Al pasar por entre los grupos de encinas, oyen muchos ruidos diferentes. El cú-cú de alguno de ellos remeda un sarcasmo. El já-já del otro, una carcajada. A cada paso se bailan sorprendidos por algun acento nuevo. Es una sociedad de séres felices que viven libremente en la selva. Son parejas amantes que se burlan de Román y de Jarilla.

Solo ellos son desgraciados. Desgraciados en el día más hermoso de la hermosa estación. En el último día de mayo.

Sentóse Jarilla en el borde del manantial, y Román al lado de ella. La fuente exhalaba un débil rumor, al verterse por entre las raíces de los árboles. Parecia a veces un gemido.

—¿Oyes, Román, dijo Jarilla, qué dulce ruido hace la fuente?—Corta las flores de las madre-selvas.

Román hizo una corona de flores, que ciñó a las sienes de Jarilla, y esta se sonrió. Pero las flores, ya un poco marchitas, se deshojaban, y Román iba besando cada hoja que caia. Jarilla al mismo tiempo arrancaba las flores de otro ramo, y las echaba en la fuente. Las flores giraban en torno, luchaban con el agua, se sumergían, tornaban a la superficie, y luego corrian arrastradas por la corriente.

Fatigóse la joven de aquel juego, y reclinó su cabeza en el hombro de Román.

¡Último día de mayo, qué hermoso eres! Tus fuentes tienen una música melancólica que nos conmueve el alma. El agua tibia exhala no sé qué miasmas de placer…

Román inclinó su frente sobre la cabeza de Jarilla. La corona de madre-selvas separaba su boca de sus cabellos. Muro harto débil y baldo perfumado para que salvase de sus arrebatos a la doncella?

—¡Román, balbuceó Jarilla! ¡Román, te amo!

—¡Dios mío, exclamó Román, huyamos de aquí!...

Y con mano vigorosa apartó de la fuente a la doncella.

Pero Jarilla estaba como exánime. Un frío nervioso la extremecia.

—Sí, dijo Jarilla débilmente. La humedad me hace daño…… y el ruido de la fuente…—yo no sé...—Román, llévame a la gruta…—Allí estaré mejor...—Sosténme bien… dan vueltas los árboles…

¿No os describí la gruta en la primera parte de esta historia? ¿No os dije que era una gruta formada entre dos peñas, y vestida de zarzas, de madre-selvas y de campanitas azules? ¿No os dije que en el fondo de ella habia un lecho de musgo de flores, y que nunca penetraba el sol sino a través de la enramada, con un fantástico reflejo?

En esta gruta entraron Jarilla y Román. La doncella se reclinó en el lecho, y Román se sentó a sus piés.

¡Último día de mayo, qué hermoso eres! Qué deliciosas son tus grutas con su templado ambiente, con su silencio, con su recogimiento en lo profundo de una selva. Pronto el verde follaje se marchitará…… apuremos las delicias del último día de mayo.

Pero Jarilla está realmente enferma, muy enferma. Al frío glacial que experimentaba en la gruta, ha sucedido un ardor que la consume. Sus megillas están como la flor del granado. Sus lábios secos, sus ojos relucientes como los del águila real.

Oprímese el corazón con ambas manos, como si quisiera contener sus palpitaciones, y prorumpe en dolorosos gemidos.

Román, silencioso, y con la desesperación retratada en el semblante, se aproxima más a ella, y la llama por los nombres más santos. Jarilla, en vez de responder, se tuerce los brazos y se golpea la frente. Román besa aquella frente adorada, y se arrodilla delante de ella.

—¡Román, exclamó Jarilla con una expresión indefinible! ¡Román, ya me amas… lo conozco… has besado mi frente!

Y la joven tendió los brazos hacía él.

Pero Román retrocedió, y arrepintiéndose luego volvió a aproximarse a ella para volver a retroceder.

—¡Dios mio, gritó, alzando los ojos al cielo con enérgico ademan: Dios mio, basta ya; tened piedad de mí!...

Y por segunda vez de su vida corrieron otras dos lágrimas por las megillas de Román. Las últimas que había de verter aquel caballero noble y desgraciado.

Jarilla, ya con el delirio de la fiebre, se levantó, y vio llorando a Koman. Entonces su piedad instintiva se despertó en ella, y estrechando contra su pecho la frente del jóven, la inundó de caricias.

Es una madre que consuela a su hijo. Todos los nombres tiernísimos que sabe, los repite la doncella a su amado. Si no le dice otros más dulces, es porque los ignora. Porque vivió siempre en la soledad, y no ha cultivado el habla... Su amor se expresa como el de las aves, por vagos acentos.

¡Último día de mayo! Tú eres el tormento de los corazones amantes, cuando no eres la felicidad. Tú pueblas el aire de espíritus que perturban nuestra razón, y que batallan dentro de nosotros sin poderlos vencer, y sin que podamos ser vencidos…

Román estrechó a Jarilla entre sus brazos como queriendo ahogarla y morir con ella; y luego, furioso consigo mismo, se desprendió de la gruta y huyó como un insensato.

CAPÍTULO VII.
Allegretto final.
ADIOS AL ÚLTIMO DÍA DE MAYO.

Cesad hermosas estrellas
Que no es bien que lloréis mas.
………………………………
¿Dónde irás el triste duque?
¿De tu vida que será?...

Romancero.

Ya veo tu postrer reflejo hundirse tras do la cumbre de la sierra, último día de mayo.

Triste alumbras estas selvas. Te despides dejando a la doncella en la agonía dentro de la gruta...

Ya era tiempo de descansar. La enfermedad habia recorrido todos sus grados. Anoche debió de morir Jarilla, y su misma pasión reanimó su aliento algunas horas más. Harto hizo con resistir todo el día.

Ya su cerebro empezaba a trastornarse cuando la abandonó Román. Espantóse al ver huir a su amado, y quiso salir de la gruta, pero le faltaron las fuerzas. Acordóse de la vírgen María… quería verla. Fué a gritar, y se le entorpeció la lengua, ya amoratada... ya negra. Agitáronla violentas convulsiones. Cayó luego en un letargo.

Último día de mayo...¡Adiós!

Román, después de haber dejado la gruta, giró sin saber a dónde por una y otra senda. Subió a lo alto de las peñas, y tuvo ideas de precipitarse; pero Román pensó en que Jarilla quedaba abandonada.

Aguardó a serenarse. Pasó una hora sobre las peñas, y al descender el sol volvió a la gruta.

¡Adiós, último día de mayo! Tú debiste ser la felicidad, y has sido la muerte. Tú fuiste como aquella flor que envenena con su perfume. Las sombras de tu noche, en vez de ve lar el sueño de una esposa feliz, van a velar el cadáver de una virgen martirizada.

Selva de Jarilla, fuente de las Adelfas, gruta de la ribera, encina de María… ¡Adiós para siempre!... ¡Adiós!

Al día siguiente de la muerte de Jarilla, y en el fondo de un horrible precipicio, se encontró el cadáver de Román destrozado porias puntas de las rocas…

¡Orad por Román, que no supo ser fuerte ni débil!

¡Orad por Román, que no supo Ruir a tiempo de la selva!

¡Orad por Román, que vino a la selva cristiano y se hizo moro, para no ser moro ni cristiano!...

No oreis por Jarilla los ángeles no han menester nuestras oraciones……

Diez años después de estos sucesos fué cuando unos piadosos monges, avisados por un pastor, hallaron en la encina la virgen que adoraba Jarilla, y fundaron la ermita que hoy existe cerca de la fuente de las Adelfas en los montes de la Jarilla.

FIN.

Appendix A

Note: Salvatierra. Fue en lo antiguo población de romanos. Llamábase Varna.
Note: Pertenece al duque de Medinaceli.
Note: Ferreras.
Note: Tiene 30 pies de longitud por 15 de anchura, y nunca se ha visto agotada, por lo que se ignora su profundidad. El agua se conserva pura uno y otro año, y a ella acuden las cabras a beber.
Note: De este castillo arrancan las piedras los vecinos de Salvaleon para hacer vallados. Pertenece al duque de Medinaceli.
Note: Aún existen en la cima de esta sierra, las ruinas de un castillo; pero la bóveda de que trato, así como el algibe, parecen de época posterior. En la misma cima de la sierra, se alzan también las paredes de la horca de este dominio feudal.
Note: Quintana.
Note: Ferraras, Quintana.
Note: Era maestro del príncipe, fray Lope de Medina, (Ferreras.)
Note: Ranera, Ferreras, Quintana.
Note: Ferreras.
Note: Pertenece al duque de Medinaceli.

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TextGrid Repository (2023). Spanish ELTeC Novel Corpus (ELTeC-spa). Jarilla : Edición ELTec. Jarilla : Edición ELTec. European Literary Text Collection (ELTeC). ELTeC conversion. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001D-4551-8