Galería literaria. Diego Murcia editor

El cercado ageno

novela original

Ramiro Blanco

Madrid

Administración de la galería literaria

Tabernillas, 2.

1882

AL SR. D. RICARDO DE LA VEGA

Los que solo conocen á V. como escritor, le declaran sinceramente el primero de los poetas cómicos, y el único que ha sabido presentar en el teatro, con la elocuencia de la verdad, las costumbres madrileñas de la actual época.

Los que tienen la dicha de tratarle personalmente, saben que V. posee el secreto de captarse las simpatías y el aprecio de todos.

Yo, el más insignificante y humilde de sus amigos, faltaria á los sagrados deberes de la gratitud si no demostrara á V. mi profundo reconocimiento dedicándole este desvario literario, cuyo único mérito consiste en llevar en la primera página su respetable nombre.

El Autor.

PRÓLOGO

Lo hemos dicho al escribir algunas líneas al frente de una novela de nuestro amigo Conrado Solsona, y ahora lo repetimos por la razón ó razones que más adelante expondremos: novela fundamentalmente se puede dividir en dos clases; novela filosófica, que es aquella en que el autor se propone desenvolver una tesis y busca una forma artística para realizar su propósito; y novela histórica, ó lo que es lo mismo, novela en la cual se narran los hechos que constituyen la vida de los individuos ó la de los pueblos, ya refiriéndose á los tiempos pasados, que es la novela que generalmente se conoce con el nombre de histórica, ó bien refiriéndose á los tiempos presentes, que es la que de ordinario se llama novela de costumbres, pero que en verdad sea dicho, no se diferencia en lo esencial de la novela histórica.

Es el caso que aquí presento á los benévolos ó malévolos lectores una novela que parece que no encaja en ninguno de los dos géneros antedichos.

EL CERCADO AGENO, que así se llama esta novela, recordando los conocidos versos de Garci-Lasso:

Flórida para mí dulce y sabrosa,
Más que la fruta del cercado ageno,

versos que en más de una ocasión pueden aplicarse aportunamente á los gustos del protagonista de la obra; el CERCADO AGENO parece que no es una novela filosófica, pues el autor sabemos de buena tinta que no se ha propuesto adoctrinar al público con reconditeces filosóficas, y mucho menos puede ser considerada como una novela de costumbres porque, lo que en sus páginas se refiere no es costumbre, esto es; no es regla general en la vida ordinaria de los españoles del siglo XIX.

Sin embargo; ¿No podria suceder, que el autor se hubiese propuesto demostrar, como lo inverosímil es un elemento que puede entrar en el arte para entretenimiento y solaz de lectores ávidos de distracción y deseosos de olvidar las tristes realidades de la vida, soñando con las poéticas ilusiones que la fantasía engendra?

Si este fuese el propósito de nuestro amigo el jóven escritor Ramiro Blanco creemos que en el CERCADO AGENO se consigue por completo entretener, más aun, avivar la atención de los lectores sin que ni un solo momento decaiga el interés que inspira la averiguación del desenlace y fin de los sucesos que constituyen la trama de esta novela.

Cuando nosotros éramos niños, por desgracia de esto han pasado ya bastantes años, leímos con avidez una novela de quien después ha sido nuestro amigo, el señor don Manuel Juan Diana, tan interesante como inverosímil, y después el mismo señor Diana ha escrito otra del mismo género que ha alcanzado un premio de la Academia Española; y esto prueba que el género, digámoslo así, que comienza á cultivar el señor Blanco hasta tiene la sanción del cuerpo literario que se supone ó es, que ahora no es ocasión de discutir este punto, fiel guardador de las tradiciones clásicas del arte y de las reglas infalibles de la preceptiva literaria.

Adustos censores dirán acaso que cuando la obra novelesca no encierra enseñanza es cuando menos inútil el tiempo que en leerla se emplea; pero habria que borrar las nueve décimas partes (aun nos parece poco) de las poesías líricas, comedias, sainetes y otra multitud de producciones literarias si se quisiera que la trascendencia fuese condición sine qua non de las creaciones de poeta; y entiéndase que para nosotros entre poeta y novelista no hay diferencia, pues poeta es el que crea la belleza por medio de la palabra rimada ó no rimada.

El arte, la poesía, cumple su misión cuando por medio de la emoción estética, á que se dá el nombre de belleza, elévalos sentimientos del alma á esas purísimas regiones que la fantasía vislumbra y que son al propio tiempo incentivo de la voluntad, que se mueve en busca del progreso, y torcedor del espíritu, que halla toda realidad siempre inferior á su anhelo de lo absolutamente perfecto. Sursum corda, aquí está el fin supremo del arte.

Si el Sr. Blanco comienza novelando para entretener honestamente, como se decía en el siglo pasado, á los lectores y demuestra para ello no vulgares dotes, es de esperar que andando el tiempo aspirará á más; porque sin borrar ni una tilde de todo lo que dejamos dicho, conste que, según nuestro juicio, las obras literarias más eminentes que ha producido el ingenio humano no solo son obras de entretenimiento, sino que encierran en sus páginas altísima enseñanza y singular trascendencia.

Si algún lector malicioso pone cierto reparo ea aceptar la exactitud de la aplicación del advervio honestamente, que dejamos subrayado, le recordaríamos que las novelas de doña María de Zayas y Sotomayor llevaban á su frente las aprobaciones de reverendos sacerdotes, en las cuales se leia la consagrada frase de que «no encontraban en ellas nada contrario á la moral y á las buenas costumbres» y no obstante, el Prevenido engañado, y otras novelas de la misma autora, presentan pasages harto más resbaladizos que los que se hallan en el CERCADO AGENO del Sr. Blanco.

No se debe pedir á su autor más que lo que se propone realizar en su obra. El Sr. Blanco se propuso escribir una novela llena de incidentes, de peripecias inesperadas, de movimiento, de vida, en suma, de todo lo que constituye la parte recreativa de la obra novelesca; nosotros creemos que ha conseguido llevar á cabo su propósito, y de aquí nuestra esperanza de que cuando sean más altos los fines que se proponga, también conseguirá realizarlos. Parécenos que después de decir esto la última palabra que debemos escribir es, amen, así sea.

Luis VIDART.

Madrid, 14 de Octubre de 1881.

CAPÍTULO PRIMERO
Aventuras extraordinarias.

El tren correo del Norte paró en la estación del Escorial, de paso para Madrid, y numerosos viajeros de ambos sexos llenaron el andén; unos que bajaron de sus coches, con objeto de aprovechar paseando los cinco minutos de parada, y otros que abandonaban la población para trasladarse á la corte; entre estos últimos se encontraba un joven, cuya edad no pasaría de veinticinco años, el cual se acomodó en un asiento de primera clase.

Este individuo vestía decentemente, y ni era feo ni hermoso, ni alegre ni grave, ni alto ni bajo, poseia, en fin, una fisonomía y conjunto tan vulgures que cualquiera al verle por primera vez diria para sí: «Yo he visto á este joven en algunaparte.»

El departamento que habia venido á ocupar lo estaba ya por un caballero grueso, de pelo rojo, nariz abultada, ojos verdes y mejillas rubicundas; se entretenía en leer con tanta atención La Correspondencia, que no hizo alto en la llegada de su nuevo compañero de viaje, y continuó impávido la lectura.

Se oyó la campana de la estación, el grito del empleado que gritaba: ¡Viajeros al tren! Y poco después el gigante de acero arrastró en pos de sí, con irresistible potencia, el numeroso convoy de coches; nuestro joven se asomó á una ventanilla, con el objeto de observar el paisaje.

De pronto se sintió fuertemente abrazado por la espalda, y al volverse sorprendido se encontró con las narices del caballero grueso, que pugnaba por continuar abrazándole.

—¡Pero caballero!

—¡Oh! Deja que te estreche entre mis brazos; sí, no me equivoco, tú eres Juan.

—Efectivamente, ese es mi nombre; pero no recuerdo...

—Lo adivino, estoy muy desfigurado, ¿eh? Los años han pasado para mí...

—Pero en fin...

—¿No te acuerdas de Edmundo?

—¿Edmundo?

—Sí.

El joven llevó sus manos á la frente, y contestó después de un momento:

—No he conocido en mi vida á ningún Edmundo. ¿Es usted acaso?

—No, mi hijo, tu amigo más íntimo.

—Perdone usted; mi amigo más íntimo no se llama Edmundo.

—Tú estás loco.

—¡Caballero!

—¿Pero no te llamas Juan?

—Ciertamente.

—¿Juan Fernandez?

—Sabe usted mi nombre y apellido.

—¿Y dices que no conoces á Edmundo... á Edmundo Lelé?

—Le digo á usted que no conozco á Edmundo Lelé,—dijo con breve acento el joven, que se iba ya cansando de la terquedad del caballero grueso.

—¡Pero Dios mio!—prosiguió éste.—¿Si estaré yo loco?

—Lo sentiría en el alma.

—¿Pero te quieres burlar de mí? Juan, Juan Fernandez, no tengo duda, eres tú... tú, que no has abandonado ese carácter excéntrico, esa seriedad en las bromas, que desconcierta al hombre más sereno. Pues bien; sabe que en esta ocasión no hará efecto tu estratagema. ¿Lo oyes? Vuelve las espaldas, haz lo que gustes, eso no impedirá que te hable. ¡Tantos años sin venir por España! ¿Abandonar á tu prima, á tu Adelfa, que tanto te quiere! ¡Si vieras qué hermosa está! Tiene diez y siete años, ya ves que está hecha una mujer completa. ¿Pues y trabajadora? ¡Oh! hay pocas, no hace cuatro dias ha terminado un abanico de cañamazo, que es una preciosidad, una obra de arte. Pero dime, ¿cómo van tus asuntos en América? ¿Qué hay referente á aquel negocio de los ingenios?... Supongo que no los habrás abandonado..., ya comprendo, habrás venido á recoger la herencia... ¡Tu pobre tia! Y á propósito, Julian está inconsolable, es necesario que le hables, que le distraigas, que le saques de su meditación; figúrate, querido Juanita, que se le metió en la cabeza hacerse autor dramático, y por más que le dije: «No seas badulaque, hombre, tú no tienes vocación para poeta.» Nada, no conseguí sino exasperarle. Compuso un drama en siete actos, y no sé si veinte ó veinticinco cuadros; eso sí, lo hilvanó en mes y medio; pero ningún empresario admitía su obra, todo el dia andaba de la Zeca á la Meca...

El joven hizo un movimiento de impaciencia.

—Pronto acabo,—continuó el señor Lelé.—Por último, consiguió que se le admitieran en Novedades, porque les agradó el título El aparecido de la torre de Tumbetlum ó la mano sanguinolenta. Ya ves que la cosa prometía interés; pues bueno, se ensayó, se anunció, y la noche del estreno se caía el teatro á silbidos, no dejaron terminar el primer acto; Julian discutió acaloradamente con el primer actor, á quien culpaba de todo, y desde entonces jura que tomará la revancha, y que hará representar sus obras en el teatro Español.

El narrador suspendió el relato para limpiar, ojos y nariz con un descomunal pañuelo de yerbas; Juan había tomado su determinación, decidiéndose á tener paciencia, y á escuchar indiferente á aquel loco; á su llegada á Madrid tomaría un coche, que le conduciría á la fonda, y así se vería libre de él.

Con tales propósitos se arrellanó bien en los almohadones, sacó un cigarro, y después de encenderlo pausadamente, dijo al caballero grueso:

—Puede usted proseguir.

—¡Ah! Bien sabia yo que al fin habías de confesar...

—Caballero, yo no he confesado nada.

—Bueno, bueno, ya sabemos á qué atenernos. ¡Siempre el mismo carácter!

En aquel instante el tren llegó á Pozuelo, y entraron en el departamento dos nuevos viajeros; eran éstos una lindísima mujer de veinte años, elegante, aristocrática, acompañada de un joven que parecia enfermo.

Al ver abrirse la portezuela suspiró el llamado Juan Fernandez, suponiendo que su porfiado interlocutor no se atrevería á hablar en presencia de los recien llegados con la misma libertad que estando solos.

Pero aún no habia tenido tiempo de terminar estas reflexiones... cuando se sintió preso entre los brazos de la joven.

A fuer de verídicos narradores, debemos hacer constar aquí que este abrazo le agradó mucho, mucho más que el del caballero grueso; pero como quiera que su sorpresa era grande, se desprendió lentamente de los brazos de la decidida doncella, mientras ésta decia con voz entrecortada:

—¡Esposo!... ¡Esposo mio!

—¡Cómo!—gritó el señor de Lelé.—¿Estás casado Juan? No me atrevo á creerlo. ¿Y los compromisos con tu prima Adelfa?

—Señora,—se apresuró á decir Juan.—Está usted padeciendo una lamentable equivocación.

—¡Yo!... ¡Tú dices eso!

—Basta ya de bromas, Juan,—dijo el acompañante de la supuesta esposa.—Abraza á mi hermana y olvidad ambos vuestros rencores; ya ves que ella por su parte no desea otra cosa.

—Y lo conseguiré, sí, ya sabes cuanto te amo.

—Señores,—dijo conteniéndose Juan Fernandez,—vuelvo á repetir á ustedes que están equivocados; yo no soy el esposo de usted señora; á usted caballero, no le conozco y les suplico que me dejen en paz, pues mi paciencia no es ilimitada.

—Señora,—exclamó el señor Lelé dirigiéndose a la jóven.—¿Está usted segura de ser esposa de este caballero?

—¡Ah, segurísima! Pero ya lo vé usted no quiere hablarme; yo que le busco hace seis meses, acompañada de mi hermano Jaime.

Jaime se inclinó y el caballero grueso continuó diciendo:

—Señora, yo creo, del mismo modo que mi amigo Juan, que le confunde usted con otro...., quizás un extraño parecido.

—¿Y en qué se funda usted para asegurar eso?

—En que, si mal no recuerdo, dijo usted que hacia seis meses que le buscaba... ¿Por España acaso?

—Sí, señor.

—Pues bien, Juan, mi querido amigo Juan, acaba de llegar de América donde ha permanecido algunos años y además es soltero.

—Poco á poco, señor mio,—dijo interviniendo Jaime,—yo también estoy seguro de que ese joven es el esposo de mi hermana, de la cual se ha separado, no hace muchos meses, por una insignificante cuestión de familia.

Acercándose después al oido de Juan le dijo en voz baja:

—Comprendo que tendrás algún motivo para ocultar tu matrimonio á este caballero, pero ya me explicarás esa historia más adelante.

Iba Juan á replicar cuando se acercó á él la hermosa joven, que le tomó una mano mirándole con ternura y sonriéndole dulcemente.

—No seas rencoroso,—le dijo,—¿has de estar siempre pensando en las necedades de mi tia? Olvídala y ámame siempre, es todo lo que te pido; para contentarte viviremos desde hoy separados de ella, y para disipar tu mal humor seré capaz de quererte aun más... ¡Bien que esto no es posible!

Asaz crítica era la situación de Juan Fernandez; tenia á su lado una joven encantadora que estrechaba cariñosamente sus manos, le sonreía, se acercaba á él con insistencia y susurraba en su oido estas palabras: «¡Déjate querer!»

—¡Señorita... señora!—dijo Juan aliviando su pecho con un profundo suspiro.—Tengo el corazón oprimido... ¡Créame usted! Daria mi vida porque fuera verdad lo que usted afirma... ¡Es usted tan hermosa! ¡Esperimento una sensacion tan agradable cuando se acerca usted á mí! Yo no he amado nunca, pero...

—¡Ingrato! ¿Con que no has amado nunca? De modo que cuando me jurabas... ¡Oh! pero tú mientes.

—Mi deber me obliga á sacarla de ese error.

—¡Aun insistes y mencionas tus deberes! ¡Dios mio, qué desgraciada soy!

—¡Señora!

—Sí, está bien, llámame señora y trátame de usted en vez de llamarme Elisa y tratarme de tú...

Al decir estas palabras el llanto bañaba sus mejillas; Juan creia estar soñando y dejándose llevar de un irresistible impulso se apoderó de las manos de la joven diciendo:

—¡Ah Elisa!

—Qué alegría! Al fin vencí.

Y acercando sus labios á los de Juan estampó en ellos un beso.

Mientras duraba este extraño diálogo sostenían otro el caballero grueso y Jaime; la discusión habia sido llevada á tal extremo que daban fuertes y destempladas voces, lo cual llamó la atención de Elisa y Juan.

—¡Está usted en un error!—decia Jaime.

—Y yo le juro á usted que tengo la seguridad de lo que digo.

—Juan nunca ha estado en América.

—Usted se confunde, caballerito.

—Y usted tiene telarañas en los ojos.

—Supongo que no habrá dicho usted eso con intención de insultarme.

—Puede usted creer lo que guste, señor mio.

—¡Caballero!

—¡Silencio señores!—interrumpió Juan, vuelto ya á la realidad.—Estoy verdaderamente disgustado del giro que va tomando el asunto. Los dos están ustedes equivocados, puesto que á ninguno conozco.

—¿Otra vez con el tema?—dijo Elisa.

—Es necesario que confundas á este caballero,—gritó Jaime,—confiesa de una vez que eres marido de mi hermana y déjate de tonterías.

—Juanito,—repuso el señor Lelé cogiéndole por un brazo.—Corta estas discusiones diciendo la verdad.

—Me dará á mí la razón.

—No señor, á mí.

—¡Juan!

—¡Juanito!

—¡Esposo mio!

Parecía el coche un congreso mal avenido, cuando el tren detuvo su marcha y un empleado abrió la portezuela y pidió los billetes.

—Ya estamos en Madrid,—se dijo Juan asomandóse á una ventanilla.—Mi posición se complica, estas gentes son testarudas y no habrá me dio de convencerlas. ¿Cómo me evadiré? ¡Oh que gran idea!

Juan acababa de ver el puño de una muleta asomando por una ventanilla del departamento inmediato... y en el momento en que Elisa y los dos caballeros reanudaban con nuevo impulso la interrumpida discusión, alargó una mano, arrebató la muleta y abriendo la ventanilla del lado contrario dijo:

—Buenas tardes señores.

Y bajó al anden apoyado en la muleta.

—¡Calla!—dijo el caballero grueso.—¿Estás cojo Juan?

—Desde mi nacimiento,—dijo y se alejó cojeando todo lo rápidamente que pudo.

—¡Ay Dios mio! ¿Si no será él?—exclamó Elisa.

—No hay duda de que es cojo,—advirtió Jaime,—y no habíamos reparado en la muleta.

—¡Es una cojera graciosa!

—¡Qué percance!

—Estoy por creer que nos hemos equivocado.

—Ahora vuelve la cabeza y se rie.

—Esa risa no es del Juan que yo conozco.

—¡Y yo que le he dado un beso!—pensó Elisa ruborizándose.

—Buenas tardes caballero,—dijo Jaime dando el brazo á su hermaDa.

—Felices; á los pies de usted señora.

—¡Qué parecido más extraordinario!

CAPÍTULO II.
En casa del señor Lelé.

Juan se apresuró á salir de la estación y viendo á su puerta un agente de policía le entregó la muleta diciéndole:

—Désela usted al primer cojo que se la reclame, pues sin duda la ha perdido entre la confusión de viajeros.

Tomó luego un coche de alquiler, diciendo al simon:

—Fonda de Oriente.

—¡Pardiez!—se decia por el camino.—La manera que he tenido de evadirme ha sido original y hasta inverosímil. ¡Qué terquedad! ¿Se querrían burlar todos de mí? Pero... ¿y aquel beso? Ha sido una aventura extraordinaria... ¡Elisa! Hermosa mujer por vida mia... y empeñarse en que yo era su marido...

Sumergido en estos pensamientos sacó distraídamente la cabeza por la ventanilla... y exhaló un grito que fué contestado con otro; acababa de tropezar su vista con la cara del caballero grueso que asomaba por la ventanilla de otro coche.

—Este maldito es capaz de no dejarme vivir si averigua mi domicilio... ¡Eh, simón, simón!

—¿Qué quiere usted, señorito?

—Te tomo por horas, no me lleves ya á donde te he dicho antes, quiero dar un paseo; pero un paseo muy largo; daremos una vuelta por la Castella y luego por Chamberí y por el barrio de Pozas, ¡arrea!

—Muy bien, señorito.

Juan corrió las cortinillas y se hundió en el fondo del carruaje; pero después de media hora, tentado por la curiosidad, se asomó segunda vez: el cabellero Lelé envió al joven una de sus más cariñosas sonrisas, y como los dos coches marchaban paralelos, pudo gritarle:

—He comprendido tu extratagema; yo soy muy largo, Juanito, y no te me escaparás.

—¿Y con qué derecho me viene usted siguiendo?

—¡Oh, qué gracioso! ¿Con qué derecho?

—Sí, señor; esa es la pregunta; le he dicho ya cien veces que no le conozco á usted; esto va siendo ya pesado.

—¡Já, já, já! Pues bien, ya noa conoceremos con el tiempo.

Juan se ocultó lleno de rabia en el coche, prometiéndose no volver á entablar conversación con su obstinado perseguidor.

El vehículo en tanto rodó por paseos, plazas y calles; hacia ya la friolera de dos horas y media que Juan ocupaba su ambulante domicilio, y no se atrevía á observar si aún era perseguido.

Pero comenzó á sentir ciertos síntomas alar» ¿mantés; su estómago le hablaba muy alto en favor de una detención definitiva, pues hacia ya diez horas que no entraba en él ningún alimento,

El carruaje continuaba su marcha y Juan aún tuvo paciencia para esperar obra media hora; pero al pasar por la calle Mayor se decidió á sacar por tercera vez la cabeza; el caballero le saludó con amabilidad.

Pasaban entonces por delante de un restaurant.

—¡Eh, simón!—gritó Juan.

—Mande usted, señorito.

—Párate en frente de esa fonda.

El auriga obedeció.

Toma dinero y compra unos pasteles que estén rellenos, un trozo de ese jamón en dulce que hay en el escaparate y una botella de Jerez.

—Será usted servido, caballero.

Entró el cochero en el establecimiento á cumplir su encargo, al mismo tiempo que entraba el conductor del otro coche, al parecer con el mismo objeto.

Fué nuestro joven colocando á su lado las provisiones á medida que se las entregaba el simón, y luego le dijo:

—Llévame otra vez á la Castellana y párate enfrente del obelisco.

Sus órdenes se cumplieron, y llegado al punto convenido se dispuso Juan á devorar sus provisiones; á pocos metros de distancia ejecutaba la misma operación el caballero grueso, que habiendo metido una de las puntas de su gran pañuelo de yerbas por el cuello de la camisa, á manera de servilleta, comia á dos carrillos como un bienaventurado, con lo cual demostraba que si el sitiado no quería entregarse por hambre, el sitiador procuraba no perder fuerzas para volver al ataque conventaja.

—¿Parece que hay apetito?—gritó.

—Estos pastelillos son excelentes.

—Yo he comprado embutido catalán, estoy por lo sólido. ¡Hola! Veo que sigues tan aficionado al jerezano.

—Es el rey de los vinos, caballero.

—Soy de la misma opinión; pero mi cabeza no es muy fuerte, ya lo sabes.

—¿Yo? No, señor; ignoro si su cabeza es ó no aerte, solo puedo dar ié de que es dura.

—¡Oh, que gracioso!

Juan concluyó de comer y se bajó del coche on objeto de pasear un rato; el señor de Lelé se cercó á él inmediatamente; aquello pasaba ya de astaño oscuro.

—Señor mio:—dijo Juan encarándose con él.—lengo fama de ser hombre pacienzudo, y efecfciamente es así; pero en esta ocasión va concluéndose ya mi dosis de paciencia, y solo el reseto que me inspira su edad me detiene. ¿Es poible hallar hombres que sean testarudos hasta el unto que usted lo es? No dudo que mi fisonomía endrá un admirable parecido con la de la persoia con que usted me confunde; pero eso no es una azon para...

—Bueno, bueno; te conozco y sé que no salrás de ese tema en todo el dia; basta ya de brotas y vente á mi casa. ¿Por qué has de privar de na verdadera satisfacción á mi familia, y sobre de á tu prima Adelfa?

—Pues bien,—dijo Juan después de reflexionar n momento y tomando ya una determinación.—vé á donde usted guste, me presentaré á su imIII a; pero desde ahora pongo en su conociliento que no cargo con ninguna responsabiliad; tengo además la esperanza de que esa señorita y Edmundo no padecerán el mismo error que usted.

—¡Por fin! Ea, vamos: espera que pague al cochero.

Dejó obrar Juan al testarudo caballero, ocupó el carruaje en su compañía y se decidió á esperar tranquilamente los acontecimientos.

Después de un cuarto de hora de marcha, durante la cual el señor Lelé habló por los dos, se detuvo el vehículo delante del núm. 40 de la calle de Santa Catalina; subieron las escaleras del brazo uno de otro, y sin darse cuenta de lo que la pasaba, se encontró Juan manos á boca con un joven que le abrazó con efusión, luego advirtió dos manos muy blancas que le pedían las suyas; eran las de Adelfa que con los ojos bajos trataba de ocultar la emoción que en ellos se descubría.

—¡Por vida del rey David!—gritó el señor Lelé.—¿Os andáis ahora con esos dengues? Vamos, Juanito, abraza á tu prima, pardiez, puesto que es tu prometida.

—Ciertamente,—exclamó Juan cada vez más aturdido,—la abrazaré... ¡Oh! Adelfa... efectivamente, esta es Adelfa... ¿Y usted es mi querido amigo Edmundo?

—¡Que bromista! Me trata de usted.

—Es verdad, dispensa chico, no se lo que me pasa; la emoción, el placer de veros...

—Gracias á Dios que te suavizas,—dijo el padre de Edmundo.—¿Querréis creer que me ha costado mucho trabajo traerle? Empeñado estaba en hacerme ver que no era Juan y primo de Adelfa...

—Siempre es el mismo.

—¡Pero no habernos anunciado tu venida!—se atrevió á decir la joven.

—Querida prima, mis ocupaciones eran muchas,—contestó Juan decidido á seguir la aventura.—Además, quería daros una sorpresa... y me felicito de hallaros á todos buenos y reunidos...

—Todos, sí,—exclamó tristemente Adelfa.—Todos menos nuestra tia.

—¡Ah! ¡Es verdad, pobre tia!

—No se olvidó de tí en sus últimos momentos.

—¡Era tan buena!

—¡Tan cariñosa!

Aquí no tuvo Juan más remedio que sacar el pañuelo y enjugar con él una lágrima imaginaria.

—¡Eh! No hablemos de cosas tristes. ¡Qué diablo!—dijo el señor Lelé.—Ahora tenemos aquí á Juanito y por el pronto solo debemos pensar en obsequiarle y procurar que no se aburra en nuestra compañía.

—Con vuestro permiso me le llevo á mi cuarto,—dijo Edmundo.—¡Tengo tantas cosas que decirle!

Y tomando á Juan del brazo le arrastró por las habitaciones de la casa, dejando solos al señor de Lelé y á Adelfa.

—Ya ves hija mia,—dijo el primera,—que al fin vas á ser feliz, puesto que la causa de tu tristeza no era otra que la ausencia de Juan; ensancha tu corazón y cese tu perpetua melancolía.

—Sí, efectivamente,—contestó Adelfa suspirando.

—Y sin embargo, no advierto en tu semblante la satisfacción que debiera haberte producido su llegada. ¿No le amas ya?

—Con toda mi alma.

—En ese caso no comprendo la causa de tus suspiros, á no ser que tengas ese modo de demostrar tu alegría. Juan es ün excelente muchacho, trabajador, económico, de un carácter algún tanto excéntrico; pero de nobles sentimientos é incapaz de una bajeza.

—Ciertamente.

—Luego su posición es brillante; ha hecho una fortuna en América; además tu tia le ha nombrado su heredero con las condiciones que tu sabes, es decir, si se casa contigo, ó de lo contrario la heredarás tú. Así pues, reunidas estas circunstancias con la de que tu difunto padre anhelaba ese enlace... y que tú le amas... Pero, ¿qué veo? ¿Por qué lloras?

—¡Ay! ¡Soy muy desgraciada!

—Explícate, caramba, me pones en gran cuidado.

—Sí, querido protector, todo lo sabrá usted; pero me ha de jurar guardar el secreto.

—Te lo juro, habla pronto.

—Usted es para mí un segundo padre, y creo que á nadie mejor podría descubrir mis penas. Yo íiiflo á Juan con todo mi corazón, daria por él mi vida; pero...

—¿Te figuras que él no te ama?

—No es esa la causa de mi aflicción; sino que Juan no es lo que parece.

—¡Concluirás!

—Hace ya seis meses que está en España.

—¡Imposible!

—Nada más cierto, por desgracia; todas las noches nos hablamos por la reja, él me jura que seré suya...

—¡Ea! Tú estás loca.

—Crea usted que digo la verdad; más de cien veces le he dicho: ¿Por qué no quieres presentarte en casa? ¿Qué motivos tienes para ocultarte? Él me deeia que era un secreto que á su debido tiem po me daria á conocer. Pensé muchas veces descubrir á usted lo que pasaba; pero él me exigía un silencio absoluto.

—¿Será verdad?

—En una palabra; Juan está muy lejos de observar una buena conducta.

—Eso es imposible.

—Su fortuna está menoscabada.

—Tu deliras.

—Es jugador.

—No quiero escucharte más, hoy te has propropuesto volverme loco.

—¿Quién sabe si la perspectiva de la herencia le habrá impulsado á presentarse á usted?

—Se obstinaba en no venir; además di con él casualmente...

—¡Y sin embai-go, yo le amo! ¡Soy muy desgraciada!

En aquel momento apareció una -criada que entregó una carta para el señor de Lelé, el cual al mirar el sobre exclamó:

—Hé aquí un acontecimiento que no me puedo explicar. ¡Veamos!

—Yo me retiro,—dijo Adelfa.

—No, no; quédate, porque más que nunca me es necesaria tu presencia. ¿Ves esta carta?

—Sí.

—Pues bien, procede de América y el sobre me parece escrito de letra de Juan.

—Eso no puede ser...

—Pronto saldremos de dudas,—dijo el señor de Lelé abriendo la carta y mirando la firma.

—¡Es de Juan!—gritó lleno de asombro.

—Pero la fecha será anterior á los seis ó siete meses en que no hemos recibido noticias suyas, porque está en Madrid.

—¡No, no!—decia el buen señor abriendo desmesuradamente los ojos.—Fecha reciente, del 23 de Marzo; estamos á últimos de Abril.

Los dos interlocutores se miraron con admiración.

—Veamos su contenido,—dijo el padre de Edmundo leyendo la carta.

—¡Esto es incomprensible!—exclamó despuésde un momento.

—¿Qué dice?—preguntó Adelfa.

—Escucha: "...y la semana próxima parto para Nueva-York, en donde daré cima á un asunto que acabará de consolidar mi fortuna. No puedo fijar el diaen que podréabrazarámi querido Edmundo y á mi adorable prometida Adelfa; pero me figuro que será para el mes de Agosto... Perdonadme si he estado sin escribiros tantos meses, etc."

—Por manera,—dijo Adelfa,—que mi primo escribe desde América y está en Madrid.

—Eso no tiene pies ni cabeza... y yo voy á perder la mia.

—Aquí hay algún misterio.

—Lo más conveniente será que él mismo explique...

Y el señor de Lelé se dirigió seguido de Adelfa á la habitación de Edmundo; éste se ocupaba en escribir algunas cartas.

—¿Y Juan?—le preguntó su padre.

—¿No estaba ahora con vosotros?

—No por cierto, y veníamos con objeto de hablar con él.

—Ha salido un instante mientras yo escribía esta carta... ¡Juliana!—gritó Edmundo.

Se presentó la criada.

—¿Has visto al caballero que estaba conmigo?—la preguntó.

—Sí, señor; se ha marchado no hace aún cinco minutos.

Edmundo miró á su padre y á Adelfa que permanecían inmóviles, y dijo:

—Volverá.

—¡No volverá!—exclamó el anciano entregándole la misiva.

Adelfa se arrojó sollozando en un sofá.

CAPÍTULO III.
Lo que dá de sí una capa.

La misma noche del dia en que sucedió lo que acabamos de referir, cruzaba por la calle del Sombrerete un sugeto, embozado hasta los ojos en una capa.

Aunque á últimos de Abril, la temperatura se sostenía baja, sobre todo por las noches, pero los elegantes solo usaban para abrigarse un ligero sobretodo.

El referido embozado se detuvo enfrente de una casa de un solo piso y miserable apariencia, en uno de cuyos balcones había un farol en el que, merced á una agonizante luz de aceite, se leia esta palabra: Préstamos.

Convencido sin duda de que no se equivocaba, penetró nuestro hombre en el estrecho portal, que parecía por sus densas tinieblas la boca de un pozo, y no pasaron cinco minutos sin que volviera á salir á la calle.

Solo que venia más ligero de ropa; la capa se habia quedado alojada en aquel tugurio á cambio de cuatro duros que alegremente hacia sonar en su bolsillo el que de esta manera saludaba la proximidad de Mayo.

Tiempo es ya de que digamos que este sugeto tenia una asombrosa semejanza con el joven á quien hemos presentado al lector en los anteriores capítulos y que se llamaba Jorge Juan Fernandez, si bien sus más íntimos amigos acostumbraban á llamarle por su segundo nombre.

¿Se conocían ambos? Jamás se habían visto; más adelante explicaremos esta rara coincidencia, baste saber que el que acabamos de presentar en escena parecía algo más joven y que su traje era bastante más descuidado, única circunstancia que nos haria diferenciarlos, pues su estatura, su fisonomía, su escaso bigote castaño, sus ojos y en fin su conjunto parecía copia uno de otro.

Estaba muy lejos este segundo Juan Fernandez de frecuentar una sociedad escogida; sin embargo, en sus maneras se descubría un resto de distinción que probaba haber conocido mejores épocas; era en fin, en la actualidad, lo que el vulgo ha dado en llamar un calavera, que se hacia llamar por distintos nombres, según las circunstancias lo exigieran, si bien la mayor parte de sus conocidos le dieran el nombre de León, el cual usaremos para evitar confusiones..

León, pues, dirigió sus pasos hacia la plaza del Progreso y miró la hoi-a en el reloj de una botica; eran las diez y media.

—Tengo tiempo,—dijo para sí.—Nunca se asoma á la reja antes de las doce y puedo dar un par de golpes en casa del Pego. ¡Esta noche voy á copar! La última vez no jugaban limpio, pero lo que es hoy ya echaré bien el ojo; esa capa era el último resto de mi antigua opulencia... ó mejor dicho, de mi antigua esclavitud. Yo estaba bien en casa de ese ricacho de don Melquíades, pero ¡ah! eso de trabajar cinco horas diarias sin levantar la cabeza, no entraba en mi programa; verdad es que el buen señor me habia tomado cariño... pero luego se empeñó en casarme y yo cometí la barbaridad de obedecerle. No hay duda de que mi mujer es muy bonita, muy elegante, muy mimosa. ¿Pero qué? Tenia un millón de dote y ya me he gastado la mitad en la ruleta; luego su tia siempre me estaba sermoneando porque don Melquíades la decia que yo no mojaba el pico á la pluma desde que me había casado. ¡Era, una cócora ia tal tia Zeaona! Una mañana del mes de Octubre abandoné el lecho conyugal y esto me lo debe de agradecer mi cara esposa, porque hubiera acabado por dejarla sin un cénti mo. Tenia algunos billetes de Banco en el bolsillo, y me vine á la capital de España. ¡Qué bien se pasa aquí la vida! Yo no conocía á Madrid. Siempre metido en aquel poblachon.... porque Zamora es un poblachon horroroso, no sé como hay gentes que dicen que no se ha hecho en una hora. Pero heme ya en casa del Pego.

Aquella casa no se parecía á la de préstamos; era nueva, grande y suntuosa; en el portal habia un portero de librea y las escaleras eran cómodas y espaciosas.

Subió León tarareando entre dientes un aire popular y no tardó en hallarse delante de un tapete verde y en compañía de un par de docenas de individuos en cuyas caras se reflejaba la lueha que sostenían en su interior según que la fortuna les era favorable ó adversa; por todas partes se veian ojos brillantes y codiciosos, manos escuálidas y engarabitadas que recogían la ganancia ó clavaban sus uñas en el pecho.

Cuando la bolita comenzaba á girar con vertiginosa rapidez en la ruleta solo se oia su ruido característico y el producido por la respiración anhelante de los jugadores.

No seguiremos á León en sus alternativas de alegría y de despecho; ocasiones hubo en que se quedó con una sola peseta y otras veces acaparaba delante de sí un montón de monedas de oro y de plata que no tardaba en pasar á poder de sus vecinos ó del banquero.

Sufrió aquella lucha durante hora y media al cabo de la cual, y viéndose más que nunca ganancioso, hizo una imperceptible seña á uno que le observaba con gran atención desde el principio, recogió el dinero y ambos salieron á la calle.

—¡Buena noche, Eduardo!—dijo León alborozado.—¡Y si no fuera que tengo que ir á la calle de Santa Catalina!...

—¿Cuánto has ganado?

—Lo ignoro, pero no importa, recogí cuatro puñados de monedas de oro; esta noche vamos á cenar opíparamente.

—¿Y por qué no hacerlo ahora! No asistas hoy á tu cita.

—¡Imposible! Ese es un negocio de gran importancia... que ya te explicaré en otra ocasión.

—¡Siempre tan misterioso!

—Además la muchacha me gusta, es en cantadora... ya sabes tú que soy un gran admirador del bello sexo...

—Sí, pero aún más del bello dinero,—exclamó Eduardo soltando una carcajada.

Cuando llegaron á la Carrera de San Gerónimo dijo León á su acompañante:

—Toma dinero y espérame bebiendo unas cuantas copas de ron en el café de Madrid., así te parecerá más corto el tiempo.

Los dos amigos se separaron.

León llegó á ln calle de Santa Catalina y al pasar cerca del número 4¡0 hizo oír un silbido particular y no tardó en abrirse una reja de la casa señalada, con el indicado número.

El joven se acercó y pasando las manos por entre las rejas estrechó las de Adelfa, que no tuvo fuerzas ni para contestar al cariñoso saludo que la hizo León.

—¿Qué te sucede?—dijo éste observando que la joven no hablaba una palabra.

Adelfa suspiró.

—¿Estás enfadada conmigo?

—¡Y me lo preguntas, Juan!

—Sí, te lo pregunto.

—¿Me quieres explicar de una vez tu extraña conducta?

—Ya te he dicho...

—¡Oh! Basta ya... ¿Qué significa tu presentación de hoy en esta casa?

—¿Mi presentación?

—¿Cómo me explicarás la carta de América?

—¿De América?...

—¿Y por que te escapaste hoy sin despedirte de nadie?

—¿Sin despedirme?...

León no sabia qué decir.

—¡Diablo!—pensó.—Aquí debe de suceder alguna cosa extraordinaria.

—No me engañaba,—continuó Adelfa,—cuando supuse que aun te atreverías á venir esta noche; pero quiero que esto termine de una vez, yo no puedo vivir en esta incertidumbre. ¿Qué objeto te propones? ¿Por qué has venido hoy con el señor Lelé, mi tutor?

—He venido porque... es muy largo de explicar.

—¿Y qué significa la carta de América, escrita por tí y que esta tarde hemos recibido?

—Para tí debe ser fácil comprender el misterio... la he escrito en Madrid, y se la he remitido aun amigo de... de allá, á fin de que él... ¿comprendes?

—¡Dios mio! sólo comprendo que no me amas, que me ocultas algo muy grave...

—Pero Adelfa.

—Adiós Juan, mucho te amo; pero no esperes hablar conmigo una palabra más por la reja; todo se lo he contado á mi protector, y casi se ha vuelto loco por descifrar tantos enigmas; cuando entres en esta casa y des una sincera explicación de tu conducta, me encontrarás tan amante como siempre. Adiós.

Los sollozos apenas la permitieron terminar estas últimas palabras, y se retiró, cerrando las puertas vidrieras.

Quedóse León en medio de la acera reflexionando sobre lo que acababa de oir, cuando sintió una mano que le cogia por un brazo, y al volverse se encontró frente á frente del Sr. Lelo.

—Decididamente eres un canalla,—exclamó lleno de ira.

—¡Caballero!

—Un tunante,—dijo otra voz que no era otra que la de Edmundo.

—Midan ustedes sus palabras,—contestó desasiéndose León.

—Ahora sabremos á qué atenernos.

—No te escaparás sin explicarnos...

—¡Atrás!—gritó León, sacando una descomunal navaja.

Y aprovechando el momento de asombro que produjo su inesperada acción, apeló á la fuga, y no se halló tranquilo hasta encontrarse en la plaza del Ángel.

—¿Qué diablos de enredo es este?—pensó mientras bajaba por la calle de Carretas.—Que me ahorquen si comprendo una palabra de todo esto; se conoce que mi tocayo de América ha escrito ó ha venido... ¿Qué sé yo? Ahora lo mas conveniente será ir á cenar con Eduardo, llevo los bolsillos bien repletos, y por hoy sólo debo pensar en divertirme, más adelante buscaré la solución del problema.

Llegó León bastante agitado al café de Madrid, y condujo á su amigo á una tienda de andaluces de la calle de las Huertas.

Sentáronse delante de una mesa, y pidieron una opípara cena, y sobre todo, diversidad de vinos; durante la comida no cesó Eduardo de dirigir epigramáticas preguntas al anfitrión sobre su cita de aquella noche, y aunque en un principio se mantuvo discreto León, á medida que hacia desaparecer el vino de las botellas, se le iba soltando la lengua, hasta que al fin dijo:

—Yoy á darte una prueba de confianza, enterándote de un negocio que persigo hace seis meses.

—¡Gracias á Dios que al fin to portas conmigo como debes! Echa esos cinco.

—Allá van.

—Esta copa por tu salud.

—Y esta botella por la tuya,—dijo León, agotando casi el contenido de una, que fué rodando luego por la habitación

—Has de saber,—prosiguió,—que yo me llamo

—¿De verass

—Como lo oyes, tina noche pasaba por la calle de Santa Catalina, cuando oí un grito de mujer, y luego mi nombre; volví naturalmente la cabeza, y vi asomada á una reja muy baja una lindísima joven, que me miraba con asombro, y no cesaba de repetir: "¿Pero eres tú?—Sí, 30 soy,—la contesté acercándome.—¿Pero cuándo has venido?—Hace cuatro dias.—¿Y por qué no has traído aquí el equipaje? ¿No sabes que el señor Lelé no te permitirá estar en -ana fonda? Comprendí al instante que me confundía con algún otro Juan, y para continuar la farsa, porque la muchacha es encantadora, la contesté:—Hija mia, eso es un secreto que no te puedo explicar ahora, por el pronto no digas nada á la familia... Obedeció Adelfa, que éste parece ser su extraño nombre, y comencé á ir todas las noches á la citada reja. No pasó mucho tiempo sin que la declarase mi amor, á lo cual ella contestó admirada: ¿Dudas de mí? ¿No eres tú mi prometido? Viendo, pues, que ya había hecho otro el trabajo por mí, cerré el pico, y dejé correr la bola. ¿Qué te va pareciendo mi historia?

—Que hasta el presente no veo ni sombra de negocio: adviertes que te llama una joven nada fea, te acercas, te confunde con su novio, os decís muchas tonterías todas las noches... ¡Y qué!

—Déjame concluir,—repuso León, vaciando una copa.—Cierta noche encontré á mi amada muy triste, y con mucho trabajo logré averiguar dos novedades; primera, que se estaba muriendo una tia que me nombraba heredero de todas sus riquezas, por cierto nada escasas, y segunda, que Adelfa era una prima, con quien me habia do unir, si deseaba entrar en posesión de la herencia. ¿Vas comprendiendo?

—Eso ya es más interesante.

—Pero ha ocurrido una catástrofe.

—¿Se ha muerto tu prima acaso?

—No; pero mi otro yo, ya comprendes, el de América, ha venido, y ha escrito; en fin, no entiendo este galimatías.

—¿Y cuál era tu idea?

—Muy sencilla; casarme con Adelfa y heredar á la tia.

—¡Soberbio plan!

—Pero hay un inconveniente,—continuó León, apurando otra copa, y empezando á no ver claro,—hay un grave inconveniente.

—¿Cuál?

—Que soy casado.

—¡Casado!

—Sí... casado con mi mujer. ¿Pero qué diablo de ruido es ese?—gritó León levantándose.

Eduardo, que tenia la cabeza por lo menos tan segura como su compañero, se levantó á su vez tartamudeando:

—¿Con que eres casado?

Pero producían tal ruido en la habitación contigua, que no podían entenderse; Eduardo comenzó á decir en tono melodramático:

¡Cuál gritan esos malditos
Pero mal rayo me parta
Si en concluyendo esta copa
No le divido en dos á alguno la cabeza!

—Vamos á decirles que... que se callen,—murmuró León, saliendo al pasillo.

—Vamos.

León asomó la cabeza á la habitación, donde seis individuos de fea catadura discutían acaloradamente.

—Caballeros,—les dijo,—son ustedes unos indecentes... alborotadores.

—Sí,—apoyó Eduardo,—unos zanguangos...

No se necesitó más para que salieran á relucir garrotes y navajas; comenzó una encarnizada pelea, á cuyo descomunal estruendo aparecieron los dueños de la fonda, que no consiguieron otra cosa que un garrotazo; para que la función terminara del peor modo posible, una botella, disparada por uno de los contendientes, vino á estrellarse contra la bomba de cristal, que encerraba un mechero de gas, cuya luz se apagó, convirtiendose aquel lugar en campo de Agramante; León fué derribado al suelo, y sirvió de alfombra durante algunos minutos á los furibundos peleantes.

No tardaron éstos en escabullirse al saber que venian algunos municipales, y León, sin fuerzas para ponerse en pié, se halló completamente sólo; de repente se llevó la mano á los bolsillos: no habia en ellos ni un céntimo.

—Esto es más grave,—se dijo.

Y haciendo un supremo esfuerzo se levantó, y tentando por las paredes dio con la falleba de una ventana, que se apresuró á abrir, saltando luego á la calle con tanta agilidad como si no tuviera en su estómago el contenido de algunas botellas.

—¿Qué habrá sido de Eduardo?—murmuró alejándose.

CAPÍTULO IV.
Un cuarto desalquilado.

—¡Eh! ¡Portero, portero! ¿Donde diablos está usted metido?

—¿Qué se le ofrece?

—Las llaves del quinto piso. ¿Qué renta?

—Tres duros mensuales. ¡Quieto Pepito!

—Me conviene, vengan las llaves.

—No, yo lo acompañaré. ¡No enredes Pepito!

—Como usted guste, don... ¿Cómo se llama usted?

—Don Calixto, para servirle; espere usted que voy á atar á Pepito.

—¿Quién es Pepito?

—Mírele usted.

—¡Uf! ¡Qué monazo más horrible!

—Es muy inteligente, ayer me descuidé y se tomó mi chocolate; cuando usted guste, caballero, mió signore.

—Me parecen muchas escaleras,—dijo el futuro inquilino,—he contado jTa ciento doce y aún no llegamos.

—También pagará usted poco dinero, sesenta reales, es casi de valde.

—Me V1GHG ñi salir á medio real cada escalón a l cabo del mes; por fin ya estamos en el cuarto.

—¿Qué le parece á usted?

—Medianillo. ¿Y dígame usted, no hay cocina?

—¿Por tres duros mensuales quería usted tener cocina?

—Efectivamente que eso es pedir gollerías; de modo que una... dos y dos, cuatro piezas.

—Sí, señor; una sala, una alcoba, un cuarto para ropa y un gabinete.

—¿Con qué esto es un gabinete?

—Naturalmen te.

—No lo veo yo tan natural, porque,., más falta hace otro cuarto... que no veo por aquí. ¡Bien que por sesenta reales mensuales! Pero me inge» niaré, abriré una brecha en la sala y por medio de un tubo comunicante...

—¿Qué dice usted?

—Nada, nada. ¿Qué tai vecindad hay?

—Excelente. En el cuarto de la derecha viven: un matrimonio sin hijos, un memorialista en compañía de un individuo del orden público, una señora de edad con una sobrina, una lavandera viuda con cinco hijos y...

—¡Basta!

—jQué juzga usted de la vecindad?

—Que es todo lo que se puede pedir de una vecindad de dos reales diarios.

—Pues en el de la izquierda viven...

—Suprímalo usted, don Calixto. ¿Qué tales vistas tiene? ¡Hombre que estrecha es esta calle! Casi se toca el tejado de esta casa con el de la de enfrente... Si alargo el brazo puedo muy bien arrancar una flor de esas macetas. ¿Y quién habita ese aposento?

El portero guiñó un ojo maliciosamente, diciendo:

—Eso es bocato di cardincde.

Don Calixto habia sido acomodador en un teatro de opera italiana, y solía intercalar en sus discursos alguna que otra frasecilla de este idioma.

—Me quedo con el cuarto; mañana ó pasado pagaré la primera mensualidad; ya puede usted volver á su cuchitril.

—Pero... ¿Se queda usted aquí?

—Sí.

—Pero... ¿Y los muebles?

—Ya los traerán.

—Pero...

—¡Qué pero ni que ciruelo! He dicho que vendrán; hay poco que trasladar y lo puedo traer á la mano; más adelante avisaré á mi tapicero...

—Pero...

—¿Aún más?

Suo servitore,—dijo don Calixto saliendo del cuarto.

El nuevo inquilino echó el cerrojo á la puerta y pareció que respiraba con más libertad al verse solo.

—Parece que estoy en plena Inglaterra,—se dijo.—Esta mañana he dado de narices con una docena de acreedores, y el último tan pesado que he creido conveniente mudar de domicilio y de nombre; sí, desde hoy ya no me llamo León, sino Facundo ó Enrique, cualquier cosa.

León, nosotros continuaremos dándole este nombre, comenzó á pasear por su nueva casa.

—Estoy en un mal paso,—continuó diciéndose.—Esta noche he sufrido una serie de alternativas que me han desesperado; empeño la capa, gano en casa del Pego, tengo un disgusto con la familia de Adelfa y se lleva el diablo mi negocio, ceno expléndidamente y termina la función dejándome aquellos perillanes sin un cuarto; me recojo á mi cuchitril con idea de dormir algunas horas..-. Sí, si; aquella campanilla parecía la de los apuros... Me vi en la precisión de huir como de las chinches de aquellos malditos ingleses. Yo necesito dinero, pero ¿dónde hallarlo? Yolver al lado de mi mujer... no, aún me queda un resto de conciencia... y además es demasiado melosa, demasiado dulce... y yo necesito emociones fuertes y mucha variedad, por ejemplo; ya me inspira interés mi vecina de enfrente.

León dirigió una visual hacia la ventana de la joven; pero no vio más que unas cortinillas que impidieron á su mirada penetrar en el interior.

Hé aquí como nuestro héroe pasaba insensiblemente de la más negra preocupación á los pensamientos más frivolos; no quería tomarse el trabajo de pensar en el porvenir. ¿Qué le importaba el mañana si le brindaba hoy la juventud con mil diversos placeres?

León sintió la necesidad del sueño y no dudó en aceptar por cama los duros ladrillos de su nueva vivienda; al verle entregado con toda tranquilidad á Morfeo cualquiera juzgaría que descansaba en un lecho de finísima pluma.

A las doce le despertó el apetito, bajó las escaleras y dijo al portero:

—Adiós, don Calixto; ahí tiene usted las llaves, no se olvide usted de quitar algunas telarañas por allá arriba; mañana traeré los trastos. Abur.

Addio, mio caro.

Aquel dia comió en un bodegón al fiado, y durmió por la noche en casa del Pego; por la mañana subió á su antigua casa para recoger algunas cosas y se dirigió á su nueva habitación presentándose en el cuchitril del portero.

Bon giorno,—exclamó éste al verle.

—Vengo á tomar posesión decididamente del cuarto.

—Está bien, don...

—Enrique Zambrano.

—Hace una hora preguntó por usted un caballero.

—¿Y cómo me nombró?—preguntó León alarmado.

—No le nombró á usted, tan solo me dijo:—Portero, déme usted las llaves del piso quintot número seis. ¿No ha sido ayer alquilado?—Sí, señor, le respondí.—Está bien, yo soy amigo del nueva inquilino.—Por muchos años, mió signore.—Y le entregué las llaves sin desconfianza. ¡Cómo aun no ha traído usted nada no temí un robo!

—¿Quién será?—se preguntaba León.

—¿Qué trae usted en ese lio?

—Esto es un colchón, un par de camisas, unas botas, un pupitre, una palmatoria... y otras frio leras...

—¿Y todo viene ahí?

—Sí, es de muelles...

—Nuevo sistema. ¿Y esa jaula?

—Me servirá de cocinilla cuando piense tomar chocolate ú otra cosa ligera. Con permiso de usted don Calixto, me llevaré esta silla que á la mayor brevedad le devolveré, traerán una sillería mañana ó pasado...

Io non posso. ¿Dónde me voy á sentar?—Escuche usted... ¡Si ya está arriba?—No suba usted tan deprisa... ¡Silencio Pepito!

El portero se quedó gritando en el portal mientras el joven llegó sofocado al quinto piso.

La puerta estaba abierta de par en par, y antes de entrar atisbo con prudencia para evitar la desagradable escena que resultaría de hallarse vis á vis con un acreedor, pero observando que el visitante le era completamente desconocido entró resueltamente, colocó silla y lio en un rincón de la estancia y exclamó:

—Caballero, no le conozco á usted, sin duda se ha equivocado.

—No, señor,—contestó el otro impasible.

—¿Qué no se ha equivocado?

—No, señor.

—¿Me conoce usted?

—No, señor.

—En ese caso tendrá usted la bondad de dejarme solo.

—No, señor.

—¿Qué hace usted aquí?

—Estar de pié.

—De pié ó sentado á mí me estorba usted.

—No, señor.

—¿Con que no me estorba usted?... Es decir que será necesario enseñarle á usted á no usar bromas insípidas con un desconocido.

—Yo tengo absoluta necesidad de habitar este piso...; ayer pusieron los papeles... me apresuré ¿í venir, pero usted se habia adelantado y me dije: Este joven no es un obstáculo para la realización de mis deseos.

—Pues hombre, yo veo muchos obstáculos.

—Ninguno.

—¡Hola!

—Usted paga el alquiler de esta habitación y como no creo que haya artículo alguno«en el contrato que prive al inquilino de vivir en compañía de otro...

—Sí, pero...

—No me interrumpa usted.

—Adelante.

—Usted realquila á su vez el cuarto; yo le pagaré, porque vivamos juntos, seis duros mensuales y correré además con algunos gastos de la compra.

—Casi me va usted convenciendo.

—¿Quedamos conformes?

—Conformes. ¿Pero no puedo saber qué motivo le impulsa á vivir en mi compañía?

—Tan solo una sospecha. Por ahora le diré á usted que me llamo Bárbaro Collares, y le enteraré de algunos pormenores de mi vida, conocidos los cuales sabrá usted qué razones tengo para habitar este cuarto.

—Tome usted asiento,—dijo León ofreciéndole la silla del portero.

—Gracias. Empezaré por decirle á usted que hace tres años tuve la desgracia de casarme con una mujer muy bonita.... demasiado bonita. Vivíamos modestamente en la calle de las Urosas y los primeros meses de nuestro matrimonio, como siempre sucede, nada turbó la paz de nuestra casa; pero después... hace dos años, me vi en la precisión de ausentarme de Madrid por algunos días, me despedí de mi esposa, monté en el tren y... ¿Comprende usted?

—Sí, que se marchó ust ed.

—Pero lo que no habrá usted adivinado es que al llegar á Aranjuez me encontré con la persona en cuya busca iba. Como es natural, regresé á Madrid después de haber evacuado mi comisión y llegué mucho antes de lo que mi mujer se figuraba...

—¿Acaso ella?...

—Continúo. Eran las once de la noche cuando volví á mi casa, entro de repente en el comedor y encuentro á mi mujer... ¿No lo adivina usted? ¡Abrazada por un hombre!

—¿Y qué sucedió?

—Él, aprovechando mi turbación tomó las de Villadiego y entonces yo ciego por la ira me abalancé á mi mujer... ¡Ay amigo mio, me horroriza el recordarlo! Oreo que la maltraté cruelmente, que la arañó... y hasta la mordí... no se donde; de lo que estoy seguro es de que me encontré en la boca algo que me tragué sin saber lo que hacia.

Bárbaro se limpió con un pañuelo el sudor de que estaba empapada su frente y continuó:

—Cuando pasó aquel momento de furor, dirigí una mirada á mi esposa, y... ¡Calcule usted cuál seria mi asombro al observar que le faltaba la nariz!

León soltó una estrepitosa carcajada al escuchar estas palabras, y comenzó á mirar á su interlocutor, creyendo descubrir en sus ojos algún síntoma de demencia; pero Bárbaro habia recobrado su impasibilidad, y prosiguió su historia de este modo:

—Después de consumar aquel acto de antropofagismo, abandoné á mi mujer, desvanecida en una butaca, y salí corriendo á la calle; iba medio loco, y la gente me miraba de una manera burlona; no sé las calles que recorrí hasta epie, rendido de cansancio, me encontré en la Plaza de Oriente, en uno de cuyos asientos de piedra me arrojé inconscientemente. ¿Cuánto tiempo permanecí en aquel sitio? No lo sé; pero me habia quedado dormido después de tantas emociones... cuando me despertó un terrible dolor de vientre, que en pocos minutos tomó tan alarmantes proporciones, que me vi en la preeision de levantarme y dar un paseo, con la esperanza de que aquello me aliviaría; mas los dolores eran cada vez más frecuentes y agudos. ¿Qué hacer? Recordé que no lejos de allí vivía un amigo mio, dirigíme hacia su casa; pero en el trayecto aún aumentó la gravedad de tan tremendo cólico...

—Creo adivinar que se le habia indigestado á usted la nariz de su mujer.

—¡Maldita nariz! á eso lo achaqué entonces...

—Y tenga usted la seguridad de que no seria otra la causa; la poca costumbre de hacer esa clase de comidas...

—Finalmente, llegué á donde deseaba, y di dos golpes bien fuertes con el aldabón; mi amigo vivia en el cuarto piso; pero con la precipitación y el dolor no me acordé de dar cuatro golpes. Después de un momento, que me pareció un mes, franqueóme la entrada una soñolienta doméstica, casi la atropello, subí las escaleras, encontré una puerta abierta, y por allí me introduje, sin ver ni pensar en nada, pues me encontré en profunda oscuridad.

—¡Ventura... Ventura!...—exclamé, tropezando en un sillón, y dejándome caer en él.—¡Socórreme!—¿Qué te sucede?—dijo una meliflua voz, que no debia ser la de mi amigo; pero que mi aturdimiento me privó de conocer.—¿Estás malo?

—¡Ah! Pero muchísimo.

—¿Pero qué tienes?

—TJn cólico.

—No comprendo qué pueda ser. ¡Ah! ya di en el quid, te empeñas en comer pepinillos, y ahí tienes el resultado.

—¡Qué pepinos ni qué Calabazas!—murmuré, tratando de desabrochar un botón.

—No sé, entonces...

—Pues yo sí lo sé, prepárate á una sorpresa.

—¡Estás envenenado!

—¡No me extrañaría, porque he mordido á una culebra de cascabel! En fin, sabe que me he comido, ¿querrás creerlo? la nariz de mi mujer.

—¡Mi nariz! ¡já, já! Pero esa muchacha no sube, nos quiere tener á oscuras.

—Tienes razón, Venturita, necesito luz... y necesito que me ayudes á quitarme los pantalones... y necesito, además, que me cedas tu lecho por esta noche... y necesito...

No pude proseguir; sentí dos robustas manos, que me apretaban la garganta con tal fuerza que me sentí asfixiar.

—¡Infame seductor!—dijo una voz ronca y hueca.—¿Con que te aprovechas de losmomentos en que yo estoy fuera de casa para venir? ¡Y tú, mujer adúltera!... ¡Ah! la ira pone mi sangre en efervescencia.

En esto entró la criada con la luz, y lo primero que vi fué una joven desmayada en un sofá.

—¡Con que ayúdame á quitarme los pantalones!—gritó el enfurecido esposo, descargando una banqueta sobre mis costillas; volvíme hacia mi ofensor, y lancé á mi vez una exclamación de rabia... habia reconocido al seductor de mi esposa.

—¿Con que eres tú?—exclamé, arrojándome á él.—¡No te escaparás de mis manos!

—¿Y tú eres don Bárbaro Collares?

—¿Me conoces?

—Sí, y á tu mujer... y voy á beberme tu sangre, y á ella dejarla sin nariz.

—¡No te tomes ese trabajo, porque la tengo en mi estómago!

Parecíamos dos atletas romanos; aumentaba mi furor el maldito cólico que continuaba hacien.. de extragos en mi vientre, además como me habia desabrochado los pantalones, no tardaron éstos en hacerse un lio entre mis pies, y me dificultaban los movimientos, hasta que caí en el suelo como un fardo; la criada salió gritando de la habitación, y alborotó la vecindad; vino una pareja de orden público á tiempo que yo rodaba por!as escaleras... y me llevaron á la prevención... ¡Qué noche, amigo mio, qué noche! Al dia siguiente me tomaron declaración, y dije la verdad: que habia equivocado aquel cuarto con el de mi amigo Ventura López, el cual tuvo que venir á justificar mis palabras; me dieron libertad, y me fui á una fonda, donde me apresuré á meterme en la cama, mandando llamar á un médico; diez dias permanecí en el lecho, y apenas me sentí convaleciente, corrí á buscar al seductor de mi mujer, con objeto de desafiarle; pero habia mudado de domicilio, sin dejar las señas. Pensé el volver á mi casa. ¿Pero cómo entrar en ella después de lo ocurrido? Regresé á la fonda, y en ella vivo desdo entonces.

Estaba muy lejos de ser feliz; trataba de olvidar á, la infame adúltera; pero siempie que me aquejaba algún cólico (desde entonces los padezco con mucha frecuencia), recordaba aquella fatal noche, y mis recuerdos iban acompañados de remordimientos. ¿Qué seria de ella sin nariz? Yo siempre habia admirado en su cara los rasgos más perfectos, la expresión, más seductora...; pero me horrorizaba ante la idea de una cara sin nariz.

Otra reflexión: ¿de qué viviría? ¿cuál seria su suerte, después de mi abandono? Porque no era posible que su pérfido amante la hubiera acogido después de tan horrible mutilación.

En una palabra; me decidí á buscarla por todo Madrid, y hasta perdonarla, si venia al caso.

Heme aquí errante por la capital, observando todas las fisonomías dotadas de poca nariz; algunas veces doy un grito de alegría al encontrarme con alguna chata no despreciable; pero ¡oh desengaño! al acercarme se desvanecen mis esperanzas, y vuelvo la espalda tristemente.

En este momento de su relato se llevó ambas manos al vientre é hizo una mueca particular, diciendo:

—Perdone usted si interrumpo mi historia; pero siento un malestar... ¿No hay por aquí?...

—No, señor.

—Pues hasta mañana... ahí están diez duros... esto aprieta...

Y salió precipitadamente de la habitación.

—¿Qué relación existirá,—pensó el joven,—entre la historia de este sugeto y mi buhardilla?

CAPÍTULO V.
La nariz de la vecina.

A las dos de la tarde del siguiente dia estaba León apoyado en el alféizar de su ventana, y observaba con interés el cuartito de enfrente, cuya ventana también abierta, permitía ver todo su interior.

Algunas sillas de reps, una cómoda, en la que se veian dos bonitos jarros, con flores naturales, un espejo, un reloj de pared, y una estera de paja en el suelo; hó aquí el modesto, pero limpio mobiliario de aquella habitación.

¿Y ella donde estaba? No pasó mucho tiempo sin que sintiera León algún ruido en casa de su vecina y poco después apareció ésta en escena.

—¡Buen tipo!—murmuró entusiasmado el observador; y en efecto, unos ojos negros, brillantes, maliciosos; una boca algo grande, pero de labios húmedos y frescos; un pelo castaño que caía en descuidados bucles sobre el nacimiento de un seno de alabastro, y el carmín de la juventud tiñendo una fisonomía animada y picaresca formaban un conjunto agradable, cuyos atractivos fascinaron al enamoradizo León.

La vecina, que no debia gustar de exámenes muy detenidos y hechos sobre todo por un extraño, cerró tranquilamente la ventana.

No se desanimó por un saludo tan brusco el nuevo amante y á la misma hora del dia siguiente estaba en su puesto.

Volvió la vecina á cerrar su ventana, pero antes se quitó la mantilla y arregló algunos muebles... que estaban en su lugar.

El tercer dia sacudió el polvo á una sobrefalda, clavó en la pared una punta de París, trasladó de un lugar á otro un florero y dirigió algunas miradas al vecino.

El cuarto dia permaneció abierta la ventana y la vecinita se asomó á ella con el solo objeto de observar el estado de la atmósfera; esta era la ocasión oportuna, que debia de aprovechar nuestro joven, y en efecto, saludó ceremoniosamente siendo contestado del mismo modo.

Dado el primer paso lo demás vino por sí solo; primero hablaron de la temperatura, dos dias después de los temperamentos, luego de lo picaros que son los hombres... y las mujeres, más adelante del amor y después... ¿De qué se ha de hablar? Siempre de lo mismo.

León apenas salia de su cuarto; sin que ningún recuerdo lograra hacer germinar en su mente un pensamiento formal, entregábase por completo á la frivolidad de su carácter, olvidándose de Adelfa, y trazando los planes de su nueva conquista.

Leonor, que así se llamaba la vecina, era costurera y apenas salia del taller, corría á entablar conversación con el joven.

En tal estado las cosas recibió León la visita de una persona que casi había ya olvidado. Bárbaro Collares.

—Sin duda usted creería,—dijo al entrar,—que no nos volveríamos á ver, á pesar de nuestro contrato, pero ¡el maldito cólico! usted no sabe lo que padezco; pues bien, ya que por ahora me ha abandonado tan funesto mal, vengo definitivamente á instalarme aquí.

No pudo reprimir León un gesto de disgusto al ver que un tercero vendría á enterarse de sus amores, pero contestó simulando satisfacción:

—Ya le echaba de menos.

—Gracias. Yo deseo, cuanto antes mejor, terminar mi historia y podré, de este modo, explicar la razón que me obliga á vivir en su compañía.

—Estoy lleno de curiosidad.

—Le decia que buscaba á mi mujer por todas partes, sin que mis pesquisas dieran resultado alguno y ya desesperaba de encontrarla, cuando una tarde distingo delante de mí á una señora que camina muy deprisa, mi corazón late con fuerza porque me figuro que es mi esposa y aprieto el paso con el objeto de verle la cara; ella corre y se esquiva... yo corro también y no la pierdo de vista... En el momento en que voy á colocarme á su lado se mete en un portal y sube ligera las escaleras; trato de seguirla, pero me detiene el portero que me pregunta á donde voy, y como no sé qué contestarle me vuelvo atrás confundido.

Mas luego se me ocurre una idea; coloco en la mano del portero una moneda de plata y le pregunto:—¿En qué piso vive esa señora que acaba de entrar?—Piso quito.—¿Cómo se llama?—Leonor.

—¡Leonor!—interrumpió León.

—Sí,—dijo Bárbaro.

—¿Y su esposa se llama así?

—No, pero ¿quién sabe si habrá cambiado de nombre? Todo es posible; por su talle, el color de su pelo, su modo de andar, sus movimientos, etc., me pareció que era Enriqueta, que este es el nombre de mi esposa. La esperé algunos dias paseando esta calle y dos veces tuve ocasión de acercarme á ella, pero lleva una mantilla tan espesa que no pude distinguir sus facciones; además ella no contestó ni una palabra á mis preguntas; estabadesesperado cuando vi que se desalquilaba esta habitación, y como la suya está completamente delante de esta ventana, hé aquí por qué razón deseo vivir en compañía de usted; de este modo me cercioraré positivamente de si es ella ó no.

—Amigo mio, tengo un especial placer en sacarle de dudas anunciándole que la joven que vive en esa casa no es la joven que busca.

—¿Y en qué se funda usted para asegurar tal eosa?

—En una razón sencilla y lógica.

—¿Cuál?

—La de que nuestra vecina posee una nariz de lo más perfecto en su clase..., nariz griega.

—¿Griega ha dicho usted?

—Sí, señor.

—¡Hombre! Pues la nariz de Enriqueta creo que tenia algo de griego...

—Pero en la actualidad su esposa debe de carecer de nariz, según lo quo me ha contado usted, por lo cual vengo á sacar en consecuencia que no debe ser esta.

—Es cierto. ¿Está usted seguro de que tiene nariz?

—Segurísimo. ¿De qué le servirían esas flores sino pudiera gozar de su fragancia?

—Esa no es una razón y quisiera que usted me asegurara...

—Le digo á usted que nuestra vecina tiene nariz.

—Yo soy partidario de Santo Tomás, ver y creer.

—En cuanto á eso es usted muy dueño.

La insistencia de Bárbaro contrariaba algún tanto á León, pero se decidió á tener paciencia esperando á que su nuevo amigo se desengañase, lo cual no tardaría en suceder.

—¿Sabe usted á qué hora se recoge nuestra vecina?—preguntó Bárbaro.

—Al anochecer.

—¿Y está todo el dia fuera de casa?

—No; sale á las ocho de la mañana, vuelve á la una y almuerza; á las dos ya está otra vez en el almacén.

—¿En el almacén?

—Sí, un almacén de ropa blanca.

—Parece que está usted bien enterado.

—Sí... ¿Por qué lo he de negar? Leonor es una joven lindísima de la que estoy enamorado.

—¡Joven! Mida usted sus palabras.

—Puedo hablarle con franqueza, puesto que esa señorita tiene nariz,—contestó León sonriendo.

Bárbaro bajó pensativo la cabeza, dirigió luego algunas miradas al cuartito de enfrente y dijo:

—Que yo la vea una sola vez y mis dudas se disiparán; si usted no se engaña queda desde luego anulado nuestro contrato y puede usted habitar esta casa con entera libertad y sin temor de que yo venga á... estorbarle; pero exijo que me deje usted solo esta tarde.

—No tengo inconveniente; entregue usted al retirarse las llaves al portero.

—Servidor de usted.

—Estoy á sus órdenes.

Bárbaro se sentó cerca de la ventana dispuesto á comenzar su espionaje y León bajó las escaleras diciéndose:—¡Qué hombre más original!

Eran las seis de la tarde, hora en que la modista solia regresar á su casa; León se encaminó hacia la calle del Carmen en una de cuys tiendas trabajaba Leonor, á la cual deseaba explicar su ausencia aquella noche, y tuvo la fortuna de encontrarla precisamente al desembocar en la Puerta del Sol.

—¿Usted aquí, vecino?—dijo ella.

—Sí, encantadora Leonor, me he querido proporcionar la satisfacción de estrechar por primera vez su mano, ya que es usted tan cruel...

—¿Yo cruel?

—Sí. ¿Y la cita que le pido hace ya una semana?

—¿No nos hablamos todos los dias?... Pero suelte usted mi mano.

—¡Nos hablamos todos los dias! Sí, pero hay un abismo entre nosotros... ¡Qué mano más suave! Un abismo decinco pisos.... yo deseo estar á su lado, decirla á usted al oido muchas cosas que... de puro guardadas se van á echar á perder.

—Se conoce que está usted hoy de broma, pero no se acerque usted tanto.

—Pero bien ¿Y la cita?...

—Ya veremos.

—Con esa frase salen todas las mujeres del compromiso: déme usted algunas esperanzas.

—Un dia de estos...

—¡Oh felicidad! Pero ahora que recuerdo, ignoraba que usted se llamase Enriqueta.

La modista palideció intensamente, pero se repuso al momento y contestó:

—No comprendo lo que usted me dice.

—Es una historia inverosímil. Figúrese usted vecina, que yo he alquilado el cuarto en compañía de otro, un pobre diablo que se empeña en verla á usted.

—¿A mí?

—Sí, porque cree que usted es su esposa, una linda mujer á quien ha dejado sin nariz de un mordisco.

Al decir esbo León se reia á carcajadas, mientras la joven sentía un temblor nervioso que apenas la permitía tenerse en pié.

—Pues bien,—continuó el aturdido joven,—es necesario que usted le enseñe su bien perfilada nariz ó no seremos felices.

—¿Y cómo se llama ese extravagante?

—Bárbaro.

—¿Y le ha dejado usted en su casa?

—Asomado á la ventana esperando á que usted llegue.

—Hasta mañana,—exclamó Leonor.—Decididamente esta usted muy bromista.

Y sin esperar á más desapareció la joven en tre la muchedumbre apresurando el paso para llegar cuanto antes á su casa; iba nerviosa, agitada, y al doblar la esquina de su calle la primera mirada fué para la ventana de León, ocupada entonces por Bárbaro.

A la vista de éste latió su corazón de un modo violento, y decidida sin duda á llevar á cabo una idea, en vez de penetrar en su casa se dirigió al portal de la de enfrente, subió con precipitación las escaleras y llegando sofocada al quinto piso, llamó á la puerta dando dos golpes con la mano.

Oyóse ruido de pasos y un momento después resonaron dos exclamaciones de sorpresa.

—¡Enriqueta!

—¡Bárbaro!

—¡Silencio!—dijo éste cogiendo á su mujer por una mano,—los vecinos pueden oirnos... entremos.

El asombro, el terror, si así podemos decir, que sintió Bárbaro, llegó á su colmo al mirar á su mujer provista de la nariz que in illo tempore le pertenecía.

Y no habia duda, era ella...

Bárbaro la hizo sentar en la ¡silla de don Calixto y se restregaba los ojos para convencerse de que no soñaba.

—¡Eres tú... tú!—repetía.

—Sí, yo soy, soy Enriqueta, á quien juzgaste bien mal y á quien has abandonado ignominiosamente.

—¡Calla!—decia Bárbaro lleno de ira,—¡Mujer pérfida! ¡Infiel!

Y después se apretaba las sienes entre las manos diciendo:

—¿Pero y esa nariz, Dios mio, y esa nariz?...

—Sosiégate y ya te explicaré...

—¿Pero y tu nariz que estoy seguro de haberme comido?

—¡Ah! Bien me ha hecho sufrir.

—¿La nariz?

—Sí.

—Voy á volverme loco, habla... habla.

—Perdóname el único secreto que hasta ahora te he ocultado...

—¿Secreto?—interrumpió bruscamente el ofendido esposo.—No lo era para mí, señora. ¿Acaso estaba yo ciego cuando te sorprendí?... ¡Ah! No quiero pensar en ello...

—Tus celos son injustos. ¡Líbreme Dios de fal tarte á la fidelidad que te juré en el altar! Mi delito es de otro género, ó mejor dicho no es delito; es tan solo un sentimiento de coquetería natural...

—¡Ira de Dios! Estas mujeres llaman sentimiento de coquetería natural á las cosas más graves.

—Todo te lo explicaré; quizás vas á aborrecerme... pero no importa. Has de saber que cuando tenia doce años padecí una enfermedad, un cáncer que me arrebató por completo la nariz...

—No comprendo...

—No me interrumpas: habitaba yo entonces en el pueblo de residencia de mis padres, y por eso muchas ó todas las personas que me tratan en Madrid ignoran esta circunstancia. Tomó, pues, mi fisonomía un aspecto tan desagradable que mi padre vino á Madrid en busca de un médico célebre, el cual, luego que me reconoció, propuso el tratamiento de la rinoplastia... ¿Sabes lo que es esto?

—Lo ignoro por completo.

—¡Ah! Yo estoy muy enterada de todo lo que se refiere á la nariz; consiste esta operación en restaurar una nariz destruida por cualquiera circunstancia; pero para esto era necesario ó bien que se me trasplantara la nariz de otra persona ó que sacrificase yo misma un trozo de mi epidermis. Respecto á lo primero, mi padre se empeñó en eer el destinado al sacrificio, pero desgraciadamente el autor de mis dias posee una nariz de tan exageradas dimensiones que se desistió de tal método; el segundo era doloroso para mí. ¿Qué hacer? Por fortuna aquel cirujano era de grandes recursos, inventó una pasta especial, parecida al caoutchouc, con la cual modeló una nariz tan perfecta y con tal arte la colocó en mi cara, que más parece obra de la naturaleza que invención humana... ¿Meperdonas que te haya ocultado esto?

—Cuando me expliques que venia á hacer aquel hombre á mi casa durante mi ausencia; aquel hombre que sorprendí á tu lado. ¿Quién era?

—¡Era el médico!—gritó Enriqueta con exaltación.—El médico, que cada tres meses me visitaba á fin de asegurar mi nariz; yo aprovechando tu viaje le llamé y en el momento en que me hacia la cura llegaste tú...

—Comprendo; yo arrebatado por los celos me arrojé sobre tí y mi venganza consistió en manducarme unas narices de cartulina, como las de Carnaval ¡Voto al chápiro! Yo buscaba sin descanso una mujer sin nariz y calcula mi admiración al mirar la tuya.

—Aquella noche fatal,—continuó Enriqueta,—me desmayé al verte entrar y al volver en mí busqué por todas partes, en vano, la artificial nariz; supuse que te la habrías llevado sin saber con qué objeto, y me figuré que mi fealdad te habría inducido á no volver á casa.

—Ahora me explico mis continuos dolores de vientre; se conoce que en la composición de tu na riz entra alguna materia venenosa...

Ya iba á abrazar á su esposa Bárbaro, cuando exclamó de pronto:

—¿Y el vecina?

—¡Bah! No te preocupe tal cosa.

—Es que él me ha dicho... que te ama.

—¿Y qué?

—Me gusta tu tranquilidad, yo no puedo consentir...

—Ni yo tampoco y por eso mismoestoy dispuesta á...

—No estés dispuesta sino á seguir mis consejos, tengo una idea que te explicaré; quiero castigar su pedantería porque él se cree amado por tí,

—¡Hay hombres tan fatuos!

—¿Hablas con él?

—May poco...

—Está bien, concédele una entrevista en tu casa para una de estas noches.

—¡Bárbaro!

—Yo me entiendo y te diré en la fonda, á donde iremos ahora á comer, mi plan.

Y ambos esposos salieron á la calle procurando no ser vistos del portero, que por su parte se entretenía en enseñar el ejercicio á su mono Pepito.

CAPÍTULO VI.
Pesquisas

Tiempo es ya de que nos ocupemos de uno de los personajes que figuran en esta novela; del joven cuyo viaje en ferro-carril estuvo tan lleno de peripecias: de Juan Fernandez.

Ya sabe el lector que aprovechando un descuido huyó de casa del señor Lelé, donde sin duda usurpaba inocentemente la personalidad de otro individuo que, por una rara coincidencia, tenia su mismo nombre y apellido y debian de parecerse además de un modo extraordinario.

Huyó Juan de aquella casa, poco deseoso de continuar una aventura que podría acarrearle enojosos disgustos, y se instaló en la Fonda de Oriente.

Apenas se encerraren su departamento consultó el reloj y se dijo:

—Por fortuna aun he llegado á tiempo; en la carta me cita para las seis y son las cinco y media.

Después encendió un cigarro y se puso á pensar en lo que le habia sucedido durante el dia; pero en medio de todas las hipótesis que aprobó y desechó sucesivamente para explicarse aquella rara aventura, á través de la oscuridad en que flotaban sus ideas se destacaba la hermosa y simpática figura de Elisa; aun creia sentir en sus labios la impresión amorosa de los suyos, aquel beso que jamás habia de olvidar.

A semejanza de eso3 volcanes aparentemente extinguidos que, en un momento dado, arrojan por su inflamado cráter un mar de incandescente lava, así también el corazón despierta de su letargo á impulsos de una pasión naciente.

¿Habría comenzado para él una nueva vida? Solo podemos asegurar que Juan sentía un placer y una tristeza á la par: el primero recreándose con el recuerdo de Elisa, la segunda pensando en aquel afortunado marido, cuya existencia derribaba por su base cuantas ilusiones se forjara nuestro joven.

Interrumpió su pensamiento la llegada del amigo que le habia citado y que apenas entró en el aposento se apresuró á estrechar amistosamente entre las suyas las manos de Juan.

—Aquí me tienes,—exclamó éste,—dispuesto á admirar tu maravillosa invención y á declarar í Losada un nuevo Ful ton ó Edisson.

—¿Tú estás decidido á verificar el viaje?

—¿Por los aires?

—Sí.

—¿Hablas formalmente?

—Reitero lo que en mis cartas te he dicho.

—Te confieso ingenuamente que no me seduce la idea de que mañana escriban mi nombre al lado del tuyo como mártires ambos de la ciencia.

—No seremos mártires, sino héroes; Napoleón en Egipto, no en Waterloó.

—¡Si tanta fé tienes en tu invención!

—¡Oh! Estoy seguro de haber despejado esa incógnita fatal, nuevo polo Norte cuyo descubrimiento tanto ha preocupado á los sabios de todas las épocas y de todos los países; sí amigo mio; la dirección de los globos es ya un hecho... y á mí se deberá la gloria de este maravilloso adelanto.

—Al escucharte no puedo menos de sentir en mi pecho la esperanza que nace y el excepticismo que muere; además yo te conozco; has sido mi compañero en el árido estudio de las matemáticas y sé cuan vasta es tu instrucción, cuan profundos tus conocimientos y cuan despejada tu inteligencia.

—Acabarás por avergonzarme. ¿Y tú? Ingeniero mecánico á la temprana edad de veinte años, llevas ya tres en que has demostrado...

—¡Já, jáf—interrumpió Juan soltando una carcajada.—Si alguien nos ojera diria que lo éramos todo menos modestos. Pero volviendo á tu invención, permíteme que te haga una pregunta.

—Estoy á tus órdenes.

—Para la construcción de un areóstato en cuya barquilla puedan ir hasta seis personas, se necesita invertir una gran cantidad de billetes de banco, en cuya posesión no te creía. ¿Han sido subvencionados acaso los gastos de tan enorme globo?

—Hé ahí precisamente uno de mis descubrimientos más notables.

—¿Has dado con alguna mina?

—Sí, solo que esta mina ha sido la casualidad, que más adelante te explicaré; bástete por ahora saber dos eosas: la primera que poseo un gas infinitamente más ligero que el hidrógeno, y la segunda que he inventado una tela de superiores condiciones que la gutapercha y mucho menos pesada, que tiene la propiedad de no dejar escapar por sus poros ni un átomo del precioso gas que ha de llevar el globo; cuyo globo será de tan pequenas dimensiones que te parecerá increible que pueda soportar el gran peso que haré viajar por el espacio.

—Me llenas de admiración.

—¡Oh! Te aseguro que he hecho adelantar á la ciencia un gran paso,—dijo Losada restregándose las manos con verdadera alegría.

—Desde luego, yo coloco sobre tu frente la corona inmortal de los genios.

—No volvamos á las andadas, caballerito.

—Te hablo de corazón; pero á todo esto aun no he preguntado por tu familia.

—Buena, está buena,—contestó el inventor, que iba á hacer una pregunta análoga, pero que se contuvo al observar que Juan bajaba tristemente la cabeza.

—La mia,—dijo éste pasado un momento,—continua para mí tan desconocida como siempre.

Losada sabia que su amigo, educado en un colegio, desde la edad de tres años, habia ingre sado en la escuela de ingenieros al cumplir los catorce, sin saber otra cosa que su nombre y apellido y que alguien pagaba su carrera sin darse á conocer; á los veinte años habia sido nombrado director de una fábrica fundada recientemente en el Escorial, continuando siempre en la misma ignorancia respecto á su familia.

Mientras Losada pasaba revista á la pasada historia de Juan recordaba éste por segunda vez sus aventuras de aquel dia, pero una nueva idea vino á fijarse en su imaginación. ¿Quién seria el marido de Elisa, que tanto se parecia á él? Era preciso averiguarlo á toda costa.

—¿Por qué no te casas?—preguntó de pronto Losada.

—Antes necesito hacer yo un descubrimiento,—contestó Juan sonriendo de un modo particular, y luego preguntó á su vez:

—¿Conoces á alguno que se llame Juan Fernandez?

—Muchos.

—¿De veras?

—Sí, porque tu nombre y apellido no es difícil hallarlos unidos.

—¿Me puedes hablar de ellos?

—Te citaré un capitán de húsares, un comerciante, dos médicos, cuatro abogados y veinte propietarios.

—Pero bien. ¿Has observado si alguno se parece á mí?

—No. ¿Por qué me haces esa pregunta?

—Por nada,—contestó Juan reflexionando, y luego se dijo:—¡Báh! Es una locura pensar en eso, y sin embargo... es particular. ¿Si tendré yo algun hermano?

—Favor por favor,—exclamó de repente dingiéndose á su amigo,—Yo ensayaré á tu lado las condiciones del globo...

—Desde luego.

—Y tú me ayudaí buscar... ¿Por qué he de ocultártelo por más tiempo? á mi familia... Sí, mi querido amigo, mi hermano; no puedo ser feliz ignorando quienes son los que me han dado el ser. ¡Si vieras cuánto envidio á los que, como tú, pueden decir: hé aquí mis padres, mis hermanos!... Hace ya tiempo que acaricio tan dulce idea y hoy se ha despertado en mí con nuevo ímpetu.

Losada estrechó cariñosamente las manos de su amigo diciendo:

—Haces bien en contar conmigo, pero ¿qué probabilidades tienes para llevar á feliz término tu proyecto?

—Voy á contarte la extraña aventura que hoy me ha sucedido y por ella verás que no es aventurado suponer que pueda darnos alguna luz que disipe las tinieblas de mi pasado.

Contó Juan á su compañero de estudios los acontecimientos que ya conoce el lector, y al terminar dijo Losada:

—Ahora conozco tu intención; quieres averiguar si el esposo de Elisa es...

—¡Mi hermano!

—¿Y de qué manera?

—Buscando á Elisa por todas partes.

—Pero si ella á su vez busca á su marido.

—¡Oh! Pero me hablará de su familia, no tengas duda; por ahí debemos empezar si han de dar fruto nuestras pesquisas.

—¿Y la otra familia?—replicó Losada.

—¿Qué familia?

—La del señor Lelé...

—¡Es verdad!

—¿Cómo te explicas esa otra equivocación?

—No lo sé.

—¿Cómo es posible que ese otro tú, pues os parecéis tanto que también os confunde Adelfa, tenga tu mismo nombre y apellido?

—Amigo mio, si continuamos pretendiendo resolver el problema por medio de palabras, vamos á volvernos locos.

—¿Por qué no vuelves á casa del señor Lelé.

—Jamás; no es posible convencerles de que no soy yo el que se figuran, esa gente es sistemática y sí haces memoria de mi relato no podrás menos de darme la razón.

—En efecto, pero en último resultado...

—¡Oh! ahora no soy solo, con tu ayuda mis esperanzas son fundadas; empezarépor pedir un mes de licencia y podremos dedicarnos unidos á tu invención y á mi descubrimiento.

—Pues bien, por el pronto viviremos juntos, mañana mismo vendrás á mi casa, donde te hará preparar una habitación al lado de la mia. ¿Qué te parece mi idea?

—¡Qué bueno eres!

—Mientras otra cosa no disponga el destino, mi familia será i a tuya.

Juan abrazó á su buen amigo y aquella noche comieron juntos, hablando cada cual de su proyecto.

Al dia siguiente trasladó Juan el equipaje á casa de su amigo, instalándose definitivamente á su lado; pudo entonces comprender el mecanismo de que se valia el inventor para imprimir una dirección determinada al globo y visitó el taller, situado en una casa aislada de Chamberí, desde la cual habia de verificarse la primera ascención después de algunos dias.

No por esto abandonaban sus pesquisas encaminadas á encontrar á la hermosa viajera y su hermano, pero el tiempo se pasaba sin que Juan hubiera dado con el rastro de aquellos.

Una mañana salió solo nuestro joven y no tardó en volver más animado que otras veces; la esperanza brillaba en sus ojos.

—¿Qué hay de nuevo?—preguntó Losada.

—Creo que estoy en camino de encontrarla.

—Explícate.

—Lee este anuncio,—contestó Juan sacando un número de La Correspondencia y señalando con el dedo un lugar en la cuarta plana.

Losada leyó:

—nSi el señor D. J. F. que ha hecho un viaje desde Aranjuez á Madrid hace ocho dias, se sirve presentarse en la calle del Fúcar, número 74, se le enterará de un asunto que le interesa. Puede preguntar por D. J. Artes, n

—¿Y bien?—interrogó Losada.

—Que corro á presentarme á D. J. Artes, que es el hermano de Elisa, creo que es á mí á quien citan...

—De eso no hay duda alguna; J. F. procedente de Aranjuez, llegado hace ocho dias.

—Amigo mio, ponte el sombrero y vamos pronto.

—¿He de acompañarte yo?

—Sí, estoy seguro de que aun me creerá su esposo y tú podrás identificar mi persona. ¡Oh! Por esta vez voy á saber algo... ¡Cómo me late el corazón!

Media hora después llegaban ambos amigos á la calle del Fúcar y entraban en la casa número 74.

—¿Don Jaime Artes?—preguntó Juan á la criada.

—Pasen ustedes. ¿A quien debo de anunciar?

—A D. J. F.

La doméstica miro soípíenáida al caballero que se llamaba por iniciales y se retiró.

No pasaren dos minutos sin que se abriese nna puerta y apareciese en su umbral la simpática figura de Elisa, que al ver á Juan corrió hacia él con los brazos abiertos.

—Señora,—exclamó éste levantándosey extendiendo las manos,—ruego á usted que me escuche, con tranquilidad; esa misma equivocación que usted padece ha sido causa de que yo la haya buscado por Madrid desde mi llegada, y que me haya apresurado á venir apenas he leido el anuncio de La Correspondencia.

Elisa se dejó caer abatida en un sofá y meneaba la cabeza como no dando crédito á las palabras de Juan.

—Tengo el honor,—prosiguió éste,—depresentar á usted á mi compañero de estudios Miguel Losada, que me conoce desde hace mucho tiempo y sabe que soy incapaz de una felonía.

La joven tendió la mano al inventor, el cual la estrechó respetuosamente.

Hubo un instante de embarazoso silencio; Juan contemplaba á Elisa, ésta le dirigía algunas tímidas miradas y Losada se preguntaba en qué vendría á parar aquello.

—¿Y Jaime?—preguntó Juan por fin.

—¿Que ha de hacer mi hermano,—contestó Elisa,—sino buscarle... á usted?—¿Qué otra cosa hemos hecho desde que salimos de Zamora?

—Zamora... ¿Usted es de Zamora?

—¡Qué pregunta Dios mio! No nos hemos casado allí?

—Señora, salga Usted de una vez de ese error que la ciega, yo he venido para tratar con usted de un asunto grave que á ambos nos interesa; fije usted sus ojos en mi fisonomía y reconozca usted que en algo me debo de diferenciar de su esposo... ¿Quiere usted contestar ingenuamente á mis preguntas?

—Estoy dispuesta á ello.

—Empecemos por el nombre, ¿Está usted segura de que su esposo se llama Juan Fernandez?

Elisa pasó sus manos por la frente y contestó luego:

—Mehace... usted recordar una circunstancia...

—¿Cuál?—preguntó anhelante el joven.

—Sí... en efecto... mi marido se llama Jorge Juan, pero siempre le hemos llamado por su segundo nombre.

—Ya tenemos un dato.

Elisa se atrevió á mirar francamente á ¡su interlocutor.

—¿Tendría usted inconveniente,—prosiguió éste con temblorosa voz,—en hablarme de la familia de Jorge Juan?

—¡Áh! no la conozco,

—¿Es posible?

—Sé que es huérfano.

—¿Pero no conoce usted á alguno de sus parientes?

—A ninguno... Pero ¿será verdad que usted no es mi marido?

—¡Tanto me parezco á él! Pues bien, señora... ó mejor dieho hermana, sí, permítame usted que la dé tan cariñoso nombre; yo también ignoro quién es mi familia, por conocerla, por gozar de su cariñosa intimidad daria la mitad de mi vida.

Juan se calló embargado por la emoción y Elisa también muy conmovida empezaba á comprender algo.

—¿No puedo creer,—continuó Juan,—que estoy en camino de encontrar á mi hermano en su esposo de usted?

—¡Ah! ¡Si...! Usted me habla con el lenguage de la verdad;—dijo Elisaconexaltación estrechando las manos de Juan,—nos uniremos para encontrar esa persona tan querida para los dos; quiera el cielo darnos la dicha al encontrarle...

—¿Y por qué no?

—¡Es tan frivolo su carácter! Pero usted su hermano quizás podrá conseguir lo que yo no he podido, porque Juan es bueno en el fondo... sí, quiero creerlo; algunos deslices de la juventud no son argumento suficiente para gnzgar á un hombre.

—Te felicito,—dijo Losada interviniendo por primera vez,—por haber encontrado las huellas de un hermano, pero... ¿Y la demás familia?

—Es cierto,—exclamaron á un tiempo ambos jóvenes.

—No me queda otro recurso que...

—¿El señor Lelé?—preguntó Losada.

—Sí, vamos á su casa.

En aquel momento entró Jaime, y su hermana se apresuró á enterarle de lo ocurrido.

—¿Y cómo se explican ustedes,—preguntó el recien llegado,—la manía de aquel caballero que viajó con nosotros y que se empeñaba en reconocer á Juan, como prometido esposo de cierta señorita?

—¡Oh! eso no me extraña,—dijo Elisa bajando los ojos.

—¿Orees acaso que era tu mismo marido?

—Sí.

—¿Y su procedencia de América?

Los que sostenían esta conversación se miraron unos á otros sin comprender aquel enigma que cada vez los confundía más.

—Amigos mios,—dijo por último Juan,—Quien ha de sacarnos de dudas es precisamenteel señor Lelo.

—Es verdad,—contestaron Jaime y Losada.

—Por lo tanto vamos á su casa.

—¿Ahora mismo?

—Sí.

—Yo voy también,—dijo Elisa preparándose á salir.

Dirigiéronse todos hacia la calle de Santa Catalina, pero al llegar cerca del número 40 se paró Joan desalentado; acababa de ver papeles en las rejas del piso en que vivia Adelfa.

—¿Qué sucede?—preguntó Jaime.

—Que la casa del señor Lelé está desalquilada. ¡Otra esperanza perdida!

—Preguntemos al portero,--añadió Jaime.

Juan se acercó á la portería, y dijo:

—¿A qué calle se ha mudado el señor Lelé?

—¿El que vivia en el piso bajo?

—Sí.

—Se ha ausentado de Madrid.

—¿Y dónde ha fijado su residencia?

—No sé si ha dicho cerca de Estrago... o Buentrago... en fin, no sé.

—¡Buenas explicaciones me está usted dando!

—Espere usted, creo que en este cajón he metido un papelito cen el nombre del pueblo!...pero cá! ¡se ha perdido el papel! mire usted es una cosa así como de trago.

Juan se mordía el bigote de impaciencia.

—En resumen, ¿no sabe usted el nombre de ese pueblo?

—No señor.

—¿Ni el de la provincia?

—¡Yo no entiendo de ortografía. Lo único que puedo decirle es que se han marchado hace dos dias, porque la señorita estaba muy enferma...

—¿Adelfa?

—La misma... y ¡es claro! El señor barón les dijo que se fueran al pueblo.

—¿Que barón?

—No se si es barón de... Lamióla... ó Cannona.

Juan salió de la portería por no descargar su bastón en las espaldas de aquel estúpido portero.

—¿Qué has averiguado?

—¿Dónde viven?

—¿En qué calle?

Juan contestó á estas preguntas diciendo:

—Háganse ustedes cuenta de que no hemos hecho nada y que estamos como al principio.

CAPÍTULO VII.
El baron de Luzola.

Desde la última noche en que Adelfa habló con León y se escapó éste de las manos del señor Lelé y Edmundo, se sintió la joven poseída de tan profunda tristeza, se apoderó de ella tal abatimiento que ni las cariñosas frases de consuelo de su protector, ni loa esfuerzos de Edmundo para volverla á la alegría prodngeron resultado alguno satisfactorio.

La pobre Adelfa lloraba sin cesar, no quería tomar alimento y cayó al fin en el lecho, presa de una fiebre intensa acompañada de delirio jQué podían hacer el señor Lelé y Edmundo si ellos mismos estaban envueltos en las tinieblas de un misterio incomprensible?

Por una parte la llegada de Juan sin haber anunciado previamente sn regreso á España, por otro la confesión de Adelfa que aseguraba haber hablado con él todas las noches, por espacio de algunos meses, y por último lo más inverosímil, lo más absurdo: la carta de América que acababa por destruir toda clase de suposiciones.

Dos dias hacia que Adelfa guardaba cama, cuando el señor Lelé, sacudiendo su inercia, dijo á Edmundo:

—Hijo mio, hay algo que no nos pertenece y este algo es el secreto de lo que ha sucedido en esta casa; voy á escribir al barón contándole lo ocurrido, nadie mejor que él tiene derecho á caminar por este laberinto en que nos hallamos.

—Tienes razón, padre mio.

—Pero como necesito enterarle minuciosamente de los hechos, como por otra parte, no es suficiente ni acertado hacerlo por medio de una carta... prefiero hablarle yo mismo.

—¿Le suplicarás que venga?

—No, yo iré allá.

—¿Y vas á abandonar á Adelfa en tal estado?

—No temas, Adelfa y tú os vendréis conmigo; afortunadamente no es grave su enfermedad y apenas se restablezca, iremos todos á Buifcrago, con lo cual solo adelantaremos un poco la estación veraniega. Odio á Madrid desde que la desgracia ha herido á esa pobre niña.

Gracias á las acertadas disposiciones de an médico, pudo Adelfa levantarse tres dias después; el señor Lelé se apresuró á empaquetar los muebles de la casa y se trasladó inmediatamente á Buitrago, instalándose en una casita de campo de su propiedad, á un tiro de fusil del pueblo.

Adelfa habia recobrado su salud, pero no así su carácter alegre; una dulce melancolía invadió su semblante, y de sus ojos, siempre bajos, se escapaba á veces una trasparente lágrima que dejaba en su mejilla un plateado surco.

Apenas el señor Lelé descansó del viaje se dirigió, acompañado de su hijo, á la quinta que habitaba el barón de Lnzola.

Era éste un caballero anciano, nacido el últitimo año del pasado siglo; en su andar reposado y magestuoso, en lo breve é imperativo de la írase, en su esquisita amabilidad para con los demás y excelente trato para con las personas de su clase5 se adivinaba en él á uno de esos aristócratas de noble alcurnia, que jamás ceden el puesk» que les corresponde y que son tan celosos de su honor como de su propia vida.

Apoyado en su bastón salió á recibir la visita de sus amigos á quienes condujo á un elegante y severo gabinete.

—Esperaba á ustedes con impaciencia,—dijo,—la, carta que antes de ayer recibí ha conseguido alarmarme. ¿Le sucede algo desagradable á Juan. ¿Está enfermo, acaso?

—¡Ah! No tema usted por su salud; si puede tranquilizarle su última carta... léala usted.

El barón sacó de su bolsillo unos lentes y leyó con algún trabajo la misiva.

—¿Qué ha motivado entonces su rápida venida á Buitrago? ¿Qué novedades son las que usted tenia que participarme?

—Precisamente la existencia de esa carta es lo que más ha contribuido á mi venida. ¿Cómo se explica usted barón, que Juan escriba desde América y esté sin embargo en Madrid?

—Sin duda usted se equivoca, caballero.

—¿Y qué deducciones saca usted del siguiente suceso?

Entonces relató el señor Lelé los acontecimientos que ya conoce el lector; cuando el anciano oyó hablar de un segundo Juan Fernandez, apretó de una manera nerviosa los brazos del sillón donde estaba sentado, sus ojos, de cuya pupila brotó un fuego extraño, se fijaron en el suelo y un temblor particular se apoderó de su cuerpo; más al contar el señor Lelé la escena de aquella noche en que León se abrió paso con una navaja, no pudo el barón contenerse, y levantándose de pronto gritó:

—¡Basta! ¡Basta! No quiero saber más...

Y ocultando su cara entre las manos murmuró:

—¡Ah! Es verdad... las razas degeneran,

Edmundo y su padre le contemplaban absortos sin comprender aquella explosión de dolor, y se anegaban en un mar de dudas.

—Caballero,—dijo el barón aparentando una tranquilidad que estaba muy lejos de tener,—suplico á usted me deje solo, creo que mis años me dan algún derecho para hablarle con tal franqueza; no tardará usted en tener noticias mias.

El señor Lelo y su hijo saludaron y salieron.

Cuando se halló solo el anciano se dirigió con trabajo hasta una habitación inmediata, abrió un secreter y sacó algunos papeles cuyo contenido leyó uno por uno.

—En esta última carta me dicen: nJorge Juan continúa viajando con su esposa. B... n, y en esta otra: ir Juan cumple á la perfección sus deberesde director de la fábrica que está á su cargo. B... "

El barón permaneció algunos momentos con la cabeza apoyada en la palma de sus manos; después fijó su mirada en un retrato de mujer que estaba colgado de la pared, y extendiendo sus temblorosas manos murmuró sollozando:

—¡Oh! Tú me has deshonrado en vida y me dejas después de tu muerte el castigo de tus culpas!

CAPÍTULO VIII.
Una noche toledana.

Volvamos al quinto piso que habitaba León.

En la noche siguiente á la del encuentro de Bárbaro con su mujer se asomó el joven á su ventana; no tardó la vecina en aparecer en la suya y se entabló entre ambos el siguiente diálogo:

—Con que bella Leonor. ¿Cuándo me hace usted el más dichoso de los mortales?

—No sé si debo...

—Usted no debe más que tener compasión de este infeliz, que si ve desvanecidas sus esperanzas será capaz de tirarse desde este quinto piso á la calle.

—No quiero ser causa de un suicidio...

—jY entonces?...

—Esta noche le permitiré hacerme una visita... pero respetuosa.

—¡Oh felicidad! ¡Oh arrebatadora Leonor! Si supieras que dichoso soy...

—¿Qué es eso? ¿Ya me quiere usted tratar de tú?

—Sí. ¿Para qué gastar cumplidos? ¿Y á qué hora me volveré loco de alegría?

—Vecino, veo que se boma usted muchas libertades.

—Dispensa, yo necesitosaber la hora.

—¿Le parece á usted bien á la... una y media?

—¡Excelente hora! ¡Hora sublime de los enamorados y ladrones! Con que á la una y media me abrirás la puerta y yo...

—Poco á poco. ¿Y las hablillas de la vecindad?

—Seremos discretos.

—No está bien que yo le abra la puerta á una hora tan intempestiva.

—Abrirá el sereno.

—De ningún modo; le conoce á usted y se extrañaría del cambio de domicilio; podría sospechar... y mi honor...

—Pierde cuidado, encantadora sirena, he encontrado un medio superior.

—Sepamos.

—Tu portero, á quien taparé la boca con cinco duros, precisamente ayer gané en casa del Pego...

—¿Qué es eso del Pego?

—Nada. ¿Qué te parece mi idea?

—Descabellada, un portero no calla nunca.

—Entonces no encuentro manera. ¡Si me permitieras escurrirme ahora por tu portal!...

—No... es demasiado pronto... le verian á usted. Pero me ocurre un plan.

—Veamos tu plan.

—Ya encontré un medio por el cual podrá usted venir á verme; es un poquito arriesgado, pero si es cierto que usted me ama...

—Con todo mi corazón.

—La distancia que separa nuestras dos ventanas será lo más de dos varas y media.

—¿Y qué?—murmuró Leon temiendo comprender.

—¿No lo adivina usted?

—Si no te explicas...

—La cosa es bien sencilla; se proporciona usted un tablón de regulares dimensiones, le coloca usted como un puente entre las dos ventanas, y...

—¡Desgraciada! ¿Sabes lo que me pides?

—¿Acaso es impracticable?

—Para un acróbata no, pero para mí... hay que buscar otro medio.

—Este es el más sencillo, y si á la primera prueba de amor que le pido se muestra tan reacio debo creer que el tal amor es una mentira.

—Pero vecinita. ¿ISIo comprendes qué...

—Procura, ya ves que te trato de tú, que el tablón sea bien ancho.

—¡Ah mujeres! Vosotras seréis la causa de mí muerte; en fin si no hay otro remedio estoy decidido.

—Eso es hablar bien; yo te dejo para que vayas haciendo los preparativos.

—¿Conque á la una y media?

—Sí,—contestó suspirando Leonor.

Si la noche no hubiera sido tan oscura habría podido ver León en los labios de su vecina una sarcástica sonrisa.

—Adiós y no faltes á tu cita,—la dijo,—yo procuraré adelantarme, y antes de que te vuelvas á asomar habré ya colocado mi puente levadizo, advirtiéndote que apenas llegue á tus brazos quemaré las naves como Hernán-Cortés.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que arrojaré el tablón á la calle.

—¡Picarillo!—dijo de un modo particular la esposa de Bárbaro, cerrando al mismo tiempo la ventana.

León se retiró de la suya alegre como unas pascuas; el primitivo terror al pensar en la exposición con que veria á su vecina habia dado lugar á una reacción benéfica de valor y esperanzas lisongeras.

Bajó las escaleras y se encontró frente á frente de don Calixto.

Bona sera,—dijo óste.

—Vengo á pedirle á usted un favor.

—Sepa yo cual es y si está en mi mano...

—En su mano no está, pero es probable que lo tenga usted por algún rincón.

Non capisco.

—Pronto lo comprenderá usted. Necesito una tabla fuerte y ancha, como de dos ó tres metros de longitudj por uno de latitud y algunos centímetros de profundidad.

—¿Mi parla por el nuevo sistema? En resumen lo que usted desea es una tabla.

—Eso mismo.

—Entre usted en la portería, veremos si tengo alguna. ¿Le gusta esta?

—¡Hombre esa es muy pequeña! Es una tabla de lavar.

—¿Y questa?

—Muy estrecha.

—¿Y questa

—Muy endeble y corta.

—¿Y questa

—Está carcomida.

¡Gorpo di Baco! Pues no tengo otras.

—¿Y aquella que está arrimada á la pared?

—Es la tabla que usa mi mujer para el planchado, es muy buena y me la va usted á echar á perder.

—De ninguna manera, la cuidaré como si fuera cosa de usted, la colocaré en el aire.

—¿Y dónde va á planchar la mia sposa

—Mañana mismo á la madrugada la tendrá usted delante de su puerta; me la llevo, pues.

Y uniendo la acción á la palabra el aturdido joven, cargó con el tablón y comenzó á subir las escaleras, custodiado por el portero que le iba diciendo:

—Si usted se acuerda puede bajarme también mañana la silla.

—Sí, todo se andará, aun no me han mandado la sillería. ¡Mi tapicero tiene tanto trabajo!

—Su tapicero, su tapicero,—dijo don Calixto;—siempre tiene usted esa palabra en la boca, pero me parece que si su tapicero come de lo que usted le encargue... ¡Per Dio!

Sin hacerle caso colocó León la tabla en uno de los rincones del gabinete, no sin dirigir antes una mirada al espacio que mediaba entre las dos buhardillas y bajó luego como un torbellino las escaleras, mientras el portero, haciendo alto en cada escalón, gruñía entre dientes:

—¡Su tapicero!

A las diez de aquella noche asomó Bárbaro Collares la cabeza por la portería y dijo:

—¿Ha salido ya el vecino del quinto piso?

—¿Don Enrique?

—Ese mismo

—Sí señor.

—¿Tiene usted las llaves?

—Aquí están.

—Usted sabrá ya que vivimos en compañía.

—Me lo babia figurado.

Bárbaro subió; abrió la puerta y tornó á bajar.

—Le devuelvo á usted las llaves y le regalo estos dos duros.

—¿Qué favor me va usted á pedir?

—Que cuando vuelva don Enrique no le diga usted que estoy arriba.

—Ni una parola.

Bárbaro volvió á subir y don Calixto se quedó en la portería sonando los dos duros y diciendo:

—¿Qué enredo traerán entre manos estos señores?

Antes de la una y cuarto de la noche vino León, cuando ya el portero dormía el sueño de los justos, de modo que no se puso á prueba su discreción; su mujer que dormitaba en una silla, entregó las llaves al joven y éste subió á su cuarto sin sospechar que aquella noche no estaba solo.

Su primer cuidado fué asomársela la ventana y reconocer las profundidades de la calle; la encontró oscura y solitaria; abrió luego perfectamente las dos hojas de la ventana, volvió á entrar y tornó segunda vez cargado con el tablón.

Luego aguzó el oido con la esperanza de oir algún rumor en la habitación vecina que probara que Leonor velaba á su vez, pero ni el más ligero ruido se dejó percibir; por lo cual se decidió á poner en obra su proyecto, preparando el improvisado y peligroso viaducto.

En efecto; levantando á pulso el mencionado tablón, le suspendió un momento entre cielo y tierra y por último le colocó á su gusto, apoyándole en las cornisas de las dos ventanas, que sobresalían de la fachada algunas pulgadas; de este modo quedaba bastante segura la tabla.

Desgraciadamente la ventana de León se elevaba un poco más que la de la casa de enfrente, por cuya razón la tabla de planchar formaba un plano inclinado, pero era tan poca cosa que no paró mientes en ello, y después de terminada su obra esperó tranquilamente la hora de la cita.

No tardó mucho en abrir su ventana Leonor.

—Has sido puntual,—dijo León lleno de esperanzas.

—Y veo que el trabajo está hecho en parte,—contestó ella observando el aéreo puente.

—¡En parte! Esa es la palabra, pero fio en mi buena estrella y en dos zancadas me tendrás á tu lado.

A pi-onunciar León estas palabras alzó valientemente una pierna que colocó en el alféizar de la ventana, pero en aquel momento creyó percibir en su habitación cierto ruido, por lo que deteniéndose para escuchar, quedóse en una postura asaz violenta.

—Me pareció haber oido...

—Será el viento que golpea alguna puerta,—contestó algo turbada la vecina.

—Sí, no hay que temer... allá voy.

T decidiéndose por último, se subió al alféizar de la ventana, aseguró nuevamente la tabla y se lanzó impávido, andando á gatas con precaución y lentitud.

No quería mirar hacia bajo.

Miraba hacia adelante y á veces distinguía á través de sus contraidas pestañas la encantadora faz de la vecinita que le animaba sonriéndole... el tablón le parecía más largo que el paseo de Kecoletos.

De pronto oyó á sus espaldas cierta risita sardónica y luego el ruido que produce una ventana al cerrarse; el terror paralizó sus movimientos... no habia duda de que su ventana había sido cerrada por alguien. ¿Quién? ¿Y con qué objeto?

Estas preguntas que para sí se hizo el caminante aéreo le infundieron un miedo espantoso, y volviendo tímidamente la cabeza se cercioró de que no era un sueño y de que efectivamente habian cerrado no solo las vidrieras, sino también las dos hojas de madera.

—¡Leonor!... ¡Leonor!—tartamudeó temblando.—¿Has visto?

—Sí, y por cierto que no adivino qué pueda significar eso.

—Sin duda en mi habitación se ocultaba alguna persona...

—Indudablemente.

—¡Oh! Si se le ocurriera volver á abrir y volcarla tabla...

—-¡Qué idea!

—Allá voy Leonor... tiéndeme tus brazos amiga mia.

Y acelerando su movimiento de progresión llegó muy cerca de su amada. ¡Estaba de Dios que había de sucederle lo que á Moisés, ver la tierra prometida y no poder gozar de sus bienes!

Ya iba á asirse con una mano á la cornisa, ya iba á estrechar entre sus brazos aquella mujer ambicionada... cuando ésta, soltando una carcajada burlona y haciendo una graciosa mueca exclamó:

—Muy buenas noches, vecinito, me alegraré que descanse usted.

Y retirándose de pronto cerró perfectamente su ventana.

Si quisiéramos describir el espanto, la sorpresa, el superlativo terror que se apoderó de León, nos empeñaríamos en un imposible.

Lara, ante las cabezas ensangrentadas de los siete infantes; la estatua del comendador apareciendo súbita y terrible delante de don Juan; la cabeza de la Medusa, etc., solo podrían darnos una idea de lo que sintió el joven al ver cerrarse aquella ventana.

Desvanecióse su vista y el vértigo estuvo-á punto de precipitarle á la calle.

¡Qué situación más angustiosa! Suspendido entre cielo y tierra, expuesto á que un soplo de viento le hiciera perder el equilibrio.

Tarde llegó á comprender la emboscada que se le tendía...

—¡A.h.! pérfida Leonor, infame modista. ¿Qué te hice yo para que me trates de este modo?

Estas y otras frases salían sordamente de los labios del desgraciado León; el miedo le impedia moverse y se asía á la tabla de planchar como el náufrago al madero que flota entre las embravecidas olas.

Así permaneció un cuarto de hora y por fin se dijo:

—El resultado de mis reflexiones es de vida ó muerte, si es posible me salvaré, aun soy joven, la vida me brinda con mil placeres... y sobre todo la venganza. ¡Oh, la venganza! Que bien hacen en decir que es-el placer de los dioses.

A continuación de este monólogo volvió la cabeza hacia su buhardilla; la ventana permanecía cerrada. ¿Seria posible abrirla?

Para intentarlo usó León de una prudencia ilimitada, dio la vuelta con mucho cuidado, llegó á la ventana, rompió un cristal, que cayó con estrépito en las losas de la calle, y metiendo la mano pudo alzar la falleba.

Pero nada habia adelantado con esto; las puertas de madera no era fácil abrirlas y los esfuerzos que hizo empujándolas con desesperación fueron infructuosos.

Desistió de tal empeño y volvió tristemente á su inmovilidad, con las manos ensangrentadas y la frente empapada de sudor.

Aveces pasaban por debajo de él; á una profundidad de treinta metros, algún transeúnte nocturno ó el sereno; se le ocurrió pedir socorro, pero temió alguna otra complicación si sus verdugos le oían gritar.

Lo raro del caso es que no habia sospechado nada de Bárbaro Collares; allí habia un misterio que él no comprendía.

Pasó así una hora, sin que León intentara nada nuevo, cuando le pareció oir confusas voces en casa de Leonor y al volver la cabeza creyó distinguir cierta dudosa claridad que se escapaba por las rendijas de la ventana.

Una invencible curiosidad le atrajo segunda vez hacia aquel sitio, y usando de infinitas precauciones pudo lograr su objeto.

La conversación pudo llegar á sus oidos de un modo más claro, ¡y cuál no seria su sorpresa al reconocer la voz de Bárbaro Collares! Entonces comprendió que su peligrosa posición era debida á la venganza de un ofendido esposo, porque indudablemente Leonor era Enriqueta.

—¿Pero y la historia de la nariz?—se pregun taba.—Estoy inclinado á creer que todo ha sido una novela en la cual he hecho el papel de víctima. ¡Si pudiera mirar! Estudiemos el asunto, aquí hay una rendija. ¡Bravo! Los distingo perfectamente... están cenando... ¡Ah-picaros! Ahora la besa... esto es ya demasiado.

León estuvo por gritar:

—¡Eh, que os estoy viendo!

Pero como los esposos estaban seguros, prosiguieron en sus caricias conyugales interrumpidas por tanto tiempo.

Después de comer y beber bien y de burlarse aun más del vecino, ofreció Bárbaro el brazo á su esposa, cogió la luz y se retiraron á acostar.

León se mordía el bigote lleno de rabia al ver su impotencia; poco tiempo después cubrióse el cielo de plomizos nubarrones, algunas gotas grandes y tibias anunciaron la proximidad de una tormenta, y por último se deshizo la nube en un tremebundo aguacero que no duró menos de hora y media.

¡Bien caro pagó León un capricho amoroso que no llegó á realizar más que en su mente!

CAPÍTULO IX.
De tejas arriba.

Comenzaba el cielo á teñirse con los primeros fulgores de la aurora cuando Bárbaro y su mujer salieron de la casa, miraron á lo alto y soltaron una carcajada á dúo, viendo á León que continuaba agarrado con todas sus fuerzas á la tabla, y tan empapado en agua como un perro que sale del baño.

—¿Qué tal? ¿Se ha descansado?—gritó Bárbaro alejándose con su esposa.

León tuvo impulsos de arrojarles el tablón á las narices, pero desistió de ello... por compasión.

Aun faltaban dos horas para que el portero abriera la puerta y León no se encontraba con ánimos para esperar su socorro; á la escasa cíaridad del crepúsculo observó que la pared de la casa donde vivia Leonor tenia varios adornos de madera y yeso, piedras salientes y sobre todo el alero del tejado caia casi sobre la ventana de la modista.

Resuelto León á intentar el último medio, no vaciló en lanzarse á tan temeraria empresa; acercóse cuanto pudo á la fachada y elevando las manos pudo asirse á una cornisa, luego se puso de pió y alcanzó el alero del tejado.

Al hacer esta operación se ladeó la tabla da una manera alarmante, pero el joven hizo una flexión, apoyó sus pies en una piedra saliente y se halló en el tejado.

Ya era tiempo, pues el tablón se fué resbalando poco á poco hasta que cayó á la calle con infernal estruendo.

Alivió nuestro joven su pecho con un prolongado suspiro de satisfacción y se sentó á descansar cerca de una chimenea; en todo lo que alcanzaba su vista no se distinguían más que tejados, torres de iglesias, azoteas... Era Madrid que aun dormía envuelto en la vaga penumbre de la noche que huye y del dia que viene.

—¡Oh Madrid!—dijo León ya más animado al verse libre de tan grave peligro.—Centro de los placeres, Babilonia española, teatro de las más raras aventuras... aquí me tienes en uno de tus tejados dispuesto á continuar en tu seno esta vida independiente que por nada cambio; hoy un placer, mañana un pesar, otro dia una lucha con el destino... corriendo siempre tras de esa voluble diosa que se llama fortuna, es la existencia menos monótona. ¡Viva Madrid! Y vosotros, estúpidos maniquís que respiráis y crecéis y andáis y dormís á compás, yo os desprecio y me rio de vosotros. Pero ya he descansado bastante, ahora en marcha, estoy seguro de que no me atrepellará ningún coche.

León emprendió una fatigosa caminata sobre las tejas; de aquel tejado pasó á otro y luego á otro, después se descolgó sobre una casa que estaba más baja, y de allí no tardó en trasladarse á otra, buscando siempre algún sitio por donde poder bajar á la calle.

Pero después de haber recorrido una gran extensión y cuando ya estaba aburrido de no encontrar salida, le deparó la suerte una buhardilla cuya estrecha ventana estaba abierta.

—Por aquí me meto,—se dijo.

Y rápido como su propio pensamiento introdujo primero la cabeza y luego el cuerpo, hallándose en un desván lleno de trastos viejos, esteras y otros cachivaches.

—Esto me parece poco hospitalario; veamos á ver á donde me conduce esta escalera.

Se veían, en efecto, en un estremo del camaranchón, ¿los primeros peldaños de una escalera, pero tan oscura que León la bajó á tientas y de puntillas para no producir ruido, lo cual hubiera dado lugar á desagradables consecuencias.

Al terminar su descenso se encontró en profunda oscuridad, pero cuando sus ojos se acostumbraron á ella pudo distinguir vagamente al estremo de un pasillo, que era á donde habia venido á parar, los contornos de una puerta que parecia medio entornada...

Dudando estaba si meterse por allí, cuando oyó á sus espaldas una tosecita de hombre, y aunque conoció que habia un tabique por medio, para evitar encontrarse con el que tosía y suponiendo que la susodicha puerta era la de la salida no dudó en dirigirse hacia ella, la abrió con suma delicadeza, entró y la volvió á dejar como estaba.

Pero entonces conoció que por allí no se salía de la casa, porque la oscuridad era completa, y al estender una mano tropezó con algunas enaguas que habia sobre una silla...

Después oyó suspirar.

—¡Diablo!—pensó,—¿en dónde me habré metido.

Quiso retroceder, pero al hacerlo tropezó con cierto mueble muy útil que habia en el suelo y produjo tal ruido que la persona que suspiraba dijo:

—Ten cuidado, hombre, que lo vas á romper.

León no se atrevía á respirar, y aturdido ya con aquel tropiezo buscaba inútilmente la puerta desorientado por completo, en lugar de salir, se internó más en la habitación hasta que tropezó con una cama.

Luego sintió una mano que cogia la suya.

Aquella mano era pequeñita, suave, regordeta... y tiraba, tiraba de León... que se iba dejando arrastrar.

—¿Al fin quieres complacerme?—dijo con acento mimoso una vocecita.—¿Por qué madrugas tanto?—Mira, cuando me dejas sola tan temprano tengo miedo.... además tú no necesitas dar esos madrugones cuando aun hace frió por la mañana, deja que vayan antes que tú los aprendices.

León sintió que le cogían la otra mano.

—¿Decididamente te quedas? Recuerda que hace ya mucho tiempo que no... hablamos en la cama; en dos años que llevamos de matrimonio, ¡te has cambiado tanto.... antes eras otro...¡Bueno! Ahora te dá por pellizcarme... tampoco tenías esa costumbre. ¡Ah! Que cosas tienes!...

Diez minutos llevaba León en aquella alcoba cuando se sintió fuera la voz de un hombre que cantaba el Trágala.

Al conocer el timbre de aquella voz la persona que se empeñaba en detener á León dio un gribo, separó con fuerza al joven de su lado y comenzó á gritar:

—¡Socorro! ¡Socorro!

—¿Qué dices?—preguntó á lo lejos el que can-taba.

—¡Socorro!

Desgraciadamente para la persona que implo, raba auxilio, la criada que tenían á su servicio se llamaba Socorro, por lo tanto el hombre la contestó:

—Está fuera.

—¡No, no!—seguía gritando,—¡Está aquí, dentro!

—Te digo que está en la compra, mujer.

—Pepe... ¡Socorro!

Cansado Pepe sin duda de aquellos dimes y diretes continuó cantando: ¡Trágala, trágala... tú servilón!

Pero tantas voces y tan descomunal alboroto se sentía en la alcoba, que decidióse por fin Pepe á echar una filípica á su cara esposa por el mal carácter que se iba descubriendo en ella, apenas terminada la luna de miel.

Iba por el pasillo sin precipitarse y murmn» rando entre dientej:

—¡Cuidado que pesadez! La digo que está fuera y empeñada en que ha de venir Socorro... ¡Y no arma mal estruendo! Pues yo la diré...

¿Qué le sucedía en tanto á León? Completamente aturdido vagaba en la oscuridad de aquella alcoba buscando la puerta; tropezó con un lavabo y lo volcó rompiendo cuanto contenia, tiró por el suelo dos sillas y por fin... por fin dio con una puerta, la abrió, y queriendo salir rápidamente lanzó un grito de dolor al sentir en su frente un golpe terrible que casi le hizo perder el sentido...

Habia abierto un armario y tropezado con uno de sus estantes.

Ta iba el marido á entrar en la alcoba cuando vio una masa negra, un bulto informe que precipitándose como una abalancha en el pasillo le arrolló con irresistible impulso.

Afortunadamente para León encontró la puerta de lá escalera, la abrió y so lanzó escaleras abajo seguido por Pepe que, al fin, comprendió lo que sucedía, aunque un poco tarde.

No se detuvo á averiguar como habia entrado aquel hombre en el cuarto de su mujer, y pasado el primer momento de sorpresa echó á correr tras el presunto seductor ó ladrón, el cual llegó al portal en menos de dos minutos, atropello al portero que abria en aquel momento la puerta y salió á la calle como disparado por una honda.

¿Adonde iba? Ni él mismo lo sabia, sonaban tras de sí las pisadas del marido y las del portero, que gritaban como desesperados:

—¡A ese, á ese!

Pero no habian podido darle alcance, porque León corría con tal velocidad que solamente unas piernas de veinte años hubieran podido competir con las suyas.

Diez minutos de tan precipitada carrera fatigaron por fin á León, tendió la vista en torno y vio que estaba en un extremo de Chamberí en que escaseaban los edificios; sin duda habia dejado atrás á sus perseguidores; pero por medida de prudencia saltó una pequeña tapia que cercaba un patio irregular, vio una especie de banasta de grandes dimensiones y allí se metió.

Tiempo era ya de que descansara; habia pasasado la noche sobre un tablón, estaba empapado en agua: habia sufrido grandes emociones morales y finalmente aquella desesperada carrera dio por terminada la serie de peripecias, agotando por fin los ánimos del joven, que aun se felicitaba por haber salido tan bien librado.

Afortunadamente aun no habia amanecido por completo y los transeúntes eran escasos; de otro modo no hubiera salido con tanta facilidad del apuro.

En resumen: León se encontraba cómodamen" te acostado en un rincón de la susodicha banasta y se decidió á reponer con algunas horas de sueño su asendereada humanidad.

Sacó la cabeza con precaución y no vio á nadie; se hallaba en el patio de una pequeña casa de un piso cuyas puertas y ventanas estaban cerradas; en un extremo de aquel patio vio una especie de poste telegráfico de grandes dimensiones del cual pendía una tela amarillenta, que le pareció embreada y cuyo uso no pudo comprender ni por su parte trató de averiguarlo, puesto que volvió á meterse en su escondrijo, se cubrió con una manta que halló á mano y entregóse por fin al sueño, diciéndose:

—Por esta vez nadie vendrá á molestarme.

Pero estabaescrito queaun no habia de dormir tranquilamente.

Media hora haría que era subdito de Morfeo cuando le despertó un brusco movimiento que imprimían á la banasta arrastrándola por el suelo; después oyó algunas voees y los pasos de dos ó tres hombres que iban y venían.

—¿Me buscarán?—se preguntó León.

Nadie parecía hacer caso de él y por lo tanto sacaba en consecuencia que ignoraban su escondrijo.

Los hombres se acercaron á la banasta y por el metal de sus voces comprendió que eran tres.

Una de ellos daba órdenes á los otros.

León se devanaba los sesos para averiguar que es lo que harían.

Así trascuñó cerca de media hora, hasta que lleno de temor sintió León que alguien entraba en la banasta.

Dio las últimas órdenes el que parecía dirigir la misteriosa operación, y después exclamó:

—Sin duda hay demasiado lasti-e. ¿Cuántos sacos de tierra has puesto?

—Treinta.

—Toma dos...

—No es suficiente dijo otra voz.

—Saca otro par.

—Ya están.

—¿No sube?...

—¡Habré echado mal los cálculos!

—No es posible...

—Prepárate muchacho... allá van "seis...

—No bastan.

—Dos más.

—Ahora.

—Allá van otros dos...

—Muy bien...

—Adiós, mi amo, dijo una voz lejana.

León sintió que se balanceaba la banasta, una fresca comente de aire silbaba por sus rendijas y no tardaron los rayos del sol en iluminar el rincón que ocupaba nuestro joven.

—¡Que soberbio espectáculo!—dijo una voz.

—¡Sorprendente!—contestó otra.

—Observa ese occeano de tejados... esas estrechas vias por las cuales comienzan á transitar esos pequeños seres que se llaman hombres; esas nubes que se evaporan ante los rayos del sol que surge de Oriente...

León se volvia loco de cavilar y se decia recordando su viaje por entre las buhardillas:

—¿Estaremos en algún tejado?

—T esas cercanías de Madrid, tan áridas, tan escuetas,—continuaron diciendo,—sin una mata de yerba, sin un paisaje pintoresco, sin un solo accidente del terreno que destruya esta monotonía...

—Sí, Madrid es un oasis en medio de un desierto. ¿Pero adonde vamos?

—Tiempo es ya de ensayar mi aparato...

—Repara aquel grupo de gente.

—¡Ah! Nos observan; dame el catalejo; no hay duda de que hemos sido vistos.

—El viento nos empuja hacia el Sur.

—Pues bien, vamos á navegar de bolina con dirección al Norte.

—¿Contra el viento?

—Contra el viento.

—Yeamos.

—Prepárate á tirar de esta cuerda... sujeta este manubrio.

Hubo un momento de silencio que fué interrumpido con alegres exclamaciones.

—¡Bravo!

—Vamos bien.

—¡Un abrazo, amigo mio!

—¡Con toda mi alma!

Estaba León cada vez más confundido oyendo aquella incomprensible conversación y todo lo suponia menos la verdad; varias veces tuvo tentaciones de salir á luz, pero se contuvo esperando algún cambio en su extraña situación.

Pasaron diez minutos en los cuales no oyó ni una palabra, hasta que uno de los interlocutores dijo:

—¿Te has quedado pensativo?

—No, me extasiaba contemplando este espectáculo, nuevo para mí.

—Confiesa que pensabas en tu hermano.

—No te negaré que algo habia de eso.

—¡Pobre amigo mio!

—Por esbrecharle contra mi pecho daria parte de mi existencia.

—No pierdas las esperanzas.

—Desde que conozco á Elisa no es tan fácil.... ella al fin es su esposa y debe tener tanto interés como yo en encontrarle...

—¿Qué será de Adelfa?

—¡Si aquel maldito portero no hubiera sido tan cerril! Sin embargo, hepodido averiguar que está enferma, sin duda desde que tomándome por ese otro Juan Fernandez, que es nuestra pesadilla, ha observado en mí tan extraño comportamiento.

—Convéncete Juan, solo el señor Lelé puedo sacarnos de dudas; él sabrá quizás el paradero de Joige Juan, ó sea del esposo de Elisa.

—Una palabra, caballeros,—exclamó León sacando la cabeza por entre dos rollos de cuerda.

CAPÍTULO X.
Los dos hermanos.

Losada y Juan Fernandez se levantaron á un tiempo, como movidos por un resorte, al escuchar aquella voz que parecia salir del espacio y ver aquella cabeza desgreñada, que de súbito aparecia en el fondo de la barquilla.

León se incorporó, y no menos admirado que sus compañeros contemplaba el globo que les mecia en la atmósfera y dirigia sus espantados ojos hacia la tierra, que no estaba á menos de mil metros debajo de sus pies.

Muy natural era la sorpresa del inventor y de su amigo; creíanse solos, perdidos en las altas regiones de la atmósfera; seguros de no ser oidos por ningún ser humano se entregaban á una conversación íntima... cuando de pronto un tercero venia á terciar en el debate.

¡Y qué tercero! Recuérdese que León habia pasado una noche de azares; su traje, por lo tanto, estaba desgarrado por váidas partes, el sombréis habia desaparecido, los cabellos estaban pegados á la frente y en resumen su aspecto no era para infundir confianza á nadie.

Con todo, pasado el primer momento de asombro, reconoció Juan el sorprendente parecido que tenia con el que de tan imprevista manera se presentaba ante sus ojos, y arrastrado por la voz de la naturaleza se arrojó en sus brazos llamándole hermano.

¿Sintió León á su vez despertarse en su alma el cariño fraternal? Nada hubiera podido adivinarse en su impasible fisonomía; recibió con aparente indiferencia el abrazo de Juan y dijo:

—¡Pardiez! ¿Con qué eres mi hermano?

—Sí, sin duda...

—Siempre habría sospechado... que exisiias.

—¿Por qué?

—Yo me entiendo.

—¡Oh! Habla, sácame de esta incertidumbre que me hace desgraciado, dame noticias de nuestra familia...

—Ya trataremos de ese asunto, querido hermano, por el pronto debo de anunciarte dos cosas: la primera que esboy calado de agua hasta los huesos, y la segunda que siento en mi estómago una gran debilidad.

Losada se apresuró á entregarle algunas ropas de abrigo, que traia á prevención para resistir los frios intensos de las grandes alturas, y luego sacó de una cesta algunas provisiones.

Mientras León fortalecía su estómago con algunos trozos de jamón y una botella de Jerez, su hermano le asediaba á preguntas, á las que el calavera contestaba evasivamente.

—¿Por qué serie de raras coincidencias,—le decia Juan,—has venido á parar precisamente á la barquilla de nuestro globo?

—Eso es muy largo de contar.

—¿Estabas acaso iniciado en nuestros proyectos?

—No sabia una palabra.

—¿Por qué sospechabas tener un hermano?

—¡Caramba! Por Adelfa...

—¡Adelfa! ¿Sabes dónde se halla?

—Supongo que en su casa, calle de Santa Catalina...

—Ya no vive allí...

—En ese caso nada sé de ella.

—¿Pero cómo la has conocido?

—Eso e3 otra historia... también larga de contar.

—Pues bien, ya que ahora no nos ocupemos de eso... habíame de... de nuestros padres.

La voz de Juan temblaba de emoción al hacer esta pregunta, y León mirándole admirado exclamó:

—¡Nuestros padres! Yo me figuré que eras tú el que me habia da dar noticias de ellos...

—¡Yo!—dijo en el colmo de la sorpresa Juan.

—Sí, tú.

—¡Pero Dios mio, si no los conozco!

—Tampoco yo,—dijo tranquilamente León.

Juan hundió la frente entre sus manos y la desesperación arrancó á sus ojos algunas lágrimas. ¡Siempre el misterio impenetrable!

Losada consoló como pudo á su buen amigo, mientras que León engullía el almuerzo con excelente apetito, sin sentirse, al parecer, conmovido por el dolor de su hermano.

—Cuéntame tu historia,—exclamó Juan haciendo un esfuerzo para serenarse.

—Con cuatro palabras está dicha. He nacido en un pueblo de la provincia de Madrid, según consta en mi partida de bautismo.

—¿El nombre de ese pueblo?

—Buitrago.

—Allí he nacido yo también,—gritó Juan con exaltación.

—Sé que mi padre se llamaba Juan Fernandez.

—Exactamente.

—Y mi madre Olementina de Revilla.

—¡Oh! No tengo duda de que eres mi hermano.

—¡Aunque no sea más que por el parecido!

—Continua.

—Eso es todo cuanto sé de mis padres... por que yo no los he visto nunca y creo que habrán muerto.

—¿Y tu nombre cuál es?

—Jorge Juan. Decia que no he conocido á mis padres; cuando comencé á tener uso de razón me encontré en Zamora, allí pasé mi infancia en casa de un acaudalado comerciante llamado don Melquíades Soriano, el cual me enseñó la partidadoble, empleándome luego en sus oficinas.

—¿Y no hiciste á tu principal algunas preguntas respecto á nuestros padres?

—Sí, recuerdo que en una ocasión le dije: don Melquíades, usted no es pariente mio, en Zamora no hay nadie que me tenga por tal. ¿Quién es, pues, mi padre?—Creo que ha muerto, me contestó.—¿Dónde?—No lo sé, yo recibo todos los años cierta cantidad por mi calidad de tutor.—¿Y quién le remite á usted esa cantidad?—El Banco de España. Desde entonces no volví á ha cerle más preguntas sobre el particular. ¿Para qué? Si mis padres han muerto tendré que conformarme con ser huérfano; si viven son unos ingratos que no merecen mi cariño... y por mi parte no los buscaré.

—¿Y por qué has dejado á Zamora?

—¡Pche! Me aburría en aquel poblachon...

—¿Y tu mujer? ¿Por qué no me hablas de ella?

—Es verdad; se me olvidaba esa circunstancia. Me casé hace más de un año, pero desgraciadamente no he nacido para la vida matrimonial; me vi además en la precisión de vivir con una tía de mi mujer, vieja cócora que me sermoneaba diariamente como si yo fuera un chiquillo de la escuela; vislumbré un pavoroso porvenir, una existencia insufrible y monótona; por la mañana á la oficina, á las dos á comer garbanzos, vuelta otra vez al pupitre y vuelta á cenar algún guisote casero, y de noche á jugar al tresillo con tres militares retirados. ¿Qué me habia de suceder? Perdí la paciencia y me vine solo á Madrid.

Escuchaba Juan á su hermano con verdadero dolor; no le habia visto en sus sueños tan insensible al amor fraternal, tan frivolo de carácter, tan desdeñoso para todo lo más grande y sagrado.

Sin oponer objeción alguna á su discurso indinó tristemente la cabeza sobre el pecho; Losada adivinó sus pesares, esbrechó una de sus mano3 cariñosamente y León satisfecho al observar que nada le preguntaban terminó su comida y dijo:

—¡PardiezlMe siento muyfortaleeido, los aires que se respiran á estas alturas son indudablemente muy saludables, pero yo necesito descansar algunas horas, me han tenido en vela esta noche algunos trabajos en que me ocupo y el sueño hace que mis párpados me pesen como si fueran de plomo; con vuestro permiso me voy á acostar sobre estas mantas que parecen colocadas aquí para servirme de cama; perfectamente... hasta luego.

Cinco minutos después roncaba León como un hombre que tiene limpia su conciencia.

Juan y Losada le miraban en silencio, asombrados ante aquella tranquilidad de espíritu.

—¡Ahí tienes á mi hermano!—exclamó Juan con melancólico acento.—Este es el mundo, corriendo tras de la ¡felicidad suele hallarse la desgracia...

—No ocupen tu pensamiento tan tristes ideas,—le dijo Losada;—el desafecto de tu hermano desaparecerá apenas vea lo bueno que eres para él.

Juan movió su cabeza como dudando de las palabras de su amigo.

—¿Crees que Elisa es digna de ser amada?

—Sí. ¡Es un ángel! Bella, cariñosa, amante de sumarido hasta el punto de no poder vivir lejos de él á pesar de que Jorge la ha abandonado sin motivo justificado, estoy seguro... ¿Y qué consigue esa desgraciada criatura? Mi hermano apenas se acuerda de que tiene una esposa de la cual no es digno, y vive en Madrid entregado quizás á la crápula y al juego; el destino le trae á mi lado, ignoro por qué serie de raros acontecimientos halla á su hermano y... ¡Ta lo ves! Ni una lágrima de ternura, ni una demostración de cariño, ¿Estaré condenado á no ser feliz jamás?

—Cuanto más se avanza en el camino de la desgracia más cerca está la dicha.

Una racha de viento arrastró el globo con irresistible potencia y Losadae apresuró á ejecutar algunas maniobras.

—¿Te ayudo?—preguntó Juan.

—No, esto pronto está hecho.

—Parece que bajamos.

—Sí, busco una corriente más suave.

—Con mis pesares te robo el tiempo que debíamos emplear en tus estudios aereostáticos.

—No te preocupe tal cosa, tenemos todo el dia por nuestro.

Esparcía el sol sus brillantes rajaos en una atmósfera pura y trasparente; por debajo del globo huian, al parecer rozando la tierra, algunas nubecillas blancas, impulsadas por el viento S. E.; hacia el Norte se veia una gran llanura sembrada de algunos pueblecitos aislados, mientras al Sur se iba hundiendo en el horizonte una nevada cordillera de montañas.

—¿Hemos pasado por allí?—preguntó Juan señalándolas con el dedo.

—Sí, amigo mio.

—¿Y qué montes son aquellos que se ven á nuestra derecha?

—Guadarrama.

—¿Es posible?

—No tengo duda y ahora podemos calcular la distancia que hemos recorrido desde nuestra ascensión en Madrid.

—Estoy lleno de curiosidad.

Losada sacó un excelente mapa de España y lo consultó.

—¿Distingues allá... al Norte un brillante surco que parece una culebra de plata?

—Sí.

—Es el Duero; ¿Ves un pueblecito á sus orillas?

—Precisamente en la direccionjde nuestro globo, le distingo muy bien, gracias al catalejo.

—Debe ser Aranda de Duero.

—En ese caso hemos recorrido ya...

—Cerca de veintitrés leguas.

—¡En tres horas! Vas á arruinar á las compañías de ferro-carriles.

—Debo advertirte que en efecto estamos á veintitrés leguas de Madrid, pero hemos andado mucho más.

—Explícate.

—Sencillamente; porque no hemos venido en línea recta, puesto que no sopla el viento de popa, como diría un marino; gracias á estos aparatos hemos volado contra el viento.

Losada explicó á su amigo los diversos mecanismos de que se valia para imprimir al globo una dirección determinada, ó bien para subir ó bajar, á voluntad del areonauta, sin perder un átomo del precioso gas.

Antes de las doce de aquel dia distinguieron á lo lejos la cordillera Cántabra, y elevando Losada el globo á gran altura pudieron ver al otro lado de aquellos montes una faja azulada que se Confundía con el cielo; era el mar.

En aquellas altas regiones de la atmósfera se dejó sentir un frió intenso y los aéreos viajeros echaron mano de los abrigos que traían á prevención; como si aquella baja temperatura les hubiera abierto el apetito sacaron algunos alimentos é hicieron su primera comida en los aires.

Losada estaba radiante de felicidad al ver que todos sus cálculos habían resultado exactos; miraba con orgullo su globo que se balanceaba magestuosamente movido por una ligera brisa y á veces abandonaba el tenedor por el anteojo para distinguir algún pueblo ó señalar algún rio.

Juan en cambio permanecía triste y silencioso; fijaba á cada momento sus empañadas pupilas en BU hermano que continuaba durmiendo tranquilamente.

A las dos y media de la tarde, Juan, que meditaba con la cabeza apoyada en la palma de la mano salió de su abstracción, y al fijar sus miradas en la tierra lanzó un grito de sorpresa y casi de terror; solo distinguió por debajo de la barquilla un espacio azulado, como si el globo hubiera salido fuera de la atracción terrestre y se meciera en los espacios interplanetarios.

Al observar su admiración le dijo Losada sonriéndose:

—Es el mar; no he querido advertírtelo antes para que la impresión fuera completa; mira detrás de tí y verás la costa cantábrica que no tardará en desaparecer en el horizonte.

—¿Pero adonde vamos?

—Nada temas, daremos un paseo marino y nada más.

—¡Oh! Pero quizás es una imprudencia...

—Te prometo que volveremos á Madrid al anocher; observa que á la vuelta tendremos viento favorable.

Nada contestó Juan, y apoyado en el borde de la barquilla no tardó en participar con su amigo del entusiasmo y admiración que producía en el ánimo aquel soberbio espectáculo.

Arriba el claro azul del cielo, abajo el oscuro del mar; dos espejos que se reflejaban mutuamente con magestuosa imponencia; el sol vertiendo en ellos raudales de luz; las gaviotas surcando rápidas aquella embalsamada atmósfera; los navios de vapor, deslizándose ligeros sobre la superficie del Océano y lanzando al aire un espeso penacho de negro humo que se desvaneeia formando fantásticas imágenes, y en fin, el globo, tan pronto elevándose hasta las nubes como rozando las espumantes olas del mar.

—¡Qué existencia más feliz,—exclamó Juan,—la del hombre que pudiera habitar durante su vida este delicioso sitio sin necesitar para nada de esa sociedad tan llena de farsa é hipocresía! ¡Sin más leyes que las de la Naturaleza, sin más jefe que el Creador de estas maravillas, sin más ocupación que la de admirar sus obras!

—El hombre es sociable,—repuso Losada,—pronto aborrecerías esa eterna soledad á que ahoro quisieras consagrarte; tú, como los demás, necesitas compartir tus dichas y tus pesares, tienes absoluta precisión de esa sociedad, como el anciano del báculo que le sirve de apoyo...

—¡La sociedad.... la familia.... es cierto... ne cesario me será volver á la primera y buscar á la segunda.

Dirigió Juan la vista hacia donde estaba su hermano y no queriendo privarle del placer, que sin duda experimentaría ante aquel bellísimo panorama, le despertó.

Cuando León pudo hacerse carga de la situación en que se encontraban, lejos de admirar tuvo miedo y dijo á Losada:

—Caballero; debo poner en su conocimiento que aun no me ha pasado por la imaginación la idea de suicidarme, por lo tanto si usted piensa en hacer algún desatino vuélvame usted á tierra y haga luego lo que tenga por conveniente. Y tú,—añadió dirigiéndose á su hermano,—has hecho mal en sacarme de un sueño que iba ya reponiéndome, para tener la satisfacción de darme un susto regular; te suplico que no vuelvas á despertarme, porque aun tengo sueño y creo que dormiré algunas horas.

Y León se volvió á acostar.

Los dos amigos se miraron en silencio.

Decididamente León no estaba por las ascensiones aerostáticas.

CAPÍTULO XI.
Donde fué á parar el globo.

El rojizo disco del sol iba desapareciendo en Occidente cuando el globo pasaba á regular elevación sobre las llanuras de Castilla la Nueva; densas y apiñadas nubes aparecían por el norte y algunos fugaces relámpagos competían en brillo con los rayos del astro solar que paulatinamente iba apagando su esplendor.

—Conviene bajar á tierra,—dijo Losada observando atentamente las nubes.—Creo que no tardaremos en tener encima una tempestad y no seria prudente exponernos á un fracaso.

—¿No podemos llegar á Madrid antes que la noche?

—No; prefiero pasarla en algún pueblecito; entre la confusa claridad del crepúsculo creo distinguir allá á lo lejos un campanario.

—¿Qué pueblo será ese?

—Lo ignoro; pero no importa, vamos allá.

Bajó el globo con rapidez hasta cincuenta metros del suelo; algunos labradores que volvian á sus casas se paraban admirados al ver aquel extraño vehículo.

Losada maniobró convenientemente, ayudado por Juan, y no tardaron en llegar al extenso jardín de una casa situada á poca distancia del pueblo; el globo bajó aún más hasta que su barquilla se ocultó casi entre el espeso follaje de un copudo árbol; después ataron una gruesa maroma á su tronco y con algún trabajo lograron poner la planta en la arena del jai-din.

—¿Y tu hermano?—preguntó Losada.

—Déjale dormir, puesto que no quiere ser despertado... pero nosotros... ¿Adonde dirigiremos nuestros pasos?

—Pediremos hospitalidad en esa casa que se descubre confusamente entre las ramas de los árboles; podemos llamarnos náufragos que demandan auxilio.

—Tu idea es buena; después de entendernos con el dueño de esta quinta volveremos á buscar á mi hermano, porque verdaderamente no puede permanecer allí mucho tiempo si la tormenta, como por las señas parece, se deshace pronto en un chubasco.

Hablando de esta suerte salieron ambos amigos á una glorieta y se internaron por una anchurosa avenida que parecia conducir á la puerta de la casa.

No habian andando muchos pasos cuando divisaron delante de ellos una forma blanquecina que iba en la misma dirección; era una joven vestida con una bata blanca.

Juan y Losada se detuvieron un instante mientras la joven continuaba su camino perezosamente, parándose con frecuencia para arrancar una flor ó escuchar los últimos trinos de las aves que volaban hacia su nido.

—¿Qué hacemos?—preguntó Juan.

—Adelante,—repuso Losada,—hablemos en voz alta para no causarla una impresión demasiado violenta; convengamos,—añadió riéndose,—que unos rateros no entrañan de distinto modo que nosotros.

—Sí, es necesario darnos á conocer cuanto antes.

Sin duda la joven oyó hablar tras de sí, porque volvió sorprendida la cabeza y trató de distinguir las facciones de los que se acercaban.

—No tema usted, señorita,—exclamó Losada adelantándose con el sombrero en la mano,—la casualidad nos ha traído á este jardin y deseamos hablar con su dueño, si es posible.

Iba á contestar la joven cuando de pronto dio un grito ahogado, se doblaron sus piernas y hubiera caido al suelo si Losada no la sostuviera entre sus brazos.

—¡Adelfa!—gritó Juan en el colmo de la sorpresa.—¡Ah! Yo he tenido la culpa de su desmayo...¡Pobre niña! ¿Pero cómo adivinar que ora ella?

—¿Con que esta joven es Adelfa?

—Sí... y sin duda en esa casa vive el señor Lelé... pero ¡Dios mio! ¿Cómo la haremos volver en sí?

—Oigo el murmullo del agua, busca Juan esa fuente y empapa un pañuelo.

Fué y volvió el joven en dos minutos, pero Adelfa á pesar del agua fria con que regaron su frente no recobraba el sentido. ¿Qué hacer? La tempestad se acercaba, oíanse á intervalos algunos truenos y Juan creyó percibir también algunas voces lejanas que llamaban á Adelfa.

—Sostenía tú,—dijo Losada,—yo en tanto corro á la casa á contar lo sucedido; preferible es eso á que nos encuentren en esta situación inexplicable.

Así lo hicieron y no tardó en volver Losada acompañado del señor Lelé, Edmundo y un criado que traia un farol, pues la noche habia cerrado por completo.

Acercáronse todos al grupo que formaban Juan y Adelfa; el señor Lelé venia agitado, tembloroso...

—¿Pero qué ha sucedido caballero?—dijo tomando una de las manos de Adelfa.—¡Cielo santo! ¿Qué le ha pasado? ¿Quiénes son ustedes?

El anciano, hondamente conmovido tomó en sus brazos á la joven y la condujo seguido de todos los demás á una habitación baja del edificio; la prodigaron allí toda suerte de cuidados hasta que por fin dio un gran suspiro y entreabrió los ojos, pero al ver á Juan, que delante de ella permanecía con la cabeza inclinada hacia el suelo, se tapó la cara con las manos y rompió á llorar amargamente.

Elseñor Lelé y Edmundo que, aturdidos con el desmayo de Adelfa aun no se habían fijado en las fisonomías de sus huéspedes, siguieron la dirección de los ojos de Adelfa, y al ver á Juan Fernandez un grito simultáneo se escapó de sus labios.

—¡Tú aquí!—exclamó Edmundo.

—¡Miserable!—gritó fuera de sí el señor Lelo.—¡Aun te atreves á presentarte ante nuestra vista! quieres, sin duda, acabar tu obra, es decir, matar á Adelfa... ¡Sal! ¡Sal de aquí!

—Caballero...—dijo Losada queriendo intervenir.

—¡Déjeme usted! ¡Ni una palabra más!... no puedo dar asilo bajo este techo al hombre que yo creí digno y honrado y que solo es un... canalla!

—¡Señor Lelé,—murmuró Juan rojo de vergüenza!—Ruego á usted que no se deje arrastrar por un error que...

—¡Aun disculpas!

—No lo son... á ningún reo se le niega la defensa.

—Tu comportamiento no tiene disculpa alguna. ¿Qué tenebrosas maquinaciones has fraguado para confundir en tales términos mi ya debilitada cabeza, que dudo á veces de si tú existes realmente ó eres un fantasma que la fatalidad ha puesto en mi camino para volverme loco? ¡Sal de esta casa, repito, y no aumentes con el cinismo tu criminal conducta!

—¡No!—dijo Edmundo.—Juan se quedará con nosotros.

—¡Qué dices!—exclamó el anciano.

—Querido padre, jamás negaste la hospitalidad á un caminante, tu justa ira te ciega hasta el punto de olvidar esto...

Y luego deslizó en su oido el nombre del barón de Luzola.

El señor de Lelé comprendió la idea de su hijo, quedóse un instante pensativo y dirigiéndose después á Losada le dijo:

—Caballero: graves cuestiones de familia han motivado la anterior escena y el natural disgusto que esta me produjo hizo que me olvidara en efecto de lo que mi hijo me acaba de recordar; esta habitación tiene dos alcobas con sus correspon dientes lechos donde usted y su... digno amigo podrán descansar cuantas noches gusten; esa escalera conduce, como usted vé, al jardin, y son ustedes dueños de salir cuando les plazca; el criado les traerá la cena... Tengo el honor de saludar á usted.

El señor de Lelé tomó á Adelfa por una mano y ambos salieron de la estancia sin volver la cabeza; saludó Edmundo á Losada con un imperceptible movimiento de despedida y salió á su vez sin mirar á Juan.

Los dos amigos se quedaron solos; Losada pensando en los sucesos que acababan de tener lugar, y Juan... Juan sentia correr por sus mejillas las lágrimas de la desesperación.

Mudos permanecieron algunos minutos hasta que un relámpago seguido de un espantoso trueno les volvió á la realidad.

—jY Jorge?—dijo Juan.

—Corramos en su busca.

Salieron al jardin precipitadamente.

Gruesas gotas de agua comenzaban á caer, y un viento fuerte movia ruidosamente los copudos árboles.

Siguieron la avenida, llegaron á la glorieta y al resplandor de un nuevo relámpago vieron el globo peligrosamente inclinado ante el huracán.

—¡Juan, Juan!—gritaba León que se habia despertado al estrépito de la tempestad.

—No temas... allá voy.

—¿Dónde estás?

—Aquí.

—¿Dónde diablos has ido?

—Ya te lo diré.... agárrate bien de esa maroma y deslízate por ella.

—¡Pardiez es difícil!... el globo se me viene encima.

Juan trepó por la cuerda y se halló al lado de su hermano.

—¿Dónde estamos?—preguntó éste.

—En un jardín.

—Ya lo veo... pero. ¡Diantre con los relámpagos!

—Date prisa, hermano mio.

—¿Adonde vamos? ¿Estamos cerca de Madrid?

—No, en un pueblo...

—¿Qué pueblo?

—No lo sé...

—Quedo enterado.

—Ven.... aquí está la cuerda.

—¡Caramba con el viento! Creo que vamos á volar como un papel de seda; si ayer noche se hubiera desencadenado este huracán... buenas noches; ya estamos en tierra firme.

—En marcha,—dijo Losada después de convencerse de que la maroma estaba bien sugeta.

—He visto á Adelfa,—dijo Juan á su hermano.

—¡A Adelfa!—repuso éste sorprendido.

—Sí.

—¿Y dónde está?

—En la casa á donde vamos...

—Sin duda te equivocas.

—No.

—Ya decia yo que estos viajes por los aires acabarían por trastornarnos á los tres la cabeza; no sabes donde estamos, me hablas de Adelfa...¿Qué se yo?

Llegaba la tormenta á su apogeo cuando entraron en la habitación que les habían destinado.

Juan señaló uno de los lechos á León diciéndolé:

—Acuéstate si gustas; hasta mañana.

—Buenas noches.

Losada partió la cama con su amigo mientras León, que habia dormido todo el dia, daba vueltas en la suya diciéndose:

—Heme aquí que he hecho un viaje en globo sin pretenderlo, y heme aquí que he encontrado un hermano... sin pretenderlo también. ¿Será cierto que en esta casa vive Adelfa?Seria otro encuentro tan afortunado como el del globo y el hermano... ¿Y mi vecina Leonor? ¿Y su marido? ¡Oh! Les juro que me he de vengar de los dos... ¿Y mi mujer que me busca según dice Juan?... Decididamente tengo muchas cosas en mi cabeza, ¡Jamás he estado tan pensador! ¡Eh... vayan todos al diablo! Veamos, no hace muchos días que pensé" una gran combinación para la ruleta que pienso poner en práctica á la primera ocasión en casa del Pego.... jugar á nones, colorado y un caballo... ¡Eso es!

A esto vinieron á parar las cavilaciones de León.

CAPÍTULO XII.
Una historia pasada.

El dia siguiente amaneció brillante, despejado, sin una nube que empañara el purísimo azul del cielo; una imperceptible y embalsamada brisa columpiaba levemente los árboles del jardín; la tempestad precede siempre á la calma.

Muchos seres habia en la quinta que no habían dormido aquella noche; el señor Lelé y su hijo pasaron gran parte de ella discutiendo lo que con venia hacer, Adelfa no cesó de llorar, Juan buscando la manera de disculpar á su hermano y formando proyectos para el porvenir; Losada soñó despierto que le erigían una estatua de oro y Leon no desperdició el tiempo, por la mañana tenia en su memoria más de veinte combinaciones de ruleta.

Ya se ponia el sombrero el señor Lelé para ir á casa del barón de Luzola, cuando entró un criado que traia en la mano una targeta.

—De parte de uno de esos caballeros que han llegado anoche,—dijo entregándosela.

El anciano leyó: nMiguel Losada tiene el honor de saludar al generoso dueño de esta casa y suplicarle le conceda una entrevista de algunos minutos.

—Dile á ese caballero que le estoy esperando.

Salió el criado á cumplir aquella orden y poco tiempo después ofrecía una silla el señor de Lelé á su visitante.

—Debo empezar,—dijo áste,—por dar á usted las gracias por su generosa hospitalidad.

—Cumplo con un deber.

—No disminuye eso el mérito de su acción. Paso ahora á decirle que solo la casualidad nos há fcraido á esta casa; soy ingeniero y he tenido la fortuna de encontrar, después de largos estudios, la dirección de los globos; ayer hice mi primer ensayo, y de regresoá Madrid, me obligó la tempestad á buscar un refugio en este pueblo...

—De modo que ustedes han venido....

—En globo, sí señor. Pero observo en su mirada que no dá usted crédito á mis palabras; por fortuna el globo, que ahora mismo acabo de visitar, continúa sugeto á uno de esos árboles.

Losada se levantó, y asomándose á una ventana que caia al jardin, señaló con un dedo el aparato flotante que sobresalía entre los árboles; el señor de Lelé muy sorprendido tuvo que rendirse á la evidencia.

—El objeto de mi venida,—continuó Losada volviendo á tomar asiento,—no es el de hablar de mi invención, sino tratar de un asunto que interesa á mi amigo...

—Siento no poder escuchar á usted,—dijo con voz temblorosa el anciano.

—¡Oh, sí! usted me escuchará, porque quizás yo pueda descifrar algún enigma que usted no comprende. Caballero, yo jamás he mentido y no le costará á usted trabajo creer que ahora no represento una farsa; el lengua, e de la verdad es tan elocuente que yo convenceré á usted de que está en un lamentable error que pone una venda en BUS ojos.

Refirió entonces Losada como habia sido compañero de estudios de Juan, el excelente corazón de éste, su continua tristeza por no saber quien era su familia y en fin la serie de circunstancias que le hacían suponerse hermano de Jorge; terminó su relato explicando el extraño encuentro de los dos hermanos y el admirable parecido que entre ellos existia, si no en su moral en su físico.

Absorto se quedó el señor de Lelé al escuchar í Losada y por algunos instantes no supo contestarf por fin dijo:

—¿Y el otro... el otro Juan está con ustedes? ¿Ha venido también?

—Sí, señor.

El anciano se quedó pensativo.

—¿Pero y aquella carta de América?—murmuró,—¿Quién es, pues, el prometido de Adelfa?

Losada no pudo contestarle.

—Caballero,—exclamó el señor de Lelé,—en esto bay un misterio de familia que no me pertenece; yo voy á hablar con una peisona sin duda muy interesada en este asunto y ella despejará estas tinieblas; creo cuanto usted me ha dicho y le pido mil perdones si alguna vez dudé de su honradez.

Separáronse ambos interlocutores y mientras Losada daba noticia á Juandel favorable resultado de su visita, llamaba el señor Lelé en casa del barón de Luzola.

Aun permanecía éste en el lecho, pero no dormía; la edad y los tristes pensamientos que le eran habituales auyentaban su sueño y prestaban á su ya seco carácter una melancolía y rudeza especiales.

Desde el dia en que le presentamos al lector tornóse aun menos comunicativo, paseábase con frecuencia solo, y apoyado siempre en su bastón, por las extensas habitaciones de su casa solariega y se negaba á recibir á todos los que deseaban verle, incluso el señor Lelé.

Cuando éste se hizo anunciar frunció el aristócrata su entrecejo extrañando aquella intempestiva visita, pero suponiendo que algún poderoso motivo le inducida á venir á verle tan de mañana, ordenó á su ayuda de cámara que condujera al señor Lelé aun gabinete, y vistiéndose luego con toda la rapidez que sus años le permitían, dirigióse á saludar al visitante.

—jQue sucede de nuevo?—preguntó.

—Señor barón, Juan está en mi casa.

—¡Es posible!

—Nada más cierto... pero no es esto lo más importante.

—Concluya usted pronto.

—Están los dos.

—¡Los dos!

—Sí... los dos hermanos.

El barón se levantó de su asiento como movido por un resorte, llevóse las manos á la cabeza con un movimiento de desesperación y se desplomó luego en la butaca, permaneciendo mudo y tembloroso algún tiempo y sin ánimos para hablar una sola palabra.

—¡Será necesario!—murmuró después con imperceptible voz.—¡Pues que Dios lo quiere... sea! Pocos años me restan ya de vida; hubiera querido morir antes de que se hiciera pública la mancha que empaña mi noble apellido.... pero primero que las conveniencias sociales, primero que el orgullo de raza, primero que estas miserias huma ñas está Dios, está la conciencia; ella me grita que no tengo derecho á privar á esos dos seres de una familia...

El noble caballero fijó sus ardientes pupilas en el señor Lelé y exclamó:

—¿Ha oido usted lo que he dicho?

—Sí.

—Pues bien, sépalo usted todo, pero no aquí; tenga usted la bondad de seguirme.

El barón condujo al señor Lelé á aquel gabinete, en una de cuyas paredes estaba colgado un retrato de mujer, y señalándole con un dedo exclamó:

—Esa es la imagen de la que en vida fué madre de esos infelices.

—¡Una de vuestras hijas!...

—Sí, señor; ahora siéntese usted y escuche una historia pasada, cuyo recuerdo ha sido y es el tormento de mi vida.

El noble caballero pasó una mano por la frente como si quisiera reunir sus dispersas ideas y comenzó diciendo:

—Hace ya treinta años falleció mi esposa dejándome dos hijas gemelas, Clementina y Blanca, cuando apenas contaban quince años. Las saqué del colegio donde se instruían y á mi lado termi naron su educación; en ambas la naturaleza habia acumulado notables dotes de hermosura y su fama no tardó en traspasar los estrechos límites de este pueblo, siendo numerosos los pretendientes que solicitaban ser mis yernos, pero siempre encontré yo disculpas ya alegando para ello la temprana edad de mis hijas ú otras razones, pero en realidad porque no quería separarme de aquellos pedazos de mi alma, únicos seres en quienes yo cifraba mi dicha.

¡El destino dispuso que esta no fuera de mucha duración! Cierto dia se presentaron en mi casados jóvenes cazadores, en cuyasmaneras observé una distinción y elegancia que me hicieron suponer que pertenecían á una noble familia; no me engañé; eran hijos del conde de Castrorio, caballero de mis tiempos y que habia hecho conmigo la guerra de la Independencia.

Olvidóseme decir que uno de ellos venia herido, su caballo se habia encabritado arrojando al ginete á tierra y dislocándole un pié.

Este fué el motivo de su venida á mi casa.

Pasaron ocho dias sin que don Juan, así se llamaba el herido, mejorara gran cosa; mis hijas solo veian á los huéspedes á la hora de la comida y algunas noches en que nos reuníamos en un salon donde Blanca y Clemenfcina tocaban el piano y cantaban, demostrando los jóvenes con sus alabanzas y cumplimientos lo agradables que les eran tales veladas.

Pasaron algunos dias más y comencé á sospechar si la tardanza de la cura seria cierta ó si otro móvil más poderoso retenia á los hijos del conde de Castrorio en mi casa.

No me engañé en mis congeturas, sorprendí algunas miradas entre ellos y mis hijas y profundamente alarmado me apresuré á cortar de raiz el mal que, andando el tiempo, seria ya inevitable.

Iba ya á tomar una determinación cuando se me presentó don Jorge, así se llamaba el hermano de Juan, y después de confesarme que amaba con todo su corazón á Blanca y que era correspondido.... después de descubrirme que la supuesta herida de su hermano habia sido un pretexto para entrar en mi casa, concluyó diciendo que si accedía gustoso no tardaría en venir el conde á pedirme en matrimonio, para él y para su hermano, á mis dos hijas.

Quédeme sorprendido, y constante en mi idea de no separarme de ellas, tenían entonces diez y siete años, le hice presente que después de su confesión no podrían permanecer un instante más en mi casa.

Aquel mismo dia se marcharon.

Una semana después recibí la visita del conde á quien di una rotunda negativa á sus pretensiones; creyó él que por estar arruinado despreciaba aquella alianza y se retiró altamente ofendido.

Pasaron seis meses; una noche sorprendí á mis hijas escribiendo, ya supondrá usted á quienes. Yo rompí lleno de ira las cartas y las vigilé desde entonces con más cuidado.

¡Pero ay! Contener los impulsos del corazón por tales medios es tan difícil como apagar una gran hoguera con una gota de agua..

El anciano suspendió su relato algunos momentos como para recobrar las fuerzas y continuó:

—Una ardorosa noche de verano, en que no pude conciliar el sueño, me vestí y bajé al jardín; el cielo estaba encapotado y la atmósfera pesada; profunda oscuridad reinaba á mi alrededor, pero creí distinguir algunas sombras negras que cruzaban por detrás de unos árboles cercanos; una idea pasó por mi imaginación como una espada de fuego... ¿Serian acaso Juan y Jorge?

Los seguí con cautela; las sombras abanzaron á su vez evitando hacer ruido y desembocaron por fin en una plazoleta, en uno de cuyos asientos de piedra distinguí vagamente dos figuras blancas...

Contuve un grito de rabia y apresuré el paso... no me engañaba... eran mis hijas Blanca y Olemenfcina; sin duda hice mucho ruido al acercarme porque los jóvenes huyeron y ellas se arrojaron á mis pies pidiéndome perdón...

¡Ah! ¿Por qué entonces no escuché sus súplicas? ¿Por qué mi exagerado egoismo paternal se sobrepuso á toda suerte de consideraciones? Yo no queria que me arrebataran mi tesoro, y aunque una horrible sospecha cruzó por mi alma, leí en sus frentes la pureza de sus actos y aun me figuré que vencería mi constancia aquel amor naciente que germinaba por primera vez en el corazón de unas niñas.

Las encerré en sus habitaciones y busqué por las cercanías de la casa las huellas de los amantes. ¡Inútiles pesquisas! Nadie supo darme noticias de ellos.

Pero una mañana, una mañana...

Al decir esto el barón de Luzola se llevó la mano al corazón como tratando de contener sus desiguales latidos.

—Mi hija Clementina... ¡Oh, me mata este recuerdo y mis labios se queman al referirlo; huyó de mi casa. ¿Entiende usted caballero? Huyó con su amante dejando mi apellido deshonrado...

Al saber tan fatal nueva caí como herido de un rayo, é ignoro lo que sucedió durante algunos días que permanecí en el lecho sin sentido; al volver en mí divisé junto á la cama dos seres que según después supe, no me habían abandonado ni un momento durante aquel terrible accidente: eran mi hija Blanca y Jorge.

Cuando pude levantarme supe por boca de éste lo sucedido, me juró que ignoraba los proyectos de su hermano y me ofreció buscarle por todas partes hasta dar con él; agradecíle su buena voluntad y comprendí que sus palabras le salían del corazón...

¿Por qué hacer más largo mi relato? Buscamos á los fugitivos sin resultado alguno; Jorge logró ser esposo de Blanca, de quien tuvo un hijo, al que puso el nombre de su hermano; este niño es hoy el prometido de Adelfa.

Voy á concluir con lo más doloroso de mi historia; dos años después de estos sucesos llamó á las puertas de mi casa una pobre; sí, era una mendiga, ningún criado la conoció; pálida, con la ropa hecha girones, desgreñada, hambrienta...

¡Aquella infeliz mujer era Clementina! En vez de rechazarla, como siempre habia pensado, la estreché contra mi pecho derramando abundantes lágrimas.

Su seductor la habia abandonado y ella...¡Traía en su seno el fruto de aquel amor!

Quince días después espiraba mi desgraciada hija al dar á luz dos gemelos á los cuales, según su última voluntad, se les bautizó con los nombres de Juan y Jorge.

¿Qué hacer de aquellos niños? No pensé ni un momento en abandonarles, pero de ningún modo quería tener siempre ante mis ojos aquella prueba viviente de la deshonra de mi familia; un criado de confianza los condujo, uno á Zamora y otro á Madrid; deposité en el Banco de España un capital, cuyos intereses empleé en darles carrera, comisionando á dicho criado para que velara por ellos, sin darse á conocer y de este modo creí ¡vana ilusión! poder presentarme, ante la pequeña sociedad que frecuento, con la frente elevada.

¿Sabe usted ya quienes son esos dos jóvenes á quienes ha dado hospitalidad?

El señor de Lelé hizo un movimiento de cabeza, absorto ante la historia que acababa de escuchar.

—¿Y su padre?—preguntó después.

—¡Solo Dios sabe dónde está! Cuatro años después del fallecimiento de Clementina una epidemia arrebató la vida á Blanca y su esposo; no ig ñora usted lo demás, las guerras civiles me fueron arruinando paulatinamente, y no quise de ningún modo retirar el capital que para los desgraciados huérfanos habia depositado en el Banco de España; mi nieto se enamoró de la sobrina de mi esposa, Adelfa, y queriendo hacer fortuna se embarcó para América sin que mis ruegos le hicieran desistir de su propósito.

—¿Ignora Juan la existencia dé sus primos, á los que tanto se parece?

—Sí.

—Pues bien, señor barón, el secreto que usted acaba de confiarme no saldrá de mis labios jamás. ¿Puedo ahora serle útil en algo?

—Mi decisión está tomada... quiero verlos... hacerles conocer el secreto de su nacimieuto y ya que desgraciadamente han resultado infructuosas cuantas pesquisas he hecho para encontrar á su padre... ellos son jóvenes y lograrán algún dia lo que yo no he conseguido. Caballero, necesito aun dos dias de soledad, cuando sienta mi espíritu tranquilo tendré el honor de anunciarle á usted por medio de una carta que estoy dispuesto á que vengan á esta casa que, desde entonces, será la suya.

El barón se levantó de su asiento y el señor Lelé le hizo un afectuoso saludo, retirándose luego.

León devoró su desayuno con excelente apetito, y oyó á Losada coatar á su hermano el resultado de su entrevista con el tutor de Adelfa; parte interesada era él mismo en aquel asunto; pero no despegó los labios para dar su opinión, y sólo sacó la consecuencia de que, en efecto, vivía Adelfa en aquella casa. ¿Qué diría al verle la simpática ex-moradora de la calle de Santa Catalina?

Aquel dia se pasó sin que ocurriera ningún incidente; el señor Lelé vino á saludar á sus huéspedes, les habló con afabilidad, pero con absoluta reserva, y no fué poca su admiración al observar la extraordinaria semejanza de los gemelos.

Adelfa no salió de su cuarto; en él la aseguró el anciano que su prometido continuaba en América, y que era tan digno de ser su esposo como el mismo dia en que la declaró su amor.

Adelfa hizo al señor Lelé muchas preguntas, á las cuales no pudo contestar, fiel á la promesa hecha al barón de Luzola, con lo cual solo logró confundir á la joven, que cada vez se hallaba más perpleja para comprender aquellos intrincados misterios.

—¡Quieren volverme loca!—se decia.—O me ocultan algo horrible.

Al dia siguiente, por la mañana, quiso Losada regresar á Madrid, y Juan le dijo:

—Espera á que tenga una conferencia con el señor Lelé; observo en él un cambio particular, y confio en ser más feliz en mis gestiones.

Habló, ea efecto, Juan coa el dueño de la casa, el cual le dijo:

—No puedo contestarle á las preguntas que me hace respecto á su familia; pero sí darle la seguridad de que no tardará usted mucho tiempo en satisfacer tan justos deseos.

—¿Y por qué no ahora?—preguntó el joven impaciente.

—Porque no soy yo quien debe aclarar ese asunto.

—Caballero,—exclamó.—Acaso el señor barón es la persona á quien usted se refiere?

El señor Lelé retrocedió sorprendido.

—¡Parece que voy adivinando algo!—repuso Juan.

—Nada me pregunte usted, porque no diré una palabra más.

El anciano se dispuso á salir de la estancia.

Juan se quedó un momento pensativo.

Luego se le ocurrió una idea.

Preocupados Losada y Juan con los extraños acontecimientos que se sucedian sin interrupción, no habían pensado en preguntar el nombre de aquel pueblo.

—Un momento,—dijo al señor Lelé, que ya traspasaba el umbral de la puerta.—¿Puedo saber en qué población estamos?

—En Buitrago.

—¡Buifcrago! ¡Ah! No me engañaba al suponer que estaba cerca de la dicha... ¡perdone usted, caballero, nada le pregunto...; pero la esperanza llena mi corazón.

Juan estrechó con alegría las manos del caballero, y corrió á contar lo sucedido á, su hermano y á Losada.

Sólo halló á" este último; León se habia marchado á paseo, según dijo, por el jardín, de la casa.

Este jardín era un verdadero parque; alrededor de la sencilla y elegante casa se veian, formando caprichosos laberintos, algunos cuadros de flores artísticamente combinadas; de estos jardincillos partían tres grandes avenidas que conducían á unos bosques, en los que el señor Lelé habia hecho construir lindos cenadores, fuentes y grutas; un estanque, en el cual nadaban algunos cisnes, prestaba un pintoresco aspecto á aquella reducida, pero agradable posesión.

León recorrió aquellos lugares en todas direcciones; le enojaban las preguntas continuas de Juan respecto á su género de vida, y procuraba estar á su lado el menos tiempo posible.

Cansado de pasear, se dirigió hacia un cenador que divisó en una pequeña altura; pero al entrar en él oyó un grito, y vio á Adelfa que se habia levantado sobresaltada.

La joven, sin fuerzas para pronunciar una sola palabra, ni para andar un paso, se quedó inmóvil; el rubor tiñó sus nacaradas mejillas, dejó caer un libro que estaba leyendo, y con la mano en el palpitante corazón, erguido el esbelto talle, apenas se atrevía á respirar.

Estaba bellísima en aquella postura.

Sorprendido León antela fascinadora, hermosura de Adelfa, despertóse en él de nuevo la ilusión que sintió al verla por primera vez, y adoptando un aire sentimental la dijo, interponiéndose entre ella y la entrada del cenador:

—¡Adelfa! ¿Por qué quieres huir de mí?

—¡Dios mio! Porque... ignoro quién es usted.

—¡Cómo! ¿Eres capaz de olvidarte de tus juramentos hasta el punto de proferir tales palabras?

—Caballero, permítame usted salir; usted y yo no podemos permanecer más tiempo juntos en este solitario lugar.

—¿Es decir, que estás dispuesta á romper los lazos que nos unen? ¡Jamás hubiera creído en tí tan ingrato proceder! Imaginé un sueño de ventura, para que la mujer, el ángel en quien cifraba todas las esperanzas de mi vida, convirtiera aquel hermoso sueño en la más horrible de las realidades... Pues bien, eres dueña de salir, el paso está expedito, no te detendré. ¡Si alguna vez oyes decir que no existo, á nadie culpes de mi muerte sino á tí misma!

Admirado y satisfecho León de haber improvisado aquel trozo de novela romántica, bajó con afectada tristeza sus ojos al suelo, y se separó á un lado, como para invitar á Adelfa á salir del cenador.

Adelfa era una niña, sin experiencia del mundo, sin la perspicacia maliciosa que se adquiere con el frecuente trato de esa sociedad frivola que podríamos llamar escuela de la farsa n A nadie culpes de mi muerte sino á tí misma, n habia dicho León, y la pobre joven se horrorizó al escuchar aquellas palabras dichas en tono melodramático. ¡No era posible que él mintiera!

Arrastrada por la pasión, trémula, agitada, tomó una de las manos del joven, y le dijo con sencilla ingenuidad:

—¡No, yo no quiero que mueras, sino que me ames siempre!

—¡Gracias! Tus palabras son un bálsamo que...¡Pardiez, estás cada dia más bonita!

—Juan, querido Juan, explícame como has escrito desde América, estando en Madrid, y no quedará en mi corazón ni un átomo de duda.

—¡Adorada Adelfa! Tiempo es ya de que te diga alguno de los motivos que me obligaban á tener para tí y el señor Lelé tantos misterios; buscaba á mi familia, ¿entiendes?

—¡Tu familia! ¿No eres huérfano acaso?

—Precisamente.

—¿No es el señor barón de Luzola el padre de tu madre?

—¿El barón de?... ¡Diantre, nada más cierto!

—¿No era nuestra tia Mercedes, que santa gloria haya, prima de la esposa del barón?

—Todo eso es muy cierto,—contestó León aturdido ante aquel parentesco inesperado;—pero hay cuestiones que... en fin, es muy largo de contar.

Esta era la frase predilecta de León cuando se hallaba apurado.

—Pero bien. ¿Y aquella carta de América?

—¿No te he dicho ya que la escribí en Madrid, y que la remití á un amigo de allá, á fin de que él á su vez la devolviera á España?

—¿Y por qué hiciste eso?

—Porque quería hacer creer á tu tutor que continuaba en América, por razones que... te lo juro, no son para tratadas en este momento.

Adelfa suspiró profundamente; pero recordó que el señor Lelé el dia anterior la habia asegurado que Juan era digno de ella... comprendía que graves razones de familia le impedían darla más explicaciones, y olvidando la pasada conducta de León se entregó al presente, cuyo despejado horizonte le parecia de color de rosa.

Dirigió una intensa y amorosa mirada á León

Aquella mirada estaba llena de dulzura, impregnada de promesas seductoras.

León la arrastró al asiento que rodeaba por dentro al cenador, y tomando sus manos susurró en su oido, con indefinible acento, estas hipócritas palabras;

—¡Cuánto te adoro!

Adelfa sonrió, embriagada de felicidad.

—¿Por qué no ha de durar siempre este instante delicioso?—murmuró.

—No temas,—contestó León.—La desgracia se ha cansado de perseguirnos, pronto serás mi esposa, y entonces nunca... nunca поз separaremos.

—Y sin embargo,.—repuso melancólicamente Adelfa,—no sé qué extrañas ideas...

—Desecha esos tristes presentimientos, que son infundados.

León rodeó con un brazo el talle de Adelfa.

Sus ojos brillaban como centellas.

En su mirada bullían los deseos impúdicos.

—¿Me amas como yo á tí?—preguntó.

—¿Y me lo preguntas?—dijo Adelfa profundamente conmovida.

—S í, necesito oír una y mil veces tan dulces palabras de tu boca.

—¡Te adoro!—murmuró Adelfa, temblando como la hoja en el árbol al mirar á su amante.

Este acercó sus labios á los de la jó ven.

El eco de un ardiente ósculo resonó en los ángulos del eenador.

El ángel de la impureza revoloteaba en aquella atmósfera, ansioso de arrebatar su presa.

Pero entonces se oyó rumor de pasos; León se levantó precipitadamente.

—Ni una palabra de lo sucedido,—dijo á Adelf t, y salió rápido del cenador, yendo al encuentro de su hermano y Losada que le buscaban.

Adelfa se habia salvado.

CAPÍTULO XIII.
De como Leon jamás salia de una casa por la puerta.

A las ocho de aquella noche se reunieron, en uno de los salones de la casa-palacio del barón de Luzola, el señor Lela, Juan, León y Edmundo.

—¿Qué mil diablos vendremos á hacer aquí?—se preguntaba León observando el severo gusto con que estaba decorada aquella pieza, y tocando una marcha con los dedos sobre los brazos del sillón en que se habia sentado.—Todo esto parece cosa de masonería.—Vengan ustedes,—nos dice el señor Lelé.—¿Adonde?—No importa adonde.—¿Cómo que no importa?—le contesté,—y mi señor hermano me tira de la manga de la levita que me han hecho poner (y que me viene demasiado ancha y larga, de modo que debo parecer un maestro de escuela) me recomienda el silencio y quieras que no quieras me trae á esta casa encantada donde todo el inundo tiene cara de vinagré... ¡Calla! ¿Quién será este viejo?

Entró el barón en la sala; vestía rigurosamente de negro y avanzó con majestuosa pausa á recibir el saludo de las cuatro personas allí reunidas.

—El señor barón de Luzola,—dijo á los dos hermanos el señor Lelé.

Juan se inclinó respetuosamente y León hizo con la mano un familiar saludo.

El anciano fijó sus ardientes pupilas en los gemelos.

—¿Quién es Juan?—preguntó.

El aludido adelantó dos pasos.

—A mi derecha,—dijo el noble caballero tomando asiento,—y Jorge á mi izquierda.

Pasaron algunos minutos sin que se oyera otro ruido que el tic tac de un reloj colocado sobre una consola y la respiración de los cinco personajes.

—Este caballero,—pensó León,—nos trata como si fuéramos soldados.

—Os he reunido aquí,—comenzó diciendo el barón de Luzola,—porque deseo cumplir con un deber y limpiar mi conciencia de una falta que el acendrado orgullo de raza que heredé de mis antepasados y el temor de que el mundo supiera la mancha que empaña mis blasones... me hizo cometer; creí de este modo vivir tranquilo... pero íné olvidé de que hay un Dios que ha puesto ea nuestra alma ese juez que llamamos conciencia; juez inexorable que nos acusa sin cesar de las faltas que cometemos... Por eso mientras yo sellaba mis labios y me encerraba en esta solitaria mansión, la Providencia hizo que por una serie de imprevistas circunstancias, os encontraseis.

Estas últimas palabras las pronunció el aristócrata dirigiéndose á los dos hermanos, luego les dijo señalando un retrato:

—Mirad; esa pintura representa á la que en vida fué vuestra madre. ¡De rodillas!

Juan se arrojó impetuosamente hacia el retrato; de sus ojos corrian raudales de lágrimas y al escuchar las solemnes palabras del caballero, le pareció que su corazón se le iba á salir del pecho; á través del velo de su llanto miraba la hermosa y dulce fisonomía de Clementina, y murmuró al fin entre sollozos:

—¡Madre mia!

León estaba detrás de él con una rodilla en tierra y ocultando la cara entre sus manos; el señor Lelé y su hijo se levantaron conmovidos.

—Ahora,—dijo el barón tomando de la mano á los gemelos,—abrazadme hijos míos; yo soy el padre de esa desgraciada mujer.

Juan no contestó porque su emoción, se lo impedia; León dio un fuerte abrazo al anciano y tuvo el mal guato de exclamar:

—¡Querido abuelo de mi alma!

Cuando todos se serenaron algún tanto y volvieron á ocupar sus respectivos asientos, relató entonces el barón la historia que dos dias antes le contara al señor Lelé.

Renunciamos á describir la impresión que sentía Juan oyendo aquel relato; cuando supo que se ignoraba la suerte de su padre se prometió consagrar su existencia en buscarle; León por su parte se arrellanó bien en su asiento, y mirando aquellas riquezas como suyas, pensaba de este modo:

—¡Siempre me figuré que corría por mis venas sangre aristócrata! Este espíritu de independencia que forma mi carácter, este afán irresistible que me impele á ocuparme en... no hacer nada, y este menosprecio, que es en mi característico de las cosas vulgares, me lo debieron haber hecho sospechar; resulta ahora que soy descendiente de barones y condes. ¡De esta hecha fundo un casino mejor que el delJPego.

Entreteníase León en hacer tan juiciosas re flexiones dejándose llevar por el entusiasmo que le producía su nueva posición y apenas escuchaba al anciano, cuando algunas palabras de éste lograron sacarle de su abstracción, observando entonces que se trataba de hacerle severos cargos respecto á su conducta.

—¿Por qué te has separado de tu esposa?—le preguntó.—¿Por qué has abandonado á Zamora sin dar ninguna explicación y has ocultado con tu silencio el género de vida que hacias en Madrid?

León no supo al pronto que contestar, pero por fin creyó salir del paso diciendo:

—Eso es muy largo de referir.

—No importa, para eso nos hemos reunido aquí.

—Es que hay circunstancias en la vida,—repuso León,—que impiden al hombre demostrar la... pureza de sus actos: sin embargo, creo que en este instante... porque en fin...

El calavera cortó aquellos despropósitos con un fingido golpe de tos; verdaderamente no sabia qué decir y no era dueño de tomar á broma el imponente respeto que le infundía la mirada del barón, fija en él con severidad; después de toser sacó el pañuelo y se le pasó por la frente como para enjugar el sudor; luego se abrochó con lentitud la levita, y ya iba á comenzar otro nuevo y desbaratado discurso cuando un ardid que de pronto se le ocurrió vino á sacarle por último de tan apurado trance; hizo adoptar á su fisonomía una hipócrita expresión de tristeza, y exclamó en tono de reproche:

—¡Me pregunta usted que por qué me fui á Madrid! ¿No es fácil de adivinar la causa?

Todos le miraban aguardando el término de aquellas reticencias.

—Desde que tuve uso de razón,—continuó diciendo,—todas mis aspiraciones se redujeron á saber quién era mi familia ¿Cómo podria ser yo feliz ignorándolo? Por todas partes veia madres cariñosas que besaban á sus hijos, padres afectuosos que solo vivian por sus hijos; hermanos modelos que jamás se separaban; tios que se embobaban mirando á sus sobrinos; abuelos que jugaban á los soldados con sus nietos... ¿Podia mirar yo tan interesantes escenas sin conmoverme y pensar que también tendria padres, hermanos, tios y abuelos? Así pues, me trasladé á Madrid con el único y exclusivo objeto de buscar, buscar sin descanso aquella querida familia, sin la cual no podia vivir... ¿Me diréis que por qué no hice partícipe á mi mujer de tales proyectos? Yo os contestaré que por darle una agradable sorpresa... ¡hé ahí todo!

Una sombría expresión se dibujó en la fisonomía del caballero, y sin dejar de tener fijos sus ojos en los del joven, le dijo:

—Demos por supuesto que sea verdad lo que dices...

—¡Puede usted dudar!...

—Si dudo ó no Dios lo sabe; pero quisiera saber si era buen modo de buscar á tus padres engañando á irna pobre niña valido déla semejanza que tienes con tu primo...

León no pestañeó.

—Precisamente,—dijo,—esa es¡la prueba más palpable de que no miento; Adelfa me confundió con su prometido; esto me hizo sospechar la exis tencia de un hermano y continuó aquellas ficticias relaciones, con objeto de acumular datos y explicar por último á Adelfa las razones que me habían impulsado á no desengañarla desde el primer momento...

—¿Y qué" objeto te proponías,—gritó el barón indignado levantándose de su asiento,—aquella noche en que amenazaste de una manera brutal al tutor de Adelfa?

—Todos cometemos alguna falta que hay que perdonar,—contestó León.

Está bien; no hablemos más de esto. Advierto en tí malas inclinaciones y un natural perverso. ¡Dios quiera que á mi lado cambie tu carácter! Yo doy el pasado al olvido y solo veré el presente; hazte digno de la noble descendencia de que procedes, aunque de un modo bastardo, é imita á tu hermano Juan, del cual estoy orgulloso. Desde hoy no habitareis otra casa que esta, y yo...procuraré ser para vosotros un segundo padre.

Juan se levantó para besar respetuosamente la mano del barón y éste se retiró quebrantado por aquella lucha moral, pero satisfecho de su obra.

El señor Lelé y Edmundo se retiraron á su vez.

Juan y León fueron conducidos por un criado á las habitaciones que el barón tuvo á bien destinarles; antes de salir de la sala en que se habia verificado tan solemne escena dirigió León una visual al reló, y al advertir que eran más de las once hizo un movimiento de impaciencia.

Cruzaron ambos hermanos por varios pasillos cuya anchura les daba semejanza con los claustros de un convento; pendientes de las paredes se veian cuadros que representaban caballeros con brillantes armaduras, batallas ó jigantescos escudos de armas; figuras que al ser iluminadas rojizamente por la luz que llevaba el sirviente que les guiaba, parecian moverse y salir de los marcos produciendo fantásticas visiones.

Solitaria y triste era aquella casa; aun parecía respirarse en ella la atmósfera de las pasadas edades.

Juan trasladaba su imaginación á la época de su nacimiento y se sentía poseído de una veneración especial, como si se hallara en un santuario.

León calculaba que le seria insoportable la vida en aquella sombría cárcel.

Sin embargo, los dos gabinetes con sus correspondientes alcobas, donde entraron los hermanos, estaban decorados al uso moderno.

Ambos gabinetes tenían, casi á flor de tierra, un balcón que daba á una de las calles del pueblo, si calle se puede llamar al espacio que mediaba entre la casa del barón de Luzola y una alta pared que cercaba un jardín ó huerta.

No fue poca la alegría que sintió.León al ver la facilidad con que podría salir sin ser visto; dio las buenas noches á Juan, cerró con cuidado la puerta del gabinete, y procurando no hacer ruido abrió el balcón, asomó por él la cabeza y cerciorándose de que no habia nadie que le pudiera ver, saltó á la calle con presteza alejándose luego de puntillas.

¿A donde iba?

Salió del pueblo y siguiendo la carretera no tardó en llegar á la quinta del señor Lelé.

Miró hacia uno de los balcones de piso principal; estaba cerrado, pero el rondador nocturno, situándose en un punto conveniente, esperó.

Poco duspues se abrió el balcón y apareció Adelfa.

Y daban las doce en el reloj del pueblo cuando los amantes se separaron.

Adelfa tuvo aquella noche horribles pesadillas; parecía como si un extraño presentimiento le anunciara la proximidad de una desgracia.

Por la mañana fué á verla el señor Lelé.

Adelfa le escuchó impasible cuando la refirió lo que habia sucedido la pasada noche; hizo la descripción física y moral de los gemelos y terminó dando á la joven excelentes consejos.

Tal influencia habían ejercido en su ánimo las frases del indigno calavera, que no creyó, según habia prometido, ni una palabra de aquella historia.

¿Parecerá esto inverosímil al lector?

Recuérdese que en los primeros capítulos de esta, que parece novela, y que tiene mucho de historia, Adelfa sabia que León, á quien ella tomaba por su prometido, no observaba unaejemplar conducta, y así se lo dijo el señor Lelcí cuando éste encontró á Juan viajando en el mismo coche del ferro-carril; la última noche que habló con León por la reja perdió las esperanzas de volverle á ver, admirada ante la agresión de que fueron objeto el señor Lelé y Edmundo.

Para la pobre niña era bien claro que trataban de hacerla olvidar á su amante, á quien creían indigno de ella por su modo de portarse; peio ahora que parecía arrepentido, y dispuesto á ser lo que siempre habia sido, un hombre honrado y leal, no podia acostumbrarse Adelfa á la idea de que le perdía para siempre.

—Tufuturo esposo,—decia el señor Lelé,—continúa en América, y te ama como siempre.

¿Podia decirse nada más inverosímil para la pobre niña? Se le aseguraba que aquel á quien habló por las noches durante dos meses era primo de Juan. ¡Otro absurdo!

Decididamente se empeñaban en hacerla creer aquella historia, para terminar por decirla cualquier dia:—¡Juan ha muerto, olvida para siempre tu amor!

Pero Juan estaba á su lado; la suplicaba que no diera crédito á nada de lo que la dijeran, y ¿no seria una locura desobedecerle?

De este modo, la fatalidad empujaba al abismo á la candorosa Adelfa.

Aquel dia fué Losada á despedirse de Juan y León; el primero aún le suplicó que detuviera su viaje hasta el dia siguiente, pues pensaba ir á Madrid con su hermano en busca de Elisa, á quien habia escrito ya una carta anunciándola el encuentro de su esposo.

A éste le habia hablado ya el barón de Luzola respecto á la unión con Elisa, y á pesar de que el tal proyecto no le agradaba, disimuló sus impresiones, mostrándose sumiso y resignado.

Pero buscaba en su mente una idea para evitar su vuelta á Madrid, y tornar al lado de Elisa; si ésta se venia á vivir á Buitrago, ¿cómo era posible sostener por más tiempo la farsa que representaba con Adelfa, de la cual estaba cada vez más ilusionado?

Decidióse que al dia siguiente, al amanecer, se embarcarían en el globo Losada, Juan y León para trasladarse á Madrid.

Al llegar la noche, se retiró cada cual á su aposento.

León no se desnudó.

Sentado en una butaca esperó á que dieran las diez, y entones salió de la casa del mismo modo que lo habia hecho la noche anterior.

Pero alguien le expiaba.

Juan no dormía; oyó ruido en la habitación de su hermano, y levantándose pudo verle, á través de los cristales de su balcón, cruzar la calle.

Se vistió precipitadamente, y siguiendo sus pasos, no tardó en saber el objeto de aquellas correrías nocturnas.

Adelfa le esperaba, y León se puso á hablar con ella.

Juan sentía que empezaba á odiar á su hermano.

Oculto tras de un árbol miraba aquellos dos seres, tan diferentes uno de otro; ella tan pura, tan inocente, tan sencilla; él tan malvado, tan inicuo.

De pronto observó Juan que su hermano buscaba por la pared alguna cosa; luego le vio elevarse paulatinamente del suelo; León escalaba el edificio, y no tardó en estrechar entre sus brazos á la hermosa niña.

Juan corrió como un loco hacia la puerta de la quinta y llamó con repetidos golpes hasta ensangrentarse las manos.

Poco después entraban en la habitación de Adelfa el señor Lelé, Juan y Edmundo.

En aquella habitación no habia nadie.

Pasaron al tocador de la joven, y entonces vieron á ésta refugiada en uno de sus rincones; el desorden de sus cabellos, la palidez de su semblante, los numerosos desgarrones del peto de su bata, que dejaban descubierto parte de su seno alabastrino, acusaban una infame violencia.

León, al otro extremo de la estancia, miraba con iracundos ojos á los recien venidos; rota ya la máscara de su hipocresía, no trataba de defenderse.

—¡Eres! un infame!—gritó Juan rojo de cólera.

—¡TJn malvado!

—¡Un miserable!

—Gracias por esas alabanzas,—contestó León cínicamente;—pero sea ó no merecedor de ellas, os advierto que no tengo intenciones de aguantar vuestros insultos, ni escuchar vuestros sermones de moral.

Los tres se arrojaron sobre e l; Adelfa se desmayó.

León entonces se hizo paso, arrojando con fuerza al suelo los muebles que le estorbaban; llegó hasta una ventana, la abrió, y antes de que tuvieran tiempo de detenerle saltó al jardín, y desapareció entre su espesura.

No quisieron seguirle, y acudieron al lado de la infeliz Adelfa, que permanecía sin sentido.

CAPÍTULO XIV.
El novio de Rita.

Cuando se vio León en el jardín y observó que no era seguido detuvo su precipitada marcha, y volviendo la cabeza hacia la quinta exclamó después de soltar un terrible juramento:

—¡Otra ocasión perdida! Imbéciles, habéis hecho fracasar por segunda vez mi plan, pero si ahora he sido derrotado yo os juro que lo seréis vosotros algún dia.

Volvió luego las espaldas y continuó su camino por entre los árboles, destrozando con sus pies los artísticos cuadros de flores.

Al llegar á donde estaba el globo se dijo acordándose de Losada:

—Otro tonto que marece una lección; yo le aseguro que como no construya otro buque aéreo no hará más viajes en esto.

Se acercó al árbol donde estaba atado el globo, sacó una navaja, cortó de un tajo la maroma, y el areóstato, libre de sus ligaduras, se remontó con rapidez en el aire; una fuerte brisa le hizo desaparecer bien pronto entre las tinieblas de la noche.

—¡Buen viaje!—exclamó León soltando una carcajada.—Así como así me veo libre de ser perseguido en este vehículo que corre más que mil demonios.

Cuando llegó á la tapia la saltó, y comenzando á caminar á través de unos campos cultivados, no tardó mucho tiempo en perder de vista á Buitrago.

La noche estaba tranquila y la luna brillaba en un cielo sin nubes; sepulcral silencio reinaba á su alrededor y solo á intervalos llegaban hasta él los discordantes y lejanos ladridos de algunos perros.

—Verdaderamente,—se iba diciendo,—que si reflexiono bien sobre lo sucedido, debo aun de dar gracias á la suerte que de tan expeditiva manera me ha hecho salir de ese malhadado pueblo; imposible me hubiera sido vivir cuatro dias más con mi muy respetable abuelo y demás familia menuda; aquel caserón viejo y feo, en el cual solo se hablaba de lo pasado, para que estuviera en consonancia con sus muebles, me causaba ya un hastío precursor de alguna enfermedad de ánimo; afortunadamente aun no se m6 ha ocurrido meterme á fraile... y heme aquí libre como los pájaros. De esto se deduce que he tenido talento para abandonar cuanto antes á todos esos caballe ros de la edad media, cuyos peregrinos proyectos no podían menos de llenarme de satisfacción y alegría. Primero: reunirme con Elisa; mil gracias, mi mujer me empalaga y mi cuñado me aburre. Segundo: vivir en Buitrago; agradezco la intención, pero yo no vivo á gusto más que en Madrid. Tercero: observar una vida arreglada, comer á determinadas horas, contemplar diariamente los amables rostros de los individuos que forman mi nueva familia... Todo esto es muy edificante, está lleno de ternura... pero á mí no me hace gracia. ¡Oh hermosa independencia! Tú eres mi norte, estás en completa consonancia con mi carácter y si tuviere la inspiración de Bellini te dedicaría el más soberbio de I03 himnos.

Pensando de este modo hundió León sus pies en un cenagoso charco, cuyas aguas ocultaba una verde cubierta vegetal.

Aquel incidente le hizo cavilar acerca de su presente situación, y se preguntó adonde iba por aquellos campos.

Completamente desorientado miró á su alrededor, y no distinguiendo ni la más pequeña senal de vivienda, continuó su camino esperando llegar á algún pueblo, donde pensaba descansar hasta la madrugada, en que seguiría su viaje á Madrid.

No solo se hallaba sin un céntimo," sino también sin chaleco y sin sombrero.

Continuó su fatigosa marcha durante dos horas sin hallar á su paso más que algunas aisladas alquerías, que no se atrevió á visitar por no infundir sospechas.

Cansado, roto el chaqué por los-espinosos arbustos, sin fuerzas para continuar saltando cercas y subiendo cerros, iba ya á entregarse al sueño debajo de un árbol, cuando creyó distinguir un claro por entre las malezas, y encaminando sus pasos hacia aquel punto se halló en una carretera.

—Esto ya es más transitable;—exclamó Leon saltando al camino,—siguiendo por aquí llegaré sin duda alguna á cualquier pueblo donde repondré mis fuerzas ¡ánimo y adelante!

Caminó durante otra hora sin hallar lo que buscaba; aquella carretera le parecía interminable.

No pudiendo andar más se sentó sobre una piedra.

En el silencio de la noche le pareció oír pisadas de caballos y el característico ruido que producen las ruedas de una carreta al girar sobre su eje.

Aquel rumor, al principio perceptible, se fué alejando poco á poco en la dirección que llevaba nuestro joven.

—Ya encontré lo que me hacia falta,—dijo levantándose,—un esfuerzo más y me veré cómodamente instalado en ese carro que oigo rodar por la carretera.

Un cuarto de legua más adelante divisó á lo lejos una especie de galera.

—¡Eh carretero!—gritó León.

Nadie contestó á su llamada.

—No he gritado bastante ó aun estoy muy lejos.

Apresuró el paso, y llegando á pocos metros del carro volvió á gritar con fuerza, más sin resultado alguno.

—¿Estarán sordos?—pensaba León mientras que haciendo el último esfuerzose puso al nivel del vehículo.

—¡Buena gente!—volvió á gritar.—Conductor, carretero ó quien seas... ¿Te has muerto?

Perezosamente arrastraban dos muías la galera sin que ningún racional diera señales de vida.

—Veamos quien vá aquí dentro,—se dijo León subiendo por la parte trasera; separó una cortina de tosco lienzo y miró al interior.

Alumbrado por un farolillo de aceite, que amenazaba apagarse con el vaivén del carro, vio dormido en el fondo un joven, cuyos descomunales ronquidos alternaban con la ruidosa respiración de Jas muías.

Aquel joven representaba tener unos veintitrés años é iba vestido con unos pantalones de paño burdo, grandes zapatos blancos y chaleco muy pintoresco; estaba en mangas de camisa y á su lado se veía una chaqueta de las que usan en invierno algunos labradores.

No quiso despertarle León para no comenzar por darle explicaciones, y acostándose cerca de él sintió la satisfacción de que goza todo el que descansa estando fatigado.

Pero le fué imposible dormir, pensando (quizás por primera vez en su vida) ea los contratiempos á que habia de dar lugar su falta absoluta de dinero, cuando aun faltaban bastantes leguas para llegar á Madrid.

Torturando su imaginación para salir de aquel nuevo atolladero, vino á darle en la nariz cierto tufillo de embutido, que sin duda llevaba el dueño del carro para su manutención habitual.

León profesaba la idea de que un estómago repleto presta siempre al cerebro supe;ores ocurrencias que cuando está vacío, y arrastrado portan saludables máximas siguió la dirección del olor á chorizos, viniendo á dar por fin con un talego, cuya grasienta humedad le hizo comprender que ha-bia dado con la mina.

Y con mejor filón del que se figuraba; allí habia dos panes grandes, una kilométrica sarta de chorizos, un buen trozo de carne fiambre, medio queso y dos botellas del tinto... á cuyo aspecto cobró ánimos el calavera hasta el punto de desafiar al porvenir, por encapotado y negro que se mostrase.

Escusamos decir que hizo honor á tan suculenta cena y que despachó de un par de sorbos las dos botellas de vino que se quedaron tan huecas en su talego.

Después de satisfecho su apetito se le figuró que aun le faltaba un cigarro, para que nada faltase á la orgía, y suponiendo que el carretero era fumador echó mano á la chaqueta y escudriñó los bolsillos; solo encontró en ellos una navaja de ciertas dimensiones, un pedazo de pan duro, una caja con una sarta de corales, otra idem con una cruz que parecía de oro, un pañuelo de seda envuelto en un papel, una tralla de látigo y una caja de fósforos.

Ya iba á dejar donde estaba la chaqueta cuando vio un bolsillo que aun no habia registrado y que estaba en su parte interior.

Allí había una carta que contenia algún ob jeto de cartulina ájuzgar por su rigidez.

La carta estaba abierta y creyó León que podría distraerse, á falti de tabaco, leyendo su contenido.

Acercóse cuanto pudo al farolillo y leyó el sobrescrito que decia:

“Al tio Barquillos, de parte de su amigo Lorenzo Barrios”

Dentro de la carta habia un retrato, con su correspondiente dedicatoria al tio Barquillos.

El texto de la carta decia al pié de la letra:

“(Cerido gueronimo) malograré cal! recivo; des-tatalles conlacabalsaluz-ce lio parra mide seo mimi,,igomea.?..”

Para no abusar de la paciencia del lector pasaremos por alto aquella desortografía; decia de este modo:

“Querido Jerónimo: me alegraré que al recibo de esta te halles con la cabal salud que yo para mí deseo; mi hijo me ha suplicado que le deje ir cuanto antes á ese pueblo, pues aunque no conoce á tu hija, su mujer que será Dios mediante, aunque no la ha visto nunca, parece por las ganas que le han entrado de casarse, que está más enamorado que un burro.

“Tu sabes que desde que Dios se me llevó á la Francisca estoy como atortelado y ahora tengo reuma, por eso no acompaño á Roque; pero lo mismo dá; él ya sabes que desde pequeño está en las minas de Reocin, allá por Santander, y está acostumbrado al trabajo; no creo que le dará penas á la Ritica cuando sea su hombre y á ella ya se que la has enseñado tu y tu mujer á ser mujer como mujer que sabe ser mujer de su casa.

“Pues yo me alegraría mucho que se casaran pronto, porque estas cosas de casorios hay que hacerlas así, de golpe y porrazo para que salgan bien; ahí te mando por el chico un collar de corales encarnados para la Teresa, tu mujer, y una cruz de plata sobredorada para la Rita y un pañuelo de seda para la mocosa de la Pilarica, y unos retratos y unos chorizos para que veas que bien me han retratado en Torrelavega, y te los puedas comer á mi salud.

“Como mi Roque no podrá hacer el viaje en menos de ocho dias desde ésta á, te pongo la fecha adelantada para que recibas esta sin retraso.

Eu cuanto que se casen los chicos que se mon ten pronto en el carro y que se vengan cuanto antes, porque las bodas con muchas fiesta vuelven holgazanes á las gentes y luego les cuesta trabajo agarrarse á la labor.

“Espresiones á tu mujer, á Ritica, á Pilarica, á la feia Remedios, al tio Labato, á las Perdigonas, al fosforero y al cura.—Tujo que fce p p. p.,

LORENZO BARRIOS,

"Pancorbo 83 de Abril del año 1998.H

Mucho celebró León esta carta y dio por bien empleado el ti-abajo que se tomó en descifrarla; la dejó como estaba, volvió á meterla en el bolsillo y se acomodó segunda vez en el carro en mejores disposiciones para dormir que la primera vez que lo habia intentado. Pero el demonio, tentador eterno del género humano, le sugirió un pensamiento que, aunque al pronto le pareció descabellado, fué luego tomando en su imaginación formas factibles; le desechaba, volvia á parecerle excelente plan, y por último se dijo.

—¡Ba! No sé por qué dudo, cuando apenas me queda otro recurso.

El carretero continuaba durmiendo.

León se quitó el saqué, arrancó el cuello déla camisa, se puso la chaqueta sin sacar nada délo que habia en sus bolsillos, cargó con el saco de los chorizos y salió á la carretera.

Luego se adelantó algunos pasos y sin detener la marcha de las muías desenganchó, no sin mucho tiabajo, una de ellas; agarró del cabestro á la que seguia tirando del carro, y dándola media vuelta hizo que el vehículo emprendiese de nuevo el camino que acababa de recorrer, no tardando en perderle de vista en una vuelta de la carretera.

Cargó León la muía, que se había apropiado, con el saco y montando en ella la azuzó con las piernas, lo que bastó para que el animal tomara el galope entre una nube de polvo.

—¡Soberbio!—sedecia León.—El amigo Roque no despertará tan pronto; al acercarme á él me pareció que olia á vino, y es probable que la borrachera influiría en su pesado sueño; el pueblo de"no debe estar lejos, algunas veces le he oído nombrar y creo que es de la provincia de Madrid. Llego, me dan de comer, me obsequian, doy un abrazo á mi futura, y antes de que venga el verdadero Roque ya estoy de vuelta en Madrid. ¡Arre muía! Este animal es obediente; vamos más deprisa que el globo de Losada. ¡Arre coronela!

Algunos campesinos madrugadores vieron á León montado en su muía pasar por delante de ellos, rápido como una flecha, y se santiguaron creyendo que era el diablo en persona.

No se engañaban del todoj porque algo de demonio tenia León.

En tanto la galera continuaba carretera abajo tirada sin dificultad por la muía, que gracias á la pendiente corria también á la querencia de la cuadra que habia dejado.

Por la mañana León y Roque estaban á más de doce leguas uno de otro.

CAPÍTULO XV.
Audaces fortuna juvat.

—¡Tio Barquillos! ¡Tio Barquillos! Aquí preguntan por usted.

—¿Qué es eso Pilar?

—Nada, soy yo,—contestó León adelantándose,—soy yo. ¿No me conoce usted?

—En este momento... lo que es la fisonomía de su carácter no me es desconocida.

—Tome usted esta carta, tio Barquillos, y entérese.

Apenas leyó el sobrescrito se abalanzó el buen hombre al cuello de León y tuvo éste que sufrir un achuchón regular.

—¿Con qué eres tú, Roque? ¿Yno te conocí cuando eies el vivo retrato de tu padre? Pasa, pasa pronbo. ¡Teresa! ¡Rita! Entra muchacho, te prepararé un pienso para la muía; á ver, Gervasio, lleva esa muía á la cuadra del tuerto, dile que la trate como á mi mesma persona. ¡Rita! ¡Teresa!

Todo el mundo se puso en movimiento; una docena de chiquillos del pueblo se pararon con la boca abierta delante del recien llegado, que ya se habia metido en el gran portalón, y aparecieron, por último, en lo alto de unas escaleras Teresa y Rita,

La primera parecia un botijo de barro colorado, con cada cadera que recordaba los chapiteles de las columnas, y no eran pequeñas las idem que le servian de piernas y que movia con mucho trabajo.

Rita era una mozuela de diez y siete años, regordeta, sonrosada, chatilla, con buena dentadura y no malos ojos, pero que vizcaba ligeramente; esto último, aunque parezca mentira, daba cierta gracia á su fisonomía, cierto aire malicioso, cierta picara expresión, por la cual se habían pegado los mozos del pueblo más de una paliza.

Ambas llegaron cerca de León; Teresa le obsequió con un abrazo y un par de sonoros besos con tufillo de ajos y Rita, algo avergonzada al oir decir á su padre que aquel iba á ser su marido, le tendió la mano diciéndole:

—¿Qué tal, Roque?

—Bien Rita... ¡Cáspita! No me habia engañadomi padre cuando... me dijo que mi novia era muy bonita.

—¡Anda de ahí, ganapán!—dijo el tio Barquillos dando un familiar empujón al supuesto Roque, el cual fué á chocar contra la voluminosa humanidad de Teresa.

—¿Y qué hacemos en el portal?—preguntó acertadamente Rita.

—Tiene razón la chica, vamonos á la sala.

Una vez en esta comenzó León á sacar de los bolsillos el pañuelo de seda para Pilar, cuya aparición ocasionó aflictivos lloros, porque la chiquilla quería ponérselo cuanto antes; luego salió á relucir el collar de coral... y todos se quedaron estupefactos; después la cruz de plata que parecia oro... ¡Aquí fué donde llegó á su colmo la admiración de los espectadores! León recibió mil afectuosas demostraciones de gratitud, y Rita, en un momento de inspiración, se fué corriendo á su cuarto y volvió con un pequeño guaidapelo de oro, que encerraba cabellos de la graciosa vizca. León tuvo que aceptar aquel obsequio.

Mirados y palpados y remirados y vueltos á mirar los regalos, se procedió á la lectura de la carta que arrancó unánimes aplausos.

Concluida de leer la carta comenzó á caer un chaparrón de preguntas sobre el joven, á las cuales contestó como pudo.

—¡Pero como se parece á su padre!—decía Teresa cotejando las facciones de León con las del retrato que iba dentro de la carta.

—¡Más se parece á la tia Paca, su madre!—decía Rita.—Bien la recuerdo yo cuando vino al pueblo hace cuatro años.

—¿Donde estabas tú entonces?—preguntó el tio Barquillos.

—En las minas de Reocin.

—Allí hay trabajo, ¿eh?

—¡Macho! Siempre arañando la tierra como los topos.

—¡Caramba con Roque! Es guapote, ¿no es verdad Rita?

—Si señor. ¿Para qué he de decir otra cosa? Si que me gusta mucho; esto lo digo porque creo va á ser mi marido...

—¡Y pronto muchacha!—dijo alegremente su padre,—ya ves lo que dice la carta; hace ya tiempo que tenemos pensado este negocio.

—A todo esto aun no le hemos dicho si trae hambre,—exclamó Teresa.

—Tienes xazon. Roque... ¿qué quieres comer?

—Lo que usted quiera.

—Mira, vete á la cocina y allí te estrellará un par de huevos tu novia.

—Sí, vamos,—dijo Riba.

—No te olvides de echarle unos torreznos; t u Roquillo, ya sabes que estás en tu casa, nosotros te tratamos como de la familia.

Siguió León á la muchacha, y ya en la cocina comenzó ésta á preparar lo necesario para hacer el almuerzo, no sin decir al supuesto Roque á cada paso:

—Alcánzame esa sartén; toma el fuelle y aviva la lumbre; ayúdame á coger ese trozo de tocino que está colgado en el techo; no me aprietes tanto que no me caigo.

—Oye, Rita,—decia León,—si hubiera yo sabido que eras tan guapa hubiera venido haee dos meses.

—¿Deveras te gusto?

—Sí,—dijo el calavera estrechando la cintura de la joven.

—Tu también á mí,—dijoella flechándole un ojo.

—Dame un beso.

—Eso no se hace.

—¡Si vas á ser mi mujer!

—Tienes razón. ¡Ea! Basta ya, esos son más de ciento.

—El aceite humea,—dijo León.

—A ver si ocurre un incendio.

—¡Como no sea con tus ojos!

—¡Qué cosas más bonitas inventas! ¿Aprendes eso en las minas?

—No, lo aprendo aquí.

—¡Quien supiera esas cosas!

—Ya te las enseñareyo.

—¿Deveras? ¡Ay! Es que no te estás quieto.

—No hagas caso, es la alegría.

—Cuando quieras almorzar ya puedes hacerlo.

No tuvo que repetírselo Rita; sentóse en un taburete delante de una blanca mesa y almorzó como si no hubiera cenado.

No tardaron en hacerle compañía los honrados dueños de aquella casa y la conversación se animó de nuevo.

—¿Como fué morirse tu madre!—le preguntó Teresa.

—Pues nada, una noche tomaba chocolate y quedó muerta sobre la jicara.

—¿Tú lo viste eso?

—No, estaba en las minas.

—¿Estaría envenenado el chocolate?—preguntó Rita.

—¡Que atrocidad!

—Oye, Roquillo, nosotros te estamos entreteniendo y tú vendrás cansado del viaje, porque mira que venir montado en una muía desde Pancorbo aquí... ¿Has tardado muchos dias?

—Ocho.

—Es que debe haber machas leguas de aquí allá..

—Bastantes.

—Oye, cuéntanos como fué casarse tu hermana con el Pinto.

—No sé, yo estaba entonces en las minas.

—¡Toda tu vida estás en ellas! Pero en fin, ¿quieres que te diga dónde está la cama?

—No, tio Barquillos; ya que al fin estoy aquí, no quiero dormir hasta la noche.

—Luego puedes ver el pueblo, te acompañaremos todos.

—Me alegro,—dijo Bita, batiendo palmas,—así conocerán á mi novio.

—¡No estás poco hueca!—repuso Teresa.

—Y un novio que parece mentira que sea minero,—añadió el tio Barquillos,—tiene unas manos más blancas que las tuyas.

Hablando de esta suerte se pasaba el tiempo, y León comenzaba á sentir alguna inquietud, temiendo la aparición del verdadero Roque.

Cerca del medio dia salieron de la casa el tio Barquillos, Teresa, Pilar, un mozo de labranza y León, que iba al lado de su novia.

Después de visitar la casa del alcalde y la iglesia, salieron al campo para enseñarle al joven un sembrado de trigo que poseían á cierta distancia.

Rita y León iban delante, cogidos de la mano, y echándose piropos mutuamente.

Cuando se encontraba la familia con algún conocido hacian largas paradas, de lo cual resultó que los jóvenes que iban delante y no se detenian, perdieron de vista en poco tiempo al tio Barquillos y compañía.

—Vamos á llegar los primeros,—dijo la novia.

—Mejor.

-r-iQuieres que demos una corridita?

—¡Con mil amores, prenda!

Y se dispararon á correr campo adelante hasta llegar á la carretera que León eonoció ser la misma por donde habia venido; tendió temeroso la mirada á su alrededor, por si descabria el carro de Roque, y preguntó:

—¿Vamos á seguir por la carretera?

—No haremos más que atravesarla. ¿Ves esa senda?

—Sí.

—Ese es nuestro camino.

A la entrada de aquella senda habia un casucho medio derruido y cubierto de zarzas y malezas; dos hermosos árboles le daban sombra, y casi le ocultaban entre sus frondosas ramas.

—¿Sabes que estoy, algo cansado, Rita?

—¡Ay que flojo eres!

—Es que en las minas no corremos. Además fcá también estás muy colorada...

—Es del calor.

—Descansemos un rato á la sombra de esos árboles.

—Como quieras.

—Y podemos entrar en esa casa...

—Ya se" lo que quieres.

—¿Lo sabes?—preguntó León sonriendo.

—Sí, que nos escondamos ahí para asustar á padre.

—En eso pensaba.

Entraron los jóvenes con algún trabajo, á causa de las plantas silvestres que se entrecruzaban en todas direcciones.

Lo primero que hizo León fué dar un abrazo muy fuerte á la graciosa lugareña, diciéndola:

—¡Cuánto te quiero!

—Sí; pero no debías de abrazarme tanto.

—¿No vas á ser pronto mi mujer?

—Tienes razón, puesto que pronto vas á...Mira, te permito que me abraces todas las veces que quieras...

Mientras sostenían tan interesante diálogo los dos jóvenes, subia por la carretera á paso lento el carro del verdadero Roque. El pobre muchacho traia una cara muy triste; al despertarse á la madrugada observó que habia sido robado, y que en vez de adelantar en su camino, estaba mucho más lejos del punto á donde se dirigia, que cuando se habia echado á dormir.

Echó de menos la muía, el saco de los chorizos, y sobre todo, lo que más le desesperó, fué el encontrarse sin la carta y los regalos que su padre le habia entregado para la familia del tio Barquillos.

La muía que le habian dejado era la, peor de las dos, y no sin mucha fatiga subia las cuestas tirando del pesado armatoste; se veia Roque en la precisión de hacer numerosos altos, y uno de ellos precisamente fué cerca de la casa destruida.

Bajóse el joven para buscar una piedra que poner detrás de las ruedas, á fin de que el carro no retrocediera, y escogiendo la que más á propósito fuera para el objeto, vino á parar cerca de aquellos árboles frondosos de que hemos hablado.

El rumor de algunas palabras llegó á sus oidos, y aproximándose más hacia el punto de donde salian, pudo escuchar lo siguiente, dicho por una boca femenina:

—Estáte quieto.

—¡No seas tonta!—contestó una voz de hombre.

—¡Que no quiero!

—¿Pero no ves...

Roque no pudo entender el final de esta frase; después de un momento oyó que decían:

—La verdad es que... ya que pronto vas ha ser mi marido...

—Pues es claro...

—¿No dirás nada á padre, Roque?

—Ni una palabra.

Al oir pronunciar su nombre aguzó aun más el oido el hijo de Lorenzo Barrios, y olvidándose del carro y de la muía avanzó con cuidado por entre las malezas y se puso á escuchar con gran atención.

Pasaron cinco minutos.

A Roque le pareció que suspiraban.

—¡Vales más dinero que las minas de Reocin!—dijo el hombre.

El que espiaba hizo un movimiento de sorpresa.

—¿Me quieres mucho, BToque?

—Con toda mi alma, Rita; pero salgamos, no venga el tio Barquillos con la demás familia.

Aquellas últimas palabras consiguieron sacar al verdadero Roque de su inmovilidad, y saltando por encima de las zarzas, entró en las ruinas.

Al principio nada distinguió en la oscuridad, pero cuando sus ojos se acostumbraron á ella distinguió á dos jóvenes de distinto sexo, que le miraban sorprendidos.

Apenas Roque se fijó en la chaqueta que llevaba León reconoció que era la suya, á tiempo que el calavera comprendió á su vez qiie tenia que habérselas nada menos que con el verdadero Roque.

—¡Ah ladrón!—gritó éste enfurecido.—Ahora me las pagarás todas juntas...

Kl nieto del barón de Luzola no aguardó el ataque de su agresor; oyó además por la parte de afuera ruido de pisadas y voces; temió complicar el asunto con la llegada de la familia del tio Barquillos, y aprovechando la ocasión en que Rita se agarraba como una lapa á Roque para impedir que éste se arrojara sobre el que ella creia su novio, saltó en menos tiempo del que se necesita para contarlo por una de las paredes y como estaba bien ejercitado en aquella clase de maniobras, se encontró sano y salvo fuera del alcance del iracundo Roque.

Rita se desgañitaba gritando.

La familia, acudió á sus gritos alarmada.

Y León corría por los campos, más ligero que una liebre seguida por los galgos.

—Está escrito,—pensaba entre tanto,—que he de pasar mi vida huyendo siempre de alguno que me persigue; por fortuna este ejercicio fortalece mis piernas... todos los médicos recomiendan la gimnasia para el desarrollo de los músculos ¿Y qué mejor gimnasia que esta?

Entre tanto que estas cosas se decía León, verificábase á sus espaldas una escena interesante; todos hablaban á un tiempo, uno preguntaba por Roque, otro sugetaba al verdadero novio que se retorcía lleno de rabia al ver que no le dejaban ir en seguimiento del ladrón; Rita lloraba; Teresa movía los brazos como si fueran aspas de molino; Pilar pasaba manojos de ortigas por la caras de los circunstantes... y nadie se entendía.

El resumen de todo esto era que la pobre Rita habia sido menos afortunada que Adelfa; el ángel guardador de las doncellas acudió un poco tarde.

Cuando más adelante se aclaró aquel enigma y se convencieron de que habían sido chasqueados, torció el gesto Roque y mirando á la novia la dijo:

Cuando averigüe usted el paradero de ese tunante para que yo pueda romperle cuarenta costillas, ó todas las que tenga en su cuerpo, entonces nos casaremos.

Y se fué luego á la posada del pueblo sin que las súplicas del tio Barquillos le hicieran desistir de su propósito.

El ladrón no fué habido.

Y Roque se volvió al lado de su padre, al cual dijo lo siguiente:

—No me quiero casar con la Rita, por que la han abierto demasiado los ojos... y además no me gusta como mira.

—¿Nada más que eso?—preguntóle el buen Lorenzo Barrios.

—Cuando llegué al pueblo ya habia echado el ojo á otro.

—Eso es otra cosa; has hecho bien.

Roque se volvió á las minas J se casó con la hija de un capataz.

Rita no tuvo que tomarse otro trabajo que de escojer entre los mozos de su pueblo; todo se compensa en este mundo.

CAPÍTULO XVI.
Proyectos de venganza.

Zanqueando León por los campos vino á dar con un terraplén del ferro-carril del Norte, y se sentó á descansar al pió de un poste telegráfico; cuando hubo recobrado algo sus fuerzas se refrescó su frente con las aguas de un charco, abotonó la chaqueta, se caló el sombrero y siguió la via férrea, no tardando en divisar á lo lejos una estación.

Un guarda-aguja salió de su caseta y León se dirigió resueltamente hacia él, adoptando las maneras de un palurdo,

—Oiga usted, señor empleado,—le dijo,—¿Tardará mucho en llegar el tren que va á Madrid?

—Media hora.

—Gracias. ¿Es allí donde se toman los billetes?

—Sí, en aquella ventanilla.

—El vendedor de billetes... ¿Querrá tomarme esto en lugar de dinero?

León mostraba el guarda-pelo que le habia regalado Rita.

—No, hombre; allí no admiten eso.

—Pues esto algo vale," como que es de oro.

—¿A ver?

—Mire usted.

—Sí, ya veo que es muy bonito. ¿Cuánto quieres por él?

—Yo no entiendo de eso.

—Vente conmigo.

Entró el guarda-aguja en su caseta, enseñó la alhaja á su mujer, y sacando algunas pesetas de un porta-monedas dijo á León:

—Toma, en tercera solo te cuesta el viaje hasta Madrid cuarenta reales, yo te doy cincuenta para que eches un trago por el camino.

Guardóse León aquella exigua cantidad y respiró al fin, libre de apuros.

Oyóse un lejano silbido de la locomotora, y poco después León, acomodado en su asiento de tercera, viajaba con dirección á Madrid.

Cuando algunas horas después le vio entrar en la casa, el portero don Calixto, exclamó:

—¡Oh mio signore! Creí que le habia sucedido á usted alguna desgracia.

—No; déme usted las llaves de mi cuarto.

—Aquí están, el amo ya quería alquilarle á otra persona.

—Ahora que recuerdo. ¿Ha visto U3ted al que vive conmigo?

—¿Don Bárbaro?

—Ese.

—No le lie vuelto á ver.

—¿Ni sabe usted dónde vive?

—Nada, no sé nada,—contestó el portero.

—Lo sabe,—pensó el joven,—ya le haré hablar cuando tenga dinero.

León subió á su buhardilla, y al ver laque habitaba la ex-vecina recordó sus aventuras de aquella noche en que tan expuesto estuvo á perder la vida, y de nuevo la idea de la venganza renació en su pensamiento.

Combinando un plan so arrojó sobre los ladrillos de su desalquilada vivienda y se durmió como un bienaventurado.

Nada lograba auyentar su sueño.

Al dia siguiente llegaron á Madrid Juan y Losada.

Este desesperado por la pérdida de su globo, aquel abismado en sus ideas.

Almozaron juntos y luego se separaron.

Juan se dirigió á la calle del. Fúcar y entró en casa de Elisa.

—Conque al fin le ha encontrado usted,—exclamó ésta saliendo al encuentro del joven.

—Sí, señora.

—Yo preparo mi viaje.... según las instruccio nes de su carta.

—Es inútil, Elisa; Juan ya no está en Buitrago.

—¡Otra vez perdido!

—Otra vez perdido.

—¡Qué desgraciada soy!

—¿Tanto le ama usted?—preguntó Juan con un ligero acento de amargura.

—Es mi esposo...

—No desesperemos,—continuó Juan.—Quién sabe si ahora seremos más afortunados.

—Pero cuénteme usted lo sucedido. ¿Por qué ha vuelto á huir de nosotros?

—Lo ignoro,—contestó evasivamente el joven, evitando enterar á Elisa de la execrable conducta de su hermano.

Sabia que éste era un miserable incapaz de sentir el dulce afecto de la familia, y estaba seguro de que, aunque la casualidad volviese á ponerle ante sus ojos, en nada cambiaría la situación de Elisa, como no fuera para empeorarla.

En aquel momento entró Jaime.

—Supongo que usted no será el esposo de Elisa,—exclamó sonriendo,—solo por suposición puedo adivinar que es usted su hermano.

—¿Ha leído usted la carta que escribí á esta señora.

—Sí, y aun no he salido de mi sorpresa al saber el extraño modo que tuvo usted de hallar á su hermano... no fué menor nuestra admiración cuando supimos la casualidad que les llevó al lado de su familia.

—En la vida, caballero, suceden acontecimientos que parecerían fabulosos si la realidad no los acreditara de verídicos.

—¿Ha venido usted solo de Buitrago?

—Y para volver á comenzar nuestras pesquisas.

—¿Respecto á Juan?

—A Jorge Juan,—dijo el joven haciendo así una distinción.

Elisa tomó la palabra para enterar á su hermano de la nueva desaparición de su marido, noticia que recibió Jaime con marcadas muestras de disgusto.

Juan después de media hora de visita se des pidió.

Aquel mismo dia él y Losada emprendieron la ardua tarea de buscar á Juan suponiendo que habría vuelto á Madrid, pero ¿cómo hallarle en el confuso burdel de esta gran capital?

El barón de Luzola y Adelfa, heridos de distinto modo en el alma, no sabían si desear la vuelta de León ó que éste no volviera á parecer jamás.

Incluimos á Adelfa, y en verdad que la infeliz joven no podia hacerse cargo de su situación; tan repetidas emociones quebrantaban fatalmente susalud, y postrada en el lecho parecía como si el don del raciocinio hubiera huido de su inteligencia; dormida ó despierta deliraba xepitiendo siempre el nombre de Juan, sin que la cariñosa solicitud del barón, Edmundo y el señor Lelé, consiguiera ningún resultado favorable.

Juan cumplía religiosamente sus promesas visitando á Elisa todos los dias; quizás una atracción más poderosa le arrastraba al lado de la joven; sin que él mismo se apercibiera de ello un fuego desconocido se iba infiltrando en su corazón, y cuando al verla le sentía palpitar con fuerza se explicaba aquel fenómeno por el recuerdo de Jorge, sin advertir que era el resultado de sus propias sensaciones.

Aborrecía á su hermano, sintiendo al mismo tiempo una ira sorda y profunda al observar que éste despreciaba el tesoro de que era dueño.

Envidiaba aquel paraíso de ventura cuya entrada, abierta para el marido de Elisa, estaba cerrada para él.

Digamos claramente que sentía unos celos horribles.

Pero él se decia que no eran celos.

¿Cómo iba á imitar el odioso proceder de su hermano dando pábulo á aquella incestuosa pasión?

Su deber le exigia buscarle por todas partes é influir por todos los medios en la unión dé aquel matrimonio, pero al mismo tiempo se desesperaba ante la idea de que volviera su hermano al lado de Elisa, solo para hacerla aun más desgraciada.

Aquella lucha moral, de que él mismo no se daba cuenta, le volvió taciturno, melancólico, uraño.

Elisa observó aquel cambio, y si agradecida á las muestras de cariño de que era objeto le cogia una mano para dirigirle algunas frases de consuelo, que tanto ella necesitaba, Juan sentía al contacto de aquella mano algo parecido á un vértigo, rechazaba con un movimiento nervioso á su cuñada y salia precipitadamente de la habitación.

Losada habia adivinado lo que pasaba en el corazón de su amigo, pero no se atrevía á hablarle de aquel asunto. ¿Qué podia hacer él, sino compadecerle?

En tanto León habia vuelto á reanudar de nuevo su antigua vida; de las casas de juego á las tabernas y de las tabernas á los lupanares, para él habia sido un sueño el hallazgo de su familia, su imperdonable engaño para con la pobre Adelfa y la aventura del novio de Rita,

Solo un pensamiento fijaba su imaginación.

La venganza que se habia propuesto tomar de Bárbaro Collares y su mujer.

Una noche, en que estuvo íiíbxinnadcr en el juego, volvió temprano á su casa y ofreció una respetable cantidad al portero porque le dijera el domicilio de Bárbaro.

—No se canse usted,—le contestó don Calixto,—él me dará mañana el doble de esa cantidad cuando sepa que he sido discreto; se conoce que tiene sus razones para no volverle á ver á usted.

—¡Ali maldito portero! Te voy á estrangular...

—Pediré auxilio.

—Hablemos con calma; tome usted ese dinero, y ya que no quiera decirme donde vive, déme usted algunos otros pormenores.

—Pues bien,—dijo don Calixto,—le aconsejo á usted que no pierda el tiempo, si es que le tiene Usted mala intención, porque él está muy alto... muy alto...

—¿Vive en alguna buhardilla?

—¿Buhardilla? En un magnífico piso principal, con más de catorce balcones, y en la calle del Arenal.

—¡Hola! ¿Por lo visto le ha soplado la suerte?

—¡Un huracán! Ora gano, que dicen en Italia.

—¿Y de qué punto ha venido ese aire?

—De América; le ha caido el premio mayor de la lotería de la Habana... ¡No se cuantos millones!

—Hay picaros con fortuna.

«—En segundo lugar tiene no se que tejé manegé con el embajador inglés... hacen negocios, siempre van juntos...

—¿Y los acompaña... la vecina?

—Nunca van sin ella.

—Eso es ya más interesante.

—¡Y no la conocería usted si la viera! ¡Que lujo! ¡Qué trajes de seda y terciopelo! ¡Que aderezos de brillantes! Diamanti brillantati. ¡Y cuidado que está bonita! Algunas veces la he visto pasear en carruaje por el Retiro, recostada en los almohadones de seda, con una fachenda que parece una imperatrioe. ¡Y todo esto en seis dias! Se ven cosas en el mundo...

—Bien, don Calixto, le doy gracias por esas noticias...

—Todo menos decirle á usted donde viven.

—Ya lo veo. Adiós.

—Bona sera.

Apenas León se vio solo soltó una carcajada.

—¡Estúpido!—Se dijo.—Ya no quiero saber más; calle del Arenal, piso principal; no me costará trabajo dar con la casa.

Al dia siguiente no se olvidó León de ir á la citada calle, dirigiendo su vista á todas las casas de buen aspecto;

Miraba Leoh á los balcones, ideando su plan de Venganza, cuando sintió un familiar bastonazo en las espaldas.

—¡Adiós mi querido Marcial!—exclamó dando la mano al que de aquella manera le saludaba.

Era este ñi hombre que llegaría á los cincuenta; sus retorcidos bigotes y larga perilla; la levita abotonada hasta, el cuello y la desenvoltura de sus movimientos, le daban cierto aire militar.

—¿Estamos de espera?—preguntó.

—¿Por quó dice usted eso?

—¡Pardiez! Como le veo á usted tan entretenido mirando hacia esos balcones; pero ¡calla! ¿No es aquí donde vive la hermosa Enriqueta?

León hizo un movimiento de sorpresa.

—¿La conoce usted?

—Mucho; es la reina de los salones, la mujer de moda.

—Querido Marcial, le necesito á usted; vamos á tomar un ponche al Suizo y hablaremos.

—En marcha.

Marcial era un caballero de procedencia desconocida, matón de oficio, tahúr de afición y calavera por costumbre, vivía como suele decirse sobre el país; habia logrado entrar en los aristocráticos salones, cosa no muy difícil en la corte, y se hacia llamar vizconde de la Encina, título que defendía en el campo del honor cuando algu no dudaba de su legitimidad.

León le conoció en uno de esos mil tugurios que él solia frecuentar y habian simpatizado, por aquello de que DÍ03 los cria y ellos se juntan.

Ya en el café le dijo León:

—¿Conque decia usted que la bella Enriqueta?."..

—¡Encantadora, amigo mio, encantadora! Pero le aconsejo á usted que abandone su conquista, porque hay moros en la costa.

—¿Querrá usted decir ingleses?

—¡Hola! Está usted algo enterado.

—He oido hablar de cierto embajador...

—Precisamente,

—Pero entendámonos. ¿Hace mucho tiempo que usted la conoce?

—De ayer, como quien dice; es una estrella que acaba de aparecer en el cielo del gran mundo. Hace una semana nadie la conocía, hoy es la diosa de los salones. La primera noche se presentó en el palacio de la marquesa del Picacho, iba del brazo del embajador...

—¿Pero y Bárbaro?

—¿Su marido? Ese es lo que todos, un cero á la izquierda.

—¡Siendo tan celoso!

—Ríase usted de eso... el oro es una venda muy cómoda con que muchos se tapan los ojos. La segunda noche la vi en la soirée de la condesa Adela.... le aseguro á usted que su entrada produjo verdadera sensación en la brillante concurrencia que llenaba los salones; yo bailé un rigodón con ella...

—Y en tanto el marido...

—Ya veo que está usted ignorante de las costumbres del gran mundo.

—Me están dando deseos de conocerlas.

—No es difícil; usted no tiene mala figura, y con que cambiara usted ese traje por otro más adecuado...

—Decidamente voy á entrar en esa sociedad que desconozco.

—En ella se juega fuerte.

—Me está usted convenciendo... y no hay más que hablar. ¿Puede usted servirme de introductor?

—¿Por qué no?

—Desearía que fuéramos á donde vá la divina Enriqueta.

—¿Aún alimenta usted esperanzas?

—No llevo intención de hacerla la corte, solo la curiosidad de verla... ¡He oido hablar tanto de esa belleza!

—Estoy á su disposición; mañana recibe la marquesa del Picacho y puede usted venir conmigo.

—Muy bien.

—No se olvide usted de pasarse por la sas treria.

—Descuide usted, amigo Marcial.

Después de esto concluyeron el ponche, y saludándose ambos amigos se separaron, dándose cita para el dia siguiente.

CAPÍTULO XVII.
Conquistar con un baston.

—Señora, ¿seria fcan feliz que me concediera usted un turno de vals?

Estas palabras fueron pronunciadas por León, cuando pudo hacerse paso por entre el grupo de elegantes que rodeaban á Enriqueta.

Miró ésta al nuevo pretendiente, y aunque le conoció muy bien, tuvo suficiente fuerza de voluntad para que ni un músculo de su fisonomía se alterase.

—Mucho siento, caballero,—contestó sonriendo con encantadora expresión,—no poder complacer á usted.

—Soy bien infortunado.

—Es tan larga la lista... vea usted,—añadió la joven, presentando á León su tarjeta cuajada de nombres.

Este hizo un saludo, dirigió una mirada á la nariz de Enriqueta, y se retiró.

—¿Me habrá engañado Bárbaro?—pensaba.—¿Será suya esa nariz? ¡Cómo ha sabido disimular! Convengamos en que la lucha ha de ser reñida si he de salir vencedor; todo depende de que la extravagante historia que me contó Bárbaro sea verdadera, si lo es, desafio el porvenir.

La orquesta preludió un vals, y pronto pudo ver León á su ex-vecina en brazos de un almibarado joven, que so deslizaba con su pareja sobre la mullida alfombra.

Observó que todas las miradas se dirigian hacia ella, y que todos los labios pronunciaban su nombre; las mujeres con envidia, los hombres con fatuidad, como teniendo segura su conquista.

El verdadero conquistador, el inglés, un lord inmensamente rico, gran admirador de las bellezas españolas, se paseaba satisfecho por los salones, sonriendo á Enriqueta cuando sus ojos se encontraban.

Bárbaro jugaba al tresillo en un gabinete.

Y León, admirado ante aquella profusión de luces y flores, ante aquel bullicio encantador, ante aquellas mil caras femeninas, todas hermosas y sonrientes, se codeaba con todo el mundo, entraba y salia del gabinete de juego al buffet de allí á los salones, y de éstos á otros, sin rumbo fijo, y discurriendo la manera de hablar con Enriqueta aparte, tarea difícil para él, pues ella estaba siempre rodeada de gomosos, como una rosa de moscardones, según frase de un viejo verde.

Una de las veces cruzó León su mirada con la de Bárbaro, sin que éste, ásemejanza de su mujer, reflejase en su fisonomía la más pequeña variación; continuó impávido su juego, y el joven dejó para más adelante el entablar conversación con él.

Mucho antes de que se concluyera el baile, se aburrió León, y despidiéndose de Marcial y de la marquesa, se retiró, sin haber hecho nada de particular, según se decia.

Pero llevaba un plan en su mente.

Al otro dia escribió la siguiente original epístola:

"Eniiqueta: nariz postiza; antiguo vecino promete escándalo mayúsculo; quiere entrevista; ¿cuándo?

ENRIQUE ó LEON.M

Envió esta especie de parte telegráfico por el correo interior, y el mismo dia recibió esta conestacion:

"Caballero: mañana, a las tres de la tarde, le espero á usted en mi gabinete; tomaremos café.

E."

—Esto marcha por sí sólo,—exclamó León, después de leer esta breve misiva.—Ahora no tengo que pasar sobre un tablón para llegar á ella. Señor don Bárbaro Collares, ¿conque fuiste tú elinventor de aquella estupida broma que pudo costarme la vida? Yo te prometo ahora otra broma que te ha de hacer saltar de gusto. Y tú, modistilla de ayer, gran señora de hoy, veremos que haces de todo tu orgullo cuando yo te hable.

Exacta en el cumplimiento de su palabra, esperaba Enriqueta la visita de su antiguo vecino, al siguiente dia de cruzadas las anteriores cartas,

No se hizo esperar León mucho tiempo, y conducido por una doncella entró en la habitación de la hermosa, á quien saludó con seriedad cómica, sentándose luego á su lado.

Los jóvenes se miraron un momento, sin pronunciar una sola palabra.

Enriqueta se echó á reir, enseñando al hacerlo su blanca dentadura.

—¿Está usted alegre?—dijo León.—Esto me satisface, porque me demuestra quo nos entenderemos.

—No lo dudo,—contestó ella.

—¿Se acuerda usted de la buhardilla en que usted vivia hace una semana apenas?

Tal expresión de sorpresa se retrató en la fisonomía de la aristocrática dama, tal extrañeza se leia en sus ojos, que León casi hubiera dudado de que era la misma Leonor, camisera de la calle del Carmen, si sus ojos no le convencieran de que no estaba engañado.

Ella le dijo seriamente:

—Caballero, no le comprendo á usted.

—Leonor ó Enriqueta ó como usted se llame, ¿después de leer y contestar á mi carta, piensa usted seguir fingiendo?

—¡Fingiendo! cada vez estoy más asombrada de su lenguaje.

—Al darme usted esta cita,—continuó tranquilamente el joven,—¿no era porque usted temia?...

—Yo no temo nada, caballero; he accedido á sus pretensiones, porque ha tenido usted el talento de despertar mi curiosidad.

—¿Y qué es lo que usted tiene curiosidad de saber?

—Diosmio, es muy sencillo,—contestó tratando de contener su risa Enriqueta.—¿Qué quiere decir "nariz postizan "vecino antiguo,» y sobre todo, esta frase "escándalo mayúsculo?»

León comenzaba á impacientarse.

—¿De modo que usted niega,—preguntó,—que hayamos sido vecinos?

—Ignoro si ha vivido usted en esta casa...

—Persiste usted en asegurar que... no somos antiguos conocidos.

—¡Oh! Eso lo puedo asegurar.

—¿Que usted no trabajaba en una camisería de la calle del Carmen?

—¡Caballero!

—¡Basta de farsa, digo yo, señora, ó mejor dicho, Leonor; yo juro á usted que si no escucha mis condiciones, sin pretender olvidar lo que entre nosotros ha habido, ha de tener usted ese pesar toda su vida... Y para evitar que usted continúe fingiendo, preguntaré: ¿quién ha enterado á usted de las señas de mi domicilio, cuando yo no las ponia en mi carta?

—Aún suponiendo,—exclamó Enriqueta con gran pausa,—que yo fuera esa misma que usted cree, ¿qué hay en eso de particular?

—Nada, respecto á su nueva posición; mucho en cuanto á mis pretensiones.

—¿Puedo conocerlas?

—A eso he venido. Es indisputable que U3ted es hermosísima, y no es menos cierto que ha logrado usted interesar mi corazón...

—¡Já, já! ¿Es eso lo que tenia usted que decirme?

—Continúo, señora. No está menos fuera de duda que hubo un tiempo en que usted me confesó que me amaba...

—¡Oh! usted no ignora que los dias se suceden sin parecerse.

—Es que yo deseo que se parezcan.

—Amigo Enrique.... va á usted á tropezar con muchas dificultades.

—Ninguna.

—¡Es usted original!

—Lógico, querrá usted decir. He olvidado por completo mis percances de... aquella noche; pero no he podido olvidar esos divinos ojos, que en este momento me miran. ¿Qué quiere usted, Enriqueta? ¡el hombre es débil! Otro cualquiera no tendria más pensamiento que la venganza; yo corro siempre tras de mi ideal, quiero embriagarme con su amor de usted...

Enriqueta escuchaba á León con las pestañas entornadas y dejando vagar por sus labios una burlona sonrisa.

—¿Se rinde usted?—continuó León, cogiendo de una mano á Enriqueta.

—¡No!—contestó retirando la suya,

—¿Quiere usted luchar?

—Sí.

—Sea; pero le prevengo que poseo una arma infalible que me dará la victoria.

—¿Cuál?

—Este bastón,—exclamó el joven, mostrando una caña con puño de acero.

—¡Cada vez está usted más interesante! ¿Pretende usted rendirme por la fuerza bruta? Le advierto caritativamente, que hay en la casa criados que le arrojarán de ella apenas ponga un dedo en este timbre.

—La rendiré á usted por la fuerza... moral.

—¿Mediante ese bastón?

—Mediante eBte bastón.

—ISTo comprendo una sola palabra.

—Yoy á explicarme. Este bastón es la varita de las siete virtudes, la varita mágica que derribará de su pedestal á la diosa de la hermosura; con un sólo movimiento de esta varita, usted, la mujer de moda, la reina del gran mundo... caerá, como Luzbel, desde el paraíso de su orgullo, hasta el infierno del desprecio ó indiferencia de todos esos adoradores, que hoy se disputan una de sus sonrisas, ó se baten por una de sus miradas.

—Quisiera verlo.

—¿Se consolaría utsted jamás de esa caída?

—Confieso que no.

—¿TJaria usted mucho por evitarla?

¡O h!

—Pues bien, está en mi mano precipitar ese funesto desenlace. ¡Yo puedo destruir su hermosura!

León se levantó triunfante.

Enriqueta le miraba, temiendo comprender.

—Concluya usted,—dijo con tartamuda voz.

—Si la admirable pintura conque usted tiñe á la vez sus mejillas y su... nariz, no tendiera un velo por su semblante, la hubiera visto á usted palidecer... Eelicito desde este gabinete al artista que colocó tan perfecta nariz en esa cara; no puede darse más habilidad.

—¿Qué pretende usted?

—Enriqueta... ó Leonor... te juro por el infierno que si continúas negándote á mis deseos, esperaré á encontrarte en los salones de la marquesa del Picacho, para repetir delante de todo el mundo esta maniobra!

Levantó el joven su bastón, y estendiendo el brazo, trató de tocar con la contera la nariz de Enriqueta; pero ésta, rápida como un relámpago, volvió la cara, recibiendo el golpe en una mejilla.

Después se levantó temblorosa, con la mirada ardiente y trémulos los labios.

—¡Es usted un canalla!

—No importa; usted ya conoce mis intenciones; estoy á los pies de usted.

León saludó ceremoniosamente, y desapareció tras el doble portier que ocultaba la puerta.

Cuatro dias después recibió la siguiente esquela:

"Hoy, alas once de la noche, le espera á usted junto á la fuente de la Cibeles una muchacha de mi confianza. Ella le dará instrucciones.

L."

¿Necesitamos decir que León no vaciló en saltar aquel nuevo cercado ageno?

En la primera soirée de la marquesa del Picacho, paseábase León pensativo por entre la anima da muchedumbre. Enriqueta repartía sus favores entre él y el embajador británico; pero él aún no estaba satisfecho; en una de las vueltas se encontró con su amigo Marcial.

—Querido vizconde,—le dijo,—necesito de su cooperación, para llevar á efecto una broma de carnaval, un chasco que producirá profunda sensación.

—¿Qué es ello?

—¿Usted es amigo del esposo de Enriqueta?

—Sí.

—¿Entra usted en la casa?

—Sin duda; pero no comprendo...

—Ni ahora puedo yo revelarle el misterio» porque entonces carecería de novedad.

—¿T qué es ello?

—Se trata de que reúna usted algunos amigos, que sean todos gente alegre.

—Eso no es difícil.

—Mañana, á las diez de la noche,—continuó León en voz muy baja,—estará Bárbaro jugando al tresillo en el casino, probablemente le acompañará el inglés.

—¿Y qué más?

—Se acercan ustedes á la mesa, usted, querido vizconde, toma la palabra y anuncia usted cualquiera catástrofe, un fuego, ladrones, una grave indisposición de Enriqueta...

—¿Pero con qué objeto?

—No sea usted impaciente. Como es natural abandonan el juego, corren á la calle del Arenal...

—Y ven que todo ha sido una farsa...

—Suben á la casa,—continuó el calavera,—preguntan á los criados, se dirigen al gabinete reservado de Enriqueta... y entonces empezará la función; entrada gratis.

Marcial se encogió de hombros como diciendo: " Que me fusilen si entiendo una palabra, n y se despidió del joven, prometiéndole antes cumplir al pió de la letra aquel encargo.

León distinguió á Enriqueta, que iba del brazo de un conocido banquero y escoltada por algunos tontos; acercóse á su oido y la dijo:

—¿Conque mañana á las diez?...

Una mirada, que aparentemente era amorosa pero que tenia un no se qué de terrible, contestó lacónicamente á la pregunta del joven.

Este volvió las espaldas y se sonrió á su vez con una expresión enigmática que daba miedo; como debe sonreír Lucifer cuando vé asegurado algún infernal proyecto.

CAPÍTULO XVIII.
Bárbaro Collares se convence de que no era uno solo quien le robaba la fruta.

Despertóse Bárbaro con la cabeza muy pesada; aquella continua actividad á que le obligaba su nueva posición; aquellos bailes que duraban hasta la madrugada; aquella vida, en fin, á que no estaba acostumbrado le producía un cansancio y un mal humor que le recordaban á cada momento la tranquilidad que gozaba antes de ser rico y de que su mujer le diera por lucir en aquel mundo nuevo.

Miró el reló; eran las doce.

Tiró del cordón de la campanilla y al presentarse un criado le dijo:

—Dame los periódicos y las cartas.

Cuando el doméstico trajo lo que pedia, miró los sobres y al conocer la letra de uno de ellos exclamó:

—Ya pareció lo que esperaba; el señor barón me echará una filípica por no haber contestado á su anterior; veamos lo que me dice:

"Buscar á Jorge Juan..." Sí, eso la parecerá muy fácil, pero yo lo veo casi imposible tratándose de un joven á quien no be vuelto á ver desde el dia de su nacimiento, y que desde que ha huido de su mujer ¡sabe Dios donde estará! Continuemos. "Juan irá á verten ¡Hola! ¿El otro gemelo? "ya saben cual es su familia.?i En ese caso ninguna falta le hago y me alegro... "Necesito también que averigües por todos loa medios posibles el paradero de su padre, entérate de si ha muerto ó vive." ¡Caramba! Si supiera el pez que está hecho el tal hijo del difundo eonde de Castrorio; por casualidad le encontré en casa de la marquesa del Picacho y le conocí al instante, está ya más viejo que yo, gracias á la vida que lleva... ¿Y para qué querrá saber?... ¡Ah! Aquí lo dice, "es preciso legitimar el nombre de esos infelices.» Esto no será difícil si puede disponer de algunos billetes de Banco para comprarle, es un hombre que se ha identificado por completo con el siglo.

Bárbaro se puso una bata y fué á saludar á su mujer, viéndose en la precisión de pedirla permiso para entrar en su alcoba, según enseña la etiqueta, por más que á él le fastidiaran todos aquellos ceremoniales.

—¿Sabes, querida que tedas ya aires de duquesa?

—Y tú nunca soltarás el pelo de la... oficina,—contestó ella riendo.

—Hablando de otra cosa; ayer he visto por tercera vez á... ya sabes á quien me refiero...

—¿Mi antiguo vecino? ¿El del puente levadizo

—Ese.

—¿Y te habló?

—Ni una palabra; pero me miraba con unos ojos terribles.

—Pché... No hagas caso.

—¿Y qué es lo que te dijo ayer al oido.

—¿Has visto eso?

—Yo todo lo veo.

—¡Ah, celosillo! Pues me dijo... una tontería; que estaba hermosísima.

—No me gusta volverle á encontrar en nuestro eamino.

—Eres bien aprensivo; ese pobre muchacho no se acuerda ya de nuestra broma y si se acuerda... no se atreve á hablarnos de eso.

Bárbaro bajó la cabeza pensativo y luego marchó á tomar su desayuno.

Al mismo tiempo que Bárbaro, habia recibido Juan una carta del barón de Luzola; en ella se le ordenaba hacer una visita al antiguo criado de la caBa, el cual podría servirle de mucho en sus pesquisas.

En la fonda de los Leones le dijeron al joven que Bárbaro ya no vivía allí, sino en un quinto piso del núm. 26 de la calle de

O sea en la buhardilla que habian alquilado juntos León y el marido de Enriqueta; pero cuando Juan llegó á la portería de la citada casa... ¡Cual no seria su asombro al advertir que el portero le hablaba como si ya le conociera de antemano! Con algún trabajo pudo adivinar una circunstancia extraña é inesperada, es decir que Bárbaro Collares habia vivido en compañía de su hermano, con el cual sin duda le confundía el portero.

Juan se marehó con la mente llena de confusiones; su hermano y Bárbaro habian vivido en un mismo cuarto. ¿Se conocían? Bárbaro ocultaba á Jorge las señas de su nueva casa. ¿Por qué? ¿Qué misterios eran aquellos? ¿Qué habia sucedido?

Jnan pensó en contarle á Elisa lo que acababa de descubrir; pero dudaba si volver á casa de su cuñada; por último sus deseos fueron más fuertes que su voluntad, y dirigió sus pasos hacia la calle del Eúcar, diciendo:

—¡Ah! Conozco que la amo cada vez más.

En tanto León se paseaba aquel dia por Madrid sin rumbo fijo, con el sombrero debajo del brazo, tropezando á cada momento con los transeúntes y sin acordarse de comer, fenómeno muy excepcional en él.

Por fin llegó la noche.

Antes de dar las diez entraba León en el ga bínete de Enriqueta.

Recostada muellemente en una marquesita le esperaba la hermosa.

Vestía una bata de seda color da rosa pálido con adornos de blanco encaje; en sus negros y rizados cabellos artísticamente dispuestos ge perdían en graciosas circunvalaciones un cintillo de perlas; el pié que asomaba por debajo de una tentadora enagua lucia un zapatito de raso de elegante forma.

León no pudo menos de confesarse que aquella mujer estaba encantadora; ella sonrió al verle entrar y puso sus labios á merced de los del visitante.

Este se sentó á su lado y cogidos de la mano dieron prineipio á una conversación íntima que duró tres cuartos de hora.

De repente oyeron un confuso rumor en las habitaciones contiguas; Enriqueta se sobresaltó dirigiendo á León una mirada temerosa.

—¿Qué sucederá?—preguntó.

—Nada de particular.

—Dios mio.... creo haber oido la voz de Bárbaro.

—Aprensiones tuyas.

—¡Y la del inglés! Estoy perdida... ¡Enrique, ocúltate en eae armario, debajo del sofá, en cualquier parte!... Yo me acostaré para hacerles creer que estoy enferma. ¿Nos habrá vendido la maldita doncella?

Enriqueta se desnudó rápidamente y se dirigió hacia el lecho, pero entonces León, abandonando la marquesita en la que con gran tranquilidad continuaba sentado, detuvo á la joven por una mano diciéndola con acento terrible:

—¡Ha llegado la hora de mi venganza!

—¿Qué dices... Enrique?

—Que mañana sabrá todo Madrid que eres... una mujerzuela.

El rumor de voces se fué acercando cada vez más, y algunos golpes sonaron en la puerta del gabinete.

—¡Por Dios...—decia la joven,—suéltame y ocúltate pronto.

Pero León ya no solo sugetaba á Enriqueta sino que la estrechó entre sus brazos.

—¡Abre mujer!—decia Bárbaro desde fuera.

Algunas risas ahogadas siguieron á esta exclamación del marido.

Enriqueta pudo al fin desprenderse de los brazos de León, pero en aquel momento cedió la puerta á los reiterados impulsos de Bárbaro, y un tropel de jó renes se precipitó en el gabinete.

En primera fila estaban Bárbaro, el embajador y Marcial.

El cuadro que se presentó ante la vista del ofendido esposo era de aquellos que forman época en la vida de un hombre.

Enriqueta, casi desnuda, se dejó caer en una butaca ocultando su cara entre las manos. León, en mangas de camisa, con el pelo enmarañado, miraba con insolente cinismo á los recienllegados.

Estos permanecieron quietos sin hablar una palabra.

Bárbaro, pasado el primer momento de asombro, sintió tal acceso de ira que se arrojó sobre León con idea de estrangularle entre sus dedos.

El embajador, Marcial y algunos otros se interpusieron.

—Estos asuntos,—dijo el vizconde,—no se resuelven más que en el campo del honor.

—¡El campo del honor!—gritaba Bárbaro como un energúmeno,—Ya estamos en él, dejadme que le...

Una estrepitosa y unánime carcajada de todos los pre?entes, incluso el embajador, le impidió terminar su frase.

—Caballero,—le decian,—mañana se bate usted con el seductor y nadie tendrá luego derecho á dudar de que sea usted una persona que mira por su honra.

—Elijan ustedes armas,—añadió el vizconde

—Me son indiferentes,—dijo León.

—Y á mí,—añadió Bárbaro.

—¿Quieren ustedes batirse á florete?

—Sí,—dijo Bárbaro;—pero salgamos de esta habitación, creo que respetarán ustedes afín á esa....señora, para no confundirla por más tiempo con nuestra presencia.

Salieron todos.

—Y usted,—continuó Bárbaro encarándose con el vizconde,—es tan miserable, por lo monos, como Enrique...

—¡Mida usted sus palabras!

—No hay para qué"; si usted lo desea nos batiremos también, estoy dispuesto á batirme con todos ustedes.

—Es que yo...

—Es que usted sabia lo que ibaá sucedor y fué el primero en provocar este escándalo haciéndome volver á mi casa con el pretexto de que mi mujer estaba muy enferma.

—¡Yo jamás rehuso un duelo!—dijo Marcial.—Pero juro á usted que ignoraba la infame emboscada que le ha tendido León, á quien desde hoy desprecio, y estoy dispuesto á ser padrino de usted y hasta batirme en su lugar si es necesario.

—Es verdad, ha sido una infamia,—repetían todos.

León escuchaba tranquilamente aquellas disputas; arregláronse las condiciones del duelo, conviniendo en que seria á florete y que ambos adversarios se encontrarían á las cinco de la mañana del dia siguiente en un lugar solitario del Retiro, que señalaran de antemano.

Después de esto abandonaron la casa; nadie se despidió de León.

Entonces fué cuando éste entró en un restaurant para satisfacer las necesidades de su estómago, porque como decia mientras devoraba un bisteak:

Para hacer buenas digestiones no hay nada mejor que una conciencia tranquila.

CAPÍTULO XIX.
Un sainete y un drama.

Apenas la aurora tenia con dorados reflejos los árboles del Retiro, cuando por distintos puntos llegaban á una glorieta varias personas.

Bárbaro Collares venia acompañado del vizconde de la Encina y de otro caballero rubio que tenia un marcadísimo tipo de inglés; era el médico particular del embajador.

El padrino de León no era otro que... Losada.

¿Cómo se hallaba en aquel sitio y eon semejante misión?

Volvía aquella misma mañana de ensayar un nuevo globo que habia construido, cuando se encontró con León que le detuvo para suplicarle que le sirviera de padrino.

No menos se sorprendió Losada del encuentro que de la proposición que el calavera le hizo.

Trató de disuadirle de su propósito, pero León le contestó con entonado acento:

—¡En cuestiones de honra nadie retrocede!

La palabra honra en su boca parecía un sarcasmo.

—Me he permitido detenerle á usted,—habia dicho León á Losada,—porque me descuidé en buscar un padrino digno de mí, todos mis amigos se han embriagado esta noche y además sus trajes no eran propios para un duelo.

Losada siguió al hermano de Juan con la esperanza de que aquel desafio no traería consecuencias funestas, y de que podría luego dar á su amigo las señas de la casa donde viviera León.

Como hemos dicho, llegaron todos á la glorieta y se saludaron los do3 grupos con esquisita urbanidad.

Bárbaro llevó á Marcial aparte y le dijo:

—Amigo mio, yo no sé manejar ningua arma y si mi adversario es diestro, como supongo, no tendría nada de extraño que me mandara al otro mundo de un pinchazo.

—¡Qué ideas tiene usted!—contestó Marcial.

Y luego dirigiéndose á los demás exclamó:

—Caballeros, cuando ustedes gusten.

Procedióse al sorteo de los floretes, pero León se interpuso diciendo:

—Es inútil, puesto que yo no ha traído arma alguna; nos batiremos con las que ha traído el vizconde.

Este entregó á cada uno de los combatientes un florete.

León se dijo al tomarle: A poco que ese hombre entienda el manejo de este chisme, soy hombre al agua.

Bárbaro cogió su arma como quien coge un cirio para alumbrar en alguna procesión.

No menos torpe su adversario se cortó un dedo haciendo probaturas y espantando las moscas con el acero que hacia silvar como un látigo.

El marido de Enriqueta que vio á León dar tales mandobles, se tuvo por hombre muerto, pues creia hallarse en presencia de un espadachin,

—¡En guardia, señores!—gritó Marcial.

Bárbaro se precipitó á mirar por entre los árboles, sintiendo que la esperanza renacia en su pecho.

—¿Adonde vá usted?—le preguntaron.

—¿Adonde he de ir? ¿No han dicho ustedes que venia la guardia civil?

Estrepitosas risas acogieron esta frase.

—¡Hola!—pensó León,—por lo visto mi enemigo no entiende tampoco una palotada de esto; ahora me puedo lucir.

Y acercándose á Bárbaro:

—En guardia,—le dijo,—significa que se ponga usted en posición para recibir mi ataque.

Bárbaro, desconsolado al ver que lo de la guardia nada tenia que ver con la civil, terció el florete al brazo y se colocó á tres metros de distancia de León; éste por su parte no puso decidido empeño en acortar las distancias y en esta forma comenzaron ambos á mover los floretes y extender los brazos sin que se llegaran á tocar ni una vez la punta de los aceros.

El inglés se desternillaba de risa; Losada no pudo contener la suya y el vizconde se apretaba la cintura temiendo una sofocación.

—¡Caballeros... no es eso!—gritaba algunas veces.

Pero entonces ocurrió un nuevo incidente; cansado ya Bárbaro de aquel ejercicio que agotaba sus fuerzas tiró el florete, apartó el de León con una mano y con la otra le sacudió una bofetada; el joven imitó el procedimiento de su adversario y continuaron el duelo á bofetada limpia hasta que cuerpo á cuerpo echó León la zancadilla y cayeron al suelo ambos hechos una pelota.

No costó poco trabajo á los testigos separarlos.

—¡Esto es bochornoso!—gritaba Marcial ya formalizado.—Parecen ustedes mozos de cuerda. ¡Ira de Dios! El duelo se ha de verificar según las leyes prescritas al efecto; usted don Bárbaro aquí... y usted enfrente, á esta distancia. ¡Ahora mátense ustedes de una vez!

Colocados los combatientes á poca distancia tino de otro, se miraron como diciéndose que allí iba á suceder un percance.

Los dos estaban terriblemente señalados de la anterior refriega; Bárbaro tenia un gran chichón en la cabeza de resultas de la caida, y además algunos arañazos en la cara; León ostentaba en la mejilla izquierda un amoratado cardenal.

Comenzó de nuevo la lucha.

Los aceros se cruzaban por sus puntas, y chocaban con gran ruido como en las farsas teatrales, y sin amenazar los pechos de los esgrimidores.

León, por fin, quiso concluir de una vez, y bajando rápidamente el florete, le hizo penetrar en el ojo derecho de Bárbaro, que lanzó un grito soltando su arma, y llevando las manos á la cara.

Acudieron todos á socorrerle.

El inglés observó la herida, y dijo:

—¡Oh! el oco... perdidamente completo.

Bárbaro daba lastimeros ayes, y Marcial se volvió hacia León, diciéndole:

—¡Es usted un cobarde!

—No he podido remediar...

—Repito que es usted un hombre sin pundonor; y va usted á pagar con su propia sangre el desperfecto ocasionado á esto infeliz.

Logada guiso intervenir en el asunto; pero el Vizconde estaba tan irritado, que-no escuchaba razones, y llegó hasta escupir á León en la cara.

Este, pálido ante aquel grosero insulto, volvió á tomar el arma; pero dispuesto á matar ó morir, tiraba continuas estocadas á fondo, retrocedía ó avanzaba á su placer, y no se veia poco apurado Marcial para librarse de aquellos repetidos ataques sin regla ninguna.

En uno de ellos León exhaló un angustioso gemido, y los testigos horrorizados vieron la punta del florete que manejaba el vizconde salirle por la espalda al joven, que cayó al suelo como una masa inerte.

El medico abandonó á Bárbaro para socorrer al nuevo herido.

—¡Oh!—dijo rasgando la camisa del paciente, y reconociendo el, punto en que el florete continuaba clavado.—Esta herrida ser más currablemente imposible que la del otro desafiador.

Incorporaron á León, y éste, al hacer un movimiento arrojó una bocanada de sangre; luego abrió los ojos, que parecían ya vidriados por la proximidad de la muerte, y mirando á Bárbaro le hizo seña de que se acercase.

—Muero,—le dijo en voz muy débil,—comprendo que he sido toda mi vida un canalla... la venganza... me arrastró á... ¿Mo perdona usted?

—Sí,—contestó Bárbaro, que también sofría horriblemente.

—Una palabra,—continuó diciendo León.—Yo tengo... un hermano... y una esposa... deseo que sepan como he muerto... y que me perdonen...¿Los hablará usted?

—¿Cómo se llaman?—preguntó Bárbaro.

—Mi mujer, Elisa Artes... mi hermano, Juan Fernandez.

—¿Y usted se llama Jorge Fernandez?—preguntó el marido de Enriqueta, con una agitación angustiosa.

—Sí...—contestó el calavera, sin fuerza ya para hablar.

Bárbaro retrocedió espantado, sintió que sus cabellos se erizaban, que sus piernas se negaban á sostenerle.

Luego, dirigiendose á Marcial, que con la cabeza baja permanecía á algunos pasos del moribundo, le dijo:

—Caballero... ¿usted se llama Juan?

El aludido hizo un movimiento de asombro.

—¿Es usted hijo del conde de Castrorio?—siguió preguntando Bárbaro.

—Sí... ¿pero á qué viene eso?

—¡Dios mio! ¡Ka matado usted á su hijo!

—¡A mi hijo!—exclamó Marcial en el colmo de la sorpresa.

—Sí... corra usted á su lado... pocos minutos le quedan ya de vida.

—¡Expliqúese usted!

—Acuérdese usted del barón de Luzola, acuérdese usted de la infeliz Clementina, á quien usted abandonó cuando ella séntia ya en su seno el fruto de sus amores; tuvo dos hijos, dos gemelos... ese es uno de ellos.

El vizconde se llevó la mano á la frente, como si quisiera retener á la razón que se marchaba, después abrió desmesuradamente los ojos, y se lanzó al lado de su hijo.

Pero sólo pudo abrazar un cadáver; León acababa de espirar.

Losada miraba aquella escena aterrorizado.

Bárbaro parecía como loco, iba y venia, SÍD saber lo que le pasaba.

—¿Cómo no le he conocido?—gritaba.—¡Yo he tenido la culpa de su muerte, yo, yo, yo!...

El vizconde abandonó el cuerpo de su hijo, y sin mirar á nadie, con la vista extraviada y los pasos vacilantes, se internó en la espesura.

Losada le siguió, presintiendo una nueva catástrofe.

No se engañaba; el padre de León se dirigió hacia el estanque llamado de las Campanillas.

La superficie del agua, tranquila, verde oscura, parecía encerrar en su seno la muerte, que hacia gestos desde el fondo.

El vizconde llegó á la barandilla, y quiso lanzarse; pero una mano de hierro le detuvo:

—Caballero,—le dijo Losada.—Acuérdese usted de que tiene un hijo.

—¡Suélteme usted! Yo no puedo vivir después de lo ocurrido.

—¡Usted no es dueño de su vida! ¡Sólo Dios dispone de ellas!

—¡Dios!—murmuró el vizconde con ronco acento.—¡Jamás me he acordado de él, y cuando me muestre su justicia, es para señalarme con el estigma de tan horrible homicidio.

—El es omnipotente, y perdona.

—Quiero morir, déjeme usted.

—¿Y ese ser á quien usted niega un apellido? ¡Oh! Si fuera usted tan cobarde que atentase contra su existencia... Clementinale maldeciría desde el cielo.

El nombre de Ciernen tina hirió profundamente el corazón de aquel desgraciado; recordó aquella encantadora niña que por su amor habia abandonado hogar, familia, reputación... ¡todo! Recordó lo infame que habia sido abandonándola después de satisfecho el apetito brutal... se horrorizó de su vida pasada como si se hubiera descorrido un velo para presentarle ante los OJQS SUS. imperdonables infamias, y anodado por el dolor dejóse caer en brazos de Losada derramando abundantes y tardías lágrimas de arrepentimiento.

—¡Tiene usted razón!—dijo después.—¿Para qué quitarme la vida si mi propia conciencia será el verdugo que melá arrebate? ¡Quiero hacer algo bueno antes de morir! Reconoceré á mi hijo...Vamos...

—¿Y Jorge?...

—¡Oh! No me haga usted volver á su lado, tengo miedo... miedo de que me maldiga... aún después de muerto.

Losada y el vizconde regresaron á Madrid.

EPÍLOGO.

Poníase ya Juan el sombrero para salir cuando entró Losada en su habitación; venia pálido y al dar la mano á su amigo notó éste que tenia fiebre.

—¿Qué sucede?—preguntó tratando de leer en su mirada.

—No hay que asustarse. ¿Adonde ibas?

—Eso no es contestar; pero te diré que ayer me parece que he dado con el hilo que nos ha de conducir por este laberinto; he recibido una carta de Buitrago, en ella me ordena el barón que vaya á visitar á un tal Bárbaro Collares, criado que fué de aquella casa... ¿Recuerdas la historia de mi nacimiento?

—Sí... Bárbaro fué el encargado de...

—Pues bien, parece ser que mi hermano y ese criado se conocían.

—Todo... es posible...

—Qué tienes? Parece que estás agitado...

—No lo niego... ya te contaré después...

—Habla pronto... Ocurre algo de nuevo? ¿Has encontrado á Jorge?

—Sí... no...

—¡Estás enigmático!

—He encontrado á otra persona que te interesa ver.

—¿Bárbaro?

—A ese también le he visto... pero es otro...

—¡Por el cielo! Me tienes impaciente...

—¿No quisieras ver á?...

—¿A quién?...

—¡A bu padre!

—¡Dios mio!—exclamó Juan cogiendo las manos de Losada.—¿Has encontrado á mi padre? ¿Donde está? Corramos... ¿Por qué be detienes? ¡Oh! Me quieres engañar...

—Cálmate, amigo mio; tan violenta emoción podria serte funesta y á él también...

—¿Está enfermo? ¡Querido Losada, hermano mio, yo necesito ir á su lado.

—No puede ser por ahora; está, en efecto, bastante delicado..

—¿Y que debo de hacer?

—Vete á Buitrago.

—¿Para qué?

—Allí le verás.

—¿Está con el barón aeaso?

—No tardará en reunirse á él, y no me preguntes más porque nada más puedo decirte.

Juan se dejó caer en una butaca; pero no tardó en levantarse. Estaba inquieto, febril.

—Voy á dar esta noticia á Elisa,—exclamó disponiéndose á marchar.

—No,—dijo Losada deteniéndole.

—¿Por qué?

—¿Crees que soy un buen amigo tuyo?

—Sí. ¿Por qué dices eso?

—Para que tengas fé en mí; no debes ir á casa de Elisa y más adelante sabrás por qué.

Juan volvió á sentarse abatido.

Antes dvenir á verle habia Losada hablado ya con la viuda, viéndose en la triste precisión de darle la fatal noticia, sin decir quien habia sido el matador.

Losada estuvo media hora con Juan y luego se fué á ver al vizconde.

Este habia envejecido en algunas horas y parecía como si su inteligencia se hubiera oscurecido; con la barba apoyada en las palmas de las manos, delante de una mesa, le habia dejado Losada y del mismo modo le encontró.

—Caballero,—le dijo sacudiéndole de un brazo,—hora es ya de que vaya usted al tren.

—¡Ah, sí! Lo habia olvidado.

—Va usted á Buitrago á hablar con el barón...

—El barón de Luzola... el padre de Clementina.

—Le confiesa usted todo lo sucedido.

—¿Y veré á mi hijo?

—Mañana.

—¿Y por qué no hoy? Tengo deseos de verle y morir después. ¿Está acaso en Buitrago?

—No seüor, está en Madrid.

—Entonces le espero aquí.

—No se olvide usted, vizconde, que la justicia humana puede impedirle...

—¡Ah! Es verdad, soy un asesino... Marchemos, caballero, huyamos mejor dicho... ¿Por qué no se podrá huir también de la justicia divina?

Losada le pidió las señas de la casa de Bárbaro, y cuando dejó al vizconde en la estación se dirigió á la calle del Arenal.

Allí supo que Bárbaro Collares habia sido reducido á prisión, y que la policía buscaba al homicida y testigos presenciales; viendo, pues, que por el pronto no podia ser más útil á su amigo se retiró á su casa.

Al dia siguiente de estos sucesos llegó Juan á Buitrago.

Renunciamos á describir la escena á que dio lugar la entrevista del padre con el hijo

El barón de Luzola, enterado por el seductor de Clementina de la catástrofe á que el destino le habia precipitado, no pronunció una sola palabra; todo aquello le parecia castigo de Dios.

Juan preguntó por su hermano y le dijeron que ya no existia, pero ocultándole cuidadosamente todo lo que ya conoce el lector.

El padre de Juan tuvo que guardar cama á los dos dias de su llegada á Buitrago; la ciencia no podia curar aquella terrible enfermedad que residía en el alma y que se llama remordimiento.

Elisa se preparaba para regresar á Zamora.

Solo recibió de su cuñado una carta afectuosísima en la que le daba el pésame.

Ha pasado un año, y hé aquí lo que habia sucedido á los personajes de nuestra historia.

El hijo del conde de Castro rio murió á los ocho dias justos del duelo; Juan le lloró amargamente maldiciendo la fortuna que le daba un padre para arrebatársele en tan poco tiempo. Consolóse más adelante al lado de Elisa, con la cual se casó realizando uno de los ideales de su vida; Jaime, decia por Zamora que su hermana se ha lúa quedado viuda de un hombre con quien se habia vuelto á casar.

Y es lo mejor que la gente le creía, viendo el parecido que tenia Juan con su difunto hermano.

Adelfa recobró su antigua alegría con la liegada de su verdadero prometido, el cual volvió de América tan moreno y robusto que no le hubiera vuelto á confundir con sus primos si se hubiera dado el caso.

El señor Lelé y Edmundo, asistieron á la boda de Adelfa; sin embargo, Edmundo se fué á un rincón para enjugar una lágrima, ¿Estaría enamorado de la novia? ¡Se ven casos tan raros!

El barón de Luzola parecía desafiar al tiempo; nuevas arrugas se formaban en su cara, la cual iba adquiriendo el aspecto de los antiguos pergaminos que guardaba en su librería, y apoyado siempre en su bastón se paseaba por las habitaciones de su casa solariega sin importársele nada de lo que sucedía fuera de sus dominios.

Enriqueta riñó con el inglés y se hizo muy amiga del embajador italiano; ya suponían todos que saldría con aquellas embajadas á pesar del escándalo que produjo León y que le costó bien caro; pero habiéndole quedado la hermosura, ¿qué importaba lo demás?

Bárbaro continuó viviendo al lado de su esposa; hay muchos maridos así.

Don Calixto supo la muerte de su inquilino y exclamó:

—¡Morir si giovane!

Y no dijo más, porque ignoraba otras frases italianas que vinieran á cuento.

FIN DE LA NOVELA.

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TextGrid Repository (2023). Spanish ELTeC Novel Corpus (ELTeC-spa). El cercado ajeno : edición ELTeC. El cercado ajeno : edición ELTeC. European Literary Text Collection (ELTeC). ELTeC conversion. https://hdl.handle.net/21.T11991/0000-001D-45F2-2